SEXTA PARTE CRISIS

46

Las farolas se apagaron con un parpadeo por toda la ciudad y el sol apareció sobre el Cancro. Dibujó la forma de una pequeña barcaza, poco más que una balsa, que se balanceaba en el frío oleaje.

Era una de las muchas que atestaban los ríos gemelos de Nueva Crobuzon. Abandonadas en el agua para pudrirse, las carcasas de los antiguos botes flotaban al azar con la corriente, tirando sin demasiada convicción de olvidadas amarraderas. Había muchas de estas embarcaciones en el corazón de Nueva Crobuzon, y los moradores del barro se desafiaban entre sí a atreverse a nadar hasta ellas o a caminar por los viejos cabos que las ataban sin que hubiera ya razón alguna para ello. A algunas de ellas las evitaban susurrando que eran la morada de monstruos, las guaridas de los ahogados que no aceptarían que estaban muertos a pesar de estar pudriéndose.

Esta estaba cubierta por un tejido antiguo y rígido que olía a aceite, podredumbre y grasa. Su vieja piel de madera estaba empapada de agua del río.

Escondido bajo la sombra del alquitranado, Isaac yacía contemplando el rápido paso de las nubes. Estaba desnudo y casi por completo inmóvil.

Había permanecido allí durante algún tiempo. Yagharek lo había acompañado hasta la orilla del río. Se habían arrastrado durante más de una hora a través de la agitada y cambiante ciudad, a través de las calles familiares de la Ciénaga Brock y por todo Gidd, sobre las líneas de tren subterráneas y junto a las torres de la milicia, hasta llegar por fin a los márgenes exteriores de Cuña del Cancro. A menos de tres kilómetros del centro de la ciudad, pero en un mundo diferente. Calles silenciosas y estrechas y modestos edificios de viviendas, pequeños parques apologéticos, iglesias y monumentos que eran verdaderos adefesios, oficinas con falsas fachadas en una cacofonía de estilos mutables.

Aquí había avenidas. No se parecían en nada a las calles flanqueadas por vainillos de Galantina o a la Rué Conifer del Páramo del Queche, magníficamente ornamentada por hileras de pinos. Sin embargo, en las afueras de Cuña del Cancro había robles y otros árboles oscuros que escondían los defectos de la arquitectura. Isaac y Yagharek, cuyos pies estaban envueltos de nuevo en vendajes y cuya cabeza se cubría con una capa que acababan de robar, le habían dado gracias al amparo ofrecido por la sombra de las copas de los árboles mientras se encaminaban hacia el río.

No había grandes aglomeraciones industriales a lo largo del Cancro. Las fábricas y talleres y almacenes y puertos se agolpaban a ambos lados del Alquitrán y del Gran Alquitrán en el que se convertía la confluencia de los dos ríos. Hasta el último kilómetro y medio de su existencia, cuando pasaba junto a la Ciénaga Brock y el millar de desagües de los laboratorios, el Cancro no se volvía infecto y turbio.

En el norte de la ciudad, en Gidd y el Anillo y aquí, en Cuña del Cancro, los residentes podían remar en las aguas del río por placer, un pasatiempo que resultaba inconcebible más hacia el sur. De modo que Isaac se había dirigido hacia aquí, donde el tráfico fluvial era mucho menor, para obedecer las órdenes de la Tejedora.

Habían encontrado una pequeña callejuela que discurría entre las partes traseras de dos bloques de casas, una fina tajada de espacio que discurría cuesta abajo hacia las arremolinadas aguas. No les había sido difícil encontrar un bote abandonado, aunque en aquel lugar no había ni una pequeña fracción de los muchos que poblaban las riberas de la zona industrial de la ciudad.

Después de dejar a Yagharek vigilando desde debajo de su andrajosa capa como una especie de vagabundo inmóvil, Isaac había seguido su camino hasta la orilla del río. Había una franja de hierba y otra de grueso barro entre el agua y él, y mientras caminaba se había ido quitando la ropa y guardándola bajo el brazo. Cuando por fin llegó al Cancro, estaba completamente desnudo bajo la menguante oscuridad.

Sin vacilar, reuniendo todas sus fuerzas, había entrado en el agua.

Había sido una travesía corta y fría hasta el bote. La había disfrutado, solazándose en la sensación, en el río negro que le limpiaba la porquería de la alcantarilla y los días de mugre. Había arrastrado la ropa detrás de sí, confiando en que el agua empapase las fibras y la limpiase.

Había trepado por un costado de la balsa, y mientras se secaba le había hormigueado la piel. Yagharek era apenas visible, inmóvil, vigilante. Isaac había dejado sus ropas a su alrededor y había tirado un poco del alquitranado para extenderlo sobre él, de modo que pudiera tenderse bajo su sombra.

Contempló la llegada de la luz por el este y tiritó mientras la brisa le ponía la piel de gallina.

—Aquí estoy —murmuró—. Desnudo como un muerto al amanecer del río. Como se me ordenó.

No sabía si la proclama de la Tejedora, canturreada aquella noche fantasmal en el Invernadero, había sido una especie de invitación. Pero esperaba que al responder a ella pudiese convertirla en una, cambiando los patrones de la tela del mundo, tejiéndola en una conjunción que pudiera, confiaba, complacer a la diosa.

Tenía que ver a la magnífica araña. Necesitaba la ayuda de la Tejedora.


A mitad de la noche pasada, Isaac y sus camaradas se habían percatado de que la tensión de la oscuridad, la enfermiza e incómoda sensación que flotaba en el aire, la oleada de pesadillas, había regresado. El ataque de la Tejedora había fallado, tal como ella había predicho. Las polillas seguían con vida.

A Isaac se le había ocurrido que su sabor debía de serles conocido ahora, que lo reconocerían como el que había destruido sus huevos. Quizá debería haber estado petrificado de miedo, pero no era así. Se había marchado a solas de la casucha junto a las vías.

Puede que sean ellas las que me temen, pensó.

Flotaba a la deriva sobre el río. Una hora pasó y los sonidos de la ciudad crecieron invisibles a su alrededor.


Un sonido burbujeante lo perturbó.

Se apoyó con lentitud sobre un codo mientras su mente recuperaba a toda velocidad la lucidez. Se inclinó sobre la barandilla del bote.

Yagharek todavía era visible, su postura no había cambiado siquiera un ápice, aguardando en la ribera del río. Ahora había algunos paseantes detrás de él, ignorándolo mientras se sentaba allí, encapuchado y apestando a suciedad.

Junto al bote, hervían desde las profundidades burbujas y agua agitada y levantaban ondas que se extendían hasta un metro de distancia. La mirada de Isaac se ensanchó un instante al darse cuenta de que el círculo de ondas era exactamente circular y contenido, que cuando cada una de las ondas llegaba a su extremo, se disolvía de forma imposible, dejando sin perturbar el agua que había más allá.

Mientras Isaac retrocedía ligeramente, una curva suave y negra se hizo visible en las aguas oscuras y removidas. El río se apartó de la forma que se elevaba y chapoteó dentro de los límites del pequeño círculo.

Isaac estaba mirando fijamente al rostro de la Tejedora.

Dio un respingo y se apartó, mientras el corazón le latía de forma agresiva. La araña levantó la mirada hacia él. Tenía la cabeza en ángulo, de modo que solo eso emergía de las aguas y no el corpachón, que se erguía sobre ella cuando estaba de pie.

La Tejedora estaba canturreando, hablando en las profundidades del cráneo de Isaac.

…HERMOS O NECIO EL UNO EL DESNUDOMUERTO COMO SE TE ORDENÓ PEQUEÑO TEJEDOR DE CUATRO PATAS QUE PODRÍAS SER… dijo en un monólogo continuo… RÍO Y AMANECER AMANECE SOBRE MÍ LAS NOTICIAS SON DESNUDAS… Las palabras decayeron hasta que ya no resultaron inteligibles como tales y entonces Isaac aprovechó la oportunidad para hablar.

— Me alegro de verte, Tejedora. Recordaba nuestro acuerdo —respiró profundamente—. Necesitaba hablar contigo —dijo. El canturreo zumbante de la Tejedora se reinició e Isaac se esforzó por comprender, por traducir el hermoso galimatías en algo que tuviera sentido, en responder, en hacerse oír.

Era como mantener una conversación con un durmiente o con un loco. Era difícil, agotador. Pero podía hacerse.


Yagharek escuchó el apagado parloteo de unos niños que iban al colegio. Caminaban en algún lugar detrás de él, donde una senda cruzaba la hierba de la ribera.

Sus ojos parpadearon y se posaron sobre el otro lado del agua, donde los árboles y las amplias y blancas calles de la Colina de la Bandera se alejaban de las aguas en una suave inclinación. También allí el río estaba bordeado por una franja de hierba, pero en ella no había sendas ni niños. Solo las silenciosas casas separadas por vallas.

Yagharek juntó ligeramente las rodillas y se embozó en su apestosa capa. Quince metros más allá, en el río, la embarcación de Isaac parecía inmóvil de una manera casi sobrenatural. La cabeza de Isaac había aparecido temerosamente sobre la borda hacía algunos minutos y ahora permanecía asomada ligeramente sobre el borde del viejo bote, mirando en dirección contraria a Yagharek. Parecía como si estuviera absorto en la contemplación de una extensión de agua, algún resto flotante.

Debía de ser, se percató Yagharek, la Tejedora, y sintió que la excitación lo conmovía.

Estiró el cuello para oír, pero la ligera brisa no le trajo nada. Solo escuchó el rumor de las aguas y los sonidos abruptos de los niños que había a su espalda. Lloraban con facilidad.

Pasó el tiempo, pero el sol parecía congelado. La pequeña corriente de niños no fluía. Yagharek contempló cómo discutía Isaac de forma incomprensible con la invisible presencia arácnida que se encontraba bajo la superficie del río. Esperó.

Y entonces, algún tiempo después del amanecer pero antes de las siete en punto, Isaac se volvió de forma furtiva en el bote, buscó a tientas sus ropas y volvió a sumergirse con torpeza, como una pequeña rata de agua, en el Cancro.

La anémica luz de la mañana bañaba la superficie del río mientras Isaac avanzaba por el agua en dirección a la ribera. Al llegar a los bajíos realizó una grotesca danza acuática para volver a ponerse la ropa antes de subir, pesadamente y chorreando, por el barro y la maleza de la ribera.

Se dejó caer junto a Yagharek, resoplando.

Los escolares reían entre dientes y susurraban.

—Creo… creo que vendrá —dijo—. Creo que ha comprendido.


Eran más de las ocho cuando regresaron a la cabaña de las vías. Reinaba el silencio y hacía calor, un calor lleno de partículas que se deslizaban indolentes hacia el suelo. Los colores de los desperdicios y la madera caliente brillaban con intensidad allí donde la luz del sol atravesaba las paredes hechas astillas.

Derkhan no había regresado todavía. Pengefinchess dormía en una esquina o fingía hacerlo.

Isaac reunió las tuberías vitales y las válvulas, los motores y baterías y transformadores y los metió en un saco asqueroso. Extrajo sus notas, las revisó brevemente y volvió a guardarlas dentro de su camisa. Garabateó una nota para Derkhan y Pengefinchess. Yagharek y él comprobaron el estado de sus armas y las limpiaron, contaron sus escasas reservas de munición. Entonces Isaac se asomó por la ventana hecha añicos, a la ciudad que había despertado a su alrededor.

Ahora debían ser muy cuidadosos. El sol había cobrado todas sus fuerzas, la luz era intensa. Cualquiera podía ser un soldado y todos los oficiales debían de haber visto su heliotipo. Se embozaron en sus capas. Isaac vaciló y entonces le tomó prestado su cuchillo a Yagharek; se afeitó en seco con él. La afilada hoja le rasgó dolorosamente los nódulos y granos de la piel que eran la principal razón de que se hubiera dejado crecer la barba. Fue descuidado y rápido y no tardó en encontrarse frente a Yagharek con una barbilla pálida, cubierta por inexpertos trasquilones, sangrando y salpicada de bosquecillos de pelusa.

Tenía un aspecto deplorable, pero al menos parecía otra persona. Se acarició la ensangrentada piel mientras salían a la luz de la mañana.

Hacia las nueve, después de pasar varios minutos paseando con aire indiferente junto a las tiendas y los transeúntes que discutían, caminando por calles traseras siempre que les era posible, los dos compañeros se encontraban en el vertedero del Meandro Griss. El calor era atroz y parecía todavía más intenso en aquellos cañones de metal de desecho. A Isaac le picaba la barbilla.

Se abrieron camino entre las basuras hacia el corazón del laberinto, hacia la guarida del Consejo de los Constructos.


—Nada —Bentham Rudgutter apretó los puños sobre el escritorio—. Hace dos noches que tenemos los aeróstatos en vuelo y buscando. Y nada. Una nueva cosecha de cadáveres cada mañana y ni una maldita cosa en toda la noche. El rescate fracasado, no hay señal de Grimnebulin, no hay señal de Blueday… —alzó una mirada con los ojos inyectados en sangre y miró al otro lado de la mesa, donde Stem-Fulcher inhalaba de forma elegante el pungitivo aire de su pipa—. Esto no está yendo bien —concluyó.

Stem-Fulcher asintió lentamente. Estaba reflexionando.

—Dos cosas —dijo con lentitud—. Está claro que lo que necesitamos es una tropa especialmente entrenada. Ya le he hablado de los oficiales de Motley —Rudgutter asintió. Se frotaba los ojos sin descanso—. Podemos encargarnos de estas con facilidad. Podemos pedirle a las fábricas de castigo que nos proporcionen un escuadrón de soldados rehechos, con espejos y armas para la espalda y todo lo demás, pero lo que de verdad necesitamos es tiempo. Necesitamos entrenarlos. Eso supone tres o cuatro meses como mínimo. Y mientras esperamos a que llegue el momento adecuado, las polillas asesinas van a seguir atrapando ciudadanos. Haciéndose más fuertes. Así que tenemos que desarrollar estrategias para mantener la ciudad bajo control. Un toque de queda, por ejemplo. Sabemos que las polillas pueden entrar en las casas, pero no hay duda de que la mayoría de las víctimas proviene de las calles. Luego tenemos que acallar las especulaciones de la prensa sobre lo que está ocurriendo. Barbile no era el único científico que trabajaba en ese proyecto. Tenemos que estar capacitados para sofocar cualquier conato de sedición peligroso, necesitamos detener a todos los demás científicos involucrados. Y ahora que la mitad de la milicia está ocupada en labores relacionadas con las polillas, no podemos arriesgarnos a una nueva huelga en los muelles o algo similar. Eso podría dañarnos seriamente. Le debemos a la ciudad el poner fin a toda demanda poco razonable. Básicamente, alcalde, esta es una crisis mayor que cualquiera otra que hayamos vivido desde las Guerras Piratas. Creo que ha llegado la hora de declarar el estado de emergencia. Necesitamos poderes extraordinarios. Necesitamos una ley marcial.

Rudgutter frunció los labios ligeramente y reflexionó sobre ello.


—Grimnebulin —dijo el avatar. El propio Consejo permanecía oculto. No se puso en pie. Resultaba imposible de distinguir de las montañas de porquería y desperdicios que lo rodeaban.

El cable que entraba en la cabeza del avatar emergía del suelo de virutas de metal y escombros de piedra. El avatar apestaba. Su piel estaba cubierta de moho.

—Grimnebulin —repitió con su voz incómoda y temblorosa—. ¿Qué sucede? El motor de crisis que me dejaste está incompleto. ¿Dónde se encuentran los constructos que te acompañaron al Invernadero? Las polillas asesinas han vuelto a salir esta noche. ¿Acaso has fracasado?

Isaac alzó las manos para detener el interrogatorio.

—Basta —dijo de forma perentoria—. Te lo explicaré.


Isaac sabía que el pensar que el Consejo de los Constructos estaba provisto de emociones resultaba engañoso. Mientras relataba al avatar la historia de la espantosa noche pasada en el Invernadero de los cactos (la noche en la que habían obtenido una victoria tan parcial a un precio tan horrendo) sabía que no eran la cólera ni la rabia las que hacían que el cuerpo del hombre se sacudiese y su rostro se convulsionase adoptando al azar muecas grotescas.

El Consejo de los Constructos poseía consciencia, pero no sentimientos. Estaba asimilando nuevos datos. Eso era todo. Estaba calculando posibilidades.

Le dijo que los constructos habían sido destruidos y el cuerpo del avatar sufrió un espasmo particularmente violento, mientras la información discurría por el cable en dirección a los escondidos motores analíticos del Consejo. Sin aquellos constructos no podía descargar la experiencia. Dependía de los informes de Isaac.

Como ya le ocurriera en una ocasión. Isaac creyó haber visto una figura humana escondiéndose entre los desperdicios que lo rodeaban, pero la aparición desapareció en un suspiro.

Isaac habló al Consejo de la intervención de la Tejedora y luego, por fin, empezó a explicarle su plan. El Consejo, por supuesto, no tardó en comprender.

El avatar asintió. Isaac creyó poder sentir movimientos infinitesimales en el suelo que lo rodeaba, conforme el Consejo mismo empezaba a moverse.


— ¿Comprendes lo que necesito de ti? —dijo Isaac.

—Por supuesto —replicó el Consejo con la trémula y aflautada voz del avatar—. ¿Y estaré conectado directamente al motor de crisis?

— Sí —dijo Isaac—. Así es como va a funcionar. Olvidé algunos de los componentes del motor de crisis cuando lo dejé contigo, razón por la cual no está completo. Pero eso está bien, porque cuando los vi me dieron la idea para todo esto. Pero escucha: necesito tu ayuda. Si queremos que esto funcione, necesitamos que los cálculos matemáticos sean exactos. He traído conmigo desde el laboratorio mi máquina analítica, pero no es ni mucho menos un modelo de primerísima categoría. Tú, Consejo, eres una red de motores de cálculo sofisticados de la hostia… ¿verdad? Necesito que hagas algunas sumas para mí. Que resuelvas algunas funciones, que imprimas algunas tarjetas de programación. Y necesito que sean perfectas. Con un grado de error infinitesimal. ¿De acuerdo?

—Muéstramelo.

Isaac extrajo dos hojas de papel. Caminó hasta el avatar y se las tendió. En medio de los olores a aceite y moho químico y metal caliente del vertedero, el hedor orgánico del cuerpo del avatar al descomponerse con lentitud resultaba espantoso. Isaac arrugó la nariz, asqueado. Pero extrajo fuerzas de flaqueza y permaneció junto a la carcasa putrefacta y medio viva, explicándole las funciones que había descrito a grandes rasgos.

—Esta página de aquí contiene varias ecuaciones para las que no he podido encontrar solución. ¿Puedes leerlas? Tienen que ver con la descripción matemática de la actividad mental. Esta segunda página es más complicada. Esta es la serie de tarjetas de programación que necesito. He tratado de disponer cada función con toda la exactitud que me ha sido posible. De modo que aquí, por ejemplo… —el rechoncho dedo de Isaac se movió a lo largo de una complicada serie de símbolos—. Esta es «busca datos de la entrada uno; ahora describe los datos». Luego viene la misma orden para la entrada dos… y esta tan complicada de aquí: «compara datos primarios». Y luego, aquí están las funciones constructivas de remodelación. ¿Te resulta comprensible todo esto? —dijo, mientras retrocedía un paso—. ¿Y puedes hacerlo?

El avatar tomó las hojas y examinó su contenido cuidadosamente. Los ojos del muerto se movieron suavemente a lo largo de la página siguiendo un fluido patrón izquierda-derecha-izquierda. Se prolongó hasta que el avatar hizo una pausa y se estremeció mientras los datos fluían por el cable en dirección al oculto cerebro del Consejo.

Se produjo un movimiento imperceptible y entonces el avatar dijo:

—Todo esto puede hacerse.

Isaac asintió en seco triunfo.

—Lo necesitamos… vaya… ahora. Cuanto antes. Puedo esperar. ¿Puedes hacerlo?

—Lo intentaré. Y luego, cuando caiga la tarde y regresen las polillas, darás la potencia y me conectarás. Me conectarás con tu motor de crisis.


Isaac asintió.

Registró el fondo de su bolsillo y extrajo otro pedazo de papel, que le tendió al avatar.

—Esta es una lista de todo lo que necesitamos —dijo—. Todo ello debe de estar en alguna parte del vertedero o puede ser fabricado. ¿Tienes algunos de esos… eh… pequeños yoes que puedan buscar todo este material? Otro par de esos cascos que nos disteis, esos que utilizan los comunicadores; un par de baterías; un pequeño generador; cosas de esas. Y de nuevo, lo necesitamos ya. Lo más importante que necesitamos es el cable. Cable conductor grueso, del que puede transmitir corriente eléctrica o taumatúrgica. Necesitamos cuatro o cinco kilómetros. No en uno solo, evidentemente… puede ser en partes, siempre que puedan conectarse fácilmente entre sí, pero lo necesitamos en enormes cantidades. Tenemos que enlazarte con nuestro… con nuestro foco —bajó la voz mientras decía esto y su rostro adoptó un aire decidido—. El cable tiene que estar preparado esta tarde, hacia las seis, creo.

El rostro de Isaac estaba impasible. Hablaba con tono neutro. Miraba cuidadosamente al avatar.

—Nosotros solo somos cuatro y en uno de ellos no podemos confiar —continuó—. ¿Puedes contactar con tu… congregación? —el avatar asintió lentamente mientras esperaba una explicación—. Verás, necesitamos gente para conectar esos cables por toda la ciudad —Isaac recuperó la lista de las manos del avatar y empezó a dibujar en la cara trasera: una Y desigual de costado para los dos ríos, pequeñas cruces para el Meandro Griss, el Cuervo y unos trazos que delineaban la Ciénaga Brock y Hogar de Esputo entre ellos. Enlazó las primeras dos cruces con un rápido trazo del lápiz. Levantó la mirada hacia el avatar—. Vas a tener que organizar a tu congregación. Deprisa. Necesitamos que estén en su lugar con el cable a las seis.

— ¿Por qué no llevas a cabo la operación aquí? —preguntó el avatar. Isaac sacudió la cabeza de manera vaga.

—No funcionaría. Este es un lugar apartado. Tenemos que canalizar la potencia a través del punto focal de la ciudad, en el que todas las líneas convergen. Tenemos que ir a la estación de la calle Perdido.

47

Llevando entre los dos un saco manchado lleno de tecnología abandonada, Isaac y Yagharek regresaban arrastrándose por las tranquilas calles del Meandro Griss, en dirección a la escalinata de piedra rota de la línea Sur. Como confusos vagabundos con ropas poco apropiadas al sofocante calor, caminaban penosamente frente al horizonte de Nueva Crobuzon, de regreso a su desmoronado escondite junto a las vías. Esperaron a que pasara el tumulto aullante de un tren, que soplaba enérgicamente por su humeante chimenea, y entonces avanzaron a través de los biombos de aire trepidante que ascendía desde los ardientes raíles de hierro.

Era mediodía y el aire se enroscaba a su alrededor como una cataplasma caliente.

Isaac dejó en el suelo su lado del saco y tiró de la desvencijada puerta. Desde el interior, Derkhan la abrió de un empujón. Se deslizó por la abertura hasta encontrarse frente a él y la cerró a medias tras de sí. Isaac se asomó sobre ella y pudo ver que alguien permanecía en una esquina, con aire incómodo.

—He encontrado a alguien, Isaac —susurró Derkhan. Su voz estaba tensa. Tenía los ojos inyectados en sangre y casi empañados de lágrimas sobre el mugriento rostro. Señaló un instante al interior de la habitación—. Hemos estado esperándoos.


Isaac se encontraría con el Consejo; Yagharek podía inspirar asombro y confusión, pero no confianza, en aquellos a quienes se aproximara; Pengefinchess no estaba dispuesta a ir; varias horas atrás, Derkhan había sido obligada a marchar a la ciudad en una misión horripilante y monstruosa. No estaba de humor.

Al principio, cuando dejó la cabaña y se encaminó a su destino, caminando rápidamente entre la oscuridad tardía que llenaba las calles, había llorado de forma monótona para disminuir la presión de su torturada cabeza. Había mantenido los hombros en alto, sabiendo que de las pocas figuras con las que se encontraba, caminando deprisa a cualquier lugar, lo más probable era que una gran proporción perteneciera a la milicia. La pesada atmósfera de pesadilla que se respiraba en el aire la agotaba.

Pero entonces, mientras salía el sol y la noche se hundía lentamente en las alcantarillas, su marcha se había vuelto más fácil. Se había movido con más rapidez, como si el mismo material de la oscuridad se le hubiera estando resistiendo.

Su tarea no resultaba menos horrenda, pero la urgencia apagó su espanto hasta que quedó reducido a una cosa anémica. Sabía que no podía esperar.

Le quedaba camino por recorrer. Se estaba dirigiendo hacia el hospital de beneficencia del Pozo Siríaco, a través de seis o más kilómetros de barrios bajos intrincadamente serpenteantes y arquitecturas en ruinas. No se atrevió a tomar un taxi por si el conductor era un espía de la milicia, un agente dedicado a detener criminales como ella. De modo que caminó tan rápidamente como se atrevió a hacer en las sombras de la línea Sur. Su camino la elevó más y más sobre los tejados mientras se alejaba del corazón de la ciudad. Arcos muy abiertos de ladrillos calados se extendían sobre las achaparradas calles de Siriac.

Al llegar a la estación Salida de Siriac, se había separado de las vías del tren y se había internado en la maraña de calles que se extendía al sur del ondulado Gran Alquitrán.

Le había sido fácil seguir el ruido de los vendedores ambulantes y los dueños de los puestecillos hasta la miseria que era el Paseo de los Tintoreros, la amplia y mugrienta calle que enlazaba Siriac, los Campos Pelorus y el Pozo Siríaco. Seguía el Gran Alquitrán como un eco impreciso, cambiando su nombre conforme avanzaba para convertirse en la avenida Wynion y más tarde en la calle del Lomo Plateado.

Derkhan había rodeado la turbamulta que reinaba en él, los carros de dos ruedas y los resistentes y ruinosos edificios de las calles laterales. Lo había recorrido como un cazador en dirección nordeste. Hasta que finalmente, cuando la calle viraba y se dirigía al norte en un ángulo más abrupto, había reunido el coraje necesario para atravesarla a hurtadillas, con la mirada ceñuda de un mendigo furioso y se había sumergido en el corazón del Pozo Siríaco, en dirección al Hospital de Verulino.

Era una montaña antigua y extendida, llena de torreones y decorada con diversas molduras de ladrillo y cemento: dioses y demonios se observaban mutuamente desde lo alto de sus ventanas, y de los múltiples niveles del techo asomaban dragoks rampantes en ángulos insólitos. Tres siglos antes, había sido una grandiosa casa de reposo para ricos dementes, en medio de lo que por entonces era un suburbio no muy populoso de la ciudad. Los barrios marginales se habían extendido como la gangrena y habían terminado por tragarse el Pozo Siríaco: el asilo había cerrado y se había transformado en un almacén de lana de baja calidad; luego la bancarrota lo había vaciado; había sido ocupado por una banda de ladrones y más tarde por una fallida unión de taumaturgos; y finalmente comprado por la Orden de Verulino y convertido una vez más en hospital.

Una vez más en un lugar de curación, decían.

Privado de fondos o medicamentos, con doctores y boticarios voluntarios que trabajaban en horarios extraños cuando sus conciencias no los dejaban descansar, y un personal de monjas y monjes, píos pero carentes de instrucción, el Hospital de Verulino era el lugar en el que los pobres acudían a morir.

Derkhan había pasado junto al portero, ignorando sus quejas como si fuese sorda. Él había levantado la voz pero no la había seguido. Ella había subido las escaleras hasta el primer piso, hacia las tres salas de trabajo.

Y allí… allí había cazado.

Recordaba haber paseado arriba y abajo junto a camas limpias y gastadas, bajo enormes ventanas coronadas por arcos e inundadas de luz fría, junto a cuerpos que resollaban, agonizantes. Al atareado monje que se plantó delante de ella y le preguntó qué quería, le había respondido farfullando sobre su padre agonizante y desaparecido (había salido en plena noche para morir) que, según había oído ella, podía encontrarse allí, con aquellos ángeles de misericordia; el monje, aplacado y un poco envanecido por aquel relato de su propia bondad, le había dicho a Derkhan que podía quedarse y buscarlo. Y ella, de nuevo deshecha en lágrimas, le había preguntado dónde se encontraban los enfermos terminales porque su padre, le había explicado, estaba a punto de morir.

El monje, sin decir nada, había señalado las dobles puertas situadas al final de la enorme habitación.

Y Derkhan las había cruzado y había penetrado en un infierno en el que la muerte era prolongada, en el que lo único que había para aliviar el dolor y la degradación eran sábanas sin chinches. La joven monja que caminaba por la sala con los ojos abiertos en una perpetua y horrorizada conmoción se detenía ocasionalmente y revisaba la hoja pegada al extremo de cada cama para verificar que sí, el paciente estaba agonizando, y que no, no estaba muerto todavía.

Derkhan bajó la mirada y abrió una de las hojas. Encontró el diagnóstico y la prescripción. «Podredumbre pulmonar», había leído. «2 dosis de láudano/3 horas para el dolor. Y luego, con otra letra: láudano no disponible».

En la siguiente cama, el fármaco no disponible era agua-sporr. En la siguiente, sudifilo calciach que, si Derkhan leía correctamente la hoja, habría curado al paciente de la desintegración intestinal que sufría a causa de ocho tratamientos diferentes. Y así continuaba, a lo largo de toda la sala, una interminable e inútil lista de información sobre lo que habría aliviado el sufrimiento de una manera u otra.

Derkhan empezó a hacer lo que había venido a hacer.

Examinó a los pacientes con ojo necrófago, como un cazador de los que están a punto de morir. Había sido vagamente consciente de los criterios con los que había regido su búsqueda (de mente sana y no tan enfermo como para que no sobreviva al día) y eso la había hecho sentirse enferma hasta el alma. La monja la había visto, se había aproximado a ella con una curiosa falta de urgencia y había demandado saber a quién estaba buscando.

