PRIMERA PARTE SIERVOS DE LA TIERRA

1

Año 1320

Masía de Bernat Estanyol

Navarcles, Principado de Cataluña


En un momento en el que nadie parecía prestarle atención, Bernat levantó la vista hacia el nítido cielo azul. El sol tenue de finales de septiembre acariciaba los rostros de sus invitados. Había invertido tantas horas y esfuerzos en la preparación de la fiesta que sólo un tiempo inclemente podría haberla deslucido. Bernat sonrió al cielo otoñal y, cuando bajó la vista, su sonrisa se acentuó al escuchar el alborozo que reinaba en la explanada de piedra que se abría frente a la puerta de los corrales, en la planta baja de la masía.

La treintena de invitados estaba exultante: la vendimia de aquel año había sido espléndida. Todos, hombres, mujeres y niños, habían trabajado de sol a sol, primero recolectando la uva y después pisándola, sin permitirse una jornada de descanso.

Sólo cuando el vino estaba dispuesto para hervir en sus barricas y los hollejos de la uva habían sido almacenados para destilar orujo durante los tediosos días de invierno, los payeses celebraban las fiestas de septiembre. Y Bernat Estanyol había elegido contraer matrimonio durante esos días.

Bernat observó a sus invitados. Habían tenido que levantarse al alba para recorrer a pie la distancia, en algunos casos muy extensa, que separaba sus masías de la de los Estanyol. Charlaban con animación, quizá de la boda, quizá de la cosecha, quizá de ambas cosas; algunos, como un grupo donde se hallaban sus primos Estanyol y la familia Puig, parientes de su cuñado, estallaron en carcajadas y lo miraron con picardía. Bernat notó que se sonrojaba y eludió la insinuación; no quiso siquiera imaginar la causa de aquellas risas. Desperdigados por la explanada de la masía distinguió a los Fontaníes, a los Vila, a los Joaniquet y, por supuesto, a los familiares de la novia: los Esteve.

Bernat miró de reojo a su suegro, Pere Esteve, que no hacía más que pasear su inmensa barriga, sonriendo a unos y dirigiéndose de inmediato a otros. Pere volvió el alegre rostro hacia él y Bernat se vio obligado a saludarle por enésima vez. Éste buscó con la mirada a sus cuñados y los encontró mezclados entre los invitados. Desde el primer momento lo habían tratado con cierto recelo, por mucho que Bernat se hubiera esforzado por ganárselos.

Bernat volvió a levantar la vista al cielo. La cosecha y el tiempo habían decidido acompañarlo en su fiesta. Miró hacia su masía y de nuevo hacia la gente y frunció ligeramente los labios. De repente, pese al tumulto reinante, se sintió solo. Apenas hacía un año que su padre había fallecido; en cuanto a Guiamona, su hermana, que se había instalado en Barcelona después de casarse, no había dado respuesta a los recados que él le había enviado, pese a lo mucho que le hubiera gustado volver a verla. Era el único familiar directo que le quedaba desde la muerte de su padre…

Una muerte que había convertido la masía de los Estanyol en el centro de interés de toda la región: casamenteras y padres con hijas nubiles habían desfilado por ella sin cesar. Antes nadie acudía a visitarlos, pero la muerte de su padre, a quien sus arranques de rebeldía le habían merecido el apodo de «el loco Estanyol», había devuelto las esperanzas a quienes deseaban casar a su hija con el payés más rico de la región.


– Ya eres lo bastante mayor para casarte -le decían-. ¿Cuántos años tienes?

– Veintisiete, creo -contestaba.

– A esa edad ya casi deberías tener nietos -le recriminaban-. ¿Qué harás solo en esta masía? Necesitas una mujer.

Bernat recibía los consejos con paciencia, sabiendo que indefectiblemente iban seguidos por la mención de una candidata, cuyas virtudes superaban la fuerza del buey y la belleza de la más increíble puesta de sol.

El tema no le resultaba nuevo. Ya el loco Estanyol, viudo tras nacer Guiamona, había intentado casarlo, pero todos los padres con hijas casaderas habían salido de la masía lanzando imprecaciones: nadie podía hacer frente a las exigencias del loco Estanyol en cuanto a la dote que debía aportar su futura nuera. De modo que el interés por Bernat fue decayendo. Con la edad, el anciano empeoró y sus desvaríos de rebeldía se convirtieron en delirios. Bernat se volcó en el cuidado de las tierras y de su padre y, de repente, a los veintisiete años, se encontró solo y asediado.

Sin embargo, la primera visita que recibió Bernat cuando todavía no había enterrado al difunto fue la del alguacil del señor de Navarcles, su señor feudal. «¡Cuánta razón tenías, padre!», pensó Bernat al ver llegar al alguacil y varios soldados a caballo.

– Cuando yo muera -le había repetido el viejo hasta la saciedad en los momentos en que recuperaba la cordura-, ellos vendrán; entonces debes enseñarles el testamento. -Y señalaba con un gesto la piedra bajo la cual, envuelto en cuero, se hallaba el documento que recogía las últimas voluntades del loco Estanyol.

– ¿Por qué, padre? -le preguntó Bernat la primera vez que le hizo aquella advertencia.

– Como bien sabes -le contestó-, poseemos estas tierras en enfiteusis, pero yo soy viudo, y si no hubiera hecho testamento, a mi muerte el señor tendría derecho a quedarse con la mitad de todos nuestros muebles y animales. Ese derecho se llama de intes-tia; hay muchos otros a favor de los señores y debes conocerlos todos. Vendrán, Bernat; vendrán a llevarse lo que es nuestro, y sólo si les enseñas el testamento podrás librarte de ellos.

– ¿Y si me lo quitasen? -preguntó Bernat-.Ya sabes cómo son…

– Aunque lo hicieran, está registrado en los libros.

La ira del alguacil y la del señor corrieron por la región e hicieron aún más atractiva la situación del huérfano, heredero de todos los bienes del loco.

Bernat recordaba muy bien la visita que le había hecho su ahora suegro antes del comienzo de la vendimia. Cinco sueldos, un colchón y una camisa blanca de lino; aquélla era la dote que ofrecía por su hija Francesca.

– ¿Para qué quiero yo una camisa blanca de lino? -le preguntó Bernat sin dejar de trastear con la paja en la planta baja de la masía.

– Mira -contestó Pere Esteve.

Apoyándose sobre la horca, Bernat miró hacia donde le señalaba Pere Esteve: la entrada del establo. La horca cayó sobre la paja. A contraluz apareció Francesca, vestida con la camisa blanca de lino… ¡Su cuerpo entero se le ofrecía a través de ella!

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Bernat. Pere Esteve sonrió.

Bernat aceptó la oferta. Lo hizo allí mismo, en el pajar, sin ni siquiera acercarse a la muchacha, pero sin apartar los ojos de ella.

Fue una decisión precipitada, Bernat era consciente de ello, pero no podía decir que se arrepintiera; allí estaba Francesca, joven, bella, fuerte. Se le aceleró la respiración. Hoy mismo… ¿Qué estaría pensando la muchacha? ¿Sentiría lo mismo que él? Francesca no participaba en la alegre conversación de las mujeres; permanecía en silencio junto a su madre, sin reír, acompañando las bromas y carcajadas de las demás con sonrisas forzadas. Sus miradas se cruzaron durante un instante. Ella se sonrojó y bajó la vista, pero Bernat observó cómo sus pechos reflejaban su nerviosismo. La camisa blanca de lino volvió a aliarse con la fantasía y los deseos de Bernat.


– ¡Te felicito! -oyó que le decían por detrás mientras le palmeaban con fuerza la espalda. Su suegro se había acercado a él-. Cuídamela bien -añadió siguiendo la mirada de Bernat y señalando a la muchacha, que ya no sabía dónde esconderse-. Aunque si la vida que le vas a proporcionar es como esta fiesta… Es el mejor banquete que he visto nunca. ¡Seguro que ni el señor de Navarcles puede gozar de estos manjares!

Bernat había querido agasajar a sus invitados y había preparado cuarenta y siete hogazas de pan rubio de harina de trigo; había evitado la cebada, el centeno o la espelta, usuales en la alimentación de los payeses. ¡Harina de trigo candeal, blanca como la camisa de su esposa! Cargado con las hogazas acudió al castillo de Navarcles para cocerlas en el horno del señor pensando que, como siempre, dos hogazas serían suficiente pago para que le permitieran hacerlo. Los ojos del hornero se abrieron como platos ante el pan de trigo, y luego se cerraron formando unas inescrutables rendijas. En aquella ocasión el pago ascendió a siete hogazas y Bernat abandonó el castillo jurando contra la ley que les impedía tener horno de cocer pan en sus hogares…,y forja,y guarnicionería…

– Seguro -le contestó a su suegro, apartando de su mente aquel mal recuerdo.

Ambos observaron la explanada de la masía. Quizá le hubieran robado parte del pan, pensó Bernat, pero no el vino que ahora bebían sus invitados -el mejor, el que había trasegado su padre y habían dejado envejecer durante años-, ni la carne de cerdo salada, ni la olla de verduras con un par de gallinas, ni, por supuesto, los cuatro corderos que, abiertos en canal y atados en palos, se asaban lentamente sobre las brasas, chisporroteando y despidiendo un aroma irresistible.

De repente las mujeres se pusieron en movimiento. La olla ya estaba lista y las escudillas que los invitados habían traído empezaron a llenarse. Pere y Bernat tomaron asiento a la única mesa que había en la explanada y las mujeres acudieron a servirles; nadie se sentó en las cuatro sillas restantes.

La gente, de pie, sentada en maderos o en el suelo, empezó a dar cuenta del ágape con la mirada puesta en unos corderos constantemente vigilados por algunas mujeres, mientras bebían vino, charlaban, gritaban y reían.

– Una gran fiesta, sí señor -sentenció Pere Esteve entre cucharada y cucharada.

Alguien brindó por los novios. Al momento todos se sumaron.

– ¡Francesca! -gritó su padre con el vaso alzado hacia la novia, que se hallaba entre las mujeres, junto a los corderos.

Bernat miró a la muchacha, que de nuevo escondió el rostro.

– Está nerviosa -la excusó Pere guiñándole un ojo-. ¡Francesca, hija! -volvió a gritar-. ¡Brinda con nosotros! Aprovecha ahora, porque dentro de poco nos iremos… casi todos.

Las carcajadas azoraron todavía más a Francesca. La muchacha levantó a media altura un vaso que le habían puesto en la mano y, sin beber de él y dando la espalda a las risas, volvió a dirigir su atención a los corderos.

Pere Esteve chocó su vaso contra el de Bernat haciendo saltar el vino. Los invitados los imitaron.

– Ya te encargarás tú de que se le pase la timidez -le dijo con voz potente, para que le oyeran todos los presentes.

Las carcajadas estallaron de nuevo, en esta ocasión acompañadas de picaros comentarios a los que Bernat prefirió no prestar atención.

Entre risas y bromas todos dieron buena cuenta del vino, del cerdo y de la olla de verduras y gallina. Cuando las mujeres empezaban a retirar los corderos de las brasas, un grupo de invitados calló y desvió la mirada hacia el linde del bosque de las tierras de Bernat, situado más allá de unos extensos campos de cultivo, al final de un suave declive del terreno que los Estanyol habían aprovechado para plantar parte de las cepas que les proporcionaban tan excelente vino.

En unos segundos se hizo el silencio entre los presentes.

Tres jinetes habían aparecido entre los árboles. Seguían sus pasos varios hombres a pie, uniformados.

– ¿Qué hará aquí? -preguntó en un susurro Pere Esteve.

Bernat siguió con la mirada a los hombres que se acercaban rodeando los campos. Los invitados murmuraban entre sí.

– No lo entiendo -dijo al fin Bernat, también en un susurro-, nunca había pasado por aquí. No es el camino del castillo.

– No me gusta nada esta visita -añadió Pere Esteve.

La comitiva se movía lentamente. A medida que las figuras se acercaban, las risas y los comentarios de los jinetes sustituían el alboroto que hasta entonces había reinado en la explanada; todos pudieron escucharlos. Bernat observó a sus invitados; algunos de ellos ya no miraban y permanecían con la cabeza gacha. Buscó a Francesca, que se encontraba entre las mujeres. El vozarrón del señor de Navarcles llegó hasta ellos. Bernat sintió que lo invadía la ira.

– ¡Bernat! ¡Bernat! -exclamó Pere Esteve zarandeándole el brazo-. ¿Qué haces aquí? Corre a recibirlo.

