CUARTA PARTE SIERVOS DEL DESTINO

46

Pascua de 1367

Barcelona


Arnau permanecía arrodillado frente a su Virgen de la Mar mientras los sacerdotes celebraban los oficios de la Pascua. Junto a Elionor, entró en Santa María; la iglesia estaba llena a rebosar, pero la gente se apartó para que pudiese llegar a la primera fila. Reconocía sus sonrisas: ése le había pedido un préstamo para su barca nueva; aquél le entregó sus ahorros; otro le pidió un préstamo para la dote de su hija; aquél todavía no le había devuelto lo pactado. Ese último tenía la mirada gacha. Arnau se detuvo junto a él y para desesperación de Elionor le ofreció la mano.

– La paz sea contigo -le dijo.

Los ojos del hombre se iluminaron y Arnau prosiguió el recorrido hasta el altar mayor. Eso era todo lo que tenía, le decía a la Virgen: gente humilde que le apreciaba a cambio de ayuda. Joan estaba persiguiendo el pecado y de Guillem no sabía nada. En cuanto a Mar, ¿qué decir de ella?

Elionor le golpeó el tobillo y cuando Arnau la miró, lo instó con gestos a que se levantase. «¿Acaso has visto alguna vez a un noble que permanezca postrado de rodillas tanto tiempo como tú?», le había recriminado en varias ocasiones. Arnau no le hizo caso pero Elionor volvió a golpearle los tobillos.

«Esto es lo que tengo, madre. Una mujer que se preocupa más de las apariencias que de otra cosa, salvo de que la haga madre. ¿Debería? Sólo quiere un heredero, sólo quiere un hijo que le garantice su futuro.» Elionor le golpeó de nuevo los tobillos. Cuando Arnau se volvió hacia ella, su esposa le indicó con la mirada a los demás nobles que se hallaban en Santa María. Algunos estaban de pie, pero la mayoría permanecían sentados; sólo Arnau seguía postrado.

– ¡Sacrilegio!

El grito resonó por toda la iglesia. Los sacerdotes callaron, Arnau se levantó y todos se volvieron hacia la entrada principal de Santa María.

– ¡Sacrilegio! -volvió a oírse.

Varios hombres se abrieron paso hasta el altar al grito de sacrilegio, herejía, demonios… y ¡judíos! Iban a hablar con los sacerdotes, pero uno de ellos se dirigió a la feligresía:

– Los judíos han profanado una sagrada hostia -gritó. Un rumor se elevó entre la gente.

– No tienen suficiente con haber matado a Jesucristo -volvió a exclamar el primero desde el altar-, sino que también tienen que profanar su cuerpo.

El rumor inicial se convirtió en un griterío. Arnau se volvía hacia la gente pero su mirada se topó con la de Elionor. -Tus amigos judíos -le dijo ésta.

Arnau sabía a qué se refería su esposa. Desde el matrimonio de Mar le resultaba insoportable estar en casa y muchas tardes iba a ver a su antiguo amigo, Hasdai Crescas, y se quedaba charlando con él hasta muy tarde. Antes de que Arnau pudiera responder a Elionor, los nobles y prohombres que los acompañaban en los oficios se sumaron a los comentarios y discutieron entre sí:

– Quieren seguir haciendo sufrir a Cristo después de muerto -dijo uno.

– La ley los obliga a mantenerse en sus casas durante la Pascua, con las puertas y ventanas cerradas; ¿cómo habrán podido? -preguntó el de al lado.

– Se habrán escapado -afirmó otro.

– ¿Y los niños? -intervino una tercera-. Seguro que tambien habrán raptado a algún niño cristiano para crucificarlo y comer su corazón…

– Y beber su sangre -se escuchó.

Arnau no podía apartar los ojos de aquel grupo de nobles enfurecidos. ¿Cómo podían…? Su mirada volvió a cruzarse con la de Elionor. Sonreía.

– Tus amigos -repitió su esposa con retintín.

En aquel momento toda Santa María empezó a clamar venganza. ¡A la judería!, se azuzaron unos a otros al grito de herejes y sacrilegos. Arnau vio cómo se abalanzaban hacia la salida de la iglesia. Los nobles se quedaron atrás.

– Si no te das prisa -oyó que le decía Elionor-, te quedarás fuera de la judería.

Arnau se volvió hacia su mujer; después lo hizo hacia la Virgen. El griterío empezaba a perderse en la calle de la Mar.

– ¿A qué tanto odio, Elionor? ¿Acaso no tienes cuanto deseas?

– No, Arnau. Sabes que no tengo lo que deseo y quizá sea eso lo que entregas a tus amigos judíos.

– ¿A qué te refieres, mujer?

– A ti, Arnau, a ti. Bien sabes que nunca has cumplido con tus obligaciones conyugales.

Durante unos instantes, Arnau recordó las numerosas ocasiones en que había rechazado los acercamientos de Elionor; primero con delicadeza, tratando de no herirla, después con brusquedad, sin contemplaciones.

– El rey me obligó a casarme contigo, nada dijo de satisfacer tus necesidades -le espetó.

– El rey no -contestó ella-, pero sí la Iglesia.

– ¡Dios no puede obligarme a yacer contigo!

Elionor encajó las palabras de su marido con la mirada fija en él; después, muy lentamente, volvió la cabeza hacia al altar mayor. Se habían quedado solos en Santa María… a excepción de tres sacerdotes que permanecían en silencio escuchando la discusión del matrimonio. Arnau se volvió también hacia los tres sacerdotes. Cuando los cónyuges volvieron a cruzar sus miradas, Elionor entrecerró los ojos.

No dijo más. Arnau le dio la espalda y se encaminó hacia la salida de Santa María.

– Ve con tu amante judía -oyó que Elionor gritaba tras de sí.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Arnau. Aquel año Arnau volvía a ocupar el cargo de cónsul de la Mar. Vestido de gala se encaminó a la judería; los gritos de la muchedumbre crecían a medida que recorría la calle de la Mar, la plaza del Blat, la bajada de la Presó, para llegar hasta la iglesia de Sant Jaume. El pueblo clamaba venganza y se apelotonaba frente a unas puertas defendidas por soldados del rey. Pese al tumulto, Arnau se abrió paso con relativa facilidad.

– No se puede entrar en la judería, honorable cónsul -le dijo el oficial de guardia-. Estamos esperando órdenes del lugarteniente real, el infante donjuán, hijo de Pedro III.

Y llegaron las órdenes. A la mañana siguiente el infante don Juan dispuso la reclusión de todos los judíos de Barcelona en la sinagoga mayor, sin agua ni comida, hasta que aparecieran los culpables de la profanación de la hostia.

– Cinco mil personas -masculló Arnau en su despacho de la lonja cuando le comunicaron la noticia-. ¡Cinco mil personas hacinadas en la sinagoga sin agua ni comida! ¿Qué será de las criaturas, de los recién nacidos? ¿Qué espera el infante? ¿Qué imbécil puede esperar que algún judío se declare culpable de la profanación de una hostia? ¿Qué estúpido puede esperar que alguien se condene a muerte?

Arnau golpeó sobre la mesa de su despacho y se levantó. El bedel que le había comunicado la noticia dio un respingo. -Avisa a la guardia -le ordenó Arnau. El muy honorable cónsul de la Mar recorrió la ciudad apresuradamente, acompañado por media docena de missatges armados. Las puertas de la judería, todavía vigiladas por soldados del rey, estaban abiertas de par en par; frente a ellas, la muchedumbre había desaparecido pero había poco más de un centenar de curiosos que intentaban asomarse al interior, a pesar de los empujones que les propinaban los soldados.

– ¿Quién está al mando? -preguntó Arnau al oficial de la puerta.

– El veguer está dentro -señaló el oficial. -Avisadle.

El veguer no tardó en aparecer.

– ¿Qué deseas, Arnau? -le preguntó ofreciéndole la mano. -Deseo hablar con los judíos. -El infante ha ordenado…

– Lo sé -lo interrumpió Arnau-. Por eso mismo tengo que hablar con ellos. Tengo muchos procedimientos en marcha que afectan a judíos. Necesito hablar con ellos.

– Pero el infante… -empezó a decir el veguer.- ¡El infante vive de las aljamas! Doce mil sueldos anuales tienen que pagarle por disposición del rey. -El veguer asintió-. El infante tendrá interés en que aparezcan los culpables de la profanación, pero no te quepa duda de que también tendrá interés en que los asuntos comerciales de los judíos sigan su curso; en caso contrario… Ten en cuenta que la judería de Barcelona es la que más contribuye a esos doce mil sueldos anuales.

El veguer no lo dudó y cedió el paso a Arnau y su comitiva.

– Están en la sinagoga mayor -le dijo mientras pasaba por su lado.

– Lo sé, lo sé.

Pese a que todos los judíos estaban recluidos, el interior de la aljama era un hervidero. Sin dejar de andar, Arnau vio cómo un enjambre de frailes negros se dedicaba a inspeccionar todas y cada una de las casas de los judíos en busca de la hostia sangrante.

A las puertas de la sinagoga, Arnau se topó con otra guardia real.

– Vengo a hablar con Hasdai Crescas.

El oficial al mando intentó oponerse pero el que los acompañaba le hizo un gesto afirmativo.

Mientras esperaba la salida de Hasdai, Arnau se volvió hacia la judería. Las casas, todas con las puertas abiertas de par en par, ofrecían un espectáculo deplorable. Los frailes entraban y salían, a menudo con objetos, que mostraban a otros frailes, los cuales los examinaban y negaban con la cabeza para después arrojarlos al suelo, salpicado ya de pertenencias de los judíos. «¿Quiénes son los profanadores?», pensó Arnau.

– Honorable -oyó que le decían por la espalda.

Arnau se volvió y se encontró con Hasdai. Durante unos segundos observó aquellos ojos, que lloraban por el saqueo al que estaba siendo sometida su intimidad. Arnau ordenó a todos los soldados que se apartasen de ambos. Los missatges obedecieron, pero los soldados del rey siguieron junto a la pareja.

– ¿Acaso os interesan los asuntos del Consulado de la Mar? -les preguntó Arnau-. Retiraos junto a mis hombres. Los asuntos del consulado son secretos.

Los soldados obedecieron de mala gana. Arnau y Hasdai se miraron.

– Me gustaría darte un abrazo -le dijo Arnau cuando ya nadie podía oírlos.

– No debemos.

– ¿Cómo estáis?

– Mal, Arnau. Mal. Los viejos poco importamos, los jóvenes aguantarán, pero los niños llevan ya horas sin comer ni beber. Hay varios recién nacidos; cuando a las madres se les acabe la leche… Sólo llevamos algunas horas, pero las necesidades del cuerpo…

– ¿Puedo ayudaros?

– Nosotros hemos intentado negociar, pero el veguer no quiere atendernos. Bien sabes que sólo hay una forma: compra nuestra libertad.

– ¿Cuánto puedo llegar a…?

La mirada de Hasdai le impidió continuar. ¿Cuánto valía la vida de cinco mil judíos?

– Confío en ti, Arnau. Mi comunidad está en peligro.

Arnau extendió la mano.

– Confiamos en ti -repitió Hasdai aceptando la despedida de Arnau.


Arnau volvió a circular entre los frailes negros. ¿Habrían encontrado ya la hostia sangrante? Los objetos, ahora ya incluso los muebles, seguían amontonándose en las calles de la judería. Saludó al veguer a la salida. Aquella misma tarde le pediría audiencia, pero ¿cuánto debía ofrecerse por la vida de un hombre? ¿Y por la de toda una comunidad? Arnau había negociado con todo tipo de mercaderías -telas, especias, cereales, animales, barcos, oro y plata-, conocía el precio de los esclavos, pero ¿cuánto valía un amigo?


Arnau salió de la judería, giró a la izquierda y enfiló la calle Banys Nous; atravesó la plaza del Blat y cuando se encontraba en la calle Carders cerca de la esquina con Monteada, donde estaba su casa, se paró en seco. ¿Para qué?, ¿para encontrarse con Elionor? Dio medía vuelta para volver hasta la calle de la Mar y bajar a su mesa de cambios. Desde el día en que consintió al matrimonio de Mar… Desde aquel día Elionor lo había perseguido sin descanso. Primero ladinamente. ¡Si hasta entonces nunca le había llamado querido! Jamás se había preocupado por sus negocios, o por lo que comía o simplemente por cómo se encontraba. Cuando aquella táctica falló, Elionor decidió atacar de frente. «Soy una mujer», le dijo un día. No debió de gustarle la mirada con la que Arnau le contestó porque no dijo nada más… hasta al cabo de algunos días: «Tenemos que consumar nuestro matrimonio; estamos viviendo en pecado».

– ¿Desde cuándo te interesas tanto por mi salvación? -le contestó Arnau.

Elionor no cejó pese a los desplantes de su esposo y al final decidió hablar con el padre Juli Andreu, uno de los sacerdotes de Santa María, para exponerle el asunto. Él sí que tenía interés en la salvación de sus fieles, de los que Arnau era uno de los más queridos. Ante el cura, Arnau no podía excusarse como lo hacía con Elionor.

– No puedo, padre -le contestó cuando le asaltó un día en Santa María.

Era cierto. Justo después de la entrega de Mar al caballero de Ponts, Arnau había intentado olvidarse de la muchacha y, ¿por qué no?, crear su propia familia. Se había quedado solo. Todas las personas a las que quería habían desaparecido de su vida. Podía tener niños, jugar con ellos, volcarse y encontrar en ellos ese algo que le faltaba, y todo eso sólo podía llevarlo a cabo con Elionor. Pero cuando la veía arrimarse a él, perseguirlo por las estancias del palacio, o cuando oía su voz, falsa, forzada, tan diferente de la voz con que le había tratado hasta entonces, todos sus planteamientos se venían abajo.

– ¿Qué queréis decir, hijo? -le preguntó el sacerdote.

– El rey me obligó a casarme con Elionor, padre, pero nunca me preguntó si me gustaba su pupila.

– La baronesa…

– La baronesa no me atrae, padre. Mi cuerpo se niega.

– Puedo recomendarte un buen médico…

Arnau sonrió.

– No, padre, no. No se trata de eso. Físicamente estoy bien; es simplemente…

– Entonces debéis esforzaros por cumplir con vuestras obligaciones matrimoniales. Nuestro Señor espera…

Arnau aguantó la perorata del cura hasta que se imaginó a Elionor contándole mil historias. ¿Qué se habían creído?

– Mirad, padre -lo interrumpió-, yo no puedo obligar a mi cuerpo a desear a una mujer a la que no desea. -El sacerdote hizo ademán de intervenir pero Arnau se lo impidió con un gesto-. Juré que sería fiel a mi esposa, y eso hago: nadie puede acusarme de lo contrario. Acudo a rezar con mucha frecuencia y dono dinero a Santa María. Me da la impresión de que contribuyendo a levantar este templo expío las debilidades que cometió mi cuerpo.

El cura dejó de frotarse las manos.

– Hijo…

– ¿Qué opináis vos, padre?

El sacerdote buscó en sus escasos fundamentos de teología para rebatir cuantos argumentos había empleado. No pudo y al final se perdió con rápidos pasos entre los operarios de Santa María. Cuando Arnau se quedó solo, fue en busca de su Virgen y se arrodilló:

– Sólo pienso en ella, madre. ¿Por qué me dejaste entregarla al señor de Ponts?

No había vuelto a ver a Mar desde su matrimonio con Felip de Ponts. Cuando éste murió, pocos meses después de la ceremonia, intentó acercarse a la viuda, pero Mar no quiso recibirle. «Tal vez sea mejor», se dijo Arnau. El juramento ante la Virgen le ataba ahora más que nunca: estaba condenado a ser fiel a una mujer que no le amaba y a la que no podía amar.Y a renunciar a la única persona con quien podía ser feliz…


– ¿Han encontrado ya la hostia? -le preguntó Arnau al veguer, sentados uno frente a otro en el palacio que daba a la plaza del Blat.

– No -respondió éste.

– He estado hablando con los consejeros de la ciudad -le dijo Arnau-, y coinciden conmigo. El encarcelamiento de toda la comunidad judía puede afectar muy seriamente a los intereses comerciales de Barcelona. Acabamos de empezar la temporada de navegación. Si te acercas al puerto verás algunos barcos pendientes de partir. Llevan comandas de judíos; o las descargan o deberían esperar a los comerciantes que las acompañan. El problema es que no toda la carga es de los judíos; también hay mercancías de cristianos.

– ¿Por qué no las descargan?

– Subiría el precio del transporte de las mercancías de los cristianos.

El veguer abrió las manos en señal de impotencia.

– Juntad las de los judíos en unos barcos y las de los cristianos en otros -apuntó al fin como solución.

Arnau negó con la cabeza.

– No puede ser. No todos los barcos tienen el mismo destino. Sabes que la temporada de navegación es corta. Si los barcos no zarpan, se retrasará todo el comercio y no podrán volver a tiempo; perderán algún viaje y eso encarecerá las mercancías. Todos perderemos dinero. -«Tú incluido», pensó Arnau-. Por otra parte, la espera de los barcos en el puerto de Barcelona es peligrosa; si hubiese algún temporal…

– Y ¿qué propones?

«Que los soltéis a todos. Que ordenéis a los frailes que dejen de registrar sus hogares. Que les devolváis sus pertenencias, que…»

– Multad a la judería.

– El pueblo exige culpables y el infante se ha comprometido a encontrarlos. La profanación de una hostia…

– La profanación de una hostia -lo interrumpió Arnau- será más cara que otro delito. -¿Para qué discutir? Los judíos habían sido juzgados y condenados apareciese o no apareciese la hostia sangrante. La duda hizo que se frunciera el entrecejo del veguer-. ¿Por qué no lo intentas? Si lo conseguimos, serán los judíos los que paguen, sólo ellos; de lo contrario será un mal año para el comercio y pagaremos todos.


Rodeado de operarios, de ruido y de polvo, Arnau levantó la vista hacia la piedra de clave que cerraba la segunda de las cuatro bóvedas de la nave central de Santa María, la última que se había construido. En la gran piedra de clave estaba representada la Anunciación, con la Virgen arrodillada, cubierta por una capa roja bordada en oro, mientras recibía la noticia de su próxima maternidad de boca de un ángel. Los vivos colores, rojos y azules, pero sobre todo los dorados, captaron la mirada de Arnau. Bonita escena. El veguer había sopesado los argumentos de Arnau y finalmente cedió.

¡Veinticinco mil libras y quince culpables! Aquélla fue la respuesta que el veguer le dio al día siguiente después de consultarlo con la corte del infante don Juan.

– ¿Quince culpables? ¿Queréis ejecutar a quince personas por la insidia de cuatro dementes?

El veguer golpeó la mesa con el puño.

– Esos dementes son la santa Iglesia católica.

– Bien sabes que no -insistió Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Sin culpables -dijo Arnau.

– No será posible. El infante…

– ¡Sin culpables! Veinticinco mil libras es una fortuna.

Arnau volvió a abandonar el palacio del veguer sin rumbo fijo. ¿Qué iba a decirle a Hasdai? ¿Que quince de ellos debían morir? Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la imagen de cinco mil personas hacinadas en una sinagoga, sin agua, sin comida…

– ¿Cuándo tendré la respuesta? -le preguntó al veguer.

– El infante está cazando.

¡Cazando! Cinco mil personas recluidas por orden suya y se había ido a cazar. De Barcelona a Gerona, las tierras del infante, duque de Gerona y de Cervera, no debía de haber más de tres horas a caballo, pero Arnau tuvo que esperar hasta el día siguiente, bien entrada la tarde, para ser citado por el veguer.

– Treinta y cinco mil libras y cinco culpables.

A mil libras el judío de diferencia. «Quizá ése es el precio de un hombre», pensó Arnau.

– Cuarenta mil, sin culpables.

– No.

– Acudiré al rey.

– Bien sabes que el rey tiene suficientes problemas en la guerra con Castilla para indisponerse con su hijo y lugarteniente. Para algo lo nombró.

– Cuarenta y cinco mil, pero sin culpables.

– No, Arnau, no…

– ¡Consúltalo…! -estalló Arnau-, te lo ruego -rectificó.


El hedor que salía de la sinagoga golpeó a Arnau cuando aún se hallaba a varios metros de ella. Las calles de la judería habían empeorado y los muebles y objetos de los judíos se amontonaban por doquier. En el interior de las viviendas resonaban los golpes de los frailes negros que levantaban paredes y suelos en busca del cuerpo de Cristo. Arnau tuvo que esforzarse para aparentar serenidad cuando se encontró con Hasdai, en esta ocasión acompañado por dos rabinos y otros tantos jefes de la comunidad. Le escocían los ojos. ¿Serían los efluvios de orina que partían del interior de la sinagoga o simplemente las noticias que tenía que darles?

Durante algunos instantes, con un sinfín de gemidos como compañía, Arnau observó a aquellos hombres que trataban de renovar el aire de sus pulmones; ¿cómo sería dentro? Todos miraron de reojo el espectáculo que ofrecían las calles de la judería y su fuerte respiración se vio momentáneamente entrecortada.

– Exigen culpables -les dijo Arnau cuando los cinco se recuperaron-. Empezamos por quince. Estamos en cinco y espero… -No podemos esperar, Arnau Estanyol -lo interrumpió uno de los rabinos-. Hoy ha muerto un anciano; estaba enfermo, pero nuestros médicos no han podido hacer nada por él, ni siquiera mojarle los labios. No nos permiten enterrarlo. ¿Entiendes lo que eso significa? -Arnau asintió-. Mañana, el hedor de su cuerpo en descomposición se sumará a los…

– En la sinagoga -lo interrumpió Hasdai-, no podemos ni movernos; la gente…, la gente no puede levantarse para hacer sus necesidades. Las madres ya no tienen leche; han dado de mamar a sus recién nacidos y también a los demás niños, para saciar su sed. Si esperamos muchos días más, cinco culpables serán una minucia.

– Más cuarenta y cinco mil libras -añadió Arnau.

– ¿Qué nos importa el dinero cuando podemos morir todos? -intervino el otro rabino.

– ¿Y? -preguntó Arnau.

– Insiste, Arnau -le suplicó Hasdai.

Diez mil libras más apresuraron al correo del infante… o quizá ni siquiera llegó a ir. Arnau fue citado a la mañana siguiente. Tres culpables.

– ¡Son hombres! -le recriminó Arnau al veguer durante la discusión.

– Son judíos, Arnau. Sólo son judíos. Herejes propiedad de la corona. Sin su favor hoy ya estarían todos muertos y el rey ha decidido que tres de ellos deben pagar por la profanación de la hostia. El pueblo lo exige.

«¿Desde cuándo le importa tanto al rey su pueblo?», pensó Arnau.

– Además -insistió el veguer-, de esta manera se solucionarán los problemas del consulado.

El cadáver del anciano, los pechos secos de las madres, los niños llorando, los gemidos y el hedor: todo ello movió a Arnau a hacer un gesto de asentimiento. El veguer se retrepó en su sillón.

– Dos condiciones -añadió Arnau obligándolo a prestar atención de nuevo-: primera, ellos elegirán a los culpables -el veguer consintió-, y segunda, el trato debe ser aprobado por el obispo y comprometerse a calmar a los feligreses.

– Eso ya lo he hecho, Arnau. ¿Crees que me gustaría ver una nueva matanza en la judería?


La procesión partió de la misma judería. En su interior, las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas y las calles aparecían desiertas, sembradas de muebles. El silencio de la aljama parecía retar al clamor que se escuchaba fuera de ella, donde la gente se apiñaba alrededor del obispo, refulgente de oro al sol mediterráneo, y de la infinidad de sacerdotes y frailes negros que esperaban a lo largo de la calle de la Boquería, separados del pueblo por dos filas de soldados del rey.

El griterío rasgó el cielo cuando tres figuras aparecieron en las puertas de la judería. La gente alzó los brazos con los puños cerrados y sus insultos se confundieron con el metálico desenvainar de las espadas cuando los soldados se dispusieron a defender la comitiva. Las tres figuras, encadenadas de pies y manos, fueron conducidas hasta el centro de dos hileras de frailes negros y así, encabezada por el obispo de Barcelona, la procesión inició la marcha. La presencia de los soldados y de los dominicos no impidió que el pueblo apedreara y escupiera a los tres culpables que se arrastraban entre ellos.

Arnau rezaba en Santa María. Había llevado la noticia a la judería, donde volvió a ser recibido por Hasdai, los rabinos y los jefes de la comunidad a las puertas de la sinagoga.

– Tres culpables -les dijo tratando de sostener sus miradas-. Podéis… podéis elegirlos vosotros mismos.

Ninguno de ellos pronunció una palabra; simplemente se limitaron a observar las calles de la judería dejando que los quejidos y lamentos que surgían del templo envolviesen sus pensamientos. Arnau no tuvo valor para prolongar su intercesión y se excusó ante el veguer al abandonar la judería. «Tres inocentes…, porque tú y yo sabemos que lo de la profanación del cuerpo de Cristo es falso.»

Arnau empezó a oír el griterío de la multitud a lo largo de la calle de la Mar. El murmullo llenó Santa María; se coló por los huecos de las puertas sin terminar y subió por los andamios de madera que aguantaban las estructuras en construcción, igual que podía hacerlo cualquier albañil, hasta alcanzar las bóvedas. ¡Tres inocentes! «¿Cómo los deben de haber elegido? ¿Lo habrán hecho los rabinos o se habrán presentado voluntariamente?» Entonces, Arnau recordó los ojos de Hasdai mirando las calles de la judería. ¿Qué había en ellos? ¿Resignación? ¿Acaso no era la mirada de aquel que se está… despidiendo? Arnau tembló; sus rodillas fla-quearon y tuvo que agarrarse al reclinatorio. La procesión se acercaba a Santa María. El griterío aumentó. Arnau se levantó y miró hacia la salida que daba a la plaza de Santa María. La procesión no tardaría en entrar. Permaneció en el templo, mirando hacia la plaza, hasta que los insultos de la gente se convirtieron en realidad.

Arnau corrió hacia la puerta. Nadie oyó su alarido. Nadie lo vio llorar. Nadie lo vio caer de rodillas al observar a Hasdai encadenado, arrastrando los pies entre una lluvia de insultos, piedras y escupitajos. Hasdai pasó por delante de Santa María con la mirada puesta en el hombre que de rodillas golpeaba el suelo con los puños. Arnau no lo vio y continuó golpeando hasta que la procesión se marchó, hasta que la tierra empezó a teñirse de colorado. Entonces, alguien se arrodilló frente a él y le cogió las manos con suavidad.

– Mi padre no querría que te lastimaras por su causa -le dijo

Raquel cuando Arnau levantó la mirada.

– Lo van… lo van a matar.

– Sí.

Arnau miró el rostro de aquella niña ya convertida en mujer. Allí mismo, bajo aquella iglesia, la escondió hacía muchos años. Raquel no lloraba y, pese al peligro, lucía sus vestimentas de judía y la rodela amarilla que mostraba su condición.

– Debemos ser fuertes -le dijo la niña que él recordaba.

– ¿Por qué, Raquel? ¿Por qué él?

– Por mí. Por Jucef. Por mis hijos y los de Jucef, sus nietos; por sus amigos. Por todos los judíos de Barcelona. Dijo que ya era viejo, que ya había vivido bastante.

Arnau se levantó con la ayuda de Raquel y, apoyado en ella, siguieron el griterío.

Los quemaron vivos. Los ataron a unos postes, sobre leños y astillas, y les prendieron fuego sin que en momento alguno cesara el clamor de venganza de los cristianos. Cuando las llamas alcanzaron su cuerpo, Hasdai levantó la mirada hacia el cielo. Entonces fue Raquel la que estalló en llanto, se abrazó a Arnau y escondió las lágrimas en su pecho; estaban algo alejados de la muchedumbre.

Arnau, abrazado a la hija de Hasdai, no pudo apartar la mirada del cuerpo en llamas de su amigo. Le pareció que sangraba, pero el fuego se cebó con celeridad en el cuerpo. De repente dejó de oír los gritos de la gente; tan sólo los veía mover sus puños amenazantes… De pronto, algo lo obligó a volver el rostro hacia la derecha. A medio centenar de metros se encontraban el obispo y el inquisidor general, y junto a ellos, con el brazo extendido, señalándolo, Elionor hablaba con ellos. A un lado, había otra dama, elegantemente vestida, a la que Arnau no reconoció al principio. Éste cruzó su mirada con la del inquisidor mientras Elionor gesticulaba y gritaba sin dejar de señalarlo.

– Aquélla, aquella judía es su amante. Miradlos. Mirad cómo la abraza.

En aquel preciso instante, Arnau abrazó con fuerza a la mujer judía que lloraba sobre su pecho, mientras las llamas, coreadas por el rugido de la multitud, se elevaban hacia el cielo. Después, al desviar la mirada para huir del horror, los ojos de Arnau se cruzaron con los de Elionor. Al ver su expresión, aquel profundo odio, la maldad de la venganza satisfecha, se estremeció. Y entonces oyó la risa de la mujer que acompañaba a su esposa, una risa inconfundible, irónica, que Arnau llevaba grabada en la memoria desde que era un niño: la risa de Margarida Puig.

47

Una venganza que llevaba tiempo tramándose, en la que Elionor no estaba sola. Una venganza de la que la acusación contra Arnau y la judía Raquel era sólo el principio.

Las decisiones de Arnau Estanyol como barón de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui levantaron ampollas entre los demás nobles, que veían cómo soplaban vientos de rebeldía entre sus campesinos… Más de uno se vio obligado a sofocar, con más contundencia de la necesitada hasta aquel momento, una revuelta que pedía a gritos la abolición de ciertos privilegios a los que Arnau, aquel barón nacido siervo, había renunciado. Entre estos nobles ofendidos se encontraba Jaume de Bellera, el hijo del señor de Navarcles, al que Francesca había amamantado cuando era un niño.Y, a su lado, alguien a quien Arnau había privado de su casa, su fortuna y su estilo de vida: Genis Puig, que, tras el desahucio, tuvo que ocupar la vieja casa de Navarcles que perteneció a su abuelo, el padre de Grau. Una casa que poco tenía que ver con el palacio de la calle Monteada donde había transcurrido la mayor parte de su vida. Ambos pasaron horas lamentando su mala fortuna y trazando planes de venganza. Unos planes que ahora, si las cartas de su hermana Margarida no mentían, estaban a punto de dar sus frutos…

Arnau rogó al marinero que estaba testificando que guardase silencio y se volvió hacia el alguacil del tribunal del Consulado de la Mar que había interrumpido el juicio.

– Un oficial y varios soldados de la Inquisición quieren veros -le susurró éste inclinándose sobre él.

– ¿Qué quieren? -preguntó Arnau. El portero hizo un gesto de ignorancia-. Que esperen al final del juicio -ordenó antes de instar al marinero a que continuase con sus explicaciones.

Otro marinero había muerto durante la travesía y el señor de la nave se negaba a pagar a sus herederos más de dos meses de salario, cuando la viuda sostenía que el pacto no había sido por meses y que en consecuencia, habiendo muerto en alta mar su marido, le correspondía la mitad de la cantidad pactada.

– Continuad -lo instó Arnau, con la mirada en la viuda y los tres hijos del fallecido.

– Ningún marinero pacta por meses…

De pronto, las puertas del tribunal se abrieron violentamente. Un oficial y seis soldados de la Inquisición, armados, empujando sin contemplaciones al alguacil del tribunal, irrumpieron en la sala.

– ¿Arnau Estanyol? -preguntó el oficial dirigiéndose directamente a él.

– ¿Qué significa esto? -bramó Arnau-. ¿Cómo os atrevéis a interrumpir…?

El oficial siguió andando hasta plantarse frente a Arnau.

– ¿Eres Arnau Estanyol, cónsul de la Mar, barón de Granollers…?

– Bien lo sabéis, oficial -le interrumpió Arnau-, pero…

– Por orden del tribunal de la Santa Inquisición, quedáis detenido. Acompañadme.

Los missatges del tribunal hicieron un amago de defender a su cónsul, pero Arnau los detuvo con un gesto.

– Haced el favor de apartaros -rogó Arnau al oficial de la Inquisición.

El hombre dudó unos instantes. El cónsul, con gesto calmo, insistió con la mano indicándole que se situase más cerca de la puerta y al fin, sin dejar de vigilar a su detenido, el oficial dio los suficientes pasos para que Arnau recuperara la visión de los familiares del marinero muerto.

– Sentencio a favor de la viuda y los hijos -expuso con tranquilidad-. Deberán recibir la mitad del salario total de la travesía y no los dos meses que pretende el señor de la nave. Así lo ordena este tribunal.

Arnau golpeó con la mano, se puso en pie y se encaró al oficial de la Inquisición.

– Vamos -le dijo.


La noticia de la detención de Arnau Estanyol se propagó por Barcelona y desde allí, en boca de nobles, mercaderes o simples payeses, por gran parte de Cataluña.

Algunos días más tarde, en una pequeña villa del norte del principado, un inquisidor que en aquel momento estaba atemorizando a un grupo de ciudadanos recibía la noticia de boca de un oficial de la Inquisición. Joan miró al oficial. -Parece que es cierto -insistió.

El inquisidor se volvió hacia el pueblo. ¿Qué les estaba diciendo? ¿Arnau detenido?

Volvió a mirar al oficial y éste asintió con la cabeza. ¿Arnau?

La gente empezó a moverse inquieta. Joan intentó continuar pero no pudo pronunciar palabra. Una vez más se volvió hacia el oficial y percibió una sonrisa en sus labios.

– ¿No continuáis, fra Joan? -se adelantó éste-. Los pecadores os están esperando.

Joan se volvió de nuevo hacia el pueblo.

– Partimos hacia Barcelona -ordenó.

De vuelta a la ciudad condal, Joan pasó muy cerca de las tierras del barón de Granollers. Por poco que se hubiera desviado de su ruta, habría podido ver cómo el carlán de Montbui y otros caballeros sometidos a Arnau recorrían las tierras amedrentando a unos payeses que volvían a estar sometidos a los malos usos que un día Arnau derogó. «Dicen que ha sido la propia baronesa quien ha denunciado a Arnau», aseguró alguien.

Pero Joan no pasó por las tierras de Arnau. Desde que inició el regreso no cruzó palabra con el oficial ni con ninguno de los hombres que formaban la comitiva, ni siquiera con el escribano. Sin embargo no pudo dejar de oír.

– Parece ser que lo han detenido por hereje -dijo uno de los soldados lo suficientemente alto para que Joan pudiera oírlo.

– ¿El hermano de un inquisidor? -añadió otro a gritos.

– Nicolau Eimeric logrará que confiese todo lo que lleva dentro -intervino entonces el oficial.

Joan recordó a Nicolau Eimeric. ¿Cuántas veces lo había felicitado por su labor como inquisidor?

– Hay que combatir la herejía, fra Joan… Hay que buscar el pecado bajo la apariencia de bondad de la gente; en su alcoba, en sus hijos, en sus esposos.

Y él lo había hecho. «No hay que dudar en torturarlos para que confiesen.» Y él también lo había hecho, sin descanso. ¿Qué tortura le habría aplicado a Arnau para que se confesase hereje?

Joan apresuró el paso. El sucio y ajado hábito negro caía a plomo sobre sus piernas.


– Por su culpa me veo en esta situación -comentó Genis Puig sin dejar de andar de un lado a otro de la estancia-.Yo, que disfruté…

– De dinero, de mujeres, de poder -lo interrumpió el barón.

Pero el paseante no hizo caso del barón.

– Mis padres y mi hermano murieron como simples payeses, hambrientos, atacados por enfermedades que sólo se ceban en los pobres, y yo…

– Un simple caballero sin huestes que aportar al rey -añadió cansinamente el barón terminando la mil veces repetida frase.

Genis Puig se detuvo frente a Jaume, el hijo de Llorenç de Bellera.

– ¿Te parece gracioso?

El señor de Bellera no se movió del sillón desde el que había seguido la ronda de Genis por la torre del homenaje del castillo de Navarcles.

– Sí -le contestó al cabo de unos instantes-, más que gracioso. Tus motivos para odiar a Arnau Estanyol me parecen grotescos comparados con los míos.

Jaume de Bellera dirigió su mirada hacia lo alto de la torre.

– ¿Quieres dejar de dar vueltas de una vez?

– ¿Cuánto más tardará tu oficial? -preguntó Genis sin cesar de pasear por la torre.

Ambos esperaban la confirmación de las noticias que Margarida Puig había insinuado en una misiva previa. Genis Puig, desde Navarcles, había convencido a su hermana para que poco a poco, durante las muchas horas que Elionor pasaba sola en la que fue la casa familiar de los Puig, se ganara la confianza de la baronesa. No le costó mucho: Elionor necesitaba una confidente que odiara a su marido tanto como ella misma. Fue Margarida quien, de manera insidiosa, informó a Elionor de adonde se dirigía el barón. Fue Margarida la que inventó el adulterio de Arnau con Raquel. Ahora, en cuanto Arnau Estanyol fuera detenido por relacionarse con una judía, Jaume de Bellera y Genis Puig darían el paso que tenían previsto.

– La Inquisición ha detenido a Arnau Estanyol -confirmó el oficial tan pronto como entró en la torre del homenaje.

– Entonces Margarida tenía ra… -saltó Genis.

– Calla -le ordenó el señor de Bellera desde su sillón-.

Continúa.

– Lo detuvieron hace tres días, mientras impartía justicia en el tribunal del consulado.

– ¿De qué se le acusa? -preguntó el barón.

– No está muy claro; hay quien dice que de herejía, otros sostienen que por judaizante y otros por mantener relaciones con una judía. Todavía no lo han juzgado; está encerrado en las mazmorras del palacio episcopal. Media ciudad está a favor y media en contra, pero todos hacen cola ante su mesa de cambio para que les reintegren sus depósitos. Los he visto. La gente se pelea por recuperar su dinero.

– ¿Pagan? -intervino Genis.

– De momento, sí, pero todos saben que Arnau Estanyol ha prestado mucho dinero a gente sin recursos, y si no puede recuperar esos préstamos… Por eso la gente se pelea: dudan que la solvencia del cambista pueda sostenerse. Hay un gran revuelo.

Jaume de Bellera y Genis Puig intercambiaron una mirada.

– Empieza la caída -comentó el caballero.

– ¡Busca a la puta que me amamantó -ordenó el barón al oficial-, y enciérrala en las mazmorras del castillo!

Genis Puig se sumó al señor de Bellera y azuzó al oficial para que se apresurase.

– Esa endemoniada leche no era para mí -le había oído decir en multitud de ocasiones-, era para su hijo, Arnau Estanyol, y mientras él disfruta del dinero y del favor del rey, yo tengo que sufrir las consecuencias del mal que me transmitió su madre.

Jaume de Bellera había tenido que acudir al obispo para que la epilepsia que padecía no fuera considerada un mal del demonio. Sin embargo, la Inquisición no dudaría de que Francesca estaba endemoniada.


– Quisiera ver a mi hermano -le soltó Joan a Nicolau Eime-ric nada más presentarse en el palacio del obispo.

El inquisidor general entrecerró sus ojillos.

– Debes conseguir que confiese su culpa y que se arrepienta.

– ¿De qué se le acusa?

Nicolau Eimeric dio un respingo tras la mesa en la que le había recibido.

– ¿Pretendes que te diga de qué se le acusa? Eres un gran inquisidor pero… ¿acaso intentas ayudar a tu hermano? -Joan bajó la mirada-. Sólo puedo decirte que se trata de un tema muy serio. Te permitiré visitarlo siempre y cuando te comprometas a que el objetivo de tus visitas sea el de conseguir la confesión de Arnau.