Derkhan la había ignorado, había continuado con su fría y terrible evaluación. Había recorrido la sala por completo y finalmente se había detenido frente a la cama de un fatigado anciano cuyas notas le concedían todavía una semana de vida. Dormía con la boca abierta, babeando ligeramente y haciendo muecas en su sueño.

Se había producido un horripilante momento de reflexión, en el que ella se había encontrado a sí misma aplicando una ética tortuosa e insostenible a su elección (¿Quién es aquí un informador de la milicia?, quería gritar. ¿Quién es aquí un violador? ¿Quién un asesino de niños? ¿Quién un torturador?). Había acallado tales pensamientos. No podía permitírselos, se había dado cuenta. Podían volverla loca. Esto tenía que ser una obligación. No podía ser una elección.

Derkhan se había vuelto hacia la monja que la seguía emitiendo un constante flujo de tonterías que no resultaban difíciles de ignorar.

Derkhan recordaba sus propias palabras como si nunca hubiesen sido reales.

Este hombre se está muriendo, había dicho. El ruido de la monja se había acallado y luego había asentido. ¿Puede caminar?, había preguntado.

Con lentitud, había dicho la monja.

¿Está loco?, había preguntado Derkhan. No lo estaba.

Me lo llevo conmigo, había dicho. Lo necesito.

La monja había empezado a mostrar su enfado y su perplejidad, y las cuidadosamente sofocadas emociones de Derkhan se habían liberado por un momento, y su rostro se había inundado de lágrimas con asombrosa rapidez y se había sentido como si pudiese aullar de miseria, así que había cerrado los ojos y había siseado con un dolor animal, sin palabras, hasta que la monja volvió a guardar silencio. Derkhan había vuelto a mirarla y había contenido sus propias lágrimas.

Había sacado el arma del interior de su capa y había apuntado con ella al vientre de la monja. Esta había bajado la mirada y había chillado de sorpresa y miedo. Mientras la monja seguía con la incrédula mirada puesta en el arma, Derkhan había sacado con la mano izquierda la bolsa de dinero, lo poco que quedaba del dinero de Isaac y Yagharek. La había sostenido en alto hasta que la monja la había visto y había comprendido lo que se esperaba de ella y había extendido su mano. Entonces Derkhan había vertido los billetes y el polvo de oro y las gastadas monedas sobre ella.

Toma esto, había dicho con voz temblorosa y cuidadosa. Señaló vagamente por toda la sala, a las figuras gimientes de las camas. Compra láudano para ese y calciach para ella, había dicho Derkhan, cura a ese y pon a dormir en silencio a ese otro; haz que uno o dos o tres o cuatro de ellos vivan y haz más fácil la muerte para uno o dos o tres o cuatro de ellos, no lo sé, no lo sé. Tómalo, hazle las cosas un poco más fáciles a cuantos de ellos puedas, pero a este, a este debo llevármelo. Despiértalo y dile que tiene que venir conmigo. Dile que puedo ayudarlo.

La pistola de Derkhan tembló, pero la mantuvo vagamente apuntada a la otra mujer. Cerró los dedos de la monja alrededor del dinero y observó cómo se arrugaban y abrían sus ojos de asombro e incomprensión.

En lo más profundo de su interior, en aquella parte de sí que todavía era capaz de sentir, que no podía acallar del todo, Derkhan había sido consciente de una quejumbrosa defensa, de un argumento de justificación: ¿Ves?, sentía que estaba diciendo. ¡Nos llevamos a este, pero mira a cuántos salvamos!

Pero ninguna contabilidad moral podía disminuir el horror de lo que estaba haciendo. Solo podía ignorar este ansioso discurso. Miró profunda y fervientemente a los ojos de la monja. Cerró con más fuerza su mano alrededor de sus dedos.

Ayúdalos, había siseado. Esto puede ayudarlos. Puedes ayudarlos a todo excepto a este o no podrás ayudar a ninguno. Ayúdalos.

Y después de un largo, larguísimo momento de silencio, de mirar a Derkhan con ojos atribulados, de mirar el mugriento tesoro y la pistola y luego a los agonizantes enfermos que la rodeaban por todas partes, la monja había guardado el dinero en el delantal blanco con mano temblorosa. Y mientras se alejaba para despertar al paciente, Derkhan la había observado sintiendo un mezquino y terrible triunfo.

¿Ves?, había pensado, enferma de autocompasión. ¡No he sido solo yo! ¡Ella también ha decidido hacerlo!


Su nombre era Andrej Shelbornek. Tenía sesenta y cinco años. Sus órganos internos estaban siendo devorados por alguna clase de germen virulento. Era apacible y estaba muy cansado de preocuparse, y después de dos o tres preguntas iniciales había seguido a Derkhan sin quejarse.

Ella le habló someramente sobre el tratamiento que iban a utilizar con él, las técnicas experimentales que pretendían probar en su cuerpo destrozado. El no había dicho nada sobre ello, ni tampoco sobre su repugnante apariencia o cualquier otra cosa. ¡Debe de saber lo que está ocurriendo!, había pensado ella. Está cansado de vivir de esta manera, me está poniendo las cosas fáciles. Aquello no era más que una racionalización de la peor especie y no estaba dispuesta a perder el tiempo así.

Enseguida se hizo evidente que el anciano no podría caminar los kilómetros que los separaban de Griss Bajo. Derkhan había vacilado. Había sacado algunos billetes sueltos de su bolsillo. No tenía otra elección que coger un taxi. Había bajado la voz hasta convertirla en un gruñido irreconocible mientras daba la dirección con el rostro oculto tras la capa.

El carro de dos ruedas estaba tirado por un buey, reconstruido en un bípedo para acomodarse con facilidad a los serpenteantes callejones y los estrechos paseos de Nueva Crobuzon, para poder doblar esquinas agudas y retroceder sin pararse. Se sostenía sobre sus dos patas en un constante estado de sorpresa y avanzaba con paso incómodo y extraño. Derkhan se había reclinado en el asiento y había cerrado los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Andrej estaba dormido.

No habló ni frunció el ceño ni pareció preocupado hasta que ella le había pedido que subiera por la empinada cuesta de tierra y fragmentos de hormigón que había junto a la línea Sur. Entonces había arrugado el rostro y la había mirado, confundido.

Con aire despreocupado, Derkhan le había dicho algo sobre un laboratorio secreto experimental, un lugar situado sobre la ciudad, con acceso a los ferrocarriles. Él había parecido preocupado, había sacudido la cabeza, había mirado a su alrededor en busca de una vía de escape. En la oscuridad que había bajo el puente del ferrocarril, Derkhan había sacado su pistola. Aunque agonizante, él todavía le temía a la muerte y ella le había obligado a trepar por la cuesta a punta de pistola. A mitad de camino, él había empezado a llorar. Derkhan lo había observado y le había empujado con la pistola, había sentido todas sus emociones desde muy lejos. Se mantenía a distancia de su propio horror.


En el interior de la cabaña, Derkhan había esperado pacientemente, apuntando a Andrej con la pistola hasta que por fin había escuchado el sonido de unos pies arrastrados que señalaba el regreso de Isaac y Yagharek. Cuando Derkhan les abrió la puerta, Andrej empezó a llorar y a gritar pidiendo ayuda. Para ser un hombre tan enfermo tenía una voz asombrosamente fuerte. Isaac, que había empezado a preguntar a Derkhan qué le había contado al hombre, dejó de hablar y entró apresuradamente para acallarlo.

Hubo medio segundo, una fracción diminuta de tiempo, en la que Isaac abrió la boca y pareció que iba a decir algo que calmase los temores del anciano, que iba a asegurarle que nadie le haría daño, que estaba en buenas manos, que había una razón de peso para aquel extraño encarcelamiento. Los gritos de Andrej vacilaron un momento mientras miraba a Isaac, ansioso por ser tranquilizado.

Pero Isaac estaba cansado y no podía pensar, y las mentiras que se le ocurrían le hacían sentirse como si hubiera vomitado. Sus excusas se desvanecieron en silencio y caminó hasta el anciano, lo dominó por la fuerza sin dificultades y ahogó sus nasales aullidos con una mordaza de tela. Lo ató con cuerdas viejas y lo sujetó tan confortablemente como le fue posible contra una pared. El agonizante anciano gemía y exhalaba, presa de un terror incrédulo.

Isaac trató de mirarlo a los ojos, de murmurar alguna disculpa, de decirle lo mucho que lo sentía, pero el miedo impedía oír a Andrej. Isaac se apartó, horrorizado y Derkhan lo miró a los ojos y tomó rápidamente su mano, agradecida de que alguien compartiera por fin su carga.


Había mucho que hacer.

Isaac empezó los cálculos y preparativos finales.

Andrej profería agudos gritos a través de la venda e Isaac levantó una mirada desesperada hacia él.

Entre susurros secos y protestas bruscas, le explicó a Derkhan y a Yagharek lo que estaba haciendo.

Observó los destartalados motores que contenía el saco, sus máquinas analíticas. Revisó sus notas, comprobando y volviendo a comprobar los cálculos y comparándolos por referencias cruzadas con las hojas de cifras que el Consejo le había entregado. Extrajo el corazón del motor de crisis, el enigmático mecanismo que se había negado a dejar con el Consejo de los Constructos. Era una caja opaca, un artilugio sellado de cables entretejidos, circuitos elictrostáticos y taumatúrgicos.

Lo limpió lentamente, examinando sus partes móviles.

Isaac se preparaba a sí mismo y a su equipo.

Cuando Pengefinchess regresó de algún recado que no les había explicado, Isaac levantó la mirada un instante. La vodyanoi habló en voz baja, sin atreverse a mirar a ninguno de ellos a los ojos. Se preparó para marcharse, comprobó su equipo y lubricó su arco para que estuviera a salvo bajo el agua. Preguntó qué había sido de la pistola de Shadrach y cloqueó con aire pesaroso cuando Isaac le contestó que no lo sabía.

—Es una pena. Era un arma potente —dijo con aire abstraído mientras se asomaba por la ventana y su mirada se perdía en la lejanía—. Encantada. Un arma de poder.

Isaac la interrumpió. Derkhan y él le imploraron que los ayudara una vez más antes de marcharse. Ella se volvió y miró fijamente a Andrej, pareció verlo por vez primera, ignoró los ruegos de Isaac y demandó saber qué demonios se creía que estaba haciendo. Derkhan se la llevó lejos de los bufidos aterrorizados de Andrej y de los siniestros preparativos de Isaac, y se lo explicó.

Entonces Derkhan volvió a preguntarle si haría una última cosa para ayudarlos. Solo podía suplicárselo.

Isaac las escuchaba a medias, pero no tardó en cerrar los oídos a aquellos ruegos siseados. Se concentró en vez de ello en la tarea que tenía entre manos, en el complicado problema de las matemáticas de crisis.

Detrás de él, Andrej lloriqueaba de forma incesante.

48

Justo antes de las cuatro, mientras se preparaban para marcharse, Derkhan abrazó a Isaac y a Yagharek, uno detrás de otro. Solo titubeó un instante antes de apretar con fuerza al garuda. Él no respondió, pero tampoco se apartó.

—Os veré en la cita —murmuró.

— ¿Sabes lo que tienes que hacer? —dijo Isaac. Ella asintió y lo empujó hacia la puerta.

Ahora fue él el que titubeó, frente a lo más difícil. Su mirada voló hasta donde yacía Andrej, sumido en un exhausto estupor de miedo, los ojos vidriosos y la mordaza pegajosa de mocos.

Tenían que llevárselo y no debía dar la alarma.

Había discutido con Yagharek sobre esto, en susurros fácilmente amortiguados por el terror del anciano. No tenían drogas e Isaac no era un biotaumaturgo, no podía insinuar brevemente sus dedos en el interior del cráneo de Andrej y apagar temporalmente su consciencia.

En vez de eso, se vieron forzados a utilizar las habilidades más salvajes de Yagharek.

Los recuerdos del garuda volaron de vuelta a los pozos de la carne, a los «combates lechales»: aquellos que terminaban con la sumisión o la inconsciencia y no con la muerte. Recordó las técnicas que había aprendido y las aplicó a su oponente humano.

— ¡Es un anciano! —siseó Isaac—. Y está muriéndose, es frágil… sé suave…

Yagharek se deslizó a lo largo de la pared hasta el lugar en el que Andrej yacía, mirándolo con cansino y repugnado presentimiento.

Hubo un movimiento rápido y salvaje, y al instante Yagharek estuvo inclinado tras Andrej, apoyado sobre una rodilla, sujetando la cabeza del anciano con el brazo izquierdo. Andrej miró a Isaac, con los ojos tan hinchados como si fueran a salírsele de las órbitas, incapaz de gritar a través de la mordaza. Isaac (horrorizado, culpable y degradado) no pudo por menos que aceptar su mirada. Observó a Andrej, supo que el anciano estaba pensando que iba a morir.

El codo derecho de Yagharek descendió trazando un acusado arco y golpeó con brutal precisión la parte trasera de la cabeza del anciano, donde el cráneo se juntaba con el cuello. Andrej soltó un corto y constreñido ladrido de dolor que sonó muy parecido a un vómito. Sus ojos parpadearon, parecieron desenfocarse y luego se cerraron. Yagharek no dejó que su cabeza cayera: mantuvo los brazos tensos, al tiempo que apretaba su huesudo codo contra la suave carne y contaba los segundos.

Al cabo de un rato, dejó que el cuerpo de Andrej quedara fláccido.

—Despertará —dijo—. Quizá dentro de veinte minutos, quizá dentro de dos horas. Debo vigilarlo. Puedo hacerle dormir de nuevo. Pero debemos tener cuidado… si nos excedemos su cerebro se quedará sin sangre.

Envolvieron el cuerpo inmóvil de Andrej en harapos. Lo levantaron entre los dos, cada uno con un brazo sobre su hombro. Estaba consumido, las entrañas devoradas a lo largo de muchos años. Pesaba sorprendentemente poco.

Se movieron juntos, llevando entre los dos el enorme saco que contenía el equipo, tan cuidadosamente como si se tratase de una reliquia religiosa, del cuerpo de algún santo.

Todavía seguían ataviados con sus absurdos y pesados disfraces, caminaban encorvados y arrastrando los pies como mendigos. Bajo su capucha, la oscura piel de Isaac estaba todavía moteada por las diminutas costras del salvaje afeitado al que se había sometido. Yagharek llevaba la cabeza envuelta, al igual que los pies, en una tela podrida que no le dejaba más que una diminuta apertura para ver. Parecía un leproso sin cara que tratase de ocultar su putrefacta piel.

Los tres aparentaban formar una especie de repugnante caravana de vagabundos, una marcha de desposeídos.

Al llegar a la puerta, volvieron las cabezas una vez, rápidamente. Los dos levantaron la mano para despedirse de Derkhan. La mirada de Isaac se dirigió hacia el lugar en el que Pengefinchess los observaba plácidamente. Con vacilación, alzó la mano hacia ella mientras enarcaba las cejas en una pregunta muda: ¿Volveré a verte?, podía ser o, ¿Vas a ayudarnos? Pengefinchess alzó su gran mano palmeada en una respuesta evasiva y apartó los ojos.

Isaac se volvió, con los labios fruncidos.

Yagharek y él comenzaron su peligrosa travesía por la ciudad.

No se arriesgaron a cruzar el puente del ferrocarril. Tenían miedo de que un iracundo conductor de tren pudiera hacer algo más que advertirlos con un silbido mientras pasaba a su lado como una exhalación. Podría mirarlos y fichar sus rostros, o informar a sus superiores de la estación Malicia o de la estación del Bazar de Esputo, o de la misma estación de la calle Perdido, de que tres estúpidos desarrapados se habían colado en las vías y se encaminaban al desastre.

El peligro de interceptación era demasiado grande. De modo que, en vez de eso, Isaac y Yagharek bajaron con dificultades por la cuesta que había junto a las vías, sujetando el cuerpo de Andrej mientras se deslizaba despatarrado hacia las silenciosas veredas.

El calor era intenso pero no sofocante: parecía más bien una especie de ausencia, una enorme falta que se sentía por toda la ciudad. Era como si el sol hubiera languidecido, como si sus rayos blanqueasen las sombras y las frescas zonas interiores que proporcionaban su realidad a la arquitectura. El calor del sol amortiguaba los sonidos y les sangraba la sustancia. Isaac sudaba y profería maldiciones en voz baja tras sus pútridos harapos. Se sentía como si estuviese vagando por algún sueño apenas advertido de calor.

Sosteniendo a Andrej entre ambos como si fuera algún amigo paralizado por el licor barato, Isaac y Yagharek caminaban pesadamente por las calles, en dirección al Puente Celosía.

Allí eran extraños. Aquello no era la Perrera o Malado o los suburbios de Páramo del Queche. En todos esos lugares habrían sido invisibles.

Cruzaron el puente nerviosamente. Se sentían acosados por sus coloridas piedras, rodeados por las burlas y las sonrisas despectivas de los tenderos y los clientes.

Yagharek mantenía una mano cerrada subrepticiamente alrededor de un racimo de tejido nervioso y arterial en un lado del cuello de Andrej, preparado para pinzarlo con fuerza si el anciano daba la menor señal de estar a punto de despertar. Isaac murmuraba, un balbuceo seco lleno de juramentos que sonaba como las divagaciones de cualquier borracho. Formaba parte de su disfraz, al menos a medias. También estaba tratando de reunir fuerzas.

—Vamos, cabrón —gruñó, tenso y con la voz muy baja—, vamos, vamos. Cabrón. Gilipollas. Escoria. Bastardo—no sabía a quién estaba insultando.

Isaac y Yagharek cruzaron el puente lentamente, arrastrando a su compañero y su preciosa bolsa de equipo. El tráfico de peatones se abría delante de ellos, los dejaba pasar seguidos tan solo por mofas. No podían dejar que el oprobio creciera y se tornara confrontación. Si algunos matones aburridos decidían pasar el rato acosando a unos vagabundos, para ellos podía ser catastrófico.

Pero lograron atravesar el Puente Celosía, donde se sentían aislados y a campo abierto, donde el sol parecía grabar sus perfiles y señalarlos para un ataque, y se perdieron en el interior de la Aduja. La ciudad pareció envolverlos con sus labios y volvieron a sentirse a salvo.

Allí había otros mendigos, caminando en medio de los notables locales, los villanos con pendientes, los gordos prestamistas y las señoras de labios apretados.

Allí había calles secundarias. Isaac y Yagharek podían apartarse de las vías principales y marchar por avenidas cubiertas de sombras. Pasaron bajo los tendederos de ropa que unían las terrazas de los altos y estrechos edificios. Eran observados por hombres y mujeres vestidos en ropa interior que se apoyaban con aire holgazán sobre los balcones mientras flirteaban o charlaban con sus vecinos. Pasaron junto a montones de desperdicios y tapas rotas de alcantarillas y desde arriba los niños se inclinaban sobre ellos y les escupían o les arrojaban pequeñas piedras y salían corriendo.

Como siempre, buscaban la vía del tren. La encontraron en la estación Malicia, donde los trenes de los Campos Salacus se separaban de la línea Sur. Subieron furtivamente al paso elevado y abovedado que pendía de forma inestable sobre los arcos del Hogar de Esputo. Sobre las ruidosas multitudes, la atmósfera empezaba a enrojecerse conforme el sol ascendía en dirección a su cenit. Los arcos estaban manchados de aceite y hollín e invadidos por un microbosque de moho y tenaces plantas trepadoras. Estaban inundados de lagartijas e insectos, alimañas que buscaban refugio del calor.

Isaac y Yagharek entraron en un asqueroso callejón sin salida que había junto a los cimientos de hormigón y ladrillo de las vías. Descansaron. La vida se ajetreaba en la urbana espesura que había sobre ellos.

Andrej era muy liviano pero empezaba a pesarles, y a cada segundo que transcurría su masa parecía incrementarse. Estiraron los doloridos brazos y hombros, respiraron profundamente. A pocos metros de distancia, las muchedumbres que emergían de la estación se agolpaban para cruzar la salida y dirigirse a sus pequeñas guaridas.

Una vez hubieron descansado y reordenado su carga, se prepararon y volvieron a ponerse en marcha, de nuevo por callejuelas secundarias, a la sombra de la línea Sur, en dirección al corazón de la ciudad, cuyas torres no eran todavía visibles por encima de los kilómetros de casas que los rodeaban: la Espiga y las torres de la estación de la calle Perdido.

Isaac empezó a hablar. Le contó a Yagharek lo que creía que ocurriría esa noche.


Derkhan se abría camino a través de los desechos provenientes del Meandro Griss en dirección al Consejo de los Constructos.

Isaac había advertido a la gran Inteligencia Construida de que ella aparecería. La periodista sabía que la esperaban. La idea le resultaba incómoda.

Mientras se aproximaba a la hondonada que era la guarida del Consejo, creyó escuchar un coro de voces susurradas. Se puso tensa al instante y sacó su pistola. Comprobó que estuviera cargada y que la cazoleta estuviera llena.

Empezó a caminar de puntillas, pisando con cuidado y tratando de no hacer el menor ruido. A la entrada de un canal de desperdicios, vio la abertura de la hondonada. Alguien caminó fugaz por el extremo de su campo de visión. Se acercó furtiva y cuidadosamente.

Entonces otro hombre atravesó el borde del barranco de basura aplastada y vio que vestía un mono de trabajo y que caminaba ligeramente encorvado por el peso de una carga. Llevaba sobre el hombro un enorme rollo de cable negro que se enroscaba por completo alrededor de su cuerpo, como una especie de alimaña constrictora.

Ella se enderezó ligeramente. No era la milicia, nadie la estaba esperando. Se dirigió a la presencia del Consejo.


Entró en el claro, mirando nerviosamente hacia lo alto para asegurarse de que no había aeróstatos sobre su cabeza. Entonces se volvió hacia la escena que había delante de ella y la magnitud de la reunión la hizo exhalar un jadeo.

Por todos lados, entregados a diferentes tareas cuyo objeto se le escapaba, había casi un centenar de hombres y mujeres. La mayoría de ellos eran humanos, aunque había también un puñado de vodyanoi e incluso dos khepri. Todos vestían con ropas baratas y sucias. Y casi todos ellos estaban transportando enormes rollos de cable industrial o se sentaban en cuclillas delante de otros tantos.

Los había de muchos estilos diferentes. La mayoría era negra, pero los otros tenían revestimiento marrón y azul, o rojo y gris. Había parejas de personas que se tambaleaban bajo el peso de unos cables que tenían casi la anchura del muslo de un hombre. Otros llevaban marañas de apenas seis centímetros de diámetro.

La tenue barahúnda de las conversaciones se apagó rápidamente al entrar Derkhan; todos los ojos del lugar se volvieron hacia ella. El cráter de escombros estaba lleno de cuerpos. Derkhan tragó saliva y lo contempló cuidadosamente. Vio al avatar que se dirigía tambaleante hacia ella, caminando sobre sus vacilantes y frágiles piernas.

—Derkhan Blueday —dijo con voz tranquila—. Estamos preparados.


Derkhan pasó algún tiempo con el avatar, consultando un mapa garabateado.

La sanguinolenta concavidad del cráneo abierto del avatar emitía un extraordinario hedor. Con el calor, su peculiar tufo a muerte se tornaba por completo insoportable, y Derkhan contuvo la respiración tanto como pudo, inhalando a través de la manga de su asquerosa camisa cuando no le quedaba más remedio.

Mientras ella y el Consejo conferenciaban, el resto de los presentes mantenía una respetuosa distancia.

—Esta es casi la totalidad de mi congregación de vidas con sangre —dijo el avatar—. Envié constructos móviles con mensajes urgentes y, como puedes ver, los fieles se han reunido —se detuvo y emitió un cloqueo inhumano—. Debemos proceder —dijo—. Son las cinco y diecisiete minutos.

Derkhan levantó la mirada hacia el cielo, que se oscurecía lentamente anticipando el anochecer. Estaba segura de que el reloj que utilizaba el Consejo, algún dispositivo enterrado profundamente en los intestinos del vertedero, era preciso al segundo.

En respuesta a una orden del avatar, la congregación comenzó a abandonar el vertedero con paso tambaleante, doblándose bajo el peso que transportaba. Antes de marcharse, cada uno de sus miembros, uno detrás de otro, se volvió hacia el lugar en el muro del vertedero en el que estaba escondido el Consejo de los Constructos. Se detuvieron un instante y realizaron con las manos los gestos devotos, ese movimiento vago que sugería la imbricación de unas ruedas, dejando el cable en el suelo cuando era necesario.

Derkhan los observaba con una sensación de desesperación.

—Nunca lo lograrán —dijo—. Carecen de la fuerza necesaria.

—Muchos de ellos han traído carros —respondió el avatar—. Se marcharán por turnos.

— ¿Carros…? —dijo Derkhan—. ¿De dónde los han sacado?

—Algunos de ellos ya los poseían —dijo el avatar—. Otros los han comprado o alquilado respondiendo a mis órdenes. Ni uno solo ha sido robado. No podemos arriesgarnos a atraer la atención ni las detenciones que podrían producirse.

Derkhan apartó la mirada. El control que el Consejo ejercía sobre sus seguidores humanos la perturbaba.

Mientras los últimos harapientos abandonaban el vertedero, Derkhan y el avatar se acercaron a la cabeza inmóvil del Consejo de los Constructos. El autómata yacía de lado, convertido en un estrato más de basura, invisible.

Un rollo grueso y corto de cable aguardaba a su lado. Su extremo estaba desgarrado, el grueso revestimiento de goma carbonizado y partido en dos en los últimos treinta centímetros, aproximadamente. De él sobresalía una cabuyería de alambres sueltos.

Había un vodyanoi inmóvil en la cuenca de basura. Derkhan lo vio, de pie, a pocos metros de distancia, observando al avatar con nerviosismo. Le indicó con un gesto que se aproximara. El se les acercó anadeando, ora sobre cuatro patas, ora sobre dos, las grandes patas palmeadas muy extendidas para permanecer firme sobre aquel suelo traicionero. Su mono estaba fabricado en el ligero y encerado material que los vodyanoi utilizaban a veces: repelía el líquido, para que no se saturasen o se volviesen pesados cuando los vodyanoi entraban en el agua.

— ¿Estás preparado? —dijo Derkhan. El vodyanoi asintió rápidamente.

Derkhan lo estudió, pero sabía muy poco de aquellas criaturas. No podía ver nada en él que le diera la menor pista de por qué se consagraba a esta insólita y exigente secta, a la adoración de aquella extraña inteligencia, el Consejo de los Constructos. Era evidente para ella que el Consejo trataba a sus adoradores como peones, que no extraía satisfacción de su reverencia, solo un cierto grado de… utilidad.

No podía comprender, ni tan siquiera empezar a imaginar, qué liberación o servicio ofrecía a su congregación esta Iglesia herética.

—Ayúdame a llevar esto hasta el río —dijo, y tomó el grueso cable por uno de sus extremos. Su peso la desequilibraba, y el vodyanoi se apresuró a acudir a su lado y la ayudó a sostenerlo.

El avatar estaba inmóvil. Observó mientras Derkhan y el vodyanoi se alejaban de él, en dirección a las grúas inmóviles y amenazantes que se erguían al noroeste, desde detrás del montículo bajo de basura que rodeaba al Consejo de los Constructos.

El cable era enorme. Derkhan tuvo que detenerse varias veces y dejar el extremo en el suelo y luego reunir fuerzas para continuar. A su lado, el vodyanoi, que avanzaba impasible, se detenía cuando ella lo hacía y esperaba a que ella reanudara la marcha. Tras ellos, el achaparrado pilar de cable menguaba lentamente mientras se desenrollaba.

Derkhan elegía su camino, moviéndose como un prospector entre las pilas de desperdicios en dirección al río.

— ¿Sabes de qué va todo esto? —preguntó rápidamente al vodyanoi, sin levantar la vista. Él le lanzó una mirada brusca y luego se volvió hacia la delgada figura del avatar, todavía visible frente a un telón de basura. Sacudió la cabeza de grandes quijadas.

—No—respondió con rapidez—. Solo oí que… que el MecaDios reclamaba nuestra presencia para una tarde de trabajo. Oí sus órdenes al llegar aquí —su voz sonaba bastante normal. El tono era seco pero despreocupado. Nada de celos. Parecía un trabajador quejándose filosóficamente por la pretensión de la dirección de la empresa de que trabajara horas extra sin cobrar.

Pero cuando Derkhan, resollando a causa del esfuerzo, empezó a preguntar más («¿Cada cuánto tiempo os reunís? ¿Qué otras cosas os pide que hagáis?»), la miró con miedo y suspicacia y sus respuestas se tornaron monosílabos, luego gestos de la cabeza y luego, rápidamente, nada en absoluto.

Derkhan también guardó silencio. Se concentró en cargar con el enorme cable.


Los vertederos se extendían sin orden ni concierto hasta la misma orilla del río. En torno al Meandro Griss, las riberas eran paredes verticales de ladrillos resbaladizos que se alzaban desde las negras aguas. Cuando el río bajaba crecido, no más de un metro de la desmoronada arcilla prevenía una inundación. En las demás ocasiones, había casi hasta tres metros entre el borde del dique y la superficie agitada del Alquitrán.

Desde el borde de los ladrillos mellados se alzaba una valla de hierro y maderos y hormigón, construida años atrás para contener a los vertederos en su infancia. Pero ahora el peso de los desperdicios acumulados había provocado que la vieja verja metálica se inclinara peligrosamente sobre el agua. Con el paso de las décadas, secciones enteras de la cerca habían cedido y se habían soltado de sus mojones de hormigón, con lo que la basura se había vertido sobre el río que discurría por debajo. Nadie se había molestado en repararla, y en aquellos lugares ahora era solo la solidez de la propia basura acumulada lo que mantenía en su lugar el vertedero.

Regularmente, bloques de porquería prensada caían en cascada al agua como grasientos corrimientos de una tierra hecha de escombros.

