Jim Rennie y Andy Sanders observaron la atípica puesta de sol desde los escalones de la Funeraria Bowie. Tenían cita en el ayuntamiento a las siete para asistir a otra «Reunión de evaluación de la situación de emergencia», y Big Jim quería llegar antes para prepararse con tiempo, pero de momento se quedaron donde estaban, viendo cómo el día llegaba a su fin con esa muerte tan extraña y borrosa.
– Es como si fuera el Fin del Mundo -dijo Andy en voz baja y atemorizada.
– ¡Sandeces! -dijo Big Jim, con voz muy severa, incluso para él, ya que se le había pasado la misma idea por la cabeza. Por primera vez desde la aparición de la Cúpula se dio cuenta de que tal vez la situación excedía su capacidad, la suya y la de todos, para manejarla, y rechazó la idea hecho una furia-. ¿Tú ves que Cristo el Señor haya bajado de los cielos?
– No -admitió Andy. Tan solo veía a la gente del pueblo, a la que conocía de toda la vida, arremolinada en grupos en Main Street, en silencio, contemplando ese extraño ocaso con las manos sobre los ojos para protegerse de la luz del sol.
– ¿Y a mí me ves? -insistió Big Jim.
Andy se volvió hacia él.
– Claro que sí -respondió, en tono perplejo-. Claro que sí, Big Jim.
– Lo que significa que no estoy extasiado -dijo Big Jim-. Le entregué mi corazón a Jesús hace años, y si fuera el Fin del Mundo no estaría aquí. Y tú tampoco, ¿verdad?
– Supongo que no -concedió Andy, con un atisbo de duda. Si ellos estaban Salvados (si se habían lavado con la Sangre del Cordero), ¿por qué habían estado hablando con Stewart Bowie para cerrar lo que Big Jim llamó «nuestro pequeño negocio»? Y, para empezar, ¿cómo se habían metido en ese negocio? ¿Qué tenía que ver un laboratorio de metanfetaminas con la Salvación?
Andy sabía que si se lo preguntaba a Big Jim, la respuesta sería: a veces el fin justifica los medios. En este caso, el fin le pareció admirable al principio: la nueva Iglesia del Santo Cristo Redentor (la antigua no era más que una cabaña de madera con una cruz de madera en el tejado); la emisora de radio que solo Dios sabía a cuántas almas había salvado; el diezmo que recaudaban (mediante unos cheques emitidos por un banco de las islas Caimán) para la Sociedad Misionera de Jesús el Señor, para ayudar a los «hermanitos marrones», tal como le gustaba decir al reverendo Coggins.
Sin embargo, mientras contemplaba ese inmenso ocaso borroso que parecía sugerir que todos los asuntos humanos eran pequeños y carecían de importancia, Andy tuvo que admitir que todas esas cosas no eran más que justificaciones. Sin el ingreso en efectivo de las anfetaminas, su Drugstore habría quebrado hacía seis años. Lo mismo podía decirse de la funeraria. Y lo mismo, seguramente, aunque el hombre que estaba a su lado jamás lo admitiría, del negocio Coches de Ocasión Jim Rennie.
– Sé en qué estás pensando, amigo -dijo Big Jim.
Andy lo miró con timidez. Big Jim sonreía… pero no era una sonrisa furiosa, sino amable, comprensiva. Andy le devolvió el gesto, o como mínimo lo intentó. Estaba muy en deuda con Big Jim, Pero ahora cosas como el Drugstore y el BMW de Claudie le parecían mucho menos importantes. ¿De qué le servía a una esposa muerta un BMW, aunque tuviera sistema de aparcamiento automático y un equipo de música que se activaba mediante la voz?
Cuando esto acabe y Dodee regrese, le regalaré el BMW, decidió Andy. Es lo que Claudie habría querido.
Big Jim levantó bruscamente una mano hacia el sol que se estaba poniendo y que parecía abarcar el cielo como un gran huevo podrido.
– Crees que todo esto es, en cierto modo, culpa nuestra. Que Dios nos está castigando por haber mantenido a flote el pueblo cuando corrían malos tiempos. Pues eso no es cierto, amigo. Esto no es obra de Dios. Si me dijeras que lo de Vietnam fue obra de Dios, su advertencia de que Estados Unidos había abandonado la senda espiritual, estaría de acuerdo contigo. Si me dijeras que el 11-S fue la reacción del Ser Supremo al hecho de que nuestro Tribunal Supremo les dijera a nuestros hijos que ya no podían empezar el día con una plegaria al Dios que los había creado, te diría que sí. Pero ¿qué Dios ha castigado a Chester's Mills porque no hemos querido acabar siendo otro pueblo de mala muerte al pie de la carretera, como Jay o Millinocket? -Negó con la cabeza-. No, señor. No.
– Hay que decir que también nos llenamos los bolsillos -replicó Andy tímidamente.
Eso era cierto. Habían hecho algo más que mantener a flote sus negocios y echar una mano a los hermanitos marrones; Andy tenía su propia cuenta en las islas Caimán. Y estaba dispuesto a apostar que por cada dólar que tenía él, o los Bowie, Big Jim se había quedado tres. Quizá hasta cuatro.
– «Digno es el obrero de su sustento» -dijo Big Jim con un tono pedante pero amable-. Mateo diez-diez. -Omitió citar el versículo anterior: «No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos».
Miró su reloj.
– Hablando del trabajo, amigo, más vale que nos pongamos en marcha. Hay mucho que decidir. -Echó a andar.
Andy lo siguió sin apartar los ojos de la puesta de sol, que aún brillaba tanto que le hizo pensar en carne infectada. Entonces Big Jim se detuvo de nuevo.
– Además, ya oíste a Stewart, vamos a cerrar el chiringuito. «Todo visto para sentencia», como dice el juez después de escuchar a ambas partes. Él mismo se lo dijo al Chef.
– Menudo tipo -exclamó Andy con gesto adusto.
Big Jim se rió.
– No te preocupes por Phil. Ya hemos bajado la persiana, y seguirá bajada hasta que se acabe la crisis. De hecho, todo lo que está pasando tal vez sea una señal de que tenemos que cerrar el laboratorio de forma definitiva. Quizá es una señal del Todopoderoso.
– Eso estaría bien -dijo Andy. Pero tenía un presentimiento deprimente: si la Cúpula desaparecía, Big Jim cambiaría de opinión, y cuando lo hiciera, Andy haría lo mismo. Stewart Bowie y su hermano Fernald también los seguirían. Entusiasmados. En parte porque estaban ganando mucho dinero (libre de impuestos, ni que decir tiene) y en parte porque estaban metidos hasta el cuello. Recordó algo que había dicho una estrella de cine del pasado: «Cuando descubrí que no me gustaba actuar, era demasiado rico para dejarlo».
– No te rompas tanto la cabeza -dijo Big Jim-. Empezaremos a devolver el propano del pueblo dentro de unas semanas, tanto si el problema de la Cúpula se resuelve como si no. Usaremos los volquetes del pueblo. Sabes conducir un trasto de esos de cambio manual, ¿verdad?
– Sí -respondió Andy, desanimado.
– ¡Y… -se le iluminó la cara cuando se le ocurrió la idea- podemos usar el coche fúnebre de Stewie! ¡Así podremos empezar a trasladar algunas de las bombonas incluso antes!
Andy no dijo nada. No soportaba el hecho de que se hubieran apropiado (esa era la palabra que había utilizado Big Jim) de tanto propano de tantas fuentes distintas pertenecientes al pueblo, pero les había parecido el método más seguro. Estaban fabricando metanfetaminas a gran escala, y eso significaba que tenían que quemar mucho producto y ventilar los gases nocivos. Big Jim dijo que comprar grandes cantidades de propano podía levantar sospechas. Del mismo modo que el hecho de comprar grandes cantidades de los distintos medicamentos que se pueden adquirir sin receta y que eran necesarios para fabricar esa mierda podía llamar la atención de alguien y causar problemas.
Ser el propietario de un Drugstore había sido útil en ese aspecto, aunque el tamaño de sus pedidos de medicamentos como Robitussin y Sudafed había puesto a Andy muy nervioso. Creyó que eso supondría su caída, si es que llegaba alguna vez. No pensó en el enorme depósito de tanques de propano que había detrás del edificio de la WCIK hasta entonces.
– Por cierto, esta noche tendremos electricidad de sobra en el ayuntamiento. -Big Jim hablaba como si estuviera revelando una grata sorpresa-. Le he dicho a Randolph que envíe a mi hijo y a su amigo Frankie al hospital para que cojan una de sus bombonas para nuestro generador.
Andy parecía asustado.
– Pero si ya les cogimos…
– Lo sé -se apresuró a terciar Rennie para calmarlo-. Sé lo que hicimos. No te preocupes por el Cathy Russell, de momento tienen combustible de sobra.
– Podrías haber cogido uno de la emisora de radio… Hay tanto ahí…
– El hospital estaba más cerca -dijo Big Jim-. Y era más seguro. Pete Randolph es nuestro hombre, pero eso no significa que quiero que conozca el negocio que nos traemos entre manos. Ni ahora ni nunca.
Esto no hizo sino confirmar las sospechas de Andy de que Big Jim no quería cerrar el laboratorio.
– Jim, si empezamos a devolver el propano al pueblo, ¿dónde diremos que estaba? ¿Vamos a decirle a la gente que lo cogió el Hada del Gas y que luego cambió de opinión y ha decidido devolverlo?
Rennie frunció el ceño.
– ¿Te parece que esto es divertido?
– ¡No! ¡Creo que da miedo!
– Tengo un plan. Anunciaremos la creación de un depósito de suministro de combustible y lo utilizaremos para racionar el propano a medida que lo necesitemos. Y también el gasóleo para la calefacción, si encontramos un modo de usarlo sin electricidad. Odio la idea del racionamiento, es algo totalmente antiamericano, pero esto es como la historia de la cigarra y la hormiga. En este pueblo hay muchos puñeteros que lo gastarían todo en un mes y luego gritarían que nos ocupáramos de ellos a la mínima que bajaran un poco las temperaturas.
– ¿Acaso crees que esto va a durar un mes?
– Claro que no, pero ya sabes lo que dicen los ancianos del lugar: hay que prepararse para lo peor y esperar que ocurra lo mejor.
Andy pensó que tal vez debía añadir que ya habían usado una buena parte de las provisiones del pueblo para fabricar cristal, pero sabía lo que respondería Big Jim: ¿Cómo íbamos a saberlo?
Claro, ¿quién se lo habría imaginado? ¿Qué persona, en su sano juicio, habría esperado este corte súbito de todos los recursos? Los planes y las previsiones tenían que ser siempre holgadas. Ese era el estilo americano. Quedarse corto era un insulto para la mente y el espíritu.
Andy dijo:
– No eres el único al que no le gustará la idea del racionamiento.
– Para eso tenemos un cuerpo de policía. Sé que todos estamos de duelo por el fallecimiento de Howie Perkins, pero ahora ya está con Jesús y tenemos a Pete Randolph, que es una persona más adecuada para el pueblo y la situación en la que nos encontramos. Porque él escucha. -Señaló con un dedo a Andy-. Los habitantes de un pueblo como este, y de cualquier otra parte, en realidad, se comportan como niños cuando tienen que defender sus propios intereses. ¿Cuántas veces lo habré dicho ya?
