LA CAJA

16

Ella le regaló una cristalina carcajada cuando él le dijo que, en lo que al aspecto se refería, había salido a su madre.

Había llegado ese momento de ciertas veladas en que los comensales demuestran que la comida es una simple excusa. Ella le había resumido su vida. Él, al principio renuente, había empezado a contar la suya. Un peligroso silencio se acercaba: de esa clase en que dos personas se sienten próximas sin necesidad de mirarse o hablar, y en que es preciso tomar decisiones. Pero nada hacía preverlo: ella había puesto música, un cantautor repetía un estribillo (Ven, esposa, del Líbano), y en las pausas quedaba el mar. Su rumor se alzaba desde el acantilado y penetraba por la plateada ventana de la terraza.

– Intenté entrar en el ejército, o en la policía, pero no me daba la gana de estudiar.

– ¿Y al final? -preguntó Marta, divertida.

– Terminé haciendo lo mismo que con mi padre -dijo Quirós.

– ¿Romper tuberías?

Cuando volvió a verla reír, la acompañó. La risa de ambos fue como si se tomaran de la mano y caminaran un rato. Ella dijo:

«Sospecho que no tiene una familia que mantener, porque, si no, su mujer no pararía de quejarse». «Vivo solo», replicó él. Y retornaron a la seriedad. A Quirós las horas se le pasaban volando. No quería mirar el reloj pero sabía que la medianoche había quedado atrás hacía mucho tiempo. Nunca lo hubiera imaginado. ¿Qué hacía él cenando con aquella mujer elegante, culta y algo achispada por el alcohol? Su sentido del deber le ajustaba la máscara a ratos.

– Creo que… -murmuró ella cuando el final del disco les despojó de una coartada para el silencio-… aún le queda una cosa de mi ex marido por llevarse, ¿verdad?

– Sí -dijo Quirós-, pero esperaré.

Sonrieron. Luego ella se levantó a quitar el disco. Sus pasos producían el mismo ruido que arrojar flores al suelo.

– Puede llevársela ahora mismo, si quiere. Puede llevárselo todo, hasta la casa. No quiero nada de ese monstruo.

– Esperaré -repitió Quirós. Podía ver su traje oscuro, o más bien su espalda barrida por los cabellos rubios.

De repente ella se volvió, y a él casi le asustó la mortal seriedad que flotaba en su rostro.

– No me gustaría pasar la noche sola

Pensó después que en aquel momento había pensado que, total, ella ya no era la esposa de Aldobrando y él no cometía falta alguna accediendo. Bien podía permitirse concluir aquel trabajo con un placer de propina. Sin embargo, se equivocaba. O se mentía a sí mismo para barnizar lo sucedido con una pátina de indiferencia. En aquel momento no había pensado eso. En realidad, no había pensado nada. La vio allí de pie, se levantó, fue hacia ella y la besó. Y lo más increíble -eso sí lo pensaría después- fue comprobar que ella parecía haberlo esperado y no se movió cuando él se acercó, incluso abrió los labios recibiéndolo. Si se hubiese parado un solo segundo a meditar las consecuencias, no la habría besado. Pero a esas alturas le resultaba casi imposible pensar, incluso imaginar.

No imaginaba, por ejemplo, que la niña dormiría en la misma habitación que la madre.

– No molestará, te lo aseguro -dijo Marta-. Tiene el sueño muy profundo y le di de comer antes de que llegaras. Pero no quiero llevarla a otro cuarto, por si se despierta. -Quirós la vio inclinarse hacia la cuna y mirar con ojos parpadeantes-. Es lo único bueno que me dejó ese cabrón.

No molestó, tal como la madre aseguraba. Solo durante un momento de la noche Marta abandonó las sábanas para librarla de una pesadilla pasajera. Era una niña pulcra y tranquila como la conciencia de un ángel. Quirós se dijo, además, que era una niña con suerte: porque hasta entonces había podido disponer de los pechos tiernos, la carne firme, los labios, las caricias del cuerpo de Marta.

– Comprendes, ¿verdad? -Se disculpó ella por la presencia de su hija.

– Sí.

Comprendió muchas cosas esa noche. La más importante, quizá, fue esta: que el amor podía experimentarse en un solo instante, y a partir de ahí cambiaba todo. El amor era como una cima en mitad de un camino recto; aislada, solitaria, luminosa. La meta de la vida no tenía por qué hallarse al final: podía estar en medio del trayecto. Luego la carrera proseguía, pero en dirección opuesta.

A partir de ese punto sus recuerdos se fragmentan: cree que vio a Marta sonreírle mientras iba de un lado a otro del dormitorio, desnuda, recopilando objetos para ducharse. También recordaba el instante en que regresó envuelta en una larga toalla blanca que caía hasta sus pies con el mismo húmedo abandono que su cabello rubio recién lavado. No era capaz, en cambio, de recordar qué estaba diciéndole ella en aquel momento. Pero se acuerda perfectamente del desconcierto que reflejó su rostro al descubrir que él ya estaba vestido, con el sombrero puesto, sosteniendo una columna de pañales y una caja de toallas higiénicas.

– ¿Qué haces? -Y de repente el terror de la comprensión arrancándole el color de la cara-. No -gimió, o quizá ni siquiera llegó a formar esa palabra, solo exhaló el aire como se exhala la mirada, con la misma terrible sencillez-. A ella no.

– Su padre la quiere -dijo Quirós guardándolo todo en la bolsa de tela que había encontrado junto a la cuna.

En la ventana parecían nevar flores. Es otro recuerdo de Quirós: la luz brillaba en las pelusas de primavera que llegaban del bosque cercano. «No puede llevársela -la oyó murmurar-, obtuve su…» Y de repente se detuvo frente a las palabras que empezaban a formarse: custodia legal. Un segundo después ella misma se echaba a reír ante el eco de aquella estúpida frase. Claro que podía. Lo legal nunca había estorbado a Aldobrando. «Por el amor de Dios -susurró, paralizada-. Por el amor de Dios.»

– Él es su padre -dijo Quirós.

– Es un monstruo. No puedes… No vas a entregársela.

Recordaba, igualmente, aquella furia que crispó las manos de ella, en nada parecida a la dulzura nocturna que le había ofrecido. Los empujones, los golpes rebotando en su pecho, los gritos: «¡No te la llevarás! ¡No se la darás! ¡Soy su madre! ¡Tendrás que matarme!». Y el nuevo peldaño de comprensión que alcanzó en ese instante, y que la hizo detenerse como si Quirós hubiese respondido a sus golpes con un puñetazo. Pero Quirós se limitaba a mirarla. Solo el silencio era brutal.

– Ya -dijo ella-. Ya -repitió-. Claro. Claro.

Sin duda, vio algo en la mirada de él que ni siquiera había visto en los momentos más intensos, con los ojos de ambos casi rozándose en medio de la noche. Quirós recuerda que estuvo a punto de preguntarle: ¿Qué ves en mi mirada? Le hubiese gustado saberlo para conocerse mejor a sí mismo. Puede que ella advirtiera la certidumbre, la solidez del guardián que, apostado junto a la puerta en arco de la torre, y únicamente tras un atento y despiadado escrutinio, deja pasar solo a los elegidos sin importarle a quién rechaza o admite. O puede que vislumbrara su lealtad ante los grandes señores, su obediencia ciega. Fuera lo que fuese, se supo indefensa. A partir de entonces ya no le exigió: solo le rogó.

