Cuando Alberto salió de su casa comenzaba a oscurecer y, sin embargo, sólo eran las seis. Había demorado lo menos media hora en arreglarse, lustrar los zapatos, dominar el impetuoso remolino del cráneo, armar la onda. Incluso, se había afeitado con la navaja de su padre el vello ralo que asomaba sobre el labio superior y bajo las patillas. Fue hasta la esquina de Ocharán y Juan Fanning y silbó.
Segundos después, Emilio aparecía en la ventana; también estaba acicalado.
— Son las seis — dijo Alberto-. Vuela.
— Dos minutos.
Alberto miró su reloj, compuso el pliegue del pantalón, extrajo unos milímetros el pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se contempló con disimulo en el cristal de una ventana: la gomina cumplía bien su cometido, el peinado se conservaba intacto. Emilio salió por la puerta de servicio.
— Hay gente en la sala–le dijo a Alberto–Hubo un almuerzo. Uf, qué asco. Todos están hecho polvo y la casa huele a whisky de arriba abajo. Y con la borrachera mi padre me ha fregado. Se hace el gracioso y no quiere darme la propina.
— Yo tengo plata — dijo Alberto-. ¿Quieres que te preste? — Si vamos a algún sitio, sí. Pero si nos quedamos en el Parque Salazar no vale la pena. Oye, ¿cómo hiciste para que te dieran propina? ¿Tu padre no ha visto la libreta de notas?
— Todavía no. Sólo la ha visto mi madre. El viejo reventará de rabia. Es la primera vez que me jalan en tres cursos. Tendré que estudiar todo el verano. Apenas podré ir a la playa. Bah, ni pensar en eso. Además, a lo mejor ni se enoja. Hay grandes líos en mi casa.
— ¿Por qué?
— Anoche mi padre no vino a dormir. Apareció esta mañana, lavado y afeitado–Es un fresco.
— Sí, es un bárbaro–asintió Emilio-. Tiene montones de mujeres. ¿Y qué le dijo tu madre?
— Le tiró un cenicero. Y después se echó a llorar a gritos. Toda la vecindad debe haber oído.
Caminaban hacia Larco, por la calle Juan Fanning. Al verlos pasar, el japonés de la tienducha de los jugos de fruta donde se refugiaban hacía años después de los partidos de fulbito, los saludó con la mano.
Acababan de encenderse las luces de la calle, pero las veredas continuaban en la sombra, las hojas y las ramas de los árboles detenían la luz. Al cruzar la calle Colón echaron una mirada hacia la casa de Laura.
Allí solían reunirse las muchachas del barrio, antes de ir al Parque Salazar, pero todavía no habían llegado: las ventanas del salón estaban a oscuras.
— Creo que iban a ir donde Matilde — dijo Emilio-. El Bebe y Pluto se fueron allá después del almuerzo. — Se rió-. El Bebe anda medio loco. Irse a la Quinta de los Pinos y día domingo. Si no lo han visto los padres de Matilde, los matones le habrán roto el alma. Y también a Pluto, que no tiene nada que ver en el asunto.
Alberto se rió.
— Está loco por esa chica–dijo-. Templado hasta el cien.
La Quinta de los Pinos está lejos del barrio, al otro lado de la avenida Larco, más allá del Parque Central, cerca de los rieles del tranvía a Chorrillos. Hace algunos años, esa quinta pertenecía a territorio enemigo, pero los tiempos han cambiado, los barrios ya no constituyen dominios infranqueables. Los forasteros ambulan por Colón, Ocharán y la calle Porta, visitan a las muchachas, asisten a sus fiestas, las enamoran, las invitan al cine. A su vez, los varones han tenido que emigrar. Al principio iban en grupos de ocho o diez a recorrer otros barrios miraflorinos, los más próximos, como el de 28 de julio y la calle Francia y luego los distantes, como el de Angamos y el de la avenida Grau, donde vive Susuki, la hija del contralmirante. Algunos encontraron enamoradas en esos barrios extranjeros y se incorporaron a ellos, aunque sin renunciar a la morada solar, Diego Ferré. En ciertos barrios hallaron resistencia: burlas y sarcasmos de los hombres, desaires de las mujeres. Pero en la Quinta de los Pinos la hostilidad de los muchachos del lugar se traducía en violencia. Cuando el Bebe comenzaba a rondar a Matilde, una noche lo asaltaron y le echaron un balde de agua. Sin embargo, el Bebe sigue asediando la quinta y con él otros muchachos del barrio, porque allí no sólo vive Matilde, sino también Graciela y Molly, que no tienen enamorado.
— ¿No son ésas? — dijo Emilio. — No. ¿Estás ciego? Son las García.
Estaban en la avenida Larco, a veinte metros del Parque Salazar. Una serpiente avanza, despacio, por la pista, se enrosca sobre sí misma frente a la explanada, se pierde en la mancha de vehículos estacionados al borde del Parque y luego aparece al otro extremo, disminuida: gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida: Alberto y Emilio escuchan músicas de baile y un torrente de voces jóvenes, risas. A diferencia de cualquier otro día de la semana, hoy las veredas de Larco que colindan con el Parque Salazar están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama la atención: el imán que todas las tardes de domingo atrae hacia el parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina M Terrazas, en la playa de Miraflores, en la Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo, los mismos que los reciben en las fiestas de los sábados. Pero no sólo conocen las facciones, la piel, los gestos de esos jóvenes que avanzan como ellos hacia la cita dominical del Parque Salazar; también están al tanto de su vida, de sus problemas y de sus ambiciones; saben que Tony no es feliz a pesar del coche sport que le regaló su padre en Navidad, pues Anita Mendizábal, la muchacha que ama, es esquiva y coqueta: todo Miraflores se ha mirado en sus ojos verdes que sombrean unas pestañas largas y sedosas; saben que Vicky y Manolo, que acaban de pasar junto a ellos tomados de la mano, no llevan mucho tiempo, apenas una semana y que Paquito sufre porque es el hazmerreír de Miraflores, con sus forúnculos y su joroba; saben que Sonia partirá mañana al extranjero, tal vez por mucho tiempo, pues su padre ha sido nombrado embajador y que ella está triste ante la perspectiva de abandonar su colegio, sus amigas y las clases de equitación. Pero, además, Alberto y Emilio saben que están unidos a esa multitud por sentimientos recíprocos: a ellos también los conocen los otros. En su ausencia se evocan sus proezas o fracasos sentimentales, se analizan sus romances, se los considera al elaborar las listas de invitados para las fiestas. Vicky y Manolo, justamente, deben estar hablando de ellos en ese momento: "¿viste a Alberto? Helena le hizo caso después de largarlo cinco veces. Lo aceptó la semana pasada y ahora lo va a largar de nuevo. Pobrecito».
El Parque Salazar está lleno de gente. Apenas franquean el sardinel que contornea7 los pulidos cuadriláteros de hierba, que a su vez circundan una fuente con peces rojos y amarillos y un monumento ocre, Alberto y Emilio cambian de expresión: sus bocas se despliegan ligeramente, los pómulos se recogen, las pupilas chispean, se inquietan, en una media sonrisa idéntica a la que aparece en los rostros que cruzan. Grupos de muchachos se mantienen inmóviles, apoyados en el muro del Malecón y contemplan la rueda humana que gira al borde de los cuadriláteros, dividida en hileras que circulan en direcciones opuestas. Las parejas se saludan unas a otras, con un saludo que no altera la inedia sonrisa fija, sino apenas la posición de las cejas y los párpados, un movimiento rápido y mecánico que arruga momentáneamente la frente, un reconocimiento más que un saludo, una especie de santo y seña. Alberto y Emilio dan dos vueltas al Parque, reconocen a sus amigos, a los conocidos, a los intrusos que vienen desde Lima, Magdalena o Chorrillos, para contemplar a esas muchachas que deben recordarles a las artistas de cine. Desde sus puestos de observación, los intrusos lanzan frases hacia la rueda humana, anzuelos que quedan flotando entre los bancos de muchachas. — No han venido–dijo Emilio-. ¿Qué hora tienes?
— Las siete. Pero a lo mejor están por ahí y no las vemos. Laura me dijo esta mañana que vendrían de
todos modos. Iba a pasar a buscar a Helena.
— Te ha dejado plantado. No sería raro. Helena se pasa la vida haciéndote perradas.
— Ahora ya no–dijo Alberto–Eso era antes. Pero ahora está conmigo. Es distinto.
Dieron otras vueltas, observando ansiosamente a todos lados, sin encontrarlas. En cambio, divisaron a algunas parejas del barrio: el Bebe y Matilde, Tico y Graciela, Pluto y Molly.
— Ha pasado algo–dijo Alberto–Ya deberían estar acá.
— Si vienen, te acercas tú solo–repuso Emilio, malhumorado–Yo no acepto estas cosas, soy muy orgulloso.
— A lo mejor no es culpa de ellas. De repente no las dejaron salir.
— Cuentos. Cuando una chica quiere salir, sale aunque se acabe el mundo.
Siguieron dando vueltas, sin hablar, fumando. Media hora después, Pluto les hizo una seña. «Ahí están, les dijo, señalando una esquina. ¿Qué esperan?» Alberto se lanzó en esa dirección, atropellando a las parejas. Emilio lo siguió; murmuraba entre dientes. Naturalmente, no estaban solas; las rodeaba un círculo de intrusos.»Permiso», dijo Alberto y los sitiadores se retiraron, sin protestar. Momentos después, Emilio y Laura, Alberto y Helena, giraban también, lentamente, tomados de la mano.
— Creí que ya no ibas a venir.
— No pude salir antes mi mamá estaba sola y tuve que esperar a mi hermana, que había ido al cine. Y no puedo quedarme mucho rato. Tengo que volver a las ocho.
— ¿Nada más que hasta las ocho? Pero si casi son las siete y media.
— Todavía no. Sólo son las siete y cuarto.
— Es lo mismo.
— ¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor?
— No, pero trata de comprender mi situación, Helena. Es terrible.
— ¿Que cosa es terrible? No entiendo lo que quieres decir.
— Quiero decir la situación de nosotros. No nos vemos nunca.
— ¿No ves? Te advertí que iba a pasar esto. Por eso no quería aceptarte.
— Pero eso no tiene nada que ver. Si estamos juntos, lo más natural es que nos veamos un poco. Cuando no eras m enamorada te dejaban salir como a las otras chicas. Pero ahora te tienen encerrada, ni que fueras una criatura. Yo creo que la culpa es de Inés.
— No hables mal de mi hermana, no me gusta que se metan con mi familia.
— Yo no me meto con tu familia, pero tu hermana es una antipática. Me odia.
— ¿A ti? Ni sabe cómo te apellidas.
— Eso crees. Siempre que la veo en el Terrazas, la saludo y no me contesta. Pero varias veces la he pescado mirándome a la disimulada.
— A lo mejor le gustas.
— ¿Quieres dejar de burlarte de mí? ¿Qué te pasa?
— Nada.
Alberto aprieta levemente la mano de Helena y la mira a los ojos; ella está muy seria.
— Trata de comprenderme, Helena. ¿Por qué eres así?
— ¿Cómo soy? — responde ella, con sequedad.
— No sé, a ratos parece que te molestara estar conmigo. Y–Yo estoy cada vez más enamorado de ti. Por eso me desespera no verte.
— Yo te lo advertí. No me eches la culpa.
— He estado tras de ti más de dos años. Y cada vez que me largabas, pensaba: «pero algún día me hará caso y entonces me olvidaré de los malos ratos que estoy pasando». Pero ha resultado peor. Antes, al menos te veía seguido.
— ¿Sabes una cosa? No me gusta que me hables así.
— ¿Que te hable cómo?
— Que me digas eso. Hay que ser un poco orgulloso. No me ruegues.
— Si no te estoy rogando. Te digo la verdad. ¿Acaso no eres mi enamorada? ¿Para qué quieres que sea orgulloso?
— No lo digo por mí, sino por ti. No te conviene.
— Yo soy como soy.
— Bueno, allá tú.
Él vuelve a apretarle la mano y trata de encontrar sus ojos, pero esta vez ella rehuye la mirada. Está mucho más seria y grave.
— No peleemos–dice Alberto-. Estamos tan poco juntos.
— Tengo que hablar contigo–dice ella, bruscamente.
— Sí. ¿Qué cosa?
— He estado pensando.
— ¿Pensando en qué, Helena?
— En que mejor sería que quedáramos como amigos.
— ¿Como amigos? ¿Quieres pelear conmigo? ¿Por lo que te he dicho? No seas sonsa. No me hagas caso.
— No, no era por eso. Lo pensé desde antes. Creo que mejor estábamos como antes. Somos muy distintos.
— Pero a mí eso no me importa. Yo estoy enamorado de ti, seas como seas.
— Pero yo no. Lo he pensado mejor y no estoy enamorada de ti.
— Ah–dice Alberto–Ah, bueno.
Siguen en la rueda, avanzando lentamente; han olvidado que están de la mano. Recorren todavía unos veinte metros, mudos y sin mirarse, A la altura de la pileta, ella abre apenas los dedos, sin ninguna violencia, como sugiriendo algo, y él comprende y la suelta. Pero no se detienen. Así, uno junto al otro y siempre callados, dan toda una vuelta al Parque, mirando a las parejas que vienen en dirección opuesta, sonriendo a los conocidos. Cuando llegan a la avenida Larco, se detienen. Se miran.
— ¿Lo has pensado bien? — dice Alberto.
— Sí–responde ella-. Creo que sí.
— Bueno. En ese caso no hay nada que decir.
Ella asiente y sonríe un segundo, pero luego adopta nuevamente un rostro de circunstancias. Él le estira la mano. Helena te alcanza la suya y dice, con voz muy amable y aliviada:
— ¿Pero seguiremos como amigos, no?
— Claro–responde él-. Claro que sí.
Alberto se aleja por la avenida, entre el dédalo de coches estacionados con el parachoque tocando el sardinel del Parque. Va hasta Diego Ferré y tuerce. La calle está vacía. Camina por el centro de la pista, a trancos largos. Antes de llegar a Colón escucha pasos precipitados y una voz que lo llama por su nombre. Se vuelve. Es el Bebe.
— Hola–dice Alberto-. ¿Qué haces aquí? ¿Y Matilde?
— Ya se fue. Tenía que volver temprano.
El Bebe se acerca y da–una palmada a Alberto, en el hombro. Luce una cara amistosa, fraternal.
— Lo siento por lo de Helena–le dice-. Pero creo que es mejor. Esa chica no te conviene.
— ¿Cómo sabes? Si acabamos de pelear.
— Yo sabía desde anoche. Todos sabíamos. Pero no te dijimos nada, para no amargarte.
— No te entiendo, Bebe. Háblame claro, por favor.
— ¿No te vas a amargar?
— No hombre, dime de una vez qué pasa.
— Helena se muere por Richard.
— ¿Richard?
— Sí, ese de San Isidro.
— ¿Quién te ha dicho eso?
— Nadie. Pero todos se han dado cuenta. Anoche estuvieron juntos donde Nati.
— ¿Quieres decir en la fiesta de Nati? Mentira, Helena no–Sí fue, eso es lo que no queríamos decirte.
— Me dijo que no iba a ir.
— Por eso te digo que esa chica no te convenía.
— ¿Tú la viste?
— Sí. Estuvo bailando toda la noche con Richard. Y Ana se acercó a decirle: ¿ya peleaste con Alberto? Y ella le dijo, no, pero peleo mañana de todas maneras. No te vayas a amargar por lo que te he contado.
— Bah–dice Alberto–Me importa un pito. Ya me estaba cansando de Helena, te juro.
— Buena, hombre–dice el Bebe y le da otra palmada–Así me gusta–Lánzate sobre otra chica, ésa es la mejor venganza, la que más arde, la más dulce. ¿Por qué no le caes a la Nati? Está regia. Y ahora está solita.
— Sí–dice Alberto–Tal vez. No es mala idea.
Recorren la segunda cuadra de Diego Ferré y en la puerta de la casa de Alberto se despiden. El Bebe lo palmea dos o tres veces, en señal de solidaridad. Alberto entró y tomó directamente la escalera hacia su cuarto. La luz estaba encendida. Abrió la puerta; su padre, de pie, tenía la libreta de notas en la mano; su
madre, sentada en la cama, parecía pensativa.
— Buenas–dijo Alberto.
— Hola, joven–dijo el padre.
Vestía de oscuro, como de costumbre y parecía recién afeitado. Sus cabellos brillaban. Tenía una expresión aparentemente dura, pero sus ojos perdían por instantes la gravedad y, ansiosos, se proyectaban sobre los zapatos relucientes, la corbata de motas grises, el albo pañuelo del bolsillo, las manos impecables, los puños de la camisa, los pliegues del pantalón. Se examinaba con una mirada ambigua, inquieta y complacida, y luego los ojos recuperaban la supuesta dureza.
— Vine más temprano–dijo Alberto-. Me dolía un poco la cabeza.
— Debe ser la gripe–dijo la madre-. Acuéstate, Albertito.
— Antes, vamos a hablar un poco, jovencito–dijo el padre, agitando la libreta de notas-. Acabo de leer esto.
— Algunos cursos están mal–dijo Alberto-. Pero lo importante es que salvé el año.
— Cállate–dijo el padre-. No digas estupideces. (La madre lo miró, contrariada.) Esto no ha ocurrido nunca en mi familia. Se me cae la cara de vergüenza. ¿Sabes cuánto tiempo hace que nosotros ocupamos los primeros puestos en el colegio, en la Universidad, en todas partes? Hace dos siglos. Si tu, abuelo hubiera visto esta libreta, se habría muerto de la impresión.
— También mi familia–protestó la madre-. ¿Qué te crees? Mi padre, fue ministro dos veces.
— Pero esto se acabó–dijo el padre, sin prestar atención a la madre–Es un escándalo. No voy a dejar que eches mi apellido por el suelo. Mañana comienzas tus clases con un profesor particular para prepararte al ingreso.
— ¿Ingreso a dónde? — preguntó Alberto.
— Al Leoncio Prado. El internado te hará bien.
— ¿Interno? — Alberto lo miró asombrado.
— No me convence del todo ese colegio–dijo la madre-. Se puede enfermar. El clima de la Perla es muy húmedo.
— ¿No te importa que vaya a un colegio de cholos? — dijo Alberto.
— No, si es la única manera de que te compongas–dijo el padre–Con los curas puedes jugar, pero no con los militares. Además, en mi familia todos hemos sido siempre muy demócratas. Y, por último, el que es gente es gente en todas partes. Ahora acuéstate y desde mañana a estudiar. Buenas noches.
— ¿A dónde vas? — exclamó la madre.
— Tengo un compromiso urgente. No te preocupes. Volveré temprano.
— Pobre de mí–suspiró la madre, inclinando la cabeza.