– Muchas -respondió Andy, y suspiró.
– ¿Y a qué tienes que obligar a los niños?
– A que se coman la verdura si quieren postre.
– ¡Sí! Y a veces, para lograr el objetivo, hay que sacar el látigo.
– Eso me recuerda otra cosa -dijo Andy-. Estuve hablando con Sammy Bushey en el campo de Dinsmore, ¿no es una de las amigas de Dodee? Y me dijo que a algunos polis se les había ido un poco la mano. Un poco bastante. Tal vez deberíamos hablar con el jefe Randolph sobre el tema.
Jim frunció el entrecejo.
– ¿Qué esperabas, amigo? ¿Que trataran a la gente con guantes de seda? Estuvo a punto de haber disturbios ahí. ¡Hemos estado al borde de los puñeteros disturbios aquí, en Chester's Mills!
– Sé que tienes razón, pero es que…
– Conozco a Sammy. Conocía a toda su familia. Drogadictos, ladrones de coches, delincuentes, morosos y evasores de impuestos. Eran lo que llamábamos «escoria blanca» antes de que se convirtiera en una expresión políticamente incorrecta. Ese es el tipo de gente al que debemos vigilar ahora. Ese en concreto. Son ellos los que dividirán al pueblo a la mínima oportunidad. ¿Es eso lo que quieres?
– No, claro que no…
Pero Big Jim se había envalentonado.
– Todos los pueblos tienen sus hormigas, lo cual es bueno, y sus cigarras, lo cual no es tan bueno, pero a pesar de eso podemos vivir con ellas porque las entendemos y podemos obligarlas a hacer lo que más las beneficie, aunque tengamos que presionarlas un poco. Pero todos los pueblos tienen también sus langostas, como en la Biblia, y eso es lo que es la gente como los Bushey. Y es a ellos a los que hay que aplastar. Tal vez no te guste la idea, y a mí tampoco, pero las libertades personales van a tener que irse a freír espárragos hasta que esto se haya acabado. Y nosotros también nos sacrificaremos. ¿Acaso no vamos a cerrar nuestro pequeño negocio?
Andy prefirió no señalar que, en realidad, no tenían otra opción, ya que no podían sacar la mercancía del pueblo, de modo que se limitó a pronunciar un simple «Sí». No quería seguir hablando del tema, y lo aterrorizaba la reunión que estaban a punto de celebrar y que podía alargarse hasta la medianoche. Lo único que quería era irse a casa, a su casa vacía, tomar un trago, tumbarse, pensar en Claudie y llorar hasta quedarse dormido.
– Lo que importa ahora, amigo, es estabilizar la situación. Eso significa ley, orden y supervisión. Nuestra supervisión, porque no somos cigarras. Somos hormigas. Hormigas soldado.
Big Jim pensó en lo que acababa de decir. Cuando abrió de nuevo la boca, se centró en los negocios.
– Me estoy replanteando nuestra decisión de permitir que el Food City siguiera funcionando como hasta ahora. No estoy diciendo que vayamos a cerrarlo, por lo menos aún no, sino que tendremos que vigilarlo muy de cerca durante los próximos días. Como una puñetera águila. Lo mismo con Gasolina & Alimentación Mills. Y tal vez no sería mala idea que nos apropiáramos de algunos de los alimentos más perecederos para nuestro uso personal…
Se detuvo y miró hacia los escalones del ayuntamiento. No se creía lo que estaba viendo; levantó una mano para que no le molestara la luz del sol. Aún estaba ahí: Brenda Perkins y ese dichoso alborotador de Dale Barbara. No estaban uno junto al otro. Sentada entre ellos y hablando animadamente con la viuda del jefe Perkins, se encontraba Andrea Grinnell, la tercera concejala. Parecía que se estaban pasando hojas de papel.
A Big Jim no le gustó aquello.
En absoluto.
Se dirigió hacia los tres, decidido a poner fin a la conversación, fuera cual fuese el tema. Antes de que pudiera subir media docena de escalones, se le acercó un niño. Era uno de los hijos de los Killian, una familia de unos doce miembros que vivían en una granja de pollos destartalada a las afueras de Tarker's Mills. Ninguno de los hijos tenía muchas luces, algo que asumían de forma sincera, teniendo en cuenta los despreciables progenitores que los habían engendrado, pero todos eran miembros apreciados de Cristo Redentor; así que, en otras palabras, todos estaban salvados. El que se le acercó entonces era Ronnie… por lo menos eso creía Rennie, pero era difícil estar seguro. Todos tenían la misma frente prominente y nariz ganchuda.
El muchacho llevaba una camiseta harapienta de la WCIK y tenía un trozo de papel en las manos.
– ¡Eh, señor Rennie! -dijo-. ¡Cáspita, lo he estado buscando por todo el pueblo!
– Me temo que ahora mismo no tengo tiempo para hablar, Ronnie -dijo Big Jim, sin apartar la mirada del trío que permanecía sentado en los escalones del ayuntamiento. Los Tres Puñeteros Chiflados-. Tal vez mañana…
– Soy Richie, señor Rennie. Ronnie es mi hermano.
– Ah, Richie, claro. Ahora, si me disculpas… -Big Jim siguió caminando.
Andy cogió el mensaje que les había llevado el muchacho y alcanzó a Rennie antes de que este llegara hasta el lugar donde se encontraba el trío.
– Deberías echar un vistazo a esto.
Lo primero que vio Big Jim fue el semblante de preocupación de Andy, más crispado e inquieto que nunca. Entonces cogió la nota.
James:
Debo verte esta noche. Dios me ha hablado. Ahora tengo que hablar contigo antes de dirigirme al pueblo. Responde, por favor. Richie Killian me devolverá tu mensaje.
Reverendo Lester Coggins
No Les; ni tan siquiera Lester. No. Reverendo Lester Coggins. Aquello no podía ser bueno. ¿Por qué tenía que ocurrir todo a la vez?
El chico estaba frente a la librería; con su camiseta raída y los vaqueros caídos y abombados le conferían un aspecto de puñetero huérfano. Big Jim le hizo un gesto con la mano. El chico corrió hacia él. Big Jim sacó el bolígrafo del bolsillo (que tenía la siguiente inscripción con letras doradas: CON BIG JIM TODO IRÁ SOBRE RUEDAS) y escribió una respuesta de tres palabras: «Medianoche. Mi casa». La dobló y se la entregó al chico.
– Llévasela. Y no la leas.
– ¡No lo haré! ¡De ninguna de las maneras! Que Dios lo bendiga, señor Rennie.
– A ti también, hijo. -Y vio cómo el chico se iba corriendo a toda prisa.
– ¿Qué decía? -preguntó Andy. Y antes de que Big Jim pudiera responder añadió-: ¿El laboratorio? ¿Es por el cristal…?
– Cierra el pico.
Andy retrocedió un paso, estupefacto. Big Jim nunca le había mandado callar. Eso no podía ser bueno.
– Cada cosa a su tiempo -dijo Big Jim, que se dirigió hacia el siguiente problema.
El primer pensamiento que se le pasó por la cabeza a Barbie al ver que Rennie se dirigía hacia ellos fue Camina como un hombre que está enfermo y no lo sabe. También caminaba como un hombre que se había pasado la vida repartiendo hostias. Lucía su sonrisa más carnívoramente sociable cuando cogió a Brenda de las manos y se las apretó. Ella encajó el gesto con calma y elegancia.
– Brenda -dijo-. Mi más sincero pésame. Me habría gustado pasar a verte antes… y asistiré al funeral, por supuesto… pero he estado un poco ocupado. Como todos.
– Lo entiendo -respondió ella.
– Echamos de menos a Duke -dijo Big Jim.
– Es cierto -terció Andy, que apareció detrás de Big Jim: un remolcador tras la estela de un transoceánico-. Lo echamos mucho de menos.
– Muchas gracias a ambos.
– Y si bien me gustaría seguir hablando de tus preocupaciones… ya que es evidente que debes de tener varias… -la sonrisa de Big Jim se hizo más amplia, aunque no de un modo escandaloso-, tenemos una reunión muy importante. Andrea, me pregunto si te importaría adelantarte y preparar el material.
Aunque contaba ya casi cincuenta años, en ese momento Andrea parecía una niña a la que habían pillado robando pasteles de la repisa de una ventana. Empezó a ponerse en pie (se estremeció al notar una punzada en la espalda), pero Brenda la agarró del brazo, y con firmeza. Andrea se sentó de nuevo.
Barbie se dio cuenta de que Grinnell y Sanders estaban muertos de miedo. No era la Cúpula, por lo menos no en ese instante; era Rennie. Y pensó de nuevo: Las cosas siempre pueden ir a peor.
– Creo que es mejor que nos dediques un poco de tiempo, James -dijo Brenda en un tono agradable-. Estoy segura de que entenderás que si esto no fuera importante, yo estaría en casa llorando la pérdida de mi marido.
Big Jim, algo raro en él, no supo qué decir. La gente de la calle que había estado observando la puesta de sol, seguía ahora atentamente esta reunión improvisada. Y tal vez concedían a Barbara una importancia que no merecía por el mero hecho de estar sentado cerca de la tercera concejala del pueblo y de la viuda del difunto jefe de policía. Los tres se estaban pasando un papel como si fuera una carta del Papa de Roma. ¿De quién había sido idea esa ostentación pública? De la mujer de Perkins, por supuesto. Andrea no era lo bastante inteligente. Y carecía del valor para contrariarlo de aquel modo en público.
– Bueno, tal vez podamos dedicarte unos minutos. ¿Eh, Andy?
– Claro -respondió Andy-. Siempre tenemos unos minutos para usted, señora Perkins. Siento mucho lo de Duke.
– Y yo siento lo de tu mujer -respondió ella con solemnidad.
Sus miradas se cruzaron. Fue un verdadero momento de ternura que provocó que a Big Jim le entraran ganas de arrancarse el pelo. Sabía que no debía permitir que ese tipo de pensamientos se apoderaran de él, que era malo para su presión sanguínea, y lo que era malo para su presión sanguínea era malo para su corazón, pero a veces le costaba un poco dominarse. Sobre todo en ocasiones como esa, en la que acababan de entregarle una nota de un tipo que sabía demasiado y que ahora creía que Dios quería que se dirigiera al pueblo. Si Big Jim estaba en lo cierto sobre lo que se le había metido en la cabeza a Coggins, esa situación era insignificante en comparación.
Aunque tal vez no era insignificante. Porque él nunca le había caído bien a Brenda Perkins, y esa mujer era la viuda de un hombre al que la gente consideraba, sin motivo alguno, un héroe. Lo primero que tenía que hacer…
– Entremos -dijo Big Jim-. Hablaremos en la sala de plenos. -Miró a Barbie-. ¿Forma usted parte de todo esto, señor Barbara? Porque no lo entendería por nada del mundo.
– Tal vez esto le ayude -dijo Barbie, que le entregó las hojas que se habían estado pasando-. Pertenecí al ejército. Fui teniente. Al parecer han vuelto a reclutarme. Y me han ascendido.
