La ciudad y los perros


MARIO VARGAS LLOSA nació en Arequipa, Perú, 1936. Cursó sus primeros estudios en Cochabamba, Bolivia, y los secundarios en Lima y Piura. Se licenció en Letras en la Universidad de San Marcos de Lima y se doctoró por la de Madrid. Ha residido durante algunos años en Paris y posteriormente en Londres y Barcelona. Aunque había estrenado en 1952 un drama en Piura y publicado en 1959 un libro de relates, Los jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobro notoriedad con la publicación de la novela La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963), que obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 1962 y el Premio de la Critica en 1963 y que fue casi inmediatamente traducida a una veintena de lenguas. En 1966 apareció su segunda novela, La casa verde (Seix Barral), que obtuvo asimismo el Premio de la Critica en 1966 y el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos en 1967. Posteriormente ha publicado el relato Los cachorros (1967, edición definitiva junto con Los jefes: Seix Barral, 1980), la novela Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969), el estudio García Márquez: Historia de un deicidio (1971), la novela Pantaleón y las visitadoras (Seix Barral, 1973), el ensayo La orgía perpetua: Flaubert y «Madame Bovary» (Seix Barral, 1975), la novela La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), las piezas teatrales La señorita de Tacna (Seix Barral, 1981), Kathie y el hipopótamo (Seix Barral, 1983) y La Chunga. (Seix Barral, 1986) y las novelas La guerra del fin del mundo (Seix Barral, 1981), Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), — .Quien mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) y El hablador (Seix Barral, 1987). Ha reunido sus textos ensayísticos del período 1962–1983 en dos volúmenes, titulados Contra viento y marea (Seix Barral, 1986).

I

— Cuatro–dijo el Jaguar.

Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.

— Cuatro–repitió el Jaguar- ¿Quién?

— Yo–murmuró Cava–Dije cuatro.

— Apúrate–replicó el Jaguar–Ya sabes, el segundo de la izquierda.

Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón de] colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.

— ¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? — dijo Boa: un cuerpo y una voz desmesurados, un plumero de pelos grasientos que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de Ojos hundidos por el sueño. Tenía la boca abierta, del labio inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había vuelto a mirarlo.

— Entro de imaginaria a la una–dijo Boa-. Quisiera dormir algo.

— Váyanse–dijo el Jaguar–Los despertaré a las cinco.

Boa y Rulos salieron. Uno de ellos tropezó al cruzar el umbral y maldijo.

— Apenas regreses, me despiertas–ordenó el Jaguar–No te demores mucho. Van a ser las doce.

— Sí–dijo Cava. Su rostro, por lo común impenetrable, parecía fatigado-. Voy a vestirme.

Salieron del baño. La cuadra estaba a oscuras, pero Cava no necesitaba ver para orientarse entre las dos columnas de literas; conocía de memoria ese recinto estirado y alto. Lo colmaba ahora una serenidad silenciosa, alterada instantáneamente por ronquidos o murmullos. Llegó a su cama, la segunda de la derecha, la de abajo, a un metro de la entrada. Mientras sacaba a tientas del ropero el pantalón, la camisa caqui y los botines, sentía junto a su rostro el aliento teñido de tabaco de Vallano, que dormía en la litera superior. Distinguió en la oscuridad la doble hilera de dientes grandes y blanquísimos del negro y pensó en un roedor. Sin bulla, lentamente, se despojó del pijama de franela azul y se vistió. Echó sobre sus hombros el sacón de paño. Luego, pisando despacio porque los botines crujían, caminó hasta la litera del Jaguar, que estaba al otro extremo de la cuadra, junto al baño.

— Jaguar.

— Sí. Toma.

Cava alargó la mano, tocó dos objetos fríos, uno de ellos áspero. Conservó en la mano la linterna, guardó la lima en el bolsillo del sacón.

— ¿Quiénes son los imaginarias? — preguntó Cava;

— El poeta y yo. — ¿Tú?

— Me reemplaza el Esclavo. — ¿Y en las otras secciones? — ¿Tienes miedo?

Cava no respondió. Se deslizó en puntas de pie hacia la puerta. Abrió uno de los batientes, con cuidado, pero no pudo evitar que crujiera.

— ¡Un ladrón! — gritó alguien, en la oscuridad- ¡Mátalo, imaginaria!

Cava no reconoció la voz. Miró afuera: el patio estaba vacío, débilmente iluminado por los globos eléctricos de la pista de desfile, que separaba las cuadras de un campo de hierba. La neblina disolvía el contorno de los tres bloques de cemento que albergaban a los cadetes del quinto año y les comunicaba una apariencia irreal. Salió. Aplastado de espaldas contra el muro de la cuadra, se mantuvo unos instantes quieto y sin pensar. Ya no contaba con nadie; el Jaguar también estaba a salvo. Envidió a los cadetes que dormían, a los suboficiales, los soldados entumecidos en el galpón levantado a la otra orilla del estadio. Advirtió que el–miedo lo paralizaría si no actuaba. Calculó la distancia: debía cruzar el patio y la pista de desfile; luego, protegido por las sombras del descampado, contornear el comedor, las oficinas, los dormitorios de los oficiales y atravesar un nuevo patio, éste pequeño y de cemento, que moría en el edificio de las aulas, donde habría terminado el peligro: la ronda no llegaba hasta allí. Luego, el regreso. Confusamente, deseó perder la voluntad y la imaginación y ejecutar el plan como una máquina ciega. Pasaba días enteros abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a acciones que apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía una lucidez insólita.

Comenzó a avanzar pegado a la pared. En vez de cruzar el patio, dio un rodeo, siguiendo el muro curvo de las cuadras de quinto. Al llegar al extremo, miró con ansiedad: la pista parecía interminable y misteriosa, enmarcada por los simétricos globos de luz en torno a los cuales se aglomeraba la neblina. Fuera del alcance de la luz, adivinó, en el macizo de sombras, el descampado cubierto de hierba. Los imaginarias solían tenderse allí, a dormir o a conversar en voz baja, cuando no hacía frío. Confiaba en que una timba los tuviera reunidos esa noche en algún baño. Caminó a pasos rápidos, sumergido en la sombra de los edificios de la izquierda, eludiendo los manchones de luz. El estallido de las olas y la resaca del mar extendido al pie del colegio, al fondo de los acantilados, apagaba el ruido de los botines. Al llegar al edificio de los oficiales se estremeció y apuró el paso. Después, cortó transversalmente la pista y se hundió en la oscuridad del descampado.

Un movimiento próximo e inesperado devolvió a su cuerpo, como un puñetazo, el miedo que empezaba a vencer. Dudó un segundo: a un metro de distancia, brillantes como luciérnagas, dulces, tímidos, lo contemplaban los ojos de la vicuña. "¡Fuera!», exclamó, encolerizado. El animal permaneció indiferente. «No duerme nunca la maldita», pensó Cava. «Tampoco come. ¿Por qué no se ha muerto? — Se alejó. Dos años y medio atrás, al venir a Lima para terminar sus estudios, lo asombró encontrar caminando impávidamente entre los muros grises y devorados por la humedad del Colegio Militar Leoncio Prado, a ese animal exclusivo de la sierra. ¿Quién había traído la vicuña al colegio, de qué lugar de los Andes? Los cadetes hacían apuestas de tiro al blanco: la vicuña apenas se inquietaba con el impacto de las piedras. Se apartaba lentamente de los tiradores, con una expresión neutra. «Se parece a los indios», pensó Cava. Subía la escalera de las aulas. Ahora no se preocupaba del ruido de los botines; allí no había nadie, fuera de los bancos, los pupitres, el viento y las sombras. Recorrió a grandes trancos la galería superior. Se detuvo. El chorro mortecino de la linterna le descubrió la ventana. «El segundo de la izquierda», había dicho el Jaguar. Electivamente, estaba flojo. Fue retirando con la lima la masilla del contorno, que recogía en la otra mano. La sintió mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en el suelo. Palpó la madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya adentro, movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación, junto al mimeógrafo, había tres pilas de papel. Leyó: «Examen bimestral de Química. Quinto año. Duración de la prueba: cuarenta minutos». Las hojas habían sido impresas esa tarde y la tinta brillaba aún. Copió rápidamente las preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó la linterna y volvió hacia la ventana. Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil ruidos simultáneos. "¡Mierda!», gimió. Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no percibían, sin embargo, el bullicio salvaje que esperaban, las voces como balazos de los oficiales: sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó todavía unos segundos. Luego, olvidando utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de vidrio repartidos por el enlosado y los guardó en el sacón. Regresó a la cuadra sin tomar precauciones. Quería llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos. En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso. — ¿Listo? — dijo el Jaguar.

Sí.

Vamos al baño.

El Jaguar caminó delante, entr6 al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal.

— Rompí un vidrio — dijo, sin levantar la voz., Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas.

— Serrano — murmuró el Jaguar despacio–Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro…

Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin violencia.

— ¡Suelta! — dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible- ¡Serrano!

Cava dejó caer las manos.

— No había nadie en el patio–susurró–No me han visto.

El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha.

No soy un desgraciado, Jaguar — murmuró Cava — Si nos chapan, pago solo y ya está. El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió.

Serrano cobarde–dijo–Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones.

Ha olvidado la casa de la avenida Salaverry, en Magdalena Nueva, donde vivió desde la noche en que llegó a Lima por primera vez, y el viaje de dieciocho horas en automóvil, el desfile de pueblos en ruinas, arenales, valles minúsculos, a ratos el mar, campos de algodón, pueblos y arenales. Iba con el rostro pegado a la ventanilla y sentía su cuerpo roído por la excitación: «voy a ver Lima». A veces, su madre lo atraía hacia ella, murmurando: «Richi, Ricardo». Él pensaba: "¿por qué llora?». Los otros pasajeros dormitaban o leían y el chofer canturreaba alegremente el mismo estribillo, hora tras hora. Ricardo resistió la mañana, la tarde y el comienzo de la noche sin apartar su mirada del horizonte, esperando que las luces de la ciudad surgieran de improviso, como una procesión de antorchas. El cansancio adormecía poco a poco sus miembros, embotaba sus sentidos; entre brumas, se repetía con los dientes apretados: «no me dormiré». Y, de pronto, alguien lo movía con dulzura, «Ya llegamos, Richi, despierta.» Estaba en las faldas de su madre, tenía la cabeza apoyada en su hombro, sentía frío. Unos labios familiares rozaron su boca y él tuvo la impresión de que, en el sueño, se había convertido en un gatito. El automóvil avanzaba ahora despacio: veía vagas casas, luces, árboles y una avenida más larga que la calle principal de Chiclayo. Tardó unos segundos en darse cuenta que los otros viajeros habían descendido. El chofer canturreaba ya sin entusiasmo. "¿Cómo será?», pensó. Y sintió, de nuevo, una ansiedad feroz, como tres días antes, cuando su madre, llamándolo aparte para que no los oyera la tía Adelina, le dijo: «tu papá no estaba muerto, era mentira. Acaba de volver de un viaje muy largo y nos espera en Lima». «Ya llegamos», dijo su madre. "¿Avenida Salaverry, si no me equivoco?», cantó el chofer. «Sí, número treinta y ocho», repuso la madre. Él cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre lo besó.»¿Por qué me besa en la boca?», pensaba Ricardo; su mano derecha se aferraba al asiento. Al fin, el coche se inmovilizó después de muchas vueltas. Mantuvo cerrados los Ojos, se encogió junto al cuerpo que lo sostenía. De pronto, el cuerpo de su madre se endureció. «Beatriz, dijo una voz. Alguien abrió la puerta. Se sintió alzado en peso, depositado en el suelo, sin apoyo, abrió los ojos: el hombre y su madre se besaban en la boca, abrazados. El chofer había dejado de cantar. La calle estaba vacía y muda. Los miró fijamente; sus labios medían el tiempo contando números. Luego, su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo: «es tu papá, Richi. Bésalo». Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro adulto se juntaba al suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban su mejilla. Él estaba rígido.

Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. «Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche; ¿sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza», había dicho una vez tía Adelina. Él tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo parecía muerto. Se levantó: descalzo, semidesnudo, temblando por la vergüenza y la confusión que sentiría si de pronto entraban y lo hallaban de pie, avanzó hasta la puerta y pegó el rostro a la madera. No oyó nada. Volvió a su cama y lloró, tapándose la boca con las dos manos. Cuando la luz ingresó a la habitación y la calle se pobló de ruidos, sus ojos seguían abiertos y sus oídos en guardia. Mucho rato después, los escuchó. Hablaban en voz baja y sólo llegaba a él un incomprensible rumor. Luego oyó risas, movimientos. Más tarde sintió abrirse la puerta, pasos, una presencia, unas manos conocidas que le subían las sábanas hasta el cuello, un aliento cálido en las mejillas. Abrió los Ojos: su madre sonreía. «Buenos días», dijo ella, tiernamente; "¿No besas a tu madre?». «No», dijo él.

Podría ir y decirle dame veinte soles y ya veo, se le llenarían los ojos de lágrimas y me daría cuarenta o cincuenta, pero sería lo mismo que decirle te perdono lo que hiciste a mi mamá y puedes dedicarte al puterío con tal que me des buenas propinas.» Bajo la bufanda de lana que le regaló su madre hace meses, los labios de Alberto se mueven sin ruido. El sacón y la cristina que lleva hundida hasta las orejas, lo defienden contra el frío. Su cuerpo se ha acostumbrado a la presión del fusil, que ahora casi no siente. " Ir y decirle qué ganamos con no aceptar un medio, deja que nos mande un cheque cada mes hasta que se arrepienta de sus pecados y vuelva a casa, pero ya veo, se pondrá a llorar y dirá que hay que llevar la cruz con resignación como Nuestro Señor y aunque acepte cuánto tiempo pasará hasta que se pongan de acuerdo y no tendré mañana los veinte soles–Según el reglamento, los imaginarias deben recorrer el patio del año respectivo y la pista de desfile, pero él ocupa su turno en caminar a la espalda de las cuadras, junto a la alta baranda descolorida que protege la fachada principal del colegio. Desde allí ve entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su barrio. El oficial de guardia pasa revista a los imaginarias cada dos horas: a la una, lo hallará en su puesto. Mientras, Alberto planea la salida del sábado. «Podría que unos diez tipos se soñaran con la película ésa, y viendo tantas mujeres en calzones, tantas piernas, tantas barrigas, tantas, me encarguen novelitas, pero acaso pagan adelantado y cuándo las haría si mañana es el examen de Química y tendré que pagarle al Jaguar por las preguntas salvo que Vallano me sople a cambio de cartas pero quién se fía de un negro. Podría que me pidan cartas, pero quién paga al contado a estas alturas de la semana si ya el miércoles todo el mundo ha quemado sus últimos cartuchos en 'La Perlita' y en las timbas. Podría gastarme veinte soles si los consignados me encargan cigarrillos y se los pagaría en cartas o novelitas, y la que se armaría, encontrarme veinte soles en una cartera perdida en el comedor o en las aulas o en los excusados, meterme ahora mismo en una cuadra de los perros y abrir roperos hasta encontrar veinte soles o mejor sacar cincuenta centavos a cada uno para que se note menos y sólo tendría que abrir cuarenta roperos sin despertar a nadie contando que en todos encuentre cincuenta centavos, podría ir donde un suboficial o un teniente, présteme veinte soles que yo también quiero ir donde la Pies Dorados, ya soy un hombre y quién mierda grita ahí…»

Alberto demora en identificar la voz, en recordar que es un imaginaria lejos de su puesto. Vuelve a oír, más fuerte, “¿qué le pasa a ese cadete?», y esta vez reaccionan su cuerpo y su espíritu, alza la cabeza, su mirada distingue como en un remolino los muros de la Prevención, varios soldados sentados en una banca, la estatua del héroe que amenaza con la espada desenvainada a la neblina y a las sombras, imagina su nombre escrito en la lista de castigo, su corazón late alocado, siente pánico, su lengua y sus labios se mueven imperceptiblemente, ve entre el héroe de bronce y él, a menos de cinco metros, al teniente Remigio Huarina, que lo observa con las manos en la cintura. — ¿Qué hace usted aquí?

El teniente avanza hacia Alberto, éste ve tras los hombros del oficial, la mancha de musgo que oscurece el bloque de piedra que sostiene al héroe, mejor dicho la adivina, pues las luces de la Prevención son opacas y lejanas, o la inventa: es posible que ese mismo día los soldados de guardia hayan raspado y fregado el pedestal.

— ¿Y? — dice el teniente, frente a él- ¿Qué hay? Inmóvil, la mano derecha clavada en la cristina, tenso, todos sus sentidos alertas, Alberto permanece mudo ante el hombrecillo borroso que aguarda también inmóvil, sin bajar las manos de la cintura.

— Quiero hacerle una consulta, mi teniente — dice Alberto «podría jurarle me estoy muriendo de dolor de estómago, quisiera una aspirina o algo, mi madre está gravísima, han matado a la vicuña, podría suplicarle…»-. Quiero decir, una consulta moral.

— ¿Qué ha dicho?

Tengo un problema — dice Alberto, rígido decir mi padre es general, contralmirante, mariscal y juro que por cada punto perderá un año de ascenso, podría «Es algo personal. — Se interrumpe, vacila un instante, luego miente: — El coronel dijo una vez que podíamos consultar a nuestros oficiales. Sobre los problemas íntimos, quiero decir.

Nombre y sección — dice el teniente. Ha bajado las manos de la cintura; parece más frágil y pequeño. Da un paso adelante y Alberto ve, muy cerca y abajo, el hocico, los ojos fruncidos y sin vida de batracio, el rostro redondo contraído en un gesto que quiere ser implacable y sólo es patético, el mismo que adopta cuando ordena el sorteo de consignas, invención suya: «brigadieres, métanles seis puntos–a todos los números tres y múltiplos de tres».

Alberto Fernández, quinto año, primera sección.

Al grano — dice el teniente–Al grano.

Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no del cuerpo. Todas las noches tengo pesadillas — Alberto ha bajado los párpados, simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en blanco, dejando que los labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un laberinto para extraviar al sapo -. Cosas horribles, mi teniente. A veces sueño que mato, que me persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando y temblando. Algo horrible, mi teniente, le juro.

El oficial escruta el rostro del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas. «Podría reír, podría llorar, gritar, podría correr.» El teniente Huarina ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás y exclama: — ¡Yo no soy un cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o a su madre!

No quería molestarlo, mi teniente — balbucea Alberto.

Oiga, ¿y este brazalete? — dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados- ¿Está usted de imaginaria?

sí, mi teniente.

— ¿No sabe que el servicio no se abandona nunca, salvo muerto?

— Sí, mi teniente.

— ¡Consultas morales! Es usted un tarado. — Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro del teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en la frente han brotado unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno.

— Sí, mi teniente.

Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve a los soldados de la Prevención inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha a su espalda: «ni que fuéramos curas, qué carajo». Frente a él, hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava, la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro lado del estadio, después de una construcción ruinosa — el galpón de los soldados–hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla. «Y si Huarina hubiera bajado la cabeza, y si me hubiera visto los botines, y si el Jaguar no tiene el examen de Química, y si lo tiene y no quiere fiarme, y si me planto ante la Pies Dorados y le digo soy del Leoncio Prado y es la primera vez que vengo, te traeré buena suerte, y si vuelvo al barrio y pido veinte soles a uno de mis amigos, y si le dejo mi reloj en prenda, y si no consigo el examen de Química, y si no tengo cordones en la revista de prendas de mañana estoy jodido, sí señor.» Alberto avanza despacio, arrastrando un poco los pies; a cada paso sus botines, sin cordones desde hace una semana, amenazan salirse. Ha recorrido la mitad de la distancia que separa el quinto año de la estatua del héroe. Hace dos años, la distribución de las cuadras era distinta; los cadetes de quinto ocupaban las cuadras vecinas al estadio y los perros las más próximas a la Prevención; cuarto estuvo siempre en el centro, entre sus enemigos. Al cambiar el colegio de director, el nuevo coronel decidió la distribución actual. Y explicó en un discurso: «Eso de dormir cerca de] prócer epónimo habrá que ganárselo. En adelante, los cadetes de tercero ocuparán las cuadras M fondo. Y luego, con los años se irán acercando a la estatua de Leoncio Prado. Y espero que cuando salgan M colegio se parezcan un poco a él, que peleó por la libertad de un país que ni siquiera era el Perú. En el Ejército, cadetes, hay que respetar los símbolos, qué caray». «Y si le robo los cordones a Arróspide, habría que ser desgraciado para fregar a un miraflorino habiendo en la sección tantos serranos que se pasan el año encerrados como si tuvieran miedo a la calle, y a lo mejor tienen, busquemos otro. Y si le robo a alguno M Círculo, a Rulos o al bruto del Boa, pero y el examen, no sea que me jalen en Química otra vez. Y si al Esclavo, qué gracia, eso le dije a Vallano y es verdad, te creerías muy valiente si le pegaras a un muerto, salvo que estés desesperado. En los ojos se le vio que es un cobarde como todos los negros, qué ojos, qué pánico, qué saltos, lo mato al que me ha robado m¡ pijama, lo ¡nato al que, ahí viene el teniente, ahí vienen los suboficiales, devuélvanme mi pijama que esta semana tengo que salir y no digo desafiarlo, no digo mentarle la madre, no (ligo insultarlo, al menos decirle qué te pasa o algo, Pero dejarse arrancar el pijama de las manos en plena revista, sin chistar, eso no. El Esclavo necesita que le saquen el miedo a golpes, le robaré los cordones a Vallano.»

Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por el murmullo del lilar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerpos encogidos en las literas. «Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe estar muerto, dónde te has metido, Jaguarcito.» El patio desierto, vagamente iluminado por los faroles de la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. «Debe haber una timba, si tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando y espero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado nada, fuera caray, ya veo que me jalan en Química. — Recorre toda la galería sin encontrar a nadie. Entra a las cuadras de la primera y la segunda sección, los baños están vacíos, uno de ellos apesta. Inspecciona los baños de otras cuadras, atravesando ruidosamente los dormitorios, a propósito, pero en ninguno se altera la respiración sosegada o febril de los cadetes. En la quinta sección, poco antes de llegar a la puerta del baño, se detiene. Alguien desvaría: distingue apenas, entre un río de palabras confusas, un nombre de mujer. «Lidia. ¿Lidia? Parece que se llamaba Lidia la muchacha ésa del arequipeño ése que me enseñaba las cartas y las fotos que recibía, y me contaba sus penas, escríbele bonito que la quiero mucho, yo no soy un cura, qué carajo, usted es un tarado. ¿Lidia?» En la séptima sección, junto a los urinarios, hay un círculo de bultos: encogidos bajo los sacones verdes, todos parecen jorobados. Ocho fusiles están tirados en el suelo y otro apoyado en la pared. La puerta del baño está abierta y Alberto los distingue a lo lejos, desde el umbral de la cuadra. Avanza, lo intercepta una sombra. — ¿Qué hay? ¿Quién es?

— El coronel. ¿Tienen permiso para timbear? El servicio no se abandona nunca, salvo muerto.

Alberto entra al baño. Lo miran una docena de rostros fatigados; el humo cubre el recinto como un toldo sobre las cabezas de los imaginarias. Ningún conocido: caras idénticas, oscuras, toscas. — ¿Han visto al Jaguar?

No ha venido. — ¿Qué juegan?

Póquer. ¿Entras? Primero tienes que hacer de campana — un cuarto de hora.

No juego con serranos — dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia los jugadores–Sólo me los tiro.

Lárgate, poeta — dice uno–Y no friegues.

Pasaré un parte al capitán — dice Alberto, dando media vuelta -. Los serranos se juegan los piojos al póquer durante el servicio.

Escucha que lo insultan. Está de nuevo en el patio. Vacila unos instantes, luego se encamina hacia el descampado. «Y si estuviera durmiendo en la hierbita, y si se estuviera robando el examen, durante mi turno, mal parido, y si hubiera tirado contra, y si.» Cruza el descampado hasta llegar al muro Posterior del colegio. Las contras se tiraban por allí, pues al otro lado el terreno es plano y no hay peligro de quebrarse una pierna al saltar. En una época, todas las noches se veían sombras que franqueaban el muro por ese punto y volvían al amanecer. Pero el nuevo director hizo expulsar a cuatro cadetes de cuarto, sorprendidos al salir y desde entonces una pareja de soldados ronda por el exterior toda la noche. Las contras han disminuido y ya no se practican por allí. Alberto gira sobre sí mismo; al fondo está el patio de quinto, vacío y borroso'. En el descampado intermedio distingue una llamita azul. Va hacia ella.

— ¿Jaguar?

No hay respuesta. Alberto saca su linterna — los imaginarias, además del fusil, llevan una linterna y un brazalete morado–y la enciende. Atravesado en la columna de luz, surge un rostro lánguido, una piel suave y lampiña, unos ojos entrecerrados que miran con timidez. — ¿Qué haces aquí, tú?

El Esclavo levanta una mano para protegerse de la luz. Alberto apaga la linterna.

— Estoy de imaginaria.

Alberto ¿ríe? El ruido vibra en la oscuridad como un acceso de eructos, cesa Linos instantes, luego brota de nuevo el chorro de desprecio puro, porfiado y sin alegría.

Estás reemplazando al Jaguar — dice Alberto -. Me das pena.

Y tú imitas la risa del Jaguar — dice el Esclavo, suavemente -; eso debería darte más pena.

Yo sólo imito a tu madre — dice Alberto. Se libera del fusil, lo coloca sobre la hierba, sube las solapas de su sacón, se frota las manos y se sienta junto al Esclavo -. ¿Tienes un cigarrillo?

Una mano sudada roza la suya y se aparta en el acto, dejando en su poder un cigarrillo blando, sin tabaco en las puntas. Alberto prende un fósforo. «Cuidado, susurra el Esclavo. Puede verte la ronda.» «Mierda, dice Alberto. Me quemé.» Ante ellos se alarga la pista de desfile, luminosa como una gran avenida en el corazón de una ciudad disimulada por la niebla. — ¿Cómo haces para que te duren los cigarrillos? — dice Alberto–A mí se me acaban los miércoles, a lo más.

— Fumo poco.

— ¿Por qué eres tan rosquete? — dice Alberto -. ¿No te da vergüenza hacerle su turno al Jaguar?

Yo hago lo que quiero — responde el Esclavo- ¿A ti te importa?

Te trata como a un esclavo — dice Alberto–Todos te tratan como a un esclavo, qué caray. ¿Por qué tienes tanto miedo?

— A ti no te tengo miedo.

Alberto ríe. Su risa se corta bruscamente.

Es verdad–dice–Me estoy riendo como el Jaguar. ¿Por qué lo imitan todos?

Yo no lo imito — dice el Esclavo.

Tú eres como su perro — dice Alberto -. A ti te ha fregado.

Alberto arroja la colilla. La brasa agoniza unos instantes entre sus pies, sobre la hierba, luego desaparece. El patio de quinto sigue desierto.

Sí — dice Alberto -. Te ha fregado. — Abre la boca, la cierra. Se lleva una mano a la punta de la lengua, coge con dos dedos una hebra de tabaco, la parte con las uñas, se pone en los labios los dos cuerpos minúsculos y escupe. — ¿Tú no has peleado nunca, no?

Sólo una vez — dice el Esclavo. — ¿Aquí?

No. Antes.

Es por eso que estás fregado — dice Alberto–Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida.

Yo no voy a ser militar.

Yo tampoco. Pero aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el Ejército es ser bien macho, tener unos huevos de acero, ¿comprendes? 0 comes o te comen, no hay más remedio. A mí no me gusta que me coman.

No me gusta pelear — dice el Esclavo–Mejor dicho, no Eso no se aprende — dice Alberto–Es una cuestión de estómago.

El teniente Gamboa dijo eso una vez.

Es la pura verdad, ¿no? Yo no quiero ser militar pero aquí uno se hace más hombre. Aprende a defenderse y a conocer la vida.

Pero tú no peleas mucho — dice el Esclavo–Y sin embargo no te friegan.

Yo me hago el loco, quiero decir el pendejo. Eso también sirve, para que no te dominen. Si no te defiendes con uñas y dientes ahí mismo se te montan encima.

— ¿Tú vas a ser un poeta? — dice el Esclavo.

— ¿Estás cojudo? Voy a ser ingeniero. Mi padre me mandará a estudiar a Estados Unidos. Escribo cartas y novelitas para comprarme cigarrillos. Pero eso no quiere decir nada. ¿Y tú, qué vas a ser?

— Yo quería ser marino — dice el Esclavo -. Pero ahora ya no. No me gusta la vida militar. Quizá sea

ingeniero, también.

La niebla se ha condensado; los faroles de la pista parecen más pequeños y su luz es más débil. Alberto busca en sus bolsillos. Hace dos días que está sin cigarrillos, pero sus manos repiten el gesto, mecánicamente, cada vez que desea fumar.

— ¿Te quedan cigarrillos?

El Esclavo no responde, pero segundos después Alberto siente un brazo junto a su estómago. Toca la mano del otro, que sostiene un paquete casi lleno. Saca un cigarrillo, lo pone entre sus labios, con la punta de la lengua toca la superficie compacta y picante. Enciende un fósforo y aproxima al rostro del Esclavo la llama que se agita suavemente en la pequeña gruta que forman sus manos.

— ¿De qué mierda estás llorando? — dice Alberto, a la vez que abre las manos y deja caer el fósforo -. Me volví a quemar, maldita sea.

Prende otro fósforo y enciende su cigarrillo. Aspira el humo y lo arroja por la boca y la nariz.

— ¿Qué te pasa? — pregunta.

— Nada.

Alberto vuelve a aspirar; la brasa resplandece y el humo se confunde con la neblina, que está muy baja, casi a ras de tierra. El patio de quinto ha desaparecido. El edificio de las cuadras es una gran mancha inmóvil.

— ¿Qué te han hecho? — dice Alberto–No hay que llorar nunca, hombre.

— Mi sacón — dice el Esclavo -. Me han fregado la salida.

Alberto vuelve la cabeza. El Esclavo lleva sobre la camisa caqui, una chompa castaña, sin mangas.

Mañana tenía que salir — dice el Esclavo -. Me han reventado. — ¿Sabes quién ha sido?

No. Lo sacaron del ropero.

Te van a descontar cien soles. Quizá más.

No es por eso. Mañana hay revista. Gamboa me dejará consignado. Ya llevo dos semanas sin salir. — ¿Tienes hora?

La una menos cuarto — dice el Esclavo -. Ya podemos ir a la cuadra.

Espera — dice Alberto, incorporándose–Tenemos tiempo. Vamos a tirarnos un sacón.

El Esclavo se levanta como un resorte, pero permanece en el sitio sin dar un paso, como pendiente de algo próximo e irremediable.

Apúrate — dice Alberto.

Los imaginarias… — susurra el Esclavo.

Maldita sea — dice Alberto -. ¿No ves que voy a jugarme la salida para conseguirte un sacón? La gente cobarde me enferma. Los imaginarias están en el baño de la séptima. Hay una timba.

El Esclavo lo sigue. Avanzan entre la neblina cada vez más espesa, hacia las cuadras invisibles. Los clavos de los botines rasgan la hierba húmeda y al ruido acompasado del mar se mezcla ahora el silbido del viento que invade las habitaciones sin puertas ni ventanas del edificio que está entre las aulas y los dormitorios de los oficiales.

— Vamos a la décima o a la novena — dice el Esclavo -. Los enanos tienen el sueño de plomo.

— ¿Te hace falta un sacón o un chaleco? — dice Alberto -. Vamos a la tercera.

Están en la galería del año. La mano de Alberto empuja suavemente la puerta, que cede sin ruido. Mete la cabeza como un animal olfateando una cueva: en la cuadra en tinieblas reina un rumor apacible. La puerta se cierra tras ellos. 11 ¿Y si se echa a correr, cómo tiembla, y si se echa a llorar, cómo corre, y si es verdad que el Jaguar se lo tira, cómo suda, y si ahorita se prende la luz, cómo vuelo?» «Al fondo, murmura Alberto, tocando con sus labios la cara del Esclavo. Hay un ropero que está lejos de las cama.“ ¿Qué?», dice el Esclavo' sin moverse. «Mierda, dice Alberto. Ven. — Arrastrando los pies, atraviesan la cuadra en cámara lenta con las manos extendidas para evitar los obstáculos. «Y si fuera un ciego, me saco los ojos de vidrio, le digo Pies Dorados te doy mis ojos pero fíame, papá basta ya de putas, basta ya que el servicio no se abandona nunca salvo muerto.» Se detienen junto al ropero, los dedos de Alberto repasan la madera. Mete la mano en su bolsillo, saca la ganzúa, con la otra mano trata de localizar el candado, cierra los ojos, aprieta los dientes. «Y si digo juro teniente, vine a sacar un libro para estudiar Química que mañana me jalan, juro que no te perdonaré nunca el llanto de mi madre Esclavo, ni que me hayas matado por un sacón.» La ganzúa araña el metal, penetra en la ranura, se engancha, se mueve atrás y adelante, a derecha e izquierda, ingresa un poco más, se inmoviliza, golpea secamente, el candado se abre. Alberto forcejea hasta recuperar la ganzúa. La puerta del ropero comienza a girar. Desde algún punto de la cuadra, una voz airada irrumpe en incoherencias. La mano del Esclavo se incrusta en el brazo de Alberto. «Quieto, susurra éste. 0 te mato.» "¿Qué?», dice el otro. La mano de Alberto explora el interior, con cuidado, a unos milímetros de la superficie vellosa del sacón, como si fuera a acariciar el rostro o los cabellos del ser amado y estuviera saboreando el placer de la inminencia del contacto, tocando sólo su atmósfera, su vaho. «Sácale los cordones a dos botines, Ice Alberto. Necesito.» El Esclavo lo suelta, se inclina, se aleja a rastras. Alberto libera el sacón del colgador, mete el candado en las armellas y aprieta con toda la mano, para apagar el ruido. Después, se desliza hacia la puerta. Cuando llega el Esclavo, lo vuelve a tocar, esta vez en el hombro. Salen.

¿Tiene marca?

El Esclavo examina el sacón minuciosamente, con su linterna.

No.

Anda al baño y mira si tiene manchas. Y los botones, cuidado vayan a ser de otro color.

Ya es casi la una — dice el Esclavo.

Alberto asiente. Al llegar a la puerta de la primera sección, se vuelve hacia su compañero: ¿Y los cordones?

— Sólo conseguí uno — dice el Esclavo. Duda un momento: — Perdón.

Alberto lo mira fijamente, pero no lo insulta ni se ríe. Se limita a encogerse de hombros.

Gracias — dice el Esclavo. Ha puesto otra vez su mano en el brazo de Alberto y lo mira a los ojos con su cara tímida y rastrera iluminada por una sonrisa.

Lo hago para divertirme — dice Alberto. Y añade, rápido: — ¿Tienes las preguntas del examen? No sé ni jota de Química.

No — dice el Esclavo–Pero el Círculo lo debe tener. Hace un rato salió Cava y fue hacia las aulas. Deben estar resolviendo las preguntas.

No tengo plata. El Jaguar es un ladrón. — ¿Quieres que te preste? — dice el Esclavo. — ¿Tienes plata?

Un poco.

— ¿Puedes prestarme veinte soles?

— Veinte soles, sí.

Alberto le da una palmada en el hombro. Dice:

Formidable, formidable. Estaba sin un centavo. Si quieres, te puedo pagar con novelitas.

No — dice el Esclavo. Ha bajado los ojos–Más bien en cartas. — ¿Cartas? ¿Tienes enamorada? ¿Tú?

Todavía no tengo — dice el Esclavo -. Pero quizás tenga.

Bueno, hombre. Te escribiré veinte. Eso sí, tienes que enseñarme las de ella. Para ver el estilo.

Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de roperos, incluso algunas lisuras.

— Ya están cambiando el turno — dice Alberto -. Vamos.

Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines. Luego sacude al negro con las dos manos.

Tu madre, tu madre — exclama Vallano, frenéticamente.

Es la una — dice Alberto–Tu turno.

Si me has despertado antes te machuco.

Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo.

— Ahí tienes el fusil y la linterna — dice Alberto–Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda

está en la segunda sección.

— ¿De veras? — dice Vallano, sentándose. Alberto va hasta su litera y se desnuda.

Aquí todos son muy graciosos — dice Vallano -. Muy graciosos. — ¿Qué te pasa? — pregunta Alberto.

Me han robado un cordón.

Silencio — grita alguien–Imaginaria, que se callen esos maricones.

Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador.

Se están robando un cordón — grita.

Un día de estos te voy a romper la cara, poeta — dice Vallano, bostezando.

Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme.

La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de fulbito para intervenir en el campeonato anual del «Club Terrazas», los muchachos se presentaron con el nombre de — Barrio Alegre». Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además, los cronistas policiales designaban con el nombre de «Barrio Alegre» al jirón Huatica de la Victoria, la calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: «el barrio de Diego Ferré».

La casa de Alberto es la tercera de la segunda cuadra de Diego Ferré, en la acera de la izquierda. La conoció de noche, cuando casi todos los muebles de su casa anterior, en San Isidro, ya habían sido trasladados a ésta. Le pareció más grande que la otra y con dos ventajas evidentes: su dormitorio estaría más alejado del de sus padres y, como esta casa tenía un jardín interior, probablemente lo dejarían criar un perro. Pero el nuevo domicilio traería también inconvenientes. De San Isidro, el padre de un compañero los llevaba a ambos hasta el colegio «La Salle», todas las mañanas. En el futuro tendría que tomar el Expreso, descender en el paradero de la avenida Wilson y, desde allí, andar lo menos diez cuadras hasta la avenida Arica, pues «La Salle», aunque es un colegio para niños decentes, está en el corazón de Breña, donde pululan los zambos y los obreros. Tendría que levantarse más temprano, salir acabando el almuerzo. Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía leer los Penecas y Billiken detrás del mostrador y a veces se los prestaba por un día, advirtiéndole que no los ajara ni ensuciara. El cambio de domicilio lo privaría, además, de una distracción excitante: subir a la azotea y contemplar la casa de los NáJar, adonde en las mañanas se jugaba al tenis y cuando había sol se almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores y en las noches se bailaba y él podía espiar a las parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse.

El día de la mudanza se levantó temprano y fue al colegio de buen humor. A mediodía regresó directamente a la nueva casa. Bajó del Expreso en el paradero del parque Salazar — todavía no conocía el nombre de esa explanada de césped, colgada sobre el mar -, subió por Diego Ferré, una calle vacía, y entró a la casa: su madre amenazaba a la sirvienta con echarla si aquí también se dedicaba a hacer vida social con las cocineras y choferes del vecindario. Acabado el almuerzo, el padre dijo: " tengo que salir. Un asunto importante». La madre clamó: «vas a engañarme, cómo puedes mirarme a los ojos» y luego, escoltada por el mayordomo y la sirvienta, comenzó un minucioso registro para comprobar si algo se había extraviado o dañado en la mudanza. Alberto subió a su cuarto, se echó en la cama, distraídamente fue haciendo garabatos en los forros de sus libros. Poco después oyó voces de muchachos que llegaban hasta él por la ventana. Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces. Saltó de la cama y se asomó al balcón. Uno de los muchachos llevaba una camisa incendiaria, a rayas rojas y amarillas y el otro, una camisa de seda blanca, desabotonada. Aquél era más alto, rubio y tenía la voz, la mirada y los gestos insolentes; el otro, bajo y grueso, de cabello moreno ensortijado, era muy ágil. El rubio hacía de arquero en un garaje; el moreno le disparaba con una pelota de fútbol flamante. «Tapa ésta, Pluto», decía el moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. «Eres una madre, Tico, decía. Para tapar tus penales me basta la nariz.» El moreno bajaba la pelota con el pie, diestramente, la emplazaba, medía la distancia, pateaba y los tiros eran goles casi siempre. «Manos de trapo, se burlaba Tico, mariposa. Esta va con aviso; al ángulo derecho y bombeada.» Al principio, Alberto los miraba con frialdad y ellos aparentaban no verlo. Poco a poco, aquél fue demostrando un interés estrictamente deportivo; cuando Tico metía un gol o Pluto atajaba la pelota, asentía sin sonreír, como un entendido. Luego, comenzó a prestar atención a las bromas de los dos muchachos; adecuaba su expresión a la de ellos y los jugadores daban señales de reconocer su presencia por momentos: volvían la cabeza hacia él, como poniéndolo de árbitro. Pronto se estableció una estrecha complicidad de miradas, sonrisas y movimientos de cabeza. De pronto, Pluto rechazó un disparo de Tico con el pie y la pelota salió despedida a los lejos. Tico corrió tras ella. Pluto alzó la vista hacia Alberto.