Ciertamente, aquel no iba a ser un trabajo fácil.


– No me está escuchando.

– ¿Qué?

– Le preguntaba si cree que empezará a llover antes de que lleguemos.

– Depende de lo lejos que esté… Pero esas nubes tienen mal aspecto.

Mentía. O no contaba toda la verdad. Estaba seguro de que, antes que anocheciera, iban a quedar calados hasta los huesos. Pero no deseaba que la mujer pensara que se había arrepentido de acceder a su petición. Lo cual sí que era cierto por completo. Se había arrepentido desde el mismo instante de atacarla, pero no había tenido elección porque ella le había amenazado con ir sola. Y la conocía lo bastante para saber que lo haría.

La mujer estaba tensa. Quirós observaba de reojo cómo apretaba el bolso con aquellas manos pequeñas que ya no podían blanquearse más. Todo se debía a esa obsesión con el libro que la camarera le había entregado por la noche. Obsesión tanto más inexplicable para Quirós, cuanto que el libro, según le había dicho ella misma, no contenía nada.

– Dentro de la caja había una carpeta de anillas -le había explicado-. Faltaban todas las hojas salvo una. Safiya, que lo ignoraba, sospechaba que la señora Ripio las había destruido, pero no se atrevía a preguntarle para que no descubriera que me lo había enseñado. Vive atemorizada, la pobre muchacha. Da la impresión de que la dueña también la compró a ella cuando compró el hostal. Me harté, y esta mañana hablé con la señora Ripio personalmente. No mencioné a Soledad, no se preocupe. -Hizo un gesto tranquilizador hacia Quirós-. Le dije que era profesora de literatura, que estaba haciendo un estudio sobre Guerín y necesitaba datos. La presioné hasta que confesó. Cuando heredó los recuerdos de la antigua dueña, se creyó capaz de seleccionarlos. Descubrió esas páginas, empezó a leerlas y, según dice, sintió «vergüenza ajena» y las echó al fuego. ¿Se imagina? Qué burra. Asegura que eran pura pornografía. El propio Guerín destruyó todas las copias que tenía, salvo la que le regaló a don Francisco. La única hoja que encontré tenía una nota de puño y letra de Guerín. La he copiado.

Se la leyó, pero a Quirós no le importó, ni siquiera la entendió. Solo le importaba la mención de la cueva de la sierra. Era el mismo lugar que Casella le había dicho.

Decidió que lo mejor que podía hacer era acompañarla.

Y allí estaba, tirando de su coche como de un carro, subiendo la pendiente en medio de aquel asfalto curvo que cada vez se angostaba más. Para colmo de absurdos, no se sentía del todo triste: también albergaba cierta expectativa de misteriosa felicidad, como el niño al que han prometido que verá el mar por primera vez. Así era Quirós.

– ¿En qué pensaba?

– En nada. En la carretera.

– Ahí está el letrero -dijo ella-. Y ese debe de ser el camino.

El letrero contaba los kilómetros que faltaban hacia Ollero. El camino partía del arcén y se internaba en la sierra. Quirós se introdujo por él. Empezaron a brincar. Troncos rectos de árboles flanqueaban la vereda, tan rectos y casi tan lisos como los postes de un club de gogós en el que Quirós, una vez, había entrado a matar a un hombre. Llegaron a un cruce. Se abría otra vereda hacia una granja, pero continuaron por la misma. Avistaron el sendero y Quirós detuvo el coche. Tendrían que seguir a pie.

El aire parecía cargado de vigilancia. No le gustó aquella sensación. Filosas rachas de viento amenazaban su sombrero y hacían flotar la coleta rubia de la mujer. Los árboles se movían bajo el empedrado de nubes. Hacía bochorno, como el que precede a cualquier gran acontecimiento humano.

Quirós rebasó a la mujer, que había iniciado la marcha. Tendría que ser precavido, se dijo. Lo mas probable era que el «esnupi» no diera señales de vida, pero aun así, y yendo con ella, sería preciso andar con pies de plomo.

Ascendieron un trecho en silencio. Los árboles marchaban en hilera, las columnas de hormigas parecían quietas: Quirós ponía cuidado de no pisarlas. Caminaba con una mano en la visera del sombrero, mirando hacia abajo. La mujer miraba hacia arriba. De vez en cuando él se detenía como para aguardarla, lo cual no resultaba necesario porque la mujer iba mucho más rápido y era más ágil, pero a Quirós le parecía que debía hacerlo. Alcanzaron una meseta flanqueada por árboles. El camino continuaba. Se oyó un débil anuncio de tormenta. De repente la mujer dio un grito.

Mientras se volvía hacia ella Quirós recordó una escena similar en otra carretera, días antes, y creyó comprender que entre ambos gritos se extendía algo, un trayecto extraño y oscuro. Pero aquel pensamiento fue fugaz, duró menos de lo que su mano tardó en moverse.

– Cálmese, ya se ha ido…

– ¡Lo siento! ¡Era enorme! ¡Se posó en mi brazo…!

– Ya se ha ido. -Quirós temblaba un poco, como si hubiese heredado el miedo de ella.

– Soy una tonta. Mecachis. Qué tonta soy…

– Los miedos no son tonterías -dijo Quirós-. Ni eso tampoco -agregó. Era como si las nubes estuvieran construidas con piedras y algo las derrumbara-. Tenemos que darnos prisa, la tormenta está encima… ¿Se siente mejor? Pues vamos, seguro que falta poco…

Mientras la mujer recobraba la tranquilidad, Quirós miró hacia los árboles y vio la casa. Era una granja más, con una valla de madera, un porche de paredes cuarteadas y un aparcamiento con techo de cañas. Una de las ventanas tenía corridas las cortinas, la otra no. En algún sitio ladraba un perro.

Pero en ese instante la casa no le importó.

Más allá continuaba la carretera que habían abandonado y un brazo del sendero desembocaba en ella. Quirós escogió el otro, angosto y pendiente, con unos peldaños de piedra que favorecían la ascensión pero no la atenuaban. Hizo algunas paradas para recuperar el resuello. El viento se había convertido en el amo y señor. También tenía su lado agradable: el sudor que empapaba su frente se secaba pronto. Al llegar a un repecho la mujer dijo:

– Espere. -Señalaba el horizonte, hacia el mar, pero apuntaba a un lugar menos vasto.

Quirós se asomó y lo vio: el campanario, casas blancas, una torre irguiéndose en el litoral y el espigón en el lado opuesto. Por casualidad, o por deseo de un ente supremo y desconocido, el atardecer había abierto una brecha entre las nubes (breve tregua, a juzgar por los retumbos que se acercaban) y el sol se desplomaba, oblicuo, sobre el centro del pueblo. Allí está, se dijo Quirós, el «Casco Histórico». Por fin.

– Hermoso, ¿verdad?

– Mucho -repuso Quirós mirando a la mujer.


Una mirada puede cambiarlo todo, y de forma tan brusca.