Rennie cogió las hojas por una esquina, como si estuvieran ardiendo. La carta era más elegante que la nota mugrienta que Richie Killian le había entregado, y el remitente era bastante conocido. El encabezado decía simplemente: DE LA CASA BLANCA. Llevaba fecha de ese mismo día.
Rennie cogió el papel con fuerza. Un hondo surco se formó entre sus espesas cejas.
– Este no es papel de la Casa Blanca.
Claro que lo es, idiota, estuvo tentado de decirle Barbie. Nos lo ha entregado hace una hora un miembro del Escuadrón de Elfos de FedEx. Ese enano cabrón se teletransportó para atravesar la Cúpula sin ningún problema.
– Claro que no. -Barbie intentó mantener un tono agradable-. Ha llegado por internet, en un archivo PDF. La señorita Shumway se ha encargado de descargarlo e imprimirlo.
Julia Shumway. Otra alborotadora.
– Léelo, James -dijo Brenda en voz baja-. Es importante.
Big Jim lo leyó.
Benny Drake, Norrie Calvert y Joe McClatchey «el Espantapájaros» se encontraban frente a las oficinas del Democrat de Chester's Mills. Cada uno tenía una linterna. Benny y Joe la sujetaban con la mano; Norrie la llevaba en el bolsillo delantero de su sudadera con capucha. Estaban mirando hacia un extremo de la calle, hacia el ayuntamiento, donde varias personas, incluidos los tres concejales y el cocinero del Sweetbriar Rose, parecían estar celebrando una reunión.
– Me pregunto qué estará pasando -dijo Norrie.
– Chorradas de adultos -respondió Benny, con una absoluta falta de interés, y llamó a la puerta del periódico. Al no obtener respuesta, Joe lo apartó e intentó girar el pomo. La puerta se abrió. Enseguida entendió por qué la señorita Shumway no los había oído; la fotocopiadora estaba funcionando a toda velocidad mientras ella hablaba con el periodista de la sección de deportes del periódico y el tipo que había hecho las fotografías en la explanada.
Vio a los chicos y les hizo un gesto con la mano para que entraran. Las hojas de papel salían disparadas en la bandeja de la fotocopiadora. Pete Freeman y Tony Guay se turnaban para sacarlas y amontonarlas.
– Ahí estáis -dijo Julia-. Tenía miedo de que no vinierais. Ya casi hemos acabado. Eso si la maldita fotocopiadora no se va al carajo.
Joe, Benny y Norrie tomaron nota de la expresión en silencio y decidieron usarla a la mínima oportunidad.
– ¿Os han dado permiso vuestros padres? -preguntó Julia-. No quiero que un puñado de padres furiosos me salten a la yugular.
– Sí, señora -dijo Norrie-. Nos lo han dado a todos.
Freeman intentaba atar un paquete de hojas con un cordel, de un modo algo chapucero, mientras Norrie lo observaba. Ella era capaz de hacer cinco nudos distintos. Y de anudar moscas de pescar. Se lo había enseñado su padre. Ella, a cambio, le había enseñado a hacer piruetas en la barandilla, y cuando se cayó la primera vez se puso a reír hasta que le corrieron las lágrimas. Norrie pensó que tenía el mejor padre del universo.
– ¿Quieres que lo haga yo? -preguntó Norrie.
– Si sabes hacerlo mejor, por supuesto. -Pete se apartó.
La chica se puso manos a la obra, acompañada de Joe y Benny. Entonces vio el gran titular en negrita en el número extra de una sola página, y se detuvo.
– ¡Hostia puta!
En cuanto pronunció las palabras se tapó la boca, pero Julia se limitó a asentir.
– Es una verdadera putada. Espero que hayáis traído la bicicleta y espero que tengan cestas. No podréis llevar esto por el pueblo en monopatín.
– Eso es lo que nos dijo y eso es lo que hemos traído -contestó Joe-. La mía no tiene cesta, pero sí un soporte especial.
– Y ya me encargaré yo de atarle bien los periódicos -añadió Norrie.
Pete Freeman, que observaba a la chica con admiración mientras esta ataba los paquetes con un nudo que parecía una mariposa deslizante, dijo:
– Ya lo creo. Qué bien te quedan.
– Sí, se me da de fábula -dijo Norrie con total naturalidad.
– ¿Tenéis linternas? -preguntó Julia.
– Sí -respondieron los tres al unísono.
– Muy bien. El Democrat no ha recurrido a los repartidores en treinta años y no quiero que este acontecimiento culmine con uno de vosotros atropellado en la esquina de Main con Prestile.
– Eso sería una putada -admitió Joe.
– Tenéis que dejar un ejemplar en todas las casas y tiendas de esas dos calles, ¿vale? Además de en las calles Morin y St. Anne Avenue. Después de eso, os dispersáis. Haced lo que podáis, pero a las nueve marchaos a casa. Dejad todos los periódicos que os hayan sobrado en las esquinas. Y ponedles una piedra encima para que no se los lleve el viento.
Benny leyó de nuevo el titular.
¡ATENCIÓN, CHESTER'S MILL!
¡VAN A ESTALLAR EXPLOSIVOS EN LA BARRERA!
SE LANZARÁN MISILES DE CRUCERO
SE RECOMIENDA LA EVACUACIÓN DEL SECTOR OESTE
– Seguro que no funciona -dijo Joe, con un deje pesimista, mientras examinaba el mapa dibujado a mano que había al final de la página. El límite entre Chester's Mills y Tarker's Mills estaba resaltado en rojo. Había una X negra en el punto en que la Little Bitch Road entraba en el pueblo. Junto a la X había la inscripción Punto de Impacto.
– Muérdete la lengua -le dijo Tony Guay.
DE LA CASA BLANCA
Saludos cordiales
a la JUNTA DE CONCEJALES DE CHESTER'S MILL:
Andrew Sanders
James P. Rennie
Andrea Grinnell
Estimados señores y señora:
En primer lugar, les envío mis saludos y me gustaría transmitirles la honda preocupación de nuestra nación y nuestros mejores deseos. He decretado que mañana sea día nacional de oración; las iglesias de todo Estados Unidos permanecerán abiertas para que la gente de fe acuda a rezar por ustedes y por todos aquellos que están trabajando para entender y solucionar lo que ha ocurrido en los límites de su pueblo. Déjenme que les asegure que no cejaremos en nuestro empeño hasta que la población de Chester's Mills sea liberada y los responsables de su encarcelamiento hayan sido castigados. Puedo prometerles que esta situación llegará a su fin en breve. Y me dirijo a ustedes con toda la solemnidad que me confiere mi cargo, como su comandante en jefe.
En segundo lugar, esta carta debe servir a modo de presentación del coronel Dale Barbara, del Ejército de Estados Unidos. El coronel Barbara sirvió en Iraq, donde le fue concedida la Estrella de Bronce, una medalla al mérito en servicio, y dos Corazones Púrpura. Hemos decidido reclutarlo de nuevo y ascenderlo para que sirva de intermediario entre ustedes y nosotros, y viceversa. Sé que, como fieles estadounidenses que son, le prestarán toda la ayuda necesaria. Y si ustedes lo ayudan, nosotros les ayudaremos a ustedes.
Mi intención original, de acuerdo con el consejo de la Junta de Jefes del Estado Mayor, y de los secretarios de Defensa y de Seguridad Nacional, era invocar la ley marcial en Chester's Mills y nombrar al coronel Barbara gobernador militar provisional. Sin embargo el coronel Barbara me ha asegurado que esto no será necesario. Me ha dicho que espera la absoluta cooperación de los concejales y la policía local. Cree que su cargo debería consistir en proporcionar «consejo y consentimiento». He accedido a su petición, aunque me reservo el derecho a cambiar de opinión.
En tercer lugar, sé que están preocupados por su incapacidad para llamar a sus amigos y seres queridos. Entendemos su preocupación, pero resulta imperativo que mantengamos este «apagón telefónico» para minimizar el riesgo de que se filtre información. Tal vez piensen que se trata de una falsa preocupación; les aseguro que no es así. Existe la posibilidad de que alguien de Chester's Mills posea información sobre la barrera que rodea a su pueblo. Las llamadas a números de dentro del pueblo estarán permitidas.
En cuarto lugar, de momento seguiremos sin informar a la prensa de lo acontecido, aunque esta decisión está sujeta a una posible revisión. Podría llegar un momento en el que fuera beneficioso para las autoridades del pueblo y para el coronel Barbara celebrar una rueda de prensa; pero en el presente consideramos que un desenlace rápido de la actual crisis hará que la rueda de prensa no sea necesaria.
En quinto lugar, deseo hacer referencia a las comunicaciones por internet. La Junta de Jefes del Estado Mayor está a favor de cortar temporalmente la comunicación por correo electrónico. No obstante, el coronel Barbara ha ofrecido una serie de argumentos para que permitiéramos que los ciudadanos de Chester's Mills siguieran teniendo acceso a internet. El coronel ha señalado que la NSA (Agencia Nacional de Seguridad) puede controlar el correo electrónico de forma legal, de modo que desde un punto de vista práctico este tipo de comunicación puede filtrarse de un modo más sencillo que las transmisiones de teléfono móvil. Puesto que él es nuestro «hombre en la zona», he accedido a su petición, en parte por motivos humanitarios. Sin embargo, esta decisión también puede ser revocada en cualquier momento; podemos llevar a cabo cualquier cambio en nuestra política. El coronel Barbara tomará parte en la revisión de todas estas decisiones, y esperamos que haya una relación fluida entre él y las máximas autoridades del pueblo.
En sexto lugar, les ofrezco la posibilidad de que esta terrible situación a la que están sometidos finalice mañana mismo, a las 13.00, hora oficial de la costa Este. El coronel Barbara los pondrá al corriente de la operación militar que tendrá lugar a esa hora, y me asegura que entre los buenos oficios de ustedes y la señora Julia Shumway, propietaria y directora del periódico local, podrán informar a los ciudadanos de Chester's Mills de lo que sucederá.
Y en último lugar: ustedes son ciudadanos de los Estados Unidos de América y nunca los abandonaremos. Nuestra más firme promesa, basada en nuestros puros ideales, es sencilla: ningún hombre, mujer o niño será abandonado. Emplearemos todos los recursos necesarios para poner fin a su confinamiento. Gastaremos hasta el último dólar que haya que gastar. A cambio, esperamos de todos ustedes fe y cooperación.
Por favor, concédannos ambas cosas.
Con los mejores deseos y plegarias, quedo a su entera disposición,
Fuera quien fuese el patán que había pergeñado aquel escrito, lo había firmado el mismísimo cabrón, con los dos nombres, incluido el segundo, el del terrorista. Big Jim no le había votado y en ese momento, si hubiera aparecido ante él, Rennie creyó que lo habría estrangulado sin ningún problema.
Y también a Barbara.
Big Jim albergaba el vano deseo de llamar a Pete Randolph para que metiera al Coronel Fritanga en una celda. De decirle que impusiera su ley marcial de las narices desde el sótano de la comisaría, con Sam Verdreaux como ayudante de campo. Tal vez Sam «el Desharrapado» sería capaz de aguantar el delirium tremens el tiempo suficiente para llegar a hacer el saludo militar sin meterse el pulgar en el ojo.
