No me acosté, se me había ido el sueño. Al poco rato salí y fui hasta la playa de Chucuito. Desde el muelle vi a los muchachos del día anterior, fumando tirados sobre las piedras. Habían hecho dos montones con su ropa para apoyar la cabeza. Había muchos chicos en la playa; algunos, parados en la orilla, tiraban al agua piedras chatas que rebotaban como patillos. Un rato después llegaron Teresa y sus amigas. Se acercaron a los muchachos y les dieron la mano. Se desvistieron, se sentaron en rueda y él, como si yo no le hubiera hecho nada, estuvo todo el tiempo junto a Tere. Al fin, se metieron al agua. Teresa gritaba: «me hielo, me muero de frío» y el muchacho cogió agua con las dos manos y comenzó a mojarla. Ella chillaba más fuerte pero no se enojaba. Después entraron más allá de las olas. Teresa nadaba mejor que él, muy suave, como un pececito, él hacía mucha alharaca y se hundía. Salieron y se sentaron en las piedras. Teresa se echó, él le hizo una almohada con su ropa y se puso a su lado y medio torcido, así podía mirarla enterita. Yo sólo veía los brazos de Tere, levantados contra el sol. A él en cambio le veía la espalda flaca, las costillas salidas y las piernas chuecas. A eso de las doce volvieron al agua. El muchacho se hacía el marica y ella le echaba agua y él gritaba. Después nadaron. Adentro, hicieron tabla y jugaron a, ahogarse: él se hundía y Teresa movía las manos y gritaba socorro, pero se notaba que era en broma. Él aparecía de repente como un corcho, los pelos tapándole la cara, y lanzaba el alarido de Tarzán. Yo podía oír sus risas, que eran muy fuertes. Cuando salieron, los estaba esperando junto a los montones de ropa. No sé dónde se habían ido las amigas de Teresa y el otro muchacho, ni me fijé en ellos. Era como si toda la gente hubiera desaparecido. Se acercaron y Tere me vio primero; él venía detrás, dando saltos, se hacía el loco.
Ella no cambió de cara, no se puso ni más contenta ni más triste de lo que estaba. No me dio la mano, sólo dijo:”hola. ¿Tú también estabas en la playa?». En eso el muchacho me miró y me reconoció porque se plantó en seco, retrocedió, se agachó, cogió una piedra y me apuntó. "¿Lo conoces?, le preguntó Teresa, riendo. Es mi vecino.» «Se las da de matón, dijo el muchacho. Le voy a partir el alma para que no se las dé más de matón.» Yo medí mal, mejor dicho me olvidé de las piedras. Salté y los pies se me hundieron en la playa, no avancé ni la mitad, caí a un metro de él y entonces el muchacho se adelantó y me descargó la pedrada en plena cara. Fue como si el sol me entrara a la cabeza, vi todo blanco y parecía que flotaba. No me duró mucho, creo. Cuando abrí los ojos, Teresa parecía aterrada y el muchacho estaba boquiabierto. Fue un tonto, si aprovecha me hubiera revolcado a su gusto, pero como me sacó sangre la pedrada, se quedó quieto, mirando a ver qué me pasaba, y yo me le fui encima, saltando sobre Teresa. Cuerpo a cuerpo iba perdido, lo vi apenas caímos al suelo, parecía de trapo y no me encajaba un puñete. Ni siquiera nos revolcamos, ahí mismo estuve montado sobre él, dándole en la cara que se tapaba con las dos manos. Yo había cogido piedrecitas y con ellas le frotaba la cabeza y la frente y, cuando levantaba las manos, se las metía a la boca y a los ojos. No nos separaron hasta que vino el cachaco. Me cogió de la camisa y me jaló y yo sentí que algo se rasgaba. Me dio una cachetada y entonces le aventé una piedra al pecho. Dijo: «carajo, te destrozo», me levantó como a una pluma y me dio media docena de sopapos. Después me dijo: «mira lo que has hecho, desgraciado». El chico estaba tirado en el suelo y se quejaba. Unas mujeres y unos tipos lo estaban consolando. Todos, muy furiosos, le decían al cachaco: «le ha roto la cabeza, es un salvaje, a la Correccional. A mí no me importaba nada lo que decían, las mujeres, pero en eso vi a Teresa. Tenía la cara roja y me miraba con odio. «Qué malo y qué bruto eres», me dijo. Y yo le dije: «tú tienes la culpa por ser tan puta». El cachaco me dio un puñete en la boca y gritó:”no digas lisuras a la niña, maleante». Ella me miraba muy asustada y yo me di vuelta y el cachaco me dijo: «quieto, ¿dónde vas?». Y yo comencé a patearlo y a darle manazos a la loca hasta que a jalones me sacó de la playa. En la comisaría, un teniente le ordenó al cachaco: «fájemelo bien y lárguelo. Pronto lo tendremos de nuevo por algo grande. Tiene toda la cara para ir al Sepa». El cachaco me llevó a un patio, se sacó la correa y comenzó a darme latigazos. Yo corría y los otros cachacos se morían de risa viendo cómo sudaba la gota gorda y no podía alcanzarme. Después tiró la correa y me arrinconó. Se acercaron otros guardias y le dijeron: «suéltalo. No puedes irte de puñetazos con una criatura». Salí de ahí y ya no volví a mi casa. Me fui a vivir con el flaco Higueras.
— No entiendo una palabra–dijo el mayor-. Ni una. Era un hombre obeso y colorado, con un bigotillo rojizo que no llegaba a las comisuras de los labios. Había leído el parte cuidadosamente, de principio a fin, pestañeando sin cesar. Antes de levantar la vista hacia el capitán Garrido, que estaba de pie, frente al escritorio, de espaldas a la ventana que descubría el mar gris y los llanos pardos de la Perla, volvió a leer algunos párrafos de las diez hojas a máquina.
— No entiendo–repitió–Explíqueme usted, capitán. Alguien se ha vuelto loco aquí y creo que no soy yo.
¿Qué le ocurre al teniente Gamboa?
— No sé, mi mayor. Estoy tan sorprendido como usted. He hablado con él varias veces sobre este asunto.
He tratado de demostrarle que un parte como éste era descabellado…
— ¿Descabellado? — dijo el mayor–Usted no debió permitir que se metiera a esos muchachos al calabozo ni que el parte fuera redactado en semejantes términos. Hay que poner fin a este lío de inmediato. Sin perder un minuto.
— Nadie se ha enterado de nada, mi mayor. Los dos cadetes están aislados.
— Llame a Gamboa–dijo el mayor-. Que venga en el acto.
El capitán salió, precipitadamente. El mayor volvió a coger el parte. Mientras lo releía, trataba de morderse los pelos rojizos del bigote, pero sus dientes eran muy pequeñitos y sólo alcanzaban a arañar los labios e irritarlos. Uno de sus pies taconeaba, nervioso. Minutos después el capitán volvió seguido del teniente.
— Buenos días–dijo el mayor, con una voz que la irritación llenaba de altibajos-. Estoy muy sorprendido, Gamboa. Vamos a ver, usted es un oficial destacado, sus superiores lo estiman. ¿Cómo se le ha ocurrido pasar este parte? Ha perdido el juicio, hombre, esto es una bomba. Una verdadera bomba.
— Es verdad, mi mayor–dijo Gamboa. El capitán lo miraba, masticando furiosamente–Pero el asunto
escapa ya a mis atribuciones. He averiguado todo lo que he podido. Sólo el Consejo de Oficiales…
— ¿Qué? — lo interrumpió el mayor- ¿Cree que el Consejo va a reunirse para examinar esto? No diga tonterías, hombre. El Leoncio Prado es un colegio, no vamos a permitir un escándalo así. En realidad, algo anda mal en su cabeza, Gamboa. ¿Piensa de veras que voy a dejar que este parte llegue al Ministerio?
— Es lo que yo he dicho al teniente, mi mayor–insinuó el capitán». Pero él se ha empeñado.
— Veamos–dijo el mayor–No hay que perder los controles, la serenidad es capital en todo momento.
Veamos. ¿Quién es el muchacho que hizo la denuncia?
— Fernández, mi mayor. Un cadete de la primera sección.
— ¿Por qué metió al otro al calabozo sin esperar órdenes?
— Tenía que comenzar la investigación, mi mayor. Para interrogarlo, era imprescindible que lo separara de los cadetes. De otro modo, la noticia se habría difundido por todo el año. Por prudencia no he querido hacer un careo entre los dos.
— La acusación es imbécil, absurda–estalló el mayor–Y usted no debió prestarle la menor importancia. Son cosas de niños y nada más. ¿Cómo ha podido dar crédito a esa historia fantástica? jamás pensé que fuera tan ingenuo, Gamboa.
— Es posible que usted tenga razón, mi mayor. Pero permítame hacerle una observación. Yo tampoco creía que se robaban los exámenes, que había bandas de ladrones, que metían al colegio naipes, licor. Y todo eso lo he comprobado personalmente, mi mayor.
— Eso es otra cosa–dijo el mayor-. Es evidente que en el quinto año se burla la disciplina. No cabe ninguna duda. Pero en este caso los responsables son ustedes. Capitán Garrido, el teniente Gamboa y usted se van a ver en apuros. Los muchachos se los han comido vivos. Veremos la cara del coronel cuando sepa lo que pasa en las cuadras. No puedo hacer nada, tengo que pasar el parte y poner en orden las cosas. Pero–el mayor intentó nuevamente morderse el bigote-, lo otro es inadmisible y absurdo. Ese muchacho se pegó un tiro por error. El asunto está liquidado.
— Perdón, mi mayor–dijo Gamboa–No se comprobó que él mismo se matara.
— ¿No? — El mayor fulminó a Gamboa con los ojos-. ¿Quiere que le muestre el parte sobre el accidente?
— El coronel nos explicó la razón de ese parte, mi mayor. Era para evitar complicaciones.
— ¡Ah! — dijo el mayor, con un gesto triunfal-. Justamente. ¿Y para evitar complicaciones hace usted ahora un informe lleno de horrores?
— Es distinto, mi mayor–dijo Gamboa, imperturbable todo ha cambiado. Antes, la hipótesis del accidente era la más verosímil, mejor dicho la única. Los médicos dijeron que el balazo vino de atrás. Pero yo y los demás oficiales pensábamos que se trataba de una bala perdida, de un accidente. En esas condiciones, no importaba atribuir el error a la propia víctima, para no hacer daño a la institución. En realidad, mi mayor, yo creí que el cadete Arana era culpable, al menos en parte, por estar mal emplazado, por haber demorado en el salto. Incluso, hasta podía pensarse que la bala salió de su propio fusil. Pero todo cambia desde que una persona afirma que se trata de un crimen. La acusación no es del todo absurda, mi mayor.
La disposición de los cadetes…
— Tonterías–dijo el mayor con cólera–Usted debe leer novelas, Gamboa. Vamos a arreglar este enredo de una vez y basta de discusiones inútiles. Vaya a la Prevención y mande a esos cadetes a su cuadra.
Dígales que si hablan de este asunto serán expulsados y que no se les dará ningún certificado. Y haga un nuevo informe, omitiendo todo lo relativo a la muerte del cadete Arana.
— No puedo hacer eso, mi mayor–dijo Gamboa–El cadete Fernández mantiene sus acusaciones. Hasta donde he podido comprobar por mí mismo, lo que dice es cierto. El acusado se hallaba detrás de la víctima durante la campaña. No afirmo nada, mi mayor. Quiero decir sólo que, técnicamente, la denuncia es aceptable. Sólo el Consejo puede pronunciarse al respecto.
— Su opinión no me interesa–dijo el mayor, con desprecio–Le estoy dando una orden. Guárdese esas fábulas para usted y obedezca. ¿0 quiere que lo lleve ante el Consejo? Las órdenes no se discuten, teniente.
— Usted es libre de llevarme al Consejo, mi mayor–dijo Gamboa, suavemente–Pero no voy a rehacer el parte. Lo siento. Y debo recordarle que usted está obligado a llevarlo donde el comandante.
El mayor palideció de golpe. Olvidando las formas, trataba ahora de alcanzar los bigotes con los dientes a toda costa y hacía muecas sorprendentes. Se había puesto de pie. Sus ojos eran violáceos.
— Bien–dijo–Usted no me conoce, Gamboa. Soy manso sólo cuando se portan bien conmigo. Pero soy un enemigo peligroso, ya lo va a comprobar. Esto le va a costar caro. Le juro que se va acordar de mí. Por lo pronto, no saldrá del colegio hasta que todo se aclare. Voy a transmitir el parte, pero también pasaré un
informe sobre su manera de comportarse con los superiores. Váyase.
— Permiso, mi mayor–dijo Gamboa y salió, caminando sin prisa.
— Está loco–dijo el mayor–Se ha vuelto loco. Pero yo lo voy a curar.
— ¿Va usted a pasar el parte, mi mayor? — preguntó el capitán.
— No puedo hacer otra cosa. — El mayor miró al capitán y pareció sorprenderse de encontrarlo allí-. Y usted también se ha fregado, Garrido. Su foja de servicios va a quedar negra.
— Mi mayor–balbuceó el capitán-. No es mi culpa. Todo ha ocurrido en la primera compañía, la de Gamboa. Las otras marchan perfectamente, como sobre ruedas, mi mayor. Siempre he cumplido las instrucciones al pie de la letra.
— El teniente Gamboa es su subordinado–repuso el mayor, secamente–Si un cadete viene a revelarle lo que pasa en su batallón, quiere decir que usted ha estado en la luna todo el tiempo. ¿Qué clase de oficiales son ustedes? No pueden imponer la disciplina a niños de colegio. Le aconsejo que trate de poner un poco de orden en el quinto año. Puede retirarse.
El capitán dio media vuelta y sólo cuando estuvo en la puerta recordó que no había saludado. Giró e hizo chocar los tacones: el mayor revisaba el parte, movía los labios y su frente se plegaba y desplegaba.
El capitán Garrido fue a un paso muy ligero, casi al trote, hasta la secretaría M año. En el patio, tocó su silbato, con mucha fuerza. Momentos después, el suboficial Morte entraba a su despacho.
— Llame a todos los oficiales y suboficiales del año–le dijo el capitán. Se pasó la mano por las frenéticas mandíbulas todos ustedes son los responsables verdaderos y me las van a pagar caro, carajo. Es su culpa y de nadie más. ¿Qué hace ahí con la boca abierta? Vaya y haga lo que le he dicho.
Gamboa vaciló, sin decidirse a abrir la puerta. Estaba preocupado. "¿Es por todos estos líos, pensó, o por la carta?» La había recibido hacía algunas horas: «estoy extrañándote mucho. No debí hacer este viaje. ¿No te dije que sería mucho mejor que me quedara en Lima? En el avión no podía contener las náuseas y todo el mundo me miraba y yo me sentía peor. En el aeropuerto me esperaban Cristina y su marido, que es muy simpático y bueno, ya te contaré. Me llevaron de inmediato a la casa y llamaron al médico. Dijo que el viaje me había hecho mal, pero que todo lo demás estaba bien. Sin embargo, como me seguía el dolor de cabeza y el malestar volvieron a llamarlo y entonces dijo que mejor me internaba en el hospital. Me tienen en observación. Me han puesto muchas inyecciones y estoy inmóvil, sin almohada y eso me molesta mucho, tú sabes que me gusta dormir casi sentada. Mi mamá y Cristina están todo el día a mi lado y mi cuñado viene a verme apenas sale de su trabajo. Todos son muy buenos, pero yo quisiera que tú estuvieras aquí, sólo así me sentiría tranquila del todo. Ahora estoy un poco mejor, pero tengo mucho miedo de perder al bebé. El médico dice que la primera vez es complicado, pero que todo irá bien. Estoy muy nerviosa y pienso todo el tiempo en ti. Cuídate mucho, tú. ¿Me estás extrañando, no es verdad? Pero no tanto como yo a ti». Al leerla, había comenzado a sentirse abatido. Y a media lectura, el capitán se presentó en su cuarto con el rostro avinagrado, para decirle: «el coronel ya sabe todo. Salió usted con su gusto. Dice el comandante que saque del calabozo a Fernández y lo lleve a la oficina del coronel. Ahora mismo». Gamboa no estaba alarmado, pero sentía una falta total de entusiasmo, como si de pronto todo ese asunto hubiera dejado de concernirle. No era frecuente en él dejarse vencer por el desgano. Estaba malhumorado. Dobló la carta en cuatro, la guardó en su cartera y abrió la puerta. Alberto lo había visto venir por la rejilla, sin duda, pues lo esperaba en posición de firmes. El calabozo era más claro que el que ocupaba el Jaguar y Gamboa observó que el pantalón caqui de Alberto era ridículamente corto: se ajustaba a sus piernas como un buzo de bailarín y sólo la mitad de los botones de la bragueta estaban abrochados. La camisa, en cambio, era demasiado ancha: las hombreras colgaban y a la espalda se formaba una gran joroba.
— Oiga–dijo Gamboa- ¿Dónde se ha cambiado el uniforme de salida?
— Aquí mismo, mi teniente. Tenía el uniforme de diario en mi maletín. Lo llevo los sábados a mi casa para que lo laven.
Gamboa vio sobre la tarima una esfera blanca, el quepí, y unos puntos luminosos, los botones de la guerrera.
— ¿No conoce el reglamento? — dijo, con brusquedad los uniformes de diario se lavan en el colegio, no se pueden sacar a la calle. ¿Y qué pasa con ese uniforme? Parece usted un payaso.
El rostro de Alberto se llenó de ansiedad. Con una mano trató de abotonar la parte superior del pantalón pero, aunque sumía el estómago visiblemente, no lo consiguió.
— El pantalón ha encogido y la camisa ha crecido–dijo Gamboa, con sorna- ¿Cuál de las dos prendas es
robada?
— Las dos, mi teniente.
Gamboa recibió un pequeño impacto: en efecto, el capitán tenía razón, ese cadete lo consideraba un aliado.
— Mierda–dijo, como hablando consigo mismo- ¿Sabe que a usted tampoco lo salva ni Cristo? Está más embarrado que cualquiera. Voy a decirle una cosa. Me ha hecho un flaco servicio viniendo a contarme sus problemas. ¿Por qué no se le ocurrió llamar a Huarina o a Pitaluga?
— No sé, mi teniente–dijo Alberto. Pero añadió, de prisa: — Sólo tengo confianza en usted.
— Yo no soy su amigo–dijo Gamboa-, ni su compinche, ni su protector. He hecho lo que era mi obligación.
Ahora todo está en manos del coronel y del Consejo de Oficiales. Ya sabrán ellos lo que hacen con usted.
Venga conmigo, el coronel quiere verlo.
Alberto palideció, — sus pupilas se dilataron.
— ¿Tiene miedo? — dijo Gamboa.
Alberto no respondió. Se había cuadrado y pestañeaba.
— Venga–dijo Gamboa.
Atravesaron la pista de cemento y Alberto se sorprendió al ver que Gamboa no contestaba el saludo de los soldados de la guardia. Era la primera vez que entraba a ese edificio. Sólo por el exterior–altos muros grises y mohosos–se parecía a los otros locales del colegio. Adentro, todo era distinto. El vestíbulo, con una gruesa alfombra que silenciaba las pisadas, estaba iluminado por una luz artificial muy fuerte y Alberto cerró los ojos varias veces, cegado. En las paredes había cuadros; le parecía reconocer, al pasar, a los personajes que ilustraban el libro de historia, sorprendidos en el instante supremo: Bolognesi disparando el último cartucho, San Martín enarbolando una bandera, Alfonso Ugarte precipitándose al abismo, el presidente de la República recibiendo una medalla. Después del vestíbulo, había una sala desierta, grande, muy iluminada: en las paredes abundaban los trofeos deportivos y los diplomas.
Gamboa fue hacia una esquina. Tomaron el ascensor. El teniente marcó el cuarto piso, sin duda el último.
Alberto pensó que era absurdo no haberse dado cuenta en tres años del número de pisos que tenía ese edificio. Vedado para los cadetes, monstruo grisáceo y algo satánico porque allí se elaboraban las listas de consignados y en él tenían sus madrigueras las autoridades del colegio, el edificio de la administración estaba tan lejos de las cuadras, en el espíritu de los cadetes, como el palacio arzobispal o la playa de Ancón.
— Pase–dijo Gamboa.
Era un corredor estrecho; las paredes relucían. Gamboa empujó una puerta. Alberto vio un escritorio y tras él, junto a un retrato del coronel, a un hombre vestido de civil.