¡Diez latigazos! Quince, veinticinco… ¿Cuántas veces había repetido aquella orden en los últimos años? «¡Hasta que confiese!», ordenaba al oficial que lo acompañaba.Y ahora…, ahora le pedían que obtuviera la confesión de su propio hermano. ¿Cómo iba a conseguirlo? Joan quiso contestar pero su intento se quedó en un simple movimiento de manos.

– Es tu obligación -le recordó Eimeric.

– Es mi hermano. Es lo único que tengo…

– Tienes a la Iglesia. Nos tienes a todos nosotros, tus hermanos en la fe cristiana. -El inquisidor general dejó transcurrir unos segundos-. Fra Joan, he esperado porque sabía que vendrías. Si no asumes ese compromiso, tendré que encargarme personalmente.


No pudo reprimir una mueca de disgusto cuando el hedor de las mazmorras del palacio episcopal golpeó sus sentidos. Mientras recorría el pasillo que le llevaría hasta Arnau, Joan oyó el goteo del agua que se filtraba por las paredes y el correteo de las ratas a su paso. Notó cómo una de ellas escapaba entre sus tobillos. Se estremeció, igual que lo había hecho ante la amenaza de Nicolau Eimeric: «… tendré que encargarme personalmente». ¿Qué falta habría cometido Arnau? ¿Cómo iba a decirle que él, su propio hermano, se había comprometido…?

El alguacil abrió la puerta de la mazmorra y una gran estancia oscura y maloliente se abrió ante Joan. Algunas sombras se movieron y el tintineo de las cadenas que las tenían sujetas a las paredes rechinó en los oídos del dominico. Éste sintió que su estómago se rebelaba contra aquella miseria y la bilis subió hasta su boca. «Allí», le dijo el alguacil señalándole una sombra encogida en un rincón, y sin esperar respuesta salió de la mazmorra. El ruido de la puerta a sus espaldas lo sobresaltó. Joan permaneció en pie, en la entrada de la estancia, envuelto en la penumbra; una única ventana enrejada, en lo alto de la pared, permitía la entrada de tenues rayos de luz. Las cadenas empezaron a sonar tras la salida del alguacil; más de una docena de sombras se movieron. ¿Estaban tranquilos porque no habían venido a por ellos o quizá desesperados por la misma razón?, pensó Joan a la vez que empezaba a verse acosado por lamentos y gemidos. Se acercó a una de las sombras, la que creía que le había señalado el alguacil, pero cuando se acuclilló ante ella, el rostro llagado y desdentado de una anciana se volvió hacia él.

Cayó hacia atrás; la anciana lo miró durante unos segundos y volvió a esconder su desdicha en la oscuridad.

– ¿Arnau? -siseó Joan todavía desde el suelo. Luego, lo repitió en voz alta, rompiendo el silencio que había obtenido por respuesta.

– ¿Joan?

Se apresuró hacia la voz que le marcaba el camino. Volvió a acuclillarse ante otra sombra, cogió la cabeza de su hermano con ambas manos y la atrajo hacia su pecho.

– ¡Virgen Santa! ¿Qué…? ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? -Joan empezó a palpar a Arnau; el cabello áspero, los pómulos que empezaban a sobresalir-. ¿No te dan de comer?

– Sí -contestó Arnau-, un mendrugo y agua.

Cuando Joan tocó las argollas de sus tobillos apartó las manos con rapidez.

– ¿Podrás hacer algo por mí? -lo interrumpió Arnau. Joan calló-.Tú eres uno de ellos. Siempre me has comentado lo que te aprecia el inquisidor. Esto es insoportable, Joan. No sé cuántos días llevo aquí dentro.Te estaba esperando…

– He venido en cuanto he podido.

– ¿Has hablado ya con el inquisidor?

– Sí. -Pese a la oscuridad Joan intentó esconder la mirada.

Los dos hermanos guardaron silencio.

– ¿Y? -preguntó al fin Arnau.

– ¿Qué es lo que has hecho, Arnau?

La mano de Arnau se crispó en el brazo de Joan.

– ¿Cómo puedes pensar…?

– Necesito saberlo, Arnau. Necesito saber de qué se te acusa para poder ayudarte. Bien sabes que la denuncia es secreta; Nicolau no ha querido decírmela.

– Entonces, ¿de qué habéis hablado?

– De nada -contestó Joan-. No he querido hablar de nada con él hasta poder verte. Necesito saber por dónde puede ir la acusación para convencer a Nicolau.

– Pregúntaselo a Elionor. -Arnau volvió a ver a su mujer señalándolo entre las llamas que quemaban el cuerpo de un inocente-. Hasdai ha muerto -dijo.

– ¿Elionor?

– ¿Te extraña?

Joan perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en Arnau.

– ¿Qué te pasa, Joan? -le preguntó su hermano haciendo un esfuerzo para que no cayese.

– Este sitio…Verte así… Creo que me estoy mareando.

– Vete de aquí -lo instó Arnau-. Me serás más útil fuera que aquí tratando de consolarme.

Joan se levantó. Las piernas le flaqueaban.

– Sí. Creo que sí.

Llamó al alguacil y abandonó la mazmorra. Recorrió el pasillo precedido por el obeso vigilante. Tenía algunas monedas.

– Toma -le dijo. El hombre se limitó a guardarse los dineros-. Mañana tendrás más si tratas bien a mi hermano. -La única respuesta fue el correteo de las ratas a su paso-. ¿Me has oído? -insistió. Sólo se oyó un gruñido que reverberó por el túnel de las mazmorras hasta acallar a las ratas.


Necesitaba dinero. Nada más salir del palacio del obispo, Joan se dirigió hacia la mesa de cambio de Arnau, donde se encontró con una multitud que se apelotonaba en la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous, frente al pequeño edificio desde el que Arnau había dirigido sus negocios. Joan retrocedió.

– ¡Ahí está su hermano! -gritó alguien.

Varias personas se abalanzaron sobre él. Joan hizo un amago de escapar pero cambió de parecer al ver que la gente se paraba a algunos pasos de él. ¿Cómo iban a atacar a un dominico? Se ir-guió cuanto pudo y reanudó su camino.

– ¿Qué pasa con tu hermano, fraile? -le preguntó alguien cuando Joan pasó junto a él.

Éste se encaró a un hombre que le sacaba una cabeza.

– Mi nombre es fra Joan, inquisidor del Santo Oficio -alzó la voz al mencionar su cargo-. Puedes dirigirte a mí como señor inquisidor.

Joan miró hacia arriba, directamente a los ojos del hombre. «¿Y cuáles son tus pecados?», le preguntó en silencio. El hombre retrocedió un par de pasos. Joan volvió a encaminarse hacia la mesa de cambio y la gente fue abriéndole paso.

– ¡Soy fra Joan, inquisidor del Santo Oficio! -tuvo que volver a gritar ante las puertas cerradas del establecimiento.

Tres oficiales de Arnau lo recibieron. El interior estaba revuelto; los libros estaban esparcidos sobre el tapete rojo, arrugado, que cubría la larga mesa de su hermano. Si Arnau lo viese…

– Necesito dinero -les dijo. Los tres mostraron incredulidad.

– Nosotros también -contestó el mayor, llamado Remigi, que había sustituido a Guillem.

– ¿Qué dices?

– Que no hay un solo sueldo, fra Joan. -Remigi se acercó a la mesa para volcar varios cofres-. Ni uno, fra Joan.

– ¿No tiene dinero mi hermano?

– En efectivo no. ¿Qué creéis que hace toda esa gente ahí fuera? Quieren su dinero. Llevamos varios días de acoso. Arnau sigue siendo muy rico -trató de tranquilizarlo el oficial-, pero todo está invertido, en préstamos, en comandas, en negocios en marcha…

– ¿Y no podéis exigir la devolución de los préstamos?

– El mayor deudor es el rey y ya sabéis que las arcas de su majestad…

– ¿No hay nadie más que le adeude dinero a Arnau?

– Sí. Hay mucha gente, pero son préstamos que no han vencido, y los que lo han hecho…; ya sabéis que Arnau prestaba mucho dinero a gente humilde. No pueden devolverlo. Aun así, cuando se han enterado de la situación de Arnau, muchos de ellos han venido y han pagado parte de lo que debían, lo poco que tienen, pero su gesto no es más que eso. No podemos cubrir la devolución de los depósitos.

Joan se volvió hacia la puerta y la señaló.

– Y ellos, ¿por qué pueden exigir su dinero?

– De hecho, no pueden. Todos depositaron su dinero para que Arnau negociase con él, pero el dinero es cobarde y la Inquisición… Joan le hizo un gesto para que olvidase su hábito negro. El gruñido del alguacil volvió a resonar en sus oídos. -Necesito dinero -pensó en voz alta. -Ya os he dicho que no lo hay -oyó de boca de Remigi. -Pues yo lo necesito -reiteró Joan-, Arnau lo necesita. «Arnau lo necesita y sobre todo -pensó Joan volviéndose de nuevo hacia la puerta-, necesita tranquilidad. Este escándalo sólo puede perjudicarlo. La gente pensará que está arruinado y entonces nadie querrá saber nada de él… Necesitaremos apoyos.»

– ¿No se puede hacer nada para calmar a esa gente? ¿No podemos vender nada?

– Podríamos ceder algunas comandas. Agrupar a los depositarios por comandas en las que no esté Arnau -contestó Remigi-. Pero sin su autorización…

– ¿Te sirve la mía? El oficial miró a Joan. -Es necesario, Remigi.

– Supongo que sí -cedió el empleado al cabo de unos instantes-; en realidad no perderíamos dinero. Únicamente permutaríamos negocios: ellos se quedarían con unos y nosotros con otros. Sin Arnau de por medio, se tranquilizarían…, pero tendréis que darme la autorización por escrito.

Joan firmó el documento que le preparó Remigi. -Consigue efectivo para mañana a primera hora -le dijo mientras lo rubricaba-. Necesitamos efectivo -insistió ante la mirada del oficial-; vende algo a bajo precio si es necesario, pero necesitamos ese dinero.

Tan pronto como Joan abandonó la mesa de cambio y acalló de nuevo a los acreedores, Remigi empezó a agrupar las comandas. Ese mismo día, el último barco que zarpó del puerto de Barcelona llevaba instrucciones para los corresponsales de Arnau a lo largo del Mediterráneo. Remigi actuó con rapidez; al día siguiente serían los satisfechos acreedores quienes empezarían a propagar la nueva situación de los negocios de Arnau.

48

Por primera vez en casi una semana, Arnau bebió agua fresca y comió algo que no fuera un mendrugo. El alguacil lo obligó a levantarse empujándolo con el pie y baldeó su sitio. «Mejor agua que excrementos», pensó Arnau. Durante unos segundos sólo se oyó el ruido del agua sobre el suelo y la ronca respiración del obeso alguacil; hasta la anciana que se había rendido a la muerte y tenía el rostro permanentemente escondido entre harapos, levantó la vista hacia la figura de Arnau.

– Deja el cubo -le ordenó el bastaix al alguacil cuando éste se aprestaba a irse.

Arnau había visto cómo maltrataba a los presos por el simple hecho de sostenerle la mirada. El alguacil se volvió con el brazo extendido pero se detuvo justo antes de impactar en el cuerpo de Arnau, que permanecía inmóvil ante el embate; entonces escupió y dejó caer el cubo al suelo. Antes de salir pateó a una de las sombras que los observaban.

Cuando la tierra absorbió el agua, Arnau volvió a sentarse. Fuera se oyó el repiqueteo de una campana. Los tenues rayos de sol que lograban filtrarse por la ventana, a ras de suelo en el exterior, y el sonido de las campanas eran su único vínculo con el mundo. Arnau alzó la vista hacia la pequeña ventana y aguzó el oído. Santa María estaba inundada de luz pero todavía no tenía campanas; sin embargo, el ruido de los cinceles contra las piedras, el martilleo sobre las maderas y los gritos de los operarios podían oírse a bastante distancia de la iglesia. Cuando el eco de alguno de aquellos ruidos entraba en la mazmorra, ¡Dios!, la luz y el sonido lo envolvían y lo llevaban en volandas junto al espíritu de quienes trabajaban entregados a la Virgen de la Mar. Arnau volvió a sentir en sus espaldas el peso de la primera piedra que llevó a Santa María. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Sólo era un niño, un niño que encontró en la Virgen a la madre que nunca conoció…

Al menos, se dijo Arnau, había podido salvar a Raquel del terrible destino al que parecía sentenciada. Tan pronto como vio a Elionor y a Margarida Puig señalándolos a ambos, Arnau se ocupó de que Raquel y su familia huyeran de la judería. Ni él mismo sabía adonde…

– Quiero que vayas a buscar a Mar -le dijo a Joan cuando éste volvió a visitarlo.

El fraile se quedó parado, todavía a un par de pasos de su hermano.

– ¿Me has oído, Joan? -Arnau se levantó para acercarse pero las cadenas tiraron de sus piernas. Joan seguía quieto en el mismo sitio-. Joan, ¿me has oído?

– Sí…, sí…, te he oído. -Joan se acercó a Arnau para abrazarlo-. Pero… -empezó a decirle.

– Necesito verla, Joan. -Arnau agarró los hombros del fraile impidiéndole el abrazo y lo zarandeó con suavidad-. No quiero morir sin volver a hablar con ella…

– ¡Por Dios! No digas…

– Sí, Joan. Podría morir aquí mismo, solo, con una docena de desahuciados por testigos. No quisiera morir sin haber tenido la oportunidad de ver a Mar. Es algo…

– Pero ¿qué quieres decirle? ¿Qué puede ser tan importante?

– Su perdón, Joan, necesito su perdón… y decirle que la quiero. -Joan intentó zafarse de las manos de su hermano, pero Arnau se lo impidió-. Tú me conoces, tú eres un hombre de Dios. Sabes que nunca he hecho daño a nadie, excepto a esa… niña.

Joan consiguió liberar sus hombros… y cayó de rodillas frente a su hermano.

– ¡No fuis…! -empezó a decir.

– Sólo te tengo a ti, Joan -lo interrumpió Arnau arrodillándose también-.Tienes que ayudarme. Nunca me has fallado. No puedes hacerlo ahora. ¡Eres lo único que tengo, Joan!

Joan se mantuvo en silencio.

– ¿Y su esposo? -se le ocurrió preguntar-; puede que no permita…

– Murió -le contestó Arnau-. Lo averigüé cuando dejó de pagar los intereses de un préstamo barato. Falleció a las órdenes del rey, en la defensa de Calatayud.

– Pero… -intentó de nuevo Joan.

– Joan… Estoy atado a mi esposa, atado por un juramento que hice y que me impedirá unirme con Mar mientras ella viva… Pero necesito verla. Necesito contarle mis sentimientos, aunque no podamos estar juntos…-Arnau recobró poco a poco la serenidad. Había otro favor que quería pedirle a su hermano-. Pásate por la mesa de cambios. Quiero saber cómo va todo.

Joan suspiró. Aquella misma mañana, cuando acudió a la mesa de cambios, Remigi le entregó una bolsa con dinero.

– No ha sido un buen negocio -oyó de boca del oficial.

Nada era un buen negocio. Tras dejar a Arnau habiéndole prometido que iría en busca de la muchacha, Joan pagó al alguacil en la misma puerta de la mazmorra.

– Me ha pedido un cubo.

¿Qué valía un cubo para que Arnau…? Joan depositó otra moneda.

– Quiero ese cubo limpio en todo momento. -El alguacil se guardó los dineros y se volvió para enfilar el pasillo-. Hay un preso muerto ahí dentro -añadió Joan.

El alguacil se limitó a encogerse de hombros.


Ni siquiera salió del palacio episcopal.Tras dejar las mazmorras, fue en busca de Nicolau Eimeric. Conocía aquellos pasillos. ¿Cuántas veces los había recorrido en su juventud, orgulloso de sus responsabilidades? Ahora eran otros jóvenes los que se movían por ellos, unos pulcros sacerdotes que no se escondían para observarle con cierta extrañeza.

– ¿Ha confesado?

Le había prometido ir en busca de Mar.

– ¿Ha confesado? -repitió el inquisidor general.

Joan había pasado la noche en vela preparando aquella conversación, pero nada de lo que había pensado acudió en su ayuda.

– Si lo hiciera, ¿qué condena…?

– Ya te dije que era muy grave.

– Mi hermano es muy rico.

Joan aguantó la mirada de Nicolau Eimeric.

– ¿Estás pretendiendo comprar al Santo Oficio, tú, un inquisidor?

– Las multas están admitidas como condenas usuales. Estoy seguro de que si le propusiese una multa a Arnau…

– Bien sabes que depende de la gravedad del delito. La denuncia que se ha hecho contra él…

– Elionor no puede denunciarlo por nada -lo interrumpió Joan.

El inquisidor general se levantó de la silla y se encaró a Joan con las manos apoyadas en la mesa.

– Entonces -dijo levantando la voz-, los dos sabéis que ha sido la pupila del rey quien ha formulado la denuncia. Su propia esposa, ¡la pupila del rey! ¿Cómo ibais a imaginar que ha sido ella si tu hermano no tuviera nada que esconder? ¿Qué hombre desconfía de su propia esposa? ¿Por qué no de un rival comercial, de un empleado o de un simple vecino? ¿A cuánta gente ha condenado Arnau como cónsul de la Mar? ¿Por qué no podría haber sido alguno de ellos? Contesta, fra Joan, ¿por qué la baronesa? ¿Qué pecado esconde tu hermano para saber que ha sido ella?

Joan se encogió en su silla. ¿Cuántas veces había utilizado él el mismo procedimiento? ¿Cuántas veces había agarrado las palabras al vuelo para…? ¿Por qué Arnau sabía que había sido Elionor? ¿Podría ser que realmente…?

– No ha sido Arnau quien ha señalado a su esposa -mintió Joan-.Yo lo sé.

Nicolau Eimeric elevó ambas manos al cielo.

– ¿Tú lo sabes? Y ¿por qué lo sabes, fra Joan?

– Lo odia… ¡No…! -trató de rectificar, pero Nicolau ya se le había echado encima.

– Y ¿por qué? -gritó el inquisidor-. ¿Por qué la pupila del rey odia a su esposo? ¿Por qué una buena mujer, cristiana, temerosa de Dios, puede llegar a odiar a su esposo? ¿Qué clase de mal le ha hecho ese esposo para despertar su odio? Las mujeres han nacido para servir a sus hombres; ésa es la ley, terrenal y divina. Los hombres pegan a sus mujeres y ellas no los odian por ello; los hombres encierran a sus mujeres y tampoco los odian; las mujeres trabajan para sus hombres, fornican con ellos cuando ellos quieren, deben cuidarlos y someterse a ellos, pero nada de eso crea odio. ¿Qué sabes, fra Joan?

Joan apretó los dientes. No debía hablar más. Se sentía vencido.

– Eres inquisidor. Te exijo que me digas lo que sabes -gritó Nicolau.

Joan continuó en silencio.

– No puedes amparar el pecado. Peca más quien lo calla que quien lo comete.

Infinidad de plazas de pequeños pueblos, con sus gentes empequeñeciendo ante sus diatribas empezaron a desfilar por la mente de Joan.

– Fra Joan -Nicolau escupió las palabras lentamente, señalándolo por encima de la mesa-, quiero esa confesión mañana mismo. Y reza para que no decida juzgarte a ti también. ¡Ah, fra Joan! -añadió cuando Joan ya se retiraba-, procura mudarte de hábito, ya he recibido alguna queja y ciertamente…

Nicolau hizo un gesto con una mano hacia el hábito de Joan. Cuando éste abandonó el despacho, mirando los embarrados y raídos bajos de su hábito negro, se tropezó con dos caballeros que esperaban en la antesala del inquisidor general. Junto a ellos, tres hombres armados custodiaban a dos mujeres encadenadas, una anciana y otra más joven, cuyo rostro…

– ¿Todavía estás aquí, fra Joan? -Nicolau Eimeric había salido a la puerta para recibir a los caballeros. Joan no se entretuvo más y aligeró el paso.


Jaume de Bellera y Genis Puig entraron en el despacho de Nicolau Eimeric; Francesca y Aledis, tras recibir una rápida mirada por parte del inquisidor, continuaron en la antesala.

– Nos hemos enterado -empezó a decir el señor de Bellera después de presentarse, una vez sentados en las sillas de cortesía- de que habéis detenido a Arnau Estanyol.

Genis Puig no cesaba de juguetear con las manos sobre el regazo.

– Sí -contestó secamente Nicolau-, es público.

– ¿De qué se le acusa? -saltó Genis Puig ganándose una inmediata mirada reprobatoria por parte del noble; «No hables, tú no hables hasta que el inquisidor te pregunte», le había aconsejado en repetidas ocasiones.

Nicolau se volvió hacia Genis.

– ¿Acaso no sabéis que eso es secreto?

– Os ruego disculpéis al caballero de Puig -intervino Jaume de Bellera-, pero como veréis nuestro interés es fundado. Nos consta que existe una denuncia contra Arnau Estanyol y queremos apoyarla.

El inquisidor general se irguió en su sillón. Una pupila del rey, tres sacerdotes de Santa María que habían oído blasfemar a Arnau Estanyol en la misma iglesia, a gritos, mientras discutía con su mujer, y ahora, un noble y un caballero. Pocos testimonios podían gozar de más crédito. Los instó con la mirada a que continuaran.

Jaume de Bellera entrecerró los ojos en dirección a Genis Puig; después inició la exposición que tanto había preparado.

– Creemos que Arnau Estanyol es la encarnación del diablo. -Nicolau ni se movió-. Ese hombre es hijo de un asesino y una bruja. Su padre, Bernat Estanyol, asesinó a un muchacho en el castillo de Bellera y huyó con su hijo, Arnau, al que mi padre, sabiendo quién era, tenía encerrado para que no causara mal a nadie. Fue Bernat Estanyol quien provocó la revuelta de la plaza del Blat durante el primer mal año, ¿recordáis? Allí mismo lo ejecutaron…

– Y su hijo quemó el cadáver -saltó entonces Genis Puig.

Nicolau dio un respingo. Jaume de Bellera volvió a atravesar con la mirada al entrometido.

– ¿Quemó el cadáver? -preguntó Nicolau.

– Sí, yo mismo lo vi -mintió Genis Puig recordando las palabras de su madre.

– ¿Lo denunciasteis?

– Yo… -El señor de Bellera hizo ademán de intervenir, pero Nicolau se lo impidió con un gesto-.Yo… era sólo un niño.Tuve miedo de que hiciera lo mismo conmigo.

Nicolau se llevó la mano a la barbilla para tapar con los dedos una imperceptible sonrisa. Luego, instó al señor de Bellera a continuar.

– Su madre, esa vieja de ahí fuera, es una bruja. Ahora trabaja de meretriz, pero me dio de mamar y me transmitió el mal, me endemonió con la leche que estaba destinada a su hijo. -Nicolau abrió los ojos al oír la confesión del noble. El señor de Navarcles se dio cuenta-. No os preocupéis -añadió rápidamente-, tan pronto como se manifestó el mal, mi padre me trajo a presencia del obispo. Desciendo de Llorenç y Caterina de Bellera -continuó el noble-, señores de Navarcles. Podéis comprobar que nadie en mi familia tuvo nunca el mal del diablo. ¡Sólo pudo ser la leche endemoniada!

– ¿Decís que es una meretriz?

– Sí, podéis comprobarlo; se hace llamar Francesca.

– ¿Y la otra mujer?

– Ha querido venir con ella.

– ¿Otra bruja?

– Eso queda a vuestro justo criterio.

Nicolau pensó durante unos instantes.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Sí -intervino de nuevo Genis Puig-. Arnau asesinó a mi hermano Guiamon cuando éste no quiso participar en sus ritos demoníacos. Intentó ahogarlo una noche en la playa… Después, falleció.

Nicolau volvió a fijar su atención en el caballero.

– Mi hermana Margarida puede testificarlo. Ella estaba allí. Se asustó e intentó huir cuando Arnau empezó a invocar al diablo. Ella misma os lo confirmará.

– ¿Tampoco lo denunciasteis entonces?

– Lo he sabido ahora, cuando le he dicho a mi hermana lo que pensaba hacer. Sigue aterrorizada por la posibilidad de que Arnau le haga daño; durante años ha vivido con ese miedo.

– Son unas acusaciones graves.

– Las que merece Arnau Estanyol -alegó el señor de Bellera-.Vos sabéis que ese hombre se ha dedicado a socavar la autoridad. En sus tierras, en contra de la opinión de su esposa, derogó los malos usos; aquí, en Barcelona, se dedica a prestar dinero a los humildes, y como cónsul de la Mar es bien conocida su tendencia a sentenciar a favor del pueblo. -Nicolau Eimeric escuchaba atentamente-. Durante toda su vida se ha dedicado a socavar los principios que deben regir nuestra convivencia. Dios creó a los payeses para que trabajasen la tierra sometidos a sus señores feudales. Hasta la propia Iglesia ha prohibido que sus payeses, para no perderlos, tomen los hábitos…

– En la Cataluña nueva no existen los malos usos -lo interrumpió Nicolau.

La mirada de Genis Puig iba de uno a otro.

– Eso es precisamente lo que quiero deciros. -El señor de Bellera movió las manos con violencia-. En la Cataluña nueva no hay malos usos… por interés del príncipe, por interés de Dios. Había que poblar esas tierras conquistadas a los infieles, y la única forma era atraer a la gente. El príncipe lo decidió. Pero Arnau no es más que el príncipe… del diablo.

Genis Puig sonrió al advertir que el inquisidor general asentía levemente con la cabeza.

– Presta dinero a los pobres -continuó el noble-, un dinero que sabe que no recuperará nunca. Dios creó a los ricos… y a los pobres. No puede ser que los pobres tengan dinero y casen a sus hijas como si fueran ricos; contraría el designio de Nuestro Señor. ¿Qué van a pensar esos pobres, de vosotros los eclesiásticos o de nosotros los nobles? ¿Acaso no cumplimos los preceptos de la Iglesia tratando a los pobres como lo que son? Arnau es un diablo hijo de diablos y no hace sino preparar la venida del diablo a través del descontento del pueblo. Pensadlo.

Nicolau Eimeric lo pensó. Llamó al escribano para que pusiera por escrito las denuncias del noble de Bellera y de Genis Puig, hizo llamar a Margarida Puig y ordenó el encarcelamiento de Francesca.

– ¿Y la otra? -preguntó el inquisidor al señor de Bellera-. ¿Se la acusa de algo? -Los dos hombres titubearon-. En ese caso quedará en libertad.

Francesca fue encadenada lejos de Arnau, en el extremo opuesto de la inmensa mazmorra, y Aledis arrojada a la calle.

Después de organizado todo, Nicolau se dejó caer en el sillón de su mesa. Blasfemar en el templo del Señor, mantener relaciones carnales con una judía, amigo de los judíos, asesino, prácticas diabólicas, actuar en contra de los preceptos de la Iglesia…Y todo ello sostenido por sacerdotes, nobles, caballeros… y por la pupila del rey. El inquisidor general se arrellanó en el sillón y sonrió.

«¿Tan rico es tu hermano, fra Joan? ¡Estúpido! ¿De qué multa me hablas cuando todo ese dinero pasará a manos de la Inquisición en el mismo momento en que condene a tu hermano?»


Aledis dio varios traspiés cuando los soldados la empujaron fuera del palacio del obispo. Tras recuperar el equilibrio se encontró con que varias personas la miraban. ¿Qué habían gritado los soldados? ¿Bruja? Estaba casi en el centro de la calle y la gente seguía atenta a ella. Se miró la ropa, sucia. Se mesó los cabellos, ásperos y despeinados. Un hombre bien vestido pasó por su lado mirándola con descaro. Aledis dio un zapatazo en el suelo y se lanzó sobre él gruñendo, enseñando los dientes como los perros cuando atacan. El hombre dio un salto y se alejó corriendo hasta que advirtió que Aledis no se había movido. Entonces fue la mujer quien miró a los presentes; uno a uno bajaron la vista y siguieron su camino, aunque no faltó quien de reojo se volvió hacia la bruja y vio cómo observaba a los curiosos.

¿Qué había sucedido? Los hombres del noble de Bellera irrumpieron en su casa y detuvieron a Francesca mientras la anciana descansaba sentada en una silla. Nadie dio la menor explicación. Apartaron con violencia a las muchachas cuando se revolvieron contra los soldados; todas buscaron el apoyo de Aledis, que estaba paralizada por la sorpresa. Algún cliente salió corriendo medio desnudo. Aledis se enfrentó al que parecía el oficial:

– ¿Qué significa esto? ¿Por qué detenéis a esta mujer?

– Por orden del señor de Bellera -contestó.

¡El señor de Bellera! Aledis desvió la mirada hacia Francesca, encogida entre dos soldados que la sostenían por las axilas. La anciana había empezado a temblar. ¡Bellera! Desde que Arnau derogó los malos usos en el castillo de Montbui y Francesca desveló su secreto a Aledis, las dos mujeres superaron la única barrera que hasta entonces había existido entre ellas. ¿Cuántas veces había oído de labios de Francesca la historia de Llorenç de Bellera? ¿Cuántas veces la había visto llorar al recordar aquellos instantes? Y ahora… otra vez Bellera; otra vez se la llevaban al castillo, como cuando…

Francesca seguía temblando entre los soldados.

– Dejadla -gritó Aledis a los soldados-, ¿no veis que le estáis haciendo daño? -Éstos se volvieron hacia el oficial-. Iremos voluntariamente -añadió Aledis mirándolo.

El oficial se encogió de hombros y los soldados cedieron la anciana a Aledis.

Las llevaron al castillo de Navarcles, donde las encerraron en las mazmorras. Sin embargo, no las maltrataron. Al contrario, les proporcionaron comida, agua e incluso algunos haces de paja para dormir. Ahora entendía la razón: el señor de Bellera quería que Francesca llegara en condiciones a Barcelona, donde las trasladaron al cabo de dos días, en un carro, en el más absoluto silencio. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál era el significado de todo aquello?

El vocerío la devolvió a la realidad. Absorta en sus pensamientos había bajado por la calle del Bisbe y había girado por la calle Sederes para llegar a la plaza del Blat. El claro y soleado día de primavera había congregado en la plaza a más gente de lo habitual y junto a los compradores de grano se movían decenas de curiosos. Se encontraba bajo la antigua puerta de la ciudad y se volvió cuando sintió el olor del pan del puesto que quedaba a su izquierda. El panadero la miró con recelo y Aledis recordó su aspecto. No llevaba un solo sueldo encima. Tragó la saliva que se había formado en su boca y se marchó evitando cruzar la mirada con el panadero.

Veinticinco años; veinticinco años hacía que no pisaba aquellas calles, que no miraba a sus gentes y que no respiraba los olores de la gran ciudad condal. ¿Estaría abierta todavía la Pia Almoina? Esa mañana no les habían dado de comer en el castillo y su estómago así se lo recordaba. Desanduvo el camino hecho, de nuevo hacia la catedral, junto al palacio del obispo. Su boca empezó a segregar otra vez saliva cuando se acercó a la fila de menesterosos que se apiñaban ante las puertas de la Pia Almoina. ¿Cuántas veces en su juventud había pasado por el mismo lugar sintiendo lástima por aquellos hambrientos que se veían obligados a exponerse a la ciudadanía en busca de la caridad pública?

Se sumó a ellos. Aledis bajó la cabeza para que el cabello le tapase el rostro y arrastró los pies siguiendo la fila que avanzaba hacia la comida; lo escondió todavía más cuando llegó hasta el novicio, y alargó las manos. ¿Por qué tenía que pedir limosna? Poseía una buena casa y había ahorrado dinero para vivir cómodamente toda la vida. Los hombres la seguían deseando y… pan duro de harina de haba, vino y una escudilla de sopa. Comió. Lo hizo con la misma fruición con que lo hacían todos los miserables que la rodeaban.

Cuando terminó, levantó la mirada por primera vez. Estaba rodeada de pordioseros, tullidos y ancianos que comían sin perder de vista a sus compañeros de desgracia, agarrando con fuerza el mendrugo y la escudilla. ¿Qué razón la había podido llevar hasta allí? ¿Por qué habían detenido a Francesca en el palacio del obispo? Aledis se levantó. Una mujer rubia, vestida de rojo brillante, que caminaba hacia la catedral, llamó su atención. Una noble… ¿sola? Pero si no era una noble, con ese vestido sólo podía ser una… ¡Teresa! Aledis corrió hacia la muchacha.

– Nos turnamos frente al castillo para saber qué os sucedía -le dijo Teresa una vez que se hubieron abrazado-. No nos fue difícil convencer a los soldados de la puerta para que nos tuvieran al tanto.-La muchacha guiñó uno de sus preciosos ojos azules-. Cuando se os llevaron y los soldados nos dijeron que os traían a Barcelona, tuvimos que encontrar un medio para venir; por eso hemos tardado tanto… ¿Y Francesca?

– Detenida en el palacio del obispo.

– ¿Por qué?

Aledis se encogió de hombros. Cuando las separaron y le ordenaron que se marchara, intentó que soldados o sacerdotes le dieran un motivo. «A las mazmorras con la vieja», había logrado oír. Pero nadie le contestó y la apartaron de su camino a empujones. La insistencia por conocer las razones de la detención de Francesca le costó que un joven fraile a quien había agarrado del hábito llamase a la guardia. La echaron a la calle al grito de bruja.

– ¿Cuántas habéis venido?

– Eulàlia y yo.

Un brillante traje verde corría hacia ellas.

– ¿Habéis traído dinero?

– Sí, claro…

– ¿Y Francesca? -preguntó Eulàlia al llegar junto a Aledis.

– Detenida -repitió ésta. Eulàlia hizo amago de preguntar pero Aledis la hizo callar con un gesto-. No sé por qué. -Aledis miró a las jóvenes… ¿Qué no podrían conseguir ellas?-. No sé por qué está detenida -repitió-, pero lo sabremos; ¿no es cierto, chicas?

Ambas le contestaron con una picara sonrisa.


Joan arrastró el barro de los bajos de su hábito negro por toda Barcelona. Su hermano le había pedido que fuese en busca de Mar. ¿Cómo iba a presentarse ante ella? Después había intentado llegar a un pacto con Eimeric y en lugar de ello, como uno de aquellos vulgares villanos a los que él condenaba, había caído en sus engaños y le había proporcionado mayores indicios de culpabilidad. ¿Qué podía haber denunciado Elionor? Por un momento pensó en visitar a su cuñada, pero el solo recuerdo de la sonrisa que le dirigió en casa de Felip de Ponts lo hizo desistir. Si había denunciado a su propio esposo, ¿qué iba a decirle a él?

Bajó por la calle de la Mar hasta Santa María. El templo de Arnau. Joan se detuvo y lo contempló. Todavía rodeada de anda-mios de madera, por los que los albañiles se movían sin descanso, Santa María ya mostraba lo que sería su orgullosa fábrica. Todos los muros exteriores, con sus contrafuertes, estaban terminados, al igual que el ábside y dos de las cuatro bóvedas de la nave central; las nervaduras de la tercera bóveda, cuya piedra de clave había sido pagada por el rey para que se cincelase en ella la figura ecuestre de su padre, el rey Alfonso, se empezaban a elevar en un arco perfecto, soportadas por complicados andamiajes, a la espera de que la piedra de clave equilibrase los esfuerzos y el arco se mantuviese por sí solo. Únicamente faltaban las dos últimas bóvedas principales y Santa María estaría cubierta del todo.

¿Cómo no enamorarse de aquella iglesia? Joan recordó al padre Albert y la primera vez que Arnau y él habían pisado Santa María. ¡Ni siquiera sabía rezar! Años más tarde, mientras él aprendía a rezar, a leer y a escribir, su hermano acarreaba piedras hasta allí mismo. Joan recordó las sangrantes llagas con las que Arnau apareció durante los primeros días, y sin embargo… sonreía. Observó a los maestros de obras de los diferentes oficios que se afanaban en las jambas y arquivoltas de la fachada principal, en su estatuaria, en sus puertas remachadas, en la tracería, distinta en cada una de sus puertas, en las verjas de hierro forjado y en las gárgolas con todo tipo de figuras alegóricas, en los capiteles de las columnas y en las vidrieras, sobre todo en las vidrieras, esas obras de arte llamadas a filtrar la mágica luz del Mediterráneo para juguetear, hora a hora, casi minuto a minuto, con las formas y los colores del interior del templo.

En el imponente rosetón de la fachada principal ya podía vislumbrarse su futura composición: en su centro, un pequeño rosetón polibulado desde cuyo diámetro partían, como flechas caprichosas, como un sol de piedra concienzudamente labrado, los maineles destinados a dividir el rosetón principal; tras éstos, las narices de tracería daban paso a una fila de trilóbulos en forma ojival y, después de ello, otra fila de cuatrilóbulos, éstos redondeados, que cerraban definitivamente el gran rosetón. Entre toda esa tracería, igual a la que decoraba los estrechos ventanales de la fachada, se irían incrustando las vidrieras emplomadas; de momento, sin embargo, el rosetón aparecía como una inmensa tela de araña, de piedra finamente labrada, a la espera de que los maestros vidrieros acudieran a rellenar los huecos.

«Les queda mucho por hacer», pensó Joan ante la visión del centenar de hombres que trabajaban entregados a la ilusión de todo un pueblo. En aquel momento llegó un bastaix cargado con una enorme piedra. El sudor corría desde su frente hasta sus pantorri-llas y todos sus músculos se dibujaban, tensos, vibrando al ritmo de los pasos que le acercaban a la iglesia. Pero sonreía; lo hacía igual que lo había hecho su hermano. Joan no pudo apartar la mirada del bastaix. Desde los andamios, los albañiles dejaron cuanto estaban haciendo y se asomaron para ver la llegada de las piedras que más tarde deberían trabajar. Tras el primer bastaix apareció otro, y otro, y otro más, todos encorvados. El ruido del cincel contra las piedras se rindió ante los humildes trabajadores de la ribera de Barcelona y durante unos instantes Santa María entera quedó hechizada. Un albañil rompió el silencio desde lo alto del templo. Su grito de ánimo rasgó el aire, reverberó en las piedras y penetró en el interior de cuantos presenciaban la escena.

«Ánimo», susurró Joan sumándose al clamor que se había desatado. Los bastaixos sonreían, y cada vez que uno descargaba una piedra, el griterío aumentaba. Después, alguien les ofrecía agua, y los bastaixos alzaban los botijos sobre la cabeza dejando que ésta resbalase por su rostro antes de bebería. Joan se vio a sí mismo en la playa, persiguiendo a los bastaixos con el pellejo de Bernat. Luego levantó la vista al cielo. Debía ir a por ella: si ésa era la penitencia que le imponía el Señor, iría en busca de la muchacha y le confesaría la verdad. Rodeó Santa María hasta la plaza del Born, el Pla d'en Llull y el convento de Santa Clara para abandonar Barcelona por el portal de San Daniel.