Bernat se levantó de un salto y corrió a recibir a su señor.

– Sed bienvenido a vuestra casa -lo saludó, jadeante, cuando estuvo ante él.

Llorenç de Bellera, señor de Navarcles, tiró de las riendas de su caballo y se detuvo frente a Bernat.

– ¿Tú eres Estanyol, el hijo del loco? -inquirió secamente.

– Sí, señor.

– Hemos estado cazando, y de vuelta al castillo nos ha sorprendido esta fiesta. ¿A qué se debe?

Entre los caballos, Bernat acertó a vislumbrar a los soldados, cargados con distintas piezas: conejos, liebres y gallos salvajes. «Es vuestra visita la que necesita explicación -le hubiera gustado contestarle-. ¿O es que tal vez el hornero os informó del pan de trigo candeal?»

Hasta los caballos, quietos y con sus grandes ojos redondos dirigidos hacia él, parecían esperar su respuesta.

– A mi matrimonio, señor.

– ¿Con quién te has desposado?

– Con la hija de Pere Esteve, señor.

Llorenç de Bellera permaneció en silencio, mirando a Bernat por encima de la cabeza de su caballo. Los animales piafaron ruidosamente.

– ¿Y? -ladró Llorenç de Bellera.

– Mi esposa y yo mismo -dijo Bernat tratando de disimular su disgusto- nos sentiríamos muy honrados si su señoría y sus acompañantes tuvieran a bien unirse a nosotros.

– Tenemos sed, Estanyol -afirmó el señor de Bellera por toda respuesta.

Los caballos se pusieron en movimiento sin necesidad de que los caballeros los espoleasen. Bernat, cabizbajo, se dirigió hacia la masía al lado de su señor. Al final del camino se habían congregado todos los invitados para recibirlo; las mujeres con la vista en el suelo, los hombres descubiertos. Un rumor ininteligible se levantó cuando Llorenç de Bellera se detuvo ante ellos.

– Vamos, vamos -les ordenó mientras desmontaba-; que siga la fiesta.

La gente obedeció y dio media vuelta en silencio.Varios soldados se acercaron a los caballos y se hicieron cargo de los animales. Bernat acompañó a sus nuevos invitados hasta la mesa a la que habían estado sentados Pere y él. Tanto sus escudillas como sus vasos habían desaparecido.

El señor de Bellera y sus dos acompañantes tomaron asiento. Bernat se retiró unos pasos mientras éstos empezaban a charlar. Las mujeres acudieron prestas con jarras de vino, vasos, hogazas de pan, escudillas con gallina, platos de cerdo salado y el cordero recién hecho. Bernat buscó con la mirada a Francesca, pero no la encontró. No estaba entre las mujeres. Su mirada se cruzó con la de su suegro, que ya estaba junto a los demás invitados, y éste señaló con el mentón en dirección a las mujeres. Con un gesto casi imperceptible Pere Esteve sacudió la cabeza y se dio media vuelta.

– ¡Continuad con vuestra fiesta! -gritó Llorenç de Bellera con una pierna de cordero en la mano-. ¡Vamos, venga, adelante!

En silencio, los invitados empezaron a dirigirse hacia las brasas donde se habían asado los corderos. Sólo un grupo permaneció quieto, a salvo de las miradas del señor y sus amigos: Pere Esteve, sus hijos y algunos invitados más. Bernat vislumbró el blanco de la camisa de lino entre ellos y se acercó. -Vete de aquí, estúpido -ladró su suegro. Antes de que pudiera decir nada, la madre de Francesca le puso un plato de cordero en las manos y le susurró: -Atiende al señor y no te acerques a mi hija. Los payeses empezaron a dar cuenta del cordero, en silencio, mirando de reojo hacia la mesa. En la explanada sólo se oían las carcajadas y los gritos del señor de Navarcles y sus dos amigos. Los soldados descansaban apartados de la fiesta.

– Antes se os oía reír -gritó el señor de Bellera-, tanto que incluso habéis espantado la caza. ¡Reíd, maldita sea! Nadie lo hizo.

– Bestias rústicas -dijo a sus acompañantes, que acogieron el comentario con carcajadas.

Los tres saciaron su apetito con el cordero y el pan candeal. El cerdo salado y las escudillas de gallina quedaron arrinconados en la mesa. Bernat comió de pie, algo apartado, y mirando de soslayo hacia el grupo de mujeres en el que se escondía Francesca.

– ¡Más vino! -exigió el señor de Bellera levantando el vaso-. Estanyol -gritó de repente buscándolo entre los invitados-, la próxima vez que me pagues el censo de mis tierras, tendrás que traerme vino como éste, no el brebaje con que tu padre me ha estado engañando hasta ahora. -Bernat lo oyó a sus espaldas. La madre de Francesca se acercaba con la jarra-. Estanyol, ¿dónde estás?

El caballero golpeó la mesa justo cuando la mujer acercaba la jarra para llenarle la copa. Unas gotas de vino salpicaron la ropa de Llorenç de Bellera.

Bernat ya se había acercado hasta él. Los amigos del señor se reían de la situación y Pere Esteve se había llevado las manos al rostro.

– ¡Vieja estúpida! ¿Cómo te atreves a derramar el vino? -La mujer agachó la cabeza en señal de sumisión, y cuando el señor hizo amago de abofetearla, se apartó y cayó al suelo. Llorenç de Bellera se volvió hacia sus amigos y estalló en carcajadas al ver cómo la anciana se alejaba gateando. Después recuperó la seriedad y se dirigió a Bernat-:Vaya, estás aquí, Estanyol. ¡Mira lo que logran las viejas torpes! ¿Acaso pretendes ofender a tu señor? ¿Tan ignorante eres que no sabes que los invitados deben ser atendidos por la señora de la casa? ¿Dónde está la novia? -preguntó, paseando la mirada por la explanada-. ¿Dónde está la novia? -gritó ante su silencio.

Pere Esteve tomó a Francesca del brazo y se acercó hasta la mesa para entregársela a Bernat. La muchacha temblaba.

– Señoría -dijo Bernat-, os presento a mi mujer, Francesca.

– Eso está mejor -comentó Llorenç, examinándola de arriba abajo sin recato alguno-, mucho mejor.Tú nos servirás el vino a partir de ahora.

El señor de Navarcles volvió a tomar asiento y se dirigió a la muchacha alzando el vaso. Francesca buscó una jarra y corrió a servirle. Su mano tembló al intentar escanciar el vino. Llorenç de Bellera le agarró la muñeca y la mantuvo firme mientras el vino caía en el vaso. Después tiró del brazo y la obligó a servir a sus acompañantes. Los pechos de la muchacha rozaron la cara de Llorenç de Bellera.

– ¡Así se sirve el vino! -gritó el señor de Navarcles mientras

Bernat, a su lado, apretaba puños y dientes.

Llorenç de Bellera y sus amigos continuaron bebiendo y requiriendo a gritos la presencia de Francesca para repetir, una y otra vez, la misma escena.


Los soldados se sumaban a las risas de su señor y sus amigos cada vez que la muchacha se veía obligada a inclinarse sobre la mesa para servir el vino. Francesca intentaba contener las lágrimas y Bernat notaba cómo la sangre empezaba a correr por las palmas de sus manos, heridas por sus propias uñas. Los invitados, en silencio, apartaban la mirada cada vez que la muchacha tenía que escanciar el vino.

– Estanyol -gritó Llorenç de Bellera poniéndose en pie con Francesca agarrada de la muñeca-. En uso del derecho que como señor tuyo me corresponde, he decidido yacer con tu mujer en su primera noche.

Los acompañantes del señor de Bellera aplaudieron ruidosamente las palabras de su amigo. Bernat saltó hacia la mesa pero, antes de que la alcanzara, los dos secuaces, que parecían borrachos, se pusieron en pie y llevaron la mano a las espadas. Bernat se paró en seco. Llorenç de Bellera lo miró, sonrió y después rió con fuerza. La muchacha clavó su mirada en Bernat, suplicando ayuda.

Bernat dio un paso adelante pero se encontró con la espada de uno de los amigos del noble en el estómago. Impotente, se detuvo de nuevo. Francesca no dejó de mirarle mientras era arrastrada hacia la escalera exterior de la masía. Cuando el señor de aquellas tierras la cogió por la cintura y la cargó sobre uno de sus hombros, la muchacha empezó a gritar.

Los amigos del señor de Navarcles volvieron a sentarse y continuaron bebiendo y riendo mientras los soldados se apostaban al pie de la escalera, para impedirle el acceso a Bernat.

Al pie de la escalera, frente a los soldados, Bernat no oyó las carcajadas de los amigos del señor de Bellera; tampoco los sollozos de las mujeres. No se sumó al silencio de sus invitados y ni siquiera se percató de las burlas de los soldados, que intercambiaban gestos con la vista puesta en la casa: sólo oía los aullidos de dolor que procedían de la ventana del primer piso.

El azul del cielo continuaba resplandeciendo.

Después de un rato que a Bernat le pareció interminable, Llorenç de Bellera apareció sudoroso en la escalera, atándose la cota de caza.

– Estanyol -gritó con su atronadora voz mientras pasaba al lado de Bernat y se dirigía hacia la mesa-, ahora te toca a ti. Doña Caterina -añadió para sus acompañantes, refiriéndose a su joven reciente esposa- está ya cansada de que aparezcan hijos míos bastardos… y no aguanto más sus lloriqueos. ¡Cumple como un buen esposo cristiano! -lo instó volviéndose de nuevo hacia él.

Bernat agachó la cabeza y, bajo la atenta mirada de todos los presentes, subió cansinamente la escalera lateral. Entró en el primer piso, una amplia estancia destinada a cocina y comedor, con un gran hogar en una de las paredes, sobre el que descansaba una impresionante estructura de hierro forjado a guisa de chimenea. Bernat escuchó el sonido de sus pisadas sobre el suelo de madera mientras se dirigía hacia la escalera de mano que conducía al segundo piso, el destinado a dormitorio y granero. Asomó la cabeza por el hueco del tablado del piso superior y escrutó su interior sin atreverse a subir totalmente. No se oía ni un solo ruido.

Con el mentón a ras de suelo y el cuerpo todavía en la escalera, vio la ropa de Francesca esparcida por la estancia; su blanca camisa de lino, el orgullo familiar, estaba rasgada y hecha un guiñapo. Por fin, subió. Encontró a Francesca encogida en posición fetal, con la mirada perdida, totalmente desnuda sobre el jergón nuevo, ahora manchado de sangre. Su cuerpo, sudoroso, arañado aquí y golpeado allá, permanecía absolutamente inmóvil.

– Estanyol -oyó Bernat que gritaba desde abajo Llorenç de Bellera-, tu señor está esperando.

Sacudido por las arcadas, Bernat vomitó sobre el grano almacenado hasta que las tripas estuvieron a punto de salirle por la garganta. Francesca seguía sin moverse. Bernat abandonó corriendo el lugar. Cuando llegó abajo, pálido, su cabeza era un torbellino de sensaciones a cual más repugnante. Cegado, se topó de bruces con la inmensidad de Llorenç de Bellera, de pie bajo la escalera.

– No parece que el nuevo marido haya consumado su matrimonio -dijo Llorenç de Bellera a sus compañeros.


Bernat tuvo que levantar la cabeza para enfrentarse al señor de Navarcles.

– No…, no he podido, señoría -balbuceó.

Llorenç de Bellera guardó silencio durante unos instantes.

– Pues si tú no has podido estoy seguro de que alguno de mis amigos… o de mis soldados, podrá.Ya te he dicho que no quiero más bastardos.

– ¡No tiene derecho…!

Los payeses que observaban la escena sintieron un escalofrío al imaginar las consecuencias de tal insolencia. El señor de Navarcles agarró a Bernat del cuello con una sola mano y apretó con fuerza mientras Bernat boqueaba en busca de aire.

– ¿Cómo te atreves…? ¿Acaso pretendes aprovecharte del legítimo derecho de tu señor de yacer con la novia y venir luego a reclamar con un bastardo bajo el brazo? -Llorenç zarandeó a Bernat antes de dejarlo en el suelo-. ¿Es eso lo que pretendes? Los derechos de vasallaje los determino yo, sólo yo, ¿entiendes? ¿Olvidas que puedo castigarte cuando y cuanto quiera?

Llorenç de Bellera abofeteó con fuerza a Bernat, derribándolo. -¡Mi látigo! -gritó encolerizado.