— El coronel lo espera–dijo éste a Gamboa–Puede usted pasar, teniente.
— Siéntese ahí–dijo Gamboa a Alberto-. Ya lo llamarán. Alberto tomó asiento, frente al civil. El hombre revisaba unos papeles; tenía un lápiz en las manos y lo movía en el aire como siguiendo unos compases secretos. Era bajito, de rostro anónimo y bien vestido; el cuello duro parecía incomodarle, a cada instante movía la cabeza y la nuez se desplazaba bajo la piel de su garganta como un animalito aturdido. Alberto intentó escuchar lo que ocurría al otro lado, pero no oyó nada. Se abstrajo: Teresa le sonreía desde el paradero del Colegio Raimondi. La imagen lo asediaba desde que se llevaron al cabo de la celda vecina.
Sólo el rostro de la muchacha aparecía, suspendido ante los muros pálidos del colegio italiano, al borde de la avenida de Arequipa; no divisaba su cuerpo. Había pasado horas tratando de recordarla de cuerpo entero. Imaginaba para ella vestidos elegantes, joyas, peinados exóticos. Un momento se ruborizó: «estoy jugando a vestir a la muñeca, como las mujeres». Revisó su maletín y sus bolsillos en vano: no tenía papel, no podía escribirle. Entonces redactó cartas imaginarias, composiciones repletas de imágenes grandilocuentes, en las que le hablaba del Colegio Militar, el amor, la muerte del Esclavo, el sentimiento de culpa y el porvenir. De pronto, oyó un timbre. El civil hablaba por teléfono; asentía, como si su interlocutor pudiera verlo. Colgó el fono delicadamente y se volvió hacia él.
— ¿Usted es el cadete Fernández? Pase a la oficina del coronel, por favor.
Avanzó hasta la puerta. Golpeó tres veces con los nudillos. No obtuvo respuesta. Empujó: la habitación era enorme, estaba alumbrada con tubos fluorescentes, sus ojos se irritaron al entrar en contacto con esa inesperada atmósfera azul. A diez metros de distancia, vio a tres oficiales, sentados en unos sillones de cuero. Lanzó una mirada circular: un escritorio de madera, diplomas, banderines, cuadros, una lámpara de pie. El piso no tenía alfombra: el encerado relucía y sus botines se deslizaban como sobre hielo.
Caminó muy despacio, temía resbalar. Miraba el suelo, sólo levantó la cabeza al ver que bajo sus ojos
surgía una pierna enfundada en un pantalón caqui y un brazo de sillón. Se cuadró.
— ¿Fernández? — dijo la voz que retumbaba bajo el cielo nublado cuando los cadetes evolucionaban en el estadio, ensayando los ejercicios para las actuaciones, la vocecita silbante que los mantenía inmóviles en el salón de actos, hablándoles de patriotismo y espíritu de sacrificio- ¿ Fernández qué?
— Fernández Temple, mi coronel. Cadete Alberto Fernández Temple.
El coronel lo observaba; era bruñido y regordete, sus cabellos grises estaban cuidadosamente aplastados contra el cráneo.
— ¿Qué es usted del general Temple? — dijo el coronel. Alberto trataba de adivinar lo que vendría por la voz. Era fría pero no amenazadora.
— Nada, mi coronel. Creo que el general Temple es de los Temple de Piura. Yo soy de los de Moquegua.
— Sí–dijo el coronel–Es un provinciano. — Se volvió y Alberto, siguiendo su mirada, descubrió en el otro sillón al comandante Altuna–Como yo. Como la mayoría de los jefes del Ejército. Es un hecho, de las provincias salen los mejores oficiales. A propósito, Altuna, ¿usted de dónde es?
— Yo soy limeño, mi coronel. Pero me siento provinciano. Toda mi familia es de Ancasti.
Alberto trató de localizar a Gamboa, pero no pudo. El teniente ocupaba el sillón cuyo espaldar tenía al frente: Alberto sólo veía un brazo, la pierna inmóvil y un pie que taconeaba levemente.
— Bueno, cadete Fernández–dijo el coronel; su voz había cobrado cierta gravedad–Ahora vamos a hablar de cosas más serias, más actuales. — El coronel, hasta entonces recostado en el sillón, había avanzado hasta el borde del asiento: su vientre aparecía, bajo su cabeza, como un ser aparte- ¿Es usted un verdadero cadete, una persona sensata, inteligente, culta? Vamos a suponer que sí. Quiero decir que no habrá conmovido a toda la oficialidad del colegio por algo insignificante. Y, en efecto, el parte que ha elevado el teniente Gamboa muestra que el asunto justifica la intervención, no sólo de los oficiales, sino incluso del Ministerio, de la justicia. Según veo, usted acusa a un compañero de asesinato.
Tosió brevemente, con alguna elegancia, y calló un momento.
— Yo he pensado de inmediato: ' un cadete de quinto año no es un niño. En tres años de Colegio Militar, ha tenido tiempo de sobra para hacerse hombre. Y un hombre, un ser racional, para acusar a alguien de asesino, debe tener pruebas terminantes, irrefutables. Salvo que haya perdido el juicio. 0 que sea un ignorante en materias jurídicas. Un ignorante que no sabe lo que es un falso testimonio, que no sabe que las calumnias son figuras delictivas descritas por los códigos y penadas por la ley. He leído el parte atentamente, como lo exigía este asunto. Y por desdicha, cadete, las pruebas no aparecen por ningún lado. Entonces he pensado: el cadete es una persona prudente, ha tomado sus precauciones, sólo quiere mostrar las pruebas en última instancia, a mí en persona, para que yo las exhiba ante el Consejo. Muy bien, cadete, por eso lo he mandado llamar. Déme usted esas pruebas.
Bajo los ojos de Alberto, el pie golpeaba el suelo, se levantaba y volvía a caer, implacable.
— Mi coronel–dijo–Yo, solamente…
— Sí, sí–dijo el coronel–Usted es un hombre, un cadete del quinto año del Colegio Militar Leoncio Prado.
Sabe lo que hace. Vengan esas pruebas.
— Yo ya dije todo lo que sabía, mi coronel. El Jaguar quería vengarse de Arana, porque éste acusó…
— Después hablaremos de eso–lo interrumpió el coronel–Las anécdotas son muy interesantes. Las hipótesis nos demuestran que usted tiene un espíritu creador, una imaginación cautivante. — Se calló y repitió, complacido: — Cautivante. Ahora vamos a revisar los documentos. Déme todo el material jurídico necesario.
— No tengo pruebas, mi coronel–reconoció Alberto. Su voz era dócil y temblaba; se mordió el labio para darse ánimos–Yo sólo dije lo que sabía. Pero estoy seguro…
— ¿Cómo? — dijo el coronel, con un gesto de asombro ¿Quiere usted hacerme creer que no tiene pruebas concretas y fehacientes? Un poco más de seriedad, cadete; éste no es un momento oportuno para hacer bromas. ¿De veras no tiene un solo documento válido, tangible? Vamos, vamos.
— Mi coronel, yo pensé que mi deber…
— ¡Ah! — prosiguió el coronel-. ¿Así que se trata de una broma? Me parece muy bien. Usted tiene derecho a divertirse, por lo demás el humor revela juventud, es muy saludable. Pero todo tiene un límite. Está en el Ejército, cadete. No puede reírse de las Fuerzas Armadas, así no más. Y no sólo en el Ejército. Figúrese que en la vida civil también se pagan caras estas bromas. Si usted quiere acusar a alguien de asesino, tiene que apoyarse en algo, ¿cómo diré?, suficiente. Eso es, pruebas suficientes. Y usted no tiene ninguna clase de pruebas, ni suficientes ni insuficientes, y viene aquí a lanzar una acusación fantástica, gratuita, a echar lodo a un compañero, al colegio que lo h–a formado. No nos haga creer que es usted un topo, cadete. ¿Qué cosa cree que somos nosotros, ah? ¿imbéciles, débiles mentales, o qué? ¿Sabe usted que
cuatro médicos y una comisión de peritos en balística comprobaron que el disparo que costó la vida a ese infortunado cadete salió de su propio fusil? ¿No se le ocurrió pensar que sus superiores, que tienen más experiencia y más responsabilidad que usted, habían hecho una minuciosa investigación sobre esa muerte? Alto, no diga nada, déjeme terminar. ¿Se le ocurre que íbamos a quedarnos muy tranquilos después de ese accidente, que no íbamos a indagar, a averiguar, a descubrir los errores, las faltas que lo originaron? ¿Usted cree que los galones le caen a uno del cielo? ¿Cree usted que los tenientes, los capitanes, el mayor, el comandante, yo mismo, somos una recua de idiotas, para cruzarnos de brazos cuando muere un cadete en esas circunstancias? Esto es verdaderamente bochornoso, cadete Fernández.
Bochornoso por no decir otra cosa. Piense un instante y respóndame. ¿No es algo bochornoso?
— Sí, mi coronel–dijo Alberto y al instante se sintió aliviado.
— Lástima que no haya reflexionado antes–dijo el coronel–Lástima que haya sido precisa mi intervención para que usted comprendiera los alcances de un capricho adolescente. Ahora vamos a hablar de otra cosa, cadete. Porque, sin saberlo, usted ha puesto en movimiento una máquina infernal. Y la primera víctima será usted mismo. Tiene mucha imaginación, ¿no es cierto? Acaba de darnos una prueba magistral. Lo malo es que la historia del asesinato no es la única. Acá yo tengo otros testimonios de su fantasía, de su inspiración. ¿Quiere pasarnos esos papeles, comandante?
Alberto vio que el comandante Altuna se ponía de pie. Era un hombre alto y corpulento, muy distinto al coronel. Los cadetes les decían el gordo y el flaco. Altura era un personaje silencioso y huidizo, rara vez se lo veía por las cuadras o las aulas. Fue hasta el escritorio y volvió con un puñado de papeles en la mano. Sus zapatos crujían como los botines de los cadetes. El coronel recibió los papeles y los llevó a sus ojos.
— ¿Sabe usted qué es esto, cadete?
— No, mi coronel.
— Claro que sabe, cadete. Mírelos.
Alberto los recibió y sólo cuando hubo leído varias líneas, comprendió.
— ¿Reconoce esos papeles, ahora?
Alberto vio que la pierna se encogía. Junto al espaldar apareció una cabeza: el teniente Gamboa lo miraba. Enrojeció violentamente.
— Claro que los reconoce–añadió el coronel, con alegría–Son documentos, pruebas fehacientes. Vamos a ver, léanos algo de lo que dice ahí.
Alberto pensó súbitamente, en el bautizo de los perros. Por primera vez, después de tres años, sentía esa sensación de impotencia y humillación radical que había descubierto al ingresar al colegio. Sin embargo, ahora era todavía peor: al menos, el bautizo se compartía.
— He dicho que lea–repitió el coronel.
Alberto leyó, haciendo un gran esfuerzo. Su voz era débil y se cortaba por momentos: «tenía unas piernas muy grandes y muy peludas y unas nalgas tan enormes que más parecía un animal que una mujer, pero era la puta más solicitada de la cuarta cuadra, porque todos los viciosos iban donde ella». Se calló. Tenso, esperaba que la voz del coronel le ordenara continuar. Pero el coronel permanecía callado. Alberto sentía una fatiga profunda. Como los concursos en la cueva de Paulino, la humillación lo agotaba físicamente, ablandaba sus músculos, oscurecía su cerebro.
— Devuélvame esos papeles–dijo el coronel. Alberto se los entregó. El coronel se puso a hojearlos, lentamente. A medida que pasaban frente a sus ojos, movía los labios y dejaba escapar un murmullo.
Alberto oía fragmentos de títulos que apenas recordaba, algunos habían sido escritos un año atrás: «Lula, la chuchumeca incorregible», «La mujer loca y el burro», «La jijuna y el Jijuno»
— ¿Sabe usted lo que debo hacer con estos papeles? — dijo el coronel. Tenía los ojos entrecerrados, parecía abrumado por una obligación penosa e ineludible. Su voz revelaba fastidio y cierta amargura: — Ni siquiera reunir al Consejo de Oficiales, cadete. Echarlo a la calle de inmediato, por degenerado. Y llamar a su padre, para que lo lleve a una clínica; tal vez los psiquiatras (¿me entiende usted, los psiquiatras?) puedan curarlo. Esto sí que es un escándalo, cadete. Hay que tener un espíritu extraviado, pervertido, para dedicarse a escribir semejantes cosas. Hay que ser una escoria. Estos papeles deshonran al colegio, nos deshonran a todos. ¿Tiene algo que decir? Hable, hable.
— No, mi coronel.
— Naturalmente–dijo el coronel- ¿Qué puede decir ante documentos flagrantes? Ni una palabra.
Respóndame con franqueza, de hombre a hombre. ¿Merece usted que lo expulsen, que lo denunciemos a su familia como pervertido y corruptor? ¿Sí o no?
— Sí, mi coronel.
— Estos papeles son su ruina, cadete. ¿Cree usted que algún colegio lo recibiría después de ser expulsado por vicioso, por taras espirituales? Su ruina definitiva. ¿Sí o no?
— Sí, mi coronel.
— ¿Qué haría usted en mi caso, cadete?
— No sé, mi coronel.
— Yo sí, cadete. Tengo un deber que cumplir–Hizo una pausa. Su rostro dejó de ser beligerante, se suavizó. Todo su cuerpo se contrajo y, al retroceder en el asiento, el vientre disminuyó de volumen, se humanizó. El coronel se rascaba el mentón, su mirada erraba por la habitación, parecía sumido en ideas contradictorias. El comandante y el teniente no se movían. Mientras el coronel reflexionaba, Alberto concentraba su atención en el pie que apoyaba el tacón en el piso encerado y permanecía en ángulo:
aguardaba con angustia que la puntera descendiera y comenzara a golpear acompasadamente el suelo.
— Cadete Fernández Temple–dijo el coronel con voz grave. Alberto levantó la cabeza-. ¿Está usted arrepentido?
— Sí, mi coronel–repuso Alberto, sin vacilar.
— Yo soy un hombre con sensibilidad–dijo el coronel-. Y estos papeles me avergüenzan. Son una afrenta sin nombre para el colegio. Míreme, cadete. Usted tiene una formación militar, no es un cualquiera.
Pórtese como un hombre. ¿Comprende lo que le digo?
— Sí, mi coronel.
— ¿Hará todo lo necesario para enmendarse? ¿Tratará de ser un cadete modelo?
_Sí, mi coronel.
— Ver para creer–dijo el coronel–Estoy cometiendo una falta, mi deber me obliga a echarlo a la calle en el acto. Pero, no por usted, sino por la institución que es sagrada, por esta gran familia que formamos los leonciopradinos, voy a darle una última oportunidad. Guardaré estos papeles y lo tendré en observación.
Si sus superiores me dicen, a fin de año, que usted ha respondido a mi confianza, si hasta entonces su foja está limpia, quemaré estos papeles y olvidaré esta escandalosa historia. En caso contrario, si comete una infracción (una sola bastaría, ¿me comprende?), le aplicaré el reglamento, sin piedad. ¿Entendido?
— Sí, mi coronel. — Alberto bajó los ojos y añadió: — Gracias, mi coronel.
— ¿Se da usted cuenta de lo que hago por usted?
— Sí, mi coronel.
— Ni una palabra más. Regrese a su cuadra y pórtese como es debido. Sea un verdadero cadete leonciopradino, disciplinado y responsable. Puede retirarse.
Alberto se cuadró y dio media vuelta. Había dado tres pasos hacia la puerta cuando lo detuvo la voz del coronel:
— Un momento, cadete. Por supuesto, usted guardará la más absoluta reserva sobre lo que se ha hablado aquí. La historia de los papeles, la ridícula invención del asesinato, todo. Y no vuelva a buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro. La próxima vez, antes de jugar al detective, piense que está en el Ejército, una institución donde los superiores vigilan para que todo sea debidamente investigado y sancionado. Puede irse.
Alberto volvió a hacer sonar los tacones y salió. El civil ni siquiera lo miró. En vez de tomar el ascensor bajó por la escalera: como todo el edificio, las gradas parecían espejos.
Ya afuera, ante el monumento al héroe, recordó que en el calabozo había dejado su maletín y el uniforme de salida. Fue hacia la Prevención, a pasos lentos. El teniente de guardia le hizo una venia.
— Vengo a sacar mis prendas, mi teniente.
— ¿Por qué? — repuso el oficial–Usted está en el calabozo por orden de Gamboa.
— Me han ordenado que vuelva a la cuadra.
— Nones–dijo el teniente- ¿No conoce el reglamento? Usted no sale de aquí hasta que el teniente Gamboa me lo indique por escrito. Vaya adentro.
— Sí, mi teniente.
— Sargento–dijo el oficial–Póngalo con el cadete que trajeron del calabozo del estadio. Necesito espacio para los soldados castigados por el capitán Bezada. — Se rascó la cabeza–Esto se está convirtiendo en una cárcel. Ni más ni menos.
El sargento, un hombre macizo y achinado, asintió. Abrió la puerta del calabozo y la empujó con el pie.
— Adentro, cadete–dijo. Y añadió, en voz baja: — Estése tranquilo. Cuando cambie la guardia, le pasaré un fumatélico.
Alberto entró. El Jaguar estaba sentado en la tarima y lo miraba.
Esa vez el flaco Higueras no quería ir, fue contra su voluntad, como sospechando que la cosa iba a salir mal. Unos meses antes, cuando el Rajas le mandó–decir «o trabajas conmigo o no vuelves a pisar el Callao si quieres conservar la cara sana», el flaco me dijo: «ya está, me lo esperaba». Él había estado con el Rajas de muchacho; mi hermano y el flaco fueron sus discípulos. Luego al Rajas lo encanaron y ellos siguieron solos. A los cinco años, el Rajas salió y formó otra banda, y el flaco lo estuvo esquivando hasta que un día lo encontraron dos matones en «El tesoro del puerto» y lo llevaron a la fuerza donde el Rajas. Me contó que no le hicieron nada y que el Rajas lo abrazó y le dijo: «te quiero como a un hijo». Después se emborracharon y se despidieron muy amigos. Pero a la semana le mandó esa advertencia. El flaco no quería trabajar en equipo, decía que era mal negocio, pero tampoco quería convertirse en enemigo del Rajas. Así que me dijo: «voy a aceptar; después de todo, el Rajas es derecho. Pero tú no tienes por qué hacerlo. Si quieres un consejo, vuelve donde tu madre y estudia para doctor. Ya debes tener ahorrada buena platita». Yo no tenía ni un solo centavo y se lo dije. "¿Sabes lo que eres?, me contestó; un putañero, lo que se llama un putañero. ¿Te has gastado toda la plata en los bulines?» Yo le dije que sí.»Todavía tienes mucho que aprender, me dijo; no vale la pena jugarse el pellejo por las polillas. Has debido guardar un poco. Bueno, ¿qué decides?» Le dije que me quedaba con él. Esa misma noche fuimos donde el Rajas, a una chingana inmunda, donde atendía una tuerta. El Rajas era un zambo viejo y apenas se entendía lo que hablaba; todo el tiempo pedía mulitas de pisco. Los otros, unos cinco o seis, zambos, chinos y serranos, miraban al flaco con malos ojos. En cambio el Rajas siempre se dirigía al flaco cuando hablaba y se reía a carcajadas con sus bromas. A mí casi no me miraba. Comenzamos a trabajar con ellos y al principio todo iba bien. Limpiamos casas de Magdalena y la Punta, de San Isidro y Orrantia, de Salaverry y Barranco, pero no del Callao. A mí me ponían de campana y nunca me lanzaban adentro para que les abriera la puerta. Cuando repartían, el Rajas me daba una miseria, pero después el flaco me regalaba de su parte.
Nosotros dos formábamos una yunta y los otros tipos de la banda nos celaban. Una vez, en un bulín, el flaco y el zambo Pancracio pelearon por una polilla y Pancracio sacó la chavela y le rasgó el brazo a mi amigo. Me dio cólera y me le fui encima. Saltó otro zambo y nos mechamos. El Rajas nos hizo abrir cancha. Las polillas gritaban. Estuvimos midiéndonos un rato. Al principio, el zambo me provocaba y se reía, «eres el ratón y yo el gato», me decía, pero le coloqué un par de cabezazos y entonces peleamos de a deveras. El Rajas me convidó un trago y dijo: «me quito el sombrero. ¿Quién le enseñó a pelear a esta paloma?».