No le fue difícil a Aledis encontrar al señor de Bellera y a Genis Puig. Aparte de la alhóndiga, destinada a los comerciantes que llegaban a Barcelona, la ciudad condal contaba tan sólo con cinco hostales. Ordenó a Teresa y Eulàlia que se escondiesen en el camino que llevaba a Montjuïc hasta que ella fuera a buscarlas. Aledis permaneció en silencio mientras veía cómo se iban, con los recuerdos azuzando sus sentimientos…

Cuando perdió de vista el refulgir de los trajes de sus muchachas, inició la busca. Primero el hostal del Bou, muy cerca del palacio del obispo, junto a la plaza Nova. El marmitón la despidió de malos modos cuando se presentó por la parte trasera y le preguntó por el señor de Bellera. En el hostal de la Massa, en Portaferrissa, también cerca del palacio del obispo, una mujer que amasaba harina en la parte trasera le dijo que allí no se hospedaban aquellos señores; entonces Aledis se dirigió al hostal del Estanyer, junto a la plaza de la Llana. En él, otro muchacho, muy descarado, miró a la mujer de arriba abajo.

– ¿Quién se interesa por el señor de Bellera? -preguntó.

– Mi señora -contestó Aledis-; ha venido siguiéndole desde Navarcles.

El muchacho, alto y delgado como un palo, fijó la mirada en los pechos de la meretriz. Después, alargó la mano derecha y sopesó uno.

– ¿Qué interés tiene tu señora en ese noble?

Aledis aguantó sin moverse, esforzándose por esconder una sonrisa.

– No me corresponde a mí saberlo. -El muchacho empezó a manosear con fuerza. Aledis se acercó a él y le rozó la entrepierna con la mano. El muchacho se encogió al contacto-. Sin embargo -dijo ella arrastrando las palabras-, si están aquí, quizá yo tenga que dormir esta noche en el huerto mientras mi señora…

Aledis acaricio la entrepierna del joven.

– Esta misma mañana -balbuceó el chico-, han venido dos caballeros en busca de alojamiento.

Esta vez sí sonrió. Por un momento pensó en separarse del muchacho pero… ¿por qué no? Hacía tanto tiempo que no tenía sobre sí un cuerpo joven, inexperto, movido sólo por la pasión…

Aledis lo empujó hasta un pequeño cobertizo. La primera vez, el muchacho ni siquiera tuvo tiempo de bajarse los calzones, pero a partir de ahí, la mujer esquilmó todo el ímpetu del caprichoso objeto de su deseo.

Cuando Aledis se levantó para vestirse, el muchacho quedó tendido en el suelo, jadeando y con la mirada perdida en algún lugar del techo del cobertizo.

– Si vuelves a verme -le dijo ella-, sea como sea, no me conoces, ¿entiendes?

Aledis tuvo que insistir dos veces hasta que el chico se lo prometió.


– Vosotras seréis mis hijas -les dijo a Teresa y Eulàlia tras entregarles la ropa que acababa de comprar-. He enviudado hace poco y estamos de paso hacia Gerona, donde esperamos que nos acoja un hermano mío. No tenemos recursos.Vuestro padre era un simple oficial… curtidor de Tarragona.

– Pues para acabar de enviudar y haberte quedado sin recursos, estás muy sonriente -soltó Eulàlia mientras se desprendía del traje verde y hacía una simpática mueca en dirección a Teresa.

– Cierto -confirmó ésta-, deberías evitar esa expresión de satisfacción. Más bien parece que acabes de conocer…

– No os preocupéis -las interrumpió Aledis-; cuando sea menester aparentaré el dolor que corresponde a una viuda reciente.

– Y hasta que sea menester -insistió Teresa-, ¿no podrías olvidarte de la viuda y contarnos a qué se debe esa alegría?

Las dos muchachas se rieron. Escondidas entre la maleza de la falda de la montaña de Montjuïc, Aledis no pudo dejar de observar sus cuerpos desnudos, perfectos, sensuales… Juventud. Por un momento se recordó a sí misma, allí mismo, hacía muchos años…

– ¡Ah! -exclamó Eulàlia-, esto… araña.

Aledis volvió a la realidad y vio a Eulàlia vestida con una camisa larga y descolorida que le llegaba hasta los tobillos.

– Las huérfanas de un oficial curtidor no visten de seda.

– Pero… ¿esto? -se quejó Eulàlia tirando con dos dedos de la camisa.

– Eso es lo normal -insistió Aledis-. De todas formas las dos os habéis olvidado de esto.

Aledis les mostró dos tiras de ropa descoloridas y tan bastas como las camisas. Se acercaron a cogerlas.

– ¿Qué es…? -preguntó Teresa.

– Alfardas, y sirven para…

– No. No pretenderás…

– Las mujeres decentes se tapan los pechos. -Ambas intentaron protestar-. Primero los pechos -ordenó Aledis-, después las camisas y encima las gonelas, y dad gracias -añadió ante la mirada de las chicas- que os he comprado camisas y no cilicios. Quizá os convendría hacer algo de penitencia.

Las tres tuvieron que ayudarse entre sí para ponerse las alfardas.

– Creía que lo que pretendías era que sedujésemos a dos nobles -le dijo Eulàlia mientras Aledis tiraba de la alfarda sobre sus abundantes senos-; no veo cómo con esto…

– Tú déjame hacer a mí -le contestó Aledis-. Las gonelas son… casi blancas, símbolo de virginidad. Esos dos canallas no dejarán pasar la oportunidad de yacer con dos vírgenes. No sabéis nada de hombres -insistió Aledis mientras terminaban de vestirse-, no os mostréis coquetas ni osadas. Negaos en todo momento. Rechazadlos cuantas veces sea necesario.

– ¿Y si los rechazamos tanto que desisten? Aledis alzó las cejas al mirar a Teresa.

– Ingenua -le dijo sonriendo-. Lo único que tenéis que conseguir es que beban. El vino hará el resto. Mientras permanezcáis con ellos no desistirán. Os lo aseguro. Por otra parte, tened en cuenta que Francesca ha sido detenida por la Iglesia, no por orden del veguer o del baile. Dirigid vuestra conversación hacia temas religiosos…

Las dos la miraron con sorpresa.

– ¿Religiosos? -exclamaron al unísono.

– Entiendo que no sepáis mucho de eso -asumió Aledis-. Echadle imaginación. Creo que tiene algo que ver con la brujería… Cuando me expulsaron del palacio lo hicieron al grito de bruja.

Al cabo de unas horas, los soldados que vigilaban la puerta de Trentaclaus franquearon el acceso a la ciudad a una mujer vestida de negro, con el cabello recogido en un moño, y a sus dos hijas casi de blanco, con el pelo recatadamente recogido, calzadas con vulgares esparteñas, sin afeites y sin perfumes, y que andaban cabizbajas detrás de la de negro, con la vista fija en sus talones, como les había ordenado Aledis.

49

La puerta de la mazmorra se abrió de repente. No era la hora habitual; el sol todavía no había bajado lo suficiente y la luz pugnaba por colarse a través de la pequeña ventana enrejada, pero la miseria que flotaba en el ambiente parecía dispuesta a impedírselo, y la luz se amalgamaba con el polvo y los efluvios de los presos. No era la hora habitual y todas las sombras se movieron. Arnau oyó el ruido de las cadenas, que cesó tan pronto como el alguacil entró con un nuevo preso; no venían en busca de ninguno de ellos. Otro… otra más, se corrigió Arnau a la vista del perfil de una anciana en el umbral de la puerta. ¿Qué pecado habría cometido aquella pobre mujer?

El alguacil empujó a la nueva víctima al interior de la mazmorra. La mujer cayó al suelo.

– ¡Levanta, bruja! -resonó en la mazmorra. Pero la bruja no se movió. El alguacil propinó dos patadas al bulto que yacía a sus pies. El eco de aquellos dos golpes sordos vibró durante unos segundos eternos-. ¡He dicho que te levantes!

Arnau notó cómo las sombras intentaban fundirse con las paredes que las retenían. Eran los mismos gritos, el mismo tono imperativo, la misma voz. En los días que llevaba encarcelado había oído varias veces esa voz, atronando desde el otro lado de la puerta de la mazmorra, después de que un preso fuera desencadenado. También entonces había visto cómo las sombras se encogían y vomitaban el miedo a la tortura. Primero era la voz, el grito, y tras unos instantes el desgarrador aullido de un cuerpo mutilado.

– ¡Levanta, vieja puta!

El alguacil volvió a patearla, pero la anciana siguió sin moverse. Al final se agachó resoplando, la agarró de un brazo y la arrastró hasta donde le habían ordenado que la encadenara: lejos del cambista. El sonido de las llaves y los grilletes sentenció a la anciana. Antes de salir, el alguacil cruzó la mazmorra hasta donde se encontraba Arnau.

– ¿Por qué? -preguntó tras recibir la orden de encadenar a la bruja lejos de Arnau.

– Esta bruja es la madre del cambista -le contestó el oficial de la Inquisición: así se lo había contado el oficial del noble de Bellera.

– No creas -dijo el alguacil cuando estuvo al lado de Arnau- que por el mismo precio conseguirás que tu madre coma mejor. Por mucho que sea tu madre, una bruja cuesta dinero, Arnau Estanyol.


No había cambiado nada: la masía, con su torre de vigilancia adosada, seguía dominando la pequeña loma. Joan miró hacia arriba y volvió a su mente el sonido de la host, de los hombres nerviosos, de las espadas y de los gritos de alegría cuando él mismo, exactamente allí, logró convencer a Arnau para que entregara a Mar en matrimonio. Nunca se llevó bien con la muchacha, ¿qué iba a decirle ahora?

Joan alzó la mirada al cielo y luego, encorvado, cabizbajo, arrastrando el hábito, inició el ascenso de la suave ladera.

Los alrededores de la masía aparecían desiertos. Sólo el pajear de los animales estabulados en la planta baja rompía el silencio.

– ¿Hay alguien? -gritó Joan.

Iba a gritar de nuevo cuando un movimiento llamó su atención. Asomado a una de las esquinas de la masía, un niño lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.

– Ven aquí, chico -le ordenó Joan.

El niño titubeó.

– Ven aquí…

– ¿Qué ocurre?

Joan se volvió hacia la escalera exterior que llevaba al piso superior. En lo alto de ella, Mar lo interrogaba con la mirada.

Los dos permanecieron un largo rato sin moverse ni decir nada. Joan intentó encontrar en aquella mujer la imagen de la muchacha cuya vida ofreció al caballero de Ponts, pero la figura desprendía una severidad que poco tenía que ver con la explosión de sentimientos que hacía cinco años vivieron en el interior de aquella misma masía. El tiempo pasaba, y Joan se sentía cada vez más cohibido. Mar lo atravesaba con la mirada, quieta, sin pestañear.

– ¿Qué buscas, fraile? -le preguntó al fin.

– He venido a hablar contigo. -Joan tuvo que levantar la voz.

– No me interesa nada de lo que tengas que decirme.

Mar hizo ademán de dar media vuelta pero Joan se apresuró a intervenir.

– Le he prometido a Arnau que hablaría contigo. -En contra de lo que Joan esperaba, Mar no pareció inmutarse ante la mención de Arnau; sin embargo, tampoco se fue-. Escúchame, no soy yo quien quiere hablar contigo. -Joan dejó pasar unos instantes-. ¿Puedo subir?

Mar le dio la espalda y entró en la masía. Joan se dirigió hasta la escalera y antes de subir miró de nuevo al cielo. ¿De verdad era ésta la penitencia que merecía?

Carraspeó para llamar su atención. Mar continuó de cara al hogar, ocupada en una olla que colgaba de un llar que a su vez pendía del techo.

– Habla -se limitó a decirle.

Joan la observó de espaldas, inclinada sobre el fuego. El cabello le caía por la espalda hasta casi rozar unas nalgas que aparecían firmes, perfectamente delineadas bajo la camisa. Se había convertido en una mujer… atractiva.

– ¿No vas a decir nada? -le preguntó Mar volviendo la cabeza unos instantes.

¿Cómo…?

– Arnau ha sido encarcelado por la Inquisición -soltó el dominico de sopetón.

Mar dejó de remover el contenido de la olla. Joan guardó silencio.

La voz pareció partir de las mismas llamas, temblorosa, estremecida:

– Otras llevamos encarceladas mucho tiempo. Mar continuó de espaldas a Joan, erguida, con los brazos caídos a los costados y la vista fija en la campana del hogar. -No fue Arnau quien te encarceló. Mar se volvió con brusquedad.

– ¿Acaso no fue él quien me entregó al señor de Ponts? -gritó-. ¿Acaso no fue él quien consintió mi matrimonio? ¿Acaso no fue él quien decidió no vengar mi deshonra? ¡Me forzó! Me secuestró y me forzó.

Había escupido cada palabra. Temblaba. Toda ella temblaba; desde el labio superior hasta las manos, que ahora intentaba agarrarse por delante del pecho. Joan no pudo soportar aquellos ojos inyectados en sangre.

– No fue Arnau -repitió el fraile con voz trémula-. Fui…, ¡fui yo! -gritó-. ¿Entiendes, mujer? Fui yo. Fui yo quien lo convenció de que debía entregarte en matrimonio. ¿Qué habría sido de una muchacha forzada? ¿Qué habría sido de ti cuando toda Barcelona conociera tu desgracia? Fui yo quien, convencido por Elionor, preparó el secuestro y consintió en tu deshonra para poder convencer a Arnau de que te entregase en matrimonio. Fui yo el culpable de todo. Arnau nunca te hubiera entregado.

Los dos se miraron. Joan sintió que el peso del hábito se aligeraba. Mar dejó de temblar y las lágrimas asomaron a sus ojos.

– Te amaba -añadió Joan-. Te amaba entonces y te ama ahora.Te necesita…

Mar se llevó las manos al rostro. Dobló las dos rodillas hacia un lado y su cuerpo se fue encogiendo hasta quedar postrado delante del fraile.

Ya estaba.Ya lo había hecho. Ahora Mar llegaría a Barcelona, se lo contaría a Arnau y… Con tales pensamientos Joan se agachó para ayudar a Mar a levantarse…

¡No me toques!

Joan saltó hacia atrás.

– ¿Sucede algo, señora?

El fraile se volvió hacia la puerta. En el umbral, un hombre hercúleo, armado con una guadaña, lo miraba amenazadoramente; por detrás de una de sus piernas asomaba la cabeza del niño. Joan estaba a menos de dos palmos del recién llegado, que le sacaba casi dos cabezas.

– No sucede nada -contestó Joan, pero el hombre se adelantó hacia Mar empujándolo como si no existiera-.Ya te he dicho que no sucede nada -insistió Joan-; ve a ocuparte de tus labores.

El niño buscó refugio tras el marco exterior de la puerta y volvió a asomar la cabeza por ella. Joan dejó de observarlo y cuando se volvió hacia el interior vio que el hombre de la guadaña estaba arrodillado junto a Mar, sin tocarla.

– ¿No me has oído? -le preguntó Joan. El hombre no contestó-. Obedece y ve a ocuparte de tus labores.

En esta ocasión el hombre se volvió hacia Joan.

– Sólo obedezco a mi señora.

¿Cuántos como aquél, grandes, fuertes y orgullosos, se habían postrado ante él? ¿A cuántos había visto llorar y suplicar antes de dictar sentencia? Joan entrecerró los ojos, apretó los puños y dio dos pasos hacia el criado.

– ¿Te atreves a desobedecer a la Inquisición? -gritó.

No había terminado la frase cuando Mar ya se había levantado. Temblaba de nuevo. El de la guadaña también se levantó, más lentamente.

– ¿Cómo te atreves tú, fraile, a venir a mi casa y amenazar a mi criado? ¿Inquisidor? ¡Ja! No eres más que un diablo disfrazado de fraile. ¡Tú me forzaste! -Joan vio cómo el criado apretaba los puños sobre el mango de la guadaña-. ¡Lo has reconocido!

– Yo… -vaciló Joan.

El criado se acercó a él y le puso el borde romo de la guadaña en el estómago.

– Nadie se enteraría, señora. Ha venido solo.

Joan miró a Mar. No había temor en sus ojos, ni siquiera compasión, sólo…; se volvió tan rápido como pudo para alcanzar la puerta, pero el niño la cerró violentamente y se encaró a él.

Desde atrás, el criado alargó la guadaña y rodeó el cuello de Joan. En esta ocasión el afilado borde del apero presionó la nuez del fraile. Joan se quedó quieto. El niño ya no lo miraba con temor. Su rostro reflejaba los sentimientos de quienes se hallaban a sus espaldas.

– ¿Qué…, qué vas a hacer, Mar? -Al hablar, la guadaña le produjo un rasguño en el cuello.

Mar permaneció unos momentos en silencio. Joan podía oír su respiración.

– Enciérralo en la torre -ordenó.

Mar no había vuelto a entrar en ella desde el día en que vio cómo la host de Barcelona se preparaba primero para el asalto y después estallaba en vítores. Cuando su esposo cayó en Calatayud, la cerró.

50

La viuda y sus dos hijas cruzaron la plaza de la Llana hasta el hostal del Estanyer, un edificio de piedra, de dos pisos, que en sus bajos alojaba el hogar y el comedor de los huéspedes y en el primero las habitaciones. Las recibió el hostalero junto al mozo. Aledis guiñó un ojo al muchacho al ver que la miraba embobado. «¿Qué miras?», le gritó el hostalero antes de propinarle un pescozón. El joven salió corriendo hacia la parte trasera del local. Teresa y Eulàlia se percataron del guiño y sonrieron al alimón.

– El pescozón os lo voy a tener que dar a vosotras -les susurró Aledis aprovechando que el hostalero se había dado la vuelta por un momento-. ¿Queréis andar correctamente y dejar de rascaros? A la próxima que se vuelva a rascar…

– No se puede andar con estas tiras de esparto…

– Silencio -ordenó Aledis cuando el hostalero volvió a prestarles atención.

Disponía de una habitación en la que podrían dormir las tres, aunque sólo había dos jergones.

– No se preocupe, buen hombre -le dijo Aledis-. Mis hijas están acostumbradas a compartir el lecho.

– ¿Os habéis fijado en cómo nos ha mirado el dueño cuando le has dicho que dormíamos juntas? -preguntó Teresa cuando ya se encontraban en la habitación.

Dos jergones de paja y un pequeño arcón sobre el que descansaba una lámpara de aceite ejercían a duras penas de mobiliario.

– Se veía metido entre las dos -apuntó Eulàlia riendo.

– Y eso que no mostráis vuestros encantos. Ya os lo dije -intervino Aledis.

– Podríamos trabajar así.Visto el resultado…

– Sólo funciona una vez -afirmó Aledis-, unas cuantas a lo sumo. Les gusta la inocencia, la virginidad. En el momento que la consiguen…Tendríamos que ir de lugar en lugar, engañando a la gente, y no podríamos cobrar.

– No habría oro suficiente en Cataluña para hacerme ir con estas esparteñas y estas… -Teresa empezó a rascarse desde los muslos hasta los pechos.

– ¡No te rasques!

– Ahora no nos ve nadie -se defendió la muchacha.

– Pero cuanto más te rasques más te picará.

– ¿Y el guiño al mozo? -preguntó Eulàlia.

Aledis las miró.

– No es asunto vuestro.

– ¿Le cobras? -intervino Teresa.

Aledis recordó la expresión del muchacho cuando ni siquiera tuvo tiempo de quitarse los calzones, y después, la torpe violencia con que montó sobre ella. Les gustaba la inocencia, la virginidad…

– Algo he conseguido -contestó sonriendo.


Esperaron en la habitación hasta la hora de la cena. Entonces, bajaron y tomaron asiento alrededor de una tosca mesa de madera sin pulir. Al poco aparecieron Jaume de Bellera y Genis Puig. Desde que se sentaron a su mesa, en el otro extremo de la estancia, no apartaron la mirada de las chicas. No había nadie más en el comedor del hostal. Aledis llamó la atención de las muchachas y las dos se santiguaron antes de empezar a dar cuenta de las escudillas de sopa que les sirvió el hostalero.

– ¿Vino? Sólo para mí -le dijo Aledis-. Mis hijas no beben.

– Otra jarra de vino y otra más… Desde que murió nuestro padre…-la excusó Teresa dirigiéndose al hostelero.

– Para reponerse del dolor…-apuntó Eulàlia.

– Escuchad, chicas -les susurró Aledis-, son tres jarras de vino… y lo cierto es que me han hecho efecto. Bien, dentro de un momento dejaré caer la cabeza sobre la mesa y empezaré a roncar. A partir de entonces ya sabéis qué tenéis que hacer. Debemos saber por qué han detenido a Francesca y qué es lo que pretenden hacer con ella.

Tras desplomarse sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, Aledis se dispuso a escuchar.

– Venid aquí -resonó en el comedor. Silencio-. Si está borracha… -se oyó al cabo de un rato.

– No os haremos nada -dijo uno de ellos-. ¿Cómo vamos a haceros algo en un hostal de Barcelona? Ahí está el hostalero.

Aledis pensó en el hostalero: con sólo que le dejaran tocar algo…

– No os preocupéis… Somos caballeros… Al final las jóvenes cedieron y Aledis oyó cómo se levantaban de la mesa.

– No se te oye roncar -le susurró Teresa.

Aledis se permitió una sonrisa.

– ¡Un castillo!

Aledis imaginó a Teresa con sus impresionantes ojos verdes abiertos por completo, mirando directamente al señor de Bellera y permitiendo que éste se recrease en su belleza.

– ¿Has oído, Eulàlia? Un castillo. Es un noble de verdad. Nunca habíamos hablado con un noble…

– Contadnos vuestras batallas -oyó que lo instaba Eulàlia-. ¿Conocéis al rey Pedro? ¿Habéis hablado con él?

– ¿A quién más conocéis? -saltó Teresa.

Las dos se volcaron sobre el señor de Bellera. Aledis estuvo tentada de abrir los ojos, un poco, lo suficiente para observar… Pero no debía. Sus chicas sabrían hacerlo bien.

El castillo, el rey, las Cortes… ¿Habían participado en las Cortes? La guerra…, unos grititos de terror cuando Genis Puig, sin castillo, ni rey, ni Cortes, reclamó protagonismo exagerando sus batallas… Y vino, mucho vino.

– ¿Qué hace un noble como vos en la ciudad, en este hostal?

¿Acaso esperáis a alguien importante? -oyó Aledis que preguntaba Teresa.

– Hemos traído a una bruja -saltó Genis Puig.

Las muchachas sólo preguntaban al señor de Bellera. Teresa vio cómo el noble reprobaba con la mirada a su compañero. Aquél era el momento.

– ¡Una bruja! -exclamó Teresa lanzándose sobre Jaume de Bellera y cogiéndole ambas manos-. En Tarragona vimos quemar a una. Murió gritando mientras el fuego subía por sus piernas y le quemaba el pecho y…

Teresa miró hacia el techo como si siguiera el rumbo de las llamas; a renglón seguido se llevó las manos al pecho, pero al cabo de unos segundos volvió a la realidad y se mostró turbada ante un noble cuyo rostro ya mostraba deseo.

Sin soltar las manos de la joven, Jaume de Bellera se levantó.

– Ven conmigo. -Fue más una orden que un ruego y Teresa se dejó arrastrar.

Genis Puig los vio partir.

– ¿Y nosotros? -le dijo a Eulàlia poniendo bruscamente una de sus manos en la pantorrilla de la chica.

Eulàlia no hizo ademán de quitársela.

– Primero quiero saberlo todo de la bruja. Me excita…

El caballero deslizó la mano hasta la entrepierna de la muchacha mientras iniciaba su exposición. Aledis estuvo a punto de levantar la cabeza y dar al traste con todo, cuando oyó el nombre de Arnau. «La bruja es su madre», oyó que decía Genis Puig.Venganza, venganza, venganza…

– ¿Vamos ya? -preguntó Genis Puig cuando terminó su explicación.

Aledis escuchó el silencio de Eulàlia.

– No sé… -contestó la chica.

Genis Puig se levantó violentamente y abofeteó a Eulàlia.

– ¡Déjate de remilgos y ven!

– Vamos -cedió ella.

Cuando se supo sola en la estancia, le costó incorporarse. Aledis se llevó las manos a la nuca y se la frotó. Iban a enfrentar a Arnau y a Francesca, al demonio y a la bruja, como los había llamado Genis Puig.

– Me quitaría la vida antes de que Arnau supiese que soy su madre -le dijo Francesca en las pocas conversaciones que mantuvieron tras el discurso de Arnau en la llanura de Montbui-. Él es un hombre respetable -añadió antes de que Aledis pudiera replicar-, y yo una vulgar meretriz; además… nunca podría explicarle el motivo de muchas cosas, por qué no fui tras él y su padre, por qué le abandoné a la muerte… Aledis bajó la mirada.

– No sé qué le contó su padre sobre mí -continuó Francesca-, pero fuera lo que fuere, ya no tiene arreglo. El tiempo trae el olvido, hasta del amor de una madre. Cuando pienso en él, me gusta recordarlo subido en esa tarima, desafiando a los nobles; no quiero que tenga que bajar de ella por mi causa. Es mejor dejar las cosas así, Aledis, y tú eres la única persona en este mundo que lo sabe; confío en que siquiera a mi muerte reveles mi secreto. Prométemelo, Aledis.

Pero ahora, ¿de qué iba a servir aquella promesa?


Cuando Esteve volvió a subir a la torre ya no llevaba la guadaña.

– La señora dice que te pongas esto en los ojos -le dijo a Joan tirándole un trapo.

– ¿Qué te has creído? -exclamó Joan, propinando un puntapié al trozo de tela.

El interior de la torre de vigía era pequeño, no más de tres pasos en cualquier dirección; con uno solo, Esteve se plantó frente a él y lo abofeteó dos veces, una en cada mejilla.

– La señora ha ordenado que te tapes los ojos.

– ¡Soy inquisidor!

En esta ocasión la bofetada de Esteve lo lanzó contra la pared de la torre. Joan quedó a los pies de Esteve.

– Póntelo. -Esteve lo levantó agarrándolo con una sola mano-. Póntelo -repitió cuando Joan ya estaba en pie.

– ¿Crees que usando la violencia vas a doblegar a un inquisidor? No te imaginas…

Esteve no le dejó terminar. Primero lo golpeó en el rostro, con el puño cerrado. Joan salió despedido de nuevo y el criado empezó a propinarle puntapiés, en la ingle, en el estómago, en el pecho, en la cara…

Joan se hizo un ovillo a causa del dolor. Esteve volvió a levantarlo con una sola mano.

– La señora dice que te lo pongas.

Sangraba por la boca. Las piernas le flaqueaban. Cuando el criado lo soltó, Joan intentó mantenerse en pie pero un intenso dolor en la rodilla lo dobló y cayó sobre Esteve, agarrándose a sus costados. El criado lo empujó al suelo.

– Póntelo.

El trapo estaba junto a él. Joan notó que se había orinado y que el hábito se le pegaba a los muslos.

Cogió el trapo y se lo anudó sobre los ojos. Joan oyó cómo el criado cerraba la puerta y bajaba la escalera. Silencio. Una eternidad. Luego, varias personas subieron. Joan se levantó tanteando la pared. Se abrió la puerta. Traían muebles, ¿sillas quizá?

– Sé que has pecado. -Sentada en un taburete, la voz de Mar atronó en el interior de la torre; a su lado, el niño observaba al fraile.

Joan se mantuvo en silencio.

– La Inquisición nunca tapa los ojos a sus… detenidos -dijo al fin. Quizá si pudiese enfrentarse a ella…

– Cierto -oyó que le contestaba Mar-. Sólo les tapáis el alma, la hombría, la decencia, el honor. Sé que has pecado -repitió.

– No acepto esa argucia.

Mar hizo una seña a Esteve. El criado se acercó a Joan y le descargó un puñetazo en el estómago. El fraile se dobló por la cintura boqueando. Cuando logró erguirse, volvía a reinar el silenció. Su propio jadeo le impedía escuchar la respiración de los presentes. Le dolían las piernas y el pecho, su rostro ardía. Nadie dijo nada. Un rodillazo en la parte exterior del muslo lo derribó al suelo.

Remitió el dolor y Joan quedó encogido en posición fetal.

De nuevo se hizo el silencio.

Un punterazo en los ríñones lo obligó a encorvarse en sentido contrario.

– ¿Qué pretendes? -gritó Joan entre punzadas de dolor.

Nadie contestó hasta que dejó de dolerle. Entonces, el criado lo levantó y volvió a ponerlo delante de Mar.

Joan tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse en pie.

– ¿Qué pret…?

– Sé que has pecado.

¿Hasta dónde sería capaz de llegar? ¿Hasta matarlo a palos? ¿Sería capaz de matarlo? Había pecado y, sin embargo, ¿qué autoridad tenía Mar para juzgarlo? Un temblor recorrió todo su cuerpo y estuvo a punto de llevarlo de nuevo al suelo.

– Ya me has condenado -acertó a decir Joan-. ¿Para qué quieres juzgarme?

Silencio. Oscuridad.

– ¡Dime, mujer! ¿Para qué quieres juzgarme?

– Tienes razón -oyó por fin Joan-.Ya te he condenado, pero recuerda que has sido tú quien ha confesado tu culpa. Justo ahí donde estás ahora me robó la virginidad; ahí mismo me forzó una y otra vez. Cuélgalo y deshazte de su cadáver -añadió Mar dirigiéndose a Esteve.

Los pasos de Mar empezaron a alejarse escaleras abajo. Joan notó cómo Esteve le ataba las manos a la espalda. Ni siquiera podía moverse, ningún músculo de su cuerpo respondía. El criado lo alzó para ponerlo en pie sobre el taburete en el que había estado sentada Mar. Después se oyó el ruido de una soga que era lanzada contra las vigas de madera de la torre. Esteve no acertó y la soga retumbó al caer. Joan volvió a orinarse y defecó. Tenía la soga alrededor del cuello.

– ¡He pecado! -gritó Joan con las escasas fuerzas que le restaban.

Mar oyó el grito desde el pie de la escalera. Por fin.

Mar subió a la torre, seguida del muchacho. -Ahora te escucho -le dijo a Joan.


Al despuntar el alba, Mar se dispuso a partir hacia Barcelona.Ves-tida con sus mejores ropas, adornada con las pocas joyas que poseía, con el cabello limpio y suelto, se dejó aupar por Esteve sobre una mula y azuzó al animal.

– Cuida de la casa -le dijo al criado antes de que la acémila echase a andar-.Y tú ayuda a tu padre.

Esteve empujó a Joan tras la mula.

– Cumple, fraile -le dijo.

Cabizbajo, Joan empezó a arrastrar los pies detrás de Mar. Y ahora, ¿qué sucedería? Esa misma noche, cuando le quitaron el trapo que le tapaba los ojos, Joan se encontró frente a Mar, iluminada por la temblorosa luz de las antorchas que ardían tras ella en la pared circular de la torre.

Entonces le escupió al rostro.

– No mereces el perdón…, pero Arnau puede necesitarte -le dijo después-; sólo eso te salva de que no te mate con mis propias manos aquí mismo.

Los pequeños cascos puntiagudos de la mula sonaban suaves sobre el terreno. Joan seguía aquel roce acompasado, con la vista clavada en sus propios pies. Se lo confesó todo: desde sus conversaciones con Elionor hasta el odio con el que se había volcado en la Inquisición. Fue entonces cuando Mar le quitó el trapo y le escupió.

La mula seguía caminando, dócil, en dirección a Barcelona. Joan olió el mar, que desde su izquierda se había sumado a su peregrinaje.

51

El sol ya calentaba cuando Aledis abandonó el hostal del Estanyer y se mezcló con la gente que transitaba por la plaza de la Llana. Barcelona ya había despertado. Algunas mujeres, pertrechadas con cubos, ollas y botijos, hacían cola ante el brocal del pozo de la Cadena, junto al mismo hostal, mientras otras se amontonaban ante la carnicería de la plaza, en el extremo opuesto. Todas hablaban a gritos y reían. Habría querido salir antes, pero volver a disfrazarse de viuda con la dudosa ayuda de dos muchachas que no cesaban de preguntarle qué iba a suceder a partir de entonces, qué iba a ser de Francesca y si la quemarían en la hoguera, como pretendían los caballeros, la retrasó. Por lo menos nadie reparaba en ella mientras andaba por la calle de la Bòria, en dirección a la plaza del Blat. Aledis se sintió extraña; siempre había llamado la atención de los hombres y provocado desprecio en las mujeres, pero ahora, con el calor cosido a su ropa negra, miraba a uno y otro lado y no descubría ni siquiera una mirada furtiva.

El rumor de la cercana plaza del Blat le anunció más gente, sol y calor. Sudaba y sus pechos empezaban a pelearse con las alfardas que los oprimían. Aledis giró a la derecha justo antes de llegar al gran mercado de Barcelona, buscando la sombra de la calle de los Semolers, y subió por ella hasta la plaza del Oli, donde la gente se amontonaba en busca del mejor aceite o adquiría pan en la tienda que se abría a la plaza. Después de cruzarla llegó hasta la fuente de Sant Joan, donde las mujeres que hacían cola no repararon tampoco en la sudorosa viuda que pasó por su lado.

Desde Sant Joan, girando a la izquierda, Aledis llegó a la catedral y al palacio del obispo. El día anterior la habían echado de allí al grito de bruja. ¿La reconocerían ahora? El muchacho del hostal… Aledis sonrió mientras buscaba un acceso lateral; el muchacho había tenido la oportunidad de fijarse en ella mejor que los soldados de la Inquisición.

– Busco al alguacil de las mazmorras.Tengo un recado para él -dijo, respondiendo a las preguntas del soldado que guardaba la puerta.

Éste le franqueó el paso y le indicó el camino a las mazmorras.

A medida que bajaba las escaleras, la luz y los colores desaparecieron. Al pie de ellas Aledis se encontró en una antesala rectangular vacía, con el piso de tierra e iluminada por antorchas; en uno de sus lados el alguacil descansaba sus abotargadas carnes sobre un taburete, con la espalda apoyada en la pared; en el otro extremo, se abría un oscuro pasillo.

El hombre la escrutó en silencio mientras llegaba hasta él.

Aledis respiró hondo.

– Quisiera ver a la anciana que encerraron ayer. -Aledis hizo sonar una bolsa de monedas.

Sin siquiera moverse, sin contestarle, el alguacil escupió muy cerca de sus pies e hizo un gesto despectivo con la mano. Aledis dio un paso atrás.

– No -contestó el alguacil.

Aledis abrió la bolsa. Los ojos del hombre siguieron el brillo de las monedas que caían sobre la mano de Aledis. Las órdenes eran estrictas: nadie podía entrar en las mazmorras sin la autorización expresa de Nicolau Eimeric, y él no quería enfrentarse con el inquisidor general. Conocía sus arrebatos de ira… y los procedimientos que utilizaba contra quienes lo desobedecían. Pero el dinero que le ofrecía aquella mujer… Además, ¿no había añadido el oficial que lo que no quería el inquisidor era que alguien tuviese acceso al cambista? Aquella mujer no quería ver al cambista, sino hablar con la bruja.

– De acuerdo -consintió.


Nicolau golpeó con fuerza sobre la mesa.

– ¿Qué se ha creído ese sinvergüenza?

El joven fraile que le había llevado la noticia dio un paso atrás. Su hermano, mercader de vinos, se lo había comentado aquella misma noche, mientras cenaban en su casa, riendo, entre el alboroto que hacían sus cinco hijos.

– El mejor negocio que he hecho en muchos años -le dijo-. Por lo visto el hermano de Arnau, el fraile, ha dado orden de malvender comandas para conseguir efectivo y a fe mía que como siga así lo conseguirá; el oficial de Arnau está vendiendo a mitad de precio. -Después alzó el vino y, sin dejar de sonreír, brindó por Arnau.

Al conocer la noticia, Nicolau enmudeció, luego enrojeció y al final estalló. El joven fraile escuchó las órdenes que Nicolau, a gritos, dio a su oficial:

– ¡Ve, y en cuanto deis con fra Joan, hacedle venir! ¡Da la orden a la guardia!

Mientras el hermano del mercader de vinos abandonaba el despacho, Nicolau negó con la cabeza. ¿Qué se había creído ese frailecillo? ¿Acaso pensaba engañar a la Inquisición vaciando las arcas de su hermano? Esa fortuna sería para el Santo Oficio…, ¡toda! Eimeric apretó los puños hasta que la sangre dejó de correr por sus nudillos.

– Aunque tenga que llevarle a la hoguera -masculló para sí.


– Francesca. -Aledis se arrodilló junto a la anciana, que hizo una mueca parecida a una sonrisa-. ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? -La anciana no contestó. El lamento de los demás presos acompañó el silencio-. Francesca, tienen a Arnau. Por eso os han traído aquí.

– Ya lo sé. -Aledis meneó la cabeza, pero antes de que pudiera preguntar, la anciana continuó-: Allí está.

Aledis volvió la cabeza hacia el extremo contrario y vislumbró una figura en pie, pendiente de ellas.

– ¿Cómo…?

– Oídme -resonó en la mazmorra-, la visitante de la anciana. -Aledis volvió de nuevo la mirada hacia la figura-. Quiero hablar con vos. Soy Arnau Estanyol.

– ¿Qué pasa, Francesca?

– Desde que me encerraron ha estado preguntándome por qué el alguacil le ha dicho que soy su madre, que él se llama Arnau Estanyol y que le ha detenido la Inquisición… Esto sí que ha sido una verdadera tortura.

– ¿Y qué le has dicho?

– Nada.

– ¡Oídme!

En esta ocasión Aledis no se volvió.

– La Inquisición quiere demostrar que Arnau es hijo de una bruja -le dijo a Francesca.

– Escuchadme, por favor.

Aledis notó cómo las manos de Francesca se cerraban sobre sus antebrazos. La presión de la anciana se sumó al eco de la súplica de Arnau.

– ¿No vas…? -Aledis carraspeó-. ¿No vas a decirle nada?

– Nadie tiene que saber que Arnau es mi hijo. ¿Me oyes, Aledis? Si no lo he admitido hasta ahora, menos lo voy a hacer cuando la Inquisición… Sólo tú lo sabes, muchacha. -La voz de la anciana se hizo más clara.

– Jaume de Bellera…

– ¡Por favor! -se oyó de nuevo.

Aledis se volvió hacia Arnau; las lágrimas le impedían verlo, pero se esforzó por no limpiárselas.

– Sólo tú, Aledis -insistió Francesca-.Júrame que jamás se lo dirás a nadie.

– Pero el señor de Bellera…

– Nadie puede demostrarlo. Júramelo, Aledis.

– Te torturarán.

– ¿Más de lo que lo ha hecho la vida? ¿Más de lo que lo está haciendo el silencio que me veo obligada a guardar ante los ruegos de Arnau? Júralo.

Los ojos de Francesca brillaron en la penumbra.

– Lo juro.

Aledis le echó los brazos al cuello. Por primera vez en muchos años notó la fragilidad de la anciana.

– No…, no quiero dejarte aquí -le dijo llorando-. ¿Qué va a ser de ti?

– No te preocupes por mí -le susurró la anciana al oído-. Aguantaré hasta convencerles de que Arnau no es mi hijo. -Francesca tuvo que tomar aire antes de continuar-: Un Bellera arruinó mi vida; su hijo no hará lo mismo con la de Arnau.

Aledis besó a Francesca y permaneció unos instantes con los labios pegados a su mejilla. Después se levantó.

– ¡Oídme!

Aledis miró hacia la figura.

– No vayas -le pidió Francesca desde el suelo.

– ¡Acercaos! Os lo ruego.

– No lo soportarás, Aledis. Me lo has jurado.

Arnau y Aledis se miraron en la oscuridad. Sólo dos figuras. Las lágrimas de Aledis brillaron mientras resbalaban por su rostro.