Fue, quizá, al alzar Marta el rostro enrojecido y contemplar él sus lágrimas. Sin duda, ella percibió el cambio, porque recobró cierta serenidad. «Vamos a calmarnos», le dijo. Parecía invitarlo a sentarse y discutir una importante cuestión. Pero Quirós la miraba inexpresivamente. La toalla se había desprendido con los gestos, aunque ella no quería soltarla. No por el momento. Terminaría haciéndolo, quizá. Se arrastraría hacia él sin ninguna defensa. Haría algo terrible o insignificante. Por lo pronto, la sujetaba contra sus pechos como si fuera lo único que le quedaba, y alzaba el rostro, desafiante. Ambos seguían de pie, en medio estaba la cuna. Al tiempo que amanecía, brotaban gemidos desde las sedas. Ellos continuaban muy quietos, mirándose. Solo la voz de ella se movía.

– Escucha, se me ocurre algo… Llévala a casa de mi hermano, él la adoptará, la cuidará… Al canalla de su padre puedes decirle, simplemente, que preferí matarla antes de entregársela. Tú habrás cumplido con tu trabajo y Aldobrando nunca se enterará…

– No puedo hacer… -comenzó él.

– ¡Sí puedes! Dentro de ti hay algo que es bueno. No importa lo que hayas hecho o para quién trabajes… Eso es la superficie… Lo supe esta noche, cuando estuvimos juntos… El hombre que vive dentro de ti es bueno… Haz lo que te pido, por favor. Hazlo por ese hombre que tienes dentro de ti. Si no, jamás te lo perdonarás. -Quirós dio un paso hacia ella. Ella retrocedió, le dio la espalda (desnuda por detrás, seguía sujetando la toalla), buscó algo en un cajón. Una tarjeta. Se la mostró-. Son los datos de mi hermano… Llévasela. Él lo comprenderá. Conoce mis circunstancias… Sabe que, al casarme con Aldobrando, firmé una sentencia… Aceptará a mi niña: su mujer y él están solos… Por favor…

Quirós seguía mirándola. La tarjeta temblaba.

De repente ella cometió su único error. Pero él no se lo reprochó: ¿quién podía permanecer firme, inalterable, como una torre, frente a aquella colosal amenaza? De modo que cuando ella gritó: «¡Te pagaré!», él no la odió por eso. Sin embargo, naturalmente, era un error. Porque, a diferencia de lo que ella pudiera pensar, él hacía muchas cosas gratis. Todo, en realidad. ¿Quién podía comprar su servidumbre, su humillación? Nada ni nadie podía sobornar al guardián, y ella tenía que haberlo sabido.

Aún le tendía la tarjeta. Quirós la cogió con la mano izquierda y llevó la derecha a la garganta de la mujer. «No puedo hacerlo», dijo. Cuando apretó, la toalla se deslizó de las manos de ella y cayó a sus pies. Estaba acostumbrado a vidas más duraderas: la de Marta se apagó de inmediato. Murió mirándole, casi sorprendida. Quirós no desvió la vista. Luego cargó con el cuerpo, salió de la casa y se dirigió al acantilado. Aldobrando le había dado órdenes muy precisas: tenía que arrojarla a ese mar del que se dicen tantas tonterías, pero del que nadie, nunca, jamás, ha visto regresar a un muerto.

Contempló cómo las olas adoptaban a Marta. Luego observó la tarjeta que aún sostenía: «Ernesto Serrano», decía el nombre. La dejó caer al mar.

En el viaje de vuelta, mientras llevaba a la niña a casa de Aldobrando, recordó lo que Marta le había dicho cuando él le preguntó su nombre.

– No he querido que lleve el apellido de ese criminal. Se llama Tina Serrano.


Se preguntaba quién la había calumniado, quién le había dicho a la policía aquella mentira infame. ¿Fernando? No: lo ignoraba todo acerca del grupo. Mario y Mónica quedaban descartados por la misma razón. Quizá la Maestra, o puede que la hermosa Paz, la todopoderosa paz, que así le devolvía las miradas que ella le dedicaba a Borja, porque cada cual tiene su manera de vengar los celos.

El enigma la había estado obsesionando durante todo el día anterior. Aquella tarde, con el descanso de la noche a sus espaldas, decidió cambiar el rumbo de sus paseos. En lugar de ir hacia la Nada, que ya lo era por completo, se dirigió a la torre árabe. Y al tiempo que alcanzaba la pared de piedras erguidas en la arena se sintió por primera vez dueña de la situación.

No había sido un recorrido fácil. Al principio todo había saltado por los aires, y entre las ruinas de sí misma apenas había sido capaz de encontrar un resto y proseguir. Porque la vida era un trabajo, lo mismo daba que ella fuera «joven», como decían sus tíos. La vida era como el soldado que hace guardia en una garita o el vigía que otea en el barco: si perdías fuerzas, fracasabas. Y el cansancio la había invadido hasta tal punto que, cuando decidió que se marcharía con el autobús a primera hora del viernes, sintió como si todos los cordajes que la habían apuntalado hasta ese instante cedieran bruscamente. Deseó, a diferencia de otras ocasiones felices, estar muerta. No morir: estarlo.

Pero eso había sido el miércoles. Aquella tarde de jueves, sobre todo durante su paseo a la torre, vio las cosas de otra forma.

Se detuvo bajo la sombra de la torre y contempló el mar. En algún punto del horizonte se hacía intercambiable con el cielo, ambos grises y rebosantes. Tina estuvo observando largo rato aquel punto indeciso.

Repasó su vida, particularmente su oscura infancia: la muerte prematura de su madre, a la que no había conocido; los primeros años junto a su padre, del que solo había heredado pesadillas claustrofóbicas, y su, también, inesperado final… Intuía, de manera vaga pero cada vez más firme, que detrás de las explicaciones sobre accidentes y actos criminales que le ofrecían sus tíos se ocultaban secretos familiares que aún no había logrado desvelar. Pero no le importaba: proceder de un pasado muerto la ayudaba a sentirse viva.

Luego pensó en Soledad. No era la primera vez que lo hacía, pero ahora era diferente. La vio sentada en las rocas del espigón, acompañada de todo lo que la rodeaba y de sí misma, y la envidió. No por que deseara ser como ella sino porque sabía que, de haber estado en su caso, la muchacha no la envidiaría. Envidiaba su falta de envidia. ¿Qué le impedía imitarla?, se preguntaba.

Se oían gritos crecientes de gaviotas, la tarde se apagaba, el golpe de las olas era más denso. Hoy es el primer día de mi vida, pensó, sentada junto a la torre, asomada al mar como a una ventana. A la mañana siguiente regresaría a Madrid. Su tío vendría durante el otoño, porque se hallaba en algún punto del Mediterráneo buscando un galeón hundido. Hoy es el primer día de mi vida, volvió a pensar mientras veía, dentro de sí, el semblante risueño de su tío, que acababa de exhumar un barco color arcoiris con una figura andrógina orlada de pámpanos como mascarón, los mástiles pintados como los postes de las barberías y los cordajes como guirnaldas de piñata.


Somos otros. Quizá muchos, infinitos. Pero, sobre todo, uno, distinto a todos los demás, inconcebible para el yo de nuestra superficie. Uno de verdad, al que solo accedemos cuando algo terrible nos sucede, cuando la vida nos hunde hasta que tocamos fondo. Es lo que me ocurrió a mí con tu muerte. No presumo de que estas páginas sean literatura, sé que no soy buen escritor, y esto que sigue ni siquiera es ficción sino aquello que realmente soy. Pero aquí están. Las redacté en la cueva de la sierra, donde solíamos ir, Carmela, recordando nuestra infancia.

He subido al mismo lugar que tú. La única diferencia es que yo sigo con vida. Te amo.