Desde ahí, me agarraba con los zambos, los chinos y los serranos del Rajas por cualquier cosa. A veces me soñaban de una patada y otras los aguantaba enterito y los machucaba un poco. Vez que estábamos borrachos nos íbamos a los golpes. Tanto peleamos que al final nos hicimos amigos. Me invitaban a beber y me llevaban con ellos al bulín y al cine, a ver películas de acción. Justamente, ese día habíamos ido al cine, Pancracio, el flaco y yo. A la salida nos esperaba el Rajas, alegre como un cuete. Fuimos a una chingana y ahí nos dijo: «es el golpe del siglo». Cuando contó que el Carapulca lo había llamado para proponerle un trabajo, el flaco Higueras lo cortó: «nada con ésos, Rajas. Nos comen vivos. Son de alto vuelo». El Rajas no le hizo caso y siguió explicando el plan. Estaba muy orgulloso de que el Carapulca lo hubiera llamado, porque era una gran banda y todos les tenían envidia. Vivían como la gente decente, en buenas casas y tenían automóviles. El flaco quiso discutir pero los otros lo callaron. Era para el día siguiente. Todo parecía muy fácil. Como dijo el Rajas, nos encontramos en la Quebrada de Armendáriz a las diez de la noche y ahí estaban dos tipos del Carapulca. Bien vestidos y con bigotes, fumaban cigarrillos rubios y parecía que iban a una fiesta. Estuvimos haciendo tiempo hasta medianoche y después nos fuimos caminando en parejas hasta la línea del tranvía. Ahí encontramos a otro de la banda del Carapulca. «Todo está listo, dijo. No hay nadie. Acaban de salir. Comencemos ya mismo.» El Rajas me puso de campana a una cuadra de la casa, detrás de una pared. Al flaco le pregunté: “¿quiénes entran?». Me dijo: «el Rajas, yo y los carapulcas. Y todos los demás son campanas. Es el estilo de ellos. Eso se llama trabajar seguro». Donde yo estaba plantado no había nadie, no se veía ni una luz en las casas y pensé que todo iba a terminar muy pronto. Pero mientras veníamos, el flaco había estado callado y con la cara amarga. Al pasar, Pancracio me había mostrado la casa. Era enorme y el Rajas dijo: «aquí debe de haber plata para hacer rico a un ejército». Pasó mucho rato. Cuando oí los pitazos, los balazos y los carajos salí corriendo hacia ellos, pero me di cuenta que estaban ensartados: en la esquina había tres patrulleros. Di media vuelta y escapé. En la Plaza Marsano subí al tranvía y en Lima tomé un taxi. Cuando llegué a la chingana sólo encontré a Pancracio.»Era una trampa, me dijo. El Carapulca trajo a los soplones. Creo que los han cogido a todos. Yo vi que al Rajas y al flaco los apaleaban en el suelo. Los cuatro carapulcas se reían, algún día la pagarán. Pero ahora mejor desaparecemos.» Le dije que no tenía un centavo. Me dio cinco soles y me dijo: «cambia de barrio y no vuelvas por aquí. Yo me voy a veranear fuera de Lima por un tiempo».
Esa noche me fui al despoblado de Bellavista y dormí en una zanja. Mejor dicho, estuve tirado de espaldas, viendo la oscuridad, muerto de frío. En la mañana, muy temprano, fui a la Plaza de Bellavista. No iba por ahí desde hacia dos años. Todo estaba igual, menos la puerta de mi casa que la habían pintado. Toqué y no salió nadie. Toqué más fuerte. De adentro, alguien gritó: «no se desesperen, maldita sea». Salió un hombre y yo le pregunté por la señora Domitila. «Ni sé quién es, me dijo: aquí vive Pedro Caifás, que soy yo.» Una mujer apareció a su lado y dijo: "¿la señora Domitila? ¿Una vieja que vivía sola?». «Sí, le dije; creo que sí.» «Ya se murió, dijo la mujer; vivía aquí antes que nosotros, pero hace tiempo.» Yo les dije gracias y me fui a sentar a la plaza y estuve toda la mañana mirando la puerta de la casa de Teresa, a ver si salía. A eso de las doce salió un muchacho. Me le acerqué y le dije: "¿sabes dónde viven ahora esa señora y esa muchacha que vivían antes en tu casa?». «No sé nada», me dijo. Fui otra vez a mi antigua casa y toqué. Salió la mujer. Le pregunté: "¿sabe dónde está enterrada la señora Domitila?». «No sé, me dijo. Ni la conocí. ¿Era algo suyo?» Yo le iba a decir que era mi madre, pero pensé que a lo mejor me andaban buscando los soplones y le dije: «no, sólo quería saber».
— Hola–dijo el Jaguar.
No parecía sorprendido al verlo allí. El sargento había cerrado la puerta, el calabozo estaba en la penumbra.
— Hola–dijo Alberto.
— ¿Tienes cigarrillos? — preguntó el Jaguar. Estaba sentado en la cama, apoyaba la espalda en la pared y Alberto podía distinguir claramente la mitad de su rostro, que caía dentro de la superficie de luz que bajaba de la ventana; la otra mitad era sólo una mancha.
— No–dijo Alberto–El sargento me traerá uno más tarde.
— ¿Por qué te han metido aquí? — dijo el Jaguar.
— No sé. ¿Y a ti?
— Un hijo de puta ha ido a decirle cosas a Gamboa.
— ¿Quién? ¿Qué cosas?
— Oye–dijo el Jaguar, bajando la voz–Seguro tú vas a salir de aquí primero que yo. Hazme un favor. Ven, acércate, que no nos oigan.
Alberto se aproximó. Ahora estaba de pie, a unos centímetros del Jaguar, sus rodillas se tocaban.
— Diles al Boa y al Rulos que en la cuadra hay un soplón. Quiero que averigüen quién ha sido. ¿Sabes lo que le dijo a Gamboa?
— No.
— ¿Por qué creen que estoy aquí los de la sección?
— Creen que por el robo de exámenes.
— Sí–dijo el Jaguar». También por eso. Le ha dicho lo de los exámenes, lo del Círculo, los robos de prendas, que jugamos dinero, que metemos licor. Todo. Hay que saber quién ha sido. Diles que ellos también están fregados si no lo descubren. Y tú también, y toda la cuadra. Es uno de la sección, nadie más puede saber.
— Te van a expulsar–dijo Alberto-. Y quizá te manden a la cárcel.
— Eso me dijo Gamboa. Seguramente van a fregar también al Rulos y al Boa, por lo del Círculo. Diles que averigüen y que me tiren un papel por la ventana con su nombre. Si me expulsan, ya no los veré.
— ¿Qué vas a ganar con eso?
— Nada–dijo el Jaguar–A mí ya me han jodido. Pero tengo que vengarme.
— Eres una mierda, Jaguar–dijo Alberto–Me gustaría que te metieran en la cárcel.
El Jaguar había hecho un pequeño movimiento: seguía sentado en la cama, pero erguido, sin tocar la pared y su cabeza giró unos centímetros para que sus ojos pudieran observar a Alberto. Todo su rostro era visible ahora.
— ¿Has oído lo que he dicho?
— No grites–dijo el Jaguar». ¿Quieres que venga el teniente? ¿Qué te pasa?
— Una mierda–susurró Alberto–Un asesino. Tú mataste al Esclavo.
Alberto había dado un paso atrás y estaba agazapado, pero el Jaguar no lo atacó, ni siquiera se había movido. Alberto veía en la penumbra los dos ojos azules, brillando.
— Mentira–dijo el Jaguar, también en voz muy baja-. Es una calumnia. Le han dicho eso a Gamboa para fregarme. El soplón es alguien que me quiere hacer daño, algún rosquete, ¿no te das cuenta? Dime, ¿todos en la cuadra creen que he matado a Arana?
Alberto no respondió.
— No puede ser–dijo el Jaguar-. Nadie puede creer eso. Arana era un pobre diablo, cualquiera podía echarlo al suelo de un manazo. ¿Por qué iba a matarlo?
— Era mucho mejor que tú–dijo Alberto. Los dos hablaban en secreto. El esfuerzo que hacían para no alzar la voz, congelaba sus palabras, las volvía forzadas, teatrales–Tú eres un matón, tú sí que eres un pobre diablo. El Esclavo era un buen muchacho, tú no sabes lo que es eso. Él era buena gente, no se metía con nadie. Lo fregabas todo el tiempo, día y noche. Cuando entró era un tipo normal y de tanto batirlo tú y los otros lo volvieron un c9judo. Sólo porque no sabía pelear. Eres un desgraciado, Jaguar. Ahora te van a expulsar. ¿Sabes cuál va a ser tu vida? La de un delincuente, te meterán a la cárcel tarde o temprano.
— Mi madre también me decía eso. — Alberto se sorprendió, no esperaba una confidencia. Pero comprendió que el Jaguar hablaba solo; su voz era opaca, árida–Y también Gamboa. No sé qué les puede importar mi vida. Pero yo no era el único que fregaba al Esclavo. Todos se metían con él, tú también, poeta. En el colegio todos friegan a todos, el que se deja se arruina. No es mi culpa. Si a mí no me joden es porque soy más hombre. No es mi culpa.
— Tú no eres más hombre que nadie–dijo Alberto–Eres un asesino y no te tengo miedo. Cuando salgamos de aquí vas a ver.
— ¿Quieres pelear conmigo? — dijo el Jaguar.
— Sí.
— No puedes–dijo el Jaguar–Dime, ¿todos están furiosos conmigo en la cuadra?
— No–dijo Alberto–Sólo yo. Y no te tengo miedo.
— Chist, no grites. Si quieres, pelearemos en la calle. Pero no puedes conmigo, te lo advierto. Estás furioso por gusto. Yo no le hice nada al Esclavo. Sólo lo batía, como todo el mundo. Pero no con mala intención, para divertirme.
— ¿Y eso qué importa? Lo fregabas y todos lo fregaban por imitarte. Le hacías la vida imposible. Y lo mataste.
— No grites, imbécil, van a oírte. No lo maté. Cuando salga, buscaré al soplón y delante de todos le haré confesar que es una calumnia. Vas a ver que es mentira.
— No es mentira–dijo Alberto–Yo sé.
— No grites, maldita sea.
— Eres un asesino.
— Chist.
— Yo te denuncié, Jaguar. Yo sé que tú lo mataste.
Esta vez Alberto no se movió. El Jaguar se había encogido en la tarima.
— ¿Tú le has dicho eso a Gamboa? — dijo el Jaguar, muy despacio.
— Sí. Le dije todo lo que has hecho, todo lo que pasa en la cuadra.
— ¿Por qué has hecho eso?
— Porque me dio la gana.
— Vamos a ver si eres hombre–dijo el Jaguar incorporándose.
VII El teniente Gamboa salió de la oficina del coronel, hizo una venia al civil, aguardó unos instantes el ascensor y como tardaba se dirigió hacia la escalera: bajó las gradas de dos en dos. En el patio, comprobó que la mañana había aclarado: el cielo lucía limpio, en el horizonte se divisaban unas nubes blancas, inmóviles sobre la superficie del mar que destellaba. Fue a paso rápido hasta las cuadras del quinto año y entró a la secretaría. El capitán Garrido estaba en su escritorio, crispado como un puerco espín.
Gamboa lo saludó desde la puerta.
— ¿Y? — dijo el capitán, incorporándose de un salto.
— El coronel me encarga decirle que borre del registro el parte que pasé, mi capitán.
El rostro del capitán se relajó y sus ojos, hasta entonces desabridos, sonrieron con alivio.
— Claro–dijo, dando un golpe en la mesa-. Ni siquiera lo inscribí en el registro. Ya sabía. ¿Qué pasó, Gamboa?
— El cadete retira la denuncia, mi capitán. El coronel ha roto el parte. El asunto debe ser olvidado; quiero decir lo del presunto asesinato, mi capitán. Respecto a lo otro, el coronel ordena que se ajuste la disciplina.
— ¿Más? — dijo el capitán, riendo abiertamente-. Venga, Gamboa. Mire.
Le extendió un alto de papeles repletos de cifras y de nombres.
— ¿Ve usted? En tres días, más papeletas que en todo el mes pasado. Sesenta consignados, casi la tercera parte del año, fíjese bien. El coronel puede estar tranquilo, vamos a poner en vereda a todo el mundo. En cuanto a los exámenes, ya se tomaron las precauciones debidas. Los guardaré yo mismo en mi cuarto, hasta el momento de la prueba; que vengan a buscarlos si se atreven. He doblado los imaginarias y las rondas. Los suboficiales pedirán parte cada hora. Habrá revista de prendas dos veces por semana y lo mismo de armamento ¿Cree que van a seguir haciendo gracias?
— Espero que no, mi capitán.
— ¿Quién tenia razón? — preguntó el capitán, a boca de jarro, con una expresión de triunfo-. ¿Usted o yo?
— Era mi obligación — dijo Gamboa.
— Usted tiene un empacho de reglamentos–dijo el capitán-. No lo critico, Gamboa, pero en la vida hay que ser práctico. A veces, es preferible olvidarse del reglamento y valerse solo del sentido común.
— Yo creo en los reglamentos–dijo Gamboa-. Le voy a confesar una cosa. Me los sé de memoria. Y sepa que no me arrepiento de nada.
— ¿Quiere fumar? — dijo el capitán. Gamboa acepto un cigarrillo. El capitán fumaba tabaco negro importado, que al arder despedía un humo denso y fétido. El teniente acarició un momento el cigarrillo ovalado antes de llevárselo a la boca.
— Todos creemos en el reglamento–dijo el capitán-. Pero hay que saber interpretarlo. Los militares debemos ser, ante todo, realistas, tenemos que actuar de acuerdo con las circunstancias. No hay que forzar las cosas para que coincidan con las leyes, Gamboa, sino al revés, adaptar las leyes a las cosas. — La mano del capitán Garrido revoloteó en el aire, inspirada: — Si no, la vida seria imposible. La terquedad es un mal aliado. ¿Que va a ganar habiendo sacado la cara por ese cadete? Nada, absolutamente nada, salvo perjudicarse. Si me hubiera hecho caso, el resultado seria el mismo y se habría ahorrado muchos problemas. No crea que me alegro. Usted sabe que yo lo estimo. Pero el mayor esta furioso y tratará de fregarlo. El coronel también debe estar muy disgustado.
— Bah–dijo Gamboa, con desgano-. ¿Que pueden hacerme? Además, me importa muy poco. Tengo la conciencia limpia.
— Con la conciencia limpia se gana el cielo–dijo el capitán, amablemente-, pero no siempre los galones. En todo caso, yo haré todo lo que esté en mis manos para que esto no lo afecte. Bueno, y ¿qué es de los dos pájaros?
— El coronel ordeno que volvieran a la cuadra.
— Vaya a buscarlos. Déles unos cuantos consejos; que se callen si quieren vivir en paz. No creo que haya problema. Ellos están más interesados que cualquiera en olvidar esta historia. Sin embargo, cuidado con su protegido, que es insolente.
— ¿Mi protegido? — dijo Gamboa-. Hace una semana, ni me había dado cuenta que existía. El teniente salió, sin pedir permiso al capitán. El patio de las cuadras estaba vacío, pero pronto sería mediodía y los cadetes volverían de las aulas como un río que crece, ruge y se desborda y el patio se convertiría en un bullicioso hormiguero. Gamboa sacó la carta que tenía en su cartera, la tuvo unos segundos en la mano y la volvió a guardar, sin abrirla. «Si es hombre, pensó, no será militar.» En la Prevención, el teniente de guardia leía un periódico y los soldados, sentados en la banca, se miraban unos a otros, con ojos vacíos. Al entrar Gamboa, se pusieron de pie, como autómatas.
— Buenos días.
— Buenos días, teniente.
Gamboa tuteaba al teniente joven, pero éste, que había servido a sus órdenes, lo trataba con cierto respeto.
— Vengo por los dos cadetes de quinto.
— Si–dijo el teniente. Sonreía, jovial, pero su rostro revelaba el cansancio de la guardia nocturna-.
Justamente, uno de ellos quería irse, pero le faltaba la orden. ¿Los traigo? Están en el calabozo de la derecha.
— ¿Juntos? — preguntó Gamboa.
— Si. Necesitaba el calabozo del estadio. Hay varios soldados castigados. ¿Debían estar separados?
Dame la llave. Voy a hablar con ellos.
Gamboa abrió despacio la puerta de la celda, pero entró de un salto, como un domador a la jaula de las fieras. Vio dos pares de piernas, balanceándose en el cono luminoso que atravesaba la ventana, y escucho los resuellos desmedidos de los dos cadetes; sus ojos no se acostumbraban a la penumbra, apenas podía distinguir sus siluetas y el contorno de sus rostros. Dio un paso hacia ellos y gritó:
— ¡Atención!
Los dos se pusieron de pie, sin prisa.
— Cuando entra un superior–dijo Gamboa-, los subordinados se cuadran. ¿Lo han olvidado? Tienen seis puntos cada uno. ¡Saque la mano de su cara y cuádrese, cadete!
— No puede, mi teniente–dijo el Jaguar.
Alberto retiró su mano, pero inmediatamente volvió a apoyar la palma en la mejilla. Gamboa lo empujó con suavidad hacia la luz. El po7mulo estaba muy hinchado y en la nariz y en la boca había sangre coagulada.
— Saque la mano–dijo Gamboa–Déjeme ver.
Alberto bajó la mano y su boca se contrajo. Una gran redondela violácea encerraba el ojo, y el párpado, caído, era una superficie rugosa y como chamuscada. Gamboa vio también que la camisa comando tenía manchas de sangre. Los cabellos de Alberto estaban apelmazados por el sudor y el polvo.
— Acérquese.
El Jaguar obedeció. La pelea había dejado pocas huellas en su rostro, pero las aletas de su nariz temblaban y un bozal de saliva seca rodeaba sus labios.
— Vayan a la enfermería–dijo Gamboa. Y después los espero en mi cuarto. Tengo que hablar con los dos.
Alberto y el Jaguar salieron. Al oír sus pasos, el teniente de guardia se volvió. La sonrisa que vagaba en su rostro se transformó en una expresión de asombro.
— ¡Alto ahí! — gritó, desconcertado- ¿Qué pasa? No se muevan.
Los soldados se habían adelantado hacia los cadetes y los miraban con insistencia.
— Déjalos–dijo Gamboa. Y volviéndose hacia los cadetes les ordenó: — Vayan.
Alberto y el Jaguar abandonaron la Prevención. Los tenientes y los soldados los vieron alejarse en la limpia mañana, caminando hombro a hombro, sus cabezas inmóviles: no se hablaban ni miraban.
— Le ha destrozado la cara–dijo el teniente joven–No comprendo.
— ¿No sentiste nada? — preguntó Gamboa.
— No–repuso el teniente, confuso–Y no me he movido de aquí. — Se dirigió a los soldados- ¿Oyeron algo, ustedes?
Las cuatro cabezas oscuras negaron.
— Pelearon sin hacer ruido–dijo el teniente; consideraba lo ocurrido sin sorpresa ya, con cierto entusiasmo deportivo–Yo los habría puesto en su sitio. Qué manera de darse, qué tal par de gallitos. Va a pasar un buen tiempo antes de que se le componga esa cara. ¿Por qué pelearon?
— Tonterías–dijo Gamboa–Nada grave.
— ¿Cómo se aguantó ése, sin gritar? — dijo el teniente–Lo han desfigurado. Habría que meter al rubio en el equipo de box del colegio. ¿0 ya está?
— No–dijo Gamboa–Creo que no. Pero tienes razón. Habría que meterlo.