Arnau se dejó caer cuando vio que la desconocida se dirigía hacia la puerta de la mazmorra.


Esa misma mañana una mujer montada en una mula entró en Barcelona por la puerta de San Daniel. Tras ella, un dominico que ni siquiera miró a los soldados andaba arrastrando los pies. Recorrieron la ciudad hasta el palacio del obispo sin hablarse, el fraile tras la mula.

– ¿Fra Joan? -le preguntó uno de los soldados que montaban guardia en la puerta.

El dominico alzó su rostro amoratado hacia el soldado.

– ¿Fra Joan? -preguntó de nuevo el soldado.

Joan asintió.

– El inquisidor general ha ordenado que os llevemos a su presencia.

El soldado llamó a la guardia y varios compañeros suyos acudieron a buscar a Joan.

La mujer no se apeó de la mula.

52

Sahat irrumpió en el almacén que el viejo comerciante tenía en Pisa, cerca del puerto, a orillas del Arno. Algunos oficiales y aprendices intentaron saludarlo pero el moro no les hizo caso alguno. «¿Dónde está vuestro señor?», preguntaba a todos, sin dejar de andar entre la multitud de mercaderías que se apilaban en el gran establecimiento. Al final lo encontró en un extremo del edificio, inclinado sobre unas piezas de tela.

– ¿Qué ocurre, Filippo?

El viejo comerciante se incorporó con dificultad y se volvió hacia Sahat.

– Ayer arribó un barco con destino a Marsella.

– Lo sé. ¿Sucede algo?

Filippo observó a Sahat. ¿Cuántos años tendría? Lo cierto es que ya no era joven. Como siempre, iba bien vestido, pero sin caer en la ostentación de tantos otros que eran menos ricos que él. ¿Qué debía de haber sucedido entre él y Arnau? Nunca se lo había querido contar. Filippo recordó al esclavo recién llegado de Cataluña, la carta de libertad, la orden de pago por parte de Arnau…

– ¡Filippo!

El grito de Sahat le devolvió al presente por unos instantes; en cualquier caso, volvió a perderse en sus pensamientos, seguía mostrando el empuje de un joven ilusionado. Todo lo emprendía con esa decisión…

– ¡Filippo, te lo ruego!

– Cierto, cierto. Tienes razón. Disculpa. -El anciano se acercó hasta él y se apoyó en su antebrazo-.Tienes razón, tienes razón. Ayúdame, vamos a mi despacho.

En el mundo pisano de los negocios eran contadas las personas en las que Filippo Tescio se apoyaba. Aquella muestra pública de confianza por parte del anciano podía abrir más puertas de las que lo haría un millar de florines de oro. En esta ocasión, sin embargo, Sahat detuvo el lento avance del rico comerciante.

– Filippo, por favor.

El anciano tiró suavemente de él para que continuara andando.

– Noticias…, malas noticias. Arnau -le dijo dándole tiempo para que se situase-. Lo ha detenido la Inquisición.

Sahat guardó silencio.

– Los motivos son bastante confusos -continuó Filippo-. Sus oficiales han empezado a vender comandas y por lo visto su situación…, pero eso sólo es un simple rumor e imagino que malintencionado. Siéntate -lo instó cuando llegaron a lo que el anciano llamaba su despacho, una sencilla mesa alzada sobre una tarima, desde la que controlaba a los tres oficiales que en mesas similares anotaban las operaciones en enormes libros de comercio, a la vez que vigilaba el contante trasiego del almacén.

Filippo suspiró al sentarse.

– No es todo -añadió. Sentado frente a él, Sahat no hizo ademán alguno-. Esta Pascua los barceloneses se alzaron contra la judería. Los acusaron de haber profanado una hostia. Una multa importante y tres ejecutados… -Filippo observó cómo el labio inferior de Sahat empezaba a temblar-. Hasdai.

El anciano desvió la mirada de Sahat y le permitió unos instantes de intimidad. Cuando se volvió hacia él, vio que sus labios estaban firmemente apretados. Sahat sorbió por la nariz y se llevó las manos hasta el rostro para restregarse los ojos.

– Toma -le dijo Filippo entregándole una carta-. Es de Ju-cef. Una coca que zarpó de Barcelona con destino a Alejandría se la dejó a mi representante en Ñapóles; el piloto de la que vuelve a Marsella me la ha traído. Jucef se ha hecho cargo del negocio y en ella cuenta todo lo que ha pasado, aunque poco dice de Arnau.

Sahat cogió la carta pero no la abrió.

– Hasdai ejecutado y Arnau detenido -dijo-, y yo aquí…

– Te he reservado pasaje para Marsella -le dijo Filippo-. Partirá mañana al amanecer. Desde allí no te será difícil llegar a Barcelona.

– Gracias -se oyó Sahat decir a sí mismo.

Filippo guardó silencio.

– Vine aquí en busca de mis orígenes -empezó a contar Sahat-, en busca de la familia que creí haber perdido. ¿Sabes qué encontré? -Filippo se limitó a mirarle-. Cuando me vendieron, siendo un niño, mi madre y cinco hermanos más vivían. Sólo logré dar con uno… y tampoco puedo asegurar que lo fuera. Era esclavo de un descargador del puerto de Genova. Cuando me lo enseñaron no pude reconocer en él a mi hermano… Ni siquiera recordaba su nombre. Arrastraba una pierna y le faltaban el dedo meñique de la mano derecha y las dos orejas. Entonces pensé que su amo debía de haber sido muy cruel con él para haberle castigado de tal forma, pero después… -Sahat hizo una pausa y miró al anciano. No obtuvo respuesta-. Compré su libertad e hice que le entregaran una buena suma de dinero sin revelarle que era yo quien estaba detrás de todo aquello. Sólo le duró seis días; seis días en los que estuvo permanentemente borracho dilapidando en juego y mujeres lo que para él debía de ser una fortuna. Volvió a venderse como esclavo por cama y comida a su antiguo dueño. -Sahat hizo un gesto de desprecio con la mano-. Eso es todo lo que encontré aquí, un hermano borracho y pendenciero…

– También encontraste algún amigo -se quejó Filippo.

– Es cierto. Disculpa. Me refería…

– Sé a qué te referías.

Los dos hombres se quedaron mirando los documentos que estaban sobre la mesa. El trajín del almacén despertó sus sentidos.

– Sahat -dijo al fin Filippo-, durante muchos años he sido corresponsal de Hasdai, y ahora, mientras Dios me dé vida, lo seré de su hijo. Después, por voluntad de Hasdai e instrucciones tuyas, me convertí también en corresponsal de Arnau. Durante todo ese tiempo, ya fueran comerciantes, marineros o pilotos, sólo he oído halagos sobre Arnau; ¡incluso aquí se comentó lo que hizo con los siervos de sus tierras! ¿Qué sucedió entre vosotros? Si os hubierais enfadado no te habría premiado con la libertad y mucho menos me habría ordenado que te entregara aquella cantidad de dinero. ¿Qué fue lo que sucedió para que tú lo abandonaras y él te beneficiara de aquella forma?

Sahat dejó que sus recuerdos viajaran hacia el pie de una loma, cerca de Mataró, al son de espadas y ballestas…

– Una muchacha… Una muchacha extraordinaria.

– ¡Ah!

– No -saltó el moro-. No es lo que piensas.

Y por primera vez en cinco años, Sahat contó en voz alta lo que durante todo aquel tiempo había guardado para sí.


– ¡Cómo te has atrevido! -El grito de Nicolau Eimeric resonó por los pasillos del palacio. Ni siquiera esperó a que los soldados abandonaran el despacho. El inquisidor paseaba por la estancia gesticulando con los brazos-. ¿Cómo te atreves a poner en peligro el patrimonio del Santo Oficio? -Nicolau se volvió violentamente hacia Joan, que permanecía en pie en el centro de la sala-. ¿Cómo osas ordenar la venta de las comandas a bajo precio?

Joan no contestó. Había pasado la noche en vela, maltratado y humillado. Acababa de recorrer varias millas detrás de los cuartos traseros de una mula y le dolía todo el cuerpo. Olía mal y el hábito, sucio y reseco, le arañaba la piel. No había probado bocado desde el día anterior y tenía sed. No. No pensaba contestar.

Nicolau se le acercó por la espalda.

– ¿Qué pretendes, fra Joan? -le susurró al oído-. ¿Acaso vender el patrimonio de tu hermano para esconderlo a la Inquisición?

Nicolau permaneció unos instantes al lado de Joan.

– ¡Hueles mal! -gritó apartándose de él y volviendo a gesticular con los brazos-. Hueles como un vulgar payés. -Siguió mascullando por el despacho hasta que al fin se sentó-. La Inquisición se ha hecho con los libros de comercio de tu hermano; ya no habrá más ventas. -Joan no se movió-. He prohibido las visitas a la mazmorra, o sea que no intentes verlo. Dentro de algunos días se iniciará el juicio.

Joan siguió sin moverse.

– ¿No me has oído, fraile? En pocos días empezaré a juzgar a tu hermano.

Nicolau golpeó la mesa con el puño.

– ¡Ya está bien! ¡Vete de aquí!

Joan arrastró los bajos del sucio hábito por el brillante embaldosado del despacho del inquisidor general.


Joan se paró bajo el dintel de la puerta para dejar que sus ojos se acostumbrasen al sol. Mar lo esperaba, pie a tierra, con el ronzal de la mula en la mano. La había hecho venir desde su masía y ahora…; ¿cómo le iba a decir que el inquisidor había prohibido las visitas a Arnau? ¿Cómo cargar también con la culpa de esa prohibición?

– ¿Piensas salir, fraile? -oyó a sus espaldas.

Joan se volvió y se encontró con una viuda deshecha en lágrimas.

Ambos se miraron.

– ¿Joan? -preguntó la mujer.

Aquellos ojos castaños. Aquel rostro…

– ¿Joan? -volvió a insistir ella-Joan, soy Aledis. ¿Te acuerdas de mí?

– La hija del curtidor… -empezó a decir Joan.

– ¿Qué sucede, fraile?

Mar se había acercado hasta la puerta. Aledis vio que Joan se volvía hacia la recién llegada. Luego, el fraile la miró a ella de nuevo y otra vez a la mujer de la mula.

– Una amiga de la infancia -dijo-.Aledis, te presento a Mar; Mar, ésta es Aledis.

Las dos se saludaron con una inclinación de cabeza.

– Este no es sitio para estar de charla. -La orden del soldado obligó a los tres a volverse-. Despejad la entrada.

– Hemos venido a ver a Arnau Estanyol -soltó Mar alzando la voz, con la mula agarrada del ronzal.

El soldado la miró de arriba abajo antes de que una mueca burlona apareciera en sus labios.

– ¿El cambista? -preguntó.

– Sí -insistió Mar.

– El inquisidor general ha prohibido las visitas al cambista.

El soldado hizo ademán de empujar a Aledis y Joan.

– ¿Por qué las ha prohibido? -preguntó Mar mientras los otros dos empezaban a salir del palacio.

– Eso pregúntaselo al fraile -le contestó señalando a Joan.


Los tres empezaron a alejarse.

– Debería haberte matado ayer, fraile.

Aledis vio cómo Joan bajaba la mirada al suelo. Ni siquiera contestó. Después observó a la mujer de la mula; andaba erguida, tirando con autoridad del animal. ¿Qué debía de haber sucedido el día anterior? Joan no escondía su rostro amoratado y su acompañante quería ver a Arnau. ¿Quién era aquella mujer? Arnau estaba casado con la baronesa, la mujer que lo acompañaba en la tarima del castillo de Montbui cuando derogó los malos usos…

– Dentro de pocos días se iniciará el juicio contra Arnau.

Mar y Aledis se pararon en seco. Joan avanzó unos pasos más, hasta que se dio cuenta de que las mujeres no lo acompañaban. Cuando se volvió hacia ellas vio que se miraban cara a cara en silencio. «¿Quién eres?,» parecían preguntarse con la mirada.

– Dudo que ese fraile tuviera infancia… y menos amigas -dijo Mar.

Aledis no la vio parpadear. Mar permanecía en pie orgullosa; sus ojos jóvenes parecían querer traspasarla. Incluso la mula, tras ella, estaba quieta, con las orejas atentas.

– Eres directa -le dijo Aledis.

– La vida me ha enseñado a serlo.

– Si hace veinticinco años mi padre hubiera consentido, me habría casado con Arnau.

– Si hace cinco años me hubieran tratado como a una persona y no como a un animal -se volvió para mirar a Joan-, seguiría al lado de Arnau -dijo Mar.

El silencio acompañó una nueva pugna de miradas entre las dos mujeres. Las dos se recrearon en ella, sopesándose la una a la otra.

– Hace veinticinco años que no veo a Arnau -confesó al fin Aledis. «No intento competir contigo», intentó decirle en un lenguaje que sólo dos mujeres pueden entender.

Mar cambió el peso de un pie a otro y aflojó la presión sobre el ronzal de la mula. Entornó los ojos y su mirada dejó de traspasar a Aledis.

– Vivo fuera de Barcelona; ¿tienes donde acogerme? -preguntó Mar tras unos instantes.

– Yo también vivo fuera. Me alojo… con mis hijas, en el hostal del Estanyer. Pero podremos arreglarnos -añadió cuando la vio titubear-. ¿Y…? -Aledis señaló a Joan con un gesto de la cabeza.

Las dos lo observaron, parado donde se había detenido, con el rostro amoratado y el hábito, sucio y roto, colgando de sus hombros caídos.

– Tiene mucho que explicar -dijo Mar- y podemos necesitarlo. Que duerma con la mula.

Joan esperó a que las mujeres se volvieran a poner en camino y las siguió.


«¿Y tú por qué estás aquí?», me preguntará. «¿Qué hacías en el palacio del obispo?» Aledis miró de reojo a su nueva acompañante; volvía a caminar erguida, tirando de la mula, sin apartarse cuando alguien se interponía en su camino. ¿Qué debía de haber sucedido entre Mar y Joan? El fraile parecía totalmente sometido… ¿Cómo podía un dominico admitir que una mujer lo mandase a dormir con una mula? Cruzaron la plaza del Blat.Ya había reconocido que conocía a Arnau, pero no les había dicho que lo había visto en las mazmorras, suplicando que se acercase. «¿Y Francesca? ¿Qué debo decirles de Francesca? ¿Que es mi madre? No. Joan la conoció y sabe que no se llamaba Francesca. La madre de mi difunto esposo. Pero ¿qué dirán cuando la impliquen en el proceso contra Arnau? Yo debería saberlo. ¿Y cuando se sepa que es una mujer pública? ¿Cómo va a ser mi suegra una mujer pública?» Mejor no saber nada, pero entonces ¿qué estaba haciendo en el palacio del obispo?


– ¡Oh! -contestó Aledis a la pregunta de Mar-, llevaba un encargo del maestro curtidor, de mi difunto marido. Como sabía que íbamos a pasar por Barcelona…

Eulàlia y Teresa la miraron de reojo sin dejar de dar cuenta de sus escudillas. Habían llegado al hostal y habían conseguido que el hostalero colocase un tercer jergón en la habitación de Aledis y sus hijas. Joan asintió cuando Mar dijo que dormiría en el establo, con la mula.

– Oigáis lo que oigáis -les dijo Aledis a las muchachas-, no digáis nada. Procurad no contestar a ninguna pregunta y, sobre todo, no conocemos a ninguna Francesca. Los cinco se sentaron a comer.

– Bien, fraile -volvió a intervenir Mar-, ¿por qué ha prohibido el inquisidor las visitas a Arnau? Joan no había probado bocado.

– Necesitaba dinero para pagar al alguacil -contestó con voz cansina-, y como en la mesa de Arnau no tenían efectivo, ordené la venta de algunas comandas. Eimeric creyó que intentaba vaciar las arcas de Arnau y que entonces la Inquisición…

En aquel momento hicieron su entrada en el hostal el señor de Bellera y Genis Puig. En sus rostros se dibujó una amplia sonrisa al ver a las dos muchachas.

– Joan -dijo Aledis-, esos dos nobles estuvieron molestando ayer a mis hijas y me da la impresión de que sus intenciones… ¿Podrías ayudarme a que no vuelvan a molestarlas?

Joan se volvió hacia los dos hombres mientras éstos, en pie, se deleitaban mirando a Teresa y Eulàlia y recordando la noche anterior.

Sus sonrisas desaparecieron cuando reconocieron el hábito negro de Joan. El fraile continuó mirándolos y los caballeros se sentaron en silencio a su mesa, con la vista en las escudillas que les acababa de servir el hostalero.

– ¿Por qué van a juzgar a Arnau? -preguntó Aledis cuando Joan volvió su atención hacia ellas.


Sahat observó el barco marsellés mientras la tripulación hacía los últimos preparativos para zarpar: una sólida galera de un solo palo, con un timón a popa y dos laterales, ciento veinte remeros a bordo y una cabida de alrededor de trescientos botes.

– Es rápida y muy segura -le comentó Filippo-; ha tenido varios encuentros con piratas y siempre ha logrado escapar. Dentro de tres o cuatro días estarás en Marsella. -Sahat asintió-. Desde allí no te será difícil embarcar en una nave de cabotaje y llegar a Barcelona.

Filippo se agarraba del brazo de Sahat con una mano mientras con el bastón señalaba la galera. Funcionarios, comerciantes y trabajadores del puerto lo saludaban con respeto al pasar junto a él; después hacían lo mismo con Sahat, el moro en el que el comerciante se apoyaba.

– Hace buen tiempo -añadió Filippo dirigiendo el bastón al cielo-; no tendrás problemas.

El piloto de la galera se acercó a la borda e hizo una señal dirigida a Filippo. Sahat notó cómo el anciano presionaba su antebrazo.

– Me da la impresión de que no volveré a verte -dijo el anciano. Sahat volvió el rostro hacia él pero Filippo lo agarró con más fuerza-.Ya soy viejo, Sahat.

Los dos hombres se abrazaron al pie de la galera.

– Cuida de mis asuntos -le dijo Sahat separándose de él.

– Lo haré, y cuando no pueda -añadió con voz trémula-, lo harán mis hijos. Entonces, estés donde estés, tendrás que ayudarlos tú.

– Lo haré -prometió a su vez Sahat.

Filippo atrajo hacia sí a Sahat y le besó en los labios ante la multitud que esperaba la partida de la galera, atenta al último pasajero; un murmullo se elevó ante aquella muestra de cariño por parte de Filippo Tescio.

– Ve -le dijo el anciano.

Sahat ordeno a los dos esclavos que portaban su equipaje que lo precediesen y subió a bordo. Cuando alcanzó la borda de la galera, Filippo había desaparecido.

La mar estaba en calma. El viento no soplaba y la galera avanzaba al ritmo del esfuerzo de sus ciento veinte remeros.

«Yo no tuve la valentía suficiente -decía Jucef en su carta tras explicar la situación provocada por el robo de la hostia- para escaparme de la judería y acompañar a mi padre en sus últimos instantes. Confío en que lo comprenda, esté donde esté ahora.»

Sahat, en la proa de la galera, levantó la vista hacia el horizonte. «Bastante valentía tenéis tú y los tuyos para vivir en una ciudad de cristianos», dijo para sí. Había leído y releído la carta:


Raquel no quería escapar, pero la convencimos.


Sahat se saltó el resto de la carta hasta el final:


Ayer, la Inquisición detuvo a Arnau y hoy he logrado enterarme a través de un judío que está en la corte del obispo, de que ha sido su esposa, Elionor, la que le ha denunciado por judaizante, y como la Inquisición necesita dos testigos para dar crédito a la denuncia, Elionor ha hecho llamar ante el Santo Oficio a varios sacerdotes de Santa María de la Mar que por lo visto presenciaron una discusión entre el matrimonio; al parecer, las palabras que dijo Arnau podrían considerarse sacrilegas y avalan suficientemente la denuncia de Elionor.


El asunto, continuaba escribiendo Jucef, era bastante complejo. Por una parte, Arnau era muy rico y ese patrimonio interesaba a la Inquisición, y por otra se hallaba en manos de un hombre como Nicolau Eimeric. Sahat recordó al soberbio inquisidor, que accedió al cargo seis años antes de que él abandonase el principado y a quien tuvo la oportunidad de ver en alguna celebración religiosa a la que se vio visto obligado a acompañar a Arnau.


Desde que te marchaste, Eimeric ha acumulado más y más poder, sin miedo alguno a enfrentarse públicamente al propio soberano. Hace años que el rey no paga las rentas al Papa, por lo que Urbano IV ha ofrecido Cerdeña en feudo al señor de Arbórea, el cabecilla de la sublevación contra los catalanes. Después de la larga guerra contra Castilla, vuelven a sublevarse los nobles corsos. Todo ello ha sido aprovechado por Eimeric, que depende directamente del Papa, para enfrentarse sin ambages al rey. Por una parte sostiene que la Inquisición debería ampliar sus competencias sobre los judíos y demás confesiones no cristianas, ¡Dios nos libre de ello!, a lo que el rey, como propietario de las juderías de Cataluña, se opone radicalmente. Sin embargo, Eimerich sigue insistiéndole al Papa, que no está muy dispuesto a defender los intereses de nuestro monarca.

Pero además de querer intervenir en las juderías en contra de los intereses del rey, Eimeric se ha atrevido a tachar de heréticas las obras del teólogo catalán Ramon Llull. Desde hace más de medio siglo, las doctrinas de Llull han sido respetadas por la Iglesia catalana, y el rey ha puesto a trabajar a juristas y pensadores en su defensa, pues se ha tomado el asunto como una ofensa personal por parte del inquisidor.

Así las cosas, me consta que Eimeric intentará convertir el proceso contra Arnau, barón catalán y cónsul de la Mar, en un nuevo enfrentamiento con el rey para afianzar más su posición y obtener una importante fortuna para la Inquisición. Tengo entendido que Eimeric ya ha escrito al papa Urbano diciéndole que retendrá la parte del rey de los bienes de Arnau para hacer frente a las rentas que le adeuda Pedro; de esta forma el inquisidor se venga del rey en un noble catalán y afianza su situación ante el Papa.

Creo, por otra parte, que la situación personal de Arnau es bastante delicada, cuando no desesperada; su hermano Joan es inquisidor, bastante cruel por cierto; su esposa es quien lo ha denunciado; mi padre ha muerto, y nosotros, dada la acusación de judaizante y por su propio bien, no debemos mostrar nuestro aprecio hacia él. Sólo le quedas tú.


Así terminaba Jucef: «Sólo le quedas tú». Sahat introdujo la carta en el cofrecillo en el que guardaba la correspondencia que durante cinco años había mantenido con Hasdai. «Sólo le quedas tú.» Con el cofrecillo entre las manos, de pie en la proa, volvió a otear el horizonte. «Bogad, marselleses…, sólo le quedo yo.»

Eulàlia y Teresa se retiraron a una señal de Aledis. Joan lo había hecho hacía rato; su despedida no encontró respuesta por parte de Mar.

– ¿Por qué lo tratas así? -preguntó Aledis cuando se quedaron solas en los bajos del hostal. Sólo se oía el crepitar de la leña casi consumida. Mar guardó silencio-. A fin de cuentas, es su hermano…

– Ese fraile no merece nada mejor.

Mar no levantó la vista, fija en la mesa, de la que intentaba hacer saltar una astilla que sobresalía. «Es bella», pensó Aledis. El cabello, brillante y ondulado, le caía por los hombros y sus facciones eran bien definidas: labios delineados, pómulos altos, barbilla marcada y nariz recta. Aledis se sorprendió cuando le vio los dientes, blancos y perfectos, y durante el trayecto del palacio al hostal no pudo dejar de advertir su cuerpo firme y bien formado. Sin embargo, las manos eran las de una persona que había trabajado el campo: ásperas y encallecidas.

Mar dejó la astilla y dirigió su atención hacia Aledis, que le sostuvo la mirada en silencio.

– Es una larga historia -confesó.

– Si lo deseas, tengo tiempo -dijo Aledis.

Mar contestó con una mueca y dejó transcurrir los segundos. ¿Por qué no? Hacía años que no hablaba con una mujer; hacía años que vivía encerrada en sí misma, volcada en trabajar unas tierras desagradecidas, tratando de que las espigas y el sol comprendiesen su desgracia y se apiadasen de ella. ¿Por qué no? Parecía una buena mujer.

– Mis padres murieron en la gran peste, cuando sólo era una niña…

No escatimó detalles. Aledis tembló cuando Mar habló del amor que sintió en la explanada del castillo de Montbui. «Te entiendo -estuvo a punto de decirle-; yo también…» Arnau, Arnau, Arnau; de cada cinco palabras una era Arnau. Aledis recordó la brisa del mar acariciando su cuerpo joven, traicionando su inocencia, enardeciendo su deseo. Mar le relató la historia de su secuestro y de su matrimonio; la confesión la hizo estallar en llanto.

– Gracias -dijo Mar cuando su garganta se lo permitió.

Aledis le cogió la mano.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó cuando se rehízo.

– Tuve uno. -Aledis le apretó la mano-. Murió hace cuatro años, recién nacido, en la epidemia de peste que se cebó en los niños. Su padre no llegó a conocerlo; ni siquiera supo nunca que estaba embarazada. Murió en Calatayud defendiendo a un rey que en lugar de capitanear sus ejércitos, zarpaba desde Valencia con destino al Rosellón para librar a su familia del nuevo brote de peste.- Mar acompañó sus palabras con una sonrisa despectiva.

– ¿Y qué tiene que ver todo eso con Joan? -preguntó Aledis.

– Él sabía que yo amaba a Arnau… y que él me correspondía.

Aledis golpeó la mesa cuando terminó de escuchar la historia. La noche se les había echado encima y el golpe retumbó en el hostal.

– ¿Piensas denunciarlos?

– Arnau siempre ha protegido a ese fraile. Es su hermano y lo quiere. -Aledis recordó a los dos muchachos que dormían en los bajos de la casa de Pere y Mariona: Arnau transportando piedras, Joan estudiando-. No quisiera hacerle daño a Arnau y, sin embargo, ahora…, ahora no puedo verlo ni sé si él sabe que estoy aquí y que lo sigo amando… Van a juzgarlo. Quizá, quizá lo condenen a…

Mar volvió a estallar en llanto.


– No creas que voy a romper el juramento que te hice, pero tengo que hablar con él -le dijo cuando ya se despedía. Francesca intentó escrutar su rostro en la penumbra-. Confía en mí -añadió Aledis.

Arnau se había levantado en el momento en que Aledis volvió a entrar en las mazmorras, pero no la llamó. Se limitó a observar en silencio cómo cuchicheaban las dos mujeres. ¿Dónde estaba Joan? Hacía dos días que no iba a visitarlo y tenía que preguntarle muchísimas cosas. Quería que averiguase quién era aquella anciana. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué le había dicho el alguacil que era su madre? ¿Qué sucedía con su proceso? ¿Y con sus negocios?

¿Y Mar? ¿Qué era de Mar? Algo iba mal. Desde la última vez que Joan lo había visitado, el alguacil había vuelto a tratarle como a uno más; la comida consistía de nuevo en un mendrugo y agua podrida y el cubo había desaparecido.

Arnau vio cómo la mujer se separaba de la anciana. Con la espalda apoyada en la pared empezó a dejarse caer, pero…, pero se dirigía hacia él.

En la oscuridad, Arnau vio que se acercaba y se irguió. La mujer se detuvo a algunos pasos de él, apartada de los escasos y tenues rayos de luz que alumbraban la mazmorra.

Arnau entrecerró los párpados para intentar verla con mayor claridad.

– Han prohibido tus visitas -oyó que le decía la mujer.

– ¿Quién eres? -preguntó él-. ¿Cómo lo sabes?

– No tenemos tiempo, Arn…, Arnau. -¡Lo había llamado Arnau!-. Si viniese el alguacil…

– ¿Quién eres?

¿Por qué no decírselo? ¿Por qué no abrazarlo y consolarlo? No lo soportaría. Las palabras de Francesca resonaron en sus oídos. Aledis se volvió hacia ella y miró de nuevo a Arnau. La brisa del mar, la playa, su juventud, el largo viaje hasta Figueras…

– ¿Quién eres? -oyó de nuevo.

– Eso no importa. Sólo quiero decirte que Mar está en Barcelona, esperándote. Te ama. Sigue amándote.

Aledis observó cómo Arnau se apoyaba en la pared. Esperó unos segundos. Ruidos en el pasillo. El alguacil le había concedido sólo unos instantes. Más ruidos. La llave en la cerradura. Arnau también la oyó y se volvió hacia la puerta.

– ¿Quieres que le dé algún recado?

La puerta se abrió y la luz de las antorchas del pasillo iluminó a Aledis.

– Dile que yo también… -El alguacil entro en la mazmorra-. La amo. Aunque no pueda…

Aledis giró sobre sí misma y se encaminó hacia la puerta. -¿Qué hacías hablando con el cambista? -le preguntó el obeso alguacil tras cerrar la puerta.

– Me llamó cuando iba a salir.

– Está prohibido hablar con él.

– No lo sabía.Tampoco sabía que ése es el cambista. No le he contestado. Ni siquiera me he acercado.

– El inquisidor ha prohibido…

Aledis extrajo la bolsa e hizo tintinear las monedas.

– Pero no quiero volver a verte por aquí -dijo el alguacil tomando el dinero-; si lo haces, no saldrás de la mazmorra.

Mientras, en el tenebroso interior, Arnau seguía intentando aprehender las palabras de aquella mujer: «Te ama. Te sigue amando». Sin embargo, el recuerdo de Mar se veía enturbiado por el fugitivo reflejo de las antorchas sobre unos enormes ojos castaños. Conocía aquellos ojos. ¿Dónde los había visto antes?


Le había dicho que ella le daría el recado.

– No te preocupes -había insistido-; Arnau sabrá que estás aquí, esperándolo.

– Dile también que lo quiero -gritó Mar cuando Aledis ya se adentraba en la plaza de la Llana.

Desde la puerta del hostal, Mar vio cómo la viuda volvía el rostro hacia ella y sonreía. Cuando Aledis se perdió de vista, Mar abandonó el hostal. Lo pensó durante el trayecto desde Mataró; lo pensó cuando les impidieron ver a Arnau; lo pensó aquella misma noche. Desde la plaza de la Llana, anduvo unos pasos por la calle de Bòria, pasó por delante de la Capilla d'en Marcus y giró a la derecha. Se detuvo en el inicio de la calle Monteada y durante unos instantes estuvo observando los nobles palacios que la flanqueaban.

– ¡Señora! -exclamó Pere, el viejo criado de Elionor, cuando le franqueó el paso de uno de los grandes portalones del palacio de Arnau-. Qué alegría volver a veros. Cuánto hacía que… -Pere calló y con gestos nerviosos la invitó a pasar al patio empedrado de la entrada-. ¿Qué os trae por aquí?

– He venido a ver a doña Elionor.

Pere asintió y desapareció.

Mientras, Mar se perdió en el recuerdo. Todo seguía igual; el patio, fresco y limpio, con sus pulidas piedras reluciendo; las cuadras, enfrente, y a la derecha la impresionante escalera que daba acceso a la zona noble, por la que acababa de subir Pere.

Volvió compungido.

– La señora no desea recibiros.

Mar levantó la mirada hacia las plantas nobles. Una sombra desapareció tras una de las ventanas. ¿Cuándo había vivido ella aquella misma situación? ¿Cuándo…? Volvió a mirar hacia las ventanas.

– Una vez -murmuró a las ventanas ante Pere, que no se atrevía a consolarla por el desplante-, viví esta misma escena. Arnau salió victorioso, Elionor. Te lo advierto: se cobró su deuda… entera.

53

Las armas y correajes de los soldados que lo acompañaban resonaron a lo largo de los interminables y altos pasillos del palacio episcopal. La comitiva marchaba marcialmente; el oficial abría el paso, dos soldados iban delante de él y otros dos a sus espaldas. Al llegar al final de la escalera que subía de las mazmorras, Arnau se detuvo para intentar acostumbrarse a la luz que inundaba el palacio; un fuerte golpe en la espalda lo obligó a seguir el ritmo de los soldados.

Arnau desfiló frente a frailes, sacerdotes y escribanos, pegados a las paredes para permitir el paso. Nadie le había querido contestar. El alguacil entró en la mazmorra y le liberó de las cadenas. «¿Dónde me llevas?» Un dominico de negro se santiguó a su paso, otro alzó un crucifijo. Los soldados seguían marchando impasibles, apartando a la gente con su sola presencia. Hacía días que no tenía noticias de Joan ni de la mujer de los ojos castaños; ¿dónde había visto aquellos ojos? Se lo preguntó a la anciana pero no obtuvo respuesta. «¿Quién era esa mujer?», le gritó en cuatro ocasiones. Algunas de las sombras atadas a las paredes gruñeron, otras permanecieron impasibles, igual que la anciana, que ni siquiera se movió, y, sin embargo, cuando el alguacil lo sacó a empujones de la mazmorra, le pareció ver que se removía, inquieta.

Arnau se topó de bruces con uno de los soldados que lo precedían. Se habían detenido frente a unas imponentes puertas de madera de doble hoja. El soldado lo empujó hasta hacerle retroceder. El oficial aporreó las puertas, las abrió y la comitiva accedió a una inmensa sala con ricos tapices en las paredes. Los soldados acompañaron a Arnau hasta el centro de la estancia y luego fueron a hacer guardia junto a la puerta.

Tras una larga mesa de madera profusamente labrada, siete hombres lo miraban. Nicolau Eimeric, el inquisidor general, y Berenguer d'Erill, obispo de Barcelona, ocupaban el centro de la mesa, ricamente vestidos con trajes bordados en oro. Arnau los conocía a ambos. A la izquierda del inquisidor, el notario del Santo Oficio; Arnau había coincidido con él en alguna ocasión, pero no lo había tratado. A la izquierda del notario y a la derecha del obispo, dos desconocidos dominicos de negro por cada lado completaban el tribunal.

Arnau les sostuvo la mirada en silencio, hasta que uno de los frailes hizo una mueca de desprecio. Arnau se llevó una mano al rostro y palpó la pringosa barba que le había crecido en las mazmorras; en sus vestiduras no había rastro de su color original y estaban rotas; sus pies, descalzos, negros, y las largas uñas de sus manos estaban tan sucias como éstas. Olía mal. Él mismo se asqueó de su olor.

Eimeric sonrió ante la mueca de aversión de Arnau.


– Primero le harán jurar sobre los cuatro evangelios -explicó Joan a Mar y Aledis, sentados alrededor de una mesa del hostal-. El juicio puede durar días e incluso meses -les dijo cuando ellas lo instaron a ir a las puertas del palacio del obispo-, mejor esperar en el hostal.

– ¿Lo defenderá alguien? -preguntó Mar.

Joan negó cansinamente con la cabeza.

– Le asignarán un abogado… que tiene prohibido defenderlo.

– ¿Cómo? -exclamaron las dos mujeres al unísono.

– Prohibimos a abogados y notarios -recitó Joan- que ayuden a los herejes, que les aconsejen o los apoyen, así como que crean en ellos o los defiendan. -Mar y Aledis interrogaron a Joan con la mirada-.Así reza una bula del papa Inocencio III.

– ¿Entonces? -preguntó Mar.

– La labor del abogado es lograr la confesión voluntaria del hereje; si defendiera al hereje, estaría defendiendo la herejía.


– No tengo nada que confesar -contestó Arnau al joven sacerdote que le habían asignado como abogado.

– Es experto en derecho civil y canónico -dijo Nicolau Eimeric-, y un entusiasta de la fe -añadió sonriendo.

El sacerdote abrió los brazos en señal de impotencia, igual que había hecho ante el alguacil en la mazmorra, cuando instó a Arnau a confesar su herejía. «Debes hacerlo -se limitó a aconsejarle-; debes confiar en la benevolencia del tribunal.» Repitió exactamente el mismo gesto -¿cuántas veces lo habría hecho como abogado de los herejes?- y, tras una señal de Eimeric, se retiró de la sala.


– Después -continuó Joan a instancias de Aledis-, le pedirán que nombre a sus enemigos.

– ¿Para qué?

– Si nombrase a alguno de los testigos que lo han denunciado, el tribunal podría considerar que la denuncia está viciada por esa enemistad.

– Pero Arnau no sabe quién lo ha denunciado -intervino Mar.

– No. En este momento, no. Después sí podría saberlo… si Eimeric le concede ese derecho. En realidad debería saberlo -añadió ante la expresión de sus interlocutoras-, puesto que así lo ordenó Bonifacio VIII, pero el Papa está muy lejos y al final cada inquisidor lleva el proceso como más le conviene.


– Creo que mi esposa me odia -contestó Arnau a la pregunta de Eimeric.

– ¿Por qué razón va a odiarte doña Elionor? -preguntó de nuevo el inquisidor.

– No hemos tenido hijos.

– ¿Lo has intentado? ¿Has yacido con ella?

Había jurado sobre los cuatro evangelios.

– ¿Has yacido con ella? -repitió Eimeric.

– No.

El notario dejó correr la pluma sobre los legajos que descansaban frente a él. Nicolau Eimeric se volvió hacia el obispo.

– ¿Algún enemigo más? -intervino en esta ocasión Berenguer d'Erill.

– Los nobles de mis baronías, en especial el carlán de Montbui.-El notario siguió escribiendo-.También he dictado sentencia en muchos procesos como cónsul de la Mar, pero creo haber obrado con justicia.

– ¿Tienes algún enemigo entre los miembros del clero?

¿Por qué aquella pregunta? Siempre se había llevado bien con la Iglesia.

– Salvo que alguno de los presentes…

– Los miembros de este tribunal son imparciales -lo interrumpió Eimeric.

– Confío en ello. -Arnau se enfrentó a la mirada del inquisidor.

– ¿Alguien más?

– Como bien sabéis, llevo mucho tiempo ejerciendo de cambista; quizá…

– No se trata -volvió a interrumpirlo Eimeric- de que especules sobre quién o quiénes podrían llegar a ser tus enemigos y por qué razones. Si los tienes debes decir su nombre; en caso contrario, negarlo. ¿Tienes o no? -rugió Eimeric.

– No creo tenerlos.


– ¿Y después? -preguntó Aledis.

– Después empezará el verdadero proceso inquisitorial. -Joan se trasladó con la memoria a las plazas de los pueblos, a las casas de los principales, a las noches en vela…, pero un fuerte golpe sobre la mesa lo devolvió a la realidad.

– ¿Qué significa eso, fraile? -gritó Mar.

Joan suspiró y la miró a los ojos.

– «Inquisición» significa busca. El inquisidor tiene que buscar la herejía, el pecado. Aun cuando existan denuncias, el proceso no se fundamenta en ellas ni se ciñe a ellas. Si el procesado no confiesa, debe buscarse esa verdad escondida.

– ¿De qué manera? -preguntó Mar.

Joan cerró los ojos antes de contestar.

– Si te refieres a la tortura, sí, es uno de los procedimientos.

– ¿Qué le hacen?

– Podría ser que no llegaran a torturarlo.

– ¿Qué le hacen? -insistió Mar.

– ¿Para qué quieres saberlo? -le preguntó Aledis cogiéndola de la mano-. Sólo servirá para atormentarte… más.

– La ley prohibe que la tortura provoque la muerte o la amputación de algún miembro -aclaró Joan-, y sólo puede torturarse una vez.

Joan observó cómo las dos mujeres, con lágrimas en los ojos, trataban de consolarse. Sin embargo, el propio Eimeric había encontrado la forma de burlar esa disposición legal. «Non ad modum iterationis sed continuationis», solía decir con un extraño brillo en los ojos; no como repetición sino como continuación, traducía a los noveles que todavía no dominaban el latín.