Hola — dijo.

Hola — dijo Alberto.

Pluto tenía las manos en los bolsillos. Daba saltitos en el sitio, igual a los jugadores profesionales antes M partido, para entrar en calor;

— ¿Vas a vivir aquí? — dijo Pluto.

— Sí. Nos mudamos hoy.

Pluto asintió. Tico se había acercado. Llevaba la pelota sobre el hombro y la sostenía con una mano. Miró a Alberto. Se sonrieron. Pluto miró a Tico:

Se ha mudado – dijo -. Va a vivir aquí.

Ah –dijo Tico.

¿Ustedes viven acá? — preguntó Alberto.

Él en Diego Ferré — dijo Pluto -. En la primera cuadra. Yo a la vuelta, en Ocharán.

Uno más para el barrio — dijo Tico.

— A mí me dicen Pluto. Y a este Tico. Es una madre pateando. — ¿Tu padre es buena gente? — preguntó Tico.

Más o menos — dijo Alberto -. ¿Por qué?

Nos han corrido de toda la calle — dijo Pluto -. Nos quitan la pelota. No nos dejan jugar. Tico comenzó a hacer botar la pelota, como en el basquet.

Baja — dijo Pluto -. Tiraremos penales. Cuando vengan los otros jugaremos un partido de fulbito.

Okey — dijo Alberto–Pero conste que no soy muy bueno en fulbito.

Cava nos dijo: detrás del galpón de los soldados hay gallinas. Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida, dando un rodeo para no pasar por las cuadras y rampando como en campaña. ¿Ves? ¿Ven?, decía el muy maldito, un corral blanco con gallinas de colores, qué más quieren, ¿quieren más? ¿Nos tiramos la negra o la amarilla? La amarilla está más gorda. ¿Qué esperas, huevas? Yo la cojo y me como las alas. Tápale el pico, Boa, como si fuera tan fácil. No podía; no te escapes, patita, venga, venga. Le tiene miedo, lo está mirando feo, le muestra el rabo, miren, decía el muy maldito. Pero era verdad que me picoteaba los dedos. Vamos al estadio y tápenle el pico de una vez a ésa. ¿Y qué pasa si el Rulos se tira al muchacho? Lo mejor, dijo el Jaguar, es amarrarle las patas y el pico. ¿Y las alas, qué me dicen si capa a alguien a punta de aletazos, qué me dicen? No quiere nada contigo, Boa. ¿Estás seguro, serrano, tú también? No, pero lo vi con mis propios ojos. ¿Con qué la amarro? Qué brutos, qué brutos, una gallina al menos es chiquita, parece un juego, pero ¡una llama! ¿Y qué pasa si el Rulos se tira al muchacho? Estábamos fumando en los excusados de las aulas, bajen las candelas, murciélagos. El Jaguar puja de alma, parece que lo estuvieran manducando. ¿Ya, Jaguar, salió, salió? Silencio, que me cortan, tengo que concentrarme. ¿Ya, ya, la puntita? ¿Y qué tal si nos tiramos al gordito?, dijo el Rulos. ¿Quién? El de la novena, el gordito. ¿Tú no lo has pellizcado nunca? Uf. No está mala la idea, pero ¿se deja o no se deja? A mí me han dicho que Lañas se lo tira cuando está de guardia. Uf, al fin. ¿Salió, salió?, el muy maldito. ¿Y quién primero?, porque a mí se me fueron las ganas con tanto ruido que hace. Aquí hay un hilo para el pico. Serrano, no la sueltes que a lo mejor se vuela. ¿Hay un voluntario? Cava la tenía por los sobacos, el Rulos le rogaba no muevas el pico que de todas maneras te lo embocan y yo le amarraba las patas. Entonces, mejor sorteamos, quién tiene fósforos. Córtale la cabeza a uno y enséñame los otros, estoy muy viejo para que me hagan trampas. Le va a tocar al Rulos. Oye, ¿a ti te consta que se deja? A mí no me consta. Esa risita como una picadura. Yo acepto, Rulos, pero sólo por juego. ¿Y si no se deja? Quietos, que huele a suboficial, menos mal que pasó lejos, yo soy muy macho. ¿Y si nos comemos al suboficial? El Boa se come a una perra, dijo el muy maldito, por qué no al gordito que es humano. Está consignado, ahora lo vi en el comedor, matoneaba a los ocho perros de su mesa. A lo mejor no se deja. ¿Quién dijo miedo, alguien dijo miedo? Me como una sección de gordos, uno por uno, y fresco como una lechuga. Vamos a hacer un plan, dijo el Jaguar, cosa que resulte más fácil. ¿A quién le tocó el palito? La gallina estaba en el suelo, quietecita y boqueando. Al serrano Cava, ¿no perciben que ya está r1laridándose la mano? Es por gusto, está muerta, mejor sería el Boa que hace carpas marchando. Ya sorteamos, no hay nada que hacer, te la tiras o te tiramos como a las llamas en tu Pueblo. ¿No tienen una novelita? ¿Y si traemos al poeta a que le cuente una de esas historias que engordan la pichula? Puro cuento, compañeros, yo hago carpas concentrándome, es Cuestión de voluntad. Oye, ¿y si me infecto? Qué te pasa, vida mía, qué tienes, serranito, de cuándo acá te echas atrás, ¿sabías que el Boa está más sano que tu madre desde que se tira a la Malpapeada? Cuéntame esos delirios, piojosito, ¿no te han dicho que las gallinas son más limpias que las perras, más higiénicas? De acuerdo, nos lo comemos aunque muramos con las manos en la masa. ¿Y la ronda? Está Huarina de servicio que es un pelma y los sábados la ronda es cosa boba. ¿Y si acusa? Reunión del Círculo: cadete manducado y soplón, Pero ¿tú dirías que te han manducado? Salgamos que van a tocar silencio. Y bajen las candelas, maldita sea. Ya, dijo el Muy maldito, se ha parado sola; pásenmela. Tenla tú. ¿Yo Mismo? Tú mismo. ¿Estás seguro que las gallinas tienen huecos? Salvo que esta pánfila sea virgen. Se está moviendo, a lo mejor es un gallo rosquete. No se rían ni hablen, por favor. Por favor. Esa risita tan fregada. ¿No ven, han visto esa mano de serrano? La estás manoseando, bandolero. Estoy buscando el no me muevan que ya encontré. ¿Cómo dijo, compañero? Tiene hueco, quietos por favor, y por todos los santos no se rían que se adormece el elefante. Qué bruto. Los serranos, decía mi hermano, mala gente, lo peor que hay. Traidores y cobardes, torcidos hasta el alma. ¡Tápale el pico, jijunagrandísirna! Teniente Gamboa, aquí hay alguien que se está comiendo una gallina. Son las diez o casi, dijo el Rulos, más de las diez y cuarto. ¿Han visto si hay imaginarias? También me Como un imaginaria. Tú te comes todo, así estoy viendo, tienes mucho apetito, jura que no te comes a tu santa madre. No había más consignados en la cuadra, pero sí en la segunda y salirnos sin zapatos. Me estoy helando de frío y a lo mejor me constipo. Yo confieso que si oigo un silbato, corro. Trepemos la escalera agachados que se ve desde la Prevención. ¿De veras? Entramos a la cuadra despacito y el Jaguar ¿qué cabrón dijo que sólo había dos consignados? Ahí están roncando como diez enanos. ¿Entonces se corren? ¿Quién? Tú que sabes cuál es su cama, pasa adelante, cosa que no nos comamos a otro. Es la tercera, no ven cómo huele a gordito apetitoso. Se le están saliendo las plumas y me parece que se está muriendo. ¿Ya o no? Cuenta. ¿Siempre te vas tan rápido o sólo con las gallinas? Miren esa polilla, creo que el serrano la mató. ¿Yo? La falta de respiración, todos los huecos tapados. Si está que se mueve, juro que se está haciendo la muerta. ¿Ustedes creen que los animales sienten? ¿Sienten qué, huevas, acaso tienen alma? Quiero decir gusto, como las mujeres. La Malpapeada, sí, igualito que las mujeres. Tú, Boa, me das asco. Las cosas que se ven. Oye, la polilla se está parando. Le ha gustado y quiere más, qué tal. Camina borrachita, camina borrachita. ¿Y ahora nos la comemos de a deveras? Alguien va a quedar encinta, no se olviden que el serrano le dejó adentro tamaña piedra. Yo ni sé cómo se mata a las gallinas. Calla, con el fuego se mueren los microbios. La agarras del pescuezo y la tuerces en el aire. Tenla quieta, Boa, voy a hacer un saque, aguántate ésa. Sí señor, la elevaste, bien puesta esa pata. Ahora sí se ha muerto, está toda deshecha, caramba. Caramba, está toda deshecha y quién se la va a comer así oliendo a polvo y, a pezuña. Júrame que el fuego mata los microbios. Vamos a hacer una fogata, pero allá arribita, detrás de la tapia que está más escondido. Silencio, que te parto en cuatro. Trepa de una vez que ya está bien cogido, huevas. Cómo patea el enano, cómo pateaba, cómo, qué esperas para treparte, no ves que duerme más calato que una foca. Oye Boa, no le tapes así la jeta que a lo mejor se ahoga. Ahorita me echa abajo y sólo me estoy frotando, decía el Rulos, no te muevas que te mato y te hago polvo y qué más quieres que te esté bombardeando, respingado. Zafemos que se están levantando los enanos, no te digo, caracho, se están levantando todos los enanos y aquí va a correr sangre a torrentes. El que prendió la luz fue un vivo. El que gritó se están comiendo a un compañero, a la pelea muchachos, también fue un vivo. A mí me manducaron con eso de la luz y ¿sería por eso que le solté la boca?, sálvenme, hermanos. Yo sólo he oído un grito parecido cuando mi madre le largó la silla a mi hermano. ¿Y ustedes, enanos, alguien los ha invitado, qué hacen levantados, por favor, alguien dijo que enciendan la luz? ¿Y ése era el brigadier? No vamos a dejar que hagan eso con el muchacho, maricones. Me he vuelto loco, estoy soñando, desde cuándo se habla así con sus cadetes, cuádrense. Y tú de qué gritas, no ves que es una broma. Esperen que voy a aplastar unos cuantos enanos. Y el Jaguar todavía se reía, me acuerdo de su risa cuando yo estaba machucando a los enanos. Ahora nos vamos, pero eso sí, óiganlo bien y no se olviden: si uno solo abre el pico, nos tiramos a coda la cuadra de verdad. No hay que meterse con los enanos, todos son unos acomplejados y no entienden las bromas. Para bajar las escaleras ¿nos agachamos de nuevo? Puaf, decía el Rulos, chupando un hueso, la carne ha quedado toda chamuscada y con pelos.

II Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido. El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos o tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho minutos para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al examen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao.

Unos instantes después del toque de diana, Alberto, sin abrir los ojos todavía, piensa: «hoy es la salida». Alguien dice: «son las seis menos cuarto. Hay que apedrear a ese maldito». La cuadra queda de nuevo en silencio. Abre los ojos: por las ventanas entra a la habitación una luz indecisa, gris. «Los sábados debía salir sol. — Se abre la puerta del baño. Alberto ve la cara pálida del Esclavo: las literas lo degüellan a medida que avanza. Está peinado y afeitado. «Se levanta antes de la diana para llegar primero a la fila», piensa Alberto. Cierra los Ojos. Siente que el Esclavo se detiene junto a su cama y le toca el hombro. Entreabre los ojos: la cabeza del Esclavo culmina un cuerpo esquelético, devorado por el pijama azul.

Está de turno el teniente Gamboa.

Ya sé — responde Alberto–Tengo tiempo.

Bueno — dice el Esclavo–Creí que estabas durmiendo.

Esboza una sonrisa y se aleja. «Quiere ser mi amigo», piensa Alberto. Vuelve a cerrar los ojos y queda tenso: el pavimento de la calle Diego Ferré brilla por la humedad; las aceras de Porta y 0charán están cubiertas de hojas desprendidas de los árboles por el viento nocturno; un joven elegante camina por allí, fumando un Chesterfield. «juro que hoy iré donde las polillas.»

¡Siete minutos! — grita Vallano, a voz en cuello, desde la puerta de la cuadra. Hay una conmoción. Las literas están oxidadas y chirrían; las puertas de los armarios crujen; los tacones de los botines martillan la loza; al rozarse o chocar, los cuerpos despiden un rumor sordo; pero las blasfemias y los juramentos prevalecen sobre cualquier otro ruido, como lenguas de fuego entre el humo. Sucesivos, ametrallados por una garganta colectiva, los insultos no son, sin embargo, precisos: apuntan a blancos abstractos como Dios, el oficial y la madre y los cadetes parecen recurrir a ellos más por su música que su significado. Alberto salta de la cama, se pone las medias y los botines, todavía sin cordones. Maldice. Cuando termina de pasarlos, la mayor parte de los cadetes ha tendido su cama y empieza a vestirse. — ¡Esclavo!, grita Vallano. Cántame algo. Me gusta oírte mientras me lavo.» — Imaginaria, brama Arróspide. Me han robado un cordón. Eres responsable.» «Te quedarás consignado, cabrón.» «Ha sido el Esclavo, dice alguien. Juro. Yo lo vi… Hay que denunciarlo al capitán, propone Vallano. No queremos ladrones en la cuadra.» "¡Ay!, dice una voz quebrada. La negrita tiene miedo a los ladrones.» «Ay, ay» cantan varios. «Ay, ay, ay» aúlla la cuadra entera. «Todos son unos hijos de puta», afirma Vallano. Y sale, dando un portazo. Alberto está vestido. Corre al baño. En el lavatorio contiguo, el Jaguar termina de peinarse.

Necesito cincuenta puntos de Química — dice Alberto, la boca llena de pasta de dientes -. ¿Cuánto?

Te jalarán, poeta -. El Jaguar se mira en el espejo y trata en vano de apaciguar sus cabellos: las púas, rubias y obstinadas, se enderezan tras el peine–No tenemos el examen. No fuimos.

¿No consiguieron el examen?

— Nones. Ni siquiera intentamos.

Suena el silbato. El hirviente zumbido que brota de los baños y de las cuadras aumenta y se desvanece de golpe. La voz del teniente Gamboa surge desde el patio, como un trueno: — ¡Brigadieres, tomen los tres últimos!

El zumbido estalla nuevamente, ahogado. Alberto echa a correr: va guardando en su bolsillo la escobilla de dientes y el pefile y se enrolla la toalla como una faja entre el sacón y la camisa. La formación está a la mitad. Cae aplastado contra el de adelante, alguien se aferra a él por detrás. Alberto tiene cogido de la cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. «No manosees, cabrón», grita Vallano. Poco a poco, se establece el orden en las cabezas de fila y los brigadieres comienzan a contar los efectivos. En la cola, el desbarajuste y la violencia continúan, los últimos se esfuerzan por conquistar un sitio a codazos y amenazas. El teniente Gamboa observa la formación desde la orilla de la pista de desfile. Es alto, macizo. Lleva la gorra ladeada con insolencia; mueve la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y su sonrisa es burlona.

— ¡Silencio! — grita.

Los cadetes enmudecen. El teniente tiene los brazos en jarras; baja las manos, que se balancean un momento junto a su cuerpo antes de quedar inmóviles. Camina hacia el batallón; su rostro seco, muy moreno, se ha endurecido. A tres pasos de distancia, lo siguen los suboficiales Varúa, Morte y Pezoa. Gamboa se detiene. Mira su reloj.

— Tres minutos — dice. Pasea la vista de un extremo a otro, como un pastor que contempla su rebaño- ¡Los

perros forman en dos minutos y medio!

Una onda de risas apagadas estremece el batallón. Gamboa levanta la cabeza, curva las cejas: el silencio se restablece en el acto.

— Quiero decir, los cadetes de tercero.

Otra onda de risas, esta vez más audaz. Los rostros de los cadetes se mantienen adustos, las risas nacen en el estómago y mueren a las orillas de los labios, sin alterar la mirada ni las facciones. Gamboa se lleva la mano rápidamente a la cintura: de nuevo el silencio, instantáneo como una cuchillada. Los suboficiales miran a Gamboa, hipnotizados. «Está de buen humor», murmura Vallano.

— Brigadieres — dice Gamboa–Parte de sección.

Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras de cadetes inmóviles.

— Y parte de los tres últimos — añade.

Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera:

Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: «mono, tú estás consignado un mes, ¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio». «Diez soles», dice el Mono «No tengo plata; si quieres, te los debo.» «No, mejor o jódete.»

— ¿Quién habla ahí? — grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo.

— ¡Silencio! — brama Gamboa- ¡Silencio, carajo!

Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: «permiso para regresar a la formación, mi suboficial». Éste hace una venia o responde: «siga». Los cadetes vuelven a sus secciones al paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus Ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe.

— ¿Seis puntos o un ángulo recto? — dice.

Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: «viva Gamboa».

— ¿Estoy loco o alguien habla en la formación? — pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se pasea frente a los brigadieres, las manos en la cintura.

— Aquí los tres últimos–grita–Rápido. Por secciones.

Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: «Tienen suerte que esté Gamboa de servicio, palomitas». Los tres cadetes se cuadran ante el teniente.

— Como ustedes prefieran — dice Gamboa–Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir.

Los tres responden: «ángulo recto». El teniente asiente y se encoge de hombros. «Los conozco como si los hubiera parido», susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena:

— Posición de ángulo recto.

Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla.

— Cúbranse los huevos–indica–Con las dos manos.

Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea ligeramente: una centella se desprende M suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al cadete que retorne a su puesto.

— ¡Bali! — dice luego–Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió.

El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el equilibrio. El puntapié apenas lo remece.

— Segunda sección — ordena Gamboa–Los tres últimos.

Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: «son libres de elegir». Alberto ha prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química. En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. "¿Habrá estudiado Vallano?» El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. «Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos veinte puntos. ¿Cuánto?» "¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No vuelvas a hablar de eso. Por tu bien.»

— Desfilen por secciones — ordena Gamboa.

La formación se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos. «Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo mi cadete, quién me invita una Inca Cola en «La Perlita», yo mi cadete, quién se come mis babas, digo, quién.

El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío. «Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla.» Ocho gargantas aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las roscas hacia Alberto. "¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?» «Ay, ay, ay.» El Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: «Te capamos si sirves poca leche». Alberto se vuelve hacia Vallano: — ¿Sabes Química, negro?

— No.

— ¿Me soplas? ¿Cuánto?

Los Ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz:

— Cinco cartas.

— ¿Y tu mamá? — pregunta Alberto -. ¿Cómo está?

— Bien — dice Vallano–Si te conviene, avisa.

El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo. La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra sobre el cuello de Vallano. «Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. 0 tener mala estrella, tina suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería.» «Ni me fijé que era negro», dice Vallano, sacándose el cordón de] botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. «Sino me lo dabas, te molía, negro», dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. «Bah, dice Vallano. Juro que te vaciaré el ropero antes que termine el año. Ahora necesito un cordón. Véndeme uno Cava, tú que eres mercachifle. Oye, no ves que estoy hablando contigo, qué te pasa, piojoso.» Cava levanta bruscamente los ojos de la taza vacía y mira a Vallano con terror. "¿Qué?, dice. ¿Qué?» Alberto se inclina hacia el Esclavo: — ¿Estás seguro que viste a Cava anoche?

Sí — dice el Esclavo -. Seguro que era él.

Mejor no digas a nadie que lo viste. Ha pasado algo. El Jaguar dice que no se tiraron el examen. Y mírale la cara al serrano.

