El pez espada, cuyo cansancio se atribuye ante todo a la imposibilidad de horadar a
[la sombra,
de sentir en su carne la frialdad del fondo de los mares donde el negror no ama,
donde faltan aquellas frescas algas amarillas
que el sol dora en las primeras aguas.
La tristeza gemebunda de ese inmóvil pez espada cuyo ojo no gira,
cuya fijeza quieta lastima su pupila,
cuya lágrima resbala entre las aguas mismas
sin que en ellas se note su amarillo tristísimo.
El fondo de ese mar donde el inmóvil pez respira con sus branquias un barro,
ese agua como un aire,
ese polvillo fino
que se alborota mintiendo la fantasía de un sueño,
que se aplaca monótono cubriendo el lecho quieto
donde gravita el monte altísimo, cuyas crestas se agitan
como penacho -sí- de un sueño oscuro.
Arriba las espumas, cabelleras difusas,
ignoran los profundos pies de fango,
esa imposibilidad de desarraigarse del abismo,
de alzarse con unas alas verdes sobre lo seco abisal
y escaparse ligero sin miedo al sol ardiente.
Las blancas cabelleras, las juveniles dichas,
pugnan hirvientes, pobladas por los peces
– por la creciente vida que ahora empieza-,
por elevar su voz al aire joven,
donde un sol fulgurante
hace plata el amor y oro los abrazos,
las pieles conjugadas,
ese unirse los pechos como las fortalezas que se aplacan fundiéndose.
Pero el fondo palpita como un solo pez abandonado.
De nada sirve que una frente gozosa
se incruste en el azul como un sol que se da,
como amor que visita a humanas criaturas.
De nada sirve que un mar inmenso entero
sienta sus peces entre espumas como si fueran pájaros.
El calor que le roba el quieto fondo opaco,
la base inconmovible de la milenaria columna
que aplasta un ala de ruiseñor ahogado,
un pico que cantaba la evasión del amor,
gozoso entre unas plumas templadas a un sol nuevo.
Ese profundo obscuro donde no existe el llanto,
donde un ojo no gira en su cuévano seco,
pez espada que no puede horadar a la sombra,
donde aplacado el limo no imita un sueño agotado.