Pero cuando rompimos filas me hice el disimulado. Ven Malpapeada, perrita, qué graciosa eres, chusquita, ven. Y vino. Todo es culpa suya, por confiada, si en ese momento se escapa después hubiera sido otra cosa. Me compadezco de ella. Pero al ir al comedor todavía estaba furioso, me importaba un pito que la Malpapeada estuviera en el pasto con su pata encogida. Se va a quedar coja, estoy casi seguro. Mejor le hubiera salido sangre, esas heridas se curan, la piel se cierra y queda sólo una cicatriz. Pero no le salió sangre, ni ladró. La verdad, yo le había tapado el hocico con una mano y con la otra le daba vueltas a la pata, como al pescuezo de la gallina que se tiró el serrano Cava, pobre. Le estaba doliendo, sus Ojos decían que le estaba doliendo, toma perra para que aprendas a fregar cuando estoy en la fila, para que te aproveches, soy tu pata pero no tu cholito, nunca muerdas cuando hay oficiales delante. La perra temblaba calladita pero sólo cuando la solté me di cuenta que la había fregado, no podía pararse, se caía y su pata se había arrugado, se levantaba y se caía, se levantaba y se caía, y comenzó a aullar suavecito y de nuevo me dieron ganas de zumbarle. Pero en la tarde me vino la compasión, cuando al volver de las aulas la encontré quietecita en la hierba, en el mismo sitio de la mañana. Le dije: «venga acá, perra malcriada, venga a pedirme perdón». Ella se levantó y se cayó, dos o tres veces se levantó y se cayó y al fin pudo moverse, pero sólo con tres patas y cómo aullaba, seguro le dolía muchísimo. La he fregado, se quedará coja para siempre. Me dio pena y la cargué y quise sobarle la pata y dio un chillido, así que dije tiene algo quebrado, mejor ni la toco. La Malpapeada no es rencorosa, todavía me lamía la mano y se quedaba con la cabeza colgando entre mis brazos, yo comencé a arañarle el pescuezo y la barriga. Pero apenas la ponía en el suelo para hacerla caminar se caía o sólo daba un brinquito y le resultaba difícil hacer equilibrio con tres patas y aullaba, se nota que cuando hace cualquier esfuerzo lo siente en la pata que le machuqué. El serrano Cava no quería a la Malpapeada, la detestaba. Varias veces lo pesqué tirándole piedras, pateándola al descuido cuando yo no lo veía. Los serranos son bien hipócritas y en eso Cava era bien serrano. Mi hermano siempre dice: si quieres saber si un tipo es serrano, míralo a los ojos, verás que no aguanta y tuerce la vista. Mi hermano los conoce bien, para algo ha sido camionero. De chico yo quería ser camionero como él. Iba a la sierra, a Ayacucho, dos veces por semana, para regresar al día siguiente y eso durante años, y no recuerdo una sola vez que no llegara hablando pestes de los serranos. Se tomaba unas copas y ahí mismo empezaba a buscar un serrano, para zumbarle. Dice que lo pescaron borracho y debe ser la pura verdad, me parece imposible que si lo agarran seco lo hubieran machucado en esa forma. Algún día iré a Huancayo y sabré quiénes fueron y les pesará en el alma lo que le hicieron. Oiga, dijo el policía, ¿aquí vive la familia Valdivieso? Sí, le contesté, si es que habla de la familia de Ricardo Valdivieso y me acuerdo que mi madre me ' jaló de las cerdas y me metió adentro y se adelantó toda asustada y mirando al cachaco con una desconfianza le dijo: «hay muchos Ricardo Valdivieso en el mundo y además nosotros no tenemos que pagar las culpas de nadie. Somos pobres, pero honrados, señor policía, usted no tiene que hacer caso de lo que dice la criatura». Pero yo ya tenía más de diez años, no era ninguna criatura. El cachaco se rió y dijo: 1 no es que Ricardo Valdivieso haya hecho nada, sino que está en la Asistencia Pública más cortado que una lombriz. Lo han chaveteado por todas partes y dijo que avisaran a la familia». «Fíjate cuánta plata queda en esa botella, me dijo mi madre. Habrá que llevarle unas naranjas.» Por gusto le compramos fruta, ni pudimos dársela, estaba todo vendado, sólo se le veían los ojos. El policía ese estuvo conversando con nosotros y nos decía, qué tal bruto, ¿usted sabe señora dónde lo cortaron? En Huancayo. ¿Y sabe dónde lo recogieron? Cerca de Chosica, qué tal bruto. Se subió a su camión y se vino a Lima lo más fresco. Cuando lo encontraron ahí, salido de la carretera, se había quedado dormido sobre el timón, yo creo que más de borracho que de herido. Y si usted viera cómo está ese camión, todo pegajoso de la sangre que este bruto vino chorreando por el camino, señora, perdóneme que se lo diga, pero es un bruto como no hay dos. ¿Usted sabe lo que le dijo el doctor? Todavía estás borracho, hombre, tú no has venido desde Huancayo en ese estado, te hubieras más que muerto a medio camino, si te han metido más de treinta chavetazos. Y mi madre le decía, «sí señor policía, su padre también era así, una vez me lo trajeron medio muerto, casi ni podía hablar y quería que le fuera a comprar más licor y como no podía levantar los brazos de tanto que le dolían, yo misma tenía que meterle a la boca la botella de pisco, se da usted cuenta qué familia. El Ricardo ha salido a su padre, para mi desgracia. Un día, como su padre se irá y no volveremos a saber dónde anda ni qué hace. En cambio, el padre de éste (y me dio un manazo) era tranquilo, un hombre de su casa, todo lo contrario del otro. De su trabajo a su hogar y al fin de la semana me entregaba su sobre con la plata y yo le daba para sus cigarrillos y sus pasajes y el resto lo guardaba. Un hombre muy distinto del otro, señor policía, y casi no probaba licor. Pero mi hijo mayor, quiero decir ese que está ahí vendado, le tenía tirria. Y le hacía pasar muy malos ratos. Cuando el Ricardo, que todavía era un muchacho, llegaba tarde, mi pobre compañero se ponía a temblar, ya sabía que este bruto vendría borracho y empezaría a preguntar ¿dónde está ese señor que dice que es mi padrastro para conversar un poquito con él? Y mi pobre compañero se escondía en la cocina, hasta que el Ricardo lo encontraba y lo hacía correr por toda la casa. Y tanto lo cargó, que éste también se me fue. Pero con razón.» Y el cachaco se reía como una chancha de contento y el Ricardo se movía en su cama, furioso de no poder abrir la boca para decirle a su madre que se callara y no lo hiciera quedar tan mal. Mi madre le regaló una naranja al cachaco y las otras las llevamos a la casa. Y cuando el Ricardo se curó me dijo: «cuídate siempre de los serranos, que son lo más traicionero que hay en el mundo. Nunca se te paran de frente, siempre hacen las cosas a la mala, por detrás. Esperaron que yo estuviera bien borracho, con pisco que ellos mismos me convidaron, para echárseme encima. Y ahora como me han quitado el brevete, no podré volver a Huancayo a arreglarles cuentas». Será por eso que los serranos siempre me han caído atravesados. Pero en el colegio había pocos, dos o tres. Y estaban acriollados. En cambio, cómo me chocó cuando entré aquí la cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos, cuzqueños, huancaínos, carajo y son serranos completitos, como el pobre Cava. En la sección hay varios pero a él se le notaba más que a nadie. ¡Qué pelos! No me explico cómo un hombre puede tener esos pelos tan tiesos. Me consta que se avergonzaba. Quería aplastárselos y se compraba no sé qué brillantina y se bañaba en eso la cabeza para que no se le pararan los pelos y le debía doler el brazo de tanto pasarse el peine y echarse porquerías. Ya parecía que se estaban asentando, cuando, juácate, se levantaba un pelo, y después otro, y después cincuenta pelos, y mil, sobre todo de las patillas, ahí es donde los pelos se les paran como alas a los serranos y también atrás, encima del cogote. El serrano Cava ya estaba medio loco de tanto que lo batían por sus pelos y su brillantina que echaba un olor salvaje a podredumbre. Siempre voy a acordarme de tanto que lo batían cuando aparecía con su cabeza brillando y todos lo rodeaban y comenzaban a contar, uno, dos, tres, cuatro, a grito pelado, y antes que llegáramos a diez ya habían saltado los pelos, y él aguantando verde y los pelos saltando uno tras otro y antes que contáramos cincuenta todos sus pelos estaban como un sombrero de espinas. Eso es lo que más los friega, la pelambre. Pero a Cava más que a los otros, qué manera de tener pelos, casi no se le ve la frente, le crecen sobre las cejas, no debe ser cómodo tener esa peluca, ser un hombre sin frente, y eso era otra cosa que le fregaba mucho. Una vez lo encontraron afeitándose la frente, el negro Vallano, creo. Entró a la cuadra y dijo: «corran que el serrano Cava se está sacando los pelos de la frente, es algo que vale la pena». Fuimos corriendo al baño de las aulas, porque hasta ahí se había ido para que nadie lo pescara, y ahí estaba el serrano con la frente enjabonada como si fuera la barba, y se metía la navaja con mucho cuidadito para no cortarse y qué tal manera de batirlo. Se puso medio loco de cólera y ésa fue la vez que se trompeó con el negro Vallano, ahí mismo, en el baño. Qué manera de sonarse, pero el negro era más fuerte, le dio sin misericordia. Y el Jaguar dijo: «oigan, tanto que quiere quitarse los pelos, por qué no lo ayudamos». No creo que hiciera bien, el serrano era del Círculo, pero él no pierde la oportunidad de fregar. Y el negro Vallano, que estaba enterito a pesar de la pelea, fue el primero que se lanzó sobre el serrano y después yo y cuando lo tuvimos bien cogido, el Jaguar le echó la misma espuma que quedaba en la brocha, le embadurnó toda la frente peluda y cerca de media cabeza y comenzó a afeitarlo. Quieto serrano, la navaja se te va a meter al cráneo si te mueves. El serrano Cava hinchaba los músculos bajo mis brazos, pero no podía moverse y miraba al Jaguar con una furia. Y el Jaguar, rapa y rapa, aféitale media mitra, qué manera de batir. Y después el serrano se quedó quieto y el Jaguar le limpió la espuma con pelos y de pronto le aplastó la mano en la cara:”come, serrano, no tengas asco, espumita rica, come». Y qué manera de reírnos cuando se paró y corrió a mirarse en el espejo. Creo que nunca me he reído tanto como esa vez, al ver a Cava caminando delante de nosotros por la pista de desfile, con la mitad de la cabeza afeitada y la otra mitad con los pelos tiesos, y el poeta daba saltos y gritaba: «aquí está el último mohicano, den parte a la Prevención», y todo el mundo se acercaba y el serrano iba rodeado de cadetes que lo señalaban con el dedo y en el patio lo vieron dos suboficiales y también comenzaron a reírse y entonces al serrano no le quedó más remedio que reírse. Y después en la fila el teniente Huarina dijo: "¿qué les pasa, mierdas, que andan riéndose como locas? A ver, brigadieres, vengan aquí». Y los brigadieres, nada mi teniente, efectivo completo y los suboficiales dijeron: «un cadete de la primera anda con la cabeza medio pelada–y Huarina dijo: «aquí el cadete». No había quién se aguantara la risa cuando el serrano Cava se cuadró frente a Huarina y éste le dijo «quítese la cristina» y él se la quitó. «Silencio, dijo Huarina, ¿qué es eso de reírse en la formación?», pero él también miraba la cabeza del serrano y se le torcía la boca. "¿Qué ha pasado, oiga?», y el serrano, nada mi teniente, cómo que nada, usted cree que el colegio Militar es un circo, no mi teniente, por qué tiene la cabeza así, me he cortado el pelo por el calor mi teniente, y Huarina entonces se rió y le dijo a Cava: «es usted una putita perdida, pero éste no es un colegio de locas, vaya a la peluquería y que lo rapen, así se le van a quitar los calores y no saldrá hasta que tenga el pelo como dice el reglamento». Pobre serrano, no era mala gente, después nos llevamos bien. Al principio me caía mal, sólo por ser serrano, por las cosas que le hicieron al Ricardo. Siempre andaba batiéndolo. Cuando se reunía el Círculo y había que sortear a uno que zumbara a uno de cuarto y salía el serrano, yo decía mejor elegimos a otro, éste se hará chapar y nos caerán encima. Y Cava se quedaba callado, asimilando. Y después cuando el Círculo se deshizo y el Jaguar nos propuso: «el Círculo se acabó pero si quieren formamos otro, nosotros cuatro», yo dije nada con serranos, son unos cobardes y el Jaguar dijo: «esto, hay que arreglarlo de una vez, nada de estas bromas entre nosotros». Lo llamó a Cava y le dijo: «el Boa nos ha dicho que eres un cobarde y que no debes formar parte de] Círculo, tienes que demostrarle que está equivocado». Y el serrano dijo bueno. Esa noche nos fuimos los cuatro al estadio, y nos quitamos las hombreras para que al pasar por cuarto y quinto no vieran que éramos perros y nos llevaran a tender camas. Y logramos pasar y llegamos al estadio y el Jaguar dijo: «peleen sin decir lisuras ni gritar, las cuadras de cuarto y quinto están llenas de hijos de perra a estas horas». Y el Rulos dijo: «mejor sería que se quitaran las camisas, no vayan a romperla y mañana hay revista de prendas». Así que nos quitamos las camisas y el Jaguar dijo: «comiencen cuando quieran». Yo ya sabía que el serrano no podía, pero cómo iba a pensar que resistiera tanto. Eso también había sido cierto, los serranos son bien duros para el castigo, aunque no lo parezcan, siendo tan bajitos. Y Cava es bajo, pero eso sí, muy maceteado. No tiene cuerpo, es todo cuadrado, ya me había fijado. Y cuando le daba, parecía que no le hacía nada, aguantaba lo más fresco. Pero es muy bruto, muy serrano, se me prendía del pescuezo y la cintura y no había modo de zafarse, le molía la espalda y la cabeza para que se alejara, pero al ratito volvía como un toro, qué resistencia. Y daba pena ver lo poco ágil que era. Eso también lo sabía, los serranos no saben usar los pies. Sólo los chalacos manejan las patas como se debe, mejor que las manos, ellos deben haber inventado la chalaca, pero no es fácil, cualquiera no levanta las dos patas a la vez y las planta en la cara del enemigo. Los serranos pelean sólo con las dos manos. Ni siquiera saben usar la cabeza como los criollos, y eso que la tienen dura. Creo que los chalacos son los mejores peleadores del inundo. El Jaguar dice que es de Bellavista, pero yo creo que es chalaco, en todo caso está tan cerquita. No conozco a nadie que maneje como él la cabeza y los pies. Casi no usa las manos para pelear, chalaca y cabezazo todo el tiempo, no quisiera pelearme nunca con el Jaguar. Mejor paramos, serrano, le dije. «Como tú quieras, me contestó, pero nunca más digas que soy un cobarde.» «Pónganse las camisas, dijo el Rulos, y límpiense las caras, ahí viene alguien, creo que son suboficiales.» Pero no eran suboficiales sino cadetes de quinto. Y eran cinco. "¿Por qué están sin cristinas?», dijo uno. «Ustedes son de cuarto o perros, no disimulen.» Y otro gritó: «cuádrense y vayan sacando la plata y los cigarrillos». Yo estaba muy cansado, me quedé quieto mientras el tipo ése me rebuscaba los bolsillos. Pero el que estaba registrando al Rulos dijo: «éste está lleno de plata y de incas, qué tesoro». Y el Jaguar les dijo, con su risita: «ustedes son muy valientes porque están en quinto, ¿no?». Y uno preguntó: "¿qué ha dicho este perro?». No se les veían las caras porque estaba oscuro. Y otro tipo dijo: "¿quiere repetir lo que ha dicho, perro?». Y el Jaguar le dijo: «si usted no estuviera en quinto, mi cadete, seguro que no se atrevía a sacarnos la plata y los cigarrillos». Y los cadetes se rieron. Le preguntaron: "¿usted es muy maldito, por lo que parece?». «Sí, les dijo el Jaguar. Una barbaridad de maldito. Y también creo que no se atreverían a meterme las manos al bolsillo si estuviéramos en la calle.» «Qué me cuentan, qué me cuentan», dijo otro, "¿oyen lo que estoy oyendo?». Y otro dijo: «si usted quiere, cadete, podría quitarme las insignias y tirarlas al suelo y se me ocurre que también sin insignias le meto la mano donde se me antoje». «No, mi cadete, dijo el Jaguar, no creo que se atrevería.» «Vamos a probar», dijo el cadete. Y se quitó el sacón y las insignias y al ratito el Jaguar lo había tumbado y lo machucaba contra el suelo, así que el tipo se puso a gritar: " ¡qué esperan para ayudarme!». Y los otros se echaron sobre el Jaguar y el Rulos dijo: «esto sí que no lo permito». Y yo me fui sobre el montón, qué pelea más rara, nadie veía nada, y a ratos me caían como pedradas y yo pensaba: «se me hace que son las patas del Jaguar». Y ahí estuvimos en el cargamontón hasta que sonó el pito y todos salimos corriendo. Qué manera de estar molidos. En la cuadra, cuando nos quitamos las camisas, los cuatro estábamos hinchados de arriba abajo y nos moríamos de risa. Toda la sección se amontonó en el baño y decían: «cuenten». Y el poeta nos echó pasta de dientes en la cara para bajar la hinchazón. Y en la noche el Jaguar dijo: «ha sido como el bautizo del nuevo Círculo». Y después yo fui hasta la cama del pobre Cava y le dije: «oye, quedemos como amigos». Y él me dijo: «por supuesto».
Bebieron las Colas sin hablar. Paulino los miraba descaradamente, con sus ojos malignos. El padre de Arana bebía del pico de la botella, a tragos cortos; a veces, se quedaba con la botella suspendida sobre la boca y los ojos ausentes. Reaccionaba haciendo una mueca y volvía a tornar otro trago. Alberto bebía sin ganas, el gas le hacía cosquillas en el estómago. Procuraba no hablar, temía que el hombre se lanzara a nuevas confidencias. Miraba a un lado y a otro. No se veía a la vicuña, probablemente estaba en el estadio. El animal huía al otro extremo del colegio cuando los cadetes estaban libres. Durante las clases, en cambio, venía a recorrer el campo de hierba a pasos lentos y gimnásticos. El padre de Arana pagó las bebidas y dio a Paulino una propina. El edificio de las aulas no se veía, aún estaban sin encender las luces de la pista de desfile y la neblina había descendido hasta el suelo.
— ¿Sufría mucho? — preguntó el hombre-. El sábado, al traerlo aquí. ¿Sufría mucho?
— No, señor. Estaba desmayado. Lo subieron a un coche en la avenida Progreso. Y lo trajeron directamente a la enfermería.
— Sólo nos avisaron el sábado en la tarde–dijo el hombre, con voz fatigada-. A eso de las cinco. Hacía como un mes que no salía y su madre quería venir a verlo. Siempre lo castigaban por una cosa u otra. Yo pensaba que eso lo obligaba a estudiar más. Nos llamó por teléfono el capitán Garrido. Fue algo duro para nosotros, joven. Vinimos al instante, casi choco en la Costanera. Y ni siquiera nos dejaron estar con él. Eso no habría ocurrido en una clínica.
— Si ustedes quisieran, podrían llevarlo a otra clínica. No se atreverán a prohibirles eso.
— El médico dice que ahora no se lo puede mover. Está muy grave, ésa es la verdad, para qué engañarse.
Su madre se va a volver loca. Está furiosa conmigo, sabe usted, eso es lo más injusto, por lo del viernes.
Las mujeres son así, todo lo tergiversan. Si yo he sido severo con el muchacho, ha sido por su bien. Pero el viernes no pasó nada, una tontería. Y me lo saca en cara todo el tiempo.
— Arana no me contó nada–dijo Alberto-. Y eso que siempre me hablaba de sus cosas.
— Le digo que no pasó nada. Vino a la casa por unas horas, le habían dado un permiso no sé por qué.
Hacía un mes que no salía. Y apenas llegó quiso ir a la calle. Era una desconsideración, no es cierto, qué es eso de llegar y salir disparado de su casa. Le dije que se quedara con su madre, que tanto se desespera
cuando no sale. Nada más, fíjese si no es una tontería. Y ahora ella me dice que yo lo martiricé hasta el final, ¿no es injusto y estúpido?
— Su señora debe estar nerviosa–dijo Alberto-. Es natural. Una cosa así…
— Sí, sí–dijo el hombre-. No hay manera de convencerla que descanse. Se pasa todo el día en la enfermería, esperando al médico. Y para nada. Apenas nos habla, fíjese. Calma, un poco de paciencia señores, estamos haciendo todo lo posible, ya les avisaremos. El capitán puede ser muy amable, nos quiere tranquilizar, pero hay que ponerse en nuestro caso. Parece tan increíble, después de tres años, ¿cómo le puede ocurrir a un cadete un accidente así?
— Es decir–dijo Alberto-. No se sabe. Mejor dicho…
— El capitán nos explicó–dijo el hombre–Lo sé todo. Ya sabe usted, los militares son partidarios de la franqueza. Al pan pan y al vino vino. No hablan con rodeos.
— ¿Le contó todo con detalles?
— Sí–dijo el padre-. Se me ponían los pelos de punta. Parece que el fusil chocó cuando él apretaba el gatillo. ¿Se da usted cuenta? En parte es culpa del colegio. ¿Qué clase de instrucción les dan?
— ¿Le dijo que se había disparado él mismo? — lo interrumpió Alberto.
— Fue un poco brusco en eso–dijo el hombre-. No debió decirlo delante de su madre. Las mujeres son débiles. Pero los militares no tienen pelos en la lengua. Yo quería que mi hijo fuera así, una roca. ¿Sabe lo que nos dijo? En el Ejército los errores se pagan caros, así, tal como se lo cuento. Y nos dio explicaciones, que los peritos revisaron el arma, que todo funciona perfectamente, que la culpa fue sólo del muchacho.
Pero yo tengo mis dudas. Yo pienso que la bala se escapó por accidente. En fin, uno no puede saber. Los militares entienden de estas cosas más que uno. Además, ahora qué importa.
— ¿Le dijo todo eso? — insistió Alberto.
El padre de Arana lo miró.
— Sí. ¿Por qué?
— Por nada–repuso Alberto-. Nosotros no vimos. Estábamos en el cerro.
— Me disculpan–dijo Paulino-. Pero tengo que cerrar.
— Será mejor que vuelva a la enfermería–dijo el hombre–Tal vez ahora podamos verlo un rato.
Se levantaron y Paulino les hizo un saludo con la mano. Volvieron a avanzar sobre la hierba. El padre de Arana caminaba con las manos a la espalda; se había subido las solapas del saco. «El Esclavo nunca me habló de él», pensó Alberto. «Ni de su madre.»
— ¿Puedo pedirle un favor? — dijo-. Quisiera ver a Arana un momento. No digo ahora. Mañana, o pasado, cuando esté mejor. Usted podría hacerme entrar a su cuarto diciendo que soy un pariente, o un amigo de la familia.
— Sí–dijo el hombre-. Ya veremos. Hablaré con el capitán Garrido. Parece muy correcto. Un poco estricto, como todos los militares. Después de todo, es su oficio.
— Sí–dijo Alberto-. Los militares son así.
— ¿Sabe? — dijo el hombre-. El muchacho está muy resentido conmigo. Yo lile doy cuenta. Le hablaré y si no es bruto comprenderá que todo ha sido por su bien. Verá que las responsables son su madre y la vieja loca de Adelina.
— ¿Es una tía suya, creo? — dijo Alberto.
— Sí–afirmó el hombre, enfurecido-. La histérica ésa. Lo crió como a una mujercita. Le regalaba muñecas y le hacía rizos. A mí no pueden engañarme. He visto fotos que le tomaron en Chiclayo. Lo vestían con faldas y le hacían rulos, a mi propio hijo, ¿comprende usted? Se aprovecharon de que yo estaba lejos.
Pero no se iban a salir con la suya.
— ¿Usted viaja mucho, señor?
— No–respondió brutalmente el hombre-. No he salido nunca (le Lima. Ni me interesa. Pero cuando yo lo recobré estaba maleado, era un inservible, un inútil. ¿Quién me puede culpar por haber querido hacer de él un hombre? ¿Eso es algo de que tengo que avergonzarme?
— Estoy seguro que sanará pronto–dijo Alberto–Seguro.
— Pero tal vez he sido un poco duro–prosiguió el hombre–Por exceso de cariño. Un cariño bien entendido.
Su madre y esa loca de Adelina no pueden comprender. ¿Quiere usted un consejo? Cuando tenga hijos, póngalos lejos de la madre. No hay nada peor que las mujeres para malograr a un muchacho.
— Bueno–dijo Alberto–Ya llegamos.
— ¿Qué pasa allá? — dijo el hombre-. ¿Por qué corren?
— Es el silbato–dijo Alberto». Para formar. Tengo que irme. — Hasta luego–dijo el hombre–Gracias por acompañarme.
Alberto echó a correr. Pronto alcanzó a uno de los cadetes que habían pasado antes. Era Urioste.
— Todavía no son las siete–dijo Alberto.
— El Esclavo ha muerto–dijo Urioste, jadeando–Estamos yendo a dar la noticia.
Esa vez mi cumpleaños cayó día de fiesta. Mi madre me dijo: «anda temprano donde tu padrino, que a veces se va al campo». Y me dio un sol para el pasaje. Fui hasta la casa de mi padrino, que vivía lejísimos, bajo el Puente, pero ya no estaba. Me abrió su mujer, que nunca nos había querido. Me puso mala cara y me dijo: «mi marido no está. Y no creo que venga hasta la noche, así que ni lo esperes». Regresé a Bellavista, de mala gana, tenía la ilusión de que mi padrino me regalara cinco soles, como todos los años. Pensaba comprarle a Tere una caja de tizas, pero esta vez como un regalo de a deveras, y también un cuaderno cuadriculado de cien páginas, su cuaderno de álgebra se había terminado. 0 decirle que fuéramos al cine, claro que también con su tía. Hasta saqué cuentas y con cinco soles me alcanzaba para tres plateas del Bellavista y todavía sobraban unos reales. Cuando llegué a la casa, mi madre me dijo: «tu padrino es un desgraciado, igual que su mujer. Seguro que se hizo negar el muy mezquino». Y yo pensé que tenía razón. Entonces mi madre me dijo: «ah, dice Tere que vayas. Vino a buscarte». "¿Ah, sí?, le dije yo; qué raro, ¿qué querrá?» Y de veras no sabía para qué me había buscado, era la primera vez que lo hacía y sospeché algo. Pero no lo que pasó. «Se ha enterado de mi cumpleaños y me va a felicitar», decía yo. Estuve en su casa de dos saltos. Toqué la puerta y me abrió la tía. La saludé y apenas me vio se dio media vuelta y regresó a la cocina. La tía siempre me trataba así, como si yo fuera una cosa. Me quedé un momento en la puerta abierta, sin atreverme a entrar, pero en eso apareció ella y venía sonriendo de una manera. «Hola, me dijo. Entra.» Yo sólo le dije: «hola», y me puse a sonreír sin ganas. «Ven, me dijo. Vamos a mi cuarto.» Yo la seguí, muy curioso y sin decirle nada. En su cuarto abrió un cajón y se volvió con un paquete en las manos y me dijo: «torna por tu cumpleaños». Yo le dije: "¿cómo supiste?». Y ella me contestó: «lo sé desde el año pasado». Yo no sabía qué hacer con el paquete, que era bien grande. Al fin, me decidí a abrirlo. Sólo tuve que desenvolverlo, pues no estaba atado, Era un papel marrón, el mismo que usaba el panadero de la esquina y pensé que a lo mejor ella se lo había pedido especialmente. Saqué una chompa sin mangas, casi el mismo color que el papel y ahí mismo comprendí que ella había pensado en eso, como tenía tanto gusto hizo que la chompa y la envoltura estuvieran de acuerdo. Dejé el papel en el suelo y a la vez que miraba la chompa le decía: «ah, pero es muy bonita. Ah, muchas gracias. Ali, qué bien está». Tere decía sí con la cabeza y parecía más contenta que yo mismo. «La tejí en el colegio, me dijo; en las clases de labor. Hice creer que era para mi hermano.» Y lanzó una carcajada. Quería decir que planeó lo del regalo hacía tiempo y que entonces ella también pensaba en mí cuando yo no estaba, y eso de hacerme un regalo mostraba que me tenía por algo más que un amigo. Yo le seguía diciendo «muchas gracias, muchas gracias» y ella se reía y me decía: "¿te gusta?, ¿de veras?; pero pruébatela». Me la puse y me estaba un poco corta, pero la estiré rápido para que no se notara y ella no lo notó, estaba tan contenta que se alababa a sí misma: «te queda muy bien, te queda muy bien y eso que no sabía tus medidas, las saqué al cálculo». Me quité la chompa y otra vez la envolví, pero no podía hacer el paquete y ella vino a mi lado y me dijo: «suelta, qué feo lo envuelves, déjame a mí». Y ella misma lo envolvió sin una arruga y me lo entregó y entonces me dijo: «tengo que darte el abrazo por tu cumpleaños». Y me abrazó y yo también la abracé y durante unos segundos sentí su cuerpo, y sus cabellos me rozaron la cara y otra vez oí su risa tan alegre. "¿No estás contento? ¿Por qué pones esa cara?», me preguntó y yo hice esfuerzos por reírme.
El primero en entrar fue el teniente Gamboa. Se había quitado la cristina en el pasillo, de modo que se limitó a cuadrarse y a hacer sonar los talones. El coronel estaba sentado en su escritorio. Tras él, Gamboa adivinaba en las tinieblas desplegadas más allá de la amplia ventana, la verja exterior del colegio, la carretera y el mar. Unos segundos después se oyeron pasos. Gamboa se retiró de la puerta y continuó en posición de firmes. Entraron el capitán Garrido y el teniente Huarina. También llevaban la cristina en la correa del pantalón, entre el primero y el segundo tirante. El coronel continuaba en el escritorio y no levantaba la vista. La habitación era elegante, muy limpia, los muebles parecían charolados. El capitán Garrido se volvió hacia Gamboa; sus mandíbulas latían armoniosamente. — ¿Y los otros tenientes? — No sé, mi capitán. Los cité para esta hora.
Momentos después entraron Calzada y Pitaluga. El coronel se puso de pie. Era mucho más bajo que todos los presentes y exageradamente gordo; tenía los cabellos casi blancos y usaba anteojos; tras los cristales se velan unos ojos grises, hundidos y desconfiados. Los miró uno por uno; los oficiales seguían
cuadrados.
— Descansen–dijo el coronel-. Siéntense.
Los tenientes esperaron que el capitán Garrido eligiera su asiento. Había varios sillones de cuero, dispuestos en círculo; el capitán ocupó el que estaba junto a una lámpara de pie. Los tenientes se sentaron a su alrededor. El coronel se acercó. Los oficiales lo miraban, un poco inclinados hacia él, atentos, serios, respetuosos.
— ¿Todo en orden? — dijo el coronel.
— Sí, mi coronel–repuso el capitán-. Ya está en la capilla. Han venido algunos familiares. La primera sección hace la guardia de honor. A las doce la reemplazará la segunda. Después las otras. Ya trajeron las coronas.
— ¿Todas? — dijo el coronel.
Sí, mi coronel. Yo mismo puse su tarjeta en la más grande. También trajeron la de los oficiales y la de la Asociación de padres de familia. Y una corona por año. Los familiares también enviaron coronas y flores.
— ¿Habló usted con el presidente de la Asociación para lo del entierro?
— Sí, mi coronel. Dos veces. Dijo que toda la Directiva asistiría.
— ¿Le hizo preguntas? — El coronel arrugó la frente-. Ese Juanes siempre está metiendo las narices en todo.
¿Qué le dijo?
— No le di detalles. Le expliqué que había muerto un cadete, sin indicar las circunstancias. Y le indiqué que habíamos encargado una corona en nombre de la Asociación y que debían pagarla con sus fondos.