Al oír el silbato, todos se ponen de pie y salen corriendo hacia el descampado, donde los espera Gamboa, los brazos cruzados sobre el pecho y el pito en la boca. La vicuña echa a correr despavorida ante esa invasión. «Le diré, no ves que me han jalado en Química por ti, no ves que ando enfermo por ti, Pies Dorados, no ves. Toma los veinte soles que me prestó el Esclavo y si quieres te escribiré cartas, pero no seas mala, no me asustes, no hagas que me jalen en Química, no ves que el Jaguar no quiere venderme ni un punto, no ves que estoy más pobre que la Malpapeada.» Los brigadieres vuelven a contar los efectivos y a dar parte a los suboficiales y éstos al teniente Gamboa. Ha comenzado a caer una garúa muy fina. Alberto toca con su pie la pierna de Vallano. Éste lo mira de reojo.

Tres cartas, negro.

Cuatro.

Bueno, cuatro.

Vallano asiente, pasándose la lengua por los labios en busca de las últimas migas de pan.

El aula de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. «Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo.» El Jaguar y los suyos le advirtieron: «dos o se reunirá el Círculo».

Sólo veinte puntos — dice Vallano -. Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.

No — responde Alberto -. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me dictas. Me muestras tu examen.

Te dicto.

Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia. — ¿Como la vez pasada? Me dictaste mal a propósito. Vallano ríe.

— Cuatro cartas – dice — De dos páginas.

El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos y malévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua.

Al que saque el libro o mire al compañero se le anula la prueba – dice -. Y, además, seis puntos. Brigadier, reparta los exámenes.

Rata.

El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja la camisa.

Anulado el pacto — dice Alberto -. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro. Arróspide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj.

Las ocho–dice–Tienen cuarenta minutos.

Rata.

— ¡Aquí no hay un solo hombre! — ruge Pezoa–Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata.

Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio en desorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: «rata, rata».

— ¡Silencio, cobardes! — grita el suboficial.

En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido y cohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado anchas para su cuerpo.

— ¿Qué ocurre, Pezoa?

El suboficial saluda.

— Se las dan de graciosos, mi teniente.

Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio.

— ¿Ah, sí? — dice Gamboa–Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes.

Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tanto uniforme.

— Vallano — susurra Alberto–El pacto vale.

Sin mirarlo, el negro mueve la cabeza y se pasa un dedo por el cuello como una guillotina. Arróspide ha terminado de repartir las pruebas. Los cadetes inclinan las cabezas sobre las hojas. «Quince más cinco, más tres, más cinco, en blanco, más tres, en blanco, pucha, en blanco, más tres, no, en blanco, son ¿cuánto?, treinta y uno, hasta el garguero. Que se fuera por la mitad, que lo llamaran, que pasara algo y tuviera que irse corriendo, Pies Dorados.» Alberto responde las preguntas, lentamente, con letra de imprenta. Los tacos de Gamboa suenan contra las baldosas. Cuando un cadete levanta la vista de su examen, encuentra siempre los ojos burlones del teniente y escucha: — ¿Quiere que le sople? Y baje la cabeza. A mí sólo me miran mi mujer y mi sirvienta. Cuando termina de responder lo que sabe, Alberto mira a Vallano: el negro escribe a toda prisa, mordiéndose la lengua. Explora la clase con infinitas precauciones; algunos simulan escribir deslizando la pluma en el aire a unos milímetros del papel. Relee la prueba, contesta otras dos preguntas cuya respuesta intuye oscuramente. Comienza un ruido distante y subterráneo; inquietos, los cadetes se mueven en sus asientos. La atmósfera se condensa; algo invisible flota sobre las cabezas inclinadas, una pasta tibia e inasible, una nebulosa, un sentimiento aéreo, un rocío. ¿Cómo escapar unos segundos a la vigilancia del teniente, a esa presencia?

Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aun la lengua de playa en que se asientan los acantilados): "¡Crúcenla pájaros!», los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ¡limitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos -¡ah, si fueran cabezas de chilenos o ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran! — , llegan al pie de la tapia transpirando y jurando, cruzan el fusil en bandolera y alargan las manos hinchadas, hunden las uñas en las grietas, se aplastan contra el muro, y reptan verticalmente, los ojos prendidos del borde que se acerca, y luego saltan y se encogen en el aire y caen y sólo escuchan sus propias maldiciones y su sangre exaltada que quiere abrirse paso hacia la luz por las sienes y los pechos. Pero Gamboa está ya al frente, en lo alto de un peñón, apenas arañado, husmeando el viento marino, calculando. En cuclillas o tendidos, los cadetes lo observan: la vida y la muerte dependen de sus labios. De pronto, su mirada se despeña colérica, los pájaros se transforman en larvas. "¡Sepárense! ¡Están amontonados como arañas!» Las larvas se incorporan, se despliegan, los viejos uniformes de campaña mil veces zurcidos se inflan con el viento y los parches y remiendos parecen costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa, dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo.

El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples': obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aun de simpatía.

El esclavo estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: «venga con nosotros, perro». Él sonrió y los siguió dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana, eran abordados y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo:

— Para empezar, cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.

No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago.

— No quiere — dijo la voz–El perro no quiere cantar.

Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió:

— Cante cien veces «soy un perro», con ritmo de corrido mexicano.

Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de «Allá en el rancho grande; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente.

— Basta — dijo la voz -. Ahora, con ritmo de bolero.

Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron:

— Párese.

Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó:

— ¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho.

Las bocas volvieron a abrirse y él cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo:

— Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien.

Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez.

El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente.

Bueno — dijo la voz- ¿Cuál ha pegado más fuerte?

El de la izquierda.

— ¿Ah, sí? — replicó la voz cambiante- ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien.

El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio.

Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte?

Los dos igual.

Quiere decir que han quedado tablas — precisó la voz — Entonces tienen que desempatar. Un momento después, la voz incansable preguntó:

— A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos?

— No — dijo el Esclavo.

Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: «cuidado con las rayas, Ricardito» y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable.

Mentira — dijo la voz–Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro? Él pensó: «ya terminaron». Pero sólo acababan de comenzar. — ¿Usted es un perro o un ser humano? — preguntó la voz.

Un perro, mi cadete.

Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas.

Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus Ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas.

— Bueno — dijo la voz–Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A

usted le hablo.

El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó:

No sé, mi cadete.

Pelean — dijo la voz–Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden.

El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo.

Basta — dijo la voz -. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra. ¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle?

No, mi cadete — dijo el Esclavo.

Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen.

Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre, un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: 'Juro que me escaparé. Mañana mismo». La cuadra estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos, pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de silencio, nació el Círculo.

Estaban acostados pero nadie dormía. El corneta acababa de marcharse del patio. De pronto, una silueta se descolgó de una litera, cruzó la cuadra y entró al baño: los batientes quedaron meciéndose. Poco después estallaban las arcadas y luego el vómito ruidoso, espectacular. Casi todos saltaron de las camas y corrieron al baño, descalzos: alto y escuálido, Vallano estaba en el centro de la habitación amarillenta, frotándose el estómago. No se acercaron, estuvieron examinando el negro rostro congestionado mientras arrojaba. Al fin, Vallano se aproximó al lavador y se enjuagó la boca. Entonces comenzaron a hablar con una agitación extraordinaria y en desorden, a maldecir con las peores palabras a los cadetes de cuarto año.

No podemos quedarnos así. Hay que hacer algo — dijo Arróspide. Su rostro blanco destacaba entre los muchachos cobrizos de angulosas facciones. Estaba colérico y su puño vibraba en el aire.

Llamaremos a ése que le dicen el Jaguar — propuso Cava.

Era la primera vez que lo oían nombrar. "¿Quién?», preguntaron algunos; "¿es de la sección?»

Sí — dijo Cava -. Se ha quedado en su cama. Es la primera, junto al baño. — ¿Por qué el Jaguar? — dijo Arróspide -. ¿No somos bastantes?

No — dijo Cava–No es eso. Él es distinto. No lo han bautizado. Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera. Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: "¿así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver». Se les reía en la cara. Y eran como diez.

— ¿Y? — dijo Arróspide.

— Ellos lo miraban medio asombrados — dijo Cava–Eran como diez, fíjense bien. Pero sólo cuando nos

llevaban al estadio. Allá se acercaron más, como veinte, o más, un montón de cadetes de cuarto. Y él se

les reía en la cara; "¿así que van a bautizarme?», les decía, qué bien, qué bien.

— ¿Y? — dijo Alberto.

— ¿Usted es un matón, perro?, le preguntaron. Y entonces, fíjense bien, se les echó encima. Y riéndose. Les digo que había ahí no sé cuantos, diez o veinte o más tal vez. Y no podían agarrarlo. Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la Virgen que todos tenían miedo, y juro que vi a no sé cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien.

Y él se les reía y les gritaba: ¿así que van a bautizarme?, qué bien, qué bien.

— ¿Y por qué le dices Jaguar? — preguntó Arróspide.

— Yo no — dijo Cava–Él mismo. Lo tenían rodeado y se habían olvidado de mí. Lo amenazaban con sus

correas y él comenzó a insultarlos, a ellos, a sus madres, a todo el mundo. Y entonces uno dijo: «a esta

bestia hay que traerle a Gambarina». Y llamaron a un cadete grandazo, con cara de bruto, y dijeron que

levantaba pesas.

— ¿Para qué lo trajeron? — preguntó Alberto.

¿Pero por qué le dicen el Jaguar? — insistió Arróspide.

Para que pelearan — dijo Cava–Le dijeron: «oiga, perro, usted que es tan valiente, aquí tiene uno de su peso». Y él les contestó: «me llamo Jaguar. Cuidado con decirme perro».

— ¿Se rieron? — preguntó alguien.

No — dijo Cava -. Les abrieron cancha. Y él siempre se reía. Aun cuando estaba peleando, fíjense bien. — ¿Y? — dijo Arróspide.

No pelearon mucho rato — dijo Cava–Y me di cuenta por qué le dicen Jaguar. Es muy ágil, una barbaridad de ágil. No crean que muy fuerte, pero parece gelatina; al Gambarina se le salían los ojos de pura desesperación, no podía agarrarlo. Y el otro, dale con la cabeza y con los pies, dale y dale, y a él nada. Hasta que Gambarina dijo: «ya está bien de deporte; me cansé», pero todos vimos que estaba molido.

— ¿Y? — dijo Alberto.

Nada más — dijo Cava–Lo dejaron que se viniera y comenzaron a bautizarme a mí.

Llámalo — dijo Arróspide.

Estaban en cuclillas y formaban un círculo. Algunos habían encendido cigarrillos que iban pasando de mano en mano. La habitación comenzó a llenarse de humo. Cuando el Jaguar entró al baño, precedido por Cava, todos comprendieron que éste había mentido: esos pómulos, ese mentón habían sido golpeados y también esa ancha nariz de buldog. Se había plantado en medio del círculo y los miraba detrás de sus largas pestañas rubias, con unos ojos extrañamente azules y violentos. La mueca de su boca era forzada, como su postura insolente y la calculada lentitud con que los observaba, uno por uno. Y lo mismo su risa hiriente y súbita que tronaba en el recinto. Pero nadie lo interrumpió. Esperaron, inmóviles, que terminara de examinarlos y de reír.

— Dicen que el bautizo dura un mes — afirmó Cava -. No podemos aceptar que todos los días pase lo que

hoy.

El Jaguar asintió.

— Sí – dijo -. Hay que defenderse. Nos vengaremos de los de cuarto, les haremos pagar caro sus gracias. Lo principal es recordar las caras y, si es posible, la sección y los nombres. Hay que andar siempre en grupos. Nos reuniremos en las noches, después del toque de silencio. Ah, y buscaremos un nombre para la banda.

— ¿Los halcones? — insinuó alguien, tímidamente.

— No — dijo el Jaguar–Eso parece un juego. La llamaremos «el Círculo».

Las clases comenzaron a la mañana siguiente. En los recreos, los de cuarto se precipitaban sobre los perros y organizaban carreras de pato: diez o quince muchachos, formados en línea, las manos en las caderas y las piernas flexionadas, avanzaban a la voz de mando imitando los movimientos de un palmípedo y graznando. Los perdedores merecían ángulos rectos. Además de registrarlos y apoderarse del dinero y los cigarrillos de los perros, los de cuarto preparaban aperitivos de grasa de fusil, aceite y jabón y las víctimas debían beberlos de un solo trago, sosteniendo el vaso con los dientes. El Círculo comenzó a funcionar dos días más tarde, poco después del desayuno. Los tres años salían tumultuosamente del comedor y se esparcían como una mancha por el descampado. De pronto, una nube de piedras pasó sobre las cabezas descubiertas y un cadete de cuarto rodó por el suelo, chillando. Ya formados, vieron que el herido era llevado en hombros a la enfermería por sus compañeros. A la noche siguiente, un imaginaria de cuarto que dormía en la hierba fue asaltado por sombras enmascaradas: al amanecer, el corneta lo encontró desnudo, amarrado y con grandes moretones en el cuerpo enervado por el frío. Otros fueron apedreados, manteados; el golpe más audaz, una incursión a la cocina para vaciar bolsas de caca en las ollas de sopa del cuarto año, envió a muchos a la enfermería con cólicos. Exasperados por las represalias anónimas, los de cuarto proseguían el bautizo con ensañamiento. El Círculo se reunía todas las noches, examinaba los diversos proyectos, el Jaguar elegía uno, lo perfeccionaba e impartía las instrucciones. El mes de encierro forzado transcurría rápidamente, en medio de una exaltación sin límites. A la tensión del bautizo y las acciones del Círculo, se sumó pronto una nueva agitación: la primera salida estaba próxima y ya habían comenzado a confeccionarles los uniformes azul añil. Los oficiales les daban una hora diaria de lecciones sobre el comportamiento de un cadete uniformado en la calle.

— El uniforme — decía Vallano, revolviendo con avidez los Ojos en las órbitas -, atrae a las hembritas como

la miel.

«Ni fue tan grave como decían, ni como me pareció entonces, sin contar lo que pasó cuando Gamboa entró al baño después de silencio, ni se puede comparar ese mes con los otros domingos de consigna, ni se puede.» Esos domingos, el tercer año era dueño del colegio. Proyectaban una película al mediodía y en las tardes venían las familias: los perros se paseaban por la pista de desfile, el descampado, el estadio y los patios, rodeados de personas solícitas. Una semana antes de la primera salida, les probaron los uniformes de paño: pantalones añil y guerreras negras, con botones dorados; quepí blanco. El cabello crecía lentamente sobre los cráneos y también la codicia de la calle. En la sección, después de las reuniones del Círculo, los cadetes se comunicaban sus planes para la primera–salida. “¿Y cómo supo, pura casualidad, o un soplón, y si hubiera estado Huarina de servicio, o el teniente Cobos? Sí, por lo menos no tan rápido, se me ocurre que si no descubre el Círculo la sección no se hubiera vuelto un muladar, estaríamos vivitos y coleando, no tan rápido.» El Jaguar estaba de pie y describía a un cadete de cuarto, un brigadier. Los demás lo escuchaban en cuclillas, como de costumbre; las colillas pasaban de mano en mano. El humo ascendía, chocaba contra el techo, bajaba hasta el suelo y quedaba circulando por la habitación como un monstruo translúcido y cambiante. «Pero ése qué había hecho, no es cuestión de echarnos un muerto a la espalda, Jaguar, decía Vallano, está bien la venganza pero no tanto, decía Urioste, lo que me apesta en ese asunto es que puede quedar tuerto, decía Pallasta, el que las busca las encuentra, decía el Jaguar, y mejor si lo averiamos, qué había hecho, y qué fue primero, ¿el portazo, el grito?» El teniente Gamboa debió golpear la puerta con las dos manos, o abrirla de un puntapié; pero los cadetes quedaron sobrecogidos, no al oír el ruido del portazo, ni el grito de Arróspide, sino al ver que el humo estancado huía por el boquerón oscuro de la cuadra, casi colmado por el teniente Gamboa que sostenía la puerta con las dos manos. Las colillas cayeron al suelo, humeando. Estaban descalzos y no se atrevían a apagarlas. Todos miraban al frente y exageraban la actitud marcial. Gamboa pisó los cigarrillos. Luego contó a los cadetes.

Treinta y dos–dijo–La sección completa. ¿Quién es el brigadier? Arróspide dio un paso adelante.

Explíqueme este juego con detalles — dijo Gamboa, tranquilamente–Desde el principio. Y no se olvide de nada.

Arróspide miraba oblicuamente a sus compañeros y el teniente Gamboa aguardaba, quieto como un árbol. "¿Qué parecía como lo lloraba? Y después todos éramos sus hijos, cuando comenzamos a llorarle, y qué vergüenza, mi teniente, usted no puede saber cómo nos bautizaban, ¿no es cosa de hombres defenderse?, y qué vergüenza, nos pegaban, mi teniente, nos hacían daño, nos mentaban las madres, mire cómo tiene el fundillo Montesinos de tanto ángulo recto que le dieron, mi teniente, y él como si lloviera, qué vergüenza, sin decirnos nada, salvo qué más, hechos concretos, omitir los comentarios, hablar uno por uno, no hagan bulla que molestan a las otras secciones, y qué vergüenza el reglamento, comenzó a recitarlo, debería expulsarlos a todos, pero el Ejército es tolerante y comprende a los cachorros que todavía ignoran la vida militar, el respeto al superior y la camaradería, y este juego se acabó, sí mi teniente, y por ser primera y última vez no pasaré parte, sí mi teniente, me limitaré a dejarlos sin la primera salida, sí mi teniente, a ver si se hacen hombrecitos, sí mi teniente, conste que una reincidencia y no paro hasta el Consejo de Oficiales, sí mi teniente, y apréndanse de memoria el reglamento si quieren salir el sábado siguiente, y ahora a dormir, y los imaginarias a sus puestos, me darán parte dentro de cinco minutos, sí mi teniente. — El Círculo no volvió a reunirse, aunque más tarde el Jaguar pusiera el mismo nombre a su grupo. Ese sábado primero de junio, los cadetes de la sección, desplegados a lo largo de la baranda herrumbrosa, vieron a los perros de las otras secciones, soberbios y arrogantes como un torrente, volcarse en la avenida Costanera, teñirla con sus uniformes relucientes, el blanco inmaculado de los quepis y los lustrosos maletines de cuero; los vieron aglomerarse en el mordido terraplén, con el mar crujiente a la espalda, en espera M ómnibus Miraflores — Callao, o avanzar por el centro de la carretera hacia la avenida de las Palmeras, para ganar la avenida Progreso (que hiende las chacras y penetra en Lima por Breña o, en dirección contraria, continúa bajando en una curva suave y amplísima hasta Bellavista y el Callao); los vieron desaparecer y cuando el asfalto quedó nuevamente solitario y humedecido por la neblina, seguían con las narices en los barrotes; luego escucharon la corneta que llamaba al almuerzo y fueron caminando despacio y en silencio hacia el año, alejándose del héroe que había contemplado con sus pupilas ciegas la explosión de júbilo de los ausentes y la angustia de los consignados, que desaparecían entre los edificios plomizos.

Esta misma tarde, al salir del comedor ante la mirada lánguida de la vicuña, surgió la primera pelea en la sección. "¿Yo me hubiera dejado, Vallano se hubiera dejado, Cava se hubiera dejado, Arróspide, quién? Nadie, sólo él, porque el Jaguar no es dios y entonces todo hubiera sido distinto, si contesta, distinto si se mecha o coge una piedra o un palo, distinto aun si se echa a correr, pero no a temblar, hombre, eso no se hace.» Estaban todavía en las escaleras, amontonados, y de pronto hubo una confusión y dos cayeron dando traspiés sobre la hierba. Los caídos se incorporaban; treinta pares de Ojos los contemplaban desde las gradas como desde un tendido. No alcanzaron a intervenir, ni siquiera a comprender de inmediato lo ocurrido, porque el Jaguar se revolvió como un felino atacado y golpeó al otro, directamente al rostro y sin ningún aviso y luego se dejó caer sobre él y lo siguió golpeando en la cabeza, en el rostro, en la espalda; los cadetes observaban esos dos puños constantes y ni siquiera escuchaban los gritos del otro, «perdón, Jaguar, fue de casualidad que te empujé, juro que fue casual». «Lo que no debió hacer fue arrodillarse, eso no. Y además, juntar las manos, parecía mi madre en las novenas, un chico en la iglesia recibiendo la primera comunión, parecía que el Jaguar era el obispo y él se estuviera confesando, me acuerdo de eso, decía Rospigliosi y la carne se me escarapela, hombre.» El Jaguar estaba de pie, miraba con desprecio al muchacho arrodillado y todavía tenía el puño en alto como si fuera a dejarlo caer de nuevo sobre ese rostro lívido. Los demás no se movían. «Me das asco — dijo el Jaguar–No tienes dignidad ni nada. Eres un esclavo.»

