Barbie volvió caminando por la carretera 119 hasta el centro de la ciudad, una distancia de unos cinco kilómetros. Cuando llegó, eran las seis de la tarde. Main Street estaba casi desierta, pero con el rugido de los generadores parecía viva; decenas de ellos, a juzgar por el ruido. El semáforo de la intersección de la 119 y la 117 estaba apagado, pero el Sweetbriar Rose tenía luz y estaba muy concurrido. Barbie echó una ojeada por el gran ventanal de la fachada y vio que todas las mesas estaban ocupadas, pero al entrar no oyó que nadie hablara de los grandes temas habituales: política, los Red Sox, la economía local, los Patriots, coches y camionetas adquiridos recientemente, los Celtics, el precio de la gasolina, los Bruins, herramientas eléctricas adquiridas recientemente, los Twin Mills Wildcats. Ni tampoco las habituales risas.
En la barra había un televisor, y todo el mundo lo estaba mirando. Barbie, con esa sensación de incredulidad y de desorientación propia de cualquiera que se halle en el lugar de un desastre de grandes proporciones, vio que Anderson Cooper, de la CNN, se encontraba en la 119 con la mole del camión maderero accidentado aún humeante al fondo.
La mismísima Rose estaba sirviendo las mesas y de vez en cuando volvía rauda a la barra para sacar un pedido. Unos dispersos mechones rizados escapaban de su redecilla y pendían alrededor de su rostro. Parecía cansada y agobiada. En teoría, la barra era territorio de Angie McCain desde las cuatro de la tarde hasta la hora de cerrar, pero Barbie no la veía por ninguna parte. A lo mejor la barrera, al caer, la había pillado fuera de la ciudad. En tal caso, era probable que no volviera a ponerse detrás de la barra en una buena temporada.
Anson Wheeler -a quien Rosie solía llamar simplemente «el chico», aunque el tipo debía de tener por lo menos veinticinco años- estaba cocinando, y Barbie se estremeció al pensar lo que haría Anse con cualquier cosa más complicada que unas salchichas con judías, el especial de la noche del sábado en el Sweetbriar Rose. ¡Pobre de aquel o aquella que pidiera un «desayuno de cena» y tuviera que vérselas con los huevos fritos atómicos de Anson! De todas formas, menos mal que estaba allí, porque, además de que faltaba Angie, tampoco se veía a Dodee Sanders por ninguna parte. Aunque esa pánfila no necesitaba ningún desastre para no ir a trabajar. No es que fuera una vaga, pero se distraía con facilidad. Y en cuanto a capacidad intelectual… Joder, ¿cómo decirlo? Su padre -Andy Sanders, primer concejal de Mills- nunca sería candidato a entrar en Mensa, pero Dodee conseguía que pareciera un Albert Einstein.
En la televisión, los helicópteros aterrizaban detrás de Anderson Cooper, le alborotaban su estupendo pelo blanco y casi ahogaban su voz. Parecían aparatos modelo Pave Low. Barbie había volado en unos cuantos de esos la temporada que había pasado en Iraq. Entonces entró en escena un oficial del ejército que cubrió el micro de Cooper con una mano enguantada y le dijo algo al oído al reportero.
Los comensales que estaban reunidos en el Sweetbriar Rose murmuraron entre sí. Barbie comprendía su inquietud. También él la sentía. Cuando un hombre de uniforme cubría el micro de un famoso reportero de la tele sin siquiera un «Con su permiso», es que había llegado el Fin de los Días.
El tipo del ejército -un coronel, pero no el coronel de Barbie; ver a Cox habría acabado de redondear su sensación de desorientación mental- terminó con lo que tenía que decir. Su guante produjo un aerodinámico fuuup cuando lo retiró del micro. Se alejó, su cara era un muro impasible. Barbie reconocía esa expresión: un cabezahueca del ejército.
Cooper estaba diciendo:
«Los medios de comunicación hemos sido informados de que debemos retirarnos unos ochocientos metros, hasta un lugar llamado Almacén de Carretera Raymond's.» Los clientes volvieron a murmurar al oír eso. Todos conocían el Almacén Raymond's de Motton, en el escaparate había un cartel donde ponía CERVEZA FRÍA SANDWICHES CALIENTES CEBO FRESCO. «Esta zona en la que estamos, a menos de noventa metros de lo que denominamos la barrera a falta de un término mejor, ha sido declarada área de seguridad nacional. Retomaremos la cobertura tan pronto como nos sea posible, pero ahora mismo devuelvo la conexión a Wolf, en Washington.»
El comunicado que aparecía en la banda roja bajo las imágenes del lugar de los hechos decía ÚLTIMA HORA. AUMENTA EL MISTERIO DE LA CIUDAD DE MAINE INCOMUNICADA. Y en la esquina superior derecha, en rojo, la palabra GRAVE del Aviso de Amenaza parpadeaba como el neón de una taberna. Beba cerveza Grave, pensó Barbie, y casi se rió por lo bajo.
Wolf Blitzer ocupó el lugar de Anderson Cooper. Rose estaba prendada de Blitzer, y las tardes de entre semana nunca dejaba que se sintonizara nada que no fuera el programa The Situation Room; ella lo llamaba «mi Wolfie». Esa tarde, Wolfie llevaba corbata, pero mal anudada, y Barbie pensó que el resto de su atuendo parecía sospechosamente ropa de estar por casa.
«Para recapitular la historia -dijo el Wolfie de Rose-, esta tarde, más o menos sobre la una…»
– Ha sido antes de eso, bastante antes -dijo alguien.
– ¿Es verdad lo de Myra Evans? -preguntó otro-. ¿De verdad ha muerto?
– Sí -respondió Fernald Bowie. El director de las únicas pompas fúnebres de la ciudad, Stewart Bowie, era el hermano mayor de Fern. Fern a veces lo ayudaba, cuando estaba sobrio, y esa tarde parecía sobrio. Sobrio por la conmoción-. Y ahora calla la boca y déjame oír eso.
También Barbie quería oírlo, porque Wolfie justamente estaba abordando la pregunta que más le preocupaba y estaba diciendo lo que Barbie quería oír: que el espacio aéreo de Chester's Mills había sido declarado zona de exclusión aérea. De hecho, todo el oeste de Maine y el este de New Hampshire, desde Lewiston-Auburn hasta North Conway, era zona de exclusión aérea. El presidente estaba siendo informado y, por primera vez en nueve años, el color del indicador de Aviso de Amenaza Nacional había superado el naranja.
Julia Shumway, propietaria y directora del Democrat, fulminó a Barbie con la mirada cuando pasó frente a su mesa. Después, apareció en su rostro esa sonrisita fría y hermética que era su especialidad, casi su marca de fábrica.