Nieves Aguilar recordaba aquella nota manuscrita mientras contemplaba la oscuridad.

– Soledad leyó esas páginas y comprendió enseguida que eso era lo que ella deseaba escribir… Imagino lo nerviosa que debió sentirse… El miedo que experimentó al ver su deseo hecho realidad en otra persona, en alguien que había pasado por un trance terrible… Me llamó sin decirme nada. ¿Qué hubiese podido decirme? Solo que viniera a verla. Sin duda, tenía pensado enseñarme el libro. Pero antes quería visitar la cueva donde él se inspiró. Deseaba seguir sus pasos. Quizá… Ahora pienso que quizá deseaba, en su fuero interno, que le ocurriese algo similar… Algo terrible… De esa forma lograría, igual que Guerín, escribir la verdad… Se marchó y no regresó… Pero estuvo aquí…

– Aquí no hay nada -dijo Quirós.

Sabía que no era cierto. Había oscuridad, aunque no en exceso. Por suerte, traía su linterna de bolsillo. La luz otorgaba más vida al atuendo de la mujer: su conjunto caqui, el cinturón verde, el bolso rojo, los calcetines blancos.

En verdad, se trataba de una cueva civilizada. Y ni siquiera merecía tal nombre: era, más bien, una gruta de techo alto. En las paredes había insultos en aerosol y fechas románticas grabadas a punta de navaja; en la entrada, litronas vacías. Lo único digno eran las vistas, que daban a un mar colosal. Pero la lluvia les había impedido hasta aquel tranquilo disfrute. Había comenzado bruscamente, en forma de denso chaparrón, mientras subían por el sendero, obligándoles a recorrer la última parte a toda prisa. El sombrero de Quirós se combaba de humedad y la mujer se había quitado la goma del pelo y se lo frotaba para secárselo.

– Aquí no hay nada -repitió él.

– No lo sabemos… ¡No lo sabemos!

Quirós sí lo sabía. Se alegraba, al menos, de haber traído su linterna de bolsillo.

– Mire -dijo ella. Había avanzado hacia el fondo, agachándose, aunque el techo tenía suficiente altura. Quirós, que había entrado el primero para asegurarse de que la mujer no se toparía con nada raro, ya había visto aquella parte, pero se acercó y miró.

La cueva terminaba formando una especie de cámara. Nieves Aguilar señalaba el techo y la linterna de Quirós lo barrió arrancando brillos minerales. En los recodos, las paredes se torcían en un ángulo que casi parecía un artificio. La lluvia se escuchaba como desde el interior de una caja de resonancia.

– ¿Ha visto? -decía la mujer-. ¿Ha visto?

– Sí -dijo Quirós.

Sus miradas se cruzaron. La mujer parecía aturdida, como si de repente hubiese comprendido que no había nada que ver. Quirós supuso que era el agotamiento. La linterna revelaba destellos de furia en el azul de sus ojos.

– ¿Qué es lo que mira? -Ella jadeaba-. ¡Estoy intentando encontrarla…! ¡Quiero hacer todo lo posible! ¡Para eso vine a este pueblo…! ¡Quiero ayudarla! ¡Y usted, siempre así, quieto, sin hacer nada…! ¡Siempre quieto… y callado! -No tenían eco sus gritos. Estaban como hundidos, inmersos bajo un mar que se derramaba en el exterior. Su llanto apenas se oía-. ¡Ocultando cosas, engañándome…!

– Cálmese, señora…

– ¡No sé qué mira! ¡No sé qué quiere ni qué le importa…! ¡¡Y deje de apuntarme con la linterna!!

De un golpe, ella le arrebató la luz.

Aquel llanto en la oscuridad dejó indefenso a Quirós. La mujer era una sombra pequeña, estremecida, incontrolable. Quirós la aferró del brazo y buscó sus labios. Ella gimió, pero la pregunta quedó encerrada.

Permanecieron abrazados. Él sentía la débil, trémula presión del cuerpo de la mujer contra el suyo. Ella ya no lloraba: respiraba hondo albergada por él. La luz giraba en el suelo, como enloquecida.

Nieves alzó la boca otra vez. No quería pensar, solo sentir. Tampoco recordar: es preciso tener recuerdos para tener culpas. Quería sentir olvidando. Percibió que ella era la que le transmitía su fuerza y su poder con los labios. Él era solo inmenso, ella era fuerte. Experimentó tanta compasión por él en ese momento que supo que lo que estaba haciendo no era malo. De inmediato (desde lo profundo de su ser saltó la evidencia) comprendió que lo que hacía era el único acto responsable, justo y responsable, que podía hacer.

Quedaron inmóviles, abrazados, oyendo la realidad de la lluvia.

– Ella estuvo aquí… -murmuró Nieves Aguilar.

– Quizá no llegó -dijo Quirós.

Pensaba en algo. Recordaba algo. Un detalle leve, pero en aquel instante golpeó su memoria con toda la fuerza de una imagen.

– ¿Adónde va?

Quirós había salido de la cueva. Se volvió hacia la mujer bajo la lluvia.

– Venga conmigo -dijo-. Deprisa.

17

No es ningún dios, eso está claro. Pero es que ni siquiera es un hombre.

La lluvia que ahora cae no solo es capaz de mojarlo: lo hace estornudar. Llueve con toda la fuerza de una cisterna rota. Llueve como si el hombre se encontrara flotando en un retrete y hubiese llegado el triste momento de desaparecer por el tragante. El hombre protege la Plateada bajo su impermeable: le gusta ese frío contra su muslo y sobre todo contra su vara, el contacto del metal con la carne hasta que uno y otro mezclan sus temperaturas. Nada hay más grato que el frío de un cañón, piensa (y el perro asiente babeando), salvo el calor de un cañón.

Pero le preocupa ser tan débil, tan inconsistente. Porque, si soy frágil, piensa, entonces todo lo que me rodea también lo es: estos árboles, esta lluvia, este perro que ahora ato al tronco con una cuerda ordenándole que se quede quieto, fuc, ni un solo ruido, fuc, este lector que lee.

Es preciso decir la verdad, aunque duela.

Desde donde está puede ver el sendero y el muro de su casa a través de las interferencias de la lluvia. La vida se ha vuelto una cinta de vídeo vieja. Entre estornudos, el hombre piensa: No, dios no, todo lo contrario. Ni hombre. Más bien un gusano.

Pero sigue teniendo la caja de marfil. La caja empezó a ayudarle desde que era niño: la apretaba con todas sus fuerzas mientras su madre estaba con los hombres; la apretaba en el colegio, cuando las risas lo dejaban solo; la apretaba cuando vio a su madre agonizando en aquella triste residencia de escaleras blancas; la apretó cuando por fin le dijeron que podía trabajar en un estudio cinematográfico (su sueño), y cuando vendió sus primeras fotos.

La caja de marfil es todo lo que le queda, lo único que le ayuda y le protege, lo más íntimo de su remota intimidad, lo que de verdad yace en su interior. Ni siquiera el ángel que la sostiene le sirve. Lo demás son las historias. Pero las historias lo han degradado porque cuentan la verdad, lo han convertido en lo que es, en lo que fue desde un principio, en lo que siempre ha sido.

El gusano sigue esperando junto al perro.