— 0cho y treinta — dice el teniente Garrido — Faltan diez minutos.

En el aula hay una especie de ronquidos instantáneos, un estremecimiento de carpetas. «Me iré a fumar un cigarrillo al baño», piensa Alberto, mientras firma la hoja de examen. En ese momento la bolita de papel cae sobre el tablero de la carpeta, rueda unos centímetros bajo sus ojos y se detiene contra su brazo. Antes de cogerla, echa una mirada circular. Luego alza la vista: el teniente Gamboa le sonríe. "¿Se habrá dado cuenta?», piensa Alberto, bajando los ojos en el momento en que el teniente dice:

— Cadete, ¿quiere pasarme eso que acaba de aterrizar en su carpeta? ¡Silencio los demás!

Alberto se levanta. Gamboa recibe la bolita de papel sin mirarla. La desenrolla y la pone en alto, a contraluz. Mientras la lee, sus Ojos son dos saltamontes que brincan M papel a las carpetas. — ¿Sabe lo qué hay aquí, cadete? — pregunta Gamboa.

No, mi teniente.

Las fórmulas del examen, nada menos. ¿Qué le parece? ¿Sabe quién le ha hecho este regalo?

No, mi teniente.

Su ángel de la guarda — dice Gamboa- ¿Sabe quién es?

No, mi teniente.

Vaya a sentarse y entrégueme el examen. — Gamboa hace trizas la hoja y pone los pedazos blancos en un pupitre–El ángel de la guarda–añade–tiene treinta segundos para ponerse de pie.

Los cadetes se miran unos a otros.

Van quince segundos — dice Gamboa–He dicho treinta.

Yo, mi teniente — dice una voz frágil.

Alberto se vuelve: el Esclavo está de pie, muy pálido y no parece sentir las risas de los demás.

Nombre — dice Gamboa.

Ricardo Arana.

— ¿Sabe usted que los exámenes son individuales?

— Sí, mi teniente.

— Bueno – dice Gamboa — Entonces sabrá también que yo tengo que consignarlo sábado y domingo. La vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles. — Mira su reloj y agrega: — La hora. Entreguen los exámenes.

Yo estaba en el Sáenz Peña y a la salida volvía a Bellavista caminando. A veces me encontraba con Higueras, un amigo de mi hermano, antes que a Perico lo metieran al Ejército. Siempre me preguntaba: "¿qué sabes de él?». «Nada, desde que lo mandaron a la selva nunca escribió.» "¿A dónde vas tan apurado?, ven a conversar un rato.» Yo quería regresar a Bellavista lo más pronto, pero Higueras era mayor que yo, me hacía un favor tratándome como a uno de su edad. Me llevaba a una chingana y me decía: "¿qué tomas?». «No sé, cualquier cosa, lo que tú.» «Bueno, decía el flaco Higueras; ¡chino, dos cortos!» Y después me daba una palmada: «cuidado te emborraches». El pisco me hacía arder la garganta y lagrimear. Él decía:" chupa un poco de limón. Así es más suave. Y fúmate un cigarrillo». Hablábamos de fútbol, del colegio, de mi hermano. Me contó muchas cosas de Perico, al que yo creía un pacífico y resulta que era un gallo de pelea, una noche se agarró a chavetazos por una mujer. Además, quién hubiera dicho, era un enamorado. Cuando Higueras me contó que había preñado a una muchacha y que por poco lo casan a la fuerza, quedé mudo. «Sí, me dijo, tienes un sobrino que debe andar por los cuatro años. ¿No te sientes viejo?» Pero sólo me entretenía un rato, después buscaba cualquier pretexto para irme. Al entrar a la casa me sentía muy nervioso, qué vergüenza que mi madre pudiera sospechar. Sacaba los libros y decía «voy a estudiar al lado» y ella ni siquiera me contestaba, apenas movía la cabeza, a veces ni eso. La casa de al lado era más grande que la nuestra, pero también muy vieja. Antes de tocar me frotaba las manos hasta ponerlas rojas, ni así dejaban de sudar. Algunos días me abría la puerta Tere. Al verla, me entraban ánimos. Pero casi siempre salía su tía. Era amiga de mi madre; a mí no me quería, dicen que de chico la fregaba todo el tiempo. Me hacía pasar gruñendo «estudien en la cocina, ahí hay más luz». Nos poníamos a estudiar mientras la tía preparaba la comida y el cuarto se llenaba de olor a cebollas y ajos. Tere hacía todo con mucho orden, daba admiración ver sus cuadernos y sus libros tan bien forrados, y su letra chiquita y pareja; jamás hacía una mancha, subrayaba todos los títulos con dos colores. Yo le decía «serás una pintora para hacerla reír. Porque se reía cada vez que yo abría la boca y de una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo, A veces la encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era s1i cara. Tenía piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me acordaba de ella, me daba vergüenza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en besarla. En cualquier momento cerraba los Ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados. Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre «tengo montones de deberes», para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía «si estas cansada me voy a mi casa», pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados, pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. «Lo peor, decía, es haber servido al gobierno treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno.» La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes.

Pero mejor que la gallina y el enano, la del cine. Quieta Malpeada, estoy sintiendo tus dientes. Mucho mejor. Y eso que estábamos en cuarto, pero aunque había pasado un año desde que Gamboa mató el Círculo grande, el Jaguar seguía diciendo: «un día todos volverán al redil y nosotros cuatro seremos los jefes». Y fue mejor todavía que antes, porque cuando éramos perros el Círculo sólo era la sección y esa vez fue como si todo el año estuviera en el Círculo y nosotros éramos los que en realidad mandábamos y el Jaguar más que nosotros. Y también cuando lo del perro que se quebró el dedo se vio que la sección estaba con nosotros y nos apoyaba. «Súbase a la escalera, perro, decía el Rulos, y rápido que me enojo.» Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. «Mis cadetes, la altura me da vértigos.» El Jaguar se retorcía de risa y Cava estaba enojado: "¿sabes de quién te vas a burlar, perro?». En mala hora subió, pero debía tener tanto miedo. «Trepa, trepa, muchacho», decía el Rulos. «Y ahora canta, le dijo el Jaguar, pero igual que un artista, moviendo las manos.» Estaba prendido como un mono y la escalera tac–tac sobre la loza. "¿Y si me caigo, mis cadetes?» «Te caes», le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar. «Ahorita se rompe la crisma», decía Cava y el Jaguar doblado en dos de risa. Pero la caída no era nada, yo he saltado de más alto en campaña. ¿Para qué se agarró del lavador? «Creo que se ha sacado el dedo», decía el Jaguar al ver cómo le chorreaba la mano. «Consignados un mes o más, decía el capitán todas las noches, hasta que aparezcan los culpables.» La sección se portó bien y el Jaguar les decía: "¿por qué no quieren entrar al Círculo de nuevo si son tan machos?». Los perros eran muy mansos, tenían eso de malo. Mejor que el bautizo las peleas con el quinto, ni muerto me olvidaré de ese año y sobre todo de lo que pasó en el cine. Todo se armó por el Jaguar, estaba a mi lado y por poco me abollan el lomo. Los perros tuvieron suerte, casi ni los tocamos esa vez, tan ocupados que estábamos con los de quinto. La venganza es dulce, nunca he gozado tanto como ese día en el estadio, cuando encontré delante la cara de uno de ésos que me bautizó cuando era perro. Casi nos botan, pero valía la pena, juro que sí. Lo de cuarto y tercero es un juego, la verdadera rivalidad es entre cuarto y quinto. ¿Quién se va a olvidar del bautizo que nos dieron? Y eso de ponernos en el cine entre los de quinto y los perros, era a propósito para que se armara. Lo de las cristinas también fue invento del Jaguar. Si veo que viene uno de quinto lo dejo acercarse, y cuando está a un metro me llevo la mano a la cabeza como si fuera a saludarlo, él saluda y yo me quito la cristina.» ¿Está usted tomándome el pelo?» «No, mi cadete, estoy rascándome la nuca que tengo mucha caspa.» Había una guerra, se vio bien claro con lo de la soga y antes, en el cine. Hasta hacía calor y era invierno, pero se comprende con ese techo de calamina y más de mil tipos apretados, nos ahogábamos. Yo no le vi la cara cuando entramos, sólo le oí la voz y apuesto que era un serrano. «Qué apretura, yo tengo mucho poto para tan poca banca decía el Jaguar, que estaba cerrando la fila de cuarto y el poeta le cobraba a alguien, «oye, ¿te crees que trabajo gratis o por tu linda cara?», ya estaba oscuro y le decían «cállate o va a llover». Seguro que el Jaguar no puso los ladrillos para taparlo, sólo para ver mejor. Yo estaba agachadito, prendiendo un fósforo y al oír al de quinto, el cigarrillo se cayó y me arrodillé para buscarlo y todos comenzaron a moverse. «Oiga, cadete, saque esos ladrillos de su asiento que quiero ver la película.» "¿A mí me habla, cadete? — , le pregunté. «No, al que está a su lado.» "¿A mí?», le dijo el Jaguar. "¿A quién sino a usted?» «Hágame un favor, dijo el Jaguar; cállese y déjeme ver a esos cow–boys.» "¿No va a sacar esos ladrillos?» «Creo que no», dijo el Jaguar. Y entonces yo me senté, sin buscar más el cigarrillo, quién se lo encontraría. Aquí se arma, mejor me aprieto un poco el cinturón. "¿No quiere usted obedecer?», dijo el de quinto. «No, dijo el Jaguar, ¿por qué?», le estaba tomando el pelo a su gusto. Y entonces los de atrás comenzaron a silbar. El poeta se puso a cantar «ay, ay, ay» y toda la sección lo siguió. "¿Se están burlando de mí?», preguntó el de quinto. «Parece que sí, mi cadete», le dijo el Jaguar. Se va a armar a oscuras, va a ser de contarlo por calles y plazas, a oscuras y en el salón de actos, cosa nunca vista. El Jaguar dice que él fue el primero, pero mi memoria no me engaña. Fue el otro. 0 algún amigo que sacó la cara por él. Y debía estar furioso, se tiró sobre el Jaguar a la bruta, me duelen los tímpanos con el griterío. Todo el mundo se levantó y yo veía las sombras encima mío y comencé a recibir más patadas. Eso sí, de la película no me acuerdo, sólo acababa de comenzar. ¿Y el poeta, de veras lo estaban machucando, o gritaba por hacerse el loco? Y también se oían gritos del teniente Huarina, «luces, suboficial, luces, ¿está usted sordo?». Y los perros se pusieron a gritar «luces, luces», no sabían qué pasaba y dirían ahorita se nos echan encima los dos años aprovechando la oscuridad. Los cigarrillos volaban, todos querían librarse de ellos, no era cosa de dejar que nos chaparan fumando, milagro que no hubo un incendio. Qué mechadera, muchachos no dejan uno sano, ha llegado el momento de la revancha. Pirinolas, no sé cómo salió vivo el Jaguar. Las sombras pasaban y pasaban a mi lado y me dolían las manos y los pies de tanto darles, seguro que también sacudí a algunos de cuarto, en esas tinieblas quién iba a distinguir. "¿Y qué pasa con las malditas luces, suboficial Varúa?, gritaba Huarina, ¿no ve que estos animales se están matando?» Llovía de todas partes, es la pura verdad, suerte que no hubo un malogrado. Y cuando se prendieron las luces, sólo se oían los silbatos. A Huarina ni se le veía, pero sí a los tenientes de quinto y de tercero y a los suboficiales. «Abran paso, carajos, abran paso», maldita sea si alguien abría paso. Y qué brutos, al final se calentaron y empezaron a repartir combos a ciegas, cómo me voy a olvidar si la Rata me lanzó un directo al pecho que me cortó la respiración. Yo lo buscaba con los ojos, decía si lo han averiado me las pagan, pero ahí estaba más fresco que nadie, repartiendo manotazos y muerto de risa, tiene más vidas que los gatos. Y después qué manera de disimular, todos son formidables cuando se trata de fregar a los tenientes y a los suboficiales, aquí no pasó nada, todos somos amigos, yo no sé una palabra del asunto, y lo mismo los de quinto, hay que ser justos. Después los hicieron salir a los perros, que andaban aturdidos, y luego a los de quinto. Nos quedamos solos en el salón de actos y comenzamos a cantar «ay, ay, ay». «Creo que le hice tragar los dos ladrillos que tanto lo fregaban», decía el Jaguar. Y todos comenzaron a decir: «los de quinto están furiosos, los hemos dejado en ridículo ante los perros, esta noche asaltarán las cuadras de cuarto». Los oficiales andaban de un lado a otro como ratones, preguntando "¿cómo empezó esta sopa?», «hablen o al calabozo». Ni siquiera los oíamos. Van a venir, van a venir, no podemos dejar que nos sorprendan en las cuadras, saldremos a esperarlos al descampado. El Jaguar estaba en el ropero y todos lo escuchaban como cuando éramos perros y el Círculo re reunía en el baño para planear las venganzas. Hay que defenderse, hombre precavido vale por dos, que los imaginarias vayan a la pista de desfile y vigilen. Apenas se acerquen, griten para que salgamos. Preparen proyectiles, enrollen papel higiénico y téngalo apretado en la mano, así los puñetazos parecen patada de burro, pónganse hojas de afeitar en la puntera del zapato como si fueran gallos del Coliseo, llénense de piedras los bolsillos, no se olviden de los suspensores, el hombre debe cuidar los huevos más que el alma. Todos obedecían y el Rulos saltaba sobre las camas, es como cuando el Círculo, sólo que ahora todo el año está metido en esta salsa, oigan, en las otras cuadras también se preparan para la gran mechadera. «No hay bastantes piedras, qué caray, decía el Poeta, vamos a sacar unas cuantas losetas.» Y todo el mundo se convidaba cigarrillos y se abrazaba. Nos metimos a la cama con los uniformes y algunos con zapatos. ¿Ya vienen, ya vienen? Quieta Malpapeada, no metas los dientes, maldita. Hasta la perra andaba alborotada, ladrando y saltando, ella que es tan tranquila, tendrás que ir a dormir con la vicuña, Malpapeada, yo tengo que cuidar a éstos, para que no los machuquen los de quinto.

La casa que forma esquina al final de la segunda cuadra de Diego Ferré y Ocharán tiene un muro blanco, de un metro de altura y diez de largo, en cada calle. Exactamente en el punto donde los muros se funden hay un poste de luz, al borde de la acera. El poste y el muro paralelo servían de arco a uno de los equipos, el que ganaba el sorteo; el perdedor debía construir su arco, cincuenta metros más allá, sobre Ocharán, colocando una piedra o un montón de chompas y chaquetas al borde de la vereda. Pero aunque los arcos tenían sólo la extensión de la vereda, la cancha comprendía toda la calle jugaban fulbito. Se ponían zapatillas de basquet, como en la cancha del Club Terrazas y procuraban que la pelota no estuviera muy inflada para evitar los botes. Generalmente jugaban por bajo, haciendo pases muy cortos, disparando al arco de muy cerca y sin violencia. El límite se señalaba con una tiza, pero a los pocos minutos de juego, con el repaso de las zapatillas y la pelota, la línea se había borrado y había discusiones apasionadas para determinar si el gol era legítimo. El partido transcurría en un clima de vigilancia y temor. Algunas veces, a pesar de las precauciones, no se podía evitar que Pluto o algún otro eufórico pateara con fuerza o cabeceara y entonces la pelota salvaba uno de los muros de las casas situadas en los umbrales de la cancha, entraba al jardín, aplastaba los geranios y, si venía con impulso, se estrellaba ruidosamente contra la puerta o contra una ventana, caso crítico, y la estremecía o pulverizaba un vidrio, y entonces, olvidando la pelota para siempre, los jugadores lanzaban un gran alarido y huían. Se echaban a correr y en la carrera Pluto iba gritando, «nos siguen, nos están siguiendo». Y nadie volvía la cabeza para comprobar si era cierto, pero todos aceleraban y repetían «rápido, nos siguen, han llamado a la Policía», y ése era el momento en que Alberto, a la cabeza de los corredores, medio ahogado por el esfuerzo, gritaba: "¡al barranco, vamos al barranco!». Y todos lo seguían, diciendo «sí, sí, al barranco» y él sentía a su alrededor la respiración anhelante de sus compañeros, la de Pluto, desmesurada y animal; la de Tico, breve y constante; la del Bebe, cada vez más lejana porque era el menos veloz; la de Emilio, una respiración serena, de atleta que mide científicamente su esfuerzo y cumple con tomar aire por la nariz y arrojarlo por la boca, y a su lado, la de Paco, la de Sorbino, la de todos los otros, un ruido sordo, vital, que lo abrazaba y le daba ánimos para seguir acelerando por la segunda cuadra de Diego Ferré y alcanzar la esquina de Colón y doblar a la derecha, pegado al muro para sacar ventaja en la curva. Y luego, la carrera era más fácil, pues Colón es una pendiente y además porque se veía, a menos de una cuadra, los ladrillos rojos del Malecón y, sobre ellos, confundido con el horizonte, el mar gris cuya orilla alcanzarían pronto. Los muchachos del barrio se burlaban de Alberto porque, siempre que se tendían en el pequeño rectángulo de hierba de la casa de Pluto, para hacer proyectos, se apresuraba a sugerir: «vamos al barranco». Las excursiones al barranco eran largas y arduas. Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que los separaban de la playa pedregosa. Alberto era el estratega más apasionado. Sin dejar de observar el principio, señalaba el itinerario con frases cortas, imitando los gestos y ademanes de los héroes de las películas: «por allá, primero esa roca donde están las plumas, es maciza; de ahí sólo hay que saltar un metro, fíjense, luego por las piedras negras que son chatas, entonces será más fácil, al otro lado hay musgo y podríamos resbalar, fíjense que ese camino llega hasta la playita donde no hemos estado». Si alguno oponía reparos (Emilio, por ejemplo, que tenía vocación de jefe), Alberto defendía su tesis con fervor; el barrio se dividía en dos bandos.

Eran discusiones vibrantes, que caldeaban las mañanas húmedas de Miraflores. A su espalda, por el Malecón, pasaba una línea ininterrumpida de vehículos; a veces, un pasajero sacaba la cabeza por la ventanilla para observarlos; si se trataba de un muchacho, sus ojos se llenaban de codicia. El punto de vista de Alberto solía prevalecer, porque en esas discusiones ponía un empeño, una convicción que fatigaban a los demás. Descendían muy despacio, desvanecido ya todo signo de polémica, sumidos en una fraternidad total, que se traslucía en las miradas, en las sonrisas, en las palabras de aliento que cambiaban. Cada vez que uno vencía un obstáculo o acertaba un salto arriesgado, los demás aplaudían. El tiempo transcurría lentísimo y cargado de tensión. A medida que se aproximaban al objetivo, se volvían más audaces; percibían ya muy próximo ese ruido peculiar, que en las noches llegaba hasta sus lechos miraflorinos y que era ahora un estruendo de agua y piedras- ' sentían en las narices ese olor a sal y conchas limpísimas y pronto estaban en la playa, un abanico minúsculo entre el cerro y la orilla, donde permanecían apiñados, bromeando, burlándose de las dificultades del descenso, simulando empujarse, en medio de una gran algazara. Alberto, cuando la mañana no era muy fría o se trataba de una de esas tardes en que sorpresivamente aparece en el cielo ceniza un sol tibio, se quitaba los zapatos y las medias y animado por los gritos de los otros, los pantalones remangados sobre las rodillas, saltaba a la playa, sentía en sus piernas el agua fría y la superficie pulida de las piedras y, desde allí, sosteniendo sus pantalones con una mano, con la otra salpicaba a los muchachos, que se escudaban uno tras otro, hasta que se descalzaban a su vez, y salían a su encuentro y lo mojaban y comenzaba el combate. Más tarde, calados hasta los huesos, volvían a reunirse en la playa y, tirados sobre las piedras, discutían el ascenso. La subida era penosa y extenuante. Al llegar al barrio, permanecían echados en el jardín de la casa de Pluto, fumando «Viceroys» comprados en la pulpería de la esquina, junto con pastillas de menta para quitarse el olor a tabaco.

Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excelsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos era distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores; sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el Parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y le jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: «ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido». Y, a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

Pero no vinieron, por culpa de los oficiales, tenía que ser. Creíamos que eran ellos y saltamos de las camas pero los imaginarias nos aguantaron: «quietos que son los soldados». Los habían levantado a medianoche a los serranos y los tenían en la pista de desfile, armados hasta los dientes, como si fueran a la guerra, y también los tenientes y los suboficiales, es un hecho que se la olían. Pero quisieron venir, después supimos que se pasaron la noche preparándose, dicen que hasta tenían hondas y cócteles de amoníaco. Qué manera de mentarle la madre a los soldados, estaban furiosos y nos mostraban las bayonetas. No se olvidará de este servicio, dicen que el coronel casi le pega, o tal vez le pegó, «Huarina, es usted un cataplasma», lo fundimos delante del ministro, delante de los embajadores, dicen que casi lloraba. Todo hubiera terminado ahí, si al día siguiente no hay la fiesta ésa, bien hecho coronel, qué es eso de exhibirnos como monos, evoluciones con armas ante el arzobispo y almuerzo de camaradería, gimnasia y saltos ante los generales ministros y almuerzo de camaradería, desfile con uniformes de parada y discursos, y almuerzo de camaradería ante los embajadores, bien hecho, bien hecho. Todos sabían que iba a pasar algo, estaba en el aire, el Jaguar decía: «ahora en el estadio tenemos que ganarles todas las pruebas, no podemos perder ni una sola, hay que dejarlos a cero, en los costales y en las carreras, en todo». Pero no hubo casi nada, se armó con la prueba de la soga, todavía me duelen los brazos de tanto jalar, cómo gritaban «dale Boa», «dale duro, Boa», «fuerte, fuerte», «zuza, zuza». Y en la mañana, antes del desayuno, venían donde Urioste, el Jaguar y yo y nos decían «jalen hasta morirse pero no retrocedan, háganlo por la sección». El único que no se la olía era Huarina, gran baboso. En cambio la Rata tiene olfato, cuidado con hacer cojudeces delante del coronel y no se me ría nadie en las barbas, soy chiquitito pero me he cansado de ganar campeonatos de yudo. Quieta, perra, saca tus malditos dientes, Malpapeadita. Y estaba lleno de gente, los soldados habían traído sillas del comedor o eso fue otra vez, pero digamos que estaba lleno de gente, imposible distinguir al general Mendoza entre tanto uniforme. El que tiene más medallas y me voy a quedar seco de risa si me acuerdo del micro, el colmo de la mala suerte, cómo nos divertimos, me voy a hacer pis de risa, me corto la cabeza que si está Gamboa, voy a reventar de tanta risa si me acuerdo del micro. Quién hubiera pensado que sería tan serio, pero mira cómo están los de quinto, nos mandan candela con los ojos y abren las bocas como para mentarnos la madre.

Y nosotros comenzamos también a mentarles la madre, bajito, despacito, Malpapeada. ¿Listos, cadetes? Atención al pito. «Evoluciones sin voz de mando», decía el micro, «cambios de dirección y de paso», «de frente, marchen». Y ahora los barristas, espero que se hayan lavado bien el cuerpo, carcosos. Una, dos, tres, vayan al paso ligero y saluden. Ese enano es buenazo en la barra, casi no tiene músculos y sin embargo qué ágil. Al coronel tampoco lo veíamos pero ni hacía falta, lo conozco de memoria, para qué echarse tanta gomina con semejantes cerdas, no vengan a hablarme de porte militar cuando pienso en el coronel, se suelta el cinturón y el vientre se le derrama por el suelo y qué risa la cara que puso. Creo que lo único que le gusta son las actuaciones y los desfiles, miren a mis muchachos. Qué igualitos están, tachín, tachín, comienza el circo, y ahora mis perros amaestrados, mis pulgas, las elefantas equilibristas, tachín, tachín. Con esa vocecita, yo fumaría todo el tiempo para volverme ronco, no es una voz militar. Nunca lo he visto en una campaña, ni lo imagino en una trinchera, pero eso sí, más y más actuaciones, esa tercera fila está torcida, cadetes, más atención oficiales, falta armonía en los movimientos, marcialidad y compostura, gran baboso, la cara que habrás puesto con lo de la soga. Dicen que el ministro transpiraba y que le dijo al coronel "¿esos carajos se han vuelto locos o qué?». Justo estábamos frente a frente, el quinto y el cuarto, y en medio la cancha de fútbol. Cómo estaban, se movían en sus asientos como serpientes y al otro lado los perros, mirando sin comprender nada, espérense un momento y van a ver lo que es bueno. Huarina daba vueltas junto a nosotros y decía "¿creen que podrán?».» Puede usted consignarme un año si no ganamos», le dijo el Jaguar. Pero yo no estaba tan seguro, tenían buenos animalotes, Gambarina, Risueño, Carnero, tremendos animalotes. Me dolían los brazos desde antes y sólo de nervios. «Que el Jaguar se ponga delante», gritaban en las tribunas y también «Boa, eres nuestra esperanza». Los de la sección comenzaron a cantar «ay, ay, ay» y Huarina se reía hasta que se dio cuenta que era por fregar a los de quinto y comenzó a jalarse los pelos, qué hacen brutos, ahí está el general Mendoza, el embajador, el coronel, qué hacen, la baba se le salía por los ojos. Me río si me acuerdo que el coronel dijo «no crean que la soga es cuestión de músculos, también de inteligencia y de astucia, de estrategia común, no es fácil armonizar el esfuerzo», me muero de risa. Los muchachos nos aplaudieron como nunca he oído, cualquiera que tenga un corazón se emociona. Los de quinto ya estaban en la cancha con sus buzos negros y a ellos también los aplaudían. Un teniente trazaba la raya y parecía que estábamos en plena prueba, cómo chillaba la barra: «cuarto, cuarto», «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», «le guste o no le guste, cuarto vencerá». ¿Y tú que gritas?, me dijo el Jaguar, ¿no ves que eso puede agotarte?, pero era tan emocionante: «un latigazo por aquí, chajuí; un latigazo por allá, chajuá; chajuí, chajuá, cuarto, cuarto, rá–rá–rá». Ya, dijo Huarina, les toca. Pórtense como deben y dejen bien el nombre del año, muchachos, ni sospechaba la que se venía. Corran muchachos, el Jaguar adelante, zuza, zuza, Urioste, zuza, zuza, Boa, dale, dale, Rojas, ufa, ufa, Torres, chanca, chanca, Riofrío, Pallasta, Pestana, Cuevas, Zapata, zuza, zuza, morir antes que ceder un milímetro. Corran sin abrir la boca, las tribunas están cerquita y a ver si le vemos la cara al general Mendoza, no se olviden de levantar los brazos cuando Torres diga tres. Hay más gente de la que parecía y cuántos militares, deben ser los ayudantes del ministro, me gustaría verles la cara a los embajadores, cómo nos aplauden y todavía no hemos empezado. Eso es, ahora media vuelta, el teniente debe tener la soga lista, padrecito del cielo que le haya hecho buenos nudos, qué tales caras de malos que ponen los de quinto, no me asusten que tiemblo de miedo, alto. «Chajuí, chajuá, rá–rá–rá.» Y entonces Gambarina se acercó un poco y sin importarle un comino el teniente que estiraba la soga y contaba los nudos, dijo: «así que se la quieren dar de vivos. Cuidado que se pueden quedar sin bolas». "¿Y tú madre?», le preguntó el Jaguar. «Después hablamos tú y yo», dijo Gambarina. «Basta de bromas», dijo el teniente, «vengan aquí los capitanes, alíniense, comiencen a jalar al silbato, apenas uno atraviese la línea enemiga toco el pito y paran. La victoria será por dos puntos de diferencia. Y no me vengan con protestas que yo soy hombre justo.» Calistenia, calistenia, saltitos con la boca cerrada, caracho la barra está gritando Boa, Boa más que Jaguar o estoy loco, qué espera para tocar el pito. «Listos, muchachos», dijo el Jaguar, " dejen el alma en el suelo». Y Gambarina soltó la soga y nos mostró el puño, estaban muñequeados, cómo no iban a perder. Y lo que daba más ánimo eran los muchachos, se me rían al cerebro esos gritos, a los brazos y me daban cuánta fuerza, hermanos, uno, dos, tres, no, padrecito, Dios, santitos, cuatro, cinco, la soga parece una culebra, ya sabía que los nudos no eran bastante gruesos, las manos se, cinco, seis, resbalan, siete, me muero si no estamos avanzando, ni me había visto el pecho, así transpiran los machos, nueve, zuza, zuza, un segundito más muchachos, ufa, ufa, silbato, mátame. Los de quinto se pusieron a chillar, «trampa, mi teniente», «no habíamos cruzado la línea, mi teniente», chajuí, los de cuarto se han levantado, se han sacado las cristinas, hay un mar de cristinas, ¿están gritando Boa?, cantan, lloran, gritan, viva el Perú muchachos, muera el quinto, no pongan esas caras de mal murmuren», dijo el teniente, «uno cero a favor de cuarto. Y prepárense para la segunda.» Zuza compañeros, qué barra, la del cuarto, eso es rugir de verdad, te estoy viendo serrano Cava, Rulos, griten que eso calienta los músculos, estoy transpirando como una regadera, no te escapes culebra, quédate quietecita y no me metas los dientes, Malpapeada. Los pies, eso es lo peor, se resbalan como patines en la hierbita, creo que se me va a romper algo, se me salen las venas del cogote, quién es el que anda aflojando, no te agaches, pero quién es el traidor que anda soltando, aprieten la culebra, piensen en el año, cuatro, tres, ufa, qué le pasa a la barra, maldita sea Jaguar, nos empataron. Pero les costó más trabajo, se pusieron de rodillas y se tiraban al suelo con los brazos abiertos, respiraban como animales y sudaban. «Van tablas a uno», dijo el teniente, «y no hagan tantos aspavientos que parecen mujeres.» Y entonces comenzaron a insultarnos para bajarnos la moral. «Apenas se termine el juego, mueren», «como que hay Dios en el cielo, los machucamos», «cierren las jetas o nos mechamos ahora mismo». «Malditos desconsiderados», decía el teniente, «No ven que las lisuras se oyen en las tribunas, me la van a pagar caro.» Como si lloviera, tu madre por aquí, chajuí, la tuya, rá–rá–rá. Esta vez fue más rápido y más chistoso, todos comenzaron a rugir con la barriga, con los pescuezos hinchados y las venas moradas. «Cuarto, cuarto, silben, fuiiiiiiii, boom, ¡cuarto! — , «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», un solo tirón y a morder el polvo de la derrota. Y el Jaguar dijo: «se nos van a echar encima sin importarles un carajo que las tribunas estén llenas de generales. Ésta va a ser la mechadera del siglo. ¿Han visto cómo me mira el Gambarina?». Las lisuras de las barras volaban sobre la cancha, a lo lejos se veía a Huarina saltando de un lado a otro, el coronel y el ministro están oyendo todo, brigadieres tomen cuatro, cinco, diez por sección y consígnenlos un mes, dos. Jalen muchachos, es el último esfuerzo, vamos a ver quiénes son los auténticos leonciopradinos de pelo en pecho y bolas de toro. Estábamos jalando, cuando vi la mancha, una gran mancha parda con puntos rojos que bajaba desde las tribunas de quinto, una manchita que crecía, una manchaza, «vienen los de quinto», se puso a gritar el Jaguar, la defenderse, muchachos», cuando Gambarina soltó la culebra y los otros de quinto que jalaban se fueron de bruces y pasaron la raya, ganamos grité, ya el Jaguar y Gambarina comenzaban a mecharse en el suelo y Urioste y Zapata pasaban a mi lado con la lengua afuera y empezaban a lanzar combos entre los de quinto, la mancha crecía y crecía, y entonces Pallasta se sacó la chompa del buzo y hacía gestos a las tribunas de cuarto, vengan que nos quieren linchar muchachos, el teniente quería separar al Jaguar y a Gambarina sin ver que había un cargamontón a su espalda, malditos ¿no ven que ahí está el coronel?, y otra mancha que comenzaba a bajar, ahí vienen los nuestros, todo el cuarto era el Círculo, dónde estás cholo Cava, hermano Rulos, peleemos espalda con espalda, todos han vuelto al redil y nosotros somos los jefes. Y de repente la vocecita del coronel por todas partes, oficiales, oficiales, pongan fin a este escándalo, qué humillación para el colegio y en eso, la cara del tipo que me bautizó, mirándome con su gran jeta morada, espérame padrecito que tenemos una cuenta pendiente, si mi hermano me hubiera visto, tanto que odiaba a los serranos, esa jeta abierta y ese miedo de serrano y de repente comenzaron a llover latigazos, los oficiales y los suboficiales se quitaron las correas y dicen que también vinieron algunos oficiales que estaban en las tribunas como invitados y también se sacaron las correas y hay que tener una concha formidable, sin ser siquiera del colegio, a mí creo que no me dieron con el cuero sino con la hebilla, tengo la espalda rajada de tremendo latigazo. «Se trata de un complot, mi general, pero seré implacable», «qué complot ni que ocho cuartos, haga algo para que esos carajos dejen de pelear», «mi coronel, baje la palanca que el micro está abierto», pito y azote, tantos tenientes y ni los veo, los latigazos en los lomos ardían y el Jaguar y Gambarina enredados como pulpos sobre la hierbita.

Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y ¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba, parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida, juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a mi lado: "¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero». Y el coronel que se comía el micro y no sabía por dónde empezar, y chillaba «cadetes» y se paraba y volvía a decir «cadetes» y se le quebraba la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿ Qué fue lo que dijo, Malpapeada?, digo además de repetir «cadetes, cadetes, cadetes», ya arreglaremos en familia lo ocurrido, sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío, nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y quinto se quedan adentro»? ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, «coronel’, excelentísima se ñora», todos se movían, pero qué es lo que está pasando, le ruego, coronel», «ilustrísima señora embajadora, no tengo palabras», «cierren el micro», «le suplico, coronel», ¿cuánto tiempo, Malpapeada? Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta que era una gringa, "¿lo hará usted por mí, coronel?», el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes. «Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora embajadora», dicen que Gamboa dijo después «qué vergüenza, ni que esto fuera un colegio de monjas, las mujeres dando órdenes en los cuarteles», y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro, pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, parninmin, y de nuevo y después, pam–pam–pam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato de atletismo y nosotros pam–pam–pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los tenientes, no paren, sigan, pam–pam–pam, y no le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pampam–pam, uy qué buenos somos todos, uy papacito, uy mamacita, pam–pam–pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, " ¿dónde esta Gambarina para darle un beso en la boca?», decía el Jaguar, «quiero decir si quedó vivo después de tanto contrasuelazo que le di», la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida M colegio es dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes, Malpapeada, perra.

Los días siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera. En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. "¿Qué te parece tu papá?», le preguntó un día su madre. «Nada», dijo él, «no me parece nada.» Y otro día: «estás contento, Richi?». — No. — Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, «buenos días» y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil, Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso, respondía: "¿cómo?, ¿qué?». Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo.» «Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer. — Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?». Él pensó: «si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno». Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: "¿no pueden ponerme interno?». Había hablado con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las manos en los bolsillos y agregó: «a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza». Su madre lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso.» "¿Y quién acompañará a tu mamá?». «Ella, respondió Ricardo, sin vacilar; mi hermanita.» La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos revelaban ahora abatimiento. «No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo.» Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó ”¡Richi!» él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: «no le pegues a mi mamá». Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: «está desnudo» y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla.

IV Bajó del autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: "¿vendes chocolates?». Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también 11 chocolateros» a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó.

Llegas tarde — le dijo -. ¿Por qué, Alberto?

Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora.

Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente. — ¿Quieres almorzar de una vez?

Me bañaré antes. — ¿Me has extrañado?

Mucho, mamá.

Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete.

Te plancharé el uniforme. Está lleno de tierra.

Sí — dijo Alberto. Se puso las zapatillas. Abrió el cajón de la cómoda, sacó una camisa de cuello, ropa interior, medias. Luego, del velador, unos zapatos ' negros que relucían.

Los lustré esta mañana — dijo su madre.

Te vas a malograr las manos. No debiste hacerlo, mamá.

— ¿A quién le importan mis manos? — dijo ella, suspirando–Soy una pobre mujer abandonada.

Esta mañana di un examen muy difícil — la interrumpió Alberto–Me fue mal.

Ah — repuso la madre -. ¿Quieres que te llene la tina? — No. Me ducharé, mejor.

Bueno. Voy a preparar el almuerzo.

Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta.

— Mamá.

Se detuvo, en medio del vano. Era menuda, de piel muy blanca, de ojos hundidos y lánguidos. Estaba sin maquillar y con los cabellos en desorden. Tenía sobre la f4lda un delantal ajado. Alberto recordó una época relativamente próxima: su madre pasaba horas ante el espejo, borrando sus arrugas con afeites, agrandándose los ojos, empolvándose; iba todas las tardes a la peluquería y cuando se disponía a salir, la elección del vestido precipitaba crisis de nervios. Desde que su padre se marchó, se había transformado. — ¿No has visto a mi papá? Ella volvió a suspirar y sus mejillas se sonrojaron.

Figúrate que vino el martes–dijo–Le abrí la puerta sin saber quién era. Ha perdido todo escrúpulo, Alberto, no tienes idea cómo está. Quería que fueras a verlo. Me ofreció plata otra vez. Se ha propuesto matarme de dolor. — Entornó los párpados y bajó la voz: — Tienes que resignarte, hijo.

Voy a darme un duchazo — dijo él–Estoy inmundo.

Pasó ante su madre y le acarició los cabellos, pensando: «no volveremos a tener un centavo». Estuvo un buen rato bajo la ducha; después de jabonarse minuciosamente se frotó el cuerpo con ambas manos y alternó varias veces el agua caliente y fría. «Como para quitarme la borrachera», pensó. Se vistió. Al igual que otros sábados, las ropas de civil le parecieron extrañas, demasiado suaves; tenía la impresión de estar desnudo: la piel añoraba el áspero contacto del dril. Su madre lo esperaba en el comedor. Almorzó en silencio. Cada vez que terminaba un pedazo de pan, su madre le alcanzaba la panera con ansiedad. — ¿Vas a salir?

Sí, mamá. Para hacer un encargo a un compañero que está consignado. Regresaré pronto. La madre abrió y cerró los ojos varias veces y Alberto temió que rompiera a llorar.

No te veo nunca — dijo ella–Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre?

Sólo estaré una hora, mamá — dijo Alberto, incómodo. — Quizá menos.

Se había sentado a la mesa con hambre y ahora la comida le parecía interminable e insípida. Soñaba toda la semana con la salida, pero apenas entraba a su casa se sentía irritado: la abrumadora obsequiosidad de su madre era tan mortificante como el encierro. Además, se trataba de algo nuevo, le costaba trabajo acostumbrarse. Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tardes. Ahora, en cambio, se aferraba a él, exigía que Alberto le dedicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas enteras de su destino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta. Porque también en eso había cambiado. Antes, olvidaba la misa con frecuencia y Alberto la había sorprendido muchas veces cuchicheando con sus amigas contra los curas y las beatas. Ahora iba a la iglesia casi a diario, tenía, un guía espiritual, un jesuita a quien llamaba «hombre santo», asistía a toda clase de novenas y, un sábado, Alberto descubrió en su velador una biografía de Santa Rosa de Lima. La madre levantaba los platos y recogía con su mano unas migas de pan dispersas sobre la mesa.

Estaré de vuelta antes de las cinco — dijo él.

No te demores, hijito — repuso ella–Compraré bizcochos para el té.

La mujer era gorda, sebosa y. sucia; los pelos lacios caían a cada momento sobre su frente; ella los echaba atrás con la mano izquierda y aprovechaba para rascarse la cabeza. En la otra mano, tenía un cartón cuadrado con el que hacía aire a la llama vacilante; el carbón se humedecía en las noches y, al ser encendido, despedía humo: las paredes de la cocina estaban negras y la cara de la mujer manchada de ceniza. «Me voy a volver ciega», murmuró. El humo y las chispas le llenaban los Ojos de lágrimas; siempre estaba con los párpados hinchados. — ¿Qué cosa? — dijo Teresa, desde la otra habitación.