– Parece que Chester's Mills no quiere dejarle marchar, señor Barbara.
– Eso parece -convino Barbie. No le sorprendió que supiera que había querido marcharse (y por qué). Había pasado suficiente tiempo en Mills para darse cuenta de que Julia Shumway sabía todo lo que valía la pena saber.
Rose lo vio mientras servía unas salchichas con judías (además de una reliquia humeante que en el pasado tal vez había sido una costilla de cerdo) a un grupo de seis personas apiñadas alrededor de una mesa para cuatro. Se quedó inmóvil, con un plato en cada mano, dos más en el brazo y los ojos muy abiertos. Después sonrió. Fue una sonrisa llena de franca felicidad y alivio, y a Barbie le levantó el ánimo.
Esto es lo que uno siente al volver a casa, pensó. Claro que sí, joder.
– ¡Caray, lo último que esperaba era volver a verte, Dale Barbara!
– ¿Todavía tienes mi delantal? -preguntó Barbie. Con cierta timidez. Al fin y al cabo, Rose lo había adoptado (a él, que iba por la vida dando tumbos con unas cuantas referencias garabateadas en la mochila), y le había dado trabajo. Le había dicho que comprendía perfectamente por qué sentía que tenía que largarse de la ciudad (el padre de Junior Rennie no era un tipo al que uno quisiera como enemigo), pero, aun así, Barbie albergaba la sensación de que la había dejado en la estacada.
Rose depositó su cargamento de platos donde encontró un hueco y corrió hacia Barbie. Era una mujer bajita y regordeta y tuvo que ponerse de puntillas para abrazarlo, pero lo consiguió.
– ¡Madre mía, cómo me alegro de verte! -susurró.
Barbie la abrazó y le dio un beso en lo alto de la cabeza.
– Big Jim y Junior no se alegrarán -repuso, pero al menos ninguno de los Rennie estaba allí, y tenía que dar las gracias por ello. Barbie era consciente de que en ese momento había cobrado más interés para los vecinos de Mills allí congregados que el hecho de ver su pueblo en la televisión nacional.
– ¡A Big Jim Rennie que le den! -dijo la mujer. Barbie se echó a reír, le encantaba la intrepidez de Rose pero agradecía su discreción: seguía hablando en susurros-. ¡Pensaba que te habías marchado!
– Casi lo consigo, pero se me ha hecho tarde.
– ¿Has visto… eso?
– Sí. Luego te cuento. -La soltó, pero sin dejar de tocarla hasta que tuvo todo el brazo estirado y pensó: Si tuvieras diez años menos, Rose… o incluso cinco…-. Entonces, ¿puedo volver a ponerme el delantal?
La mujer se enjugó las comisuras de los dos ojos y asintió.
– Por favor, póntelo otra vez. Saca a Anson de ahí antes de que nos mate a todos.
Barbie hizo el gesto de «a la orden», luego rodeó la barra, entró en la cocina y sacó a Anson Wheeler de allí; le dijo que se ocupara de los pedidos y de limpiar todo aquello y que luego ayudara a Rose en el salón. Anson se apartó de la parrilla con un suspiro de alivio. Antes de salir a la barra, tomó la mano derecha de Barbie entre las suyas.
– Gracias a Dios, tío. Nunca había visto tanto ajetreo. Estaba perdido.
– No te preocupes. Esto será como lo de los panes y los peces.
Anson, que no era ningún estudioso de la Biblia, se quedó igual.
– ¿Eh?
– Déjalo.
La campana que había en el rincón de la ventanilla de servir sonó.
– ¡Pedido! -exclamó Rose.
Barbie empuñó una espátula y luego recogió la nota con el pedido -la parrilla estaba hecha un desastre, siempre pasaba lo mismo cuando Anson se lanzaba a esas catastróficas transformaciones inducidas por calor a las que llamaba cocinar-, después se puso el delantal por la cabeza, se lo ató a la espalda y abrió el armario que había sobre el fregadero. Estaba lleno de gorras de béisbol que los currantes de la parrilla del Sweetbriar Rose utilizaban como gorro de cocinero. Escogió una de los Sea Dogs en honor a Paul Gendron (que Barbie esperaba que en esos momentos estuviese con sus seres queridos), se la puso del revés e hizo crujir los nudillos.
Después cogió la primera nota y se puso a trabajar.
A eso de las nueve y cuarto, más de una hora después de su hora de cierre habitual los sábados por la noche, Rose echó a los últimos clientes. Barbie cerró con llave y dio la vuelta al cartel de ABIERTO a CERRADO. Observó a los últimos cuatro o cinco que cruzaban la calle en dirección a la plaza del pueblo, donde había por lo menos unas cincuenta personas reunidas y charlando. Todos miraban hacia el sur, donde una gran luz blanca formaba una burbuja por encima de la carretera 119. A Barbie le pareció que no eran luces de la televisión; eran del ejército de Estados Unidos y establecían un perímetro de seguridad. ¿Cómo se aseguraba un perímetro de noche? Pues apostando centinelas e iluminando la zona muerta, evidentemente.
La zona muerta. No le gustaba cómo sonaba eso.
Main Street, por otro lado, estaba extrañamente oscura. Se veían luces brillantes en algunos de los edificios -donde había generadores en marcha- y luces de emergencia, más tenues, en Almacenes Burpee's, en la gasolinera, en Libros Nuevos y Usados Mills, en el Food City que había al pie de Main Street Hill y en media docena de establecimientos más, pero las farolas estaban apagadas y en las ventanas de la mayoría de los segundos pisos de Main Street, donde había apartamentos, se veía el resplandor de las velas.
Rose se sentó a la mesa del centro del salón a fumar un cigarrillo (en los locales públicos no estaba permitido fumar, pero Barbie no la delataría). Se quitó la redecilla del pelo y le dirigió una sonrisa lánguida mientras él se sentaba frente a ella. Detrás, Anson, con su melena larga hasta los hombros liberada ya de su gorra de los Red Sox, limpiaba la barra.
– Y yo que pensaba que el Cuatro de Julio era horroroso. Esto ha sido peor -dijo Rose-. Si no hubieras aparecido, habría acabado acurrucada en un rincón llamando a gritos a mi mamá.
– Pasó una rubia en una F-150 -dijo Barbie; sonrió al recordarlo-. Le faltó poco para llevarme. Si me hubiera recogido, a lo mejor ahora estaría fuera. Por otro lado, podría haberme pasado lo mismo que a Chuck Thompson y a la mujer que iba con él en la avioneta. -El nombre de Thompson había aparecido en las noticias de la CNN; la mujer no había sido identificada.
Pero Rose sabía quién era.