¡El látigo! Bernat era sólo un niño cuando, como tantos otros, fue obligado a presenciar junto a sus padres el castigo público infligido por el señor de Bellera a un pobre desgraciado cuya falta nunca nadie llegó a saber con certeza. El recuerdo del restallar del cuero sobre la espalda de aquel hombre sonó en sus oídos igual que lo hizo aquel día, y noche tras noche durante buena parte de su infancia. Ninguno de los presentes osó moverse entonces, y tampoco lo hicieron ahora. Bernat empezó a arrastrarse y levantó la vista hacia su señor; estaba de pie, como una ingente mole de roca, con la mano extendida esperando a que algún sirviente pusiera en ella el látigo. Recordó la espalda en carne viva de aquel desgraciado: una gran masa sanguinolenta a la que ni todo el odio del señor lograba arrancar un pedazo más. Bernat se arrastró a cuatro patas hacia la escalera, con los ojos en blanco y temblando igual que lo hacía de niño cuando lo asaltaban las pesadillas. Nadie se movió. Nadie habló. Y el sol seguía brillando.

– Lo siento, Francesca -balbuceó una vez junto a ella, después de subir penosamente la escalera seguido por un soldado.

Se aflojó las calzas y se arrodilló al lado de su esposa. La muchacha no se había movido. Bernat observó su pene flácido y se preguntó cómo podría cumplir con las órdenes de su señor. Con un solo dedo, acarició suavemente el desnudo costado de Francesca.

Francesca no respondió.

– Tengo…, tenemos que hacerlo -la instó Bernat, cogiéndola por la muñeca para volverla hacia él.

– ¡No me toques! -le gritó Francesca abandonando su ensimismamiento.

– ¡Me desollará! -Bernat volvió con violencia a su mujer, descubriendo su cuerpo desnudo.

– ¡Déjame!

Forcejearon, hasta que Bernat logró agarrarla por ambas muñecas e incorporarla. Pese a ello, Francesca se resistía.

– ¡Vendrá otro! -le susurró-. ¡Será otro el que te… forzará! -Los ojos de la muchacha volvieron al mundo y se abrieron, acusadores-. Me desollará, me desollará… -se excusó.

Francesca no dejó de luchar, pero Bernat se echó sobre ella con violencia. Las lágrimas de la muchacha no fueron suficientes para enfriar el deseo que había nacido en Bernat al contacto con el cuerpo de la joven y la penetró mientras Francesca gritaba al universo entero.

Aquellos aullidos satisficieron al soldado que había seguido a Bernat y que, sin pudor alguno, contemplaba la escena con medio cuerpo sobre el entarimado del piso.

Aún no había terminado Bernat de forzarla cuando Francesca cesó en su oposición. Poco a poco los alaridos de Francesca se convirtieron en sollozos. Fue el llanto de su mujer lo que acompañó a Bernat cuando alcanzó el cénit.

Llorenç de Bellera había oído los desesperados alaridos que procedían de la ventana del segundo piso y, cuando su espía le confirmó que el matrimonio había sido consumado, pidió los caballos y abandonó el lugar con su siniestra comitiva. La mayor parte de los invitados, abatidos, le imitaron.

La quietud invadió la estancia. Bernat, encima de su mujer, no sabía qué hacer. Sólo entonces se dio cuenta de que la tenía fuertemente agarrada por los hombros; la soltó para apoyar las manos en el jergón, junto a su cabeza, pero entonces su cuerpo cayó sobre el de ella, inerte. Instintivamente se incorporó, estirando los brazos para apoyarse en ellos, y se encontró con los ojos de Francesca, que lo miraban sin verlo. En esa postura, cualquier movimiento haría que rozara de nuevo el cuerpo de su mujer. Bernat deseaba escapar de tales sensaciones, pero no sabía cómo hacerlo sin seguir hiriendo a la muchacha. Deseó poder levitar para separarse de Francesca sin volver a tocarla.

Al fin, tras unos eternos instantes de indecisión, se apartó de la muchacha y se arrodilló junto a ella; tampoco ahora sabía qué hacer: levantarse, tumbarse a su lado, abandonar la estancia o intentar justificarse… Desvió la mirada del cuerpo de Francesca, tumbado boca arriba, soezmente expuesto. Buscó su rostro, a menos de dos palmos del suyo, pero no fue capaz de encontrarlo. Bajó la mirada, y la visión de su miembro desnudo, de repente, lo avergonzó.

– Lo sien…

Un inesperado movimiento de Francesca lo sorprendió. La muchacha había vuelto el rostro hacia él. Bernat intentó buscar comprensión en su mirada pero la encontró totalmente vacía.

– Lo siento -insistió. Francesca continuó mirándole sin mostrar el menor indicio de reacción-. Lo siento, lo siento. Me… me hubiera desollado -balbuceó.

Bernat recordó al señor de Navarcles, de pie, con la mano extendida esperando el látigo. Buscó una vez más la mirada de Francesca: vacía. Bernat intentó encontrar la respuesta en los ojos de la muchacha y sintió miedo: gritaban en silencio, gritaban igual que lo había hecho ella.

Inconscientemente, como si quisiera darle a entender que la comprendía, como si se tratara de una niña, Bernat acercó una mano a la mejilla de Francesca.

– Yo…-intentó decirle.

No llegó a tocarla. Cuando su mano se acercó a ella, todos los músculos de Francesca se tensaron. Bernat desvió la mano hacia su propio rostro y lloró.

Francesca continuó inmóvil, con la mirada perdida.

Finalmente, Bernat dejó de llorar, se levantó, se puso las calzas y desapareció por el hueco que llevaba al piso inferior. Cuando dejó de oír sus pasos, Francesca se levantó y se acercó al baúl, que constituía todo el mobiliario del dormitorio, para coger su propia ropa. Una vez vestida, recogió delicadamente sus destrozadas pertenencias, entre ellas su preciada camisa blanca de lino; la dobló con cuidado, procurando que los jirones cuadraran, y la guardó en el baúl.

2

Francesca vagaba por la masía como un alma en pena. Cumplía con sus obligaciones domésticas, pero lo hacía en el más absoluto silencio, destilando una tristeza que no tardó en adueñarse del más recóndito rincón del hogar de los Estanyol.

En numerosas ocasiones, Bernat había intentado disculparse por lo sucedido. Lejano ya el horror del día de su boda, Bernat había sido capaz de articular explicaciones más extensas: el miedo a la crueldad del señor, las consecuencias que habría comportado su negativa a obedecer, tanto para él mismo como para ella. Y «lo siento», miles de lo siento que Bernat exclamó frente a Francesca que lo miraba y atendía muda a sus palabras, como si esperase el momento en que el argumento de Bernat, indefectiblemente, llegara al mismo punto crucial: «Habría venido otro. Si no lo hubiera hecho yo…». Porque cuando Bernat llegaba a aquel punto, callaba; flaqueaba cualquier excusa y la violación volvía a interponerse entre ellos como una barrera infranqueable. Los lo siento, las excusas, y los silencios como respuesta fueron cerrando la herida que Bernat pretendía curar a su esposa, y el remordimiento fue diluyéndose en los quehaceres diarios hasta que Bernat se resignó ante la indiferencia de Francesca.

Todas las mañanas, al alba, cuando se levantaba para acometer las duras tareas del payés, Bernat se asomaba a la ventana del dormitorio. Así lo había hecho siempre con su padre, incluso en sus últimos tiempos, ambos se apoyaban en el grueso alféizar de piedra. Observaban el cielo para vaticinar el día que los esperaba. Miraban sus tierras, fértiles, nítidamente delimitadas por los cultivos que en cada una de ellas se practicaban y que se extendían por el inmenso valle que se abría al pie de la masía. Observaban a los pájaros y escuchaban atentamente los sonidos de los animales del corral de la planta baja. Eran unos instantes de comunión entre padre e hijo y de ambos con sus tierras, los escasos minutos en que su padre parecía recuperar la cordura. Bernat había soñado con compartir esos momentos con su esposa en lugar de vivirlos a solas, mientras la oía trajinar en el piso de abajo, y poder contarle todo lo que él mismo había escuchado de boca de su padre, y éste del suyo, y así sucesivamente durante generaciones. Había soñado con poder contarle que aquellas buenas tierras habían sido un día alodiales, pertenecientes a los Estanyol, y que sus antepasados las habían trabajado con alegría y cariño haciendo suyos sus frutos, sin necesidad de pagar censos o impuestos y de rendir homenaje a señores soberbios e injustos. Había soñado con poder compartir con ella, su esposa, la futura madre de los herederos de aquellos campos, la misma tristeza que su padre había compartido con él cuando le contara las razones por las que ahora, trescientos años después, los hijos que ella pariera se convertirían en siervos de otra persona. Le hubiera gustado contarle con orgullo, como su padre se lo había contado a él, que trescientos años atrás, los Estanyol, y muchos otros como ellos, guardaban sus armas en sus hogares, como hombres libres que eran, para acudir, a las órdenes del conde Ramon Borrell y su hermano Ermengol d'Urgell, en defensa de la Cataluña vieja ante las razias de los sarracenos; le hubiera gustado contarle cómo, a las órdenes del conde Ramon, varios Estanyol habían formado parte del victorioso ejército que había derrotado a los sarracenos del califato de Córdoba en Albesa, más allá de Balaguer, en la plana de Urgel. Su padre se lo contaba emocionado cuando tenían tiempo para ello, pero la emoción se trocaba en melancolía cuando narraba la muerte del conde Ramon Borrell en el año 1017. Según él, aquella muerte los convirtió en siervos: el hijo del conde Ramon Borrell, de quince años de edad, sucedió a su padre; su madre, Ermessenda de Carcassonne, se convirtió en regente, y los barones de Cataluña -los mismos que habían luchado codo con codo con los payeses-, seguras ya las fronteras del principado, aprovecharon el vacío de poder para extorsionar a los campesinos, matar a los que no cedían y obtener la propiedad de las tierras a cambio de permitir que sus antiguos dueños las cultivasen pagando al señor parte de sus frutos. Los Estanyol habían cedido, como tantos otros, pero muchas familias del campo habían sido salvaje y cruelmente asesinadas.

– Como hombres libres que éramos -le decía su padre- los payeses luchamos al lado de los caballeros, a pie por supuesto, contra los moros, pero nunca pudimos luchar contra los caballeros, y cuando los sucesivos condes de Barcelona quisieron volver a tomar las riendas del principado catalán tropezaron con una nobleza rica y poderosa, con la que tuvieron que pactar, siempre a costa de nosotros. Primero fueron nuestras tierras, las de la Cataluña vieja, y después nuestra libertad, nuestra propia vida…, nuestro honor. Fueron tus abuelos -le contaba con voz trémula, sin dejar de mirar sus tierras- quienes perdieron su libertad. Se les prohibió abandonar sus campos, se los convirtió en siervos, hombres atados a sus fundos, a los que también permanecerían atados sus hijos, como yo, y sus nietos, como tú. Nuestra vida…, tu vida, está en manos del señor, que imparte justicia y tiene derecho a maltratarnos y a ofender nuestro honor. ¡Ni siquiera podemos defendernos! Si alguien te maltrata, deberás acudir a tu señor para que reclame enmienda y, si la consigue, se quedará con la mitad de la reparación.

Luego, indefectiblemente, le recitaba los múltiples derechos del señor, derechos que habían llegado a grabarse en la memoria de Bernat, pues nunca se atrevió a interrumpir el airado monólogo de su padre. El señor podía exigirle juramento a un siervo en cualquier momento. Tenía derecho a cobrar una parte de los bienes del siervo si éste moría intestado o cuando heredaba su hijo; si era estéril; si su mujer cometía adulterio; si se incendiaba la masía; si la hipotecaba; si desposaba el vasallo de otro señor y, por supuesto, si quería abandonarlo. El señor podía yacer con la novia en su primera noche; podía reclamar a las mujeres para que amamantaran a sus hijos, o a las hijas de éstas para que sirvieran como criadas en el castillo. Los siervos estaban obligados a trabajar gratuitamente las tierras del señor; a contribuir a la defensa del castillo; a pagar parte de los frutos de sus fincas; a alojar al señor o a sus enviados en sus casas y a alimentarlos durante la estancia; a pagar por utilizar los bosques o las tierras de pasto; a utilizar, previo pago, la forja, el horno o el molino del señor, y a enviarle regalos por Navidad y demás festividades.

¿Y qué decir de la Iglesia? Cuando su padre se hacía esa pregunta su voz se enfurecía aún más.