Pero ahora no. Aún no. Ciertas frases del Canalla en Jefe le llamaban la atención:
«Y si ustedes lo ayudan, nosotros les ayudaremos a ustedes.»
«Esperamos que haya una relación fluida entre él y las máximas autoridades del pueblo.»
«Esta decisión está sujeta a una posible revisión.»
«Esperamos de todos ustedes fe y cooperación.»
La última era la más reveladora. Big Jim estaba seguro de que ese hijo de fruta proabortista no sabía nada sobre la fe, para él no era más que una palabra de moda, pero cuando hablaba de cooperación, sabía exactamente qué decía, y también Jim Rennie: «Un guante de seda, pero no hay que olvidar que dentro hay un puño de hierro».
El presidente ofrecía compasión y apoyo (había visto cómo una Andrea Grinnell aturdida por los calmantes había estado a punto de romper a llorar mientras leía la carta), pero si leía entre líneas, era fácil ver la verdad. Era una amenaza, simple y llanamente. O cooperáis u os quedáis sin internet. Más os vale cooperar, porque vamos a hacer una lista de quién se ha portado bien y quién mal, y es mejor que no aparezcáis en la lista de los malos cuando logremos atravesar la Cúpula. Porque no lo olvidaremos.
Coopera, amigo. O atente a las consecuencias.
Rennie pensó: Jamás entregaré mi pueblo a un pinche de cocina que se atrevió a ponerle la mano encima a mi hijo y luego tuvo la osadía de cuestionar mi autoridad. Eso jamás ocurrirá, simio. Jamás.
También pensó: Tranquilo, calma.
Había que dejar que el Coronel Fritanga explicara el gran plan militar. Si funcionaba, bien. Si no, el último coronel nombrado por el Ejército de Estados Unidos iba a descubrir un nuevo abanico de significados de la expresión «hallarse en territorio enemigo».
Big Jim sonrió y dijo:
– Vamos adentro, ¿de acuerdo? Tenemos mucho de qué hablar.
Junior estaba sentado a oscuras con sus amigas.
Era extraño, incluso a él se lo parecía, pero también relajante.
Cuando él y los demás nuevos ayudantes regresaron a la comisaría después del enorme follón que se montó en el campo de Dinsmore, Stacey Moggin (que aún llevaba puesto el uniforme y tenía aspecto de cansada) les dijo que podían hacer otro turno de cuatro horas si querían. Les iban a ofrecer un montón de horas extra, como mínimo durante un tiempo, y cuando llegara el momento de que el pueblo les pagase, Stacey dijo que estaba convencida de que también habría primas… a buen seguro sufragadas por un agradecido gobierno de los Estados Unidos.
Carter, Mel, Georgia Roux y Frank DeLesseps aceptaron hacer esas horas extra. En realidad no lo hacían por el dinero, sino porque les encantaba el trabajo. A Junior también, pero le acechaba otra de sus migrañas, lo cual era desmoralizador después de haber estado todo el día de fábula.
Le dijo a Stacey que, si no le importaba, él pasaba. Ella le aseguró que no había ningún problema, pero le recordó que su turno empezaba de nuevo al día siguiente, a las siete.
– Habrá mucho trabajo -dijo Stacey.
En los escalones, Frankie se subió el cinturón y dijo:
– Creo que voy a pasarme por casa de Angie. Seguramente ha ido a algún lado con Dodee, pero me da miedo que haya dado un resbalón en la ducha, que esté paralizada en el suelo, o algo por el estilo.
Junior sintió una punzada en la cabeza. De pronto vio un punto blanco en el ojo izquierdo. Parecía que palpitaba al ritmo de su corazón, que se había acelerado.
– Si quieres me paso yo -le dijo a Frankie-. Me pilla de camino.
– ¿De verdad? ¿No te importa?
Junior negó con la cabeza. El punto blanco del ojo izquierdo se movía frenéticamente cuando él también lo hacía. Entonces se detuvo.
Frankie bajó el tono de voz.
– Sammy Bushey fue un poco borde conmigo cuando estábamos en la explanada.
– Menuda imbécil -dijo Junior.
– Y que lo digas. Va y me suelta: «¿Qué vas a hacer, detenerme?». -Frankie había elevado el tono de voz hasta un falsete irritante que a Junior le crispó los nervios. El punto blanco pareció volverse rojo, y por un instante sintió el arrebato de agarrar a su viejo amigo del cuello y estrangularlo para que él, Junior, no tuviera que volver a escuchar ese falsete jamás-. Me parece -prosiguió Frankie- que tal vez me pasaré a verla luego. Para darle una lección. Ya sabéis, para que aprenda a respetar a la policía local.
– Es escoria. Y también una bollera.
– Eso no haría sino mejorar las cosas. -Frankie hizo una pausa y miró hacia la extraña puesta de sol-. Quizá esta Cúpula tenga su lado positivo. Podemos hacer lo que queramos. Por lo menos, de momento. Piensa en ello, colega. -Frankie se tocó el paquete.
– Claro -contestó Junior-, aunque no estoy muy cachondo.
Pero ahora lo estaba. Bueno, más o menos. Tampoco iba a follárselas, ni nada por el estilo, pero…
– Pero aun así sois mis amigas -dijo Junior en la oscuridad de la despensa. Al principio usó una linterna, pero luego la apagó. Era mejor la oscuridad-. ¿Verdad que sí?
No contestaron. Si lo hicieran, pensó Junior, podría informar de un gran milagro a mi padre y al reverendo Coggins.
Estaba sentado de espaldas a una pared llena de estantes de conservas. Angie estaba a su derecha y Dodee a la izquierda. Menagerie a trios, como decían en el foro de Penthouse. Sus chicas no tenían muy buen aspecto con la linterna encendida, la cara hinchada y los ojos saltones, ocultos parcialmente tras el pelo, pero cuando la apagó… ¡eh! ¡Podrían haber sido un par de macizas!
Salvo por el olor, claro. Una mezcla de mierda reseca y comienzo de descomposición. Pero era soportable porque había otros olores más agradables: café, chocolate, melaza, frutos secos y, quizá, azúcar moreno.
También un suave aroma a perfume. ¿De Dodee? ¿De Angie? No lo sabía. Lo único que sabía era que la migraña había mejorado y ese punto blanco tan molesto había desaparecido. Deslizó una mano y le agarró un pecho a Angie.
– No te importa que lo haga, ¿verdad, Angie? O sea, sé que eres la novia de Frankie, pero habéis roto y, eh, solo quiero saber lo que se siente. Además, siento decírtelo, pero creo que esta noche tiene pensado ponerte los cuernos.
Palpó con la otra mano y encontró una mano de Dodee. Estaba helada, pero aun así se la llevó al paquete.
– Oh, Dodee -exclamó-. Eres muy descarada. Pero haz lo que te apetezca; deja que tu lado malo se apodere de ti.
Tendría que enterrarlas, por supuesto. Pronto. La Cúpula acabaría estallando como una burbuja de jabón, o los científicos encontrarían un modo de disolverla. Cuando eso ocurriera, el pueblo sería tomado por la policía. Y si la Cúpula no desaparecía, era más que probable que se acabara formando una especie de comité encargado de ir casa por casa en busca de provisiones.
Muy pronto. Pero no en ese momento. Porque aquella situación era relajante.
También un poco excitante. La gente no lo entendería, por supuesto, pero tampoco sería necesario que lo entendieran. Porque…
– Este es nuestro secreto -susurró Junior en la oscuridad-. ¿Verdad, chicas?
No contestaron (aunque lo harían, más tarde).
Junior permaneció sentado, abrazando a las chicas a las que había asesinado, y en algún momento se quedó dormido.
Cuando Barbie y Brenda Perkins salieron del ayuntamiento a las once, la reunión aún no había acabado. Los dos recorrieron Main Street hasta Morin Street sin hablar demasiado al principio. Aún había un montón de ejemplares del número extra de una sola página del Democrat en la esquina de Main y Maple. Barbie levantó la piedra que los sujetaba y cogió uno. Brenda llevaba una pequeña linterna con forma de bolígrafo en el monedero y enfocó el titular.
– Al verlo impreso debería resultar más creíble, pero no es así -dijo ella.
– No -admitió Barbie.
– Julia y tú habéis colaborado en esto para aseguraros de que James no pudiera ocultarlo -dijo ella-. ¿Verdad?
Barbie negó con la cabeza.
– Ni tan siquiera lo habría intentado porque es imposible. Cuando el misil estalle, se producirá una explosión atronadora. Julia solo quería asegurarse de que Rennie no pudiera manipular la noticia a su antojo. -Señaló el periódico-. Para serte sincero, veo esto como una medida de prevención. El concejal Rennie debe de estar pensando: «Si él ya poseía esta información, ¿qué otras cosas debe de saber que yo desconozco?».
– James Rennie puede ser un adversario muy peligroso, amigo mío. -Echaron a caminar de nuevo. Brenda dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo-. Mi marido lo estaba investigando.
– ¿Por qué motivo?
– No sé hasta dónde puedo contarte -respondió-. Imagino que las opciones son: o te lo cuento todo, o no te cuento nada. Y Howie no tenía ninguna prueba definitiva, de eso estoy segura. Aunque andaba cerca.
– No es cuestión de pruebas -dijo Barbie-. Es cuestión de que yo no acabe en la cárcel mañana si el experimento no sale bien. Si resulta que lo que sabes puede ayudarme…
– Si evitar la cárcel es lo único que te preocupa, me decepcionas.
No era lo único, y Barbie creía que la viuda Perkins lo sabía. Había escuchado con mucha atención durante la reunión, y aunque Rennie se había desvivido para mostrar su lado más zalamero, encantador y razonable, Barbie se quedó horrorizado. Creía que a pesar de todas esas expresiones mojigatas, Rennie era un carroñero. Pensaba ejercer todo el control hasta que se lo arrancaran de las manos; pensaba arramblar con todo lo que pudiera hasta que alguien le parara los pies. Eso lo convertía en alguien peligroso, no solo para Dale Barbara.
– Señora Perkins…
– Brenda, ¿lo recuerdas?
– Eso, Brenda. Míralo de este modo, Brenda: si la Cúpula no desaparece, este pueblo va a necesitar ayuda de alguien más aparte de un vendedor de coches de segunda mano con delirios de grandeza. Y no podré ayudar a nadie si estoy en el calabozo.
– Mi marido creía que Big Jim se estaba ayudando a sí mismo.
– ¿Cómo? ¿En qué sentido? ¿Y hasta qué punto?
Brenda respondió:
– Esperemos a ver qué ocurre con el misil. Si no funciona, te lo contaré todo. Si sale bien, me reuniré con el fiscal del condado cuando vuelva la calma… y, citando a Ricky Ricardo, James Rennie tendrá que explicar muchas cosas.
– No eres la única que está esperando a ver qué ocurre con el misil. Esta noche Rennie se ha hecho la mosquita muerta. Si el misil rebota contra la Cúpula en lugar de perforarla, creo que veremos su otro lado.