– Claudette Sanders. Estoy casi segura de que era ella. Dodee me dijo ayer que su madre tenía hoy clase.
En la mesa, entre ambos, había un plato de patatas fritas. Barbie había alargado el brazo para coger una. Entonces se detuvo. De repente ya no quería más patatas fritas. No quería más de nada. El charco rojo que había a un lado del plato parecía más sangre que kétchup.
– O sea que por eso no ha venido Dodee.
Rose se encogió de hombros.
– Tal vez. No puedo asegurarlo. No he tenido noticias de ella. Tampoco es que lo esperase, con los teléfonos cortados.
Barbie dio por sentado que se refería a los teléfonos fijos, pero desde la cocina había oído a la gente quejarse de los problemas que tenían para conseguir línea por el móvil. La mayoría pensaba que era porque todo el mundo intentaba llamar a la vez y estaban colapsando la banda. Otros creían que el influjo de la gente de la tele -seguramente cientos, a esas horas, cargados con Nokias, Motorolas, iPhones y BlackBerries- era el causante del problema. Barbie tenía sospechas más oscuras; a fin de cuentas, aquello era una situación de seguridad nacional en una época en la que el país entero sufría de paranoia terrorista. Algunas llamadas sí conseguían conectar, pero cada vez eran menos, a medida que avanzaba la noche.
– Por supuesto -dijo Rose-, también puede ser que a Dodee se le haya metido en esa cabeza llena de aire que debe mandar a paseo el trabajo e irse al centro comercial de Auburn.
– ¿Sabe el señor Sanders que era Claudette quien volaba en la avioneta?
– No estoy segura, pero me sorprendería muchísimo que a estas alturas no lo supiera. -Y cantó, con voz débil pero melodiosa-: «Esta es una ciudad pequeña, ya sabes lo que quiero decir».
Barbie sonrió un poco y cantó el siguiente verso:
– «Solo una ciudad pequeña, cariño, y aquí todos apoyamos al equipo.» -Era una antigua canción de James McMurtry que el verano anterior había gozado de dos nuevos y misteriosos meses de popularidad en un par de emisoras de música country de Maine. No en la WCIK, por supuesto; James McMurtry no era la clase de artista que promocionaba Radio Jesús.
Rose señaló las patatas fritas.
– ¿Vas a comer más?
– Pues no. Se me ha quitado el hambre.
Barbie no sentía un gran aprecio por el eternamente sonriente Andy Sanders ni por Dodee la Boba, que casi con seguridad había ayudado a su buena amiga Angie a difundir el rumor que había acabado causándole el lío del Dipper's, pero la idea de que esos trozos de cadáver (su cabeza no dejaba de recordarle la pierna enfundada en un pantalón verde) hubieran pertenecido a la madre de Dodee… la esposa del primer concejal…
– A mí también -dijo Rose, y apagó el cigarrillo en el kétchup. Hizo pfisss, y durante unos terribles instantes Barbie pensó que iba a vomitar.
Apartó la cabeza y miró por la ventana hacia Main Street, aunque no había nada que ver. Desde allí todo se veía oscuro.
– El presidente hablará a medianoche -anunció Anson desde la barra.
Detrás de él sonaba el grave y constante gemido del lavavajillas. A Barbie se le ocurrió que ese viejo y enorme Hobart tal vez estuviera haciendo su último servicio, al menos por una temporada. Tendría que convencer a Rosie de eso. A ella no le haría gracia, pero vería que tenía razón. Era una mujer inteligente y práctica.
La madre de Dodee Sanders. Joder. ¿Qué probabilidades hay?
Se dio cuenta de que en realidad existían bastantes probabilidades. Si no hubiese sido la señora Sanders, podría haber sido cualquier otro al que conocía. «Esta es una ciudad pequeña, cariño, y aquí todos apoyamos al equipo.»
– Nada de presidentes para mí esta noche -dijo Rose-. Tendrá que decir él solo el «Dios bendiga a América». Las cinco de la madrugada llegan enseguida. -Los domingos el Sweetbriar Rose no abría hasta las siete de la mañana, pero había que hacer preparativos. Siempre había preparativos. Y los domingos eso incluía rollitos de canela-. Vosotros quedaos levantados para verlo si queréis, chicos. Solo aseguraos de dejar esto bien cerrado cuando os marchéis. La puerta de delante y la de atrás. -Se dispuso a levantarse.
– Rose, tenemos que hablar de mañana -dijo Barbie.
– A la mier… coles, mañana será otro día. Déjalo correr por ahora, Barbie. Cada cosa a su tiempo. -Pero debió de ver algo en su cara, porque volvió a sentarse-. Está bien, ¿a qué viene esa cara tan seria?
– ¿Cuándo compraste propano por última vez?
– La semana pasada. Estamos casi a tope. ¿Eso es todo lo que te preocupa?
No era todo, era más bien donde empezaban sus preocupaciones. Barbie hizo cálculos. El Sweetbriar Rose tenía dos depósitos adosados. Cada uno con capacidad para mil doscientos o mil trescientos litros, no recordaba exactamente cuántos. Lo comprobaría por la mañana, pero si Rose estaba en lo cierto, disponía de más de dos mil doscientos litros. Eso estaba bien. Un poco de suerte en un día que había sido espectacularmente desafortunado para todo el pueblo. Sin embargo, no había manera de saber cuánta mala suerte tenían aún por delante. Y dos mil doscientos litros de propano no durarían siempre.
– ¿A qué ritmo se consume? -le preguntó-. ¿Alguna idea?
– ¿Por qué importa eso?
– Porque ahora mismo tu generador está suministrando corriente a todo esto. Las luces, las estufas, las neveras, las bombas. Incluso la calefacción, si es que esta noche hace tanto frío como para encenderla. El generador come propano para hacer todo eso.
Se quedaron callados un momento, escuchando el rugido constante del Honda casi nuevo que estaba detrás del restaurante.
Anson Wheeler se les acercó y se sentó.
– El generador traga siete litros y medio de propano cada hora a un sesenta por ciento de utilización -dijo.
– ¿Cómo sabes tú eso? -preguntó Barbie.
– Lo he leído en la etiqueta. Si todo funciona con propano, que es como estamos más o menos desde este mediodía, cuando se ha ido la luz, seguramente el generador se habrá tragado unos once litros cada hora. Puede que un poco más.
La respuesta de Rose fue inmediata.
– Anse, apaga todas las luces menos las de la cocina. Ahora mismo. Y baja el termostato de la calefacción a diez grados. -Lo pensó un momento-. No, apágalo.
Barbie sonrió y alzó los pulgares. Rose lo había pillado. No todo el mundo en Mills lo habría hecho. No todo el mundo en Mills querría hacerlo.
