SEGUNDA PARTE FISONOMÍAS DEL VUELO

6

A Nueva Crobuzon no le convencía la gravedad.

Los aeróstatos flotaban de nube en nube como babosas sobre repollos. Las cápsulas de la milicia recorrían el corazón de la ciudad hasta sus límites, los cables que las sostenían vibrando como cuerdas de guitarra a cientos de metros de altitud. Los dracos se abrían paso sobre la conurbación, dejando un rastro de defecación y profanamiento. Las palomas compartían los cielos con las chovas, los azores, los gorriones y los periquitos fugados. Las hormigas voladoras y las avispas, las abejas y las moscardas, las mariposas y los mosquitos libraban una guerra aérea contra un millar de predadores, aspis y dheri que iban a por ellos. Los gólems ensamblados por estudiantes borrachos aleteaban sin mente por el cielo, con torpes alones de cuero, papel o corteza de fruta que se caían en pedazos en su travesía. Incluso los trenes, que desplazaban incontables hombres, mujeres y mercancías por la gran carcasa de Nueva Crobuzon, bregaban para sostenerse sobre las casas, como si temieran la putrefacción de la arquitectura.

La ciudad se erigía inmensa hacia los cielos, inspirada por las vastas montañas que se alzaban al oeste. Purulentas losas cuadradas de diez, veinte, treinta plantas horadaban el cielo. Estallaban como gruesos dedos, como puños, como el muñón de miembros que se agitaban frenéticos sobre la marejada de las casas inferiores. Las toneladas de hormigón que conformaban la urbe cubrían la antigua geografía, los oteros y las vaguadas, ondulaciones todas aún visibles. Las casuchas hendían como un cono de desmoronamiento las faldas de la Colina Vaudois, el Tábano, la Colina de la Bandera y el Montículo de San Jabber.

Los negros muros ahumados del Parlamento se alzaban en la Isla Strack como los dientes de un tiburón o la cola de una raya, como monstruosas armas orgánicas desgarrando el firmamento. El edificio estaba maniatado por tubos siniestros y vastos remaches y palpitaba con las viejas calderas de sus entrañas. Habitaciones empleadas con propósitos inciertos surgían del cuerpo principal del coloso, sin mucho respeto por los refuerzos o los arbotantes. En algún lugar del interior, en la Cámara, lejos del alcance del cielo, se pavoneaban Rudgutter y su hueste de aburridos zánganos. El Parlamento era como una montaña en el límite de la avalancha arquitectónica.

No era un reino más puro que vigilase vasto sobre la ciudad. Las salidas de humo perforaban la membrana entre la tierra y el aire y regurgitaban despechadas toneladas de aire venenoso al mundo. En la caliginosa y mefítica bruma sobre las azoteas, el detritus de un millón de chimeneas vagaba a la deriva. Los crematorios oreaban cenizas de voluntades quemadas por verdugos celosos, mezcladas con el polvo del carbón consumido para mantener calientes a los amantes moribundos. Miles de sórdidos espectros humeantes se abrazaban a Nueva Crobuzon con un hedor que asfixiaba como la culpa.

Las nubes se enroscaban en el malsano microclima de la ciudad. Parecía como si todo el tiempo de Nueva Crobuzon lo formara un inmenso huracán reptante centrado en el corazón de la urbe, en el colosal edificio mestizo que se alzaba en el núcleo de la zona comercial conocida como el Cuervo, coágulo de kilómetros de línea férrea y años de violaciones arquitectónicas: la estación de la calle Perdido.

Era un castillo industrial cuajado de parapetos aleatorios. La torre occidental de la estación era la Espiga de la milicia, que se alzaba sobre las demás torretas y las empequeñecía, y que se encontraba solicitada en siete direcciones por los tensos raíles aéreos. Pero, a pesar de su altura, la Espiga no era más que un anejo de la enorme estación.

El arquitecto había sido encerrado, completamente loco, siete años después de terminada la estación de la calle Perdido. Se dijo que era un hereje que pretendía construir su propio dios.

Cinco gigantescas fauces de ladrillo se abrían para fagocitar cada una de las líneas férreas de la ciudad. Las vías se desplegaban bajo los arcos como lenguas gigantescas. Las tiendas, cámaras de tortura, talleres, despachos y espacios vacíos llenaban el grueso vientre del edificio, que, desde cierto ángulo, con una luz determinada, parecía agazaparse sosteniendo el peso de la Espiga, preparándose para saltar sobre el cielo infinito para invadirlo.


El romance no nublaba la visión de Isaac. Veía el vuelo allá donde mirara (tenía los ojos hinchados: tras ellos zumbaba un cerebro lleno de nuevas fórmulas y hechos diseñados para evadirse de la garra de la gravedad) y era consciente de que no se trataba de una huida hacia un lugar mejor. El vuelo era algo secular, profano: poco más que el paso de una zona de Nueva Crobuzon a otra.

Aquello le alegraba. Era un científico, no un místico.


Se tumbó en la cama y miró por la ventana. Siguió una mota de polvo tras otra con la mirada. A su alrededor, en la cama, desparramados sobre el suelo como una marea de papel, había libros y artículos, notas mecanografiadas y pliegos de diagramas entusiastas, las clásicas monografías anidadas en los delirios de un loco. La Biología y la Filosofía luchaban por el espacio en su mesa.

Había seguido como un sabueso la retorcida pista bibliográfica. No podía ignorar algunos títulos: Sobre la gravedad o La teoría del vuelo. Otros eran tangenciales, como Aerodinámica del enjambre.

Y otros no eran más que caprichos de los que sus respetados colegas sin duda se reirían; por ejemplo, aún tenía que hojear las páginas de Moradores sobre las nubes o ¿Y qué pueden contarnos?

Se rascó la nariz y bebió con pajita un sorbo de la cerveza que se balanceaba sobre su pecho.

Solo llevaba dos días trabajando en el encargo de Yagharek, y para él la ciudad había cambiado por completo. Se preguntaba si regresaría a su anterior estado.

Giró sobre un costado y revolvió entre los papeles que tenía debajo y que le incomodaban. Liberó una colección de oscuros manuscritos y un fajo de los heliotipos que había tirado de Teparadós. Isaac sostenía las imágenes frente a él, examinando las complejidades de la musculatura del draco, al que había pedido que forzara sus movimientos.

Espero que no lleve demasiado, pensó.

Había pasado el día leyendo y tomando notas, gruñendo educadamente cuando David o Lublamai le saludaban, le preguntaban o le ofrecían salir a comer. Había tomado algo de pan, queso y pimiento que Lublamai le había dejado en la mesa. A medida que el día avanzaba había ido quitándose más y más ropa, pues las pequeñas calderas del equipo calentaban el aire. El suelo a su alrededor estaba cubierto de camisas y pañuelos.

Estaba esperando un envío de suministros. Al comienzo de su lectura había comprendido que, en lo tocante a su encargo, sus conocimientos científicos eran insuficientes. De todos los arcanos, la Biología era el que tenía más descuidado. Se sentía cómodo leyendo sobre levitación, taumaturgia contrageotrópica o su querida teoría unificada de campos, pero las imágenes de Teparadós le hicieron comprender lo poco que sabía sobre la biomecánica del simple vuelo.

Lo que necesito son algunos dracos muertos… no, alguno vivo para poder experimentar con él… Isaac divagaba sin rumbo, observando los heliotipos de la noche pasada. No… uno muerto para disecarlo y otro vivo para estudiar el vuelo…

Aquella idea fugaz había adoptado de repente una forma más seria. Se sentó y lo sopesó un tiempo sentado en la mesa, antes de salir a la oscuridad de la Ciénaga Brock.


El pub más notorio entre el Alquitrán y el Cancro acechaba en las sombras de una enorme iglesia Palgolak. Estaba a unas pocas calles húmedas del puente Danechi, que conectaba Brock con el Barrio Oseo.

Casi todos los habitantes de la Ciénaga, por supuesto, eran tahoneros o maleantes o prostitutas, o cualquier otra profesión de la que no se esperase que invocara un hechizo o mirara un tubo de ensayo en toda su vida. Del mismo modo, los del Barrio Oseo, en su mayor parte, no estaban más interesados en burlar la ley de forma sistemática que el resto de Nueva Crobuzon. No obstante, Brock siempre sería el Distrito Científico, y Oseo el de los Ladrones. Y, allí donde aquellas dos influencias se encontraban (esotérica, furtiva, romántica y, en ocasiones, peligrosa), estaba el Hijas de la Luna.

Con un cartel que mostraba los dos pequeños satélites que orbitaban la Luna como hermosas y engoladas jóvenes, y una fachada pintada de escarlata, el Hijas de la Luna era destartalado pero atractivo. En el interior, la clientela consistía en los bohemios más aventureros de la ciudad: artistas, ladrones, científicos proscritos, yonquis e informadores de la milicia que se codeaban ante la mirada de la dueña del local, Kate la Roja.

El mote de Kate hacía referencia a su cabello de jengibre e, Isaac había creído siempre, a la acusación pendiente sobre la creativa bancarrota de sus patrones. Era muy fuerte, con un buen ojo para saber a quién sobornar y a quién rehuir, a quién sacudir y a quién ablandar con una cerveza gratis. Por ese motivo (y, según sospechaba Isaac, por una cierta capacidad con un par de sutiles encantamientos taumatúrgicos), el Hija de la Luna negociaba una senda tan exitosa como precaria, evadiendo las mafias de protección de la zona. La milicia no hacía muchas redadas en el local de Kate, y solo de forma superficial. La cerveza era buena, y no hacía preguntas sobre lo que se trataba en las mesas.

Aquella noche, Kate saludó a Isaac con un breve movimiento de la mano, que él devolvió. Revisó el local, cubierto de humo, pero no dio con la persona a la que buscaba. Se acercó a la barra.

— ¡Eh, Kate! —gritó por encima del estruendo—. ¿Sabes algo de Lemuel?

Ella negó con la cabeza y le sirvió, sin abrir, una Kingpin. Isaac pagó y se giró para encararse con el resto del local.

Se sentía defraudado. El Hijas de la Luna era prácticamente el despacho de Lemuel Pigeon. Se podía dar por hecho que estaría allí todas las noches cerrando tratos, ganando unas monedas. Sospechó que estaría fuera, desarrollando algún turbio negocio. Vagó sin rumbo entre las mesas, en busca de conocidos.

En una esquina, sonriendo beatífico a alguien, vestido con las túnicas amarillas de su orden, estaba Gedrecsechet, el bibliotecario de la iglesia Palgolak. Isaac se animó y se acercó a él.

Sonrió al ver que los antebrazos de la joven ceñuda que discutía con Ged estaban tatuados con las ruedas entrelazas que la proclamaban como Engranaje del MecDios, sin duda tratando de convertir al infiel. A medida que se acercaba, pudo distinguir la conversación.

— ¡…y si te acercas al mundo y a Dios con una fracción del «rigor» y el «análisis» que proclamas, verías que tu ilógico sentientomorfismo es simplemente insostenible!

Ged sonrió a la chica, llena de granos, y abrió la boca para replicar. Isaac lo interrumpió.

—Discúlpame por inmiscuirme, Ged. Solo quería decirle a la joven Ruedecitas, o como te llames… —El Engranaje trató de protestar, pero Isaac la cortó—. No, calla la boca. Te lo diré clarito: vete a tomar por el culo. Y llévate tu rigor contigo. Quiero hablar con Ged.

El bibliotecario reía entre dientes. Su oponente tragaba saliva, intentando mantener la ira, pero se sentía intimidada por el tamaño de Isaac y por su despreocupada agresividad. Trató de marcharse con un semblante de dignidad.

Al ponerse en pie, abrió la boca para despedirse con alguna réplica ingeniosa, pero Isaac se le adelantó.

—Abre la boca y te salto los dientes —le aconsejó amable.

El Engranaje guardó silencio y se marchó.

Cando desapareció de la vista, tanto él como Ged rompieron a reír.

— ¿Por qué los aguantas, Ged? —gritó Isaac.

Ged, agazapado como una rana frente a la mesita, se mecía adelante y atrás con las piernas y los brazos, metiendo y sacando la larga lengua de una boca inmensa, fofa.

—Es que me dan tanta pena… —rió entre dientes—. Son tan… intensos…

A Ged solía conocérsele como una anomalía, como el vodyanoi de mejor humor que se podía uno encontrar. Carecía por completo de la eléctrica hosquedad de su arisca raza.

—De todos modos —siguió, calmándose un poco—, los Engranajes no me molestan tanto como otros. No tienen ni la mitad del rigor que proclaman, por supuesto, pero al menos se toman la cosa en serio. Y por lo menos no son… no sé, Complínea, o Progenie Divina, o algo así.


Palgolak era un dios del conocimiento. Se le representaba bien como un hombre grueso y achaparrado leyendo en una bañera, bien como un esbelto vodyanoi en la misma actitud; o, de algún modo místico, como ambas cosas. Su congregación constaba de humanos y vodyanoi a partes más o menos iguales. Era una deidad amistosa y afable, un sabio cuya existencia estaba por completo dedicada a la obtención, catalogación y diseminación de información.

Isaac no adoraba a dios alguno. No creía en la omnisciencia o la omnipotencia proclamada por unos pocos, o incluso en la existencia de muchos. Desde luego, había criaturas y esencias que moraban en distintos aspectos de la existencia, y sin duda algunos serían poderosos, en términos humanos. Pero adorarlos le parecía una actividad pávida. No obstante, incluso él tenía un lugar en su corazón para Palgolak. En realidad esperaba que ese gordo hijo de puta existiera, en una u otra forma. Le gustaba la idea de una entidad interaspectual tan enamorada del conocimiento que no hiciera más que rondar de reino en reino, metido en una bañera, murmurando con interés ante todo lo que encontrara.

La biblioteca de Palgolak era por lo menos igual a la de la universidad de Nueva Crobuzon. No hacía prestamos, pero sí admitía lectores a cualquier hora del día y de la noche, y había muy, muy pocos libros a los que no permitiera el acceso. Los palgolaki eran proselitistas, y sostenían que todo aquello que un fiel conociera era de inmediato conocido por Palgolak, motivo por el que tenían el deber religioso de leer con avidez. Pero la gloria de Palgolak era su misión secundaria. La principal era la del conocimiento, por lo que habían jurado admitir en su biblioteca a cualquiera que deseara consultarla.

Y por aquello protestaba Ged con suavidad. La biblioteca palgolaki de Nueva Crobuzon disponía de la mejor colección de manuscritos místicos de todo Bas-Lag, y atraía a peregrinos de una enorme variedad de tradiciones y facciones religiosas. Todas las razas creyentes se apiñaban en los límites septentrionales de la Ciénaga Brock y Hogar de Esputo, ataviados con túnicas y máscaras, portando látigos, correas, lupas, toda la gama de parafernalias devotas.

Algunos de los peregrinos no eran precisamente agradables. La Progenie Divina y su violenta aversión por lo xenianos, por ejemplo, crecían en la ciudad, y Ged veía como un desgraciado deber divino el asistir a aquellos racistas que le escupían y llamaban «sapo» o «puerco acuático» mientras les buscaba pasajes en los textos.

Comparados con ellos, los igualitarios Engranajes del MecDios eran una secta inofensiva, por mucha energía que pusieran en su mensaje sobre la mecanicidad del Único Dios Verdadero.

Isaac y Ged habían discutido largamente a lo largo de los años, sobre todo de teología, pero también acerca de literatura, arte y política. Isaac respetaba a aquel vodyanoi afectuoso. Sabía de su fervor en el deber religioso de la lectura, y, por tanto, estaba enormemente preparado en cualquier tema que pudieran tratar. Al principio siempre se mostraba circunspecto acerca de las opiniones sobre la información que compartían («Solo Palgolak posee conocimientos suficientes como para ofrecer un análisis», proclamaba pío al comienzo de un debate), hasta que el alcohol nublaba su dogmatismo religioso y comenzaba a perorar a voz en grito.

—Ged —comenzó Isaac—, ¿qué puedes decirme sobre los garuda?

El otro se encogió de hombros y sonrió ante el placer de impartir su saber.

—No mucho. Hombres pájaro. Viven en el Cymek, y en el norte de Shotek, y al oeste de Mordiga, se dice. Puede que también en alguno de los otros continentes. Huesos huecos. —Sus ojos estaban fijos, concentrados en recordar las páginas de la obra xentropológica que estuviera citando—. Los del Cymek son igualitarios… completamente igualitarios, y completamente individualistas. Cazadores y recolectores, sin división del trabajo según sexos. Sin dinero, sin rangos, aunque poseen cierta jerarquía… extraoficial. Solo se aplica para saber quién merece más respeto, cosas así. No veneran a dios alguno, aunque poseen una figura diabólica que puede o no ser un verdadero eidolón. Su nombre es Dahnesch. Cazan y pelean con látigos, arcos, lanzas, hojas ligeras. No emplean escudos, ya que su peso impide el vuelo. Tienen encontronazos ocasionales con otras bandas o especies, probablemente por el control de los recursos. ¿Sabes algo sobre su biblioteca? —Isaac asintió, y los ojos de Ged se iluminaron con un brillo hambriento, casi obsceno—. Por el esputo divino, me encantaría ponerle las manos encima, pero es imposible —parecía melancólico—. El desierto no es precisamente el territorio de los vodyanoi. Demasiado seco…

—Bueno, viendo que no tienes ni puta idea sobre ellos, mejor que lo dejemos —respondió Isaac. Para sorpresa del humano, Ged se abatió aún más—. ¡Era una broma, Ged! ¡Ironía! ¡Sarcasmo! Sabes un huevo, hombre, al menos comparado conmigo. He estado hojeando el Shacrestialchit, y ya has superado la suma de mis conocimientos. ¿Sabes algo sobre… um… sobre su código criminal?

Ged lo observó, entrecerrando los ojos.

— ¿En qué andas metido, Isaac? Son tan igualitarios… Bueno, su sociedad está por completo basada en potenciar la capacidad de elección del individuo, lo que los hace comunistas. Aceptan las elecciones más extrañas de cualquiera y, por lo que puedo recordar, su único crimen es privar de elección a otro garuda. Todo esto queda exacerbado o apaciguado por el hecho de que sean o no dignos de respeto, un concepto que adoran…

— ¿Cómo puedes robarle la elección a alguien?

—Ni idea. Supongo que, si le robas la lanza a alguien, le quitas la opción de emplearla… ¿Y si te tumbas encima de unos suculentos líquenes, de modo que prives a los demás de la opción de comérselos?

—Es posible que algunos de estos «robos» sean analogías de lo que nosotros consideramos delitos, mientras que otros no tengan nada que ver —añadió Isaac.

—Supongo.

— ¿Qué es un individuo abstracto y uno concreto?

Ged contemplaba estupefacto a su compañero.

—Joder, Isaac, ¿tienes un amigo garuda, o qué?

Isaac enarcó una ceja y asintió con rapidez.

— ¡Mierda! —gritó Ged. La gente de las mesas cercanas se volvió hacia él, con sorpresa—. ¡Y del Cymek…! ¡Isaac, tienes que conseguir que venga a hablarme sobre el Cymek!

—No sé. Es algo… taciturno.

—Oh, por favor, por favor…

—Bueno, bueno. Se lo preguntaré, pero no tengas muchas esperanzas. Ahora dime qué diferencia hay entre los abstractos y los concretos.

—Oh, es tan fascinante… Supongo que no estás autorizado a hablarme del trabajo, ¿no? No, no creo. Bueno, para concretar, y por lo que alcanzo a comprender, son igualitarios porque respetan en grado sumo al individuo, ¿no? Y no puedes respetar la individualidad de los demás si te concentras en tu propia individualidad de una forma abstracta, aislada. La idea es que eres un individuo siempre que existas en una matriz social de otros que respetan tu individualidad y tu derecho a elegir. Eso es la individualidad concreta: una que reconoce que debe su existencia a una especie de respeto comunal por parte de las demás individualidades, a las que por tanto respeta.

—Así que un individuo abstracto es un garuda que olvida, por un tiempo, que es parte de una unidad mayor, que debe respeto a otros individuos electores.

Se produjo una larga pausa.

— ¿Sabes algo más, Isaac? —preguntó Ged con suavidad, rompiendo en risitas.

Isaac no estaba seguro de si debía seguir.

—A ver, Ged. Si te dijeran «robo de elección en segundo grado con falta de respeto», ¿sabrías lo que había hecho un garuda?

—No… —Ged quedó pensativo—. No. Suena grave… No obstante, creo que en la biblioteca hay algunos libros que podrían explicar…

En ese momento, Lemuel Pigeon apareció delante de Isaac.

—Lo siento, Ged —interrumpió el humano con premura—. Lo lamento y todo eso, pero tengo que hablar ahora mismo con Lemuel. ¿Podemos seguir después?

Ged sonrió sin rencor y despidió a Isaac con la mano.


—Lemuel, tenemos que hablar. Podría ser rentable.

— ¡Isaac! Siempre es un placer tratar con un hombre de ciencia. ¿Cómo va la vida de la mente?

Lemuel se recostó en su silla. Vestía sin gusto, con chaqueta borgoña y chaleco amarillo, además de un pequeño sombrero.

Una masa de rizos amarillos surgía de debajo en una coleta con la que estaba en franco desacuerdo.

—La vida de la mente, Lemuel, ha llegado a una especie de callejón sin salida. Y ahí, amigo mío, es donde entras tú.

— ¿Yo? —Lemuel Pigeon sonrió ladeado.

— Sí, Lemuel —replicó Isaac ominoso—. También tú puedes contribuir a la causa del saber.

A Isaac le gustaba charlar con Lemuel, aunque el joven le hacía sentirse algo incómodo. Se trataba de un buscavidas, de un estafador, de un perista… el pícaro quintaesencial. Se había labrado un provechoso nicho siendo el más eficaz intermediario. Paquetes, información, ofertas, mensajes, refugiados, bienes: para cualquier cosa que dos personas quisieran intercambiar sin reunirse, Lemuel era el mensajero adecuado. Era imprescindible para la gente como Isaac, que quería tratar con los bajos fondos de Nueva Crobuzon sin mancharse las manos. Del mismo modo, los moradores de la otra ciudad usaban a Lemuel para alcanzar el reino de la «legalidad» sin encallar en la puerta de la milicia. No todos los trabajos de Lemuel involucraban a ambos mundos: algunos eran por completo legales o ilegales. Pero cruzar la frontera era su especialidad.

Su existencia era precaria. No tenía escrúpulos y actuaba de forma brutal, despiadada de ser necesario. Si había peligro, no dudaba en echar a los perros a quien le acompañara con tal de escapar indemne. Todo el mundo lo sabía, pues nunca lo ocultaba. Disponía de cierta honestidad, y nunca pretendía ser alguien de fiar.

—Lemuel, pequeño demonio de la ciencia, estoy desarrollando una pequeña investigación, y necesito conseguir algunos especímenes. Hablo de cualquier cosa que vuele. Ahí es donde entras tú. Mira, un hombre en mi posición no puede andar vagando por Nueva Crobuzon en busca de… bichos. Un hombre en mi posición tiene que ser capaz de pasar la voz y ver cómo los monstruitos alados llegan a su regazo.

—Pues pon un anuncio en un periódico, tío. ¿Para qué me quieres a mí?

—Porque hablo de muchos, de muchos, y no quiero saber de dónde vienen. Y hablo de variedad. Quiero disponer de tantos monstruitos alados como sea posible, y no es fácil conseguir a alguno de ellos. Por ejemplo: si quisiera obtener, digamos, un aspis, podría pagar bien al capitán de un barco por un espécimen sarnoso y moribundo… o podría pagarte a ti para arreglar que uno de tus honorables socios liberara a un pobre y pequeño aspis de alguna jaula dorada en Gidd Este o en el Anillo. ¿Capiche?

—Isaac, viejo… comenzamos a entendernos.

—Por supuesto, Lemuel. Eres un hombre de negocios. Estoy interesado en monstruos voladores raros. Quiero cosas que nunca antes haya visto. Quiero criaturas originales. No voy a pagar una pasta por una cesta llena de mirlos, aunque no te tomes esto como una indicación de que no quiero mirlos, por favor. Claro que los quiero, igual que chovas, tordos, lo que sea. Y palomas, Lemuel, como tu apellido. Pero claro, prefiero, digamos, serpientes libélula.

—Raros —repitió Lemuel, contemplando su pinta.

—Muy raros —asintió Isaac—. Por eso se pagarían grandes sumas por un buen espécimen. ¿Captas la idea? Quiero pájaros, insectos, murciélagos… también huevos, capullos, larvas, cualquier cosa que vaya a convertirse en algo volador. De hecho, eso sería más útil. Cualquier cosa que vaya a convertirse en algo no mayor que un perro. Nada que pueda ser más grande, ni nada peligroso. Por impresionante que sea atrapar un drudo o un eoloceronte, no los quiero.

— ¿Y quién querría?

Isaac introdujo un billete de cinco guineas en el bolsillo de la chaqueta de Lemuel. Acto seguido, los dos alzaron sus vasos y bebieron juntos.


Aquello había sido la noche anterior. Isaac estaba sentado, imaginando cómo su petición se abría paso hacia los barrios criminales de Nueva Crobuzon.

Ya había usado antes los servicios de Lemuel cuando había necesitado compuestos raros o proscritos, o un manuscrito del que quedaran muy pocas copias en la ciudad, o información sobre la síntesis de sustancias ilegales. Le hacía gracia pensar en los más duros elementos criminales de los bajos fondos empeñados en capturar pájaros y mariposas, entre sus guerras de bandas y sus ventas de droga.

Reparó en que al día siguiente era Día de la huida. Hacía mucho que no veía a Lin, que ni siquiera sabía nada sobre su trabajo. Recordó que tenían una cita para cenar. Podría parar su investigación unas horas para contarle a su amante todo cuanto había sucedido. Disfrutaba vaciando su mente de los muchos giros y salidas acumuladas, ofreciéndoselos a Lin.

Lublamai y David se habían marchado. Estaba solo.

Onduló como una morsa, esparciendo papeles e impresiones por todas partes. Apagó la lámpara de gas y echó un vistazo al oscuro almacén. A través de la mugrienta ventana alcanzaba a divisar el frío círculo de la Luna y las lentas piruetas de sus dos hijas, satélites de roca yerma brillando como orondas luciérnagas mientras giraban alrededor de su madre.

Cayó dormido observando aquella enrevesada maquinaria lunar, bañado por la luz del satélite, soñando con Lin: un sueño tenso, sexual, amoroso.

7

El Reloj y el Gallito se había desbordado de sus puertas. Las mesas y las linternas de colores cubrían la calle frente al canal que separaba los Campos Salacus de Sanvino. El entrechocar de vasos y el arrullo de la diversión flotaban sobre los adustos barqueros que negociaban las esclusas, cabalgando sobre las aguas hacia un nivel superior, alejándose por el río hasta dejar atrás la bulliciosa posada.

Lin sentía vértigo.

Estaba sentada en la cabecera de una gran mesa bajo una lámpara violeta, rodeada por sus amigos. Junto a ella, a un lado, estaba Derkhan Blueday, la crítica de arte del Faro. Al otro se sentaba Cornfed, gritando animadamente a Brote en los Muslos, el cacto chelista. Alexandrine, Bellagin Sound, Tarrick Septimus, Spint el Inoportuno: pintores y poetas, músicos, escultores y una hueste de aduladores de los que solo reconocía a la mitad.

Aquel era el territorio de Lin, su mundo. Pero, a pesar de todo, nunca se había sentido tan aislada de ellos como entonces.

El saber que había conseguido el trabajo, ese inmenso encargo con el que todos soñaban, la obra que los haría felices durante años, la separaba de sus camaradas. Y su terrorífico mecenas había sellado su soledad de forma eficaz: Lin se sentía como si de repente, sin previo aviso, estuviera en un mundo muy distinto de aquel de los Campos Salacus, lleno de maledicencia, juegos, animación y belleza.

No había visto a ninguno de ellos desde que regresara, temblorosa, de su extraordinaria reunión en el Barrio Óseo. Había echado mucho de menos a Isaac, pero sabía que aprovecharía la ocasión de su supuesto trabajo para sumergirse en la investigación, y sabía también que se enfadaría mucho si lo visitara en Brock. En los Campos Salacus eran un secreto a voces, pero la Ciénaga era el vientre de la bestia.

Así se había quedado sentada un día entero, cavilando sobre lo que había aceptado.

Poco a poco, de forma tentativa, había devuelto su mente a la figura monstruosa del señor Motley.

¡Esputo divino, mierda!, había pensado. ¿Qué era?

No tenía una imagen clara de su jefe, solo un sentido de la discordancia deshilachada de su carne. Ribetes de memoria visual la acariciaban: una mano acabada en cinco pinzas de cangrejo igualmente espaciadas; un cuerno espiral que surgía de un racimo de ojos; un filo reptiliano que surcaba un pelaje caprino. Era imposible decir cuál era la raza original del señor Motley. Nunca había oído hablar de reconstrucciones tan extensas, tan monstruosas y caóticas. Cualquiera tan rico como él podía, sin duda, permitirse a los mejores reconstructores para convertirse en algo más que humano… o lo que fuera. No le quedaba más que pensar que había elegido aquella forma.