Las enormes grúas que descargaban las barcazas de la basura habían estado originalmente separadas de los desperdicios por algunos metros de tierra de nadie —una franja de tierra aplanada cubierta de maleza—, pero esta no había tardado en desaparecer mientras aumentaba la basura. Ahora los trabajadores del vertedero y los operarios de las grúas tenían que caminar por un paisaje de escorias para dirigirse a las grúas que sobresalían directamente de la vulgar geología del vertedero.

Era como si la basura fuera fértil y engendrase grandes estructuras.

Derkhan y el vodyanoi doblaron varios recodos entre los desperdicios hasta que ya no pudieron ver el escondite del Consejo. Dejaron un rastro de cable que se volvía invisible en el momento mismo en que tocaba la tierra, transformado en un pedazo insignificante de basura en medio de un paisaje completo de desechos mecánicos.

Los altozanos de desperdicios empezaron a retroceder conforme se aproximaban al Alquitrán. Delante de ellos, la oxidada cerca se alzaba aproximadamente un metro y medio sobre la capa superior de los detritos. Derkhan cambió de dirección ligeramente y se dirigió hacia una amplia brecha de la valla, donde el vertedero se abría directamente al río.

Al otro lado del escuálido curso de agua, Derkhan podía ver Nueva Crobuzon. Por un instante, las agujas grumosas de las torres de la estación de la calle Perdido se hicieron visibles, perfectamente enmarcadas en el agujero de la valla, alzándose en la lejanía sobre la ciudad. Podía distinguir las vías del tren saltando entre las torres que se elevaban al azar desde el lecho de roca. Los feos puntales de la milicia sobresalían frente al horizonte.

Al otro lado, Hogar de Esputo brotaba grueso de la misma orilla del río. A este lado del Alquitrán no había ningún paseo marítimo, solo secciones de calle que discurrían paralelas a él durante un corto tiempo, seguidas por jardines privados, las paredes verticales de los almacenes y las tierras baldías. No había nadie para observar los preparativos de Derkhan.

A pocos metros de la orilla, dejó caer el extremo del cable y se acercó cautelosamente a la grieta de la valla. Tanteó el suelo con los pies para asegurarse de que no cedería y la arrojaría al asqueroso río que discurría dos o más metros más abajo. Se inclinó todo lo que pudo y examinó la superficie del agua, que discurría plácidamente.

El sol se aproximaba lentamente a los tejados del oeste, barnizando el negro sucio del río de luz rojiza.

— ¡Penge! —siseó Derkhan—. ¿Estás ahí?

Después de un momento, se escuchó un pequeño chapoteo. Uno de los restos indistintos que flotaban en el río empezó repentinamente a acercarse. Se movía contra corriente.

Lentamente, Pengefinchess alzó la cabeza del agua. Derkhan sonrió. Sentía un extraño y desesperado alivio.

—Muy bien —dijo Pengefinchess—. Ha llegado la hora de mi último trabajo.

Derkhan asintió con una gratitud extraña.

—Está aquí para ayudar —dijo Derkhan al otro vodyanoi que miraba a Pengefinchess con alarmada suspicacia—. Este cable es demasiado grueso y pesado para que lo manejes por ti solo. Si te metes en el agua, os lo iré bajando a los dos.

Tardó unos pocos segundos en decidir que los riesgos que suponía la recién llegada eran menos importantes que el trabajo que tenían entre manos. Miró a Derkhan presa de un miedo nervioso y asintió. Anadeó rápidamente hasta la grieta de la valla, se detuvo allí una fracción de segundo y entonces dio un salto elegante y se sumergió en las aguas. Su zambullida fue tan controlada que solo provocó un chapoteo casi imperceptible.

Pengefinchess lo observó con suspicacia mientras se acercaba nadando a ella.

Derkhan miró rápidamente a su alrededor y vio una tubería metálica cilíndrica más gruesa que su muslo. Era muy larga e increíblemente pesada pero, trabajando con urgencia, ignorando sus músculos torturados, logró arrastrarla centímetro a centímetro hasta la grieta de la valla y la encajó a lo largo de la misma. Extendió los brazos, mientras el ardor ácido de sus músculos la hacía encogerse. Regresó tambaleándose junto al cable y lo arrastró hasta el borde del agua.

Comenzó a dejarlo caer sobre la parte superior de la tubería, hacia los dos vodyanoi que esperaban abajo, sosteniéndolo con las pocas fuerzas que le quedaban. Soltó más y más cable del rollo que aguardaba, escondido en el corazón del vertedero, y luego hizo descender el extremo hacia las aguas. Finalmente, logró bajarlo lo suficiente como para que Pengefinchess se elevara sacudiendo las piernas hasta casi salir del agua y se agarrase al extremo suelto que bailaba sobre ella. Su peso arrastró varios metros de cable al agua. El borde del vertedero se inclinó peligrosamente sobre el río, pero el cable se deslizaba sobre la suave superficie de la tubería, haciendo que se tensara contra la valla a ambos lados y corriendo sin encontrar resistencia sobre ella.

Pengefinchess volvió a elevarse y a tirar, se sumergió y tiró hacia el fondo del río. Liberado de las presas y ángulos del suelo inorgánico que lo aprisionaban, el cable la siguió con rápidos espasmos, deslizándose de forma tosca sobre la superficie del vertedero y zambulléndose en las aguas.

Derkhan observaba su intermitente progreso, repentinas convulsiones de movimiento que se producían mientras los vodyanoi sumergidos en el fondo del río coleaban con las piernas y nadaban con todas sus fuerzas. Sonrió, un pequeño y fugaz momento de triunfo, y se dejó caer, exhausta, contra un pilar de hormigón roto.

En la superficie del agua no se veía nada que permitiera adivinar la operación que estaba llevándose a cabo debajo de ella. El gran cable se deslizaba a espasmos por la pared del canal y penetraba en el agua, cortando su superficie con un ángulo de noventa grados. Los vodyanoi, se percató Derkhan, debían de estar sumergiendo primero gran cantidad de cable, en vez de empezar a tirar directamente de él en dirección a la otra orilla, lo que habría hecho que un extremo sobresaliese por encima de la superficie del agua.

Al cabo de un rato, el cable dejó de moverse. Derkhan observó en silencio, esperando alguna señal que le indicase lo que estaba ocurriendo bajo el agua.


Pasaron los minutos. Algo emergió en el centro del río.

Era un vodyanoi, que alzaba un brazo a modo de celebración o saludo o señal. Derkhan le devolvió el gesto, entornó la mirada para poder ver de quién se trataba y para distinguir si le estaban tratando de enviar un mensaje.

El río era muy ancho y la figura no se distinguía con claridad. Entonces Derkhan vio que la figura empuñaba un arco compuesto y supo que debía de tratarse de Pengefinchess. Vio que el saludo era una seca despedida y respondió con más entusiasmo, mientras arrugaba el entrecejo.

Tenía muy poco sentido, se dio cuenta Derkhan, haber rogado a Pengefinchess que los ayudara en esta última etapa de la cacería. Indudablemente les había facilitado las cosas pero hubieran podido arreglárselas sin ella, recurriendo a la ayuda de algunos más de los seguidores vodyanoi del Consejo. Y tenía asimismo poco sentido sentirse afectada por su marcha, siquiera de forma remota; desearle suerte a Pengefinchess; despedirse con aquellos sentimientos y sentir una vaga pérdida. La mercenaria vodyanoi los estaba abandonando, desaparecía en busca de contratos más lucrativos y seguros. Derkhan no le debía nada, y mucho menos agradecimientos o afecto.

Pero las circunstancias las habían hecho camaradas, y Derkhan sentía verla marchar. Ella había sido parte, una pequeña parte, de aquella caótica lucha de pesadilla, y lamentaba su desaparición.

El brazo y el arco desaparecieron. Pengefinchess volvió a sumergirse.

Derkhan le dio la espalda al río y regresó al laberinto del Consejo.

Siguió el rastro del cable estropeado a través de los recovecos de aquel escenario de desechos, hasta llegar a la presencia del constructo. El avatar esperaba junto al menguado rollo de cable con revestimiento de goma.

— ¿Ha tenido éxito el cruce? —preguntó tan pronto como la vio. Avanzó con paso tambaleante mientras el cable que emergía de su cavidad cerebral saltaba delante de él. Derkhan asintió.

—Tenemos que preparar las cosas aquí—dijo ella—. ¿Dónde está la salida?

El avatar se volvió y le indicó que lo siguiera. Se detuvo un momento y recogió el otro extremo del cable. Se tambaleó a causa de su peso pero no se quejó ni pidió ayuda, y Derkhan tampoco se la ofreció voluntariamente.

Con el grueso cable aislante bajo el brazo, el avatar se aproximó a la constelación de desperdicios que Derkhan reconoció como la cabeza del Consejo de los Constructos (con un leve estremecimiento de incomodidad, como si estuviese mirando el libro de trucos ópticos de un niño, como si la silueta dibujada con tinta del rostro de una joven se hubiese trocado de pronto por la de una bruja). Todavía seguía inclinado de lado, sin dar señales de vida.

El avatar extendió el brazo sobre la doble reja que hacía las veces de metálica dentadura del Consejo. Detrás de una de las enormes luces que Derkhan supo que eran sus ojos, un nudo enmarañado de cables y tubos y tuberías se soltó de un compartimiento, en cuyo interior operaban las válvulas tartamudeantes de un motor analítico de vasta complejidad.

Era la primera señal de que el gran constructo era consciente. Derkhan creyó ver el tenue resplandor de una luz, creciendo y menguando, en el interior de los enormes ojos del Consejo.

El avatar colocó el cable en posición, a un lado del cerebro analógico, uno de los muchos que formaban la peculiar e inhumana consciencia del Consejo. Desenroscó varios de sus gruesos alambres y otros tantos del violento despliegue de metal que era la cabeza del autómata. Derkhan apartó la mirada, asqueada, mientras el avatar ignoraba plácidamente el modo en que el afilado metal provocaba profundos desgarrones en su carne y la sangre espesa y gris se derramaba en espesos borbotones sobre su piel putrefacta.

Comenzó a enlazar el Consejo con el cable, enroscando alambres del grosor de un dedo para convertirlos en un todo conductor, introduciendo conexiones en enchufes que chisporroteaban con negros destellos, examinando los brotes de cobre, plata y cristal, aparentemente carentes de sentido, que emergían del cerebro del Consejo de los Constructos, eligiendo algunos, girando y descartando otros, trenzando el mecanismo en una configuración de una complejidad imposible.

—El resto es sencillo —susurró—. Alambre con alambre, cable con cable, en todos los empalmes por toda la ciudad, todo eso es fácil. Esta es la única parte costosa, canalizar las exudaciones, imitar la operación de los cascos de los comunicadores para conseguir un modelo alternativo de consciencia.


Sin embargo, y a pesar de las dificultades, seguía siendo de día cuando el avatar levantó la mirada hacia ella, se limpió las laceradas manos en los muslos y le dijo que había terminado.

Derkhan contempló con asombro los pequeños destellos y chispas que brotaban de las conexiones. Era una belleza. Resplandecía como una especie de joya mecánica.

La cabeza del Consejo (vasta y todavía inmóvil, como la de un demonio dormido) estaba conectada al cable a través de una masa de tejido conectivo, una cicatriz elictromecánica y taumatúrgica. Derkhan estaba maravillada. Al cabo de un rato, levantó la vista.

—Muy bien —dijo con aire vacilante—. Será mejor que me vaya y le diga a Isaac que… que estás preparado.


Con grandes brazadas de agua negra, Pengefinchess y su compañero avanzaban a través de la arremolinada oscuridad del Alquitrán.

Permanecían cerca del fondo. Este resultaba apenas visible como una oscuridad desigual, menos de un metro por debajo de ellos. El cable se desenrollaba lentamente de la gran pila que habían dejado al fondo del río junto al borde del dique.

Era muy pesado y lo arrastraban trabajosamente a través de las asquerosas aguas.

Estaban solos en esa zona del río. No había otros vodyanoi: solo unos pocos peces, enanos y muy resistentes, que se escurrían nerviosamente cuando ellos se acercaban. Como si, pensó Pengefinchess, hubiera algo en todo Bas-Lag que pudiera inducirme a comérmelos.

Pasaron los minutos y su invisible avance continuó. Pengefinchess no pensaba en Derkhan ni en lo que iba a ocurrir aquella noche, no consideraba el plan que había llegado hasta sus oídos. No evaluaba sus posibilidades de éxito. No era algo de su incumbencia Shadrach y Tansell estaban muertos y ahora para ella había llegado la hora de marcharse.

De una manera vaga, deseaba suerte a Derkhan y a los demás. Habían sido compañeros, si bien durante breve tiempo. Y ella comprendía, de una forma laxa, que era mucho lo que se jugaba en aquella partida. Nueva Crobuzon era una ciudad rica, con un millar de patronos potenciales. Le interesaba que siguiera sana y salva.

Delante de ella apareció la grasienta oscuridad de la cada vez más próxima pared del dique. Pengefinchess frenó su marcha. Flotó un momento en las aguas y le dio un pequeño empujón al cable, lo suficientemente fuerte como para hacerlo subir a la superficie. Entonces vaciló un momento y empezó a ascender dando patadas. Indicó al vodyanoi macho que la siguiera y nadó a través de las tinieblas en dirección a la fracturada luminosidad que señalaba la superficie del Alquitrán, donde un millar de rayos de sol se filtraban en todas direcciones a través del pequeño oleaje.

Salieron a la superficie al mismo tiempo y recorrieron los escasos metros que los separaban del muro del dique.

Había anillos de hierro oxidado clavados en los ladrillos, formando una especie de tosca escalerilla hasta el paseo fluvial que discurría por encima de ellos. El sonido de los carruajes y los transeúntes flotaba a su alrededor.

Pengefinchess se ajustó ligeramente el arco sobre el hombro para estar más cómoda. Miró al hosco macho y le habló en lubbock, el lenguaje polisilábico y gutural que compartía la mayoría de los vodyanoi orientales. Él hablaba un dialecto urbano, contaminado por el ragamol de los humanos, pero a pesar de todo podían entenderse.

— ¿Tus compañeros saben cómo encontrarte aquí? —inquirió Pengefinchess con brusquedad. Él asintió (otro rasgo humano que los vodyanoi de la ciudad habían adoptado) —. Yo ya he terminado —le anunció—. Debes encargarte del cable por ti solo. Puedes esperarlos. Yo me marcho —él la miró, todavía hosco y volvió a asentir, alzando la mano en un movimiento agitado que tal vez fuera alguna forma de saludo—. Sé fecundo —dijo ella. Era la despedida tradicional.

Se sumergió bajo la superficie del Alquitrán y se impulsó para alejarse.


Pengefinchess nadó hacia el este, siguiendo la corriente del río. Estaba en calma, pero una excitación creciente se apoderaba de ella. No tenía planes ni lazos. De pronto, se preguntó qué era lo que iba a hacer.

La corriente la impulsaba hacia la Isla Strack, donde el Alquitrán y el Cancro se encontraban en una confusa corriente y se convertían en el Gran Alquitrán. Pengefinchess sabía que la base sumergida del Parlamento en la isla estaba vigilada por patrullas de soldados vodyanoi, y mantuvo las distancias. Se apartó de la corriente, se dirigió abruptamente hacia el noroeste y, nadando contra corriente, pasó al Cancro.

La corriente era más fuerte que la del Alquitrán, y también más fría. Se sintió estimulada, durante un breve instante, hasta que entró en una zona de polución.

Eran los efluvios procedentes de la Ciénaga Brock, lo sabía, y nadó rápidamente para escapar de la suciedad. Su familiar ondina temblaba contra su piel cuando se acercaban a determinadas masas de agua, y tuvo que alejarse describiendo un arco y escoger otra ruta para atravesar la zona del asqueroso río que pasaba a través del barrio de los brujos. Respiraba el asqueroso líquido con tragos poco profundos, como si de esa manera pudiese evitar la contaminación.

Al cabo de un rato, el agua pareció volverse más limpia. Un kilómetro más o menos río arriba desde la convergencia de ambos cursos, el Cancro se volvió de pronto más claro y puro.

Pengefinchess sintió algo semejante a un regocijo tranquilo.

Empezó a notar el paso junto a ella de otros vodyanoi. Nadaba despacio, sentía aquí y allá el elegante flujo de túneles que conducía a la casa de algún vodyanoi adinerado. Estas no eran las absurdas chabolas del Alquitrán, de Vado de Manes y Gran Aduja: allí, edificios pegajosos y cubiertos de brea, de diseño palpablemente humano, habían sido construidos sin más en el propio río, décadas atrás, para que se fueran desmoronando de manera muy poco sanitaria en las aguas. Aquellos eran los barrios bajos de los vodyanoi.

Aquí, por el contrario, el agua fría y clara que descendía desde las montañas podía conducir a través de algún pasadizo cuidadosamente tallado que discurría bajo la superficie, hasta llegar a una casa de la ribera del río construida por completo en mármol blanco. Su fachada estaría diseñada con sumo gusto para asemejarse a las de las casas humanas situadas a ambos lados, pero en su interior sería un hogar vodyanoi: portales vacíos que conectaban habitaciones enormes por encima y por debajo del agua; esclusas que cambiaban el agua cada día.

Pengefinchess cruzó el barrio rico de los vodyanoi nadando a mucha profundidad. Conforme el centro de la ciudad quedaba más y más lejos de ella, su felicidad iba en aumento y se permitía relajarse. Experimentaba un gran placer en su marcha.

Extendió los brazos y envió un pequeño mensaje mental a su ondina; esta se desprendió de su piel atravesando los poros del vestido suelto de algodón que llevaba. Después de días entre sequedad, alcantarillas y desperdicios fluviales, el elemental se alejó ondulando a través de las aguas más puras, dando vueltas de gozo, libre, una extensión de agua cuasi viva en medio de la corriente del río.

Pengefinchess la sintió nadando delante de sí y la siguió con ánimo juguetón, extendió la mano hacia ella y cerró los dedos alrededor de su sustancia. La criatura se revolvió con alegría.

Iré hacia la costa, decidió, rodearé las montañas. A través de las Colinas Brezhek, quizá, y los alrededores de los Montes del Ojo del Gusano. Me dirigiré al Mar de la Garra Fría.

Con aquella súbita decisión, Derkhan y los demás se transformaron instantáneamente en su mente y se convirtieron en algo pasado y acabado, algo sobre lo que algún día podría contar historias.

Abrió su enorme boca, dejó que el Cancro fluyera a su través. Pengefinchess continuó nadando, a través de los suburbios, alejándose de la ciudad.

49

Hombres y mujeres vestidos con mugrientos monos se desperdigaban desde el vertedero del Meandro Griss.

Marchaban a pie y en carros, en pequeños grupos de cuatro o cinco. Se movían lentamente, sin llamar la atención. Aquellos que iban a pie cargaban grandes ringleras de cable sobre los hombros, o enrolladas alrededor de su cuerpo y del de un colega. En las partes traseras de los carros, los hombres y las mujeres transportaban enormes rollos de cable deshilachado.

Se dirigían a la ciudad a intervalos irregulares, cada dos o más horas, espaciando su salida según un plan desarrollado por el Consejo de los Constructos. Estaba calculado para ser fortuito.

Un pequeño carromato tirado por caballos y conducido por cuatro hombres se puso en marcha, se sumó al traficó junto al Puente Celosia y se dirigió por las sinuosas calles en dirección a Hogar de Esputo. Avanzaba sin prisa y torció para entrar en el amplio Bulevar San Dragonne, flanqueado por vainillas. Se balanceaba con un traqueteo sordo sobre los tablones de madera que cubrían la calle: el legado del excéntrico alcalde Waldemyr, a quien disgustaba la cacofonía que levantaban las ruedas de los carromatos contra los adoquines de piedra al pasar bajo su ventana.

El conductor esperó a que hubiera un respiro en el tráfico y entonces giró a la derecha y entró en un pequeño patio. Ya no podían ver el bulevar, pero sus sonidos seguían rodeándolos por todas partes. El carromato se detuvo frente a un alto muro de ladrillos de color rojo intenso, desde detrás del cual les llegaba un exquisito aroma a madreselva. Sobre el muro asomaban en pequeños racimos la hiedra y la flor de la pasión, agitados por la brisa. Eran los jardines del monasterio Vedneh Gehantock, atendidos por los disidentes cactos y los monjes humanos de esta deidad floral.

Los cuatro hombres descendieron de un salto del carromato y comenzaron a descargar herramientas y fardos de pesado cable. Los transeúntes pasaban a su lado, los observaban un momento y los olvidaban.

Uno de los hombres sostuvo el cable en alto contra el muro del monasterio. Su compañero levantó una gruesa abrazadera de hierro y un martillo, y con tres golpes rápidos lo ancló al muro el extremo del cable, a casi dos metros y medio de altura. Los dos siguieron adelante, repitieron la operación tres metros más hacia el oeste y luego una vez más, moviéndose a lo largo de la pared a cierta velocidad.

Sus movimientos no eran furtivos. Eran funcionales y discretos. Los martillazos no eran más que otro ruido en el montaje del sonido de la ciudad.

Los hombres desaparecieron al otro lado de una esquina de la plaza y se encaminaron hacia el oeste. Arrastraban el pesado fardo de cable aislante con ellos. Los otros dos hombres se quedaron en el mismo lugar, esperando junto al extremo del cable, cuyas entrañas de cobre y aleación sobresalían como pétalos metálicos.

La primera pareja transportó el cable a lo largo del sinuoso muro que se internaba en Hogar de Esputo, alrededor de las entradas traseras de los restaurantes y las entradas de servicio de las boutiques y los talleres de los carpinteros, hacia la zona de los burdeles y hacia el Cuervo, el bullicioso núcleo de Nueva Crobuzon.

Movían el cable arriba y abajo por toda la longitud de ladrillo u hormigón, alrededor de las imperfecciones de la estructura del muro, uniéndolo a la maraña de otras conducciones, canalones y cañerías, tuberías del gas, conductores taumatúrgicos y canales oxidados, circuitos de oscuro y olvidado propósito. El monótono cable era invisible. Era una fibra nerviosa que atravesaba los ganglios de la ciudad, una cuerda gruesa entre otras muchas.

Al cabo de un rato, no les quedó más remedio que cruzar la calle cuando esta se alejó, curvándose lentamente en dirección este. Bajaron el cable hasta el suelo y lo aproximaron a un surco que unía ambos lados del pavimento. Era un canalón, concebido originalmente para los excrementos y ahora para el agua de lluvia, un canal de quince centímetros de anchura entre las tablas del suelo, y que discurría cubierto por una reja en dirección a la ciudad subterránea.

Colocaron el cable en la ranura y lo aseguraron firmemente. Cruzaron a toda prisa, haciéndose a un lado en los ocasionales momentos en los que el tráfico interrumpía su trabajo, pero aquella no era una calle concurrida y pudieron tender el cable sin demasiadas interrupciones.

Su comportamiento no llamaba la atención. Después de subir el cable por el muro del otro lado de la calle (en esta ocasión el de un colegio, desde cuyas ventanas llegaban hasta ellos didácticos ladridos), la ordinaria pareja pasó junto a otro grupo de trabajadores. Estos estaban cavando en la esquina opuesta de la calle, reemplazando losas rotas. Levantaron la mirada hacia los recién llegados, gruñeron una especie de saludo tosco y luego los ignoraron.

Mientras se aproximaban a la zona de los burdeles, los seguidores del Consejo de los Constructos entraron en un patio, arrastrando el pesado cable tras de sí. En tres de los lados se alzaban paredes sobre ellos, cinco o más pisos de ladrillos sucios, manchados y mohosos con las señales de años de esmog y lluvia. Había ventanas a intervalos irregulares, como si las hubieran soltado desde el punto más alto del edificio y hubieran caído al azar entre el tejado y el suelo.

Podían escucharse gritos, juramentos, conversaciones con risotadas y el ruido de los utensilios de cocina. Un hermoso niño de sexo indefinido los observaba desde una ventana del tercer piso. Los dos hombres se miraron nerviosos durante un momento y examinaron el resto de las ventanas. El del niño era el único rostro visible: por lo demás, nadie los observaba.

Dejaron caer el rollo de cable y uno de ellos miró al niño a los ojos, le hizo un guiño travieso y sonrió. El otro se apoyó sobre una rodilla y miró tras los barrotes del pozo de visita circular que había en el suelo del patio.

Desde la oscuridad que reinaba abajo, una voz lo saludó con sequedad. Una mano mugrienta se levantó hacia el sello de metal.

El primer hombre le dio un apretón a su compañero en la pierna y siseó:

—Están aquí… ¡Este es el lugar correcto! —y luego cogió el cable por el extremo y trató de meterlo entre los barrotes de la entrada a la alcantarilla. Era demasiado grueso. Profirió una imprecación y registró el interior de su caja de herramientas en busca de una sierra para metales, empezó a trabajar en la dura reja, encogiéndose ante el chirriar del metal.

—Deprisa —dijo la figura invisible que había debajo—. Alguien ha estado siguiéndonos.

Cuando hubo terminado de cortar la reja, el hombre del patio introdujo el cable en el irregular agujero. Su compañero observaba la perturbadora escena. Era como una especie de grotesca inversión de un parto.

Los hombres del subterráneo sujetaron el cable y lo arrastraron a la oscuridad de las alcantarillas. Los metros de cable enrollado que aguardaban en el tranquilo y apartado patio empezaron a desplegarse por las venas de la ciudad.

El niño observaba con curiosidad mientras los dos hombres se secaban las manos en los monos. Cuando el cable estuvo tirante, cuando hubo desaparecido por completo bajo el suelo, tendido en un ángulo agudo y tenso alrededor de la esquina del pequeño callejón, se alejaron rápidamente de aquel agujero sombrío.

Mientas doblaban el recodo, uno de ellos levantó la mirada, volvió a guiñar un ojo y desapareció de la vista del pequeño.

En la calle principal, los dos hombres se separaron sin decir palabra y se alejaron en direcciones diferentes bajo el sol poniente.


En el monasterio, los dos hombres que esperaban junto al muro estaban mirando hacia arriba. En el edificio situado al otro lado de la calle, una mole de hormigón moteada por manchas de humedad, habían aparecido tres hombres sobre la desmoronada cornisa del tejado. Traían su propio cable, los últimos quince metros más o menos de un rollo mucho más largo que ahora serpenteaba detrás de ellos, deshaciendo la travesía que habían realizado por los tejados desde la esquina sur del Hogar de Esputo.

El rastro de cable que habían dejado discurría sinuoso entre los tejados de las chabolas. Se unía a la legión de cañerías que describían erráticas sendas entre los palomares. Se enroscaba alrededor de los capiteles y se pegaba contra las tejas de pizarra como un feo parásito. Se inclinaba ligeramente sobre las calles, siete, catorce o más metros sobre el suelo, cerca de los pequeños puentes tendidos entre las cornisas. Aquí y allá, donde la distancia era de dos metros o menos, el cable simplemente se extendía sobre un vacío que sus portadores habían atravesado de un salto.

El cable se perdía en dirección suroeste, después de descender abruptamente y sumergirse, a través de un canalón de drenaje mugriento, en las alcantarillas.

Los hombres se dirigieron hacia la salida de incendios de su edificio y empezaron a descender. Transportaron el cable hasta el primer piso y observaron el jardín del monasterio y a los dos hombres que los observaban desde el suelo.

— ¿Preparados? —gritó uno de los recién llegados antes de hacer un gesto de lanzamiento en su dirección. La pareja que estaba mirando para arriba asintió. El trío que se encontraba en la escalera de incendios hizo una pausa y empezó a balancear el extremo del cable.

Cuando lo lanzaron, se agitó en el aire como una monstruosa serpiente voladora y descendió con un sonido fuerte y sordo sobre los brazos del hombre que había corrido a cogerlo. Este soltó un aullido pero lo sostuvo. Mantuvo el extremo por encima de su cabeza y tiró de él hasta tensarlo todo lo que pudo a lo largo del espacio que separaba ambos edificios.

Sostuvo el pesado cable contra la pared del monasterio y se colocó de tal modo que correspondiese perfectamente con el pedazo que ya estaba asegurado al muro del jardín de Vedneh Gehantock. Su compañero lo fijó con varios martillazos.

El negro cable cruzaba la calle sobre las cabezas de los transeúntes, descendiendo en un ángulo empinado.

Los tres hombres de la escalera de incendios se inclinaron hacia abajo y observaron la frenética laboriosidad de sus compañeros. Uno de estos empezó a enroscar las marañas de enormes alambres para conectar los materiales conductores. Trabajó rápidamente hasta que los dos extremos del fibroso metal estuvieron unidos en un nudo grueso pero funcional.

Abrió su caja de herramientas y extrajo dos pequeñas botellas. Las sacudió durante breves instantes, abrió el tapón de una de ellas y vertió rápidamente su contenido sobre los alambres. El viscoso líquido se filtró y saturó la conexión. El hombre repitió la operación con la segunda botella. Cuando los dos líquidos se encontraron se produjo una audible reacción química. El hombre retrocedió, extendiendo el brazo para poder seguir vertiendo el líquido, y cerró los ojos mientras empezaba a brotar humo del metal cada vez más caliente.

Los dos productos químicos se encontraron, se mezclaron, entraron en combustión y empezaron a despedir gases tóxicos con un estallido rápido de calor lo suficientemente intenso como para convertir los alambres en una malla sellada.

Una vez que la temperatura hubo descendido, los dos hombres empezaron el trabajo final: envolver la nueva conexión con jirones deshilachados de arpillera y cubrirla con una mano de pintura espesa y bituminosa que, al secarse rápidamente, cubrió el sello de metal y lo aisló.

Los hombres de la escalera de incendios estaban satisfechos. Se volvieron y regresaron al tejado, desde donde se dispersaron por la ciudad tan rápidamente como el humo en la brisa, sin dejar el menor rastro.


A lo largo de toda una línea que discurría entre el Meandro Griss y el Cuervo, tenían lugar operaciones similares.