– Monjes, frailes, sacerdotes, diáconos, archidiáconos, canónigos, abades, obispos -recitaba-: ¡cualquiera de ellos es igual que cualquiera de los señores feudales que nos oprimen! ¡Hasta han prohibido que los payeses tomemos los hábitos para que no escapemos de las tierras y así perpetuar nuestra servidumbre!

»Bernat -le advertía seriamente en las ocasiones en que la Iglesia se convertía en blanco de su ira-, nunca te fíes de quienes dicen servir a Dios. Te hablarán con serenidad y buenas palabras, tan cultas que no alcanzarás a entenderlas. Tratarán de convencerte con argumentos que sólo ellos saben hilvanar hasta adueñarse de tu razón y tu conciencia. Se presentarán a ti como hombres bondadosos que dirán querer salvarnos del mal y de la tentación, pero en realidad su opinión sobre nosotros está escrita y todos ellos, como soldados de Cristo que se llaman, siguen con fidelidad aquello que está en los libros. Sus palabras son excusas y sus razones, idénticas a las que tú podrías darle a un mocoso.

– Padre -recordó Bernat que le había preguntado en una de tales ocasiones-, ¿qué dicen sus libros de nosotros, los payeses?

El padre miró los campos, hasta donde se confundían con el cielo, justo allí porque no quería mirar hacia el lugar en cuyo nombre hablaban hábitos y sotanas.

– Dicen que somos bestias, brutos, y que no somos capaces de entender qué es la cortesía. Dicen que somos horribles, villanos y abominables, desvergonzados e ignorantes. Dicen que somos crueles y tozudos, que no merecemos ningún honor porque no sabemos apreciarlo y que sólo somos capaces de entender las cosas por la fuerza. Dicen que… [1]

– Padre, ¿todo eso somos?

– Hijo, en todo eso es en lo que quieren convertirnos.

– Pero vos rezáis todos los días, y cuando madre murió…

– A la Virgen, hijo, a la Virgen. Nada tiene que ver Nuestra Señora con frailes y sacerdotes. En ella podemos seguir creyendo. A Bernat Estanyol le habría gustado volver a apoyarse por las mañanas en el alféizar de la ventana y hablar con su joven esposa; contarle lo que le había contado su padre y mirar junto a ella los campos.


En lo que restaba de septiembre y durante todo octubre, Bernat aparejó los bueyes y aró los campos, rompiendo y levantando la dura costra que los cubría para que el sol, el aire y el abono renovasen la tierra. Después, con ayuda de Francesca, sembró el cereal; ella con un capazo, lanzaba las semillas, y él con la yunta de bueyes, primero araba y después aplanaba la tierra, ya sembrada, con una pesada plancha de hierro. Trabajaban en silencio, un silencio sólo roto por los gritos que Bernat lanzaba a los bueyes y que resonaban por todo el valle. Bernat creía que trabajar juntos los acercaría un poco. Pero no. Francesca continuaba indiferente: cogía su capazo y lanzaba las semillas sin mirarle siquiera.

Llegó noviembre y Bernat se dedicó a las tareas propias de esa época: pastorear los cerdos para la matanza, acumular leña para la masía y para abonar la tierra, preparar la huerta y los campos que se sembrarían en primavera y podar e injertar las viñas. Cuando volvía a la masía, Francesca ya se había ocupado de las tareas domésticas, del huerto y de las gallinas y los conejos. Noche tras noche, le servía la cena en silencio y se retiraba a dormir; por las mañanas se levantaba antes que él, y cuando Bernat bajaba, se encontraba en la mesa el desayuno y el zurrón con el almuerzo. Mientras desayunaba oía cómo cuidaba a los animales en el establo.

La Navidad pasó como un suspiro y en enero terminó la recogida de la aceituna. Bernat no tenía demasiados olivos, sólo los necesarios para cubrir las necesidades de la masía y para pagar las rentas al señor.

Después, Bernat se enfrentó a la matanza del cerdo. En vida de su padre, los vecinos, que apenas acudían a la masía de los Estanyol, nunca faltaban el día de la matanza. Bernat recordaba aquellas jornadas como verdaderas fiestas; se mataba a los cerdos y después comían y bebían mientras las mujeres preparaban la carne.

Los Esteve, padre, madre y dos de los hermanos, se presentaron una mañana. Bernat los saludó en la explanada de la masía; Francesca esperaba tras él.

– ¿Cómo estás, hija? -le preguntó su madre.

Francesca no contestó, pero se dejó abrazar. Bernat observó la escena: la madre, ansiosa, estrechaba a su hija entre sus brazos esperando que ésta la rodease con los suyos. Pero no lo hizo; permaneció inmóvil. Bernat dirigió la mirada hacia su suegro.

– Francesca -se limitó a decir Pere Esteve con la vista perdida más allá de la muchacha.

Sus hermanos la saludaron levantando una mano.

Francesca se dirigió hacia la pocilga a buscar al cerdo; los demás permanecieron en la explanada. Nadie habló; tan sólo un sofocado sollozo de la madre rompió el silencio. Bernat estuvo tentado de consolarla, pero se abstuvo al ver que ni su marido ni sus hijos lo hacían.

Francesca apareció con el cochino, que se resistía a seguirla como si supiera cuál iba a ser su destino, y lo entregó a su marido con su mutismo habitual. Bernat y los dos hermanos de Francesca tumbaron al cerdo y se sentaron sobre él. Los agudos chillidos del animal resonaban por todo el valle de los Estanyol. Pere Esteve lo degolló de un certero tajo y todos esperaron en silencio mientras la sangre del animal caía en los cazos que las mujeres cambiaban a medida que se llenaban. Nadie miraba a nadie.

Ni siquiera tomaron un vaso de vino mientras madre e hija trabajaban en el cerdo una vez descuartizado.

Al anochecer, acabada la faena, la madre intentó abrazar de nuevo a su hija. Bernat observó la escena, esperando una reacción por parte de su esposa. No la hubo. Su padre y sus hermanos se despidieron de ella con la mirada en el suelo. La madre se acercó a Bernat.

– Cuando creas que el niño va a llegar -le dijo apartándolo de los demás-, mándame llamar. No creo que ella lo haga.

Los Esteve emprendieron el camino de regreso a su casa. Aquella noche, cuando Francesca subía la escalera hacia el dormitorio, Bernat no pudo dejar de mirar su vientre.


A finales de mayo, el primer día de cosecha, Bernat contempló sus campos con la hoz al hombro. ¿Cómo iba a recoger él solo todo el cereal? Desde hacía quince días le había prohibido a Francesca que hiciera cualquier esfuerzo, pues había sufrido dos desmayos. Ella escuchó sus órdenes en silencio y lo obedeció. ¿Por qué se lo había prohibido? Bernat volvió a mirar los inmensos campos que lo esperaban. Al fin y al cabo, se preguntaba, ¿y si el hijo no era suyo? Las mujeres parían en el campo, mientras trabajaban, pero tras verla caer una vez, y otra, no había podido evitar preocuparse.

Bernat agarró la hoz y empezó a segar con fuerza. Las espigas saltaban por el aire. El sol alcanzó el mediodía. Bernat ni siquiera paró para comer. El campo era inmenso. Siempre había segado acompañado por su padre, incluso cuando éste estaba ya mal. El cereal parecía revivirlo. «¡Dale, hijo! -lo animaba-, no esperemos a que una tormenta o el pedrisco nos la destroce.» Y segaban. Cuando uno estaba cansado, buscaba apoyo en el otro. Comían a la sombra y bebían buen vino, del de su padre, del añejo, y charlaban y reían, y… ahora sólo oía el silbido de la hoz al cortar el viento y golpear la espiga; nada más, la hoz, la hoz, la hoz, que parecía lanzar al aire interrogantes acerca de la paternidad de aquel futuro hijo.

Durante las jornadas siguientes, Bernat estuvo segando hasta la puesta de sol; algún día trabajó incluso a la luz de la luna. Cuando volvía a la masía se encontraba la cena en la mesa. Se lavaba en la jofaina y comía con desgana. Hasta que una noche, la cuna que había tallado durante el invierno, cuando el embarazo de Francesca era ya evidente, se movió. Bernat lo advirtió con el rabillo del ojo, pero continuó tomando la sopa. Francesca dormía en el piso de arriba. Volvió a mirar hacia la cuna. Una cucharada, dos, tres. La cuna volvió a moverse. Bernat se quedó observando la cuna de madera con la cuarta cucharada de sopa suspendida en el aire. Escudriñó el resto de la planta buscando algún rastro de la presencia de su suegra… Pero no. Lo había parido sola…Y se había acostado.

Dejó la cuchara y se levantó, pero antes de llegar a la cuna se detuvo, dio media vuelta y volvió a sentarse. Las dudas sobre aquel hijo cayeron sobre él con más fuerza que nunca. «Todos los Estanyol tienen un lunar junto al ojo derecho», le había dicho su padre. Él lo tenía y su padre también. «Tu abuelo también lo tenía -le había asegurado-, y el padre de tu abuelo…»

Bernat estaba agotado: había trabajado de sol a sol. Llevaba días haciéndolo. Volvió a mirar hacia la cuna.

Se levantó de nuevo y se acercó a la criatura. Dormía plácidamente, con las manitas abiertas, cubierta por una sábana hecha con los jirones de una camisa blanca de lino. Bernat dio la vuelta al bebé para verle el rostro.

3

Francesca ni siquiera miraba al niño. Acercaba al bebé -al que habían llamado Arnau- a uno de sus pechos y luego al otro. Pero no lo miraba. Bernat había visto dar de mamar a las campesinas y, desde la más acomodada hasta la más humilde, esbozaban una sonrisa, o dejaban caer los párpados, o acariciaban a sus hijos mientras ellos se alimentaban. Francesca no. Lo limpiaba y lo amamantaba, pero en los dos meses de vida que tenía el niño Bernat no había oído que le hablara con dulzura, no había visto que jugara con él, le levantara las manitas, lo mordisqueara, lo besara o, simplemente, lo acariciara. «¿Qué culpa tiene él, Francesca?», pensaba Bernat cuando cogía a Arnau en brazos. Entonces se lo llevaba lejos de su madre, allí donde pudiera hablarle y acariciarlo a salvo de la frialdad de Francesca.

Porque el niño era suyo. «Todos los Estanyol lo tenemos», se decía Bernat cuando besaba el lunar que Arnau lucía junto a la ceja derecha. «Todos lo tenemos, padre», repetía después levantando al niño hacia el cielo.

Aquel lunar pronto se convirtió en algo más que en un motivo de tranquilidad para Bernat. Cuando Francesca acudía a hornear el pan al castillo, las mujeres levantaban la manta que cubría a Arnau para verlo. Francesca las dejaba hacer y después sonreían entre sí delante del hornero y de los soldados. Y cuando Bernat acudía a trabajar las tierras de su señor, los campesinos le palmeaban la espalda y le felicitaban, también delante del alguacil que vigilaba sus labores.

Muchos eran los hijos bastardos de Llorenç de Bellera pero jamás había prosperado ninguna reclamación; su palabra se imponía a la de cualquier ignorante campesina, aunque luego, entre los suyos, no dejara de alardear de su virilidad. Era evidente que Arnau Estanyol no era hijo suyo, y el señor de Navarcles empezó a advertir sonrisas mordaces en las campesinas que acudían al castillo; desde sus habitaciones vio que cuchicheaban entre ellas, incluso con sus soldados, cuando coincidían con la mujer de Estanyol. El rumor se extendió más allá del círculo de los campesinos, y Llorenç de Bellera se convirtió en el objeto de las bromas de sus iguales.

– Come, Bellera -le dijo, sonriente, un barón de visita en su castillo-; ha llegado a mis oídos que necesitas fuerzas.

Todos los presentes a la mesa del señor de Navarcles corearon con risas la ocurrencia.

– En mis tierras -comentó otro- no permito que ningún campesino ponga en entredicho mi virilidad.

– ¿Acaso prohíbes los lunares? -replicó el primero, ya bajo los efectos del vino, dando pie a sonoras carcajadas, a las que Llorenç de Bellera contestó con una sonrisa forzada.


Sucedió a principios de agosto. Arnau descansaba en su cuna a la sombra de una higuera, en el patio de entrada de la masía; su madre trajinaba del huerto a los corrales, y su padre, siempre con un ojo puesto en la cuna de madera, obligaba a los bueyes a pisar una y otra vez el cereal que había extendido por el patio para que las espigas soltasen el preciado grano que los alimentaría durante todo el año.