– Acabo de recordar que en esta casa vive un testigo que la policía interrogó -dijo Quirós-. Voy a hacerle un par de preguntas… a lo mejor consigo algo. No es conveniente que venga conmigo: podría pensar que no soy policía y no abrirme. ¿Sabe conducir?

– Saqué el carnet, pero hace tiempo que no conduzco. -Ella hablaba casi a gritos, bajo el aguacero, cubierta por la chaqueta de Quirós.

– No creo que lo haya olvidado. Tome las llaves y regrese al pueblo.

– ¡Puedo esperarlo en el coche…!

– No sé cuánto tardaré. Vaya al hostal. Si no logro que me lleve nadie, regresaré dando un paseo. Esta lluvia no durará mucho.

– Pero…

– ¡Haga lo que le digo alguna vez! -exigió Quirós.

Nieves Aguilar sonrió. Le tendió una mano. Quirós la envolvió dentro de la suya como si hubiese cogido un puñado de nieve. Luego la vio alejarse dando saltos hacia el recodo del sendero, tratando de esquivar los charcos, con la chaqueta alzada por encima de la cabeza, como una monja huyendo de la clausura. Cuando la perdió de vista abrió la valla de madera y entró en la propiedad.

Había tenido que mentirle otra vez, pero no deseaba meterla en la boca del lobo. Y aquello era la boca del lobo. Estaba seguro.

Se cercioró antes de seguir avanzando: un sofá de grotesco color amarillo chillón al lado de la ventana sin cortinas. Lo había visto cuando se detuvo para auxiliar a la mujer, pero solo en la cueva lo había relacionado con las polaroids que Gaos contemplaba.

De repente la casa le parecía muy grande, llena de sombras, siluetas, cristales; una mansión desproporcionada.

Su sombrero estaba calado y derramaba agua por la visera, también su camisa de manga corta. Todo eso lo pagaría con creces después, porque la humedad le provocaba reuma y agravaba su ahogo, pero en aquel momento era lo que menos le importaba.

Tenía que encontrarla.

En otras circunstancias no lo hubiera hecho. Su trabajo había terminado: solo necesitaba marcharse y cobrar. Pero ahora era diferente. Se lo debía a la mujer. Se lo debía, también, a Marta y a la pequeña Tina. Estaba seguro de que ya era demasiado tarde, pero, incluso aunque fuera así, deseaba intentarlo.

Caminó hacia el porche sin una idea concreta sobre lo que iba a hacer. Un todoterreno y un turismo estaban aparcados bajo un techo de juncos con un millar de goteras. Debe de estar dentro, pensó. Decidió buscar alguna puerta trasera. Subió al porche y caminó pegado al alero.

No tenía miedo. Todo lo contrario: se sentía capaz de cualquier cosa. Recordaba los momentos en la cueva, junto a la mujer, como un sueño. Hasta comprendía el porqué de aquella increíble casualidad que en los días anteriores lo había atormentado: encontrar a la niña de Marta convertida en una adolescente. De esa forma se le había ofrecido la oportunidad de saldar parte de su deuda con Marta. No sabía si había hecho bien pidiéndole a Gaos que la acusara frente al chico y le advirtiera que no le pusieran la mano encima. Sospechaba que sí. En cualquier caso, no se le había ocurrido mejor forma de ayudarla sin delatarse. Confiaba en que la apartaran de la pandilla y Tina fuese capaz de ver el lado bueno de su nueva situación.

Ahora tenía que encontrar a la muchacha. Le debía eso a Nieves, que confiaba en él. Se lo debía a Marta. En cuanto a él, nada le importaba ya. El miedo más intenso lo había sufrido en la cueva, cuando la mujer empezó a llorar en la oscuridad. Pero había sido, también, su momento más feliz. Así era Quirós.

Llegó a la parte trasera. Procuraba moverse sin ruido pese a que la lluvia los ahogaba todos. Vio un huerto convertido en pantano, limoneros enfermos, un columpio oxidado, un telescopio bajo un plástico y la protección del alero y un cobertizo de madera anaranjada sin ventanas. La puerta del cobertizo tenía un grueso y reluciente candado. Siguiendo el porche halló otra puerta, la abrió. El olor a comida estropeada mezclado con café le hizo detenerse un instante. Pero no había nadie a la vista. Entró, cerró la puerta. La lluvia quedó fuera desovillando su incesante historia.

Era una cocina. Sobre el fregadero, una pila de platos sucios. El motor de una nevera sonaba como el de un coche en una cuesta. Un pasillo al fondo daba a un salón, quizá el sitio donde se encontraba el sofá amarillo. Y montones de libros, en la cocina y el pasillo: columnas enteras y desparramados por el suelo, tantos como el polvo que los cubría. Todos los «esnupis» eran muy cultos, muy lectores. Y todos, sin excepción, estaban locos.

Llegó a una bifurcación, vio puertas. La casa tenía una sola planta, de modo que aquello debían de ser «los aposentos», como decían los mayordomos de los grandes señores para los cuales trabajaba Quirós. Abrió una y se asomó. Oscuridad. Encontró un interruptor. La luz era una bombilla pelada. La decoración: cuatro focos de estudio fotográfico, un televisor con vídeo, cintas, un catre en el suelo, una pantalla negra a modo de escenario, una mesa con utensilios de «esnupi». Sin ventanas. Se acercó a la mesa y cogió uno de los látigos, sopló y levantó polvo. El resto del equipo parecía igualmente intacto. Ello no quería decir nada, porque los «esnupis» solían improvisar con el material, pero se encontraba tan optimista que el detalle le pareció esperanzador.

Cogió el mando a distancia del televisor, anuló el volumen y lo encendió. Esperaba encontrar cualquier cosa salvo un documental sobre animales. Un águila descendiendo en picado. Una zorra agazapada bajo un árbol. Siete bestias cornúpetas, quizá retoños de rinoceronte. Una araña con un ojo en el vientre avanzando por la filigrana de la tela. Debajo, una muchacha mirando con cara de disgusto, pero no era nadie que Quirós conociera. En una esquina, el símbolo de National Geographic. Apagó el televisor y quitó la cinta. Había más, apiladas en una rejilla inferior, pero no quiso verlas. Mostraban títulos tales como: «Nebulosa de Serpens», «Asteroides de la Nube de Oort», «Escarabajos peninsulares».

Todos los «esnupis», por definición, eran unos pirados.

¿Dónde la tendría? En el cobertizo, lo más probable. Pero antes de entrar allí tenía que asegurarse de que no había nadie en la casa. O de que, si había alguien, dejara de haberlo pronto.

Se disponía a salir del cuarto de los juguetes cuando oyó un ruido. Abrió la puerta unos milímetros. Nada parecía distinto. Apagó la luz, salió y regresó al pasillo. Miró hacia la cocina. No percibió ningún cambio. Sin embargo, estaba seguro de que algo había cambiado. Se asomó al salón.

Nieves Aguilar estaba allí, mirándole. Aún llevaba su chaqueta sobre los hombros, pero todo el cabello se le aplastaba, chorreante, en la cabeza. Quirós se quedó contemplando aquella aparición repentina. Ella también lo miraba.

– No te muevas -dijo Nieves Aguilar con otra voz, sin separar los labios.

Pero no era ella quien hablaba. Era el hombre que había detrás.