En las alcantarillas, hombres y mujeres avanzaban furtivamente a través de los siseos y el goteo de los túneles subterráneos. Cuando era posible, estos grupos grandes eran conducidos por trabajadores que conocían algo sobre la ciudad subterránea: operarios de las alcantarillas, ingenieros, ladrones. Todos ellos estaban provistos de mapas, antorchas, armas e instrucciones precisas. Diez o más figuras, algunas de ellas cargadas con rollos de pesado cable, avanzarían juntas a lo largo de la ruta que les había sido encomendada. Cuando uno de los rollos de cable se agotase, lo sustituirían por otro y continuarían.

Se producían retrasos peligrosos cuando los grupos se perdían o se extraviaban en dirección a zonas letales: nidos de gules y guaridas de infrabandas. Pero se corregían unos a otros, siseaban pidiendo ayuda y regresaban guiados por las voces de sus camaradas.

Cuando por fin se encontraban con el extremo final de otro grupo en alguno de los nodos principales de un túnel, algún centro distribuidor de las alcantarillas, conectaban los dos enormes extremos de cable utilizando productos químicos, antorchas de calor o un poco de taumaturgia de andar por casa. Entonces el cable se unía a las enormes arterias de tuberías que recorrían las alcantarillas en toda su longitud.

Una vez el trabajo estaba terminado, la compañía se desperdigaba y desaparecía.

En lugares discretos, alargadas calles secundarias o grandes extensiones de tejados interconectados, el cable abandonaba las alcantarillas y era arrastrado por los grupos que trabajaban en las calles. Lo desenrollaban sobre montoncillos de juncos podridos en las partes traseras de los almacenes, por escaleras de ladrillos húmedos, sobre los tejados y a lo largo de calles caóticas, donde su laboriosidad pasaba inadvertida por su banalidad.

Se encontraban con otros, los cables se empalmaban. Los hombres y las mujeres desaparecían.

Consciente de la posibilidad de que algunos grupos (especialmente aquellos que operaban en la ciudad subterránea) se perdieran y no llegaran a los puntos de encuentro asignados, el Consejo de los Constructos había estacionado equipos de reserva a lo largo de la ruta. Esperaban en solares de obras y junto a las orillas de canales con su serpentina carga a un lado, a la espera de la noticia de que alguna de las conexiones no había sido hecha.

Pero la obra parecía bendecida. Hubo problemas, momentos perdidos, tiempo desperdiciado y breves pánicos, pero ninguno de los equipos desapareció o falto a su cita. Los equipos de reserva permanecieron ociosos.

Un gran circuito sinuoso fue construido a lo largo de la ciudad. Discurría a lo largo de más de tres kilómetros de texturas: su piel de goma color negro mate se deslizaba bajo limos fecales; a lo largo de moho y papel putrefacto; a través de la maleza, de franjas de hierba cubiertas de ladrillos, perturbando los rastros de gatos salvajes y niños de las calles; sembrando los surcos de la piel de la arquitectura, empapada con los coágulos granulados de polvo de ladrillo húmedo.

El cable era inexorable. Avanzaba, desviando su camino aquí y allá brevemente con pequeñas curvas, abriendo una vereda por el mismo centro de la ciudad. Estaba tan resuelto como esos peces que van a desovar, abriéndose camino con todas sus fuerzas a través del monolito erguido del centro de Nueva Crobuzon.

El sol que empezaba a hundirse tras las colinas del oeste, las tornaba magnificentes y portentosas. Pero ni siquiera ellas podían competir con la majestad de la estación de la calle Perdido.

Las luces parpadeaban a lo largo de su topografía, vasta e indigna de confianza, mientras recibía los ahora brillantes trenes en sus entrañas como ofrendas. La Espiga perforaba las nubes como una lanza presta, pero no era nada comparada a la estación: una pequeña addenda de hormigón al gran leviatán de mala fama que se desparramaba en obsesa satisfacción sobre el mar de la ciudad.

El cable serpenteaba hacia él sin pausa, alzándose y descendiendo sobre la superficie de Nueva Crobuzon en alas de su oleaje.


La fachada oeste de la estación de la calle Perdido miraba a la Plaza BilSantum. La plaza estaba abarrotada y era hermosa, con los carruajes y los transeúntes que circulaban constantemente alrededor de los parques que había en su centro. En medio de este verde exuberante, los malabaristas, los magos y los vendedores de los puestos entonaban cantos ruidosos y ofrecían a gritos sus mercancías. La ciudadanía era despreocupadamente ajena a la monumental estructura que dominaba el cielo. Solo reparaban en su fachada, con placer distraído, cuando al atardecer los rayos del sol caían de plano sobre ella y aquella colección de arquitecturas brillaba como un calidoscopio: el estuco y la madera pintada eran del color de las rosas; los ladrillos adquirían un tono sanguinolento; las vigas de hierro se tornaban lustrosas de untuosa luz.

La calle BilSantum se inclinaba bajo el enorme arco elevado que conectaba el cuerpo principal de la estación a la Espiga. La estación de la calle Perdido no era discreta. Sus extremos eran permeables. De su parte trasera brotaba una osamenta de torretas que se extendía sobre la ciudad y acababa convirtiéndose en los tejados de casas toscas y vulgares. Los bloques de cemento que la cubrían se tornaban cada vez más achaparrados conforme se extendían en todas direcciones, hasta convertirse repentinamente en las feas paredes de un canal. Allí donde las cinco líneas de ferrocarril se desenrollaban sostenidas sobre grandes arcos y discurrían a lo largo de los tejados, los ladrillos de la estación las soportaban y las rodeaban, abriendo a cuchillo un camino a través de las calles. La arquitectura se derramaba más allá de sus límites.

La propia calle Perdido era una vía estrecha y alargada que discurría perpendicular a la calle BilSantum y se encaminaba sinuosamente hacia el este, en dirección a Gidd. Nadie sabía por qué antaño había sido lo bastante importante como para darle su nombre a la estación. Estaba empedrada y sus casas no eran demasiado escuálidas, aunque estaban en mal estado de conservación. Puede que una vez hubiera señalado el límite norte de la estación, pero había sido superada hacía mucho tiempo. Los almacenes y las salas de la estación se habían extendido y abierto una brecha en la pequeña calle.

Habían saltado sobre ella sin esfuerzo y se habían extendido como el moho sobre el paisaje de tejados que se abría más allá, transformando la hilera de edificios adosados que se extendía al norte de la calle BilSantum. En algunos lugares, la calle Perdido estaba abierta al cielo: en todos los demás, quedaba cubierta por techos alargados, con bóvedas de ladrillos ornamentadas con gárgolas o enrejados de madera o hierro. Allí, a la sombra del vientre de la estación, estaba iluminada permanentemente por lámparas de gas.

La calle Perdido seguía siendo residencial. Cada día, las familias se levantaban bajo el oscuro cielo de la arquitectura, recorrían el sinuoso paseo que los separaba del trabajo, entrando y saliendo de las sombras.

El ruido de las botas pesadas resonaba a menudo desde arriba. La entrada de la estación y gran parte de su superficie superior estaban custodiadas. Guardias de seguridad, soldados extranjeros y milicianos, algunos de uniforme y otros de paisano, patrullaban por la fachada y el montañoso paisaje de arcilla y pizarra que la rodeaba, protegiendo los bancos y las tiendas, las embajadas y las oficinas gubernamentales que ocupaban los numerosos pisos del interior. Como exploradores, recorrían rutas cuidadosamente trazadas a través de las torres y las escaleras de hierro en espiral, junto a las ventanas de las buhardillas y a través de patios escondidos en los tejados, viajaban a través de las capas inferiores del tejado de la estación, vigilando la plaza y los lugares secretos y la enorme ciudad.

Pero más hacia el este, cerca de la parte trasera de la estación, salpicada por un centenar de entradas de servicio y establecimientos menores, la seguridad se relajaba y se volvía más fortuita. Allí, la colosal construcción era más oscura. Cuando el sol se ponía, proyectaba su gran sombra sobre una enorme franja del Cuervo.


A cierta distancia de la masa principal de edificios, entre la calle Perdido y la estación Gidd, la línea Dexter pasaba a través de un laberinto de oficinas antiguas que hacía mucho tiempo habían sido destruidas por un incendio menor.

El fuego no había dañado la estructura pero había bastado para llevar a la bancarrota a la compañía que operaba en el edificio. Las chamuscadas habitaciones llevaban mucho tiempo abandonadas por todos salvo los vagabundos a quienes no molestaba el olor del carbón, que todavía, al cabo de una década, reinaba tenaz en el lugar.

Después de más de dos horas de avanzar a un ritmo de tortura, Isaac y Yagharek llegaron a esta cáscara vacía y se desplomaron agradecidos en su interior. Soltaron a Andrej, volvieron a atarle las manos y los pies y lo amordazaron antes de que despertara. Luego devoraron la poca comida que tenían, se sentaron en silencio y esperaron.

Aunque el cielo era luminoso, su refugio estaba sumido en la oscuridad que proyectaba la estación. Al cabo de poco más de una hora llegaría el crepúsculo, seguido muy de cerca por la noche.

Hablaron en voz baja. Andrej despertó y volvió a hacer sus ruidos, al tiempo que lanzaba miradas horrorizadas a su alrededor y suplicaba que lo liberasen, pero Isaac lo miró con ojos demasiado cansados y desdichados como para sentir culpa.

A las siete en punto se escuchó el ruido de alguien que trasteaba con la puerta, ampollada a causa del calor. Resultó audible de inmediato sobre el traqueteo callejero proveniente del Cuervo. Isaac sacó su pistola e indicó a Yagharek con un gesto que guardara silencio.

Era Derkhan, exhausta y sucia, el rostro manchado de polvo y grasa. Contuvo el aliento mientras entraba por la puerta y la cerraba detrás de sí, y entonces, al dejarse caer sobre ella, exhaló un suspiro sollozante. Avanzó y le estrechó la mano a Isaac y luego a Yagharek. Ellos la saludaron con murmullos.

—Creo que alguien está vigilando este lugar —dijo Derkhan con voz teñida de urgencia—. Está bajo el toldo del estanco del otro lado de la calle, vestido con una capa verde. No he podido verle la cara.

Isaac y Yagharek se pusieron tensos. El garuda se deslizó bajo la ventana tapiada y acercó su ojo de ave a un agujero en uno de los tablones. Exploró la calle situada frente a la ruina.

—Ahí no hay nadie —dijo con voz neutra. Derkhan se acercó y miró por el agujero.

—Puede que no estuviera haciendo nada —dijo ella al fin—. Pero me sentiría más segura un piso o dos más arriba, por si oímos llegar a alguien.

Era mucho más fácil moverse ahora que Isaac podía obligar a Andrej a avanzar a punta de pistola sin miedo a ser visto. Subieron por las escaleras, dejando huellas en los peldaños cubiertos de carbonilla.

En el piso más alto las ventanas no estaban cubiertas por cristal o madera y podían contemplar, al otro lado de un corto trecho de pizarra, el escalonado monolito de la estación. Esperaron hasta que la oscuridad del cielo se hizo más densa. Por fin, bajo el parpadeo tenue de los chorros de gas de color naranja, Yagharek salió por la ventana y se dejó caer con suavidad frente al muro cubierto de moho que había más allá. Recorrió sigilosamente los apenas dos metros que lo separaban de la ininterrumpida sucesión de tejados que a su vez conectaba el puñado de edificios a la línea Dexter y la estación de la calle Perdido. Esta se alzaba, pesada y enorme, hacia el oeste, moteada por racimos irregulares de luces, como una constelación confinada a la tierra.

Yagharek era una figura apenas visible en el perfil de la ciudad. Escudriñó el paisaje de chimeneas y tejas de pizarra. Nadie lo estaba vigilando. Se volvió hacia la oscura ventana y les indicó a los demás que lo siguieran.


Andrej era viejo, tenía el cuerpo rígido y le resultaba difícil caminar por los estrechos caminos que seguían. No podía superar los saltos de metro y medio que de tanto en cuanto habían de atravesar. Isaac y Derkhan lo ayudaban, sosteniéndolo o sujetándolo con una gentil y macabra asistencia mientras su compañero le apuntaba al cerebro con el arma.

Le habían desatado los miembros para que pudiese caminar y trepar, pero habían dejado la mordaza en su lugar para acallar sus sollozos y gemidos.

El anciano avanzaba tambaleándose, confuso y miserable como un alma en la antesala del Infierno, acercándose más y más a su inevitable fin con pasos agonizantes.

Los cuatro recorrían aquel paisaje de tejados que discurría paralelo a la línea Dexter. Pasaron junto a ellos en ambas direcciones unos trenes de hierro que aullaban y expulsaban grandes bocanadas de humo mugriento a la luz menguante. Continuaron lentamente su marcha, hacia la estación que se erguía frente a ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que la naturaleza del terreno cambiara. Los tejados en ángulo cedieron su lugar conforme la masa de la estación se alzaba a su alrededor. Ahora tenían que utilizar las manos para avanzar. Se abrieron camino por pequeños caminos de hormigón, rodeados por muros cubiertos de ventanas; se agacharon bajo enormes portillas y tuvieron que subir cortas escalerillas que serpenteaban entre torres achaparradas. La maquinaria oculta hacía zumbar el enladrillado. Para ver el tejado de la estación de la calle Perdido ya no tenían que mirar hacia delante, sino hacia arriba. Habían atravesado la nebulosa frontera en la que terminaban las calles de casas adosadas y comenzaban las primeras estribaciones de la estación.

Trataron de no tener que trepar, arrastrándose alrededor de los bordes de promontorios de ladrillo semejantes a dientes afilados y siguiendo accidentales pasajes. Isaac empezó a mirar en derredor de forma intermitente, nerviosa. El pavimento había desaparecido tras una elevación de tejados y chimeneas que tenía a la derecha.

—Guardad silencio y tened cuidado —susurró—. Podría haber guardias.

Desde el nordeste, una curva hendida en la alargada silueta de la estación era una calle que se aproximaba a ellos, medio cubierta por el edificio. Isaac la señaló.

—Allí —susurró—. La calle Perdido.

Trazó su línea con la mano. Un poco más adelante se intersecaba con la Vía Cefálica, en la dirección en la que ellos estaban caminado.

—Donde se encuentran —susurró—. Ese es el lugar convenido. Yag… ¿puedes ir?

El garuda se alejó corriendo hacia la parte trasera de un alto edificio situado unos pocos metros delante de ellos, donde una serie de canalones cubiertos de herrumbre formaban una escalera inclinada hasta el suelo.

Isaac y Derkhan avanzaron con lentitud, empujando a Andrej delante de ellos con las pistolas. Cuando llegaron a la intersección de las dos calles se sentaron pesadamente y esperaron.

Isaac levantó la mirada hacia el cielo, donde solo las nubes más altas recibían ya los rayos del sol. Bajó la vista y contempló la miseria de Andrej y la mirada suplicante que arrugaba el rostro del anciano. Por todas partes empezaban a escucharse los ruidos nocturnos de la ciudad.

—Aún no hay pesadillas —murmuró Isaac. Levantó la vista hacia Derkhan y extendió la mano como si estuviera comprobando si llovía—. No siento nada. Todavía no deben de haber salido.

—Puede que se estén lamiendo las heridas —dijo ella con aire sombrío—. Puede que no vengan y todo esto… —sus ojos parpadearon y se posaron momentáneamente sobre Andrej—… todo esto no sirva de nada.

—Vendrán —dijo Isaac—. Eso te lo prometo —no estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que las cosas fueran mal. No estaba dispuesto a admitir la derrota.

Guardaron silencio durante un minuto. Isaac y Derkhan se percataron simultáneamente de que los dos estaban observando a Andrej. Este respiraba lentamente mientras sus ojos pestañeaban, moviéndose de acá para allá. Su miedo se había convertido en una presencia paralizante. Podríamos quitarle la venda, pensó Isaac, y no gritaría… pero entonces podría hablar. Dejó la venda en su lugar. Se escuchó un ruido de arañazos cerca de ellos. Con calmada velocidad, Isaac y Derkhan levantaron sus armas. La cabeza emplumada de Yagharek emergió desde detrás de la arcilla y bajaron los brazos. El garuda se dirigió hacia ellos cruzando la agrietada extensión del tejado. Transportaba sobre el hombro un gran rollo de cable.

Isaac se puso en pie para abrazarlo mientras caminaba encorvado.

— ¡Lo has conseguido! —siseó—. ¡Estaban esperando!

—Empezaban a ponerse nerviosos —dijo Yagharek—. Llegaron por las alcantarillas hace una hora más o menos: tenían miedo de que nos hubiesen capturado o matado. Este es el extremo del cable —dejó caer el rollo delante de ellos. Era más delgado que muchas de las otras secciones, de unos seis centímetros de sección, con un revestimiento de goma fina. Debían de quedar unos veinte metros, desparramados en tensas espirales junto a sus tobillos.

Isaac se arrodilló para examinarlo. Derkhan, la pistola todavía apuntando al acobardado Andrej, lo contempló con la mirada entornada.

— ¿Está conectado? —preguntó—. ¿Funciona?

—No lo sé —dijo Isaac con voz entrecortada—. No lo averiguaremos hasta que lo conecte, hasta que cierre el circuito —levantó el cable y se lo cargó sobre el hombro— No hay tanto como yo esperaba —dijo—. No vamos a poder acercarnos mucho al centro de la estación de Perdido —miró a su alrededor y frunció los labios. No importa, pensó. La elección de la estación no era más que la excusa para el Consejo, para salir del vertedero y alejarse de él antes de… la traición. Pero descubrió que deseaba poder llegar hasta el corazón mismo de la estación, como si de hecho hubiera un poder real contenido en sus ladrillos. Señaló en dirección sudeste, un poco más allá, hacia lo alto de una pequeña ladera formada por tejadillos de lados inclinados y extremos superiores planos. Se extendían como una exagerada escalera de pizarra dominada por un muro enorme de hormigón, desnudo y sucio. La pequeña estribación de altozanos de tejado terminaba a unos quince metros por encima de ellos, en lo que Isaac esperaba que fuera una superficie llana. El enorme muro de hormigón en forma de «L» que se elevaba unos siete metros más sobre ella la contenía en dos de sus lados.

—Allí —dijo Isaac—. Allí es a donde nos dirigimos.

50

A medio camino de los tejados escalonados, Isaac y sus compañeros perturbaron a alguien.

Se produjo de pronto un escandaloso sonido, una voz embriagada. Isaac y Derkhan buscaron a tientas sus pistolas, en un movimiento nervioso. Era un borracho harapiento, que se levantó con inhumana agilidad y desapareció a toda velocidad pendiente abajo. Detrás de él revolotearon jirones de ropa destrozada.

Después de eso, Isaac empezó a reparar en los habitantes del tejado de la estación. Pequeñas fogatas chisporroteaban en patios secretos, cuidadas por figuras oscuras y hambrientas. Hombres que dormían acurrucados en las esquinas, al pie de antiguas torres. Era una sociedad alternativa, atenuada. Pequeñas tribus de vagabundos que vivaqueaban. Una ecología por completo diferente.

Muy por encima de las cabezas de la gente de los tejados, los hinchados aeróstatos recorrían pesados el cielo. Depredadores ruidosos. Mugrientas motas de luz y oscuridad que se movían de forma inquieta bajo el manto de la noche.

Para alivio de Isaac, la zona situada en lo alto de la colina de tejados era llana y medía unos cinco metros cuadrados. Lo bastante grande. Sacudió el arma para indicarle a Andrej que se sentara, cosa que el anciano hizo, dejándose caer lenta y precipitadamente en la esquina más lejana. Se acurrucó sobre sí mismo y se abrazó las rodillas.

—Yag —dijo Isaac—. Vigílalo, amigo —Yagharek soltó el extremo final del cable que había estado transportando y montó guardia en el borde del pequeño espacio abierto, mirando hacia abajo a lo largo del gradiente del masivo tejado. Isaac se tambaleó bajo el peso del saco. Lo dejó en el suelo y empezó a descargar su contenido.

Tres cascos acristalados, uno de los cuales se puso. Derkhan tomó otro y le dio un tercero a Yagharek. Cuatro motores analíticos del tamaño de grandes máquinas de escribir. Dos grandes baterías, químico-taumatúrgicas. Otra batería, esta un modelo de metarrelojería de diseño khepri. Varios cables de conexión. Dos grandes cascos de comunicación, del tipo utilizado en Isaac por el Consejo de los Constructos para atrapar a la primera polilla. Antorchas. Pólvora negra y munición. Un haz de tarjetas de programación. Un puñado de transformadores y convertidores taumatúrgicos. Circuitos de cobre y peltre de propósito desconocido. Pequeños motores mecánicos y dinamos.

Todo estaba estropeado. Abollado, agrietado y sucio. Era una triste visión. No parecía nada. Basura.

Isaac se agachó junto a ello y empezó a prepararse.


Su cabeza se tambaleaba bajo el peso del casco. Conectó dos de los motores de cálculo para convertirlos en una red poderosa. Entonces empezó una tarea mucho más complicada: conectar las demás piezas en un circuito coherente.

Los motores mecánicos estaban unidos a los cables y estos a los motores analíticos, más grandes. Revisó las entrañas del otro motor, comprobando ajustes sutiles. Había cambiado su circuitería. Las válvulas de su interior ya no eran solo interruptores binarios. Estaban sintonizadas especifica y cuidadosamente a todo lo incierto y lo cuestionable; las áreas grises de la matemática de crisis.

Introdujo pequeños enchufes en los receptores y conectó el motor de crisis a las dinamos y transformadores que convertían una asombrosa forma de energía en otra. Un circuito insólito y dislocado empezó a desperdigarse por el pequeño espacio plano del tejado.

La última cosa que extrajo del saco y conectó a la extendida maquinaria era una caja de latón negro toscamente soldado, del tamaño aproximado de un zapato. Tomó el extremo del cable, el enorme trabajo de ingeniería guerrillera que se extendía a lo largo de más de tres kilómetros, hasta la enorme inteligencia oculta del vertedero en el Meandro Griss. Desenrolló hábilmente los extremos de los alambres y los conectó a la caja negra. Levantó la vista hacia Derkhan, que lo estaba observando mientras apuntaba con la pistola a Andrej.

—Esto es un rompiente —dijo—, una válvula circuito. Solo fluye en un sentido. Estoy cortando el acceso del Consejo a todo esto —dio unas palmadas a las diversas piezas del motor de crisis. Derkhan asintió con lentitud. El cielo se había vuelto negro por completo. Isaac levantó la mirada hacia ella y frunció los labios—. No podemos dejar que esa cosa de mierda acceda al motor de crisis. Tenemos que evitarlo —le explicó mientras conectaba los dispares componentes de la máquina—. ¿Recuerdas lo que nos dijo? ¿Que el avatar era un cuerpo que había sacado del río? ¡Y una mierda! Ese cuerpo está vivo… carece de mente, sí, pero el corazón late y los pulmones respiran aire. El Consejo de los Constructos tuvo que sacarle el cerebro a ese cuerpo mientras aún estaba vivo. Esa es la cuestión. Si no fuera así, simplemente se pudriría. No sé… puede que fuera un miembro de esa congregación demente que se ofreciera en sacrificio, puede que fuera algo voluntario. Pero puede que no. Sea como sea, al Consejo no le preocupa asesinar a seres humanos o de otras especies si eso le es… útil. Carece de empatia y de moral —continuó Isaac mientras empujaba con fuerza una resistente pieza de metal—. No es más que una… una inteligencia calculadora. Costes y beneficios. Está tratando de… maximizarse. Hará lo que sea necesario… nos mentirá, nos matará, para incrementar su poder.

Isaac se detuvo un momento y miró a Derkhan.

—Y tú sabes —dijo con voz suave— que esa es la razón de que quiera el motor de crisis. No dejaba de pedirlo. Eso me hizo pensar. Para eso sirve esto —dio unas palmaditas a la válvula circuito—. Si conectara directamente al Consejo, él podría obtener retroalimentación del motor, hacerse con su control. No sabe que estoy utilizando esto, razón por la cual está tan interesado en que lo conectemos. No sabe cómo fabricar su propio motor: te apuesto el culo de Jabber a que por eso está tan interesado en nosotros. Dee, Yag, ¿sabéis lo que este motor puede hacer? Quiero decir, es un prototipo… pero si funciona como debería, si entrarais en su interior, vierais el diseño, lo hicierais más sólido, solventaseis los problemas… ¿sabéis lo que podría hacer? Todo —guardó silencio durante un momento mientras sus manos conectaban los cables—. Las crisis están por todas partes y si este motor puede detectar el campo, aprovecharse de él, canalizarlo… podrá hacerlo todo. Yo estoy limitado a causa de las matemáticas implicadas. Tienes que expresar en términos matemáticos lo que quieres que el motor haga. Para eso son las tarjetas de programación. Pero el puto cerebro del Consejo lo expresa todo de manera matemática. Si ese hijo de puta logra enlazarse con el motor de crisis, sus seguidores dejarán de estar locos. Porque, ¿sabéis que lo llaman el MecaDios? Bueno… pues si eso ocurre, tendrán razón.

Los tres guardaron silencio. Andrej movía los ojos de un lado a otro, sin comprender una sola palabra.

Isaac trabajaba en silencio. Trataba de imaginarse la ciudad sometida al Consejo de los Constructos. Pensó en él, conectado al pequeño motor de crisis, construyendo más y más motores de una escala cada vez mayor, conectándolos a su propio tejido, alimentándolos con su propia potencia taumatúrgica y elictroquímica y de vapor. Válvulas monstruosas martilleando en las profundidades del vertedero, doblando y sangrando el tejido de la realidad con la facilidad de un pezón hilador de la Tejedora, al servicio de la voluntad de una inteligencia vasta y fría, puro cálculo consciente, caprichosa como un bebé.

Acarició la válvula circuito, la sacudió ligeramente y rezó para que su mecanismo fuera sólido.


Isaac suspiró y extrajo el grueso haz de tarjetas de programación que el Consejo había impreso. Cada una de ellas estaba marcada con la tambaleante letra de máquina de escribir del Consejo. Isaac levantó la mirada con aire burlón.

—Todavía no son las diez, ¿verdad? —dijo. Derkhan sacudió la cabeza—. Aún no hay nada en el aire, ¿no te parece? Las polillas no han salido todavía. Preparémonos para cuando lo hagan.

Bajó la vista y apretó los interruptores de dos de las baterías químicas. Los reactivos de su interior se mezclaron. El sonido de la efervescencia resultaba apenas audible; se produjo un súbito coro de válvulas castañeteantes y aumentos de tensión mientras la corriente empezaba a fluir. La maquinaria del tejado cobró vida con un brusco chasquido.

El motor de crisis empezó a zumbar.

—Solo está calculando —dijo Isaac nerviosamente mientras Derkhan y Yagharek se volvían hacia él—. Todavía no está procesando. Le estoy dando instrucciones.

Isaac empezó a alimentar cuidadosamente con las tarjetas de programación los diferentes motores analíticos que tenía frente a sí. La mayoría de ellas estaba destinada al propio motor dé crisis, pero otras correspondían a los circuitos subsidiarios de cálculo conectados a él por pequeños haces de cable. Isaac examinaba cada tarjeta, la comparaba con sus notas, garabateaba rápidos cálculos antes de introducirla en cualquiera de las ranuras de entrada.

Los motores despedían un escándalo mientras sus finas dentaduras de trinquetes se deslizaban sobre las tarjetas y mordían las perforaciones cuidadosamente realizadas; las instrucciones, las órdenes y la información se descargaban en sus cerebros analógicos. Isaac procedía con lentitud, aguardaba hasta sentir el clic que marcaba que el procesamiento había tenido éxito antes de sacar la tarjeta e introducir la siguiente.

Tomaba notas, mensajes incomprensibles garabateados para sí mismo sobre trozos desgarrados de papel. Respiraba con rapidez.

Empezó a llover de forma repentina. Eran gotas gruesas y untuosas que caían de forma indolente y estallaban al tocar el suelo, espesas y cálidas como el pus. La noche era muy cerrada y las glutinosas nubes de tormenta contribuían a ello todavía más. Isaac trabajaba deprisa, sintiendo de pronto los dedos muy torpes, muy grandes.

Flotaba en el ambiente una sensación de resistencia, un peso que se prendía del espíritu y empezaba a saturar los huesos. La percepción de lo insólito, de lo terrible y de lo oculto, que se cernía sobre ellos como si lo hiciese desde dentro, una hinchada nube de tinta que ascendía desde las profundidades de la mente.

—Isaac —dijo Derkhan mientras se le rompía la voz—, tienes que darte prisa. Está empezando.


Un enjambre de sensaciones de pesadilla descendía tamborileando entre ellos junto con la lluvia.

—Están despiertas y han salido —dijo Derkhan, aterrorizada—. Están cazando. Han salido. Deprisa, tienes que darte prisa…

Isaac asintió sin decir nada y continuó con lo que estaba haciendo, al tiempo que sacudía la cabeza como si con ese gesto pudiera dispersar el empalagoso miedo que se había apoderado de él. ¿Dónde está la puta Tejedora?

—Alguien nos está observando desde abajo —dijo Yagharek repentinamente—, algún vagabundo que no ha salido huyendo. No se mueve.

Isaac volvió a levantar la mirada y luego devolvió su atención al trabajo.

—Coge mi pistola —siseó—. Si se acerca, haz un disparo de advertencia. Confiemos en que mantenga la distancia —sus manos se apresuraban a girar, a conectar, a programar. Pulsó códigos numéricos en tableros digitales y metió tarjetas perforadas en las ranuras—. Casi está —murmuró—. Casi está.

La sensación de premura nocturna, de estarse deslizando hacia un sueño amargo, se incrementaba.

—Isaac… —siseó Derkhan. Andrej se había sumido en una especie de sopor aterrorizado y exhausto y comenzó a gemir y a balancearse, los ojos muy abiertos y empapados de cansina vaguedad.

— ¡Hecho! —exclamó Isaac y retrocedió un paso.

Sobrevino un momento de silencio. El entusiasmo de Isaac se disipó rápidamente.

— ¡Necesitamos a la Tejedora! —dijo—. Se suponía que… ¡Dijo que estaría aquí! No podemos hacer nada sin ella…


No podían hacer nada salvo esperar.