No los oyeron llegar. Tres jinetes irrumpieron al galope en la masía: el alguacil de Llorenç de Bellera y dos hombres más, armados y montados en unos imponentes animales criados especialmente para la guerra. Bernat advirtió que los caballos no iban armados como en las cabalgadas ordenadas por su señor. Probablemente, no habían considerado necesario armarlos para intimidar a un simple payés. El alguacil se quedó un poco apartado, pero los otros dos, ya al paso, espolearon a sus monturas hacia donde se encontraba Bernat. Los caballos, domados para la guerra, no dudaron y se abalanzaron sobre él. Bernat retrocedió dando traspiés, hasta que cayó al suelo, muy cerca de los cascos de los inquietos animales. Sólo entonces los jinetes les ordenaron parar.

– Tu señor -gritó el alguacil-, Llorenç de Bellera, reclama los servicios de tu mujer para amamantar a don Jaume, el hijo de tu señora, doña Caterina. -Bernat intentó levantarse pero uno de los jinetes volvió a espolear el caballo. El alguacil se dirigió hacia donde se encontraba Francesca-: ¡Coge a tu hijo y acompáñanos! -le ordenó.

Francesca sacó a Arnau de la cuna y echó a andar, cabizbaja, tras el caballo del alguacil. Bernat gritó y trató de ponerse en pie, pero antes de que lo consiguiera uno de los jinetes lanzó al caballo sobre él y lo derribó. Lo intentó de nuevo, varias veces, todas con el mismo resultado: los dos jinetes jugaron con él persiguiéndolo y derribándolo, mientras reían. Al final, jadeante y magullado, quedó tendido en el suelo, a los pies de los animales, que no dejaban de mordisquear los frenos. Una vez que el alguacil se perdió en la lejanía, los soldados se volvieron y espolearon a sus monturas.

Cuando volvió el silencio a la masía, Bernat miró la estela de polvo que dejaban los jinetes y luego dirigió la vista hacia los dos bueyes, que pacían las espigas que habían pisoteado una y otra vez.


Desde aquel día, Bernat atendía mecánicamente a los animales y los campos, con la mente puesta en su hijo. De noche vagaba por la masía recordando aquel susurro infantil que hablaba de vida y de futuro, el crujido de los maderos de la cuna cuando Arnau se movía, el llanto agudo con que reclamaba su alimento. Intentaba oler, en las paredes de la masía, en cualquier rincón, el aroma de inocencia de su niño. ¿Dónde dormía ahora? Aquí estaba su cuna, la que había hecho con sus propias manos. Cuando lograba conciliar el sueño, lo despertaba el silencio. Entonces Bernat se encogía sobre el jergón y dejaba transcurrir las horas con los sonidos de los animales de la planta baja por toda compañía.

Bernat acudía regularmente al castillo de Llorenç de Bellera para hornear el pan que ya no le traía Francesca, encerrada y a disposición de doña Caterina y del caprichoso apetito de su hijo. El castillo -como le había contado su padre cuando ambos habían tenido que acudir allí- no era en sus inicios más que una torre de vigilancia en la cima de un pequeño promontorio. Los antecesores de Llorenç de Bellera aprovecharon el vacío de poder que siguió a la muerte del conde Ramon Borrell para fortificarla, a expensas del trabajo de los payeses de sus cada vez más extensas tierras. Alrededor de la torre del homenaje, se levantaron sin orden ni concierto el horno, la forja, unas nuevas y mayores caballerizas, graneros, cocinas y dormitorios.

El castillo de Llorenç de Bellera distaba más de una legua de la masía de los Estanyol. Las primeras veces no pudo obtener ninguna noticia de su niño. Preguntase a quien preguntase, la respuesta era siempre la misma: su mujer y su hijo estaban en las habitaciones privadas de doña Caterina. La única diferencia estribaba en que, al contestarle, algunos se reían cínicamente y otros bajaban la vista como si no quisieran enfrentarse al padre de la criatura. Bernat soportó las excusas durante un largo mes, hasta que un día en que salía del horno con dos hogazas de pan de harina de haba, se topó con uno de los escuálidos aprendices de la forja, al que en ocasiones había interrogado sobre el pequeño.

– ¿Qué sabes de mi Arnau? -le preguntó.

No había nadie a la vista. El chico intentó esquivarlo, como si no lo hubiera oído, pero Bernat lo agarró por el brazo.

– Te he preguntado qué sabes de mi Arnau.

– Tu mujer y tu hijo… -empezó a recitar con la mirada en el suelo.

– Ya sé dónde está -lo interrumpió Bernat-. Lo que te pregunto es si mi Arnau está bien.

El muchacho, todavía con la mirada baja, jugueteó con sus pies en la arena del suelo. Bernat lo zarandeó.

– ¿Está bien?

El aprendiz no levantaba la vista, y la actitud de Bernat se volvió violenta.

– ¡No! -gritó el muchacho. Bernat cedió para encararse con él-. No -repitió. Los ojos de Bernat le interrogaban.

– ¿Qué le pasa al niño?

– No puedo…Tenemos órdenes de no decirte…-La voz del muchacho se quebraba.

Bernat volvió a zarandearlo con fuerza y alzó la voz sin reparar en que podía llamar la atención de la guardia.

– ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le pasa? ¡Contesta!

– No puedo. No podemos…

– ¿Esto te haría cambiar de opinión? -le preguntó, acercándole una hogaza.

Los ojos del aprendiz se abrieron de par en par. Sin contestar, arrancó el pan de las manos de Bernat y lo mordió como si no hubiera comido en varios días. Bernat lo arrastró al abrigo de miradas.

– ¿Qué hay de mi Arnau? -inquirió de nuevo con ansiedad. El muchacho lo miró con la boca llena y le hizo gestos de que lo siguiera. Anduvieron con sigilo, pegados a las paredes, hasta la forja. Cruzaron sus puertas y se dirigieron hacia la parte trasera. El chico abrió la portezuela de un cuartucho anejo a la forja, donde se guardaban materiales y herramientas, y entró en él seguido por Bernat. Nada más entrar, el muchacho se sentó en el suelo y se volcó en la hogaza de pan. Bernat escrutó el interior del cuartucho. Hacía un calor sofocante. No vio nada que pudiera hacerle entender por qué el aprendiz lo había llevado hasta allí: en aquel lugar sólo había herramientas y hierros viejos.

Bernat interrogó al chico con la mirada. Este, que masticaba con fruición, le contestó señalándole una de las esquinas del cuchitril y le instó con gestos a que se dirigiese hacia allí.

Sobre unos maderos, abandonado y desnutrido, en un basto capazo de esparto roto, se hallaba el niño, a la espera de la muerte. La blanca camisa de lino estaba sucia y harapienta. Bernat no pudo ahogar el grito que surgió de su interior. Fue un grito sordo, un sollozo apenas humano. Cogió a Arnau y lo apretó contra sí. La criatura respondió débilmente, muy débilmente, pero lo hizo. -El señor ordenó que tu hijo permaneciese aquí -oyó Bernat que le decía el aprendiz-.Al principio, tu mujer venía varias veces al día y lo calmaba amamantándolo. -Bernat, con lágrimas en los ojos, apretaba el cuerpecito contra su pecho intentando insuflarle vida-. Primero fue el alguacil -continuó el muchacho-; tu mujer se resistió y gritó… Yo lo vi, estaba en la forja. -Señaló una abertura en los tablones de madera de la pared-. Pero el alguacil es muy fuerte… Cuando terminó, entró el señor acompañado por algunos soldados. Tu mujer yacía en el suelo y el señor empezó a reírse de ella. Después se rieron todos. A partir de entonces, cada vez que tu mujer venía a amamantar a tu hijo, los soldados la esperaban junto a la puerta. Ella no podía oponerse. Desde hace algunos días apenas viene. Los soldados…, cualquiera de ellos, la pillan en cuanto abandona las habitaciones de doña Caterina. Y ya no tiene tiempo de llegar hasta aquí. A veces el señor los ve, pero lo único que hace es reírse.

Sin pensarlo dos veces, Bernat se levantó la camisa y metió bajo ella el cuerpecillo de su hijo; luego, sobre la camisa, disimuló el bulto con la hogaza de pan que le quedaba. El pequeño ni siquiera se movió. El aprendiz se levantó bruscamente mientras Bernat se acercaba a la puerta.

– El señor lo ha prohibido. ¡No puedes…!

– ¡Déjame, muchacho!

El chico intentó anticiparse. Bernat no lo dudó. Aguantando con una mano la hogaza y al pequeño Arnau, agarró con la otra una barra de hierro que estaba colgada de la pared y se volvió con un movimiento desesperado. La barra alcanzó al muchacho en la cabeza justo cuando estaba a punto de salir del cuartucho. Cayó al suelo sin tiempo de pronunciar palabra. Bernat ni siquiera lo miró. Se limitó a salir y a cerrar la puerta tras de sí.

No tuvo ningún problema para salir del castillo de Llorenç de Bellera. Nadie podría imaginar que bajo la hogaza de pan, Bernat llevaba el cuerpo maltrecho de su hijo. Sólo cuando hubo cruzado la puerta del castillo pensó en Francesca y los soldados. Indignado, le recriminó mentalmente que no hubiera intentado comunicarse con él, advertirle del peligro que corría su hijo, que no hubiera luchado por Arnau… Bernat apretó el cuerpo de su hijo y pensó en su madre, que era violada por los soldados mientras Arnau esperaba la muerte sobre unos asquerosos maderos.


¿Cuánto tardarían en encontrar al muchacho al que había golpeado? ¿Estaría muerto? ¿Había cerrado la puerta del cuartucho? Las preguntas asaltaban a Bernat mientras recorría el camino de vuelta. Sí, la había cerrado. Recordaba vagamente haberlo hecho.

En cuanto dobló el primer recodo del serpenteante sendero que subía al castillo y éste se perdió momentáneamente de vista, Bernat descubrió a su hijo; sus ojos, apagados, parecían perdidos. ¡Pesaba menos que la hogaza! Sus bracitos y sus piernas… Se le revolvió el estómago y se le hizo un nudo en la garganta. Las lágrimas empezaron a manar. Se dijo que no era momento de llorar. Sabía que les perseguirían, que les echarían a los perros encima, pero… ¿De qué servía huir si el niño no sobrevivía? Bernat se apartó del camino y se escondió tras unos matorrales. Se arrodilló, dejó la hogaza en el suelo y cogió a Arnau con ambas manos para alzarlo hasta su rostro. El niño quedó inerte frente a sus ojos, con la cabecita ladeada, colgando. «¡Arnau!», susurró Bernat. Lo zarandeó con suavidad, una y otra vez. Sus ojitos se movieron para mirarlo. Con el rostro lleno de lágrimas, Bernat se dio cuenta de que el niño ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Lo tumbó sobre uno de sus brazos. Desmigajó un poco de pan, lo mojó en saliva y lo acercó a la boca del pequeño. Arnau no reaccionó pero Bernat insistió hasta que logró meterlo en su pequeña boca. Esperó. «Traga, hijo mío», le suplicó. Los labios de Bernat temblaron ante una casi imperceptible contracción de la garganta de Arnau. Desmigajó más pan y repitió con ansiedad la operación. Arnau volvió a tragar, hasta siete veces más.

– Saldremos de ésta -le dijo-.Te lo prometo. Bernat volvió al camino. Todo continuaba en calma. A buen seguro, no habían descubierto todavía al muchacho; de lo contrario, habría oído revuelo. Por un momento pensó en Llorenç de Bellera: cruel, ruin, implacable. ¡Qué satisfacción le produciría intentar dar caza a un Estanyol!

– Saldremos de ésta, Arnau -repitió echando a correr en dirección a la masía.

Recorrió el camino sin mirar atrás. Ni siquiera al llegar se permitió un instante de descanso: dejó a Arnau en la cuna, cogió un saco y lo llenó con trigo molido y legumbres secas, un pellejo lleno de agua y otro de leche, carne salada, una escudilla, una cuchara y ropa, algunos dineros que tenía escondidos, un cuchillo de monte y su ballesta… «¡Qué orgulloso estaba padre de esta ballesta!», pensó mientras la sopesaba. Luchó al lado del conde Ramon Borrell cuando los Estanyol eran libres, le repetía siempre que le enseñaba a utilizarla. ¡Libres! Bernat ató al niño a su pecho y acarreó con todo lo demás. Siempre sería un siervo, a no ser que…

– De momento seremos unos fugitivos -le dijo al niño antes de echarse al monte-. Nadie conoce estos montes mejor que los Estanyol -le aseguró ya entre los árboles-. Siempre hemos cazado en estas tierras, ¿sabes? -Bernat anduvo entre el follaje hasta un arroyo, se metió en él y con el agua hasta las rodillas empezó a remontar su curso. Arnau había cerrado los ojos y dormía, pero Bernat continuó hablándole-: Los perros del señor no son listos, los han maltratado demasiado. Llegaremos hasta arriba, donde el bosque se espesa y se hace difícil andar a caballo. Los señores sólo cazan a caballo, nunca alcanzan esa zona. Estropearían sus vestiduras.Y los soldados…, ¿para qué van a ir a cazar allí? Con quitarnos la comida a nosotros tienen suficiente. Nos esconderemos, Arnau. Nadie podrá encontrarnos, te lo juro. -Bernat acarició la cabeza de su hijo mientras continuaba remontando la corriente.