En primer lugar, no le gustaba aquella mesa de centro. La hubiese tirado por la ventana, se habría enfadado con Pablo si él hubiera traído a casa algo así, una burda imitación de madera noble. Por si fuera poco, llena de polvo. Sin embargo, cuando se sentó en el sofá amarillo (qué mal gusto, Dios mío) obedeciendo las órdenes de Impermeable, hizo todo lo posible por concentrarse en aquella mesa. La repasó con la mirada una y otra vez, como si la acariciara. Era su atadura con lo cotidiano, lo normal, lo que nada tenía que ver con. los momentos que estaba viviendo. Sobre aquella mesa su conciencia podía tenderse y reposar.

El resto de la realidad se había hecho pedazos.

El impermeable negro con capucha del que sobresalían aquellas cañerías plateadas y huecas, aquellos círculos negros, había saltado desde el bosque antes de que ella pudiera entrar en el coche y le había ordenado que desandara el camino y regresara a la casa. Y eso había hecho. Al entrar en la casa se había topado con Quirós. Y ya está.

Por lo demás, se sentía atrapada como por la mano de un gigante, pero no tanto como para no poder rezar a Dios Padre, Todopoderoso, creador de los abismos y las cúspides. Y eso hacía. Era una burda imitación de rezo, pero no se le ocurría otra cosa: rezaba para que Dios la dejase hablar, no para que Dios la escuchara.

– Os vi pasar antes -decía Impermeable-. Estaba sentado en esa silla. -Señalaba con aquellas prolongaciones de metal una silla tan vulgar como la mesa, de asiento de tela descolorida y patas alabeadas-. Te estaba esperando, Quirós, desde que contestaste a mi llamada.

Nos conoce, pensó ella interrumpiendo sus oraciones. O solo a Quirós. Lo cual quería decir que quizá no la conocía a ella, porque ella no conocía del todo a Quirós. Impermeable tenía una voz ridícula, casi afónica, como malgastada por continuos chillidos, y entorpecida por un resfriado. Pero qué otra cosa se podía esperar de una figura así, tan enana, con aquel plástico negro empapado cubriéndola como una choza.

– Tengo información sobre vosotros -dijo Impermeable.

– Y yo sobre ti -repuso Quirós, que no se había movido desde que ella lo viera al entrar en la casa.

Entonces Impermeable se quitó la capucha. Debajo apareció (sorpresa) una cara redonda, mofletuda, de labios rojizos.

– El fotógrafo -dijo Quirós-. El gordo de las bermudas.

– Debo hacer constar que me llamo Guante, Juan Guante. Si se lee mi nombre a la inversa suena igual: Naug Nauj. Sobra el «Et», pero es una partícula copulativa que puede, y debe, ser suprimida sin perjuicio alguno del conjunto. A fin de cuentas, un guante se vuelve del revés.

Ahora que podía ver su rostro, o que le podía poner rostro a las palabras de Impermeable, se percataba de todo lo demás: era un hombre bajito y gordo (pero de eso no tenía la culpa), bajo el impermeable no parecía llevar gran cosa y lo que sujetaba no eran dos tuberías plateadas. ¿Cómo se le había ocurrido semejante estupidez? A ella, precisamente. Esto es la realidad, se dijo, y la palabra tuvo en su cerebro efectos de vértigo.

Entre los truenos se introducían remotas protestas. Ladridos.

– Ese es mi perro -dijo el señor Guante-. Se llama Fuc. -Dejó el nombre en el aire un instante, como para que Quirós y ella lo asimilaran a su gusto-. Lo he dejado atado a un tronco bajo la lluvia y, claro, su nerviosismo es comprensible…

Entonces sucedió, aunque no supo muy bien por qué. En los prehistóricos tiempos de su adolescencia le ocurría lo mismo en las norias de los parques de atracciones. Pero ¿por qué en esta casa, sentada en un sofá? Quizá era el frío: estaba empapada, la enorme chaqueta de Quirós envolvía sus hombros como una esponja rebosante. Se dio cuenta de que Impermeable y Quirós se volvían hacia ella a la vez y la miraban como solían hacer sus padres cuando sufría uno de esos resfriados que le impedían ir al colegio y la hacían disfrutar, desde la cama, de los días lluviosos y grises. Quizá se habían percatado de su inclinación en el asiento, pero necesitaba obligar a su sangre a que regresara a la cabeza. Una cabeza sin sangre era peligrosa.

– ¿Se siente mal? -preguntó, amablemente, el señor Guante.

– Déjala irse. -Quirós se había movido unos cuantos pasos.

– No, no, ni hablar…

– No dirá nada, te lo aseguro.

¿No decir nada? ¿Sobre qué?, se preguntaba. ¿Sobre lo sucedido en la cueva? Por supuesto que no diría nada, sobre todo si él no quería. Haría todo lo que Quirós le dijera. Ya no albergaba dudas sobre ese aspecto de su vida.

– Se siente mal. -Se enfadaba Quirós-. ¿Es que no lo ves?

– No, de verdad -aseguró ella sonriendo.

– No se siente mal -señaló el señor Guante-. Además, los dos han venido y los dos se quedan -añadió, y sus palabras fueron subrayadas por dos ladridos.

Era cierto que no se sentía mal: flotaba en el espacio, simplemente. Oía llover desde una insondable infinitud que, más que a la distancia, se asemejaba a la indiferencia. ¿Queréis saber cómo es la realidad?, pensaba explicarles a sus alumnas de Valdelosa en cuanto tuviera ocasión. Sus alumnas, que la mirarían y escucharían sentadas en sus pupitres, vestidas con sus limpios uniformes. Mirad. He aquí cómo son las cosas cuando por fin suceden: esta casa, estas ventanas que la lluvia golpea, este sofá amarillo, este hombre calvo y gordo con botas de alpinista y olor a impermeable húmedo… En cierto modo, ¿no es un privilegio asistir a la realidad en butaca de primera fila?

Pero había conseguido convencerles. Ahora ya no estaban tan pendientes de ella. Hablaban entre sí. ¿De qué? Apoyó los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, como cuando estudiaba. Intentó concentrarse.

– ¿Le has hecho algún daño a la niña? -preguntó Quirós, y aquella pregunta sí la comprendió. Y se alarmó.

– No la he tocado, y ya me toca tocarla… Llevo demasiado tiempo con ella. Más de dos semanas. Pasó por aquí un lunes de madrugada. Yo estaba sentado en esa silla y la vi, porque no suelo dormir nunca. Además, ya me había fijado en ella. Suelo hacer fotos en el albergue de Igg, así elijo. Pero es la primera vez en mi vida que el material viene a mi casa. Mahoma, la montaña, ya sabes. En cierto modo, claro. Otras necesitaban una excusa, una cita para unas fotos, cosas así. Con ella solo tuve que salir, dar unos cuantos pasos y traerla.

– Pero su colgante apareció a kilómetros de aquí -dijo Quirós.

– Lo dejé yo -dijo el señor Guante-. Quería que me arrestaran.

– Buena idea, imbécil -afirmó Quirós-, pero olvidaste dejar huellas.

– Quería que me arrestaran con un poquito de esfuerzo -precisó el señor Guante sin ofenderse-. Luego me arrepentí.

– Y abandonaste su mochila en la otra carretera y su ropa en la casa de un sordomudo.

– Eso fue porque recibí instrucciones. Cuando la traje, no sabía que era la hija de Julián Olmos. Había metido la pata. Pero se preocupan mucho por mí, Quirós, a veces demasiado. No quieren perderme porque no tengo sustituto. Me dijeron lo que tenía que hacer para que el asunto se calmara y yo pudiera dedicarme a lo mío. A lo de siempre. Accedí, pero por otra razón. Ellos querían películas, yo quería sus historias.