O eso, o era víctima de la Torsión.

Se preguntó si aquella obsesión por la zona de transición reflejaba su forma, o si había sido la obsesión la primera.

La alacena de Lin estaba llena de bocetos del cuerpo del señor Motley, ocultos a toda prisa por si Isaac decidía quedarse aquella noche. Había tomado notas apresuradas de cuanto recordaba a aquella lunática anatomía.

El horror había remitido a lo largo de los días, dejándole un picor en la piel y un torrente de ideas.

Decidió que aquella podía ser la obra de su vida.

Su primera cita con el señor Motley era al día siguiente, Día del polvo, por la tarde. Después se verían dos veces a la semana durante por lo menos un mes; probablemente más, según la escultura fuera tomando forma. Estaba ansiosa por empezar.


— ¡Lin, perra tediosa! —gritó Cornfed, tirándole una zanahoria—. ¿Por qué estás tan callada esta noche?

Lin hizo una rápida anotación en su libreta.

«Cornfed, cariño, me aburres».

Todos rompieron a reír. Cornfed volvió a su extravagante flirteo con Alexandrine. Derkhan inclinó la cabeza gris hacia Lin y habló en voz baja.

— Ya en serio, Lin… Apenas has dicho nada. ¿Pasa algo? Lin, conmovida, negó suavemente con la cabeza.

Estoy trabajando en algo grande. No dejo de darle vueltas, le señaló. Era un alivio poder hablar sin tener que escribir cada palabra: Derkhan leía bien los signos.

Echo de menos a Isaac, añadió, fingiendo desespero.

Derkhan le acarició el rostro, comprensiva. Es una mujer adorable, pensó Lin.

Derkhan era pálida y enjuta, aunque la madurez le había dejado una cierta barriga. Aunque adoraba las estrafalarias costumbres de los Salacus, era una mujer intensa y gentil que evitaba ser el centro de atención. Sus críticas eran ásperas y despiadadas: si no le hubiera gustado su obra probablemente no serían amigas, pues sus juicios en el Faro eran duros hasta la brutalidad.

A ella podía decirle que echaba de menos a Isaac, pues Derkhan conocía la verdadera naturaleza de su relación. Hacía poco más de un año, mientras las dos paseaban juntas por los Campos Salacus, Derkhan había comprado bebidas. Cuando entregó el dinero para pagar, se le cayó el bolso. Se había agachado rápidamente para recuperarlo, pero Lin se adelantó, recogiéndolo y deteniéndose un mero instante al ver el gastado heliotipo de una hermosa e intensa joven vestida de hombre que se le había caído al suelo, con tres equis de pintalabios abajo. Se lo entregó a Derkhan, que lo devolvió al bolso sin prisas y sin mirar a Lin a los ojos.

—Fue hace mucho tiempo —había dicho enigmática, antes de sumergirse en su cerveza.

Lin había tenido la sensación de deberle un secreto. Casi se alivió cuando, un par de meses después, se encontró bebiendo con Derkhan, deprimida después de una estúpida riña con Isaac. Aquello le dio la oportunidad de contarle una verdad que ya debía de haber adivinado. Derkhan había asentido con nada más que preocupación por la desdicha de Lin.

Desde entonces habían estado muy unidas.

A Isaac le gustaba Derkhan porque era sediciosa.

Mientras Lin pensaba en él, oyó su voz.

—Mierda, perdón a todos por el retraso…

Se volvió para verlo acercándose a ellos entre las mesas. Sus antenas se doblaron en lo que sabía que él reconocería como una sonrisa.

Un coro de saludos recibió a Isaac, que miró directamente a Lin con una sonrisa privada. Le acarició la espalda mientras saludaba a los demás, y Lin sintió la mano deletrear torpemente, a través de la blusa, te quiero.

Isaac acercó una silla y se hizo un hueco entre Lin y Cornfed.

—Acabo de estar en el banco para depositar unas pepitas. Un contrato lucrativo para un científico feliz y sin juicio. Yo pago. — Se produjo un ronco y alegre coro de sorpresa, seguido de una llamada común al camarero—. ¿Cómo va el espectáculo, Cornfed?

— ¡Oh, espléndido, espléndido! —gritó el aludido, añadiendo extrañamente en voz muy alta—: Lin vino a verlo el Día del pescado.

—Muy bien —respondió Isaac, impertérrito—. ¿Te gustó, Lin?

Ella le señaló brevemente que así había sido.

Cornfed solo estaba interesado en mirar el escote de Alexandrine a través de un vestido poco sutil, así que Isaac volvió su atención hacia la khepri.

—No te vas a creer lo que me ha pasado… —comenzó.

Lin le apretó la rodilla por debajo de la mesa, y él devolvió el gesto.

En voz muy baja, Isaac contó a Lin y a Derkhan, de forma resumida, la historia de la visita de Yagharek. Les imploró que guardaran silencio y echó frecuentes vistazos alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba. A mitad del relato, llegó el pollo que había pedido y lo comió ruidoso mientras describía su encuentro en el Hijas de la Luna, y las jaulas y jaulas de animales experimentales que esperaba recibir en su laboratorio en cualquier momento.

Cuando hubo terminado, se reclinó y les sonrió, antes de que la contrición asomara a su expresión y preguntara a Lin:

— ¿Qué tal tu trabajo?

Ella restó importancia con un gesto de la mano.

Nada que pueda decirte, cariño, le dijo. Hablemos de tu nuevo proyecto.

La culpabilidad pasó visiblemente por la expresión de Isaac ante su conversación unilateral, pero no podía evitarlo. Estaba por completo atrapado por su nuevo propósito. Lin sintió un familiar afecto melancólico por él, melancolía por su suficiencia en aquellos momentos de fascinación; afecto por su fervor y su pasión.

—Mira, mira —dijo atropelladamente Isaac, sacando un trozo de papel del bolsillo. Lo desdobló sobre la mesa, ante ellas.

Se trataba del cartel de una feria en Sobek Croix. La parte trasera estaba rugosa por el pegamento seco. Lo había arrancado de una pared.


LA ÚNICA Y MARAVILLOSA FERIA DE MR. BOMBADREZIL. Garantizamos sorprender y cautivar al paladar más hastiado. El PALACIO DEL AMOR; la SALA DE LOS HORRORES; el VÓRTICE; y muchas otras atracciones a precios irresistibles. Venga también a ver la extraordinaria feria de monstruos, el CIRCO DE LO EXTRAÑO. ¡Monstruos y prodigios de cada esquina de Bas-Lag! VIDENTES de las TIERRAS FRACTURADAS; una auténtica GARRA DE TEJEDORA; URSUS REX, el hombre rey de los Osos; CACTOS ENANOS de tamaños diminutos; un GARUDA, hombre pájaro, jefe de los desiertos salvajes; los HOMBRES PIEDRA de Bezhek; DEMONIOS enjaulados; PECES DANZANTES; tesoros robados del GENGRIS; y otros innumerables PRODIGIOS y MARAVILLAS. Algunas de las atracciones no son recomendables para los melindrosos y aquellos de NERVIOS FRÁGILES. Entrada, 5 estíveres. Jardines de Sobek Croix, desde el 14 de Chet hasta el 14 de Melero, de 6 a 11 de la noche.


— ¿Veis esto? —gritó Isaac, clavando el cartel con el pulgar—. ¡Tienen un garuda! He estado mandando peticiones de pájaros por toda la ciudad, y probablemente termine con toneladas de urracas contagiosas, ¡y tengo un puto garuda en el jardín!

¿Vas a pasarte?, señaló Lin.

— ¡Claro que sí! —bufó Isaac—. ¡En cuanto acabe aquí! Pensé que podríamos ir todos. Los otros —siguió, bajando la voz— no tienen por qué saber lo que hago allí. Es decir, una feria es divertida porque sí, ¿no?

Derkhan asintió y sonrió.

— ¿Y vas a robar al garuda, o qué? —susurró. —Bueno, supongo que podría conseguir que me dejaran tirarle algunos heliotipos, o incluso que viniera un par de días al laboratorio… No sé. ¡Ya organizaremos algo! ¿Qué decís? ¿Os apetece la feria?

Lin robó un tomatito de la guarnición de Isaac y lo limpió cuidadosamente de salsa de pollo. Lo atrapó con sus mandíbulas y comenzó a masticar.

Podría ser divertido, señaló. ¿Invitas tú?

— ¡Claro que sí! —tronó Isaac, mirándola. La observó desde muy cerca durante un instante. Después miró alrededor para asegurarse de que nadie espiaba e hizo algunos signos torpes.

Te he echado de menos.

Derkhan apartó la vista educadamente.

Lin rompió el momento para asegurarse de que lo hacía antes que él. Dio dos fuertes palmadas hasta que todos en la mesa la miraron. Comenzó a hacer señas, indicando a Derkhan que tradujera.

—Eh… Isaac está empeñado en demostrar que eso de que los científicos no hacen más que trabajar, que no saben divertirse, es falso. Los intelectuales, tanto como los estetas disolutos como nosotros, saben cómo pasárselo bien, y por tanto nos ofrece lo siguiente. —Lin agitó el cartel y lo tiró al centro de la mesa, donde era visible para todos. Atracciones, espectáculos, maravillas y raciones de coco por cinco meros estíveres que Isaac se ha ofrecido a aportar…

— ¡Pero no para todos, puercos! —rugió Isaac fingiendo ultraje, aunque fue acallado por un rugido etílico de gratitud.

—…se ha ofrecido a aportar —siguió Derkhan tenaz—. Por tanto, propongo terminar de beber y comer, y salir disparados hacia Sobek Croix.

Se produjo un asenso caótico. Los que ya habían terminado sus consumiciones recogieron sus bolsas. Los otros atacaron con brío renovado las ostras, la ensalada o el llantén frito. Lin pensó en lo imposible que resultaba organizar un grupo de cualquier tamaño para actuar al unísono. Tardarían aún un tiempo en marcharse.

Isaac y Derkhan se susurraban frente a ella, y sus antenas vibraron. Podía captar algunos de los murmullos: Isaac estaba entusiasmado hablando de política. Canalizaba su difuso, errabundo y marcado descontento social hacia sus discusiones con Derkhan. Estaba actuando, pensó Lin con divertido resentimiento, tratando de impresionar a la lacónica periodista.

Pudo ver a Isaac pasar una moneda cuidadosamente por debajo de la mesa, recibiendo un sobre en blanco a cambio. Sin duda alguna, se trataba del último número del Renegado Rampante, el noticiario ilegal y radical para el que escribía Derkhan.

Más allá de un nebuloso disgusto hacia la milicia y el gobierno, Lin no se interesaba en política. Se recostó y contempló las estrellas a través de la bruma violeta de la lámpara suspendida. Pensó en la última vez que había ido a una feria: recordaba el demente palimpsesto de olores, los silbidos y chirridos, las competiciones amañadas y los premios baratos, los animales exóticos y los vestidos brillantes, todo ello empaquetado en un recipiente sucio, vibrante, emocionante.

La feria era el lugar en el que las reglas normales se olvidaban por un tiempo, donde los banqueros y los ladrones se mezclaban para escandalizarse y entusiasmarse. Aun las hermanas menos extravagantes de Lin podían acudir.

Uno de sus primeros recuerdos era el de colarse entre las hileras de tiendas llamativas para acercarse a una atracción aterradora, peligrosa y multicolor, una especie de gigantesca rueda en la Feria de Hiél, hacía veinte años. Alguien (nunca supo quién, alguna viandante khepri, un puestero indulgente) le había entregado una manzana dulce que había comido con reverencia. Aquella fruta caramelizada era uno de los pocos recuerdos agradables de su niñez.

Lin se acomodó en la silla y esperó a que sus amigos terminaran con los preparativos. Sorbía té dulce de la esponja, pensando en aquella manzana. Esperaba con paciencia la visita a la feria.

8

— ¡Vengan, vengan, vengan a intentarlo, prueben suerte!

— ¡Señoras y señoritas, pidan a sus acompañantes que ganen un ramo por ustedes!

— ¡Gira la rueda, gira tu mente!

— ¡Su retrato en solo cuatro minutos! ¡No hay otro retratista más rápido en el mundo!

— ¡Experimenten el mesmerismo hipnagógico de Sillion el Extraordinario!

— ¡Tres asaltos, tres guineas! ¡Resistan tres asaltos contra «Hombre de Hierro» Magus y llévense a casa tres guineas! ¡No se admiten cactos!

El aire de la noche estaba cuajado de ruido. Los retos, los gritos, las invitaciones, tentaciones y provocaciones resonaban alrededor del feliz grupo como globos que estallan. Las luces de gas se mezclaban con productos químicos selectos que ardían rojos, verdes, azules y amarillos. La hierba y los senderos de Sobek Croix estaban pegajosos por la salsa y el azúcar derramados. Las sabandijas se escabullían por los alrededores de los puestos hacia los matorrales oscuros del parque y atesoraban bocados furtivos. Los carteristas y aprovechados se deslizaban depredadores a través de la multitud, como peces en un banco de algas. A su paso se alzaban rugidos y gritos violentos.

La muchedumbre era un estofado móvil de vodyanoi, cactos, khepri y otras especies más raras: hotchi, trancos, zancudos y otras razas cuyos nombres Isaac no conocía.

A pocos metros fuera de la feria, la oscuridad de la hierba y los árboles era absoluta. Las zarzas y matojos quedaban rodeados por trozos de papel rasgado, olvidado y enmarañado por el viento. Las sendas se entrelazaban por todo el parque, conduciendo a lagos, macizos de flores y áreas de maleza desatendida, así como a las viejas ruinas monásticas en el centro de aquel inmenso campo.

Lin y Cornfed, Isaac y Derkhan y todos los otros paseaban por las enormes atracciones de acero roblonado, de hierro pintado de colores chillones y luces siseantes. Sobre sus cabezas se producían chillidos de emoción procedentes de los diminutos coches colgados de escuálidas cadenas. Cien maníacas y alegres melodías distintas se mezclaban procedentes de cien motores y órganos, una molesta cacofonía que flotaba a su alrededor.

Alex masticaba nueces caramelizadas; Bellagin, carne en salazón; Brote en los Muslos había comprado pulpa acuosa, deliciosa para los cactos. Se tiraban comida los unos a los otros, tratando de capturarla al aire con la boca.

El parque estaba lleno de visitantes que lanzaban aros sobre palos verticales y disparaban arcos infantiles tratando de adivinar bajo qué copa se encontraba la bolita. Los niños gritaban emocionados y tristes. Prostitutas de todas las razas, géneros y descripciones se mostraban exageradas entre los puestos, o aguardaban junto a las cervecerías para guiñar a los transeúntes.

El grupo se desintegró poco a poco al pasar por el corazón de la feria. Aguardaron un minuto mientras Cornfed hacía demostración de su puntería con el arco: ofreció ostentoso sus premios, dos muñecas, a Alex y a una joven y hermosa prostituta que aplaudía su triunfo. Los tres desaparecieron cogidos de los brazos en la multitud. Tarrick se demostró adepto en el juego de la pesca, y obtuvo tres cangrejos vivos de una gran bañera giratoria. Bellagin y Spint fueron a que les leyeran la buenaventura en las cartas y chillaron aterrados cuando la aburrida bruja giró en sucesión La Serpiente y La Vieja Saga. Exigieron una segunda opinión a una escarabomante de grandes ojos, que observaba teatral las imágenes que recorrían el caparazón de sus escarabajos mientras se movían entre el serrín.

Isaac y los otros dejaron a Bellagin y Spint atrás.

El resto del grupo dobló una esquina junto a la Rueda del Destino y se reveló ante ellos una sección del parque toscamente vallada. Dentro, una hilera de pequeñas tiendas se curvaba hasta perderse de vista. Sobre el portal podía verse una leyenda mal pintada: «EL CIRCO DE LO EXTRAÑO».

—Bueno —dijo Isaac pesadamente—. Me parece que voy a echar un pequeño vistazo…

— ¿Tanteando las profundidades de la miseria humana, Isaac? —preguntó un joven modelo cuyo nombre no era capaz de recordar. Aparte de Lin, Isaac y Derkhan, del grupo original solo quedaban unos pocos. Todos parecían sorprendidos por la elección del científico.

—Documentación —explicó con grandilocuencia—. Documentación. ¿Os unís a mí, Derkhan, Lin?

Los demás tomaron el comentario con reacciones que iban desde los bufidos descuidados hasta los gestos petulantes. Antes de que todos desaparecieran, Lin hizo unas rápidas señas a Isaac.

No me interesa mucho. La teratología es más tu especialidad. ¿Nos vemos en la entrada dentro de dos horas?

Isaac asintió rápidamente y le apretó la mano. Lin se despidió de Derkhan con una señal y corrió para reunirse con un artista cuyo nombre Isaac nunca había conocido.

Los supervivientes se miraron.

—…y solo quedaron dos —cantó ella; era un trozo de una canción infantil sobre una cesta de gatitos que morían, uno por uno, de forma grotesca.


Había que pagar una entrada adicional por visitar el Circo de lo Extraño, de lo que se encargó Isaac. Aunque no estaba ni mucho menos vacío, el espectáculo de los monstruos estaba bastante menos poblado que el resto de la feria. Cuanto más exclusivos pareciesen los visitantes, más furtivo sería el ambiente.

La feria de rarezas sacaba al voyeur del populacho y la hipocresía de la aristocracia.

Parecía haber una especie de recorrido que prometía visitar cada espectáculo del Circo por orden. Los gritos del presentador animaban a los visitantes a juntarse mucho y a prepararse para escenas no destinadas a ojos mortales.

Isaac y Derkhan se retrasaron un poco para seguir al grupo. Él reparó en que la periodista llevaba una libreta y un bolígrafo preparados.

El maestro de ceremonias, tocado con bombín, se acercó a la primera tienda.

—Señoras y señores —susurró con fuerza y tensión—, en esta tienda acecha la más notable y aterradora criatura nunca vista por ojos humanos. O de vodyanoi, o de cactos, o de quien sea —añadió con voz normal, asintiendo con elegancia a los pocos xenianos entre la multitud. Regresó a su tono rimbombante—. Fue descrita por primera vez hace quince siglos en los apuntes de viaje de Libintos el Docto, en lo que entonces no era más que la vieja Crobuzon. En sus viajes al sur de los yermos ardientes, Libintos vio muchas cosas monstruosas y maravillosas, pero ninguna más espantosa y asombrosa que… ¡el mafadet!

Isaac había estado mostrando su sonrisa sardónica, pero incluso él se sumó al grito sofocado del grupo.

¿De verdad tienen un mafadet?, pensó, mientras el presentador retiraba una cortina frente a la pequeña tienda. Se acercó para ver mejor.

Se produjo un lamento más profundo, y la gente de las primeras filas pugnó por retirarse. Otros trataban a empellones de ocupar sus puestos.

Tras unos barrotes negros, sujeta por fuertes cadenas, se hallaba la bestia extraordinaria. Se encontraba en el suelo, su inmenso cuerpo pardo como el de un león colosal. Entre los hombros había una zona de pelaje más denso de la que brotaba un gran cuello ofídico, más grueso que el muslo de un hombre. Sus escamas relucían con un color oleoso y rubicundo. Un intrincado patrón se enroscaba desde lo alto del cuello, abriéndose en forma de diamante en el punto en que se curvaba para convertirse en una gigantesca cabeza de serpiente.

La testa del mafadet descansaba sobre el suelo. La larguísima lengua bífida salía y entraba de las fauces. Los ojos refulgían de negrura.

Isaac aferró a Derkhan.

—Es un puto mafadet —siseó, atónito. La mujer asintió, con los ojos abiertos como platos.

La muchedumbre se había retirado de las cercanías de la jaula. El presentador asió un palo terminado en un garfio y lo introdujo entre los barrotes, aguijoneando a la enorme criatura del desierto. El animal respondía con un profundo rugido siseante, tratando de alcanzar patéticamente a su atormentador con una enorme zarpa. El cuello se enroscaba y retorcía con desdicha inconexa.

En los espectadores se produjeron algunos gritos. La gente se acercaba a la pequeña barrera frente a la jaula.

— ¡Atrás, señoras y señores, atrás, se lo suplico! —La voz del presentador era pomposa e histriónica—. ¡Están todos ustedes en peligro de muerte! ¡No enfurezcan a la bestia!

El mafadet siseó de nuevo bajo su continuo tormento. Se retiró a rastras, alejándose del alcance de la cruel punta.

El asombro de Isaac desaparecía a ojos vista.

El animal, exhausto, se acobardaba en indigna agonía mientras intentaba alcanzar la parte trasera de la jaula. La cola pelada golpeaba el hediondo cadáver de una cabra que presumiblemente había sido su sustento. Tenía el cuerpo manchado de excrementos y polvo, que se unían a la sangre que manaba espesa de sus numerosos cortes y llagas.

El cuerpo desparramado sufría convulsiones mientras la fría y desafilada cabeza se alzaba sobre los poderosos músculos del cuello de serpiente.

El mafadet siseó y, al verse respondido por la multitud, abrió las fauces perversas. Trató de desnudar los colmillos.

La expresión de Isaac se torció.

Unos muñones rotos sobresalían de las encías, allá donde deberían haber relucido unas peligrosas navajas de treinta centímetros. Se los habían partido, comprendió Isaac, por miedo a su peligroso mordisco venenoso.

Contempló al monstruo roto, restallando su lengua negra. Devolvió la cabeza al suelo.

— Por el culo de Jabber —susurró Isaac a Derkhan con lástima y disgusto— Nunca pensé que sentiría pena por algo así.

—Te hace preguntarte por el estado en que encontraremos al garuda —replicó la periodista.

El histrión corría apresuradamente la cortina sobre la triste criatura. Mientras lo hacía, contó a los espectadores la historia de la prueba del veneno de Libintos, a manos del Rey Mafadet.

Historias para niños, leyendas, mentiras y espectáculo, pensó Isaac despectivo. Reparó en que solo les habían dado un instante para contemplar al ser, menos de un minuto. Así la gente no se dará cuenta de que no se trata más que de un animal moribundo.

No podía sino imaginarse al mafadet en todo su esplendor. El peso inmenso de aquel corpachón pardo que se arrastraba por el matorral seco, el golpe eléctrico del mordisco venenoso.

Los garuda trazando círculos en el aire, sus hojas dispuestas.

Comenzaban a llevar a la gente hacia la siguiente atracción. Isaac hacía caso omiso del rugido de su guía. Estaba observando a Derkhan tomando rápidas notas.

— ¿Es para el RR? —susurró.

Derkhan echó un suspicaz vistazo alrededor.

—Puede. Depende de qué más veamos.

—Lo que veremos —siseó Isaac furioso, arrastrando a Derkhan con él a ver la siguiente tienda— es pura crueldad humana. ¡Pura desesperación!

Se habían detenido detrás de un grupo de ociosos que contemplaban a una niña nacida sin ojos, una frágil y esquelética pequeña humana que gritaba desarticulada mientras sacudía la cabeza al sonido de la multitud. «¡VE CON SU SENTIDO INTERIOR!», proclamaba el cartel sobre su cabeza. Alguien frente a la jaula cloqueaba y le gritaba.

—Esputo divino, Derkhan… —Isaac sacudió la cabeza—. Míralos atormentando a la pobre criatura.

Mientras hablaba, una pareja se alejó de la niña expuesta con expresión de disgusto. Se giraron al marcharse y escupieron a la mujer que más fuerte había reído.

—Las cosas cambian, Isaac —dijo Derkhan en voz queda—. Cambian rápido.


El guía recorría el camino entre las hileras de pequeñas tiendas, deteniéndose aquí y allí en horrores selectos. La multitud comenzaba a disgregarse. Pequeños grupos curioseaban por su cuenta. En algunas tiendas eran detenidos por ayudantes, que esperaban hasta que se hubiera congregado el número suficiente como para desvelar sus piezas ocultas. En otras, los visitantes entraban directamente, y de los lienzos mugrientos procedían gritos de sorpresa, asombro y disgusto.

Derkhan e Isaac entraron en un gran cercado. Sobre el umbral rezaba un cartel de ostentosa caligrafía. «¡UNA PANOPLIA DE MARAVILLAS! ¿SE ATREVE A ENTRAR EN EL MUSEO DE LO OCULTO?».

— ¿Nos atrevemos? —musitó Isaac mientras pasaban a la cálida y polvorienta oscuridad.

La luz fluía lentamente sobre sus ojos desde la esquina de aquella estancia prefabricada. La cámara de algodón estaba llena de vitrinas de hierro y cristal, que se extendían ante ellos. Velas y lámparas de gas ardían en nichos, filtradas por lentes que concentraban la luz en puntos espectaculares, iluminando el grotesco muestrario. Los visitantes serpenteaban de una vitrina a otra, murmurando y riendo nerviosos.

Isaac y Derkhan pasaron lentamente junto a jarrones de alcohol amarillento en las que flotaban trozos corporales.

Fetos de dos cabezas; secciones de brazos de kraken; una resplandeciente punta roja que podía ser la garra de una tejedora, o una talla bruñida; ojos que se contraían vivos en jarras de líquido cargado; intrincadas e infinitesimales pinturas en el lomo de una mariquita, visibles solo con lupa; un cráneo humano arrastrándose por su jaula sobre unas patas de insecto; un nido de ratas con la cola entrelazada que se turnaban para escribir obscenidades en una pequeña pizarra; un libro compuesto de plumas prensadas; dientes de drudo y el cuerno de un narval.

Derkhan no dejaba de tomar notas mientras Isaac contemplaba avaricioso aquella charlatanería, aquella criptociencia.

Dejaron el museo. A su derecha esperaba Anglerina, Reina del Mar Más Profundo; a su izquierda, el hombre cacto más viejo de Bas-Lag.

—Me estoy deprimiendo —anunció Derkhan.

Isaac asintió.

—Encontremos al Jefe Pájaro del Desierto Salvaje cuanto antes, y que les den. Te compraré algodón dulce.

Se movieron entre las filas de deformes y obesos, de grotescamente hirsutos, de enanos. Isaac señaló de repente sobre ellos el cartel que acababa de divisar.

«¡EL REY GARUDA! ¡SEÑOR DE LOS CIELOS!».

Derkhan tiró de la pesada cortina. Intercambiaron miradas y entraron.


— ¡Ah! ¡Visitantes de la extraña ciudad! ¡Vengan, siéntense a oír historias del cruel desierto! ¡Quédense un rato con un viajero de muy, muy lejos!

La voz quejumbrosa surgía de las sombras. Isaac trató de ver a través de los barrotes y divisó una oscura y desordenada figura que se erguía a duras penas, aguardando en las tinieblas del fondo de la tienda.

— Soy el jefe de mi pueblo, y vine a ver la Nueva Crobuzon de la que había oído hablar.

La voz era doliente y cansina, aguda y cruda, pero no emitía ninguno de los sonidos alienígenos de la garganta de Yagharek. La criatura abandonó la oscuridad. Isaac abrió los ojos boquiabierto para proclamar su triunfo y su maravilla, pero el grito mutó hasta morir en un estertor espectral.

La figura ante Isaac y Derkhan temblaba y se rascaba el estómago. La carne colgaba fofa, como la de un escolar seboso. La piel era pálida, cubierta de manchas producto del frío y la enfermedad. La mirada de Isaac recorrió todo el cuerpo con desmayo. Extraños nudos surgían de los deformes dedos de los pies: las garras arrancadas por los niños. La cabeza estaba envuelta en plumas, pero estas eran de todas las formas y tamaños y surgían al azar de la corona y el cuello en una capa gruesa, irregular, insultante. Los ojos que observaban miopes a Isaac y a Derkhan eran humanos, y luchaban por abrir unos párpados incrustados de reuma y pus. El pico era grande y manchado, como el peltre viejo.

Tras la criatura se estiraba un par de alas sucias y hediondas. La envergadura total no superaba el metro ochenta. Mientras Isaac observaba, se abrieron tímidas, se sacudieron y comenzaron a agitarse espasmódicas. Pequeñas muestras mucosas caían de ellas en su temblor.

El pico de la criatura se abrió y, bajo él, Isaac acertó a divisar unos labios formando las palabras, así como unas fosas nasales sobre ellos. El pico no era más que un tosco disfraz pegado en su sitio, como una máscara de gas.

—Dejad que os hable del tiempo en el que surcaba los cielos en busca de mi presa —comenzó el patético homarrache, pero Isaac dio un paso al frente y alzó una mano para cortarlo.

— ¡Por los dioses, basta ya! —gritó—. Ahórranos esta… vergüenza.

El falso garuda dio un paso atrás, parpadeando temeroso. Se produjo un largo silencio.

— ¿Qué pasa, jefe? —susurró al fin el ser tras los barrotes—. ¿Qué he hecho mal?

—Vine aquí a ver a un puto garuda —rugió Isaac—. ¿Por quién me tomas? Eres un rehecho, amigo… como puede ver cualquier idiota.