El hedor de la pervertida imaginería onírica crecía y crecía, y por toda la ciudad, en lugares fortuitos, empezaron a escucharse aullidos breves, conforme el sufrimiento de los durmientes en su sueño les hacía gritar su miedo o su desafío. La lluvia se hizo más intensa, hasta que el suelo de hormigón estuvo resbaladizo. Isaac trató de cubrir con el grasiento saco algunas secciones del circuito de crisis, moviéndose presa de la agitación, en un vano intento por proteger su máquina del agua.

Yagharek contemplaba el resplandeciente paisaje de los tejados. Cuando su cabeza estuvo demasiado llena de sueños terroríficos y empezó a tener miedo de lo que pudiera ver, giró sobre sus talones y empezó a observar a través de los cristales de su casco. Seguía vigilando la figura tenue e inmóvil que esperaba allá abajo.

Isaac y Derkhan arrastraron a Andrej para acercarlo un poco al circuito (de nuevo con aquella gentileza horripilante, como si estuvieran preocupados por su bienestar). Bajo el arma de Derkhan, Isaac volvió a atar las manos y las piernas del anciano y le colocó en la cabeza uno de los cascos de comunicador. No le miró a la cara.


El casco estaba ajustado. Junto a la salida ensanchada de la parte alta, tenía tres entradas. Una de ellas lo conectaba con el segundo casco. Otra estaba enlazada a través de varios cables enmarañados a los cerebros calculadores y los generadores del motor de crisis.

Isaac limpió el agua de lluvia sucia de la tercera de las conexiones y enchufó en ella el grueso cable que se extendía desde la válvula circuito, unido a la cual estaba el grueso cable que se extendía hasta llegar al Consejo de los Constructos, al sur del río. La corriente podía fluir desde el cerebro analítico del Consejo hasta el casco de Andrej, pasando a través del interruptor de una sola dirección.

—Eso es, eso es —dijo Isaac con voz tensa—. Ahora solo necesitamos a la puta Tejedora…


Pasó otra media hora de lluvia y crecientes pesadillas antes de que las dimensiones del paisaje de tejados se rasgaran y se agitaran salvajemente y pudiera oírse el canturreante monólogo de la Tejedora:

…MIENTRAS TÚ Y YO CONCURRÍAMOS EL GORDO EMBUDO-ESPACIO EL COÁGULO DEL CENTRO DE TELACIUDAD NOS VE ENGORDAR… en el interior de sus cráneos; la enorme araña atravesó con suavidad el desgarro que pendía del aire y danzó hacia ellos, enanos en comparación con su resplandeciente cuerpo.

Isaac dejó escapar un suspiro agudo, un afilado gemido de alivio. Su mente trepidaba con la maravilla y el terror que inducía la Tejedora.

— ¡Tejedora! —exclamó—. ¡Ayúdanos ahora! —tendió el otro casco comunicador hacia la extraordinaria presencia.

Andrej había levantado la mirada y trataba de apartarse, sumido en un paroxismo de terror. Los ojos sobresalían de las órbitas a causa de la presión de la sangre, y empezó a vomitar dentro de la máscara. Se arrastró tan rápidamente como pudo hacia la cornisa del tejado, impelido por un terrible miedo inhumano que sacudía su cuerpo.

Derkhan lo sujetó y lo sostuvo en su lugar. Él ignoró su arma, los ojos vacíos de todo lo que no fuera la vasta araña que se cernía sobre él con movimientos lentos y portentosos. Derkhan podía someterlo con facilidad. Sus gastados músculos se flexionaban y se retorcían en vano. Ella lo arrastró de vuelta y lo inmovilizó.

Isaac no los miraba. Le tendió el casco a la Tejedora, suplicante.

—Necesitamos que te pongas esto —dijo—. ¡Póntelo ya! Podemos acabar con todas. Dijiste que nos ayudarías… a reparar la tela… por favor.

La lluvia tamborileaba sobre el duro caparazón de la Tejedora. Cada segundo más o menos, una o dos gotas al azar crepitaban violentamente y se evaporaban al entrar en contacto con ella. La Tejedora seguía hablando, como siempre, un murmullo inaudible que Isaac y Derkhan y Yagharek no podían comprender.

Alargó las patas, tomó el casco con sus manos suaves, humanas, y se lo colocó sobre la segmentada cabeza.

Isaac cerró los ojos con un alivio breve y exhausto y luego volvió a abrirlos.

— ¡No te lo quites! —siseó—. ¡Ajústatelo!

Con dedos que se movían con tanta elegancia como los de un maestro sastre, la araña lo hizo.

…HARÁS COSQUILLAS Y BROMAS… farfullaba de forma ininteligible… COMO LAS CRÍAS PENSANTES GOTEAN POR METAL CHAPOTEANTE Y MEZCLAN EN EL FANGO MI CÓLERA MI ESPEJO UNA MIRÍADA DE BURBUJAS DE FORMAS DE ONDAS CEREBRALES QUE EXPLOTAN Y TEJEN PLANES MÁS Y MÁS Y MÁS AÚN MI INGENIOSO MAESTRO ARTESANO…

Y mientras la Tejedora continuaba canturreando con proclamas incomprensibles y oníricas, Isaac vio que la última de las correas se tensaba bajo sus terroríficas mandíbulas: giró los interruptores que abrían las válvulas del casco de Andrej y apretó la sucesión de palancas que hacían funcionar toda la potencia de procesamiento de las calculadoras analíticas y el motor de crisis. Retrocedió.


Corrientes extraordinarias recorrieron a toda velocidad la maquinaria que había frente a ellos.

Se produjo un momento de inmovilidad casi total, en el que incluso la lluvia pareció detenerse.

Chispas de colores diversos y extraordinarios saltaron de las conexiones.

Un arco masivo de potencia tensó de pronto por completo el cuerpo de Andrej. Una corona de luz inestable lo rodeó durante un instante. El asombro y el miedo cristalizaban su cuerpo.

Isaac, Derkhan y Yagharek lo observaban, paralizados.

Mientras las baterías enviaban grandes esputos de partículas cargadas y aceleradas por el intrincado circuito, flujos de potencia y órdenes procesadas interactuaban en complejos bucles de retroalimentación, un drama infinitamente veloz que se desarrollaba a escala femtoscópica.

El casco de comunicaciones empezó su labor, absorbiendo las emanaciones de la mente de Andrej y amplificándolas en un flujo de taumaturgones y ondas. Recorrieron el circuito a la velocidad de la luz y se encaminaron hacia el embudo invertido que las enviaría en silencio hacia el éter.

Pero fueron desviadas.

Fueron procesadas, leídas, matematizadas por el ordenado martilleo de diminutas válvulas e interruptores.

Al cabo de un momento infinitamente pequeño, dos nuevas emisiones de energía irrumpieron en el circuito. Primero vino la que procedía de la Tejedora, fluyendo en tropel desde el casco que llevaba. Una diminuta fracción de segundo más tarde, llegó con un chispazo la corriente del Consejo de los Constructos, a través del tosco cable que los comunicaba con el vertedero del Meandro Griss, dando tumbos arriba y abajo por las calles, a través de las válvulas-circuito en un gran despliegue de potencia, hasta los circuitos del casco de Andrej.


Isaac había visto cómo las polillas asesinas babeaban y pasaban sus lenguas indiscriminadamente por el cuerpo de la Tejedora. Las había visto embriagadas, pero no saciadas.

Todo el cuerpo de la Tejedora emanaba ondas mentales, se había dado cuenta de ello, pero no eran como las de ninguna otra raza inteligente. Las polillas asesinas lamían ansiosamente y probaban su sabor… pero no encontraban sustento en ella.

La Tejedora pensaba en un continuo, incomprensible, giratorio torrente de consciencia. No había capas en su mente, no había ego que controlase las funciones inferiores ni córtex animal que mantuviera la mente asentada. Para la Tejedora, no había sueños durante la noche, no había mensajes ocultos provenientes de las esquinas secretas de la mente, no había limpieza a fondo de la basura acumulada con el material sobrante de una consciencia ordenada. Para la Tejedora, el sueño y la vigilia eran una misma cosa. La Tejedora soñaba con ser consciente y su consciencia era su sueño, en una interminable e insondable sucesión de imagen, deseo, cognición y emoción.

Para las polillas asesinas, era como la espuma de una bebida efervescente. Era embriagadora y deliciosa pero carecía de principio organizador, de sustrato. De sustancia. Aquellos sueños no bastaban para alimentarlas.

La extraordinaria ráfaga de la consciencia de la Tejedora irrumpió a través de los cables en los sofisticados motores.

Y justo detrás de ella vino el torrente de partículas proveniente del cerebro del Consejo de los Constructos.


En extremo contraste con el frenesí viral que lo había engendrado, el Consejo de los Constructos pensaba con estremecedora exactitud. Los conceptos se reducían a una multiplicidad de interruptores encendido-apagado, un solipsismo privado de alma que procesaba la información sin la complicación arcana de los deseos o la pasión. Una voluntad de existencia y engrandecimiento, desprovisto de toda psicología, una mente contemplativa e infinita, circunstancialmente cruel.

Para las polillas asesinas era completamente invisible, pensamiento sin consciencia. Era carne sin sabor ni olor, calorías-pensamiento vacías, inconcebibles como nutrientes. Como cenizas.

Lamente del Consejo se derramó en la máquina… y hubo un momento de intensa actividad mientras se enviaban órdenes por las conexiones de cobre desde el vertedero, mientras el Consejo trataba de absorber de vuelta a sí la información y el control del motor. Pero el circuito rompeolas era sólido. El flujo de partículas solo se producía en un sentido.

Fue asimilado al pasar a través del motor analítico.

Se alcanzó un grupo de parámetros. Instrucciones complejas tamborilearon a través de las válvulas.

En el transcurso de un séptimo de segundo, había comenzado una rápida secuencia de actividad procesadora.

La máquina examinó la forma de la primera entrada x, la firma mental de Andrej.

Simultáneamente, dos órdenes subsidiarias se enviaron por los tubos y los cables. Modelo de forma de entrada y, decía una, y los motores cartografiaron la extraordinaria corriente mental de la Tejedora; Modelo de forma de entrada z, e hicieron lo mismo con las vastas y poderosas ondas cerebrales del Consejo de los Constructos. Los motores analíticos calcularon el factor de escala de la salida y se concentraron en los paradigmas, las formas.

Las dos líneas de programación se fundieron para conformar una orden terciaria: Duplicar forma de onda de entrada x con entradas y, z.

Los comandos eran extraordinariamente complejos. Dependían de las máquinas avanzadas de cálculo que había proporcionado el Consejo de los Constructos y la intrincación de sus tarjetas de programación.

Los mapas matemático-analíticos de la realidad (incluso simplificados e imperfectos, defectuosos como inevitablemente eran) se convirtieron en plantillas. Las tres fueron comparadas.

La mente de Andrej, como la de cualquier humano cuerdo, cualquier vodyanoi o khepri o cacto cuerdo o cualquier otra criatura inteligente, era una unidad de consciencia y subconsciencia sumida en una dialéctica constantemente convulsa, la supresión y canalización de los sueños y los deseos, la recurrente recreación de lo subliminal a través de lo contradictorio, el ego racional-caprichoso. Y viceversa. La interacción de diferentes niveles de consciencia para formar un todo inestable y en permanente estado de auto-renovación.

La mente de Andrej no era como la fría racionalización del Consejo ni como la poética oneiroconsciencia de la Tejedora.

x, reseñaron los motores, era diferente a y y diferente a z.

Pero, dotada de estructura subyacente y flujo subconsciente, de racionalidad calculadora y deseo impulsivo, de análisis auto-maximizador y carga emocional, x, calcularon los motores analíticos, era igual a y más z.

Los motores psicotaumatúrgicos siguieron las órdenes recibidas. Combinaron y con z. Crearon un duplicado de la forma de onda de xy la emitieron por la salida del casco de Andrej.

Los flujos de partículas cargadas que se vertían en el casco desde el Consejo y la Tejedora se añadieron para formar un único y vasto todo. Los sueños de la Tejedora, los cálculos del Consejo, se alearon para imitar un subconsciente y un consciente, la mente humana en funcionamiento. Los nuevos ingredientes eran más poderosos que las débiles emanaciones de Andrej en un factor de enorme magnitud. La inmensidad de este poder no menguó mientras la nueva y enorme corriente se precipitaba hacia la ensanchada trompeta que apuntaba al cielo.


Poco más de un tercio de segundo había pasado desde que el circuito hubiera cobrado vida. Mientras el enorme flujo combinado de y+z se precipitaba hacia la salida, se cumplió una nueva serie de condiciones. El propio motor de crisis se encendió lanzando chispazos.

Utilizó las inestables categorías de las matemáticas de crisis, al mismo tiempo una visión persuasiva y una categorización objetiva. Su método deductivo era holístico, totalizador e inconstante.

Mientras las exudaciones del Consejo y de la Tejedora reemplazaban al flujo de Andrej, el motor de crisis recibió la misma información que los procesadores originales. Rápidamente evaluó los cálculos que estos habían realizado y examinó el nuevo flujo. En su asombrosamente compleja inteligencia tubular, una masiva anomalía se hizo evidente. Algo que las funciones estrictamente aritméticas de los otros motores nunca hubieran podido descubrir.

Las formas de los flujos de datos sometidos a análisis no correspondían exactamente con la suma de sus partes constituyentes.

Tanto y como z eran todos unificados, coherentes. Y, lo que resultaba más crucial todavía, también lo era x, la mente de Andrej, el punto de referencia para todo el modelo. Y el hecho de que fueran totalidades era capital para la forma de cada una de ellas.

Las capas de la consciencia que contenía x dependían las unas de las otras, eran mecanismos interconectados de un motor de consciencia autoalimentado. Lo que aritméticamente podía discernirse como racionalismo más sueños era en realidad un todo, cuyas partes constitutivas no podían ser separadas.

Ni y ni z eran la mitad de un modelo de x. Eran cualitativamente diferentes.

El motor aplicó una rigurosa lógica de crisis a la operación original. Un comando matemático había creado la analogía aritmética perfecta de un código fuente obtenido a partir de material dispar, y esa analogía era al mismo tiempo idéntica y radicalmente divergente del original al que imitaba.

Tres quintas partes de segundo después de que el circuito hubiera cobrado vida, el motor de crisis llegó a dos conclusiones simultáneas: x era igual a y+z y x era distinto a y+z.

La operación llevada a cabo resultaba profundamente inestable. Era paradójica, imposible de sostener y en ella se derrumbaba la aplicación de la lógica.

El proceso estaba, desde los primeros principios absolutos del análisis, desde la elaboración de modelos y desde la conversión, profundamente preñado de crisis.


Una fuente masiva de energía de crisis fue descubierta al instante. El hallazgo de la crisis la liberó para que pudiera ser aprovechada: los pistones metafísicos se alargaron y convulsionaron y enviaron destellos controlados de la volátil energía a través de los amplificadores y los transformadores. Los circuitos subsidiarios se agitaron y trepidaron. El motor de crisis empezó a dar vueltas como una dinamo, chisporroteando de energía y despidiendo complejas cargas de cuasivoltaje.

El comando definitivo atravesó en forma binaria las entrañas del motor de crisis. Canalizar energía, decía, y amplificar la salida.


Justo menos de un segundo después de que la potencia hubiera recorrido los cables y los mecanismos, el flujo imposible y paradójico de las consciencias reunidas, el flujo combinado de Tejedora y Consejo, se concentró e irrumpió masivamente por el casco comunicador de Andrej.

Sus propias emanaciones, desviadas, discurrían por un bucle retroalimentador de referencia, siendo constantemente comparadas al flujo de y+z por los motores analógicos y el de crisis. Privadas de una salida, empezaron a sufrir escapes, pequeños y peculiares arcos de plasma taumatúrgico. Goteaban invisibles sobre el rostro contorsionado de Andrej, mezclándose con el chorro continuo de la emisión Tejedora/ Consejo.

La mayor parte de la inmensa e inestable consciencia creada brotaba de las pestañas del casco en enormes goterones. Una columna creciente de ondas mentales y partículas ardía sobre la estación y se elevaba hacia el cielo. Era invisible, pero Isaac y Derkhan y Yagharek podían sentirla, un hormigueo en la piel, un sexto y un séptimo sentidos que despedían un zumbido sordo como una tinnitus psíquica.

Andrej se retorcía y se convulsionaba con la potencia del proceso que lo estaba recorriendo. Su boca se movía. Derkhan apartó la mirada, llena de repugnancia culpable.

La Tejedora danzaba adelante y atrás sobre los estiletes de sus pies mientras emitía suaves gemidos y tamborileaba sobre su casco.

—Cebo… —exclamó Yagharek con dureza, y se apartó del flujo de energía.

—Apenas acaba de empezar —gritó Isaac sobre el estruendo de la lluvia.

El motor de crisis zumbaba y se estaba calentando, mientras absorbía recursos enormes y cada vez mayores. Enviaba oleadas de corriente transformadora a través de los cables aislantes en dirección a Andrej, que se agitaba y se zarandeaba presa del terror y de la agonía.

El motor drenaba la energía de la inestable situación y la canalizaba, obedeciendo sus instrucciones, derramándola en una forma transmutadora sobre el flujo Tejedora/Consejo. Alimentándolo. Incrementando su intensidad, su alcance y su potencia. Y volviendo a incrementarla.

Comenzó un bucle de retroalimentación. El flujo artificial se hacía más fuerte; y como una enorme torre fortificada sobre unos cimientos inestables, el incremento de su masa lo hacía más precario. Su ontología paradójica se volvía más frágil conforme aumentaba la potencia del flujo. La crisis se agudizaba. La potencia transformadora del motor aumentaba exponencialmente; alimentaba el flujo mental; la crisis volvía a intensificarse…


El hormigueo de la piel de Isaac empeoró. Una nota parecía estar sonando en su cráneo, un pitido que incrementaba su agudeza como si algo muy cercano estuviera dando vueltas y más vueltas, fuera de control.

Se encogió.

…BUENA PENA Y GRACIA FUENTE QUE SE DERRAMA COBRA MENTE PERO MENTE ES NO MENTE… continuaba murmurando la TEJEDORA… UNO Y UNO EN UNO NO SERVIRÁ PERO ESTO ES UNO Y DOS A LA VEZ GANAREMOS CÓMO GANAREMOS QUÉ HERMOSO…

Mientras Andrej se estremecía como la víctima de una tortura bajo la siniestra lluvia, la potencia que recorría su cabeza y se vertía al cielo ganaba en intensidad y se incrementaba a un ritmo terrorífico, geométrico. Era un proceso invisible pero podía sentirse: Isaac, Derkhan y Yagharek se apartaron de la convulsa figura tanto como se lo permitía el pequeño espacio. Sus poros se abrían y se cerraban, su pelo o sus plumas se erizaban violentamente por toda su piel.

Y mientras tanto, el bucle de crisis continuó y la emanación se incrementó, hasta que casi resultó visible, un brillante pilar de éter perturbado de setenta metros de altura, que hacía que la luz de las estrellas y la de los aeróstatos se combara de forma imprecisa a su alrededor mientras se erguía como un invisible infierno sobre la ciudad.

Isaac se sentía como si sus encías se estuviesen pudriendo, como si sus dientes estuviesen tratando de escapar de sus mandíbulas.

La Tejedora continuaba danzando, extasiada.

Un enorme faro ardía en el éter. Una enorme columna de energía, rápidamente creciente, una consciencia fingida, el mapa de una mente falsificada que se hinchaba y engordaba en una terrible curva de aumento, imposible y vasta en aquel lugar, el portento de un dios inexistente.


Por toda Nueva Crobuzon, más de novecientos de los mejores comunicadores y taumaturgos de la ciudad se detuvieron y se volvieron repentinamente en dirección al Cuervo, los rostros arrugados de confusión y nebulosa alarma. Los más sensitivos se llevaron las manos a la cabeza y gimieron con inexplicable dolor.

Doscientos siete de ellos empezaron a farfullar un galimatías compuesto de códigos numerológicos y poesía exuberante. Ciento cincuenta y cinco sufrieron hemorragias nasales masivas, dos de las cuales, imposibles de contener, acabarían por resultar fatales.

Once, que trabajaban para el gobierno, arañaron las mesas de sus talleres en lo alto de la Espiga y corrieron, mientras trataban en vano de contener con pañuelos y papeles el fluido sanguinolento que se derramaba por sus narices y orejas, hacia la oficina de Eliza Stem-Fulcher.

— ¡La estación de la calle Perdido! —fue todo lo que pudieron decir. Lo repitieron como idiotas durante varios minutos a la secretaria de Interior y al alcalde, que se encontraba con ella, mientras los sacudían con frustración, los labios temblando en busca de otros sonidos, y manchaban de sangre los inmaculados trajes a medida de sus jefes.

— ¡La estación de la calle Perdido!

Muy arriba, sobre las amplias y desiertas calles de Chnum, planeando lentamente junto a las torres del templo de Cuña del Alquitrán, rodeando el río sobre el Aullido y remontándose en toda su longitud sobre los depauperados suburbios del Cantizal, se movían unos cuerpos complejos.

Con desplazamientos lentos y lenguas babeantes, las polillas asesinas buscaban presas.

Estaban hambrientas, ansiosas por darse un festín y preparar sus cuerpos y volver a procrear. Debían cazar.

Pero en cuatro súbitos, idénticos y simultáneos movimientos (separados por kilómetros en diferentes cuadrantes de la ciudad) las cuatro polillas asesinas levantaron la cabeza mientras volaban.

Batieron sus complejas alas y frenaron su marcha, hasta que estuvieron casi inmóviles en el aire. Cuatro rezumantes lenguas se desenroscaron y lamieron el aire.

En la lejanía, sobre el horizonte que brillaba con manchones de luz sucia, en los exteriores de la masa central de edificios, una columna se elevaba desde el suelo. Crecía y crecía mientras ellas lamían y saboreaban, y empezaron a aletear frenéticas conforme el aire les traía el aroma, el olor suculento de aquello que hervía y se arremolinaba en el éter.

Las demás fragancias y esencias de la ciudad se disiparon en la nada. Con asombrosa velocidad, el extraordinario rastro dobló su intensidad, y excitó a las polillas asesinas hasta volverlas locas.

Una por una emitieron un gorjeo de asombrada y deleitada codicia, un anhelo que no conocía límites.

Desde los extremos de la ciudad, desde los cuatro puntos cardinales, convergieron en un frenesí de batir de alas, cuatro cuerpos famélicos, exultantes y poderosos que descendían para alimentarse.


Hubo una diminuta emisión de luces en la pequeña consola. Isaac se aproximó lentamente, con el cuerpo encorvado, como si pudiera agacharse bajo el faro de energía que emanaba desde el cráneo de Andrej. El anciano se convulsionaba y se retorcía en el suelo.

Isaac tuvo mucho cuidado de no mirar su cuerpo despatarrado. Consultó la consola, tratando de encontrarle sentido al leve juego de luces de los diodos.

—Creo que es el Consejo de los Constructos —dijo por encima del monótono sonido de la lluvia—. Está enviando instrucciones para tratar de rodear la barrera, pero no creo que lo consiga. Esto es demasiado simple para él —dijo, mientras daba una palmaditas a la válvula circuito—. No hay nada de cuyo control pueda apoderarse —Isaac se imaginó una lucha en las femtoscópicas autopistas del cableado.

Levantó la mirada.

La Tejedora lo ignoraba, a él y a todos los demás, mientras tamborileaba con sus pequeños dedos contra el resbaladizo hormigón en ritmos complicados. Su baja voz resultaba incomprensible.

Derkhan estaba observando a Andrej con cansancio asqueado. Su cabeza se movía lentamente de adelante atrás como si el oleaje la estuviera balanceando. Movía la boca. Hablaba en una lengua muda. No te mueras, pensó Isaac fervientemente mientras miraba al malogrado anciano, viendo cómo se contorsionaba su rostro, sacudido por la extraña retroalimentación, no puedes morir todavía. Tienes que aguantar.

Yagharek, que estaba de pie, señaló repentinamente hacia lo alto, hacia un lejano cuadrante del cielo.

—Han cambiado su rumbo —dijo simplemente. Isaac levantó la mirada y vio lo que Yagharek les estaba indicando.

Muy lejos, a medio camino desde el extremo de la ciudad, tres de los dirigibles que flotaban a la deriva habían virado a propósito. Apenas eran visibles para el ojo humano, grumos negros contra el cielo de la noche, identificables tan solo por sus luces de navegación. Pero resultaba evidente que su perezoso y fortuito movimiento había cambiado; que se estaban dirigiendo pesadamente hacia la estación de Perdido, convergiendo.

—Vienen a por nosotros —dijo Isaac. No sentía miedo, solo tensión y una extraña tristeza—. Se acercan. ¡Fosos de los dioses, mierda! Son casi las diez, tenemos quince minutos antes de que lleguen. Solo podemos confiar en que las polillas sean más rápidas.

—No. No —Yagharek estaba sacudiendo la cabeza con rápida violencia. La inclinó y movió rápidamente los brazos para indicarles que guardaran silencio. Isaac y Derkhan se quedaron paralizados. La Tejedora prosiguió con su demente monólogo, pero era algo lejano y amortiguado. Isaac rezó para que no se aburriese y desapareciese. El dispositivo, el simulacro de mente, la crisis, todo ello se vendría abajo.

A su alrededor la atmósfera se estaba ribeteando, partiéndose como piel vieja mientras la fuerza de aquella impensable y floreciente oleada de potencia continuaba creciendo.

Yagharek estaba completamente concentrado en escuchar por encima del rumor de la lluvia.

— Se acerca gente por el tejado —dijo con urgencia. Con un movimiento diestro sacó su látigo del cinturón. Su alargado cuchillo pareció bailar en su mano izquierda y se detuvo, brillando bajo las luces refractadas de sodio. De nuevo se había convertido en guerrero y cazador.

Isaac se puso en pie y sacó su pistola. Comprobó rápidamente que estuviera limpia y llenó la cazoleta de pólvora, tratando de protegerla de la lluvia. Buscó a tientas la pequeña bolsa que contenía las balas y su cuerno de pólvora. Su corazón, se percató, solo se había acelerado ligeramente.

Vio a Derkhan, que estaba preparándose también. Ella sacó sus dos pistolas y las comprobó con la mirada fría.

Sobre la llanura de tejados, quince metros por debajo de ellos, había aparecido una pequeña tropa de figuras vestidas con uniformes oscuros. Corrían nerviosamente entre los afloramientos de la arquitectura, haciendo traquetear sus picas y sus rifles. Debían de ser unos doce, los rostros invisibles tras los cascos reflectantes, equipados con armaduras segmentadas que aleteaban contra sus cuerpos y las sutiles insignias que indicaban su rango. Se dispersaron y empezaron a aproximarse a la pendiente de tejados desde diferentes ángulos.

—Oh, buen Jabber —Isaac tragó saliva—. Estamos jodidos.

Cinco minutos, pensó, presa de la desesperación. Eso es todo lo que necesitamos. Las polillas no podrán resistirse, ya se están dirigiendo hacia aquí, ¿no podríais haber tardado un poco más?

Los dirigibles seguían aproximándose más y más, pesados e inevitables.

La milicia había llegado al extremo inferior de la ladera de pizarra. Comenzaron a trepar, agachados, escondiéndose tras las chimeneas y las ventanas abuhardilladas. Isaac se apartó del borde sin perderlos de vista.

La Tejedora estaba pasando su dedo índice sobre el agua del tejado, dejando un rastro de piedra seca y chamuscada en forma de patrones y dibujos de flores, mientras seguía susurrando para sí. El cuerpo de Andrej se sacudía recorrido por la corriente. Sus ojos giraban en las órbitas de forma desconcertante.

—¡joder! —gritó Isaac, desesperado y furioso.

—Cierra la boca y pelea —siseó Derkhan. Se tendió sobre el suelo y se asomó cuidadosamente sobre el borde del tejado. Los soldados, muy bien entrenados, se encontraban demasiado cerca como para estar tranquilos. Apuntó y disparó con la mano izquierda.

Hubo una explosión súbita que pareció amortiguada por la lluvia. El oficial más próximo, que había ascendido casi la mitad de la pendiente, retrocedió tambaleándose mientras la bala golpeaba su armadura a la altura del pecho, rebotaba y se perdía en la oscuridad. Se balanceó momentáneamente sobre el borde del pequeño tejado-escalón en el que se encontraba y logró enderezarse. Mientras se relajaba y daba un paso hacia delante, Derkhan disparó su otra arma.

La placa del rostro del oficial se hizo añicos en una explosión sangrienta. Una nube de carne estalló en la parte trasera de su casco. Su rostro se hizo visible un instante, una mirada de asombro salpicada de fragmentos de cristal reflectante, cubierto por la sangre que brotaba de un agujero bajo su ojo derecho. Pareció saltar de espaldas como un campeón deportivo y descendió de forma elegante siete metros hasta chocar con un estruendo sordo contra la base del tejado.

Derkhan rugió triunfante y su grito se convirtió en palabras:

— ¡Muere, puerco! —bramó. Retrocedió para apartarse de la vista mientras una rápida salva de disparos destrozaba el ladrillo y la piedra que había encima y debajo de ella.

Isaac se dejó caer sobre cuatro patas a su lado y la miró. Resultaba imposible de asegurar en medio de la pesada lluvia, pero creía que estaba sollozando furiosamente. Ella se apartó rodando del borde del tejado para recargar sus pistolas. Advirtió la mirada de Isaac.

— ¡Haz algo! —le gritó.

Yagharek estaba de pie, un poco apartado del borde, porque se asomaba cada pocos segundos, esperando a que los hombres estuvieran al alcance de su látigo. Isaac avanzó a rastras y se asomó sobre el bordillo de la pequeña plataforma. Los hombres se estaban aproximando, ahora con más cautela, escondiéndose en cada nivel, sin dejarse ver, pero moviéndose a pesar de ello con increíble rapidez.

Isaac apuntó y disparó. Su bala impactó contra la pizarra sin hacer nada y manchó de polvo al soldado que marchaba en vanguardia.