Ese día estuve caminando por las charcas y en una de ellas, una mujer me dio pan y un poco de leche. Al anochecer, dormí de nuevo en una zanja, cerca de la avenida Progreso. Esta vez me quedé dormido de veras y sólo abrí los ojos cuanto el sol estaba alto. No había nadie cerca, pero oía pasar los autos de la avenida. Tenía mucha hambre, dolor de cabeza y escalofríos, como antes de la gripe. Fui hasta Lima, caminando, y a eso de las doce llegué a Alfonso Ugarte. Teresa no salió entre las chicas del colegio. Estuve dando vueltas por el centro, en lugares donde había mucha gente, la Plaza San Martín, el jirón de la Unión, la avenida Grau. En la tarde llegué al Parque de la Reserva, cansado y muerto de fatiga. El agua de los caños del parque me hizo vomitar. Me eché en el pasto y, al poco rato, vi acercarse a un cachaco que me hizo una señal desde lejos. Escapé a toda carrera y él no me persiguió. Ya era de noche cuando llegué a la casa de mi padrino, en la avenida Francisco Pizarro. Tenía la cabeza que iba a reventar y me temblaba todo el cuerpo. No era invierno y dije: «ya estoy enfermo». Antes de tocar, pensé: «va a salir la mujer y lo negará. Entonces iré a la comisaría. Al menos me darán de comer». Pero no salió ella sino mi padrino. Me abrió la puerta y se quedó mirándome sin reconocerme. Y sólo hacia dos años que no me veía. Le dije mi nombre. Él tapaba la puerta con su cuerpo; adentro había luz y yo veía su cabeza, redonda y pelada. "¿Tú?, me dijo. No puede ser, ahijado, creí que también te habías muerto.» Me hizo pasar y adentro me preguntó: "¿qué tienes, muchacho, qué te pasa?». Yo le dije:”sabe, padrino, perdóneme, pero hace dos días que no como». Me cogió del brazo y llamó a su mujer. Me dieron sopa, un bistec con frejoles y un dulce. Después, los dos me hicieron muchas preguntas. Les conté una historia: «me escapé de mi casa para ir a trabajar a la selva con un tipo y estuve allí dos años, en una plantación de café, y después el dueño me echó porque le iba mal y he llegado a Lima sin un centavo». Después les pregunté por mi madre y él me contó que se había muerto hacía seis meses, de un ataque al corazón. «Yo pagué el entierro, me dijo. No te preocupes. Estuvo bastante bien.» Y añadió: «por lo pronto, esta noche dormirás en el patio del fondo. Mañana ya veremos qué se puede hacer contigo». La mujer me dio una frazada y un cojín. Al día siguiente, mi padrino me llevó a su bodega y me puso a despachar en el mostrador. Sólo éramos él y yo. No me pagaba nada, pero tenía casa y comida, y me trataban bien, aunque me hacían trabajar duro y parejo. Me levantaba antes de las seis y tenía que barrer toda la casa, preparar el desayuno y llevárselo a la cama. Iba a hacer las compras al mercado con una lista que me daba la mujer y después a la bodega; ahí me quedaba todo el día, despachando. Al principio, mi padrino estaba también en la bodega todo el tiempo, pero después me dejaba solo y en las noches me pedía cuentas. Al regresar a casa les hacía la comida–ella me enseñó a cocinar–y después me iba a dormir. No pensaba en irme, a pesar de que estaba harto de la falta de plata. Tenía que robar a los clientes en las cuentas, subiéndoles el precio o dándoles menos vuelto, para comprar cajetillas de Nacional que fumaba a escondidas. Además, me hubiera gustado salir alguna vez, adonde fuera, pero el miedo a la Policía me frenaba. Después mejoraron las cosas. Mi padrino tuvo que irse de viaje a la sierra, y se llevó a su hija. Yo, cuando supe que iba a viajar, tuve miedo, me acordé que su mujer me detestaba. Sin embargo, desde que vivía con ellos no se metía conmigo, sólo me dirigía la palabra para mandarme hacer algo. Desde el mismo día que mi padrino se fue, ella cambió. Era amable conmigo, me contaba cosas, se reía, y en las noches cuando iba a la bodega y yo comenzaba a hacerle las cuentas, me decía: «deja, ya sé que no eres ningún ladrón». Una noche se presentó en la bodega antes de las nueve. Parecía muy nerviosa. Apenas la vi entrar me di cuenta de sus intenciones. Traía todos los gestos, las risitas y las miradas de las putas de los burdeles del Callao, cuando estaban borrachas y con ganas. Me dio gusto. Me acordé de las veces que me había largado cuando iba a buscar a mi padrino y pensé «ha llegado la hora de la venganza». Ella era fea, gorda y más alta que yo. Me dijo: «oye, cierra la bodega y vámonos al cine. Te invito». Fuimos a un cine del centro, porque ella decía que daban una película muy buena, pero yo sabía que tenía miedo de que la vieran conmigo en el barrio, pues mi padrino tenía fama de celoso. En el cine, como era una película de terror, se hacía la asustada, me cogía las manos y se me pegaba, me tocaba con su rodilla. A veces, como al descuido, ponía su mano sobre mi pierna y la dejaba ahí. Yo tenía ganas de reírme. Me hacía el tonto y no respondía a sus avances. Debía estar furiosa. Después del cine regresamos a pie y ella empezó a hablarme de mujeres, me contó historias cochinas, aunque sin decir malas palabras y después me preguntó si yo había tenido amores. Le dije que no y ella me repuso: «mentiroso. Todos los hombres son iguales». Se esforzaba para que yo viera que me trataba como a un hombre. Me daban ganas de decirle: «se parece usted a una puta del Happy Land que se llama Etna». En la casa yo le pregunté si quería que le preparara la comida y ella me dijo: «no. Más bien, vamos a alegrarnos. En esta casa uno nunca se alegra. Abre una botella de cerveza». Y empezó a hablarme mal de mi padrino. Lo odiaba: era un avaro, un viejo imbécil, no sé cuántas cosas más. Hizo que me tomara solo toda la botella. Quería emborracharme a ver si así le hacía caso. Después prendió la radio y me dijo: «te voy a enseñar a bailar». Me apretaba con todas sus fuerzas y yo la dejaba, pero seguía haciéndome el tonto. Al fin me dijo:” ¿nunca te ha besado una mujer? — . Le dije que no. "¿Quieres ver cómo es?» Me agarró y comenzó a besarme en la boca. Estaba desatada, me metía su lengua hedionda hasta las amígdalas y me pellizcaba. Después me jaló de la mano hasta su cuarto y se desvistió. Desnuda, ya no parecía tan fea, todavía tenía el cuerpo duro. Estaba avergonzada porque yo la miraba sin acercarme y apagó la luz. Me hizo dormir con ella todos los días que estuvo ausente mi padrino. «Te quiero, me decía, me haces muy feliz. — Y se pasaba el día hablándome mal de su marido. Me regalaba plata, me compró ropa e hizo que me llevaran con ellos al cine todas las semanas. En la oscuridad me agarraba la mano sin que notara mi padrino. Cuando yo le dije que quería entrar al Colegio Militar Leoncio Prado y que convenciera a su marido para que me pagara la matrícula, casi se vuelve loca. Se jalaba los pelos y me decía ingrato y malagradecido. La amenacé con escaparme y entonces aceptó. Una mañana mi padrino me dijo: "¿sabes muchacho? Hemos decidido hacer de ti un hombre de provecho. Te voy a inscribir como candidato al Colegio Militar».
— No se mueva aunque le arda–dijo el enfermero-. Porque si le entra al ojo, va a ver a judas calato. Alberto vio venir hacia su rostro la gasa empapada en una sustancia ocre y apretó los dientes. Un dolor animal lo recorrió como un estremecimiento: abrió la boca y chilló. Después, el dolor quedó localizado en su rostro. Con el ojo sano, veía por encima del hombro del enfermero, al Jaguar: lo miraba indiferente, desde una silla, al otro extremo de la habitación. Su nariz absorbía un olor a alcohol y yodo que lo mareaba. Sintió ganas de arrojar. La enfermería era blanca y el piso de losetas devolvía hacia el techo. La luz azul de los tubos de neón. El enfermero había retirado la gasa y empapaba otra, silbando entre dientes. ¿Sería tan doloroso también esta vez? Cuando recibía los golpes del Jaguar en el suelo del calabozo, donde se revolcaba en silencio, no había sentido dolor alguno, sólo humillación. Porque a los pocos minutos de comenzar, se sintió vencido: sus puños y sus pies apenas tocaban al Jaguar, forcejeaba con él y al momento debía soltar el cuerpo duro y asombrosamente huidizo que atacaba y retrocedía, siempre presente e inasible, próximo y ausente. Lo peor eran los cabezazos, él levantaba los codos, golpeaba con las rodillas, se encogía; inútil: la cabeza del Jaguar caía como un bólido contra sus brazos, los separaba, se abría camino hasta su rostro y él, confusamente, pensaba en un martillo, en un yunque. Y así se había desplomado la primera vez, para darse un respiro. Pero el Jaguar no esperó que se levantara, ni se detuvo a comprobar si ya había ganado: se dejó caer sobre él y continuó golpeándolo con sus puños infatigables hasta que Alberto consiguió incorporarse y huir a otro rincón del calabozo.
Segundos más tarde había caído al suelo otra vez, el Jaguar cabalgaba nuevamente encima suyo y sus
puños se abatían sobre su cuerpo hasta que Alberto perdía la memoria. Cuando abrió los ojos estaba sentado en la cama, al lado del Jaguar y escuchaba su monótono resuello. La realidad volvía a ordenarse a partir del momento en que la voz de Gamboa retumbó en la celda.
— Ya está–dijo el enfermero–Ahora hay que esperar que seque. Después lo vendo. Estése quieto, no se toque con sus manos inmundas.
Siempre silbando entre dientes, el enfermero salió del cuarto. El Jaguar y Alberto se miraron. Se sentía curiosamente sosegado; el ardor había desaparecido y también la cólera. Sin embargo, trató de hablar con tono injurioso:
— ¿Qué me miras?
— Eres un soplón–dijo el Jaguar. Sus ojos claros observaban a Alberto sin ningún sentimiento–Lo más asqueroso que puede ser un hombre. No hay nada más bajo y repugnante. ¡Un soplón! Me das vómitos.
— Algún día me vengaré–dijo Alberto- ¿Te sientes muy fuerte, no? Te juró que vendrás a arrastrarte a mis pies. ¿Sabes qué cosa eres tú? Un maleante. Tu lugar es la cárcel.
— Los soplones como tú–prosiguió el Jaguar, sin prestar atención a lo que decía Alberto-, deberían no haber nacido. Puede ser que me frieguen por tu culpa. Pero yo diré quién eres a toda la sección, a todo el colegio. Deberías estar muerto de vergüenza después de lo que has hecho.
— No tengo vergüenza–dijo Alberto–Y cuando salga del colegid, iré a decirle a la Policía que eres un asesino.
— Estás loco–dijo el Jaguar, sin exaltarse–Sabes muy bien que no he matado a nadie. Todos saben que el Esclavo se mató por accidente. Sabes muy bien todo eso, soplón.
— Estás muy tranquilo, ¿no? Porque el coronel, y el capitán y todos aquí son tus iguales, tus cómplices, una banda de desgraciados. No quieren que se hable del asunto. Pero yo diré a todo el mundo que tú mataste al Esclavo.
La puerta del cuarto se abrió. El enfermero traía en las manos una venda nueva y un rollo de esparadrapo. Vendó a Alberto todo el rostro; sólo quedó al descubierto un ojo y la boca. El Jaguar se rió.
— ¿Qué le pasa? — dijo el enfermero-. ¿De qué se ríe?
— De nada–dijo el Jaguar.
— ¿De nada? Sólo los enfermos mentales se ríen solos, ¿sabes?
— ¿De veras? — dijo el Jaguar–No sabía.
— Ya está–dijo el enfermero a Alberto-. Ahora venga usted.
El Jaguar se instaló en la silla que había ocupado Alberto. El enfermero, silbando con más entusiasmo, empapó un algodón con yodo. El Jaguar tenía apenas unos rasguños en la frente y una ligera hinchazón en el cuello. El enfermero comenzó a limpiarle el rostro con sumo cuidado. Silbaba ahora furiosamente.
— iMierda! — gritó el Jaguar, empujando al enfermero con las dos mano s» ¡Indio bruto! ¡Animal!
Alberto y el enfermero se rieron.
— Lo has hecho a propósito–dijo el Jaguar, tapándose un ojo-. Maricón.
— Para qué se mueve–dijo el enfermero, aproximándose–Ya le dije que si entra al ojo, arde horrores. — Lo obligó a alzar el rostro–Saque su mano. Para que entre el aire; así ya no arde.
El Jaguar retiró la mano. Tenía el ojo enrojecido y lleno de lágrimas. El enfermero lo curó suavemente.
Había dejado de silbar pero la punta de su lengua asomaba entre los labios, como una culebrita rosada.
Después de echarle mercurio cromo, le puso unas tiras de venda. Se limpió las manos y dijo:
— Ya está. Ahora firmen ese papel.
Alberto y el Jaguar firmaron el libro de partes y salieron. La mañana estaba aún más clara y, a no ser por la brisa que corría sobre el descampado, se hubiera dicho que el verano había llegado definitivamente. El cielo, despejado, parecía muy hondo. Caminaban por la pista de desfile. Todo estaba desierto, pero al pasar frente al comedor, sintieron las voces de los cadetes y música de vals criollo. En el edificio de los oficiales encontraron al teniente Huarina.
— Alto–dijo el oficial- ¿Qué es esto?
— Nos caímos, mi teniente–dijo Alberto.
— Con esas caras tienen un mes adentro, cuando menos.
Continuaron avanzando hacia las cuadras, sin hablar. La puerta del cuarto de Gamboa estaba abierta, pero no entraron. Permanecieron ante el umbral, mirándose.
— ¿Qué esperas para tocar? — dijo el Jaguar, finalmente Gamboa es tu compinche.
Alberto tocó, una vez.
— Pasen–dijo Gamboa.
El teniente estaba sentado y tenía en sus manos una carta que guardó con precipitación al verlos. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la cerró. Con un ademán brusco, les señaló la cama:
— Siéntense.
Alberto y el Jaguar se sentaron al borde. Gamboa arrastró su silla y la colocó frente a ellos; estaba sentado a la inversa, apoyaba los brazos en el espaldar. Tenía el rostro húmedo, como si acabara de lavarse; sus ojos parecían fatigados, sus zapatos estaban sucios y tenía la camisa desabotonada. Con una de sus manos apoyada en la m5jilla y la otra tamborileando en su rodilla, los miró detenidamente.
— Bueno–dijo, después de un momento, con un gesto de impaciencia–Ya saben de qué se trata. Supongo que no necesito decirles lo que tienen que hacer.
Parecía cansado y harto: su mirada era opaca y su voz resignada.
— No sé nada, mi teniente–dijo el Jaguar–No sé nada más que lo que usted me dijo ayer.
El teniente interrogó con los ojos a Alberto.
— No le he dicho nada, mi teniente.
Gamboa se puso de pie. Era evidente que se sentía incómodo, que la entrevista lo disgustaba.
— El cadete Fernández presentó una denuncia contra usted, ya sabe sobre qué. Las autoridades estiman que la acusación carece de fundamento. — Hablaba con lentitud, buscando fórmulas impersonales y economizando palabras; por momentos su boca se contraía en un rictus que prolongaba sus labios en dos pequeños surcos–No debe hablarse más de este asunto, ni aquí ni, por supuesto, afuera. Se trata de algo perjudicial y enojoso para el colegio. Puesto que el asunto ha terminado, ustedes se incorporan desde ahora a su sección y guardarán la discreción más absoluta. La menor imprudencia será castigada severamente. El coronel en persona me encarga advertirles que las consecuencias de cualquier indiscreción caerán sobre ustedes.
El Jaguar había escuchado a Gamboa con la cabeza baja. Pero cuando el oficial se calló, levantó los ojos hacia él.
— ¿Ve usted, mi teniente? Yo se lo dije. Era una calumnia de este soplón. — Y señaló a Alberto con desprecio.
— No era una calumnia–dijo Alberto–Eres un asesino.
— Silencio–dijo Gamboa- ¡Silencio, mierdas!
Automáticamente, Alberto y el Jaguar se incorporaron.
— Cadete Fernández–dijo Gamboa–Hace dos horas, delante de mí, retiró usted todas las acusaciones contra su compañero. No puede volver a hablar de ese asunto, bajo pena de un gravísimo castigo. Que yo mismo me encargaré de aplicar. Me parece que le he hablado claro.
— Mi teniente–balbuceó Alberto–Delante del coronel, yo no sabía, mejor dicho no podía hacer otra cosa.
No me daba chance para nada. Además…
— Además–lo interrumpió Gamboa-, usted no puede acusar a nadie, no puede ser juez de nadie. Si yo fuera director del colegio, ya estaría en la calle. Y espero que en el futuro suprima ese negocio de los papeluchos pornográficos si quiere terminar el año en paz.
— Sí, mi teniente. Pero eso no tiene nada que ver. Yo…
— Usted se ha retractado ante el coronel. No vuelva a abrir la boca. — Gamboa se volvió hacia el Jaguar–En cuanto a usted, es posible que–no tenga nada que ver con la muerte del cadete Arana, Pero sus faltas son muy graves. Le aseguro que no volverá a reírse de los oficiales. Yo lo tomaré a mi cargo. Ahora retírense y no olviden lo que les he dicho.
Alberto y el Jaguar salieron. Gamboa cerró la puerta, tras ellos. Desde el pasillo, escuchaban a lo lejos las
voces y la música del comedor; una marinera había sucedido al vals. Bajaron hasta la pista de desfile. Ya no había viento; la hierba del descampado estaba inmóvil y erecta. Avanzaron hacia la cuadra, despacio.
— Los oficiales son unas mierdas–dijo Alberto, sin mirar al Jaguar–Todos, hasta Gamboa. Yo creí que él era distinto.
— ¿Descubrieron lo de las novelitas? — dijo el Jaguar.
— Sí.
— Te has fregado.
— No–dijo Alberto–Me hicieron un chantaje. Yo retiro la acusación contra ti y se olvidan de las novelitas.
Eso es lo que me dio a entender el coronel. Parece mentira que sean tan bajos.
El Jaguar se rió.
— ¿Estás loco? — dijo- ¿Desde cuándo me defienden los oficiales?
— A ti no. Se defienden ellos. No quieren tener problemas.
Son unos rosquetes. Les importa un comino que se muriera el Esclavo.
— Eso es verdad–asintió el Jaguar–Dicen que no dejaron que lo viera su familia cuando estaba en la enfermería. ¿Te das cuenta? Estar muriéndose y sólo ver a tenientes y a médicos. Son unos desgraciados.
— A ti tampoco te importa su muerte–dijo Alberto–Sólo querías vengarte de él porque delató a Cava.
— ¿Qué? — dijo el Jaguar, deteniéndose y mirando a Alberto a los ojos- ¿Qué cosa?
— ¿Qué cosa qué?
— ¿El Esclavo denunció al serrano Cava? — Bajo las vendas, las pupilas del Jaguar centelleaban.
— No seas mierda–dijo Alberto» No disimules.
— No disimulo, maldita sea. No sabía que denunció a Cava. Bien hecho que esté muerto. Todos los soplones deberían morirse.
Alberto, a través de su único ojo, lo veía mal y no podía medir la distancia. Estiró la mano para cogerlo del pecho pero sólo encontró el vacío.
— Jura que no sabías que el Esclavo denunció a Cava. Jura por tu madre. Di que se muera mi madre si lo sabía. Jura.
— Mi madre ya se murió–dijo el Jaguar–Pero no sabía.
— Jura si eres hombre.
— Juro que «no sabía.
— Creí que sabías y que por eso lo habías matado–dijo Alberto-. Si de veras no sabías, me equivoqué.
Discúlpame, Jaguar.
— Tarde para lamentarse–dijo el Jaguar–Pero procura no ser soplón nunca más. Es lo más bajo que hay.