El gran pico muerto se cerró cuando el hombre se humedeció los labios. Sus ojos miraron nerviosos a izquierda y a derecha.

—Por Jabber, compadre —susurró suplicante—. No presenten quejas. Esto es todo cuanto tengo. Es evidente que es usted un caballero educado. Yo soy lo más cercano a un garuda que casi todos verán nunca… No quieren más que oír un poco sobre la caza en el desierto, ver al pájaro, y yo me gano así la vida.

—Por el esputo divino, Isaac —susurró Derkhan—. Déjalo en paz.

Isaac estaba hundido por la decepción. Ya tenía preparada una lista de preguntas. Sabía exactamente cómo quería investigar las alas, cuya interacción entre músculo y hueso era lo que le intrigaba en aquellos momentos. Había estado preparado para pagar una buena suma por la documentación, había pensado en traer a Ged para que le hiciera algunas preguntas sobre la Biblioteca del Cymek. Le deprimía enfrentarse en vez de ello a un humano asustado y enfermizo que leía un guión indigno del más infecto teatrillo.

Su furia se vio templada por la lástima cuando se fijó en la figura miserable frente a él. El hombre detrás de las plumas se cogía el brazo izquierdo con el derecho. Tenía que abrir el falso pico para poder respirar.

—Genial —maldijo Isaac en voz baja.

Derkhan se había acercado a los barrotes.

— ¿Qué hiciste? —preguntó.

—Robo —respondió el otro con rapidez—. Me pescaron tratando de hacerme con un viejo cuadro de un garuda de una vieja mierdera en Chnum. Valía una fortuna. El magistrado dijo que, como estaba tan impresionado con los garuda, podría… —aguantó la respiración un instante—, podría convertirme en uno.

Isaac pudo ver que las plumas del rostro estaban clavadas de forma desapiadada a la piel, sin duda atadas de forma subcutánea para que el quitarlas fuera agónico. Imaginó la tortura de la inserción, una por una. Cuando el rehecho se volvió lentamente hacia Derkhan, Isaac pudo ver el feo cuajo de carne endurecida de la espalda, donde las alas, arrancadas a algún águila ratonera o un buitre, habían sido selladas a los músculos humanos.

Las terminaciones nerviosas se habían unido inútilmente de forma aleatoria, y las alas solo se movían con los espasmos de una muerte largamente aplazada. Isaac arrugó la nariz ante el hedor. Las alas se descomponían poco a poco en la espalda del rehecho.

— ¿Te duelen? —preguntó Derkhan.

— Ya no demasiado, señorita —respondió la criatura—. De todos modos, tengo suerte de tener esto. —Señaló la tienda y los barrotes—. Me da de comer. Por eso me sentiría más que agradecido si no le dijeran al jefe que me han descubierto.

¿Habrán aceptado de verdad esta asquerosa charada la mayoría de los que han entrado aquí?, se preguntó Isaac. ¿Hay gente tan crédula como para creer que algo tan grotesco haya podido volar alguna vez?

—No diremos nada —respondió Derkhan. Isaac asintió con rapidez. Estaba lleno de lástima, ira y desagrado. Quería marcharse.

Tras ellos, la cortina se abrió para dar paso a un grupo de jovencitas, riendo y susurrándose chistes obscenos. El rehecho miró por encima del hombro de Derkhan.

— ¡Ah! —dijo en voz alta—. ¡Visitantes de la extraña ciudad! ¡Vengan, siéntense a oír historias del cruel desierto! ¡Quédense un rato con un viajero de muy, muy lejos!

Se alejó de Derkhan e Isaac, mirándolos con ojos suplicantes. Las nuevas espectadoras profirieron gritos encantados y asombrados.

— ¡Vuela para nosotras! —chilló una.

— ¡Ay! —oyeron Isaac y Derkhan mientras abandonaban la tienda—, me temo que el clima de vuestra ciudad es demasiado inclemente para los míos. He cogido frío y de momento no puedo volar. Pero acercaos y os hablaré sobre las vistas desde los cielos despejados del Cymek…

El paño se cerró tras ellos emborronando el discurso.

Isaac contempló a Derkhan tomando notas.

— ¿Qué vas a decir sobre esto? —preguntó.

—«Rehecho convertido por tortura de los magistrados en monstruo de feria». No diré cuál —respondió sin levantar la vista de la libreta. Isaac asintió.

—Vamos —murmuró—. Vamos a por algodón de azúcar.


—Qué depresión —suspiró Isaac apesadumbrado, mordiendo el algodón, dulce hasta la náusea. Las fibras de azúcar se aferraban obstinadas a su barba.

— Sí, pero ¿estás deprimido por lo que le han hecho a ese tipo, o por no haber podido encontrarte con un garuda?

Habían abandonado el espectáculo y comían con ganas mientras se alejaban del alborotado centro de la feria. Isaac caviló, algo sorprendido.

—Bueno, supongo… probablemente por no haber visto un garuda… —Pero añadió defensivo—: Pero no estaría ni la mitad de mal de no haber sido más que un engaño, un tipo con un disfraz, algo así. Es la… la maldita indignidad lo que me toca los cojones.

Derkhan asintió pensativa.

—Podríamos echar un vistazo —dijo—. Tiene que haber un garuda o dos en algún sitio. Algunos de los criados en la ciudad deben de estar aquí. —Alzó la mirada, perdida. Con todas las luces de colores, apenas veía las estrellas.

—Ahora no —respondió Isaac—. No estoy con ganas. He perdido la inercia.

Se produjo un agradable silencio antes de que volviera a hablar.

— ¿De verdad vas a escribir sobre ese sitio en el Renegado Rampante?

Derkhan se encogió de hombros y miró alrededor para asegurarse de que nadie los oyera.

—Hablar sobre los rehechos es un trabajo difícil —dijo—. Hay demasiado desprecio y prejuicios contra ellos. Divide y vencerás. Tratar de unir, de modo que la gente no… no los juzgue como monstruos… es muy difícil. Y no es que no se sepa que sus vidas son espantosas en su mayoría… es que hay un montón de gente que no deja de pensar que se lo merecen, aunque se apiaden de ellos, o que piensa que es un castigo divino, o alguna gilipollez así. Oh, por el esputo divino —dijo de repente, sacudiendo la cabeza.

— ¿Qué?

—El otro día estuve en los tribunales y vi a un magistrado sentenciar a una mujer a reconstrucción. Era un crimen tan sórdido, tan patético, tan miserable… —se encogió al recordarlo—. Una mujer que vivía en lo alto de uno de los monolitos de Queche mató a su bebé… ahogándolo, o sacudiéndolo, o Jabber sabe cómo… porque no dejaba de llorar. Estaba allí sentada en el juicio, con los ojos… bueno, vacíos… No podía creer lo que había sucedido y gemía sin parar el nombre de su hijo, y el magistrado la sentenció. Prisión, por supuesto, diez años, creo, pero fue la reconstrucción lo que recuerdo. Le iban a injertar los brazos de su bebé en la cara, «para que no olvidara lo que había hecho», decía. —La voz de Derkhan se retorció al imitar la del juez.

Caminaron un trecho en silencio, dando cuenta del algodón dulce.

— Soy crítica de arte, Isaac—siguió al fin—. La reconstrucción es arte. Arte enfermizo. ¡Qué imaginación hace falta! He visto a rehechos que se arrastran bajo el peso de enormes caparazones espirales de hierro ocultarse en la noche. Mujeres caracol. Los he visto con enormes tentáculos de calamar en lugar de brazos en la orilla del río, hundiendo sus ventosas en el agua para pescar. ¡Y lo que hacen con los de los espectáculos de gladiadores…! Y no es que admitan que son para eso… La reconstrucción es la creatividad pervertida, corrompida, rancia. Recuerdo que una vez me preguntaste si era difícil el equilibrio entre escribir sobre arte y escribir para RR. —Se volvió hacia él mientras paseaban por la feria—. Es lo mismo, Isaac. El arte es algo que eliges hacer… es una unión de… de todo cuanto te rodea para formar algo que te hace más humano, más khepri, lo que sea. Más una persona. Incluso en la reconstrucción sobrevive ese germen. Por eso, los mismos que desprecian a los rehechos se sienten fascinados con Jack Mediamisa, exista o no. No quiero vivir en una ciudad cuya mayor forma de arte sea la reconstrucción.

Isaac metió la mano en el bolsillo, en busca del Renegado Rampante. Tener siquiera un ejemplar era peligroso. Lo tanteó, imaginando un gesto de desprecio hacia el nordeste, hacia el Parlamento, hacia el alcalde Bentham Rudgutter y los partidos que reñían incansables por la división del pastel. Los partidos del Sol Grueso y las Tres Plumas; Tendencia Diversa, a los que Lin llamaba «escoria corrupta»; los mentirosos y seductores de Al Fin Vemos; todos ellos ralea pomposa y dividida, como todopoderosos niños de seis años en un cajón de arena.

Al final de la senda pavimentada con envoltorios de caramelo, carteles, entradas, comida aplastada, muñecas tiradas y globos reventados, esperaba Lin, recostada sobre la entrada de la feria. Isaac sonrió con sincero placer al verla. Cuando se acercaron, se incorporó y los saludó mientras se dirigía hacia ellos.

Isaac vio que tenía una manzana caramelizada apresada entre las mandíbulas. Las fauces interiores masticaban con delicia.

¿Qué tal ha ido, tesoro?, señaló.

—Un desastre sin paliativos —protestó Isaac con desdicha—. Ya te lo contaré todo.

Incluso se arriesgó a cogerle la mano brevemente cuando volvieron la espalda a la feria.

Las tres pequeñas figuras desaparecieron en las lóbregas calles de Sobek Croix, donde la luz de gas era marrón y mortecina, cuando la había. Tras ellos, la caótica barahúnda de color, metal, vidrio, azúcar y dulce seguía vomitando ruido y contaminación lumínica a los cielos.

9

Del otro lado de la ciudad, de las tenebrosas callejuelas de Ecomir y de las chabolas de Malado, de la celosía de canales anegados por el polvo, del Meandro de la Niebla y de las desvaídas fincas de Barracan, de las torres de la Cuña del Alquitrán y del hostil bosque de hormigón de la Perrera, llegaba una noticia apenas susurrada. «Alguien paga por cosas voladoras».

Como un dios, Lemuel insuflaba vida en el mensaje, haciéndolo volar. Los delincuentes de baja estofa lo oían de los camellos; los comerciantes se lo contaban a caballeros decadentes; los doctores de dudoso historial recibían la noticia de sus matones ocasionales.

La petición de Isaac barría todos los suburbios y nidos, y viajaba por la arquitectura alternativa defecada en los sumideros humanos.

Allá donde las casas putrefactas pendían precarias sobre los patios, las pasarelas de madera parecían parirse solas, uniendo, conectando las viviendas con las calles y callejones, donde bestias de carga exhaustas cargaban arriba y abajo con productos de pésima calidad. Los puentes se abrían como miembros rotos sobre las trincheras urbanas. El mensaje de Isaac recorría aquel horizonte caótico como un felino salvaje.

Pocas expediciones de aventureros urbanos tomaban la línea Hundida al sur de la estación del Páramo y se aventuraban en el Bosque Turbio. Paseaban por las vías desiertas cuanto les era posible, saltando de una traviesa de madera a otra, dejando atrás la innombrada estación en las afueras del bosque. Los andenes se habían rendido a la vegetación; las vías estaban cuajadas de clientes de león, dedaleras y rosas salvajes que habían horadado tenaces el balasto y doblaban los raíles aquí y allá. Los árboles de hoja perenne asaltaban a los nerviosos invasores hasta rodearlos y los encerraban en su exuberante trampa.

Llegaban con sacos, con catapultas, con grandes redes. Introducían sus tardas carcasas urbanas en el laberinto de raíces retorcidas y sombras vegetales impenetrables, gritando, tropezando, partiendo ramas. Trataban de localizar el canto del pájaro que los desorientaban al resonar desde todas partes. Realizaban burdas e inútiles analogías entre la ciudad y aquel reino alienígeno: «Si eres capaz de orientarte en la Perrera», decía uno tan fatuo como equivocado, «podrás hacerlo en cualquier otra parte». Giraban, tratando sin conseguirlo de localizar la torre de la milicia en la Colina Vaudois, oculta tras el follaje.

Algunos no regresaban.

La mayoría volvía enfadada, con las manos vacías, rascándose las ampollas, los picotazos, los arañazos. Más les valía haber estado cazando fantasmas.

En ocasiones triunfaban, ahogando con un tosco lienzo y un coro de ridículo entusiasmo a un ruiseñor frenético, o a un pinzón del Bosque Turbio. Los avispones enterraban sus arpones en sus torturadores mientras eran encarcelados en frascos. Si tenían suerte, sus captores recordaban practicar algunos orificios en las tapas.

Muchos pájaros y aún más insectos morían. Algunos sobrevivían para ser llevados a la lóbrega ciudad, más allá de los árboles.

En la propia urbe, los niños trepaban por las paredes para robar huevos en nidos fabricados entre la podredumbre. Los ciempiés, las cresas y los capullos, que guardaban en cajas de cerillas para cambiarlos por cordel o chocolate, cobraban de repente valor monetario.

Había accidentes. Una chica que perseguía a la paloma de carreras de su vecino se precipitó desde un tejado y se rompió la cabeza. Un anciano en busca de gusanos fue aguijoneado por abejas hasta sufrir un paro cardiaco.

Se robaban tanto pájaros raros como otras criaturas voladoras. Algunos escapaban. Nuevos depredadores y presas no tardaron en unirse al ecosistema de los cielos de Nueva Crobuzon.

Lemuel era bueno en su trabajo. Algunos se habrían limitado a tocar las profundidades: él no. El se aseguró de que los deseos de Isaac llegaran hasta las afueras: Gidd, Cuña del Cancro, Mafatón y la Letrina, Prado del Señor y el Cuervo.

Oficinistas y médicos, abogados y consejeros, terratenientes y hombres y mujeres del placer… hasta la milicia: Lemuel había tratado a menudo (normalmente de forma indirecta) con la ciudadanía respetable de Nueva Crobuzon. Las principales diferencias entre ellos y los moradores más desesperados de la ciudad, en su experiencia, estaban en la escala de dinero que les interesaba y en la capacidad para ser descubiertos.

Desde los vestíbulos y los comedores se oían cautos murmullos interesados.


En el corazón del Parlamento tenía lugar un debate sobre la presión fiscal al comercio. El alcalde Rudgutter se sentaba regio sobre su trono, asintiendo a su ministro, Montjohn Rescue, que bramaba en defensa del partido del Sol Grueso, señalando amenazador con el dedo en la enorme cámara abovedada. Rescue se detenía de forma periódica para arreglarse la gruesa bufanda que llevaba alrededor del cuello, a pesar del calor.

Los consejeros dormitaban en silencio en una bruma de motas de polvo.

En el resto del edificio, en los intrincados corredores y pasillos que parecían diseñados para confundir, secretarias y mensajeros uniformados revoloteaban agobiados en sus quehaceres. Pequeños túneles y escaleras de mármol pulimentado se abrían desde las galerías principales. Muchos de ellos estaban mal iluminados y no se los frecuentaba a menudo. Un anciano empujaba un decrépito carrito por uno de tales corredores.

Cuando el bullicio de la entrada principal del Parlamento comenzó a remitir a su espalda, tiró del carrito para subir unas empinadas escaleras. El espacio era tan angosto que apenas cabía su vehículo, y tardó largos e incómodos minutos en alcanzar el desembarco. Se detuvo un instante para limpiarse el sudor de la frente y la boca antes de continuar su penoso bregar por el suelo ascendente.

Frente a él, un rayo de sol que trataba de doblar un recodo iluminaba el aire. Se sumergió en él y la luz y el calor se derramaron sobre su rostro. La iluminación procedía de una claraboya y de las ventanas del despacho sin puertas que se encontraba al final del pasillo.

—Buenos días, señor —croó el viejo al llegar a la entrada.

—Buenos días —replicó el hombre detrás del escritorio.

La oficina era pequeña y cuadrada, con ventanas pequeñas de vidrio ahumado que ofrecían vistas del Griss Bajo y los arcos de la línea férrea Sur. Una de las paredes quedaba oscurecida por la amenazadora masa oscura del edificio principal del Parlamento. En aquel paramento se abría una diminuta portezuela corredera. En una esquina, en precario equilibrio, había una pila de cajas.

La pequeña estancia era una de las cámaras que sobresalían del edificio principal, muy por encima de la ciudad circundante. Las aguas del Gran Alquitrán discurrían quince metros más abajo.

El repartidor descargó los paquetes y las cajas del carrito frente al caballero pálido, de mediana edad, sentado frente a él.

—Hoy no hay demasiadas, señor —murmuró, frotándose los huesos doloridos. Lentamente se dio la vuelta por donde había venido, arrastrando el carro a su espalda.

El secretario examinó los paquetes mientras tomaba breves notas en su máquina de escribir. Realizaba entradas en un enorme libro mayor etiquetado «ADQUISICIONES», hojeando las páginas entre secciones y registrando la fecha antes de cada objeto. Abrió los paquetes y anotó los contenidos en la lista diaria mecanografiada del libro.

Informes de la milicia: 17. Nudillos humanos: 3. Heliotipos (incriminatorios): 5.

Comprobó el departamento de destino de cada elemento de la colección, separándolos en montones. Cuando una pila era lo bastante grande, la depositaba en una caja y la llevaba junto a la portezuela de la pared. Se trataba de un cuadrado de menos de metro y medio de lado que siseaba con el ruido del aire en movimiento, y que se abría ante la orden de un pistón oculto, activado por una palanca. A su lado había una pequeña ranura para una tarjeta de programas.

Más allá, una jaula de alambre colgaba bajo la piel de obsidiana del Parlamento, con un lado abierto que daba al umbral. Estaba suspendida del techo y de dos costados por cadenas que se mecían suavemente, traqueteando y perdiéndose en la marea de tinieblas que se extendía sin remisión allá donde mirara el oficinista; este arrastró la caja hasta la abertura y la metió en la jaula, que se escoró un tanto por el peso.

Liberó una escotilla que se cerró con rapidez, encerrando la caja y sus contenidos en malla de alambre por todos sus lados. Cuando cerró la puerta deslizante, buscó en sus bolsillos y sacó las gruesas tarjetas de programas que obraban en su poder, cada una claramente marcada: «Milicia», «Inteligencia», «Fondos», etc. Deslizó la tarjeta apropiada en la ranura junto a la portezuela.

Se produjo un zumbido. Diminutos, sensibles pistones reaccionaron a la presión. Alimentados por el vapor procedente de las vastas calderas del sótano, delicados engranajes rotaron sobre la tarjeta. Allá donde los dientes, provistos de muelles, encontraban secciones cortadas en la tarjeta, se introducían por un momento y hacían que un minúsculo interruptor fuera activado en el mecanismo. Cuando las ruedas completaban su breve exploración, la combinación de interruptores encendidos y apagados se traducía en instrucciones binarias que volaban por la corriente de vapor y electricidad que surcaba los tubos y cables, hasta llegar a máquinas analíticas ocultas.

La jaula se liberó de sus anclajes y comenzó su rápido movimiento balanceante bajo la piel del Parlamento. Recorrió los túneles ocultos arriba y abajo, a un lado y a otro, diagonalmente, cambiando de dirección, transfiriéndose bamboleante a nuevas cadenas durante cinco, treinta segundos, dos minutos o más, hasta llegar a su destino, donde golpeó una campana para anunciarse. Otra puerta deslizante se abrió ante ella y quedó liberada la caja al alcanzar su destino. A lo lejos, una nueva jaula se balanceaba hasta situarse en su posición frente a la oficina del secretario.

El encargado de Adquisiciones trabajaba con rapidez. En menos de quince minutos había clasificado y enviado casi todas las rarezas que habían llegado a su mesa. Fue entonces cuando vio uno de los pocos paquetes restantes, que se agitaba de forma extraña. Dejó de escribir y lo tocó con el dedo.

Los sellos que lo adornaban declaraban que acababa de llegar en un barco mercante, de nombre escondido. Bien escrito en el frente del paquete aparecía su destino: «Dra. M. Barbile, Investigación y Desarrollo». El secretario oyó el sonido de rasguños. Vaciló un momento y entonces desató con sumo cuidado las cuerdas que lo cerraban. Observó el interior.

Dentro, en un nido de trizas de papel que mascaban con diligencia, había una masa de gruesos gusanos más grandes que su pulgar.

El hombre se retiró, abriendo los ojos tras sus gafas. Las criaturas eran de un color asombroso, hermosos rojos oscuros y verdes con la iridiscencia de las plumas de un pavo real. Se revolvían y agitaban para mantenerse sobre sus diminutas y pegajosas patas. Gruesas antenas sobresalían de la cabeza, por encima de una boca minúscula. La parte delantera del cuerpo estaba cubierta por un pegajoso vello multicolor que no dejaba de agitarse.

Las gruesas y pequeñas criaturas se ondulaban ciegamente.

El oficinista vio, demasiado tarde, un albarán desgarrado y adosado a la parte trasera de la caja, prácticamente destruido en el viaje. Tenía orden de registrar cualquier paquete con albarán como este y lo enviaba sin abrirlo.

Mierda, pensó nervioso. Desdobló las mitades rotas de la nota, que seguía siendo legible.

«PA ciempiés x 5». Eso era todo.

El secretario se recostó y pensó unos momentos, observando a las pequeñas criaturas peludas arrastrándose las unas encima de las otras sobre el papel en el que descansaban.

¿Ciempiés?, pensó, sonriendo ansioso. No dejaba de lanzar miradas al pasillo que se abría frente a él.

Raros ciempiés… de alguna especie extranjera, pensó.

Recordó los susurros en el bar, los guiños y asentimientos. Había oído a un tipo del local ofrecer dinero por tales criaturas. Cuanto más raros, mejor, había dicho.

El rostro del secretario se arrugó de repente con miedo y avaricia. Su mano sobrevoló la caja, acercándose y retirándose indecisa. Se levantó y se dirigió a la entrada de su despacho, para escuchar. Del oscuro pasillo no llegaba sonido alguno.

Regresó a su escritorio, calculando frenético el riesgo y el beneficio. Examinó con cuidado el albarán. Estaba precedido por un encabezado ilegible, pero la información se había escrito a mano. Abrió un cajón del escritorio sin darse tiempo a pensar, revisando sin cesar el pasillo desierto, y sacó un abrecartas y una pluma. Rascó con sumo cuidado la rayita superior y el fin de la curva del número «5». Sopló el polvo de tinta y papel, y alisó cuidadosamente el albarán arrugado con la pluma. Después lo volvió y mojó en tinta la punta. Meticulosamente, encauzó la base del guarismo, y la convirtió en líneas cruzadas.

Cuando al fin terminó, se enderezó y valoró con ojo crítico su trabajo. Parecía un «4».

Ya ha pasado lo difícil, pensó.

Buscó algún contenedor a su alrededor, le dio la vuelta a los bolsillos y se rascó la cabeza, pensativo. Su rostro se iluminó y extrajo el estuche de sus gafas. Lo abrió y lo rellenó con trozos de papel. Entonces, con una mueca de ansioso desagrado, se cubrió la mano con el puño de la camisa y la metió en la caja. Sentía los bordes suaves de uno de los ciempiés entre sus dedos. Con el mayor cuidado y rapidez de los que fue capaz, lo arrancó de sus compañeros y lo depositó en el estuche. Cerró de inmediato la tapa sobre la frenética y diminuta criatura, y la aseguró con un cordel.

Guardó el estuche en el fondo de su maletín, escondido detrás de los caramelos de menta, los papeles, los bolígrafos y los cuadernos.

Volvió a atar las cuerdas de la caja antes de sentarse rápidamente a esperar. Se dio cuenta de que su corazón latía desbocado. Sudaba un poco. Inspiró profundamente y cerró los ojos con fuerza.

Ya puedes relajarte, pensó para calmarse. El peligro ya ha pasado.

Pasaron dos o tres minutos, mas no llegó nadie. El burócrata seguía solo. Su extraña malversación había pasado desapercibida. Respiró con mayor facilidad.

Al fin volvió a contemplar su albarán falsificado, y reparó en que se trataba de un muy buen trabajo. Abrió el libro mayor y, en la sección marcada como «I+D», registró la fecha y la información: «27 de Chet, Anno Urbis 1779: del barco mercante X. PA ciempiés: 4».

El último número pareció brillar, como si estuviera escrito en rojo.

Anotó la misma información en su informe diario antes de tomar la caja sellada y llevarla a la pared. Abrió la portezuela y se inclinó sobre el pequeño umbral metálico, depositando la caja de gusanos en la jaula que allí esperaba. Bocanadas de un aire rancio, seco, rasparon su rostro desde la oscura cavidad entre la piel y las vísceras del Parlamento.

Cerró la jaula, y después la portezuela. Buscó con torpeza entre sus tarjetas de programas y consiguió al fin extraer la marcada «I+D» con dedos aún temblorosos. La introdujo en la máquina de información.

Se produjo un siseo mecánico y un sonido castañeteante cuando las instrucciones se transmitieron por los pistones, martillos y engranajes, y la jaula fue arrastrada hacia arriba a velocidad vertiginosa desde el despacho del secretario, más allá de las colinas del Parlamento, hacia las cumbres escarpadas.


La caja de ciempiés se balanceaba mientras era arrastrada a las tinieblas. Ajenos a su travesía, los gusanos circunnavegaban su pequeña prisión con espasmos peristálticos.

Unos motores silenciosos transfirieron la jaula de un gancho a otro, cambiaron su dirección y la dejaron caer sobre unas oxidadas cintas transportadoras, que la llevaron a otra parte de las entrañas del Parlamento. La caja trazaba invisibles espirales por todo el edificio, en un ascenso gradual e inexorable hacia el Ala Este de alta seguridad, atravesando venas mecanizadas hasta alcanzar las torretas y protuberancias orgánicas.

Al fin, la jaula de alambre cayó con un sordo campaneo sobre una cama de muelles. Las vibraciones de la esquila se perdieron en el silencio. Pasado un minuto, la portezuela correspondiente se abrió y la caja de larvas fue bruscamente sometida a una luz áspera.

No había ventanas en aquella sala blanca y alargada, solo lámparas incandescentes de gas. Cada rincón de la estancia era visible en su esterilidad. No había polvo, ni suciedad alguna. La limpieza era dura, agresiva.

Por todo el perímetro del lugar, personas con batas blancas se afanaban en obscuras tareas.

Fue una de aquellas brillantes y ocultas figuras la que desató las cuerdas de la caja y leyó el albarán. Abrió con cuidado la caja y observó su interior.

Tomó la caja de cartón y la transportó, alejada de su cuerpo, por toda la estancia. En el otro extremo, uno de sus colegas, un enjuto cacto con las espinas cuidadosamente aseguradas bajo un grueso guardapolvo blanco, le abrió las grandes puertas hacia las que se dirigía. Ella le enseñó su acreditación de seguridad y el cacto se hizo a un lado para dejar que la mujer le precediera.

Los dos recorrieron con cuidado un pasillo tan blanco y espartano como la habitación de la que procedían, con una gran parrilla de hierro al final. El cacto vio que su colega se movía con pies de plomo, así que se adelantó e introdujo una tarjeta de programas en la ranura de la pared. El portón se deslizó a un lado.

Entraron en una vasta cámara oscura.

El techo y las paredes estaban lo bastante lejos como para ser invisibles. Extraños lamentos y gemidos procedían, distantes, de todos lados. A medida que sus ojos se adaptaban, vieron en las paredes jaulas de madera oscura, hierro o vidrio reforzado, que cubrían a intervalos irregulares la enorme sala. Algunas eran gigantescas, del tamaño de habitaciones, mientras que otras no eran mayores que un libro. Todas estaban elevadas, como las vitrinas de un museo, con tablas y libros de información frente a ellas. Científicos uniformados de blanco recorrían el laberinto entre los bloques de cristal como espectros en una ruina, tomando notas, observando, pacificando y atormentando a los moradores de las jaulas.

Los cautivos sorbían, gruñían, cantaban y se agitaban irreales en sus lóbregas prisiones.

El cacto se alejó deprisa en la distancia hasta desaparecer. La mujer que transportaba los gusanos seguía avanzando con sumo cuidado.

Al pasar por las jaulas, las cosas trataban de rozarla, de alcanzarla, lo que le hizo temblar como el vidrio. Algo se retorcía oleaginoso en una enorme cisterna de lodos viscosos, y alcanzó a divisar tentáculos dentados que exploraban el tanque, golpeando a su paso. La mujer se veía bañada por hipnóticas luces orgánicas. Pasó junto a una pequeña jaula cegada por un lienzo negro, con señales de advertencia situadas ostentosamente en todos sus costados, con instrucciones sobre cómo tratar al contenido. Sus colegas se acercaban y alejaban con portapapeles, bloques infantiles de colores y trozos de carne putrefacta.