— Ya vendrá a hacer preguntas–dijo el coronel, mostrando el puño–Todo el inundo vendrá a hacer preguntas. En estos casos siempre aparecen intrigantes y curiosos. Estoy seguro que esto llegará hasta el ministro.
El capitán y los tenientes lo escuchaban sin pestañear. El coronel había levantado la voz; sus últimas palabras eran gritos.
— Todo esto puede ser terriblemente perjudicial–añadió–El colegio tiene enemigos. Es su gran oportunidad. Pueden aprovechar una estupidez como ésta para lanzar mil calumnias contra el establecimiento y, por supuesto, contra mí. Es preciso tomar precauciones. Para eso los he reunido.
Los oficiales acentuaron la expresión de gravedad y asintieron con movimientos de cabeza.
— ¿Quién entra de servicio mañana?
— YO, mi coronel–dijo el teniente Pitaluga.
— Bien. En la primera formación leerá un Orden del Día. Tome nota. Los oficiales y el alumnado deploran profundamente el accidente que ha costado la vida al cadete. Especifique que se debió a un error de él mismo. Que no quede la menor duda. Que esto sirva de advertencia, para un cumplimiento más estricto del reglamento y de las instrucciones, etc. Redáctela esta noche y tráigame el borrador. Lo corregiré yo mismo. ¿Quién es el teniente de la compañía del cadete?
— Yo, mi coronel–dijo Garriboa–Primera compañía.
— Reúna a las secciones antes del entierro. Déles una pequeña conferencia. Lamentamos sinceramente lo sucedido, pero en el Ejército no se pueden cometer errores. Todo sentimentalismo es criminal. Usted se quedará a hablar conmigo de este asunto. Vamos a aclarar primero los detalles del entierro. ¿Estuvo con la familia, Garrido?
— Sí, mi coronel. Están de acuerdo en que sea a las seis de la tarde. Hablé con el padre. La madre está muy afectada.
— Irá sólo el quinto año–lo interrumpió el coronel–Recomienden a los cadetes discreción absoluta. Los trapos sucios se lavan en casa. Pasado mañana los reuniré en el Salón de Actos y les hablaré. Una tontería cualquiera puede desatar un escándalo. El ministro reaccionará mal cuando se entere, no faltará quien vaya a decírselo, ya saben que estoy rodeado de enemigos. Bien, vamos por partes. Teniente Huarina, encárguese de pedir camiones a la Escuela Militar. Usted vigilará el desplazamiento. Y la devolución de los camiones a la hora debida. ¿Entendido?
— Sí, mi coronel.
— Pitaluga, vaya a la capilla. Sea amable con los familiares. Yo iré a saludarlos dentro de un momento.
Que los cadetes de la guardia de honor observen la máxima disciplina. No toleraré la menor infracción durante el velorio o el entierro. Lo hago responsable. Quiero que el quinto año dé la impresión de sentir mucho la muerte del cadete. Eso constituye siempre una nota positiva.
— Por eso no se preocupe, mi coronel–dijo Gamboa -Los cadetes de la compañía están muy impresionados.
— ¿Sí? — dijo el coronel, mirando a Gamboa con sorpresa-. ¿Por qué?
— Son muy jóvenes mi coronel–dijo. Garrido–Los mayores tienen dieciséis años, sólo unos cuantos
diecisiete. Han vivido con él casi tres años. Es natural que estén impresionados.
— ¿Por qué? — insistió el coronel-. ¿Qué han dicho? ¿Qué han hecho? ¿Cómo sabe usted que están impresionados?
— No pueden dormir, mi coronel. He recorrido todas las secciones. Los cadetes están despiertos en sus camas, y hablan de Arana.
— ¡En las cuadras no se puede hablar después del toque de silencio! — gritó el coronel- ¿Cómo es posible que no lo sepa, Gamboa?
— Los he hecho callar, mi coronel. No hacen bulla, hablan en voz baja. Sólo se oye un murmullo. He ordenado a los suboficiales que recorran las cuadras.
— No me extraña que ocurran accidentes como éste en el quinto año–dijo el coronel, mostrando el puño nuevamente; pero su puño era blanco y pequeñito»no inspiraba respeto-: los propios oficiales fomentan la indisciplina.
Gamboa no respondió.
— Pueden retirarse–dijo el coronel, dirigiéndose a Calzada, Pitaluga y Huarina–Una vez más les recomiendo discreción absoluta.
Los oficiales se pusieron de pie, chocaron los talones y salieron. Sus pasos se perdieron en el corredor. El coronel se sentó en él sillón que ocupaba Huarina, pero al instante se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
— Bueno–dijo de pronto, deteniéndose–Ahora quiero saber lo que ha pasado. ¿Cómo ha sido?
El capitán Garrido miró a Gamboa y con un movimiento de cabeza le indicó que hablara. El teniente se volvió hacia el coronel.
— En realidad, mi coronel, todo lo que sé figura en el parte. Yo dirigía la progresión desde el otro extremo, en el flanco derecho. No vi ni sentí nada, hasta que llegamos cerca de la cumbre. El capitán tenía cargado al cadete.
— ¿Y los suboficiales? — preguntó el coronel-. ¿Qué hacían mientras usted dirigía la progresión? ¿Estaban ciegos y sordos?
— Iban a la retaguardia, mi coronel, según las instrucciones. Pero tampoco notaron nada. — Hizo una pausa y añadió, respetuosamente: — También lo indiqué en el parte.
— ¡No puede ser! — gritó el coronel; sus manos se elevaron en el aire y cayeron contra su prominente barriga; allí quedaron, asidas al cinturón. Hizo un esfuerzo por calmarse-. Es estúpido que me diga que nadie vio que un hombre caía herido. Ha debido gritar. Tenía decenas de cadetes a su alrededor. Alguien tiene que saber…
— No, mi coronel–dijo Gamboa–la distancia entre hombre y hombre era grande. Y los saltos se daban a toda carrera, Sin duda, el cadete cayó cuando se disparaba y los balazos apagaron sus gritos, si es que gritó. En ese terreno hay hierba alta y al caer quedó medio oculto. Los que venían detrás no lo vieron. He interrogado a toda 4a compañía.
El coronel se volvió hacia el capitán.
— ¿Y usted también estaba en la luna?
— Yo controlaba la progresión desde atrás, mi coronel–dijo el capitán Garrido, pestañeando; sus mandíbulas trituraban las palabras como dos moledoras. Hacía grandes ademanes–Los grupos avanzaban alternativamente. El cadete debe haber caído herido en el momento que su línea se arrojaba al suelo. Al siguiente silbato ya no pudo levantarse–Y permaneció medio enterrado en la hierba.
Probablemente estaba algo atrasado en relación con su columna y por eso la retaguardia, en el salto siguiente, lo dejó atrás.
— Todo eso está muy bien–dijo el coronel–Ahora díganme realmente lo que piensan.
El capitán y Gamboa se miraron, Hubo un silencio incómodo, que ninguno se atrevía a quebrar.
Finalmente, habló el capitán, en voz baja:
— Ha podido dispararse su propio fusil. — Miró al coronel–Es decir, al chocar contra el suelo, pudo engancharse el gatillo en el cuerpo.
— No–dijo el coronel–Acabo de hablar con el médico. No hay ninguna duda, la bala vino de atrás. Ha recibido el balazo en la nuca. Usted ya está viejo, sabe de sobra que los fusiles no se disparan solos. Eso está bien para decírselo a los familiares y evitar complicaciones. Pero los verdaderos responsables son ustedes. — El capitán y el teniente se enderezaron ligeramente en sus asientos. — ¿Cómo se efectuaba el fuego?
— Según las instrucciones, mi coronel — dijo Gamboa
Fuego de apoyo, alternado. Los grupos de asalto se protegían uno a otro. El fuego estaba perfectamente sincronizado. Antes de ordenar el tiro, yo comprobaba que la vanguardia estuviera a cubierto, que todos los cadetes se hallaran tendidos. Por eso dirigía la progresión desde el flanco derecho, para tener una visibilidad mayor. Ni siquiera había obstáculos naturales. En todo momento pude dominar el terreno donde operaba la compañía. No creo haber cometido ningún error, mi coronel.
— Hemos hecho el mismo ejercicio más de cinco veces este año, mi coronel–dijo el capitán–Y los de quinto lo han hecho más de quince veces desde que están en el colegio. Además, han realizado campañas más completas, con más riesgos. Yo señalo los ejercicios de acuerdo al programa elaborado por el mayor.
Nunca he ordenado maniobras que no figuren en el programa.
— Eso a mí no me importa–dijo el coronel, lentamente-. Lo que interesa es saber qué error, qué equivocación ha causado la muerte de] cadete. ¡Esto no es un cuartel, señores! — Levantó su puño blancuzco–Si le cae un balazo a un soldado, se le entierra y se acabó. Pero estos son alumnos, niños de su casa, por una cosa así se puede armar un tremendo lío. ¿Y si el cadete hubiera sido hijo de un general?
— Tengo una hipótesis, mi coronel–dijo Gamboa. El capitán se volvió a mirarlo con envidia–Esta tarde he revisado cuidadosamente los fusiles. La mayoría son viejos y poco seguros, mi coronel, usted ya sabe.
Algunos tienen desviada el alza, el guión, otros están con el interior del cañón ligeramente dañado. Esto no basta, claro está. Pero es posible que un cadete modificara la posición del alza, sin darse cuenta, y apuntara mal. La bala ha podido seguir una trayectoria rampante. Y el cadete Arana, por una desgraciada coincidencia, pudo estar en mala posición, mal cubierto. En fin, sólo es una hipótesis, mi coronel.
— La bala no cayó del cielo–dijo el coronel, más tranquilo, como si algo se hubiera resuelto–No me dice usted nada nuevo, la bala se le escapó a uno de la retaguardia. ¡Pero esos accidentes no pueden ocurrir aquí! Lleve mañana mismo todos los fusiles a la armería. Que cambien los inservibles. Capitán, encárguese de que en las otras compañías se haga también una revisión. Pero no ahora; dejemos pasar unos días. Y con mucha prudencia: no debe trascender una palabra de este asunto. Está en juego el prestigio del colegio, e incluso el del Ejército. Felizmente, los médicos han sido muy comprensivos.
Harán un informe técnico, sin hipótesis. Lo más sensato es mantener la tesis de un–error cometido por el propio cadete. Hay que cortar de raíz cualquier rumor, cualquier comentario. ¿Entendido?
— Mi coronel–dijo el capitán–Permítame hacerle observar que esta tesis me parece mucho más verosímil que la de un tiro de la retaguardia.
— ¿Por qué? — dijo el coronel- ¿Por qué más verosímil?
— Más aún, mi coronel. Yo me atrevería a afirmar que la bala salió del fusil del propio cadete. Es imposible que, apuntando a blancos situados a varios metros de altura sobre el terreno, la trayectoria de una bala sea rampante. El cadete ha podido accionar el gatillo inconscientemente, al caer sobre el fusil. He visto con mis propios ojos que los cadetes se arrojaban de manera defectuosa, sin ninguna técnica. Y el cadete Arana jamás se distinguió en las campañas.
— Después de todo, es posible–dijo el coronel, muy calmado-. Todo es posible en este mundo. ¿Y usted de qué se ríe, Gamboa?
— No me río, mi coronel. Perdóneme, pero se ha confundido.
— Así espero–dijo el coronel, palincándose el vientre y sonriendo, por primera vez–Y que esto les sirva de lección. El quinto año y sobre todo la primera compañía, nos ha dado malos ratos, señores. Hace unos días expulsamos a un cadete que robaba exámenes, rompiendo ventanas, como un gangster de película.
Ahora esto. Pongan mucho cuidado en el futuro. No hago amenazas, señores, entiéndanlo bien. Pero tengo una misión que cumplir aquí. Y ustedes también. Debemos cumplirla como militares, como peruanos. Sin contemplaciones ni sentimentalismos. Venciendo todos los obstáculos. Pueden retirarse, señores.
Una tarde que regresaba del colegio, el flaco Higueras me dijo: “¿no te importa que vayamos a otro sitio? Prefiero no entrar a esa cantina». Le dije que no me importaba y me llevó a un bar de la avenida Sáenz Peña, oscuro y sucio. Por una puerta muy pequeña, junto al mostrador, se pasaba a un salón grande. El flaco Higueras conversó un momento con el chino que atendía; parecían conocerse mucho. El flaco pidió dos cortos y cuando terminamos de beber, me preguntó mirándome muy serio, si yo era un hombre tan |
El capitán Garrido y el teniente Gamboa salieron. El coronel se quedó mirándolos, con expresión solemne, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Entonces, se rascó la barriga.
macho como mi hermano. «No sé, le dije, creo que sí. ¿Por qué?» «Me debes cerca de veinte soles, me respondió. ¿No es cierto?» Sentí una culebra en la espalda, ya no me acordaba que ese dinero era prestado y pensé, ahora me va a pedir que le pague y qué hago. Pero el flaco me dijo: «no es para cobrarte. Sólo que ya eres un hombre y necesitas plata. Yo puedo prestarte cuanto te falte. Pero para eso es necesario que la consiga. ¿Quieres ayudarme a conseguir plata?». Le pregunté qué tenía que hacer y me contestó: «es peligroso y si te da miedo, no hemos dicho nada. Hay una casa que yo conozco y está vacía. Es de gente rica, tienen para llenar no sé cuántos cuartos de billetes, así como Atahualpa, tú ya sabes eso». "¿Quieres decir robar?», le pregunté. «Sí, dijo el flaco. Aunque no me gusta esa palabra. Esa gente está podrida en plata y ni tú ni yo tenemos dónde caernos muertos. ¿Tienes miedo? No creas que quiero obligarte. ¿De dónde crees que conseguía tanto dinero tu hermano? Lo que tienes que hacer es muy fácil.» «No, le dije, perdóname, pero no quiero.» No tenía miedo pero me había agarrado de sorpresa y sólo pensaba cómo nunca me había dado cuenta de que mi hermano y el flaco Higueras eran ladrones. El flaco no me habló más del asunto, pidió otras dos copas y me ofreció un cigarrillo. Como siempre, me contó chistes. Era muy gracioso, cada día sabía nuevos cuentos colorados y los contaba muy bien, haciendo muecas y cambiando de voz. Abría tanto la boca para reírse que se veían sus muelas y su garganta. Yo lo escuchaba y también me reía, pero seguro notó en mi cara que pensaba en otra cosa, porque me dijo: "¿qué te pasa?; ¿te has puesto triste por lo que te propuse? Olvídate del asunto». Yo le dije: "¿Y si un día te pescan?». Él se puso serio. «Los soplones son muy brutos, me contestó. Y, además, son más ladrones que nadie. Pero, en fin, si me pescan me friego. Así son las cosas de la vida.» Yo quería seguir hablando de lo mismo y le pregunté: "¿y cuánto tiempo de cárcel te darían, si te pescan?». «No sé, dijo él, eso depende de ' la plata que tenga en el momento.» Y me contó que una vez pescaron a mi hermano, metiéndose a una casa de La Perla. Un cachaco que pasaba por ahí le sacó la pistola y le estuvo apuntando y le decía: «caminando para la comisaría, cinco metros adelante, o lo quemo a balazos, so ladrón». Y que mi hermano se echó a reír con gran concha y le dijo: "¿estás borracho? Me estoy entrando ahí porque la cocinera me espera en su cama. Si quieres ver, méteme la mano al bolsillo y verás». Y dice que el cachaco dudó un momento, pero después le dio curiosidad y se le acercó. Le puso la pistola en el ojo y mientras le hurgaba el bolsillo, le decía: «te mueves un milímetro y te hago polvo el ojo. Si no te mueres, te quedas tuerto, así que quieto». Y cuando sacó la mano tenía un fajo de billetes. Mi hermano se echó a reír y le dijo: «tú eres un cholo y yo soy un cholo, somos hermanos. Quédate con esa plata y déjame ir. Otro día vendré a ver a la cocinera». Y el cachaco le contestó: «me voy a mear, ahí detrás de esa pared. Si estás aquí cuando vuelva, te cargo a la comisaría por corromper a la autoridad». Y el flaco también me contó que una vez casi los agarran a los dos, por Jesús María. Los pescaron saliendo de una casa y un cachaco comenzó a tocar silbato y ellos corrían por los techos. Al fin se tiraron a un jardín y mi hermano se torció el pie y le gritó: «córrete que a mí ya me fundieron». Pero el flaco no quiso escaparse solo y lo fue arrastrando hasta uno de los buzones de las esquinas. Se metieron ahí y estuvieron apretados, casi sin respirar, no sé cuántas horas y después tomaron un taxi y vinieron al Callao. Después de esto dejé de ver al flaco Higueras varios días y pensé: «ya lo han cogido». Pero una semana más tarde volví a verlo, en la Plaza de Bellavista y volvimos a ir donde el chino a tomar una copa, a fumar y a conversar. Ese día no tocó el tema, ni tampoco el siguiente, ni los otros. Yo iba a estudiar todas las tardes donde Tere, pero no había vuelto a esperarla a la salida de su colegio porque no tenía plata. No me atrevía a pedirle al flaco Higueras y pasaba muchas horas pensando en la manera de conseguir unos soles. Una vez en el colegio nos pidieron comprar un libro y se lo dije a mi madre. Se puso furiosa, gritó que hacía milagros para que pudiéramos comer y que al año siguiente no volvería al colegio, porque ya tendría trece años y debía ponerme a trabajar. Me acuerdo que un domingo fui donde mi padrino, sin decir nada a mi madre. Tardé más de tres horas en llegar, tuve que atravesar a pie todo Lima. Antes de tocar la puerta de su casa, aguaité por la ventana a ver si lo descubría; tenía miedo que saliera su mujer, como la vez pasada, y lo negara. No salió su mujer, sino su hija, una flaca sin dientes. Me dijo que su padre estaba en la sierra y que no volvería antes de diez días. Así que no pude comprarme el libro, pero mis compañeros me lo prestaban y así hacía las tareas. Lo grave era no poder ir a buscar a Tere a su colegio, eso me tenía deprimido. Una tarde que estábamos estudiando y como su tía se había ido un momento al otro cuarto, ella me dijo: «ya nunca has vuelto a esperarme-. Y yo me puse rojo, y le dije: «pensaba ir mañana. ¿Siempre sales a las doce, no?». Y esa noche salí a la Plaza de Bellavista a buscar al flaco Higueras, pero no estaba. Se me ocurrió que andaría en el bar ése de la avenida Sáenz Peña y me fui hasta allá. La cantina estaba llena de gente y de humo y había borrachos que gritaban. Al verme entrar, el chino me gritó: largo de aquí, mocoso». Y yo le dije: «tengo que ver al flaco Higueras, es urgente». El chino entonces me reconoció y me señaló la puerta M fondo. El salón grande estaba más lleno que el de la entrada, con el humo casi no se podía ver, y había mujeres sentadas en las mesas o en las rodillas de los tipos, que las manoseaban y las besaban. Una de ellas me agarró la cara y me dijo: "¿qué haces aquí, renacuajo?». Y yo le dije: «calla, puta». Y ella se rió pero el borracho que la tenía abrazada me dijo: «te voy a dar un cuete por insultar a la señora». En eso apareció el flaco. Cogió al borracho de un brazo y lo calmó diciéndole: «es mi primo y el que quiera hacerle algo se las ve conmigo».»Está bien, flaco, dijo el tipo, pero que no ande diciendo putas a mis mujeres. Hay que ser educado y sobre todo de chico.» El flaco Higueras me puso una mano en el hombro y me llevó hasta una mesa donde había tres hombres. No conocía a ninguno; dos eran criollos y el otro serrano. Me presentó como a su amigo, hizo que me trajeran una copa. Yo le dije que quería hablarle a solas. Fuimos al urinario, y allí le dije: «necesito plata, flaco; por lo que más quieras, préstame dos soles». Él se rió y me los dio. Pero luego me dijo: «oye, ¿te acuerdas de lo que hablamos el otro día? Bueno, yo también quiero que me hagas un favor. Te necesito. Somos amigos y tenemos que ayudarnos. Es sólo por una vez. ¿Bueno?». Yo le contesté: «bueno. Sólo una vez y a cambio de todo lo que te debo». «De acuerdo, me dijo. Y si nos va bien, no te arrepentirás.» Regresamos a la mesa y les dijo a los tres tipos: les presento a un nuevo colega». Los tres se rieron, me abrazaron y estuvieron haciendo bromas. En eso se acercaron dos mujeres y una de ellas comenzó a fregar al flaco. Quería besarlo y el serrano le dijo: «déjalo en paz. ¿Por qué mejor no besuqueas a la criatura?». Y ella dijo: «con mucho gusto». Y me besó en la boca mientras los otros se reían. El flaco Higueras la separó y me dijo: «ahora, anda vete. No vuelvas por acá. Espérame mañana a las ocho de la noche en la Plaza Bellavista, junto al cine». Me fui y traté de pensar sólo en que al día siguiente iría a esperar a Tere, pero no podía, estaba muy excitado por lo del flaco Higueras. Se me ocurría lo peor, que los cachacos nos pescarían y que me mandarían a la Correccional de la Perla por ser menor y que Tere se enteraría de todo y no querría oír hablar más de mí.
Era peor que si la capilla hubiera estado a oscuras. La media luz intermitente provocaba sombras, registraba cada movimiento y lo repetía en las paredes o en las losetas, divulgándolo a los ojos de todos los presentes, y mantenía los rostros en una penumbra lúgubre que agravaba su seriedad y la hacía hostil, casi siniestra. Y además, había ese murmullo quejumbroso, constante (una voz que balbucea una sola palabra, con un mismo acento, la última sílaba encadenada a la primera), que llegaba hasta ellos por detrás, se hundía en sus oídos como una hebra finísima y los exasperaba. Hubieran soportado mejor que la mujer gritara, profiriese grandes exclamaciones, invocara a Dios y a la Virgen, se mesara los cabellos o llorara, pero desde que entraron guiados por el suboficial Pezoa, que los distribuyó en dos columnas, pegados a los muros de la capilla, a, ambos lados del ataúd, habían escuchado ese mismo murmullo de mujer que brotaba de atrás, del sector vecino a la puerta, donde estaban las bancas y el confesionario. Sólo mucho rato después de que Pezoa les ordenó presentar armas–obedecieron sin marcialidad y sin ruido, pero con precisión–habían distinguido, tras el murmullo, movimientos o voces instantáneas, la presencia de otra gente en la capilla, además de la mujer que se quejaba. No podían mirar sus relojes: estaban en posición de firmes, a medio metro de distancia uno de otro, sin hablar. Cuando más, volvían ligeramente la cabeza para observar el ataúd, pero sólo alcanzaban a ver la superficie negra y pulida y las coronas de flores blancas. Ninguna de las personas que estaban en la parte anterior de la capilla se había acercado al ataúd. Probablemente lo habían hecho antes que ellos llegaran y ahora se ocupaban de consolar a la mujer. El capellán del colegio, con un insólito rostro contrito, había pasado varias veces en dirección al altar; regresaba hasta la puerta, sin duda se mezclaba unos instantes al grupo de personas, y luego volvía a recorrer la nave, los ojos bajos, el rostro juvenil y deportivo contraído en una expresión adecuada a la atmósfera. Pero a pesar de haber pasado tantas veces junto al ataúd, ni una sola vez se había detenido a mirar. Hacía rato que estaban allí; a algunos les dolía el brazo por el peso del fusil. Además, hacía calor: el recinto era estrecho, todos los cirios del altar estaban encendidos y ellos vestían los uniformes de paño. Muchos transpiraban. Pero se mantenían inmóviles, los talones unidos, la mano izquierda pegada al muslo, la derecha en la culata del fusil, el cuerpo erguido. Sin embargo, esta gravedad era reciente. Cuando, un segundo después de haber abierto la puerta de la cuadra con los puños, Urioste dio la noticia (un solo grito ahogado: "¡El Esclavo ha muerto!») y vieron su rostro congestionado por la carrera, una nariz y una boca que temblaban, unas mejillas y una frente empapadas de sudor y, tras él, sobre su hombro, alcanzaron a ver el rostro del poeta, lívido y con las pupilas dilatadas, hubo incluso algunas bromas. La voz inconfundible del Rulos clamó, casi inmediatamente después del portazo: «a lo mejor se ha ido al infierno, uy, mamita». Y unos cuantos lanzaron una carcajada. Pero no eran las risas salvajemente sarcásticas de costumbre–aullidos verticales que ascendían, se congelaban y durante unos segundos vivían por su cuenta, emancipados de los cuerpos que los expelían-, sino unas risas muy cortas e impersonales, sin matices, defensivas. Y cuando Alberto gritó: «si alguien hace una broma más, le saco la puta que lo parió», sus palabras se escucharon nítidamente: un silencio macizo había reemplazado a las risas. Nadie le respondió. Los cadetes permanecían en sus literas o ante los roperos, miraban las paredes malogradas por la humedad, las losetas sangrientas, el cielo sin estrellas que descubrían las ventanas, los batientes del baño que oscilaban. No decían nada, apenas se miraban entre ellos. Luego continuaron ordenando los roperos, tendiendo las camas, encendieron cigarrillos, hojearon las copias, zurcieron los uniformes de campaña. Lentamente, se reanudaron los diálogos, aunque tampoco eran los mismos: había desaparecido el humor, la ferocidad y hasta las alusiones escabrosas, las malas palabras. Curiosamente, hablaban en voz baja, como después del toque de silencio, con frases medidas y lacónicas, sobre todos los temas salvo la muerte del Esclavo: se pedían hilo negro, retazos de tela, cigarrillos, apuntes de clases, papel de carta, copias de exámenes. Después, dando rodeos, tomando toda clase de precauciones, evitando tocar lo esencial, cambiaron preguntas — "¿a qué hora fue?» — e hicieron consideraciones laterales — «el teniente Huarina dijo que lo iban a operar otra vez, a lo mejor fue durante la operación»; "¿nos llevarán al entierro?». Luego se abrieron paso cautelosas manifestaciones emotivas: «joderse a esa edad, qué mala suerte»; «mejor se hubiera quedado seco ahí mismo, en campaña; está fregado eso de estar muriéndose tres días»; — faltaban sólo dos meses para terminar, eso se llama ser salado». Eran homenajes indirectos, variaciones sobre el mismo tema y grandes intervalos de silencio. Algunos cadetes permanecían callados y se contentaban con asentir. Después sonó el silbato y salieron de la cuadra sin precipitarse, ordenadamente. Cruzaron el patio hacia el emplazamiento y se instalaron calmadamente en la fila; no protestaban por la colocación, se cedían los sitios unos a otros, se alineaban con sumo cuidado y, por último, se pusieron en posición de firmes por su propia voluntad, sin esperar la voz del brigadier. Y así cenaron, casi sin hablar: sentían que en el anchísimo comedor, los ojos de centenares de cadetes se volvían hacia ellos y escuchaban de vez en cuando, voces que salían de las mesas de los perros — «Ésos son los de la primera, su sección» — y había dedos que los señalaban. Masticaban los alimentos sin empeño, ni disgusto, ni placer. Y a la salida respondieron con monosílabos o cortantes groserías a las preguntas de los cadetes de las otras secciones o de los otros años, irritados por esa curiosidad invasora. Más tarde, en la cuadra, rodearon a Arróspide y el negro Vallano dijo lo que todos sentían: «anda dile al teniente que queremos velarlo». Y se volvió a los otros y añadió: «al menos, me parece a mí; como era de la sección, creo que deberíamos». Y nadie se burló, algunos asintieron con la cabeza, otros dijeron: «claro, claro». Y el brigadier fue a hablar con el teniente y regresó a decirles que se pusieran los uniformes de salida, guantes incluido, y que lustraran los zapatos y formaran una media hora después con fusiles y bayonetas, pero sin correaje blanco. Todos insistieron en que Arróspide volviera donde el teniente a decirle que ellos querían velarlo toda la noche, pero el teniente no–aceptó. Y ahora estaban allí, desde hacía una hora, en la indecisa penumbra de la capilla, escuchando el quejido monótono de la mujer, viendo de reojo el ataúd, solitario en el centro de la nave y que parecía vacío.