– Vale. -Pero Anson titubeó-. ¿No creéis que mañana por la mañana ya… como mucho mañana por la tarde…?
– El presidente de Estados Unidos va a dar un discurso por la tele -dijo Barbie-. A medianoche. ¿Tú qué crees, Anse?
– Creo que será mejor que apague las luces -respondió.
– Y el termostato, que no se te olvide -añadió Rose. Mientras el chico corría a hacerlo, ella le dijo a Barbie-: Haré lo mismo en mi casa cuando suba. -Viuda desde hacía diez años o más, Rose vivía encima de su restaurante.
Barbie asintió. Le había dado la vuelta a uno de los manteles individuales de papel («¿Has visitado estos 20 monumentos de Maine?») y estaba haciendo cálculos en el reverso. Entre cien y ciento diez litros de propano consumidos desde que había aparecido la barrera. Eso les dejaba unos dos mil ciento cincuenta litros. Si Rose podía recortar su consumo hasta noventa y cinco litros al día, teóricamente podría aguantar unas tres semanas. Si recortaba hasta setenta y cinco -lo que seguramente conseguiría cerrando entre el desayuno y la comida, y lo mismo entre la comida y la cena-, podría alargarlo hasta casi un mes.
Lo cual no está nada mal, pensó. Porque si este pueblo no vuelve a estar abierto dentro de un mes, de todas formas ya no quedará nada que cocinar.
– ¿En qué piensas? -preguntó Rose-. Y ¿de qué van todos esos números? No tengo ni idea de lo que significan.
– Porque los estás mirando al revés -dijo Barbie, y se dio cuenta de que eso podría aplicarse a todos los del pueblo. Nadie querría mirar al derecho esos números.
Rose giró hacia ella el improvisado bloc de notas de Barbie. Repasó los cálculos en silencio. Después alzó la cabeza y miró a Barbie, alarmada. En ese momento, Anson apagó casi todas las luces y los dos se quedaron mirándose en una penumbra que resultaba, al menos para Barbie, horriblemente convincente. Podían acabar metidos en serios problemas.
– ¿Veintiocho días? -preguntó Rose-. ¿Crees que tenemos que planificar para cuatro semanas?
– No sé si tenemos que planificar o no, pero cuando estuve en Iraq alguien me dio un ejemplar del Pequeño libro rojo del presidente Mao. Lo llevaba siempre en el bolsillo y lo leí de principio a fin. Casi todo lo que dice tiene más sentido que lo que sueltan nuestros políticos en sus días de mayor cordura. Una cosa que se me quedó grabada fue esto: «Desea que haga sol, pero construye diques». Creo que eso es lo que debemos…, quiero decir debes…
– Debemos -repitió ella, y le tocó la mano. Él volvió la suya y se la apretó.
– Vale, debemos. Creo que eso es lo que debemos planificar. Lo cual significa cerrar entre comidas, restringir el uso de los hornos (nada de rollitos de canela, aunque a mí me gustan tanto como a los demás) y nada de lavavajillas. Es viejo y nada eficiente en el consumo de energía. Ya sé que a Dodee y a Anson no les entusiasmará la idea de lavar los platos a mano…
– No creo que podamos contar con que Dodee vuelva pronto, a lo mejor no vuelve. Ahora que ha muerto su madre… -Rose suspiró-. Casi deseo que esa chica se haya ido de verdad al centro comercial de Auburn. Aunque supongo que mañana saldrá en los periódicos.
– Quizá. -Barbie no tenía ni idea de cuánta información saldría de Chester's Mills o entraría en el pueblo si la situación no se resolvía pronto y con alguna explicación racional. Seguramente no mucha. Pensó que el legendario Cono del Silencio del Súper Agente 86 se activaría enseguida, si es que no lo había hecho ya.
Anson regresó a la mesa a la que estaban sentados Barbie y Rose. Se había puesto la chaqueta.
– ¿Me puedo ir ya, Rose?
– Claro -repuso ella-. ¿Mañana a las seis?
– ¿No es un poco tarde? -Sonrió y añadió-: No es que me queje.
– Abriremos tarde. -Dudó un momento-. Y cerraremos entre las comidas.
– ¿De verdad? Genial. -Su mirada se volvió hacia Barbie-. ¿Tienes dónde dormir esta noche? Porque puedes quedarte en mi casa. Sada se ha ido a Derry a visitar a sus viejos. -Sada era la mujer de Anson.
Lo cierto es que Barbie sí tenía donde dormir, casi enfrente, justo al otro lado de la calle.
– Gracias, pero volveré a mi apartamento. Lo tengo pagado hasta final de mes, así que ¿por qué no? Le dejé las llaves a Petra Searles en el Drugstore de Sanders antes de marcharme esta mañana, pero todavía llevo una copia en el llavero.
– Vale. Hasta mañana, Rose. ¿Estarás aquí, Barbie?
– No me lo perdería por nada.
La sonrisa de Anson se ensanchó.
– Fantástico.
Cuando se hubo ido, Rose se frotó los ojos, después miró a Barbie muy seria.
– ¿Cuánto tiempo va a durar esto? Siendo optimistas.
– No tengo un cálculo optimista porque no sé lo que está pasando. Ni cuándo dejará de pasar.
– Barbie -dijo Rose, muy bajito-, me estás asustando.
– Me estoy asustando yo solo. A los dos nos irá bien dormir un poco. Todo tendrá mejor aspecto por la mañana.
– Después de esta conversación, seguramente necesitaré un Ambien para poder dormir -dijo ella-, cansada como estoy. Pero gracias a Dios que has vuelto.
Barbie recordó lo que había estado pensando sobre las provisiones.
– Otra cosa. Si el Food City está abierto mañana…
– Siempre abre los domingos. De diez a seis.
– Ya, si mañana abre, tienes que ir a comprar.
– Pero el proveedor de Sysco hace el reparto los… -Se interrumpió y se lo quedó mirando con desaliento-. Los martes, pera no podemos contar con eso, ¿verdad? Claro que no.
– No -dijo Barbie-. Aunque lo que ha pasado se arregle de repente, el ejército es capaz de poner el pueblo en cuarentena, al menos durante una temporada.
– ¿Qué compro?
– De todo, pero sobre todo carne. Carne, carne, carne. Si es que abren el súper. No estoy seguro de que lo hagan. A lo mejor Jim Rennie convence a quien sea que esté ahora al frente…
– Jack Cale. Él se hizo cargo cuando Ernie Calvert se jubiló el año pasado.
– Bueno, a lo mejor Rennie lo convence para que cierre hasta nuevo aviso. O consigue que el jefe Perkins ordene que cierren.