– ¿Qué sucede si lo torturan y sigue sin confesar? -inquirió Mar tras sorber por la nariz.

– Su actitud será tenida en cuenta a la hora de dictar sentencia -contestó Joan sin más.

– Y la sentencia, ¿la dictará Eimeric? -preguntó Aledis.

– Sí, salvo que la condena sea a cárcel perpetua o ejecución en la hoguera; en ese caso necesita la conformidad del obispo. Sin embargo -continuó el fraile interrumpiendo la siguiente pregunta de las mujeres-, si el tribunal considera que el asunto es complejo, hay ocasiones en que lo consulta con los boni viri, entre treinta u ochenta personas, laicos y seglares, a fin de que le den su opinión sobre la culpabilidad del acusado y la pena que corresponde. Entonces el proceso se alarga meses y meses.

– En los que Arnau seguirá en la cárcel -señaló Aledis.

Joan asintió con la cabeza y los tres permanecieron en silencio; las mujeres trataban de asimilar lo que habían oído, Joan recordaba otra de las máximas de Eimeric: «La cárcel ha de ser lóbrega, un subterráneo en el que no pueda penetrar ninguna claridad, especialmente la del sol o de la luna; ha de ser dura y áspera, de forma que abrevie en lo posible la vida del reo, hasta hacerlo perecer».


Con Arnau en el centro de la sala, en pie, sucio y desharrapado, inquisidor y obispo acercaron las cabezas y empezaron a cuchichear. El notario aprovechó para ordenar sus legajos y los cuatro dominicos clavaron la mirada en Arnau.

– ¿Cómo llevarás el interrogatorio? -le preguntó Berenguer d'Erill.

– Empezaremos como siempre, y a medida que obtengamos algún resultado, iremos comunicándole los cargos.

– ¿Vas a decírselos?

– Sí. Creo que con este hombre será más efectiva la presión dialéctica que la física, aunque si no hay más remedio…

Arnau intentó sostener la mirada de los frailes negros. Uno, dos, tres, cuatro… Cambió el peso de su cuerpo al otro pie y volvió a mirar al inquisidor y al obispo. Seguían cuchicheando. Los dominicos continuaban con la atención puesta en él. La sala estaba en el más absoluto silencio, excepción hecha del ininteligible cuchicheo de los dos prebostes.

– Está empezando a ponerse nervioso -dijo el obispo tras levantar la mirada hacia Arnau y volver a enfrascarse con el inquisidor.

– Es una persona acostumbrada a mandar y a ser obedecido -contestó Eimeric-.Tiene que entender cuál es su verdadera situación, aceptar al tribunal y su autoridad, someterse a él. Sólo entonces estará en disposición de ser interrogado. La humillación es el primer paso.

Obispo e inquisidor prolongaron sus consultas durante un largo rato, durante el que Arnau se vio constantemente escrutado por los dominicos. Arnau intentó distraer sus pensamientos hacia Mar, hacia Joan, pero cada vez que pensaba en alguno de ellos la mirada de un fraile negro lo arañaba como si supiese qué estaba pensando. Cambió de posición infinidad de veces; se llevó la mano a la barba y al cabello y observó su estado de suciedad. Berenguer d'Erill y Nicolau Eimeric, refulgentes de oro, cómodamente sentados, parapetados tras la mesa del tribunal, lo miraban de reojo antes de volver a cuchichear.

Finalmente, Nicolau Eimeric se dirigió a él con voz potente:

– Arnau Estanyol, sé que has pecado.

Empezaba el juicio. Arnau inspiró con fuerza.

– Ignoro a qué os referís. Creo haber sido siempre un buen cristiano. He procurado…

– Tú mismo has reconocido ante este tribunal no haber mantenido relaciones con tu esposa. ¿Es ésa la actitud de un buen cristiano?

– No puedo tener relaciones carnales. No sé si sabréis que ya estuve casado en una ocasión y tampoco… pude tener ningún hijo.

– ¿Quieres decir que tienes un problema físico? -intervino el obispo.

– Sí.

Eimeric observó a Arnau durante unos instantes; apoyó los codos sobre la mesa y, cruzando las manos, se tapó la boca con ellas. Después se volvió hacia el notario y le dio una orden en voz baja.

– Declaración de Juli Andreu, sacerdote de Santa María de la Mar -leyó el notario, enfrascándose en uno de los legajos-. «Yo, Juli Andreu, sacerdote de Santa María de la Mar, requerido por el inquisidor general de Cataluña, declaro que aproximadamente en marzo del año 1364 de Nuestro Señor, mantuve con Arnau Estanyol, barón de Cataluña, una conversación a instancias de su esposa, doña Elionor, baronesa, pupila del rey Pedro, la cual me había manifestado su preocupación por la dejación que hacía su esposo de los deberes conyugales. Declaro que Arnau Estanyol me confió que no le atraía su esposa y que su cuerpo se negaba a mantener relaciones con doña Elionor; que se encontraba bien físicamente y que no podía obligar a su cuerpo a desear a una mujer a la que no deseaba; que sabía que estaba en pecado -Nicolau Eimeric entrecerró los ojos hacia Arnau-, y que por esa razón rezaba tanto en Santa María y hacía cuantiosas donaciones para la construcción de la iglesia.»

El silencio volvió a hacerse en la sala. Nicolau siguió con la mirada puesta en Arnau.

– ¿Mantienes que tienes un problema físico? -preguntó el inquisidor al fin.

Arnau recordaba aquella conversación pero no recordaba qué era exactamente…

– No recuerdo qué fue lo que dije.

– ¿Reconoces entonces haber hablado con el padre Juli Andreu?

– Sí.

Arnau oyó el rasgueo de la pluma del notario.

– Sin embargo, estás poniendo en duda la declaración de un hombre de Dios. ¿Qué interés podría tener el clérigo en mentir contra ti?

– Podría estar equivocado. No recordar bien qué fue lo que se dijo…

– ¿Pretendes decir que un sacerdote que dudara de lo que se dijo declararía como lo ha hecho el padre Juli Andreu?

– Sólo digo que podría estar equivocado.

– El padre Juli Andreu no es enemigo tuyo, ¿no? -intervino el obispo.

– No lo tenía por tal.

Nicolau volvió a dirigirse al notario.

– Declaración de Pere Sálvete, canónigo de Santa María de la Mar. «Yo, Pere Sálvete, canónigo de Santa María de la Mar, requerido por el inquisidor general de Cataluña, declaro que en la Pascua del año de 1367 de Nuestro Señor, mientras oficiábamos la Santa Misa, irrumpieron en la iglesia unos ciudadanos alertando del robo de una hostia por parte de los herejes. La misa se suspendió y los feligreses abandonaron la iglesia a excepción de Arnau

Estanyol, cónsul de la Mar, y su esposa, doña Elionor.» -«¡Ve con tu amante judía!» Las palabras de Elionor resonaron de nuevo. Arnau fue presa del mismo escalofrío que sintió aquel día. Levantó la mirada. Nicolau estaba atento a él… y sonreía. ¿Lo habría notado? El escribano seguía leyendo-:… y el cónsul le contestó que Dios no podía obligarlo a yacer con ella…

Nicolau hizo callar al notario y dejó de sonreír.

– ¿También miente el canónigo?

«¡Ve con tu amante judía!» ¿Por qué no lo habría dejado terminar de leer? ¿Qué pretendía Nicolau? Tu amante judía, tu amante judía…, las llamas lamiendo el cuerpo de Hasdai, el silencio, el pueblo enardecido reclamando justicia en silencio, gritando palabras que no llegaban a surgir de su boca, Elionor señalándolo y Nicolau y el obispo mirándolo a él… y a Raquel abrazada a él.

– ¿También miente el canónigo? -repitió Nicolau.

– Yo no he acusado a nadie de mentir -se defendió Arnau. Necesitaba pensar.

– ¿Niegas los preceptos de Dios? ¿Acaso te opones a las obligaciones que como esposo cristiano te corresponden?

– No…, no -titubeó Arnau.

– ¿Entonces?

– Entonces, ¿qué?

– ¿Niegas los preceptos de Dios? -repitió Nicolau alzando la voz.

Las palabras reverberaron en las paredes de piedra de la amplia sala. Sentía las piernas entumecidas, tantos días en aquella mazmorra…

– El tribunal puede considerar tu silencio como una confesión -añadió el obispo.

– No. No los niego. -Le empezaban a doler las piernas-. ¿Tanto importan al Santo Oficio mis relaciones con doña Elionor? ¿Acaso es pecado…?

– No te equivoques, Arnau -lo interrumpió el inquisidor-, las preguntas las hace el tribunal.

– Hacedlo, pues.

Nicolau observó cómo Arnau se movía, inquieto, y cambiaba de postura una y otra vez.

– Está empezando a notar dolor -susurró al oído de Berenguer d'Erill.

– Dejémosle pensar en él -contestó el obispo.

Empezaron a cuchichear de nuevo y Arnau volvió a sentir sobre sí los cuatro pares de ojos de los dominicos. Le dolían las piernas, pero tenía que resistir. No podía postrarse ante Nicolau Eime-ric. ¿Qué sucedería si caía al suelo? Necesitaba… ¡una piedra!, una piedra sobre sus espaldas, un largo camino que recorrer cargado con una piedra para su Virgen. «¿Dónde estás ahora? ¿De verdad son éstos tus representantes?» Sólo era un niño y sin embargo… ¿Por qué no iba a aguantar ahora? Había recorrido Barcelona entera con una roca que pesaba más que él, sudando, sangrando, oyendo los gritos de ánimo de la gente. ¿No le quedaba nada de aquella fuerza? ¿Iba a vencerlo un fraile fanático? ¿A él? ¿Al niño bastaix al que habían admirado todos los muchachos de la ciudad? Paso a paso, arañando el camino hasta Santa María para después volver a su casa y descansar para la siguiente jornada. A su casa…, los ojos castaños, los grandes ojos castaños. Y entonces, en aquel momento, con un estremecimiento que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo, reconoció a Aledis en la visitante de la oscura mazmorra.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill cruzaron una mirada cuando vieron cómo Arnau se erguía. Por primera vez uno de los dominicos desvió su atención hacia el centro de la mesa.

– No cae -cuchicheó nerviosamente el obispo.

– ¿Dónde satisfaces tus instintos? -preguntó Nicolau alzando la voz.

Por eso lo había llamado Arnau. Su voz… Sí. Aquélla era la voz que tantas veces había escuchado en la falda de la montaña de Montjuïc.

– ¡Arnau Estanyol! -El grito del inquisidor devolvió sus pensamientos al tribunal-. He preguntado que dónde satisfaces tus instintos.

– No entiendo vuestra pregunta.

– Eres un hombre. No has tenido relaciones con tu esposa en años. Es muy sencillo: ¿dónde satisfaces tus necesidades como hombre?

– Hace esos mismos años que decís que no tengo contacto con mujer alguna.

Había contestado sin pensar. El alguacil había dicho que era su madre.

– ¡Mientes! -Arnau dio un respingo-. Este mismo tribunal te ha visto abrazado a una hereje. ¿No es eso tener contacto con una mujer?

– No al que os referís.

– ¿Qué puede impulsar a un hombre y una mujer a abrazarse en público sino -Nicolau gesticuló con las manos- la lascivia?

– El dolor.

– ¿Qué dolor? -saltó el obispo.

– ¿Qué dolor? -insistió Nicolau ante su silencio. Arnau calló. Las llamas de la pira iluminaron la estancia-. ¿Por la ejecución de un hereje que había profanado una sagrada hostia? -preguntó de nuevo el inquisidor señalándolo con un dedo enjoyado-. ¿Es ése el dolor que sientes como buen cristiano? ¿El del peso de la justicia sobre un desalmado, un profanador, un miserable, un ladrón…?

– ¡Él no fue! -gritó Arnau.

Todos los miembros del tribunal, notario incluido, se revolvieron en sus asientos.

– Los tres confesaron su culpa. ¿Por qué defiendes a los herejes? Los judíos…

– ¡Judíos! ¡Judíos! -se revolvió- ¿Qué le pasa al mundo con los judíos?

– ¿Acaso lo ignoras? -preguntó el inquisidor levantando la voz-. ¡Crucificaron a Jesucristo!

– ¿No lo han pagado suficiente con su propia vida?

Arnau se encontró con la mirada de los miembros del tribunal. Todos ellos se habían erguido en sus asientos.

– ¿Abogas por el perdón? -preguntó Berenguer d'Erill.

– ¿No son ésas las enseñanzas de Nuestro Señor?

– ¡El único camino es la conversión! No se puede perdonar a quien no se arrepiente -gritó Nicolau.

– Estáis hablando de algo que sucedió hace más de mil trescientos años. ¿De qué tiene que arrepentirse el judío que ha nacido en nuestro tiempo? Él no tiene ninguna culpa de lo que pudo pasar entonces.

– Todo aquel que abrace la doctrina judía está responsabilizándose de lo que hicieron sus antepasados; está asumiendo su culpa. -Sólo abrazan ideas, creencias, como nosot… -Nicolau y Berenguer dieron un respingo; ¿por qué no?, ¿acaso no era cierto?, ¿acaso no lo merecía aquel hombre vilipendiado que había entregado su vida por su comunidad?-. Como nosotros -afirmó Arnau con contundencia.

– ¿Equiparas la fe católica a la herejía? -saltó el obispo. -No me corresponde a mí comparar nada; ésa es una labor que os dejo a vosotros, los hombres de Dios.Tan sólo he dicho… -¡Sabemos perfectamente qué has dicho! -lo interrumpió Nicolau Eimeric levantando la voz-. Has igualado la auténtica fe cristiana, la única, la verdadera, con las doctrinas heréticas de los judíos. Arnau se enfrentó al tribunal. El notario seguía escribiendo en los legajos. Hasta los soldados, a sus espaldas, hieráticos junto a las puertas, parecieron escuchar el rasgueo de la pluma. Nicolau sonrió y el sonido del escribano se coló en Arnau hasta alcanzarle el espinazo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. El inquisidor se percató y sonrió abiertamente. Sí, le dijo con la mirada, son tus declaraciones. -Son como nosotros -reiteró Arnau. Nicolau le ordenó silencio con la mano. El notario continuó escribiendo durante unos instantes. Ahí quedan tus palabras, volvió a decirle con la mirada el inquisidor. Cuando levantó la pluma, Nicolau sonrió de nuevo.

– Se suspende la sesión hasta mañana -voceó levantándose del sillón.


Mar estaba cansada de escuchar a Joan.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Aledis. Mar se limitó a mirarla-. ¿Otra vez? Has ido cada día y no has conseguido…

– He conseguido que sepa que estoy aquí y que no voy a olvidar lo que me hizo. -Joan escondió el rostro-. Conseguí verla a través de la ventana y hacerle saber que Arnau es mío; lo vi en sus ojos y pienso recordárselo todos los días de su vida. Estoy dispuesta a conseguir que cada instante piense que he sido yo quien ha ganado.

Aledis la observó mientras abandonaba el hostal. Mar hizo el mismo camino que llevaba haciendo desde su llegada a Barcelona, hasta plantarse a las puertas del palacio de la calle Monteada. Golpeó con todas sus fuerzas la aldaba de la puerta. Elionor se negaría a recibirla pero debía saber que ella estaba allí abajo.

Un día más, el anciano criado abrió la mirilla.

– Señora -le dijo a través de ella-, ya sabéis que doña Elionor…

– Abre la puerta. Sólo quiero verla, aunque sea a través de la ventana tras la que se esconde.

– Pero ella no quiere, señora.

– ¿Sabe quién soy?

Mar vio cómo Pere se volvía hacia las ventanas del palacio.

– Sí.

Mar volvió a golpear la aldaba con fuerza.

– No sigáis señora, o doña Elionor hará llamar a los soldados -le aconsejó el anciano.

– Abre, Pere.

– No quiere veros, señora.

Mar notó cómo una mano se posaba en su hombro y la apartaba de la puerta.

– Quizá sí quiera verme a mí -oyó antes de ver cómo un hombre se acercaba hasta la mirilla.

– ¡Guillem! -gritó Mar abalanzándose sobre él.

– ¿Te acuerdas de mí, Pere? -preguntó el moro con Mar colgando de su cuello.

– ¿Cómo no iba a acordarme?

– Pues dile a tu señora que quiero verla.

Cuando el anciano cerró la mirilla, Guillem cogió a Mar por la cintura y la alzó. Riendo, Mar se dejó voltear. Luego, Guillem la dejó en el suelo y la apartó un paso, cogiéndola de las manos y abriéndolas para poder observarla.

– Mi niña -dijo con la voz entrecortada-, ¡cuántas veces he soñado con volver a levantarte en volandas! Pero ahora pesas mucho más.Te has convertido en toda una…

Mar se soltó y se abrazó a él.

– ¿Por qué me abandonaste? -le preguntó llorando.

– Sólo era un esclavo, mi niña. ¿Qué podía hacer un simple esclavo?

– Tú eras como mi padre.

– ¿Ya no lo soy?

– Siempre lo serás.

Mar abrazó con fuerza a Guillem. «Siempre lo serás», pensó el moro. «¿Cuánto tiempo he perdido lejos de aquí?» Se volvió hacia la mirilla:

– Doña Elionor tampoco quiere veros -se oyó desde el interior.

– Dile que tendrá noticias mías.


Los soldados lo acompañaron de vuelta a las mazmorras. Mientras el alguacil volvía a encadenarlo, Arnau no separó la vista de la sombra que se acurrucaba frente a él, en el otro extremo de la lúgubre estancia. Continuó en pie cuando el alguacil abandonó las mazmorras.

– ¿Qué tienes tú que ver con Aledis? -le gritó a la anciana cuando ya no se oían las pisadas en el pasillo.

Arnau creyó vislumbrar un sobresalto en la sombra, pero al momento la figura volvió a quedar inerte.

– ¿Qué tienes que ver con Aledis? -repitió-. ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué te visita?

El silencio que obtuvo como respuesta le trajo al recuerdo el reflejo de aquellos grandes ojos castaños.

– ¿Qué tienen que ver Aledis y Mar? -suplicó a la sombra.

Arnau intentó oír al menos la respiración de la anciana, pero un sinfín de jadeos y estertores se mezclaron en el silencio con que le respondía Francesca. Arnau paseó la mirada por las paredes de la mazmorra; nadie le prestaba la menor atención.


El hostalera dejó de remover la gran olla sobre el hogar en cuanto vio aparecer a Mar acompañada de un moro lujosamente ataviado. Su nerviosismo aumentó cuando tras ellos entraron dos esclavos cargados con las pertenencias de Guillem. «¿Por qué no habrá ido a la alhóndiga como todos los mercaderes?», pensó mientras acudía a recibirlo.

– Es un honor para esta casa -le dijo inclinándose en una exagerada reverencia.

Guillem esperó a que el hostalera finalizara con la zalamería.

– ¿Tienes alojamiento?

– Sí. Los esclavos pueden dormir en el…

– Alojamiento para tres -lo interrumpió Guillem-. Dos habitaciones; una para mí y otra para ellos.

El hostalera desvió la mirada hacia los dos muchachos de grandes ojos oscuros y cabello ensortijado que esperaban en silencio tras su amo.

– Sí -contestó-. Si eso es lo que deseáis. Acompañadme. -Ellos se ocuparán de todo. Traednos un poco de agua. Guillem acompañó a Mar hasta una de las mesas. Estaban solos en el comedor.

– ¿Dices que hoy ha empezado el juicio?

– Sí, aunque tampoco podría asegurártelo. Lo cierto es que no sé nada. Ni siquiera he podido verlo.

Guillem notó cómo a Mar se le quebraba la voz. Alargó la mano para consolarla pero no llegó a tocarla. Ya no era una niña y él… a fin de cuentas no era más que un moro. Nadie debía pensar… Bastante había hecho ya frente al palacio de Elionor. La mano de Mar recorrió el trayecto que le había faltado a la de Guillem.

– Sigo siendo la misma. Para ti, siempre.

Guillem sonrió.

– ¿Y tu esposo?

– Murió.

El rostro de Mar no reflejó disgusto. Guillem cambió de asunto:

– ¿Se ha hecho algo por Arnau?

Mar entrecerró los ojos y frunció los labios.

– ¿Qué quieres decir? No podemos hacer…

– ¿Y Joan? Joan es inquisidor. ¿Sabes algo de él? ¿No ha intercedido por Arnau?

– ¿Ese fraile? -Mar sonrió con desgana y guardó silencio; ¿para qué contárselo? Ya era suficiente con lo de Arnau, y Guillem había venido por él-. No. No ha hecho nada. Es más, tiene en contra al inquisidor general. Está aquí con nosotras…

– ¿Nosotras?

– Sí. He conocido a una viuda que se llama Aledis y que se aloja aquí junto a sus dos hijas. Era amiga de Arnau cuando era niño. Por lo visto coincidió con su detención, de paso por Barcelona. Duermo con ellas. Es una buena mujer. Los verás a todos a la hora de comer.

Guillem apretó la mano de Mar.

– ¿Qué ha sido de ti? -le preguntó ella.


Mar y Guillem estuvieron contándose sus cinco años de separación hasta que el sol subió a lo alto de Barcelona; ella evitó confiarle nada referente a Joan. Las primeras en aparecer fueron Teresa y Eulàlia. Llegaban acaloradas pero sonrientes, aunque la sonrisa desapareció de sus bonitos rostros tan pronto como vieron a Mar y recordaron el encierro de Francesca.

Habían paseado por media ciudad disfrutando de la nueva identidad que les proporcionaban sus vestiduras de huérfanas… y vírgenes. Nunca antes habían gozado de tal libertad, pues la ley las obligaba a vestir de seda y colores para que cualquiera pudiera reconocerlas. «¿Entramos?», propuso Teresa señalando a escondidas las puertas de la iglesia de Sant Jaume. Lo dijo en un susurro, como si tuviera miedo de que la sola idea pudiera desencadenar la ira de toda Barcelona. Pero no sucedió nada. Los feligreses que se hallaban en su interior no les prestaron mayor atención, y tampoco lo hizo el sacerdote, a cuyo paso las muchachas bajaron la mirada y se apretaron la una contra la otra.

Desde la calle de la Boquería, bajaron charlando y riendo en dirección al mar; si hubieran subido por la calle del Bisbe, hasta la plaza Nova, se habrían encontrado a Aledis frente al palacio del obispo, con la mirada fija en los ventanales, tratando de reconocer a Arnau o Francesca en cada silueta que se dibujaba tras las vidrieras. ¡Ni siquiera sabía tras qué vidrieras estaban juzgando a Arnau! ¿Habría declarado Francesca? Joan no sabía nada de ella. Aledis paseaba su mirada de vidriera en vidriera. Seguro que sí pero, para qué contárselo si tampoco podía hacer nada desconociéndolo. Arnau era fuerte y Francesca…, no conocían a Francesca.

– ¿Qué haces ahí parada, mujer? -Aledis se encontró con uno de los soldados de la Inquisición a su lado. No lo había visto llegar-. ¿Qué miras con tanto interés?

Se agazapó y salió huyendo sin contestar. «No conocéis a Francesca -pensó mientras escapaba-. Todas vuestras torturas no podrán hacerle confesar el secreto que ha callado durante toda su vida.»

Antes de que Aledis llegase al hostal, lo hizo Joan, con un hábito limpio que había conseguido en el monasterio de Sant Pere de les Puelles. Cuando vio a Guillem, sentado con Mar y las dos hijas de Aledis, se quedó parado en medio del comedor.

Guillem lo miró. ¿Aquello había sido una sonrisa o una mueca de disgusto?

El propio Joan no podría haberle contestado. ¿Le habría contado Mar lo del secuestro?

Como un fogonazo, Guillem recordó el trato que le dio el fraile cuando estaba con Arnau, pero no era hora de rencillas y se levantó. Necesitaban estar unidos por el bien de Arnau.

– ¿Cómo te encuentras, Joan? -le dijo cogiéndolo por los hombros-. ¿Qué te ha pasado en la cara? -añadió viendo los moretones.

Joan miró a Mar pero sólo encontró el mismo rostro duro e inexpresivo con que lo había premiado desde que fue a buscarla. Pero no, Guillem no podía ser tan cínico para preguntar…

– Un mal encuentro -contestó-. Los frailes también los tenemos.

– Supongo que ya los habrás excomulgado -sonrió Guillem acompañando al fraile hasta la mesa-. ¿No dicen eso las Constituciones de Paz y Tregua? -Joan y Mar se miraban-. ¿No es así?; será excomulgado aquel que rompa la paz contra clérigos desarmados… ¿No irías armado, Joan?

Guillem no tuvo oportunidad de advertir la tirantez entre Mar y el fraile puesto que al instante apareció Aledis. Las presentaciones fueron breves, Guillem quería hablar con Joan.

– Tú eres inquisidor -le dijo-, ¿qué opinas de la situación de Arnau?

– Creo que Nicolau desea condenarlo, pero no puede tener gran cosa en su contra. Supongo que pasará con un sambenito y una multa importante, que es lo que le interesa a Eimeric. Conozco a Arnau; nunca ha hecho daño a nadie. Por más que lo haya denunciado Elionor, no podrán encontrar…

– ¿Y si la denuncia de Elionor fuese acompañada por la de unos sacerdotes? -Joan dio un respingo-. ¿Denunciarían nimiedades unos sacerdotes?

– ¿A qué te refieres?

– Eso da igual -dijo Guillem recordando la carta de Jucef-. Contéstame. ¿Qué sucederá si avalan la denuncia unos sacerdotes? Aledis no escuchó las palabras de Joan. ¿Debía contar lo que sabía? ¿Podría hacer algo aquel moro? Era rico… y parecía… Eulàlia y Teresa la miraron. Habían guardado silencio como les ordenó, pero ahora parecían deseosas de que hablara. No fue necesario preguntarles, las dos asintieron. Eso significaba… ¡qué más daba! Alguien tenía que hacer algo y aquel moro…

– Hay bastante más -saltó interrumpiendo las hipótesis que todavía estaba barajando Joan.

Los dos hombres y Mar fijaron su atención en ella.

– No pienso deciros cómo lo he sabido, ni quiero volver a hablar del asunto una vez que os lo haya contado. ¿Estáis de acuerdo?

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Joan.

– Está bastante claro, fraile -espetó Mar.

Guillem miró sorprendido a Mar; ¿a qué venía aquel trato? Se volvió hacia Joan, pero éste había bajado la mirada.

– Continúa, Aledis. Estamos de acuerdo -aceptó Guillem.

– ¿Recordáis a los dos nobles que se alojan en el hostal?

Guillem interrumpió el discurso de Aledis cuando oyó el nombre de Genis Puig.

– Tiene una hermana que se llama Margarida -le dijo Aledis.

Guillem se llevó las manos al rostro.

– ¿Siguen alojados aquí? -preguntó.

Aledis siguió contando lo que habían descubierto sus muchachas; el consentimiento de Eulàlia con Genis Puig no había sido en vano. Después de descargar en ella una pasión embebida en vino, el caballero se explayó en las acusaciones que habían formulado contra Arnau ante el inquisidor.

– Dicen que Arnau quemó el cadáver de su padre -contó Aledis-; yo no puedo creer…

Joan reprimió una arcada. Todos se volvieron hacia él. El fraile, con la mano en la boca, estaba congestionado. La oscuridad, el cuerpo de Bernat colgando de aquel cadalso improvisado, las llamas…

– ¿Qué tienes que decir ahora, Joan? -oyó que le preguntaba Guillem.

– Lo ejecutarán -logró articular antes de salir corriendo del hostal con la mano tapándose la boca.

La sentencia de Joan quedó flotando entre los presentes. Nadie miró a nadie.

– ¿Qué sucede entre Joan y tú? -le preguntó por lo bajo Guillem a Mar cuando había transcurrido un buen rato y el fraile seguía sin aparecer.

Sólo era un esclavo… ¿Qué podía hacer un simple esclavo? Las palabras de Guillem resonaron en la cabeza de Mar. Si se lo contaba… ¡Necesitaban estar unidos! Arnau necesitaba que todos luchasen por él… incluido Joan.

– Nada -le contestó-.Ya sabes que nunca nos llevamos bien.

Mar evitó la mirada de Guillem.

– ¿Me lo contarás algún día? -insistió Guillem.

Mar bajó aún más la mirada.

54

El tribunal ya estaba constituido: los cuatro dominicos y el notario sentados tras la mesa, los soldados haciendo guardia junto a la puerta y Arnau, igual de sucio que el día anterior, en pie en el centro, vigilado por todos ellos.

Al poco entraron Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill, arrastrando lujo y soberbia. Los soldados los saludaron y los demás componentes del tribunal se levantaron hasta que ambos tomaron asiento.

– Se inicia la sesión -dijo Nicolau-; te recuerdo -añadió dirigiéndose a Arnau- que sigues estando bajo juramento.

«Ese hombre -le había comentado al obispo camino de la sala- hablará más por el juramento prestado que por el miedo a la tortura.»

– Proceda a leer las últimas palabras del reo -continuó Nicolau dirigiéndose al notario.

«Sólo abrazan ideas, creencias, como nosotros.» Su propia declaración lo golpeó. Con la constante presencia de Mar y Aledis en su mente, había estado toda la noche pensando en lo que había dicho. Nicolau no le había permitido explicarse pero, por otra parte, ¿cómo podía hacerlo?, ¿qué iba a decirles a aquellos cazadores de herejes sobre sus relaciones con Raquel y su familia? El notario continuaba leyendo. No podía dirigir las investigaciones hacia Raquel; bastante habían sufrido con la muerte de Hasdai para echarles encima a la Inquisición…

– ¿Consideras que la fe cristiana se reduce a ideas o creencias que pueden ser abrazadas voluntariamente por los hombres? -preguntó Berenguer d'Erill-. ¿Acaso puede un simple mortal juzgar los preceptos divinos?

¿Por qué no? Arnau miró directamente a Nicolau. ¿Acaso no sois vosotros simples mortales? Lo quemarían. Lo quemarían como habían hecho con Hasdai y tantos otros. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Me expresé incorrectamente -contestó al fin.

– ¿Cómo lo expresarías entonces? -intervino Nicolau.

– No lo sé. No poseo vuestros conocimientos. Sólo puedo decir que creo en Dios, que soy un buen cristiano y que siempre he actuado conforme a sus preceptos.

– ¿Consideras que quemar el cadáver de tu padre es actuar conforme a los preceptos de Dios? -gritó el inquisidor poniéndose en pie y golpeando la mesa con las dos manos.


Raquel, amparándose en las sombras, acudió a la casa de su hermano, tal como había acordado con éste.

– Sahat -dijo por todo saludo, quedándose parada en la entrada de la casa.

Guillem se levantó de la mesa que compartía con Jucef.

– Lo siento, Raquel.

La mujer contestó con una mueca. Guillem estaba a algunos pasos, pero un leve movimiento de sus brazos fue suficiente para que se acercase a ella y la abrazase. Guillem la apretó contra sí e intentó consolarla, pero su voz no respondía. «Deja que corran las lágrimas, Raquel -pensó-, deja que empiece a apagarse ese fuego que quedó en tus ojos.»

Al cabo de unos instantes, Raquel se separó de Guillem y se secó las lágrimas.

– Has venido por Arnau, ¿verdad? -le preguntó una vez recompuesta-.Tienes que ayudarlo -añadió ante el asentimiento de Guillem-; nosotros poco podemos hacer sin complicar más las cosas.

– Le estaba diciendo a tu hermano que necesito una carta de presentación para la corte.

Raquel interrogó con la mirada a su hermano, todavía sentado a la mesa.

– La conseguiremos -asintió éste-. El infante don Juan con su corte, miembros de la corte del rey y prohombres del reino están reunidos en parlamento en Barcelona para tratar el asunto de Cerdeña. Es un momento excelente.

– ¿Qué piensas hacer, Sahat? -preguntó Raquel.

– No lo sé todavía. Me escribiste -añadió dirigiéndose a Jucef- que el rey está enfrentado al inquisidor. -Jucef asintió-. ¿Y su hijo?

– Mucho más -dijo Jucef-. El infante es un mecenas del arte y la cultura. Le gusta la música y la poesía, y en su corte de Gerona suele reunir a escritores y filósofos. Ninguno de ellos acepta el ataque de Eimeric a Ramon Llull. La Inquisición está mal vista entre los pensadores catalanes; a principios de siglo se condenaron por heréticas catorce obras del médico Arnau de Vilanova; la obra de Nicolás de Calabria también fue declarada herética por el propio Eimeric, y ahora persiguen a otro de los grandes como es Ramon Llull. Parece como si todo lo catalán les repugnase. Pocos son los que se atreven a escribir por miedo a la interpretación que de sus textos pueda hacer Eimeric; Nicolás de Calabria acabó en la hoguera. Por otra parte, si a alguien podría afectar el proyecto del inquisidor de ejercer su jurisdicción sobre las juderías catalanas, es al infante.Ten en cuenta que el infante vive de los impuestos que le pagamos. Te prestará atención -afirmó Jucef-, pero no te engañes: es difícil que se enfrente directamente a la Inquisición.

Guillem asintió para sus adentros.


¿Quemar el cadáver…?

Nicolau Eimeric permaneció en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa, mirando a Arnau; estaba congestionado.

– Tu padre -masculló- era un diablo que soliviantó al pueblo. Por eso lo ejecutaron y por eso tú lo quemaste, para que muriese como tal.

Nicolau terminó señalando a Arnau.

¿Cómo lo sabía? Sólo había una persona que conociera… El escribano rasgueaba con su pluma. No podía ser. Joan no… Arnau sintió que sus piernas flaqueaban.

– ¿Niegas haber quemado el cadáver de tu padre? -preguntó Berenguer d'Erill.

¡Joan no podía haberlo denunciado!

– ¿Lo niegas? -repitió Nicolau elevando la voz.

Los rostros de los miembros del tribunal se desfiguraron y Arnau reprimió una arcada.

– ¡Teníamos hambre! -gritó-. ¿Habéis tenido hambre alguna vez? -El rostro morado de su padre con la lengua colgando se confundió con los de los que lo miraban. ¿Joan? ¿Por qué no había ido a verle?-. ¡Teníamos hambre! -gritó. Arnau oyó hablar a su padre: «Yo de ti no me sometería»-. ¿Acaso habéis tenido hambre alguna vez?

Arnau trató de abalanzarse sobre Nicolau, que seguía interrogándole con la mirada, en pie, soberbio, pero antes de que llegase a él los soldados lo inmovilizaron y lo arrastraron de nuevo al centro de la sala.

– ¿Quemaste a tu padre como a un demonio? -volvió a preguntar Nicolau a voz en grito.

– ¡Mi padre no era ningún demonio! -le contestó Arnau gritando también, forcejeando con los soldados que lo mantenían agarrado.

– Pero quemaste su cadáver.

«¿Por qué, Joan? Eres mi hermano y Bernat… Bernat siempre te quiso como a un hijo.» Arnau bajó la cabeza y quedó colgado de los soldados. ¿Por qué…?

– ¿Te lo ordenó tu madre?

Arnau sólo logró levantar la cabeza.

– Tu madre es una bruja que transmite el mal del diablo -añadió el obispo.

¿Qué estaban diciendo?

– Tu padre asesinó a un muchacho para liberarte a ti. ¿Lo confiesas? -gritó Nicolau.

– ¿Qué…? -intentó decir Arnau.

– Tú -Nicolau lo señaló- también asesinaste a un muchacho cristiano. ¿Qué pensabas hacer con él?

– ¿Te lo ordenaron tus padres? -preguntó el obispo.

– ¿Querías su corazón? -preguntó Nicolau.

– ¿A cuántos muchachos más has asesinado?

– ¿Qué relaciones mantienes con los herejes?

Inquisidor y obispo le lanzaron una retahila de preguntas. Tu padre, tu madre, muchachos, asesinatos, corazones, herejes, judíos… ¡Joan! Arnau dejó caer la cabeza de nuevo. Temblaba.

– ¿Confiesas? -terminó Nicolau.

Arnau no se movió. El tribunal dejó que el tiempo corriera. Mientras, Arnau seguía colgando de los brazos de los soldados. Al final Nicolau les hizo una seña para que abandonasen la sala. Arnau notó cómo lo arrastraban.

– ¡Esperad! -ordenó el inquisidor cuando estaban a punto de abrir las puertas. Los soldados se volvieron hacia él-. ¡Arnau Estanyol! -gritó-. ¡Arnau Estanyol! -gritó de nuevo.

Arnau levantó la cabeza lentamente y miró a Nicolau.

– Podéis llevároslo -les dijo el inquisidor a los soldados en cuanto notó la mirada de Arnau sobre sí-.Anotad, notario -oyó Arnau que decía Nicolau mientras cruzaba las puertas-, el reo no ha negado ninguna de las acusaciones formuladas por este tribunal y se ha negado a confesar simulando un desvanecimiento cuya falsedad se ha descubierto cuando, libre del proceso inquisitorial y antes de abandonar la sala, ha vuelto a atender el requerimiento del mismo.

El sonido de la pluma persiguió a Arnau hasta las mazmorras.


Guillem dio orden a sus esclavos de que organizasen el traslado a la alhóndiga, muy cercana al hostal del Estanyer, cuyo propietario recibió con desagrado la noticia; dejaba a Mar, pero no podía arriesgarse a que Genis Puig lo reconociera. Los dos esclavos respondieron negando con la cabeza a cuantos intentos hizo el hostalera para impedir que el rico mercader abandonara su establecimiento. «¿Para qué quiero nobles que no pagan?», masculló al contar los dineros que le entregaron los esclavos de Guillem.

Desde la judería, Guillem se dirigió directamente a la alhóndiga; ninguno de los mercaderes de paso en la ciudad que allí se alojaban conocía su antigua relación con Arnau.

– Tengo establecimiento abierto en Pisa -le contestó a un mercader siciliano que se sentó a comer en su mesa y que se interesó por él.

– ¿Qué te ha traído a Barcelona? -preguntó el siciliano.

Un amigo con problemas, estuvo a punto de responderle. El siciliano era un hombre bajo, calvo y de facciones excesivamente marcadas; le dijo que se llamaba Jacopo Lercardo. Había hablado largo y tendido con Jucef, pero conocer otra opinión siempre sería bueno.

– Hace años mantuve buenos contactos con Cataluña y he aprovechado un viaje aValencia para explorar un poco el mercado.

– Poco hay que explorar -le dijo el siciliano sin dejar de llevarse la cuchara a la boca.

Guillem esperó a que continuara, pero Jacopo siguió enfrascado en su olla de carne. Aquel hombre no hablaría si no era con alguien que conociese el negocio tan bien como él.

– He comprobado que la situación ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. En los mercados se echa en falta a los campesinos; sus puestos están vacíos. Recuerdo que antes, hace años, el almotacén tenía que poner orden entre mercaderes y campesinos.

– Ya no tiene trabajo -dijo el siciliano sonriendo-; los campesinos ya no producen y no acuden a vender a los mercados. Las epidemias han diezmado la población, la tierra no rinde y los propios señores las abandonan y las dejan baldías. El pueblo emigra a la tierra de donde vienes: Valencia.

– He visitado a algunos antiguos conocidos. -El siciliano volvió a mirarlo por encima de la cuchara-.Ya no arriesgan su dinero en operaciones comerciales; se limitan a comprar deuda de la ciudad. Se han convertido en rentistas. Según me han dicho, hace nueve años la deuda municipal era de unas ciento sesenta y nueve mil libras; hoy puede estar en unas doscientas mil libras y sigue subiendo. El municipio no puede seguir obligándose al pago de los censales o violarios que establece como garantía de la deuda; se arruinará.