Pero él estaba allí, Lo supieron definitivamente cuando el teniente Pitaluga ingresó a la capilla, precedido del crujido de sus zapatos, que se superpuso al lamento de la mujer y retuvo toda su atención, mientras lo sentían aproximarse a su espalda, y lo iban viendo aparecer, de dos en dos, a medida que avanzaba, se ponía a su altura, y los dejaba atrás. Los fascinó cuando comprobaron que iba de frente al ataúd. Los ojos clavados en su nuca, lo vieron detenerse casi encima de una de las coronas, inclinar un poco la cabeza para ver mejor y quedarse así un momento, algo arqueado sobre sí mismo y tuvieron como un fugaz estremecimiento al ver que movía una mano, la llevaba a la cabeza, se sacaba la cristina y luego se persignaba rápidamente, se enderezaba, le veían el rostro abotagado y los ojos inexpresivos, y volvía a recorrer el mismo camino, en dirección contraria. Lo vieron desaparecer, de dos en dos, escucharon sus pasos que se alejaban y luego surgió otra vez el murmullo quejumbroso de la mujer invisible.
Momentos después el teniente Pitaluga volvió a aproximarse a los cadetes y les fue diciendo al oído que podían bajar el arma y ponerse en descanso. Así lo hicieron; pronto surgió un movimiento menor: los cadetes se frotaban el hombro y lenta, imperceptiblemente, acortaban la distancia que los separaba. Las hileras se iban estrechando con un rumor suave y respetuoso, que no destruía la severidad del ambiente, sino la acentuaba. Luego oyeron la voz del teniente Pitaluga. Comprendieron de inmediato que hablaba a la mujer. Sin duda hacía esfuerzos por hablar en voz baja, tal vez sufría al no conseguirlo. Como era ronco y, además, lo traicionaba una antigua convicción que asociaba la virilidad a la violencia de la voz humana, sus palabras eran un chorro de bruscos altibajos, del que percibían fragmentos inteligibles, el nombre de Arana, por ejemplo, que oyeron varias veces y al principio apenas reconocieron porque el muerto era para ellos el Esclavo. La mujer no parecía prestarle atención; seguía quejándose y eso debía desconcertar al teniente Pitaluga que, por momentos, se callaba y sólo después de una larga pausa reanudaba su concierto.
"¿Qué dice Pitaluga?» — preguntó Arróspide, con los dientes apretados, sin mover los labios. Estaba a la cabeza de una de las columnas. Vallano, situado detrás del brigadier, repitió y lo mismo hizo el Boa, y así la pregunta llegó a la cola de la fila. El último cadete, el más próximo a las bancas donde el teniente Pitaluga hablaba a la mujer, dijo: «cuenta cosas de] Esclavo». Y continuó repitiendo las frases que escuchaba, sin agregar ni suprimir nada, transmitiendo aún los sonidos puros. Pero era fácil reconstituir el monólogo del teniente: «un cadete brillante, estimado de oficiales y suboficiales, un compañero modelo, un alumno aplicado y distinguido por sus profesores; todos deploran su desaparición; el vacío y !a pesadumbre que reina en las cuadras; llegaba entre los primeros a la fila; era disciplinado, marcial, tenía porte, hubiera sido un excelente oficial; leal y valiente; buscaba el peligro en las campañas, se le confiaban misiones difíciles que ejecutaba sin dudas iii murmuraciones; en la vida ocurren desgracias, hay que sobreponerse al dolor; oficiales, profesores y cadetes comparten el dolor de la familia; el coronel en persona vendrá a dar su sentido pésame a los padres; será enterrado con honores; sus compañeros de año irán con uniforme de parada y armas; los de la primera llevarán las cintas; es como si la Patria hubiera perdido a uno de sus hijos; paciencia y resignación; su recuerdo formará parte de la historia del colegio; vivirá en los corazones de las nuevas promociones; la familia no debe preocuparse de nada, la administración del colegio correrá con todos los gastos del entierro; apenas ocurrida la desgracia se encargaron las coronas, la del coronel director es la más grande». A través de la improvisada correa de transmisión, los cadetes siguieron las palabras del teniente Pitaluga, sin dejar de escuchar el inacabable murmullo de la mujer; de vez en cuando, voces masculinas interrumpían brevemente a Pitaluga. Luego llegó el coronel. Reconocieron sus pasos de gaviota, rápidos y muy cortos; Pitaluga y los otros se callaron, el quejido de la mujer se hizo más dulce, más lejano. Sin que nadie lo ordenara, se pusieron en atención. No levantaron las armas, pero juntaron los talones, endurecieron los músculos, apoyaron las manos en el cuerpo, a lo largo de la franja negra del pantalón. Cuadrados, escucharon la vocecita aguda del coronel. Hablaba más bajo que Pitaluga y el teléfono humano se había interrumpido: sólo los que estaban a la cola comprendieron lo que decía. No lo veían, pero les era fácil imaginarlo, tal como era en las actuaciones, irguiéndose ante el micro con una mirada soberbia y complacida, y elevando las manos como para mostrar que no llevaba nada escrito. Ahora también hablaba sin duda de los sagrados valores del espíritu, de la vida militar que hace a los hombres sanos y eficientes y de la disciplina, que es la base del orden. No lo veían, pero adivinaban su rostro de ceremonia, sus pequeñas manos fofas evolucionando ante los ojos enrojecidos de la mujer y apoyándose por instantes en la hebilla del cinturón que rodeaba el magnífico vientre, sus piernas entreabiertas para soportar mejor el peso de su cuerpo. Y adivinaban también los ejemplos y las moralejas que exponía, el desfile de los próceres epónimos, de los mártires de la Independencia y la Guerra con Chile, los héroes inmarcesibles que habían derramado su sangre generosa por la Patria en peligro. Cuando el coronel se calló, la mujer había dejado de quejarse. Fue un momento insólito: la capilla parecía transformada. Algunos cadetes se miraron, incómodos. Pero el silencio no duró mucho rato. Pronto, el coronel, seguido del teniente Pitaluga y de un civil vestido de oscuro, avanzó hacia el ataúd y los tres estuvieron contemplándolo un momento. El coronel tenía cruzadas las manos sobre el vientre; su labio inferior avanzado ocultaba el labio superior y sus párpados estaban entrecerrados: era la expresión reservada a los acontecimientos graves. El teniente y el civil permanecían a su lado, este último tenía un pañuelo blanco en la mano. El coronel se volvió hacia Pitaluga, le dijo algo al oído y ambos se aproximaron al civil, que asintió dos o tres veces. Luego regresaron a la parte posterior de la capilla. Entonces, la mujer reanudó el murmullo. Aun después de que el teniente les indicó que salieran al patio, donde esperaba la segunda sección para reemplazarlos en la guardia, continuaron escuchando el lamento de la mujer.
Salieron uno por uno. Giraban sobre el sitio y, en puntas de pie, avanzaban hacia la puerta. Echaban miradas furtivas hacia las bancas, con la esperanza de descubrir a la mujer, pero se lo impedía un grupo de hombres–había tres, además de Pitaluga y el coronel-, que permanecían de pie, muy serios. En la pista de desfile, frente a la capilla, se hallaban los cadetes de la segunda, también en uniforme y con fusiles. Los de la primera formaron unos metros más allá, al borde del descampado. El brigadier, la cabeza metida entre los dos primeros de la fila, observaba si el alineamiento era correcto. Luego, se desplazó hacia la izquierda para contar el efectivo. Ellos esperaban, sin moverse, hablando en voz baja de la mujer, el coronel, el entierro. Después de unos minutos comenzaron a preguntarse si el teniente Pitaluga los había olvidado. Arróspide seguía subiendo y bajando a lo largo de la formación.
Cuando el oficial salió de la capilla, el brigadier ordenó atención y fue a su encuentro. El teniente le indicó que llevara la sección a la cuadra y Arróspide volvía la cabeza para ordenar la marcha, cuando de la cola brotó una voz: «falta uno». El teniente, el brigadier y varios cadetes volvieron la vista; otras voces repetían ya: «sí, falta uno». El teniente se aproximó. Arróspide recorría ahora las columnas a toda velocidad y, para mayor seguridad, contaba los efectivos con los dedos. «Sí, mi teniente, dijo al fin; éramos 29 y somos 28. " Entonces, alguien gritó: «es el poeta». «Falta el cadete Fernández, mi teniente», dijo Arróspide. "¿Entró a la capilla?», preguntó Pitaluga.»Sí, mi teniente. Estaba detrás de mí.» «Con tal que no se haya muerto también», murmuró Pitaluga, haciendo un gesto al brigadier para que lo siguiera. Lo vieron apenas llegaron a la puerta. Estaba en el centro de la nave–su cuerpo les ocultaba el ataúd, pero no las coronas-, el fusil algo ladeado, la cabeza baja. El teniente y el brigadier se detuvieron en el umbral. "¿Qué hace ahí ese pelotudo?, dijo el oficial: sáquelo en el acto.» Arróspide avanzó y al pasar junto al grupo de civiles, su mirada cruzó la del coronel. Hizo una venia, pero no supo si el coronel le contestó, porque volvió el rostro de inmediato. Alberto no se movió cuando Arróspide lo tomó del brazo. El brigadier olvidó un momento su misión para echar una mirada al ataúd: estaba cubierto también en la parte superior de una madera negra y lisa, que remataba en un cristal empañado, a través del cual se distinguía borrosamente un rostro y un quepí. La cara del Esclavo, envuelta en una venda blanca, parecía hinchada y de color granate. Arróspide sacudió a Alberto. «Todos están formados, le dijo, y el teniente te espera en la puerta. ¿Quieres que te consignen?» Alberto no respondió; siguió a Arróspide como un sonámbulo. En la pista de desfile, se les acercó el teniente Pitaluga. «So cabrón, dijo a Alberto, ¿le gusta mucho 1 eso de mirar la cara a los muertos?» Alberto tampoco respondió y siguió caminando hacia la formación, donde ocupó su puesto, dócilmente, bajo la mirada de sus compañeros. Varios le preguntaron qué había ocurrido. Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que oyera toda la sección: «el poeta está llorando».
Ya está sana pero se ha quedado para siempre con su pata chueca. Debe haberse torcido algo de muy adentro, un huesecito, un cartílago, un músculo, he tratado de enderezarle la pata y no había manera, está dura como un gancho de hierro y por más que jalaba no la movía ni un tantito así. Y la Malpapeada comenzaba a llorar y a patalear así que la he dejado tranquila. Ya medio que se ha acostumbrado. Camina un poco raro, cayéndose a la derecha y no puede correr como antes, da unos brincos y se para. Es natural que se canse muy pronto, sólo tres patas la sostienen, está lisiada. Para remate fue la de adelante, donde apoyaba su cabezota, ya nunca será la perra que fue. En la sección le han cambiado de nombre, ahora le dicen la Malpateada. Creo que se le ocurrió al negro Vallano, siempre anda poniendo apodos a la gente. Todo está cambiando, como la Malpapeada, desde que estoy aquí es la primera vez que pasan tantas cosas en tan pocos días. Lo chapan al serrano Cava tirándose el examen de Química, le hacen su Consejo de Oficiales y le arrancan las alfombras. Ya debe estar en su tierra el pobre, entre huanacos. Nunca habían expulsado a uno de la sección, nos ha caído la mala suerte y cuando cae no hay quien la pare, así dice mi madre y estoy viendo que no le falta razón. Después, el Esclavo. Qué salmuera, no sólo por el balazo en la cabeza, encima lo operaron no sé cuántas veces, y encima morirse, no creo que a nadie le haya pasado cosa peor. Aunque disimulen, todos han cambiado por estas desgracias, a mí no se me escapan las cosas. Quizá todo vuelva a ser como era, pero estos días la sección anda distinta, hasta las caras de los muchachos son distintas. Por ejemplo el poeta es otra persona y nadie se le prende ni le dice nada, como si fuera normal verle cara de ahuevado. Ya no habla. Hace más de cuatro días que enterraron a su compinche, podía haber reaccionado ya, pero está peor. El día que se quedó clavado junto al ataúd pensé: «a éste lo hizo polvo la desgracia». La verdad, era su pata. Creo que es el único pata que tuvo en el colegio el Esclavo, digo Arana. Pero sólo en los últimos tiempos, antes también el poeta lo batía, se le prendía como todos. ¿Qué pasó para que de pronto anduvieran como yuntas, para arriba y para abajo? Los batían mucho, el Rulos le decía al Esclavo: «has encontrado un marido». Y eso parecía. Andaba pegado al poeta, siguiéndolo a todas partes, mirándolo, hablándole bajito para que nadie lo oyera. Se iban al descampado a conversar tranquilos. Y el poeta comenzó a defender al Esclavo cuando lo batían. No lo hacía de frente porque es muy malicioso. Alguien comenzaba a prendérsele al Esclavo y al ratito el poeta estaba batiendo al que batía a su pata y casi siempre ganaba, el poeta cuando bate es una fiera, al menos era. Ahora ya ni se junta con nadie, ni bromea, anda solo y como durmiendo. En él se nota mucho, antes sólo esperaba la ocasión de joder a todo el mundo. Daba gusto verlo defenderse cuando alguien lo batía. «Poeta, hazme una poesía a esto» le dijo el negro Vallano y se agarró la bragueta.
«Ahorita te la hago, dijo el poeta, déjame que me inspire.» Y al poco rato nos la recitaba: «el pipí, donde Vallano, tiene la mano, parece un maní». Era bien fregado, sabía hacer reír a la gente, a mí se me prendió muchas veces y me daban unas ganas de machucarlo. Hizo buenas poesías a la Malpapeada, todavía tengo una copiada en el cuaderno de Literatura: «Perra: minetera eres, y loca; ¿por qué no te mueres, cuando el Boa te la emboca entera?». Y casi lo muelo esa noche que levantó a la sección y entró al baño gritando: «miren lo que hace el Boa con la Malpapeada cuando está de imaginaria». Y era hasta respondón. Sólo que no peleaba bien, la vez que se trompeó con Gallo lo apachurraron contra la pared. Un poco acriollado, el muchacho, como buen costeño, es tan flaco que me compadezco de sus sesos cuando da un cabezazo. No hay muchos blanquiñosos en el colegio, el poeta es uno de los más pasables. A los otros los tienen acomplejados, zafa, zafa, blanquiñoso mierdoso, cuidado que los cholos te hagan miau. Sólo hay dos en la sección, y Arróspide tampoco es mala gente, un terrible chancón, tres años seguidos de brigadier, vaya cráneo. Una vez vi a Arróspide en la calle, en un carrazo rojo y tenía camisita amarilla, se me salió la lengua al verlo tan bien vestido, caracho, éste es un blanquiñoso de mucho vento, debe vivir en Miraflores. Raro que los dos blanquiñosos de la sección ni se hablen, nunca han sido patas el poeta y Arróspide, cada uno por su lado, ¿tendrán miedo que uno denuncie al otro de cosas de blanquiñosos? Si yo tuviera vento y un carrazo rojo no hubiera entrado al colegio militar ni de a cañones. ¿Qué les aprovecha tener plata si aquí andan tan fregados como cualquiera? Una vez el Rulos le dijo al poeta: — ¿y qué haces aquí? Deberías estar en un colegio de curas». El Rulos siempre se preocupa por el poeta, a lo mejor le tiene envidia y en el fondo le gustaría ser un poeta como él. Hoy me dijo: "¿te has fijado que el poeta se ha vuelto medio idiota? — . Es la pura verdad. No es que haga cosas de idiotas, lo raro es que no hace nada. Se está todo el día tirado en la cama, haciéndose el dormido o durmiendo de veras. El Rulos por probarlo se le acercó a pedirle una novelita y él le dijo: «ya no hago novelitas, déjame tranquilo». Tampoco sé que haya escrito cartas, antes buscaba clientes como loco, puede que ahora le sobre la plata. En las mañanas, cuando nos levantamos, el poeta ya está en la fila. Martes, miércoles, jueves, hoy en la mañana, siempre el primero en el patio, con su cara larga y mirando sabe Dios qué cosa, soñando con los Ojos abiertos. Y los de su mesa dicen que no come. «El poeta está malogrado de pena, le contó Vallano a Mendoza, deja más de la mitad de su comida y no la vende, le importa un pito que la coja cualquiera, y se la pasa sin hablar.» Lo ha demolido la muerte de su yunta. Los blanquiñosos son pura pinta, cara de hombre y alma de mujer, les falta temple; éste se ha quedado enfermo, es el que más ha sentido la muerte del, de Arana.
¿Vendría este sábado? El colegio militar estaba muy bien, el uniforme y todo, pero qué terrible eso de no saber nunca cuándo saldría. Teresa atravesaba el portal de la Plaza San Martín; los cafés y los bares bullían de parroquianos, el aire estaba colmado de brindis, risas y cervezas y sobre las mesas de la calle flotaban pequeñas nubes de humo. «Me ha dicho que no va a ser militar, pensó Teresa. ¿Y si cambia de idea y entra a la Escuela de Chorrillos?» A quién le puede hacer gracia casarse con un militar, se pasan la vida en el cuartel y si hay guerra son los primeros que mueren. Además, los trasladan todo el tiempo, qué espantoso vivir en provincias y de repente hasta en la selva, con tantos zancudos y salvajes. Al pasar por el «Bar Zela» escuchó galanterías alarmantes, un grupo de hombres maduros levantó hacia ella media docena de copas como un haz de espadas, un joven le hizo adiós y tuvo que esquivar a un borracho que pretendía atajarla. «Pero no, pensó Teresa. No será militar, sino ingeniero. Sólo que tendré que esperarlo cinco años. Es un montón de tiempo. Y si después no quiere casarse conmigo ya seré vieja y nadie se enamora de las viejas.» Los otros días de la semana, los portales estaban semidesiertos. Cuando pasaba al mediodía junto a mesas solitarias y quioscos de revistas, sólo veía a los lustrabotas de las esquinas y a fugaces vendedores de diarios. Ella iba apresurada a tomar el tranvía para almorzar a toda carrera y regresar a tiempo a la oficina. Pero los sábados, en cambio, recorría el atestado y ruidoso Portal más despacio, mirando siempre al frente, secretamente complacida: era agradable que los hombres la elogiaran, era agradable no tener que volver al trabajo en la tarde. Sin embargo, años atrás, los sábados eran días temibles. Su madre se quejaba y maldecía más que los otros días, porque el padre no volvía hasta muy entrada la noche. Llegaba como un huracán, traspasado de alcohol y de ira. Los Ojos en llamas, la voz tronante las descomunales manos cerradas en puño, recorría la casa como una fiera su jaula de barrotes, tambaleándose, blasfemando contra la miseria, derribando sillas y golpeando puertas, hasta rodar por el suelo, aplacado y exhausto. Entonces, lo desnudaban entre las dos y le echaban encima una frazada: era demasiado fuerte para subirlo a la cama. Otras veces, venía acompañado. Su madre se precipitaba como una furia sobre la intrusa, sus flacas manos trataban de arañarle la cara. El padre sentaba a Teresa en sus rodillas y le decía con salvaje alegría: «mira, esto es mejor que el cachascán».
Hasta que un día, una mujer le rompió la ceja a la madre de un botellazo y tuvieron que llevarla a la
Asistencia Pública. Desde entonces, se volvió un ser resignado y pacífico. Cuando el padre llegaba con otra mujer, se encogía de hombros y, arrastrando a Teresa de una mano, salía de la casa. Iban a Bellavista, donde su tía, y volvían el lunes. La casa era un hediondo cementerio de botellas y el padre dormía a pierna suelta entre un charco de vómitos, hablando en sueños contra los ricos y las injusticias de la vida. «Era bueno, pensó Teresa. Trabajaba toda la semana como un animal. Tomaba para olvidarse que era pobre. Pero me quería y no me hubiera abandonado.» El tranvía Lima Chorrillos cruzaba la fachada rojiza de la Penitenciaría, la gran mole blancuzca del Palacio de justicia y de pronto surgía un paraje refrescante, altos árboles de penachos móviles, estanques de aguas quietas, senderos tortuosos con flores a las márgenes y al medio de una redonda llanura de césped, una casa encantada de muros encalados, alto–relieves, celosías y muchas puertas con aldabas de bronce que eran cabezas humanas: el Parque Los Garifos. «Pero mi madre tampoco era mala, pensó Teresa. Sólo que había sufrido mucho.»
Cuando su padre murió, después de una laboriosa agonía en un hospital de caridad, su madre la llevó una noche hasta la puerta de la casa de su tía, la abrazó y le dijo: «no toques hasta que yo me vaya. Estoy harta de esta vida de perros. Ahora voy a vivir para mí y que Dios me perdone. Tu tía te cuidará». El tranvía la dejaba más cerca de su casa que el Expreso. Pero desde el paradero del tranvía, tenía que atravesar una serie de corralones inquietantes, hervideros de hombres desgreñados y en harapos que le decían frases insolentes y a veces querían agarrarla. Esta vez nadie la molestó. Sólo vio a dos mujeres y a un perro: los tres escarbaban con empeño en unos tachos de basura, entre enjambres de moscas. Los corralones parecían vacíos. «Limpiaré todo antes del almuerzo», pensó. Transitaba ya por Lince, entre casas chatas y gastadas. «Para tener la tarde libre.»
Desde la esquina de su casa vio a media cuadra la silueta en uniforme oscuro, el quepí blanco y, al borde de la acera, un maletín de cuero. De inmediato, la sorprendió su inmovilidad de maniquí, pensó en esos centinelas Clavados junto a las rejas del Palacio de Gobierno. Pero éstos eran gallardos, hinchaban el pecho y alargaban el cuello, orgullosos de sus largas botas y sus cascos con melena; Alberto, en cambio, tenía sumidos los hombros, la cabeza baja y el cuerpo como escurrido. Teresa le hizo adiós pero él no la vio. «El uniforme le queda bien, pensó Teresa. Y cómo brillan los botones. Parece un cadete de la Naval.»
Alberto levantó la cabeza cuando ella estuvo apenas a unos metros. Teresa sonrió y él alzó la mano. ¿Qué le pasa?», pensó Teresa. Alberto estaba irreconocible, envejecido. Su rostro lucía un pliegue profundo entre las cejas, sus párpados eran dos lunas negras y los huesos de los pómulos parecían a punto de desgarrar la piel, muy pálida. Tenía la mirada extraviada y los labios exangües.
¿Acabas de salir? — dijo Teresa, escudriñando la cara de Alberto-. Creí que sólo vendrías esta tarde.
Él no respondió. La miraba con ojos vacíos, derrotados.
— Te queda bien el uniforme–dijo Teresa, en voz baja, después de unos segundos.