A media tarde Bernat hizo un alto. El bosque se había hecho tan frondoso que los árboles invadían las orillas del arroyo y cubrían por completo el cielo. Se sentó sobre una roca y se miró las piernas, blancas y arrugadas por el agua. Sólo entonces notó el dolor, pero no le importó. Se libró del equipaje y desató a Arnau. El niño había abierto los ojos. Diluyó leche en agua y añadió trigo molido, removió la mezcla y acercó la escudilla a los labios del pequeño. Arnau la rechazó con una mueca. Bernat se limpió un dedo en el arroyo, lo mojó en la comida y probó de nuevo. Tras varios intentos, Arnau respondió y permitió que su padre lo alimentara con el dedo; luego cerró los ojos y se durmió. Bernat sólo comió algo de salazón. Le hubiera gustado descansar, pero le quedaba un buen trecho.

La gruta de los Estanyol, así la llamaba su padre. Llegaron allí cuando ya había anochecido, después de haber hecho otra parada para que Arnau comiera. Se entraba en ella por una estrecha hendidura abierta en las rocas, que Bernat, su padre y también su abuelo cerraban por dentro con troncos, para dormir al abrigo del mal tiempo y de las alimañas cuando salían de caza.

Encendió un fuego en la entrada de la cueva y entró en ella con una tea para comprobar que no la hubiera ocupado algún animal; luego acomodó a Arnau sobre un jergón improvisado con el saco y ramas secas y volvió a darle de comer. El pequeño aceptó el alimento y cayó en un profundo sueño, igual que Bernat, quien ni siquiera fue capaz de dar cuenta de la salazón. Allí estarían a salvo del señor, pensó antes de cerrar los ojos y acompasar la respiración a la de su hijo.


Llorenç de Bellera salió a galope tendido junto con sus hombres cuando el maestro forjador encontró al aprendiz, muerto en medio de un charco de sangre. La desaparición de Arnau y el hecho de que se hubiera visto a su padre por el castillo señalaron directamente a Bernat. El señor de Navarcles, que esperaba montado a caballo frente a la puerta de la masía de los Estanyol, sonrió cuando sus hombres le dijeron que el interior estaba revuelto y que, al parecer, Bernat había huido con su hijo.

– Tras la muerte de tu padre te libraste -masculló-, pero ahora todo será mío. ¡Buscadlo! -gritó a sus hombres. Después se volvió hacia su alguacil-: Haz una relación de todos los bienes, enseres y animales de esta propiedad y cuida de que no falte una libra de grano. Luego, busca a Bernat.

Tras varios días, el alguacil compareció ante su señor, en la torre del homenaje del castillo:

– Hemos buscado en las demás masías, en los bosques y en los campos. No hay ni rastro de Estanyol. Habrá huido a alguna ciudad, quizá a Manresa o a…

Llorenç de Bellera lo hizo callar con un ademán.

– Ya caerá. Manda aviso a los demás señores y a nuestros agentes en las ciudades. Diles que un siervo ha escapado de mis tierras y debe ser detenido. -En aquel momento aparecieron Francesca y doña Caterina, con Jaume, su hijo, en brazos de la primera. Llorenç de Bellera la observó y torció el gesto; ya no la necesitaba-. Señora -le dijo a su esposa-, no entiendo cómo permitís que una furcia amamante a mi hijo. -Doña Caterina dio un respingo-. ¿Acaso no sabéis que vuestra nodriza es la fulana de toda la soldadesca?

Doña Caterina arrancó a su hijo de manos de Francesca.

Cuando Francesca supo que Bernat había huido con Arnau, se preguntó qué habría sido de su pequeño. Las tierras y propiedades de los Estanyol pertenecían ahora al señor de Bellera. No tenía a quién acudir y, mientras tanto, los soldados seguían aprovechándose de ella. Un pedazo de pan duro, una verdura podrida, a veces algún hueso que roer: tal era el precio de su cuerpo.


Ninguno de los numerosos payeses que acudían al castillo se dignó ni siquiera mirarla. Francesca intentó acercarse a alguno, pero la rehuyeron. No se atrevió a volver a casa de sus padres, su madre la había repudiado públicamente, frente al horno de pan, así que se vio obligada a permanecer en las cercanías del castillo, como uno más de los muchos pordioseros que se aproximaban a las murallas para buscar entre los desechos. Su único destino parecía ser ir pasando de mano en mano a cambio de las sobras del rancho del soldado que la hubiera elegido aquel día.

Llegó septiembre. Bernat ya había visto sonreír y gatear a su hijo por la cueva y sus alrededores. Sin embargo, las provisiones empezaban a escasear y el invierno se acercaba. Había llegado el momento de partir.

4

La ciudad se extendía a sus pies.

– Mira, Arnau -le dijo Bernat al niño, que dormía plácidamente pegado a su pecho-, Barcelona. Allí seremos libres.

Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras, cuando por las noches, en el interior de la gruta de los Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la cueva.

«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser detenido por el señor -recordaba haber escuchado-, se adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios apretados, otros negaban con la cabeza y los demás sonreían, mirando hacia el cielo.

– Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? -rompió el silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo ataban a la tierra-. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar la libertad?

El más anciano le contestó pausadamente:

– Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella durante ese tiempo. -El muchacho, con los ojos brillantes, lo instó a continuar-. Barcelona es muy rica. Durante muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un código… -El anciano titubeó-. Recognoverunt proceres, creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores, trabajadores libres.

Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora marcada por el señor.Y tampoco lo hizo al siguiente. Su padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo en sus ojos.

Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat contempló la libertad y… ¡el mar! Jamás había visto, ni había imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin. Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso decían los mercaderes, pero… era la primera vez que se encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que preguntaba… Oteó el horizonte que se unía con las aguas. Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos rebeldes que le habían crecido en el monte.

Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla, junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda, campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño promontorio, cientos de construcciones se derramaban en derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras majestuosas: palacios, iglesias, monasterios… Bernat se preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de repente Barcelona terminaba. Era como una colmena rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había oído decir.

– ¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil personas? -murmuró mirando a Arnau-.Tú serás libre, hijo.

Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar… Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.

Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental. La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad. Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción, sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.

– ¡Lepra! -gritó el campesino, dejando caer el saco y apartándose de un salto del camino.

Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta, desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado, otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas muías. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.

Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.

– ¡Ve a la leprosería! -le gritó alguien desde lejos.

– ¡No es lepra! -protestó Bernat-. Me clavé una rama en el ojo. ¡Mirad! -Bernat alzó las manos y las movió. Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse-. ¡Mirad! -repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y sin mácula, sin una sola llaga o señal-. ¡Mirad! Sólo soy un campesino, pero necesito un médico para que me cure el ojo; si no, no podré seguir trabajando.

Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat y lo observó.

– Vuélvete -le indicó, haciendo un movimiento rotatorio con el dedo.

Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.

– ¿Y el niño?

Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo mostró horizon-talmente, como si lo ofreciese, agarrándolo por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.

El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.

– Tápate esa herida, campesino -dijo-; de lo contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.

La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su saco sin mirar a Bernat.

Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo… Los campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se abrazaba al tobillo.

Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra historiada con hilos de oro y plata, un cinturón también bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas. Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él, como si no existiera.

Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró aliviado al ver que no le había prestado la menor atención. Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza. Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se desplazaban por los altos andamios que la rodeaban, levantaban enormes bloques de piedra con poleas… Arnau reclamó su atención con un ataque de llanto.

– Buen hombre -le dijo a un operario que pasaba cerca de él-, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los alfareros? -Su hermana Guiamona se había casado con uno de ellos.

– Sigue por esta misma calle -le contestó el hombre atropelladamente-, hasta que llegues a la próxima plaza, la de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la Boquería. No salgas al Raval. Camina junto a la muralla en dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus. Allí está el barrio de los alfareros. Bernat trató en vano de asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a preguntar, el hombre ya había desaparecido. -Sigue por esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume -le repitió a Arnau-. De eso me acuerdo.Y una vez en la plaza volvemos a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos, ¿verdad, hijo mío?

Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de su padre.

– Y ¿ahora? -dijo en voz alta. Se encontraba en una nueva plaza, la de Sant Miquel-. Aquel hombre sólo hablaba de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. -Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna se detuvo-.Todos tienen prisa -le comentaba a Arnau justo cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de… ¿un castillo?

– Aquél no parece tener prisa; quizá… Buen hombre… -lo llamó por la espalda tocándole la chilaba negra.

Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto de Bernat.

El anciano judío negó cansinamente con la cabeza. Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de los sacerdotes cristianos.

– Dime -le dijo.

Bernat no pudo apartar la vista de la rodela roja y amarilla que cubría el pecho del anciano. Luego miró hacia el interior de lo que le había parecido un castillo amurallado. ¡Todos cuantos entraban y salían eran judíos! Todos llevaban aquella señal. ¿Estaba permitido hablar con ellos?

– ¿Querías algo? -insistió el anciano.

– ¿Có… cómo se llega al barrio de los alfareros?

– Sigue recto toda esta calle -le indicó el anciano con la mano- y llegarás al portal de la Boquería. Continúa por la muralla hacia el mar, y en la siguiente puerta está el barrio que buscas.

Al fin y al cabo, los curas sólo habían advertido de que no se podían tener relaciones carnales con ellos; por eso la Iglesia los obligaba a llevar la rodela, para que nadie pudiera alegar ignorancia sobre la condición de cualquier judío. Los curas siempre hablaban de ellos con exaltación, y sin embargo aquel anciano…

– Gracias, buen hombre -contestó Bernat esbozando una sonrisa.

– Gracias a ti -le contestó él-, pero en lo sucesivo procura que no te vean hablar con uno de nosotros…, y menos sonreírles. -El viejo frunció los labios en una mueca de tristeza.

En el portal de la Boquería, Bernat se topó con un nutrido grupo de mujeres que compraban carne: menudillos y macho cabrío. Durante unos instantes observó cómo éstas comprobaban la mercancía y discutían con los tenderos. «Ésta es la carne que tantos problemas ocasiona a nuestro señor», le dijo al niño. Después se rió al pensar en Llorenç de Bellera. ¡Cuántas veces lo había visto intentar amedrentar a los pastores y ganaderos que abastecían de carne a la ciudad condal! Pero sólo se atrevía a eso, a amedrentarlos con sus caballos y sus soldados; quienes llevaban ganado a Barcelona, donde sólo podían entrar animales vivos, tenían derecho de pasto en todo el principado.

Bernat rodeó el mercado y bajó hacia Trentaclaus. Las calles eran más anchas y, a medida que se acercaba al portal, observó que, delante de las casas, se secaban al sol docenas de objetos de cerámica: platos, escudillas, ollas, jarras o ladrillos.

– Busco la casa de Grau Puig -le dijo a uno de los soldados que vigilaban el portal.


Los Puig habían sido vecinos de los Estanyol. Bernat recordaba a Grau, el cuarto de ocho famélicos hermanos que no encontraban en sus escasas tierras comida suficiente para todos. Su madre los apreciaba mucho, ya que la madre de los Puig la había ayudado a parir al propio Bernat y a su hermana. Grau era el más listo y trabajador de los ocho; por eso, cuando Josep Puig consiguió que un pariente admitiera a alguno de sus hijos como aprendiz de alfarero en Barcelona, él, con diez años, fue el elegido.

Pero si Josep Puig no podía alimentar a su familia, difícilmente iba a poder pagar las dos cuarteras de trigo blanco y los diez sueldos que pedía su pariente por hacerse cargo de Grau durante los cinco años de aprendizaje. A ello había que sumar los dos sueldos que había pedido Llorenç de Bellera por liberar a uno de sus siervos y la ropa que debía llevar Grau durante los dos primeros años; en el contrato de aprendizaje, el maestro sólo se comprometía a vestirlo durante los tres últimos.