– ¿No lo sabes? -preguntó Rose, y vio su cara de incomprensión-: No lo sabes. Duke Perkins está muerto, Barbie. Murió allí. -Señaló hacia el sur.
Barbie la miró perplejo. Anson se había olvidado de apagar el televisor y, tras ellos, el Wolfie de Rose volvía a contarle al mundo que una fuerza inexplicada había dejado incomunicada a una pequeña ciudad del oeste de Maine, que la zona había sido acordonada por las fuerzas del ejército, que el Estado Mayor se estaba reuniendo en Washington, que el presidente se dirigiría al país a medianoche, pero que mientras tanto él pedía al pueblo estadounidense que uniera sus oraciones a las suyas por la gente de Chester's Mills.
– ¿Papá? ¿Papá?
Junior Rennie estaba en lo alto de la escalera, la cabeza ladeada, aguzando el oído. No hubo respuesta, y el televisor estaba apagado. A esas horas su padre siempre había vuelto del trabajo y estaba frente al televisor. Las noches de los sábados renunciaba a la CNN y a la FOX News por Animal Planet o el Canal de Historia. Pero esa noche no. Junior se llevó el reloj al oído para asegurarse de que funcionaba. Funcionaba, y la hora parecía la correcta, porque fuera estaba oscuro.
Se le ocurrió algo terrible: Big Jim tal vez estaba con el jefe Perkins. En ese mismo instante ambos podían estar discutiendo sobre cómo arrestar a Junior armando el menor alboroto posible. Y ¿por qué habían esperado tanto? Para poder hacerlo desaparecer del pueblo al amparo de la oscuridad. Se lo llevarían a la cárcel del condado, que estaba en Castle Rock. Luego un juicio. ¿Y luego?
Luego Shawshank. Después de pasar unos cuantos años allí, seguramente lo llamaría Shank, como los demás asesinos, ladrones y sodomitas.
– Qué estupidez -susurró, pero ¿lo era?
Se había despertado pensando que matar a Angie no había sido nada más que un sueño, tenía que haber sido un sueño, porque él nunca mataría a nadie. Dar una paliza, puede, pero ¿matar? Ridículo. Él era… era… bueno… ¡una persona normal y corriente!
Entonces miró la ropa de debajo de la cama, vio la sangre y todo regresó a su memoria. La toalla cayéndosele del pelo. Su felpudo, que de algún modo le había provocado. El complicado crujido que brotó de detrás de su cara cuando le dio con la rodilla. La lluvia de los imanes de la nevera y cómo se había sacudido ella.
Pero no fui yo. Fue…
– Fue el dolor de cabeza.
Sí. Cierto. Pero ¿quién se lo iba a creer? Le iría mejor si dijera que había sido el mayordomo.
– ¿Papá?
Nada. No estaba allí. Y tampoco en la comisaría, conspirando en su contra. Su padre no. No le haría eso. Su padre siempre decía que la familia era lo primero.
Pero ¿de verdad la familia era lo primero? Desde luego, eso era lo que «decía» -a fin de cuentas, era cristiano y copropietario de la WCIK-, pero Junior estaba convencido de que, para su padre, Coches de Ocasión Jim Rennie tal vez estaba por delante de la familia, y que ser el primer concejal de la ciudad tal vez estaba por delante del Sagrado Templo del Compre Sin Entrada.
Junior podía ocupar -era posible- el tercer lugar.
Se dio cuenta (por primera vez en su vida; fue un verdadero fogonazo de introspección) de que solo estaba lanzando suposiciones. De que a lo mejor en realidad no conocía a su padre en absoluto.
Volvió a su habitación y encendió la luz del techo. Emitió una extraña luz vacilante y de brillo creciente que al poco se atenuó. Por un momento Junior pensó que a sus ojos les pasaba algo. Después se dio cuenta de que oía funcionar el generador de la parte de atrás. Y no solo el de ellos. El pueblo entero se había quedado sin luz. Sintió una oleada de alivio. Un apagón eléctrico general lo explicaba todo. Significaba que era muy probable que su padre estuviera en la sala de plenos del ayuntamiento discutiendo el asunto con esos otros dos idiotas, Sanders y Grinnell. Quizá clavando chinchetas en el gran mapa del pueblo, imitando a George Patton. Gritándoles a los de la compañía eléctrica de Western Maine y diciéndoles que eran una hatajo de puñeteros gandules.
Junior cogió su ropa ensangrentada, sacó todas las mierdas que llevaba en los vaqueros -cartera, calderilla, llaves, peine, una pastilla de más para el dolor de cabeza- y las redistribuyó en los bolsillos de sus pantalones limpios. Bajó corriendo al piso de abajo, metió las prendas inculpatorias en la lavadora, puso el programa de agua caliente y enseguida cambió de idea porque recordó algo que le había dicho su madre cuando no tenía más de diez años: para las manchas de sangre, agua fría. Mientras giraba la rueda del mando a LAVADO EN FRÍO/ACLARADO EN FRÍO, Junior se preguntó sin querer si por aquel entonces su padre habría descubierto ya su hobby de tirarse a secretarias o si todavía se guardaba su puñetero pene en casa.
Puso en marcha la lavadora y meditó qué hacer a continuación. Como ya no le dolía la cabeza, descubrió que era capaz de pensar.
Decidió que, después de todo, tendría que volver a casa de Angie. No quería ir -Dios todopoderoso, era lo último que quería hacer-, pero seguramente tendría que volver al lugar de los hechos para investigar. Pasarse por allí y ver cuántos coches de la policía había. También si había llegado o no la furgoneta de los forenses del condado de Castle. Los forenses eran la clave. Lo sabía de ver CSI . Había visto esa gran furgoneta azul y blanca cuando visitaba los juzgados del condado con su padre. Si estaba en casa de los McCain…
Huiré.
Sí. Lo más rápido y lejos que pudiera. Sin embargo, antes de eso volvería a casa y le haría una visita a la caja fuerte del estudio de su padre. Su padre creía que Junior no sabía la combinación de la caja, pero sí la sabía. Igual que conocía la contraseña del ordenador de Big Jim, y por eso conocía también la afición de su padre a ver lo que Junior y Frank DeLesseps llamaban sexo Oreo: dos tías negras, un tío blanco. En esa caja fuerte había un montón de dinero. Miles de dólares.
¿Y si ves la furgoneta y vuelves y te lo encuentras aquí?
Entonces, primero el dinero. El dinero ya mismo.