VIII Entraron después del almuerzo como una inundación. Alberto los sintió aproximarse: invadían el descampado con un rumor de hierbas pisoteadas, repiqueteaban como frenéticos tambores en la pista de desfile, bruscamente en el patio del año estallaba un incendio de ruidos, centenares de botines despavoridos martillaban contra el pavimento. De pronto, cuando el sonido había llegado al paroxismo, las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par y en el umbral de la cuadra surgieron cuerpos y rostros conocidos. Escuchó que varias voces nombraban instantáneamente a él y al Jaguar. La marea de cadetes penetraba en la cuadra y se escindía en dos olas apresuradas que corrían, una hacia él y la otra hacia el fondo, donde estaba el Jaguar. Vallano iba a la cabeza del grupo de cadetes que se le acercaba, todos hacían gestos y la curiosidad relampagueaba en sus ojos: él se sentía electrizado ante tantas miradas y preguntas simultáneas. Por un segundo, tuvo la impresión que iban a lincharlo. Trató de sonreír pero era en vano: no podían notarlo, la venda le cubría casi toda la cara. Le decían: «drácula», «monstruo», «Franquestein»,”Rita Hayworth». Después fue una andanada de preguntas. Él simuló una voz ronca y dificultosa, como si la venda lo sofocara. «He tenido un accidente, murmuró. Sólo esta mañana he salido de la clínica.» «Fijo que vas a quedar más feo de lo que eras», le decía Vallano, amistosamente; otros profetizaban: «perderás un ojo, en vez de poeta te diremos tuerto». No le pedían explicaciones, nadie reclamaba pormenores del accidente, se había entablado un tácito torneo, todos rivalizaban en buscar apodos, burlas plásticas y feroces. «Me atropelló un automóvil, dijo Alberto. Me lanzó de bruces al suelo en la Avenida 2 de Mayo.» Pero ya el grupo que lo rodeaba se movía, algunos se iban a sus camas, otros se acercaban y reían a carcajadas de su vendaje. Súbitamente, alguien gritó: «apuesto que todo eso es mentira. El Jaguar y el poeta se han trompeado». Una risa estentórea estremeció la cuadra. Alberto pensó con gratitud en el enfermero: la venda que ocultaba su rostro era un aliado, nadie podía leer la verdad en sus facciones. Estaba sentado en su cama. Su único ojo dominaba a Vallano, parado frente a él, a Arróspide y a Montes. Los veía a través de una niebla. Pero adivinaba a los otros, oía las voces que bromeaban sobre él y el Jaguar, sin convicción pero con mucho humor. "¿Qué le has hecho al poeta, Jaguar?», decía uno. Otro, le preguntaba: — "¿poeta, así que peleas con las uñas, como las mujeres?». Alberto trataba ahora de distinguir, en el ruido, la voz del Jaguar, pero no lo lograba.
Tampoco podía verlo: los roperos, las varillas de las literas, los cuerpos de sus compañeros bloqueaban el
camino. Las bromas seguían; destacaba la voz de Vallano, un veneno silbante y pérfido; el negro estaba inspirado, despedía chorros de mordacidad y humor.
De pronto, la voz del Jaguar dominó la cuadra: " ¡basta! No frieguen». De inmediato, el vocerío decayó, sólo se oían risitas burlonas y disimuladas, tímidas. A través de su único Ojo–el párpado se abría y cerraba vertiginosamente-, Alberto descubrió un cuerpo que se desplazaba junto a la litera de Vallano, apoyaba los brazos en la litera superior y hacía flexión: fácilmente el busto, las caderas, las piernas se elevaban, el cuerpo se encaramaba ahora sobre el ropero y desaparecía de su vista; sólo podía ver los pies largos y las medias azules caídas en desorden sobre los botines color chocolate, como la madera del ropero. Los otros no habían notado nada aún, las risitas continuaban, huidizas, emboscadas. Al escuchar las palabras atronadoras de Arróspide, no pensó que ocurría algo excepcional, pero su cuerpo había comprendido: estaba tenso, el hombro se aplastaba contra la pared hasta hacerse daño. Arróspide repitió, en un alarido: "¡alto, Jaguar! Nada de gritos, Jaguar. Un momento». Había un silencio completo, ahora, toda la sección había vuelto la vista hacia el brigadier, pero Alberto no podía mirarlo a los ojos: las vendas le impedían levantar la cabeza, su ojo de cíclope veía los dos botines inmóviles, la oscuridad interior de sus párpados, de nuevo los botines. Y Arróspide repitió aún, varias veces, exasperado: "¡alto ahí, Jaguar! Un momento, Jaguar». Alberto escuchó un roce de cuerpos: los cadetes que estaban tendidos en sus camas se incorporaban, alargaban el cuello hacia el ropero de Vallano.
— ¿Qué pasa? — dijo, finalmente, el Jaguar- ¿Qué hay Arróspide, qué tienes?
Inmóvil en su sitio, Alberto miraba a los cadetes más próximos: sus Ojos eran dos péndulos, se movían de arriba abajo, de un extremo a otro de la cuadra, de Arróspide al Jaguar.
— Vamos a hablar–gritó Arróspide–Tenemos muchas cosas que decirte. Y en primer lugar, nada de gritos.
¿Entendido, Jaguar? En la cuadra han pasado muchas cosas desde que Gamboa te mandó al calabozo.
— No me gusta que me hablen en ese tono–repuso el Jaguar con seguridad, pero a media voz; si los demás cadetes no hubieran permanecido en silencio, sus palabras apenas se hubiesen oído–Si quieres hablar conmigo, mejor te bajas de ese ropero y vienes aquí. Como la gente educada.
No soy gente educada–chilló Arróspide.
«Está furioso, pensó Alberto. Está muerto de furia. No quiere pelear con el Jaguar, sino avergonzarlo delante de todos.»
— Sí eres educado–dijo el Jaguar–Claro que sí. Todos los miraflorinos como tú son educados.
— Ahora estoy hablando como brigadier, Jaguar. No trates de provocar una pelea, no seas cobarde, Jaguar.
Después, todo lo que quieras. Pero ahora vamos a hablar. Aquí han pasado cosas muy raras, ¿me oyes?
Apenas te metieron al calabozo, ¿sabes lo que pasó? Cualquiera te lo puede decir. Los tenientes y los suboficiales se volvieron locos de repente. Vinieron a la cuadra, abrieron los roperos, sacaron los naipes, las botellas, las ganzúas. Nos han llovido papeletas y consignas. Casi toda la sección tiene que esperar un buen tiempo antes de salir a la calle, Jaguar.
— ¿Y? — dijo el Jaguar- ¿Qué tengo que ver yo con eso?
— ¿Todavía preguntas?
— Sí–dijo el Jaguar, tranquilo–Todavía pregunto.
— Tú les dijiste al Boa y al Rulos que si te fregaban, jodías a toda la sección. Y lo has hecho, Jaguar. ¿Sabes lo que eres? Un soplón. Has fregado a todo el inundo. Eres un traidor, un amarillo. En nombre de todos te digo que ni siquiera te mereces que te rompamos la cara. Eres un asco, Jaguar. Ya nadie te tiene miedo.
¿Me has oído?
Alberto se ladeó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás; de este modo pudo verlo: sobre el ropero, Arróspide parecía más alto; tenía el cabello alborotado; los brazos y las piernas, muy largos, acentuaban su flacura. Estaba con los pies separados, los ojos muy abiertos e histéricos y los puños cerrados. ¿Qué esperaba el Jaguar? De nuevo, Alberto percibía a través de una bruma intermitente: el ojo parpadeaba sin tregua.
— Quieres decir que soy un soplón–dijo el Jaguar». ¿No es eso? Di, Arróspide. ¿Eso es lo que quieres decir, que soy un soplón?
— Ya lo he dicho–gritó Arróspide–Y no sólo yo. Todos, toda la cuadra, Jaguar. Eres un soplón.
De inmediato se oyeron pasos atolondrados, alguien corría por el centro de la cuadra, entre los roperos y los cadetes inmóviles y se detenía precisamente en el ángulo que su ojo dominaba. Era el Boa.
— Baja, baja maricón–gritó el Boa–Baja.
Estaba junto al ropero, su cabeza enmarañada vacilaba como un penacho a pocos centímetros de los botines semiocultos por las medias azules.»Ya sé, pensó Alberto. Lo va a coger de los pies y lo va a tirar al suelo.» Pero el–Boa no levantaba las manos, se limitaba a desafiarlo:
— Baja, baja.
— Fuera de aquí, Boa–dijo Arróspide, sin mirarlo–No estoy hablando contigo. Lárgate. No te olvides que tú también dudaste M Jaguar.
— Jaguar–dijo el Boa, mirando a Arróspide con sus ojillos inflamados-. No le creas. Yo dudé un momento pero ya no. Dile que todo eso es mentira y que lo vas a matar. Baja de ahí si eres hombre, Arróspide.
«Es su amigo, pensó Alberto. Yo nunca me atreví a defender así al Esclavo.»
— Eres un soplón, Jaguar–afirmó Arróspide–Te lo vuelvo a decir. Un soplón de porquería.
— Son cosas de él, Jaguar–clamó el Boa–No le creas, Jaguar. Nadie piensa que tú eres un soplón, ni uno solo se atrevería. Dile que es mentira y rómpele la cara.
Alberto se había sentado en la cama, su cabeza tocaba la varilla. El ojo era un ascua, debía tenerlo cerrado casi todo el tiempo; cuando lo abría, los pies de Arróspide y la erizada cabeza del Boa aparecían muy próximos.
— Déjalo, Boa–dijo el Jaguar; su voz era siempre tranquila, lenta–No necesito que nadie me defienda.
— Muchachos–gritó Arróspide–Ustedes lo están viendo. Ha sido él. Ni se atreve a negarlo. Es un soplón y un cobarde. ¿Me oyes, no, Jaguar? He dicho un soplón y un cobarde.
"¿Qué espera?», pensaba Alberto. Hacía unos momentos, bajo la venda, había brotado un dolor que abarcaba ahora todo su rostro. Pero él lo sentía apenas; estaba subyugado y aguardaba, impaciente, que la boca del Jaguar se abriera y lanzara su nombre a la cuadra, como un desperdicio que se echa a los perros, y que todos se volvieran hacia él, asombrados y coléricos. Pero el Jaguar decía ahora, irónico:
— ¿Quién más está con ese miraflorino? No sean cobardes, maldita sea, quiero saber quién más está contra mí.
— Nadie, Jaguar–grito el Boa–No le hagas caso. ¿No ves que es un maldito rosquete?
— Todo–dijo Arróspide–Mírales las caras y te darás cuenta, Jaguar. Todos te desprecian.
— Sólo veo caras de cobardes–dijo el Jaguar–Nada más que eso. Caras de maricones, de miedosos.
«No se atreve, pensó Alberto. Tiene miedo de acusarme.»
— ¡Soplón! — gritó Arróspide- ¡Soplón! ¡Soplón!
— A ver–dijo el Jaguar-. Me enferma lo cobardes que son. ¿Por qué no grita nadie más? No tengan tanto miedo.
— Griten, muchachos–dijo Arróspide–Díganle en su cara lo que es. Díganselo.
«No gritarán, pensó Alberto. Nadie se atreverá.» Arróspide coreaba «soplón, soplón», frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi 1 sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chichayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y súbitamente desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito, «soplón, soplón». Después cerró el ojo, convertido en un absceso ígneo, y ya no vio lo que ocurrió, hasta que el tumulto fue muy grande: los choques, los empujones, estremecían los roperos, las camas rechinaban, las palabrotas alteraban el ritmo y la uniformidad del coro. Y, sin embargo, no había sido el Jaguar quien comenzó. Más tarde supo que fue el Boa: cogió a Arróspide de los pies y lo echó al suelo. Sólo entonces había intervenido el Jaguar, echando a correr de improviso desde el otro extremo de la cuadra y nadie lo contuvo, pero todos repetían el estribillo y lo hacían con más fuerza cuando él los miraba a los ojos. Lo dejaron llegar hasta donde estaban Arróspide y el Boa, revolcándose en el suelo, medio cuerpo sumergido bajo la litera de Montes e, incluso, permanecieron inmóviles cuando el Jaguar, sin inclinarse, comenzó a patear al brigadier, salvajemente, como a un costal de arena. Luego, Alberto recordaba muchas voces, una súbita carrera: los cadetes acudían de todos los rincones hacia el centro de la cuadra. Él se había dejado caer en el lecho, para evitar los golpes, los brazos levantados como un escudo. Desde allí, emboscado en su litera, vio por ráfagas que uno tras otro los cadetes de la sección arremetían contra el Jaguar, un racimo de manos lo arrancaba del sitio, lo separaba de Arróspide y del Boa, lo arrojaba al suelo en el pasadizo y a la vez que el vocerío crecía verticalmente, Alberto distinguía en el amontonamiento de cuerpos, los rostros de Vallano y de Mesa, de Valdivia y Romero y los oía alentarse mutuamente — "¡Denle duro!»,”¡Soplón de porquería!», "¡Hay que sacarle la mugre! — , «Se creía muy valiente, el gran rosquete — y él pensaba: «lo van a matar. Y lo mismo al Boa». Pero no duró mucho rato. Poco después, el silbato resonaba en la cuadra, se oía al suboficial pedir tres últimos por sección y el bullicio y la batalla cesaban como por encanto. Alberto salió corriendo y llegó entre los primeros a la formación. Luego se dio vuelta y trató de localizar a Arróspide, al Jaguar y al Boa, pero no estaban. Alguien dijo: «se han ido al baño. Mejor que no les vean las caras hasta que se laven. Y basta de líos».
El teniente Gamboa salió de su cuarto y se detuvo un instante en el pasillo para limpiarse la frente con el pañuelo. Estaba transpirando. Acababa de terminar una carta a su mujer y ahora iba a la Prevención a entregársela al teniente de servicio para que la despachara con el correo del día. Llegó a la pista de desfile. Casi sin proponérselo, avanzó hacia «La Perlita». Desde el descampado, vio a Paulino abriendo con sus dedos sucios los panes que vendería rellenos de salchicha, en el recreo. ¿Por qué no se había tomado medida alguna contra Paulino, a pesar de haber indicado él en el parte el contrabando de cigarrillos y de licor a que el injerto se dedicaba? ¿Era Paulino el verdadero concesionario de «La Perlita» o un simple biombo? Fastidiado, desechó esos pensamientos. Miró su reloj: dentro de dos horas habría terminado su servicio y quedaría libre por veinticuatro horas. ¿A dónde ir? No le entusiasmaba la idea de encerrarse en la solitaria casa del Barranco; estaría preocupado, aburrido. Podía visitar a alguno de sus parientes, siempre lo recibían con alegría y le reprochaban que no los buscara con frecuencia. En la noche, tal vez fuera a un cine, siempre había films de guerra o de gángsteres en los cinemas de Barranco. Cuando era cadete, todos los domingos él y Rosa iban al cine en matinée y en vermouth y a veces repetían la película. Él se burlaba de la muchacha, que sufría en los melodramas mexicanos y buscaba su mano en la oscuridad, como pidiéndole protección, pero ese contacto súbito lo conmovía y lo exaltaba secretamente. Habían pasado cerca de ocho años. Hasta algunas semanas atrás, nunca había recordado el pasado, ocupaba su tiempo libre en hacer planes para el futuro. Sus objetivos se habían realizado hasta ahora, nadie le había arrebatado el puesto que obtuvo al salir de la Escuela Militar. ¿Por qué, desde que surgieron estos problemas recientes, pensaba, constantemente en su juventud, con cierta amargura? — ¿Qué le sirvo, mi teniente? — dijo Paulino, haciéndole una reverencia. — Una Cola.
El sudor dulce y gaseoso de la bebida le dio náuseas. ¿Valía la pena haber dedicado tantas horas a aprender de memoria esas páginas áridas, haber puesto el mismo empeño en el estudio de los códigos y reglamentos que en los cursos de estrategia, logística y geografía militar? «El orden y la disciplina constituyen la justicia–recitó Gamboa, con una sonrisa ácida en los labios-, y son los instrumentos indispensables de una vida colectiva racional. El orden y la disciplina se obtienen adecuando la realidad a las leyes.» El capitán Montero les obligó a meterse en la cabeza hasta los prólogos del reglamento. Le decían «el leguleyo–porque era un fanático de las citas jurídicas. «Un excelente profesor, pensó Gamboa. Y un gran oficial. ¿Seguirá pudriéndose en la guarnición de Borja?» Al regresar de Chorrillos, Gamboa imitaba los ademanes del capitán Montero. Había sido destacado a Ayacucho y pronto ganó fama de severo. Los oficiales le decían «el Fiscal» y la tropa «el Malote». Se burlaban de su estrictez, pero él sabía que en el fondo lo respetaban con cierta admiración. Su compañía era la más entrenada, la de mejor disciplina. Ni siquiera necesitaba castigar a los soldados; después de un adiestramiento rígido y de unas cuantas advertencias, todo comenzaba a andar sobre ruedas. Imponer la disciplina había sido hasta ahora para Gamboa, tan fácil como obedecerla. Él había creído que en el Colegio Militar sería lo mismo. Ahora dudaba. ¿Cómo confiar ciegamente en la superioridad después de lo ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda, el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir. Recordó que al poco tiempo de ser destinado al Leoncio Prado, tuvo un incidente con un cabo. Era un serrano insolente, que se reía en su cara mientras él lo reprendía. Gamboa le dio una bofetada y el cabo le dijo entre dientes:”si fuera cadete no me hubiera pegado, mi teniente». No era tan torpe ese cabo, después de todo.
Pagó la Cola y regresó a la pista de desfile. Esa mañana había elevado cuatro nuevos partes sobre los robos de exámenes, el hallazgo de las botellas de licor, las timbas en las cuadras y las contras. Teóricamente, más de la mitad de los cadetes de la primera deberían ser llevados ante el Consejo de Oficiales. Todos podían ser severamente sancionados, algunos con la expulsión. Sus partes se referían sólo a la primera sección. Una revista en las otras cuadras sería inútil: los cadetes habían tenido tiempo de sobra para destruir o esconder los naipes y las botellas. En los partes, Gamboa no aludía siquiera a las otras compañías; que se ocuparan de ellas sus oficiales. El capitán Garrido leyó los partes en su delante, con aire distraído. Luego le preguntó:
— ¿Para qué estos partes, Gamboa?
— ¿Para qué, mi capitán? No entiendo.
— El asunto está liquidado. Ya se han tomado todas las disposiciones del caso.
— Está liquidado lo del cadete Fernández, mi capitán. Pero no lo demás.
El capitán hizo un gesto de hastío. Volvió a tomar los partes y los revisó; sus mandíbulas proseguían, incansables, su masticación gratuita y espectacular.
— Lo que digo, Gamboa, es para qué los papeles. Ya me ha presentado un parte oral. ¿Para qué escribir todo esto? Ya está consignada casi toda la primera sección. ¿A dónde quiere usted llegar?
— Si se reúne el Consejo de Oficiales, se exigirán partes escritos, mi capitán.
— Ah–dijo el capitán–No se le quita de la cabeza la idea del Consejo, ya veo. ¿Quiere que sometamos a disciplina a todo el año?
— Yo sólo doy parte de mi compañía, mi capitán. Las otras no me incumben.
— Bueno–dijo el capitán». Ya me dio los partes. Ahora, olvídese del asunto y déjelo a mi cargo. Yo me ocupo de todo.
Gamboa se retiró. Desde ese momento, el abatimiento que lo perseguía, se agravó. Esta vez, estaba resuelto a no ocuparse más de esa historia, a no tomar iniciativa alguna. «Lo que me haría bien esta noche, pensó, es una buena borrachera.» Fue hasta la Prevención y entregó la carta al oficial de guardia.
Le pidió que la despachara certificada. Salió de la Prevención y vio, en la puerta del edificio de la administración, al comandante Altuna. Éste le hizo una seña para que se acercara.
— Hola, Gamboa–le dijo–Venga, lo acompaño.
El comandante había sido siempre muy cordial con Gamboa, aunque sus relaciones eran estrictamente las del servicio. Avanzaron hacia el comedor de oficiales.
— Tengo que darle una mala noticia, Gamboa. — El comandante caminaba con las manos cogidas a la espalda esta es una información privada, entre amigos. ¿Comprende lo que quiero decir, no es verdad?
— Sí, mi comandante.
— El mayor está muy resentido con usted, Gamboa. Y el coronel, también. Hombre, no es para menos.
Pero ése es otro asunto. Le aconsejo que se mueva rápido en el Ministerio. Han pedido su traslado inmediato. Me temo que la cosa esté avanzada, no tiene mucho tiempo. Su foja de servicios lo protege.
Pero en estos casos las influencias son muy útiles, usted ya sabe.
«No le hará ninguna gracia salir de Lima, ahora, pensó Gamboa. En todo caso tendré que dejarla un tiempo aquí, con su familia. Hasta encontrar una casa, una sirvienta.»
— Le agradezco mucho, mi comandante–dijo- ¿No sabe usted a dónde pueden trasladarme?
— No me extrañaría que fuera a alguna guarnición de la selva. O a la puna. A estas alturas del año no se hacen cambios, sólo hay puestos por cubrir en las guarniciones difíciles. Así que no pierda tiempo. Tal vez pueda conseguir una ciudad importante, digamos Arequipa o Trujillo. Ah, y no olvide que esto que le digo es algo confidencial, de amigo a amigo. No quisiera tener inconvenientes.
— No se preocupe, mi comandante–lo interrumpió Gamboa–Y nuevamente, — muchas gracias.