— No me gusta el uniforme–dijo él, con una furtiva sonrisa–Me lo quito apenas llego a mi casa. Pero hoy no he ido a Miraflores.
Hablaba sin mover los labios y su voz era blanca, hueca.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Teresa- ¿Por qué estás así? ¿Te sientes mal? Dime, Alberto.
— No–dijo Alberto, desviando la mirada–No tengo nada. Pero no quiero ir a mi casa ahora. Tenía ganas de verte. — Se pasó la mano por la frente y el pliegue se borró, pero sólo por un instante–Estoy en un problema.
Teresa aguardaba, algo inclinada hacia él y lo miraba con ternura para animarlo a seguir hablando, pero Alberto había cerrado los labios y se frotaba las manos, suavemente. Ella se sintió, de pronto, angustiada.
¿Qué decir, qué hacer para que él se mostrara confiado, cómo alentarlo, qué pensaría después de ella? Su corazón se había puesto a latir muy rápido. Dudó un momento todavía. De improviso, dio un paso hacia Alberto y le tomó la mano.
— Ven a mi casa–dijo–Quédate a almorzar con nosotros.
— ¿A almorzar? — dijo Alberto, desconcertado; otra vez se pasó la mano por la frente–No, no molestes a tu tía. Comeré algo por aquí y te vendré a buscar después.
— Ven, ven–insistió ella, recogiendo el maletín del suelo no seas sonso. Mi tía no se va a molestar. Ven conmigo.
Alberto la siguió. En la puerta, Teresa le soltó la mano; se mordió los labios y le–dijo en un susurro: «no me gusta verte triste». La mirada deé1 pareció humanizarse, su rostro sonreía ahora agradecido y bajaba hacia ella. Se besaron en la boca, muy rápido. Teresa tocó la puerta. La tía no reconoció a Alberto; sus ojillos lo observaron con desconfianza, recorrieron intrigados su uniforme, se iluminaron al encontrar su rostro. Una sonrisa ensanchó su cara gorda. Se limpió la mano en la falda y se la extendió mientras su
boca expulsaba un chorro de saludos:
— ¿Cómo está, cómo está, señor Alberto? ¡Qué gusto!, pase, pase. ¡Qué gusto de verlo! No lo había reconocido con ese uniforme tan bonito que tiene. Yo decía, ¿quién es, quién es? y no me daba cuenta.
Me estoy quedando ciega por el humo de la cocina, sabe usted, y también por la vejez. Pase, señor Alberto, qué gusto de verlo.
Apenas entraron, Teresa se dirigió a la tía:
— Alberto se quedará a almorzar con nosotras.
— ¿Ah? — dijo la tía, como tocada por el rayo- ¿Qué?
— Se va a quedar a almorzar con nosotras–repitió Teresa.
Sus Ojos imploraban a la mujer que no mostrara ese asombro desmedido, que hiciera un gesto de asentimiento. Pero la tía no salía de su pasmo: los ojos muy abiertos, el labio inferior caído, la frente constelada de arrugas, parecía en éxtasis. Al fin, reaccionó y con una mueca agria, ordenó a Teresa:
— Ven aquí.
Dio media vuelta y retorciendo el cuerpo al andar como un pesado camello, entró a la cocina. Teresa fue tras ella, cerró la cortina e inmediatamente se llevó un dedo a la boca, pero era inútil: la tía no decía nada, sólo la miraba iracunda y le mostraba las uñas. Teresa le habló al oído:
— El chino te puede fiar hasta el martes. No digas nada, que no te oiga, después te explico. Tiene que quedarse con nosotras. No te enojes, por favor, tía. Anda, estoy segura que te fiará.
— Idiota–bramó la tía, pero en el acto bajó la voz y se llevó un dedo a la boca. Murmuró: — Idiota. ¿Te has vuelto loca, quieres matarme a colerones? Hace años que el chino no me fía nada. Le debemos plata y no puedo asomarme por ahí. Idiota.
— Ruégale–dijo Teresa-. Haz cualquier cosa.
— Idiota–exclamó la tía y volvió a bajar la voz–Sólo hay dos platos. ¿Le vas a dar una sopa apenas? No hay ni pan.
— Anda, tía–insistió Teresa–Por lo que más quieras.
Y sin esperar su respuesta, regresó a la sala. Alberto estaba sentado. Había puesto el maletín en el suelo y encima el quepí. Teresa se sentó junto a él. Vio que sus cabellos estaban sucios y alborotados como una cresta. Volvió a abrirse la cortina y apareció la tía. Su rostro, todavía enrojecido por la cólera, desplegaba una porfiada sonrisa.
— Ya vengo, señor Alberto. Vuelvo ahorita. Tengo que salir un momentito, sabe usted. — Miró a Teresa con Ojos fulminantes: — Anda a fijarte en la cocina.
Salió dando un portazo.
— ¿Qué te pasó el sábado? — preguntó Teresa- ¿Por qué no saliste?
— Ha muerto Arana–dijo Alberto–Lo enterraron el martes.
— ¿Cómo? — dijo ella- ¿Arana, el de la esquina? ¿Ha muerto? Pero, no puede ser. ¿Quieres decir Ricardo Arana?
— Lo velaron en el colegio–dijo Alberto; su voz no expresaba emoción alguna, sólo cierto cansancio; sus Ojos parecían nuevamente ausentes-. No lo trajeron a su casa. Fue el sábado pasado. En la campaña.
Hacíamos práctica de tiro. Le cayó un balazo en la cabeza.
— Pero–dijo Teresa, cuando él calló; se la notaba confusa-. Yo lo conocía muy poco. Pero me da mucha pena. ¡Es horrible! — Le puso una mano en el hombro- ¿Estaba en tu misma sección, no? ¿Es por eso qué estás triste?
— En parte, sí–dijo él, con lentitud–Era mi amigo. Y además…
— Sí, sí–dijo Teresa- ¿Por qué estás tan cambiado? ¿Qué otra cosa ha ocurrido? — Se acercó a él y lo besó en la mejilla; Alberto no se movió y ella se enderezó, encarnada.
— ¿Te parece poco? — dijo Alberto- ¿Te parece poco que se muriera así? Y yo ni siquiera pude hablar con él.
Creía que era su amigo y yo… ¿Te parece poco?
— ¿Por qué me hablas en ese tono? — dijo Teresa–Dime la verdad, Alberto. ¿Por qué estás enojado conmigo?
¿Te han dicho algo de mí?
— ¿No te importa que se haya muerto Arana? — dijo él ¿No ves que estoy hablando del Esclavo? ¿Por qué cambias de tema? Sólo piensas en ti y… — No siguió porque al oírlo gritar los ojos de Teresa se habían llenado de lágrimas; sus labios temblaban–Lo siento… — dijo Alberto–Estoy diciendo tonterías. No quería gritarte. Sólo que han pasado muchas cosas, estoy muy nervioso. No llores, por favor, Teresita.
La atrajo hacia él, Teresa apoyó la cabeza en su hombro y permanecieron así un momento. Luego Alberto la besó en las mejillas, en los ojos y, largamente, en la boca. — Claro que me da mucha pena–dijo Teresa–Pobrecito. Pero te veía tan preocupado que me dio miedo,
creí que estabas molesto conmigo por algo. Y cuando me gritaste fue terrible, nunca te había visto furioso. Cómo tenías los ojos.
— Teresa–dijo él-. Yo quería contarte algo.
— Sí–dijo ella; tenía las mejillas incendiadas y sonreía con gran alegría–Cuéntame, quiero saber todas tus cosas.
Él cerró la boca de golpe y la zozobra de su rostro se disolvió en una desalentada sonrisa.
— ¿Qué cosa? — dijo ella–Cuéntame, Alberto.
— Que te quiero mucho–dijo él.
Al abrirse la puerta, se separaron con precipitación: el maletín de cuero se volcó, el quepí rodó al suelo y Alberto se inclinó a recogerlo. La tía le sonreía beatíficamente. Llevaba un paquete en las manos.
Mientras preparaba la comida, ayudada por Teresa, ésta enviaba a Alberto a espaldas de su tía, besos volados. Luego hablaron del tiempo, del verano próximo y de las buenas películas. Sólo mientras comían, Teresa reveló a su tía la muerte de Arana. La mujer lamentó a grandes voces la tragedia, se persignó muchas veces, compadeció a los padres, a la pobre madre sobre todo y afirmó que Dios mandaba siempre las peores desgracias a las familias más buenas, nadie sabía por qué. Pareció que también iba a llorar, pero se limitó a restregarse los ojos secos y a estornudar. Acabando el almuerzo, Alberto anunció que se marchaba. En la puerta de calle, Teresa volvió a preguntarle:
— ¿De veras no estás enojado conmigo?
— No, te juro que no. ¿Por qué podría enojarme contigo? Pero quizá no nos veamos un tiempo. Escríbeme al colegio todas las semanas. Ya te explicaré todo después.
Más tarde, cuando Alberto ya había desaparecido de su vista, Teresa se sintió perpleja. ¿Qué significaba esa advertencia, por qué había partido así? Y entonces tuvo una revelación: «se ha enamorado de otra chica y no se atrevió a decírmelo porque lo invité a almorzar».
La primera vez fuimos a la Perla. El flaco Higueras me preguntó si no me importaba caminar o si quería tomar el ómnibus. Bajamos por la avenida Progreso, hablando de todo menos de lo que íbamos a hacer. El flaco no parecía nervioso, al contrario, estaba mucho más tranquilo que de costumbre y yo pensé que quería darme ánimos, me sentía enfermo de miedo. El flaco se quitó la chompa, dijo que hacía calor. Yo tenía mucho frío, me temblaba el cuerpo y tres veces me paré a orinar. Cuando llegamos al Hospital Carrión, salió de entre los árboles un hombre. Di un brinco y grité: «flaco, los tombos». Era uno de los tipos que estaban con Higueras, la noche anterior, en la chingana de Sáenz Peña. Él sí estaba muy serio y parecía nervioso. Hablaba con el flaco en jerga, no le comprendía muy bien. Seguimos caminando y después de un rato, el flaco dijo: «cortemos por aquí». Nos salimos de la pista y seguimos por el descampado. Estaba oscuro y yo me tropezaba todo el tiempo. Antes de llegar a la avenida de las Palmeras, el flaco dijo: «aquí podemos hacer una pascana para ponernos de acuerdo». Nos sentamos y el flaco me explicó lo que tenía que hacer. Me dijo que la casa estaba vacía y que ellos me ayudarían a subir al techo. Tenía que descolgarme a un jardín y pasar al interior por una ventana muy pequeña, sin vidrios. Luego, abrirles alguna de las ventanas que daban a la calle, salir y volver al sitio donde estábamos. Allí los esperaría. El flaco me repitió varias veces las instrucciones y me indicó con mucho cuidado en qué parte del jardín se encontraba la ventanilla sin vidrios. Parecía conocer perfectamente la casa, me describió con detalles cómo eran las habitaciones. Yo no le hacía preguntas sobre lo que tenía que hacer, sino sobre lo que podía pasarme: "¿estás seguro que no hay nadie? ¿Y si hay perros? ¿Qué hago si me agarran?». Con mucha paciencia, el flaco me tranquilizaba. Después, se volvió hacia el otro y le dijo: «anda, Culepe». Culepe se fue hacia la avenida de las Palmeras y al poco rato lo perdimos de vista. Entonces el flaco me preguntó: "¿tienes miedo?» «Sí, le dije. Un poco.» «Yo también, me contestó. No te preocupes. Todos tenemos miedo.» Un momento después, silbaron. El flaco se levantó y me dijo: «vamos. Ese silbido quiere decir que no hay nadie cerca». Yo comencé a temblar y le dije: «flaco, mejor me regreso a Bellavista». «No seas tonto, me dijo. En media hora hemos acabado.» Fuimos hasta la avenida y ahí apareció otra vez Culepe. «Todo parece un cementerio, nos dijo. No hay ni gatos.» Era una casa grande como un castillo, a oscuras. Dimos la vuelta a los muros y, en la parte de atrás, el flaco y Culepe me cargaron hasta que pude cogerme del techo y trepar. Cuando estuve arriba, se me fue el miedo. Quería hacer todo muy rápido. Atravesé el techo y vi que el árbol del jardín estaba muy cerca del muro, como me había dicho el flaco. Pude bajar sin hacer ruido ni arañarme. La ventanilla sin vidrios era muy chica y me asusté al ver que tenía alambre.»Me ha engañado», pensé. Pero el alambre estaba oxidado y apenas lo empujé se hizo trizas. Me costó mucho trabajo pasar, me raspé la espalda y las piernas y un momento creí que me iba a quedar atracado. Adentro de la casa no se veía nada. Me daba de bruces contra los muebles y las paredes. Cada vez que entraba a una habitación, creía que iba a ver las ventanas que daban a la calle y sólo había tinieblas. Con los nervios, hacía mucho ruido y no podía orientarme. Pasaban los minutos y no encontraba las ventanas. En una de esas choqué contra una mesa y eché al suelo un florero o algo así que se hizo añicos. Casi lloré al ver en un rincón unas rayitas de luz, no había visto las ventanas porque las ocultaban unas cortinas muy gruesas. Espié y ahí estaba la avenida de las Palmeras, pero no vi ni al flaco ni a Culepe y me dio un susto horrible. Pensé: «vino la policía y me dejaron solo». Estuve mirando un rato a ver si aparecían. En eso me entró una gran decepción y dije, qué me importa, después de todo soy menor y sólo me llevarán al Reformatorio. Abrí la ventana y salté a la calle. Apenas había tocado el suelo, sentí pasos y oí la voz del flaco que me decía.: «bien, muchacho. Ahora anda a la hierbita y no te muevas». Eché a correr, crucé la pista y me tendí. Me puse a pensar en lo que haría si de pronto llegaban los cachacos. A ratos me olvidaba que estaba allí y me parecía que todo era un sueño y que estaba en mi cama y se me aparecía la cara de Tere y me venían unas ganas de verla y de hablarle. Estaba tan distraído pensando en eso, que no sentí al flaco y a Culepe cuando regresaron. Volvimos a Bellavista por el descampado, sin subir a la avenida Progreso. El flaco había sacado muchas cosas. En los árboles que están frente al Hospital Carrión nos detuvimos y el flaco y Culepe hicieron varios paquetes. Se despidieron antes de entrar a la ciudad. Culepe me dijo: «pasaste la prueba de fuego, compañero». El flaco me dio algunos paquetes, que escondí entre la ropa, y nos sacudimos los pantalones y nos limpiamos los zapatos que estaban enterrados. Después nos fuimos hasta la plaza, caminando tranquilamente. El flaco me contaba chistes y yo me reía a carcajadas. Me acompañó hasta la puerta de mi casa y ahí me dijo: «te has portado como un buen compañero. Mañana nos veremos y te daré tu parte». Yo le dije que necesitaba dinero con urgencia, aunque fuera un poquito. Me dio un billete de diez soles. «Esto es sólo una parte, me dijo. Mañana te daré más si es que esta misma noche vendo lo que sacamos.» Yo nunca había tenido tanta plata. Pensaba todo lo que podría hacer con diez soles y se me ocurrían muchas cosas pero no me decidía por ninguna; sólo estaba seguro que al día siguiente gastaría cinco reales en ir a Lima. Pensé: «le llevaré un regalo». Estuve horas tratando de encontrar lo que más convenía. Se me ocurrían las cosas más raras, desde cuadernos y tizas hasta caramelos y un canario. A la mañana siguiente, cuando salí del colegio, todavía no había elegido. Y entonces me acordé que ella se había prestado una vez del panadero, un chiste para leer las historietas. Fui hasta un puesto de periódicos y compré tres chistes: dos de aventuras y el otro romántico. En el tranvía me sentía muy contento y se me venían a la cabeza muchas ideas. La esperé como siempre en la tienda de Alfonso Ugarte y cuando salió me acerqué inmediatamente. Nos dimos la mano y empezamos a conversar de su colegio. Yo tenía las revistas bajo el brazo. Cuando cruzamos la Plaza Bolognesi, ella que las miraba de reojo hacía rato, me dijo: "¿tienes chistes? Qué bien. ¿Me los prestas cuando los leas?». Yo le dije: «los he comprado para regalártelos». Y ella me dijo: "¿de veras?».»Claro, le contesté. Tómalos.» Me dijo: «muchas gracias», y se puso a hojearlos mientras caminábamos. Me di cuenta que el primero que vio y en el que más se demoró fue el romántico. Pensé: «debí comprarle tres románticos, a ella–no le pueden interesar las aventuras». Y en la avenida Arica, me dijo: «cuando los lea, te los presto». Le dije que bueno. No hablamos durante un rato. De pronto ella me dijo: «eres muy bueno». Yo me reí y sólo contesté: «no creas».
— Debía haberle dicho y a lo mejor me daba un consejo, ¿tú crees que lo que voy a hacer es peor y que el único fregado seré yo? ¿Estoy seguro, quién está seguro? A mí no puedes engañarme, hijo de perra, he visto la cara que tienes, te juro que las vas a pagar caro. Pero ¿debía?» Alberto mira y, con sorpresa, descubre ante él la vasta explanada cubierta de hierba donde se emplazan los cadetes del Leoncio Prado el 28 de julio, para el desfile. ¿Cómo ha llegado al Campo de Marte? La explanada desierta, el frío suave, la brisa, la luz del crepúsculo que cae sobre la ciudad como una lluvia parda, le recuerdan el colegio. Mira su reloj: camina sin rumbo hace tres horas. «Ir a mi casa, acostarme, llamar al médico, tomar una pastilla, dormir un mes, olvidarme de todo, de mi nombre, de Teresa, del colegio, ser toda la vida un enfermo, pero con tal de no acordarme. — Da media vuelta y desanda el camino que acaba de hacer. Se para junto al monumento a Jorge Chávez; en la penumbra, el compacto triángulo y sus estatuas volantes parecen de brea. Un río de automóviles anega la avenida y él espera en la esquina, con otros transeúntes. Pero cuando el río se detiene y las personas que le rodean cruzan la pista ante una muralla de parachoques, él permanece en el sitio, mirando estúpidamente la luz roja del semáforo. «Si se pudiera retroceder y hacer las cosas de nuevo y por ejemplo, esa noche, decirle dónde está el Jaguar, no está, chau, y a mí qué diablos que le robaran su sacón, cada uno se las arregla como puede, nada más que eso y yo estaría tranquilo, sin problemas, oyendo a mi mamá, Albertito tu papá siempre lo mismo, con las malas mujeres día y noche, noche y día con las polillas, hijito, siempre lo mismo.» Ahora está en el paradero del Expreso, en la avenida 28 de julio y ha dejado atrás el bar. Al pasar lo miró sólo de reojo pero todavía recuerda el ruido, la claridad hiriente y el humo que salían hasta la calle. Viene un Expreso, la gente sube, el conductor le pregunta "¿y usted?» y como él lo mira con indiferencia, se encoge de hombros y cierra la puerta. Alberto gira y por tercera vez recorre el mismo sector de la avenida. Llega a la puerta del bar y entra. El ruido lo amenaza de todas direcciones, la luz lo ciega y pestañea varias veces. Consigue llegar al mostrador entre cuerpos que huelen a alcohol y a tabaco. Pide una lista de teléfonos. «Se lo estarán comiendo a poquitos, si comenzaron por los Ojos que son tan blandos, ya deben estar en el cuello, ya se tragaron la nariz, las orejas, se le han metido dentro de las uñas como, piques y están devorando la carne, qué banquete se deben estar dando. Debí llamar antes que empezaran a comérselo, antes que lo enterraran, antes que se muriera, antes.» El bullicio lo martiriza, le impide concentrarse lo suficiente para localizar, entre las columnas de nombres, el apellido que busca. Finalmente, lo encuentra. Levanta de golpe el auricular, pero cuando va a marcar el número su mano queda suspendida a milímetros del tablero; en sus oídos resuena ahora un pito estridente. Sus ojos perciben a un metro, tras el mostrador, una casaca blanca, con las solapas arrugadas. Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien, en una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando, con intervalos idénticos. "¿Quién es?», dice una voz. Queda mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que está al frente se mueve, se aproxima. «El teniente Gamboa, por favor», dice Alberto. «Whisky americano, dice la sombra, whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky.» «Un momento, dice la voz. Voy a llamarlo.» Tras él, el hombre que brindaba, ha iniciado un discurso. «Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola, muchachos… — Whisky, insiste la sombra. Scotch. Buen whisky.'Escocés, inglés, da lo mismo. No americano, sino escocés o inglés.» «Aló», escucha. Siente un estremecimiento y separa ligeramente el auricular de su cara. «Sí, dice el teniente Gamboa. ¿Quién es?» «Se acabó la jarana para siempre, muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder. Y a trabajar duro para hacer dinero y tener contenta a la chola.» "¿Teniente Gamboa?», pregunta Alberto. «Pisco de Montesierpe, afirma la sombra, mal pisco. Pisco Motocachi, buen pisco. — «yo soy. ¿Quién habla?» «Un cadete, responde Alberto. Un cadete de quinto año.» «Viva mi chola y vivan mis amigos. — "¿Qué quiere?» «El mejor pisco del mundo, a mi entender, asegura la sombra. Pero rectifica: 0 uno de los mejores, señor. Pisco Motocachi.» «Su nombre», dice Gamboa. ', Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, sólo los nombres de ustedes.» «A Arana lo mataron, dice Alberto. Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?»«Su nombre», dice Gamboa. "¿Quiere usted matar a una ballena? Déle pisco Motocachi, señor.» Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera sección. ¿Puedo ir?» «Venga inmediatamente, dice Gamboa, Calle Bolognesi, 327. Barranco.» Alberto cuelga.
Todos están distintos, a lo mejor yo también, sólo que no me doy cuenta. El Jaguar ha cambiado mucho, es para asustarse. Anda furioso, no se le puede hablar, uno se le acerca a hacerle una pregunta, a pedirle un cigarrillo, y ahí mismo se pone como si le hubieran bajado el pantalón y empieza a decir brutalidades. No aguanta nada, por cualquier cosa, bum, la risita de las peleas y hay que estar calmándolo, Jaguar, qué te pasa, si yo no me meto contigo, no te sulfures, matoneas sin motivo. Y a pesar de las disculpas se le va la mano por cualquier cosa, en estos días he visto a varios machucados. No sólo anda así con los de la sección, también con el Rulos y conmigo, parece mentira que se porte así con nosotros que somos del Círculo. Pero el Jaguar ha cambiado por lo del serrano, yo pesco todas las cosas. Por más que se riera y quisiera demostrar que le importaba un pito, la expulsión del serrano Cava lo ha transformado. Nunca le había visto esos ataques de rabia, qué manera de temblarle la cara, qué palabrotas, lo quemo todo, los mato a todos, una noche incendiaremos el edificio de los oficiales, quisiera despanzurrar al coronel y ponerme sus tripas de corbata. Me parece que hace un mundo de tiempo que no nos reunimos los tres que quedamos del Círculo, desde que lo metieron adentro al serrano y tratábamos de descubrir al soplón. No es justo lo que pasa aquí, el serrano con las alpacas, fregado hasta el alma y el soplón debe estar rascándose la panza de contento, me figuro que va a ser bien difícil descubrirlo. A lo mejor los oficiales le dieron plata para que hablara. El Jaguar decía: «dos horas no más para saber quién es, menos, una basta; abres las narices y descubres a los soplones ahí mismito». Puro cuento, sólo a los serranos los descubres con los ojos o la nariz, en cambio los hijos de puta disimulan muy bien. Eso debe ser lo que lo ha desmoralizado. Pero al menos debía juntarse con nosotros, siempre fuimos sus patas. No comprendo por qué para solo. Basta que uno se le acerque para que ponga cara de odio, parece que va a saltar y morder, qué buen apodo le pusieron, es el que más le convenía. No pienso volver a acercarme a él, va a creer que lo estoy sobando y yo trataba de hablarle por amistad. Fue un milagro que no nos mecháramos ayer, no, sé por qué me contuve, debí pararlo y ponerlo en su sitio, yo no le tengo miedo. Cuando el capitán nos llevó al Salón de Actos y comenzó a hablar del Esclavo, que los errores se pagan caros en el Ejército, métanse en la mollera que están en las Fuerzas Armadas y no en un zoológico si no quieren que les pase lo mismo, si hubiéramos estado en guerra ese cadete sería un traidor a la Patria por irresponsable, carajo, a cualquiera le hierve la sangre que se ensañen con un muerto, Piraña, porquería, que un balazo te perfore la cabeza a ti. Pero no sólo yo estaba furioso, todos estaban igual, bastaba verles las caras. Y yo le dije: «Jaguar, no está bien eso de agarrárselas con un muerto, ¿por qué no le hacemos un zumbido?». Y él me dijo: «mejor te callas, eres muy bruto y sólo sabes decir estupideces. Cuidado con dirigirme la palabra si no te pregunto algo». Debe estar enfermo, ésas no son maneras de persona sana, enfermo de la cabeza, loco perdido. No creas que necesito juntarme contigo, Jaguar, he andado detrás tuyo para pasar el tiempo pero no me hace falta ya, dentro de poco se termina este merengue y no nos veremos más las caras. Cuando salga del colegio no volveré a ver a nadie de aquí, salvo a la Malpapeada, a lo mejor me la robo y la adopto.