— ¡Maldita sea! —siseó y retrocedió para recargar su arma. Una fría certeza de derrota se estaba apoderando de él. Había demasiados hombres y se acercaban demasiado deprisa. En cuanto la milicia llegase arriba, no tendrían defensa. Si la Tejedora acudía en su ayuda, perderían su cebo y las polillas asesinas escaparían. Podrían llevarse uno, dos o tres de los oficiales con ellos, pero no podrían escapar.

Andrej se sacudía arriba y abajo, arqueando la espalda y debatiéndose contra sus ligaduras. Los nervios entre los ojos de Isaac cantaban mientras el flujo de energía continuaba escaldando el éter. Los aeróstatos se estaban acercando. Isaac arrugó el rostro y se asomó por el borde de la plataforma. En la extensión quebrada de tejados que había debajo de ellos, los borrachos y los vagabundos se escabullían como animales asustados.

Yagharek chilló como un cuervo y señaló con el cuchillo.

Tras los soldados, en el aplanado paisaje de tejados que habían superado, una figura embozada surgió de una sombra, semejante a un eidolón, como si se hubiese materializado de la nada.

Su arremolinada capa despidió un destello verde botella.

Algo escupió intenso fuego y ruido desde la mano extendida de la figura, tres, cuatro, cinco veces. Isaac vio como un soldado, a medio camino de la pendiente, se inclinaba y se desplomaba en una fea cascada orgánica por toda la extensión de ladrillo. Mientras caía, dos hombres más se tambalearon y lo siguieron. Uno estaba muerto, la sangre se acumuló bajo su cuerpo tendido y se diluyó con la lluvia. El otro se arrastró unos metros y profirió un chillido horrendo desde debajo de la máscara mientras se llevaba las manos a sus sangrantes costillas.

Isaac contempló asombrado la escena.

— ¿Quién coño es ese? —gritó—. ¿Qué cono está pasando? —debajo de ellos, su misterioso benefactor se había cobijado en un charco de sombra. Parecía estar haciendo algo con su arma.

Debajo de ellos, los soldados se habían quedado paralizados. Alguien vociferó órdenes bruscas, incomprensibles. Era evidente que estaban confusos y asustados.

Derkhan escudriñaba la oscuridad con una mirada de esperanza perpleja.

—Que los dioses te bendigan —gritó a la noche. Volvió a disparar con la mano izquierda, pero la bala impactó ruidosamente y sin causar daño en los ladrillos.

Diez metros por debajo de ellos, el herido seguía gritando. Trataba en vano de desabrocharse la máscara.

La unidad se dividió. Un hombre se agachó tras un afloramiento de ladrillos, alzó su rifle y apuntó a la oscuridad en la que se escondía el recién llegado. Varios de los hombres restantes empezaron a descender hacia el nuevo atacante. Los otros volvieron a ascender, a velocidad redoblada.

Mientras los dos pequeños grupos se movían arriba y abajo por la resbaladiza pendiente de los tejados, la figura extraña volvió a salir y disparó con extraordinaria rapidez. Tiene una especie de pistola repetidora, pensó Isaac con asombro, y entonces se sobresaltó al ver que dos oficiales más retrocedían desde el tejado, un poco más abajo de donde él se encontraba, y caían dando vueltas, gritando y rebotando brutalmente por la pendiente.

Isaac se dio cuenta de que el hombre no estaba disparando a los oficiales que se habían vuelto hacia él, sino que estaba concentrándose en proteger la pequeña plataforma, eligiendo como objetivos a los que más se aproximaban con magnífica pericia. Ahora era vulnerable a un ataque masivo.

Tres metros por debajo de Isaac, los soldados se estaban acercando. Volvió a disparar y logró robarle el resuello a un hombre, pero no atravesó su armadura. Derkhan disparó y, más abajo, el tirador apostado profirió una imprecación y soltó su rifle, que cayó ruidosamente.

Isaac recargó su arma con velocidad desesperada. Volvió la mirada hacia su máquina, vio que Andrej estaba hecho un ovillo bajo el muro. Tiritaba y su cara estaba manchada de saliva. La cabeza de Isaac latía siguiendo un extraño ritmo que provenía del creciente incendio de ondas mentales. Levantó la vista al cielo. Vamos, pensó, vamos, vamos. Volvió a mirar hacia abajo mientras recargaba, tratando de encontrar al misterioso recién llegado.

Estuvo a punto de gritar de miedo por su desconocido protector al ver que cuatro fornidos y bien armados soldados avanzaban al trote hacia la sombra en la que se había escondido.

Algo emergió de la oscuridad a gran velocidad, saltando de sombra en sombra y esquivando el fuego de los oficiales con extraordinaria facilidad. Sonó una patética descarga de disparos y los rifles de los cuatro hombres quedaron vacíos. Mientras se apoyaban sobre una rodilla para recargar, la figura embozada abandonó las tinieblas que la cobijaban y se irguió a unos pocos pasos de ellos.

Isaac la veía desde detrás, iluminada por la brusca y fría luz de alguna lámpara de flogisto. Su rostro estaba vuelto hacia la milicia. Su capa estaba desgastada y llena de parches. Isaac podía ver a duras penas una pequeña y gruesa pistola en su mano izquierda. Mientras las impasibles máscaras de cristal resplandecían bajo la luz y los cuatro oficiales parecían ceder a una momentánea inmovilidad, algo se extendió desde la mano derecha del hombre. Isaac no podía verlo con claridad, así que entornó la mirada hasta que el desconocido se movió ligeramente y alzó el brazo para mostrar la cosa dentada, mientras la manga de su prenda se hacía a un lado.

Era una enorme hoja serrada que se abría y cerraba ligeramente, como un par de crueles tijeras. Del codo del hombre sobresalía quitina nudosa, y en el extremo de la pinza prensil brillaba la punta de una cuchilla curvada.

El brazo derecho del hombre había sido reemplazado, rehecho, con una vasta garra de mantis.

Derkhan e Isaac lo miraron boquiabiertos y gritaron a un tiempo su nombre:

— Jack Mediamisa!


Mediamisa, el Fugado, el Jefe de los libertos, el hombre mantis, avanzó rápidamente hacia los soldados.

Estos levantaron las armas y sacaron las brillantes bayonetas.

Mediamisa los esquivó con velocidad de bailarina, cerró su miembro rehecho y retrocedió para alejarse con facilidad. Uno de los oficiales cayó, mientras la sangre manaba a borbotones de su lacerado cuello y se derramaba por detrás de su máscara.

Mediamisa había vuelto a marcharse y acechaba, dejándose ver solo en parte.

La atención de Isaac se vio distraída por un oficial que apareció sobre el alfeizar de una ventana, apenas dos metros por debajo de él. Disparó con demasiada rapidez y falló, pero algo sobre él serpenteó y golpeó violentamente el yelmo del soldado. Este se tambaleó, cayó hacia atrás y al instante se preparó para un nuevo ataque. Yagharek recogió rápidamente su pesado látigo, presto para utilizarlo de nuevo.

— ¡Vamos, vamos! —le gritó Isaac al cielo.

Los navíos aerostáticos eran ahora figuras gruesas y amenazantes que descendían sobre ellos, preparadas para atacar. Mediamisa describía círculos alrededor de los atacantes, se precipitaba sobre ellos para mutilar a alguno y volvía a disolverse en la oscuridad. Derkhan estaba gritando, un pequeño aullido desafiante, cada vez que disparaba. Yagharek permanecía en posición, el látigo y el cuchillo temblando en sus manos. La milicia los tenía rodeados pero avanzaba lentamente, acobardada, temerosa, esperando a que llegasen los refuerzos.

Poco a poco, el monólogo de la Tejedora fue ganando en volumen, desde un susurro en el fondo del cráneo hasta una voz que avanzaba reptando a través de la carne y el hueso, llenando el cerebro.

…LO ES LO ES ESOS ASQUEROSOS ASESINOS ESOS ABURRIDOS VAMPIROS DEL PATRÓN QUE CHUPAN LA SANGRE AL PAISAJE DE LA TELA LO ES VIENEN SILBAN POR ESTE TORRENTE ESTA CORNUCOPIA ESTA ABUNDANCIA DE COMIDA QUE NO ES CUIDADO Y VIGILAD… decía… RICA DESTILACIÓN QUE SABE INCÓMODA EN EL PALADAR…

Isaac levantó la vista con un grito mudo. Escuchó un batir de alas, un golpeteo de aire agitado. Aquella lluvia de resplandores, la explosión de ondas mentales inventadas que hacían temblar su espina dorsal, continuaba batiendo mientras se aproximaba un sonido, oscilando de forma frenética entre la materia y el éter.

Un brillante carapacho descendió a través de las ondas termales: patrones agitados de color atravesaron violentamente el cielo en dos pares reflejados de alas de formas mutables. Miembros enrevesados y espinosas púas orgánicas trepidaron de impaciencia.

Famélica y temblorosa, la primera de las polillas asesinas había llegado.


El pesado cuerpo segmentado descendió describiendo una espiral, muy pegado a la columna de ardiente éter, como si estuviese en una montaña rusa. La lengua de la polilla la lamió ávidamente: estaba inmersa en un embriagador licor cerebral.

Mientras Isaac alzaba la mirada exultante hacia el cielo, vio otra forma que se acercaba revoloteando y luego otra, negro sobre negro. Una de las polillas descendió describiendo un arco brusco para pasar directamente bajo un grueso y pesado aeróstato, y se abalanzó sobre la tormenta de ondas metales que enviaba emisiones por todo el tejido de la ciudad.

El grupo de soldados desplegado sobre el tejado decidió que era el momento de renovar su ataque, y el chasquido sulfuroso de las pistolas de Derkhan despertó a Isaac al peligro. Miró a su alrededor y vio a Yagharek, agazapado en una postura animal, desenrollando su látigo como una mamba medio entrenada hacia el oficial cuya cabeza acababa de aparecer sobre el borde de la plataforma. El arma se cerró alrededor de su cuello y Yagharek tiró con fuerza, haciendo chocar la frente del hombre contra las húmedas tejas de pizarra.

Soltó el látigo con un movimiento brusco mientras el oficial, casi ahogado, caía hacia atrás con gran estruendo.

Isaac empuñó con torpeza su voluminosa arma. Se asomó y vio que dos de los oficiales que se habían vuelto hacia Jack Mediamisa estaban en el suelo, agonizando, mientras manaba la sangre de enormes desgarrones en su carne. Un tercero retrocedía cojeando y se agarraba con una mano el muslo lacerado. Mediamisa y el cuarto hombre habían desaparecido.

Por todo el paisaje de tejados, sonaban los gritos de los soldados, medio en fuga, aterrorizados y confusos. Urgidos por su teniente, reanudaron el avance.

—Mantenedlos a raya —gritó Isaac—. ¡Las polillas se acercan!

Las tres polillas asesinas descendían formando una larga hélice entrelazada, arremolinándose las unas por encima y por debajo de las otras, rotando en orden descendente alrededor de la masiva estela de energía que emergía en un vasto torrente del casco de Andrej. En el suelo, debajo de ellas, la Tejedora bailaba una comedida y pequeña jiga, pero las polillas asesinas no la veían. No advertían nada que no fuera la forma convulsa de Andrej, la fuente del enorme y dulce festín que se derramaba precipitadamente a la atmósfera. Estaban frenéticas.

Los depósitos de agua y las torres de ladrillos se irguieron hacia ellas como manos extendidas mientras, una por una, rompían el horizonte y descendían sobre el nimbo iluminado por las luces de gas de la ciudad.

Tenues ondas de ansiedad brotaban de ellas mientras avanzaban. Había algo fraccionalmente erróneo en el aroma que las rodeaba… pero era tan poderoso, tan increíblemente poderoso y estaban tan borrachas de ello, inestables sobre sus alas y agitándose de codicioso deleite, que no podían detener su vertiginoso descenso.

Isaac oyó que Derkhan profería una obscena imprecación. Yagharek había saltado sobre el tejado hasta ella y con un experto latigazo había hecho caer rodando a su atacante. Isaac disparó a la figura y la oyó gruñir de dolor al ser el músculo de su hombro desgarrado por la bala.

Los aeróstatos estaban ya casi sobre ellos. Derkhan estaba sentada, ligeramente apartada del borde, parpadeando, con los ojos llenos del polvo de ladrillo que había levantado el impacto de una bala en el muro junto a ella.

Quedaban unos cinco soldados en los tejados y seguían avanzando, lenta y sigilosamente.

Una última forma de insecto planeó hacia el tejado desde el sureste de la ciudad. Describió una gran curva en forma de «S» bajo el paso elevado del ferrocarril de Hogar de Esputo y volvió a ascender, volando en alas de las corrientes de la cálida noche, en dirección a la estación.

—Están todas aquí —susurró Isaac.

Mientras recargaba su arma, derramando la pólvora sobre ella a causa de su inexperiencia, levantó la vista. Abrió mucho los ojos: la primera de las polillas se aproximaba. Estaba a unos treinta metros sobre él y luego a veinte y entonces, repentinamente, a siete y a tres. La contempló con pavoroso asombro. Parecía moverse de forma deslizante mientras el tiempo se extendía a su alrededor, fino y muy lento. Isaac vio las patas, medio simiescas y prensiles, y la cola dentada, la enorme boca y los dientes castañeteantes, las cavidades oculares con sus torpes racimos de antenas como gusanos aturdidos, un centenar de extrusiones de carne que lanzaban latigazos y se desplegaban y apuntaban y retrocedían en un centenar de movimientos misteriosos… y las alas, aquellas prodigiosas, temibles alas, constantemente cambiantes, empapadas con un oleaje de colores inauditos que brotaban y retrocedían como bruscas tormentas.

Observó a la polilla directamente, olvidando los espejos que había frente a sus ojos. La cosa no tenía tiempo para él. Lo ignoró.

Se quedó helado un instante, sumido en un terror de recuerdos.

La polilla asesina pasó volando a su lado y levantó una gran ráfaga de viento que hizo aletear sus cabellos y su abrigo.

La embriagada criatura de innúmeros miembros se precipitó hacia delante, desenrolló su enorme lengua, escupió y castañeteó de hambre obscena. Cayó sobre Andrej como un espíritu de pesadilla, se aferró a él y trató desesperadamente de beber.

Mientras su lengua se deslizaba con rapidez por todos los orificios del anciano, cubriéndolo con una espesa saliva cítrica, otra polilla se escoró en el aire, chocó contra la primera y luchó con ella por la posición sobre el cuerpo de Andrej.

El anciano se sacudía nerviosamente mientras sus músculos trataban de encontrarle sentido a la oleada de estímulos absurdos que los envolvían. El torrente de las ondas mentales de Tejedora/Consejo se derramaba en su cráneo y brotaba de él.

El motor que yacía sobre la plataforma traqueteó. Se estaba calentando peligrosamente mientras sus pistones luchaban por retener el control de la enorme oleada de energía de crisis. La lluvia se evaporaba en cuanto lo tocaba.

Mientras la polilla se acercaba para aterrizar, la pugna por alimentarse en la boca de la fuente, en la seudomente que brotaba del cráneo de Andrej, continuaba. En un movimiento irritado y convulso, la primera polilla apartó de un golpe a la otra un par de metros y, desde donde había caído, esta lamió ansiosamente la parte trasera de la cabeza de Andrej.

La primera polilla introdujo su lengua en la boca babeante del anciano y luego la sacó con un repulsivo plop para buscar otra entrada. Por fin encontró la pequeña salida en el casco, desde la cual brotaba la riada de energía, cada vez más intensa. Deslizó la lengua por la entrada y alrededor de las esquinas dimensionales, entrando y saliendo del éter, haciendo rodar el sinuoso órgano alrededor de los múltiples planos del fluido.

Chilló de placer.

Su cráneo vibraba en su carne. Goterones de intensas ondas mentales artificiales chorreaban por su garganta y goteaban invisibles por las comisuras de su boca, un chorro ardiente de dulces e intensas calorías-pensamiento que se derramaba y se derramaba en su vientre, más poderoso, más concentrado que su alimento cotidiano en un factor vasto y cada vez mayor, un torrente de energía incontrolable que se extendió por su esófago y llenó su estómago en cuestión de segundos.

La polilla no podía soltarse. Se quedó allí, atracándose, paralizada. Podía sentir la inminencia de un peligro pero no le importaba, no podía pensar en nada que no fuera el embriagador y hechizante flujo de alimento que la inmovilizaba, que la enfocaba. Estaba atrapada allí con la intensidad imbécil de un insecto nocturno que se arroja una vez tras otra contra un cristal agrietado, tratando de encontrar un camino hasta la llama letal.

La polilla asesina se inmolaba a sí misma, inmersa en un torrente incontenible de poder.

Su estómago se hinchó y la quitina se quebró. El masivo fluir de emanaciones mentales la abrumaba. La enorme e inconcebible criatura se convulsionó una vez; su vientre y su cráneo estallaron con sonidos húmedos y explosivos.


Instantáneamente se desplomó hacia atrás y murió en dos rociadas de icor y piel desgarrada, mientras de sus masivas heridas manaban entrañas y pedazos de cerebro empapados con licor mental no digerido, imposible de digerir.

Se desparramó, muerta, sobre la forma insensible de Andrej, sacudida por movimientos espasmódicos, goteante, rota.


Isaac bramó de deleite, un enorme grito de asombrado triunfo. Andrej fue olvidado por un instante.

— ¡Sí! —exclamó Derkhan exultante, y Yagharek emitió el ululante chillido sin palabras de un cazador que se ha cobrado su presa. Debajo de ellos, los milicianos se detuvieron. No podían ver lo que había ocurrido, pero los repentinos gritos de triunfo les habían alarmado.

La segunda polilla estaba trepando sobre el cuerpo de su hermana muerta, lamiendo y chupando. El motor de crisis seguía sonando; Andrej todavía se arrastraba, agonizante, bajo la lluvia, ajeno a lo que estaba ocurriendo. La polilla asesina arañaba el aire en busca del continuo flujo.

La tercera polilla llegó, rociando agua de lluvia en todas direcciones con el furioso batir de sus alas. Se detuvo durante una fracción de segundo, mientras saboreaba en el aire la muerte de la otra polilla, pero el tufo de aquellas asombrosas ondas Tejedora/Consejo resultaba irresistible. Se arrastró sobre los pegajosos y resbaladizos intestinos de la polilla caída.

Su hermana fue más rápida. Encontró la tubería de salida del casco, hundió la boca en el embudo y ancló su lengua al tubo como una especie de vampírico cordón umbilical.

Tragó y chupó, hambrienta y excitada, borracha, devorada por el deseo.

Estaba presa. No pudo resistirse cuando la potencia del alimento empezó a abrir un agujero en las paredes de su estómago. Gimió y vomitó, mientras los glóbulos metadimensionales de patrones cerebrales volvían a ascender por su esófago y se encontraban con el torrente que seguía succionando como si fuera néctar, convergían en su garganta y la ahogaban, hasta que la suave piel de su cuello se distendió y desgarró.

Empezó a sangrar y a morir por la descuartizada traqueotomía, sin dejar de beber del casco y acelerando así su propia muerte. La marejada de energía era demasiado intensa: destruyó a la polilla tan deprisa como su propia sangre sin adulterar hubiera hecho con un humano. La mente de la criatura ardió por completo, como una gran ampolla de sangre.

Cayó de espaldas y su lengua se retrajo perezosamente como un elástico viejo.

Isaac volvió a rugir mientras la tercera polilla apartaba el cadáver convulso de su hermana y se alimentaba.


Los soldados estaban llegando al último de los tejados que precedía a la plataforma. Yagharek se movió en una danza letal. Su látigo cortó el aire; varios oficiales se tambalearon y retrocedieron, desaparecieron de la vista, buscaron cautelosamente el refugio de las chimeneas.

Derkhan volvió a disparar, esta vez a la cara de un soldado que acababa de aparecer frente a ella, pero la carga principal de pólvora de la cazoleta de su pistola no prendió como era debido. Soltó una imprecación y alejó de sí la pistola todo cuanto le permitía la longitud de su brazo, tratando al mismo tiempo de seguir apuntando al oficial. Este avanzó y entonces la pólvora estalló por fin y lanzó una bala sobre su cabeza. Se agachó y uno de sus pies resbaló en la superficie húmeda del tejado.

Isaac apuntó su arma, disparó mientras el hombre trataba de recuperar el equilibrio y le metió una bala en la parte posterior de la cabeza. El oficial dio una sacudida y su cabeza chocó contra el suelo. Isaac alargó el brazo hacia su cuerno de pólvora y entonces retrocedió. No tenía tiempo para recargar, advirtió. Los últimos supervivientes se abalanzaban sobre él. Habían estado esperando a que disparara.

— ¡Retrocede, Dee! —gritó, y se apartó del borde.

Yagharek derribó a un hombre con un latigazo en las piernas, pero la llegada de los oficiales lo obligó a retroceder. Los tres se retiraron del borde de la cornisa y miraron desesperadamente a su alrededor en busca de armas.

Isaac tropezó sobre la pata segmentada de una polilla muerta. Detrás de él, la tercera polilla estaba emitiendo pequeños chillidos de placer mientras bebía. Se fundieron en un solo aullido, un prolongado sonido animal de deleite o miseria.

El sonido gimiente hizo volverse a Isaac, que se vio atrapado en una húmeda detonación de carne. Los intestinos se desparramaron ruidosamente sobre el tejado y lo volvieron traicionero.

La tercera polilla había sucumbido.

Isaac contempló la oscura y repantigada forma, dura y jaspeada, grande como un oso. Estaba completamente despatarrada en un estallido radial de miembros, y parte del cuerpo y su vaciado tórax goteaba. La Tejedora se inclinó hacia delante como un niño y palpó el extendido exoesqueleto con un dedo vacilante.

Andrej seguía moviéndose, aunque sus patadas eran cada vez más intermitentes y débiles. Las polillas no habían bebido de él, sino de la masiva riada de pensamientos que burbujeaba desde su casco. Su mente todavía operaba, perpleja, aterrada y atrapada en el terrible bucle de retroalimentación del motor de crisis. Cada vez se movía con más lentitud, y su cuerpo se estaba colapsando como consecuencia de la terrible tensión. Su boca se abría en bostezos exagerados para limpiarse de la espesa saliva que apestaba a podredumbre.

Directamente sobre él, la última de las polillas describía una espiral sobre la fuente de energía que brotaba de su casco. Sus alas estaban inmóviles, ladeadas para contener su descenso, mientras se dejaba caer desde el cielo como una monstruosa arma homicida hacia la enmarañada carnicería. Se precipitaba sobre la fuente del festín, un racimo de patas y manos y garfios extendidos en frenética depredación.

El teniente de la milicia se alzó treinta centímetros sobre el canalón de la cornisa del tejado. Titubeó y gritó algo a sus hombres:

— ¡…dida Tejedora!

Y luego disparó a Isaac sin apuntar. Este saltó a un lado y lanzó un brusco gruñido de alivio al darse cuenta de que no había sido herido. Cogió una llave inglesa del montón de herramientas que había a sus pies y la arrojó contra el reflectante casco.

Algo se balanceaba en el aire de manera inestable alrededor de Isaac. Sus entrañas se tensaron y vibraron. Miró a su alrededor, salvaje.

Derkhan caminaba hacia atrás alejándose de la cornisa del tejado, con el rostro arrugado de horror inefable. Miraba a su alrededor presa de un miedo indefinido. Yagharek se había llevado la mano izquierda a la cabeza y el largo cuchillo bailaba de forma incierta en sus dedos. Su mano derecha y el látigo estaban inmóviles.

La Tejedora levantó la mirada y musitó algo.

Había un pequeño agujero redondo en el pecho de Andrej, donde la bala del oficial le había alcanzado. La sangre, que manaba en perezosos impulsos, se derramó sobre su vientre y saturó sus mugrientas ropas. Tenía el rostro blanco y los ojos cerrados.

El patrón de sus ondas cerebrales vaciló. Los motores que combinaban las exudaciones de la Tejedora y del Consejo titubearon, inseguros, mientras su plantilla, su referencia, decaía repentinamente.

Andrej era tenaz. Era un anciano cuyo cuerpo se estaba desplomando bajo el opresivo peso de una enfermedad degenerativa que lo pudría y cuya mente estaba rígida como consecuencia de las emisiones oníricas coaguladas. Pero incluso con una bala alojada bajo el corazón y una hemorragia pulmonar, tardó casi diez segundos en morir.

Isaac lo sostuvo mientras el anciano respiraba de forma sanguinolenta. La cabeza con el voluminoso casco se ladeó de forma absurda. Isaac apretó los dientes mientras el anciano moría. En el mismo final, en lo que puede que fuera un espasmo de sus agonizantes nervios, Andrej se puso tenso, sujetó a Isaac y lo abrazó con lo que el científico deseó desesperadamente que fuera perdón.

Tenía que hacerlo lo siento lo siento, pensó, aturdido.


Detrás de Isaac, la Tejedora seguía trazando dibujos con los derramados fluidos de las polillas asesinas. Yagharek y Derkhan estaban llamando a Isaac a gritos, mientras los soldados trepaban por la cornisa del tejado.

Uno de los dirigibles había descendido y ahora pendía a veinte o veinticinco metros sobre la plataforma del tejado. Se cernía sobre ellos como un tiburón hinchado. Una maraña de cables se estaba desenrollando desordenadamente a través de la oscuridad, en dirección a la gran extensión de arcilla.

El cerebro de Andrej se apagó como una bombilla rota.

Una confusa mezcolanza de información recorrió las entrañas de los motores analíticos.

Sin contar con la mente de Andrej como referencia, la combinación de las ondas de la Tejedora y del Consejo de los Constructos se volvió repentinamente fortuita y sus proporciones variaron y se balancearon sin orden ni concierto. Ya no formaban nada: eran solamente un chapoteo desordenado de partículas y ondas oscilantes.

La crisis había pasado. La cada vez más gruesa mezcla de ondas mentales no era más que la suma de sus partes y había dejado de tratar de ser otra cosa. La paradoja, la tensión, desaparecieron. El vasto campo de energía crítica se evaporó.

Los ardientes engranajes y los equipos mecánicos del motor de crisis parpadearon y se detuvieron abruptamente.

Con un crujiente colapso implosivo, la enorme marejada de energía mental se disolvió en un instante.

Isaac, Derkhan, Yagharek y los oficiales que había en un radio de diez metros a la redonda lanzaron gritos de dolor. Se sentían como si, caminando bajo una brillante luz de sol, hubiesen de pronto emergido a una oscuridad tan brusca y tan absoluta que dolía. Una agonía gris estalló detrás de sus ojos.

Isaac dejó que el cuerpo de Andrej cayera lentamente al suelo mojado.


En el húmedo calor de la noche, un poco por encima de la estación, la última polilla asesina daba vueltas, confusa. Batía sus alas en complejos patrones de cuatro movimientos, enviaba remolinos de aire en todas direcciones. Flotaba.

El untuoso pensamiento nutriente, la inimaginable efusión, había desaparecido. El frenesí que se había apoderado de ella, la terrible voracidad sin sentido, se había esfumado.

Extendió la lengua y sus antenas temblaron. Había un puñado de mentes debajo de ella pero, antes de que pudiera atacar, la polilla sintió el burbujeo caótico de la consciencia de la Tejedora y recordó sus agónicas batallas, y entonces chilló de miedo y furia, retrajo el cuello y enseñó sus monstruosos dientes.

Y entonces el inconfundible aroma de sus hermanas de raza se arrastró hasta ella. Giró en el aire, conmocionada, mientras percibía una, dos, tres hermanas muertas, todas sus hermanas, cada una de ellas, destripadas, aniquiladas y destrozadas, consumidas.

Estaba loca de dolor. Lanzó un agudo gemido ultrasónico y describió un giro acrobático mientras enviaba pequeñas llamadas de socorro, tratando de encontrar por el eco otras polillas, palpando con sus antenas a través de capas de percepción poco claras y aferrándose a cualquier cosa que remedase una respuesta.

Estaba completamente sola.

Se alejó girando del tejado, de la estación de la calle Perdido, de aquel osario en el que yacían sus hermanas destrozadas, del recuerdo de aquel aroma imposible, se alejó girando del Cuervo y de las garras de la Tejedora y de los grandes dirigibles que la acechaban, de la sombra de la Espiga tendida en dirección a la intersección de los ríos.

La polilla asesina volaba sumida en la miseria, en busca de un lugar para descansar.

51

Mientras tanto, los derrotados milicianos se reunían y comenzaban a asomarse una vez más por el borde del tejado, viendo los pies de Isaac, Derkhan y Yagharek. Ahora se mostraban más cautos.

Tres rápidas balas cayeron sobre ellos. Una envió volando al aire oscuro a un oficial, que cayó sin decir una palabra y destrozó con su peso una ventana que había cuatro pisos más abajo. Las otros dos, al impactar rápidamente en la superficie de ladrillos y piedra, levantaron una lluvia de fragmentos.

Isaac levantó la mirada. Una figura vaga se asomaba por un saliente, unos siete metros por encima de ellos.

— ¡Es Mediamisa de nuevo! —gritó—. ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Qué está haciendo?

—Vamos —dijo Derkhan con brusquedad—. Tenemos que irnos.

Los soldados seguían escondidos a poca distancia por debajo de ellos. Cada vez que alguno se atrevía a levantarse y se asomaba sobre la cornisa, Mediamisa le disparaba. Los tenía atrapados. Uno o dos de ellos trataron de devolver el fuego, pero sus esfuerzos eran intermitentes, desmoralizados.

Justo por encima de la línea de los tejados y las ventanas, formas poco claras estaban descendiendo suavemente desde el dirigible, deslizándose sobre la superficie resbaladiza que había debajo. Se balanceaban mientras resbalaban por el aire, sujetos por algún gancho de sus armaduras. Las cuerdas que los sostenían eran desenrolladas por suaves motores.

—Nos está dando algo de tiempo, solo los dioses saben por qué —siseó Derkhan mientras se acercaba cojeando a Isaac y se aferraba a él—. Muy pronto se quedará sin munición. Esos cabrones… —hizo un gesto vago en dirección a los oficiales medio escondidos que había debajo de ellos— no son más que los pies planos locales encargados de la vigilancia de los tejados. Aquellos bastardos que bajan de los aeróstatos son las tropas de choque. Tenemos que irnos.