– ¿Qué historias? -preguntó ella.

Volvieron a mirarla, y lo que vio en sus miradas no le gustó: como si no entendieran qué hacía entrometiéndose en asuntos de hombres. Eso le dio fuerzas. Todo en aquella casa se le antojaba incomprensible, desde la mesa de centro hasta la (escopeta, sí) cosa que sostenía el señor Guante. Todo, salvo el machismo. Eso era terreno conocido: tenía experiencia con Pablo, no le asustaba.

– Las que ella escribe, ¿verdad? -insistió, y esa vez miró fijamente al señor Guante.

– Descubrí sus cuadernos al registrar la mochila -dijo el hombrecillo-. También estaban los libros de Guerín, pero a mí me interesaron sus cuadernos… Usted es su profesora, ¿no? Ella me ha hablado de usted… -Soltó una risita sin sonido-. A usted le entregaba lo que quería… Versiones censuradas. -Se detuvo. Sus labios temblaron-. ¡Pero usted no la conoce! ¡No sabe de lo que es capaz…! ¡No sabe, no puede saber!

– Lo imagino -murmuró ella,

– No, no lo imagina. -El señor Guante parecía hablarle en un lugar aislado, prohibido para Quirós y el resto del mundo: un interior hermético al que solo ella tuviera acceso-. Nunca lo imaginaría… Cuando leí los cuentos de los cuadernos quedé fascinado. Hablé con ella. Le dije que no le haría daño si seguía escribiendo para mí. Al principio mostraba mucho miedo, como todas, pero cuando le dije eso cambió. Creo que estaba deseando que algo así le ocurriera… Y entonces fui yo quien sentí algo parecido a… No diré miedo, pero sí cierta aprensión. Porque me supe responsable. Al hacerle esa propuesta, yo iba a ser responsable de su estallido. Y no me equivocaba: empezó a escribir cosas nuevas. Pero ya no eran fantasías como la del cura y el diablo o la luz sólida y la lluvia de los gatos, sino historias reales. Al principio, recuerdos. Su padre y ella, sobre todo. Los silencios de él, sus abrazos, las ideas que cruzaban por su cabeza cuando su padre la miraba. Luego su realidad presente, pero también la mía, todo lo que la rodea y me rodea a mí… Ha sido como un vómito. Lo ha expulsado todo… La verdad… -«La verdad», repitió ella-. Sé lo que goza y sufre escribiendo eso… ¡Pero ni ella sabe lo que me sucede a mí cuando lo leo! ¡Leer la verdad es horrible…! ¡Me vuelve loco…! ¡Por eso quería que me arrestaran…! ¡No hay nada peor en este mundo ni en ningún otro…! -De improviso cambió de tono. Alzó la escopeta-. Quirós, no te aproveches de que estoy loco para acercarte. Si das un paso mas le disparo a la profesora.

– No le haga caso. -Quirós, que, en efecto, se había movido, la miró a ella-. Ya lo ha oído, él mismo lo dice. Está pirado.

– Tiene razón, no me haga caso, estoy pirado -convino el hombre-. Esta es la historia de un pirado. Mi historia. -Cruzó el salón sin apartar los cañones de Quirós, se detuvo en un televisor, lo encendió-. Y este es mi trabajo.

La pantalla gritó antes de encenderse. Aparecieron unas siglas: DVX, o quizá: DXV. Enseguida dieron paso a las imágenes. La habitación era muy pequeña, sin ventanas. Parecía el interior de una caja de paredes de madera color naranja. La muchacha estaba envuelta en una manta, ante un escritorio, de espaldas a la cámara. La luz colgaba de una bombilla. En el escritorio había papeles. La muchacha se inclinaba sobre ellos.

– ¿Ve? -dijo el señor Guante-. Ahora está escribiendo. Siempre lo hace a estas horas de la tarde. Se encuentra bien, como puede comprobar. La atiendo como es debido: le llevo comida, la dejo lavarse… Ella sigue escribiendo. Mañana acabará todo. Lo he decidido así, ya no puedo esperar más. Se trata de mi trabajo. Me gano la vida con él, aunque lo odio. A todo el mundo le pasa igual. Lo que me gusta es leer… Bueno, me gustaba. Ya no, desde que leo lo que ella escribe… También tengo inquietudes científicas… -Se interrumpió, quedó con la boca colgando. Quirós se disponía a decir algo cuando el señor Guante pareció recuperar el habla-. Tengo uno grandísimo, de montura acimutal, me gustaría enseñárselo… -Soltó una risita-. Lo siento. Pensaba en mi telescopio.

– Ella está bien -dijo Quirós mirando a Nieves Aguilar, como animándola.

– ¿Por qué no la deja libre? -sollozó ella.

El señor Guante la miró con mortal seriedad.

– Porque es más peligrosa que yo -gruñó-. Hago un favor al mundo, créame. Debe ser destruida, igual que he destruido todo lo que escribe… Esta historia, la tuya y la mía, debe destruirse… Leer y destruir. Yo soy su prisionero. Lo somos todos. Ella nos ha encerrado. -El señor Guante, o el señor Naug Nauj, dio dos pasos y sonaron dos truenos, de manera que pareció caminar sobre botas de acero. La miró con sus ojos pequeños apostados como francotiradores al fondo de túneles de grasa-. ¿Sabe que un físico llamado Feynman afirma que la realidad son muchas historias distintas? ¿Acaso las cosas y los seres no terminan convirtiéndose en eso? Cuentos que te cuentan, que imaginas, que recuerdas… La «teoría cuéntica»: múltiples historias ocultas, todas aquí, si buscas bien las hallarás, si lees con atención las descubrirás, todas aquí, juntas… Lee e intenta descubrirlas. Es un acertijo.

Con aquella última frase el hombre había desviado la vista y contemplaba fijamente algo que había en el sofá, cerca de ella. Era un almohadón de tela con una figura bordada: un ángel. Sobre aquel cojín había un objeto, una caja alargada de color hueso. Sin dejar de observar aquella caja el señor Guante agregó:

– Si intentas algo, Quirós, debo advertirte que tengo ojos en la nuca. Se ha demostrado científicamente: se llama cuarto ojo. Ciertas arañas poseen uno en el vientre, pero el mío está en la nuca. Hubiese podido tener muchos más, pero el gen es autosómico recesivo y salí heterocigótico… No obstante, puedo verlo todo, por detrás, a los lados, abajo y arriba. Si te acercas otro paso, le disparo a la profesora.

– No lo escuche -dijo Quirós-, está…

– Ya lo has dicho, estoy pirado.

– Qué bonito esto… -dijo Nieves Aguilar, y alargó la mano hacia la caja. Lo hizo para tranquilizar al hombre, pero la reacción que obtuvo no fue la esperada.

– ¡No la toque! -ladró el señor Naug Nauj. Enseguida añadió, controladamente-: Es la caja de marfil. -Esto último lo había dicho en voz baja, de forma que ella tuvo una sensación extraña: que el hombre trataba, por todos los medios, de restarle importancia a aquel adorno, siendo, como era, lo más importante de todo. ¿Por qué, si no, lo había colocado allí, sobre aquel cojín, encima del sofá?