Fue al estudio y por un momento creyó ver a su padre sentado en el sillón de respaldo alto desde donde veía las noticias y los documentales de naturaleza. Se había quedado dormido o… ¿y si le había dado un ataque al corazón? Big Jim había tenido algunos problemas cardíacos durante los últimos tres años, sobre todo arritmias. Cuando le sucedía, se iba al Cathy Russell y bien Doc Haskell, bien Doc Rayburn le daban un chute de algo y lo devolvían a la normalidad. A Haskell le habría parecido bien seguir haciendo eso mismo siempre, pero Rayburn (a quien su padre llamaba «un puñetero con demasiados estudios») había insistido en que Big Jim fuese a ver a un cardiólogo del CMG de Lewiston. El cardiólogo le había dicho que necesitaba un tratamiento para terminar con esa irregularidad de los latidos de una vez por todas. Big Jim (a quien le aterrorizaban los hospitales) le replicó que tenía que hablar más con Dios, y que a eso se le llamaba tratamiento «de oración». De momento había seguido tomando las pastillas y durante los últimos meses se había encontrado mejor, pero ahora… quizá…
– ¿Papá?
No hubo respuesta. Junior accionó el interruptor de la luz. La bombilla del techo produjo ese mismo resplandor vacilante, pera disipó la sombra que Junior había tomado por la coronilla de su padre. No es que se hubiese sentido lo que se dice destrozado si a su padre se le hubieran obstruido los conductos, pero en conjunto se alegraba de que no hubiese sucedido esa noche. Llegaba un momento en que tantas complicaciones podían resultar demasiadas.
De todas formas, se acercó a la pared de la caja fuerte con largos y silenciosos pasos propios de un precavido dibujo animado, atento por si unos faros destellaban de pronto a través de la ventana anunciando el regreso de su padre. Apartó el cuadro que cubría la caja (Jesús pronunciando el Sermón de la Montaña) e introdujo la combinación. Tuvo que hacerlo dos veces antes de conseguir girar la manija porque le temblaban las manos.
La caja fuerte estaba llena de dinero en metálico y unos fajos de hojas como de pergamino con las palabras TÍTULOS AL PORTADOR. Junior soltó un silbido grave. La última vez que la había abierto -para birlar cincuenta dólares para la Feria de Fryeburg del año anterior- había mucho dinero, pero ni mucho menos tanto como esta vez. Y nada de TÍTULOS AL PORTADOR. Pensó en la placa que tenía su padre en el escritorio del concesionario: ¿APROBARÍA JESÚS ESTE TRATO? Aun a pesar de su angustia y su miedo, Junior encontró tiempo para preguntarse si Jesús aprobaría los tratos que su padre debía de haber estado cerrando bajo mano últimamente.
– A mí qué me importan sus asuntos, tengo que ocuparme de los míos -dijo en voz baja.
Sacó quinientos dólares en billetes de cincuenta y de veinte, se dispuso a cerrar la caja, lo pensó mejor y añadió también algunos de cien. Dada la obscena superabundancia de efectivo que había allí, a lo mejor su padre ni siquiera lo echaba en falta. Y en caso de que sí, cabía la posibilidad de que comprendiera por qué Junior se lo había llevado. Y a lo mejor lo aprobaba. Como decía siempre Big Jim: «El Señor ayuda a quien se ayuda a sí mismo».
Con ese espíritu, Junior se ayudó con otros cuatrocientos más. Después cerró la caja, giró la rueda de la combinación y volvió a colgar a Jesús en la pared. Sacó una chaqueta del armario del recibidor y salió mientras el generador seguía rugiendo y la Maytag bañaba en espuma la sangre de Angie de su ropa.
En casa de los McCain no había nadie.
¡Nadie, joder!
Junior avanzaba furtivamente por el otro lado de la calle, bajo una moderada llovizna de hojas de arce, preguntándose si podía creer lo que estaba viendo: la casa a oscuras, ni el 4Runner de Henry McCain ni el Prius de LaDonna estaban allí. Parecía demasiado bueno para ser cierto; más que demasiado bueno.
A lo mejor estaban en la plaza del pueblo. Esa noche había mucha gente allí. Seguramente discutían sobre el apagón eléctrico, aunque Junior no recordaba ninguna reunión de esas características por un corte de luz; normalmente la mayoría de la gente se iba a su casa y se acostaba, convencidos de que -a menos que hubiera habido una tormenta de campeonato- la luz habría vuelto cuando se levantaran para desayunar.
A lo mejor ese fallo eléctrico lo había causado algún accidente espectacular, ese tipo de cosas de las que en la tele informaban interrumpiendo la programación habitual con las noticias. Junior recordaba vagamente a un viejo que le había preguntado qué estaba pasando no mucho después de que Angie sufriera su propio accidente. En cualquier caso, había tenido la precaución de no hablar con nadie de camino hasta allí. Había recorrido Main Street con la cabeza gacha y el cuello de la chaqueta levantado (de hecho, casi había chocado con Anson Wheeler cuando Anse salía del Sweetbriar Rose). Las farolas estaban apagadas y eso le había ayudado a preservar el anonimato. Otro regalo de los dioses.
Y ahora eso. Un tercer regalo. Uno gigantesco. ¿De verdad era posible que todavía no hubieran descubierto el cadáver de Angie? ¿No estaría contemplando una trampa?
Junior podía imaginarse al sheriff del condado de Castle o a un detective de la policía del estado diciendo: «Solo tenemos que escondernos y esperar, chicos. El asesino siempre regresa al escenario del crimen. Es un hecho bien sabido».
Chorradas de la tele. Aun así, mientras cruzaba la calle (impulsado, eso le parecía, por una fuerza ajena a él), Junior contaba con que en cualquier momento unos focos se encenderían y lo dejarían clavado como una mariposa en un trozo de cartón; contaba con que alguien gritaría, seguramente por un megáfono: «¡Quédate donde estás y pon las manos en alto!».
No sucedió nada.
Cuando llegó al pie del camino de entrada de los McCain con el corazón revoloteando en su pecho y la sangre afluyendo a sus sienes (sin embargo, no le dolía la cabeza, y eso estaba bien, era una buena señal), la casa permanecía a oscuras y en silencio. Ni siquiera se oía el rumor de ningún generador, aunque en casa de los Grinnell, allí al lado, había uno.
Junior miró hacia atrás por encima del hombro y vio una enorme burbuja de luz blanca que se alzaba sobre los árboles. Había algo en el extremo sur del pueblo, o puede que en Motton. ¿La fuente del accidente que los había dejado sin electricidad? Probablemente.
Fue hacia la puerta trasera. Si no había vuelto nadie desde el accidente de Angie, la principal seguiría abierta, pero no quería entrar por delante. Lo haría si no tenía más remedio, pero a lo mejor no hacía falta. A fin de cuentas, estaba en racha.
El pomo de la puerta giró.