Frente a ella se habían construido unas paredes temporales de madera negra, de siete metros de altura, que rodeaban un espacio de unos cinco metros cuadrados. Incluso se había dispuesto un techado de hierro corrugado. En la entrada de aquella estancia interior, cerrada con candado, aguardaba un guardia de blanco con la cabeza dispuesta de modo que pudiera soportar el peso de un extraño casco. A sus pies había otros cascos similares.

La mujer asintió al guardia e indicó su deseo de entrar. El hombre comprobó la identificación alrededor de su cuello.

— ¿Sabe pues lo que hay que hacer? —preguntó en voz queda.

Ella asintió y depositó con cuidado la caja en el suelo, después de comprobar que las cuerdas seguían firmes. Entonces tomó uno de los cascos a los pies del guardia y lo depositó sobre su cabeza.

Se trataba de una jaula de tuberías y tornillos de bronce que rodeaban todo el «cráneo, con un pequeño espejo suspendido a cuarenta y cinco centímetros, delante de cada ojo. Afirmó la correa de la papada para estabilizar aquel pesado artefacto, antes de volverse hacia el guardia y ajustar los espejos. Los giró sobre sus articulaciones, de modo que pudiera ver claramente a su espalda. Cambio el foco de un ojo a otro, comprobando la visibilidad.

Asintió.

—Muy bien, ya estoy lista —dijo, mientras recogía la caja y la desataba. Contempló los espejos mientras el guardia cerraba la puerta a su espalda. Cuando abrió, desvió la mirada del interior.

La científica empleó los espejos para entrar rápidamente hacia atrás en la sala oscura.


Ya estaba sudando cuando la puerta se cerró frente a su cara. Cambió la atención de nuevo a los espejos, moviendo lentamente la cabeza a un lado y a otro para contemplar lo que había a su espalda.

Detectó una enorme jaula de gruesos barrotes negros que ocupaba casi todo el espacio. Bajo la luz parda oscura del aceite ardiente y las velas podía distinguir la inconexa y moribunda vegetación, los pequeños árboles que llenaban la jaula. La espesa flora que se corrompía lentamente, unida a la oscuridad, le impedía ver el otro extremo de la estancia.

Revisó rápidamente los espejos. Todo estaba en calma.

Dio unos rápidos pasos hacia atrás, acercándose a una pequeña bandeja que se deslizaba adentro y afuera entre los barrotes. Extendió la mano a su espalda e inclinó la cabeza de modo que los espejos apuntaran hacia abajo. Pudo ver su mano buscando a tientas. Se trataba de una maniobra difícil y poco elegante, pero consiguió capturar el asa y atraer la bandeja hacia sí.

De una esquina de la jaula le llegó un golpe pesado, como el de dos gruesas alfombras golpeadas la una contra la otra. Su respiración se aceleró y depositó con torpeza los gusanos en la bandeja. Los cuatro pequeños seres ondulantes cayeron sobre el metal en una lluvia de trozos de papel.

De inmediato, algo cambió en la calidad del aire. Los ciempiés podían oler al morador de la jaula, y le gritaban pidiendo ayuda.

La cosa respondió.

Aquellos sonidos no eran audibles, y vibraban en longitudes de onda ajenas al sonar. La doctora sintió el vello de todo el cuerpo erizarse cuando el fantasma de aquellas emociones atravesó su cerebro, como rumores apenas audibles. Retazos de gozo alienígeno y terror inhumano acudieron sinestéticos a sus fosas nasales, sus oídos y el fondo de sus ojos.

Con dedos trémulos, devolvió la bandeja a la jaula.

Cuando se alejaba de los barrotes, algo le rozó la pierna con un ademán lascivo. La mujer emitió un gruñido lastimero de miedo y apartó el pantalón. Atenazada por el espanto, resistió el instinto de mirar tras ella.

A través de los espejos vislumbró los miembros oscuros desenroscándose en la tosca vegetación, los dientes amarillentos, los negros pozos oculares. Los helechos y matorrales crujieron y el ser desapareció.

La mujer golpeó la puerta con brusquedad mientras tragaba saliva, aguantando la respiración hasta que le abrieron y prácticamente se echó en brazos del guardia. Desató las correas bajo su cabeza y se liberó del yelmo. Alejó intencionadamente la mirada del guardia mientras le oía cerrar el candado de la puerta.

— ¿Ya está? —susurró al fin la mujer.

—Sí.

Se giró lentamente. No podía alzar la mirada, que mantuvo clavada en el suelo, comprobando que todo estaba en orden mirando la base de la puerta. Solo entonces, lentamente y con un suspiro de alivio, levantó los ojos. Le entregó el casco al guardia.

—Gracias —murmuró.

— ¿Ha ido todo bien?

—Claro que no —saltó ella, girándose.

A su espalda, creyó oír un inmenso aleteo a través de las paredes de madera.

Deshizo su camino por aquella cámara de extraños animales, comprendiendo a medio camino que aún se aferraba a la caja, ahora vacía, en la que había traído a los gusanos. La dobló y se la metió en el bolsillo.


Cerró tras ella la puerta telescópica que daba a la inmensa cámara de oscuras, violentas formas. Recorrió el pasillo blanco hasta llegar al fin a la antecámara del Investigación y Desarrollo y atravesó la primera y pesada puerta.

La cerró y atrancó antes de girarse aliviada para unirse a sus colegas de blanco, que miraban por sus femtoscopios, leían tratados o conferenciaban en voz baja junto a las puertas que conducían a otros departamentos. Cada una de estas puertas mostraba una leyenda en rojo y negro.

Mientras la doctora Magesta Barbile volvía a su banco para realizar su informe, echó un rápido vistazo por encima del hombro a las advertencias de la puerta que acababa de atravesar.

Riesgo biológico. Peligro. Se exige precaución extrema.

10

— ¿Le gusta probar drogas, señorita Lin?

Lin le había dicho al señor Motley que le era difícil hablar mientras trabajaba. El le había informado afable que se aburría cuando posaba para ella, o para cualquier otro retrato. No tenía por qué responderle, le había dicho. Si algo que él comentara le interesaba de verdad, podía guardarlo para discutirlo después, al final de la sesión. No debía preocuparse por él, le había asegurado. No podía quedarse quieto durante dos, tres, cuatro horas, sin decir nada. Eso lo volvería loco, de modo que Lin escuchaba cuanto decía e intentaba recordar uno o dos comentarios para después. Tenía mucho cuidado de que el señor Motley estuviera contento con ella.

—Debería hacerlo. En realidad, estoy seguro de que ya lo ha hecho. Artistas como usted, que se sumergen en las profundidades de la psique… Esas cosas.

Ella oyó la sonrisa en su voz.

Lin lo había persuadido para que le dejara trabajar en el ático de su base en el Barrio Oseo. Había descubierto que era el único lugar con luz natural de todo el edificio. No eran solo los pintores y los heliotipistas los que necesitaban luz: la textura de las superficies que evocaba tan asiduamente en sus glándulas era invisible bajo la luz de las velas, y se exageraba con las lámparas de gas. Así que le había insistido nerviosa hasta que él aceptó la propuesta. Desde entonces era recibida en la puerta por el ayudante cacto y conducida al piso superior, donde una escalera de madera colgaba de una trampilla en el techo.

Llegaba y se marchaba del ático sola. Siempre encontraba al señor Motley esperándola, muy cerca del lugar por donde ella aparecía. La cavidad triangular de la buharda parecía extenderse al menos un tercio de la longitud de la terraza, todo un estudio de perspectiva, con la caótica aglutinación de carne que era el señor Motley aguardando en su centro.

No había mobiliario alguno, pero sí una puerta que conducía a algún pequeño pasillo exterior. Nunca la veía abierta. El aire del ático era seco. Lin recorría los tableros sueltos, arriesgándose con cada paso a clavarse alguna astilla. Pero el polvo en las grandes ventanas abuhardilladas parecía traslúcido, al admitir la luz y difuminarla. Lin hacía pequeñas señales al señor Motley para que se situase bajo el albor y luego caminaba a su alrededor, reorientándose, antes de proseguir con la escultura.

Una vez le había preguntado dónde pondría aquella representación a tamaño natural.

—No es nada que deba importarle —le había respondido con una amable sonrisa.


Se plantaba ante él y observaba la luz grisácea y mortecina capturando sus rasgos. Cada sesión, antes de comenzar, pasaba algunos minutos familiarizándose de nuevo con su forma.

En el primer par de sesiones, Lin había estado segura de que cambiaría de un día para otro, de que los fragmentos fisonómicos que lo formaban se reorganizaban cuando nadie miraba. Le asustaba aquel encargo. Se preguntaba histérica si era como el trabajo de un niño en una obra moral, si sería castigada por algún pecado nebuloso al tratar de congelar en el tiempo un cuerpo fluido. Le aterraba decir nada, tener que comenzar cada día desde el principio, una y otra vez.

Pero no tardó en aprender a imponer orden en el caos. Era absurdamente prosaico contar los afilados trozos quitinosos que sobresalían de cada retal de piel de paquidermo, solo para asegurarse de que no se había dejado ninguna en la escultura. Era algo casi vulgar, como si aquella forma anárquica desafiara el conteo. Y aun así, en cuanto lo miraba de aquel modo, la obra cobraba forma.

Lin se incorporaba y lo estudiaba, enfocando rápidamente con una celda visual u otra, volando la concentración por sus ojos, valorando el agregado que era el señor Motley a través de los minúsculos cambios oculares. Llevaba densas barras blancas de pasta orgánica que metabolizaba para crear sus obras. Ya se había comido varias antes de llegar, y mientras medía visualmente masticaba otra, ignorando estólida el sabor desagradable, sordo, pasando con rapidez la pasta de la boca a la glándula en la zona trasera de su cuerpo de escarabajo. El vientre se hinchaba claramente al almacenar la pulpa.

Entonces se volvía y retomaba el inicio de su trabajo, la garra reptiliana de tres dedos que era uno de los pies del señor Motley, y la fijaba en su sitio con una abrazadera baja. Después se giraba y se arrodillaba, encarándose con el modelo, abría la pequeña placa quitinosa que protegía la glándula y cerraba los labios en la parte trasera de la cabeza de insecto sobre el borde de la escultura, a su espalda.

Primero, Lin derramaba con cuidado las encimas que rompían la integridad del esputo ya endurecido, para devolver el borde de su obra a un estado de espesa mucosa pegajosa. Después se concentraba en la sección de la pierna sobre la que trabajaba, usando tanto lo que veía como lo que recordaba de los rasgos, de las protuberancias óseas, las cavidades musculares; entonces comenzaba a expulsar la espesa pasta de su glándula dilatando los esfínteres labiales, contrayendo y estirando, girando y suavizando la masa hasta darle forma.

Usaba el nácar opalescente de su esputo con habilidad. No obstante, en ciertas zonas los tonos de la horrísona carne del señor Motley eran demasiado espectaculares, demasiado llamativos, imposibles de representar. Lin buscaba y elegía un puñado de bayas de color dispuestas en la paleta, creando sutiles combinaciones al comerlas, como un cuidadoso cóctel de rojos, azules, amarillos, púrpuras y negros.

El vivido jugo pasaba de la boca a los peculiares derroteros intestinales, hasta llegar a un adjunto de su saco torácico principal. En cuatro o cinco minutos, podía diluir la mezcla cromática con el esputo khepri. Después rezumaba el líquido con delicadeza y lograba degradados, asombrosos tonos en patrones sugerentes que se coagulaban rápidamente y cobraban forma.

Solo al final de las horas de trabajo, hinchada y exhausta, con la boca hedionda por el ácido de las bayas y el mustio sabor a tiza de la pasta, Lin podía girarse y ver su creación. Tal era la habilidad de las artistas glandulares, pues trabajaban a ciegas.

La primera de las piernas del señor Motley ya cobraba forma, decidió, con cierto orgullo.

Las nubes visibles a través de las claraboyas se arremolinaban vigorosas, se disolvían y recombinaban en jirones y fragmentos del cielo. El aire del ático estaba muy quieto, en comparación. El polvo colgaba inerte. El señor Motley aguardaba contra la luz.

Se le daba muy bien quedarse quieto, siempre que una de sus bocas no abandonara un monólogo divagante. Hoy había decidido hablarle sobre las drogas.

— ¿Cuál es su veneno, Lin? ¿Shazbah? El colmillo no tiene efecto sobre las khepri, ¿no?, así que queda fuera… —rumiaba—. Creo que los artistas tienen una relación ambivalente hacia las drogas. Me refiero al proyecto sobre la liberación de la bestia interior, ¿comprende? O el ángel. Lo que sea. A abrir puertas que uno pensaba que estaban bien cerradas. Pero, si hace eso con las drogas, ¿no convierte al propio arte en una decepción? El arte es comunicación, ¿no es así? Por tanto, si se emplean drogas, que son una experiencia intrínsecamente individual, por mucho que diga un marica proselitista que se coloca con los amigos en una discoteca, consigues abrir las puertas, pero ¿puedes comunicar lo que encuentras al otro lado? Por otra parte, si se mantiene testarudamente limpia, limitándose al serio estado mental que solemos encontrar, es posible comunicarse con otros, porque todos hablamos el mismo lenguaje. Pero, ¿ha abierto las puertas? Puede que como mucho haya mirado por el ojo de la cerradura. Puede que baste con eso…

Lin alzó la mirada para ver con qué boca hablaba. Era una grande, femenina, cercana al hombro. Se preguntó cómo era que la voz no variaba. Deseó poder responder, o que él dejara de hablar. Le costaba concentrarse, pero pensó que ya había conseguido el mejor compromiso que podía de él.

—Montones y montones de dinero en drogas… pero eso ya lo sabe. ¿Sabe lo que su amigo y «agente» Lucky Gazid está dispuesto a pagar por su última diversión ilícita? Sinceramente, le sorprendería. Pregúntele. El mercado para esas sustancias es extraordinario. Hay espacio para que algunos emprendedores hagan buenas sumas.

Lin tuvo la sensación de que el señor Motley se reía de ella. Con cada conversación en la que él le revelaba algún detalle oculto de los bajos fondos de Nueva Crobuzon, ella acababa enredada en algo que ansiaba evitar. No soy más que una visitante, deseaba señalarle frenética. ¡No me dé un mapa! El tiro ocasional de shazbah para animarme, puede que un trago de quine para calmarme, no pido más… ¡No sé nada sobre distribución, ni quiero saberlo!

—Ma Francine tiene una especie de monopolio en la Aduja. Está extendiendo a sus comerciales cada vez más lejos de Kinken. ¿La conoce? Una de su especie. Una impresionante mujer de negocios. Tenemos que llegar a algún acuerdo, o las cosas se pondrán feas. —Varias de las bocas del señor Motley sonrieron—. Pero voy a decirle algo —añadió en voz baja—: muy pronto va a llegarme un envío de algo que cambiará de forma espectacular mi distribución. Puede que yo también consiga una especie de monopolio…

Esta noche tengo que ver a Isaac, decidió Lin nerviosa. Me lo voy a llevar a cenar a algún sitio en los Campos Salacus, donde podamos enredarnos los pies.

El concurso anual Shintacost se acercaba rápidamente, a finales de Melero, y tendría que pensar en algo para decirle por qué no iba a participar. Nunca había ganado (los jueces, pensaba altanera, no comprendían el arte glandular), pero, junto a sus amigos, había participado sin faltar desde hacía siete años. Se había convertido en un ritual. Celebraban una gran cena el día del fallo y enviaban a alguien a traerles uno de los primeros ejemplares de la Gaceta de Salacus, que patrocinaba la competición, para ver quién había ganado. Después se emborrachaban y denunciaban a los organizadores por ser unos bufones sin sensibilidad.

A Isaac le sorprendería que no tomara parte, y decidió hablarle de una obra monumental, algo que le impidiese hacer preguntas durante un tiempo.

Por supuesto, reflexionó, si lo del garuda sigue en marcha, ni se dará cuenta de si participo o no.

Sus pensamientos tenían un deje amargo, y comprendió que no era justa. Ella era dada a la misma clase de obsesión: le costaba no ver a todas horas, por el rabillo del ojo, la forma monstruosa del señor Motley. Simplemente habían tenido la mala suerte de obsesionarse al mismo tiempo, pensó. Su trabajo la consumía. Quería llegar a casa todas las noches y encontrarse ensalada de frutas frescas, entradas para el teatro y sexo.

En vez de ello, él trabajaba ávido en su taller y ella se encontraba con una cama vacía en Galantina, una noche tras otra. Se veían una o dos veces por semana, para cenar juntos y compartir un sueño profundo y poco romántico.

Alzó la mirada y comprobó que las sombras se habían movido desde que llegara al ático. Se sentía confusa. Con las delicadas patas de la cabeza se limpió la boca, los ojos y las antenas en rápidas pasadas. Masticó la que decidió que sería la última carga de bayas rosas. Las mezclaba con cuidado, añadiendo una baya perlada inmadura o una amarilla casi fermentada. Sabía exactamente qué sabor buscaba: el amargor enfermizo, empalagoso de color salmón grisáceo y vivido, aquel del músculo de la pantorrilla del señor Motley.

Tragó y exprimió a través de sus mandíbulas el jugo, que acabó rezumando por los lados resplandecientes del esputo khepri, que ya comenzaba a secarse. Era demasiado líquido, por lo que se derramó y goteó al emerger. Lin trabajó el tono del músculo con trazos abstractos y lagrimosos, un apaño para intentar arreglar el error.

Cuando el esputo se hubo secado, se retiró. Sintió la tensión de la mucosa pegajosa, y el chasquido al apartar la cabeza de la pierna medio terminada. Se inclinó a un lado, se tensó y expulsó la pasta restante por la glándula. El vientre de su cuerpo superior abandonó su forma distendida y adoptó unas dimensiones más normales. Un grueso grumo blanco de esputo goteó de la cabeza y cayó hasta el suelo. Lin extendió la punta de la glándula y la limpió con sus patas traseras y cerró después con cuidado la pequeña carcasa protectora bajo las puntas de las alas.

Se incorporó y estiró. Los amistosos, fríos y peligrosos comentarios del señor Motley cesaron de forma abrupta. No se había dado cuenta de que había terminado.

— ¿Ya, señorita Lin? —lloró con fingida decepción.

Pierdo la concentración si no tengo cuidado, señaló ella. Exige un enorme esfuerzo. Tengo que parar.

—Por supuesto —respondió el señor Motley—. ¿Cómo va la obra maestra?

Los dos se giraron al tiempo.

Lin se alegró al comprobar que su arreglo espontáneo del jugo aguado había creado un efecto vivido y sugerente. No era totalmente natural, pero no lo era ninguna de sus obras; el músculo del señor Motley parecía haber sido arrojado violentamente contra los huesos de la pierna. Una analogía que quizá se acercara a la verdad.

Los colores traslúcidos se derramaban en grumos irregulares sobre el blanco, que resplandecía como el interior de una concha. Las capas de tejido y músculo se arrastraban las unas sobre las otras, y las complejidades de las numerosas texturas estaban representadas de forma realista. El señor Motley asintió con satisfacción.

— ¿Sabe? —aventuró con tranquilidad—. Mi sentido del gran momento me hace desear que hubiera algún modo de no ver nada más de la obra hasta que esta esté concluida. Creo que de momento está muy bien. Pero que muy bien. Mas es peligroso ofrecer elogios demasiado pronto. Puede llevar a la complacencia… o a su contrario. De modo que, por favor, no se descorazone, señorita Lin, si esta es mi última palabra, positiva o negativa, sobre el asunto, hasta que hayamos terminado. ¿De acuerdo?

Lin asintió. Era incapaz de apartar los ojos de lo que había creado, y pasaba delicadamente la mano por la suave superficie del esputo khepri en desecación. Los dedos exploraron la transición del pelaje a las escamas, y a la piel bajo la rodilla de su modelo. Observó el original, así como la cabeza del señor Motley, que devolvió la mirada con un par de ojos de tigre.

¿Qué… qué era usted?, le señaló.

El lanzó un suspiro.

—Me preguntaba cuándo querría saberlo, Lin. Esperaba que no lo hiciera, pero suponía que era improbable. Hace que me pregunte si nos entendemos mutuamente —siseó, con un tono súbitamente violento. Lin dio un paso atrás—. Es tan… previsible… Aún no mira usted del modo correcto. En absoluto. Es una maravilla que pueda crear tal arte. Aún ve esto —dijo, señalando de forma vaga su cuerpo con una mano de simio— como una patología. Aún está interesada en lo que era y en cómo empeoró. Esto no es un error, ni una ausencia, ni una mutación: es imagen y esencia… —Su voz resonó entre las vigas. Se calmó un poco y bajó sus muchos brazos—. Esto es la totalidad.

Ella asintió para indicarle que comprendía, demasiado cansada para sentirse intimidada.

—Puede que sea demasiado duro con usted —respondió al instante el señor Motley—. Es decir… esta pieza frente a nosotros deja patente que dispone usted de un sentido del momento rasgado, aunque su pregunta sugiera lo contrario…

Por tanto, es posible —siguió lentamente— que usted misma contenga ese momento. Parte de usted comprende sin recurrir a las palabras, aun cuando su mente superior formula preguntas en un formato que hace imposible respuesta alguna. —La miró triunfante—. ¡También usted está en la zona bastarda, señorita Lin! Su arte tiene lugar allá donde su comprensión y su ignorancia se confunden.

Muy bien, señaló ella mientras recogía sus cosas. Lo que sea. Siento haber preguntado.

— Yo también lo sentía, pero creo que ya no —replicó.

Lin plegó la caja de madera alrededor de la paleta manchada, alrededor de las bayas de color restantes (reparó en que necesitaba más) y los bloques de pasta. El señor Motley proseguía con sus divagaciones filosóficas, rumiando teorías mestizas. Lin no le atendía. Alejó sus antenas de él, sintiendo los sucesos y sonidos del edificio, el peso del aire en la ventana.

Quiero un cielo por encima de mi cabeza, pensó, no estas viejas y polvorientas cerchas, este techo frágil y alquitranado. Me voy a casa. Lentamente. A través de la Ciénaga Brock.

Su resolución se agrandó a medida que elaboraba su pensamiento.

Me detendré en el laboratorio y le preguntaré a Isaac, como quien no quiere la cosa, si quiere venir conmigo, si puedo robarle una noche.

El señor Motley seguía perorando.

Cállate, cállate, niño malcriado, megalómano de mierda, deja esas teorías dementes, pensó.

Cuando se volvió para señalar un adiós, lo hizo con la mínima semblanza de educación.

11

Una paloma colgaba cruciforme de un aspa de madera sobre el escritorio de Isaac. Bamboleaba frenética la cabeza de un lado a otro, pero, a pesar de su terror, no podía más que emitir un patético arrullo.

Tenías las alas fijadas con pequeñas puntas clavadas en los espacios entre las plumas extendidas, y dobladas hacia arriba. Las patas estaban atadas a la parte inferior de la pequeña cruz. La madera estaba manchada con el blanco y el gris del guano. El animal se agitaba y trataba de liberar las alas, pero estaba bien sujeto.

Isaac se acercó a él con una lupa y un bolígrafo.

—Deja de joder, maldito bicho —musitó, pinchando el hombro con la punta del bolígrafo. Observó a través de la lente los temblores infinitesimales que recorrían los diminutos huesos y músculos. Sin mirar, realizó unas anotaciones en un papel a su lado.

— ¡Oye!

Isaac alzó la cabeza ante la irritada llamada de Lublamai, y se levantó de la silla. Se acercó al borde de la barandilla y miró abajo.

— ¿Qué?

Lublamai y David se encontraban allí, hombro con hombro, con los brazos cruzados. Parecían un pequeño coro a punto de comenzar a cantar. Su expresión era ceñuda. El silencio se prolongó unos segundos.

—Mira —comenzó Lublamai, con voz de repente aplacadora—. Isaac… Siempre hemos estado de acuerdo en que en este lugar podemos desarrollar las investigaciones que queramos, sin hacer preguntas. En que nos ayudaremos los unos a los otros, y todo eso. ¿No es así?

Isaac lanzó un suspiro y se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la mano izquierda.

—Por Jabber, chicos, no juguemos a los viejos soldados—dijo con un gruñido—. No tenéis que decirme por lo que he pasado, y vosotros igual. Sé que estáis hasta los cojones, y no puedo culparos si…

—Apesta, Isaac —soltó claramente David—. Y tenemos que padecer el coro del amanecer todos los minutos del día.

Mientras Lublamai hablaba, el viejo constructo se acercó inseguro a su espalda. Se detuvo, rotó la cabeza y apuntó con sus lentes a los dos hombres. Titubeó un instante antes de plegar los brazos de metal en una torpe imitación de sus posturas.

Isaac le hizo un gesto.

— ¡Mirad, mirad lo que hace esa estúpida máquina! ¡Tiene un virus! Más os valdría que lo desmontaran o se organizará solo, y tendréis discusiones existenciales con vuestro amiguito mecánico hasta la muerte.

—Isaac, cabrón, no cambies de tema —replicó David irritado, propinando un empellón al constructo, que cayó al suelo—. Todos tenemos algo de cuerda en lo tocante a molestias, pero te has pasado.

— ¡Muy bien! —Isaac lanzó los brazos al aire y miró lentamente a su alrededor—. Supongo que infravaloré las capacidades de Lemuel para realizar su trabajo —dijo, arrepentido.

Toda la plataforma, que circunscribía el almacén, estaba atestada de jaulas llenas de bichos aleteantes y chillones. El lugar estaba inundado por los sonidos del aire desplazado, de los aleteos y batidos repentinos, del goteo de heces de los animales y, por encima de todos ellos, el del constante chirrido de los pájaros cautivos. Palomas, gorriones y estorninos mostraban su desencanto con arrullos y trinos: débiles por sí mismos, pero un coro agudo y rechinante en masse. Los loros y canarios puntuaban la cháchara animal con exclamaciones insoportables que hacían a Isaac apretar los dientes. Gansos, pollos y patos sumaban un aire rústico a la cacofonía. Las aspis revoloteaban las pequeñas distancias que permitían sus jaulas y golpeaban con sus cuerpos de reptil los límites de su confinamiento. Lamían las heridas con sus diminutos y serios rostros de león, y rugían como ratones agresivos. Enormes tanques transparentes de moscas, abejas, avispas, mariposas y escarabajos voladores sonaban como un violento motor. Los murciélagos colgaban boca abajo y observaban a Isaac con ojos pequeños y fervorosos, mientras las serpientes libélula siseaban sobre el frufrú de sus alas elegantes.

No se había limpiado el suelo de las jaulas, y el olor acre del guano era muy fuerte. Isaac vio que Sinceridad se bamboleaba arriba y abajo por la estancia, sacudiendo su cabeza pelada. David vio a Isaac mirándola.

—Sí—gritó—. ¿Ves? No soporta el hedor.

—Camaradas —respondió Isaac—. Agradezco sinceramente vuestra paciencia. Es un toma y daca, ¿no? Lub, ¿recuerdas cuando realizaste aquellos experimentos con el sonar y tuviste a aquel tipo aporreando el tambor durante dos días?

— ¡Isaac, ya llevamos así casi una semana! ¿Cuánto más va a durar? ¿Cuál es el programa? ¡Al menos limpia toda la porquería!

Isaac observó sus expresiones airadas y comprendió que estaban realmente enfadados. Pensó a toda velocidad para encontrar un compromiso.

—Bueno, mirad —dijo al fin—. Hoy lo limpio todo, os lo prometo. Me quedaré trabajando toda la noche. Empezaré por los más ruidosos, y trataré de librarme de todos en… ¿dos semanas? —terminó torpemente. David y Lublamai rezongaron, pero interrumpió sus protestas y acusaciones—. ¡Pagaré un alquiler extra el mes que viene! ¿Qué os parece eso?

Las protestas murieron de inmediato, y los dos hombres lo miraron calculadores. Eran camaradas científicos, chicos malos de Brock, amigos; pero su existencia era precaria, y no había mucho sitio para los sentimentalismos cuando había dinero por medio. Sabiendo eso, Isaac trató de prevenir cualquier tentación que pudieran albergar sobre buscar un nuevo espacio. Después de todo, él no podía permitirse pagar solo el alquiler.

— ¿De cuánto hablamos? —preguntó David.

Isaac sopesó.

— ¿Dos guineas extra?

David y Lublamai se miraron. Era generoso.

—Y —añadió Isaac con tono despreocupado—, ya que estamos en ello, agradecería un poco de ayuda. No sé cómo encargarme de algunos de estos… eh… sujetos científicos. David, ¿no estudiaste una vez algunas teorías ornitológicas?

—No —replicó este con aspereza—. Fui ayudante para alguien que estaba en ello. Era un coñazo insoportable. Y no seas tan transparente, Isaac. No voy a detestar menos a tus bichos pestilentes por estar involucrado en tus proyectos… —Rió con un rastro de sinceridad—. ¿Has estado estudiando Teoría Empática Básica, o algo así?

Pero, a pesar del sarcasmo, David comenzó a subir las escaleras, con Lublamai detrás.

Se detuvo en lo alto y contempló a los farfullantes cautivos.