Isaac bajó la mirada y se acercó con cautela a la cornisa, pero había soldados asustados por todas partes. Mientras se movía, restallaron balas a su alrededor. Lanzó un grito de miedo y entonces se dio cuenta de que Mediamisa estaba tratando de abrirles un camino.

Pero las cosas no tenían buen aspecto. Los soldados estaban agazapados, esperando.

—Maldita sea —escupió. Se agachó y desconectó uno de los cables del casco de Andrej, el que lo unía con el Consejo de los Constructos, que todavía estaba tratando con todas sus fuerzas de superar la válvula circuito y hacerse con el control del motor de crisis. De un tirón, Isaac soltó el cable y envió un dañino espasmo de retroalimentación y energía redirigida al cerebro del Consejo.

— ¡Recoge toda esta mierda! —siseó a Yagharek, y señaló los motores que abarrotaban la plataforma, manchados de icor y lluvia acida. El garuda se apoyó sobre una rodilla y recogió el saco—. ¡Tejedora! —dijo Isaac con urgencia, y se aproximó dando tumbos a la enorme figura.

Miraba constantemente hacia atrás, por encima de sus hombros, temiendo ver a algún tirador de la milicia preparado para fulminarlo de un disparo. Sobre la lluvia, el sonido de unas pisadas metálicas se acercaba con un trote ruidoso por la pendiente de tejados que había debajo de ellos.

— ¡Tejedora! —Isaac juntó las manos dando una palmada frente a la extraordinaria araña. Los ojos multifacetados de la Tejedora se alzaron lentamente para encontrarse con los suyos.

Todavía llevaba el casco que la enlazaba con el cadáver de Andrej. Estaba sumergiendo las manos en las vísceras de las polillas asesinas. Isaac miró durante un breve instante la pila de enormes cadáveres. Los dibujos de sus alas se habían difuminado hasta trocarse por un pálido y monótono gris, sin patrón o variación algunos.

—Tejedora, tenemos que irnos —susurró. La Tejedora lo interrumpió.

…ME CANSO Y ME HAGO VIEJA Y FRÍA MUGRIENTA Y EMPEQUEÑEZCO… decía la araña con voz tranquila… TRABAJAS CON PRECISIÓN TE LO CONCEDO PERO ESTE ROBO DE FANTASMAS DE MI ALMA ME DEJA MELANCÓLICA VEO PATRONES EN TODO INCLUSO EN ESTAS LAS VORACES QUIZÁ JUZGO DEPRISA Y LOS GUSTOS DESLIZANTES TITUBEAN Y ALTERAN Y NO ESTOY SEGURA… alzó un brillante puñado de intestinos frente a los ojos de Isaac y comenzó a apartarlos con gentiliza.

—Créeme, Tejedora —dijo Isaac con voz teñida de urgencia—, era lo correcto. Hemos salvado la ciudad para que tú… puedas juzgar y tejer… ahora que lo hemos hecho. Pero tenemos que marcharnos ahora, necesitamos que nos ayudes. Por favor. Sácanos de aquí.

—Isaac —siseó Derkhan—. No sé quiénes son esos cerdos que están viniendo, pero… pero no pertenecen a la milicia.

Isaac lanzó una mirada de soslayo hacia los tejados. Sus ojos se abrieron, llenos de incredulidad.

Acercándose a ellos con grandes y ruidosos pasos había una batería de extraordinarios soldados de metal. La luz se deslizaba sobre ellos, iluminando sus extremos con destellos fríos. Estaban esculpidos en pasmoso y aterrador detalle. Sus brazos y sus piernas se balanceaban con grandes impulsos de potencia hidráulica y los pistones siseaban conforme se iban acercando. Desde algún lugar situado ligeramente detrás de sus cabezas venían pequeños reflejos de luces de reflector.

— ¿Quiénes coño son estos hijos de puta? —dijo Isaac con voz ahogada.

La Tejedora lo interrumpió. Su voz volvía a ser fuerte, resuelta.

…POR LA DIOSA ME CONVENCES… decía… MIRA LAS INTRINCADAS MARAÑAS Y HEBRAS CORREGIMOS DONDE LAS CRIATURAS MUERTAS DESGARRARON PODEMOS REMODELAR Y COSER Y REMENDAR MUY BIEN…

La araña se agitaba nerviosa adelante y atrás mientras su mirada se mantenía fija en el negro cielo. Se sacó el casco de la cabeza en un suave movimiento y lo arrojó despreocupa hacia la noche. Isaac no oyó cómo caía… CORRE Y ESCONDE SU PIEL…

decía… ESTÁ BUSCANDO UN NIDO POBRE MONSTRUO ASUSTADO DEBEMOS APLASTARLO COMO A SUS HERMANAS ANTES DE QUE ARAÑE AGUJEROS EN EL CIELO Y EN EL FLUJO DE COLORES DE LA CIUDAD VEN Y DEJA QUE NOS DESLICEMOS HACIA EL INTERIOR DE LAS LARGAS FISURAS DE LA RED DEL MUNDO DONDE CORRE EL DESGARRADOR Y ENCONTREMOS SU GUARIDA…

Avanzaba tambaleándose y parecía estar siempre a punto de desplomarse. Abrió los brazos frente a Isaac como un padre amoroso, lo alzó raudamente y sin esfuerzo. Isaac esbozó una mueca de miedo mientras era arrastrado a aquel extraño y frío abrazo. No me cortes, pensaba fervorosamente. ¡No me destroces!

Los soldados lanzaron miradas furtivas y aterrorizadas sobre la cornisa al verlo. La enorme y colosal araña vagaba de un lado a otro, acunando a Isaac entre sus brazos como un vasto y absurdo bebé.

Se deslizaba con movimientos seguros y fluidos a lo largo del alquitrán y la arcilla empapados. Nadie podía seguirla. Se trasladaba entrando y saliendo del espacio convencional con demasiada velocidad como para que nadie pudiera verla.

Se detuvo delante de Yagharek. El garuda balanceó el saco de componentes mecánicos que había reunido apresuradamente y se lo cargó sobre la espalda. Sin vacilar, casi agradecido, se arrojó sobre el dios loco y danzarín, alzando los brazos y aferrándose al suave talle que había entre el abdomen y la cabeza de la Tejedora.

…CÓGETE FUERTE PEQUEÑO DEBEMOS ENCONTRAR UNA SALIDA…

cantaba.

Las insólitas tropas metálicas se estaban aproximando a la pequeña elevación de suelo llano, haciendo sisear con eficiente energía sus mecánicas anatomías. Pasaron junto a los soldados de rango inferior, oficiales recién reclutados que levantaron las miradas boquiabiertas hacia los rostros humanos que escudriñaban intensamente desde la parte trasera de las cabezas de hierro de los combatientes.

Derkhan contempló las figuras cada vez más próximas y entonces tragó saliva y se acercó rápidamente a la Tejedora, que la esperaba con sus brazos humanos abiertos. Isaac y Yagharek estaban agarrados de los apéndices de las cuchillas, mientras trataban de encontrar asideros con las piernas en su amplio lomo.

—No vuelvas a hacerme daño —susurró, mientras su mano se deslizaba vacilante sobre la herida del lado de su cara. Enfundó sus pistolas y corrió hacia los aterradores y acogedores brazos de la Tejedora.


El segundo dirigible llegó a la estación de Perdido y desenrolló las cuerdas para que descendieran sus tropas. El escuadrón rehecho de Motley había llegado al punto más alto del edificio y estaba saltando sobre la plataforma sin detenerse. Los oficiales los contemplaban, acobardados. No comprendían lo que estaban viendo.

Los rehechos atravesaron sin titubeos la corta barrera de ladrillos y solo vacilaron un instante al ver la enorme y parpadeante forma de la gigantesca araña saltando adelante y atrás entre los ladrillos, llevando tres figuras colgadas de la espalda como si fueran muñecas.

Las tropas de Motley retrocedieron lentamente hacia el borde, mientras la lluvia barnizaba sus impasibles rostros de metal. Sus pesados pies aplastaron los restos de los motores que yacían diseminados sobre el tejado.

Mientras observaban, la Tejedora alargó una de sus patas y apresó a un amedrentado soldado, que aulló de terror mientras lo izaba por la cabeza. El hombre sacudió violentamente los brazos, pero la Tejedora los apartó y lo abrazó como si fuera un niño.

…NOS VAMOS DE CAZA AHORA HEMOS DE MARCHARNOS… SUSURRÓ a todos los presentes. Caminó de lado hasta la cornisa del tejado, como si no estuviese cargando peso alguno, y desapareció.

Durante dos o tres segundos, solo la lluvia, espasmódica y deprimente, sonó sobre el tejado. Entonces Mediamisa lanzó una última ráfaga de disparos desde lo alto, obligando a desperdigarse tanto a los milicianos como a los rehechos. Cuando todos ellos volvieron a salir cautelosamente, no hubo nuevos ataques. Jack Mediamisa había desaparecido.

La Tejedora y sus acompañantes no habían dejado el menor rastro.


La polilla asesina volaba entre corrientes de aire. Estaba asustada y frenética.

Cada cierto tiempo dejaba escapar un chillido en diversos registros sónicos, pero no recibía respuesta. Sentía miseria y confusión.

Y al mismo tiempo, por encima de todo ello, su infernal apetito estaba creciendo de nuevo. No se había librado de su hambre.

Debajo de ella el Cancro fluía por la ciudad, moteado por las pequeñas luces sucias de las barcazas y las embarcaciones de placer que recorrían su negra superficie. La polilla se frenó y empezó ascender en espiral.

Una línea de humo sucio era arrastrada lentamente sobre el rostro de Nueva Crobuzon, que dejaba marcado como con un tachón de lápiz, mientras un tren tardío se dirigía hacia el este por la línea Dexter, a través de Gidd y el Puente Barguest, cruzando las aguas en dirección a la estación de Señor Cansado y el Empalme Sedim.

La polilla pasó rápidamente sobre Prado del Señor, planeó bajo sobre los tejados de la facultad universitaria, se detuvo un breve instante en el tejado de la Catedral de la Urraca en Salbur y se alejó revoloteando, presa del hambre y de un miedo solitario. No podía descansar. No podía canalizar su rapacidad para alimentarse.

Mientras volaba, reconoció la configuración de luz y oscuridad que había debajo de ella. Sintió una súbita llamada.

Tras las líneas del ferrocarril, elevándose desde la polvorienta y decrépita arquitectura del Barrio Oseo, las Costillas penetraban en el aire de la noche trazando una colosal curva de marfil. Hicieron brotar un recuerdo en la cabeza de la polilla asesina. Recordó la dudosa influencia de aquellos antiguos huesos que habían convertido al Barrio Óseo en un lugar temible, un lugar del que era mejor escapar, un lugar cuyas corrientes de aire eran impredecibles y donde marejadas nocivas podían contaminar el éter. Imágenes distantes de los días que había pasado apresada mientras la ordeñaban lascivamente, absorbían sus glándulas hasta dejarlas secas, una sensación nebulosa de succión en las tetillas, pero sin que hubiera nada allí… Los recuerdos regresaron a ella.

Estaba completamente acobardada. Buscaba refugio. Anhelaba un nido, algún lugar en el que yacer inmóvil, recuperarse. Algún lugar familiar en el que pudiese tenderse y dejar que se ocuparan de ella. En su miseria, recordó su cautiverio bajo una luz selectiva y deformada. Allí, en el Barrio Óseo, había sido alimentada y limpiada por cuidadores atentos. Aquel lugar había sido un santuario.

Asustada, hambrienta y ansiosa por encontrar alivio, conquistó el miedo que le causaban las Costillas del Barrio Óseo.

Puso rumbo al sur, sintiendo su camino con la lengua a través de rutas medio olvidadas en el aire, esquivando los huesos en busca de un edificio oscuro situado en una pequeña avenida, una terraza de propósito incierto cubierta de brea por la que había salido a rastras semanas atrás.

La polilla asesina viró nerviosamente sobre la peligrosa ciudad y se dirigió a casa.


Isaac se sentía como si llevara varios días dormido y se estiró de forma negligente, dejando que su cuerpo se deslizara adelante y atrás.

Escuchó un grito pavoroso.

Se quedó helado mientras los recuerdos regresaban a él en torrentes, le dejaban saber cómo había llegado hasta allí, hasta los mismos brazos de la Tejedora (se agitó y convulsionó al recordarlo todo).

La araña estaba caminando rápidamente sobre la telaraña del mundo, escabulléndose entre filamentos metarreales que conectaban cada momento con todos los demás.

Recordaba el vertiginoso abismo en el que se había sumido su alma al ver por primera vez la telaraña global. Recordaba unas náuseas que habían arruinado su existencia al encontrarse ante aquella vista imposible. Pugnó por no abrir los ojos. Podía escuchar los balbuceos imprecadores que susurraban Yagharek y Derkhan. Se arrastraban hasta sus oídos no como sonidos, sino como insinuaciones, fragmentos flotantes de seda que se deslizaban al interior de su cráneo y se volvían claros para él. Había otra voz, una cacofonía dentada de un tejido brillante que aullaba de terror.

Se preguntó quién podría ser.

La Tejedora se movió rápidamente a lo largo de pulsantes hebras que seguían el daño y la potencialidad de daño que la polilla asesina había causado y podía volver a causar. Desapareció en un agujero, un turbio embudo de conexiones que serpenteaba a través de la materia de esa compleja dimensión y volvió a emerger en la ciudad.


Isaac sintió el aire contra su mejilla, madera bajo sus pies. Despertó y abrió los ojos.

Le dolía la cabeza. Levantó la mirada. Su cuello se tambaleó hasta que se acostumbró al peso del casco, que llevaba todavía en la cabeza y cuyos espejos seguían milagrosamente intactos.

Estaba tendido sobre un rayo de luz de luna, en un pequeño y sucio ático. A través de las paredes y el suelo se filtraban los sonidos del lugar.

Derkhan y Yagharek se estaban poniendo en pie cuidadosa y lentamente, apoyándose sobre los codos al mismo tiempo que sacudían las cabezas. Mientras Isaac observaba, Derkhan extendió las manos rápidamente y se palpó con suavidad los dos lados de la cabeza. La oreja que le quedaba (y la suya, se percató también) estaba intacta.

La Tejedora se erguía en una esquina de la habitación. Avanzó ligeramente e Isaac pudo ver detrás de ella a un oficial. Parecía paralizado. Estaba sentado con la espalda contra la pared, temblando y en silencio, la suave placa facial ladeada y medio caída. El rifle descansaba sobre su regazo. Isaac abrió mucho los ojos al verlo.

Era de cristal. La perfecta e inútil réplica de un mosquete tallada en cristal.

…ESTO ES EL HOGAR PARA EL ALADO HUIDO… zumbó la Tejedora.

Su voz sonaba de nuevo amortiguada, como si el viaje por los planos de la telaraña hubiera absorbido su energía… MIRA MI HOMBRE DE CRISTAL MI JUGUETE MI AMIGUTTO… Susurraba… ÉL Y YO PASAREMOS TIEMPO JUNTOS ESTE ES EL LUGAR DE DESCANSO DE LA POLILLA VAMPIRO AQUÍ PLIEGA SUS ALAS Y SE ESCONDE PARA COMER DE NUEVO JUGARÉ AL TRES EN RAYA Y A LAS CAJAS CON MI SOLDADITO DE CRISTAL…

Retrocedió a la esquina de la habitación y se desplomó repentinamente con una sacudida de las patas. Uno de sus apéndices afilados destelló como la electricidad y se movió con extraordinaria rapidez para grabar una rejilla de tres por tres frente al regazo del comatoso oficial.

La Tejedora grabó una cruz en una de las esquinas y luego se sentó y esperó, susurrando para sus adentros.

Isaac, Derkhan y Yagharek arrastraban los pies en el centro de la habitación.

—Pensé que iba a llevársenos —murmuró Isaac—. Ha seguido a la jodida polilla… está por aquí, en alguna parte…

—Tenemos que acabar con ella —susurró Derkhan con el rostro decidido—. Casi lo hemos logrado. Vamos a terminarlo.

— ¿Con qué? —siseó Isaac—. Tenemos los putos cascos y eso es todo. No contamos con armas para enfrentarnos a una cosa como esa… ni siquiera sabemos dónde demonios está.

—Tenemos que conseguir que la Tejedora nos ayude —dijo Derkhan.


Pero sus intentos resultaron infructuosos. La gigantesca araña los ignoró por completo mientras conversaba en voz baja consigo misma y aguardaba, concentrada, como si esperase que en cualquier momento el soldado hiciera su movimiento de tres en raya. Isaac y los demás le rogaron, le suplicaron que los ayudara, pero de pronto parecían haberse vuelto invisibles para ella. Le dieron la espalda, frustrados.

—Tenemos que salir de aquí—dijo Derkhan repentinamente. Isaac la miró a los ojos. Asintió con lentitud. Caminó hasta la ventana y se asomó por ella.

—No sabría decir dónde estamos —dijo al cabo de un rato—. Son solo calles —movió la cabeza de lado a lado exageradamente, en busca de algún hito reconocible. Después de un rato volvió a entrar en la habitación, sacudiendo la cabeza—. Tienes razón, Derkhan —dijo—. Puede que… encontremos algo… puede que podamos salir de aquí.


Yagharek, caminando en silencio, salió de la pequeña habitación a un corredor vagamente iluminado. Miró de un lado a otro, con cautela.

La pared de su izquierda estaba inclinada y daba al tejado. A su derecha, el estrecho pasillo estaba interrumpido por dos puertas antes de describir una curva a la derecha y desaparecer en las sombras.

Yagharek seguía agachado. Hizo un gesto lento hacia su espalda, sin mirar, y Derkhan e Isaac emergieron lentamente. Llevaban sus armas cargadas con la última pólvora que les quedaba, húmeda y poco fiable, y apuntaban vagamente con ellas a la oscuridad.

Esperaron mientras Yagharek avanzaba con lentitud, y luego lo siguieron con pasos titubeantes y pugnaces.

Yagharek se detuvo junto a la primera puerta y apoyó su emplumada cabeza contra ella. Esperó un momento y luego la empujó para abrirla, lenta, muy lentamente. Derkhan e Isaac se asomaron sobre él y vieron un almacén a oscuras.

— ¿Hay algo que podamos utilizar? —siseó Isaac, pero las estanterías no contenían más que botellas vacías y polvorientas, escobas viejas medio podridas.

Al llegar a la segunda puerta, Yagharek repitió la operación. Indicó a Isaac y a Derkhan que permanecieran inmóviles y escuchó con atención a través de la delgada madera. Esta vez estuvo quieto mucho más tiempo. La puerta tenía varios cerrojos y Yagharek trasteó con los sencillos mecanismos deslizantes. Había también un grueso candado, pero descansaba abierto sobre uno de los cerrojos, como si lo hubieran dejado así solo por un momento. Yagharek empujó lentamente la puerta. Asomó la cabeza por la abertura y permaneció así, medio dentro medio fuera de la habitación, durante un momento desconcertantemente prolongado.

Cuando se retiró, se volvió hacia ellos.

—Isaac —dijo con voz queda—. Será mejor que vengas.

Isaac frunció el ceño y se adelantó, mientras su corazón latía con fuerza en su pecho.

¿Qué ocurre?, pensó. ¿Qué está ocurriendo? (pero incluso mientras lo pensaba, una vocecilla en lo más profundo de su mente le decía lo que lo esperaba y no la oía del todo y no la escuchaba en absoluto por miedo a que estuviera equivocada).

Empujó la puerta, pasó junto a Yagharek y entró con vacilaciones en la habitación.

Era un ático alargado y rectangular, iluminado por tres lámparas de aceite y las delicada volutas de luz de gas que se abrían camino hasta allí desde la calle, y a través de la ventana mugrienta y sellada. El suelo estaba cubierto por una mezcla de trozos de metal y desperdicios. La habitación apestaba.

Isaac solo era vagamente consciente de todo esto.

En una esquina apenas iluminada, de espaldas a la puerta, arrodillada y masticando, con la espalda y la cabeza y la glándula pegadas a una escultura extraordinariamente retorcida, se encontraba Lin.


Isaac gritó.

Fue un aullido animal, que creció y creció en intensidad hasta que Yagharek tuvo que chistarle para que callara.

El sonido hizo que Lin se volviera dando un respingo. Al verlo, empezó a temblar.

Él se le acercó dando tumbos, sollozando al verla, al ver su piel bermeja y su flexible cuerpo de escarabajo; y mientras se aproximaba volvió a gritar, esta vez de angustia, al ver lo que le habían hecho.

Su cuerpo estaba magullado y cubierto de quemaduras y arañazos, verdugones que revelaban actos crueles y brutalidades. La habían apaleado la espalda, por encima del vestido hecho jirones. Su pecho estaba cubierto de pequeñas cicatrices. Tenía muchos cardenales en el vientre y los muslos.

Pero era la cabeza, la trémula cabeza insectil, lo que casi lo hizo derrumbarse.

Le habían arrancado las alas: eso ya lo sabía, desde que viera el sobre, pero verlas, ver cómo las diminutas lengüetas desgarradas aleteaban por la agitación… En algunos lugares le habían arrancado o doblado el caparazón, revelando la tierna carne que había debajo, que estaba quebrada y cubierta de costras. Uno de sus ojos compuestos estaba destrozado, ciego. La pata central de la parte derecha de su cabeza y la trasera de la izquierda habían sido arrancadas de cuajo.

Isaac se precipitó hacia ella, la tomó entre sus brazos y la apretó contra sí. Estaba tan delgada… tan delgada y magullada y herida… Temblaba mientras él la tocaba, todo su cuerpo se tensaba como si no pudiera creer que él fuera real, como si se lo pudiesen arrebatar en cualquier momento como una nueva forma de tortura.

Isaac se aferró a ella y lloró. La abrazó cuidadosamente, sintiendo sus delgados huesos bajo la piel.

—Habría venido —gimió en abyecta miseria y gozo—. Habría venido. Creí que estabas muerta.

Ella lo apartó un poco de sí, lo suficiente para poder mover las manos.

Te quiero te amo, le dijo con señas caóticas, ayúdame sálvame llévame contigo lejos, no podía él no podía dejarme morir hasta que hubiera terminado con esto…

Por vez primera, Isaac miró la extraordinaria escultura que se alzaba por encima de ella y a su lado, sobre la que estaba vertiendo saliva khepri. Era una increíble cosa multicolor, una figura horripilante y caleidoscópica compuesta de pesadillas, miembros y ojos y piernas que sobresalían en combinaciones horrorosas. Estaba casi terminada, con solo un suave armazón en el lugar en el que debía ir lo que parecía una cabeza, y un espacio vacío que sugería un hombro.

Isaac la miró boquiabierto, se volvió hacia Lin.

Lemuel había tenido razón. Estratégicamente, Motley no tenía razón alguna para conservar a Lin con vida. No lo hubiera hecho con ningún otro prisionero. Pero su vanidad, su personal engrandecimiento místico y sus ensoñaciones filosóficas se veían estimulados por el extraordinario trabajo de Lin. Lemuel no podía saber esto.

Motley no podía consentir que la escultura no fuera acabada.


Derkhan y Yagharek entraron. Al ver a Lin, la periodista gritó como Isaac lo había hecho. Corrió hasta el lugar en el que Lin e Isaac se abrazaban y los rodeó con los brazos, llorando y sonriendo.

Yagharek caminó hacia ellos con aire incómodo.

Isaac estaba hablando a Lin entre murmullos, diciéndole lo mucho que lo sentía, que había creído que estaba muerta, que hubiera debido venir.

Me obligó a seguir trabajando, mientras me golpeaba y… y me torturaba y se burlaba de mí, les dijo Lin con señas, ansiosa y exhausta de emoción.

Yagharek estaba a punto de decir algo, pero entonces volvió la cabeza repentinamente.

En el exterior, se oía el estrépito de unos pasos que se apresuraban por el corredor.

Isaac se puso en pie, sosteniendo a Lin mientras lo hacía y manteniéndola protegida por su abrazo. Derkhan se apartó de ellos, desenfundó las pistolas y apuntó a la puerta. Yagharek se pegó a la pared bajo la sombra de la escultura, el látigo enrollado y dispuesto.

La puerta se abrió de par en par, chocó contra la pared y rebotó.

Motley se encontraba frente a ellos.

Solo veían su silueta. Isaac distinguió un perfil deformado, recortado contra las paredes pintadas de negro del pasillo. Un jardín de miembros múltiples, un remiendo andante de formas orgánicas. El asombro lo dejó boquiabierto. Se dio cuenta, mientas contemplaba a aquella criatura arremolinada con patas de cabra y de pájaro y de perro, mientras contemplaba los tentáculos prensiles y los nudos de tejido, los huesos compuestos y la piel inventada, de que la obra de Lin estaba inspirada, sin la menor concesión a la fantasía, en la vida.

Al verlo, el cuerpo de Lin quedó fláccido a causa del miedo y el recuerdo del dolor. Isaac sintió que la cólera empezaba a engullirlo.

Motley retrocedió ligeramente y se volvió para mirar en la dirección por la que había venido.

— ¡Seguridad! —gritó Motley por alguna boca incierta—. ¡Vengan aquí enseguida!

Volvió la vista hacia la habitación.

—Grimnebulin —dijo. Su voz era rápida y tensa—. Ha venido. ¿Es que no recibió mi mensaje? Es usted un poco descuidado, ¿no?

Penetró en la habitación y en la tenue luz.

Derkhan disparó dos veces. Sus balas atravesaron la piel blindada de Motley y las franjas de pelaje. El mafioso retrocedió tambaleándose sobre sus múltiples patas con un aullido de dolor. Su grito se tornó una risa cruel.

—Demasiados órganos internos como para que puedas herirme, zorra inútil —gritó. Derkhan escupió de rabia y se pegó un poco más a la pared.

Isaac miró fijamente a Motley, vio asomar dientes de una multitud de bocas. El suelo tembló mientras un grupo de personas corría por el pasillo en dirección a la habitación.

Aparecieron varios hombres en la puerta, detrás de él, blandiendo armas. Por un momento, el estómago de Isaac se encogió: los hombres no tenían rostro, solo suave piel estirada sobre el cráneo. ¿Qué clase de malditos rehechos son estos?, pensó estupefacto. Entonces reparó en los espejos que se extendían desde la parte trasera de los cascos.

Sus ojos se abrieron al darse cuenta de que eran rehechos con el cráneo afeitado y la cabeza girada ciento ochenta grados, especial y perfectamente adaptados a la lucha contra las polillas asesinas. Ahora aguardaban órdenes de su jefe, los cuerpos musculosos frente a Isaac, las cabezas permanentemente apartadas.

Uno de los miembros de Motley (una cosa fea, segmentada y cubierta de ventosas) se extendió para señalar a Lin.

— ¡Termina de una vez tu puto trabajo, maldita zorra, o ya sabes lo que te espera! —gritó, y avanzó a trompicones hacia Isaac y Lin.

Con un rugido completamente bestial, Isaac empujó a la khepri a un lado. Un chorro de angustia química brotó de ella. Sus manos se retorcieron mientras le suplicaba que se quedara a su lado, pero él se abalanzó sobre Motley, presa de una agonía de furia y culpabilidad.

Motley profirió un grito sin palabras y aceptó el desafío.


Hubo un impacto súbito y estruendoso. Una explosión de fragmentos de cristal roció toda la habitación, dejando sangre e improperios detrás de sí.

Isaac se quedó helado en el centro de la habitación. Motley estaba congelado delante de él. Los agentes de seguridad trataban de empuñar sus armas, mientras se gritaban órdenes los unos a los otros. Isaac levantó la mirada hacia los espejos que tenía delante de los ojos.

La última de las polillas asesinas se encontraba frente a él. Su cuerpo estaba delineado en los fragmentos dentados de la ventana. El cristal todavía goteaba a su alrededor como un líquido viscoso.

Isaac exhaló un grito sofocado.

Era una enorme y terrible presencia. Se erguía, medio acurrucada, un poco más allá de la pared y del agujero de la ventana, sujeta al suelo de madera por varios miembros salvajes. Era tan grande como un gorila, un cuerpo de terrible solidez e intrincada violencia.

Sus inimaginables alas estaban desplegadas. Los patrones las recorrían como fuegos artificiales en negativo.

Motley había estado de cara a la gran bestia: su mente era prisionera. Miraba las alas con un sinfín de ojos que no pestañeaban. Detrás de él, los soldados gritaban agitados, mientras preparaban sus armas.

Yagharek y Derkhan habían estado con la espalda contra la pared. Isaac los vio en sus espejos, detrás de la cosa. No podían distinguir los lados coloridos de sus alas: seguían asustados pero no estaban hechizados.

Entre la polilla e Isaac, tirada sobre las tablas, donde la había derribado la lluvia de erizados cristales, se encontraba Lin.

— ¡Lin! —gritó Isaac desesperadamente—. ¡No te vuelvas! ¡No mires atrás! ¡Ven conmigo!

Su tono de pánico la paralizó. Lo vio extender los brazos hacia ella en un gesto espantosamente torpe, caminar con vacilación hacia ella, de espaldas, sin volverse.

Se arrastró, lenta, muy lentamente, hacia él.

A su espalda, escuchó un ruido sordo, animal.


La polilla asesina se irguió, intranquila y pugnaz. Podía saborear mentes por todas partes, moviéndose a su alrededor, amenazándola y temiéndola.

Estaba inquieta y nerviosa, traumatizada todavía por la muerte de sus hermanas. Uno de sus afilados tentáculos palpó el suelo como una cola.

Frente a ella, una de las mentes había sido capturada. Pero sus alas estaban extendidas por completo y sin embargo, ¿solo había capturado a una…? Estaba confundida. Se volvió hacia el grupo principal de sus enemigos, batió hipnóticamente sus alas en dirección a ellos, tratando de atraerlos y enviar sus sueños burbujeando a la superficie.

Se resistieron.

La polilla asesina fue presa del pánico.