Brenda apagó la linterna y miró hacia arriba.
– Mira las estrellas -dijo-. Cómo brillan. Ahí está la Osa Mayor… Casiopea… Me reconfortan. ¿A ti no?
– Sí.
No dijeron nada durante un rato, se limitaron a observar la estela centelleante de la Vía Láctea.
– Pero también me hacen sentir muy pequeña y muy… muy fugaz. -Se rió y añadió con un deje de timidez-: ¿Te importa que te coja del brazo, Barbie?
– En absoluto.
Lo agarró del codo. Él le cogió la mano y la acompañó a casa.
Big Jim decidió levantar la sesión a las once y veinte. Peter Randolph dio las buenas noches a todos y se fue. Quería iniciar la evacuación del lado oeste del pueblo a las siete de la mañana en punto, y esperaba haber despejado toda la zona alrededor de la Little Bitch Road a mediodía. Andrea lo siguió; caminaba lentamente, con las manos en la espalda. Era una postura a la que todos se habían acostumbrado.
Aunque no podía quitarse de la cabeza su encuentro con Lester Coggins (y dormir; no le importaría poder echarse una maldita cabezada) Big Jim le preguntó a Andrea si podía quedarse un momento.
Ella lo miró con recelo. Detrás de Rennie, Andy Sanders amontonaba las carpetas con grandes aspavientos para guardarlas en el archivador gris de acero.
– Y cierra la puerta -dijo Big Jim en tono agradable.
Andrea obedeció con expresión preocupada. Andy siguió ordenando todo el papeleo de la reunión, pero tenía los hombros encorvados, como si intentara protegerse de un vendaval. Fuera lo que fuese de lo que quería hablar Jim, Andy ya lo sabía. Y a juzgar por su postura, no era bueno.
– ¿Qué pasa, Jim? -preguntó Andrea.
– Nada serio. -Lo que significaba que lo era-. Pero me ha dado la sensación, Andrea, de que te tomabas muchas confianzas con ese tal Barbara antes de la reunión. Y también con Brenda.
– ¿Con Brenda? Eso es… -Quiso decir «ridículo» pero le pareció un poco demasiado fuerte-. Una tontería. La conozco desde hace treinta añ…
– Y al señor Barbara desde hace tres meses. Eso suponiendo que comer los gofres y el beicon que prepara un hombre implique que lo conoces.
– Creo que ahora es el coronel Barbara.
Big Jim sonrió.
– Es difícil tomarse eso en serio cuando lo más parecido a un uniforme que lleva son unos vaqueros y una camiseta.
– Ya has visto la carta del presidente.
– He visto algo que Julia Shumway podría haber escrito en su puñetero ordenador. ¿No es cierto, Andy?
– Así es -dijo Andy sin volverse. Seguía organizando el archivador. Y reorganizando lo que ya había organizado, a juzgar por sus gestos.
– Pero imaginemos que era del presidente -dijo Big Jim, que ahora lucía una de esas sonrisas que tanto odiaba Andrea en su cara ancha y mofletuda. La tercera concejala se fijó, acaso por primera vez, en que Rennie tenía barba de tres días, y entonces entendió por qué ese hombre se afeitaba con tanto cuidado. La barba estudiadamente descuidada le confería un aspecto nixoniano.
– Bueno… -La preocupación empezaba a transformarse en miedo. Se le pasó por la cabeza decirle que solo había sido amable, pero de hecho había sido un poco más que eso, y supuso que Jim lo había visto. Había visto mucho-. Bueno, es el Comandante en Jefe, ya sabes.
Big Jim hizo un gesto de desdén.
– ¿Sabes qué es un comandante, Andrea? Voy a decírtelo. Alguien que merece lealtad y obediencia porque puede proporcionar los recursos necesarios para ayudar a aquellos que los necesitan. Se supone que tiene que ser un intercambio justo.
– ¡Sí! -respondió ella con entusiasmo-. ¡Recursos como ese misil de crucero!
– Y si funciona, todo será perfecto.
– ¿Cómo no va a funcionar? ¡Ha dicho que podía estar cargado con una ojiva de casi quinientos kilos!
– Teniendo en cuenta lo poco que sabemos sobre la Cúpula, ¿cómo puedes estar tan segura tú o cualquiera de nosotros? ¿Cómo podemos estar seguros de que no hará estallar la Cúpula y dejará un cráter de dos kilómetros de profundidad en el lugar donde estaba Chester's Mills?
Andrea lo miró consternada. Tenía las manos en la espalda y no paraba de frotar y masajear la parte del cuerpo que le dolía.
– Bueno, eso está en manos de Dios -dijo Jim-. Y tienes razón, Andrea, podría funcionar. Pero si no es así, estamos en nuestra ciudad, y un Comandante en Jefe que no puede ayudar a sus ciudadanos no vale ni un chorrito de orina caliente en un orinal vacío, en lo que a mí respecta. Si no funciona, y si no nos envían a todos al cielo, alguien tendrá que asumir el control del pueblo. ¿Y lo hará un vagabundo nombrado con el dedo mágico del presidente, o lo harán los concejales elegidos por la gente y que ya ostentan sus cargos? ¿Entiendes a lo que me refiero?
– El coronel Barbara me ha parecido un hombre muy capaz -susurró ella.
– ¡Deja de llamarlo así! -gritó Big Jim.
A Andy se le cayó una carpeta y Andrea retrocedió y soltó un chillido de miedo.
Luego la concejala se puso derecha, recuperando momentáneamente parte del temple yanqui que le dio el valor para presentarse al cargo de concejala.
– No me grites, Jim Rennie. Te conozco desde que recortabas fotografías del catálogo de Sears en primero y las pegabas en hojas de cartulina, así que no me grites.
– Oh, vaya, se ha ofendido. -La temible sonrisa se extendía ahora de oreja a oreja y convertía la mitad superior de su rostro en una inquietante máscara de regocijo-. Pues qué puñetera pena. Pero es tarde, estoy cansado y ya he repartido todos los caramelitos que traía, así que ahora escúchame y no me obligues a repetirme. -Miró su reloj-. Son las once y treinta y cinco y quiero estar en casa a medianoche.
– ¡No entiendo qué quieres de mí!
Big Jim puso los ojos en blanco, como si no pudiera dar crédito a la estupidez de esa mujer.
– ¿En pocas palabras? Quiero saber que vas a estar de mi lado, del mío y de Andy, si ese disparatado plan del misil no funciona. Que no vas a apoyar a ese friegaplatos advenedizo.
Andrea tensó los hombros y arto seguido relajó la espalda. Se armó de valor para mirar a Big Jim a los ojos, pero le temblaban los labios.
– ¿Y si resulta que creo que el coronel Barbara, o el señor Barbara, si lo prefieres, está mejor capacitado para gestionar la situación en un momento de crisis?
– Pues en tal caso, tengo que citar a Pepito Grillo -dijo Big Jim-. Deja que la conciencia sea tu guía -dijo con un murmullo que resultó mucho más aterrador que su grito-. Pero recuerda que tomas unas pastillas. Esas OxyContins.
Andrea se quedó helada.
– ¿Qué pasa con las pastillas?
– Andy ha apartado varias cajas de esas pastillas para ti, pero si apuestas por el caballo equivocado en esta carrera, las pastillas podrían desaparecer. ¿No es cierto, Andy?
Andy había empezado a lavar la cafetera. No parecía muy contento y no se atrevió a mirar a Andrea a los ojos, que estaba a punto de romper a llorar, pero respondió sin titubeos.
– Sí. En ese caso, tal vez tendría que echarlas por el retrete del Drugstore. Es peligroso tener medicamentos como esos ahora que el pueblo está aislado.
– ¡No puedes hacerlo! -gritó Andrea-. ¡Tengo una receta!
Big Jim respondió amablemente:
– La única receta que necesitas es ponerte del lado de la gente que sabe lo que le conviene al pueblo, Andrea. De momento, es la única receta que te hará bien.
– Jim, necesito mis pasillas. -Se dio cuenta del tono quejumbroso de su voz, tan parecido al de su madre durante los últimos años que pasó postrada en la cama, y se odió a sí misma-. ¡Las necesito!
– Lo sé -dijo Big Jim-. Dios te ha obligado a soportar un gran dolor. -Por no decir un gran peso, pensó.
– Haz lo adecuado -terció Andy, que le lanzó una mirada triste y sincera-. Jim sabe qué le conviene al pueblo; siempre lo ha sabido. No necesitamos que ningún forastero nos diga lo que tenemos que hacer.
– Si lo hago, ¿me seguirás dando los calmantes?
Andy esbozó una sonrisa.
– ¡Por supuesto! Quizá incluso podría llegar a subirte un poco la dosis. No sé, ¿qué te parecerían cien miligramos más al día? ¿Verdad que te vendrían bien? Parece que el dolor te hace la vida imposible.
– Supongo que sí, que me vendría bien una dosis superior -admitió Andrea con un hilo de voz. Agachó la cabeza. No había bebido alcohol, ni siquiera una copa de vino, desde la noche del baile de fin de curso, cuando cogió aquella borrachera; nunca había fumado un porro y solo había visto la cocaína en televisión. Era una buena persona. Una muy buena persona. Entonces, ¿cómo se había metido en ese lío? ¿Cuando se cayó al ir a por el correo? ¿Bastaba eso para convertir a alguien en drogadicto? En tal caso, era una injusticia. Algo horrible-. Pero solo cuarenta miligramos. Cuarenta más serían suficiente, creo.
– ¿Estás segura? -preguntó Big Jim.
No estaba nada segura. Ése era el problema.
– Tal vez ochenta -se corrigió, y se limpió las lágrimas de la cara. Y añadió con un susurro-: Me estáis chantajeando.
Fue un susurro apenas perceptible, pero Big Jim lo oyó. La agarró. Andrea parpadeó, pero Rennie solo la cogió de la mano. Suavemente.
– No -replicó él-. Eso sería pecado. Te estamos ayudando. Y lo único que queremos a cambio es que nos ayudes.
Se oyó un «bum».
Sammy se despertó a pesar de que había fumado medio porro y había bebido tres de las cervezas de Phil antes de caer rendida a las diez. Siempre tenía unos cuantos paquetes de cerveza en la nevera y siempre las llamaba las «cervezas de Phil», a pesar de que él se había ido en abril. Sammy había oído rumores de que aún andaba por el pueblo, pero no hizo caso de ellos. Si estuviera en Chester's Mills lo habría visto alguna vez en los últimos seis meses, ¿no? Era un pueblo pequeño, como decía la canción.
¡Bum!
El ruido hizo que Sammy se incorporara de golpe, a la espera del llanto de Little Walter. Como no oyó nada, pensó ¡Oh, Dios, esa maldita cuna se ha desmontado! Y si ni siquiera puede llorar…
Apartó las sábanas y echó a correr hacia la puerta, pero se dio un golpe contra la pared y estuvo a punto de caer al suelo. ¡Maldita oscuridad! ¡Maldita compañía eléctrica! Maldito Phil por irse y dejarla así, sin nadie que la defendiera cuando tipos como Frank DeLesseps eran malos con ella y la asustaban y…
¡Bum!