Alberto camina por las serenas calles de Barranco, entre casonas descoloridas de principios de siglo, separadas de la calle por jardines profundos. Los árboles, altos y frondosos, proyectan en el pavimento sombras que parecen arañas. De vez en cuando pasa un tranvía atestado; la gente mira por las ventanillas con aire aburrido. «Debí contarle todo,'fíjate bien lo que ha pasado, estaba enamorado de ti, mi papá mañana y tarde con las polillas, mi mamá con su cruz a cuestas y rezando rosarios, confesándose con el jesuita, Pluto y el Bebe conversando en casa de, oyendo discos en el salón de, bailando en, tu tía comiéndose los pelos en la cocina, y a él–se lo están comiendo los gusanos porque quería salir a verte y su padre no le dejó, fíjate bien, ¿te parece poco?» Había bajado del tranvía en el paradero de La Laguna. Sobre el pasto, al pie de los árboles, parejas o familias enteras toman el fresco de la noche y los zancudos zumban a las orillas del estanque, junto a los botes inmóviles. Alberto atraviesa el parque, el campo de deportes: la luz de la avenida revela los columpios y la barra; las paralelas, el tobogán, los trapecios y la escalera giratoria yacen en las sombras. Camina hasta la plaza iluminada y la elude: tuerce hacia el Malecón que intuye al fondo, no muy lejos, detrás de una mansión de muros cremas, más altas que las otras y bañada por la luz oblicua de un farol. En el Malecón se aproxima al parapeto y mira: el mar de Barranco no es el de La Perla, que siempre da señales de vida y en las noches murmura con cólera; es un mar silencioso, sin olas, un lago. «Tú también tienes la culpa y cuando te dije se ha muerto no lloraste, ni te dio pena. También tienes la culpa y si te decía lo mató el Jaguar, hubieras dicho pobre, ¿un Jaguar de a deveras?, tampoco hubieras llorado y él estaba loco por ti. Tenías la culpa y no te importaba nada más que mi cara seria. La culpa y mi cara, la Pies Dorados que es una polilla tiene más alma que tú.»
Es una casa vieja, de dos pisos, con balcones que dan sobre un jardín sin flores. Un caminito recto une la verja herrumbrosa a la puerta de entrada, una puerta antigua, labrada con dibujos borrosos que parecen jeroglíficos. Alberto toca con los nudillos. Espera unos segundos, ve el timbre, apoya el dedo en el botón y lo separa de inmediato. Siente pasos. Se cuadra. — Pase–dice Gamboa y se retira del umbral.
Alberto entra, oye el ruido de la puerta al cerrarse. El teniente pasa a su lado y avanza por un corredor largo, que está en la penumbra. Alberto lo sigue en puntas de pie. La espalda de Gamboa casi toca su cara; si el oficial se detuviera de improviso, chocarían. Pero el teniente no se detiene; al final del pasillo estira una mano, abre una puerta y entra a una habitación. Alberto espera en el pasillo. Gamboa ha encendido la luz. Están en una sala. Los muros son verdes y hay cuadros con marcos dorados. Desde una mesa, un hombre mira a Alberto con obstinación: es una vieja foto, el cartón está amarillo y el hombre luce patillas, una barba patriarcal y aguzados bigotes. — Siéntese–dice Gamboa, señalándole un sillón.
Alberto se sienta y su cuerpo se hunde como en un sueño. En ese momento recuerda que lleva puesto el quepí. Se lo saca y pide disculpas, entre dientes. Pero el teniente no lo oye, está de espaldas, cerrando la puerta. Da media vuelta, se sienta frente a él en una silla de patas finas y lo mira. — Alberto Fernández–dice Gamboa- ¿De la primera sección, me dijo? — Sí, mi teniente–Alberto se adelanta un poco y los resortes del sillón chirrían, brevemente.
— Bueno–dice Gamboa-. Hable usted.
Alberto mira al suelo: la alfombra tiene dibujos azules y cremas, una circunferencia envuelve a otra más pequeña que a su vez encierra a otra. Las cuenta: doce circunferencias y un punto final, de color gris.
Levanta la vista; detrás del teniente hay una cómoda, la superficie es de mármol y las empuñaduras de los cajones de metal.
— Estoy esperando, cadete–dice Gamboa.
Alberto vuelve a mirar la alfombra.
— La muerte del cadete Arana no fue casual–dice–Lo mataron. Ha sido una venganza, mi teniente.
Levantó los ojos. Gamboa no se ha movido; su rostro está impasible, no revela sorpresa ni curiosidad. No le hace ninguna pregunta. Tiene las manos apoyadas en las rodillas, los pies separados. Alberto descubre que la silla que ocupa el teniente tiene extremidades de animal: plantas chatas y garras carniceras.
— Lo han asesinado–añade». Ha sido el Círculo. Lo odiaban. Toda la sección lo odiaba, no tenían ningún motivo, él no se metía con nadie. Pero lo odiaban porque no le gustaban las bromas ni las peleas. Lo volvían loco, lo batían todo el tiempo y ahora lo han matado. — Cálmese–dice Gamboa-. Vaya por partes. Hable con toda confianza.
— Sí, mi teniente–dice Alberto–Los oficiales no saben nada de lo que pasa en las cuadras. Todos se ponían siempre en contra de Arana, lo hacían consignar, no lo dejaban en paz ni un instante. Ahora ya están tranquilos. Ha sido el Círculo, mi teniente.
— Un momento–dice Gamboa y Alberto lo mira. Esta vez, el teniente se ha movido hasta el borde de la silla y apoya el mentón en la palma de la mano-. ¿Quiere usted decir que un cadete de la sección disparó deliberadamente contra el cadete Arana? ¿Quiere decir eso?
— Sí, mi teniente.
— Antes de que me diga el nombre de esa persona–añade Gamboa, suavemente-, tengo que advertirle algo. Una acusación de ese género es muy grave. Supongo que se da cuenta de todas las consecuencias que puede tener este asunto. Y supongo también que no tiene usted la menor duda de lo que va a hacer.
Una denuncia así no es un juego. ¿Me comprende?
— Sí, mi teniente–dice Alberto-. He pensado en eso. No le hablé antes porque me daba miedo. Pero ya no. — Abre la boca para continuar, pero no lo hace. El rostro de Gamboa, que Alberto observa sin bajar la vista, es de líneas marcadas y revela aplomo. En unos segundos, los rasgos precisos de ese rostro se disuelven, la piel morena del teniente se blanquea. Alberto cierra los ojos, ve un segundo la cara pálida y amarillenta del Esclavo, su mirada huidiza, sus labios tímidos. Sólo ve su rostro y, luego, cuando vuelve a abrir los ojos y reconoce nuevamente al teniente Gamboa, cruzan su memoria el campo de hierba, la vicuña, la capilla, la litera vacía de la cuadra.
— Sí, mi teniente–dice-. Me hago responsable. Lo mató el Jaguar para vengar a Cava.
— ¿Cómo? — dice Gamboa. Ha dejado caer la mano y sus Ojos se muestran ahora intrigados.
— Todo fue por la consigna, mi teniente. Por lo del vidrio. Para él fue horrible, peor que para cualquiera.
Hacía quince días que no salía. Primero le robaron su pijama. Y a la semana siguiente lo consignó usted por soplarme en el examen de Química. Estaba desesperado, tenía que salir, ¿comprende usted, mi teniente?
— No–dijo Gamboa-. Ni una palabra.
— Quiero decir que estaba enamorado, mi teniente. Le gustaba una muchacha. El Esclavo no tenía amigos, hay que pensar en eso, no se juntaba con nadie. Se pasó los tres años del colegio solo, sin hablar con nadie. Todos lo fregaban. Y él quería salir para ver a esa chica. Usted no puede saber cómo lo batían todo el tiempo. Le robaban sus cosas, le quitaban los cigarrillos.
— ¿Los cigarrillos? — dijo Gamboa.
— Todos fuman en el colegio–dice Alberto, agresivo-. Una cajetilla diaria cada uno. 0 más. Los oficiales no saben nada de lo que pasa. Todos lo fregaban al Esclavo, yo también. Pero después me hice su amigo, el único. Me contaba sus cosas. Se le prendían porque tenía miedo a los golpes. No eran bromas, mi teniente. Lo orinaban cuando dormía, le cortaban el uniforme para que lo consignaran, escupían en su comida, lo obligaban a ponerse entre los últimos aunque hubiera llegado primero a la fila.
— ¿Quiénes? — preguntó Gamboa.
— Todos, mi teniente.
— Tranquilícese, cadete. Dígame todo con orden.
— Él no era malo–lo interrumpe Alberto-. Lo único que odiaba era la consigna. Cuando lo dejaban encerrado se ponía como loco. Ya estaba un mes sin salir. Y la muchacha no le escribía. Yo también me porté muy mal con él, mi teniente. Muy mal.
— Hable más despacio–dice Gamboa-. Controle sus nervios, cadete.
— Sí, mi teniente. ¿Se acuerda cuando usted lo consignó por soplarme en el examen? Tenía que ir con la muchacha al cine. Me dio un encargo. Yo lo traicioné. La chica es ahora mi enamorada. — Ah–dijo Gamboa-. Ahora entiendo algo.
— Él no sabía nada–dice Alberto-. Pero estaba loco por ir a verla. Quería saber por qué no le escribía la muchacha. La consigna por lo del vidrio podía durar meses. Nunca iban a descubrir a Cava, los oficiales no descubren nunca lo que pasa en las cuadras si nosotros no queremos, mi teniente. Y él no era como los demás, no se atrevía a tirar contra. — ¿Contra?
— Todos tiran contra, hasta los perros. Cada noche se larga alguien a la calle. Menos él, mi teniente. Nunca tiró contra. Por eso fue donde Huarina, digo el teniente Huarina, y denunció a Cava. No porque fuera un soplón. Sólo para salir a la calle. Y el Círculo se enteró, estoy seguro que lo descubrió. — ¿Qué es eso del Círculo? — dijo Gamboa.
— Son cuatro cadetes de la sección, mi teniente. Mejor dicho tres, porque Cava ya salió. Roban exámenes, uniformes y los venden. Hacen negocios. Y todo lo venden más caro, los cigarrillos, el licor. — ¿Está usted delirando?
— Pisco y cerveza, mi teniente. ¿No le digo que los oficiales no saben nada? En el colegio se toma más que en la calle. En las noches. Y a veces hasta en los recreos. Cuando supieron que habían descubierto a Cava, se pusieron furiosos. Pero Arana no era un soplón, nunca hubo soplones en la cuadra. Por eso lo mataron, para vengarse. — ¿Quién lo mató?
— El Jaguar, mi teniente. Los otros dos, el Boa y el Rulos son un par de brutos, pero ellos no hubieran disparado. Fue el Jaguar.
— ¿Quién es el Jaguar? — dijo Gamboa-. Yo no conozco los apodos de los cadetes. Dígame sus nombres. Alberto se los dijo y luego siguió hablando, interrumpido a veces por Gamboa, que le pedía aclaraciones, nombres, fechas. Mucho rato después, Alberto calló y quedó cabizbajo. El teniente le indicó dónde–estaba el baño. Fue y volvió con la cara y los cabellos húmedos. Gamboa seguía sentado en la silla de patas de fiera y tenía una expresión meditabunda. Alberto quedó de pie.
— Vaya a su casa, ahora–dijo Gamboa-. Mañana estaré yo en la Prevención. No entre a su cuadra, venga a verme directamente. Y déme su palabra de que no hablará a nadie de este asunto por ahora. A nadie, ni a sus padres.
— Sí, mi teniente–dijo Alberto–Le doy mi palabra.
Dijo que iba a venir pero no vino, me dieron ganas de matarlo. Después de la comida, subí a la glorieta como quedamos y me cansé de esperarlo. Estuve fumando y pensando no sé cuánto rato, a veces me levantaba a aguaitar por el vidrio y el patio siempre vacío. Tampoco fue la Malpapeada, está detrás de mí todo el tiempo, pero no justo cuando me hubiera gustado tenerla a mi lado en la glorieta, para espantar el miedo: ladra perra, zape a los malos espíritus. Entonces se me ocurrió: el Rulos me ha traicionado. Pero no era eso, después me di cuenta. Ya se había oscurecido y yo seguía en un rincón de la glorieta, con todos los muñecos en el cuerpo, así que bajé y volví a las cuadras, casi corriendo. Llegué al patio cuando tocaban el pito, si me quedaba un rato más esperándolo me clavaban seis puntos y él ni pensó en eso, que ganas de chancarlo. Lo vi a la cabeza de la fila y torció los ojos para no mirarme. Tenía la boca abierta, parecía uno de esos idiotas que andan por la calle hablando con las moscas. Ahí mismo me di cuenta que el Rulos no fue a la glorieta porque le dio miedo. «Esta vez nos fregamos de verdad, pensé, mejor voy haciendo mi maleta, iré a ganarme la vida como pueda, antes que me arranquen las insignias me escaparé por el estadio, y me robaré a la Malpapeada, ni cuenta se darán.» El brigadier estaba leyendo los nombres y todos decían presente. Cuando llamó al Jaguar, todavía siento frío en el espinazo, todavía me tiemblan las piernas, miré al Rulos y él se volvió y me miró con los Ojazos y todos se volvieron y yo tuve que sacar fuerzas de no sé dónde para contenerme. Y el brigadier tosió y siguió con la lista. Después, fue el huayco; apenas entramos a la cuadra, la sección enterita corrió hacia el Rulos y hacia mí gritando: ¿qué ha pasado? Cuenten, cuenten». Y nadie quería creer que no sabíamos nada y el Rulos hacía Pucheros: «no tenemos nada que ver, crean y no sean tan preguntones, maldita sea». Ven para acá, no te me corras ahora, no seas tan respingada. Mira que estoy con pesadumbre y necesito compañía. Después, cuando se fueron a acostar, me acerqué al Rulos y le dije: «traidor, ¿por qué no fuiste a la glorieta? Te esperé horas». Tenía más miedo, daba pena verlo y lo peor que era un miedo contagioso. Que no nos vean juntos, Boa, espera que se duerman, Boa, dentro de una hora te despierto y te cuento todo, Boa, métete a tu cama y zafa de aquí, Boa. Lo insulté y le dije: «si me estás engañando, te mato».
Pero me fui a acostar y al poco rato apagaron la luz y lo vi al negro Vallano que bajaba de su cama y venía a mi lado. Estaba muy meloso, el gran sabido, muy cariñoso. Yo soy amigo de ustedes, Boa, a mí cuéntame qué ha pasado, todo zalamero con sus dientes de ratón. En medio de mi tristeza me dio risa verlo: salió zumbando con sólo mostrarle el puño, con sólo ponerle mala cara. Ven perrita, sé buena conmigo, estoy pasando un mal momento, no te me escapes. Yo decía: si no viene, voy y lo aplasto. Pero vino, cuando todos roncaban. Se me acercó despacito y me dijo: «vamos al baño para hablar mejor». La perra me siguió, pasándome su lengua por los pies, tiene una lengua que siempre está caliente. El Rulos estaba meando y no terminaba nunca y yo creí que lo hacía a propósito, así que lo agarré de] pescuezo y lo sacudí y le dije: «dime de una vez lo que ha pasado».
No me extraña nada del Jaguar, ya sabía que no tiene sentimientos, a quién le va a asombrar que quiera meternos a todos en la sopa. Dice que le dijo: todo el mundo está fregado si me friegan, no me extraña. Pero tampoco el Rulos sabe gran cosa, no te muevas tanto que me rasguñas la panza, yo esperaba que me dijera muchas cosas y eso podía incluso adivinarlo. Dice que estaban haciendo puntería con la cristina de un perro y que el Jaguar acertaba todas las pedradas a veinte metros y el perro decía: «me están haciendo polvo la cristina, mis cadetes». Yo me acuerdo que los vi en el descampado, y creí que se iban a fumar, si no me hubiera acercado, me gusta mucho hacer puntería y tengo más vista que el Rulos y el Jaguar. Dice que el perro protestaba demasiado y el Jaguar le dijo: «si sigues hablando voy a hacer puntería en tu bragueta, mejor te callas». Y dice que entonces se volvió hacia el Rulos y, sin que viniera al caso, le dijo: «se me ocurre que el poeta no ha venido al colegio porque se ha muerto. Este es año de muertes y me he soñado que va a haber otros cadáveres en la sección antes de que termine el año». Dice el Rulos que te dio nervios oír hablar así y que se estaba persignando cuando vio a Gamboa. No se le pasó por la cabeza siquiera que venía en busca del Jaguar, a mí tampoco se me habría ocurrido, vaya novedad. Pero el Rulos abría los ojazos y decía: «ni pensé que se iba a acercar, Boa, ni por asomo. Sólo pensaba en lo que había dicho el Jaguar sobre los cadáveres y el poeta, cuando vi que se nos venía derechito y mirándonos, Boa». Perra, ¿por qué tienes la lengua siempre tan caliente? Tu lengua me recuerda las ventosas que me ponía mi madre para sacarme las pestilencias cuando estaba enfermo. Dice que cuando estuvo a unos diez metros, el perro se levantó y también el Jaguar y que él se cuadró. «Me di cuenta ahí mismito, Boa, no era porque el perro estaba sin cristina, cualquiera se habría dado cuenta, sólo a nosotros nos miraba, no nos quitaba los ojos, Boa.» Y dice que les dijo: «buenos días, cadetes», pero que ya no miraba al Rulos, sólo al Jaguar y que éste soltó la piedra que tenía en la mano. «Vaya a la Prevención, le dijo; preséntese al oficial de guardia. Y lleve su pijama, su escobilla de dientes, una toalla y jabón.» Dice el Rulos que él se puso pálido y que el Jaguar estaba muy tranquilo y que todavía le preguntó a Gamboa con cachita: "¿yo, mi teniente?, ¿por qué, mi teniente?», y que el perro se reía, ojalá encuentre a ese perro. Y que Gamboa no le contestó, sólo le dijo: «vaya inmediatamente». Lástima que el Rulos no se acuerde de la cara de ese perro, aprovechando que estaba el teniente cogió su cristina y se escapó corriendo. No me extraña que el Jaguar le dijera al Rulos: «maldita sea, si es por lo de los exámenes te juro que muchos van a lamentar haber nacido», es muy capaz. Y el Rulos dice que le dijo: "¿no creerás que yo soy un soplón o que el Boa es un soplón?». Y el Jaguar le contestó: «espero por su bien que no sean chivatos. No se olviden que están tan embarrados como yo. Adviérteselo al Boa. Y también a todos los que han comprado exámenes. A todo el mundo». Yo ya sé lo demás, lo vi salir de la cuadra, tenía el pijama de una manga y lo arrastraba por el suelo y llevaba la escobilla entre los dientes como si fuera una cachimba. Me sorprendió porque creí que iba a bañarse y el Jaguar no es como Vallano, que se ducha todas las semanas, en tercero le decían «el acuático». Tienes una lengua caliente, Malpapeada, una lengua larga y quemante.
Cuando mi madre me dijo «se acabó el colegio, vamos donde tu padrino para que te consiga un trabajo», yo le respondí: «ya sé cómo ganar plata sin dejar el colegio, no te preocupes». "¿Qué dices? — , me dijo. Se me trabó la lengua y me quedé con la boca abierta. Después le pregunté si conocía al flaco Higueras. Me miró muy raro y me preguntó: "¿y tú de dónde lo conoces?». «Somos amigos, le dije. Y a veces le hago unos trabajos.» Ella encogió los hombros. «Ya estás grande, me dijo. Allá tú con lo que haces, no quiero saber nada. Pero si no traes plata, a trabajar.» Me di cuenta que mi madre sabía lo que hacían el flaco Higueras y mi hermano. Yo ya había ido con el flaco a otras casas, siempre de noche y cada vez gané unos veinte soles. El flaco me decía: «te harás rico conmigo». Tenía guardada toda la plata en mis cuadernos y le pregunté a mi madre: "¿necesitas dinero ahora?». «Siempre necesito, me contestó. Dame lo que tengas.» Le di toda la plata, menos dos soles. Yo sólo gastaba en ir a esperar a Tere todos los días a la salida del colegio y también en cigarrillos, pues esos días comencé a fumar de mi bolsillo. Una cajetilla de Inca me duraba tres o cuatro días. Una vez prendí un cigarrillo en la Plaza de Bellavista y Tere me vio desde la puerta de su casa. Se acercó y conversamos, sentados en una banca. Me dijo: «enséñame a fumar». Encendí un cigarrillo y le di varias pitadas. No podía golpear y se atoraba. Al día siguiente me dijo que había estado con náuseas toda la noche y que no volvería a fumar. Me acuerdo bien de esos días, fueron los mejores del año. Estábamos casi al final del curso, habían comenzado los exámenes, estudiábamos más que antes y éramos inseparables. Cuando su tía no estaba o se quedaba dormida, nos hacíamos bromas, jugábamos a despeinarnos y yo me ponía muy nervioso cada vez que ella me tocaba. La veía dos veces al día, me sentía contento. Como andaba con plata, siempre le llevaba una sorpresa. En las noches, iba a la Plaza Bellavista a encontrarme con el flaco y él me decía: «prepárate para tal día. Tenemos un asunto que es canela fina».
Las primeras veces fuimos los tres: el flaco, yo y el serrano Culepe. Otra vez, que dimos un golpe en Orrantia, en una casa de ricos, se juntaron a nosotros dos desconocidos. Pero por lo general lo hacíamos solos. «Mientras menos, mejor, decía el flaco. Por el reparto y los chivatos. Pero a veces no se puede, cuando el almuerzo es suculento se necesitan muchas bocas.» Casi siempre entrábamos a casas vacías. El flaco ya las conocía, no sé cómo, y me explicaba la manera de entrar, por el techo, la chimenea o una ventana. Al principio tuve miedo, después trabajaba muy tranquilo. Una vez entramos a una casa de Chorrillos. Yo me metí por un vidrio del garaje, que el flaco rompió con un diamante. Crucé media casa para abrirles la puerta de calle, salí y esperé en la esquina. Al poco rato vi que se encendía la luz del segundo piso y que el flaco salía disparado. Al pasar me cogió la mano y me dijo: «vuela que nos cocinan». Corrimos como tres cuadras, no sé si nos perseguían, pero yo tenía mucho miedo y cuando el flaco me dijo: Lárgate por allá y al doblar la esquina échate a caminar tranquilo», creí que estaba frito. Hice lo que me dijo y tuve suerte. Regresé a mi casa a pie, desde tan lejos. Llegué muerto de frío y de cansancio, temblando, seguro de que al flaco lo habían agarrado. Pero al día siguiente estaba esperándome en la plaza, muerto de risa. "¡Qué tal chasco!, me decía. Yo estaba abriendo una cómoda y en eso se hizo de día, quedé mareado con tantas luces. Carambolas, nos libramos porque Dios es grande.»
— ¿Que más? — dijo Alberto.
— Nada más–repuso el cabo–Sólo que comenzó a sangrar y yo le dije: «no te hagas». Y el bruto ése me contestó: «no me hago, mi cabo, pero me está doliendo». Y entonces, como todos son compinches, los soldados comenzaron a murmurar: «le está doliendo, le está doliendo». Yo no lo creía pero tal vez era verdad. ¿Sabe por qué, cadete? Por sus pelos, que estaban colorados. Lo mandé a lavarse, para que no manchara el piso de la cuadra. Pero el muy porfiado no quiso, es un maricón, para hablar claro. Se quedó sentado en su cama y lo empujé, sólo para que se levantara, cadete, y los otros comenzaron a gritar: «no lo maltrate, cabo, ¿no ve que le está doliendo?». — ¿Y después? — preguntó Alberto.
— Nada más, mi cadete, nada más. Entró el sargento y preguntó: "¿qué le pasa a éste?». «Se ha caído, mi sargento, le dije. ¿No es verdad que te has caído?» Y el maricón dijo: «no, usted me ha roto la cabeza de un palazo, mi cabo». Y los otros forajidos gritaron: «sí, sí, el cabo le ha roto la cabeza». ¡Maricones! El sargento me trajo a la Prevención y mandó al bruto ése a la enfermería. Aquí me tienen hace cuatro días. A pan y agua. Tengo mucha hambre, cadete. — ¿Y por qué le rompiste la cabeza? — preguntó Alberto.
— Bah–dijo el cabo, con una mueca desdeñosa-. Yo sólo quería que sacara rápido la basura. ¿Quiere que le diga una cosa? Se cometen muchas injusticias. Si el teniente ve basuras en la cuadra me manda tres días de rigor o me muele a patadas. Pero si yo doy un cocacho a un soldado me meten al calabozo. ¿Quiere saber la verdad, cadete? No hay nada peor que ser cabo. A los soldados los patean los oficiales, pero entre ellos son compinches, siempre paran ayudándose. A los clases, en cambio, nos llueve de todas partes. Los oficiales nos patean y los soldados nos odian y nos hacen imposible la vida. Yo estaba mejor cuando era soldado, cadete.
Los dos calabozos están detrás de la Prevención. Son cuartos oscuros y altos, que se comunican por una rejilla, a través de la cual Alberto y el cabo pueden conversar cómodamente. En cada calabozo hay una ventanilla cerca del techo, que deja pasar prismas de luz, un raquítico catre de campaña, un colchón de paja y una frazada caqui.
— ¿Cuánto tiempo va a estar aquí, cadete? — dice el cabo.