— Nada — refunfuñó la mujer, inclinándose sobre la olla: la sopa todavía no hervía.

— ¿Qué? — preguntó la muchacha.

— ¿Estás sorda? Digo que me voy a volver ciega.

— ¿Quieres que te ayude?

— No sabes — dijo la mujer, secamente; ahora removía la olla con una mano y con la otra se hurgaba la

nariz–No sabes hacer nada. Ni cocinar, ni coser, ni nada. Pobre de ti.

Teresa no respondió. Acababa de volver del trabajo y estaba arreglando la casa. Su tía se encargaba de hacerlo durante la semana, pero los sábados y los domingos le tocaba a ella. No era una tarea excesiva; la casa tenía sólo dos habitaciones, además de la cocina: un dormitorio y un cuarto que servía de comedor, sala y taller de costura. Era una casa vieja y raquítica, casi sin muebles.

— Esta tarde irás donde tus tíos — dijo la mujer–Ojalá no sean tan miserables como el mes pasado.

Unas burbujas comenzaron a agitar la superficie de la olla: en las pupilas de la mujer se encendieron dos lucecitas.

— Iré mañana — dijo Teresa -. Hoy no puedo.

— ¿No puedes?

La mujer agitaba frenéticamente el cartón que le servía de abanico.

— No. Tengo un compromiso.

El cartón quedó inmovilizado a medio camino y la mujer alzó la vista. Su distracción duró unos segundos; reaccionó y volvió a atender el fuego. — ¿Un compromiso?

— Sí. — La muchacha había dejado de barrer y tenía la escoba suspendida a unos centímetros del suelo -.

Me han invitado al cine.

— ¿Al cine? ¿Quién?

La sopa estaba hirviendo. La mujer parecía haberla olvidado. Vuelta hacia la habitación contigua, esperaba la respuesta de Teresa, los pelos cubriéndole la frente, inmóvil y ansiosa.

— ¿Quién te ha invitado? — repitió. Y comenzó a abanicarse el rostro a toda prisa.

Ese muchacho que vive en la esquina — dijo Teresa, posando la escoba en el suelo. — ¿Qué esquina?

La casa de ladrillos, de dos pisos. Se llama Arana. — ¿Así se llaman ésos? ¿Arana?

Sí.

— ¿Ese que anda con uniforme? — insistió la mujer.

Sí. Está en el Colegio Militar. Hoy tiene salida. Vendrá a buscarme a las seis. La mujer se acercó a Teresa. Sus ojos abultados estaban muy abiertos.

Ésa es buena gente — le dijo -. Bien vestida. Tienen auto.

Sí – dijo Teresa -. Uno azul.

— ¿Has subido a su auto? — preguntó la mujer con vehemencia.

— No. Sólo he conversado una vez con ese muchacho, hace dos semanas. Iba a venir el domingo pasado,

pero no pudo. Me mandó una carta.

Súbitamente, la mujer dio media vuelta y corrió a la cocina. El fuego se había apagado, pero la sopa continuaba hirviendo.

Vas a cumplir dieciocho años — dijo la mujer, reanudando el combate contra los rebeldes cabellos–Pero no te das cuenta. Me quedaré ciega y nos moriremos de hambre, si no haces algo. No dejes escapar a ese muchacho. Tienes suerte que se haya fijado en ti. A tu edad, yo ya estaba encinta. ¡Para qué me dio hijos el Señor si me los iba a quitar después! ¡Va!

Sí, tía — dijo Teresa.

Mientras barría, contemplaba sus zapatos grises de tacón alto: estaban sucios y gastados. ¿Y si Arana la llevaba a un cine de estreno?

¿Es militar? — preguntó la mujer.

No. Está en el Leoncio Prado. Un colegio como los otros, sólo que dirigido por militares.

¿En el colegio? — repuso la mujer, indignada-. Yo creí que era un hombre. Bah, a ti qué te puede importar que esté vieja. Lo que tú quieres es que yo reviente de una vez por todas.

Alberto se arreglaba la corbata. ¿ Era él ese rostro pulcramente afeitado, esos cabellos limpios y asentados, esa camisa blanca, esa corbata clara, esa chaqueta gris, ese pañuelo que asomaba por el bolsillo superior, ese ser aséptico y acicalado que aparecía en el espejo M cuarto de baño?

— Estás muy buen mozo — dijo su madre, desde la sala. Y añadió, tristemente -: Te pareces a tu padre.

Alberto salió del baño. Se inclinó para besarla. Su madre le presentó la frente; le llegaba al hombro y Alberto la sintió muy frágil. Sus cabellos eran casi blancos. «Ya no se pinta el pelo, pensó. Parece mucho más vieja.»

— Es él — dijo la madre.

Efectivamente, un segundo después sonó el timbre. «No vayas a abrir», dijo la madre cuando Alberto avanzó hacia la puerta de calle, pero no hizo nada por impedirlo.

— Hola, papá — dijo Alberto.

Era un hombre bajo y macizo, un poco calvo. Vestía impecablemente, de azul, y Alberto, al besarlo en la mejilla, sintió un perfume penetrante. Sonriente, el padre le dio dos palmadas y echó una ojeada a la habitación. La madre, de pie en el pasillo que comunicaba con el baño, había asumido una actitud de resignación: la cabeza inclinada, los párpados semicerrados, las manos unidas sobre la falda, el cuello un poco avanzado como para facilitar la tarea del verdugo.

— Buenos días, Carmela.

— ¿A qué has venido? — susurró la madre, sin cambiar d postura.

Sin el menor embarazo, el hombre cerró la puerta, arrojó a un sillón una cartera de cuero y, siempre sonriente y desenvuelto tomó asiento a la vez que hacía una señal a Alberto para que se sentara a su lado. Alberto–miró a su madre: seguía inmóvil.

— Carmela — dijo el padre alegremente–Ven, hija, vamos a conversar un momento. Podemos hacerlo delante de Alberto, ya es todo un hombrecito.

Alberto sintió satisfacción. Su padre, a diferencia de su madre, parecía más joven, más sano, más fuerte.

En sus ademanes y en su voz, en su expresión, había algo incontenible que pugnaba por exteriorizarse.

¿Sería feliz?

— No tenemos nada que hablar — dijo la madre–Ni una palabra.

— Calma–repuso el padre–Somos gente civilizada. Todo se puede resolver con serenidad.

— ¡Eres un miserable, un perdido! — gritó la madre, súbitamente cambiada: mostraba los puños y su rostro, que había perdido toda docilidad, estaba encarnado; sus ojos relampagueaban- ¡Fuera de aquí! Ésta es mi casa, la pago con mi dinero.

El padre se tapó los oídos, divertido. Alberto miró su reloj. La madre había comenzado a llorar; su cuerpo se estremecía con los suspiros. No se limpiaba las lágrimas, que, al bajar por sus mejillas, revelaban una vellosidad rubia.

— Carmela — dijo el padre-, tranquilízate. No quiero pelear contigo. Un poco de paz. No puedes seguir así, es absurdo. Tienes que salir de esta casucha, tener sirvientas, vivir. No puedes abandonarte. Hazlo por tu hijo.

— ¡Fuera de aquí! — rugió la madre–Ésta es una casa limpia, no tienes derecho a venir a ensuciarla. Vete donde esas perdidas, no queremos saber nada de ti; guárdate tu dinero. Lo que yo tengo me sobra para educar a mi hijo.

— Estás viviendo como una pordiosera — dijo el padre ¿Has perdido la dignidad? ¿Por qué demonios no quieres que te pase una pensión?

— Alberto–gritó la madre, exasperada-. No dejes que me insulte. No le basta haberme humillado ante todo Lima, quiere matarme. ¡Haz algo, hijo!

— Papá, por favor — dijo Alberto, sin entusiasmo–No peleen.

— Cállate — dijo el padre. Adoptó una expresión solemne y superior–Eres muy joven. Algún día comprenderás. La vida no es tan simple.

Alberto tuvo ganas de reír. Una vez había visto a su padre en el centro de Lima, con una mujer rubia, muy hermosa. El padre lo vio también y desvió la mirada. Esa noche había venido al cuarto de Alberto, con una cara idéntica a la que acababa de poner y le había dicho las mismas palabras.

— Vengo a hacerte una propuesta — dijo el padre–Escúchame un segundo.

La mujer parecía otra vez una estatua trágica. Sin embargo, Alberto vio que espiaba a su padre a través de las pestañas con ojos cautelosos.

— Lo que a ti te preocupa — dijo el padre-, son las formas. Yo te comprendo, hay que respetar las convenciones sociales.

— ¡Cínico! — gritó la madre y volvió a agazaparse.

— No me interrumpas, hija. Si quieres, podemos volver a vivir juntos. Tomaremos una buena casa, aquí, en Miraflores, tal vez consigamos de nuevo la de Diego Ferré, o una en San Antonio; en fin, donde tú quieras. Eso sí, exijo absoluta libertad. Quiero disponer de mi vida. — Hablaba sin énfasis, tranquilamente, con esa llama bulliciosa en los ojos que había sorprendido a Alberto–Y evitaremos las escenas. Para algo

somos gente bien nacida.

La madre lloraba ahora a gritos y, entre sollozos, insultaba al padre y lo llamaba «adúltero, corrompido, bolsa de inmundicias». Alberto dijo:

— Perdóname, papá. Tengo que salir a hacer un encargo. ¿Puedo irme?

El padre pareció desconcertarse, pero luego sonrió con amabilidad y asintió.

— Sí, muchacho–dijo–Trataré de convencer a tu madre. Es la mejor solución. Y no te preocupes. Estudia mucho; tienes un gran porvenir por delante. Ya sabes, si das buenos exámenes te mandaré a Estados Unidos el próximo año.

— Del porvenir de mi hijo me encargo yo–clamó la madre. Alberto besó a sus padres y salió, cerrando la puerta tras él, rápidamente.

Teresa lavó los platos; su tía reposaba en el cuarto de al lado. La muchacha sacó una toalla y jabón y en puntas de pie salió ala calle. Contigua a la suya, había una casa angosta, de muros amarillos. Tocó la puerta. Le abrió una chiquilla muy delgada y risueña.

— Hola, Tere.

— Hola, Rosa. ¿Puedo bañarme?

— Pasa.

Atravesaron un corredor oscuro; en las paredes había recortes de revistas y periódicos: artistas de cine y futbolistas.

— ¿Ves éste? — dijo Rosa–Me lo regalaron esta mañana. Es Glenn Ford. ¿Has visto una película de él?

— No, — pero me gustaría.

Al final del pasillo estaba el comedor. Los padres de Rosa comían en silencio. Una de las sillas no tenía espaldar: la ocupaba la mujer. El hombre levantó los ojos del periódico abierto junto al plato y miró a Teresa.

— Teresita — dijo, levantándose.

— Buenos días.

El hombre–en el umbral de la vejez, ventrudo, de piernas zambas y ojos dormidos–sonreía, estiraba una mano hacia la cara de la muchacha en un gesto amistoso. Teresa dio un paso atrás y la mano quedó vacilando en el aire.

— Quisiera bañarme, señora — dijo Teresa- ¿Podría?

— Sí — dijo la mujer, secamente–Es un sol. ¿Tienes?

Teresa alargó la mano; la moneda no brillaba; era un sol descolorido y sin vida, largamente manoseado.

— No te demores — dijo la mujer–Hay poca agua.

El baño era un reducto sombrío de un metro cuadrado.

En el suelo había una tabla agujereada y musgosa. Un caño' incrustado en la pared, no muy arriba, hacía las veces de ducha. Teresa cerró la puerta y colocó la toalla en la manija, asegurándose que tapara el ojo de la cerradura. Se desnudó. Era esbelta y de líneas armoniosas, de piel muy morena. Abrió la llave: el agua estaba fría. Mientras se jabonaba escuchó gritar a la mujer: «sal de ahí, viejo asqueroso». Los pasos del hombre se alejaron y oyó que discutían. Se vistió y salió. El hombre estaba sentado a la mesa y, al ver a la muchacha, le guiñó el ojo. La mujer frunció el ceñó y murmuró:

— Estás mojando el piso.

— Ya me voy — dijo Teresa–Muchas gracias, señora.

— Hasta luego, Teresita — dijo el hombre-. Vuelve cuando quieras.

Rosa la acompañó hasta la puerta. En el pasillo, Teresa le dijo en voz baja:

— Hazme un favor, Rosita. Préstame tu cinta azul, esa que tenías puesta el sábado. Te la devolveré esta noche.

La chiquilla asintió y se llevó un dedo a la boca misteriosamente. Luego se perdió al fondo del pasillo y regresó poco después, caminando con sigilo.

— Tómala — dijo. La miraba con ojos cómplices- ¿Para qué la quieres? ¿Adónde vas?

— Tengo un compromiso — dijo Teresa-. Un muchacho me ha invitado al cine.

Le brillaban los ojos. Parecía contenta.

Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes. Estuvo contemplando a una muchacha de pantalones negros, alta y elástica, hasta que se perdió de vista. El Expreso demoraba. Alberto divisó a dos muchachos sonrientes. Tardó unos segundos en reconocerlos. Se ruborizó, murmuró «hola», los muchachos se lanzaron sobre él con los brazos abiertos.

— ¿Dónde te has metido todo este tiempo? — dijo uno; llevaba un traje sport, la onda que remataba sus

cabellos sugería la cresta de un gallo- ¡parece mentira!

— Creíamos que ya no vivías en Miraflores — dijo el otro; era bajito y grueso; usaba mocasines y medias de colores. Hace siglos que no vas al barrio.

— Ahora vivo en Alcanfores — dijo Alberto–Estoy interno en el Leoncio Prado. Sólo salgo los sábados.

— ¿En el Colegio Militar? — dijo el de la onda- ¿Qué hiciste para que te metieran ahí? Debe ser horrible.

— No tanto. Uno se acostumbra. Y no se pasa tan mal.

Llegó el Expreso. Estaba lleno. Quedaron de pie, cogidos del pasamano. Alberto pensó en la gente que encontraba los sábados en los autobuses de la Perla o los tranvías Lima–Callao: corbatas chillonas, olor a transpiración y a suciedad; en el Expreso se veían ropas limpias, rostros discretos, sonrisas.

— ¿Y tu carro? — preguntó Alberto.

— ¿Mi carro? — dijo el de los mocasines–De mi padre. Ya no me lo presta. Lo choqué.

— ¿Cómo? ¿No sabías? — dijo el otro, muy excitado ¿No supiste la carrera del Malecón?

— No, no sé nada.

— ¿Dónde vives, hombre? Tico es una Fiera — el otro comenzó a sonreír, complacido–Apostó con el loco julio, el de la calle Francia, ¿te acuerdas?, una carrera hasta la Quebrada, por los malecones. Y había llovido, qué tal par de brutos. Yo iba de copiloto de éste. Al loco lo cogieron los patrulleros, pero nosotros escapamos. Veníamos de una fiesta, ya te imaginas.

— ¿Y el choque? — preguntó Alberto.

— Fue después. A Tico se le ocurrió dar curvas en marcha atrás por Atocongo. Se tiró contra un poste. ¿Ves esta cicatriz? Y él no se hizo nada, no es justo. ¡Tiene una leche!

Tico sonreía a sus anchas, feliz.

— Eres una fiera–dijo Alberto- ¿Cómo están en el barrio?

— Bien–dijo Tico–Ahora no nos reunimos durante la semana, las chicas están en exámenes, sólo salen los sábados y domingos. Las cosas han cambiado, ya las dejan salir con nosotros, al cine, a las fiestas. Las viejas se civilizan, les permiten tener enamorado. Pluto está con Helena, ¿sabías?

— ¿Tú estás con Helena? — preguntó Alberto.

— Mañana cumpliremos un mes–dijo el de la onda, ruborizado.

— ¿Y la dejan salir contigo?

— Claro, hombre. A veces su madre me invita a almorzar. Oye, de veras, a ti te gustaba.

— ¿A mí? — dijo Alberto–Nunca.

— ¡Claro! — dijo Pluto–Claro que sí. Estabas loco por ella. ¿No te acuerdas esa vez que te estuvimos enseñando a bailar en la casa de Emilio? Te dijimos cómo tenías que declararte.

— ¡Qué tiempos! — dijo Tico.

— Cuentos–dijo Alberto–Completamente falso.

— Oye–dijo Pluto, atraído por algo que se hallaba al fondo del Expreso-. ¿Ven lo que estoy viendo, lagartijas?

Se abrió camino hacia los asientos de atrás. Tico y Alberto lo siguieron. La muchacha, advirtiendo el peligro, se había puesto a mirar por la ventanilla los árboles de la avenida. Era bonita y redonda; su nariz latía como el hocico de un conejito, casi pegada al vidrio, y lo empañaba.

— Hola, corazón–cantó Pluto.

— No molestes a mi novia–dijo Tico–0 te parto el alma.

— No importa–dijo Pluto–Puedo morir por ella. — Abrió los brazos como un recitador-. La amo.

Tico y Pluto rieron a carcajadas. La muchacha seguía mirando los árboles.

— No le hagas caso, amorcito–dijo Tico–Es un salvaje. Pluto, pide disculpas a la señorita.

— Tienes razón–dijo Pluto-. Soy un salvaje y estoy arrepentido. Por favor, perdóname. Dime que me perdonas o hago un escándalo.

— ¿No tienes corazón? — preguntó Tico.

Alberto miraba también por la ventanilla: los árboles estaban húmedos y el pavimento relucía. Por la pista contraria desfilaba una columna de automóviles. El Expreso había dejado atrás Orrantia y las grandes residencias multicolores. Las casas eran ahora pequeñas, pardas.

— Esto es una vergüenza–dijo una señora- ¡Dejen tranquila a esa niña!

Tico y Pluto seguían riendo. La muchacha despegó un instante la vista de la avenida y lanzó a su

alrededor una vivísima mirada de ardilla. Una sonrisa cruzó su rostro y desapareció.

— Con mucho gusto, señora–dijo Tico. Y volviéndose a la muchacha-: Le pedimos disculpas, señorita.

— Aquí me bajo–dijo Alberto, tendiéndoles la mano — Hasta luego.

— Ven con nosotros–dijo Tico–Vamos al cine. Tenemos una chica para ti. No está mal.

— No puedo–dijo Alberto–Tengo una cita.

— ¿En Lince? — dijo Pluto, malicioso-. ¡Ah, tienes un plancito, cholifacio! Buen provecho. Y no te pierdas, anda por el barrio, todos se acuerdan de ti.

«Ya sabía que era fea», pensó, apenas la vio, en el primero de los peldaños de su casa. Y dijo, rápidamente:

— Buenas tardes. ¿Está Teresa?

— Soy yo.

— Tengo un encargo de Arana. Ricardo Arana.

— Pase–dijo la muchacha, cohibida–Tome asiento.

Alberto se sentó a la orilla y se mantuvo rígido. ¿Lo resistiría la silla? Por el vacío que dejaba la cortina entre las dos habitaciones, vio el final de una cama y los grandes pies oscuros de una mujer. La muchacha estaba a su lado.

— Arana no ha podido salir–dijo Alberto–Mala suerte, lo consignaron esta mañana. Me dijo que tenía un compromiso con usted, que viniera a disculparlo.

— ¿Lo consignaron? — dijo Teresa. Su rostro mostraba desencanto. Llevaba los cabellos recogidos en la nuca con la cinta azul. "¿Se habrán besado en la boca?», pensó Alberto.

— Eso le pasa a todo el mundo–dijo–Es cuestión de suerte. Vendrá a verla el próximo sábado.

— ¿Quién está ahí? — preguntó una voz malhumorada. Alberto miró: los pies habían desaparecido.

Segundos después, un rostro grasiento asomó sobre la cortina. Alberto se puso de pie.

— Es un amigo de Arana–dijo Teresa–Se llama…

Alberto dijo su nombre. Sintió en la suya una mano gorda y fláccida, sudada: un molusco. La mujer sonreía teatralmente y se había lanzado a hablar sin pausas. En el chisporroteo de palabras, las fórmulas de cortesía que Alberto había escuchado en su infancia aparecían corno en caricatura, condimentadas con adjetivos lujosos y gratuitos, y a ratos comprendía que lo trataban de señor y de don y lo interrogaban sin esperar su respuesta. Se halló envuelto en una costra verbal, en un laberinto sonoro.