Alberto lo vio salir de la cuadra: el Jaguar atravesó el pasillo, indiferente a las miradas rencorosas o burlonas de los cadetes que, en sus literas, fumaban colillas echando la ceniza en trozos de papel o cajas de fósforos vacías; caminando despacio, sin mirar a nadie pero con los ojos altos, llegó hasta la puerta, la abrió con una mano y luego la cerró con violencia, tras él. Una vez más Alberto se había preguntado, al divisar entre dos roperos el rostro del Jaguar, cómo era posible que esa cara estuviera intacta después de lo ocurrido. Sin embargo, todavía renqueaba ligeramente. El día del incidente, Urioste afirmó en el comedor: «yo soy el que lo ha dejado cojo». Pero a la mañana siguiente, Vallano reivindicaba ese privilegio, y también Núñez, Revilla y hasta el enclenque de García. Discutían a gritos de ese asunto, en la cara del Jaguar, como si hablaran de un ausente. El Boa, en cambio, tenía la boca hinchada y un rasguño profundo y sangriento que se le enroscaba por el cuello. Alberto lo buscó con los ojos: estaba echado en su litera y la Malpapeada, tendida sobre su cuerpo, le lamía el rasguño con su gran lengua rojiza.
«Lo raro, pensó Alberto, es que tampoco le habla al Boa. Me explico que ya no se junte con el Rulos, que ese día se corrió, pero el Boa sacó la cara, se hizo machucar por él. Es un malagradecido.» Además, la sección también parecía haber olvidado la intervención del Boa. Hablaban con él, le hacían bromas como antes, le pasaban las colillas cuando se fumaba en grupo. «Lo raro, pensó Alberto, es que nadie se puso de acuerdo para hacerle hielo. Y ha sido mejor que si se hubieran puesto de acuerdo. «Ese día, Alberto lo había observado desde lejos, durante el recreo. El Jaguar abandonó el patio de las aulas y estuvo caminando por el descampado, con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas. El Boa se le acercó y se puso a caminar a su lado. Sin duda, discutieron: el Boa movía la cabeza y agitaba los puños. Luego se alejó, En el segundo recreo, el Jaguar hizo lo mismo. Esta vez se le acercó el Rulos, pero apenas estuvo a su alcance, el Jaguar le dio un empujón y el Rulos volvió a las aulas, ruborizado. En las clases, los cadetes hablaban, se insultaban, se escupían, se bombardeaban con proyectiles de papel, interrumpían a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos: la vida era otra vez normal. Pero todos sabían que entre ellos había un exiliado. Los brazos cruzados sobre la carpeta, los Ojos azules clavados en el pizarrón, el Jaguar pasaba las horas de clase sin abrir la boca, ni tomar un apunte, ni volver la cabeza hacia un compañero. «Parece que fuera él quien nos hace hielo, pensaba Alberto, él quien estuviera castigando a la sección.» Desde ese día, Alberto esperaba que el Jaguar viniera a pedirle explicaciones, lo obligara a revelar a los demás lo ocurrido. Incluso, había pensado en todo lo que diría a la sección para justificar su denuncia. Pero el Jaguar lo ignoraba, igual que a los otros. Entonces, Alberto supuso que el Jaguar preparaba una venganza ejemplar.
Se levantó y salió de la cuadra. El patio estaba lleno de cadetes. Era la hora ambigua, indecisa, en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Una media sombra destrozaba la perspectiva de las cuadras, respetaba los perfiles de los cadetes envueltos en sus gruesos sacones, pero borraba sus facciones, igualaba en un color ceniza el patio que era gris claro, los muros, la pista de desfile casi blanca y el descampado desierto. La claridad hipócrita falsificaba también el movimiento y el ruido: todos parecían andar más de prisa o más despacio en la luz moribunda y hablar entre dientes, murmurar o chillar y cuando dos cuerpos se juntaban, parecían acariciarse, pelear. Alberto avanzó hacia el descampado, subiéndose el cuello del sacón. No percibía el ruido de las olas, el mar debía estar en calma. Cuando encontraba un cuerpo extendido en la hierba, preguntaba: "¿Jaguar?». No le contestaban o lo insultaban: «no soy el Jaguar pero si buscas un garrote, aquí tengo uno. Camán». Fue hasta el baño de las aulas. En el umbral del recinto sumido en tinieblas–sobre los excusados brillaban algunos puntos rojos–gritó: ¡Jaguar! Nadie respondió, pero comprendió que todos lo miraban: las candelas se habían inmovilizado. Regresó al descampado y se dirigió hacia los excusados vecinos a «La Perlita»: nadie los utilizaba de noche porque pululaban las ratas. Desde la puerta vio un punto luminoso y una silueta. — ¿Jaguar? — ¿Qué hay?
Alberto entró y encendió un fósforo. El Jaguar estaba de pie, se arreglaba la correa; no había nadie más. Arrojó el fósforo carbonizado. — Quiero hablar contigo.
— No tenemos nada que hablar–dijo el Jaguar–Lárgate. — ¿Por qué no les has dicho que fui yo el que los acusó a Gamboa?
El Jaguar rió con su risa despectiva y sin alegría que Alberto no había vuelto a oír desde antes de todo lo ocurrido. En la oscuridad, oyó una carrera de vertiginosos pies minúsculos. «Su risa asusta a las ratas», pensó.
— ¿Crees que todos son como tú? — dijo el Jaguar–Te equivocas. Yo no soy un soplón ni converso con soplones. Sal de aquí.
— ¿Vas a dejar que sigan creyendo que fuiste tú? — Alberto se descubrió hablando con respeto, casi cordialmente-. ¿Por qué?
— Yo les enseñé a ser hombres a todos ésos–dijo el Jaguar- ¿Crees que me importan? Por mí, pueden irse a la mierda todos. No me interesa lo que piensen. Y tú tampoco. Lárgate.
— Jaguar–dijo Alberto-. Te vine a buscar para decirte que siento lo que ha pasado. Lo siento mucho. — ¿Vas a ponerte a llorar? — dijo el Jaguar». Mejor no vuelvas a dirigirme la palabra. Ya te he dicho que no quiero saber nada contigo.
— No te pongas en ese plan–dijo Alberto-. Quiero ser tu amigo. Yo les diré que no fuiste tú, sino yo. Seamos amigos. — No quiero ser tu amigo–dijo el Jaguar–Eres un pobre soplón y me das vómitos. Fuera de aquí.
Esta vez, Alberto obedeció. No volvió a la cuadra. Estuvo tendido en la hierba del descampado, hasta que tocaron el silbato para ir al comedor.
EPILOGO … en cada linaje el deterioro ejerce su dominio Carlos Germán Belli Cuando el teniente Gamboa llegó a la puerta de la secretaría del año, el capitán Garrido colocaba un cuaderno en un armario; estaba de espaldas, la presión de la corbata cubría su cuello de arrugas.
Gamboa dijo «buenos días» y el capitán se volvió.
— Hola, Gamboa–dijo, sonriendo-. ¿Listo para partir?
— Sí, mi capitán-. El teniente entró en la habitación. Vestía el uniforme de salida; se quitó el quepí: un fino surco ceñía su frente, sus sienes y su nuca como un perfecto círculo–Acabo de despedirme del coronel, del comandante y del mayor. Sólo me falta usted.
— ¿Cuándo es el viaje?
— Mañana temprano. Pero todavía tengo muchas cosas que hacer.
— Ya hace calor–dijo el capitán–El verano va a ser fuerte este año, vamos a cocinarnos. — Se rió-. Después de todo, a usted qué le importa. En la puna, verano o invierno es lo mismo.
— Si no le gusta el calor–bromeó Gamboa-, podemos hacer un cambio. Yo me quedo en su lugar y usted se va a Juliaca.
— Ni por todo el oro del mundo–dijo el capitán, tomándolo del brazo–Venga, le invito un trago.
Salieron. En la puerta de una de las cuadras, un cadete con las insignias color púrpura de cuartelero, contaba un alto de prendas.
— ¿Porqué no está en clase ese cadete? — preguntó Gamboa.
— No puede con su genio–dijo el capitán, alegremente ¿Qué le importa ya lo que hagan los cadetes?
— Tiene usted razón. Es casi un vicio.
Entraron a la cantina de oficiales y el capitán pidió una cerveza. Llenó él mismo los vasos. Brindaron.
— No he estado nunca en Puno–dijo el capitán–Pero creo que no está mal. Desde Juliaca se puede ir en tren o en auto. También puede darse sus escapadas a Arequipa, de vez en cuando.
— Sí–dijo Gamboa–Ya me acostumbraré.
— Lo siento mucho por usted–dijo el capitán–Aunque no lo crea, yo lo estimo, Gamboa. Recuerde que se lo advertí. ¿Conoce ese refrán? «Quien con mocosos se acuesta…» Y, además, no olvide en el futuro que en el Ejército se dan lecciones de reglamento a los subordinados, no a los superiores.
— No me gusta que me compadezcan, mi capitán. Yo no me hice militar para tener la vida fácil. La guarnición de Juliaca o el Colegio Militar me da lo mismo.
— Tanto mejor. Bueno, no discutamos. Salud.
Bebieron lo que quedaba de cerveza en los vasos y el capitán volvió a llenarlos. Por la ventana se veía el descampado; la hierba parecía más alta y clara. La vicuña pasó varias veces: corría muy agitada mirando a todos los lados con sus ojos inteligentes.
— Es el calor–dijo el capitán, señalando al animal con el dedo–No se acostumbra. El verano pasado estuvo medio loca.
— Voy a ver muchas vicuñas–dijo Gamboa-. Y a lo mejor aprenderé quechua.
— ¿Hay compañeros suyos en Juliaca?
— Muñoz. El único.
— ¿El burro Muñoz? Es buena gente. ¡Un borracho perdido!
— Quiero pedirle un favor, mi capitán.
— Claro, hombre, diga no más.
— Se trata de un cadete. Necesito hablar con él a solas, en la calle. ¿Puede darle permiso?
— ¿Cuánto tiempo?
— Media hora a lo más.
— Ah–dijo el capitán, con una sonrisa maliciosa–Ajá.
— Es un asunto personal.
— Ya veo. ¿Va usted a pegarle?
— No sé–dijo Gamboa, sonriendo–A lo mejor.
— ¿A Fernández? — dijo el capitán, a media voz-. No vale la pena. Hay una manera mejor de fregarlo. Yo me
encargo de él.
— No es él–dijo Gamboa–El otro. De todos modos, ya no puede hacerle nada.
— ¿Nada? — dijo el capitán, muy serio- ¿Y si pierde el año? ¿Le parece poco?
— Tarde–dijo Gamboa–Ayer terminaron los exámenes.
— Bah–dijo el capitán-, eso es lo de menos. Todavía no están hechas las libretas.
— ¿Está hablando en serio?
El capitán recobró de golpe su buen humor:
— Estoy bromeando, Gamboa–dijo riendo-, no se asuste. No cometeré ninguna injusticia. Llévese al cadete ése y haga con él lo que se le antoje. Pero, eso sí, no le toque la cara; no quiero tener más líos.
— Gracias, mi capitán–Gamboa se puso el quepí–Ahora tengo que irme. Hasta pronto, espero.
Se dieron la mano. Gamboa fue hasta las aulas, habló con un suboficial y regresó hacia la Prevención, donde había dejado su maleta. El teniente de servicio le salió al encuentro.
— Ha llegado un telegrama para ti, Gamboa.
Lo abrió y lo leyó rápidamente. Luego lo guardó en su bolsillo. Se sentó en la banca–los soldados se pusieron de pie y lo dejaron solo–y quedó inmóvil, con la mirada perdida.
— ¿Malas noticias? — le preguntó el oficial de servicio.
— No, no–dijo Gamboa-. Cosas de familia.
El teniente indicó a uno de los soldados que preparara café y preguntó a Gamboa si quería una taza; éste asintió. Un momento después, el Jaguar apareció en la puerta de la Prevención. Gamboa bebió el café de un solo trago y se incorporó.
— El cadete va a salir conmigo un momento–dijo al oficial de guardia–Tiene permiso del capitán.
Cogió su maleta y salió a la avenida Costanera. Caminó por la tierra aplanada, al borde del abismo. El Jaguar lo seguía a unos pasos de distancia. Avanzaron hasta la avenida de las Palmeras. Cuando perdieron de vista el Colegio, Gamboa dejó su maleta en el suelo. Sacó un papel del bolsillo.
— ¿Qué significa este papel? — dijo.
— Ahí está bien claro todo, mi teniente–repuso el Jaguar–No tengo nada más que decir.
— Yo ya no soy oficial del Colegio–dijo Gamboa-. ¿Por qué se ha dirigido a mí? ¿Por qué no se presentó al capitán de año?
— No quiero saber nada con el capitán–dijo el Jaguar. Estaba un poco pálido y sus ojos claros rehuían la mirada de Gamboa. No había nadie por los alrededores. El ruido del mar se oía muy próximo. Gamboa se limpió la frente y echó atrás el quepí: el fino surco apareció bajo la visera, más rojizo y profundo que los otros pliegues de la frente.
— ¿Por qué ha escrito esto? — repitió- ¿Por qué lo ha hecho?
— Eso no le importa–dijo el Jaguar, con voz suave y dócil–Usted lo único que tiene que hacer es llevarme donde el coronel. Y nada más.
— ¿Cree que las cosas se van a arreglar tan fácilmente como la primera vez? — dijo Gamboa-. ¿Eso cree? ¿0 quiere divertirse a mi costa?
— No soy ningún bruto–dijo el Jaguar, e hizo un ademán desdeñoso-. Pero yo no le tengo miedo a nadie, mi teniente, sépalo usted, ni al coronel ni a nadie. Yo los defendí de los de cuarto cuando entraron. Se morían de miedo de que los bautizaran, temblaban como mujeres y yo les enseñé a ser hombres. Y a la primera, se me voltearon. Son, ¿sabe usted qué?, unos infelices, una sarta de traidores, eso son. Todos.
Estoy harto del Colegio, mi teniente.
— Basta de cuentos–dijo Gamboa-. Sea franco. ¿Por qué ha escrito este papel?
— Creen que soy un soplón–dijo el Jaguar-. ¿Ve usted lo que le digo? Ni siquiera trataron de averiguar la verdad, nada, apenas les abrieron los roperos, los malagradecidos me dieron la espalda. ¿Ha visto las paredes de los baños? 'Jaguar, soplón», «Jaguar, amarillo», por todas partes. Y yo lo hice por ellos, eso es lo peor. ¿Qué podía ganar yo? A ver, dígame, mi teniente. Nada, ¿no es cierto? Todo lo hice por la sección. No quiero estar ni un minuto más con ellos. Eran como mi familia, por eso será que ahora me dan más asco todavía.
— No es verdad–dijo Gamboa-; está mintiendo. Si la opinión de sus compañeros le importa tanto, ¿prefiere que sepan que es–un asesino?
— No es que me importe su opinión–dijo el Jaguar sordamente–Es la ingratitud lo que me enferma, nada más.
— ¿Nada más? — dijo Gamboa, con una sonrisa burlona Por última vez, le pido que sea franco. ¿Por qué no les–dijo que fue el cadete Fernández el que los denunció?
Todo el cuerpo del Jaguar pareció replegarse, como sorprendido por una instantánea punzada en las
entrañas.
— Pero el caso de él es distinto–dijo, ronco, articulando con esfuerzo–No es lo mismo, mi teniente. Los otros me traicionaron de pura cobardía. Él quería vengar al Esclavo. Es un soplón y eso siempre da pena en un hombre, pero era por vengar a un amigo, ¿no ve la diferencia, mi teniente?
— Lárguese–dijo Gamboa–No estoy dispuesto a perder más tiempo con usted. No me interesan sus ideas sobre la lealtad y la venganza.
— No puedo dormir–balbuceó el Jaguar-. Ésa es la verdad, mi teniente, le juro por lo más santo. Yo no sabía lo que era vivir aplastado. No se enfurezca y trate de comprenderme, no le estoy pidiendo gran cosa. Todos dicen «Gamboa es el más fregado de los oficiales, pero el único que es justo». ¿Por qué no me escucha lo que le estoy diciendo?
— Sí–dijo Gamboa-. Ahora sí lo escucho. ¿Por qué mató a ese muchacho? ¿Por qué me ha escrito ese papel?
— Porque estaba equivocado sobre los otros, mi teniente; yo quería librarlos de un tipo así. Piense en lo que pasó y verá que cualquiera se engaña. Hizo expulsar a Cava sólo para poder salir a la calle unas horas, no le importó arruinar a un compañero por conseguir un permiso. Eso lo enfermaría a cualquiera.
— ¿Por qué ha cambiado de opinión ahora? — dijo el teniente- ¿Por qué no me contó la verdad cuando lo interrogué?
— No he cambiado de opinión–dijo el Jaguar–Sólo que–vaciló un momento e hizo, como para sí, un signo de asentimiento-, ahora comprendo mejor al Esclavo. Para él no éramos sus compañeros, sino sus enemigos. ¿No le digo que no sabía lo que era vivir aplastado? Todos lo batíamos, es la pura verdad, hasta cansarnos, yo más que otros. No puedo olvidarme de su cara, mi teniente. Le juro que en el fondo no sé cómo lo hice. Yo había pensado pegarle, darle un susto. Pero esa mañana lo vi, ahí al frente, con la cabeza levantada y le apunté. Yo quería vengar a la sección, ¿cómo podía saber que los otros eran peor que él, mi teniente? Creo que lo mejor es que me metan a la cárcel. Todos decían que iba a terminar así, mi madre, usted también. Ya puede darse gusto, mi teniente.
— No puedo acordarme de él–dijo Gamboa y el Jaguar lo miró desconcertado-. Quiero decir, de su vida de cadete. A otros los tengo bien presentes, recuerdo su comportamiento en campaña, su manera de llevar el uniforme. Pero a Arana no. Y ha estado tres años en mi compañía.
— No me dé consejos–dijo el Jaguar, confuso–No me diga nada, le suplico. No me gusta que…
— No estaba hablando con usted–dijo Gamboa». No se preocupe, no pienso darle ningún consejo. Váyase.
Vuelva al Colegio. Sólo tiene permiso por media hora.
— Mi teniente–dijo el Jaguar; quedó un segundo con la boca abierta y repitió: — Mi teniente.
— El caso Arana está liquidado–dijo Gamboa-. El Ejército no quiere saber una palabra más del asunto.
Nada puede hacerlo cambiar de opinión. Más fácil sería resucitar al cadete Arana que convencer al Ejército de que ha cometido un error.
— ¿No me va a llevar donde el coronel? — preguntó el Jaguar-. Ya no lo mandarán a Juliaca, mi teniente. No ponga esa cara, ¿cree que no me doy cuenta que usted se ha fregado por este asunto? Lléveme donde el coronel.
— ¿Sabe usted lo que son los objetivos inútiles? — dijo Gamboa y el Jaguar murmuró: "¿cómo dice?» — Fíjese, cuando un enemigo está sin armas y se ha rendido, un combatiente responsable no puede disparar sobre él. No sólo por razones morales, sino también militares; por economía. Ni en la guerra debe haber muertos inútiles. Usted me entiende, vaya al Colegio y trate en el futuro de que la muerte del cadete Arana sirva para algo.
Rasgó el papel que tenía en la mano y lo arrojó al suelo.
— Váyase–añadió–Ya va a ser la hora de almuerzo.
— ¿Usted no vuelve, mi teniente?
— No–dijo Gamboa-. Quizá nos veamos algún día. Adiós.
Cogió su maleta y se alejó por la avenida de las Palmeras, en dirección a Bellavista. El Jaguar se quedó mirándolo un momento. Luego recogió los papeles que estaban a sus pies. Gamboa los había rasgado por la mitad. Uniéndolos, se podían leer fácilmente. Se sorprendió al ver que había dos pedazos, además de la hoja de cuaderno en la que había escrito: «Teniente Gamboa: yo maté al Esclavo. Puede pasar un parte y llevarme donde el coronel». Las otras dos mitades eran un telegrama: «Hace dos horas nació niña.
Rosa está muy bien. Felicidades. Va carta. Andrés». Rompió los papeles en pedazos minúsculos y los fue dispersando a medida que avanzaba hacia el acantilado. Al pasar por una casa, se detuvo: era una gran mansión, con un vasto jardín exterior. Allí había robado la primera vez. Continuó andando hasta llegar a la Costanera. Miró al mar, a sus pies: estaba menos gris que de costumbre; las olas reventaban en la orilla y morían« casi instantáneamente.