Deslizó la mano por el tocador y encontró la linterna. La encendió y salió corriendo por la puerta. Se dirigió hacia la izquierda, para ir a la habitación donde dormía Little Walter, pero oyó de nuevo el «bum», que no procedía de la izquierda, sino de delante, al otro lado de la sala de estar abarrotada de trastos. Había alguien en la puerta de la caravana. Y entonces oyó unas risas apagadas. Fuera quien fuese, parecía que había bebido.
Cruzó la sala, vestida únicamente con la camiseta que se ponía para dormir y que se ceñía alrededor de sus regordetes muslos (había engordado un poco desde que Phil se había marchado, unos veinte kilos, pero cuando se acabara todo aquel jaleo de la Cúpula pensaba apuntarse a un plan de adelgazamiento de NutriSystem y recuperar el peso de la época del instituto), y abrió la puerta de par en par.
La luz de unas linternas, cuatro y potentes, la golpearon en la cara. Detrás de los haces de luz oyó más risas. Una de ellas se parecía al «nyuck-nyuck-nyuck» de Curly, el de Los Tres Chiflados. Y Sammy la reconoció ya que la había oído durante toda la época del instituto: era la de Mel Searles.
– ¡Mírate! -exclamó Mel-. De punta en blanco y sin nadie a quien chupársela.
Más risas. Sammy levantó un brazo para taparse los ojos, pero no sirvió de nada; solo veía formas detrás de las linternas. Pero una de las risas parecía femenina, y eso probablemente era bueno.
– ¡Apagad esas luces o me dejaréis ciega! ¡Y callaos! ¡Vais a despertar al bebé!
Más risas, más fuertes que antes, pero tres de las cuatro linternas se apagaron. Sammy enfocó con su linterna hacia la puerta y lo que vio no la consoló: Frankie DeLesseps y Mel Searles flanqueando a Carter Thibodeau y a Georgia Roux. Georgia, la chica que le había aplastado el pecho con un pie esa tarde y que la había llamado «bollera». Una mujer, pero una mujer peligrosa.
Lucían sus placas. Y estaban muy borrachos.
– ¿Qué queréis? Es tarde.
– Queremos «costo» -dijo Georgia-. Tú la vendes, así qué danos un poco.
– Quiero pillar un colocón para flipar un montón y reírme mogollón -dijo Mel, y luego se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
– No tengo -respondió Sammy.
– Y una mierda, la caravana apesta a porro -le espetó Carter-. Véndenos un poco. No seas zorra.
– Sí -añadió Georgia. Bajo la luz de la linterna de Sammy, sus ojos tenían un destello plateado-. Da igual que seamos polis.
Todos estallaron en carcajadas. Acabarían despertando al bebé.
– ¡No! -Sammy intentó cerrar la puerta, pero Thibodeau la abrió de nuevo. Lo hizo con la palma de la mano, sin ningún problema, pero Sammy retrocedió tambaleándose. Tropezó con el maldito tren de Little Walter y cayó de culo por segunda vez ese día. Se le levantó la camiseta.
– Oooh, braguitas rosa, ¿esperas la visita de alguna de tus amigas? -preguntó Georgia, y todos estallaron en carcajadas de nuevo. Volvieron a encender las linternas y le enfocaron la cara.
Sammy se bajó la camiseta con tanta fuerza que estuvo a punto de rasgarse el cuello. Luego se puso en pie como buenamente pudo, mientras los haces de luz recorrían su cuerpo.
– Sé una buena anfitriona e invítanos a pasar -dijo Frankie mientras entraba por la puerta-. Muchas gracias. -Iluminó la salita con su linterna-. Menuda pocilga.
– ¡Una pocilga para una cerda! -gritó Georgia, y todos se echaron a reír de nuevo-. ¡Si yo fuera Phil, volvería del bosque solo para darte una paliza! -Levantó el puño y Carter Thibodeau hizo chocar el suyo contra el de ella.
– ¿Aún está escondido en la emisora de radio? -preguntó Mel-. ¿Colocándose? ¿Con sus paranoias sobre Jesús?
– No sé a qué te… -Ya no estaba enfadada, solo asustada. Ese era el modo inconexo en que hablaba la gente en las pesadillas que podía tener uno si fumaba hierba mezclada con PCP-. ¡Phil se ha ido!
Los cuatro se miraron y se rieron. El estúpido nyuck-nyuck-nyuck de Searles destacaba entre los demás.
– ¡Se ha ido! ¡Se ha largado! -gritó Frankie.
– ¡Y a quién cojones le extraña! -replicó Carter, y ambos entrechocaron sus puños.
Georgia cogió unos cuantos libros que Sammy tenía en la estantería y los hojeó.
– ¿Nora Roberts? ¿Sandra Brown? ¿Stephenie Meyer? ¿Lees esto? ¿No sabes que Harry Potter es el puto amo? -Estiró los brazos y dejó caer los libros al suelo.
El bebé aún no se había despertado. Era un milagro.
– ¿Si os vendo costo os iréis? -preguntó Sammy.
– Claro -respondió Frankie.
– Y date prisa -dijo Carter-. Mañana nos toca empezar turno pronto. Hay que planear la eee-va-cua-ción. Así que mueve ese culo gordo que tienes.
– Esperad aquí.
Se fue a la cocina; abrió el congelador -estaba caliente, todo se había derretido y, por algún motivo, eso hizo que le entraran ganas de llorar- y cogió una de las bolsas con droga que guardaba ahí. Quedaban tres más.
Cuando iba a volverse, alguien la agarró y le quitó la bolsa de la mano.
– Déjame ver otra vez esas braguitas rosa -le dijo Mel al oído-. A ver si llevas escrita la palabra DOMINGO en el culo. -Le levantó la camiseta hasta la cintura-. No, ya me lo imaginaba.
– ¡Basta ya! ¡Para!
Mel se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
La luz de una linterna la cegó, pero reconoció la estrecha cabeza que se ocultaba tras ella: Frankie DeLesseps.
– Hoy has sido muy borde conmigo -dijo-. Además, me has dado un bofetón y me has hecho daño en la mano. Y lo único que hice fue esto. -Estiró un brazo y le agarró un pecho de nuevo.
Sammy intentó apartarse. El rayo de luz que le enfocaba la cara subió momentáneamente hacia el techo y descendió rápidamente. Sintió una punzada de dolor en la cabeza. La había golpeado con la linterna.
– ¡Ay! ¡Ay, me has hecho daño! ¡PARA YA!
– Y una mierda, eso no te ha hecho daño. Tienes suerte de que no te detenga por tráfico de drogas. Si no quieres que te dé otra hostia quédate quieta.
– Este costo apesta -dijo Mel con naturalidad. Aún estaba detrás de ella y no le había bajado la camiseta.
– Como ella -añadió Georgia.
– Tengo que confiscarte la hierba, puta -dijo Carter-. Lo siento.
Frankie le estaba sobando el pecho.
– Estate quieta. -Le pellizcó el pezón-. Estate quieta de una vez -le ordenó con voz ronca y respiración agitada.
Sammy sabía qué iba a pasar. Cerró los ojos. Que no se despierte el bebé, pensó. Y que no hagan nada más. O algo peor.
– Venga -lo animó Georgia-. Enséñale lo que se ha perdido desde que se fue Phil.
Frankie señaló la sala de estar con la linterna.
– Ponte en el sofá. Y ábrete de piernas.
– ¿No quieres leerle los derechos antes? -preguntó Mel, y se rió: nyuck, nyuck, nyuck.
Sammy pensó que como oyera esa risa una vez más le estallaría la cabeza. Pero se dirigió hacia el sofá, con la cabeza gacha y los hombros caídos.
Carter la agarró, le hizo darse la vuelta y se iluminó la cara, que se convirtió en una máscara de trasgo.
– ¿Soltarás prenda sobre esto, Sammy?
– N-n-no.
La máscara de trasgo asintió.
– Haces bien. Porque, de todos modos, nadie te creería. Salvo nosotros, claro, y entonces tendríamos que volver y darte una paliza de las buenas.
Frankie la tiró en el sofá de un empujón.
– Tíratela -dijo Georgia, excitada, mientras enfocaba a Sammy con la linterna-. ¡Tírate a esa zorra!
Los tres muchachos se la tiraron. Frankie fue el primero.
– Tienes que aprender a mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas -le susurró mientras la embestía.
Carter fue el siguiente. Mientras la montaba, Little Walter se despertó y empezó a llorar.
– ¡Cállate, mocoso, o tendré que leerte los derechos! -gritó Mel Searles, y luego se rió.
Nyuck, nyuck, nyuck.
Era casi medianoche.
Linda Everett estaba sumida en un profundo sueño en su mitad de la cama; había sido un día agotador, al día siguiente tenía una reunión a primera hora (para preparar la eee-va-cua-ción), y ni siquiera sus preocupaciones por Janelle pudieron mantenerla despierta. No llegaba lo que se dice a roncar, sino que emitía un suave cuip-cuip-cuip.
Rusty también había tenido un día agotador, pero no podía dormir, aunque no estaba preocupado por Jan. Creía que estaría bien, al menos durante un tiempo. Podía mantener sus ataques a raya si no empeoraban. Si se quedaba sin Zarontin en la farmacia del hospital, podría conseguir más en la de Sanders.
Pero no dejaba de pensar en el doctor Haskell. Y en Rory Dinsmore, por supuesto. Rusty no podía dejar de ver la cuenca ensangrentada y desgarrada en la que había estado alojado el ojo. No podía dejar de oír a Ron Haskell diciéndole a Ginny: «No me hagas perder al paciente… ¡La paciencia, quiero decir, joder!».
Salvo que al final sí que lo había perdido.
Empezó a dar vueltas en la cama, intentando dejar atrás esos recuerdos, que fueron sustituidos por el murmullo de Rory «Es Halloween», que a su vez quedó tapado por la voz de su propia hija: «¡Es culpa de la Gran Calabaza! ¡Tienes que parar a la Gran Calabaza!».
Su hija había tenido un ataque. El hijo de los Dinsmore había recibido el impacto de una bala rebotada en el ojo, y el de un fragmento de bala en el cerebro. ¿Qué le decía eso a él?
No me dice nada. ¿Qué dijo el escocés de Perdidos? ¿«No hay que confundir una coincidencia con el destino»?
Quizá había sido eso. Quizá sí. Pero hacía ya mucho tiempo de Perdidos. El escocés podría haber dicho «No hay que confundir el destino con una coincidencia».
Se dio la vuelta hacia el otro lado y esta vez vio el titular en negrita del Democrat: ¡VAN A ESTALLAR EXPLOSIVOS EN LA BARRERA!
Era inútil. Era imposible que se quedara dormido, y lo peor que podía hacer en una situación como esa era empezar a fustigarse para alcanzar el país de los sueños.
Abajo quedaba un pedazo del famoso pastel de naranja y arándanos de Linda; lo había visto en la encimera al entrar. Rusty decidió que se comería un trozo en la mesa de la cocina y que hojearía el último número de American Family Physician. Si un artículo sobre la tos convulsa no lograba que le entrara sueño, nada lo lograría.
Se levantó. Un hombretón vestido con la ropa de trabajo azul que acostumbraba a usar como pijama. Salió sin hacer ruido para no despertar a Linda.