Detrás de Motley, los hombres de seguridad se agitaban, frustrados. Trataban de apartar a su jefe, pero este había quedado paralizado en el umbral de la puerta. Su enorme cuerpo parecía congelado, sus diversas patas plantadas firmemente en el suelo. Contemplaba las alas de la polilla asesina en un intenso trance.

Había cinco rehechos detrás de él. Estaban serenos. Les habían equipado específicamente para defenderse de las polillas asesinas, por si se producía una fuga. Además de armas ligeras, tres de ellos llevaban lanzallamas; otro, un atomizador de ácido femtocorrosivo; y el último, una pistola de dardos elictrotaumatúrgicos. Podían ver a su presa, pero no pasar por encima de su jefe.

Los hombres de Motley trataron de apuntar sus armas a su alrededor, pero su enorme corpachón interrumpía su línea de fuego. Empezaron a gritarse mutuamente y trataron de desarrollar una estrategia, pero no pudieron. Miraban por sus espejos, observaban la enorme polilla depredadora bajo los brazos y los miembros de Motley, a través de huecos en su forma. La monstruosa visión los intimidaba.

Isaac extendió los brazos hacia atrás, hacia Derkhan.

—Ven aquí, Lin —siseó—, y no mires atrás.

Era como una especie de espeluznante juego de niños.

Yagharek y Derkhan se movieron lentamente, el uno en dirección al otro, tras la polilla. Esta lanzó un chillido y movió la cabeza hacia ellos, pero permanecía más atenta a la masa de figuras que tenía enfrente y no se volvió por completo.

Lin se arrastró de forma intermitente por el suelo, hacia la espalda de Isaac, hacia sus brazos extendidos. Cuando estaba muy cerca de él, titubeó. Vio a Motley, transfigurado como si lo hubiera ganado el asombro, mirando más allá de Isaac y por encima de ella, cautivado por… algo.

No sabía lo que estaba pasando, no sabía lo que había detrás de ella.

No sabía nada sobre las polillas.

Isaac vio que vacilaba y comenzó a aullarle que no se detuviera.

Lin era una artista. Creaba con el tacto y con el gusto, haciendo objetos táctiles. Objetos visibles. Esculturas para ser acariciadas y vistas.

Estaba admirada por el color y la luz y la sombra, por el juego mutuo de las formas y las líneas, por los espacios positivos y negativos.

Había pasado mucho tiempo encerrada en un ático.

En su posición, cualquier otro hubiera saboteado la vasta escultura de Motley. Al fin y al cabo, el encargo se había convertido en su sentencia. Pero Lin no la destruyó ni economizó su trabajo. Vertió todo cuanto tenía, toda su energía creadora reprimida, en aquella monolítica y terrible pieza. Tal como Motley había sabido que haría.

Aquella había sido su única evasión. Su único medio de expresión. Privada de toda la luz y el color y las formas del mundo, se había concentrado en su miedo y en su dolor, se había obsesionado creando una presencia por sí misma, la que mejor pudiera seducirla.

Y ahora algo extraordinario había entrado en el ático que era su mundo.

No sabía nada de las polillas asesinas. La orden «no mires atrás», escuchada muchas veces en los cuentos y las fábulas, solo tenía sentido como un interdicto moralista, una lección aprendida por las malas. Seguro que Isaac quería decir «date prisa o no dudes de mí», algo semejante. Su orden solo tenía sentido como exhortación emocional.

Lin era una artista. Degradada y torturada, confundida por el encarcelamiento y el dolor y la abyección, solo comprendió que algo extraordinario, algo capaz de asombrar por completo a la vista, se había alzado detrás de ella. Y, hambrienta por cualquier clase de maravilla tras semanas de dolor en la oscuridad de aquellas grises paredes, sin color ni forma, se detuvo y lanzó una rápida mirada a su espalda.

Isaac y Derkhan gritaron, presa de una incredulidad terrible. Yagharek lanzó un aullido conmocionado, como un cuervo furioso.

Con su ojo sano, Lin abarcó con pavoroso asombro la extraordinaria curva de la forma de la polilla asesina; y entonces reparó en los arremolinados colores de las alas y sus mandíbulas castañetearon un breve instante y quedó en silencio. Hechizada.

Se sentó en cuclillas sobre el suelo, la cabeza apoyada sobre el hombro izquierdo, contemplando estúpidamente a la gran bestia, al remolino de colores. Motley y ella observaban las alas de la polilla mientras sus mentes se desbordaban lejos de ellos.

Isaac aulló y retrocedió tambaleándose, alargando los brazos hacia atrás de forma desesperada.

La polilla asesina extendió un deslizante racimo de tentáculos y arrastró a Lin hacia él. Su vasta y babeante boca se abrió como la puerta a algún lugar estigio. La saliva rancia y cítrica se deslizó sobre el rostro de Lin.

Mientras Isaac avanzaba a tientas hacia atrás en busca de su mano, observando intensamente la escena a través de los espejos, la lengua de la polilla asesina salió con una sacudida de su hedionda garganta y lamió durante un breve instante la cabeza de escarabajo. Isaac volvió a gritar una y otra vez, pero no podía hacer nada para detenerla.

La larga lengua, empapada de baba, se abrió camino deslizándose por las fláccidas mandíbulas de Lin y se sumergió en su cabeza.


Al escuchar los aullidos espantados de Isaac, dos de los rehechos que estaban atrapados tras el enorme corpachón de Motley alargaron los brazos y dispararon erráticamente con sus fusiles de chispa. Uno de ellos falló por completo, pero el otro acertó a la polilla asesina en el tórax y le arrancó un pegote de líquido y un siseo irritado, pero nada más. No era el arma apropiada.

Los dos que habían disparado gritaron a sus compañeros y el pequeño escuadrón empezó a empujar la voluminosa forma de Motley en cuidadosas y coordinadas embestidas.

Isaac buscaba a tientas la mano de Lin.

La garganta de la polilla asesina subía y bajaba mientras la criatura bebía a grandes tragos.

Yagharek se agachó y recogió la lámpara de aceite que descansaba al pie de la escultura. La agitó un instante en su mano izquierda mientras levantaba el látigo con la derecha.

—Sujétala, Isaac —exclamó.

Mientras la polilla apretaba su delicado cuerpo contra el tórax, Isaac sintió que sus dedos se cerraban alrededor de la muñeca de Lin. La agarró con fuerza, tratando de soltarla. Lloró y juró.

Yagharek arrojó la lámpara encendida contra la espalda de la polilla. El cristal se hizo añicos y una pequeña rociada de aceite incandescente se derramó sobre la suave piel. Una llamarada azul trepó a lo largo de la cúpula del cráneo.

La polilla chilló. Una tormenta de frenéticos miembros se alzó, tratando de extinguir el fuego, mientras la criatura sacudía la cabeza, presa por un instante del dolor. Al instante, Yagharek le propinó un latigazo con un golpe salvaje. Mordió la negra piel con un chasquido ruidoso y dramático. El negro cuero se enrolló casi inmediatamente alrededor del cuello.

El garuda tiró rápidamente con todas sus fuerzas. Mantuvo el látigo completamente tenso y se preparó para resistir.

El pequeño fuego seguía encendido, ardiendo tenaz. El látigo apresaba la garganta de la polilla asesina. No podía tragar ni respirar.

Su cabeza se sacudió sobre el cuello alargado. Emitía grititos estrangulados. Su lengua se hinchó y abandonó bruscamente la garganta de Lin. El chorro de consciencia que había tratado de tragar se le había atascado en la garganta. Se aferró al látigo, frenética y aterrorizada. Sacudió las garras y se agitó y se retorció.

Isaac continuaba sujetando la flaca muñeca de Lin y tiró de ella mientras la polilla se convulsionaba en su horripilante danza. Sus miembros temblorosos se alejaron de ella y aferraron en vano la correa que la ahogaba. Isaac logró soltarla por completo, cayó al suelo y se alejó arrastrándose de la enfurecida criatura.

Mientras esta se volvía llena de pánico, sus alas se plegaron y se apartó de la puerta. Al instante, su presa sobre Motley se quebró. El cuerpo compuesto de este cayó hacia delante y se desplomó de bruces mientras su mente volvía a recomponerse a duras penas. Sus hombres pasaron sobre él, corriendo entre la maraña de patas para entrar en la habitación.

En un repugnante tamborileo de apéndices, la polilla asesina giró sobre sí misma. El látigo, arrancado de las manos de Yagharek, le desgarró la piel. El garuda retrocedió tambaleándose, en dirección a Derkhan, fuera del alcance de los convulsos y afilados miembros de la polilla asesina.

Motley se estaba poniendo en pie. Se apartó rápidamente de la bestia y regresó al pasillo.

— ¡Matad a esa maldita cosa! —chilló.


La polilla interpretaba una danza frenética en el centro de la habitación. Los cinco rehechos se reunieron en torno a la puerta. Apuntaron a través de sus espejos.

Tres chorros de gas ardiente escupidos por los lanzallamas, quemaron la piel de la vasta criatura. Trató de chillar mientras sus alas y su quitina crujían y se partían y se quebraban, pero el látigo se lo impidió. Un gran goterón de ácido roció a la contorsionada polilla en plena cara, disolvió las proteínas y componentes de su piel en cuestión de segundos y fundió su exoesqueleto.

El ácido y la llama devoraron rápidamente el látigo. Sus restos volaron lejos de la polilla mientras esta giraba sobre sí misma, capaz al fin de respirar y gritar.

Chilló de agonía mientras el fuego y el ácido volvían a caer sobre ella. Se abalanzó ciegamente en la dirección de sus atacantes.

Los rayos de energía negra de la pistola del quinto hombre estallaron sobre ella y se disiparon sobre su superficie entumeciéndola y quemándola sin calor. Volvió a chillar pero siguió adelante, una tormenta ciega de llamas que escupía muerte y sacudía a su alrededor hueso serrado.

Los cinco rehechos retrocedieron mientras la criatura avanzaba salvajemente sobre ellos, y siguieron a Motley al pasillo. La furiosa pira viviente chocó contra las paredes, que se prendieron, y buscó a tientas la puerta.

Desde el pequeño pasillo continuaron los sonidos del plasma, el ácido escupido y las púas de energía elictrotau-matúrgica.


Durante varios segundos prolongados, Derkhan y Yagharek e Isaac contemplaron pasmados la entrada. La polilla seguía chillando donde ellos ya no podían verla y el pasillo quedaba inundado de luz parpadeante y calor.

Entonces Isaac pestañeó y bajó la vista hacia Lin, que se hundió en su abrazo.

Él le dijo algo en un siseo, la sacudió.

—Lin —susurró—. Lin… nos marchamos.

Yagharek se acercó rápidamente a la ventana y se asomó a la calle que discurría cinco pisos por debajo. Junto a la ventana, una pequeña y protuberante columna de ladrillos sobresalía del muro y se convertía en una chimenea. Debajo de ella, una tubería de drenaje descendía serpenteando. Se encaramó rápidamente al alféizar de la ventana, alargó la mano hacia la tubería y le dio un tirón. Era sólida.

—Isaac, tráela aquí —dijo Derkhan con urgencia. Isaac levantó a Lin y se mordió el labio al notar lo poco que pesaba. La llevó rápidamente hasta la ventana. Mientras la observaba, el rostro de ella se quebró de pronto en una sonrisa incrédula, extática. El empezó a llorar.

Desde el pasillo, la polilla asesina chillaba débilmente.

— ¡Dee, mira! —siseó Isaac. Las manos de Lin aleteaban erráticas delante de su rostro mientras él la acunaba—. ¡Está cantando! ¡Se pondrá bien!

Derkhan la miró, leyó sus palabras. Isaac observó, sacudió la cabeza.

—No está consciente, son solo palabras al azar, pero, Dee, son palabras… todavía estamos a tiempo…

Derkhan sonrió deleitada. Besó a Isaac con fuerza en la mejilla y acarició suavemente la herida cabeza de escarabajo.

—Sácala de aquí —dijo en voz baja. Isaac se asomó por la ventana y vio a Yagharek, cobijado en una esquina del edificio, sobre una pequeña extrusión de ladrillos, apenas a unos palmos de distancia.

—Dámela y síguenos —dijo Yagharek mientras sacudía su cabeza sobre él. En el extremo este, el largo e inclinado tejado de la casa de Motley se unía con el siguiente edificio, que sobresalía perpendicularmente en dirección sur en una sucesión descendente de construcciones. El paisaje de los tejados del Barrio Óseo se extendía sobre ellos y en todas direcciones; un horizonte elevado; islas de pizarra conectadas sobre las peligrosas calles, que se extendían en la oscuridad durante kilómetros, alejándose de las Costillas en dirección a la Colina Mog y más allá.


Incluso entonces, devorada viva por oleadas de fuego y ácido, aturdida por rayos de energía oscura, la última polilla asesina podría haber sobrevivido.

Era una criatura de una resistencia asombrosa. Podía curarse a velocidades aterradoras.

Si hubiera estado a campo abierto, podría haber saltado, desplegado aquellas alas terriblemente heridas y huido del lugar. Podía haberse obligado a remontar el vuelo, ignorando el dolor, ignorando los quemados copos de piel y quitina que hubieran revoloteado asquerosamente a su alrededor. Podría haber volado hasta las húmedas nubes para extinguir las llamas y limpiarse el ácido.

Si su familia hubiera sobrevivido, si hubiera tenido la confianza de poder regresar con sus hermanas, de poder volver a cazar juntas, no la habría ganado el pánico. Si no hubiera presenciado una carnicería de las de su raza, un estallido imposible de vapores venenosos que había tentado a sus hermanas y las había destruido, la polilla no habría estado loca de miedo y furia y puede que no se hubiera dejado abrumar por el frenesí y no hubiera seguido atacando, atrapándose más y más.

Pero estaba sola. Atrapada entre paredes de ladrillo, en un laberinto claustrofóbico que la constreñía, le impedía extender las alas, no le dejaba lugar alguno al que ir. Asaltada por todas partes por un dolor homicida e interminable. El fuego la atacaba y la atacaba, demasiado rápido para que pudiese curarse.

Recorrió tambaleándose todo el pasillo del cuartel general de Motley, una bola al rojo blanco, extendiendo hasta el fin sus garras dentadas y sus espinas, tratando de cazar. Cayó justo antes de llegar a las escaleras.

Motley y los rehechos la miraron con asombro y pavor desde ellas, rezando para que permaneciera inmóvil, para que no se arrastrara por la escalera y se arrojase llameando sobre ellos.

No lo hizo. Permaneció quieta mientras moría.


Cuando estuvo seguro de que la polilla asesina estaba muerta, Motley envió a sus hombres y sus mujeres arriba y abajo en rápidas columnas, con toallas mojadas y mantas para apagar el fuego que la criatura había dejado a su paso.

Pasaron veinte minutos antes de que estuviera controlado. Las vigas y los tablones del ático estaban doblados y manchados de humo. Había enormes huellas de madera carbonizada y pintura ampollada por todo el pasillo. El cuerpo humeante de la polilla descansaba en lo alto de las escaleras, un irreconocible cuajo de carne y tejido, retorcido por el calor en una forma aún más exótica de la que había tenido en vida.

—Grimnebulin y sus amigos hijos de puta han debido de irse —dijo Motley—. Buscadlos. Descubrid adónde han ido. Encontrad su pista. Seguidla. Esta noche. Ahora.

No resultó difícil saber cómo habían escapado, por la ventana y el tejado. Sin embargo, desde allí podían haberse dirigido en cualquier dirección. Los hombres de Motley se agitaron y se miraron incómodos los unos a los otros.

—Moveos, basura rehecha—bramó Motley—. Encontradlos ahora mismo, seguid su rastro y traédmelos.

Aterrorizados grupos de rehechos, humanos, cactos y vodyanoi, abandonaron la guarida de Motley y se desperdigaron por la ciudad. Hicieron planes vanos, compararon notas, corrieron frenéticamente hasta Sunter, hasta Ecomir y Prado del Señor, hasta Arboleda y la Colina Mog, incluso hasta Malado, cruzando el río hasta la Ciénaga Brock, hasta Gidd Oeste y Griss Bajo y la Sombra y Salpetra.

Podrían haberse cruzado con Isaac y sus compañeros un millar de veces.

En Nueva Crobuzon existía una infinidad de escondites. Había muchos más escondites que personas para guarecerse en ellos, las tropas de Motley no tenían la menor posibilidad.

En noches como aquella, cuando la lluvia y las luces de las farolas cubrían todas las líneas y esquinas del complejo de la ciudad (un palimpsesto de árboles sacudidos por el viento y arquitectura y sonido, ruinas antiguas, oscuridad, catacumbas, solares de obra, casas de huéspedes, tierras baldías, luces y bares y alcantarillas), era un lugar interminable, recursivo, secreto.


Los hombres de Motley volvieron a casa con las manos vacías, asustados.


Motley gritó y gritó a la estatua inacabada que se burlaba de él, perfecta e incompleta. Sus hombres registraron el edificio por si alguna pista se les había pasado por alto.

En la última habitación del pasillo del ático encontraron a un soldado, sentado con la espalda contra la pared, comatoso y solo. Un extraño y hermoso mosquete de cristal descansaba sobre su regazo. Junto a sus pies, alguien había grabado sobre la madera una partida de tres en raya.

Las cruces habían ganado, en tres movimientos.


Corremos y nos escondemos como alimañas perseguidas, pero lo hacemos con alivio y gozo.

Sabemos que hemos ganado.

Isaac lleva a Lin en brazos y algunas veces, cuando el camino se hace duro, se la tiene que cargar sobre el hombro. Nos alejamos a toda prisa. Corremos como si fuéramos espíritus. Cansados y exultantes. La desharrapada geografía del este de la ciudad no puede contenernos. Trepamos sobre vallas bajas y entramos en pequeños patios traseros, toscos jardines con manzanos mutantes y zarzas miserables, abono de dudosa procedencia, barro y juguetes rotos.

Algunas veces una sombra cruza el rostro de Derkhan y la escuchamos murmurar algo. Piensa en Andrej; pero esta noche es difícil sentirse culpable, aunque uno se lo merezca. Se produce un momento sombrío, pero bajo la manta de lluvia cálida que está cayendo, sobre las luces de la ciudad que florecen con la promiscuidad de la maleza, es difícil no mirar a los demás a los ojos y sonreír o graznar suavemente de asombro.

Las polillas han desaparecido.

El coste ha sido terrible, terrible. Hemos tenido que pagar un Infierno. Pero esta noche, mientras nos detenemos en una chabola de los tejados en Pincod, más allá del alcance de las vías elevadas, un poco al norte del ferrocarril y de la miseria de la estación de Agua Oscura, nos sentimos triunfantes.


Por la mañana, los periódicos están llenos de graves advertencias. Tanto el Lucha como el Mensajero advierten sobre la inminencia de medidas severas.

Derkhan duerme cuatro horas, luego se sienta a solas, ahora que su tristeza y su culpa han tenido por fin tiempo para florecer. Lin se mueve inquieta, entrando y saliendo de la consciencia. Isaac dormita un rato y se come lo que hemos robado. Acuna constantemente a Lin. Habla de Jack Mediamisa con tono maravillado.

Revisa los componentes gastados y rotos del motor de crisis, chasquea la lengua con desaprobación y frunce los labios. Me dice que puede volver a hacerlo funcionar, no es problema.

Al escucharlo me abruma la nostalgia. La libertad definitiva. Lo deseo desesperadamente. Volar.

Detrás de mí, él lee los periódicos que hemos robado.

En el clima de crisis que se vive, la milicia recibirá poderes extraordinarios, dice. Podrán volver las patrullas abiertas, uniformadas. Puede que los derechos civiles sean recortados. Se está discutiendo la posibilidad de imponer la ley marcial.


Pero a lo largo de este día tempestuoso, la mierda, la repugnante descarga, el veneno onírico de las polillas se está hundiendo lentamente a través del éter en dirección a la tierra. Imagino que puedo sentirlo mientras yazgo sobre estas planchas viejas; se hunde suavemente a mi alrededor, privado de su naturaleza por la luz del día. Se desliza como nieve sucia a través de los planos que rodean la ciudad, a través de las capas de materia, arrastrándose lejos de nuestra dimensión.

Y cuando llega la noche, las pesadillas han desaparecido.

Es como si un suave sollozo, una exhalación masiva de alivio y languidez recorriera toda la ciudad. Una oleada de calma sopla desde la noche, desde el oeste, desde Hiel y el Meandro de las Nieblas hacia Gran Aduja, hasta Sheck y la Ciénaga Brock, Prado del Señor, la Colina Mog y el Parque Abrogate.

La ciudad es liberada en una marejada de sueños. Sobre los montones de paja orinada de Ensenada y los catres de los barrios bajos, en las gruesas camas de plumas de Chnum, amontonados o solos, los ciudadanos de Nueva Crobuzon duermen a pierna suelta.

La ciudad se mueve sin pausa, por supuesto, y no hay tregua para los trabajadores nocturnos del puerto, o para el clamor del metal cuando las cuadrillas de los turnos de noche entran en los molinos y las fundiciones. La oscuridad está puntuada de sonidos imperiosos, sonidos como de guerra. Los vigilantes siguen apostados en las puertas de las fábricas. Las putas buscan clientes donde pueden. Sigue habiendo crimen. La violencia no se disipa.

Pero ni los que duermen ni los que están despiertos son perseguidos ya por fantasmas. Sus miedos solo les pertenecen a ellos mismos.

Como un inconcebible gigante dormido, Nueva Crobuzon se agita cómodamente en su sueño.

Había olvidado el placer de una noche como esta.

Cuando el sol me despierta, mi cabeza está más clara. No me duele.

Hemos sido liberados.


Esta vez todas las noticias hablan del fin de «La pesadilla estival» o «La enfermedad durmiente» o «La maldición de los sueños», o cualquier otro nombre que haya acuñado el periódico en particular.

Los leemos y reímos. Derkhan, Isaac y yo. El deleite resulta palpable. La ciudad ha regresado. Transformada.

Esperamos a que Lin despierte, a que recobre el sentido. Pero no lo hace.


Ese primer día, durmió. Su cuerpo empezó a recobrarse. Se abrazaba con fuerza a Isaac y se negaba a despertar. Libre, libre para dormir sin miedo.


Pero ahora ha despertado y se sienta, perezosa, inactiva. Las patas de su cabeza vibran ligeramente; está hambrienta y encontramos fruta entre lo que hemos robado, le damos de desayunar.

Mientras come, nos mira con aire incómodo a Derkhan a Isaac y a mí Él le sujeta los muslos, le susurra algo, en voz tan baja que no alcanzo a oírlo. Ella sacude la cabeza y la aparta, como un niño pequeño. Se mueve con un estremecimiento espástico, casi paralítico.

Alza las manos y hace un gesto para él.

El la observa ansioso y el rostro se le arruga cada vez más al ver sus torpes y feas manipulaciones.

Los ojos de Derkhan se abren mientras lee las palabras.

Isaac sacude la cabeza, apenas puede hablar.

Mañana… comida… cuidado, él titubea, insecto… viaje… feliz.

No puede alimentarse por sí misma. Sus mandíbulas exteriores sufren un espasmo y parten la fruta por la mitad, o se relajan de pronto y la dejan caer. Ella se sacude con frustración, balancea la cabeza, suelta un chorro que Isaac dice que son lágrimas khepri.

El la consuela, le sostiene la manzana, la ayuda a morderla, la limpia cuando se mancha de zumo y residuos. Temor, dice ella con un signo, mientras Isaac traduce lentamente, cansancio tirarlo todo, arte ¡Motley! Se estremece de repente, mira a su alrededor, llena de terror. Isaac la acaricia, la conforta. Derkhan la observa con aire miserable. Sola, dice Lin con señas desesperadas, y escupe un mensaje químico que ninguno de nosotros comprende. Monstruo advierte rehecho… Mira a su alrededor. Manzana, suspira, manzana.

Isaac la levanta hasta su boca y deja que se alimente. Ella tiembla como un niño pequeño.


Cuando llega la tarde y vuelve a quedarse dormida, rápida y profundamente, Isaac y Derkhan conversan e Isaac empieza a rugir y a gritar y a llorar.

Se va a recuperar, grita mientras Lin se agita en su sueño, está medio muerta de jodido cansancio, ha sufrido hasta hartarse, no es de extrañar, no es de extrañar que esté confusa…

Pero ella no se recupera y él sabe que no va a hacerlo.


Se la arrancamos a la polilla cuando estaba medio consumida. La mitad de su mente, la mitad de sus sueños habían recorrido ya la garganta de la bestia vampírica. Han desaparecido, consumidos por jugos intestinales y luego por el fuego de los hombres de Motley.

Lin despierta contenta, parlotea animadamente con las manos, agita los brazos a su alrededor para ponerse en pie y no puede hacerlo, cae y llora o se ríe de forma cínica, sus mandíbulas castañetean, se mancha como una niña pequeña.

Empieza a dar sus primeros pasos por nuestro tejado con su media mente. Indefensa. Destruida. Un insólito remiendo de risa infantil y sueños adultos, un habla extraordinaria e incomprensible, compleja y violenta y pueril.

Isaac está destrozado.


Nos trasladamos de tejado, inquietados por ruidos que llegan desde abajo. Lin tiene una rabieta mientras caminamos, enloquecida por nuestra incapacidad para comprender su extraño torrente de palabras. Golpea el suelo con el tacón, abofetea débilmente a Isaac. Hace señales que son insultos crueles, trata de alejarnos a patadas.

La controlamos, la abrazamos con fuerza, la sujetamos y nos la llevamos.


Nos movemos de noche. Tememos a la milicia y a los hombres de Motley. Vigilamos en busca de constructos que puedan avisar al Consejo. Estamos atentos a movimientos bruscos y miradas sospechosas. No podemos fiarnos de nuestros vecinos. Debemos vivir en un hinterland de media oscuridad, asilado y solipsista. Robamos lo que necesitamos o lo compramos en tiendas nocturnas, situadas a kilómetros de distancia del lugar en el que nos hemos instalado. Cada mirada de soslayo, cada grito, cada trápala de cascos y botas, cada estallido o cada siseo de los pistones de un constructo significa un momento de miedo.

Somos los más buscados de Nueva Crobuzon. Un honor, un dudoso honor.


Lin quiere bayas de colores.

Isaac interpreta así sus movimientos. El vacilante masticar, la palpitación de su glándula (una inquietante visión sexual).

Derkhan accede a ir. También ella ama a Lin.

Pasan horas preparando el disfraz de Derkhan, con agua y mantequilla y ropa manchada de hollín y hecha jirones, trozos de comida y restos de tintes. Ella emerge del proceso con un cabello negro que resplandece como cristales de carbón y una cicatriz arrugada que recorre su frente. Se encorva y frunce el ceño.

Cuando se marcha, Isaac y yo pasamos la noche esperando con miedo. Estamos casi por completo en silencio.

Lin continúa con su monólogo idiota e Isaac trata de responderle con sus propias manos, acariciándola y haciendo lentas señas como si ella fuera una niña. Pero no lo es: ella es una adulta a medias y la manera en que él la trata la enfurece. Trata de apartarse y sus miembros la desobedecen y se cae. Su propio cuerpo la aterroriza. Isaac la ayuda, la incorpora y la alimenta, le da un masaje en los tensos y magullados hombros.

Para nuestro alivio, Derkhan regresa con varias tajadas de engrudo y un gran puñado de bayas variadas. Sus colores son vividos y exuberantes.

Creí que el maldito Consejo nos había pillado, dice. Creí que un constructo me estaba siguiendo. Tuve que desviarme por Kinken para escapar.

Ninguno de nosotros sabe si de verdad la estaban siguiendo.

Lin está excitada. Sus antenas y las patas de su cabeza vibran. Trata de morder un trocho del blanco engrudo, pero empieza a temblar y lo escupe y no puede controlarse. Isaac es bueno con ella. Introduce la pasta lentamente en su boca, discreto, como si ella estuviera comiendo por sí misma.

Su cuerpo de escarabajo tarda varios minutos en digerir el engrudo y dirigirlo hacia la glándula khepri. Mientras espera, Isaac agita unas pocas bayas frente a Lin y espera hasta que sus movimientos le hacen decidir que ella quiere un puñado en concreto, que le da a comer suave y cuidadosamente.

Guardamos silencio. Lin traga y mastica despacio. La observamos.

Pasan los minutos y su glándula se distiende. Nos inclinamos hacia ella, ansiosos por ver lo que crea.

Ella abre los labios de la glándula y expulsa una bolita de húmedo esputo de khepri. Mueve los brazos, excitada, mientras rezuma, carente de forma y mojada y cae pesadamente al suelo como un excremento blanco.

Un fino chorrito de baba con los colores de las bayas cae detrás de ella, salpicando y tiñendo la masa.


Derkhan aparta la mirada. Isaac llora como nunca he visto hacerlo a un humano.

Fuera de nuestro asqueroso chamizo la ciudad descansa tendida, obesa y libre, de nuevo desafiante y sin miedo. Nos ignora. Es una ingrata. Esta semana los días son más fríos, un breve paréntesis en el implacable verano. Sopla una brisa desde la costa, desde el estuario del Gran Alquitrán y la Bahía de Hierro. Cada día arriban varios barcos. Echan el ancla en el río, al este, esperando a ser descargados y vueltos a cargar. Navios mercantes de Kohnidy Tesh; exploradores llegados del Estrecho de Fuegagua; factorías flotantes de Myrshock; piratas de Figh Vadiso, respetables y respetuosos con la ley ahora que están bien lejos de mar abierto. Las nubes se escabullen como abejas frente al sol. La ciudad es ruidosa. Ha olvidado. Tiene la vaga noción de que un día algo perturbó su sueño: nada más.

Puedo ver el cielo. La luz se cuela entre los toscos tablones que nos rodean. Me gustaría mucho estar muy lejos de aquí. Puedo imaginarme la sensación del viento, la súbita pesadez del aire debajo de mí. Me gustaría poder mirar este edificio y esta calle desde arriba. ojala nada me apresara aquí, ojala esta gravedad fuera una sugerencia que pudiera ignorar.

Lin hace signos. Pegajosa temerosa, susurra Isaac con voz nasal mientras la observa. Pis y madre, comida alas feliz. Asustada, asustada.

Загрузка...