Había una luz blanca y penetrante que parecía brotar de los techos de las casas y elevarse verticalmente hacia el cielo sin nubes. Alberto tenía la sensación de que sus ojos estallarían al encontrar los reflejos, si miraba fijamente una de esas fachadas de ventanales amplios, que absorbían y despedían el sol como esponjas multicolores. Bajo la ligera camisa de seda su cuerpo transpiraba. A cada momento, tenía que limpiarse el rostro con la toalla. La avenida estaba desierta y era extraño: por lo general, a esa hora comenzaba el desfile de automóviles hacia las playas. Miró su reloj: no vio la hora, sus ojos quedaron embelesados por el brillo fascinante de las agujas, la esfera, la corona, la cadena dorada. Era un reloj muy hermoso, de oro puro. La noche anterior, Pluto le había dicho en el Parque Salazar: «parece un reloj cronómetro». Él repuso: " ¡Es un reloj cronómetro! ¿Para qué crees que tiene cuatro agujas y dos coronas? Y además es sumergible y a prueba de golpes». No querían creerle y él se sacó el reloj y le dijo a Marcela: «tíralo al suelo para que vean». Ella no se animaba, emitía unos chillidos breves y destemplados. Pluto, Helena, Emilio, el Bebe, Paco, la urgían. "¿De veras, de veras lo tiro?» «Sí, le decía Alberto; anda, tíralo de una vez.» Cuando lo soltó, todos callaron, siete pares de ojos ávidos anhelaban que el reloj se quebrara en mil pedazos. Pero sólo dio un pequeño rebote y luego Alberto se lo alcanzó: estaba intacto, sin una sola raspadura y andando. Después, él mismo lo sumergió en la fuente enana del Parque para demostrarles que era impermeable. Alberto sonrió. Pensó: «hoy me bañaré con él en la Herradura». Su padre, al regalárselo la noche de Navidad, le había dicho: «por las buenas notas del examen. Al fin comienzas a estar a la altura de tu apellido. Dudo que alguno de tus amigos tenga un reloj así. Podrás darte ínfulas». En efecto, la noche anterior el reloj había sido el tema principal de conversación en el Parque. «Mi padre conoce la vida», pensó Alberto.
Dobló por la avenida Primavera. Se sentía contento, animoso, caminando entre esas mansiones de frondosos jardines, bañado por el resplandor de las aceras; el espectáculo de las enredaderas de sombras y de luces que escalaban los troncos de los árboles o se cimbreaban en las ramas, lo divertía. «El verano es formidable, pensó. Mañana es lunes y para mí será como hoy. Me levantaré a las nueve, vendré a buscar a Marcela e iremos a la playa. En la tarde al cine y en la noche al Parque. Lo mismo el martes, el miércoles, el jueves, todos los días hasta que se termine el verano. Y después ya no tendré que volver al colegio, sino hacer mis maletas. Estoy seguro que Estados Unidos me encantará.» Una vez más, miró el reloj: las nueve y media. Si a esa hora el sol brillaba así, ¿cómo sería a las doce? «Un gran día para la playa», pensó. En la mano derecha, llevaba el traje de baño, enrollado en una toalla verde, de filetes blancos. Pluto había quedado en recogerlo a las diez; estaba adelantado. Antes de entrar al Colegio Militar, siempre llegaba tarde a las reuniones del barrio. Ahora era al contrario, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. ¡Y pensar que había pasado dos veranos encerrado en su casa, sin ver a nadie! Sin embargo, el barrio estaba tan cerca, hubiera podido salir cualquier mañana, llegar a la esquina de Colón y Diego Ferré, recobrar a sus amigos con unas cuantas palabras. «Hola. Este año no pude verlos por el internado. Tengo tres meses de vacaciones que quiero pasar con ustedes, sin pensar en las consignas, en los militares, en las cuadras.» Pero qué importaba el pasado, la mañana desplegaba ahora a su alrededor una realidad luminosa y protectora, los malos recuerdos eran de nieve, el amarillento calor los derretía.
Mentira, el recuerdo del colegio despertaba aún esa inevitable sensación sombría y huraña bajo la cual su espíritu se contraía como una mimosa al contacto de la piel humana. Sólo que el malestar era cada vez más efímero, un pasajero granito de arena en el ojo, ya estaba bien de nuevo. Dos meses atrás, si el Leoncio Prado surgía en su memoria el mal humor duraba, la confusión y el disgusto lo asediaban todo el día. Ahora podía recordar muchas cosas como si se tratara de episodios de película. Pasaba días enteros sin evocar el rostro del Esclavo.
Después de cruzar la avenida Petit Thotiars se detuvo en la segunda casa y silbó. El jardín de la entrada desbordaba de flores, el pasto húmedo relucía. "¡Ya bajo!», gritó una voz de muchacha. Miró a todos lados: no había nadie, Marcela debía estar en la escalera. ¿Lo haría pasar? Alberto tenía la intención de proponerle un paseo hasta las diez. Irían hacia la línea del tranvía, bajo los árboles de la avenida. Podría besarla. Marcela apareció al fondo del jardín: llevaba pantalones y una blusa suelta a rayas negras y granates. Venía hacia él sonriendo y Alberto pensó: «qué bonita es». Sus ojos y sus cabellos oscuros contrastaban con su piel, muy blanca. — Hola–dijo Marcela–Has venido más temprano.
— Si quieres me voy–dijo él. Se sentía dueño de sí mismo. Al principio, sobre todo los días que siguieron a
la fiesta donde se declaró a Marcela, se sentía un poco intimidado en el mundo de su infancia, después del oscuro paréntesis de tres años que lo había arrebatado a las cosas hermosas. Ahora estaba siempre seguro y podía bromear sin descanso, mirar a los otros de igual a igual y, a veces, con cierta superioridad.
— Tonto–dijo ella.
— ¿Vamos a dar una vuelta? Pluto no vendrá antes de media hora.
— Sí–dijo Marcela-. Vamos–se llevó un dedo a la sien. ¿Qué sugería? — Mis papás están durmiendo. Anoche fueron a una fiesta, en Ancón. Llegaron tardísimo. Y yo que regresé del Parque antes de las nueve.
Cuando se hubieron alejado unos metros de la casa, Alberto le cogió la mano.
— ¿Has visto qué sol? — dijo–Está formidable para la playa.
— Tengo que decirte una cosa–dijo Marcela. Alberto la miró: tenía una sonrisa encantadoramente maliciosa y una nariz pequeñita e impertinente. Pensó: «es lindísima»
— ¿Qué cosa?
— Anoche conocí a tu enamorada.
¿Se trataba de una broma? Todavía no estaba plenamente adaptado, a veces alguien hacía una alusión que todos los del barrio comprendían y él se sentía perdido, a ciegas. No podía desquitarse: ¿cómo hacerles a ellos las bromas de las cuadras? Una imagen bochornosa lo asaltó: el Jaguar y Boa escupían sobre el Esclavo, atado a un catre.
— ¿A quién? — dijo, cautelosamente.
— A Teresa–dijo Marcela-. Esa que vive en Lince.
El calor, que había olvidado, se hizo presente de improviso, como algo ofensivo y poderosísimo, aplastante. Se sintió sofocado.
— ¿A Teresa dices?
Marcela se rió:
— ¿Para qué crees que te pregunté dónde vivía? — Hablaba con un dejo triunfal, estaba orgullosa de su hazaña–Pluto me llevó en su auto, después del Parque.
— ¿A su casa? — tartamudeó Alberto.
— Sí–dijo Marcela; sus ojos negros ardían-. ¿Sabes lo que hice? Toqué la puerta y salió ella misma. Le pregunté si vivía ahí la señora Grellot, ¿sabes quién es, no?, mi vecina. — Calló un instante–Tuve tiempo de mirarla.
Él ensayó una sonrisa. Dijo, a media voz,”eres una loca», pero el malestar lo había invadido de nuevo. Se sentía humillado.
— Dime–dijo Marcela, con una voz muy dulce y perversa- ¿Estabas muy enamorado de esa chica?
— No–dijo Alberto-. Claro que no. Era una cosa de colegiales.
— Es una fea–exclamó Marcela, bruscamente irritada-. Una huachafa fea.
A pesar de su confesión, Alberto se sintió complacido. «Está loca por mí, pensó. Se muere de celos.» Dijo:
— Tú sabes que sólo estoy enamorado de ti. No he estado enamorado de nadie como de ti.
Marcela le apretó la mano y él se detuvo. Estiró un brazo para tomarla del hombro y atraerla pero ella resistía: su rostro giraba, los ojos recelosos espiaban el contorno. No había nadie. Alberto sólo rozó sus labios. Siguieron caminando.
— ¿Qué te dijo? — preguntó Alberto.
— ¿Ella? — Marcela se rió con una risa aseada, líquida. Nada. Me dijo que ahí vivía la señora no sé qué. Un nombre rarísimo, ni me acuerdo. Pluto se divertía a morir. Comenzó a decir cosas desde el auto y ella cerró la puerta. Nada más. ¿No la has vuelto a ver, no?
— No–dijo Alberto-. Claro que no.
— Dime. ¿Te paseabas con ella por el Parque Salazar?
— Ni siquiera tuve tiempo. Sólo la vi unas cuantas veces, en su casa o en Lima. Nunca en Miraflores.
— ¿Y por qué peleaste con ella? — preguntó Marcela.
Era inesperado: Alberto abrió la boca pero no dijo nada. ¿Cómo explicar a Marcela algo que él mismo no comprendía del todo? Teresa formaba parte de esos tres años de Colegio Militar, era uno de esos cadáveres que no convenía resucitar.
— Bah–dijo–Cuando salí del Colegio me di cuenta que no me gustaba. No volví a verla.
Habían llegado a la línea del tranvía. Bajaron por la avenida Reducto. Él le pasó el brazo por el hombro:
bajo su mano, latía una piel suave, tibia, que debía ser tocada con prudencia, como si fuera a deshacerse.
¿Por qué había contado a Marcela la historia de Teresa? Todos los del barrio hablaban de sus enamoradas, la misma Marcela había estado con un muchacho de San isidro; no quería pasar por un
principiante. El hecho de regresar del Colegio Leoncio Prado le daba cierto prestigio en el barrio, lo miraban como al hijo pródigo, alguien que retorna al hogar después de vivir una gran aventura. ¿Qué hubiera ocurrido si esa noche no encuentra allí, en la esquina de Diego Ferré, a los muchachos del barrio?
— Un fantasma–dijo Pluto-. ¡Un fantasma, sí, señor!
El Bebe lo tenía abrazado, Helena le sonreía, Tico le presentaba a los de3conocidos, Molly decía «hace tres años que no lo veíamos, nos había olvidado», Emilio lo llamaba «ingrato» y le daba golpecitos afectuosos en la espalda.
— Un fantasma–repitió Pluto-. ¿No les da miedo?
Él estaba con su traje de civil, el uniforme reposaba sobre una silla, el quepí había rodado al suelo, su madre había salido, la casa desierta lo exasperaba, tenía ganas de fumar, sólo hacía dos horas que estaba libre y lo desconcertaban las infinitas posibilidades para ocupar su tiempo que se abrían ante él. — Iré a comprar cigarrillos, pensó; y después, donde Teresa. «Pero una vez que salió y compró cigarrillos, no subió al Expreso, sino que estuvo largo rato ambulando por las calles de Miraflores como lo hubiera hecho un turista o un vagabundo: la avenida Larco, los Malecones, la Diagonal, el Parque Salazar y de pronto allí estaban el Bebe, Pluto, Helena, una gran rueda de rostros sonrientes que le daban la bienvenida.
— Llegas justo–dijo Molly–Necesitábamos un hombre para el paseo a Chosica. Ahora estamos completos, ocho parejas.
Se quedaron conversando hasta el anochecer, se pusieron de acuerdo para ir en grupo a la playa al día siguiente. Cuando se despidió de ellos, Alberto regresó a su casa, andando lentamente, absorbido por preocupaciones recién adquiridas. Marcela ¿Marcela qué?, no la había visto nunca, vivía en la avenida Primavera, era nueva en Mira flores, le había dicho: ¿Pero vienes de todas maneras, no?». Su ropa de baño estaba vieja, tenía que convencer a su madre que le comprase otra, mañana mismo, a primera hora, para estrenarla en la Herradura.
— ¿No es formidable? — dijo Pluto-. ¡Un fantasma de carne y hueso!
— Sí–dijo el teniente Huarina-. Pero vaya rápido donde el capitán.
«Ahora no me puede hacer nada, pensó Alberto. Ya nos dieron las libretas. Le diré en su cara lo que es.»
Pero no se lo dijo, se cuadró y lo saludó respetuosamente. El capitán le sonreía, sus ojos examinaban el uniforme de parada. «Es la última vez que me lo pongo», pensaba Alberto. Mas no se sentía exaltado ante la perspectiva de dejar el Colegio para siempre.
— Está bien–dijo el capitán-. Límpiese el polvo de los zapatos. Y preséntese al despacho del coronel sobre la marcha.
Subió las escaleras con un presentimiento de catástrofe. El civil le preguntó su nombre y se apresuró a abrirle la puerta. El coronel estaba en su escritorio. Esta vez también lo impresionó el brillo del suelo, las paredes y los objetos; hasta la piel y los cabellos del coronel parecían encerados.
— Pase, pase, cadete–dijo el coronel.
Alberto seguía intranquilo. ¿Qué escondían ese tono afectuoso, esa mirada amable? El coronel lo felicitó por sus exámenes. "¿Ve usted?, le dijo; con un poco de esfuerzo se obtienen muchas recompensas. Sus calificativos son excelentes.» Alberto no decía nada, recibía los elogios inmóvil y al acecho.
«En el Ejército, afirmaba el coronel, la justicia se impone tarde o temprano. Es algo inherente al sistema, usted se debe haber dado cuenta por experiencia propia. Veamos, cadete Fernández: estuvo a punto de arruinar su vida, de manchar un apellido honorable, una tradición familiar ilustre. Pero el Ejército le dio una última oportunidad. No me arrepiento de haber confiado en usted. Déme la mano, cadete.» Alberto tocó un puñado de carne blanda, esponjosa. «Se ha enmendado usted, añadió el coronel. Enmendado, sí.
Por eso lo he hecho venir. Dígame, ¿cuáles son sus planes para el futuro?» Alberto le dijo que iba a ser ingeniero. «Bien, dijo el coronel. Muy bien. La Patria necesita técnicos. Hace usted bien, es una profesión útil. Le deseo mucha suerte.» Alberto, entonces, sonrió con timidez y dijo: `no sé cómo agradecerle, mi coronel. Muchas gracias, muchas». «Puede retirarse ahora, le dijo el coronel. Ah, y no olvide inscribirse en la Asociación de exalumnos. Es preciso que los cadetes mantengan vínculos con el colegio. Todos formamos una gran familia.» El Director se puso de pie, lo acompañó hasta la puerta y sólo allí recordó algo. «Es cierto, dijo, haciendo un trazo aéreo con la mano. Olvidaba un detalle.» Alberto se cuadró.
— ¿Recuerda usted unas hojas de papel? Ya sabe de qué hablo, un asunto feo.
Alberto bajó la cabeza y murmuró:
— Sí, mi coronel.
— He cumplido mi palabra–dijo el coronel-. Soy un hombre de honor. Nada empañará su futuro. He
destruido esos documentos.
Alberto le agradeció efusivamente y se alejó haciendo venias: el coronel le sonreía desde el umbral de su despacho.
— Un fantasma–insistió Pluto-. ¡Vivito y coleando!
— Ya basta–dijo el Bebe-. Todos estamos muy contentos con la venida de Alberto. Pero déjanos hablar.
— Tenemos que ponernos de acuerdo para el paseo–dijo Molly.
— Claro–dijo Emilio–Ahora mismo.
— De paseo con un fantasma–dijo Pluto-. ¡Qué formidable!
Alberto caminaba de vuelta a su casa, ensimismado, aturdido. El invierno moribundo se despedía de Miraflores con una súbita neblina que se había instalado a media altura, entre la tierra y la cresta de los árboles de la avenida Larco: al atravesarla, las luces de los faroles se debilitaban, la neblina estaba en todas partes ahora, envolviendo y disolviendo objetos, personas, recuerdos: los rostros de Arana y el Jaguar, las cuadras, las consignas, perdían actualidad y, en cambio, un olvidado grupo de muchachos y muchachas volvía a su memoria, él conversaba con esas imágenes de sueño en el pequeño cuadrilátero de hierba de la esquina de Diego Ferré y nada parecía haber cambiado, el lenguaje y los gestos le eran familiares, la vida parecía tan armoniosa y tolerable, el tiempo avanzaba sin sobresaltos, dulce y excitante como los ojos oscuros de esa muchacha desconocida que bromeaba con él cordialmente, una muchacha pequeña y suave, de voz clara y cabellos negros. Nadie se sorprendía al verlo allí de nuevo, convertido en un adulto; todos habían crecido, hombres y mujeres parecían más instalados en el mundo, pero el clima no había variado y Alberto reconocía las preocupaciones de antaño, los deportes y las fiestas, el cinema, las playas, el amor, el humor bien criado, la malicia fina. Su habitación estaba a oscuras; de espaldas en el lecho, Alberto soñaba sin cerrar los ojos. Habían bastado apenas unos segundos para que el mundo que abandonó le abriera sus puertas y lo recibiera otra vez en su seno sin tomarle cuentas, como si el lugar que ocupaba entre ellos le hubiera sido celosamente guardado durante esos tres años. Había recuperado su porvenir.
— ¿No te daba vergüenza? — dijo Marcela.
— ¿Qué?
— Pasearte con ella en la calle.
Sintió que la sangre afluía a su rostro. ¿Cómo explicarle que no sólo no le daba vergüenza, sino que se sentía orgulloso de mostrarse ante todo el mundo con Teresa? ¿Cómo explicarle que, precisamente, lo único que lo avergonzaba en ese tiempo era no ser como Teresa, alguien de Lince o de Bajo el Puente, que su condición de miraflorino en el Leoncio Prado era más bien humillante?
— No–dijo–No me daba vergüenza.
— Entonces estabas enamorado de ella–dijo Marcela–Te odio.
Él le apretó la mano; la cadera de la muchacha tocaba la suya y Alberto, a través de ese breve contacto, sintió una ráfaga de deseo. Se detuvo.
— No–dijo ella–Aquí no, Alberto.
Pero no resistió y él pudo besarla largamente en la boca. Cuando se separaron, Marcela tenía el rostro arrebatado y los Ojos ardientes.
— ¿Y tus papás? — dijo ella.
— ¿Mis papás?
— ¿Qué pensaban de ella?
— Nada. No sabían.
Estaban en la alameda Ricardo Palma. Caminaban por el centro, bajo los altos árboles que sombreaban a trozos el paseo. Había algunos transeúntes y una vendedora de flores, bajo un toldo. Alberto soltó el hombro de Marcela y la tomó de la mano. A lo lejos, una línea constante de automóviles ingresaba a la avenida Larco. «Van a la playa», pensó Alberto.
— ¿Y de mí, saben? — dijo Marcela.
— Sí–repuso él–Y están encantados. Mi papá dice que eres muy linda.
— ¿Y tu mamá?
— También.
— ¿De veras?
— Sí, claro que sí. ¿Sabes lo que dijo mi papá el otro día? Que antes de mi viaje te invite para que vayamos de paseo, un domingo, a las playas del Sur. Mis papás, tú y yo.
— Ya está–dijo ella-. Ya hablaste de eso.
— Oh, pero si vendré todos los años. Estaré aquí las vacaciones íntegras, tres meses cada año. Además, es
una carrera muy corta. En Estados Unidos no es como aquí, todo es más rápido, más perfeccionado.
— Prometiste no hablar de eso, Alberto–protestó ella-. Te odio.
— Perdóname–dijo él-. Fue sin darme cuenta. ¿Sabes que mis papás se llevan ahora muy bien?
— Sí. Ya me contaste. ¿Y ya no sale nunca tu papá? Él tiene la culpa de todo. No comprendo cómo lo soporta tu mamá.
— Ahora está más tranquilo–dijo Alberto-. Están buscando otra casa, más cómoda. Pero a veces mi papá se escapa y sólo aparece al día siguiente. No tiene remedio.
— ¿Tú no eres como él, no?