Durante unos instantes, Guillem se permitió pensar en la eterna discusión del pago de los intereses del dinero que tenían prohibido los cristianos. Retraída la actividad comercial y con ella las comandas que retribuían el dinero, otra vez habían conseguido burlar la prohibición legal con la creación de los censales o los violarios, por los cuales los ricos entregaban un dinero al municipio y éste se comprometía al pago de una cantidad anual en la que, evidentemente, se incluían los intereses prohibidos. En los violarios, si se quería devolver el principal prestado, había que pagar un tercio más del total prestado. Sin embargo, comprando deuda municipal, no se corrían los riesgos de las expediciones comerciales… mientras Barcelona pudiese pagar.

– Pero mientras no llegue esa ruina -le dijo el siciliano haciéndolo volver a la realidad- la situación es excepcional para ganar dinero en el principado…

– Vendiendo -le interrumpió Guillem.

– Principalmente -Guillem notó que el siciliano se confiaba-, pero también se puede comprar, siempre y cuando se haga con la moneda adecuada. La paridad entre el florín de oro y el croat de plata es totalmente ficticia y muy alejada de las paridades establecidas en los mercados extranjeros. La plata está saliendo de Cataluña de forma masiva y el rey sigue empeñado en sostener el valor de su florín de oro en contra del mercado; esa actitud le costará muy cara.

– ¿Por qué crees que mantiene esa postura? -preguntó con interés Guillem-. El rey Pedro siempre se ha comportado como una persona sensata…

– Por simple interés político -le interrumpió Jacopo-. El florín es la moneda real; su acuñación en la ceca de Montpellier depende directamente del rey. Por el contrario, el croat se acuña en ciudades como Barcelona y Valencia por concesión real. El monarca quiere sostener el valor de su moneda aunque se equivoque; sin embargo, para nosotros, es el mejor error que podría cometer. ¡El rey ha fijado la paridad del oro con respecto a la plata en trece veces más de lo que en realidad cuesta en otros mercados!

– ¿Y las arcas reales?

Aquél era el punto al que quería llegar Guillem.

– ¡Trece veces sobre valoradas! -rió el siciliano-. El rey sigue con su guerra contra Castilla aunque parece que está pronta a terminar. Pedro el Cruel tiene problemas con sus nobles, que se han decantado por el Trastámara.A Pedro el Ceremonioso sólo le son fieles las ciudades y, al parecer, los judíos. La guerra contra Castilla ha arruinado al rey. Hace cuatro años las cortes de Monzón le concedieron un subsidio por importe de doscientas setenta mil libras a costa de nuevas concesiones a nobles y ciudades. El rey invierte ese dinero en la guerra pero pierde privilegios para el futuro, y ahora, una nueva revuelta en Córcega… Si tienes algún interés en la casa real, olvídalo.

Guillem dejó de escuchar al siciliano y se limitó a asentir con la cabeza y sonreír cuando parecía que tocaba hacerlo. El rey estaba arruinado y Arnau era uno de sus mayores acreedores. Cuando Guillem abandonó Barcelona, los préstamos a la casa real superaban las diez mil libras; ¿a cuánto ascenderían ahora? Ni siquiera debía de haber pagado los intereses de los préstamos baratos. «Lo ejecutarán.» La sentencia de Joan volvió a su memoria. «Nicolau utilizará a Arnau para reforzar su poder -le había dicho Jucef-; el rey no paga al Papa y Eimeric le ha prometido parte de la fortuna de Arnau.» ¿Estaría dispuesto el rey Pedro a convertirse en deudor de un Papa que acababa de promover una revuelta en Córcega al negar el derecho de la corona de Aragón? Pero ¿cómo lograr que el rey se opusiese a la Inquisición?


– Vuestra propuesta nos interesa.

La voz del infante se perdió en la inmensidad del salón del Tinell. Sólo tenía dieciséis años pero acababa de presidir, en nombre de su padre, el Parlamento que debía tratar de la revolución sarda. Guillem observó disimuladamente al heredero, sentado en el trono y flanqueado por sus dos consejeros, Juan Fernández de Heredia y Francesc de Perellós, ambos de pie. Se decía de él que era débil, pero aquel muchacho, dos años atrás, tuvo que juzgar, sentenciar y ejecutar a quien había sido su tutor desde que nació: Bernat de Cabrera. Después de ordenar su decapitación en la plaza del mercado de Zaragoza, el infante tuvo que mandar la cabeza del vizconde a su padre, el rey Pedro.

Aquella misma tarde Guillem había podido hablar con Francesc de Perellós. El consejero lo escuchó con atención; luego, le ordenó que esperara tras una pequeña puerta. Cuando después de una larga espera lo dejaron pasar, Guillem se encontró con el más imponente salón que jamás había pisado: una estancia diáfana de más de treinta metros de ancho, cubierta por seis largos arcos en diafragma que llegaban casi hasta el suelo, con las paredes desnudas e iluminada con antorchas. El infante y sus consejeros lo esperaban al fondo del salón del Tinell.

Aún a varios pasos del trono, hincó una rodilla en tierra.

– Sin embargo -decía el infante-, recordad que no podemos enfrentarnos a la Inquisición.

Guillem esperó hasta que Francesc de Perellós, con una mirada cómplice, le indicó que hablara.

– No deberéis hacerlo, mi señor.

– Sea -sentenció el infante, tras lo cual se levantó y abandonó el salón acompañado por Juan Fernández de Heredia.

– Levantaos -le indicó Francesc de Perellós a Guillem-. ¿Cuándo será?

– Mañana, si puedo. Si no, pasado mañana.

– Avisaré al veguer.


Guillem abandonó el palacio mayor cuando empezaba a anochecer. Miró el límpido cielo mediterráneo y respiró hondo. Le quedaba mucho por hacer.

Aquella misma tarde, cuando aún no había terminado de hablar con Jacopo el siciliano, había recibido un mensaje de Jucef: «El consejero Francesc de Perellós te recibirá esta misma tarde en el palacio mayor, cuando termine el Parlamento». Sabía cómo interesar al infante; era sencillo: condonar los importantes préstamos a la corona que obraban en los libros de Arnau para que no terminasen en manos del Papa. Pero ¿cómo liberar a Arnau sin que el duque de Gerona tuviera que enfrentarse a la Inquisición?

Guillem salió a pasear antes de dirigirse a palacio. Sus pasos lo llevaron a la mesa de Arnau. Estaba cerrada; los libros debía de tenerlos Nicolau Eimeric para evitar ventas fraudulentas y los oficiales de Arnau habían desaparecido. Miró hacia Santa María, rodeada de andamios. ¿Cómo era posible que un hombre que lo había dado todo por esa iglesia…? Su paseo prosiguió hasta el Consulado de la Mar y hasta la playa.

– ¿Cómo está tu amo? -oyó a sus espaldas. Guillem se volvió y se encontró con un bastaix cargado con un enorme saco a la espalda. Arnau le prestó dinero hacía años, y lo había devuelto moneda a moneda. Guillem se encogió de hombros y esbozó una mueca. Enseguida, la fila de bastaixos que estaba descargando un barco y que seguía al primero lo rodeó. «¿Qué le pasa a Arnau? -escuchó-. ¿Cómo pueden acusarle de hereje?» A aquél también le había prestado dinero… ¿para la dote.de una de sus hijas? ¿Cuántos de ellos habían acudido a Arnau? «Si lo ves -dijo otro-, dile que hay una vela por él bajo los pies de Santa María. Nosotros nos ocupamos de que siempre esté encendida.» Guillem intentó excusar su ignorancia pero no le dejaron: los bastaixos despotricaron contra la Inquisición y luego siguieron su camino.

Con la visión de los bastaixos enardecidos, Guillem se encaminó con paso resuelto hacia el palacio mayor.

Ahora, con la silueta de Santa María recortada contra la noche a su espalda, el moro volvía a encontrarse ante la mesa de cambio de Arnau. Necesitaba la carta de pago que en su día firmó el judío Abraham Leví y que él mismo escondió tras una piedra de la pared. La puerta estaba cerrada con llave, pero había una ventana en la planta baja que nunca había cerrado bien. Guillem escrutó en la noche; parecía que no había nadie. Arnau nunca conoció la existencia de aquel documento. Guillem y Hasdai decidieron esconder los beneficios que le proporcionó la venta de esclavos bajo la apariencia de un depósito efectuado por un judío de paso en Barcelona: Abraham Levi. Arnau no habría admitido aquellos dineros. La ventana chasqueó rompiendo el silencio nocturno y Guillem se quedó paralizado. Sólo era un moro, un infiel que estaba entrando de noche en la casa de un reo de la Inquisición. De poco le serviría su bautismo si lo sorprendían. Sin embargo, los ruidos nocturnos le demostraron que el universo no estaba pendiente de él: el mar, el crujir de los andamios de Santa María, niños llorando, hombres gritando a sus mujeres…

Abrió la ventana y se coló por ella. El depósito ficticio que efectuó Abraham Leví sirvió para que Arnau negociase con aquellos dineros y obtuviese buenos beneficios, pero cada vez que hacía alguna operación, Arnau anotaba la cuarta parte a favor de Abraham Leví, el titular del depósito. Guillem dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, hasta que la luna empezó a mostrarse. Antes de que Abraham Leví abandonara Barcelona, Hasdai lo acompañó a un escribano para que firmase la carta de pago de los dineros que había depositado; el dinero, pues, era propiedad de Arnau, pero en los libros del cambista todavía constaba a nombre del judío y se había multiplicado año tras año.

Guillem se arrodilló junto a la pared. Era la segunda piedra de la esquina. Empezó a forzarla. Nunca encontró el momento de confesarle a Arnau aquel primer negocio que hizo a sus espaldas pero en su nombre, y el depósito de Abraham Leví fue creciendo y creciendo. La piedra se le resistía. «No te preocupes -recordaba que le había dicho Hasdai en una ocasión en que, en su presencia, Arnau le habló del judío-; tengo instrucciones de que sigas así. No te preocupes», repitió. Cuando Arnau se volvió, Hasdai miró a Guillem, que sólo pudo contestarle encogiéndose de hombros y suspirando. La piedra empezó a ceder. No. Arnau nunca hubiera admitido trabajar con dinero proveniente de la venta de esclavos. La piedra cedió y bajo ella Guillem encontró el legajo, cuidadosamente envuelto en un paño. No se preocupó de leerlo; sabía qué decía. Colocó de nuevo la piedra en el hueco y se apostó junto a la ventana. No oyó nada anormal, por lo que abandonó la mesa de Arnau tras volver a cerrarla.

55

Los soldados de la Inquisición tuvieron que entrar a por él a la mazmorra; dos de ellos lo cogieron por las axilas y lo arrastraron mientras Arnau daba traspiés y caía al suelo. Los escalones de acceso a la planta baja le golpearon los tobillos y Arnau se dejó arrastrar por los pasillos de palacio. No había dormido. Ni siquiera prestó atención a los monjes y sacerdotes que miraban cómo le llevaban a presencia de Nicolau. ¿Cómo había sido capaz Joan de denunciarlo?

Desde que lo devolvieron a las mazmorras, Arnau lloró, gritó y se golpeó con violencia contra la pared. ¿Por qué Joan? Y si Joan lo había denunciado, ¿qué tenía que ver Aledis en todo aquello? ¿Y la mujer presa? Aledis sí que tenía motivos para odiarlo; la abandonó y después la rehuyó. ¿Estaría de acuerdo con Joan? ¿De verdad habría ido a buscar a Mar? Y, si así era, ¿por qué no había ido a visitarlo? ¿Tan difícil era comprar a un vulgar carcelero?

Francesca lo oyó sollozar y bramar. Cuando escuchó los gritos de su hijo, su cuerpo se encogió aún más. Le hubiera gustado mirarlo y contestarle, mentirle incluso, pero consolarlo. «No lo resistirás», le había advertido a Aledis. Pero ¿y ella? ¿Sería capaz de resistir por mucho tiempo aquella situación? Arnau continuó quejándose al universo y Francesca se apretó contra las frías piedras de la pared.

Las puertas de la sala se abrieron y Arnau fue introducido en ella. El tribunal ya estaba constituido. Los soldados arrastraron a Arnau hasta el centro de la sala y lo soltaron; Arnau cayó de rodillas, con las piernas abiertas, cabizbajo. Oyó que Nicolau rompía el silencio, pero fue incapaz de comprender sus palabras. ¿Qué más le daba lo que pudiera hacerle aquel fraile cuando su propio hermano ya lo había condenado? No tenía a nadie. No tenía nada.

«No te equivoques», le contestó el alguacil cuando intentó comprarlo ofreciéndole una pequeña fortuna, «ya no dispones de dinero». ¡Dinero! El dinero había sido la causa de que el rey lo casara con Elionor; el dinero se escondía tras la actitud de su esposa, que había provocado su detención. ¿Sería el dinero lo que había movido a Joan…?

– ¡Traed a la madre!

Los sentidos de Arnau no pudieron continuar impasibles ante aquella orden.


Mar y Aledis, con Joan algo alejado de ellas, permanecían en la plaza Nova, frente al palacio del obispo. «La corte del infante don Juan recibirá a mi amo esta tarde», se limitó a decirles uno de los esclavos de Guillem el día anterior. Esa mañana, al amanecer, el mismo esclavo volvió a presentarse ante ellas para decirles que su amo quería que esperaran en la plaza Nova.

Y allí estaban los tres, especulando acerca de las razones por las que Guillem les había enviado aquel recado.


Arnau oyó que se abrían las puertas de la sala a sus espaldas y que los soldados volvían a entrar y recorrían la distancia hasta donde él se encontraba. Después volvieron a ocupar sus puestos junto a la puerta.

Notó su presencia. Vio sus pies descalzos, arrugados, sucios y llagados ambos, sangrantes. Nicolau y el obispo sonrieron cuando vieron a Arnau atento a los pies de su madre. Volvió la cabeza hacia ella. Aun estando él de rodillas, la anciana no lo superaba en más de un palmo; toda ella estaba encogida. Los días de prisión no habían pasado en balde para Francesca: su escaso cabello gris se alzaba enhiesto; su perfil, fija la mirada en el tribunal, era un pellejo colgante, sin un ápice de carne. Arnau no logró ver su ojo, hundido en una órbita que aparecía morada.

– Francesca Esteve-dijo Nicolau-, ¿juras por los cuatro evangelios?

La voz de la anciana, dura y firme, sorprendió a todos los presentes.

– Juro por ellos -contestó-, pero cometéis un error; no me llamo Francesca Esteve.

– ¿Cómo, pues? -preguntó Nicolau.

– Mi nombre es Francesca pero no Esteve, sino Ribes. Francesca Ribes -añadió elevando la voz.

– ¿Debemos recordarte tu juramento? -intervino el obispo.

– No. Por ese juramento estoy diciendo la verdad. Mi nombre es Francesca Ribes.

– ¿Acaso no eres hija de Pere y Francesca Esteve? -preguntó Nicolau.

– Nunca llegué a conocer a mis padres.

– ¿Desposaste con Bernat Estanyol en el señorío de Navarcles?

Arnau se irguió. ¿Bernat Estanyol?

– No. Nunca he estado en ese lugar ni he desposado con nadie.

– ¿Acaso no tuviste un hijo llamado Arnau Estanyol?

– No. No conozco a ningún Arnau Estanyol.

Arnau se volvió hacia Francesca.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill cuchichearon entre sí. Después el inquisidor se dirigió al notario.

– Escucha -le ordenó a Francesca.

– Declaración de Jaume de Bellera, señor de Navarcles -empezó a leer el notario.

Arnau entrecerró los ojos al oír el nombre de Bellera. Su padre le había hablado de él. Escuchó con curiosidad la supuesta historia de su vida, aquella que su padre había zanjado con la muerte. La llamada de su madre al castillo para amamantar al hijo recién nacido de Llorenç de Bellera. ¿Bruja? Escuchó por boca del notario la versión de Jaume de Bellera sobre la huida de su madre cuando, recién nacido, sufrió los primeros ataques del mal del diablo.

– Después -continuó el notario-, el padre de Arnau Estanyol, Bernat, lo liberó en un descuido de la guardia tras asesinar a un muchacho inocente, y ambos huyeron a Barcelona abandonando sus tierras. Ya en la ciudad condal, fueron acogidos por la familia del comerciante Grau Puig. El denunciante tiene constancia de que la bruja se convirtió en una mujer pública. Arnau Estanyol es hijo de una bruja y un asesino -finalizó.

– ¿Qué tienes que decir? -preguntó Nicolau a Francesca.

– Que os habéis equivocado de meretriz -contestó con frialdad la anciana.

– ¡Tú! -gritó el obispo señalándola-, mujer pública. ¿Osas poner en duda el acierto de la Inquisición?

– No estoy aquí como meretriz -contestó de nuevo Francesca-, ni para ser juzgada por ello. San Agustín escribió que sería Dios quien juzgaría a las meretrices.

El obispo enrojeció.

– ¿Cómo te atreves a citar a san Agustín? ¿Cómo…?

Berenguer d'Erill siguió gritando pero Arnau ya no lo escuchaba. San Agustín escribió que Dios juzgaría a las meretrices. San Agustín dijo… Hacía años…, en un mesón de Figueras, oyó esas mismas palabras de una mujer pública… ¿Acaso no se llamaba Francesca? San Agustín escribió… ¿Cómo era posible?

Arnau volvió el rostro hacia Francesca: la había visto dos veces en su vida, dos encuentros cruciales. Todos los miembros del tribunal vieron su actitud hacia la mujer.

– ¡Observa a tu hijo! -gritó Eimeric-. ¿Niegas ser su madre?

Arnau y Francesca oyeron cómo resonaban aquellos gritos en las paredes de la sala; él, postrado, vuelto hacia la anciana; ella con la mirada al frente, fija en el inquisidor.

– ¡Míralo! -volvió a gritar Nicolau señalando a Arnau.

Un leve temblor recorrió el cuerpo de Francesca ante el odio de aquel dedo acusador. Sólo Arnau, a su lado, percibió cómo el pellejo que colgaba de su cuello se retraía casi imperceptiblemente. Francesca no dejó de mirar al inquisidor.

– Confesarás -le aseguró Nicolau masticando la palabra-.Te aseguro que confesarás.


Via fora!

El grito turbó la tranquilidad de la plaza Nova. Un muchacho la cruzó corriendo y repitiendo la llamada a las armas. «Via fora! Via fora!» Aledis y Mar se miraron y después miraron a Joan.

– No suenan las campanas -les contestó éste encogiéndose de hombros.

Santa María no tenía campanas.

Sin embargo, el «Via fora» había recorrido la ciudad condal y la gente, extrañada, se reunía en la plaza del Blat esperando encontrar el pendón de Sant Jordi junto a la piedra que marcaba el centro de ésta. En vez de ello, dos bastaixos armados con ballestas los dirigían hacia Santa María.

En la plaza de Santa María, bajo palio, a hombros de los bastaixos, la Virgen de la Mar esperaba a que el pueblo se reuniese en su derredor. Frente a la Virgen, los prohombres de la cofradía, bajo su pendón, recibían a la multitud que bajaba por la calle de la Mar, uno de ellos con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello. La gente se arremolinaba cerca de la Virgen, cada vez en mayor número. Apartado, junto a la puerta de la mesa de Arnau, Guillem observaba y escuchaba con atención.

– La Inquisición ha raptado a un ciudadano, al cónsul de la Mar de Barcelona -explicaban los prohombres de la cofradía.

– Pero la Inquisición… -dijo alguien.

– La Inquisición no depende de nuestra ciudad -contestó uno de los prohombres-, ni siquiera del rey. No obedece las órdenes del Consejo de Ciento, ni del veguer, ni del baile. Ninguno de ellos nombra a sus miembros; lo hace el Papa, un papa extranjero que sólo quiere el dinero de nuestros ciudadanos. ¿Cómo pueden acusar de hereje a un hombre que se ha desvivido por la Virgen de la Mar?

– ¡Sólo quieren el dinero de nuestro cónsul! -gritó uno de los reunidos.

– ¡Mienten para quedarse con nuestro dinero!

– Odian al pueblo catalán -alegó otro de los prohombres.

La gente iba transmitiéndose la conversación. Los gritos empezaban a resonar en la calle de la Mar.

Guillem vio que los prohombres de la cofradía daban explicaciones a los de las demás cofradías de la ciudad. ¿Quién no temía por su dinero? Aunque también la Inquisición era temible. La denuncia más absurda…

– Tenemos que defender nuestros privilegios -se oyó que decía alguien que había estado hablando con los bastaixos.

El pueblo empezaba a enardecerse. Las espadas, los puñales y las ballestas sobresalían por encima de las cabezas de la gente, agitándose al son de la llamada al «Via fora».

El griterío se volvió ensordecedor. Guillem vio cómo llegaban algunos consejeros de la ciudad e inmediatamente se acercó al grupo que discutía frente al paso de la Virgen.

– ¿Y los soldados del rey? -logró oír que preguntaba uno de los consejeros.

El prohombre repitió exactamente las palabras que Guillem le había dicho:

– Acudamos a la plaza del Blat y comprobemos qué hace el veguer.

Guillem se alejó de ellos. Durante un instante fijó la vista en la pequeña imagen de piedra que reposaba sobre los hombros de los bastaixos. «Ayúdale», rogó en silencio.

La comitiva se puso en marcha. «¡A la plaza del Blat!», decía la gente.

Guillem se unió a la riada que subió por la calle de la Mar hasta la plaza, a la que se abría el palacio del veguer. Pocos sabían que el objetivo de la host barcelonesa era comprobar qué postura tomaría el veguer por lo que, mientras entre los gritos del pueblo la Virgen era instalada donde deberían hallarse los pendones de Sant Jordi y de la ciudad, no tuvo problema para acercarse hasta el mismo palacio.

Desde el centro de la plaza, junto a la Virgen y el pendón de los bastaixos, prohombres y consejeros miraron hacia el palacio. La gente empezó a comprender. Se hizo el silencio y todos se volvieron hacia el palacio. Guillem sintió la tensión. ¿Cumpliría el pacto el infante? Los soldados se habían interpuesto en fila, entre la gente y el palacio, con las espadas desenvainadas. El veguer apareció en una de las ventanas, miró a la masa humana que se apelotonaba bajo ella y desapareció. Al cabo de unos instantes, un oficial del rey hizo acto de presencia en la plaza; miles de ojos, incluidos los de Guillem, se centraron en él.

– El rey no puede intervenir en los asuntos de la ciudad de Barcelona -exclamó-. Convocar la host es competencia de la ciudad.

Acto seguido ordenó a los soldados que se retiraran.

La gente observó cómo desfilaban los soldados frente a palacio y giraban por el antiguo portal de la ciudad. Antes de que el último de ellos hubiera desaparecido, un «Via fora!» rompió el silencio e hizo temblar a Guillem.


Nicolau iba a ordenar que llevasen a Francesca de vuelta a las mazmorras para torturarla, cuando el repique de campanas interrumpió su discurso. Primero fue la de Sant Jaume, la llamada a convocar a la host, y a ella se fueron sumando todas las de la ciudad. La mayoría de los sacerdotes de Barcelona eran fieles seguidores de las doctrinas de Ramon Llull, objeto de la inquina de Eimeric, y pocos vieron con malos ojos la lección que la ciudad pretendía dar a la Inquisición.

– ¿La host? -preguntó el inquisidor a Berenguer d'Erill. El obispo hizo un gesto de ignorancia. La Virgen de la Mar seguía en el centro de la plaza del Blat, a la espera de los pendones de las diferentes cofradías, que se iban sumando al de los bastaixos. Sin embargo, la gente se dirigía ya hacia el palacio del obispo.

Aledis, Mar y Joan oyeron cómo se acercaba hasta que el «Via fora» empezó a resonar en la plaza Nova.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill se acercaron a una de las ventanas emplomadas y vieron, tras abrirla, a más de un centenar de personas gritando y alzando sus armas contra el palacio. El griterío aumentó cuando alguien reconoció a los dos prebostes.

– ¿Qué sucede? gritó Nicolau al oficial tras dar un respingo hacia atrás.

– Barcelona ha venido a liberar a su cónsul de la Mar -respondió a gritos un muchacho a igual pregunta de Joan.

Aledis y Mar cerraron los ojos y apretaron los labios. Después se cogieron de la mano y fijaron una mirada llorosa en aquella ventana que había quedado medio abierta.

– ¡Corre en busca del veguer! -ordenó Nicolau al oficial.

Mientras, sin nadie pendiente de él, Arnau se levantó y cogió a Francesca del brazo.

– ¿Por qué has temblado, mujer? -le preguntó.

Francesca reprimió una lágrima que quería caer por su mejilla, pero no pudo evitar que sus labios se contrajesen en una mueca de dolor.

– Olvídate de mí -le contestó con voz entrecortada.

El clamor del exterior interrumpió conversaciones y pensamientos. La host, ya completa, se acercaba a la plaza Nova. Traspasó el antiguo portal de la ciudad, pasó junto al palacio del veguer, que observaba el espectáculo desde una de las ventanas, recorrió la calle de los Seders hasta la de la Boquería y, desde allí, frente a la iglesia de Sant Jaume, cuya campana seguía animando, subió por la del Bisbe hasta el palacio.

Mar y Aledis, todavía agarradas de la mano, se asomaron a la boca de la calle. Las dos las apretaron hasta que sus nudillos emblanquecieron. La gente se estrujaba contra las paredes para dejar paso a la host; primero el pendón de los bastaixos con sus prohombres, después la Virgen bajo palio, y tras ella, en una amalgama de colores, los pendones de todas las cofradías de la ciudad.


El veguer se negó a recibir al oficial de la Inquisición.

– El rey no puede entrometerse en los asuntos de la host de Barcelona -le contestó el oficial real.

– Asaltarán el palacio del obispo -se quejó el enviado de la Inquisición todavía jadeando.

El otro se encogió de hombros. «¿Usas esa espada para torturar?», estuvo a punto de decirle. El oficial de la Inquisición vio aquella mirada y los dos hombres se encararon en silencio.

– Me gustaría ver cómo se mide con una espada castellana o con un alfanje moro -dijo el hombre del veguer señalándola antes de escupir a los pies del oficial de la Inquisición.

Mientras, la Virgen ya estaba frente al palacio del obispo bailando al son de los gritos de la host, sobre los hombros de los bastaixos, que poco más podían hacer que zarandear el paso para unirse al estallido de pasión del pueblo de Barcelona.

Alguien lanzó una piedra contra las cristaleras emplomadas.

La primera no acertó, pero sí la siguiente, y muchas de las que la siguieron.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill se apartaron de las ventanas. Arnau continuaba esperando una respuesta de Francesca. Ninguno de los dos se movió.

Varias personas aporreaban las puertas del palacio. Un muchacho empezó a trepar por los muros con la ballesta colgada a la espalda. La gente lo aclamó. Otros siguieron sus pasos.

– ¡Basta! -gritó uno de los consejeros de la ciudad intentando apartar a quienes aporreaban la puerta-. ¡Basta! -repitió, empujándolos-, nadie ataca sin consentimiento de la ciudad.

Los hombres de la puerta pararon.

– Nadie ataca sin consentimiento de los consejeros y prohombres de la ciudad -repitió.

Los más cercanos a la puerta callaron y el mensaje se fue transmitiendo por toda la plaza. La Virgen cesó de bailar, el silencio se instaló en la host y la plaza fijó la vista en los seis hombres que colgaban de la fachada; el primero había alcanzado ya la destrozada ventana de la sala del tribunal.

– ¡Bajad!-se oyó.

Los cinco consejeros de la ciudad y el prohombre de los bastaixos, con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello, llamaron a la puerta de palacio.

– ¡Abrid a la host de Barcelona!


– ¡Abrid! -El oficial de la Inquisición aporreó las puertas de la judería, cerradas ante el paso de la host-.Abrid a la Inquisición.

Había intentado llegar al palacio del obispo pero todas las calles que llevaban a él estaban abarrotadas de ciudadanos. Sólo había un modo de acercarse a palacio: a través de la judería, con la que lindaba. Desde allí, por lo menos podría transmitir el mensaje: el veguer no intervendría.


Nicolau y Berenguer recibieron la noticia todavía en la sala del tribunal: las tropas del rey no acudirían en su defensa y los consejeros amenazaban con asaltar el palacio si no se les permitía entrar.

– ¿Qué quieren?

El oficial miró a Arnau.

– Liberar al cónsul de la Mar.

Nicolau se acercó a Arnau hasta que sus rostros casi llegaron a tocarse.

– ¿Cómo se atreven? -escupió. Después dio media vuelta y volvió a sentarse tras la mesa del tribunal. Berenguer lo acompañó-. Dejadles entrar -ordenó Nicolau.

Liberar al cónsul de la Mar; Arnau se irguió todo lo que sus escasas fuerzas le permitieron. Desde la pregunta que le había hecho su hijo, Francesca tenía la mirada perdida. «Cónsul de la Mar.» Soy el cónsul de la Mar, le dijo a Nicolau con la mirada.

Los cinco consejeros y el prohombre de los bastaixos irrumpieron en el tribunal. Tras ellos, tratando de pasar inadvertido, iba Guillem, que había obtenido permiso del bastaix para acompañarlos.

Guillem permaneció junto a la puerta mientras los otros seis, armados, se plantaban frente a Nicolau. Uno de los consejeros se adelantó al grupo.

– ¿Qué…? -empezó a decir Nicolau.

– La host de Barcelona -lo interrumpió el que se había adelantado, alzando la voz por encima de la del inquisidor- os ordena entregarle a Arnau Estanyol, cónsul de la Mar.

– ¿Osáis dar órdenes a la Inquisición? -preguntó Nicolau.

El consejero no apartó la mirada de Nicolau Eimeric.

– Por segunda vez -advirtió-. La host os ordena entregar al cónsul de la Mar de Barcelona.

Nicolau balbuceó y buscó la ayuda del obispo.

– Asaltarán el palacio -le dijo éste.

– No se atreverán -susurró Nicolau.

– Es un hereje -gritó el inquisidor.

– ¿No deberíais juzgarlo primero? -se oyó desde el grupo de consejeros.

Nicolau los miró con los ojos entrecerrados.

– Es un hereje -insistió.

– Por tercera y última vez, entregadnos al cónsul de la Mar.

– ¿Qué queréis decir con última vez? -intervino Berenguer d'Erill.

– Mirad fuera si queréis saberlo.

– ¡Detenedlos! -saltó el inquisidor haciendo aspavientos hacia los soldados apostados en la puerta.

Guillem se apartó de donde estaba, junto a los soldados. Ninguno de los consejeros se movió. Algunos soldados echaron mano de sus armas, pero el oficial al mando les indicó con un gesto que desistiesen.

– ¡Detenedlos! -insistió Nicolau.

– Han venido a negociar -se opuso el oficial.

– ¿Cómo te atreves…? -empezó a gritar Nicolau, ya en pie.

El oficial lo interrumpió:

– Decidme vos cómo queréis que defienda este palacio y después los detendré; el rey no acudirá en nuestra ayuda. -El oficial hizo un gesto hacia el exterior, desde donde empezaban a llegar gritos del gentío. Después miró al obispo en busca de ayuda.

– Podéis llevaros a vuestro cónsul de la Mar -contestó el obispo-; queda libre.

Nicolau enrojeció.

– ¿Qué decís…? -exclamó cogiendo al obispo por el brazo.

Berenguer d'Erill se zafó de él con un violento movimiento del brazo.

– Vos no tenéis autoridad para entregarnos a Arnau Estanyol -dijo el consejero dirigiéndose al obispo-. Nicolau Eimeric -continuó-, la host de Barcelona os ha concedido tres oportunidades; entregadnos al cónsul de la Mar o ateneos a las consecuencias.

Acompañando las palabras del consejero, una piedra se coló en la estancia y se estrelló en el frontal de la larga mesa tras la que estaban sentados los miembros del tribunal; hasta los dominicos dieron un respingo en sus asientos. El griterío había vuelto a tomar la plaza Nova. Entró otra piedra; el notario se levantó, cogió sus legajos y se refugió en el extremo opuesto. Lo mismo intentaron hacer los frailes negros más cercanos a la ventana, pero un gesto del inquisidor los obligó a interrumpir la huida.

– ¿Estáis loco? -le susurró el obispo.

Nicolau empezó a pasear la mirada por los presentes, hasta encontrarse con la de Arnau; sonreía.

– ¡Hereje! -bramó.

– Ya es suficiente -dijo el consejero dando media vuelta.

– ¡Lleváoslo! -insistió el obispo.

– Sólo hemos venido a negociar -alegó el consejero deteniéndose y alzando la voz por encima del bullicio que llegaba de la plaza-. Si la Inquisición no se pliega a las exigencias de la ciudad y libera al preso, deberá ser la host la que lo haga. Es la ley.

Nicolau, en pie frente a todos ellos, temblaba con los ojos inyectados en sangre y fuera de sus órbitas. Dos nuevas piedras se estrellaron contra las paredes del tribunal.

– Asaltarán el palacio -le dijo el obispo, sin reparo de que le oyeran-. ¡Qué más os da! Tenéis su declaración y sus bienes. Declaradlo hereje igualmente; está condenado a huir de por vida.

Los consejeros y el prohombre de los bastaixos habían alcanzado las puertas del tribunal. Los soldados se hicieron a un lado con el miedo reflejado en sus rostros. Guillem sólo prestaba atención a la conversación entre el obispo y el inquisidor. Mientras,

Arnau continuaba en el centro de la estancia, junto a Francesca, desafiando a Nicolau, que se negaba a mirarlo.

– ¡Lleváoslo! -cedió por fin el inquisidor.


Primero fue la gente de la plaza y después la de las abarrotadas calles adyacentes; todos estallaron en vítores cuando los consejeros aparecieron por la puerta de palacio junto a Arnau. Francesca arrastraba los pies tras ellos; nadie se preocupó de la anciana cuando Arnau la cogió del brazo y la empujó fuera del tribunal. Sin embargo, en la puerta de la sala la había soltado y se había detenido. Los consejeros lo habían instado a continuar el camino. Nicolau, en pie tras la mesa, lo observaba ajeno a la lluvia de piedras que entraba por la ventana; una de ellas impactó en su brazo izquierdo pero el inquisidor ni siquiera se movió.Todos los demás miembros del tribunal se habían refugiado lejos de la pared de la fachada, por la que se colaba la ira de la host.

Arnau se había parado junto a los soldados, pese a las protestas de los consejeros que lo apremiaban.

– Guillem…

El moro se le acercó, lo cogió por los hombros y lo besó en la boca.

– Ve con ellos, Arnau -lo conminó-. Fuera te esperan Mar y tu hermano.Yo todavía tengo cosas que hacer aquí. Después iré a verte.

Pese a los esfuerzos de los consejeros por protegerlo, la gente se abalanzó sobre Arnau en cuanto pisó la plaza; lo abrazaron, lo tocaron y lo felicitaron. Los rostros sonrientes de la gente aparecieron frente a él en una rueda inacabable. Nadie quería apartarse para dejar paso a los consejeros y los rostros le hablaban a gritos.

Los embates de la gente hacían que el grupo de los cinco consejeros de la ciudad y el prohombre de los bastaixos, con Arnau en el centro, fuera de un lado para otro. El griterío penetraba en lo más profundo de Arnau. La sucesión de caras era interminable. Las piernas le empezaron a Saquear. Arnau levantó la vista por encima de las cabezas de la gente pero sólo logró ver una infinidad de ballestas, espadas y puñales alzados al cielo, subiendo y bajando al son de los gritos de la host, una y otra vez, una y otra vez… Quiso apoyarse en los consejeros y cuando empezaba a caer, una pequeña figura de piedra apareció entre el mar de ballestas, danzando igual que ellas.

Guillem había vuelto y su Virgen le sonreía. Arnau cerró los ojos y se dejó llevar en volandas por los consejeros.


Ni Mar ni Aledis ni Joan lograron acercarse a Arnau por más empujones y codazos que propinaron. Lo atisbaron en brazos de los consejeros cuando la Virgen de la Mar y los pendones iniciaron su regreso a la plaza del Blat. Quienes también lo vieron fueron Jaume de Bellera y Genis Puig, mezclados entre la gente. Hasta entonces habían unido sus espadas a las miles de armas que se alzaban contra el palacio del obispo y se habían visto obligados a sumarse a los gritos contra el inquisidor, aunque en su fuero interno rogaban que Nicolau resistiese y que el rey se replantease su postura y acudiese en defensa del Santo Oficio. ¿Cómo era posible que aquel rey por el que tantas veces habían arriesgado su vida…?

Al ver a Arnau, Genis Puig empezó a voltear su espada en el aire y a aullar como un poseso. El señor de Navarcles conocía aquel grito, el mismo que había oído en otras ocasiones cuando el caballero se lanzaba al ataque, a galope tendido y con la espada girando por encima de su cabeza. El arma de Genis chocó contra las ballestas y las espadas de quienes los rodeaban. La gente empezó a apartarse de él y Genis Puig avanzó hacia la comitiva, que estaba a punto de abandonar la plaza Nova por la calle del Bisbe. ¿Cómo pretendía enfrentarse a toda la host de Barcelona? Lo matarían, primero a él y después…

Jaume de Bellera se lanzó sobre su amigo y lo obligó a bajar la espada. Los más cercanos a ellos los miraron con extrañeza pero la multitud seguía empujando hacia la calle del Bisbe. El hueco volvió a cerrarse tan pronto como Genis dejó de aullar y voltear la espada. El señor de Bellera lo apartó de quienes lo habían visto emprender el ataque.

– ¿Te has vuelto loco? -le dijo.

– Lo han liberado… ¡Libre! -Genis contestó con la mirada puesta en los pendones que ya empezaban a bajar por la calle del Bisbe. Jaume de Bellera lo obligó a volver el rostro hacia él.

– ¿Qué pretendes?

Genis Puig volvió a mirar hacia los pendones y trató de zafarse de Jaume de Bellera.

– ¡Venganza! -contestó.

– No es ése el camino -advirtió el señor de Bellera-, no es ése el camino. -Después lo zarandeó con todas sus fuerzas hasta que Genis respondió-. Encontraremos la forma…

Genis lo miró fijamente; le temblaban los labios.

– ¿Me lo juras?

– Por mi honor.


La sala del tribunal fue quedando en silencio a medida que la host abandonaba la plaza Nova. Cuando los gritos de victoria del último ciudadano giraron por la calle del Bisbe, la agitada respiración del inquisidor cobró presencia. Nadie se había movido. Los soldados aguantaron firmes, pendientes de que sus armas y correajes no entrechocaran. Nicolau paseó su mirada por los presentes; no fue necesaria palabra alguna: «Traidor -le recriminó a Berenguer d'Erill-; cobardes», insultó a los demás. Cuando dirigió su atención a los soldados, descubrió la presencia de Guillem.

– ¿Qué hace aquí este infiel? -gritó-. ¿Es preciso semejante escarnio?

El oficial no supo qué responder; Guillem había entrado con los consejeros y no advirtió su presencia, pendiente como estaba de las órdenes del inquisidor. Por su parte, Guillem estuvo a punto de negar su condición de infiel y proclamar su bautismo, pero no llegó a hacerlo: pese a los esfuerzos del inquisidor general por conseguirlo, el Santo Oficio no tenía jurisdicción sobre judíos y moros. Nicolau no podía detenerlo.