En mitad de la escalera, se detuvo y ladeó la cabeza.
Audrey estaba gimiendo, sin hacer apenas ruido. En la habitación de las niñas. Rusty bajó y abrió la puerta. El golden retriever, una sombra tenue entre las camas de las niñas, se volvió para mirarlo y emitió otro de esos gemidos.
Judy estaba tumbada de costado, con una mano bajo la mejilla, y tenía una respiración larga y pausada. Jannie era otra historia. No paraba de dar vueltas, de mover las sábanas con los pies y de murmurar. Rusty pasó por encima de la perra y se sentó junto a su cama, bajo el último póster de un grupo musical de chicos.
Estaba soñando. Y a juzgar por su expresión de preocupación estaba teniendo una pesadilla. Sus murmullos parecían una especie de protesta o queja. Rusty intentó averiguar qué decía, pero antes de que pudiera entender algo, su hija calló.
Audrey volvió a gemir.
Rusty le puso bien el camisón a Jan, la tapó con la colcha y le apartó el pelo de la frente. La niña movía los ojos muy rápido de un lado a otro bajo los párpados cerrados, pero Rusty no apreció ningún temblor en las extremidades, no movía los dedos ni se relamía los labios. Estaba casi seguro de que estaba en fase de sueño REM y que no se trataba de un ataque. Lo que planteaba una pregunta interesante: ¿los perros también podían oler las pesadillas?
Se inclinó sobre Jan y le dio un beso en la mejilla. Al hacerlo, ella abrió los ojos, pero Rusty no tenía muy claro que lo estuviera viendo. Quizá era un síntoma de petit mal, pero le parecía poco probable, ya que en tal caso Audi habría empezado a aullar, de eso estaba seguro.
– Vuelve a dormirte, cielo -dijo él.
– Tiene una pelota de béisbol dorada, papá.
– Lo sé, cielo, duérmete.
– Es una pelota mala.
– No. Es buena. Las pelotas de béisbol son buenas, sobre todo las doradas.
– Ah -dijo ella.
– Vuélvete a dormir.
– Vale, papá. -Se dio la vuelta y cerró los ojos. Tardó un instante en encontrar la postura, pero luego se quedó quieta. Audrey, que había estado todo el rato tumbada en el suelo con la cabeza levantada, observándolos, apoyó el morro en la pata y también se durmió.
Rusty se quedó un rato sentado, escuchando la respiración de sus hijas, diciéndose a sí mismo que no había nada de lo que asustarse, que la gente hablaba mucho en sueños. Se dijo a sí mismo que todo estaba bien, que solo tenía que mirar al perro que dormía en el suelo en caso de que tuviera alguna duda, pero resultaba difícil ser optimista en mitad de la noche. Cuando aún faltaban varias horas para el amanecer, los pensamientos asumían forma corpórea y echaban a caminar. En mitad de la noche los pensamientos se convertían en zombis.
Al final decidió que no le apetecía el pastel de naranja y arándanos. Lo que quería era acurrucarse junto al cuerpo cálido de su mujer dormida. Pero antes de salir de la habitación, acarició la sedosa cabeza de Audrey.
– Estate atenta -susurró.
Audi abrió un instante los ojos y lo miró.
Rusty pensó: Golden retriever. Y acto seguido, la conexión perfecta: Una pelota de béisbol dorada. Una pelota de béisbol mala.
Esa noche, a pesar de la intimidad femenina recién descubierta por la niña, Rusty dejó su puerta abierta.
Lester Coggins estaba sentado en el porche de Rennie cuando Big Jim regresó. Coggins leía su Biblia con una linterna. La devoción del reverendo no inspiró a Big Jim, cuyo humor, de por sí malo, no hizo sino empeorar.
– Que Dios te bendiga, Jim -dijo Coggins mientras se levantaba. Cuando Big Jim le ofreció la mano, Coggins se la cogió con un gesto ferviente y se la estrechó.
– Que te bendiga a ti también -respondió Rennie, animosamente.
Coggins le estrechó la mano con fuerza una vez más y la soltó.
– Jim, he venido a verte porque he tenido una revelación. Anoche pedí tener una (sí, estaba atribulado), y esta tarde he obtenido la respuesta. Dios me ha hablado: de forma escrita y mediante ese chico.
– ¿El hijo de los Dinsmore?
Coggins se besó las manos juntas y luego las alzó al cielo.
– El mismo. Rory Dinsmore. Que Dios lo tenga en su gloria toda la eternidad.
– Ahora mismo está cenando con Jesús -añadió Big Jim automáticamente. Estaba observando al reverendo bajo la luz de su linterna, y lo que vio no le gustó. A pesar de que la noche empezaba a refrescar rápidamente, al reverendo Coggins le brillaba la piel a causa del sudor. Tenía los ojos muy abiertos, prácticamente solo se le veía el blanco. Y el pelo rizado muy alborotado. Parecía un tipo al que empezaba a patinarle el cambio de marchas y que podía quedarse tirado en la cuneta en cualquier momento.
Big Jim pensó: Esto no pinta bien.
– Sí -dijo Coggins-. No me cabe la menor duda. Estará disfrutando de un buen banquete… Envuelto en los brazos eternos…
Big Jim pensó que debía de resultar difícil hacer ambas cosas a la vez, pero prefirió guardar silencio.
– Sin embargo, su muerte tenía una razón, Jim. Eso es lo que he venido a decirte.
– Cuéntamelo dentro -dijo Big Jim, y antes de que el reverendo pudiera replicar, le preguntó-: ¿Has visto a mi hijo?
– ¿A Junior? No.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -Big Jim parpadeó bajo la luz del recibidor y bendijo al generador mientras lo hacía.
– Una hora. Quizá un poco menos. Sentado en los escalones… leyendo… rezando… meditando.
Rennie se preguntó si alguien lo había visto, pero prefirió no saberlo. Coggins ya estaba alterado, y una pregunta como esa podría alterarlo aún más.
– Vamos a mi estudio -dijo, y lo condujo por la casa, con la cabeza agachada, avanzando lentamente y a pasos grandes. Visto por detrás, parecía un oso vestido con ropa humana, un animal viejo y lento pero aún peligroso.
Además del cuadro del Sermón en la montaña, que ocultaba una caja fuerte detrás, las paredes del despacho de Big Jim estaban llenas de placas que ensalzaban sus distintos servicios a la comunidad.
También había una fotografía enmarcada en la que aparecía él mismo estrechándole la mano a Sarah Palin y otra en la que le daba la mano al Gran Número 3, Dale Earnhardt, en un acto organizado por este para recaudar fondos para alguna causa infantil en el Crash-A-Rama anual de Oxford Plains. Había incluso una fotografía en la que Big Jim le estrechaba la mano a Tiger Woods, que le pareció un negro muy simpático.
En el escritorio tenía una pelota de béisbol bañada en oro sobre un soporte de metacrilato. Debajo (también en metacrilato) había una dedicatoria que decía: «¡A Jim Rennie, como agradecimiento por tu ayuda para organizar el Torneo Benéfico de Softball de Western Maine de 2007!». Estaba firmada por Bill Lee, el Astronauta.
Mientras se sentaba al escritorio en su silla de respaldo alto, Big Jim cogió la pelota del soporte y empezó a pasársela de una mano a otra. Era una buena idea juguetear con una pelota como esa, sobre todo porque estaba un poco alterado: era bonita y pesada, y las costuras doradas se ajustaban a la perfección a las palmas de sus manos. En ocasiones Big Jim se preguntaba qué sentiría si tuviera una pelota de oro macizo. Tal vez intentaría conseguir una cuando hubiera acabado todo el asunto de la Cúpula.
Coggins se sentó al otro lado del escritorio, en la silla del cliente. En la silla del suplicante. Que era el lugar donde Big Jim quería que estuviera. El reverendo movía los ojos de un lado a otro, como un hombre que estuviera viendo un partido de tenis. O tal vez el péndulo de un hipnotizador.
– ¿De qué va todo esto, Lester? Cuéntamelo. Pero ve al grano, ¿de acuerdo? Necesito dormir. Mañana tengo una agenda apretada.
– ¿Quieres rezar conmigo antes, Jim?
Rennie sonrió. Le lanzó una sonrisa aterradora, aunque algo contenida. Por lo menos de momento.
– ¿Por qué no me cuentas lo que te ha ocurrido? Antes de arrodillarme me gusta saber por qué voy a rezar.
A pesar de su advertencia, Lester no fue al grano, pero Big Jim no se dio cuenta. Escuchó con una consternación que fue en aumento, muy cercana al terror. El relato del reverendo era inconexo y estaba salpicado de citas bíblicas, pero el mensaje era claro: había decidido que su pequeño negocio había disgustado tanto al Señor que este había cubierto el pueblo con un enorme cuenco de cristal. Lester había rezado para saber qué tenía que hacer al respecto, se había azotado (aunque tal vez los azotes habían sido metafóricos, tal como esperaba Big Jim), y el Señor le había señalado unos versículos de la Biblia sobre la locura, la ceguera, los remordimientos, etc.
– El Señor dijo que me postraría una señal y…
– ¿Te postraría? -Big Jim enarcó sus pobladas cejas.
Lester no le hizo caso y prosiguió con el relato, sudando como un hombre con malaria mientras sus ojos seguían la pelota dorada. De un lado… al otro.
– Fue como cuando era adolescente y me corría en la cama.
– Les, eso… es más información de la necesaria. -Y seguía pasándose la pelota de una mano a otra.
– Dios dijo que me enseñaría lo que es la ceguera, pero no la mía. Y esta tarde, en la explanada, ¡lo ha hecho! ¿Verdad?
– Bueno, supongo que esa es una de las posibles interpretaciones…
– ¡No! -Coggins se puso en pie. Empezó a caminar en círculos sobre la alfombra, con la Biblia en una mano. Con la otra se mesaba el pelo-. Dios dijo que cuando yo viera esa señal, tenía que contarles a mis fieles con todo detalle lo que habías hecho…
– ¿Solo yo? -preguntó Big Jim con voz meditativa. Ahora se lanzaba la bola un poco más rápido que antes. Plas. Plas. Plas. De un lado a otro, impactaba en unas manos carnosas pero duras.
– No -admitió Lester con una especie de gruñido. Ahora caminaba más rápido y ya no miraba la pelota. Con una mano sostenía la Biblia y con la otra intentaba arrancarse el pelo de raíz. A veces hacía lo mismo en el púlpito, cuando se soltaba de verdad. Ese espectáculo estaba bien en la iglesia, pero en su estudio le resultaba exasperante-. Fuimos tú, yo, Roger Killian, los hermanos Bowie y… -Bajó la voz-. Y ese otro. El Chef. Creo que ese hombre está loco. Si no lo estaba cuando empezó la primavera pasada, lo está ahora.
Mira quién habla, amigo, pensó Big Jim.
– Todos estamos involucrados, pero somos tú y yo los que tenemos que confesar, Jim. Eso es lo que me dijo el Señor. Eso es lo que significaba la ceguera del muchacho; es el motivo por el que murió. Confesaremos y quemaremos ese granero de Satán que hay detrás de la iglesia. Entonces Dios nos dejará ir en paz.