— No–dijo Alberto–Yo soy muy serio.
Ella lo miró con ternura. Alberto pensó: «estudiaré mucho y seré un buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuan. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado».
— ¿Qué te pasa? — dijo Marcela-. ¿En qué piensas?
Estaban en la esquina de la avenida Larco. A su alrededor había gente; las mujeres llevaban blusas y faldas de colores claros, zapatos blancos, sombreros de paja, anteojos para el sol. En los automóviles convertibles se veía hombres y mujeres en ropa de baño, conversando y riendo.
— Nada–dijo Alberto-. No me gusta acordarme del Colegio Militar.
— ¿Por qué?
— Me pasaba la vida castigado. No era muy agradable.
— El otro día–dijo ella-, mi papá me preguntó por qué te habían puesto en ese Colegio.
— Para corregirme–dijo Alberto-. Mi papá decía que yo podía burlarme de los curas pero no de los militares.
— Tu papá es un hereje.
Subieron por la avenida Arequipa. A la altura de Dos de Mayo, de un coche rojo les gritaron: «oho, oho, Alberto, Marcela»; ellos alcanzaron a ver a un muchacho que los saludaba con la mano. Le hicieron adiós.
— ¿Sabías? — dijo Marcela-. Se ha peleado con Úrsula. — ¿Ah, sí? No sabía.
Marcela le contó los pormenores de la ruptura. Él no comprendía bien, involuntariamente se había puesto a pensar en el teniente Gamboa. «Debe seguir en la puna. Se portó bien conmigo y por eso lo sacaron de Lima. Y todo porque me corrí. Tal vez pierda su ascenso y se quede muchos años de teniente.
Sólo por haber creído en mí.»
— ¿Me estás oyendo, o no? — dijo Marcela.
— Claro que sí–dijo Alberto-. ¿Y después?
— La llamó por teléfono montones de veces, pero ella apenas reconocía su voz, colgaba. Bien hecho, ¿no te parece?
— Por supuesto–dijo él-. Muy bien hecho.
— ¿Tú harías algo como lo que hizo él?
— No–dijo Alberto-. Nunca.
— No te creo–dijo Marcela-. Todos los hombres son unos bandidos.
Estaban en la avenida Primavera. A lo lejos vieron el automóvil de Pluto. Éste, desde la calzada, les hizo ademanes amenazadores. Llevaba una reluciente blusa amarilla, un pantalón caqui arremangado hasta los tobillos, mocasines y medias cremas.
— ¡Son ustedes unos frescos! — les gritó-. ¡Unos frescos!
— ¿No es lindo? — dijo Marcela–Lo adoro.
Corrió hacia Pluto y éste, teatralmente, simuló degollarla. Marcela se reía y su risa parecía una fuente, refrescaba la mañana soleada. Alberto sonrió a Pluto y éste le lanzó un puñete afectuoso al hombro.
— Creí que la habías raptado, hermano–dijo Pluto.
— Un segundo–dijo Marcela-. Voy a sacar mi ropa de baño.
— Apúrate o te dejamos–dijo Pluto.
— Sí–dijo Alberto-. Apúrate o te dejamos.
— ¿Y ella qué te dijo? — preguntó el flaco Higueras.
Ella estaba inmóvil y atónita. Olvidando un instante su turbación, él pensó: «todavía se acuerda». En la luz gris que bajaba suavemente, como una rala lluvia, hasta esa calle de Lince ancha y recta, todo parecía de ceniza: la tarde, las viejas casas, los transeúntes que se aproximaban o alejaban a pasos tranquilos, los postes idénticos, las veredas desiguales, el polvo suspendido en el aire.
— Nada. Se quedó mirándome con unos ojazos asustados, como si yo le diera miedo.
— No creo–dijo el flaco Higueras-. Eso no creo. Algo tuvo que decirte. Al menos hola o qué ha sido de tu vida, o cómo estás; en fin, algo.
No, no le había dicho nada hasta que él habló de nuevo. Sus primeras palabras, al abordarla, habían sido precipitadas, imperiosas: «Teresa, ¿te acuerdas de mí? ¿Cómo estás?». El Jaguar sonreía, para mostrar que nada había de sorprendente en ese encuentro, que se trataba de un episodio banal, chato y sin misterio.
Pero esa sonrisa le costaba un esfuerzo muy grande y en su vientre había brotado, como esos hongos de silueta blanca y cresta amarillenta que nacen repentinamente en la! maderas húmedas, un malestar insólito, que invadía ahora sus piernas, ansiosas de dar un paso atrás, adelante o a los lados, sus manos que querían zambullirse en los bolsillos o tocar su propia cara; y, extrañamente, su corazón albergaba un miedo animal, como si esos impulsos, al convertirse en actos, fueran a desencadenar una catástrofe.
— ¿Y tú que hiciste? — dijo el flaco Higueras.
— Le dije otra vez: «hola, Teresa. ¿No te acuerdas de mí?».
Y entonces ella dijo:
— Claro que sí. No te había reconocido.
Él respiró. Teresa le sonreía, le tendía la mano. El contacto fue muy breve, apenas sintió el roce de los dedos de la muchacha, pero todo su cuerpo se serenó y desaparecieron el malestar, la agitación de sus miembros, y el miedo.
— ¡Qué suspenso! — dijo el flaco Higueras.
Estaba en una esquina, mirando distraídamente a su alrededor mientras el heladero le servía un barquillo doble de chocolate y vainilla; a unos pasos de distancia, el tranvía Lima–Chorrillos se inmovilizaba con un breve chirrido junto a la caseta de madera, la gente que esperaba en la plataforma de cemento se movía y congregaba ante la puerta metálica bloqueando la salida, los pasajeros que bajaban tenían que abrirse pasó a empujones, Teresa apareció en lo alto de la escalerilla, la precedían dos mujeres cargadas de paquetes: en medio de esa aglomeración parecía una muchacha en peligro. El heladero le alcanzaba el barquillo, él alargó la mano, la cerró y algo se deshizo, bajo sus ojos la bola de helado se estrelló en sus zapatos, «miedica, dijo el heladero, es su culpa, yo no le doy otro». Pateó al aire y la bola de helado salió despedida varios metros. Dio media vuelta, ingresó a una calle pero segundos después se detuvo y volvió la cabeza: en la esquina desaparecía el último vagón del tranvía. Regresó corriendo y vio, a lo lejos, a Teresa, caminando sola. La siguió, ocultándose detrás de los transeúntes.
Pensaba: «ahorita entrará a una casa y no la volveré a ver». Tomó una decisión: «doy la vuelta a la manzana si la encuentro al llegar a la esquina, me la acerco». Echó a correr, primero despacio, luego como un endemoniado, al doblar una calle tropezó con un hombre que le mentó la madre desde el suelo.
Cuando se detuvo, estaba sofocado y transpiraba. Se limpió la frente con la mano, entre los dedos sus ojos comprobaron que Teresa venía hacia él.
— ¿Qué más? — dijo el flaco Higueras.
— Conversamos–dijo el Jaguar-. Estuvimos conversando.
— ¿Mucho rato? — dijo el flaco Higueras-. ¿Cuánto rato?
— No sé–dijo el Jaguar-. Creo que poco. La acompañé hasta su casa.
Ella iba por el interior de la calzada, él a la orilla de la pista. Teresa caminaba lentamente, a veces se volvía a mirarlo y él descubría que sus ojos eran más seguros que antes y por momentos hasta osados, su mirada más luminosa.
— ¿Hace como cinco años, no? — decía Teresa-. Quizá más.
— Seis–dijo el Jaguar; bajó un poco la voz: — Y tres meses.
— La vida se pasa volando–dijo Teresa-. Pronto estaremos viejos.
Se rió y el Jaguar pensó: «ya es una mujer».
— ¿Y tu mamá? — dijo ella.
— ¿No sabías? Se murió.
— Ése era un buen pretexto–dijo el flaco Higueras- ¿Qué hizo ella?
— Se paró–repuso el Jaguar; tenía un cigarrillo entre los labios y miraba el cono de humo denso que expulsaba su boca; una de sus manos tamborileaba en la mesa mugrienta dijo: "¡qué pena! Pobrecita».
— Ahí debiste besarla y decirle algo–dijo el flaco Higueras-. Era el momento.
— Sí–dijo el Jaguar–Pobrecita.
Quedaron callados. Continuaron caminando. Él tenía las manos en los bolsillos y la miraba de reojo. De pronto dijo:
— Quería hablarte. Quiero decir, hace tiempo. Pero no sabía dónde estabas.
— ¡Ah! — dijo el flaco Higueras-. ¡Te atreviste!
— Sí–dijo el Jaguar; miraba el humo con ferocidad–Sí.
— Sí–dijo Teresa-. Desde que nos mudamos no he vuelto a Bellavista. Hace cuánto tiempo.
— Quería pedirte perdón–dijo el Jaguar–Quiero decir por lo de la playa, esa vez.
Ella no dijo nada, pero le miró a los ojos, sorprendida. El Jaguar bajó la vista y susurró:
— Quiero decir, perdón por haberte insultado.
— Ya me había olvidado de eso–dijo Teresa-. Era una cosa de chicos, mejor ni acordarse. Además, después que el policía te llevó, tuve pena. Ah, sí, de veras–miraba al frente, pero el Jaguar comprendió que ya no veía sino el pasado, que iba abriéndose en su memoria como un abanico-, esa tarde fui a tu casa y le conté todo a tu mamá. Fue a buscarte a la comisaría y le dijeron que te habían soltado. Estuvo toda la noche en mi casa, llorando. ¿Qué pasó? ¿Por qué no volviste?
— Ése también era un buen momento–dijo el flaco Higueras. Acababa de beber su copa de pisco y aún la tenía suspendida junto a su boca, con dos dedos–Un momento bien sentimental, a mi parecer.
— Le conté todo–dijo el Jaguar.
— ¿Qué es todo? — dijo el flaco Higueras- ¿Que viniste a buscarme con una cara de perro apaleado, le contaste que te volviste un ladrón y un putañero?
— Sí–dijo el Jaguar–Le conté todos los robos, es decir, los que me acordaba. Todo, menos lo de los regalos, pero ella adivinó, ahí mismo.
— Eras tú–dijo Teresa-. Todos esos paquetes me los mandabas tú.
— Ah–dijo el flaco Higueras-. Te gastabas la mitad de las ganancias en el burdel y la otra mitad comprándole regalos. ¡Qué muchacho!
— No–dijo el Jaguar-. En el bulín no gastaba casi nada, las mujeres no me cobraban.
— ¿Por qué hiciste eso? — preguntó Teresa.
El Jaguar no contestó: había sacado las manos de los bolsillos y jugaba con sus dedos.
— ¿Estabas enamorado de mí? — dijo Teresa; él la miró y ella no había enrojecido; su expresión era tranquila y suavemente intrigada.
— Sí–dijo el Jaguar–Por eso me peleé con el muchacho de la playa.
— ¿Tenías celos? — dijo Teresa. En su voz había ahora algo que lo desconcertó: una indefinible presencia, un ser inesperado, huidizo y soberbio.
— Sí–dijo el Jaguar, Por eso te insulté. ¿Me has perdonado?
— Sí–dijo Teresa-. Pero tú debiste volver. ¿Por qué no me buscaste?
— Tenía vergüenza–dijo el Jaguar-. Pero una vez volví, cuando agarraron al flaco.
— ¡También le hablaste de mí! — dijo el flaco Higueras, orgulloso-. Entonces le contaste todo de verdad.
— Y ya no estabas–dijo el Jaguar-. Había otra gente en tu casa. Y también en la mía.
— Yo siempre pensaba en ti–dijo Teresa. Y añadió, llena de sabiduría: — ¿Sabes? A ese muchacho que le pegaste en la playa, no lo volví a ver.
— ¿Nunca? — dijo el Jaguar.
— Nunca–dijo Teresa-. No volvió más a la playa. — Lanzó una carcajada; parecía haber olvidado la historia de los robos y los burdeles; sus Ojos sonreían, despreocupados y divertidos-. Seguro se asustó. Pensaría que le ibas a pegar otra vez.
— Yo lo odiaba–dijo el Jaguar.
— ¿Te acuerdas cuándo ibas a esperarme a la salida del colegio? — dijo Teresa.
El Jaguar asintió. Caminaba muy cerca de ella y, a veces, su brazo la rozaba.
— Las chicas creían que eras mi enamorado–dijo Teresa-. Te decían «el viejo». Como siempre estabas tan serio…
— ¿Y tú? — dijo el Jaguar.
— Sí–dijo el flaco Higueras-. Eso. ¿Y ella qué había hecho todo, ese tiempo?
— No terminó el colegio–dijo el Jaguar-. Entró a una oficina como secretaria. Todavía trabaja ahí.
— ¿Y qué más? — dijo el flaco Higueras-. ¿Cuántos moscardones en su vida, cuántos amores?
— Estuve con un muchacho–dijo Teresa-. A lo mejor vas y le pegas, también.
Los dos se rieron. Habían dado varias vueltas a la manzana. Se detuvieron un momento en la esquina y, sin que ninguno lo sugiriera, iniciaron una nueva vuelta.
— ¡Vaya! — dijo el flaco–Ahí la cosa comenzó a ponerse bien. ¿Te contó algo más?
— Ese tipo la plantó–dijo el Jaguar–No volvió a buscarla. Y un día lo vio paseándose de la mano con una chica de plata, una chica decente, ¿me entiendes? Dice que esa noche no durmió y pensó hacerse monja.
El flaco Higueras se rió a carcajadas. Había terminado otra copa de pisco y le indicó por señas al hombre
que servía que volviera a llenársela.
— Estaba enamorada de ti, no hay nada que hacer–dijo el flaco Higueras-. Si no, jamás te hubiera contado eso. Porque las mujeres son una barbaridad de vanidosas. ¿Y tú qué hiciste?
— Me alegro que ese tipo te plantara–dijo el Jaguar Bien hecho. Para que sepas cómo me sentía yo cuando ibas a la playa con ése al que le pegué.
— ¿Y ella? ¿Y ella? — dijo el flaco.
— Eres un vengativo–dijo Teresa.
Además, simuló golpearlo. Pero no bajó la mano que había levantado burlonamente, la conservó en el aire mientras sus ojos, de improviso locuaces, lo desafiaban con dichosa insolencia. El Jaguar cogió la mano que lo amenazaba. Teresa se dejó ir contra él, apoyó el rostro en su pecho y, con la mano libre, lo abrazó.
— Era la primera vez que la besaba–dijo el Jaguar». La besé varias veces; quiero decir en la boca. Ella también me besó.
— Se entiende, compañero–dijo el flaco-. Claro que se entiende. ¿Y al cuánto tiempo se casaron?
— Al poco tiempo–dijo el Jaguar». A los quince días.
— Qué apuro–dijo el flaco. Nuevamente, tenía la copa de pisco en la mano y la movía con inteligencia: el líquido transparente llegaba hasta el mismo borde y regresaba.
— Ella fue a esperarme al día siguiente a la agencia. Nos paseamos un rato y después fuimos al cine. Y esa noche me dijo que le había contado todo a su tía y que estaba furiosa. No quería que me viera más.
— ¡Qué atrevimiento! — dijo el flaco Higueras. Había exprimido medio limón en su boca y ahora acercaba a los labios la copa de pisco, con una mirada ferviente y codiciosa-. ¿Qué hiciste?
— Pedí un adelanto en el Banco. El administrador es buena gente. Me dio una semana de permiso. Me dijo:
«me gusta ver cómo se suicida, la gente. Cásese no más, y el próximo lunes está usted aquí, a las ocho en punto».
— Háblame un poco de la bendita tía–dijo el flaco Higueras-. ¿Fuiste a verla?
— Después–dijo el Jaguar». Esa misma noche, cuando Teresa me contó lo de su tía, le pregunté si quería casarse conmigo.
— Sí–dijo Teresa–Yo sí quiero. Pero ¿y mi tía?
— Que se vaya a la mierda–dijo el Jaguar.
— Jura que le dijiste mierda con todas las letras–dijo el flaco Higueras.
— Sí–dijo el Jaguar.
— No digas lisuras en mí delante–dijo Teresa.
— Es una chica simpática–dijo el flaco Higueras-. Por lo que me cuentas, veo que es simpática. No debiste decir eso de su tía.
— Ahora me llevo bien con ella–dijo el Jaguar-. Pero cuando fuimos a verla, después de casarnos, me dio una cachetada.
— Debe ser una mujer de carácter–dijo el flaco Higueras ¿dónde te casaste?
— En Huacho. El cura no quería casarnos porque faltaban las proclamas y rió sé qué otras cosas. Pasé un mal rato.
— Me figuro, me figuro–dijo el flaco Higueras.
— ¿No ve usted que me la he robado? — dijo el Jaguar». ¿No ve que casi no me queda plata? ¿Cómo quiere que espere ocho días?
La puerta de la sacristía estaba abierta y el Jaguar divisaba, tras la cabeza calva del cura, un trozo de pared de la iglesia: los exvotos de plata resaltaban en el enlucido sucio y con cicatrices. El cura tenía los brazos cruzados sobre el pecho, sus manos se calentaban bajo las axilas como en un nido; sus ojos eran pícaros y bondadosos. Teresa estaba junto al Jaguar, la boca ansiosa,»los ojos atemorizados. De pronto, sollozó.
— ¡Me dio una cólera cuando la vi llorando! — dijo el Jaguar». Lo agarré al cura por el pescuezo.
— ¡No! — dijo el flaco-. ¿Del pescuezo?
— Sí–dijo el Jaguar-. Se le salían los ojos del ahogo.
— ¿Saben cuánto cuesta? — dijo el cura, frotándose el cuello.
— Gracias, padre–dijo Teresa-. Muchísimas gracias, padrecito.
— ¿Cuánto? — dijo el Jaguar.
— ¿Cuánto tienes? — preguntó el cura.
— Trescientos soles–dijo el Jaguar.
— La mitad–dijo el cura–No para mí, para mis pobres.
— Y nos casó–dijo el Jaguar-. Se portó bien. Compró una botella de vino con su plata y nos la tomamos en la sacristía: Teresa se mareó un poco.
— ¿Y la tía? — dijo el flaco–Háblame de ella, por lo que más quieras.
— Regresamos a Lima al día siguiente y fuimos a verla. Le dije que nos habíamos casado y le mostré el papel que nos dio el cura. Entonces me lanzó la cachetada. Teresa se enfureció y le dijo eres una egoísta y una tal por cual, Al fin, terminaron llorando las dos. La vieja decía que la íbamos a abandonar y que se iba a morir como un perro. Le prometí que viviría con nosotros. Entonces se calmó y llamó a los vecinos y dijo que había que celebrar la boda. No es mala gente, un poco renegona, pero no se mete conmigo.
— Yo no podría vivir con una vieja–dijo el flaco Higueras, súbitamente desinteresado de la historia del Jaguar. Cuando era chico vivía con mi abuela, que estaba loca. Se pasaba el día hablando sola y persiguiendo unas gallinas que no existían. Me asustaba. Vez que veo a una vieja me acuerdo de mi abuela. No podría vivir con una vieja, todas son un, poco locas.
— ¿Qué vas a hacer ahora? — dijo el Jaguar.
— ¿Yo? — dijo el flaco Higueras, sorprendido-. No sé. Por lo pronto, emborracharme. Después, ya se verá.
Quiero pasearme un poco. Hace tiempo que no veo la calle.
— Si quieres–dijo el Jaguar-, ven a mi casa. Mientras tanto.
— Gracias–dijo el flaco Higueras, riendo-. Pero pensándolo bien, me parece que no. Ya te dije que no puedo vivir con viejas. Y además tu mujer me debe odiar. Mejor que ni sepa que he salido. Algún día te iré a buscar a la agencia donde trabajas para que nos tomemos unas copas. A mí me encanta conversar con los amigos. Pero no podremos vernos con frecuencia; tú te has vuelto un hombre serio y yo no me junto con hombres serios.
— ¿Vas a seguir en lo mismo? — dijo el Jaguar.
— ¿Quieres decir robando? — El flaco Higueras hizo una mueca-. Supongo que sí. ¿Sabes por qué? Porque la cabra tira al monte, como decía el Culepe. Por ahora me convendría salir de Lima.
— Yo soy tu amigo–dijo el Jaguar-. Avísame si puedo ayudarte en algo.
— Sí puedes–dijo el flaco-. Págame estas copas. No tengo ni un cobre.
FIN 156