Junior asomó la cabeza por la cocina y enseguida olió la sangre: un olor como a almidón en spray, solo que rancio. Dijo:
– ¡Eh! ¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Estaba casi seguro de que no había nadie, pero si lo había, si por una descabellada casualidad Henry o LaDonna habían dejado el coche en la plaza y habían vuelto a pie (y por lo que fuera no habían visto a su hija muerta en el suelo de la cocina), él gritaría. ¡Sí! Gritaría y «descubriría el cadáver». Eso no evitaría la temida furgoneta de los forenses, pero le permitiría ganar algo de tiempo.
– ¿Hola? ¿Señor McCain? ¿Señora McCain? -Y entonces, en un destello de inspiración-: ¿Angie? ¿Estás en casa?
¿La habría llamado así si la hubiera matado? ¡Claro que no! Pero entonces una idea terrorífica se le pasó por la cabeza: ¿y si respondía? ¿Y si respondía desde donde estaba tirada en el suelo? ¿Y si respondía a través de una bocanada de sangre?
– Estate tranquilo -masculló.
Sí, tenía que tranquilizarse, pero era difícil. Sobre todo a oscuras. Además, en la Biblia siempre sucedían cosas así. En la Biblia, la gente a veces regresaba a la vida como los zombis en La noche de los muertos vivientes.
– ¿Hay alguien en casa?
Nanay. Rien de rien.
Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, pero no lo suficiente. Necesitaba algo de luz. Debería haber cogido una linterna de casa, pero era fácil olvidar cosas así cuando estabas acostumbrado a darle simplemente al interruptor. Junior atravesó la cocina pasando por encima del cadáver de Angie y abrió la primera de las dos puertas que había al otro lado. Era una despensa. A duras penas distinguió las estanterías llenas de frascos y latas de alimentos. Probó a abrir la otra puerta y tuvo suerte. Era el cuarto de la lavadora. Y, a menos que estuviera equivocado en cuanto a la forma del objeto que había sobre la estantería que quedaba justo a su derecha, seguía en racha.
No se equivocaba. Era una linterna, y potente. Tendría que ir con cuidado al alumbrar en la cocina -bajar las persianas sería una gran idea-, pero en el cuarto de la lavadora podía encenderla sin reparo todo lo que quisiera. Allí dentro estaba a salvo.
Detergente en polvo. Lejía. Suavizante. Un cubo y una mopa. Bien. Sin generador solo habría agua fría, pero seguramente habría bastante agua del grifo para llenar un cubo, y luego, por supuesto, también estaban los depósitos de los diferentes lavabos. Y agua fría era lo que él quería. Fría para la sangre.
Limpiaría como la endiablada ama de casa que había sido su madre, siempre con la exhortación de su marido en mente: «Casa limpia, manos limpias, corazón limpio». Limpiaría toda la sangre. Después frotaría todo lo que recordara haber tocado y todo lo que pudiera haber tocado aun sin recordarlo. Pero antes…
El cadáver. Tenía que hacer algo con el cadáver.
Junior decidió que la despensa bastaría por el momento. La llevó hasta allí arrastrándola de los brazos y luego los soltó: flump. Después de eso se puso manos a la obra. Cantaba a media voz mientras, primero, recolocaba los imanes en la nevera y, luego, bajaba las persianas. Había conseguido llenar el cubo casi hasta el borde antes de que el grifo empezase a escupir. Otro extra.
Seguía frotando, con el trabajo bastante avanzado ya pero lejos aún de haber acabado, cuando oyó que llamaban a la puerta de entrada.
Junior levantó la mirada, los ojos como platos, los labios tensos en una horrorizada sonrisa desprovista de humor.
– ¿Angie? -Era una chica, y sollozaba-. Angie, ¿estás ahí? -Más golpes en la puerta, y entonces se abrió. Por lo visto su buena racha había terminado-. Angie, por favor, tienes que estar aquí. He visto tu coche en el garaje…
Mierda. ¡El garaje! ¡No se le había ocurrido mirar en el puto garaje!
– ¿Angie? -Más sollozos. La conocía. Ay, Dios, ¿era esa imbécil de Dodee Sanders? Sí que lo era-. ¡Angie, me han dicho que mi madre está muerta! ¡La señorita Shumway dice que está muerta!
Junior esperó que primero subiera arriba, a mirar en la habitación de Angie, pero lo que hizo la chica fue avanzar por el pasillo en dirección a la cocina, moviéndose despacio y a tientas en la oscuridad.
– ¿Angie? ¿Estás en la cocina? Me ha parecido ver luz.
A Junior empezaba a dolerle otra vez la cabeza, y todo por culpa de esa hijaputa fumada y metomentodo. Lo que sucediera a partir de ese momento… también sería culpa de ella.
Dodee Sanders seguía algo colocada y un poco borracha; tenía resaca; su madre estaba muerta; avanzaba a tientas en la oscuridad por el recibidor de la casa de su mejor amiga; tropezó con algo que resbaló bajo su pie y le faltó poco para caerse de culo. Se agarró a la barandilla de la escalera, se hizo daño al doblarse dos dedos hacia atrás y gritó. Comprendía más o menos que todo eso le estaba pasando a ella, pero al mismo tiempo le resultaba imposible creerlo. Se sentía como si hubiese ido a parar a una dimensión paralela, como en una película de ciencia ficción.
Se agachó para ver qué era lo que había estado a punto de tirarla al suelo. Parecía una toalla. Algún idiota se había dejado una toalla en el suelo del recibidor. Después creyó oír a alguien moviéndose en la oscuridad, al fondo. En la cocina.
– ¿Angie? ¿Eres tú?
Nada. Seguía teniendo la sensación de que allí había alguien, pero a lo mejor no.
– ¿Angie? -Avanzó de nuevo arrastrando los pies y apretándose contra un costado la mano derecha, que le palpitaba (se le iban a hinchar los dedos, creía que ya se le estaban hinchando). Iba con la mano izquierda levantada por delante de ella, tentando el aire oscuro-. ¡Angie, por favor, tienes que estar en casa! Mi madre está muerta, no es ninguna broma, me lo ha dicho la señorita Shumway y ella no gasta bromas, ¡te necesito!