— No sé–responde Alberto. Gamboa no le había dado explicación alguna la noche anterior, se limitó a decirle secamente: «dormirá allá; prefiero que no vaya a la cuadra». Eran apenas las diez, la Costanera y los patios estaban desiertos, barridos por un viento silencioso; los consignados se hallaban en las cuadras y los cadetes sólo volvían a las once. Amontonados en la banca del fondo de la Prevención, los soldados conversaban entre dientes, ni siquiera echaron una mirada a Alberto cuando entró al calabozo. Estuvo unos segundos a ciegas, después distinguió, en una esquina, la sombra compacta del catre de campaña. Dejó su maletín en el suelo, se quitó la guerrera, los zapatos, el quepí y se cubrió con la frazada. Hasta él llegaban unos ronquidos de animal. Se durmió casi inmediatamente, pero despertó varias veces y los ronquidos proseguían, inalterables, poderosos. Sólo con las primeras luces del amanecer descubrió al cabo en el calabozo contiguo: un hombre largo, de rostro seco y filudo como un cuchillo, que dormía con polainas y cristina. Poco después, un soldado le trajo café caliente. El cabo se despertó y desde su catre le hizo un saludo amistoso. Estaban conversando cuando sonó la diana.
Alberto se aparta de la rejilla y se aproxima a la puerta del calabozo, que comunica con la sala de guardia: el teniente Gamboa está inclinado sobre el teniente Ferrero y le habla en voz baja. Los soldados se restregan los ojos, se desperezan, toman sus fusiles, se aprestan a abandonar la Prevención. Por la puerta, se ve el comienzo del patio exterior y el sardinel de piedras blancas que circunda el monumento al héroe. Por allí deben estar los soldados que van a entrar de servicio junto con el teniente Ferrero. Gamboa sale de la Prevención sin mirar el calabozo. Alberto escucha silbatos sucesivos y comprende que, en los patios de cada año, se organizan las formaciones. El cabo continúa en la cama y ha vuelto a cerrar los ojos, pero ya no ronca. Cuando se oye el desfile de los batallones hacia el comedor, el cabo silba despacito, al compás de la marcha. Alberto mira su reloj. «Ya debe estar con el Piraña, Teresita, ya le habló, ya están hablando con el mayor, han entrado donde el comandante, están yendo donde el coronel, Teresita, los cinco están hablando de mí, llamarán a los periodistas y me tomarán fotos y el primer día de salida me lincharán y mi mamá se volverá loca, y no podré caminar más por Miraflores sin que me señalen con el dedo, y tendré que irme al extranjero y cambiarme de nombre, Teresita.» Después de unos minutos, vuelven a oírse los silbatos. Las pisadas de los cadetes que abandonan el comedor y atraviesan el descampado para formar en la pista de desfile llegan hasta la Prevención como un susurro lejano. La marcha hacia las aulas, en cambio, es un gran ruido marcial, equilibrado y exacto que va disminuyendo lentamente hasta desaparecer. «Ya se habrán dado cuenta, Teresita, el poeta no ha venido, Arróspide ha escrito mi nombre en el parte de ausentes, cuando sepan se sortearán a ver quién me pega, se pasarán papeles y mi padre dirá mi apellido en el fango, en la página policial de los periódicos, tu abuelo y tu bisabuelo morirían de impresión, nosotros fuimos siempre y en todo los mejores y tú te–pudres en la mugre, Teresita, nos escaparemos a Nueva York y nunca volveremos al Perú, ahora ya comenzaron las clases y deben estar mirando mi carpeta.» Alberto da un paso atrás cuando ve al teniente Ferrero acercarse al calabozo. La puerta metálica se abre silenciosamente.
— Cadete Fernández–Era un teniente muy joven, que tenía a su mando una compañía de tercero. — Sí, mi teniente.
— Vaya a la secretaría de su año y preséntese al capitán Garrido.
Alberto se puso la guerrera y el quepí. Era una mañana clara, el viento arrastraba un sabor a pescado y a sal. No había sentido llover en la noche y, sin embargo, el patio estaba mojado. La estatua del héroe parecía una planta lúgubre, impregnada de rocío. No vio a nadie en la pista ni en el patio del año. La puerta de la secretaría estaba abierta. Se acomodó el cinturón de la guerrera y se pasó la mano por los ojos. El teniente Gamboa, de pie, y el capitán Garrido, sentado en la punta del escritorio, lo miraban. El capitán le indicó con un gesto que entrara. Alberto dio unos pasos y se cuadró. El capitán lo examinó de arriba abajo, detenidamente. Agazapadas como dos abscesos bajo las orejas, las sobresalientes mandíbulas estaban en reposo. Tenía la boca cerrada, pero su dentadura de piraña asomaba entre los labios, blanquísima. El capitán movió ligeramente la cabeza. — Bueno–dijo–Vamos a ver, cadete. ¿Qué significa esta historia?
Alberto abrió la boca y su cuerpo se ablandó por adentro como si el aire, al invadirlo, hubiera disuelto sus órganos. ¿Qué iba a decir? El capitán Garrido tenía las manos sobre el escritorio y sus dedos, muy nerviosos, arañaban unos papeles. Lo miraba a los ojos. El teniente Gamboa estaba a su lado y Alberto no podía verlo. Le ardían las mejillas, debía haber enrojecido. — ¿Qué espera? — dijo el capitán-. ¿Le han cortado la lengua?
Alberto bajó la cabeza. Sentía una fatiga muy intensa y una súbita desconfianza: engañosas y frágiles, las palabras avanzaban hasta la orilla de los labios y allí retrocedían, o morían como objetos de humo. La voz de Gamboa interrumpió su tartamudeo.
— Vamos, cadete–escuchó-. Haga un esfuerzo y serénese. El capitán está esperando. Repita usted lo que me dijo el sábado. Hable sin temor. — Sí, mi capitán–dijo Alberto. Tomó aire y habló: — Al cadete Arana lo mataron porque denunció al Círculo.
— ¿Usted lo vio con sus ojos? — exclamó con ira el capitán Garrido. Alberto levantó la vista: las mandíbulas
habían entrado en actividad, se movían sincrónicamente, bajo la piel verdosa.
— No, mi capitán–dijo-. Pero…
— ¿Pero qué? — gritó el capitán-. ¿Como se atreve a hacer una afirmación semejante sin pruebas concretas?
¿Sabe usted lo que significa acusar a alguien de asesinato? ¿Por qué ha inventado esta historia estúpida?
La frente del capitán Garrido estaba húmeda y en cada uno de sus ojos había una llamita amarilla. Sus manos se aplastaban, coléricas, contra el tablero del escritorio; sus sienes latían. Alberto recuperó de golpe el aplomo: tuvo la impresión de que su cuerpo se rellenaba. Sostuvo sin pestañear la mirada del capitán y, al cabo de unos segundos, vio que el oficial desviaba la vista.
— No he inventado nada, mi capitán–dijo y su voz sonó convincente a sus propios oídos. Repitió: — Nada, mi capitán. Los del Círculo estaban buscando al que hizo expulsar a Cava. El Jaguar quería vengarse a toda costa, lo que más odia son los soplones. Y todos odiaban al cadete Arana, lo trataban como a un esclavo. Estoy seguro que el Jaguar lo mató, mi capitán. Si no estuviera seguro, no habría dicho nada.
— Un momento, Fernández–dijo Gamboa-. Explique todo con orden. Acérquese. Siéntese, si quiere.
— No–dijo el capitán, cortante, y Gamboa se volvió a mirarlo. Pero el capitán Garrido tenía los ojos fijos en Alberto. Quédese donde está. Y siga.
Alberto tosió y se limpió la frente con el pañuelo. Comenzó a hablar con tina voz contenida y jadeante, silenciada por largas pausas, pero a medida que refería las proezas del Círculo y la historia del Esclavo, e insensiblemente deslizaba en su relato a los otros cadetes y describía la estrategia utilizada para pasar los cigarrillos y el licor, los robos y la venta de exámenes, las veladas donde Paulino, las contras por el estadio y «La Perlita», las partidas de póquer en los baños, los concursos, las venganzas, las apuestas, y la vida secreta de su sección iba surgiendo como un personaje de pesadilla ante el capitán, que palidecía sin cesar, la voz de Alberto cobraba soltura, firmeza y hasta era, por instantes, agresiva.
— ¿Y eso qué tiene que ver? — lo interrumpió, una sola vez, el capitán.
— Es para que usted me crea, mi capitán–dijo Alberto-. Los oficiales no pueden saber lo que pasa en las cuadras. Es como si fuera otro mundo. Es para que me crea lo que le digo del Esclavo.
Más tarde, cuando Alberto calló, el capitán Garrido permaneció unos segundos en silencio, examinando con excesiva atención todos los objetos del escritorio, uno tras otro. Sus manos, ahora, jugueteaban con los botones de su camisa.
— Bien–dijo de pronto-. Quiere decir que la sección entera debe ser expulsada. Unos por ladrones, otros por borrachos, otros por timberos. Todos son culpables de algo, muy bien. ¿Y usted qué era?
— Todos éramos todo–dijo Alberto–Sólo Arana era diferente. Por eso nadie se juntaba con él. — Su voz se quebró: — Tiene que creerme, mi capitán. El Círculo lo estaba buscando. Querían encontrar como fuera al que denunció a Cava. Querían vengarse, mi capitán.
— Alto ahí–dijo el capitán, desconcertado-. Toda esta historia cae por su base. ¿Qué tonterías dice usted?
Nadie denunció al cadete Cava.
— No son tonterías, mi capitán–dijo Alberto-. Pregunte usted al teniente Huarina si no fue el Esclavo quien denunció a Cava. Él fue el único que lo vio salir de la cuadra para robarse el examen; estaba de imaginaria. Pregúnteselo al teniente Huarina.
— Lo que usted dice no tiene pies ni cabeza–dijo el capitán. Pero Alberto notó que ya no parecía tan seguro de sí mismo; una de sus manos estaba inútilmente suspendida en el aire y su dentadura parecía más grande–Ni pies ni cabeza.
— Para el Jaguar era lo mismo que si lo hubieran acusado a él, mi capitán–dijo Alberto-. Estaba loco de furia por la expulsión de Cava. El Círculo se reunía todo el tiempo. Ha sido una venganza. Yo conozco al Jaguar, es capaz…
— Basta–dijo el capitán-. Lo que usted dice es infantil. Está acusando a un compañero de asesino, sin pruebas. No me sorprendería que el que quiera vengarse sea usted, ahora. En el Ejército no se admiten esta clase de juegos, cadete. Puede costarle caro.
— Mi capitán–dijo Alberto-. El Jaguar estaba detrás de Arana en el asalto del cerro.
Pero se calló. Lo había dicho sin pensar y ahora dudaba. Febrilmente, trataba de reconstituir en imágenes el descampado de la Perla, la colina rodeada de sembríos, la mañana de aquel sábado, la formación.
— ¿Está seguro? — dijo Gamboa.
— Sí, mi teniente. Estaba detrás de Arana. Estoy seguro.
El capitán Garrido los miraba, sus ojos saltaban de uno a otro, desconfiados, iracundos. Sus manos se habían unido; una estaba cerrada y la otra la envolvía, le daba calor.
— Eso no quiere decir nada–dijo–Absolutamente nada. Quedaron en silencio, los tres. De pronto, el capitán se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Gamboa se había sentado en el lugar que ocupaba antes el capitán y miraba la pared. Parecía reflexionar.
— Cadete Fernández–dijo el capitán. Se había detenido en medio de la habitación y su voz era más suave–Voy a hablarle como a un hombre. Usted es joven e impulsivo. Eso no está mal, incluso puede ser una virtud. La décima parte de lo que acaba de decirme puede costarle la expulsión del colegio. Sería su ruina y un golpe terrible para sus padres. ¿No es así?
— Sí, mi capitán–dijo Alberto. El teniente Gamboa movía uno de sus pies en el aire y miraba el suelo. — La muerte de ese cadete lo ha afectado–prosiguió el capitán–Lo comprendo, era su amigo. Pero aun cuando lo que usted me ha dicho fuera en parte cierto, jamás podría probarse, jamás, porque todo se funda en hipótesis. A lo más, llegaríamos a comprobar ciertas violaciones del reglamento. Habría unas cuantas expulsiones. Usted sería uno de los primeros, como es natural. Estoy dispuesto a olvidar todo, si me promete no volver a hablar una palabra más de esto. — Se llevó rápidamente una mano al rostro y la volvió a bajar, sin tocarse–Sí, es lo mejor. Echar tierra a todas estas fantasías.
El teniente Gamboa seguía con los ojos bajos y balanceaba el pie al mismo ritmo, pero ahora la puntera de su zapato rozaba el suelo.
— ¿Entendido? — dijo el capitán y su rostro insinuó una sonrisa. — No, mi capitán–dijo Alberto. — ¿No me ha comprendido, cadete?
— No puedo prometerle eso–dijo Alberto–A Arana lo mataron.
— Entonces–dijo el capitán, con rudeza-, le ordeno que se calle y no vuelva a hablar estupideces. Y si no me obedece, ya verá quién soy yo. — Perdón, mi capitán–dijo Gamboa. — Estoy hablando, no me interrumpa, Gamboa.
— Lo siento, mi capitán–dijo el teniente, poniéndose de pie. Era más alto que el capitán y éste debió levantar un poco la cabeza para mirarlo a los ojos.
— El cadete Fernández tiene derecho a presentar esta denuncia, mi capitán. No digo que sea cierta. Pero tiene derecho a pedir una investigación. El reglamento es claro. — ¿Va usted a enseñarme el reglamento, Gamboa?
— No, claro que no, mi capitán. Pero si usted no quiere intervenir, yo mismo pasaré el parte al mayor. Es un asunto grave y creo que debe haber una investigación.
Poco después del último examen, vi a Teresa con dos muchachas, por la avenida Sáenz Peña. Llevaban toallas y yo le pregunté, de lejos, a dónde iba. Me contestó: «a la playa». Ese día estuve de mal humor y cuando mi madre me pidió dinero le contesté una grosería. Ella sacó la correa que tenía guardada debajo de su cama. Hacía mucho tiempo que no me pegaba y yo la amenacé: «si me tocas, no vuelvo a darte un centavo». Era sólo una advertencia y nunca creí que hiciera efecto. Me quedé frío al verla bajar la correa que ya tenía levantada, tirarla al suelo y decir una lisura entre dientes. Se metió a la cocina sin decirme nada. Al día siguiente, Teresa volvió a la playa con las dos muchachas y lo mismo los otros días. Una mañana, las seguí… Iban a Chucuito. Llevaban puesta la ropa de baño y se desvistieron en la playa. Había tres o cuatro muchachos que las estaban esperando. Yo sólo miraba al que conversaba con Teresa. Los estuve vigilando toda la mañana, desde la baranda. Después, ellas se pusieron el vestido sobre el traje de baño y volvieron a Bellavista. Yo esperé a los chicos. Dos se fueron al poco rato, pero el que había estado con Teresa y el otro se quedaron hasta cerca de las tres. Iban hacia la Punta. Caminaban por media pista, tirándose las toallas y las ropas de baño. Cuando llegaron a una calle vacía, comencé a arrojarles piedras. Les di a los dos, al amigo de Teresa lo toqué en plena cara. Se agachó, dijo «ay» y en eso le cayó otra piedra en la espalda. Me miraban asombrados y yo corrí hacia ellos, sin darles tiempo a reaccionar. Uno escapó gritando «un loco». El otro se quedó parado y me le fui encima. Ya me había trompeado en el colegio y peleaba muy bien, de chico mi hermano me enseñó a usar los pies y la cabeza. «El que se aloca está muerto, me decía. Pelear a la bruta sólo sirve si eres muy fuerte y puedes arrinconar al enemigo para quebrarle la guardia de una andanada. Si no, perjudica. Los brazos y las piernas se cansan de tanto golpear al aire y uno se aburre, desaparece la cólera y al poco rato estás con ganas de terminar. Entonces, si el otro es cuco y te ha estado midiendo, aprovecha y te carga.» Mi hermano me enseñó a deprimir a los que pelean a la bruta, a agotarlos y a tenerlos a raya con los pies, hasta que se descuidan y le dan chance a uno de cogerles la camisa y clavarles un cabezazo. Mi hermano me enseñó también a manejar la cabeza a la chalaca, no con la frente ni con el cráneo, sino con el hueso que hay donde comienzan los pelos, que es durísimo, y a bajar las manos en el momento de dar el cabezazo para evitar que el otro levante la rodilla y me hunda el estómago. «No hay como el cabezazo, decía mi hermano; basta uno bien puesto para aturdir al enemigo. — Pero esa vez yo me lancé a la bruta contra los dos y los gané. El que había estado con Teresa ni se defendió, cayó al suelo llorando. Su amigo se había parado a unos diez metros y me gritaba: «no le pegues, maricón, no le pegues», pero yo le seguí dando en el suelo. Después corrí hacia el otro, que salió disparado, pero lo alcancé y le puse cabe y se vino abajo. No quería pelear: apenas lo soltaba, corría. Regresé donde el primero que estaba limpiándose la cara. Pensaba hablarle pero apenas lo tuve al frente me enfurecí y le di un puñetazo. Se puso a chillar como un perico. Lo agarré de la camisa y le dije:”si te vuelves a acercar a Teresa te pegaré más fuerte». Le menté la madre y le di una patada y creo que hubiera seguido machucándolo, pero en eso sentí que me agarraban la oreja. Era una mujer, que comenzó a darme coscorrones y a gritar: «salvaje, abusivo» y el otro aprovechó para escaparse. Al fin la mujer me soltó y regresé a Bellavista. Estaba como antes de la pelea, no parecía que me hubiera vengado. Nunca me había sentido así. ‘Otras veces, cuando no veía a Teresa me daba pena o ganas de estar solo, pero ahora tenía cólera y a la vez tristeza. Estaba defraudado, seguro de que cuando supiera, Teresa me odiaría. Fui hasta la Plaza Bellavista pero no entré a mi casa. Di media vuelta y caminé hasta el bar de Sáenz Peña y allí encontré al flaco Higueras, sentado en el mostrador, conversando con el chino. "¿Qué te pasa?», me dijo. Yo nunca había hablado con nadie de Tere, pero esa vez tenía necesidad de confiarme a alguien. Le conté al flaco todo, desde que conocí a Teresa, cuatro años atrás, cuando vino a vivir al lado de mi casa. El flaco me escuchó muy serio, no se rió ni una vez. Sólo me decía, a ratos: «vaya, hombre», «caramba», «qué tal». Después me dijo: «estás enamorado hasta el alma. Cuando yo me enamoré por primera vez, era de tu edad más o menos, pero me dio más suave. El amor es lo peor que hay. Uno anda hecho un idiota y ya no se preocupa de sí mismo. Las cosas cambian de significado y uno es capaz de hacer las peores locuras y de fregarse para siempre en un minuto. Quiero decir los hombres. Las mujeres, no, porque son muy mañosas, sólo se enamoran cuando les conviene. Si un hombre no les hace caso, se desenamoran y buscan a otro. Y se quedan como si nada. Pero no te preocupes. Como que hay Dios que te curo hoy mismo. Yo tengo un buen remedio para esos resfríos». Me tuvo tomando pisco y cerveza hasta que anocheció y después me hizo vomitar: me apretaba el estómago para ayudarme. Después me llevó a una chingana del puerto, me hizo ducharme en un patio y me dio de comer picantes en un salón lleno de gente. Tomamos un taxi y le dio una dirección. Me preguntó: "¿ya has estado en un bulín?«Le dije que no. «Esto te sanará, me dijo. Ya vas a ver. Sólo que a lo mejor te paran en la puerta.» Efectivamente, cuando llegamos nos abrió una vieja que conocía al flaco y que al verme se puso furiosa. "¿Estás loco que te voy a dejar entrar con esa guagua? Cada cinco minutos caen por aquí los soplones a gorrearme cervezas.» Se pusieron a discutir a gritos. Al fin, la vieja aceptó que entrara. «Eso sí, nos dijo, se van de frente al cuarto y no me salen hasta mañana.» El flaco me hizo pasar tan rápido por el salón del primer piso que no vi la cara de la gente. Subimos una escalera y la vieja nos abrió un cuarto. Entramos y antes que el flaco prendiera la luz, la vieja dijo: «te voy a mandar una docena de cervezas. Te acepto con la criatura pero tienes que consumir bastante. Y ya subirán las chicas. Te mandaré a la Sandra, que le gustan los mocosos». El cuarto era grande y sucio. Había una cama en el centro con una colcha roja, una bacinica y dos espejos, uno en el techo, sobre la cama y el otro al costado. Por todas partes había dibujos de mujeres y hombres calatos, hechos con lápiz y navaja. Después entraron dos mujeres trayendo muchas botellas de cerveza. Eran amigas del flaco y lo besaron; lo pellizcaban, se le sentaban en las rodillas y decían palabrotas: culo, puta, pinga y cojudo. Una era flaca, una gran mulata con un diente de oro y la otra medio blanca y más gorda. La mulata era la mejor. Las dos se burlaban de mí y le decían al flaco: «corruptor de menores». Empezaron a tomar cerveza y después abrieron un poco la puerta para oír la música del primer piso y bailaron. Al principio yo estaba callado pero después de tomar me alegré. Cuando bailamos, la blanca me aplastaba la cabeza contra sus senos que se salían del vestido. El flaco se emborrachó y le ordenó a la mulata que nos hiciera show: bailó un mambo en calzones y de repente el flaco se le fue encima y la tiró en la cama. La blanca me cogió de la mano y me llevó a otro cuarto. "¿Es la primera vez?», me preguntó. Yo le dije que no, pero se dio cuenta que le mentía. Se puso muy contenta y mientras se me acercaba calatita me decía: «ojalá que me traigas suerte»
El teniente Gamboa salió de su cuarto y recorrió la pista de desfile de grandes trancos. Llegó a las aulas cuando Pitaluga, el oficial de servicio, tocaba el silbato: acababa de terminar la primera clase de la mañana. Los cadetes estaban en las aulas: un rugido sísmico denunciaba su presencia a través de los muros grises, un monstruo sonoro y circular que flotaba sobre el patio. Gamboa permaneció un momento junto a la escalera y luego fue hacia la Dirección de Estudios. El suboficial Pezoa estaba allí,
husmeando un cuaderno con su gran hocico y sus ojillos desconfiados.
— Venga, Pezoa.
El suboficial lo siguió, alisándose el ralo bigote con un dedo. Caminaba con las piernas muy abiertas, como si fuera de caballería. Gamboa lo apreciaba: era despierto, servicial y muy eficaz en las campañas.
— Después de las clases, reúna a la primera sección. Que los cadetes saquen sus fusiles. Llévelos al estadio.
— ¿Revista de armas, mi teniente?
— No. Los quiero formados en grupos de combate. Dígame, Pezoa, en la última campaña no se alteró la formación, ¿no e s así? Quiero decir, la progresión se llevó a cabo en el orden normal; grupo uno adelante, luego el dos y al final el tres.
— No, mi teniente–dijo el suboficial–Al revés. En las instrucciones, el capitán ordenó poner en la vanguardia a los más pequeños.
— Es verdad–dijo Gamboa–Bien. Lo espero en el estadio.
El suboficial saludó y se fue. Gamboa regresó a las cuadras. La mañana seguía muy clara y había poca humedad. La brisa agitaba apenas la hierba del descampado; la vicuña ejecutaba veloces carreras en círculo. Pronto llegaría el verano; el colegio quedaría desierto, la vida se volvería muelle y agobiante; los servicios serían más cortos, menos rígidos, podría ir a la playa tres veces por semana. Su mujer ya estaría bien; llevarían al niño de paseo en un coche. Además, dispondría de tiempo para estudiar. Ocho meses, no era un plazo muy grande para preparar el examen. Decían que sólo habría veinte plazas para capitán.
Y eran doscientos postulantes.
Llegó a la secretaría. El capitán estaba sentado en su escritorio y no levantó la cabeza cuando él entró. Un momento después, mientras revisaba los partes de campaña, Gamboa escuchó:
— Dígame, teniente.
— Sí, mi capitán.
— ¿Qué cree usted? — El capitán Garrido lo miraba con el ceño fruncido. Gamboa dudó antes de responder.
— No sé, mi capitán–dijo–Es muy difícil saber. He comenzado la investigación. Quizá saque alga en claro.
— No hablo de eso–dijo el capitán–Quiero decir, las consecuencias. ¿Ha pensado usted?
— Sí–dijo Garriboa–Puede ser grave.
— ¿Grave? — El capitán sonrió- ¿Se ha olvidado que este batallón se halla a mi cargo, que la primera compañía está a sus órdenes? Pase lo que pase, los fregados seremos usted y yo.
— He pensado también en eso, mi capitán–dijo Gamboa–Tiene usted razón. Y no crea que me hace gracia la idea.
— ¿Cuándo le toca ascender?
— El próximo año.
— A mí también–dijo el capitán». Los exámenes serán fuertes, cada vez hay menos vacantes. Hablemos claro, Gamboa. Usted y yo tenemos excelentes fojas de servicio. Ni una sola sombra. Y nos harán responsables de todo. Ese cadete se siente apoyado por usted. Háblele. Convénzalo. Lo mejor es olvidarnos de este asunto.
Gamboa miró a los ojos al capitán Garrido.
— ¿Puedo hablarle con franqueza, mi capitán?
— Es lo que estoy haciendo yo, Gamboa. Le hablo como a un amigo, no como a un subordinado.
Gamboa dejó los partes de campaña en una repisa y dio unos pasos hacia el escritorio.