— ¡Por la cola del diablo, Isaac! —susurró, sonriente—. ¿Cuánto te ha costado todo el lote?

—Aún no he hecho cuentas con Lemuel —respondió secamente Isaac—, pero mi nuevo jefe se encargará de todo.

Lublamai se había unido a David en el desembarco de las escaleras. Gesticuló a la abigarrada colección de jaulas al otro extremo de la pasarela.

— ¿Qué es eso de ahí?

—Ahí es donde guardo a los exóticos —replicó Isaac—. Aspis, lasis…

— ¿Tienes un lasis? —exclamó el otro. Isaac asintió sonriente.

—No he tenido estómago para hacer experimentos con algo tan bonito —dijo.

— ¿Puedo verlo?

—Claro, Lub. Está ahí, detrás de la jaula con los murciélagos.

Mientras Lublamai se abría paso por el atestado espacio, David echó un vistazo a su alrededor.

—Entonces, ¿dónde está el problema ornitológico? —preguntó, frotándose las manos.

—En la mesa —indicó Isaac, señalando a la triste paloma crucificada—. Cómo hacer que ese bicho deje de sacudirse. Al principio no me importaba para ver la musculatura, pero ahora quiero ser yo quien mueva las alas.

David lo miró con los ojos entrecerrados, pensativo.

—Mátala.

Isaac se encogió de hombros.

—Lo he intentado, pero no se muere.

—Venga, no me jodas —rió David exasperado, acercándose a la mesa. Retorció el cuello del pájaro.

Isaac se encogió ostentosamente y levantó las grandes manos.

—No son lo bastante sutiles para esta clase de trabajo. Mis manos son demasiado torpes, mi sensibilidad demasiado delicada —declaró.

—Vale —respondió David escéptico—. ¿En qué estás trabajando?

Isaac se emocionó al instante.

—Bueno… —se acercó a la mesa—. Mi acercamiento a los garuda de la ciudad ha sido un desastre. Oí rumores sobre una pareja que vivía en el Montículo de San Jabber y en Siriac, e hice saber que estaba dispuesto a pagar una pasta por un par de horas con ellos y algunos heliotipos. Nada de nada. También puse algunos carteles en la universidad preguntando por algún estudiante garuda dispuesto a pasarse por aquí, pero mis «fuentes» me dicen que este año no ha habido ningún ingreso.

—«Los garuda no son… aptos para el pensamiento abstracto» —imitó burlón David el tono del portavoz del siniestro partido de las Tres Plumas, que había celebrado un desastroso mitin en la Ciénaga el año pasado. Isaac, David y Derkhan habían acudido para fastidiar, insultando y arrojando naranjas podridas al hombre sobre el estrado, para alegría de los xenianos en el exterior. Isaac lanzó una carcajada.

—Del todo. Por tanto, y a no ser que vaya a Salpicaduras, no puedo trabajar con garuda de verdad, de modo que estoy investigando los diversos mecanismos de vuelo que… eh… que ves a tu alrededor. Una variedad realmente sorprendente.

Isaac hojeó resmas de notas, mientras sostenía diagramas de las alas de pinzones y moscardas. Desató a la paloma muerta y trazó delicadamente el movimiento de sus alas en un arco. Señaló la pared alrededor de su mesa. Estaba cubierta de diagramas de alas cuidadosamente dibujados. Había detalles de la articulación rotatoria del hombro, representaciones de los pares de fuerzas, estudios sombreados de los patrones de plumas. Había también heliotipos de dirigibles, con flechas e interrogaciones marcadas en tinta negra. No faltaban los bocetos sugerentes de zánganos sin mente y enormes ampliaciones de alas de avispa. Todo estaba cuidadosamente etiquetado. David repasó lentamente las muchas horas de trabajo, los estudios comparativos de mecanismos de vuelo.

—No creo que mi cliente sea demasiado estricto en el aspecto que tengan sus alas, o lo que sea, siempre que pueda volar cuando lo desee.

David y Lublamai sabían de Yagharek. Isaac les había pedido que guardaran el secreto. Confiaba en ellos. Se lo había dicho en caso de que el garuda lo visitara sin estar él en el almacén, aunque de momento había conseguido evitarlos en sus rápidas visitas.

— ¿Y has pensado en, no sé, limitarte a pegarle unas alas? —preguntó David—. ¿En rehacerlo?

—Bueno, por supuesto, esa es mi línea principal de investigación, pero hay dos problemas. Uno: ¿qué alas? Tendré que construirlas. Dos: ¿conoces a algún reconstructor preparado para hacerlo en secreto? El mejor biotaumaturgo al que conozco es el despreciable Vermishank. Acudiré a él si no hay otro remedio, pero tendré que estar totalmente desesperado para ello. De momento estoy con los preliminares, tratando de diseñar el tamaño, la forma y la fuente de energía, o lo que sea que las sostenga. Si al final tiro por ahí, claro está.

— ¿Qué más tienes en mente? ¿Psicotaumaturgia?

—Bueno, ya sabes, la TUC, mi vieja favorita… —Isaac sonrió y se encogió de hombros, rechazando su propia idea—. Tengo la sensación de que su espalda no está ya para reconstrucciones, aunque pudiera fabricar las alas. He pensado en combinar dos campos energéticos diferentes… Mierda, David, yo qué sé. Tengo el germen de una idea… —señaló vagamente el dibujo etiquetado de un triángulo.

— ¿Isaac? —gritó Lublamai por encima de los infatigables chirridos y chillidos. Isaac y David miraron en su dirección. Estaba detrás del lasis y la pareja de periquitos. Señalaba unas cajas y tinajas más pequeñas—. ¿Qué es todo esto?

—Oh, esa es mi guardería —gritó Isaac con una sonrisa. Se dirigió hacia Lublamai, arrastrando a David tras él—. Pensé que sería interesante comprobar cómo progresas desde algo que no puede volar a algo que sí puede, de modo que me hice con algunas crías, nonatos y polluelos.

Se detuvo junto a la colección. Lublamai miraba un grupo de huevos de color cobalto dentro de una conejera.

—No sé lo que son —dijo Isaac—. Espero que sea algo bonito.

La conejera estaba encima de una pila de cajas similares de frente abierto, en cada una de las cuales un nido improvisado albergaba entre uno y cuatro huevos. Algunos eran de colores asombrosos, otros de un vulgar pardo. Una pequeña tubería serpenteaba entre las conejeras y desaparecía hacia la caldera inferior. Isaac le dio un golpecito con el pie.

—Creo que prefieren el calor —musitó—. En realidad, no tengo ni idea.

Lublamai estaba inclinándose para mirar dentro de una pecera con el frente de cristal.

—Vaya —suspiró—. ¡Me siento como si volviera a tener diez años! Te cambio esto por seis canicas.

El suelo de la pecera hervía de pequeños ciempiés verdes, que masticaban voraz y sistemáticamente las hojas que tenían a su alrededor. Los tallos de las plantas estaban cubiertos por sus diminutos cuerpos.

— Sí, es bastante interesante. Cualquier día de estos deberían encerrarse en sus capullos, y entonces supongo que los abriré en distintas etapas para ver cómo se van transformando.

—La vida de un ayudante de laboratorio es cruel, ¿no? — murmuró Lublamai a la pecera—. ¿Qué otros desagradables gusanos tienes por ahí?

—Muchos. Son fáciles de alimentar. Probablemente de ellos sea el olor que molesta a Sinceridad. —Isaac rió—. Otros gusanos prometen convertirse en mariposas y polillas, en horribles y agresivos bichos acuáticos que, al parecer, se convierten a su vez en moscas damasquinas y en no sé qué más… —Isaac señaló una piscina llena de agua sucia, detrás de las otras. Trató de mantener el equilibrio al pasar sobre una pequeña jaula de malla cercana—. Y aquí tenemos… algo especial… —golpeteó el contenedor con el pulgar.

David y Lublamai se acercaron, observando con la boca abierta.

—Oh, eso sí que es espléndido… —susurró David después de un rato.

— ¿Qué es eso? —siseó Lublamai.

Isaac miró por encima de sus cabeza a su ciempiés estrella.

—Francamente, amigos míos, no tengo ni puta idea. Lo único que sé es que es enorme y bonito, y que no está muy contento.

El gusano agitó ciego la gruesa cabeza, desplazando torpemente su gran cuerpo por la prisión de alambre. Al menos medía diez centímetros de longitud y tres de grosor, con colores brillantes dispuestos al azar por su cuerpo cilíndrico. Un pelaje puntiagudo sobresalía de su lomo. Compartía la jaula con hojas de lechuga parduzcas, pequeños trozos de carne, rodajas de fruta y tiras de papel.

—Mirad —dijo Isaac—. He intentado darle de todo para comer. Le he metido todas las hierbas y plantas que se me han ocurrido, pero no las quiere. De modo que lo intenté con pescado, fruta, galletas, pan, carne, papel, pegamento, algodón, seda… No hace más que vagar sin rumbo, muerto de hambre y mirándome con cara de pocos amigos. —Se inclinó, plantando su cara entre la de sus dos colegas—. Es evidente que quiere comer. Está perdiendo el color, lo cual es preocupante, tanto desde el punto de vista estético como desde el fisonómico. No sé qué hacer. Tengo la sensación de que se va a quedar ahí hasta morir. —Isaac fingió un lamento de tristeza.

— ¿De dónde lo has sacado? —preguntó David.

—Bueno, ya sabes cómo funcionan estas cosas. Lo conseguí de un tío que conocía a un tipo al que se lo dio una mujer que… a saber. No tengo ni idea.

— ¿Lo vas a abrir?

—Qué dices. Si vive lo bastante para construir un capullo, lo que dudo bastante, me interesa saber qué es lo que sale de ahí. Incluso podría donarlo al Museo de la Ciencia. Ya me conocéis, entregado a la sociedad… En realidad, ese bicho no es de mucha utilidad en mi investigación. No puedo conseguir que coma, y mucho menos que se metamorfosee, y mucho menos que vuele. Todo lo demás que veis aquí —dijo extendiendo los brazos— son piezas de mi molino antigravitatorio. Pero este pequeño cabroncete —añadió, señalando al apático ciempiés— es obra social. —Sonrió.


De abajo llegó un crujido. Alguien estaba abriendo la puerta. Los tres hombres se inclinaron peligrosamente sobre la barandilla y miraron a la planta inferior, esperando ver a Yagharek el garuda, con sus falsas alas bajo la capa.

Lin los escudriñó desde abajo.

David y Lublamai observaron confusos. Se sintieron azorados ante el repentino grito de irritada bienvenida de Isaac, y encontraron algún otro lado a donde mirar.

Isaac bajó a toda prisa las escaleras.

—Lin —bramó—. Me alegro de verte.

Cuando llegó hasta ella, habló en voz queda.

—Cariño, ¿qué haces aquí? Pensé que nos íbamos a ver el fin de semana.

Mientras hablaba, vio sus antenas vibrar entristecidas y trató de atemperar su malestar. Estaba claro que Lub y David sabían lo que ocurría, pues le conocían desde hacía mucho. No dudaba de que sus evasivas y las pistas sobre su vida amorosa les habían hecho sospechar algo muy parecido a la verdad. Pero aquello no eran los Campos Salacus. Aquello era su casa. Lo podían ver.

Pero Lin parecía abatida.

Mira, señaló ella con rapidez, quiero que vengas a casa conmigo. No me digas que no. Te echo de menos. Cansada. Trabajo difícil. Siento haber venido aquí. Tenía que verte.

Isaac sintió pugnar la furia con el afecto. Es un peligroso precedente, pensó. ¡Mierda!

—Espera —susurró—. Dame un minuto.

Corrió escaleras arriba.

—Lub, David, había olvidado que hoy he quedado con unos amigos, y han mandado a alguien a recogerme. Os prometo que mañana limpiaré a estos pequeños. Por mi honor. Todos han comido ya. —Echó un vistazo alrededor y se obligó a mirarlos a los ojos.

—Muy bien —respondió David—. Que te lo pases bien.

Lublamai lo despidió con un gesto de la mano.

—Bueno —dijo Isaac con pesadez, volviendo a contemplar su laboratorio—. Si Yagharek regresa… eh… —Comprendió que no tenía nada que decir. Tomó un cuaderno de la mesa y corrió escaleras abajo sin mirar atrás. Lublamai y David se cuidaron de no verlo marchar.

Pareció llevarse a Lin como si fuera una galerna, arrastrándola a través de la puerta hasta salir a la calle oscura. Solo cuando dejaron el almacén, cuando la miró claramente, sintió remitir su enfado hasta convertirse en un leve resquemor. La vio en todo su exhausto abatimiento.

Isaac titubeó unos instantes antes de tomarla del brazo. Metió el cuaderno en el bolso de ella, que cerró después.

—Vamos a divertirnos —susurró.

Ella asintió, inclinó su cabeza contra él un instante y lo abrazó con fuerza.

Después se separaron por miedo a ser vistos. Se dirigieron despaciosos hacia la estación Malicia, al paso de los amantes, guardando una cuidadosa distancia.

12

Si un asesino acosase las mansiones de la Colina de la Bandera o la Cuña del Cancro, ¿perdería la milicia tiempo o recursos? ¡Claro que sí! ¡La cacería de Jack Mediamisa lo demuestra! Y, a pesar de todo, cuando el Asesino Ojospía golpea en el Meandro de las Nieblas, ¡no pasa nada! Otra víctima sin ojos, la quinta ya, fue sacada del Alquitrán la semana pasada, y aún no se ha visto a uno solo de esos matones de azul de la Espiga. Nosotros decimos: «¡Aquí hay dos varas de medir!».

Por toda Nueva Crobuzon están apareciendo carteles demandando tu voto… ¡si es que tienes la suerte de tenerlo! El Sol Grueso de Rudgutter se ha quedado sin fuelle, los de Al Fin Vemos son unas comadrejas mentirosas, la Tendencia Diversa miente a los xenianos oprimidos, y el polvo humano de las Tres Plumas extiende su veneno. ¡Con esta patética tropa como «elección», el Renegado Rampante solicita a todos los «ganadores» del voto que rompan sus papeletas! Construyamos un partido desde abajo y denunciemos la Lotería del Sufragio como una cínica estratagema. Nosotros decimos: «¡Votos para todos, votos para el cambio!».


Los estibadores vodyanoi de Arboleda estudian ir a la huelga tras los brutales recortes salariales por parte de las autoridades portuarias. Por desgracia, el Gremio de Estibadores Humanos ha denunciado sus acciones. Nosotros decimos: «¡Luchemos por un sindicato multirracial contra los patronos!».


Derkhan levantó la mirada de la lectura cuando una pareja entró en el vagón. De forma natural y subrepticia, dobló su ejemplar del Renegado Rampante y lo introdujo en el bolso.

Estaba sentada en el extremo delantero del tren, mirando en el sentido contrario a la marcha, de modo que pudiera ver a todos los presentes en su vagón sin que pareciera estar espiándolos. Los dos jóvenes que acababan de entrar se mecieron al dejar el tren el Empalme Sedim y se sentaron. Vestían de forma sencilla pero adecuada, lo que los marcaba como la mayoría de aquellos que viajaban a la Perrera. Derkhan los reconoció como misioneros verulinos, estudiantes de la universidad de Prado del Señor, descendiendo píos y santimoniosos hacia las profundidades de la Perrera para elevar las almas de los pobres. Se burló mentalmente de ellos mientras sacaba un espejito.

Observando de nuevo para asegurarse de que nadie la vigilara, examinó su rostro con ojo crítico. Se ajustó con cuidado la peluca blanca y presionó la cicatriz de goma para asegurarse de que estuviera fija. Se había vestido con sumo cuidado. Ropas polvorientas y rasgadas, ninguna señal de dinero para no atraer atenciones indeseables en la Perrera, pero no tan cutre como para provocar el oprobio de los viajeros en el Cuervo, donde había comenzado su viaje.

Llevaba el cuaderno sobre el regazo. Había usado parte del tiempo para tomar unas notas preparatorias sobre el concurso Shintacost. La primera fase tenía lugar a finales de mes, y tenía en mente un artículo para el Faro sobre lo que pasaba y lo que no en aquellas primeras eliminatorias. Pretendía que fuera gracioso, pero con un fondo serio sobre la política del jurado.

Comprobó el descorazonador comienzo y lanzó un suspiro. Ahora no es el momento, decidió.

Miró por la ventana a su izquierda, al otro lado de la ciudad. En su ramal de la línea Dexter, entre Prado del Señor y la zona industrial al sureste de Nueva Crobuzon, los trenes pasaban más o menos a la mitad de la altura de la pugna de la ciudad con el cielo. La masa de tejados era perforada por las torres de la milicia en la Ciénaga Brock y en la Isla Strack, y a lo lejos en el Tábano y en Sheck. La línea Sur se dirigía hacia ese punto cardinal, más allá del Gran Alquitrán.

Las blanquecinas Costillas llegaron y se marcharon junto a las vías, alzándose por encima del convoy. El humo y la mugre se amontonaban en el aire hasta que el tren pareció cabalgar sobre una corriente de niebla. Los sonidos de la industria se incrementaron. A su paso por Sunter, el tren voló entre vastos bosques de chimeneas quemadas. El Ecomir era una salvaje zona industrial un poco al este. Un poco abajo y un poco al sur, pensó Derkhan, se está preparando el piquete vodyanoi. Buena suerte, hermanos.

La gravedad la empujó hacia el oeste al girar el tren. Abandonaron la línea Arboleda para alejarse hacia el este y ascendieron para saltar el río.

Al virar, aparecieron los mástiles de los altos esquifes en Arboleda, meciéndose suavemente en las aguas. Alcanzó a divisar las velas plegadas, las inmensas palas y los escapes bostezantes, los apretados gusanos marinos formados por los barcos mercantes de Myrshock, y Shankell, y Gnurr Kett. El agua hervía de sumergibles tallados en grandes conchas de nautilos. Derkhan giró la cabeza para mirar mientras el tren se arqueaba.

Podía ver el Gran Alquitrán sobre los tejados al sur, amplio, incansable, anegado de navíos. Antiguos reglamentos detenían a los barcos grandes, los extranjeros, río abajo, a un kilómetro de la confluencia del Cancro y el Alquitrán. Cargaban más allá de la Isla Strack, en los muelles. Durante más de dos kilómetros, la ribera norte del Gran Alquitrán estaba cuajada de grúas que cargaban y descargaban constantemente moviéndose como inmensos pájaros hambrientos. Enjambres de falúas y remolcadores llevaban las mercancías transferidas río arriba hasta el Meandro de las Nieblas y Gran Aduja, así como a las peligrosas industrias de Ensenada; transportaban los contenedores por los canales de Nueva Crobuzon hasta alcanzarlas franquicias menores y los talleres menos afortunados y encontraban su camino a través del laberinto como ratas de laboratorio.

La arcilla de Arboleda y Ecomir era horadada por formidables embarcaderos cuadrados y represas, vastos callejones de agua sin salida que trataban de invadir la ciudad, unidos al río por profundos canales atestados de barcos.

Una vez se había intentado replicar los muelles de Arboleda en Malado, y Derkhan había visto lo que quedaba de aquello: tres colosales y hediondas avenidas de fango purulento, sus superficies rotas por restos medio hundidos y vigas retorcidas.

El traqueteo de las vías bajo las ruedas de hierro cambió de repente cuando el motor de vapor llevó a sus protegidos sobre las grandes cerchas del Puente de la Cebada. Se tambaleó un poco de un lado a otro y frenó sobre las vías mal mantenidas mientras se elevaba con disgusto sobre la Perrera.

Unos pocos bloques grises se alzaban desde las calles como la maleza en un pozo negro, rezumante el hormigón pútrido. Muchos no habían sido terminados y tenían soportes de hierro que sobresalían sobre el espectro de los tejados, oxidados, que sangraban con la lluvia y la humedad y manchaban la piel de los edificios. Los dracos revoloteaban como cuervos carroñeros sobre tales monolitos, infestando las plantas superiores y emporcando las cubiertas vecinas con estiércol. La silueta del desolado paisaje urbano de la Perrera se hinchaba, latía, mutaba cada vez que Derkhan lo veía. Se excavaban túneles en una infraciudad que se canceraba en una red de ruinas, cloacas y catacumbas bajo Nueva Crobuzon. Las escalas apoyadas un día contra una pared eran clavadas al siguiente, reforzadas después, hasta que tras una semana se convertían en escaleras hacia una nueva planta, tendidas precarias sobre dos pisos al borde del colapso. Allá donde miraba, Derkhan podía ver gente tumbada, o corriendo, o luchando sobre el horizonte de cubiertas.

Se tensó cuando la miasma de la Perrera se filtró en el vagón, que comenzaba a frenar.


Como era habitual, no había nadie en la salida de la estación para comprobar su billete. De no haber sido por las graves consecuencias en caso de ser descubierta, por nimias que fueran las probabilidades, no se hubiera molestado en comprar uno. Lo depositó sobre el mostrador y descendió.

Las puertas de la estación de la Perrera siempre estaban abiertas. Estaban fijadas por el óxido, y las enredaderas las habían anclado a las paredes. Derkhan se sumergió en la mollizna y el tufo de la calle del Lomo Plateado. Las carretillas se apoyaban contra las paredes, cubiertas de hongos y pasta descompuesta. Toda suerte de mercancías (algunas de sorprendente calidad) estaba allí disponible. Derkhan se giró y se adentró en el suburbio, rodeada al instante por una perenne cacofonía de gritos, anuncios que sonaban más como una turba alborotada. Por lo general, la comida era la más proclamada.

— ¡Cebollas! ¡Quién quiere unas estupendas cebollas!

— ¡Buccinos! ¡Compren buccinos!

— ¡Un caldo para calentarse!

Otros bienes y servicios se mostraban en cada esquina.

Las putas se congregaban en patéticos y estridentes grupos. Enaguas sucias, volantes de mal gusto y seda robada, caras pintarrajeadas de blanco y escarlata sobre los moratones y las venas rotas, riendo con bocas llenas de dientes partidos, y esnifando diminutas rayas de shazbah cortada con hollín y matarratas. Algunas eran niñas que jugaban con pequeñas muñecas de papel y aros de madera cuando nadie las miraba, pero gesticulaban lascivas y lamían el aire cuando un hombre pasaba a su lado.

Los viandantes de la Perrera eran lo peor de una casta despreciada. Quien quisiera una decadente, innovadora, obsesiva y fetichista corrupción y perversión de la carne acudía a otras partes, a la zona entre el Cuervo y Hogar de Esputo. En la Perrera solo se disponía de los alivios más rápidos, simples y baratos. Los clientes eran tan pobres, sucios y malsanos como las fulanas.

En las entradas de los clubes que ya comenzaban a expulsar a los borrachos comatosos, los rehechos industriales trabajaban como matones. Se alzaban amenazadores sobre cascos, o pies inmensos, o garras de metal. Sus rostros eran brutales, defensivos. Los ojos se clavaban sobre los insultos de los caminantes. Eran capaces de aceptar que les escupieran en la cara con tal de no perder su trabajo. Su miedo era comprensible; a la izquierda de Derkhan se abría un espacio cavernoso en un arco bajo la línea del terreno. Desde la penumbra llegaba el hedor de los excrementos y el aceite, el traqueteo mecánico y los gemidos humanos de los rehechos que morían convertidos en guiñapos famélicos, alcoholizados, pestilentes.

Unos pocos y arcaicos constructos tambaleantes vagaban por las calles, esquivando con torpeza las rocas y el barro que les arrojaban los niños sin hogar. Las pintadas cubrían todas las paredes. Los poemas soeces y los dibujos obscenos competían con lemas del Renegado Rampante y plegarias ansiosas:

«¡Llega Mediamisa!».

«¡Contra la lotería!».

«¡El Alquitrán y el Cancro son las piernas/de una amante que la ciudad echa de menos/violada como está por las cadenas/ de los hijos de puta del Gobierno!».

Las paredes de las iglesias no se salvaban. Los monjes verulinos limpiaban como podían, en nerviosos grupos, la pornografía que mancillaba su capilla.

Había xenianos entre la multitud. Algunos eran acosados, en especial las pocas khepri. Otros reían y bromeaban y juramentaban con sus vecinos. En una esquina, un cacto discutía feroz con un vodyanoi, y el resto del numeroso grupo abucheaba a ambos por igual.

Los niños siseaban para pedirle unos estíveres a Derkhan al pasar junto a ellos. Los ignoraba, pero sin apretar el bolso contra su cuerpo para no identificarse como una víctima. Caminaba agresiva por el corazón de la Perrera.

Las paredes a su alrededor se sellaron de repente sobre su cabeza al pasar bajo los puentes desvencijados y los cuartos tambaleantes construidos como parte de la basura circundante. El aire en su sombra goteaba y crujía ominoso. De su espalda llegó un tosido, y Derkhan sintió una bocanada de aire en el cuello cuando un draco realizó un picado acrobático en el corto túnel y se elevó de nuevo hacia los cielos, cacareando enloquecido. Derkhan se apartó como pudo y se echó contra la pared y sumó su voz al coro indignado que el draco dejaba a su paso.

La arquitectura a su alrededor parecía gobernada por reglas muy distintas a las del resto de la ciudad. Allí no había sentido funcional alguno. La Perrera parecía nacida de conflictos en los que sus habitantes no pintaban nada. Los nudos y celdas de ladrillo, madera y hormigón ennegrecido se habían rebelado y extendido como tumores malignos.

Derkhan tomó un mohoso callejón sin salida y miró a su alrededor. Un caballo rehecho esperaba en el otro extremo, sus patas traseras enormes martillos movidos por pistones. Tras él había un carro cubierto junto a la pared. Cualquiera de las figuras de mirada muerta podía ser un informador de la milicia, un riesgo que tenía que asumir.

Se abrió paso hasta el carro, del que habían bajado seis cerdos hasta una pocilga improvisada junto al muro. Dos hombres perseguían a los puercos de forma cómica en el pequeño espacio. Los animales chillaban como bebés mientras corrían. El redil llevaba a una abertura semicircular de casi metro y medio de diámetro practicada en el suelo. Derkhan echó un vistazo por ese espacio para estudiar el fétido agujero que se abría tres metros abajo, apenas iluminado por lámparas de gas que parpadeaban inseguras. La madriguera siseaba, tronaba y resplandecía ante la luz rojiza. Las figuras iban y venían bajo ella, dobladas por sus cargas macilentas como las almas de un infierno horripilante.

Un umbral sin puerta a su izquierda la llevó escaleras abajo, hacia el matadero enterrado.


Allí, el calor de la primavera parecía magnificado por una energía infernal. Derkhan sudó y se abrió paso cuidadosamente entre las carcasas balanceantes y los charcos de sangre coagulada. En el fondo de la estancia, un anillo elevado arrastraba pesados ganchos de carne en un circuito inexorable que desaparecía en las oscuras entrañas del osario.

Incluso el brillo de la luz reflejada en los cuchillos parecía filtrado en aquella siniestra penumbra. Se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo y trató de no dar arcadas por el pútrido y pesado hedor de la sangre y la carne caliente.

Al fondo del lugar vio a tres hombres reunidos bajo el arco abierto que había visto desde la calle. En aquel lugar siniestro y mefítico, la luz y el aire de la Perrera que se filtraban desde arriba eran como lejía.

Ante alguna señal inadvertida, los tres matarifes se incorporaron. Los porqueros en el callejón habían conseguido capturar a uno de los animales, y entre maldiciones, gruñidos y otros terribles sonidos arrojaron su enorme peso por la abertura. El cerdo chilló al hundirse en las tinieblas, rígido por el terror al caer sobre los cuchillos que lo esperaban.

Se produjo un enfermizo crujido cuando las pequeñas y rígidas patas del puerco se rompieron contra el suelo, cubierto de sangre y defecaciones. Se derrumbó con las patas sangrando por las astillas de hueso, gazmiando y aullando, incapaz de incorporarse para luchar. Los tres hombres avanzaron con precisión. Uno se inclinó sobre las ancas del cerdo en caso de que se revolviera, otro le tiró de las orejas para alzar la cabeza y el tercero le abrió la garganta con el cuchillo.

Los chillidos remitieron rápidamente con los borbotones de sangre. Los hombres levantaron la enorme y convulsa masa y la depositaron en una mesa, donde aguardaba una sierra oxidada. Uno de ellos vio a Derkhan e hizo una señal a otro.

— ¡Ey, ey, Ben, tu caballito, tu renegada! ¡Tu guapa fulana! —gritó de buen humor, lo bastante alto como para Derkhan lo oyera. El hombre al que se dirigía se volvió y la saludó.

—Cinco minutos —gritó, y ella asintió. Aún tenía el pañuelo apretado contra la boca, mientras pugnaba contra la bilis negra y el vómito.

Una y otra vez, los gigantescos y aterrados cerdos eran arrojados desde arriba en una convulsa masa orgánica, con las patas quebradas en ángulos antinaturales contra sus entrañas. Una y otra vez eran abiertos en canal y desangrados sobre los viejos soportes de madera. Las lenguas y las tiras de piel desgarrada colgaban rezumantes. Los canales practicados en el suelo del matadero se desbordaban, haciendo que la sangre sucia lamiera los cubos de menudillos y las cabezas de vaca cocidas.