El día había empezado muy bien. Dodee se había levantado temprano (bueno… a las diez; temprano para ella) y sin ninguna intención de saltarse el trabajo. Entonces la había llamado Samantha Bushey para decirle que se había comprado unas Bratz nuevas en eBay y para preguntarle si quería ir a su casa a ayudarla a torturarlas. La tortura de Bratz era algo a lo que se habían aficionado en el instituto -las compraban en mercadillos, luego las colgaban, les clavaban clavos en sus estúpidas cabecitas, las regaban con líquido de mechero y les prendían fuego- y Dodee sabía que con los años tenían que haberlo dejado, porque ya eran adultas, o casi. Eso era cosa de crías. Si te parabas a pensarlo también era un poco espeluznante. Pero el caso era que Sammy tenía su propia casa en Motton Road -una caravana, pero desde que su marido se había largado en primavera la tenía toda para ella sola- y Little Walter dormía prácticamente todo el día. Además, Sammy solía tener una hierba cojonuda. Dodee suponía que la conseguía de los tipos con los que se montaba la fiesta. Su caravana era un lugar muy popular los fines de semana, pero el caso era que Dodee había jurado dejar la hierba. Nunca más, no desde todo aquel lío con el cocinero. «Nunca más» había durado algo más de una semana, hasta que llamó Sammy.
– Tú puedes quedarte con Jade y Yasmin -intentó convencerla Sammy-. Además, tengo una ya sabes qué buenísima. -Siempre decía eso, como si cualquiera que las estuviera escuchando no supiese de qué hablaba-. Además, podemos ya sabes qué.
Dodee también sabía qué era ese «ya sabes qué» y sintió un pequeño cosquilleo Ahí Abajo (en su ya sabes qué), aunque también eso eran cosas de crías, y también tendrían que haber dejado de hacerlo mucho tiempo atrás.
– Creo que no, Sam. Tengo que estar en el trabajo a las dos y…
– Yasmin te espera -dijo Sammy-. Y ya sabes que odias a esa zorra.
Bueno, eso era cierto. En opinión de Dodee, Yasmin era la más zorra de las Bratz. Y faltaban casi cuatro horas para las dos. Además, ¿y qué si llegaba un poco tarde? ¿Iba a despedirla Rose? ¿Quién más querría trabajar en ese sitio de mierda?
– Vale, pero solo un rato. Y solo porque odio a Yasmin.
Sammy soltó una risilla.
– Pero no pienso liarme con ya sabes qué. Con ninguno de los dos ya sabes qué.
– Como quieras -dijo Sammy-. Date prisa.
Así que Dodee había cogido el coche y, claro, había descubierto que torturar Bratz no tenía ninguna gracia si no ibas un poco fumada, así que fumó un poco, y Sammy también. Colaboraron para hacerle a Yasmin la cirugía plástica con un producto desatascador, lo cual fue bastante tronchante. Después Sammy quiso enseñarle la blusa monísima que se había comprado en Deb y, aunque Sam había echado un poco de tripa, a Dodee le seguía pareciendo que estaba estupenda, a lo mejor porque iban un poco colocadas -puestísimas, de hecho-, y como Little Walter seguía dormido (su padre había insistido en ponerle al niño ese nombre por no sé qué viejo bluesman, y todo eso de que durmiera tanto, bueno, a Dodee se le había metido en la cabeza que Little Walter era retrasado, lo cual no sería de extrañar, dada la cantidad de maría que había fumado Sam cuando estaba embarazada), acabaron metiéndose en la cama de Sammy y haciendo un poco del ya sabes qué de siempre. Después se quedaron dormidas y, cuando Dodee se despertó, Little Walter estaba berreando -la madre que lo parió, que alguien llame a los de la tele- y pasaban de las cinco. La verdad es que ya era demasiado tarde para ir a trabajar y, además, Sam había sacado una botella de Johnnie Walker etiqueta negra y se habían tomado un trago, dos tragos, tres tragos, cuatro, y Sammy decidió que quería ver qué pasaba si metías a una Baby Bratz en el microondas, solo que se había ido la luz.
Dodee se había arrastrado para volver al pueblo a casi cien kilómetros por hora, todavía colocada y paranoica, mirando continuamente por el espejo retrovisor por si venía la poli, convencida de que si la paraban sería esa zorra pelirroja de Jackie Wettington. O de que su padre se habría tomado un descanso en la tienda y sabría por el aliento que había bebido. O de que su madre estaría en casa, tan agotada después de su estúpida clase de vuelo que habría decidido no ir al Eastern Star Bingo.
Por favor, Dios, rezó. Por favor, sácame de esta y nunca volveré a ya sabes qué. Ninguno de los dos ya sabes qué. Nunca más en esta vida.
Dios escuchó sus súplicas. En su casa no había nadie. Allí también se había ido la luz, pero, alterada como estaba, Dodee ni se dio cuenta. Se arrastró escalera arriba, hasta su habitación, se desprendió de los pantalones y la blusa y se tumbó en la cama. Solo unos minutos, se dijo. Después metería en la lavadora la ropa, que olía a maría, y ella se metería en la ducha. Olía al perfume de Sammy, ese que debía de comprar en bidones de cinco litros en Burpee's.
Pero no pudo poner el despertador porque no había luz y, cuando la despertaron los golpes en la puerta, ya estaba oscuro. Cogió la bata y bajó; de pronto estaba segura de que sería esa poli pelirroja de las tetas gordas, dispuesta a llevársela arrestada por conducir borracha. A lo mejor también por merendar rajita. Dodee no creía que ese ya sabes qué en concreto fuese ilegal, pero no estaba del todo segura.
No era Jackie Wettington. Era Julia Shumway, la directora/redactora del Democrat. Llevaba una linterna en la mano. Alumbró con ella la cara de Dodee -que seguramente estaba hinchada a causa del sueño, con los ojos rojos y el pelo enmarañado- y después la bajó otra vez. La luz que rebotaba en el suelo bastaba para iluminar el rostro de Julia, y Dodee vio tanta lástima en él que se sintió confusa y asustada.
– Pobre niña -dijo Julia-. No lo sabes, ¿verdad?
– ¿Que no sé el qué? -había preguntado Dodee. Fue más o menos entonces cuando había empezado esa sensación de un universo paralelo-. ¡¿Que no sé el qué?!
Y Julia Shumway se lo contó.
– ¿Angie? ¡Angie, por favor!
Avanzaba a tientas por el pasillo. Le palpitaba la mano. Le palpitaba la cabeza. Podría haber salido a buscar a su padre -la señorita Shumway se había ofrecido a llevarla, empezando por Funeraria Bowie-, pero se le heló la sangre solo con pensar en ese sitio. Además, era a Angie a quien quería ver. Angie, que la abrazaría fuerte y sin ningún interés en ya sabes qué. Angie, que era su mejor amiga.
Una sombra salió de la cocina y se movió deprisa hacia ella.
– ¡Estás aquí, gracias a Dios! -Gimoteó con más fuerza y corrió con los brazos extendidos hacia aquella figura-. ¡Oh, es horrible! ¡Es un castigo por haber sido mala, y sé que lo soy!
La figura oscura también extendió los brazos, pero no envolvieron a Dodee en un abrazo. En lugar de eso, las manos que había al final de esos brazos se cerraron alrededor de su cuello.