Por eso, Puig padre acudió a la masía de los Estanyol acompañado de su hijo Grau, algo mayor que Bernat y su hermana. El loco Estanyol escuchó la propuesta de Josep Puig con atención: si dotaba a su hija con aquellas cantidades y se las adelantaba a Grau, su hijo se casaría con Guiamona a los dieciocho años, cuando ya fuera oficial alfarero. El loco Estanyol miró a Grau; en algunas ocasiones, cuando la familia del chico no disponía ya de otro recurso, había ido a ayudarlos en los campos. Nunca había pedido nada pero siempre había vuelto a casa con alguna verdura o algo de grano. Tenía confianza en él. El loco Estanyol aceptó.

Tras cinco años de duro trabajo como aprendiz, Grau consiguió la categoría de oficial. Siguió a las órdenes de su maestro, que, satisfecho de sus cualidades, empezó a pagarle un sueldo. A los dieciocho cumplió su promesa y contrajo matrimonio con Guiamona.

– Hijo -le dijo a Bernat su padre-, he decidido dotar de nuevo a Guiamona. Nosotros sólo somos dos y tenemos las mejores tierras de la región, las más extensas y las más fértiles. Ellos pueden necesitar ese dinero.

– Padre -lo interrumpió Bernat-, ¿por qué me dais explicaciones?

– Porque tu hermana ya tuvo su dote y tú eres mi heredero. Ese dinero te pertenece.

– Haced lo que consideréis oportuno.

Cuatro años después, a los veintidós, Grau se presentó al examen público que se realizaba en presencia de los cuatro cónsules de la cofradía. Realizó sus primeras obras: una jarra, dos platos y una escudilla, bajo la atenta mirada de aquellos hombres, que le otorgaron la categoría de maestro, lo que le permitía abrir su propio taller en Barcelona y, por supuesto, usar el sello distintivo de los maestros, que debía estamparse, previendo posibles reclamaciones, en todas las piezas de cerámica que salieran de su taller. Grau, en honor a su apellido, eligió el dibujo de una montaña.

Grau y Guiamona, que estaba embarazada, se instalaron en una pequeña casa de un solo piso en el barrio de los alfareros, que por disposición real estaba emplazado en el extremo occidental de Barcelona, en las tierras situadas entre la muralla construida por el rey Jaime I y el antiguo linde fortificado de la ciudad. Para adquirir la casa recurrieron a la dote de Guiamona, que habían conservado, ilusionados, en espera de un día como aquél.

Allí, donde el taller y la vivienda compartían el espacio con el horno de cocción y los dormitorios en una misma pieza, Grau inició su labor como maestro en un momento en que la expansión comercial catalana estaba revolucionando la actividad de los alfareros y les exigía una especialización que muchos de ellos, anclados en la tradición, rechazaban.

– Nos dedicaremos a las jarras y a las tinajas -sentenció Grau-; sólo jarras y tinajas. -Guiamona dirigió la mirada hacia las cuatro obras maestras que había hecho su marido-. He visto a muchos comerciantes -prosiguió él- que mendigaban tinajas para comerciar con el aceite, la miel o el vino, y he visto a maestros ceramistas que los despedían sin contemplaciones porque tenían sus hornos ocupados en fabricar las complicadas baldosas de una nueva casa, los platos policromados de la vajilla de un noble o los botes de un apotecario.

Guiamona pasó los dedos por las obras maestras. ¡Qué suaves al tacto! Cuando Grau, exultante, se las regaló tras pasar el examen, ella imaginó que su hogar estaría siempre rodeado de piezas como aquéllas. Hasta los cónsules de la cofradía lo felicitaron. En aquellas cuatro obras Grau demostró a todos los maestros su conocimiento del oficio: la jarra, los dos platos y la escudilla, decorados con líneas en zigzag, hojas de palma, rosetas y flores de lis, combinaban, sobre una capa blanca de estaño aplicada previamente, todos los colores: el verde cobre propio de Barcelona, inexcusable en la obra de cualquier maestro de la ciudad condal, el púrpura o morado del manganeso, el negro del hierro, el azul del cobalto o el amarillo del antimonio. Cada línea y cada dibujo eran de un color distinto. Guiamona apenas pudo esperar mientras las piezas se cocían, por temor a que se rajaran. Para terminar, Grau les aplicó una capa transparente de barniz de plomo vitrificado que las impermeabilizaba completamente. Guiamona volvió a sentir la suavidad de las piezas en las yemas de sus dedos. Y ahora… sólo iba a dedicarse a las tinajas. Grau se acercó a su esposa.

– No te preocupes -la tranquilizó-; para ti seguiré fabricando piezas como éstas.

Grau acertó. Llenó el secadero de su humilde taller con jarras y tinajas, y pronto los comerciantes supieron que en el taller de Grau Puig podrían encontrar, al momento, todo cuanto desearan. Nadie tendría ya que mendigar a maestros soberbios.

De ahí que la vivienda ante la que se pararon Bernat y el pequeño Arnau, que estaba despierto y reclamaba su comida, distara mucho de aquella primera casa taller. Lo que Bernat pudo ver con su ojo izquierdo era un gran edificio de tres pisos. En la planta baja, abierta a la calle, se encontraba el taller, y en los dos pisos superiores vivían el maestro y su familia. A un lado de la casa había un huerto y un jardín, y al otro construcciones auxiliares que daban a los hornos de cocción y una gran explanada en la que se almacenaban al sol infinidad de jarras y tinajas de distintos tipos, tamaños y colores. Detrás de la casa, como exigían las ordenanzas municipales, se abría un espacio destinado a la descarga y almacenamiento de la arcilla y otros materiales de trabajo. También se guardaban allí las cenizas y demás residuos de las cocciones que los alfareros tenían prohibido arrojar a las calles de la ciudad.

En el taller, visible desde la calle, había diez personas trabajando frenéticamente. Por su aspecto, ninguna de ellas era Grau. Bernat vio que, junto a la puerta de entrada, al lado de un carro de bueyes cargado de tinajas nuevas, dos hombres se despedían. Uno montó en el carro y partió. El otro iba bien vestido y, antes de que se metiera en el taller, Bernat llamó su atención.

– ¡Esperad! -El hombre miró cómo se le acercaba Bernat-. Busco a Grau Puig -le dijo.

El hombre lo examinó de arriba abajo.

– Si buscas trabajo, no necesitamos a nadie. El maestro no puede perder el tiempo -le dijo de malos modos-, ni yo tampoco -añadió empezando a darle la espalda.

– Soy pariente del maestro.

El hombre se detuvo en seco, antes de volverse violentamente.

– ¿Acaso no te ha pagado suficiente el maestro? ¿Por qué sigues insistiendo? -masculló entre dientes empujando a Bernat. Arnau empezó a llorar-.Ya se te dijo que como volvieras por aquí te denunciaríamos. Grau Puig es un hombre importante, ¿sabes?

Bernat había ido retrocediendo a medida que el hombre lo empujaba, sin saber a qué se refería.

– Oídme -se defendió-, yo…

Arnau berreaba.

– ¿No me has entendido? -gritó por encima del llanto de Arnau.

Sin embargo, unos chillidos aún más fuertes salieron de una de las ventanas del piso superior.

– ¡Bernat! ¡Bernat!

Bernat y el hombre se volvieron hacia una mujer que, con medio cuerpo fuera, agitaba los brazos.

– ¡Guiamona! -gritó Bernat devolviéndole el saludo.

La mujer desapareció y Bernat se volvió hacia el hombre con los ojos entrecerrados.

– ¿Te conoce la señora Guiamona? -le preguntó él.

– Es mi hermana -contestó Bernat secamente-, y que sepas que a mí nadie me ha pagado nunca nada.

– Lo siento -se excusó el hombre, ahora azorado-. Me refería a los hermanos del maestro: primero uno, después otro, y otro, y otro.

Cuando vio que su hermana salía de la casa, Bernat lo dejó con la palabra en la boca y corrió a abrazarla.


– ¿Y Grau? -preguntó Bernat a su hermana una vez acomodados, tras limpiarse la sangre del ojo, entregar a Arnau a la esclava mora que cuidaba de los hijos pequeños de Guiamona y ver cómo devoraba una escudilla de leche y cereales-. Me gustaría darle un abrazo.

Guiamona torció el gesto. -¿Pasa algo? -se extrañó Bernat.

– Grau ha cambiado mucho. Ahora es rico e importante. -Guiamona señaló los numerosos baúles que había junto a las paredes, un armario, mueble que Bernat no había visto jamás, con algunos libros y piezas de cerámica, las alfombras que embellecían el suelo y los tapices y cortinajes que colgaban de ventanas y techos-. Ahora casi no se preocupa del taller ni del sello; lo lleva Jaume, su primer oficial, con quien te has tropezado en la calle.

Grau se dedica al comercio: barcos, vino, aceite. Ahora es cónsul de la cofradía, por lo tanto, según los Usatges, un prohombre y un caballero, y está pendiente de que lo nombren miembro del Consejo de Ciento de la ciudad. -Guiamona dejó que su mirada vagase por la estancia-.Ya no es el mismo, Bernat.

– Tú también has cambiado mucho -la interrumpió Bernat. Guiamona miró su cuerpo de matrona y asintió sonriendo-. Ese Jaume -continuó Bernat- me ha dicho algo de los parientes de Grau. ¿A qué se refería?

Guiamona negó con la cabeza antes de contestar.

– Pues se refería a que, en cuanto se enteraron de que su hermano era rico, todos, hermanos, primos y sobrinos, empezaron a dejarse caer por el taller. Todos escapaban de sus tierras para venir en busca de la ayuda de Grau. -Guiamona no pudo dejar de percibir la expresión de su hermano-.Tú… ¿también? -Bernat asintió-. Pero… ¡si tenías unas tierras espléndidas…!

Guiamona no pudo reprimir las lágrimas al escuchar la historia de Bernat. Cuando éste le habló del muchacho de la forja, se levantó y se arrodilló junto a la silla en la que estaba su hermano.

– Eso no se lo cuentes a nadie -le aconsejó. Después continuó escuchándolo, con la cabeza apoyada en su pierna-. No te preocupes -sollozó cuando Bernat puso fin a su relato-, te ayudaremos.

– Hermana -le dijo Bernat acariciándole la cabeza-, ¿cómo vais a ayudarme cuando Grau no ha ayudado ni a sus propios hermanos?


– ¡Porque mi hermano es distinto! -gritó Guiamona haciendo que Grau retrocediera un paso.

Ya había anochecido cuando su marido llegó a casa. El pequeño y delgado Grau, todo él nervio, subió la escalera mascullando improperios. Guiamona lo esperaba y lo oyó llegar. Jaume había informado a Grau de la nueva situación: «Vuestro cuñado duerme en el pajar junto a los aprendices, y el niño…, con vuestros hijos».

Grau se dirigió atropelladamente a su esposa cuando se encontró con ella.

– ¿Cómo te has atrevido? -le gritó tras escuchar sus primeras explicaciones-. ¡Es un siervo fugitivo! ¿Sabes qué significaría que encontrasen un fugitivo en nuestra casa? ¡Mi ruina! ¡Sería mi ruina!

Guiamona lo escuchó sin intervenir, mientras él daba vueltas y hacía aspavientos alrededor de ella, que le sacaba una cabeza de alto.

– ¡Estás loca! ¡He mandado a mis propios hermanos en barcos al extranjero! He dotado a las mujeres de mi familia para que se casen con gente de fuera, todo para que nadie pudiera tachar de nada a esta familia, y ahora tú… ¿Por qué debería actuar de modo diferente con tu hermano?

– ¡Porque mi hermano es distinto! -le gritó Guiamona, ante su sorpresa.

Grau titubeó:

– ¿Qué…?, ¿qué quieres decir?

– Lo sabes muy bien. No creo que deba recordártelo.

Grau agachó la vista:

– Precisamente hoy -murmuró- he estado reunido con uno de los cinco consejeros de la ciudad para que, como cónsul de la cofradía que soy, me elijan miembro del Consejo de Ciento. Parece que ya he logrado decantar a mi favor a tres de los cinco consejeros y todavía me quedan el baile y el veguer. ¿Te imaginas qué dirían mis enemigos si se enterasen de que he proporcionado amparo a un siervo fugitivo?

Guiamona se dirigió a su esposo con dulzura: -Todo se lo debemos a él.