— A mí me interesa el ascenso tanto como a usted, mi capitán. Haré todo lo posible por conseguir ese galón. Yo no quería ser destacado aquí, ¿sabe usted? Entre esos muchachos no me siento del todo en el Ejército. Pero si hay algo que he aprendido en la Escuela Militar, es la importancia de la disciplina. Sin ella, todo se corrompe, se malogra. Nuestro país está como está porque no hay disciplina, ni orden. Lo único–o que se mantiene fuerte y sano es el Ejército, gracias a su estructura, a su organización. Si es verdad que a ese muchacho lo mataron, si es verdad lo de los licores, la venta de exámenes y todo lo demás, yo me siento responsable, mi capitán. Creo que es mi obligación descubrir lo que hay de cierto en toda esa historia.
— Usted exagera, Gamboa–dijo el capitán, algo sorprendido. Había comenzado a pasear por la habitación, como durante la entrevista con Alberto–Yo no digo echar tierra a todo. Lo de los exámenes y lo del licor hay que castigarlo, naturalmente. Pero no olvide tampoco que lo primero que se aprende en el Ejército es a ser hombres. Los hombres fuman, se emborrachan, tiran contra, culean. Los cadetes saben que si son descubiertos se les expulsa. Ya han salido varios. Los que no se dejan pescar son los vivos. Para hacerse hombres, hay que correr riesgos, hay que ser audaz. Eso es el Ejército, Gamboa, no sólo la disciplina.
También es osadía, ingenio. Pero, en fin, podemos discutir sobre eso después. Lo que me preocupa ahora
es lo otro. Es un asunto completamente imbécil. Pero aun así, si llega hasta el coronel, puede traernos serios perjuicios.
— Perdón, mi capitán–dijo Gamboa–Mientras yo no me dé cuenta, los cadetes de mi compañía pueden hacer todo lo que quieran, estoy de acuerdo con usted. Pero ya no puedo hacerme el desentendido, me sentiría cómplice. Ahora sé que hay algo que no marcha. El cadete Fernández ha venido a decirme nada menos que las tres secciones se han estado riendo en mi cara todo el tiempo, que me han tomado el pelo a su gusto.
— Se han hecho hombres, Gamboa–dijo el Capitán-. Entraron aquí adolescentes, afeminados. Y ahora, mírelos.
— Yo voy a hacerlos más hombres–dijo Gamboa–Cuando termine la investigación, llevaré ante el Consejo de Oficiales a todos los cadetes de mi compañía si es necesario.
El capitán se detuvo.
— Parece usted uno de esos curas fanáticos–le dijo, levantando la voz-. ¿Quiere arruinar su carrera?
— Un militar no arruina su carrera cumpliendo con su deber, mi capitán.
— Bueno–dijo el capitán, reanudando su paseo-. Haga lo que quiera. Pero le aseguro que saldrá mal parado. Y, naturalmente, no cuente con mi apoyo para nada.
— Naturalmente, mi capitán. Permiso.
Gamboa saludó y salió. Fue a su cuarto. Sobre el velador había una foto de mujer. Era de antes que se casaran. Él la había conocido en una fiesta, cuando todavía estaba en la Escuela. La foto había sido tomada en el campo, Gamboa no sabía en qué lugar. Ella era más delgada en ese tiempo y llevaba los cabellos sueltos. Sonreía bajo un árbol y al fondo se divisaba un río. Gamboa la estuvo contemplando unos segundos y luego continuó el examen de los partes y papeletas de castigo. Después, revisó cuidadosamente las libretas de notas. Poco antes del mediodía, regresó al patio. Dos soldados barrían la cuadra de la primera sección. Al verlo entrar, se cuadraron.
— Descanso–dijo — Gamboa-. ¿Ustedes barren esta cuadra todos los días?
— Yo, mi teniente–dijo uno de los soldados. Señaló al otro: — Él barre la segunda.
— Venga conmigo.
En el patio, el teniente se volvió hacia el soldado y mirándolo a los ojos le dijo:
— Te has jodido, animal.
El soldado se cuadró automáticamente. Había abierto un poco los ojos. Tenía una cara tosca y lampiña.
No preguntó nada, parecía aceptar la posibilidad de una falta.
— ¿Por qué no has pasado parte?
— Sí he pasado, mi teniente–dijo-. Treinta y dos camas. Treinta y dos roperos. Sólo que entregué el parte al sargento.
— No hablo de eso. Y no te hagas el imbécil. ¿Por qué no has pasado parte de las botellas de licor, los cigarrillos, los dados, los naipes?
El soldado abrió más los ojos, pero guardó silencio.
— ¿En qué roperos? — dijo Gamboa.
— ¿Qué cosa, mi teniente?
— ¿En qué roperos hay licor y naipes?
— No sé, mi teniente. Seguro que es en otra sección.
— Si mientes, tienes quince días de rigor–dijo Gamboa ¿En qué roperos hay cigarrillos?
— No sé, mi teniente. — Pero añadió, bajando los ojos: — Creo que en todos.
— ¿Y licor?
— Creo que sólo en algunos.
— ¿Y dados?
— También en algunos, creo.
— ¿Por qué no has pasado parte?
— No he visto nada, mi teniente. Yo no puedo abrir los roperos. Están cerrados y los cadetes se llevan las llaves. Sólo creo que hay, pero no he visto.
— ¿Y en las otras secciones es lo mismo?
— Creo que sí, mi teniente. Sólo que no tanto como en la primera.
— Bueno–dijo Gamboa–Esta tarde yo entro de servicio. Tú y los otros soldados de la limpieza se presentarán a la Prevención, a las tres.
— Sí, mi teniente–dijo el soldado.
Estaba visto que nadie se salvaba, ha sido cosa de brujería. Nos tuvieron parados y después nos llevaron a la cuadra y entonces dije, una lengua amarilla se ha puesto a cantar, no lo quiero creer pero está claro como el agua, nos ha denunciado el Jaguar. Nos hicieron abrir los roperos, los huevos se me subieron a la boca, «agárrate compadre, dijo Vallano, esto va a ser el Fin del mundo» y tenía razón. "¿Revista de prendas, mi suboficial?», dijo Arróspide, el pobre tenía cara de moribundo. «No se haga el Pelópidas, dijo Pezoa, estése quieto y, por favor, métase la lengua al culo.» Qué calambres me vinieron, qué nervios que sentía y los muchachos estaban como sonámbulos. Y era todo tan raro, Gamboa parado en un ropero y lo mismo la Rata, y el teniente gritaba: «cuidado, abrir los roperos, nada más, nadie ha dicho meter la mano». Y quién se iba a atrever, ya nos jodieron, al menos da gusto saber que a él lo jodieron antes. ¿Quién si no él para decir lo de las botellas y los naipes? Pero todo está muy misterioso, no capto todavía lo del estadio y los fusiles. ¿Gamboa estaba de mal humor y quiso desfogarse sacándonos las tripas en el barro? Y algunos incluso se reían, lastima el corazón ver gente así, tipos sin alma que no saben lo que son las desgracias. La verdad, era para romperse de risa, la Rata comenzó a zambullirse en los roperos, se metía todito y como es tan enano, la ropa se lo tragaba. Se ponía en cuatro patas, el grandísimo adulón, para que Gamboa viera que buscaba bien y hurgaba los bolsillos y todo lo abría y lo olía y con qué ganas iba cantando: «aquí hay Incas, caracho, éste es de los finos, fuma Chesterfield, miedica, ¿se iban a una fiesta?, ¡qué tal botellón!» y nosotros lívidos, menos mal que en todos los roperos encontraron algo, menos mal. Está visto, los más fregados seremos los que teníamos botellas, la mía estaba casi vacía, y yo le dije que lo anotara y el desconsiderado dijo calle bruto. El que gozaba como un cochino era Gamboa, se veía en la manera de preguntar: "¿cuántas ha dicho?». «Dos cajetillas de Inca, dos cajas de fósforos, mi teniente» y Gamboa escribía en su libreta, despacio para que le durara más el gusto. "¿Una botella a medio llenar de qué?» «De pisco, mi teniente. Marca Sol de Inca.» Cada vez que me miraba, el Rulos se apretaba las amígdalas, sí compañero, estamos hasta el cogote de fregados. Y daba compasión verles las caras a los otros, de dónde maldita sea se les ocurrió revisar los roperos. Y después que se fueron Gamboa y la Rata, el Rulos dijo: «tiene que haber sido el Jaguar. Juró que si lo fregaban reventaría a todo el mundo. Es un maricón y un traidor». No debía decirlo, así, sin pruebas, y con esas palabras, aunque debe ser verdad.
Sólo que no sé por qué nos llevaron al estadio, se me ocurre que el Jaguar tiene también la culpa, seguro le contó a Gamboa «nos tiramos a las gallinas de vez en cuando» y el teniente dijo, les sacaré los bofes por ser tan vivos. La Rata entró a la clase, «formen rápido que les tengo una sorpresa». Y nosotros gritamos: «Rata». Y él nos dijo:”es orden del teniente. Formen y a las cuadras a paso ligero. ¿0 quieren que lo llame?». Formamos y nos llevó a la cuadra y en la puerta dijo: «saquen los fusiles, tienen un minuto, brigadier, parte de los tres últimos», nos cansamos de mentarle la madre y a ninguno se le ocurría qué pasaba. En el patio, los cadetes de las otras secciones nos sacaban cachita. Dónde se ha visto, a mediodía con fusiles y a hacer campaña en el estadio, ¿no será que a Gamboa se le ha zafado una tuerca? Estaba esperándonos en la cancha de fútbol y nos miraba con unas ganas. " iAlto!, dijo la Rata, formen los grupos de campaña.» Todos protestaban, parecía pesadilla eso de una campaña con uniforme de diario y antes de almuerzo. Su madre se va a tirar al pasto con lo mojado que está y el cansancio que tiene el cuerpo después de tres horas de clases. Y en eso intervino Gamboa con su vozarrón y nos gritó: «formen en línea de tres en fondo. El grupo tres adelante y el uno al final». La Rata, tan sobón, nos apuraba: «rápido desganados, vivo, vivo». Y entonces Gamboa dijo: «sepárense de diez en diez metros como para un asalto». A lo mejor hay peligro de guerra y el ministro ha decidido que nos den instrucción militar acelerada. Nosotros iremos de clases o de oficiales, me gustaría entrar a Arica a sangre y fuego, clavar banderas peruanas en todas partes, en los techos, en las ventanas, en las calles, en los coches, dicen que las chilenas son las mujeres más guapas que hay, ¿será verdad? No creo que haya peligro de guerra, los hubieran entrenado a todos, no sólo a la primera sección. "¿.Qué les pasa?, nos gritó Gamboa. Los fusileros de los grupos uno y dos, ¿son sordos o brutos? Dije diez y no veinte metros. ¿Cómo se llama el negro?» «Vallano, mi teniente», era para doblarse al ver la cara de Vallano cuando Gamboa le dijo negro. «Bueno, dijo el teniente. ¿Por qué se pone a veinte metros si ordené diez?» «Yo no soy fusilero, mi teniente, lo que pasa es que falta uno.» Pezoa es un bruto porfiado, a quién se le ocurre decir eso. «Ajá, dijo Gamboa, métale seis puntos al ausente.» «No se va a poder, mi teniente, el ausente ya está muerto. Es el cadete Arana», hay que ser bruto a rabiar. Nada salía bien, Gamboa estaba furioso. «Bueno, dijo. Pase a ocupar ese puesto el fusilero de la segunda línea.» Y después de un momento gritó: "¿por qué mierda no se cumple la orden?». Y nos volvimos a mirar y entonces Arróspide se cuadró y dijo: es que tampoco está ese cadete. Es el Jaguar». «Póngase usted y no proteste, dijo Gamboa. Las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones.» Y luego nos hizo hacer progresiones de un arco a otro, arréense cuando oigan el silbato, rampen, corran, tiéndanse, uno pierde la noción del tiempo y de su cuerpo con ese ejercicio y cuando estábamos entrando en calor, Gamboa nos hizo formar en columna de a tres y nos trajo a la cuadra y se trepó a un ropero y la Rata a otro, como es tan chiquito sudó tinta para llegar arriba, y nos ordenaron: «cuádrense en sus puestos» y en ese momento adiviné, el Jaguar nos ha vendido para salvar el pellejo, no hay tipos derechos en el mundo, quién hubiera dicho que él podía hacer una cosa así. «Abran los roperos y den un paso al frente. El primero que meta la mano está frito», como si uno fuera mago para esconder una botella en las narices del teniente.
Después que se llevaron en un crudo todo lo que encontraron, nos quedamos callados y yo me eché en mi cama. La Malpapeada no estaba, era la hora de la comida y seguro se había ido a la cocina a buscar sobras. Es triste que la perra no esté aquí para rascarle la cabeza, eso descansa y da una gran tranquilidad, uno piensa que es una muchachita. Algo así debe ser cuando uno se casa. Estoy abatido y entonces viene la hembrita y se echa a mi lado y se queda callada y quietecita, yo no le digo nada, la toco, la rasco, le hago cosquillas y se ríe, la pellizco y chilla, la engrío, juego con su carita, hago rulitos con sus pelos, le tapo la nariz, cuando está ahogándose la suelto, le agarro el cuello y las tetitas, la espalda, los hombros, el culito, las piernas, el ombligo, la beso de repente y le digo piropos: «cholita, arañita, mujercita, putita». Y entonces alguien gritó: «ustedes tienen la culpa». Y yo le grité: "¿qué quiere decir ustedes?». «El Jaguar y ustedes», dijo Arróspide. Y yo me fui donde estaba pero me pararon en el camino. «Ustedes he dicho y lo repito», me gritó el muchacho, cómo estaba de furioso, le chorreaba la saliva de tanta rabia y ni cuenta se daba. Y les decía «suéltenlo, no le tengo miedo, me lo cargo de dos patadas, lo pulverizo en un dos por tres», y a mí me amarraron para tenerme quieto. «Mejor es no pelear ahora que las cosas se han puesto así», dijo Vallano. «Hay que estar unidos para hacer frente a lo que venga.» «Arróspide, le dije, eres lo más maricón que he visto nunca; cuando las cosas se ponen feas calumnias a los compañeros.» «Mentira, dijo Arróspide. Yo estoy con ustedes contra los tenientes y si hay que ayudarse los ayudo. Pero la culpa de lo que pasa la tiene el Jaguar, el Rulos y tú, porque no son limpios. Aquí hay algo que está oscuro. Qué casualidad que apenas lo metieron al Jaguar al calabozo, Gamboa supo lo que había en los roperos.» Y yo no sabía qué decir, y el Rulos estaba con ellos. Todos decían «sí, el Jaguar ha sido el soplón» y «la venganza es lo más dulce que hay». Después tocaron el pito para almorzar y creo que es la primera vez desde que estoy en el colegio que no comí casi nada, la comida se me atragantaba en el cogote.
Cuando el soldado vio acercarse a Gamboa se puso de pie y sacó la llave; giró sobre sí mismo para abrir la puerta, pero el teniente lo contuvo con un gesto, le quitó la llave de las manos y le dijo:”vaya a la Prevención y déjeme solo con el cadete». El calabozo de los soldados se alza detrás del corral de las gallinas, entre el estadio y el muro del colegio. Es una construcción de adobes, angosta y baja. Siempre hay un soldado de guardia en la puerta, aun cuando el calabozo esté vacío. Gamboa esperó que el soldado se alejara por la cancha de fútbol hacia las cuadras. Abrió la puerta. El cuarto estaba casi a oscuras: comenzaba a anochecer y la única ventana parecía una rendija. El primer momento no vio a nadie y tuvo una idea súbita: el cadete ha escapado. Luego lo descubrió tendido en la tarima. Se acercó; sus ojos estaban cerrados; dormía. Examinó sus facciones inmóviles, trató de recordar; inútil, el rostro se confundía con otros, aunque le era vagamente familiar, no por sus rasgos, sino por la expresión anticipadamente madura: tenía las mandíbulas apretadas, el ceño grave, el mentón hendido. Los soldados y cadetes, cuando se hallaban frente a un superior, endurecían el rostro; pero este cadete no sabía que él estaba allí. Además, su rostro escapaba a la generalidad: la mayoría de los cadetes tenían la piel oscura y las facciones angulosas. Gamboa veía una cara blanca, los cabellos y las pestañas parecían rubios. Estiró la mano y la puso en el hombro del Jaguar. Se sorprendió a sí mismo: su gesto carecía de energía; lo había tocado suavemente, como se despierta a un compañero. Sintió que el cuerpo del Jaguar se contraía bajo su mano, su brazo retrocedió por la violencia con que el cadete se incorporaba, pero luego escuchó el golpe de los tacones: había sido reconocido y todo volvía a ser normal. — Siéntese–dijo Gamboa–Tenemos mucho que hablar.
El Jaguar se sentó. Ahora, el teniente veía en la penumbra sus ojos, no muy grandes, pero sí brillantes e incisivos. El cadete no se movía ni hablaba, pero en su rigidez y en su silencio había algo indócil que disgustó a Gamboa.
— ¿Por qué entró usted al Colegio Militar?
No obtuvo respuesta. Las manos del Jaguar asían el travesaño de la cama; su rostro no había variado, se mostraba severo y tranquilo.
— ¿Lo metieron aquí a la fuerza, no es verdad? — dijo Gamboa. — ¿Por qué, mi teniente?
Su voz correspondía exactamente a sus ojos. Las palabras eran respetuosas y las pronunciaba despacio, articulándolas con cierta sensualidad, pero el tono dejaba entrever una secreta arrogancia. — Quiero saberlo–dijo Gamboa- ¿Por qué entró al Colegio Militar? — Quería ser militar.
— ¿Quería? — dijo Gamboa-. ¿Ha cambiado de idea?
Esta vez lo sintió dudar. Cuando un oficial los interrogaba sobre sus proyectos, todos los cadetes afirmaban que querían ser militares. Gamboa sabía, sin embargo, que sólo unos cuantos se presentarían a los exámenes de ingreso de Chorrillos.
— Todavía no sé, mi teniente–repuso el Jaguar, después de unos segundos. Hubo una nueva vacilación–Quizá me presente a la Escuela de Aviación.
Pasaron unos instantes. Se miraban a los ojos y parecían esperar algo, uno del otro. De pronto, Gamboa preguntó bruscamente:
— ¿Usted sabe por qué está en el calabozo, no es cierto? — No, mi teniente.
— ¿De veras? ¿Cree que no hay motivos? — No he hecho nada–afirmó el Jaguar.
— Bastaría sólo lo del ropero–dijo Gamboa, lentamente — Cigarrillos, dos botellas de pisco, una colección de ganzúas. ¿Le parece poco?
El teniente lo observó detenidamente, pero en vano; el Jaguar permanecía quieto y mudo. No parecía sorprendido ni atemorizado.
— Los cigarrillos, pase–añadió Gamboa-. Es sólo una consigna. El licor, en cambio, no. Los cadetes pueden emborracharse en la calle, en sus casas. Pero aquí no se bebe una gota de alcohol. — Hizo una pausa- ¿Y los dados? La primera sección es un garito. ¿Y las ganzúas? ¿Qué significa eso? Robos. ¿Cuántos roperos ha abierto, hace cuánto tiempo que roba a sus compañeros?
— ¿Yo? — Gamboa se desconcertó un momento: el Jaguar lo miraba con ironía. Repitió, sin bajar la vista: — ¿Yo?
— Sí–dijo Gamboa; sentía que la cólera lo dominaba ¿quién mierda sino usted? — Todos–dijo el Jaguar–Todo el colegio. — Miente–dijo Gamboa–Es usted un cobarde. — No soy un cobarde–dijo el Jaguar–Se equivoca, mi te — Un ladrón–añadió Gamboa–Un borracho, un timbero, y encima un cobarde. ¿Sabe usted que me gustaría que fuéramos civiles? — ¿Quiere pegarme? — preguntó el Jaguar.
— No–dijo Gamboa–Te agarraría de una oreja y te llevaría al Reformatorio. Ahí es donde te deberían haber metido tus padres. Ahora es tarde, te has fregado tú solo. ¿Te acuerdas hace tres años? Ordené que desapareciera el Círculo, que dejaran de jugar a los bandidos. ¿Te acuerdas lo que les dije esa noche? — No–dijo el Jaguar-. No me acuerdo.
— Sí te acuerdas–dijo Gamboa-. Pero no importa. ¿Creías que eras muy vivo, no? En el Ejército, los vivos como tú se revientan tarde o temprano. Te has librado mucho tiempo. Pero ya te llegó tu hora. — ¿Por qué? — dijo el Jaguar-. No he hecho nada.
— El Círculo–dijo Gamboa-. Robo de exámenes, robo de prendas, emboscadas contra los superiores, abuso de autoridad con los cadetes de tercero. ¿Sabes lo que eres? Un delincuente. — No es cierto–dijo el Jaguar–No he hecho nada. He hecho lo que hacen todos. — ¿Quién? — dijo Garriboa- ¿Quién más ha robado exámenes?
— Todos–dijo el Jaguar-. Los que no roban es porque tienen plata para comprarlos. Pero todos están metidos en eso.
— Nombres–dijo Gamboa-. Dame algunos nombres. ¿Quiénes de la primera sección? — ¿Me van a expulsar? — Sí. Y quizá te pase algo peor.
— Bueno–dijo el Jaguar, sin que se alterara su voz-. Toda la primera sección ha comprado exámenes. — ¿Sí? — dijo Gamboa-. ¿También el cadete Arana? — ¿Cómo, mi teniente?
— Arana–repitió Gamboa–El cadete Ricardo Arana. — No–dijo el Jaguar-. Creo que él no compró nunca. Era un chancón. Pero todos los otros, sí.
— ¿Por qué mataste a Arana? — dijo Gamboa–Responde. Todo el mundo está enterado. ¿Por qué?
— ¿Qué le pasa a usted? — dijo el Jaguar. Había pestañeado una sola vez.
— Responde a mi pregunta.
— ¿Es usted muy hombre? — dijo el Jaguar. Se había incorporado. Su voz temblaba-. Si es usted tan hombre, quítese los galones. Yo no le tengo miedo.
Gamboa, instantáneo como un relámpago, estiró el brazo y lo cogió del cuello de la camisa a la vez que con la otra mano lo arrinconaba contra la pared. Antes que el Jaguar comenzara a toser, Gamboa sintió un aguijón en el hombro; al intentar golpearlo, el Jaguar había rozado su codo y el puño se detuvo a medio camino. Lo soltó y retrocedió un paso.
— Podría matarte–dijo–Estoy en mi derecho. Soy tu superior y has querido golpearme. Pero el Consejo de oficiales se va a encargar de ti.
— Quítese los galones–dijo el Jaguar-. Usted puede ser más fuerte, pero no le tengo miedo.
— ¿Por qué mataste a Arana? — dijo Gamboa–Deja de hacerte el loco y contesta.
— Yo no he matado a nadie. ¿Por qué dice usted eso? ¿Cree que soy un asesino? ¿Por qué iba a matar al Esclavo? — Alguien te ha denunciado–dijo Gamboa-. Estás fregado.
— ¿Quién? — Se había puesto de pie, de un salto; sus ojos relucían como dos candelas.
— ¿Ves? — dijo Gamboa–Te estás delatando.
— ¿Quién ha dicho eso? — repitió el Jaguar–A ése sí voy a matarlo.
— Por la espalda–dijo Gamboa–Estaba delante tuyo, a veinte metros. Lo mataste a traición. ¿Sabes cómo se castiga eso?
— Yo no he matado a nadie. Juro que no, mi teniente.
— Lo veremos–dijo Gamboa–Es mejor que confieses todo.
— No tengo nada que confesar–gritó el Jaguar–Lo de los exámenes, lo de los robos, es cierto. Pero yo no soy el único. Todos hacen lo mismo. Sólo que los rosquetes pagan para que otros roben por ellos. Pero no he matado a nadie. Quiero saber quién le ha dicho eso.
— Ya lo sabrás–dijo Gamboa–Te lo dirá en tu cara.
Al día siguiente llegué a la casa a las nueve de la mañana. Mi madre estaba sentada en la puerta. Me vio venir sin moverse. Yo le dije: «me quedé donde mi amigo de Chucuito». No me contestó. Me miraba raro, con un poco de miedo, como si yo fuera a hacerle algo. Sus ojos me espulgaban todo el cuerpo y me daban malestar. Me dolía la cabeza y mi garganta estaba seca, pero no me atrevía a echarme a dormir delante de ella. No sabía que hacer, abría los cuadernos y los libros del colegio, por gusto, ya no servían para nada, metía la mano en el cajón de los cachivaches y ella todo el tiempo detrás de mí, observándome. Me volví y le dije: "¿qué te pasa, por qué me miras tanto?». Y entonces me dijo: «estás perdido. Ojalá te murieras». Y se salió a la puerta de calle. Estuvo sentada mucho rato en la grada, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos. Yo la espiaba desde mi cuarto y veía su camisa llena de agujeros y remiendos, su cuello que hervía de arrugas, su cabeza greñuda. Me acerqué despacito y le dije: «si estás molesta conmigo, perdóname». Me miró de nuevo: su cara también estaba llena de arrugas, de uno de los agujeros de su nariz salían unos pelos blancos, por su boca abierta se veía que le faltaban–muchos dientes. «Mejor pídele perdón a Dios, me dijo. Aunque no sé si vale la pena. Ya estás condenado.» "¿Quieres que te prometa algo?», le pregunté. Y ella me contestó: "¿para qué? Tienes la perdición en la cara. Mejor acuéstate a dormir la borrachera».