— Siéntese, siéntese — decía la mujer, señalando la silla, el cuerpo doblado en una reverencia de gran mamífero–No se incomode por mí, ésta es su casa, una casa pobre pero honrada, ¿sabe usted?, toda mi vida me he ganado el pan como Dios manda, con el sudor de mi frente, soy costurera y he podido dar una buena educación a Teresita, mi sobrinita, la pobre quedó huérfana, figúrese, y me lo debe todo, siéntese, señor Alberto.

— Arana se quedó consignado–dijo Teresa; evitaba mirar a Alberto y a su tía-. El señor trajo el recado.

"¿El señor?», pensó Alberto. Y buscó los ojos de la muchacha, pero ésta miraba ahora el suelo. La mujer se había erguido y tenía los brazos abiertos. Su sonrisa se había congelado, pero seguía intacta en sus pómulos, en su ancha nariz, en sus ojillos disimulados bajo bolsas carnosas.

— Pobrecito — decía–pobre muchacho, cómo sufrirá su madre, yo también tuve hijos y sé lo que es el dolor de una madre, porque se me murieron, así es el Señor y mejor no tratar de comprender, pero ya saldrá la otra semana, la vida es dura para todos, me doy cuenta muy bien, ustedes que son jóvenes mejor ni piensen en eso, dígame ¿adónde la va a llevar a Teresita?

— Tía–dijo la muchacha, dando un respingo–Ha venido a traer un encargo. No…

— Por mí no se preocupen–añadió la mujer, bondadosa, comprensiva, sacrificada–Los jóvenes se sienten mejor cuando están solos, yo también he sido joven y ahora estoy vieja, así es la vida, pero ya vendrán para ustedes las preocupaciones, uno llega a la vejez a pasar angustias. ¿Sabía usted que me estoy volviendo ciega?

— Tía–repiti6 la muchacha–Por favor…

— Si usted permite–dijo Alberto-, podríamos ir al cine. Si a usted no le parece mal.

La muchacha había vuelto a bajar la vista; estaba muda y no sabía qué hacer con sus manos.

— Tráigala temprano–dijo la tía–Los jóvenes no deben estar fuera de casa hasta muy tarde, don Alberto. — Se volvió a Teresa–Ven un minuto. Con su permiso, señor.

Tomó a Teresa del brazo y la llevó a la otra habitación. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como arrebatadas por el viento y, aunque las comprendía aisladas, no podía descubrir su organización.

Entendió sin embargo, oscuramente, que la muchacha se negaba a salir con él y que la mujer, sin tomarse

el trabajo de replicarle, trazaba como un gran cuadro sinóptico de Alberto, o mejor dicho, de un ser ideal que él encarnaba ante sus ojos, y se vio rico, hermoso, elegante, envidiable: un gran hombre de mundo.

La cortina se abrió. Alberto sonreía. La muchacha se frotaba las manos, disgustada y más cohibida que antes.

— Pueden salir–dijo la mujer–La tengo muy bien cuidada, ¿sabe usted? No la dejo salir con cualquiera. Es muy trabajadora, aunque no parece, tan delgadita como es. Me alegro que se vayan a divertir un rato.

La muchacha avanzó hasta la puerta y se retiró, para que Alberto saliese primero. La garúa había cesado, pero el aire olía a mojado y las aceras y la pista estaban lustrosas y resbaladizas. Alberto cedió a Teresa el interior de la calzada. Sacó los cigarrillos, encendió uno. La miró de reojo: turbada, caminaba a pasos muy cortos, mirando adelante. Llegaron hasta la esquina sin hablarse. Teresa se detuvo.

— Me quedaré aquí–dijo–Tengo una amiga en la otra cuadra. Gracias por todo.

— Pero no–dijo Alberto- ¿Por qué?

— Tiene que disculpar a mi tía–dijo Teresa; lo miraba a los ojos y parecía más serena–Es muy buena, hace cualquier cosa para que yo salga.

— Sí–dijo Alberto-. Es muy simpática, muy amable.

— Pero habla mucho–afirmó Teresa, y lanzó una carcajada.

«Es lea pero tiene bonitos dientes, pensó Alberto; ¿cómo se le habrá declarado el Esclavo?»

— ¿Arana se enojaría si sales conmigo?

— No es nada mío–dijo ella–Es la primera vez que ibamos a salir. ¿No le ha contado?

— ¿Por qué no me tuteas? — preguntó Alberto.

Estaban en la esquina. En las calles que los rodeaban se veía gente a lo lejos. Nuevamente comenzaba a llover. Una niebla levísima descendía sobre ellos.

— Bueno–dijo Teresa–Podemos tutearnos.

— Sí–dijo Alberto–Resulta raro tratarse de usted; es cosa de viejos.

Quedaron en silencio unos segundos. Alberto arrojó el cigarrillo y lo apagó con el pie.

— Bueno–dijo Teresa, estirándole la mano-. Hasta luego.

— No–dijo Alberto–Puedes ver a tu amiga otro día. Vamos al cine.

Ella puso un rostro grave:

— No lo hagas por compromiso–dijo–De veras. ¿No tienes nada que hacer ahora?

— Y aunque tuviera–dijo Alberto–Pero no tengo nada, palabra.

— Bueno — dijo ella. Y extendió una mano, la palma hacia arriba. Miraba el cielo y Alberto comprobó que sus ojos eran luminosos.

— Está lloviendo–Casi nada.

— Vamos a tomar el Expreso.

Caminaron hacia la avenida Arequipa. Alberto encendió otro cigarrillo.

— Acabas de apagar uno–dijo Teresa- ¿Fumas mucho?

— No. Sólo los días de salida.

— ¿En el colegio no los dejan fumar?

— Está prohibido. Pero fumamos a escondidas.

A medida que se acercaban a la avenida, las casas eran más grandes y ya no se veían callejones.

Cruzaban grupos de transeúntes. Unos muchachos en mangas de camisa gritaron algo a Teresa. Alberto hizo un movimiento para regresar, pero ella lo contuvo.

— No les hagas caso–dijo–Siempre dicen tonterías.

— No se puede molestar a una chica que está acompañada–dijo Alberto–Es una insolencia.

— Ustedes, los del Leoncio Prado, son muy peleadores.

Él enrojeció de placer. Vallano tenía razón: los cadetes impresionaban a las hembritas, no a las de Miraflores, pero sí a las de Lince. Comenzó a hablar del colegio, de las rivalidades entre los años, de los ejercicios en campaña, de la vicuña y la perra Malpapeada. Teresa lo escuchaba con atención y festejaba sus anécdotas. Ella le contó luego que trabajaba en una oficina del centro y que antes había estudiado taquigrafía y mecanografía en una academia. Subieron al Expreso en el paradero del Colegio Raimondi y bajaron en la plaza de San Martín. Pluto y Tico estaban bajo los portales. Los miraron de arriba abajo.

Tico sonrió a Alberto y le guiñó el ojo.

— ¿No iban al cine?

— Nos dejaron plantados–dijo Pluto.

Se despidieron. Alberto los oyó cuchichear a su espalda. Le pareció que sobre él caían de pronto, como

una lluvia, las miradas malignas de todo el barrio.

— ¿Qué quieres ver? — preguntó.

— No sé–dijo ella–Cualquier cosa.

Alberto compró un diario y leyó con voz afectada los anuncios cinematográficos. Teresa se reía y la gente que pasaba por los portales se volvía a, mirarlos. Decidieron ir al cine 99 100 Metro. Alberto compró dos plateas. «Si Arana supiera para lo que ha servido la plata que me prestó, pensaba. Ya no podré ir donde la Pies Dorados.» Sonrió a Teresa y ella también le sonrió. Todavía era temprano y el cine estaba casi vacío. Alberto se mostraba locuaz, ponía en práctica con esa muchacha que no lo intimidaba, las frases ingeniosas, los desplantes y las bromas que había escuchado tantas veces en el barrio.

— El cine Metro es bonito–dijo ella-. Muy elegante.

— ¿No habías venido nunca?

— No. Conozco pocos cines del centro. Salgo tarde del trabajo, a las seis y media.

— ¿No te gusta el cine?

— Sí, mucho. Voy todos los domingos. Pero a algún cine cerca de mi casa.

La película, en colores, tenía muchos números de baile. El bailarín era también un cómico; confundía los nombres de las personas, se tropezaba, hacía muecas, torcía los Ojos. «Marica a la legua», pensaba Alberto y volvía la cabeza: el rostro de Teresa estaba absorbido por la pantalla; su boca entreabierta y sus ojos obstinados revelaban ansiedad. Más tarde, cuando salieron, ella habló de la película como si Alberto no la hubiera visto. Animada, describía los vestidos de las artistas, las joyas, y al recordar las situaciones cómicas reía limpiamente.

— Tienes buena memoria–dijo él- ¿Cómo puedes acordarte de todos esos detalles?

— Ya te dije que me gustaba mucho el cine. Cuando veo una película, me olvido de todo, me parece estar en otro mundo.

— Sí–dijo él-. Te vi y parecías hipnotizada.

Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La plaza San Martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central. Poco antes de llegar al paradero del Colegio Raimondi, Alberto tocó el timbre.

— No es necesario que me acompañes–dijo ella–Puedo ir sola. Ya te he quitado bastante tiempo.

Él protestó e insistió en acompañarla. La calle que avanzaba hacia el corazón de Lince estaba en la penumbra. Pasaban algunas parejas; otras, detenidas en la oscuridad, dejaban de susurrar o de besarse al verlos.

— ¿De veras no tenías nada que hacer? — dijo Teresa.

— Nada, te juro.

— No te creo.

— Es cierto, ¿por qué no me crees?

Ella vacilaba. Al fin, se decidió:

— ¿No tienes enamorada?

— No–dijo él–No tengo.

— Seguro me estás mintiendo. Pero habrás tenido muchas.

— Muchas no–dijo Alberto–Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados?

— ¿Yo? Ninguno.

"¿Y si me le declaro ahorita mismo?», pensó Alberto.

— No es verdad–dijo–Debes haber tenido muchísimos.

— ¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine.

La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde.

— Será porque tú no has querido.

— ¿Qué cosa?

— Que no has tenido enamorados. — Dudó un segundo: — Todas las chicas bonitas tienen los enamorados que quieren.

— Oh–dijo Teresa–Yo no soy bonita. ¿Crees que no me doy cuenta?

Alberto protestó con calor y afirmó: «eres una de las chicas más bonitas que he visto». Teresa se volvió a mirarlo.

— ¿Te estás burlando? — balbuceó.

«Soy muy torpe», pensó Alberto. Sentía los pasos menudos de Teresa en el empedrado, dos por cada uno de los suyos, y la veía, la cabeza un poco inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca cerrada.

La cinta azul parecía negra y se confundía con sus cabellos, destacaba al pasar bajo un farol, luego la oscuridad la devoraba. Llegaron hasta la puerta de la casa, silenciosos. — Gracias por todo — dijo Teresa-.

Muchas gracias. Se dieron la mano.

— Hasta pronto.

Alberto dio media vuelta y, después de dar unos pasos, regresó.

— Teresa.

Ella levantaba la mano para tocar. Se volvió, sorprendida.

— ¿Tienes algo que hacer mañana? — preguntó Alberto.

— ¿Mañana? — dijo ella.

— Sí. Te invito al cine. ¿Quieres?

— No tengo nada que hacer. Muchas gracias.

— Vendré a buscarte a las cinco — dijo él.

Antes de entrar a su casa, Teresa esperó que Alberto perdiera de vista.

Cuando su madre le abrió la puerta, Alberto, antes de saludarla, comenzó a disculparse. Ella tenía los ojos cargados de reproches y suspiraba. Se sentaron en la sala. Su madre no decía nada y lo miraba con rencor. Alberto sintió un aburrimiento infinito.

— Perdóname–repitió una vez más-. No te enojes, mamá, Te juro que hice todo lo posible por salir, pero no me dejaron. Estoy un poco cansado. ¿Podría irme a dormir?

Su madre no respondió; lo seguía mirando resentida y él se preguntaba "¿a qué hora comienza?». No tardó mucho: de pronto se llevó las manos al rostro y poco después lloraba dulcemente. Alberto le acarició los cabellos. La madre le preguntó por qué la hacía sufrir. Él juró que la quería sobre todas las cosas y ella lo llamó cínico, hijo de su padre. Entre suspiros e invocaciones a Dios, habló de los pasteles y bizcochos que había comprado en la tienda de la vuelta, eligiéndolos primorosamente, y del té que se había enfriado en la mesa, y de su soledad y de la tragedia que el Señor le había impuesto para probar su fortaleza moral y su espíritu de sacrificio. Alberto le pasaba la mano por la cabeza y se inclinaba a besarla en la frente. Pensaba: «otra semana que me quedo sin ir donde la Pies Dorados». Luego su madre se calmó y exigió que probara la comida que ella misma le había preparado, con sus propias manos. Alberto aceptó y mientras tomaba la sopa de legumbres, su madre lo abrazaba y le decía: «eres el único apoyo que tengo en el mundo». Le contó que su padre se había quedado en la casa cerca de una hora, haciéndole toda clase de propuestas–un viaje al extranjero, una reconciliación aparente, el divorcio, la separación amistosa–N, que ella las había rechazado todas, sin vacilar.

Luego volvieron a la sala y Alberto le pidió permiso para fumar. Ella asintió, pero al verlo encender un cigarrillo, lloró y habló del tiempo, de los niños que se hacen hombres, de la vida efímera. Recordó su niñez, sus viajes por Europa, sus amigas de colegio, su juventud brillante, sus pretendientes, los grandes partidos que rechazó por ese hombre que ahora se empeñaba en destruirla. Entonces, bajando la voz y adoptando una expresión melancólica, se puso a hablar de él. Repetía constantemente «de joven era distinto» y evocaba su espíritu deportivo, sus victorias en los campeonatos de tenis, su elegancia, su viaje de bodas al Brasil y los paseos que, tomados de la mano, hacían a medianoche por la Playa de Ipanema. «Lo perdieron los amigos, exclamaba. Lima es la ciudad más corrompida del mundo. ¡Pero mis oraciones lo salvarán!» Alberto la escuchaba en silencio, pensando en la Pies Dorados que tampoco vería este sábado, en la reacción del Esclavo cuando supiera que había ido al cine con Teresa, en Pluto que estaba con Helena, en el Colegio Militar, en el barrio que hacía tres años no frecuentaba. Luego, su madre bostezó. Él se puso en pie y le dio las buenas noches. Fue a su cuarto. Comenzaba a desnudarse cuando vio en el velador un sobre con su nombre escrito en letras de imprenta. Lo abrió y extrajo un billete de cincuenta soles.

— Te dejó eso–le dijo su madre, desde la puerta. Suspiró: — Es lo único que acepté. ¡Pobre hijito mío, no es justo que tú también te sacrifiques!

Él abrazó a su madre, la levantó en peso, giró con ella en brazos, le dijo: «todo se arreglará algún día, mamacita, haré todo lo que tú quieras». Ella sonreía gozosa y afirmaba: «no necesitamos a nadie». Entre un torbellino de caricias, él le pidió permiso para salir.

— Sólo unos minutos–le dijo-. A tomar un poco de aire.

Ella ensombreció el rostro pero accedió. Alberto volvió a ponerse la corbata y la chaqueta, se pasó el peine por los cabellos y salió. Desde la ventana su madre le recordó:

— No dejes de rezar antes de dormir.

Fue Vallano quien comunicó a la cuadra su nombre de guerra. Un domingo a medianoche, cuando los cadetes se despojaban de los uniformes de salida y rescataban del fondo de los quepis los paquetes de cigarrillos burlados al oficial de guardia, Vallano comenzó a hablar solo y a voz en cuello, de una mujer de la cuarta cuadra de Huatica. Sus Ojos saltones giraban en las órbitas como una bola de acero en un círculo imantado. Sus palabras y el tono que empleaba eran fogosos.

— Silencio, payaso–dijo el Jaguar–Déjanos en paz.

Pero él siguió hablando mientras tendía la cama, Cava, desde su litera, le preguntó:

— ¿Cómo dices que se llama?

— Pies Dorados.

— Debe ser nueva–dijo Arróspide–Conozco a toda la cuarta cuadra y ese nombre no me suena.

Al domingo siguiente, Cava, el Jaguar y Arróspide también hablaban de ella. Se daban codazos y reían.

"¿No les dije?, decía Vallano, orgulloso. Guíense siempre de mis consejos.» Una semana después, media sección la conocía y el nombre de Pies Dorados comenzó a resonar en los oídos de Alberto como una música familiar. Las referencias feroces, aunque vagas, que escuchaba en boca de los cadetes, estimulaban su imaginación. En sueños, el nombre se presentaba dotado de atributos carnales, extraños y contradictorios, la mujer era siempre la misma y distinta, una presencia que se desvanecía cuando iba a tocarla o lo sumía en una ternura infinita y entonces creía morir de impaciencia.

Alberto era uno de los que más hablaba de la Pies Dorados en la sección. Nadie sospechaba que sólo conocía de oídas el jirón Huatica y sus contornos porque él multiplicaba las anécdotas e inventaba toda clase de historias. Pero ello no lograba desalojar cierto desagrado íntimo de su espíritu; mientras más aventuras sexuales describía ante sus compañeros, que reían o se metían la mano al bolsillo sin escrúpulos, más intensa era la certidumbre de que nunca estaría en un lecho con una mujer, salvo en sueños, y entonces se deprimía y se juraba que la próxima salida iría a Huatica, aunque tuviese que robar veinte soles, aunque le contagiaran una sífilis.

Bajó en el paradero de la avenida 28 de julio y Wilson. Pensaba: «he cumplido quince años pero aparento más. No tengo por qué estar nervioso». Encendió un cigarrillo y lo arrojó después de dar dos pitadas. A medida que avanzaba por 28 de julio, la avenida se poblaba. Después de cruzar los rieles del tranvía Lima–Chorrillos, se halló en medio de una muchedumbre de obreros y sirvientas, mestizos de pelos lacios, zambos que se cimbreaban al andar como bailando, indios cobrizos, cholos risueños. Pero él sabía, que estaba en el distrito de la Victoria por el olor a comida y bebida criollas que impregnaba el aire, un olor casi visible a chicharrones y a pisco, a butifarras y a transpiración, a cerveza y pies. Al atravesar la plaza de la Victoria, enorme y populosa, el Inca de piedra que señala el horizonte le recordó al héroe, y a Vallano que decía: «Manco Cápac es un puto, con su dedo muestra el camino de Huatica». La aglomeración lo obligaba a andar despacio; se asfixiaba. Las luces de la avenida parecían deliberadamente tenues y dispersas para acentuar los perfiles siniestros de los hombres que caminaban metiendo las narices en las ventanas de las casitas idénticas, alineadas a lo largo de las aceras. Es la esquina de 28 de julio y Huatica, en la fonda de un japonés enano, Alberto escuchó una sinfonía de injurias. Miró: un grupo de hombres y mujeres discutía con odio en torno a una mesa cubierta de botellas. Se demoró unos segundos en la esquina. Estaba con las manos en los bolsillos y espiaba las caras que lo rodeaban; algunos hombres tenían los ojos vidriosos y otros parecían muy alegres. Se arregló la chaqueta e ingresó en la cuarta cuadra del jirón, la más cotizada; su rostro lucía una media sonrisa despectiva, pero su mirada era angustiosa. Sólo debió caminar unos metros, sabía de memoria que la casa de la Pies Dorados era la segunda. En la puerta había tres hombres, uno detrás de otro. Alberto observó por la ventana: una minúscula antesala de madera, iluminada con una luz roja, una silla, una foto descolorida e irreconocible en la pared; al pie de la ventana, un banquillo. «Es bajita», pensó, decepcionado. Una mano tocó su hombro.

— Joven — dijo una voz envenenada de olor a cebolla ¿Está usted ciego o es muy vivo? Los faroles aclaraban sólo el centro de la calle y la luz roja apenas llegaba a la ventana; Alberto no podía ver el rostro del desconocido. En ese instante comprobó que la multitud de hombres que ocupaba el jirón, circulaba pegada a las paredes, donde permanecía casi a oscuras. La pista estaba vacía.

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