– Sólo soy un artesano, Guiamona. Rico, pero artesano. Los nobles me desprecian y los mercaderes me odian, por más que se asocien conmigo. Si supieran que hemos dado cobijo a un fugitivo… ¿Sabes qué dirían los nobles que tienen tierras? -Se lo debemos todo a él -repitió Guiamona. -Bien, pues démosle dinero y que se vaya. -Necesita la libertad. Un año y un día.

Grau volvió a pasear con nerviosismo por la estancia. Luego se llevó las manos al rostro.

– No podemos -dijo a través de ellas-. No podemos, Guiamona -repitió mirándola-. ¿Te imaginas…?

– ¡Te imaginas! ¡Te imaginas! -lo interrumpió ella volviendo a levantar la voz-. ¿Te imaginas lo que sucedería si lo echásemos de aquí, lo detuvieran los agentes de Llorenç de Bellera o tus propios enemigos, y se enterasen de que todo se lo debes a él, a un siervo fugitivo que consintió una dote que no correspondía?

– ¿Me estás amenazando?

– No, Grau, no. Pero está escrito. Todo está escrito. Si no quieres hacerlo por gratitud, hazlo por ti mismo. Es mejor que lo tengas vigilado. Bernat no abandonará Barcelona, quiere la libertad. Si tú no lo acoges, tendrás a un fugitivo y a un niño, los dos con un lunar en el ojo derecho, ¡como yo!, vagando por Barcelona a disposición de esos enemigos tuyos a los que tanto temes.

Grau Puig miró fijamente a su esposa. Iba a contestar, pero sólo hizo un gesto con la mano. Abandonó la estancia y Guiamona oyó que subía la escalera en dirección al dormitorio.

5

– Tu hijo se quedará en la casa grande; doña Guiamona cuidará de él. Cuando tenga edad suficiente, entrará en el taller como aprendiz.

Bernat dejó de atender a lo que Jaume le decía. El oficial se presentó al amanecer en el dormitorio. Esclavos y aprendices saltaron de sus jergones como si hubiera entrado el demonio y salieron tropezando entre ellos. Bernat escuchó sus palabras y se dijo que Arnau estaría bien atendido y llegaría a convertirse en un aprendiz, un hombre libre con un oficio.

– ¿Has entendido? -le preguntó el oficial. Ante el silencio de Bernat, Jaume lanzó una maldición:

– ¡Malditos campesinos!

Bernat estuvo a punto de reaccionar con violencia, pero la sonrisa que apareció en el rostro de Jaume lo detuvo.

– Inténtalo -lo instó-. Hazlo y tu hermana no tendrá a qué agarrarse. Te repetiré lo importante, campesino: trabajarás de sol a sol, como todos, a cambio de lecho, comida y ropa… y de que doña Guiamona se ocupe de tu hijo. Tienes prohibido entrar en la casa; bajo ningún concepto podrás hacerlo. También tienes prohibido salir del taller hasta que transcurran el año y el día que necesitas para que te concedan la libertad, y cada vez que algún extraño entre en el taller, deberás esconderte. No debes contarle a nadie tu situación, ni siquiera a los de aquí dentro, aunque con ese lunar… -Jaume negó con la cabeza-. Ése es el acuerdo al que ha llegado el maestro con doña Guiamona. ¿Te parece bien?

– ¿Cuándo podré ver a mi hijo? -preguntó Bernat.

– Eso no me incumbe.

Bernat cerró los ojos. Cuando vieron Barcelona por primera vez le prometió a Arnau la libertad. Su hijo no tendría señor alguno.

– ¿Qué tengo que hacer? -dijo finalmente.

Cargar leña. Cargar troncos y troncos, cientos de ellos, miles de ellos, los necesarios para que los hornos trabajasen. Y cuidar de que éstos estuvieran siempre encendidos. Transportar arcilla y limpiar, limpiar el barro, el polvo de la arcilla y la ceniza de los hornos. Una y otra vez, sudando y llevando la ceniza y el polvo a la parte trasera de la casa. Cuando regresaba, cubierto de polvo y ceniza, el taller estaba de nuevo sucio y tenía que volver a empezar. Llevar las piezas al sol, ayudado por otros esclavos y bajo la atenta mirada de Jaume, que controlaba en todo momento el taller, paseándose entre ellos, gritando, pegando bofetadas a los jóvenes aprendices y maltratando a los esclavos, contra quienes no dudaba en utilizar el látigo cuando algo no era de su gusto.

En una ocasión en que una gran vasija se les escapó de las manos cuando la llevaban al sol y rodó por el suelo, Jaume la emprendió a latigazos contra los culpables. La vasija ni siquiera se había roto, pero el oficial, gritando como un poseso, azotaba sin piedad a los tres esclavos que junto a Bernat habían transportado la pieza; en un momento determinado levantó el látigo contra Bernat.

– Hazlo y te mataré -lo amenazó éste, quieto frente a él.

Jaume vaciló; a renglón seguido, enrojeció e hizo restallar el látigo en dirección a los otros, que ya habían tenido buen cuidado de ponerse a la suficiente distancia. Jaume salió corriendo tras ellos. Al ver que se alejaba, Bernat respiró hondo.

Con todo, Bernat siguió trabajando duramente sin necesidad de que nadie lo azuzara. Comía lo que le ponían delante. Le hubiera gustado decir a la gruesa mujer que los servía que sus perros habían estado mejor alimentados, pero al ver que los aprendices y los esclavos se lanzaban con avidez sobre las escudillas, optó por callar. Dormía en el dormitorio común en un jergón de paja, bajo el que guardaba sus escasas pertenencias y el dinero que había logrado rescatar. Sin embargo, su enfrentamiento con Jaume parecía haberle granjeado el respeto de los esclavos y los aprendices, y también el de los demás oficiales, por lo que Bernat dormía tranquilo, pese a las pulgas, el olor a sudor y los ronquidos. Y todo lo soportaba por las dos veces a la semana en que la esclava mora le bajaba a Arnau, generalmente dormido, cuando Guiamona ya no la necesitaba. Bernat lo cogía en brazos y aspiraba su fragancia, a ropa limpia, a afeites para niños. Después, con cuidado para no despertarlo, le apartaba la ropa para verle las piernas y los brazos, y la barriga satisfecha. Crecía y engordaba. Bernat acunaba a su hijo y se volvía hacia Habiba, la joven mora, suplicándole con la mirada algo más de tiempo. En ocasiones intentaba acariciarlo, pero sus rugosas manos dañaban la piel del niño y Habiba se lo quitaba sin contemplaciones. Con el paso de los días, llegó a un acuerdo tácito con la mora -ella jamás le hablaba-, y Bernat acariciaba las sonrosadas mejillas del pequeño con el dorso de los dedos; el contacto con su piel le producía temblores. Cuando, finalmente, la chica le hacía gestos de que le devolviera al niño, Bernat lo besaba en la frente antes de entregárselo.

Con el transcurso de los meses, Jaume se dio cuenta de que Bernat podía realizar un trabajo más fructífero para el taller. Ambos habían aprendido a respetarse.

– Los esclavos no tienen solución -le comentó el oficial a Grau Puig en una ocasión-; sólo trabajan por miedo al látigo, no ponen cuidado alguno. Sin embargo, vuestro cuñado…

– ¡No digas que es mi cuñado! -lo interrumpió Grau una vez más, pero aquélla era una licencia que a Jaume le gustaba permitirse con su maestro.

– El campesino…-se corrigió el oficial simulando embarazo-, el campesino es diferente; pone interés hasta en las tareas menos importantes. Limpia los hornos con un cuidado que nunca antes…

– ¿Y qué propones? -volvió a interrumpirlo Grau sin levantar la mirada de los papeles que estaba examinando.

– Pues podría dedicarlo a otras labores de más responsabilidad, y con lo barato que nos sale…

Al escuchar esas palabras, Grau alzó la vista hacia el oficial.

– No te equivoques -le dijo-. No nos habrá costado dinero como un esclavo, tampoco tendrá un contrato de aprendizaje y no habrá que pagarle como a los oficiales, pero es el trabajador más caro que tengo.

– Yo me refería…

– Sé a qué te referías. -Grau volvió a sus papeles-. Haz lo que consideres oportuno, pero te lo advierto: que el campesino nunca olvide cuál es su sitio en este taller. Si ocurre, te echaré de aquí y jamás serás maestro. ¿Me has entendido?

Jaume asintió, pero desde aquel día Bernat ayudó directamente a los oficiales; pasó incluso por encima de los jóvenes aprendices, incapaces de manejar los grandes y pesados moldes de arcilla refractaria que soportaban la temperatura necesaria para cocer la loza o la cerámica. Con éstos hacían unas grandes tinajas panzudas, de boca estrecha, cuello muy corto, base plana y estrecha, con capacidad hasta para doscientos ochenta litros [2] y destinadas al transporte de grano o vino. Hasta entonces, Jaume había tenido que dedicar a aquellas tareas al menos a dos de sus oficiales; con la ayuda de Bernat, bastaba con uno para llevar a cabo todo el proceso: hacer el molde, cocerlo, aplicar a la tinaja una capa de óxido de estaño y óxido de plomo como fundente, y meterla en un segundo horno, a menor temperatura, a fin de que el estaño y el plomo se fundiesen y se mezclasen proporcionando a la pieza un revestimiento impermeable vidriado de color blanco.

Jaume estuvo pendiente del resultado de su decisión hasta que se dio por satisfecho: había aumentado considerablemente la producción del taller y Bernat seguía poniendo el mismo cuidado en sus labores. «¡Más incluso que alguno de los oficiales!», se vio obligado a aceptar en una de las ocasiones en que se acercó a Bernat y al oficial de turno para estampar el sello del maestro en la base del cuello de una nueva tinaja.

Jaume intentaba leer los pensamientos que se escondían tras la mirada del campesino. No había odio en sus ojos, ni tampoco parecía haber rencor. Se preguntaba qué le habría sucedido para haber acabado allí. No era como los demás parientes del maestro que se habían presentado en el taller: todos habían cedido por dinero. Sin embargo, Bernat… ¡Cómo acariciaba a su hijo cuando se lo llevaba la mora! Quería la libertad y trabajaba por ella, duramente, más que nadie.

El entendimiento entre los dos hombres dio otros frutos amén del aumento de la producción. En otra de las ocasiones en que Jaume se le acercó para estampar el sello del maestro, Bernat entrecerró los ojos y dirigió la mirada hacia la base de la tinaja.

«¡Jamás serás maestro!», lo había amenazado Grau. Esas palabras volvían a la cabeza de Jaume cada vez que pensaba en tener un trato más amistoso con Bernat.

Jaume simuló un repentino acceso de tos. Se separó de la tinaja sin marcarla todavía y miró hacia donde le había señalado el campesino: había una pequeña raja que significaría la rotura de la pieza en el horno. Montó en cólera contra el oficial… y contra Bernat. Transcurrieron el año y el día necesarios para que Bernat y su hijo pudieran ser libres. Por su parte, Grau Puig logró su codiciado puesto en el Consejo de Ciento de la ciudad. Sin embargo, Jaume no observó reacción alguna en el campesino. Otro hubiera exigido la carta de ciudadanía y se habría lanzado a las calles de Barcelona en busca de diversión y de mujeres, pero Bernat no lo había hecho. ¿Qué le pasaba al campesino?

Bernat vivía con el recuerdo permanente del muchacho de la forja. No se sentía culpable; aquel desgraciado se había interpuesto en el camino de su hijo. Pero si había muerto… Podía obtener la libertad de su señor, pero aunque hubiera transcurrido un año y un día no se libraría de la condena por asesinato. Guiamona le había recomendado que no se lo dijera a nadie, y así lo había hecho. No podía arriesgarse; quizá Llorenç de Bellera no sólohabía dado orden de capturarlo por fugitivo, sino también por asesino. ¿Qué pasaría con Arnau si lo detenían? El asesinato se castigaba con la muerte.

Su hijo seguía creciendo sano y fuerte. Todavía no hablaba, aunque ya gateaba y lanzaba unos gorgoritos que erizaban el vello de Bernat. Aun cuando Jaume seguía sin dirigirle la palabra, su nueva situación en el taller -que Grau, pendiente de sus negocios y sus cargos, ignoraba- había llevado a los demás a respetarlo más si cabe, y la mora le traía al niño con más frecuencia, despierto las más de las veces, con la aquiescencia tácita de Guiamona, que también estaba más ocupada debido a la nueva posición de su esposo.

Bernat no debía dejarse ver por Barcelona, ya que podía truncar el futuro de su hijo.

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