Por fin cayó el último puerco y los hombres exhaustos se mecieron de pie. Estaban cubiertos de sangre y sudor. Tras una breve conferencia y una ronca risotada, el llamado Ben se alejó de sus compañeros y se dirigió hacia Derkhan. Tras él, los otros dos abrieron la primera canal y derramaron las entrañas en una enorme carretilla.

—Dee —saludó Ben en voz baja—. Mejor no te doy un beso —comentó, señalando sus ropas saturadas, su rostro sanguinolento.

—Estoy complacida —respondió ella—. ¿Podemos hablar en otro sitio?

Se agacharon ante los ganchos de carne y se dirigieron hacia la oscura salida, subiendo las escaleras hasta el nivel de la calle. La luz se tornó menos pálida a medida que el tinte azul grisáceo del cielo se filtraba por las sucias claraboyas del techo del pasillo, muy arriba.

Benjamin y Derkhan entraron en una habitación sin ventanas con una bañera, una bomba y varios cubos. Tras la puerta colgaban algunas batas toscas. Derkhan observó en silencio cómo él se quitaba las ropas encenagadas y las arrojaba a una pila con agua y jabón en polvo. Se rascó, se estiró lujuriosamente y después agua en la bañera. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de sangre oleosa, como si fuera un recién nacido. Espolvoreó algo de jabón bajo la boca de la bomba, removiendo el agua fría para formar espuma.

—Tus compañeros son muy comprensivos para dejarte tomar un descanso cuando te da la gana, ¿no? —preguntó Derkhan—. ¿Qué les has dicho? ¿Que robé tu corazón, que tú robaste el mío, o que esto no es más que un acuerdo comercial?

Benjamin rió con disimulo y habló con un fuerte acento de la Perrera, en contraste con el de las afueras de Derkhan.

—He trabajado un turno extra, ¿no? Ya estoy trabajando más de lo que me correspondía, y les dije que ibas a venir. Por lo que a ellos respecta, no eres más que una furcia de la que estoy enganchado. Antes que se me olvide: esa peluca es una maravilla —sonrió ladeado—. Te pega, Dee. Estás como un tren.

Se metió en la bañera y se agachó lentamente, con la piel de gallina. Dejó una gruesa capa de sangre sobre la superficie del agua. La mugre y el flujo se despegaban poco a poco de su piel y flotaban perezosas hacia arriba. Cerró los ojos un instante.

—No tardo, Dee, te lo prometo —susurró.

—Tómate tu tiempo.

Ben metió la cabeza bajo las burbujas, dejando sus mechones caracolear en la superficie antes de ser lentamente absorbidos. Mantuvo un rato la respiración antes de comenzar a frotar vigoroso su cuerpo, asomó la cabeza para tomar aire y volvió a sumergirse.

Derkhan llenó un cubo y se situó detrás de la bañera. Cuando él rompía la superficie, ella le derramaba el agua lentamente sobre la cabeza y lo liberaba de las manchas de jabón sanguinolento.

—Aaaaah, me encanta —musitó él—. Más, te lo suplico.

Derkhan obedeció.

Al fin salió de la bañera, que parecía la escena de un violento asesinato. Vació el limoso residuo a un canal abierto en el suelo, y lo oyeron golpear la pared.

Benjamin se puso una gruesa bata y miró a Derkhan.

— ¿Vamos a nuestros asuntos, cariño? —le dijo, guiñando un ojo.

—Dígame qué servicios desea, señor.

Dejaron el baño. Al final del pasillo, visible gracias a la luz de la claraboya, estaba el cuartito en el que dormía Benjamin. Cerró la puerta con llave tras ellos. La estancia era como un pozo, mucho más alta que ancha. Otra ventana mugrienta se abría en el techo. Los dos pasaron por encima del colchón y se acercaron al desvencijado armario, una reliquia de grandeza moribunda que contrastaba en aquel paisaje desolado.

Benjamin lo abrió y apartó algunas camisas grasientas. Tanteó los orificios practicados estratégicamente en el fondo del mueble y, con un pequeño gruñido, lo levantó. Lo volvió con cuidado y lo depositó sobre el suelo del armario.

Derkhan observó el pequeño umbral de ladrillo que Benjamin había desvelado mientras él buscaba en una balda del mueble y sacaba una caja de cerillas y una vela. Encendió el cirio en una descarga de azufre, escudándolo del aire frío que se filtraba desde la habitación oculta. Con Derkhan detrás, atravesó el umbral e iluminó el despacho del Renegado Rampante.


Encendieron las lámparas de gas. El cuarto era grande, mucho más que el dormitorio adyacente. El aire en el interior era pesado y perezoso, y carecía de luz natural. En lo alto se podía ver el marco de una claraboya, pero se había pintado el cristal de negro.

Por toda la estancia había sillas destartaladas y un par de mesas, todas cubiertas de papeles, tijeras y máquinas de escribir. Sobre una silla descansaba un constructo desactivado, sus ojos apagados. Una de las patas estaba aplastada y sangraba hilo de cobre y fragmentos de cristal. Las paredes estaban empapeladas con carteles, y las pilas de Renegados mohosos cubrían el suelo. Contra una pared húmeda descansaba una imprenta de aspecto difícil, un enorme armatoste de hierro cubierto de grasa y tinta.

Benjamin se sentó en la mesa mayor y acercó una silla a su lado. Encendió un cigarrillo desanimado y fumó con profusión. Derkhan se unió a él y señaló al constructo con un pulgar.

— ¿Cómo está ese trasto? —preguntó.

—Demasiado ruidoso para usarlo de día. Tengo que esperar a que se vayan los demás, y como entonces la imprenta está funcionando, da igual. Y no te puedes imaginar qué alivio es no tener que estar girando esa maldita rueda una y otra vez toda la puta noche, una vez cada dos semanas. Le meto un poco de carbón en las tripas, lo señalo y me echo una siesta.

— ¿Cómo va el nuevo número?

Benjamin asintió lentamente y señaló un montón empaquetado junto a su silla.

—No va mal. Voy a imprimir algunos más. Hablamos de tu rehecho en la feria.

Derkhan hizo un gesto con la mano.

—No es una gran historia.

—No, pero tiene… ya sabes… garra… Abrimos con las elecciones. «A la mierda la lotería», en términos algo menos estridentes. —Sonrió—. Sé que es muy parecido al último número, pero es la época.

—No fuiste uno de los afortunados, ¿eh? —preguntó Derkhan—. ¿Salió tu número?

—Nah. Solo una vez en toda mi vida, hace muchos años. Fui corriendo con mi vale y voté por Al Fin Vemos. Entusiasmo juvenil —dijo con la sonrisa ladeada—. Tú no cumples los requisitos automáticos, ¿no?

— ¡Coño, Benjamin, no tengo tanto dinero! Si lo tuviera, mandaría a la mierda al RR. Y este año tampoco salí.

Benjamin cortó la cuerda del montón de papeles y le dio unos cuantos a Derkhan, que cogió el primer ejemplar para ver la portada. Cada uno consistía en una hoja grande doblada dos veces por la mitad. La fuente de la primera página tenía más o menos el tamaño de la empleada por el Faro, el Lucha y otra prensa legal de Nueva Crobuzon. Sin embargo, dentro de los pliegues del Renegado Rampante, las historias, lemas y exhortaciones competían entre ellas en un caos de letras diminutas. Era feo, pero eficaz.

Derkhan sacó tres shekel y se los dio a Benjamin, que los tomó con un murmullo de agradecimiento y los guardó en una caja que había sobre la mesa.

— ¿Cuándo vienen los otros? —preguntó Derkhan.

—En una hora me reúno con una pareja en el bar, y con el resto esta noche y mañana. —En la oscilante, violenta, fementida y represiva atmósfera política de Nueva Crobuzon, era un defensa necesaria que, salvo en unos pocos casos, los redactores del Renegado Rampante no se reunieran. De ese modo se reducía el riesgo de infiltración por parte de la milicia. Benjamin era el editor, la única persona de una plantilla en cambio constante a quien todos conocían, y que conocía a todos los demás.

Derkhan reparó en una pila de pliegos mal impresos en el suelo, junto a su silla: los compañeros de sedición del Renegado, a medio camino entre camaradas y rivales.

— ¿Hay algo bueno? —preguntó, señalando el montón. Benjamin se encogió de hombros.

—El Grito es una mierda esta semana. Falsificación trae una buena historia sobre los tratos de Rudgutter con las navieras. De hecho, voy a hacer que alguien lo investigue. Aparte de eso, no hay novedad.

— ¿Qué quieres que haga?

—Bueno… —Benjamin hojeó varios papeles, consultando notas—. Si pudieras estar al tanto de la huelga en los muelles… Diversas opiniones, tratar de recoger algunas respuestas positivas, algunas citas, ya sabes. ¿Qué te parecen quinientas palabras para la historia sobre la lotería electoral?

Derkhan asintió.

— ¿Qué más tenemos preparado? —preguntó.

Benjamin apretó los labios.

—Corren rumores sobre que Rudgutter tiene alguna enfermedad, algo de cura dudosa: me gustaría investigarlo, pero lo han filtrado Jabber sabe cuántas bocas. No obstante, mantén abiertos los oídos. Y hay otra cosa… no más que un esbozo todavía, pero interesante. Estoy hablando con gente que asegura estar hablando con alguien que quiere levantar la liebre sobre los contactos entre el Parlamento y el crimen organizado.

Derkhan asintió lentamente, agradecida.

—Suena jugoso. ¿De qué hablamos? ¿Drogas, prostitución?

—Mierda, seguro que Rudgutter está pringado en todo el puto pastel. Todos ellos. Sacas el producto, coges los beneficios, mandas a la milicia para limpiar a los clientes, consigues unos cuantos rehechos o mineros esclavos para los pozos de Arrowhead, mantienes las cárceles llenas… No sé lo que esta gente tiene en la cabeza, pero están nerviosos que te cagas. Al parecer, están listos para soltarlo todo. Pero ya me conoces, Dee. Suave, suave… —Le guiñó un ojo—. No voy a dejar que esta se me escape.

—Mantenme informada, ¿quieres? —pidió Derkhan. Benjamin asintió.

La mujer metió todos los papeles en una bolsa y los ocultó entre diversas cosas. Se incorporó.

—Bueno, ya tengo mis órdenes. Esos tres shekel, por cierto, incluyen la venta de catorce RR.

—Buen trabajo —respondió Benjamin, abriendo un cuaderno de los muchos que había en su mesa para anotarlo. Se puso en pie y le hizo un gesto a Derkhan para que saliera. Ella esperó en el diminuto dormitorio mientras él apagaba las luces y la prensa.

— ¿Sigue comprando Grimcomosellame? —preguntó a través del agujero—. ¿El científico ese?

— Sí. Es bastante bueno.

—Oí un rumor muy gracioso sobre él el otro día —dijo Benjamin, saliendo por el armario mientras se limpiaba las manos manchadas de aceite con un trapo—. ¿Es el mismo que busca pájaros?

—Oh, sí, está metido en algún experimento. ¿Atiendes a los criminales, Benjamin? —Derkhan sonrió—. Colecciona alas. Creo que tiene por norma no comprar nunca nada de forma oficial si puede obtenerlo por medios ilícitos.

Benjamin sacudió la cabeza, pensativo.

—Pues se le da bien. Sabe cómo hacer correr las noticias.

Mientras hablaba, se inclinó sobre el armario y devolvió el panel de madera a su posición. Lo aseguró y se volvió hacia Derkhan.

—Bueno —dijo—. Al teatrillo.

Derkhan asintió, se descolocó un tanto la peluca y desató los intrincados nudos de los zapatos. Benjamin se sacó la camisa y, levantando y bajando los brazos, contuvo la respiración hasta que enrojeció. Exhaló una repentina bocanada y respiró con dificultad. Guiñó un ojo a Derkhan.

—Vamos —le imploró—. Ayúdame un poco. ¿Qué hay de mi reputación? Al menos podías parecer un poco cansada…

Ella le sonrió y, con un suspiro, se frotó la cara y los ojos.

—Oooh, señor B —chilló absurdamente—. ¡Es el mejor con el que me he acostado jamás!

—Así está mejor… —musitó sonriendo con la mirada.

Abrieron la puerta y salieron al pasillo. Los preparativos habían sido innecesarios, pues estaban solos.

A lo lejos, podía oírse el ruido de las picadoras de carne.

13

Cuando Lin despertó con la cabeza de Isaac junto a la suya, se quedó mirándolo un largo rato. Dejó que sus antenas vibraran ante su aliento. Pensó en que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pudo disfrutar así de él.

Se giró con cuidado hacia un lado y lo acarició. Él murmuró algo y cerró la boca. Sus labios se fruncieron y abrieron al respirar. Lin pasó las manos por todo su cuerpo.

Estaba contenta consigo misma y orgullosa de lo que había hecho la noche anterior. Se había sentido sola y desdichada y se había arriesgado, e Isaac se había enfurecido al verla aparecer sin avisar en su zona de la ciudad. Pero había conseguido que todo saliera bien.

No había tenido intención de jugar con la simpatía de Isaac, pero la furia se había convertido al instante en preocupación por su extraño proceder. Ella comprendió con vaga satisfacción que estaba claramente agotada y deprimida, que no tenía que convencerlo de su necesidad de mimo. Isaac incluso reconoció las emociones en el movimiento de su cuerpo de insecto.

Los intentos de Isaac por que no lo vieran como su amante tenían un lado positivo: cuando andaban juntos por la calle, sin chocarse, a paso lento, imitaban la timidez del cortejo de los jóvenes humanos.

Los khepri no tenían un equivalente para ello. El sexo procreativo con su cuerpo superior era una desagradable tarea realizada por deber demográfico. Los khepri macho eran escarabajos sin mente, como el cuerpo superior de las hembras, y la sensación de tenerlos arrastrándose para montar la propia cabeza era algo que Lin, por suerte, no había experimentado desde hacía años. El sexo por diversión entre hembras era un asunto comunitario y tumultuoso, pero con cierto ritual. Las señales de flirteo, rechazo y aceptación entre individuos o grupos eran tan formales como una danza. No había ni rastro del erotismo nervioso de los humanos.

Lin se había sumergido lo bastante en la cultura humana como para reconocer la tradición a la que recurría Isaac cuando paseaban juntos por la ciudad. A ella le había encantado el sexo con su propia raza antes de su ilícito romance, e intelectualmente se burlaba de los inútiles e incomprensibles tartamudeos que oía de los humanos en celo por toda Nueva Crobuzon. Pero, para su sorpresa, a veces sentía en Isaac el mismo compañerismo tímido e incierto… y le gustaba.

Había crecido la noche anterior, mientras recorrían las frías calles hacia la estación y atravesaban la ciudad hacia Galantina. Uno de los mejores efectos, por supuesto, era que la liberación sexual, cuando al fin se hacía posible, era mucho más intensa.

Isaac la había agarrado al cerrar la puerta y ella le había devuelto el abrazo, rodeándolo con sus brazos. La lujuria llegó de inmediato. Ella lo apartó de sí, abrió el caparazón y le pidió que le acariciara las alas, lo que él hizo con dedos trémulos. Le hizo esperar mientras disfrutaba de su devoción, antes de arrastrarlo a la cama. Giró con él hasta que lo dejó tumbado de espaldas, momento en el que se quitó la ropa y tiró de la de Isaac. Lo montó mientras él le acariciaba el duro cuerpo superior, mientras recorría con sus manos el cuerpo femenino, sus pechos, aferrando sus caderas al ritmo del vaivén.

Después él le hizo la cena. Comieron y hablaron, pero no le contó nada sobre el señor Motley. Se sentía incómoda cuando le preguntaba por qué estaba tan melancólica aquella noche. Comenzó a decirle una media verdad sobre una vasta y compleja escultura que no podía enseñarle a nadie, lo que significaba que no competiría en el concurso Shintacost, pues la dejaba totalmente agotada, todo ello en un lugar de la ciudad que había descubierto y del que no podía hablarle.

Él estaba atento. Quizá fuera algo estudiado, pues sabía que a veces Lin se ofendía ante su distracción cuando estaba en un proyecto. Le suplicó que le dijera en qué estaba trabajando.

Por supuesto, no podía hacerlo.

Se fueron a la cama limpiándose migas y semillas, e Isaac la abrazó en su sueño.

Cuando despertó, Lin disfrutó durante unos interminables minutos de la presencia de su amado, antes de levantarse y freírle algo de pan para desayunar. Cuando él se levantó ante el olor, le dio un beso juguetón en el cuello y en la panza del cuerpo superior. Ella le acarició las mejillas con las patas de la cabeza.

«¿Tienes que trabajar esta mañana?», le señaló desde el otro lado de la mesa, mientras masticaba unas uvas con las mandíbulas.

Isaac levantó incómodo la vista de su pan.

—Eh… la verdad es que sí, amor —murmuró.

«¿Cómo?».

—Bueno… tengo muchas cosas en casa, todos esos pájaros y demás, pero es un poco ridículo. Mira, he estudiado palomas, petirrojos, Jabber sabe qué más, pero aún no he visto de cerca un puto garuda. Así que me voy de caza. Lo he estado retrasando, pero ha llegado la hora. Me voy a Salpicaduras. —Hizo una mueca y dejó que ella lo asimilara, tomando otro bocado. Cuando tragó, alzó la cabeza y la miró desde debajo de sus cejas pobladas—. No creo que… ¿quieres venir?

«Isaac», señaló ella de inmediato, «no digas eso si no lo dices de verdad, porque claro que quiero ir, y te diré que sí si no tienes cuidado. Incluso a Salpicaduras».

—Mira, lo digo… lo digo en serio. De verdad. Si no vas a trabajar esta mañana en tu obra maestra, vente a dar una vuelta. —La convicción de su voz se reforzaba mientras hablaba—. Vamos, podrás ser mi ayudante de laboratorio móvil. No, ya sé lo que puedes hacer: serás mi heliotipista por hoy. Tráete la cámara. Necesitas un descanso.

Isaac comenzaba a envalentonarse. Dejaron la casa juntos, sin mostrar él señal alguna de incomodidad. Vagaron un poco hacia el noroeste por la calle Shadrach, hacia la estación de los Campos Salacus, pero Isaac se impacientó y detuvo un taxi por el camino. El hirsuto conductor enarcó las cejas al ver a Lin, pero calló cualquier objeción. Inclinó la cabeza mientras le murmuraba al caballo, y les indicó que entraran.

— ¿Adonde? —preguntó.

—A Salpicaduras, por favor —respondió Isaac con cierta grandilocuencia, como si adaptara el tono de voz a su destino.

El conductor se volvió incrédulo hacia él.

—Debe estar de broma, señor. Yo no voy a Salpicaduras. Como mucho les llevo a la Colina Vaudois, eso es todo. No merece la pena. Si me meto en Salpicaduras, me roban las ruedas del taxi sin detenerme siquiera.

—Bien, bien —respondió Isaac irritado—. Limítese a acercarnos tanto como se atreva.

Mientras el desvencijado vehículo rodaba sobre el empedrado de los Campos Salacus, Lin llamó la atención de Isaac.

¿Es peligroso de verdad?, señaló, nerviosa.

Isaac apartó la mirada y le contestó con señales. Era mucho más lento y menos fluido que ella, pero así podría ser más maleducado con el conductor.

Bueno… lo que es, es pobre. Roban lo que sea, pero no son especialmente violentos. Este gilipollas no es más que un cobarde. Lee demasiados periódicos… Se detuvo y torció el gesto, concentrándose.

—No conozco el signo —murmuró—. Sensacionalistas. Lee demasiados periódicos sensacionalistas.

Se reclinó y miró por la ventana el paisaje del Aullido, que pasaba inestable a su izquierda.

Lin no había estado nunca en Salpicaduras, y solo lo conocía por su notoriedad. Hacía cuarenta años, la línea Hundida fue extendida al suroeste del Vado de Manes, más allá de la Colina Vaudois, hasta alcanzar las afueras del Bosque Turbio, que lindaba con los límites meridionales de la ciudad. Los planificadores y ecónomos habían construido altos cascarones de bloques residenciales; no eran los monolitos del cercano Queche, pero aún así parecían impresionantes. Abrieron una estación de tren, Páramo, y empezaron a construir otra dentro del propio bosque, cuando apenas se había limpiado una franja alrededor de las vías. Había planes para otra estación más allá, de modo que los raíles se extendieron dentro de la floresta. Llegó incluso a haber absurdos y megalómanos proyectos para prolongar el tren cientos de kilómetros al sur o al oeste, para enlazar Nueva Crobuzon con Myrshock o el Mar de Telaraña.

Y entonces se acabó el dinero. Hubo una crisis financiera, alguna burbuja especulativa explotó, alguna red comercial se derrumbó bajo el peso de la competencia y una plétora de productos demasiado baratos que nadie quería comprar, y el proyecto murió cuando aún estaba en pañales. Los trenes habían seguido visitando la estación del Páramo, donde esperaban inútilmente unos minutos antes de regresar a la ciudad. El Bosque Turbio reclamó de inmediato las tierras al sur de la vacía arquitectura y asimiló la innominada estación desierta y los raíles oxidados. Durante un par de años, los trenes en la estación del Páramo esperaron vacíos y silenciosos. Y, entonces, comenzaron a aparecer algunos viajeros.

Los tegumentos vacíos de los grandiosos edificios comenzaron a llenarse. Los pobres rurales de Espiral de Grano y las colinas Mendicantes llegaron a la barriada desierta. Se extendió la noticia de que se trataba de un sector fantasma, más allá del alcance del Parlamento, donde los impuestos y las leyes eran tan raros como los sistemas de alcantarillado. Toscas estructuras de madera robada llenaban los suelos vacíos. En las afueras de las calles nonatas, las chabolas de hormigón y hierro corrugado aparecían como ampollas de un día a otro. Los habitantes se extendían como el moho. No había lámparas de gas para subyugar a la noche, ni doctores, ni empleos, pero, en diez años, la zona estaba cuajada de infraviviendas. Adquirió un nombre, Salpicaduras, que reflejaba la inconexa aleatoriedad de su urbanismo: todo aquel poblado hediondo parecía un montón de heces llovidas del cielo. El suburbio estaba más allá del alcance del municipio de Nueva Crobuzon, y disponía de una poco fiable infraestructura alternativa: una red de voluntarios que actuaban como carteros e ingenieros sanitarios, e incluso una especie de ley. Pero tales sistemas eran, como mucho, ineficaces e incompletos. Por lo general, ni la milicia ni nadie más acudía a Salpicaduras. Los únicos visitantes del exterior eran los trenes que, con regularidad, aparecían en la incongruentemente bien mantenida estación del Páramo, y las bandas de pistoleros enmascarados que aparecían a veces por la noche para aterrorizar y asesinar. Los niños de las calles de Salpicaduras eran especialmente vulnerables a la feroz barbarie de los escuadrones de la muerte.

Los moradores de la Perrera, e incluso los de Malado, consideraban que Salpicaduras era indigno de ellos. Simplemente no era parte de la ciudad, poco más que un extraño poblacho que se había adosado a Nueva Crobuzon sin pedir permiso. No había dinero ni industria, legal o ilegal. Los crímenes en aquel lugar no eran sino actos a pequeña escala de desesperación y supervivencia.

Pero había algo más, algo que había llevado a Isaac a visitar sus inhóspitas callejuelas. Durante los últimos treinta años, Salpicaduras había sino un gueto para los garuda de Nueva Crobuzon.

Lin contempló las gigantescas torres del Páramo del Queche. Podía ver figuras diminutas que cabalgaban las corrientes ascendentes creadas por las construcciones revolteando sobre ellas. El taxi pasaba bajo el tren elevado que surgía elegante de la torre de la milicia que acechaba junto a los bloques.

El vehículo se detuvo.

—Hala, señores, aquí se acaba el viaje —dijo el conductor.

Isaac y Lin desembarcaron. A un lado del taxi había una hilera de limpias casas blancas, cada una con un pequeño jardín delantero, casi todos ellos bien mantenidos. La calle estaba adornada con pobladas vainillas. Frente a las casas, al otro lado del taxi, había un estrecho parque alargado, una franja de vegetación de unos trescientos metros de anchura que se alejaba hacia abajo, siguiendo la calle. Aquella enjuta tira de hierba actuaba como tierra de nadie entre las educadas casas de la Colina Vaudois, habitadas por burócratas, doctores y abogados, y el caos desmoronado más allá de los árboles, a los pies de la colina: Salpicaduras.

—No me extraña que Salpicaduras no sea el lugar más popular, ¿eh? —suspiró Isaac—. Mira, les han estropeado el paisaje a estas gentes tan agradables… —lanzó una sonrisa perversa.

A lo lejos, Lin pudo ver que el límite de la colina quedaba dividido por la línea Hundida. Los trenes pasaban por un abismo horadado en el parque de la ladera occidental. El ladrillo rojo de la estación del Páramo se alzaba junto al lodazal que era Salpicaduras. En aquel rincón de la ciudad, las vías pasaban apenas sobre el nivel de las casas, pero no se necesitaba mucha grandeza arquitectónica para que la estación superara las improvisadas casas que la rodeaban. De todos los edificios en Salpicaduras, solo los cascarones de las torres eran más altos.

Lin sintió que Isaac le daba un codazo y le señalaba un grupo de bloques, cerca de las vías.

— ¿Ves eso? —Ella asintió—. Mira arriba.

Lin siguió los dedos. La mitad inferior del alto edificio parecía desierta. Sin embargo, a partir del sexto o séptimo piso, las ramas de madera sobresalían en ángulos extraños de las hendeduras. Las ventanas estaban cubiertas con papel marrón, al contrario que en las zonas vacías. Y en lo alto, en las azoteas planas, casi al mismo nivel que Lin e Isaac, se divisaban pequeñas figuras.

Lin siguió el gesto de Isaac hacia el aire y sintió una oleada de entusiasmo. En el cielo podían verse criaturas aladas.

—Son garuda —dijo Isaac.

Los dos bajaron la colina hacia la vía férrea, desplazándose un poco a la derecha para llegar a los nidos improvisados de los garuda.

—Casi todos los de la ciudad viven en esos cuatro edificios. Probablemente no haya doscientos en toda Nueva Crobuzon. Eso los convierte en… eh… en el cero coma cero tres por ciento de la población. —Sonrió—. He estudiado, ¿no crees?

«Pero no todos viven aquí. ¿Qué hay de Krakhleki?».

—Bueno, sí, hay garuda que se marchan. Una vez enseñé a uno, señorita. Probablemente haya un par en la Perrera, tres o cuatro en la Sombra, seis en Gran Aduja. En el Montículo de Jabber y en Siriac hay algunos, por lo que he oído. Y, una o dos veces cada generación, alguien como Krakhleki se abre paso. Nunca he leído sus trabajos, por cierto. ¿Es bueno? —Lin asintió—. Bueno, pues sí, tienes gente como él, y otros… ya sabes, cómo se llama ese cabrón… el de Tendencia Diversa… Shashjar. Lo tienen ahí para demostrar que TD es para todos los xenianos. —Isaac resopló—. Sobre todo para los ricos.

«Pero casi todos están aquí. Y, si estás aquí, debe de ser difícil salir…».

—Eso supongo. Por decirlo con suavidad…

Cruzaron un arroyo y frenaron el paso al acercarse a los límites de Salpicaduras. Lin cruzó los brazos y agitó su cuerpo superior.

«¿Qué hago yo aquí?», señaló irónica.

—Expandes mi mente —respondió Isaac bienhumorado—. Es importante descubrir cómo viven las demás razas en nuestra hermosa ciudad.

Le tiró del brazo hasta que, fingiendo protesta, Lin le dejó arrastrarla dentro del barrio.


Para entrar en Salpicaduras, Isaac y Lin tuvieron que cruzar puentes desvencijados, planchas tendidas entre la zanja de casi tres metros que separaba el lugar del parque Vaudois. Caminaban en fila, extendiendo en ocasiones los brazos para conservar el equilibrio.

Dos metros más abajo, la trinchera estaba llena con un ruidoso caldo grumoso de excremento, contaminantes y lluvia acida. La superficie quedaba rota por las burbujas de gas fétido y el cadáver hinchado de algunos animales. Aquí y allá surgían latas oxidadas y nódulos de tejido orgánico, como tumores o fetos abortados. El líquido ondulaba espeso, contenido por una tensión superficial tan oleosa y fuerte que no era posible romperla. Las piedras arrojadas desde el puente eran engullidas sin la menor salpicadura.

Aun con una mano tapando la boca y la nariz para combatir la peste, Isaac no pudo contenerse. A mitad de camino por la plancha, lanzó un ladrido de repulsión que se convirtió en arcadas. Consiguió no vomitar. Trastabillar en aquel puente, perder el equilibrio y caer, era una idea demasiado vil para considerarla.