Pero no parecía importante en modo alguno. De hecho, ella sabía bien lo que era: lo había visto muchas veces en su trabajo.

– Es un plumier -dijo-. Un plumier escolar de plástico.

Los labios del hombrecillo temblaban. Sus ojos seguían fijos en la caja.

– ¿Dónde la tienes? -dijo Quirós de repente. Había apagado la televisión. El sombrero mojado le otorgaba cierto ridículo aspecto-. En el cobertizo, ¿verdad?

– No te acerques…

– En la puerta hay un candado. Las llaves están en tu bolsillo, las oigo sonar…

– ¿Quieres callarte y dejar que…?

– ¿Y las demás chicas? ¿Dónde están sus cuerpos?

– Pido la palabra…

– ¿En el huerto, bajo los limoneros?

– Por el amor de… -El señor Guante alzó la escopeta. Nieves Aguilar dio un grito, pero el señor Guante solo disparó la voz-. ¿Quieres callarte ya, maleducado, animal de bellota, bestia cuadrúpeda, patán, estúpido, más que estúpido…? ¡Estoy intentando hablar con…!

Durante aquel extraño, fascinante diálogo, Quirós la había mirado a ella. Su mirada era un mensaje secreto. Como dos jugadores del mismo bando pasándose claves mediante gestos: Observe, decía Quirós, el cobertizo, la llave…

Tras sus chillidos, el señor Guante había quedado afónico. Carraspeó, pero no logró buenos resultados. Parecía hallarse en el colmo de la irritación.

– ¿Sabía usted… señora… que esta bestia que tiene delante, este grotesco fantoche con sombrero que responde al nombre de Quirós, es un matón? Un asesino a sueldo, sí. ¡Mucho peor que yo, que soy autónomo, free lance…! Este animal trabaja para otros. -Ella quiso decirle a Quirós con la mirada que no se preocupara: que nada de lo que dijera nadie contra él la afectaría en modo alguno porque ella le creía solo a él, se hallaba sola en el mundo y dependía de él. Pero Quirós no la miraba y ella no pudo decírselo. Quirós miraba al señor Guante-. ¿No lo sabía? ¿Y tampoco le dijo que Olmos lo contrató para eliminarla a usted?

– Eso es falso -dijo Quirós.

– Tenía instrucciones, se lo juro. Si usted hubiera ido a denunciar la desaparición de la chica, esta bestia… ¡Zas! -El hombre se guillotinó con el dedo-. Los grandes hombres protegen sus grandes nombres, los prohombres cuidan sus pronombres…

– ¡Mientes! -dijo Quirós, gritando por primera vez desde que ella lo conocía.

Fue entonces cuando comprendió que contemplaba una obra teatral, una farsa, una fiesta improvisada con motivo de alguna ceremonia, y había llegado el momento del descanso, el telón descendía, los actores podían retirarse. Porque Quirós, de improviso, echó a caminar en línea recta hacia el señor Guante, que retrocedió y apuntó. El ruido fue atronador, como un empujón que la obligara a regresar a la realidad. Gritó y se cubrió con las manos, pero cuando volvió a mirar dedujo que se trataba de otro truco de la misma obra: la camisa de Quirós, azul y húmeda, era ahora roja, de un rojo compacto que surtía hacia todas direcciones.

Sin embargo, Quirós seguía caminando, lo cual probaba que era un truco. Quizá algo más lento, más torpe, pero con la misma terquedad de siempre, en línea recta. El señor Guante también estaba fascinado con aquella interpretación: había inclinado la escopeta y la boca le colgaba. Al llegar junto a él, Quirós le quitó el arma, la levantó por la culata y la dejó caer una, dos veces.

Cambio de escena: el señor Guante estaba a su lado, recostado en el sofá, con el impermeable abierto sobre un torso blancuzco, mamario, las piernas separadas, el rostro hecho añicos como un espejo roto que lo reflejara. Quirós seguía de pie, pero en ese instante soltó la escopeta y se derrumbó. No con brusquedad: se arrodilló, apoyó la cabeza (y el sombrero) en la mesa de centro, extendió las piernas. A ella le pareció que buscaba un sitio para acostarse cómodamente.

No debo tocarle, pensó refrenando su primer impulso. Podría hacerle más daño, no debo tocarle. Lo primero de todo es avisar. Un médico. Pero Quirós la miraba y movía la cabeza. Ella se inclinó sobre sus labios.

– La muchacha… Quiere que vaya a por la muchacha… -Quirós asintió-. La llave… El cobertizo…

Las lágrimas le vendaban los ojos, la amordazaban. Descubrió algo muy extraño: no sentía humedad en sus mejillas. Pero percibía las lágrimas dentro de su garganta; en el interior de sus retinas. Era la primera vez que lloraba así. Le pareció que lo hacía de verdad. Había llegado el momento, pensaba, de hacer y decir la verdad.

Se inclinó sobre Quirós y le besó la frente. Se sintió fuerte, mucho más que en la cueva, se sintió distinta. Lo vio mover los labios.

– Sí -dijo-. Sí.

Se volvió hacia el señor Guante, que seguía exhibiendo su torso y su barriga y sonreía como si contemplara algo que había deseado toda su vida. Estaba muerto, o así se lo pareció, pero se las había arreglado para coger aquella caja del sofá y ahora la sostenía con ambas manos. Calma, se dijo, está muerto, calma. Busca en sus bolsillos.

Encontró varias llaves, las cogió todas, se le cayeron algunas entre las piernas del señor Guante, volvió a cogerlas. Calma, lo primero de todo es la muchacha.

Algo arañaba la puerta de entrada produciendo ruidos enloquecedores. Nieves Aguilar corrió, la abrió, vio al perro chorreante con una cuerda atada al cuello. Aunque estaba muy sucio, podía adivinarse el color de su pelaje: era blanco.

El animal la esquivó y entró en la casa ladrando.


Quirós abrió los ojos en medio de una laguna de dolor y vio al perro muy cerca esta vez. Le tendió la mano pensando que desaparecería, pero no fue así, y, mejor todavía, al ponerle la mano encima lo que desapareció fue el dolor.

El perro le devolvía la mirada con ojos tranquilos, y de la misma forma lo miraba Quirós acariciándolo. Tenía una cuerda atada al cuello, pobre animal. ¿Quién se la habría puesto? En fin, no importaba. Lo cierto era que la cuerda estaba rota y que él, por fin, había cumplido su trabajo. Había ayudado a Marta, había encontrado a la muchacha, y ahora ya podía decirle a la pequeña Aitana que Sueño era suyo. Sueño era suyo para siempre.

Sin embargo, no se alegraba del todo. Cuando le ocurrían tantas cosas buenas al mismo tiempo siempre estaba temiendo que se estropeara una, o varias a la vez, y el disgusto fuera mayor. De modo que, aunque se encontraba muy feliz, procuraba contenerse.

Así era Quirós.


La muchacha está terminando de escribir. Siente el ruido de la puerta del cobertizo, luego el cerrojo de la trampilla. Ahí está, piensa. Ahí está el hombre de nuevo. Se apresura con las últimas palabras y marca el papel con un punto en el preciso momento en que la trampilla se abre y se oyen pasos en la escalera. Pero da lo mismo, porque ella acaba de terminar otra historia, la última, y aguarda allí, sonriendo, con el lápiz en la mano, preparada para comenzar la siguiente.

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