– Me llamo Sahat de Pisa -dijo Guillem alzando la voz-, y desearía hablar con vos.

– No tengo nada que hablar con un infiel. Expulsad a este…

– Creo que os interesa lo que tengo que deciros.

– Poco me importa lo que puedas creer.

Nicolau hizo un gesto al oficial, quien desenvainó la espada.

– Quizá os importe saber que Arnau Estanyol está abatut -insistió Guillem empezando a retroceder ante la amenaza del oficial-. No podréis disponer de un solo sueldo de su fortuna.

Nicolau suspiró y miró al techo de la sala. Sin necesidad de órdenes expresas, el oficial dejó de amenazar a Guillem.

– Explícate, infiel -lo instó el inquisidor.

– Tenéis los libros de Arnau Estanyol; revisadlos.

– ¿Crees que no lo hemos hecho?

– Sabed que las deudas del rey han sido condonadas.

El propio Guillem firmó la carta de pago y se la entregó a Francesc de Perellós. Arnau nunca llegó a revocar sus poderes, como el moro comprobó en los libros del magistrado municipal de cambios.

Nicolau no movió un solo músculo. Todos en la sala coincidieron en el mismo pensamiento: aquélla era la razón por la que el veguer no había intervenido.

Transcurrieron unos instantes, durante los cuales Guillem y Nicolau se sostuvieron la mirada. Guillem sabía lo que en aquellos precisos momentos rondaba la cabeza del inquisidor: «¿Qué le dirás a tu papa? ¿Cómo le pagarás la cantidad que le has prometido? Ya has mandado la carta; no hay posibilidad alguna de que no sea entregada al Papa. ¿Qué le dirás? Necesitas su apoyo frente a un rey al que no has hecho más que enfrentarte».

– ¿Y qué tienes tú que ver con todo esto? -preguntó al fin Nicolau.

– Puedo explicároslo…, en privado -exigió Guillem ante el gesto que le había hecho Nicolau.

– ¡La ciudad se levanta contra la Inquisición y ahora un simple infiel me exige una audiencia privada! -se lamentó a gritos Nicolau-. ¿Qué os habéis creído?

«¿Qué le dirás a tu papa? -le preguntó Guillem con la mirada-. ¿Acaso te interesa que toda Barcelona conozca tus manejos?»

– Registradlo -ordenó el inquisidor al oficial-, comprobad que no lleve armas y acompañadlo a la antesala de mi escritorio. Esperad allí hasta que yo llegue.

Vigilado por el oficial y dos soldados, Guillem permaneció en pie en la antesala del inquisidor. Nunca se había atrevido a contarle a Arnau el origen de su fortuna: la importación de esclavos. Condonadas las deudas del rey, si la Inquisición requisaba la fortuna de Arnau también requisaba sus deudas y sólo él, Guillem, sabía que los apuntes a favor de Abraham Leví eran falsos; si él no mostraba la carta de pago que en su día firmó el judío, el patrimonio de Arnau era inexistente.

56

Tan pronto como pisó la plaza Nova, Francesca se apartó de la puerta y se pegó de espaldas a la pared del palacio. Desde allí vio cómo la gente se abalanzaba sobre Arnau y cómo los consejeros intentaban infructuosamente que el cordón que habían formado a su alrededor no se rompiese. «¡Mira a tu hijo!» Las palabras de Nicolau acallaron los gritos de la host. «¿No querías que lo mirase, inquisidor? Ahí está, y te ha vencido.» Francesca se irguió contra la pared cuando vio que Arnau se desmayaba, pero pronto la gente hizo que desapareciera de su vista y todo se redujo a un mar de cabezas, armas, pendones y, en medio, la pequeña Virgen violentamente zarandeada.

Poco a poco, sin dejar de gritar y exhibir sus armas, la host fue introduciéndose en la calle del Bisbe. Francesca no se movió de donde estaba. Necesitaba el apoyo de la pared; las piernas ya no la aguantaban. Cuando la plaza empezó a vaciarse, las dos se vieron. Aledis no había querido seguir a Mar y Joan: era imposible que Francesca se hallase entre los consejeros. Una anciana como ella… ¡Allí estaba! Se le hizo un nudo en la garganta al ver a Francesca aferrada al único apoyo que había logrado encontrar, pequeña, encogida, indefensa…

Empezó a correr hacia ella en el mismo instante en que los soldados de la Inquisición, lejanos ya los gritos de la host, se atrevían a asomarse a la puerta del palacio. Francesca se había quedado a un paso del umbral.

– ¡Bruja! -le escupió el primer soldado. Aledis se paró en seco a escasa distancia de Francesca y los soldados.

– Dejadla -gritó Aledis.Varios soldados se encontraban ya en el exterior del palacio-. Dejadla o les llamaré -los amenazó, señalando las últimas espaldas que giraban por la calle del Bisbe.

Algunos soldados miraron hacia allí; sin embargo, otro desenvainó la espada.

– El inquisidor aprobará la muerte de una bruja -dijo.

Francesca ni siquiera miró a los soldados. Sus ojos seguían fijos en la mujer que había corrido hacia ella. ¿Cuántos años habían pasado juntas?, ¿cuántos sufrimientos?

– ¡Dejadla, perros! -gritó Aledis dando unos pasos atrás y señalando a la host; quería correr hacia ellos pero el soldado ya había levantado el arma sobre Francesca. La hoja de la espada parecía más grande que ella-. Dejadla -gimió.

Francesca vio cómo Aledis se llevaba las manos al rostro y caía de rodillas. La había recogido en Figueras y desde entonces… ¿Moriría sin abrazarla?

El soldado había tensado ya todos los músculos cuando los ojos de Francesca lo atravesaron.

– Las brujas no mueren bajo la espada -lo advirtió con voz serena. El arma tembló en manos del soldado. ¿Qué decía aquella mujer?-. Sólo el fuego purifica la muerte de una bruja. -¿Era cierto aquello? El soldado buscó el apoyo de sus compañeros, pero éstos empezaron a retroceder-. Si me matas con la espada, te perseguiré de por vida, ¡a todos! -Nadie hubiera podido imaginar que de aquel cuerpo brotase el grito que acababan de oír. Aledis levantó la mirada-. Os perseguiré a vosotros -susurró Francesca-, a vuestras esposas e hijos y a los hijos de vuestros hijos, y a sus esposas. ¡Yo os maldigo! -Por primera vez desde que había abandonado el palacio, Francesca prescindió del apoyo de las piedras. Los demás soldados ya habían vuelto al interior; sólo quedaba el de la espada en alto-.Yo te maldigo -le dijo señalándolo-; mátame y tu cadáver no encontrará reposo. Me convertiré en mil gusanos y devoraré tus órganos. Haré míos tus ojos para la eternidad.

Mientras Francesca seguía amenazando al soldado, Aledis se levantó y se acercó a ella. Rodeó su hombro y empezó a andar.

– Tus hijos sufrirán la lepra… -Las dos pasaron bajo la espada del soldado-. Tu esposa se convertirá en la meretriz del diablo…

No volvieron la mirada. El soldado permaneció un rato con la espada en alto, luego la bajó y se volvió hacia las dos figuras que cruzaban lentamente la plaza.

– Vámonos de aquí, hija mía -le dijo Francesca en chanto tomaron la calle del Bisbe, ya desierta.

Aledis tembló.

– Tengo que pasar por el hostal…

– No, no. Vámonos. Ahora. Sin perder un instante.

– ¿Y Teresa y Eulàlia…?

– Ya les mandaremos recado -contestó Francesca apretando contra sí a la muchacha de Figueras.

Al llegar a la plaza de Sant Jaume, bordearon la judería en dirección a la puerta de la Boquería, la más cercana. Caminaban abrazadas, en silencio.

– ¿Y Arnau? -preguntó Aledis. Francesca no contestó.


La primera parte había salido como la había planeado. En aquellos momentos, Arnau debía de estar con los bastaixos, en el pequeño barco de cabotaje que había fletado Guillem. El pacto con el infante don Juan había sido preciso; Guillem recordó sus palabras: «A lo único que se compromete el lugarteniente -le había dicho Francesc de Perellós tras escucharlo- es a no enfrentarse a la host de Barcelona; en ningún caso desafiará a la Inquisición, intentará forzarla a que haga algo o pondrá en duda sus resoluciones. Si tu plan prospera y Estanyol es liberado, el infante no lo defenderá si la Inquisición vuelve a detenerlo o lo condena; ¿está claro?». Guillem asintió y le entregó la carta de pago de los préstamos baratos concedidos al rey. Ahora quedaba la segunda parte: convencer a Nicolau de que Arnau estaba arruinado y de que poco iba a conseguir persiguiéndolo o condenándolo. Podrían haber huido todos a Pisa y dejar los bienes de Arnau en poder de la Inquisición; de hecho ya los tenía, y la condena de Arnau, aun sin su presencia, conllevaría su requisa. Por eso Guillem intentaba engañar a Eimeric; no tenía nada que perder y sí mucho que ganar: la tranquilidad de Arnau; que la Inquisición no lo persiguiera de por vida.

Nicolau lo hizo esperar varias horas, al cabo de las cuales apareció acompañado de un pequeño judío vestido con la obligada levita negra, en la que destacaba una rodela amarilla. El judío llevaba varios libros bajo el brazo y seguía al inquisidor con pasos cortos y rápidos. Evitó mirar a Guillem cuando Nicolau les ordenó a ambos, con un gesto, que entrasen en el despacho.

No los invitó a sentarse. Él sí lo hizo, tras su mesa.

– Si es cierto lo que dices -empezó a hablar dirigiéndose a Guillem-, Estanyol está abatut.

– Vos sabéis que es cierto -dijo Guillem-; el rey no adeuda cantidad alguna a Arnau Estanyol.

– En ese caso, podría hacer llamar al magistrado municipal de cambios -dijo el inquisidor-. Sería irónico que la misma ciudad que lo ha liberado del Santo Oficio lo ejecutase por abatut.

«Eso nunca sucederá -estuvo tentado de contestarle Guillem-; yo tengo la libertad de Arnau; simplemente con presentar la carta de pago de Abraham Leví…» No. Nicolau no lo había recibido para amenazarle con denunciar a Arnau al magistrado municipal. Quería su dinero, el que le había prometido a su papa, el mismo del que aquel judío, con seguridad el amigo de Jucef, le había dicho que podía disponer.

Guillem calló.

– Podría hacerlo -insistió Nicolau.

Guillem abrió las manos y el inquisidor lo escrutó.

– ¿Quién eres? -le preguntó al fin.

– Me llamo…

– Ya, ya -lo interrumpió Eimeric con la mano-; te llamas Sahat de Pisa. Lo que quisiera saber es qué hace un pisano en Barcelona, defendiendo a un hereje.

– Arnau Estanyol tiene muchos amigos, incluso en Pisa.

– ¡Infieles y herejes! -gritó Nicolau.

Guillem volvió a abrir las manos. ¿Cuánto tardaría en sucumbir al dinero? Nicolau pareció entenderlo. Guardó silencio unos instantes.

– ¿Qué tienen que proponer esos amigos de Arnau Estanyol a la Inquisición? -cedió al fin.

– En esos libros -dijo Guillem señalando al pequeño judío, que no había separado la mirada de la mesa de Nicolau- constan apuntes a favor de un acreedor de Arnau Estanyol, una fortuna.

Por primera vez, el inquisidor se dirigió al judío.

– ¿Es cierto?

– Sí -contestó el judío-. Desde el inicio de la actividad hay apuntes a favor de Abraham Leví…

– ¡Otro hereje! -lo interrumpió Nicolau.

Los tres guardaron silencio.

– Continúa -ordenó el inquisidor.

– Esos apuntes se han multiplicado a lo largo de los años. A fecha de hoy podrían ser más de quince mil libras.

Un destello brilló en los ojos entrecerrados del inquisidor. Ni Guillem ni el judío dejaron de advertirlo.

– ¿Y bien? -preguntó dirigiéndose a Guillem.

– Los amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que el judío renunciase a su crédito.

Nicolau se arrellanó en la silla de madera.

– Vuestro amigo -dijo- está en libertad. El dinero no se regala. ¿Por qué iba alguien, por más amigo que sea, a ceder quince mil libras?

– Arnau Estanyol solamente ha sido liberado por la host.

Guillem recalcó el solamente; Arnau podía seguir considerándose sometido al Santo Oficio. Había llegado el momento. Lo había estado sopesando durante las horas de espera en la antesala, mientras miraba las espadas de los oficiales de la Inquisición. No debía menospreciar la inteligencia de Nicolau. La Inquisición no tenía jurisdicción sobre un moro… salvo que Nicolau demostrase que la había atacado directamente. Nunca podía proponer un pacto a un inquisidor. Debía de ser Eimeric quien lo ofreciera. Un infiel no podía intentar comprar al Santo Oficio.

Nicolau lo instó con la mirada a continuar. «No me pillarás», pensó Guillem.

– Quizá tengáis razón -dijo-. Lo cierto es que no hay una razón lógica, una vez liberado Arnau, para que alguien aporte tal cantidad de dinero. -Los ojos del inquisidor se convirtieron en estrechas rendijas-. No comprendo por qué me han mandado aquí; me dijeron que vos entenderíais, pero comparto vuestra acertada opinión. Siento haberos hecho perder el tiempo.

Guillem esperó a que Nicolau se decidiese. Cuando el inquisidor se irguió en la silla y abrió los ojos, Guillem supo que había ganado.

– Idos -le ordenó al judío. Tan pronto como el hombrecillo cerró la puerta, Nicolau continuó, pero siguió sin ofrecerle asiento-.Vuestro amigo está libre, es cierto, pero el proceso en su contra no ha finalizado. Tengo su confesión. Aun libre, puedo sentenciarlo como hereje relapso. La Inquisición -continuó como si hablase para sí- no puede ejecutar las sentencias de muerte; tiene que ser el brazo secular, el rey. Vuestros amigos -añadió dirigiéndose a Guillem- deben saber que la voluntad del rey es voluble. Quizá algún día…

– Estoy seguro de que tanto vos como su majestad harán lo que deban hacer -contestó Guillem.

– El rey tiene muy claro lo que debe hacer: luchar contra el infiel y llevar la cristiandad a todos los rincones del reino, pero la Iglesia…; a menudo es difícil saber cuál es la mejor opción para los intereses de un pueblo sin fronteras. Vuestro amigo, Arnau Estanyol, ha confesado su culpa y esa confesión no puede quedar sin castigo. -Nicolau se detuvo y volvió a escrutar a Guillem. «Debes ser tú», insistió éste con la mirada-. Con todo -continuó el inquisidor ante el silencio de su interlocutor-, la Iglesia y la Inquisición deben ser benevolentes si con esa actitud logran proveer otras necesidades que, a la postre, reviertan en el bien común. Tus amigos, esos que te han mandado, ¿aceptarían una condena menor?

«No voy a negociar contigo, Eimeric -pensó Guillem-. Sólo Alá, loado sea su nombre, sabe lo que podrías obtener si me detuvieras, sólo Él sabe si tras estas paredes hay ojos observándonos y oídos escuchándonos. Tienes que ser tú quien proponga la solución.»

– Nadie pondrá nunca en duda las decisiones de la Inquisición -le contestó.

Nicolau se removió en su silla.

– Has solicitado audiencia privada alegando que podrías tener algo que me interesaba. Has dicho que unos amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que su mayor acreedor renunciase a un crédito por importe de quince mil libras. ¿Qué es lo que quieres, infiel?

– Sé lo que no quiero -se limitó a contestar Guillem.

– Está bien -dijo Nicolau levantándose-. Una condena mínima: sambenito durante todos los domingos de un año en la catedral y tus amigos consiguen la renuncia del crédito.

– En Santa María. -Guillem se sorprendió al oírse, pero las palabras habían surgido de lo más profundo de su ser. ¿Dónde sino en Santa María podía cumplir Arnau la pena de sambenito?

57

Mar intentó seguir al grupo que transportaba a Arnau, pero la multitud de gente congregada se lo impedía. Recordó las últimas palabras de Aledis: -Cuídalo -le gritó por encima del clamor de la host. Sonreía.

Mar salió a toda prisa, trastabillando de espaldas a la riada humana que la arrastraba.

– Cuídalo mucho -repitió Aledis mientras Mar continuaba mirándola, tratando de esquivar a cuantos le venían de frente-; yo quise hacerlo hace muchos años…

De repente desapareció.

Mar estuvo a punto de caer al suelo y ser pisoteada. «La host no es para las mujeres», le reprochó un hombre que no había tenido reparo alguno en empujarla. Logró darse la vuelta. Buscó los pendones que ya estaban llegando a la plaza de Sant Jaume, al final de la calle del Bisbe. Por primera vez en aquella mañana, Mar dejó de lado las lágrimas y de su garganta salió un grito que acalló los de cuantos la rodeaban. Ni siquiera pensó en Joan. Gritó, empujó, pateó a quienes la precedían y fue abriéndose paso a codazos.

La host se concentró en la plaza del Blat. Mar estaba bastante cerca de la Virgen, la cual, a hombros de los bastaixos, bailaba sobre la piedra del centro de la plaza, pero Arnau… Mar creyó distinguir una discusión entre algunos hombres y los consejeros de la ciudad.

Entre ellos…, sí, allí estaba. Sólo le faltaban unos pasos, pero en la plaza la gente estaba muy apiñada. Arañó en el brazo a un hombre que se negó a apartarse. El hombre desenfundó un puñal y por un instante…; sin embargo, acabó riendo a carcajadas y cediéndole el paso.Tras él tenía que estar Arnau pero cuando le dio la espalda sólo encontró a los consejeros y al prohombre de los bastaixos.

– ¿Dónde está Arnau? -le preguntó jadeante y sudorosa.

El bastaixo, imponente, con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello, bajó la vista para mirarla. Era un secreto. La Inquisición…

– Soy Mar Estanyol -le dijo comiéndose las palabras-. Soy huérfana de Ramon el bastaix. Debiste de conocerlo.

No. No lo había conocido pero había oído hablar de él, de su hija y de que Arnau la había prohijado.

– Corre a la playa -se limitó a decirle.

Mar cruzó la plaza y voló por la calle de la Mar, despejada de gente de la host. Los alcanzó a la altura del consulado; un grupo de seis bastaixos llevaban en volandas a Arnau, todavía aturdido.

Mar quiso abalanzarse sobre ellos, pero antes de que pudiese hacerlo, uno de los bastaixos se interpuso; las instrucciones del pisano habían sido precisas: nadie debía conocer el paradero de Arnau.

– ¡Suéltame! -gritó Mar pataleando en el aire.

El bastaix la tenía cogida por la cintura intentando no dañarla. No pesaba ni la mitad que cualquiera de las piedras o de los fardos que acarreaba todos los días.


– ¡Arnau! ¡Arnau!

¿Cuántas veces había soñado con oír aquel grito? Cuando abría los ojos se veía en volandas, en manos de unos hombres cuyos rostros siquiera lograba distinguir. Lo llevaban a algún lugar, presurosos, en silencio. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaba? ¡Arnau! Sí, era el mismo grito que un día lanzaron en silencio los ojos de una muchacha a la que había traicionado, en la masía de Felip de Ponts.

¡Arnau! La playa. Los recuerdos se confundieron con el rumor de las olas y la brisa de olor salobre. ¿Qué hacía en la playa?

– ¡Arnau!

La voz le llegó lejana.

Los bastaixos se metieron en el agua, en dirección a la barca que debía llevar a Arnau hasta el laúd fletado por Guillem, que esperaba en mitad del puerto. El agua del mar salpicó a Arnau.

– Arnau.

– Esperad -balbuceó intentando erguirse-, esa voz… ¿Quién…?

– Una mujer -contestó uno de ellos-. No causará problemas. Debemos…

Arnau aguantaba en pie, al lado de la barca, agarrado de las axilas por los bastaixos. Miró hacia la playa. «Mar te espera». Las palabras de Guillem silenciaron cuanto le rodeaba. Guillem, Nicolau, la Inquisición, las mazmorras: todo acudió en torbellino a su mente.

– ¡Dios! -exclamó-. Traedla. Os lo ruego.

Uno de los bastaixos se apresuró hasta donde Mar seguía retenida.

Arnau la vio correr hacia él.

Los bastaixos, que también la miraban, dejaron de hacerlo cuando Arnau se soltó de ellos; parecía como si la más suave de las olas pudiera derribarle con sólo lamer sus pantorrillas.

Mar se detuvo ante Arnau, que tenía los brazos caídos; entonces vio una lágrima que caía por su mejilla. Se acercó y la recogió con los labios.

No cruzaron palabra. Ella misma ayudó a los bastaixos a subirlo a la barca.


De nada le serviría enfrentarse al rey de forma tan directa.

Desde que Guillem se había ido, Nicolau andaba de un lado a otro de su despacho. Si Arnau no tenía dinero tampoco le servía de nada sentenciarlo. El Papa nunca lo relevaría de la promesa que le había hecho. El pisano lo tenía atrapado. Si quería cumplir con el Papa…

Unos golpes en la puerta distrajeron su atención, pero tras desviar la mirada hacia ella, Nicolau continuó su camino.

Sí. Una condena menor salvaría su reputación como inquisidor, le evitaría un enfrentamiento con el rey y le proporcionaría el suficiente dinero para…

Los golpes en la puerta se repitieron.

Nicolau volvió a mirar hacia ella.

Le hubiera gustado llevar a la hoguera a aquel Estanyol. ¿Y su madre? ¿Qué había sido de la vieja? Seguro que había aprovechado la confusión…

Los golpes retumbaron en el interior de la estancia. Nicolau, cerca de la puerta, la abrió con violencia.

– ¿Qué…?

Jaume de Bellera, con el puño cerrado, estaba a punto de golpear de nuevo.

– ¿Qué queréis? -preguntó el inquisidor mirando al oficial que debería haber estado montando guardia en la antesala y que ahora se encontraba arrinconado, tras la espada de Genis Puig-. ¿Cómo os atrevéis a amenazar a un soldado del Santo Oficio? -bramó.

Genis apartó la espada y miró a su compañero.

– Llevamos mucho tiempo esperando -contestó el señor de Navarcles.

– No deseo recibir a nadie -dijo Nicolau al oficial, ya libre del acoso de Genis-; os lo he dicho.

El inquisidor hizo un amago de cerrar la puerta, pero Jaume de Bellera se lo impidió.

– Soy un barón de Cataluña -dijo arrastrando las palabras-, y merezco el respeto acorde con mi condición.

Genis asintió a las palabras de su amigo y volvió a interponerse, espada en mano, en el camino del oficial, que intentaba acudir en ayuda del inquisidor.

Nicolau miró a los ojos del señor de Bellera. Podía pedir ayuda; el resto de la guardia no tardaría en acudir, pero aquellos ojos crispados… ¿Quién sabía qué podían hacer dos hombres acostumbrados a imponer su voluntad? Suspiró. Desde luego aquél no parecía el mejor día de su vida.

– Y bien, barón -cedió-, ¿qué queréis?

– Prometisteis condenar a Arnau Estanyol y, en cambio, lo habéis dejado escapar.

– No recuerdo haber prometido nada y en cuanto a que yo lo he dejado escapar… Ha sido vuestro rey, ese cuya nobleza reclamáis para vos, quien no ha acudido en socorro de la Iglesia. Pedidle a él las explicaciones.

Jaume de Bellera balbuceó unas palabras indescifrables y agitó las manos.

– Podéis condenarlo todavía -dijo al fin.

– Ha escapado -alegó Nicolau.

– ¡Nosotros os lo traeremos! -gritó Genis Puig, amenazando aún al oficial pero con la atención puesta en ellos.

Nicolau volvió la mirada hacia el caballero. ¿Por qué tenía que darles explicaciones?

– Os proporcionamos pruebas suficientes de su pecado -intervino Jaume de Bellera-. La Inquisición no puede…

– ¿Qué pruebas? -ladró Eimeric. Aquellos dos pedantes le estaban concediendo la oportunidad de salvar su honra. Si desvirtuaba esas pruebas…-. ¿Qué pruebas? -repitió-. ¿La denuncia de un endemoniado como vos, barón? -Jaume de Bellera trató de intervenir, pero Nicolau se lo impidió moviendo violentamente la mano-. He estado buscando esos documentos que dijisteis que el obispo entregó cuando nacisteis. -Los dos se enfrentaron con la mirada-. No los he encontrado ¿sabéis? Genis Puig dejó caer la mano que sostenía la espada. -Deben de estar en los archivos del obispado -se defendió Jaume de Bellera.

Nicolau se limitó a negar con la cabeza.

– ¿Y vos, caballero? -gritó Nicolau dirigiéndose a Genis-. ¿Qué tenéis vos contra Arnau Estanyol? -El inquisidor reconoció en Genis el miedo de quien esconde la verdad; aquél era su trabajo-. ¿Sabéis que mentir a la Inquisición es un delito? -Genis buscó apoyo en Jaume de Bellera, pero el noble tenía la mirada perdida en algún punto del despacho del inquisidor. Estaba solo-. ¿Qué me decís, caballero? -Genis se movió buscando dónde esconder la mirada-. ¿Qué os hizo el cambista? -se ensañó Nicolau-. ¿Arruinaros quizá?

Genis respondió. Fue sólo un segundo, un segundo en el que miró de reojo al inquisidor. Era eso. ¿Qué podía hacerle un cambista a un caballero sino arruinarlo?

– A mí, no -contestó ingenuamente.

– ¿A vos, no? ¿A vuestro padre entonces?

Genis bajó la vista.

– ¡Habéis intentado utilizar al Santo Oficio mediante la mentira! ¡Habéis denunciado en falso para vuestra venganza personal!

Jaume de Bellera volvió a la realidad azuzado por los gritos del inquisidor.

– Quemó a su padre -insistió Genis en voz casi inaudible.

Nicolau golpeó el aire con la mano abierta. ¿Qué convenía hacer ahora? Detenerlos y someterlos ajuicio sólo supondría mantener vivo un asunto que era preferible enterrar cuanto antes.

– Compareceréis ante el notario y retiraréis vuestras denuncias; en caso contrario… ¿Entendido? -gritó ante la pasividad de ambos. Los dos asintieron-. La Inquisición no puede juzgar a un hombre basándose en falsas denuncias. Id -finalizó, acompañando su orden con un gesto dirigido al oficial.

– Juraste venganza por tu honor -le recordó Genis Puig a Jaume de Bellera cuando se volvían hacia la puerta.

Nicolau oyó la exigencia del caballero. También escuchó la contestación.

– Ningún señor de Navarcles ha incumplido nunca un juramento -afirmó Jaume de Bellera.

El inquisidor general entrecerró los ojos. Ya tenía bastante. Había dejado en libertad a un encausado. Acababa de ordenar a unos testigos que retirasen sus denuncias. Estaba manteniendo tratos comerciales con… ¿un pisano?, ¡ni siquiera sabía con quién! ¿Y si Jaume de Bellera cumplía su juramento antes de que él accediera a la fortuna que le quedaba a Arnau? ¿Mantendría el acuerdo el pisano? Aquel asunto debía silenciarse definitivamente.

– Pues en esta ocasión -bramó a las espaldas de los dos hombres-, el señor de Navarcles incumplirá su juramento.

Los dos se volvieron.

– ¿Qué decís? -exclamó Jaume de Bellera.

– Que el Santo Oficio no puede permitir que dos… -hizo un gesto de desprecio con la mano- seglares pongan en entredicho la sentencia que se ha dictado. Ésa es la justicia divina. ¡No existe otra venganza! ¿Entendéis, Bellera? -El noble dudó-. Como cumpláis vuestro juramento os juzgaré por endemoniado. ¿Me habéis entendido ahora?

– Pero un juramento…

– En nombre de la Santa Inquisición os relevo de él. -Jaume de Bellera asintió-.Y vos -añadió dirigiéndose a Genis Puig-, os cuidaréis mucho de vengar aquello que la Inquisición ya ha juzgado. ¿Me he explicado?

Genis Puig asintió.


El laúd, una pequeña embarcación de diez metros de eslora arbolada con vela latina, había buscado refugio en una recóndita cala de las costas de Garraf, escondida del paso de otras embarcaciones y a la que sólo se podía acceder por mar.

Un chamizo precariamente construido por los pescadores con los desechos que el Mediterráneo arrojaba a la cala rompía la monotonía de las piedras y guijarros grises que peleaban con el sol por devolver la luz y el calor con que las acariciaba.

El piloto del laúd había recibido, junto con una buena bolsa de monedas, órdenes concretas de Guilleni. «Lo dejarás allí con un marinero de confianza, con agua y comida suficiente, y después te dedicarás al cabotaje, pero elige puertos cercanos y regresa a Barcelona al menos cada dos días para recibir instrucciones mías; recibirás más dinero cuando termine todo», le había prometido para ganarse su lealtad. No hubiera sido necesario que lo hiciera: Arnau era querido por la gente de la mar, que lo consideraba un cónsul justo, pero el hombre aceptó aquellos buenos dineros. Sin embargo, no contaba con Mar y la muchacha se negó a compartir los cuidados de Arnau con un marinero.

– Yo me ocuparé de él -le aseguró una vez que desembarcaron en la cala y acomodaron a Arnau bajo el chamizo. -Pero el pisano… -trató de intervenir el piloto.

– Dile al pisano que Mar está con él, y si pone algún inconveniente, vuelve con tu marinero.

Se expresó con una autoridad impropia en una mujer. El piloto la miró e intentó oponerse de nuevo.

– Ve -se limitó a ordenarle.

Cuando el laúd se perdió tras las rocas que protegían la cala, Mar respiró hondo y levantó el rostro al cielo. ¿Cuántas veces se había negado a sí misma aquella fantasía? ¿Cuántas veces, con el recuerdo de Arnau presente, trató de convencerse de que su destino era otro? Y ahora… Miró hacia el chamizo. Seguía durmiendo. Durante la travesía, Mar comprobó que no tuviera fiebre ni estuviera herido. Se sentó junto a la borda, con las piernas cruzadas, y apoyó la cabeza de Arnau en alto, sobre ellas.

Éste abrió los ojos en varias ocasiones, la miró y volvió a cerrarlos con una sonrisa en los labios. Ella, con sus dos manos, cogió una de las suyas y cada vez que Arnau la miraba, apretaba hasta que él, de nuevo, se entregaba complacido al sueño. Así una y otra vez, como si Arnau quisiera comprobar que su presencia era real.Y ahora… Mar volvió al chamizo y se sentó a los pies del hombre.


Estuvo dos días recorriendo Barcelona, recordando los lugares que habían formado parte de su vida durante tanto tiempo. Poco habían cambiado las cosas durante los cinco años que Guillem había estado en Pisa. Pese a la crisis, la ciudad era un hervidero. Barcelona continuaba abierta al mar, defendida tan sólo por las tasques en las que Arnau varó el ballenero cuando Pedro el Cruel amenazó con su flota las costas de la ciudad condal; mientras, seguía erigiéndose la muralla occidental que había ordenado levantar Pedro III. También continuaba la construcción de las atarazanas reales. Hasta que se terminaran, los barcos varaban y se reparaban o se construían en las viejas atarazanas, a pie de playa, frente a la torre de Regomir. Allí, Guillem se dejó llevar por el fuerte olor del alquitrán con el que los calafates, tras mezclarlo con estopa, impermeabilizaban las naves. Observó el trabajo de los carpinteros de ribera, de los remolares, de los herreros y de los sogueros. Tiempo atrás acompañaba a Arnau a inspeccionar el trabajo de estos últimos para comprobar que en las sogas destinadas a cabos o jarcias no se mezclara cáñamo viejo con el nuevo. Paseaban entre los barcos, solemnemente acompañados por los carpinteros de ribera. Después de comprobar las sogas, Arnau se dirigía, indefectiblemente, hacia los calafates. Despedía a cuantos lo acompañaban y junto a él, observado de lejos por los demás, hablaba en privado con ellos.

«Su labor es esencial; la ley impide que trabajen a destajo», le explicó a Guillem la primera vez. Por eso el cónsul hablaba con los calafates, para saber si alguno de ellos, movido por la necesidad, incumplía aquella norma destinada a garantizar la seguridad de los barcos.

Guillem observó cómo uno de ellos, de rodillas, repasaba minuciosamente la juntura que acababa de calafatear. La imagen le hizo cerrar los ojos. Apretó los labios y movió la cabeza. Habían luchado mucho el uno junto al otro, y ahora Arnau estaba recluido en una cala a la espera de que el inquisidor lo sentenciase a una condena menor. ¡Cristianos! Al menos tenía consigo a Mar…, su niña. Guillem no se extrañó cuando el piloto del laúd, tras dejar a Mar y Arnau, apareció en la alhóndiga y le explicó lo sucedido. ¡Aquélla era su niña!

– Suerte, preciosa -murmuró.

– ¿Cómo decís?

– Nada, nada. Habéis hecho bien. Salid del puerto y volved dentro de un par de días.

El primer día no recibió noticia de Eimeric. El segundo volvió a adentrarse en Barcelona. No podía seguir esperando en la alhóndiga; dejó en ella a sus criados con la orden de que lo buscasen por toda la ciudad si alguien preguntaba por él.

Los barrios de los mercaderes seguían exactamente igual. Barcelona podía recorrerse con los ojos cerrados, con la única guía del característico olor de cada uno de ellos. La catedral, como Santa María o la iglesia del Pi, seguían en construcción, aunque el templo de la mar estaba mucho más avanzado que los otros dos.

Santa Clara estaba en obras y también Santa Anna. Guillem se paró ante cada una de las iglesias para observar el trabajo de carpinteros y albañiles. ¿Y la muralla del mar?, ¿y el puerto? Curiosos aquellos cristianos.

– Preguntan por vos en la alhóndiga -le dijo jadeando uno de los criados el tercer día.

«¿Ya has cedido, Nicolau?», se preguntó Guillem apresurándose hacia la alhóndiga.


Nicolau Eimeric firmó la sentencia en presencia de Guillem, en pie frente a la mesa. Después la selló y se la entregó en silencio.

Guillem cogió el documento y allí mismo empezó a leerlo.

– Al final, al final -lo urgió el inquisidor.

Había obligado al escribano a trabajar toda la noche y no iba a estar todo el día esperando a que aquel infiel la leyera.

Guillem miró a Nicolau por encima del documento y continuó leyendo los razonamientos del inquisidor. O sea que Jaume de Bellera y Genis Puig habían retirado su denuncia; ¿cómo lo habría conseguido Nicolau? El testimonio de Margarida Puig era cuestionado por Nicolau tras tener conocimiento el tribunal de que su familia había sido arruinada debido a los negocios mantenidos con Arnau; y la de Elionor…, ¡no había acreditado la entrega y sumisión obligada de toda mujer a su esposo!

Además, Elionor sostenía que el denunciado había abrazado públicamente a una judía con quien le suponía relaciones carnales, y citaba como testigos de dicho acto público al propio Nicolau y al obispo Berenguer d'Erill. Guillem volvió a observar a Nicolau por encima de la sentencia; el inquisidor sostuvo su mirada. «No es cierto -decía Nicolau- que el denunciado abrazara a ninguna judía en el momento referido por doña Elionor. Ni él ni Berenguer d'Erill, quien también firmaba la sentencia -Guillem pasó entonces a la última página para comprobar la firma y el sello del obispo-, podían corroborar tal denuncia. El humo, el fuego, el bullicio, la pasión, cualquiera de esas circunstancias -continuaba diciendo Nicolau-, puede haber propiciado que una mujer, débil por naturaleza, haya creído presenciar tal situación. Siendo, pues, notoriamente falsa la acusación vertida por doña Elionor en cuanto a la relación de Arnau con una judía, poca credibilidad podía otorgársele al resto de su denuncia.»

Guillem sonrió.

Los únicos hechos que ciertamente podían considerarse punibles eran los denunciados por los sacerdotes de Santa María de la Mar. Las palabras blasfemas habían sido reconocidas por el reo, si bien se había arrepentido de ellas ante el tribunal, objetivo último de todo proceso inquisitorial. Por ello se condenaba a Arnau Estanyol a una multa consistente en la requisa de todos sus bienes, así como a cumplir penitencia durante todos los domingos de un año, frente a Santa María de la Mar, cubierto con el sambenito propio de los condenados.

Guillem terminó de leer los formalismos legales y se fijó en las firmas y sellos del inquisidor y el obispo. ¡Lo había conseguido!

Enrolló el documento y buscó en el interior de sus ropas la carta de pago firmada por Abraham Leví para entregársela a Nicolau. Guillem presenció en silencio cómo éste leía el documento que significaba la ruina de Arnau, pero también su libertad y su vida; de todas formas, tampoco hubiera sabido explicarle nunca de dónde provenía ese dinero y por qué aquella carta de pago había estado escondida durante tantos años.

58

Arnau durmió lo que restaba de día. Al anochecer, Mar encendió una pequeña hoguera con la hojarasca y los leños que los pescadores habían acumulado en el chamizo. El mar estaba en calma. La mujer alzó la mirada al cielo estrellado. Después lo hizo hacia el despeñadero que rodeaba la cala; la luna jugaba con las aristas de las rocas iluminándolas caprichosamente aquí y allá.

Respiró el silencio y saboreó la calma. El mundo no existía. Barcelona no existía, la Inquisición tampoco, ni siquiera Elionor o Joan: sólo ella… y Arnau.

A medianoche oyó ruidos en el interior del chamizo. Se levantó para dirigirse hacia él cuando Arnau salió a la luz de la luna. Ambos se quedaron quietos, a unos pasos de distancia.

Mar estaba entre Arnau y el fuego de la hoguera. El resplandor de las llamas definía su silueta y escondía en sombras sus rasgos. «¿Acaso estoy ya en el cielo?», pensó Arnau. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, las facciones que habían perseguido sus sueños fueron cobrando forma; primero fueron sus ojos, brillantes, ¿cuántas noches había llorado por ellos?; después su nariz, sus pómulos, su mentón… y su boca, aquellos labios… La figura abrió los brazos hacia él y el resplandor de las llamas se coló por sus costados, acariciando un cuerpo delineado a través de unas vestiduras etéreas, cómplices de luz y oscuridad. Lo llamaba.

Arnau acudió a la llamada. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba? ¿De verdad se trataba de Mar? Encontró la respuesta al coger sus manos, en la sonrisa que se abría a él, en el cálido beso que recibió en los labios.

Después, Mar se abrazó a Arnau con fuerza y el mundo volvió a la realidad. «Abrázame», oyó que le pedía. Arnau rodeó la espalda de la muchacha y apretó su cuerpo contra el de la joven. La oyó llorar. Sintió los espasmos de su pecho contra el suyo y le acarició la cabeza meciéndola con suavidad. ¿Cuántos años habían tenido que transcurrir para disfrutar de aquel momento? ¿Cuántos errores había llegado a cometer?

Arnau separó la cabeza de Mar de su hombro y la obligó a mirarlo a los ojos.

– Lo siento -empezó a decirle-, siento haberte entregado… -Calla -lo interrumpió ella-. No existe el pasado. No hay nada que perdonar. Empecemos a vivir desde hoy. Mira -le dijo separándose y cogiéndole de una mano-, el mar. El mar no sabe nada del pasado. Ahí está. Nunca nos pedirá explicaciones. Las estrellas, la luna, ahí están y siguen iluminándonos, brillan para nosotros. ¿Qué les importa a ellas lo que haya podido suceder? Nos acompañan y son felices por ello; ¿las ves brillar? Titilan en el cielo; ¿lo harían si les importara? ¿Acaso no se levantaría una tempestad si Dios quisiera castigarnos? Estamos solos, tú y yo, sin pasado, sin recuerdos, sin culpas, sin nada que pueda interponerse en nuestro… amor.