El sabor desarticulado del aire hacía que Lin se sintiera casi tan enferma como Isaac. Para cuando llegaron al otro lado de las planchas de madera, el buen humor de los dos se había evaporado. Se dirigieron en silencio hacia el laberinto.

A Lin no le costó orientarse con edificios tan bajos, pues el cadáver de los bloques que buscaban se veía claramente sobre la estación. A veces marchaba delante de Isaac, a veces detrás. Se movían entre las zanjas de alcantarillado que corrían entre las casas, pero no les afectó. Ya estaban más allá del asco.

Los moradores de Salpicaduras salieron para mirarlos.

Eran hombres y mujeres de ceño adusto y cientos de niños, todos vestidos con grotescas combinaciones de prendas recicladas y tela de saco cosida. Pequeñas manos y dedos tocaban a Lin a su paso. Ella se las quitaba a manotazos mientras se situaba delante de Isaac. Las voces a su alrededor comenzaban a murmurar, antes de que comenzara el clamor por el dinero. Nadie hizo intento alguno por detenerlos.

Isaac y Lin recorrieron estoicos las calles retorcidas, manteniendo siempre a la vista las torres. A su estela iba una multitud. A medida que se acercaban, las sombras de los garuda surcando el aire se hicieron claras.

Un hombre obeso, casi tan grande como Isaac, se interpuso en su camino.

— Señor, bicho —gritó secamente, señalándolos con la cabeza. Su mirada era rápida. Isaac hizo un gesto a Lin para que se detuviera.

— ¿Qué quieres? —preguntó Isaac impaciente.

El hombre hablaba muy deprisa.

—Bueno, normalmente no hay visitantes en Salpicaduras, y decía si queréis algo de ayuda.

—No me jodas, tío —rugió Isaac—. No soy un visitante. La última vez que estuve aquí fui invitado de Peter el Salvaje —siguió ostentoso. Se detuvo para comprobar los siesos que había levantado aquella mención—. Ahora tengo algunos asuntillos con ellos —dijo señalando a los garuda. El gordo se retiró un tanto.

— ¿Vas hablar con los pajaritos? ¿De qué, señor?

— ¡Y a ti qué cono te importa! Pero me pregunto si podrías llevarme a su mansión…

El hombre levantó las manos, conciliador.

—Siento, tú, nos asunto mío. Yo te llevo las jaulas de los pajaritos, por una miaja.

—Oh, por el amor de Jabber. No te preocupes, me encargaré de ellos. Simplemente —gritó Isaac a la atenta muchedumbre— no vengas a joderme con robos y demás. Tengo lo suficiente para pagar a un guía decente, ni un estíver más, y supongo que Salvaje se cabreará de la hostia si algo le sucediera a su viejo colega en su territorio.

—Por favor, tío, nos insultas. Ni una palabra más, solo seguirme, ¿eh?

—Tú delante —respondió Isaac.

Mientras se movían entre hormigón rezumante y techumbres de hierro oxidado, Lin se volvió hacia Isaac.

En nombre de Jabber, ¿qué ha pasado? ¿Quién es Peter el Salvaje?

Isaac respondió con señas mientras caminaban.

Trolas. Una vez vine aquí con Lemuel en una… misión secreta, y conocí a Salvaje. Un jefazo local. ¡Ni siquiera estoy seguro de que siga vivo! No me recordaría.

Lin estaba exasperada. No podía creer que Isaac se hubiera tomado a aquella gente como una absurda rutina. Pero, sin duda, los estaban guiando hacia la torre de los garuda. Puede que lo que había contemplado fuera más un ritual que cualquier enfrentamiento de verdad. O puede que Isaac no hubiera asustado a nadie, y que lo ayudaran por lástima.

Las chabolas lamían la base de las torres como pequeñas olas. El guía los señalaba con entusiasmo y gesticulaba a los cuatro bloques, situados en un cuadrado. En el espacio en sombras entre ellos se había sembrado un jardín, con árboles retorcidos desesperados por alcanzar algo de luz. Raíces suculentas y resistentes sobresalían entre la maleza. Los garuda trazaban círculos bajo la capota de nubes.

— ¡Ahí están, señor! —dijo el hombre orgulloso. Isaac titubeó.

— ¿Cómo…? No quiero aparecer sin anunciarme… —dijo vacilando—. ¿Cómo… cómo puedo atraer su atención?

El guía levanto la mano e Isaac lo miró un instante, antes de buscar un shekel en el bolsillo. El hombre lo miró y se lo guardó en el bolsillo. Después se giró y se retiró un poco de las paredes del edificio. Se llevó los dedos a la boca y silbó.

— ¡Ey! —gritó—. ¡Pajarracos! ¡Un tipo que hablar!

La multitud que aún rodeaba a Isaac y a Lin se unió entusiasmada al grito. El estridente vozarrón anunciaba a los garuda que tenían visita. Un contingente de formas voladoras se congregó sobre los habitantes de Salpicaduras. Entonces, con un invisible ajuste de las alas, tres de ellos se precipitaron de forma espectacular hacia el suelo.

Se produjo un grito sofocado y un silbido apreciativo.

Los tres garuda caían como pesos muertos hacia la congregación, pero a seis metros del suelo giraron las alas extendidas y cortaron la caída. Batieron el aire con fuerza levantando grandes ráfagas de viento y polvo sobre las caras y los ojos de los humanos, mientras flotaban arriba y abajo, manteniéndose siempre lejos de su alcance.

— ¿Qué gritáis? —chilló el garuda de la izquierda.

—Es fascinante —susurró Isaac a Lin—. Su voz es la de un pájaro, pero mucho más fácil de entender que la de Yagharek… El ragamol debe de ser su lengua nativa. Es probable que nunca haya hablado otra cosa.

Lin e Isaac contemplaron a las magníficas criaturas. Los garuda estaban desnudos hasta la cadera y cubrían las piernas con pantalones pardos. Uno de ellos tenía plumas y piel negras; los otros dos eran de un ocre oscuro. Lin contempló aquellas enormes alas, que se extendían y batían con una envergadura de al menos seis metros y medio.

—Este señor… —comenzó el guía, pero Isaac lo interrumpió.

—Me alegro de verte —gritó—. Tengo una propuesta que haceros. ¿Podríamos hablar un momento?

Los tres garuda se miraron.

— ¿Qué quieres? —gritó el de las plumas negras.

—Bueno, mirad… —Isaac señaló a la multitud con un gesto—. No es así precisamente como había imaginado esta charla. ¿Podríamos ir a algún lugar más reservado?

— ¿Tú qué crees? —respondió el primero—. ¡Nos vemos arriba!

Los tres pares de alas batieron en concierto y los garuda desaparecieron en los cielos. Isaac gritó tras ellos.

— ¡Esperad! —Era demasiado tarde. Buscó a su guía—. Supongo que el ascensor no funcionará, ¿no?

—Ni lo pusieron, señor —sonrió malicioso el hombre—. Póngase ya en marcha.


—Por el dulce trasero de Jabber, Lin… sigue sin mí. Estoy muerto. Me voy a tumbar aquí y me voy a morir.

Isaac se tendió en el entresuelo entre las plantas seis y siete, boqueando, gimiendo y escupiendo. Lin se acercó a él exasperada, con las manos en las caderas.

Levántate, gordo hijo de puta, señaló. Sí, cansado. Y yo, Piensa en el oro. Piensa en la ciencia.

Gimiendo como si lo torturaran, Isaac se puso en pie vacilante. Lin lo acercó al borde de las escaleras de hormigón. Isaac tragó saliva, se apoyó en la pared y prosiguió el ascenso.

La escalera era gris y carecía de iluminación, salvo por la luz que se filtraba por las esquinas o las grietas. Solo ahora, cuando llegaron a la séptima planta, los escalones comenzaron a mostrar signos de haber sido usados alguna vez. Los restos empezaban a amontonarse a sus pies, y los escalones estaban cubiertos de un polvo fino. En cada planta había dos puertas, y a través de la madera astillada podían distinguirse los sonidos secos de las conversaciones garuda.

Isaac adoptó un paso lento y desdichado. Lin lo seguía, ignorando las advertencias de infartos inminentes. Tras largos y dolorosos minutos, alcanzaron la planta superior.

Sobre ellos estaba la puerta que daba al tejado. Isaac se apoyó en la jamba y se limpió la cara. Estaba empapado de sudor.

—Dame un minuto, cariño —musitó, consiguiendo incluso esbozar una sonrisa—. ¡Dioses! Por la ciencia, ¿no? Prepara la cámara… Muy bien. Ahí vamos.

Se incorporó y frenó la respiración, subiendo poco a poco el último tramo de escaleras. Abrió y salió a la luz lisa del tejado. Lin lo siguió, cámara en mano.

Los ojos de khepri no necesitaban tiempo para acostumbrarse a los cambios de luz. Lin salió a un áspero suelo de hormigón lleno de basura y trozos rotos de cemento. Isaac trataba desesperado de escudarse los ojos, parpadeando. Miró a su alrededor.

Un poco al noreste se alzaba la Colina Vaudois, una sinuosa cuña de tierra que se elevaba como si intentara bloquear la vista del centro de la ciudad. La Espiga, la estación de Perdido, el Parlamento, la cúpula del Invernadero: todos eran visibles, abriéndose paso sobre el horizonte elevado. Al otro lado de la colina, Lin divisó los kilómetros y kilómetros del Bosque Turbio desaparecer por un terreno irregular. Aquí y allá, pequeños oteros rocosos se liberaban del follaje. Al norte estaba el largo paisaje ininterrumpido de los suburbios de clase media de Serpolet y Hiél, la torre de la milicia en el Montículo de San Jabber, las vías elevadas de la línea Verso que atravesaban Ensenada y Campanario. Sabía que justo detrás de aquellos arcos cubiertos de hollín, a tres kilómetros, se encontraba el serpenteante curso del Alquitrán, que se llevaba los barcos y sus cargamentos a la ciudad desde las estepas del sur.

Isaac bajó las manos y sus pupilas se encogieron.

Revoloteando acrobáticos sobre sus cabezas había cientos de garuda. Comenzaron a descender, trazando limpias espirales hasta caer en picado, con las garras de las patas alineadas, sobre Lin e Isaac. Llovían del cielo como manzanas maduras.

Había al menos doscientos, estimó Lin, que se acercó un poco a Isaac, nerviosa. Los garuda medían una media de un metro ochenta y cinco, sin contar las magnificas protuberancias de sus alas dobladas. No había diferencia de altura o musculatura entre machos y hembras. Ellas se cubrían con gasas mientras ellos vestían taparrabos o pantalones cortados. Eso era todo.

Lin medía poco más de un metro cincuenta, por lo que no podía ver más allá del primer círculo de garuda que los rodeó a la distancia de un brazo, aunque sabía que no dejaban de caer desde el cielo; sentía su número creciendo a su alrededor. Isaac le palmeó el hombro con aire ausente.

Algunos seguían revoloteando y jugando en el aire. Cuando todos hubieron aterrizado, Isaac rompió el silencio.

—Muy bien —gritó—. Muchas gracias por invitarnos aquí arriba. Quiero haceros una proposición.

— ¿A quién? —preguntó una voz entre la multitud.

—Bueno, a todos vosotros —replicó—. El caso es que estoy realizando algunos trabajos sobre… sobre el vuelo. Y vosotros sois las únicas criaturas en Nueva Crobuzon que podéis volar y que tenéis un cerebro dentro de la cabeza. Los dracos no son conocidos por su capacidad intelectual —comentó jovial. No hubo reacción alguna ante el chiste. Se aclaró la garganta antes de seguir—. Pues… bien… eh… me preguntaba si alguno de vosotros estaría dispuesto a venir conmigo y trabajar un par de días, enseñarme el mecanismo del vuelo, dejarme tomar algunos heliotipos de vuestras alas… —Tomó la mano de Lin que sostenía la cámara y la mostró—. Obviamente, os pagaría por vuestro tiempo. Os estaría muy agradecido si me ayudarais.

— ¿Qué haces? —La voz procedía de uno de los garuda en la primera fila. Los otros lo miraron mientras hablaba. Este es el jefe, pensó Lin.

Isaac lo estudió con cuidado.

— ¿Que qué hago? ¿Te refieres a…?

—Me refiero a para qué necesitas dibujos. ¿Qué buscas?

—Es… eh… una investigación sobre la naturaleza del vuelo. Es que soy científico, y…

—Una mierda. ¿Cómo sabemos que no nos matarás?

Isaac lo miró sorprendido. Los garuda congregados asintieron y cacarearon en asentimiento.

— ¿Y por qué cono iba a querer mataros…?

—Váyase a la mierda, señor. Nadie aquí quiere ayudarle.

Se produjeron algunos murmullos incómodos. Estaba claro que algunos de los presentes ya estaban preparados para apuntarse, pero ninguno de ellos se enfrentó al portavoz, un alto garuda con una larga cicatriz que unía sus tetillas.

Lin observó a Isaac, que estaba boquiabierto. Trataba de darle la vuelta a la situación. Vio su mano dirigirse al bolsillo y retirarse. Si enseñaba dinero allí mismo, parecería un avivado o un listillo.

—Escuchad —titubeó—. Os seguro que no esperaba tener ningún problema con esto…

—No, bueno, veamos, eso puede ser cierto o no, caballero. Podría ser de la milicia. —Isaac soltó un bufido burlón, pero el garuda siguió con su tono irónico—. Puede que los escuadrones de la muerte hayan encontrado un modo de acabar con los pajarracos. «Solo para unas investigaciones…». Pues mira, a ninguno nos interesa.

—Escucha —dijo Isaac—. Comprendo que os preocupen mis motivaciones. No me conocéis de nada y…

—Ninguno de nosotros se va contigo. Punto.

—Por favor, os pagaré bien. Estoy dispuesto a pagar un shekel al día a cualquiera dispuesto a acompañarme a mi laboratorio.

El gran garuda dio un paso al frente y propinó varios golpes a Isaac en el pecho con el dedo.

— ¿Quieres que vayamos a tu laboratorio a que nos abras en canal, para que veas lo que nos pone en marcha? —los otros garuda se echaron atrás mientras rodeaba a Lin y a Isaac—. ¿Tú y tu bicho nos queréis cortar en pedacitos?

Isaac trataba de negar las acusaciones y cambiar el curso de la conversación. Se alejó un poco y miró a los demás congregados.

— ¿He de entender entonces que este caballero habla por todos vosotros, o hay alguien aquí dispuesto a ganarse un shekel diario?

Se produjeron algunos murmullos. Los garuda se miraban incómodos los unos a los otros. El portavoz que se enfrentaba a él extendió los brazos y los sacudió mientras hablaba. Estaba encendido.

— ¡Hablo por todos! —Se volvió y miró lentamente a sus congéneres—. ¿Algún disidente?

Se produjo una pausa, y un joven macho dio un paso al frente.

—Charlie… —Hablaba directamente al proclamado líder—. Un shekel es una pasta… ¿Y si vamos algunos para allá, para asegurarnos de que no nos la juegan?

El garuda llamado Charlie se acercó al otro macho y le golpeó en la cara con fuerza.

Se produjo un chillido de toda la congregación. Con un tumulto de alas y plumas, muchos de ellos abandonaron el tejado como una explosión. Algunos trazaron unos breves círculos antes de regresar para observar con precaución, pero muchos otros desaparecieron en las plantas superiores de las otras torres, o partieron hacia el cielo despejado.

Charlie estaba sobre su aturdida víctima, que había caído sobre una rodilla.

— ¿Quién es el que manda? —gritaba Charlie con un chirrido estridente—. ¿Quién es el que manda?

Lin tiró de la camisa a Isaac y trató de llevarlo hacia la puerta de la escalera. Isaac se resistía sin mucha convicción. Estaba claramente contrariado por el giro que habían tomado los acontecimientos, pero también fascinado por el enfrentamiento. Ella lo apartó con cuidado de la escena.

El garuda caído miró a su atacante.

—Tú eres el que manda —musitó.

—Yo soy el que manda. Y soy el que manda porque me preocupo por ti, ¿no es así? Me aseguro de que todo vaya bien, ¿no? ¿No es así? ¿Y qué te he dicho siempre? ¡Apártate de los reptantes! ¡Y apártate aún más de los antros! Ellos son los peores. ¡Te abrirán en canal, te cortarán las alas, te matarán! ¡No confíes en ellos! Y eso incluye al gordo ese y a su gorda cartera. —Por primera vez en su discurso, miró a Isaac y a Lin—. ¡Vosotros! —gritó, señalando a Isaac—. ¡Largaos echando hostias antes de que sepáis de primera mano lo que es volar… hacia abajo!

Lin vio a Isaac abriendo la boca para intentar una última explicación conciliatoria, pero lo empujó irritada y lo arrastró por la puerta.


Aprende a leer la maldita situación, Isaac. Hora de largarse, señaló furiosa mientras descendían.

— ¡Vale, Lin, por el culo de Jabber, ya lo cojo! —Estaba enfadado, sin contemplaciones por el ruido de su masa bajando por las escaleras. Estaba histérico por la irritación y la perplejidad.

—Es que no entiendo por qué cono son tan… antagónicos —siguió.

Lin se volvió hacia él exasperada. Le hizo detenerse bloqueándole el paso.

Porque son xenianos, y pobres, y porque están asustados, cretino, señaló lentamente. Un gordo hijo de puta llega enseñando dinero a Salpicaduras/ por el amor de Jabber, que no es precisamente el Paraíso, pero que es todo cuanto tienen, y comienza a intentar que se marchen por razones que no explica. Me parece que Charlie tiene toda la razón. En un lugar como este hace falta alguien que vigile por los suyos. Si yo fuera un garuda, le escucharía, fíjate lo que te digo.

Isaac comenzaba a calmarse, e incluso parecía algo avergonzado.

—Vale, Lin, ya te he entendido. Debería haber explorado antes el terreno, haber hablado con alguien que conociera la zona, o…

Sí, pero ya la has cagado. Ahora es demasiado tarde…

— Sí, genial, gracias por señalarlo —bufó—. ¡Mierda puta! La he cagado pero bien.

Lin no dijo nada.

No hablaron mucho mientras regresaban por Salpicaduras. Eran vigilados desde las gruesas ventanas y las puertas abiertas, en su camino por donde habían llegado.

Mientras rehacían sus pasos sobre el pozo hediondo de deposiciones y podredumbre, Lin echó un vistazo a las torres desvencijadas. Divisó la azotea en la que habían estado.

Estaban siendo seguidos por una pequeña bandada de jóvenes garuda, que trazaban círculos sobre ellos. Isaac se giró y su rostro se iluminó un instante, pero los garuda no se acercaron lo bastante como para hablar. Gesticulaban obscenos desde lo alto.

Lin e Isaac ascendieron la Colina Vaudois hacia la ciudad.

—Lin —dijo él tras varios minutos de silencio. Su voz era melancólica—. Antes dijiste que, de haber sido garuda, lo hubieras escuchado, ¿no? Pues no eres una garuda, sino una khepri. Cuando estuviste lista para abandonar Kinken, debió de haber mucha gente diciéndote que te quedaras con los tuyos, que no se podía confiar en los humanos, todas esas cosas. Y no los escuchaste, ¿no es así?

Lin lo sopesó durante largo tiempo, pero no replicó.

14

—Vamos, viejo cabrón, capullo, come algo, por el amor de Jabber.

El ciempiés yacía inerte sobre un costado. Su piel fláccida se agitaba en ocasiones y sacudía la cabeza, en busca de comida. Isaac se inclinó sobre él, le habló, lo pinchó con un palo. La criatura se sacudió incómoda antes de rendirse.

Isaac se enderezó y arrojó el palo a un lado.

—Has ganado —anunció al aire—. No podrás decir que no lo he intentado.

Se alejó de la pequeña caja, llena de distintos alimentos mohosos.

Las jaulas seguían apiladas sobre la pasarela elevada del almacén. La discordante sinfonía de chillidos, siseos y otros sonidos aviarios persistía, pero el número de criaturas había descendido. Muchas de las jaulas y nidos estaban abiertos y vacíos. Restaba menos de la mitad de los especímenes originales.

Isaac había perdido a varios de sus sujetos experimentales a manos de la enfermedad; otros a peleas, tanto entre distintas especies como entre congéneres; y algunos por sus propias investigaciones. Varios cuerpecitos rígidos seguían clavados en distintas posiciones en tableros repartidos por toda la pasarela. Las paredes estaban cuajadas de ilustraciones. Sus primeros bocetos sobre alas y vuelo se habían multiplicado de forma ingente.

Isaac se inclinó sobre su mesa y pasó los dedos sobre los diagramas que la cubrían por completo. En lo alto había dibujado un triángulo con una cruz dentro. Cerró los ojos para protegerse de la cacofonía.

— ¡Callaos todos de una puta vez! —gritó, aunque el coro animal prosiguió con el mismo ímpetu. Se sujetó la cabeza con las manos, frunciendo el ceño cada vez más.

Aún le escocía el desastroso viaje del día anterior a Salpicaduras. No podía evitar repasar una y otra vez los acontecimientos en su cabeza, pensando en lo que podía, en lo que debía haber hecho de otro modo. Había sido arrogante y estúpido, apareciendo allí como un intrépido aventurero, enseñando el dinero como si se tratara de un arma taumatúrgica. Lin tenía razón. No era de extrañar que hubiera conseguido enajenar a toda la población garuda de la ciudad. Se había acercado a ellos como si se tratara de una banda de pandilleros a los que se pudiera asombrar y comprar. Los había tratado como a los compinches de Lemuel Pigeon. Y no lo eran. Eran una comunidad paupérrima, asustada, que pugnaba por sobrevivir, y quizá por conservar un jirón de orgullo, en una ciudad hostil. Eran testigos de cómo sus vecinos eran exterminados por los vigilantes como si de un deporte se tratara. Moraban en una economía alternativa de caza y trueque, forrajeando en el Bosque Turbio y rateando.

Su política era brutal, pero totalmente comprensible.

Y ahora había reventado cualquier posible relación con ellos. Levantó la vista de los dibujos, heliotipos y diagramas que había realizado. Como ayer, pensó. El acercamiento directo no funciona. Estaba en la pista correcta desde el principio. Esto no va sobre aerodinámica, ese no es el camino… Los graznidos de sus cautivos invadieron sus pensamientos.

—¡Basta! —gritó de repente. Se incorporó y observó a los animales atrapados, como si les retara a proseguir con sus ruidos. Lo que, por supuesto, hicieron—. ¡Basta! —gritó de nuevo, acercándose a la primera jaula. La bandada de palomas en su interior comenzó a volar alocada de un lado a otro mientras Isaac las llevaba hacia las grandes ventanas. Dejó la caja encarada con el vidrio y fue a por otra, dentro de la cual una vivida serpiente libélula ondulaba como un crótalo. Esta la situó sobre la primera. Después tomó una jaula de gasa para mosquitos, y otra de abejas, y repitió la operación. Despertó a los ariscos murciélagos y aspis que dormitaban al sol y los llevó hacia la ventana que daba al Cancro.

Transportó la jauría restante a aquel montón. Los animales podían ver las Costillas, que se curvaban crueles sobre la ciudad oriental. Isaac apiló todas las cajas con seres vivos en una pirámide frente al cristal. Tenía el aspecto de un holocausto.

Al fin terminó su trabajo. Predadores y presas revoloteaban y se graznaban los unos junto a los otros, separados únicamente por madera y delgados barrotes.

Isaac se coló como pudo por el angosto espacio frente a las jaulas y abrió la gran ventana. Era de batiente horizontal y giraba sobre el dintel, de metro y medio de altura. Al abrirse al aire cálido, una imparable riada de sonidos urbanos llegó acompañada del calor nocturno.

— ¡Y ahora me lavo las manos de todos vosotros! —gritó Isaac, que comenzaba a disfrutar.

Miró a su alrededor y regresó a la mesa un instante, para volver con una larga vara que había empleado muchos años atrás para señalar en las pizarras. Lo usó ahora para tantear, levantando ganchos, descorriendo pestillos, abriendo huecos en alambres finos como la seda. Los frentes de las pequeñas prisiones comenzaban a ceder. Apresuradamente, abrió todas las portezuelas con las manos allá donde la vara no era lo bastante precisa.

Al principio, las criaturas encerradas se mostraron confusas. Para muchas, habían pasado semanas desde la última vez que volaran. Se habían alimentado mal y estaban aburridas y asustadas. No comprendían aquel repentino escaparate de libertad, el ocaso, el olor del aire ante ellas. Pero, tras aquellos largos momentos, el primero de los cautivos rompió sus cadenas.

Era un búho.

Se arrojó por la ventana abierta y voló hacia el este, donde el cielo era más oscuro, hacia las tierras boscosas de la Bahía de Hierro. Planeó entre las costillas, moviendo apenas las alas.

Aquella fuga fue una señal. Se produjo una tormenta de alas.

Azores, polillas, murciélagos, tábanos, aspis, periquitos, escarabajos, urracas, criaturas de los altos cielos, pequeños planeadores de superficie, seres de la noche, del día y del crepúsculo escaparon por la ventana de Isaac en una resplandeciente explosión de camuflaje y color. El sol se había ocultado al otro lado del almacén. La única luz que capturaba la nube de alas, pelaje y quitina era la de las farolas, y los jirones de sol reflejados en el sucio río.

Isaac bebió la gloria del espectáculo, exhaló como si se tratara de una obra de arte. Durante un instante miró alrededor en busca de una cámara, pero abandonó la idea y se limitó a contemplar.

Mil siluetas se derramaban por el aire desde su almacén. Volaron juntas, sin rumbo durante unos instantes, antes de sentir las corrientes de aire y alejarse. Algunas partieron con el viento. Otras viraron y combatieron las ráfagas trazando círculos hacia la ciudad. La paz de aquellos primeros instantes de confusión desapareció. Las aspis volaban entre los bancos de insectos desorientados cerrando sus diminutas mandíbulas leoninas sobre los pequeños, gruesos y crujientes cuerpos. Los halcones despedazaban palomas, chovas y canarios. Las serpientes libélula ascendían en las espirales térmicas tratando de capturar alguna presa.

Los estilos de vuelo de los animales liberados eran tan distintos como sus formas silueteadas. Una figura oscura aleteaba de forma caótica por el cielo, hundiéndose hacia una farola, incapaz de resistir la luz: una polilla. Otra se alzaba con majestuosa simplicidad y se perdía en la noche: algún pájaro de presa. Una abrió un instante las alas como una flor, antes de pegarlas a su cuerpo y perderse disparada en un borrón de aire descolorido: uno de los pequeños pólipos de viento.

Los cuerpos de los exhaustos y los moribundos se precipitaban desde el aire en un amasijo de carne. Isaac pensó en que el suelo terminaría encenagado con la sangre y el icor. El Cancro producía suaves chapoteos, reclamando a sus víctimas. Pero había algo más que vida y muerte. Durante unos pocos días, unas pocas semanas, musitó Isaac, el cielo de Nueva Crobuzon recuperaría el colorido.

Lanzó un beatífico suspiro. Miró a su alrededor y se acercó deprisa a las pocas cajas con capullos, huevos y larvas, llevándolas a la ventana, conservando solo al ciempiés grande, moribundo, multicolor.

Tomó puñados de huevos y los tiró a la calle, tras las formas en fuga. Después siguió con los ciempiés que se retorcían y sacudían mientras caían sobre el pavimento. Sacudió cajas que traqueteaban con las delicadas formas en pupa, vaciándolas por la ventana. Vertió un tanque de larvas acuáticas. Para aquellas crías era una cruel liberación, unos breves segundos de libertad y aire fresco.

Por fin, cuando la última criatura hubo desaparecido, Isaac cerró la ventana. Se giró y revisó el almacén. Oía un leve aleteo, y vio algunas figuras revoloteando alrededor de las lámparas. Un aspis, un puñado de polillas o mariposas, y una pareja de pequeños pájaros. Bueno, pensó, ya encontrarán el camino de salida, o no durarán mucho y podremos echarlos cuando mueran.

Tirados por el suelo frente a la ventana había algunos de los redrojos y los desahuciados, los débiles, que habían caído antes de poder volar. Algunos estaban muertos. La mayoría se arrastraba patética a uno u otro lado. Se dispuso a limpiarlos.

—Tienes la ventaja de que eres (a) bastante hermoso; y (b) bastante interesante, viejo cabrón —le dijo al inmenso gusano enfermo mientras trabajaba—. No, no, no me des las gracias. Solo considérame un philanthrope. Y, además, no entiendo por qué no comes. Eres mi proyecto —dijo, lanzando una carretada de débiles criaturas trémulas a la calle—. No creo que sobrevivas a esta noche, pero si serás cabrón que has conseguido mi misericordia y mi curiosidad, así que voy a hacer un último intento por salvarte.


Se produjo un estrépito escalofriante. La puerta del almacén había sido abierta de golpe.

— ¡Grimnebulin!

Era Yagharek. El garuda estaba allí de pie bajo la débil iluminación, con las piernas separadas y los brazos pegados a su túnica. La forma abultada de sus alas de madera se movía de forma poco realista a un lado y a otro. No estaban bien sujetas. Isaac se apoyó sobre la barandilla y frunció el ceño.