– ¿Sabes a dónde vas a ir, Lester? De cabeza a la cárcel estatal de Shawshank.
– Aceptaré el castigo que me imponga Dios. Y con mucho gusto.
– ¿Y yo? ¿Y Andy Sanders? ¿Y los hermanos Bowie? ¡Y Roger Killian! ¡Creo que tiene nueve hijos a los que mantener! ¿Y si resulta que a nosotros no nos hace tanta gracia?
– No puedo hacer nada. -Lester empezó a golpearse en los hombros con la Biblia. Primero un lado y luego el otro. Big Jim sincronizó los movimientos de la pelota dorada de béisbol con los golpes del predicador. Plaf… y plas. Plaf… y plas. Plaf… y plas-. El tema de los hijos de Killian es muy triste, por supuesto, pero… Éxodo veinte, versículo cinco: «Porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». Tenemos que someternos a esto. Tenemos que extirpar este chancro por muy doloroso que sea; tenemos que hacer bien todo lo que hemos hecho mal. Eso significa confesión y purificación. Purificación mediante el fuego.
Big Jim alzó la mano libre en ese momento.
– Eh, eh, eh. Piensa en lo que estás diciendo. En tiempos normales, este pueblo depende de mí, y de ti, por supuesto, pero en época de crisis, nos necesita. -Se levantó y apartó la silla hacia atrás. Había tenido un día muy largo y horrible, estaba cansado, y ahora eso. Se enfadó.
– Hemos pecado -insistió Coggins con tozudez, sin dejar de golpearse con la Biblia. Como si creyera que el hecho de tratar el libro sagrado de Dios de aquel modo fuera lo más normal del mundo.
– Lo que hicimos, Les, fue evitar que miles de niños africanos murieran de hambre. Invertimos suficiente dinero para tratar sus horribles enfermedades. También te hemos construido una iglesia nueva y tienes la emisora de radio cristiana más poderosa del nordeste.
– ¡Y nos hemos llenado los bolsillos, no lo olvides! -gritó Coggins. Esta vez se golpeó en toda la cara con el libro sagrado. Empezó a caerle un hilo de sangre de la nariz-. ¡Nos los hemos llenado con el asqueroso dinero de la droga! -Se golpeó de nuevo-. ¡Y la emisora de radio de Jesús está dirigida por un demente que prepara el veneno que los niños se inyectan en las venas!
– De hecho, creo que la mayoría se lo fuman.
– ¿Te parece gracioso?
Big Jim rodeó el escritorio. Le palpitaban las sienes y se estaba poniendo rojo de ira. Sin embargo, lo intentó una vez más, habló con voz suave, como si estuviera dirigiéndose a un niño que había cogido una rabieta.
– Lester, el pueblo necesita mi autoridad. Y si te vas de la boca, no podré imponer mi autoridad. Aunque no es que todo el mundo vaya a creerte…
– ¡Claro que me creerán! -gritó Coggins-. ¡Cuando vean ese taller del demonio que te he dejado montar detrás de mi iglesia, todo el mundo me creerá! Y Jim, ¿no lo comprendes?, cuando el pecado se haya revelado… cuando la llaga se haya extirpado… ¡Dios eliminará Su barrera! ¡La crisis acabará! ¡La gente no necesitará tu autoridad!
Fue entonces cuando James P. Rennie le espetó:
– ¡Siempre la necesitará! -bramó, y le golpeó con el puño con el que sujetaba la bola.
Le abrió una brecha en la sien izquierda mientras Lester se volvía hacia él. Empezó a correrle un reguero de sangre por la cara. El ojo izquierdo refulgía entre tanta sangre. El reverendo se tambaleó con las manos en alto. Agitando la Biblia, cuyas páginas ondearon como una boca que no callaba. La sangre manchó la alfombra. El hombro izquierdo del jersey de Lester ya estaba empapado.
– No, esta no es la voluntad del Seño…
– Es mi voluntad, energúmeno impertinente. -Big Jim le propinó otro puñetazo, esta vez en la frente, justo en el centro. Rennie notó que el impacto subía hasta el hombro. Sin embargo, Lester se tambaleó agitando la Biblia. Parecía que intentaba hablar.
Big Jim bajó la bola a un lado. Le dolía el hombro. Un reguero de sangre estaba cayendo en la alfombra, y a pesar de todo ese hijo de fruta no se derrumbaba; dio unos cuantos pasos al frente, intentando hablar y escupiendo una fina lluvia escarlata.
Coggins chocó con la parte frontal del escritorio -manchó de sangre el papel secante inmaculado- y empezó a rodearlo. Big Jim intentó alzar la bola de nuevo, y no pudo.
Sabía que tanto lanzamiento de peso en el instituto me acabaría pasando factura, pensó.
Cambió la bola a la mano izquierda y lanzó un puñetazo de costado y hacia arriba. Impactó en la mandíbula de Lester, se la desencajó y tiñó de rojo la luz de la lámpara del techo. Unas cuantas gotas mancharon el cristal mate.
– ¡Ddoh! -gritó Lester. Aún estaba intentando rodear el escritorio. Big Jim se refugió bajo la mesa.
– ¿Papá?
Junior estaba en la puerta, boquiabierto.
– ¡Ddoh! -exclamó Lester, que se volvió y se dirigió hacia la nueva voz. Sostenía la Biblia-. Ddoh… Ddoh… Dddiooos…
– ¡No te quedes ahí parado, ayúdame! -le gritó Big Jim a su hijo.
Lester se dirigió hacia Junior tambaleándose, blandiendo la Biblia de un modo desaforado. Tenía el jersey empapado; los pantalones se habían teñido de un marrón fangoso; la cara había quedado oculta bajo un charco de sangre.
Junior se abalanzó sobre el reverendo. Cuando Lester estuvo a punto de desplomarse, Junior lo agarró y lo sostuvo en pie.
– Ya lo tengo, reverendo Coggins, ya lo tengo, no se preocupe.
Entonces Junior agarró a Lester del cuello, pegajoso por culpa de la sangre, y empezó a estrangularlo.
Cinco interminables minutos después.
Big Jim estaba sentado en la silla de su despacho, despatarrado sin la corbata que se había puesto especialmente para la reunión, con la camisa desabrochada. Se estaba masajeando el pectoral izquierdo, bajo el cual el corazón seguía galopando desbocado, entre arritmias, pero sin llegar a mostrar síntomas claros de que fuera a sufrir un paro cardíaco.
Junior se marchó. Al principio Rennie pensó que iba a buscar a Randolph, lo que habría sido un error, pero se había quedado sin aliento y no podía llamar a su hijo, que regresó solo, con la lona de la parte posterior de la camioneta. Observó cómo Junior la extendía en el suelo, de un modo extraño, formal, como si lo hubiera hecho mil veces antes. Son todas esas películas para adultos que ven ahora, pensó Big Jim mientras frotaba esa carne flácida que en el pasado había sido tan firme y dura.
– Te… ayudaré -murmuró, a sabiendas de que no podía.
– Quédate ahí sentado y recupera el aliento. -Su hijo, de rodillas, le lanzó una mirada turbia e inescrutable. Tal vez también era una mirada de amor, y así lo esperaba Big Jim, pero estaba preñada de otros sentimientos.
¿«Ya te tengo»? ¿Era una mirada que le estaba diciendo «Ya te tengo»?
Junior envolvió a Lester con la lona, que crujió. El hijo de Big Jim observó el cadáver, lo envolvió un poco más, y lo tapó con uno de los extremos. La lona era verde. Rennie la había comprado en Burpee's. De rebajas. Recordaba que Toby Manning le había dicho: «Se está llevando una ganga, señor Rennie».
– La Biblia -dijo Big Jim. Aún jadeaba, pero se sentía un poco mejor. El corazón, gracias a Dios, empezaba a recuperar su ritmo normal. ¿Quién iba a imaginar que la cuesta se volvería tan empinada a partir de los cincuenta? Pensó: Tengo que empezar a hacer ejercicio. Ponerme en forma de nuevo. Dios solo te da un cuerpo.
– Sí, claro, bien visto -murmuró Junior. Cogió la Biblia ensangrentada, la metió entre los muslos de Coggins y acabó de envolver el cuerpo.
– Ha irrumpido en mi despacho, hijo. Estaba loco.
– Claro. -Junior no parecía muy interesado en lo que le estaba diciendo su padre, su único objetivo era envolver bien el cuerpo… nada más.
– Era él o yo. Tendrás que… -Otro sobresalto en el pecho. Jim dio un grito ahogado, tosió y se golpeó en el pecho. El corazón volvió a recuperar el ritmo normal-. Tendrás que llevarlo a la iglesia. Cuando lo encuentren, hay un tipo… quizá… -Estaba pensando en el Chef, pero tal vez no era buena idea que el Chef pagara el pato. Bushey sabía cosas. Por supuesto, era probable que opusiera resistencia a su detención. En tal caso quizá no lo cogerían vivo.
– Se me ocurre un lugar mejor -dijo Junior, que parecía mantener la serenidad-. Y si se te ha pasado por la cabeza la idea de encasquetarle el muerto a otro, tengo una idea mejor.
– ¿A quién?
– Al puto Dale Barbara.
– Sabes que no me gusta que uses ese vocabulario…
Lo miró por encima de la lona, con ojos refulgentes, y lo repitió.
– Al puto… Dale… Barbara.
– ¿Cómo?
– Aún no lo sé. Pero más vale que limpies esa maldita pelota de oro si quieres conservarla. Y tira el papel secante.
Big Jim se puso en pie. Se sentía mejor.
– Estás ayudando a tu padre; eres un buen hijo, Junior.
– Si tú lo dices -contestó el chico. Ahora había un burrito gigante sobre la alfombra. Los pies sobresalían por uno de los extremos. Junior los tapó con la lona, pero esta no se quedaba en su sitio-. Voy a necesitar cinta adhesiva.
– Si no piensas llevarlo a la iglesia, entonces ¿adónde?
– Eso da igual -replicó Junior-. Es un lugar seguro. El reverendo se quedará allí hasta que averigüemos cómo meter a Barbara en todo esto.
– Antes de hacer nada, tenemos que ver qué pasa mañana.
Junior lo miró con una expresión de desdén que Big Jim nunca le había visto. Entonces se dio cuenta de que su hijo tenía mucho poder sobre él. Pero era imposible que su propio vástago…
– Tendremos que enterrar tu alfombra. Gracias a Dios ya no es esa moqueta de pared a pared que tenías antes aquí. Y la parte positiva es que casi toda la sangre ha caído en ella. -Entonces cogió el burrito gigante y lo arrastró por el pasillo. Al cabo de unos minutos Rennie oyó que se encendía el motor de la autocaravana.
Big Jim pensó en la bola de béisbol dorada. Debería librarme de ella, pensó, pero sabía que no lo haría. Era casi una reliquia de la familia.
Y, además, ¿qué daño podía causar? ¿Qué daño podía causarle si estaba limpia?
Cuando Junior regresó al cabo de una hora, la pelota de béisbol dorada volvía a relucir sobre su soporte de metacrilato.