Arnau mantuvo la vista en el cielo, después lo hizo en el mar, en las pequeñas olas que arribaban suavemente hasta la cala sin ni siquiera llegar a romper. Miró la pared de roca que los protegía y se balanceó en el silencio.

Se volvió hacia Mar sin soltar su mano. Tenía algo que contarle, algo doloroso, algo que había jurado ante la Virgen tras la muerte de su primera esposa y a lo que no podía renunciar. Mirándola a los ojos, en un susurro, se lo explicó. Cuando terminó el relato, Mar suspiró.

– Sólo sé que no pienso volver a abandonarte, Arnau. Quiero estar contigo, cerca de ti… En las condiciones que tú propongas.


Al amanecer del quinto día llegó un laúd, del que sólo desembarcó Guillem. Los tres se encontraron en la orilla. Mar se separó de los dos hombres para permitir que se fundieran en un abrazo.

– ¡Dios! -sollozó Arnau.

– ¿Qué Dios? -preguntó Guillem con un nudo en la garganta, apartando a Arnau y mostrando en una sonrisa su blanca dentadura.

– El de todos -contestó Arnau sumándose a su alegría.

– Ven aquí, mi niña -dijo Guillem abriendo un brazo.

Mar se acercó a los dos y los abrazó por la cintura.

– Ya no soy tu niña -le dijo ella con una picara sonrisa.

– Siempre lo serás -corrigió Guillem.

– Siempre lo serás -confirmó Arnau.

De tal guisa, los tres abrazados, fueron a sentarse alrededor de los restos de la hoguera de la noche anterior.

– Eres libre, Arnau -le comunicó Guillem nada más acomodarse en el suelo; le tendió la sentencia.

– Dime qué dice -le pidió Arnau negándose a cogerla-. Nunca he leído un documento que viniera de ti.

– Dice que se requisan tus bienes… -Guillem miró a Arnau, pero no observó reacción alguna-.Y que se te condena a pena de sambenito durante todos los domingos de un año ante las puertas de Santa María. Por lo demás, la Inquisición te deja en libertad.

Arnau se imaginó descalzo, vestido con una túnica de penitente hasta los pies con dos cruces pintadas, antes las puertas de su iglesia.

– Debí suponer que lo conseguirías cuando te vi en el tribunal, pero no estaba en condiciones…

– Arnau -lo interrumpió Guillem-, ¿has oído lo que he dicho? La Inquisición requisa todos tus bienes.

Arnau guardó silencio durante unos instantes.

– Estaba muerto, Guillem -contestó-; Eimeric iba a por mí. Y por otra parte, habría dado todo lo que tengo…, tenía -se corrigió cogiendo a Mar de la mano- por estos últimos días.

– Guillem desvió la mirada hacia Mar y se encontró con una amplia sonrisa y unos ojos brillantes. Su niña; sonrió a su vez-. He estado pensando…

– ¡Traidor! -le reprochó Mar con un mohín simpático.

Arnau palmeó la mano de la muchacha.

– Por lo que recuerdo, debió de costar mucho dinero que el rey no se enfrentara a la host.

Guillem asintió.

– Gracias -dijo Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Bien -añadió Arnau decidiendo romper el hechizo-, ¿y a ti? ¿Cómo te ha ido durante estos años?


Con el sol ya en lo alto, los tres se dirigieron hacia el laúd tras hacer señales al marinero para que se acercase a la cala. Arnau y Guillem embarcaron.

– Sólo un momento -les pidió Mar.

La muchacha se volvió hacia la cala y miró el chamizo. ¿Qué le esperaba ahora? La pena de sambenito, Elionor…

Mar bajó la mirada.

– No te preocupes por ella -la consoló Arnau acariciándole el cabello-; sin dinero no nos molestará. El palacio de la calle de Monteada forma parte de mi patrimonio, por lo que ahora pertenece a la Inquisición. Sólo le queda Montbui. Tendrá que marcharse allí.

– El castillo -murmuró Mar-. ¿Se lo quedará la Inquisición?

– No. El castillo y las tierras nos fueron entregadas en dote por el rey. La Inquisición no puede requisarlas como patrimonio mío.

– Lo siento por los payeses -murmuró Mar recordando el día en que Arnau derogó los malos usos.

Nadie habló de Mataró, de la masía de Felip de Ponts.

– Saldremos adelante…-empezó a decir Arnau.

– ¿De qué hablas? -lo interrumpió Guillem-.Tendréis todo el dinero que necesitéis. Si quisierais, podríamos volver a comprar el palacio de la calle Monteada.

– Ese es tu dinero -negó Arnau.

– Ése es nuestro dinero. Mirad -les dijo a ambos-, no tengo a nadie aparte de vosotros. ¿Que voy a hacer yo con el dinero que he conseguido gracias a tu generosidad? Es vuestro.

– No, no -insistió Arnau.

– Vosotros sois mi familia. Mi niña… y el hombre que me dio la libertad y riqueza. ¿Significa eso que no me queréis en vuestra familia?

Mar alargó el brazo para tocar a Guillem. Arnau balbuceó:

– No… No quería decir eso… Por supuesto…

– Pues el dinero va conmigo -volvió a interrumpirlo Guillem-. ¿O quieres que se lo ceda a la Inquisición?

La pregunta robó una sonrisa a Arnau.

– Y tengo grandes proyectos -añadió Guillem.

Mar continuó mirando hacia la cala. Una lágrima cayó por su mejilla. No se movió. Llegó hasta sus labios y se perdió en la comisura. Volvían a Barcelona. A cumplir una condena injusta, con la Inquisición, con Joan, el hermano que lo había traicionado…Y con una esposa a la que despreciaba y de la que no podía liberarse.

59

Guillem había alquilado una casa en el barrio de la Ribera. Evitó el lujo, pero la casa era suficientemente amplia para acoger a los tres; con una habitación para Joan, pensó Guillem cuando dio las oportunas instrucciones. Arnau fue recibido con cariño por las gentes de la playa cuando desembarcó del laúd en el puerto de Barcelona. Algunos mercaderes que vigilaban el transporte de sus mercaderías o transitaban por las cercanías de la lonja lo saludaron con un movimiento de cabeza.

– Ya no soy rico -le comentó a Guillem sin dejar de andar y devolviendo los saludos.

– Cómo corren las noticias -le contestó éste. Arnau había dicho que lo primero que quería hacer al desembarcar era visitar Santa María para agradecerle a la Virgen su liberación; sus sueños habían pasado de la confusión a la nitidez de la pequeña figura saltando por encima de las cabezas de la gente mientras él era llevado en volandas por los consejeros de la ciudad. Sin embargo, su trayecto se vio interrumpido al pasar por la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous. La puerta y las ventanas de su casa, de su mesa de cambios, estaban abiertas de par en par. Frente a ella había un grupo de curiosos que se hicieron a un lado cuando vieron llegar a Arnau. No entraron. Los tres reconocieron algunos de los muebles y efectos que los soldados de la Inquisición amontonaban sobre un carro junto a la puerta: la larga mesa, que sobresalía del carro y había sido atada con cuerdas, el tapete rojo, la cizalla para cortar la moneda falsa, el abaco, los cofres…

La aparición de una figura de negro que anotaba los enseres desvió la atención de Arnau. El dominico dejó de apuntar y clavó la mirada en él. La gente guardó silencio mientras Arnau reconocía aquellos ojos: eran los que lo habían escrutado durante los interrogatorios, tras la mesa, junto al obispo.

– Carroñeros -musitó.

Eran sus pertenencias, su pasado, sus alegrías y sus sinsabores. Jamás hubiera pensado que presenciar cómo le expoliaban… Nunca había dado importancia a sus bienes, y, sin embargo, se llevaban toda una vida.

Mar notó sudor en la mano de Arnau.

Alguien, desde atrás, abucheó al fraile; inmediatamente, los soldados dejaron los enseres y desenvainaron sus armas. Tres soldados más aparecieron desde el interior con las armas ya en la mano.

– No permitirán otra humillación a manos del pueblo -advirtió Guillem tirando de Mar y Arnau.

Los soldados arremetieron contra el grupo de curiosos, que salió corriendo en todas direcciones. Arnau se dejó llevar por Guillem, mirando hacia atrás, con la vista puesta en el carro.

Olvidaron Santa María, hasta cuyo portal llegaron algunos de los soldados que perseguían a la gente. La rodearon apresuradamente para llegar a la plaza del Born y, desde allí, a su nueva casa.


La noticia del regreso de Arnau corrió por la ciudad. Los primeros en presentarse fueron unos missatges del consulado. El oficial no se atrevió a mirar a Arnau a la cara. Cuando se dirigió a él lo hizo utilizando su título, «muy honorable», pero debía entregarle la carta por la que el Consejo de Ciento de la ciudad lo destituía de su cargo. Tras leerla, Arnau ofreció su mano al oficial, quien entonces sí levantó la mirada.

– Ha sido un honor trabajar con vos -le dijo.

– El honor ha sido mío -contestó Arnau-. No quieren pobres -les comentó a Guillem y Mar cuando oficial y soldados abandonaron la casa.

– De eso tenemos que hablar -intervino Guillem.

Pero Arnau negó con la cabeza. Todavía no, adujo.

Muchas otras personas pasaron por la nueva casa de Arnau. A algunas, como el prohombre de la cofradía de los bastaixos, las recibió Arnau; otras, de condición humilde, se limitaron a expresar sus mejores deseos a los criados que les atendían.

El segundo día se presentó Joan. Desde que tuvo noticia de la llegada de Arnau a Barcelona, Joan no había dejado de preguntarse qué le habría contado Mar. Cuando la incertidumbre se le hizo insoportable, decidió enfrentarse a sus miedos e ir a ver a su hermano.

Arnau y Guillem se levantaron cuando Joan entró en el comedor. Mar continuó sentada, junto a la mesa.

«¡Quemaste el cadáver de tu padre!» La acusación de Nicolau Eimeric resonó en los oídos de Arnau tan pronto como vio aparecer a Joan. Había tratado de no pensar en ello.

Desde la puerta del comedor, Joan balbuceó algunas palabras; después anduvo los pasos que lo separaban de Arnau con la cabeza gacha.

Arnau entrecerró los ojos.Venía a disculparse. ¿Cómo pudo su hermano…?

– ¿Cómo pudiste hacerlo? -le soltó cuando Joan llegó hasta él.

Joan desvió la mirada de los pies de Arnau hasta Mar. ¿Acaso ella no le había castigado lo suficiente? ¿Tenía que contarle a Arnau…? La muchacha, sin embargo, parecía sorprendida.

– ¿A qué has venido? -preguntó Arnau con voz fría.

Buscó una excusa desesperadamente…

– Hay que pagar los gastos del hostal -se oyó decir a sí mismo.

Arnau golpeó el aire con la mano y se dio la vuelta hasta darle la espalda.

Guillem llamó a uno de sus criados y le dio una bolsa de dinero.

– Acompaña al fraile a liquidar la cuenta del hostal -ordenó.

Joan buscó ayuda en el moro pero éste ni siquiera parpadeó. Desanduvo el camino hasta la puerta y desapareció por ella.

– ¿Qué ha sucedido entre vosotros? -preguntó Mar tan pronto como Joan abandonó el comedor.

Arnau guardó silencio. ¿Deberían saberlo? ¿Cómo explicarles que quemó el cadáver de su propio padre y que su hermano lo había denunciado a la Inquisición? Él era el único que lo sabía.

– Olvidemos el pasado -contestó finalmente-, al menos la parte que podamos.

Mar se quedó en silencio durante unos instantes; después asintió.


Joan abandonó la casa tras el esclavo de Guillem. Durante el trayecto al hostal, el joven tuvo que volverse en varias ocasiones hacia el dominico, puesto que éste se quedaba parado en la calle, con la mirada perdida. Habían tomado el camino que llevaba a la alhón-diga, el que conocía el muchacho.

En la calle Monteada, sin embargo, el esclavo no consiguió que Joan le siguiera. El fraile permanecía inmóvil ante los portalones del palacio de Arnau.

– Ve tú a pagar -le dijo Joan liberándose de los tirones del muchacho-.Yo tengo que cobrarme otra deuda -murmuró para sí.

Pere, el viejo esclavo, le condujo a presencia de Elionor. Lo repetía en un susurro desde que cruzó el umbral; su tono de voz aumentó mientras subía la escalinata de piedra, con Pere, que se volvía extrañado hacia él, y lo soltó con voz atronadora cuando estuvo frente a Elionor, antes de que ésta pudiera decir nada:

– ¡Sé que has pecado!

La baronesa, en pie en el salón, lo miró, altanera.

– ¿Qué estupideces dices, fraile? -replicó.

– Sé que has pecado -repitió Joan.

Elionor soltó una carcajada antes de darle la espalda.

Joan observó el traje de rico brocado que vestía la mujer. Mar había sufrido. Él había sufrido. Arnau… Arnau tenía que haber sufrido tanto como ellos.

Elionor continuaba riendo de espaldas.

– ¿Quién te crees que eres, fraile?

– Soy un inquisidor del Santo Oficio -contestó Joan-Y en tu caso no necesito confesión alguna.

Elionor se volvió en silencio ante la frialdad de las palabras de Joan. Vio que tenía una lámpara de aceite en la mano.

– ¿Qué…?

No le dio tiempo a terminar. Joan lanzó la lámpara contra su cuerpo. El aceite impregnó sus lujosas vestiduras y prendió al instante.

Elionor aulló.

Toda ella se había convertido en una antorcha cuando el anciano Pere acudió en ayuda de su señora, llamando a gritos al resto de los esclavos. Joan vio que descolgaba un tapiz para echarlo sobre Elionor. Apartó al esclavo de un manotazo, pero en la puerta del salón ya se agolpaban otros criados, con los ojos desorbitados.

Alguien pidió agua.

Joan observó a Elionor, que había caído de rodillas, envuelta en llamas.

– Perdóname, Señor -balbuceó.

Entonces buscó otra lámpara. La cogió y con ella en la mano se acercó a Elionor. Los bajos de su hábito prendieron.

– ¡Arrepiéntete! -gritó antes de que el fuego lo envolviera.

Dejó caer la lámpara sobre Elionor y se arrodilló a su lado.

La alfombra sobre la que estaban empezó a arder con fuerza. Algunos muebles lo hacían también.

Cuando los esclavos aparecieron con el agua, se limitaron a arrojarla desde las puertas del salón. Después, tapándose el rostro, huyeron de la densa humareda.

60

15 de agosto de 1384

Festividad de la Asunción

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona


Habían transcurrido dieciséis años.

Desde la plaza de Santa María, Arnau levantó la mirada al cielo. El repicar de las campanas de la iglesia llenaba toda Barcelona. El vello de sus brazos respondió a la música y se erizó; un escalofrío recorrió su cuerpo al son de las cuatro campanas. Había visto cómo alzaban las cuatro, mientras deseaba acercarse para tirar de las sogas junto a los jóvenes: la Assumpta, la más grande, de ochocientos setenta y cinco kilos; la Conventual, la mediana, de seiscientos cincuenta; la Andrea, de doscientos, y la Vedada, la más pequeña, de cien, en lo alto de la torre.

Aquel día se inauguraba Santa María, su iglesia, y las campanas parecían sonar de modo distinto a como lo hacían desde que las instalaron… ¿o sería que él las oía de otra forma? Miró hacia las torres ochavadas que cerraban la fachada principal por sus dos lados: altas, esbeltas y ligeras, de tres cuerpos, cada uno de ellos más estrecho a medida que se alzaban hacia el cielo; abiertas a los cuatro vientos mediante ventanas ojivales; rodeadas de barandas en cada uno de sus niveles y acabadas con terrados a nivel. Durante su construcción le dijeron a Arnau que serían sencillas, naturales, sin agujas ni chapiteles, naturales como el mar, a cuya patrona protegían, pero imponentes y fantásticas, pensó Arnau al contemplarlas, como también lo era la mar.

La gente, con sus mejores galas, se congregaba en Santa María; algunos entraban en la iglesia, otros, como Arnau, permanecían fuera contemplando su belleza y escuchando la música que tocaban sus campanas. Arnau apretó contra sí a Mar, a la que tenía abrazada por la derecha; a su izquierda, erguido, compartiendo el placer de su padre, un muchacho de trece años con un lunar sobre el ojo derecho.

Acompañado de su familia, mientras las campanas seguían repicando, Arnau accedió a Santa María de la Mar. La gente que en aquel momento estaba entrando se detuvo y le abrió paso. Aquélla era la iglesia de Arnau Estanyol; como bastaix había acarreado sobre sus espaldas las primeras piedras; como cambista y cónsul de la Mar, la había favorecido con importantes donaciones, y después, como comerciante del seguro marítimo, había continuado haciéndolo. Sin embargo, Santa María no se había librado de las catástrofes. El 28 de febrero de 1373, un terremoto que asoló Barcelona derribó el campanario de la iglesia. Arnau fue el primero en contribuir a su reconstrucción.

– Necesito dinero -le dijo entonces a Guillem.

– Tuyo es -le contestó el moro consciente del desastre y de que aquella misma mañana Arnau había recibido la visita de un miembro de la Junta de Obra de Santa María.

Porque la fortuna había vuelto a sonreírles. Aconsejado por Guillem, Arnau optó por dedicarse a los seguros marítimos. Cataluña, huérfana de regulación al contrario de lo que sucedía en Genova, Venècia o Pisa, era un paraíso para los primeros que emprendieron este negocio, pero sólo los comerciantes prudentes como Arnau y Guillem lograron sobrevivir. El sistema financiero del principado se estaba hundiendo y con él la gente que pretendía obtener beneficios rápidos, como quienes aseguraban la carga por encima de su valor, con lo que difícilmente se volvía a tener noticias de ella, o como quienes aseguraban nave y mercaderías aun después de que se supiera que los corsarios habían apresado la nave, y apostaban que la noticia pudiera ser falsa. Arnau y Guillem eligieron bien las naves y mejor el riesgo, y pronto recuperaron para aquel nuevo negocio la vasta red de representantes con la que habían trabajado como cambistas.

El 26 de diciembre de 1379, Arnau no pudo preguntar a Guillem si podía destinar dinero a Santa María. El moro había fallecido un año atrás, de repente. Arnau lo encontró sentado en el huerto, en su silla, siempre orientada hacia La Meca, hacia donde rezaba en un secreto por todos conocido. Arnau habló con los miembros de la comunidad mora y, por la noche, se hicieron cargo del cadáver de Guillem.

Aquella noche, la del 26 de diciembre de 1379, un terrible incendio devastó Santa María. El fuego redujo a cenizas la sacristía, el coro, los órganos, los altares y todo lo que hasta entonces se había construido en su interior que no fuera de piedra. Pero también la piedra sufrió los efectos del incendio, siquiera fuese en su cincelado, y la piedra de clave en la que estaba representado el rey Alfonso el Benigno, padre del Ceremonioso, que pagó aquella parte de la obra, quedó totalmente destruida.

El rey montó en cólera ante la destrucción del homenaje a su regio progenitor y exigió que la obra se reconstruyese, pero bastante tenían los habitantes del barrio de la Ribera en costear una nueva piedra de clave como para satisfacer los deseos del monarca. Todo el esfuerzo y el dinero del pueblo se destinaron a la sacristía, el coro, los órganos y los altares; la figura ecuestre del rey Alfonso fue ingeniosamente reconstruida en yeso, pegada a la piedra de clave y pintada en rojo y oro.

El 3 de noviembre de 1383 se colocó la última clave de la nave central, la más cercana a la puerta principal y que portaba el escudo de la Junta de Obra, en honor a todos aquellos ciudadanos anónimos que permitieron la construcción de la iglesia.

Arnau levantó la vista hacia ella. Mar y Bernat lo acompañaron y los tres sonrieron cuando emprendieron el camino hacia el altar mayor.

Desde que la clave se montó en el andamio, esperando a que las nervaduras de los arcos llegasen hasta ella, Arnau repitió una y otra vez los mismos argumentos:

– Ésa es nuestra enseña -le dijo un día a su hijo Bernat.

El muchacho miró hacia arriba.

– Padre -le contestó-, ése es el escudo del pueblo. La gente como tú tiene sus propios escudos grabados en los arcos y en las piedras, en las capillas y en los… -Arnau levantó una mano tratando de interrumpir las palabras de su hijo, pero el muchacho continuó-: ¡Ni siquiera tienes un sitial en el coro!

– Ésta es la iglesia del pueblo, hijo. Muchos hombres han dado su vida por ella y su nombre no está en lugar alguno.

Entonces los recuerdos de Arnau viajaban hasta el muchacho que cargaba piedras desde la cantera real hasta Santa María.

– Tu padre -intervino en aquella ocasión Mar- ha grabado con su sangre muchas de estas piedras. No hay mejor homenaje que ése.

Bernat se volvió hacia su padre con los ojos abiertos de par en par.

– Como tantos otros, hijo -le dijo éste-, como tantos otros.

Agosto en el Mediterráneo, agosto en Barcelona. El sol brillaba con una magnificencia difícil de encontrar en ningún otro lugar del orbe; porque antes de colarse a través de las vidrieras de Santa María para juguetear con el color y la piedra, el mar devolvía al sol el reflejo de su propia luz y los rayos llegaban a la ciudad embebidos de una suerte de esplendor inigualable. En el interior del templo, el reflejo colorido de los rayos solares al pasar por las vidrieras se confundía con el titilar de miles de cirios encendidos y repartidos entre el altar mayor y las capillas laterales de Santa María. El olor a incienso impregnaba el ambiente y la música del órgano resonaba en una construcción acústicamente perfecta.

Arnau, Mar y Bernat se dirigieron hacia el altar mayor. Bajo el magnífico ábside y rodeada por ocho esbeltas columnas, delante de un retablo, descansaba la pequeña figura de la Virgen de la Mar. Tras el altar, adornado con preciosas telas francesas que el rey Pedro había prestado para la ocasión no sin antes advertir mediante una carta desde Vilafranca del Penedès que le fueran devueltas inmediatamente después de la celebración, el obispo Pere de Planella se preparaba para oficiar la misa de consagración del templo. La gente abarrotaba Santa María y los tres tuvieron que detenerse. Algunos de los presentes reconocieron a Arnau y le abrieron paso hasta el altar mayor, pero Arnau se lo agradeció y siguió allí, en pie, entre ellos: su gente y su familia. Sólo le faltaba Guillem… y Joan. Arnau prefería recordarlo como el niño con quien descubrió el mundo, más que como al amargado monje que se sacrificó entre llamas.

El obispo Pere de Planella inició el oficio.

Arnau notó que le asaltaba la ansiedad. Guillem, Joan, Maria, su padre… y la anciana. ¿Por qué siempre que pensaba en los que faltaban, terminaba recordando a aquella anciana? Le había pedido a Guillem que la buscara, a ella y a Aledis.

– Han desaparecido -le dijo un día el moro.

– Dijeron que era mi madre -recordó Arnau en voz alta-. Insiste.

– No las he podido encontrar -le volvió a decir al cabo de un tiempo Guillem.

– Pero…

– Olvídalas -le aconsejó su amigo no sin cierta autoridad en su tono de voz.

Pere de Planella continuaba con la celebración.

Arnau tenía sesenta y tres años, estaba cansado, y buscó apoyo en su hijo.

Bernat apretó con cariño el brazo de su padre y éste lo obligó a acercar el oído a sus labios a la vez que señalaba hacia el altar mayor.

– ¿La ves sonreír, hijo? -le preguntó.


Nota del autor


En el desarrollo de esta novela he pretendido seguir la Crónica de Pedro III con las necesarias adaptaciones que requería una obra de ficción como la propuesta. La elección de Navarcles como enclave del castillo y tierras del señor del mismo nombre ha sido totalmente ficticia, no así las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui que el rey Pedro concede a Arnau en dote por su matrimonio con su pupila Elionor -creación esta última del autor-. Las baronías en cuestión fueron cedidas en 1380 por el infante Martín, hijo de Pedro el Ceremonioso, a Guillem Ramon de Monteada, de la rama siciliana de los Monteada, por sus buenos oficios en pro del matrimonio entre la reina María y uno de los hijos de Martín, quien después reinaría bajo el sobrenombre de «El Humano». Esos dominios, no obstante, duraron menos en poder de Guillem Ramon de Monteada de lo que le duran al protagonista de la novela. Nada más recibirlos, el señor de Monteada los vendió al conde de Urgell para, con el dinero obtenido, armar una flota y dedicarse a la piratería.

El derecho a yacer la primera noche con la novia era efectivamente uno de los que concedían los Usatges a los señores sobre sus siervos. La existencia de los malos usos en la Cataluña vieja, que no en la nueva, llevó a los siervos de la tierra a rebelarse contra sus señores, con continuos conflictos hasta que no se derogaran por completo por la sentencia arbitral de Guadalupe de 1486, eso sí, mediante el pago de una importante indemnización a los señores desposeídos de sus derechos.

La sentencia real contra la madre de Joan, por la que se le obligaba a vivir en una habitación hasta su muerte a pan y agua, fue efectivamente dictada en 1330 por Alfonso III contra una mujer llamada Eulàlia, consorte de Juan Dosca.

El autor no comparte las consideraciones que a lo largo de la novela se efectúan sobre las mujeres o los payeses; todas ellas, o la gran mayoría, están textualmente copiadas del libro escrito por el monje Francesc Eiximenis, aproximadamente en el año 1381, Lo crestià.

En la Cataluña medieval, a diferencia de lo que ocurría en el resto de España, sometida a la tradición legal goda plasmada en el Fuero Juzgo que lo prohibía, los estupradores sí podían casarse con la estuprada, aun cuando hubiere existido violencia en el secuestro, por aplicación del usatge Si quis virginem, tal como sucede con el matrimonio de Mar y el señor de Ponts.

La obligación del estuprador era la de dotar a la mujer a fin de que pudiera encontrar marido, o bien contraer matrimonio con ella. Si la mujer estaba casada, se aplicaban las penas por adulterio.

No se sabe con certeza si el episodio en que el rey Jaime de Mallorca trata de secuestrar a su cuñado, Pedro III, y que fracasa porque un monje familiar del último se lo advierte tras escuchar el complot en confesión -en la novela ayudado por Joan-, sucedió en realidad o fue una invención de Pedro III para excusar el proceso abierto contra el rey de Mallorca y que finalizaría con la requisa de sus reinos. Lo que sí parece cierto fue la exigencia del rey Jaime de construir un puente cubierto desde sus galeras, fondeadas en el puerto de Barcelona, hasta el convento de Frame-nors, hecho que quizá exacerbase la imaginación del rey Pedro acerca del complot relatado en sus Crónicas.

El intento de invasión de Barcelona por parte de Pedro el Cruel, rey de Castilla, aparece minuciosamente detallado en la Crónica de Pedro III. Efectivamente el puerto de la ciudad condal, tras el avance de la tierra y la inhabilitación de los puertos anteriores, se hallaba indefenso ante los fenómenos naturales y ante los ataques enemigos; no fue hasta 1340 en que, bajo el reinado de Alfonso el Magnánimo, se inició la construcción de un nuevo puerto acorde con las necesidades de Barcelona.

Con todo, la batalla se produjo tal y como la relata Pedro III y la armada castellana no pudo acceder a la ciudad porque una nave -un ballenero, según Capmany- se atravesó en las tasques (bajíos) de acceso a la playa impidiendo el avance del rey de Castilla. Es en esta batalla donde se puede encontrar una de las primeras referencias al uso de la artillería -una brigola montada en la proa de la galera real- en las batallas navales. Poco después, lo que no había sido más que un medio de transporte de tropas, pasó a convertirse en grandes y pesadas naves armadas con cañones, lo que varió completamente el concepto de la batalla naval. En su Crónica, el rey Pedro III se recrea en la burla y el escarnio al que la host catalana, desde la playa o las numerosas barcas que salieron en defensa de la capital, sometió a las tropas de Pedro el Cruel y la considera, junto a la efectividad del uso de la brigola, una de las razones por las que el rey de Castilla cejó en su empeño de invadir Barcelona.

En la revuelta de la plaza del Blat del llamado primer mal año, en la que los barceloneses reclamaron el trigo, efectivamente se sometió a juicio sumarísimo a los promotores de la misma, a quienes se ejecutó en la horca, ejecución que por razones arguméntales se ha situado en la misma plaza del Blat. Lo cierto es que las autoridades municipales confiaron en que el simple juramento pudiera vencer al hambre del pueblo.

Quien sí fue ejecutado en el año 1360, por decapitación en este caso y frente a su mesa de cambio, como establecía la ley, cerca de la actual plaza Palacio, fue el cambista F. Castelló, declarado abatut, o en quiebra.

También en el año 1367, a raíz de la acusación de profanación de una hostia y tras haber sido encerrados en la sinagoga sin agua ni comida, tres judíos fueron ejecutados por orden del infante don Juan, lugarteniente del rey Pedro.

Durante la Pascua cristiana los judíos tenían terminantemente prohibido salir de sus casas; es más, a lo largo de aquellos días debían tener permanentemente cerradas las puertas y ventanas de sus hogares para que ni siquiera pudieran ver o interferir en las numerosas procesiones de los cristianos. Pero aun así la Pascua encendía, todavía más si cabe, los resquemores de los fanáticos y las acusaciones de celebraciones de rituales heréticos aumentaban durante unas fechas que los judíos temían con razón.

Dos eran las principales acusaciones que se efectuaban contra la comunidad judía relacionadas con la Pascua cristiana: el asesinato ritual de cristianos, esencialmente niños, para crucificarlos, torturarlos, beber su sangre o comer su corazón, y la profanación de la hostia, ambos, según el pueblo, destinados a revivir el dolor y el sufrimiento de la pasión del Cristo de los católicos.

La primera acusación conocida de crucifixión de un niño cristiano se produjo en la Alemania del Sacro Imperio, enWürz-burg, en el año 1147, si bien y como siempre había sucedido con los judíos, el morboso delirio del pueblo pronto logró que tales sucesos se trasladasen a toda Europa. Tan sólo un año después, en 1148, se acusó a los judíos ingleses de Norwich de crucificar a otro niño cristiano. A partir de ahí las acusaciones de asesinatos rituales, principalmente durante la Pascua y mediante la crucifixión, se generalizaron: Gloucester, 1168; Fulda, 1235; Lincoln, 1255; Munich, 1286… Hasta tal punto llegaba el odio a los judíos y la credibilidad de la gente, que en el siglo xv un franciscano italiano, Bernardino da Feltre, anunció con antelación la crucifixión de un niño, primero en Trento, donde ciertamente se cumplió la profecía y el pequeño Simón apareció muerto en la cruz. La Iglesia beatificó a Simón pero el fraile siguió «anunciando» crucifixiones: Reggio, Bassano o Mantua. Sólo a mediados del siglo XX la Iglesia rectificó y anuló la beatificación de Simón, mártir del fanatismo y no de la fe.

Una de las salidas que efectivamente efectuó la host de Barcelona, si bien con posterioridad a la fecha relacionada en la novela, puesto que se produjo en el año 1369, se hizo contra el pueblo de Creixell por impedir el libre tránsito y pastoraje del ganado con destino a la ciudad condal, el que sólo podía acceder vivo a Barcelona; ésta, la detención del ganado, fue una de las principales causas por las que la host ciudadana salía a defender sus privilegios frente a otros pueblos y señores feudales.

Santa María de la Mar es sin duda alguna uno de los templos más bellos que existen; carece de la monumentalidad de otras iglesias, coetáneas o posteriores, pero en su interior se puede respirar el espíritu que trató de imprimirle Berenguer de Montagut: la iglesia del pueblo, edificada por el pueblo y para el pueblo, como una gran masía catalana, austera, protegida y protectora, con la luz mediterránea como supremo elemento diferenciador.

La gran virtud de Santa María, al decir de los entendidos, es que se construyó en un período ininterrumpido de tiempo de cincuenta y cinco años, bajo una única influencia arquitectónica, con escasos elementos añadidos, lo que la convierte en el máximo exponente del llamado gótico catalán o gótico ancho. Como era costumbre en aquella época y a fin de no interrumpir los servicios religiosos, Santa María se construyó sobre la antigua iglesia. En un principio, el arquitecto Bassegoda Amigó situaba el templo primitivo en la esquina de la calle Espaseria, señalando que la actual se construyó delante de la vieja, más al norte, y dejando entre ellas una calle, hoy de Santa María. Sin embargo, el descubrimiento en 1966, a raíz de las obras de construcción de un nuevo presbiterio y cripta en el templo, de una necrópolis romana bajo Santa María modificó la idea originaria de Bassegoda, y su nieto, arquitecto y estudioso del templo, sostiene en la actualidad que las sucesivas iglesias de Santa María se hallaron siempre en el mismo lugar; unas construcciones se superponían a otras. Es en ese cementerio en el que se supone se enterró el cuerpo de santa Eulàlia, patrona de Barcelona, cuyos restos fueron trasladados por el rey Pedro desde Santa María hasta la catedral.

La imagen de la Virgen de la Mar que se utiliza en la novela es la que actualmente se encuentra en el altar mayor, antes situada en el tímpano del portal de la calle del Born.

De las campanas de Santa María no se tiene noticia hasta el año 1714 cuando Felipe V venció a los catalanes. El rey castellano gravó con un impuesto especial las campanas de Cataluña, como castigo a su constante repicar llamando a los patriotas catalanes a sometent, a tomar las armas para defender su tierra. Con todo, no fue patrimonio exclusivo de los castellanos ensañarse con las campanas que llamaban a la guerra a los ciudadanos. El propio Pedro el Ceremonioso, cuando logró vencer a la oposición valenciana que se había alzado en armas contra él, ordenó ejecutar a algunos de los sublevados obligándoles a beber el metal fundido de la campana de la Unión que había llamado a los valencianos a sometent.

Tal era la representatividad de Santa María que ciertamente el rey Pedro eligió su plaza para arengar a los ciudadanos en la guerra contra Cerdeña y desechó otros lugares de la ciudad como era la plaza del Blat, junto al palacio del veguer, para reunir a la ciudadanía.

Los humildes bastaixos, con su trabajo de transportar gratuitamente las piedras hasta Santa María, son el más claro ejemplo del fervor popular que levantó la iglesia. La parroquia les concedió privilegios y hoy su devoción mariana queda reflejada en las figuras de bronce del portal mayor, en relieves en el presbiterio o en capiteles de mármol, en todos los cuales se representan las figuras de los descargadores portuarios.

El judío Hasdai Crescas existió -también existió un tal Bernat Estanyol, capitán de los almogávares-, pero así como el primero ha sido elegido por el autor, el segundo no se debe más que a una coincidencia. El oficio de cambista y la vida que se le atribuye, no obstante, son invención del autor. Siete años después de que fuese oficialmente inaugurada Santa María, en el año 1391 -más de cien años antes de que los Reyes Católicos ordenasen la expulsión de los judíos de sus reinos-, la judería de Barcelona fue arrasada por el pueblo, sus moradores ejecutados y aquellos que tuvieron mejor suerte, como por ejemplo los que lograron refugiarse en un convento, obligados a convertirse. Totalmente destruida la judería barcelonesa, derribados sus edificios y construidas iglesias en su interior, el rey Juan, preocupado por los perjuicios económicos que implicaba para las arcas reales la desaparición de los judíos, intentó que volvieran a Barcelona; prometió exenciones fiscales hasta que su comunidad no superase el número de doscientas personas y derogó obligaciones tales como dejar sus lechos y muebles cuando la corte estaba en Barcelona o la de alimentar los leones y demás fieras reales. Pero los judíos no volvieron y en el año 1397 el rey concedió a Barcelona el privilegio de no tener judería.

Nicolau Eimeric, el inquisidor general, terminó refugiándose en Aviñón con el Papa, pero a la muerte del rey Pedro volvió a Cataluña y continuó atacando las obras de Ramon Llull. El rey Juan lo desterró de Catalunya en 1393 y el inquisidor se refugió de nuevo junto al Papa; sin embargo, ese mismo año volvió a la Seu d'Urgell y el rey Juan tuvo que exigir al obispo de la ciudad su expulsión inmediata. Nicolau huyó una vez más a Aviñón y, cuando el rey Juan murió, consiguió permiso del rey Martín el Humano para poder pasar los últimos años de su vida en Gerona, su ciudad natal, donde falleció a los ochenta años de edad. Las referencias acerca de las máximas de Eimeric sobre la posibilidad de torturar más de una vez como continuación de una tortura anterior, tanto como las condiciones que deben concurrir en una cárcel, hasta hacer perecer al reo, son ciertas.

Desde 1249, a diferencia de Castilla donde no se instituyó la Inquisición hasta el año 1487 por más que el recuerdo de sus terribles procesos perdurara durante siglos, Cataluña dispuso de tribunales de la Inquisición totalmente diferenciados e independientes de la tradicional jurisdicción eclesiástica ejercida a través de los tribunales episcopales. La prelación de la institución oficial de los tribunales de la Inquisición en Cataluña encontró su razón de ser en el originario objetivo de los mismos: la lucha contra la herejía en aquellos años identificada con los cataros del sur de Francia y los valdenses de Pedro Valdo en Lyon. Ambas doctrinas, consideradas heréticas por la Iglesia, captaron adeptos en la población de la Cataluña vieja debido a la cercanía geográfica; llegaron a contarse entre ellos, como seguidores de los cataros, a nobles catalanes pirenaicos como el vizconde Arnau y su esposa Ermessen-da; Ramon, señor del Cadí, y Guillem de Niort, veguer del conde Nunó Sanç en Cerdanya y Conflent.

Por esa razón, la Inquisición empezó precisamente en Cataluña su triste andadura por tierras ibéricas. En 1286, sin embargo, se puso fin al movimiento cátaro y la Inquisición catalana, entrado el siglo xiv, recibió órdenes por parte del papa Clemente V de dirigir sus esfuerzos hacia la proscrita orden de los caballeros del Temple tal como se estaba efectuando en el vecino reino francés. Pero en Cataluña los templarios no sufrían la misma inquina que la prodigada por el monarca francés -aun cuando ésta estuviera principalmente basada en motivos económicos-, y en un concilio provincial convocado por el metropolitano de Tarragona para tratar del asunto de los templarios, todos los obispos presentes adoptaron unánimemente una resolución por la que se les declaraba libres de culpa y no se encontraba razón alguna para la herejía de la que eran acusados.

Después de los templarios, la Inquisición catalana dirigió su mirada hacia los begardos, que también habían logrado introducirse en Cataluña, y dictó algunas sentencias de muerte ejecutadas, como era norma, por el brazo secular tras la relajación del condenado. Con todo, a mediados del siglo xiv, en 1348, con el asalto popular a las juderías de toda Europa a raíz de la epidemia de peste y de las generalizadas acusaciones contra los judíos, la Inquisición catalana, carente de herejes y de otras sectas o movimientos espirituales, empezó a dirigir sus actuaciones hacia los judaizantes.

Mi agradecimiento a mi esposa, Carmen, sin la que no hubiera sido posible esta novela, a Pau Pérez, por haberla vivido con la misma pasión que yo, a la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès por su magnífica labor didáctica en el mundo de las letras, así como a Sandra Bruna, mi agente, y Ana Liarás, mi editora.


Barcelona, noviembre de 2005


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