— ¿Yagharek?

— ¿Me has olvidado, Grimnebulin?

Yagharek chirriaba como un pájaro torturado. Sus palabras eran casi imposibles de comprender. Isaac le pidió gesticulando que se calmara.

— ¿De qué cono hablas…?

—Los pájaros, Grimnebulin. ¡He visto a los pájaros! Me dijiste, me mostraste… que estaban aquí por tu investigación. ¿Qué ha sucedido, Grimnebulin? ¿Vas a rendirte?

—Espera… ¿Cómo has podido verlos, por el ano de Jabber? ¿Dónde estabas?

— En tu tejado, Grimnebulin. — Yagharek bajó el tono de voz. Estaba más calmado e irradiaba una descomunal tristeza—. En tu tejado, donde cuelgo, noche tras noche, aguardando a que me ayudes. Te vi liberar a todas tus pequeñas cobayas. ¿Te has rendido, Grimnebulin?

Isaac le hizo un gesto para que subiera.

—Yag, hijo mío… Mierda, no sé por dónde empezar —dijo, mirando al techo—. ¿Y qué cono hacías tú en mi tejado? ¿Cuánto llevas ahí colgado? Joder, podías haber estado aquí, o algo… Esto es absurdo. Por no decir un poco espeluznante, pensar en ti ahí arriba mientras trabajo, o como, o cago, o lo que sea. Y —levantó la mano para cortar la réplica del garuda— no he abandonado tu proyecto.

Guardó silencio unos instantes, para que asimilara sus palabras. Esperó a que Yagharek se calmara, a que volviera a la calamitosa actitud que se había labrado.

—No he abandonado —repitió—. Lo que ha pasado es genial, en realidad. Creo que hemos entrado en una nueva fase. Adiós a lo antiguo. Esa línea de investigación ha sido… eh… cancelada.

Yagharek inclinó la cabeza. Sus hombros temblaron al inspirar profundamente.

—No comprendo.

—Mira, ven a ver esto de aquí. Te quiero enseñar algo.

Isaac llevó a Yagharek a su mesa, donde se detuvo un momento y chasqueó la lengua al ver al grueso ciempiés, tumbado en su caja sobre un costado. Se agitaba deleznable.

Yagharek no le dedicó una segunda mirada.

Isaac señaló los diversos montones de papel que sobresalían de los gastados libros de la estantería, o que descansaban sobre la mesa: dibujos, ecuaciones, notas y tratados. El garuda comenzó a escudriñarlos lentamente. Isaac lo guiaba.

—Mira… Mira estos malditos esquemas, por todas partes. Alas, en su mayor parte. El punto inicial de la investigación eran las alas. Parece lógico, ¿no? De modo que me he dedicado a comprender ese miembro en particular. Los garuda que viven en Nueva Crobuzon no nos son de utilidad, por cierto. Puse anuncios en la universidad, pero al parecer no ha entrado ninguno como estudiante este año. Por el bien de la ciencia, llegué incluso a intentar argumentar con un… un líder comunitario… y resultó en un pequeño desastre. Dejémoslo ahí. —Isaac hizo una pausa, recordando, antes de devolverse a la discusión—. Así que miremos a los pájaros. Pero claro, eso nos lleva a un problema totalmente distinto. Los bichos pequeños, los zumbones, los reyezuelos, todos esos son interesantes y útiles en términos de… ya sabes, de trasfondo amplio, de física del vuelo, de lo que quieras, pero básicamente buscamos a los grandes. Los cernícalos, los halcones, las águilas, si consigo alguna. Porque en esta fase aún pienso de forma análoga. Pero no quiero que pienses que soy estrecho de miras. No estoy estudiando a los efemerópteros, o lo que sea, solo por interés. Estoy tratando de averiguar si puedo aplicar este estudio. Quiero decir que presumo que no eres muy exigente, ¿no? Presumo que si te injerto un par de alas de murciélago o de moscarda, o incluso una glándula de vuelo de un pólipo, no te irás a cabrear. Puede que no sean bonitas, pero el objetivo es hacerte volar, ¿no?

Yagharek asintió. Escuchaba con feroz interés, revolviendo entre los papeles sobre la mesa. Se esforzaba por comprenderlo todo.

—Muy bien. Así que parece razonable, aun a pesar de todo, que en los que debemos fijarnos es en los pájaros grandes. Pero, por supuesto… —Isaac rebuscó entre los papeles, tomó varios dibujos de la pared y entregó los diagramas relevantes a Yagharek—. Por supuesto, al final resulta que no así. Es decir, puedes llegar bastante lejos con la aerodinámica de los pájaros, tiene muchas cosas útiles, pero en realidad su estudio despista. Y es porque la aerodinámica de vuestros cuerpos no tiene nada que ver. Tú no eres solo un águila con un flaco cuerpo humano adosado. Estoy seguro de que nunca pensaste que eras… No sé cómo serán vuestras matemáticas o vuestra física, pero en esta hoja de aquí… —Isaac la encontró y se la entregó— hay algunos diagramas y ecuaciones que te mostraran por qué el vuelo de los grandes pájaros no es la dirección en la que buscar. Todas las líneas de fuerzas están confundidas. No son lo bastante fuertes, cosas así. De modo que volví sobre las demás alas de la colección. ¿Qué pasaría si te injertáramos unas alas de libélula? Bueno, claro, primero tenemos el problema de conseguir unos insectos con alas lo bastante grandes. Y los únicos que encajan en la descripción no van a regalártelas. Y no sé tú, pero a mí no me apetece una mierda irme a las montañas o a cualquier otra parte a tender emboscadas a un escarabajo asesino. Nos iban a dar por culo. ¿Y qué hay de construirlas según nuestras propias necesidades? En ese caso, podemos conseguir tanto el tamaño como la forma. Podemos compensar tu forma… complicada. —Isaac sonrió antes de seguir—. El problema es que, siendo lo que es la ciencia de los materiales, podríamos conseguir hacerlas lo bastante exactas, lo bastante ligeras, lo bastante fuertes… pero he de confesar que lo dudo. Estoy trabajando en diseños que podrían funcionar, pero que podrían no hacerlo. No creo que las posibilidades sean buenas. Además, tienes que recordar que todo este proyecto depende de que todo un virtuoso te reconstruya. Me alegra poder decir que no conozco a ningún reconstructor, lo que es un problema. Otro es que suelen estar más interesados en la humillación, la potencia industrial y la estética que en algo tan intrincado como el vuelo. Hay un huevo de terminaciones nerviosas, otro de músculos, huesos arrancados y demás flotando por tu espalda, y tienen que reformar cada uno exactamente si quieres tener la menor posibilidad de volar de nuevo.

Isaac había conducido a Yagharek hasta una silla. Él acercó una banqueta y se sentó enfrente. El garuda estaba en completo silencio. Observaba con una intensa concentración a Isaac, y después a los diagramas que sostenía. Así era como leía, comprendió Isaac, con aquella intensidad y concentración. No era como un paciente esperando a que el doctor fuera al grano. Estaba asimilando cada una de las palabras.

—Debería decir que no he terminado del todo con esto. Conozco a alguien capacitado en la clase de biotaumaturgia que necesitas para conseguir que te injerten unas alas funcionales. De modo que voy a hablar con él para comentar las probabilidades de éxito. —Isaac torció el gesto y negó con la cabeza—. Y tengo que decirte, Yag, viejo, que si conocieras a ese tipo comprenderías el valor de mi gesto. No repararé en gastos para conseguir que… —hizo una larga pausa—. De modo que cabe la posibilidad de que este tipo diga: «Sí, alas, no pasa nada, tráemelo por aquí y se las ponemos el Día del polvo por la tarde». Es posible, pero me has contratado por mi capacidad científica, y te doy mi opinión profesional cuando te digo que no va a ser así. Creo que necesitamos pensamiento lateral. Mis primeras aproximaciones por esta ruta estaban encaminadas a observar a las distintas cosas que vuelan sin alas, pero prefiero ahorrarte los detalles de los esquemas. La mayoría de los planes están… aquí, si te interesan. Un mini dirigible subcutáneo autoinflable; un transplante de glándulas de un pólipo mutante; integrarte con un gólem volador; incluso algo tan prosaico como enseñarte taumaturgia física básica —Isaac indicó las notas de cada uno de los planes a medida que los mencionaba—. Todo imposible. La taumaturgia es poco fiable y agotadora. Cualquiera puede aprender algunos hechizos básicos si se aplica, pero la contrageotropía constante a voluntad necesita mucha más energía y habilidad de la que la mayoría de la gente posee. ¿Tenéis sortilegios poderosos en el Cymek?

Yagharek negó lentamente con la cabeza.

—Algunos susurros para llamar a la presa a nuestras garras; algunos símbolos y pases para ayudar a que los huesos se suelden y la sangre coagule. Eso es todo.

—Sí, no me sorprende. Así que mejor no confiar en eso. Y créeme cuando te digo que mis otros planes, los extraños, no eran viables. Así que he pasado todo el tiempo trabajando en cosas así sin llegar a ningún sitio. Y comprendí que, cuando me detengo un minuto o dos y me pongo a pensar, lo mismo viene una y otra vez a mi mente: acuartesanía.

Yagharek frunció el ceño enarcando sus cejas, ya marcadas, hasta convertirlas en un desfiladero de aspecto casi geológico. Sacudió la cabeza, confuso.

—Acuartesanía —repitió Isaac—. ¿Sabes lo que es?

—He leído algo al respecto. La habilidad de los vodyanoi…

—Estupendo, hijo. Puedes ver a los estibadores usarla en ocasiones, en Arboleda o en el Meandro de las Nieblas. Si se reúnen los bastantes, pueden dar forma a buena parte del río. Excavan en el agua hasta los cargamentos que caen al fondo, de modo que las grúas pueden recogerlos. Acojonante. En las comunidades rurales, la emplean para cavar zanjas de aire en los ríos, para conducir a los peces a ellas. Simplemente salen de la zona vertical del agua y caen al suelo. Brillante. —Isaac apretó los labios en señal de aprecio—. En cualquier caso, hoy en día solo se usa para gilipolleces, como pequeñas esculturas. No existen competiciones, ni nada así. El asunto, Yag, es que lo que ahí tienes es agua que no se comporta como debería, ¿no? Y eso es lo que tú quieres. Quieres que cosas pesadas, eso de ahí, ese cuerpo —dijo, dando unos suaves golpecitos en el pecho al garuda—, vuele. ¿Me sigues? Volvamos nuestra atención hacia el conundrum ontológico de persuadir a la materia para que rompa los hábitos de eones. Queremos que los elementos se comporten de forma extraña. No es un problema de ornitología avanzada. Es filosofía. ¡Y eso, Yag, es en lo que llevo trabajando toda la vida! Casi lo he convertido en una especie de afición. Pero, esta mañana, revisé algunas de las primeras notas que había tomado sobre tu caso, y lo enlacé todo con mis viejas ideas, y vi que ese era el camino a tomar. Y llevo todo el día peleándome con ello. —Isaac agitó un trozo de papel frente a Yagharek, aquel con un triángulo que contenía una cruz.

Tomó un lápiz y escribió unas palabras en los tres vértices del triángulo, para después volver el papel hacia el garuda. El vértice superior rezaba «Ocultista/taumatúrgico»; el inferior izquierdo, «Material»; el inferior derecho, «Social/sapiente».

—Bueno, Yag, viejo, no te enfrasques demasiado con este diagrama, que no pretende ser más que un foco para ayudar en la concentración. Lo que aquí tienes es una representación de los tres puntos entre los que se encuentra toda erudición, todo conocimiento. Aquí tenemos lo material. Se trata de los conocimientos físicos, átomos y demás. Todo, desde las partículas femtoscópicas fundamentales, como los elictrones, hasta los gigantescos volcanes. Rocas, elictromagnetismo, reacción química… cosas así. A él se opone lo social. A las criaturas inteligentes, de las que no hay precisamente escasez en Bas-Lag, no puedes estudiarlas del mismo modo que a las piedras. Reflejándose en el mundo y en su propio reflejo, los humanos, los garuda, los cactos y cualquier otra especie crean un orden diferente de organización, ¿no? Así que hay que estudiarlos en sus propios términos. Pero, al mismo tiempo, también están evidentemente relacionados con la materia física que lo compone todo. Para eso está aquí esta hermosa línea, conectándolos. Arriba está el ocultismo. Ahora empieza lo interesante. Ocultismo, lo oculto, que incluye las varias fuerzas y dinámicas que no tienen que ver con la interacción de elementos físicos, y que no son meros pensamientos o pensadores. Espíritus, demonios, dioses, si quieres llamarlos así, taumaturgia… ya me entiendes. Y todo eso se encuentra ahí arriba, pero está relacionado con los otros dos elementos. Primero, las técnicas taumatúrgicas, la invocación, el chamanismo y demás afectan, y son afectadas, por las relaciones sociales que las rodean. Y después tenemos el aspecto físico: los hechizos y encantamientos son, en su mayor parte, la manipulación de partículas teóricas, las «partículas encantadas», llamadas taumaturgones. En este sentido, algunos científicos —se señaló el pecho con el pulgar— creen que, en esencia, son como los protones y todas las demás partículas físicas. Y aquí—añadió con timidez, bajando la voz— es donde las cosas se ponen verdaderamente interesantes. Si piensas en cualquier área de estudio o saber, se encuentra en alguna zona de este triángulo, pero no por completo en una esquina. Toma la Sociología, la Psicología o la Xentropología. Bastante sencillo, ¿no? Se encuentran aquí abajo, en la esquina «Social», ¿no? Pues no del todo. Sin duda, ahí está su nudo más cercano, pero no puedes estudiar las sociedades sin pensar en sus recursos físicos, ¿no es así? Así que, de momento, el aspecto físico entra en liza. De modo que movemos un poco la sociología por el eje inferior —deslizó el dedo medio centímetro a la izquierda—. Pero luego, ¿cómo puedes entender, digamos, la cultura cacta sin comprender su foco solar, o la de las khepri sin sus deidades, o la de los vodyanoi sin comprender la canalización chamánica? No es posible — concluyó triunfante—. De modo que tenemos que mover las cosas un poco hacia el ocultismo. —Su dedo se desplazó en consonancia—. Así, que, más o menos, ahí es donde tenemos la Sociología y la Psicología. En la esquina inferior derecha, pero un poco arriba y un poco a la izquierda. ¿Y la Física? ¿Y la Biología? Deberían encontrarse justo sobre las ciencias materiales, ¿no? Pero, si dices que la biología tiene un efecto en la sociedad, lo contrario también es cierto, de modo que la biología está, en realidad, desplazada un poco a la derecha del vértice «Material». ¿Y qué hay de los pólipos volantes? ¿Y de la alimentación de los árboles de almas? Todo eso es ocultismo, de modo que nos movemos otra vez, ahora hacia arriba. La Física incluye la eficacia de ciertas sustancias en los hechizos taumatúrgicos. ¿Me sigues? Aun la materia más «pura» se encuentra siempre en algún punto intermedio. Y después tenemos todas aquellas disciplinas que se definen precisamente por su naturaleza bastarda. ¿Sociobiología? A mitad del lado inferior y un poco hacia arriba. ¿Hipnotología? A mitad de camino por el lado derecho. Sociopsicológico y ocultista, pero con un poco de química cerebral, de modo que se desplaza un poco hacia…

El diagrama de Isaac se encontraba ahora cubierto de pequeñas cruces, allá donde localizaba las distintas disciplinas. Miró a Yagharek y trazó una última y limpia cruza en el mismo centro del triángulo.

— ¿Y qué tenemos aquí? ¿Qué es este punto intermedio? Hay quien piensa que aquí se encuentran las matemáticas. Bueno. Pero, aunque estas sean el estudio que mejor te ayuda a pensar hacia el centro, ¿cuáles son las fuerzas que investigas? Las Matemáticas son totalmente abstractas en cierto nivel, con raíces cuadradas de menos uno, y cosas así; pero el mundo es rigurosamente matemático. De modo que este es un modo de mirar un mundo que unifica las tres fuerzas: mentales, sociales y físicas. Si las materias están localizadas en un triángulo, con tres vértices y un centro, así lo están las durezas y dinámicas que estudian. En otras palabras, si piensas que este modo de mirar las cosas es interesante o útil, entonces básicamente hay una clase de campo, una clase de fuerza, estudiada aquí en sus varios aspectos. Por eso a esto se le llama «teoría unificada de campos».

Isaac sonrió, exhausto. Por el esputo divino, comprendió de repente, estoy haciendo un buen trabajo… Diez años de investigación han mejorado mi capacidad de enseñanza. Yagharek lo contemplaba con cuidado.

—C…comprendo —dijo al fin el garuda.

— Me alegro. Y hay más, hijo, así que átate los machos. La TUC no está del todo aceptada como teoría, ¿sabes? Probablemente se deba a la situación de la Hipótesis de Tierra Fracturada, si es que te dice algo. —Yagharek asintió—. Muy bien, entonces sabes a qué me refiero. Es igual de respetable, aunque un poco disparatado. Sin embargo, para despojarme de los últimos vestigios de credibilidad que puedan quedarme, yo me suscribo a una visión minoritaria dentro de los teóricos de la TUC. Y se trata de la naturaleza de las fuerzas investigadas. Intentaré exponerlo de forma sencilla. —Isaac cerró los ojos unos instantes mientras ordenaba sus pensamientos—. Muy bien. La pregunta es si es patológico que un huevo caiga si se lo suelta. —Se detuvo un largo rato para concentrarse en la imagen—. Fíjate, si piensas que la materia, y por tanto las fuerzas unificadas investigadas, son en esencia estáticas, entonces el caer, el volar, el rodar, el envejecer, el moverse, son básicamente desviaciones de un estado esencial. En caso contrario, piensas que el movimiento es parte del tejido de la ontología, y la cuestión es cómo teorizar este dilema de la forma más conveniente. Ya puedes imaginarte dónde están mis simpatías. Los estaticistas me acusarían de malinterpretarlos, pero que les den por culo. Así que soy un TCUM, un Teórico de Campos Unificados Móviles, y no un TCUE, un Teórico de Campos Unificados Estáticos. Pero claro, ser TCUM crea tantos problemas como los que resuelve: si se mueve, ¿cómo lo hace? ¿Movimiento continuo? ¿Inversión puntuada? Cuando coges un trozo de madera y lo sostienes a tres metros del suelo, tiene más energía que cuando está en el suelo. A eso lo llamamos energía potencial, ¿no? Eso no crea controversia entre ningún científico. La energía potencial es aquella que da a la madera la capacidad de hacerte daño, o mellar el suelo, una capacidad que no tendría de estar en el suelo. Tiene esa energía aunque esté inmóvil, como estaba antes, pero pudiendo caer. Si lo hace, la energía potencial se convierte en cinética, y te rompes el dedo de un pie, o lo que sea. Fíjate: la energía potencial está por todas partes, colocando las cosas en una situación vacilante en la que están a punto de cambiar de estado. Del mismo modo, cuando metes suficiente presión a un grupo de personas, de repente estallan. Pasarán en un instante de los gruñidos y la conformidad a la violencia y la creatividad. La transición de un estado a otro se realiza tomando algo, como un grupo social, un trozo de madera o un hechizo, y llevándolo a un lugar en el que su interacción con otras fuerzas haga que su propia energía se enfrente al estado actual. Estoy hablando de llevar las cosas hasta el punto de la crisis.


Isaac se recostó unos instantes. Para su sorpresa, estaba disfrutando. El proceso de explicar su acercamiento teórico consolidaba sus ideas, haciéndole formular su teoría con un rigor tentativo.

Yagharek era un alumno modelo. Su atención era total, sus ojos afilados como estiletes.

Isaac inspiró profundamente y prosiguió.

—Todo este asunto es una verdadera putada, amigo Yag. Llevo comiéndome la cabeza con la teoría de la crisis durante años. Resumiendo: yo digo que está en la naturaleza de las cosas entrar en crisis, como parte de lo que son. Las cosas se vuelven solas del revés por el mero hecho de serlas, ¿comprendes? La fuerza que mueve adelante la teoría unificada es la energía de crisis. Algo parecido a la energía potencial, que no es más que un aspecto de la energía de crisis, una diminuta manifestación parcial. Y, si pudieras acceder a las reservas de energía de crisis en una situación dada, estaríamos hablando de un poder enorme. Algunas situaciones son más dadas a la crisis y otras menos, sí, pero el núcleo de esta teoría es que las cosas están en crisis como parte inherente de su ser. Hay toneladas de puñeteras energías críticas circulando por todas partes todo el tiempo, pero aún no hemos aprendido a acceder a ella de forma eficiente.

Lo que hace es descargarse de forma imprevisible e incontrolable de vez en cuando. Menudo desperdicio. —Isaac negaba con la cabeza mientras hablaba—. Creo que los vodyanoi pueden acceder a esta energía de crisis, aunque sea de un modo ínfimo. Es paradójico. Manipulas la energía de crisis existente en el agua para mantener la forma a la que se enfrenta, de modo que creas una crisis mayor… Pero la energía no tiene donde ir, de modo que la crisis se resuelve rompiéndose y regresando a la forma original. Pero, ¿y si los vodyanoi usaran agua que ya hubieran… eh… manipulado, y la emplearan como componente de un experimento que empleara esa energía de crisis incrementada?… Lo siento, estoy divagando. El asunto es que estoy tratando de lograr un modo de acceder a tu energía de crisis y canalizarla para el vuelo. Mira, si tengo razón, es la única fuerza que siempre va a estar… bañándote. Y cuanto más vueles, cuanto más estés en crisis, más serás capaz de volar… al menos en teoría, claro. Pero, para ser sinceros, Yag, esto es mucho más grande. Si realmente consigo liberar la energía de crisis de tu interior, entonces tu caso se convertirá, para ser sinceros, en una preocupación nimia. Aquí estamos hablando de fuerzas y energías que podrían cambiarlo todo por completo.

Aquella idea increíble permaneció en el ambiente. El sucio almacén pareció demasiado pequeño y triste para aquella conversación. Isaac contempló por la ventana la mugrienta noche de Nueva Crobuzon. La Luna y sus hijas danzaban sedadas sobre ella. Las hijas, menores que la madre pero más grandes que las estrellas, brillaban ásperas y frías. Isaac pensó en la crisis.

Fue Yagharek quien, al final, rompió el silencio.

—Y si tienes razón… ¿volaré?

Isaac prorrumpió en carcajadas ante la pregunta.

— Sí, sí, Yag, viejo amigo; si tengo razón, volverás a volar.

15

Isaac no pudo persuadir a Yagharek para que se quedara en el almacén. El garuda se negaba a explicar sus objeciones. Simplemente desapareció en la noche, un despojo proscrito pese a su orgullo, para dormir en alguna zanja, alguna chimenea, alguna ruina. Ni siquiera aceptó su comida. Isaac se quedó en la puerta de la nave, viéndolo alejarse. La capa oscura del garuda se ceñía al armazón de madera, a las alas falsas.

Isaac cerró la puerta, regresó a su pasarela y observó las luces deslizarse por el Cancro. Reposó la cabeza sobre los puños y escuchó el tic tac del reloj. Los sonidos salvajes de la Nueva Crobuzon nocturna se abrían paso, embaucando a los muros. Oyó la música melancólica de las máquinas, los barcos y las fábricas.

En la planta baja, el constructo de David y Lublamai parecía cloquear suavemente al ritmo del reloj.

Recogió sus esquemas de la pared. Algunos que creía buenos los guardó en su grueso portafolio. Muchos los valoró con ojo crítico y los tiró. Se tumbó sobre su prominente barriga, rebuscó debajo de la cama y sacó un polvoriento abaco y una regla de cálculo.

Lo que necesito, pensó, es ir a la universidad y liberar una de sus máquinas diferenciales. No sería fácil. La seguridad de aquellos artefactos era neurótica. Isaac comprendió de repente que tendría la ocasión de revisar los sistemas de guardia por sí mismo; al día siguiente iba a la universidad para hablar con su detestado empleador, Vermishank.

No es que Vermishank le diera mucho trabajo últimamente. Habían pasado meses desde que recibiera una carta con aquella letra apretada, en la que le decía que se requerían sus servicios en alguna abstrusa teoría, o quizá en un derrotero sin sentido. Isaac no podía negarse a aquellas «peticiones». Hacerlo sería poner en peligro sus privilegios de acceso a los recursos de la universidad, y por tanto a una rica veta de equipo que saqueaba más o menos a voluntad. Vermishank no hacía nada por restringir los privilegios de Isaac, a pesar de su cada vez más tenue relación profesional, y a pesar de que, probablemente, notara la relación entre la desaparición del material y su programa de investigación. Isaac no entendía el motivo. Probablemente lo haga para mantener su poder sobre mí, pensó.

Comprendió que sería la primera vez en su vida que buscara a Vermishank, pero tenía que verlo. Aunque se sentía comprometido con su nueva aproximación, su teoría de la crisis, no podía volver la espalda a tecnologías más o menos mundanas, como la reconstrucción, sin antes consultar la opinión de uno de los principales biotaumaturgos de la ciudad respecto al asunto de Yagharek. Obrar de otro modo no sería profesional.

Se hizo un rollito de jamón y una taza de chocolate frío, y se aceró al pensar en Vermishank. Le disgustaba por una enorme variedad de razones. Una de ellas era política. Después de todo, la biotaumaturgia era un modo educado de describir una experiencia, uno de cuyos usos era arrancar y recrear la carne para unirla de modos antinaturales, manipularla dentro de unos límites dictados solo por la imaginación. Por supuesto, las mismas técnicas podían sanar y reparar, pero esa no era su aplicación habitual. Nadie tenía pruebas, por supuesto, pero a Isaac no le sorprendería nada que algunas de las investigaciones de Vermishank se hubieran desarrollado en las fábricas de castigo. Tenía la habilidad necesaria para ser un extraordinario escultor de la carne.

Se produjo un golpe en la puerta y alzó la mirada sorprendido. Casi eran las once de la noche. Dejó su cena y se apresuró escaleras abajo. Abrió la puerta y se encontró frente a un Lucky Gazid de aspecto vicioso.

¿Qué coño es esto?, pensó.

—Isaac, mi hermano, mi… engreído, desmañado… mi amor —gritó Gazid en cuanto lo vio, mientras pensaba en más adjetivos. Isaac lo arrastró dentro cuando llegaron luces por la carretera.

—Lucky, completo gilipollas, ¿qué quieres?

Gazid caminaba de un lado a otro demasiado rápido. Tenía los ojos muy abiertos, prácticamente dando vueltas por toda su cabeza. Pareció ofendido por el tono de Isaac.

—Calma, tío, tranquilidad, no hace falta ser maleducado, ¿eh? Estoy buscando a Lin. ¿Está aquí? —dijo entre risas repentinas.

Ah, pensó Isaac con cuidado. Aquello era peliagudo. Lucky era de los Campos Salacus, y conocía el secreto a voces sobre Isaac y Lin. Pero aquello no eran los Campos.

—No, Lucky, no está. Y aunque fuera así, por cualquier motivo, no tienes ningún derecho a venir a dar golpes en medio de la noche. ¿Para qué la quieres?

—No está en casa. —Gazid se giró y subió por las escaleras, hablando a Isaac sin volver la cabeza—. Pasaba por aquí, pero supongo que está dándole al arte, ¿eh? Me debe dinero, me debe una comisión por conseguirle ese pedazo de trabajo y arreglarle la vida. Supongo que allí es donde anda ahora, ¿no? Necesito pillar…

Isaac sacudió la cabeza con exasperación y saltó detrás de Gazid.

— ¿De qué cono hablas? ¿Qué trabajo? En estos momentos está haciendo algo propio.

— Sí, claro, tío, lo que tú digas —aceptó Gazid con un peculiar fervor ausente—. Pero me debe pasta. Estoy desesperado, Isaac… Préstame un noble…

Isaac comenzaba a enfadarse. Cogió a Gazid por sus escuálidos brazos de drogadicto para detenerlo, lo que consiguió a pesar de la patética resistencia.

—Escucha, Lucky, pequeño gilipollas. ¿Cómo vas a estar desesperado, si estás tan puesto que apenas te tienes de pie? ¿Cómo te atreves a venir a mi casa, drogata de mierda…?

— ¡Ey! —gritó Gazid de repente. Sonrió irónico a Isaac, cortando su perorata—. No estará Lin, pero yo sigo queriendo algo. Y quiero que me ayudes, o no sé lo que podría terminar diciendo. Si Lin no me ayuda lo harás tú, su caballero de brillante armadura, su amante insecto, su pajarito…

Isaac armó un puño grueso y lo descargó sobre el rostro de Lucky Gazid, enviando al hombrecillo algunos metros por el aire.

Gazid chilló de asombro y terror, arrastrándose por el suelo de madera hacia las escaleras. Un reguero de sangre surgía de su nariz. Isaac se limpió la sangre de los nudillos y se acercó a él. Estaba frío por la rabia.

¿Crees que voy a dejarte hablar así? ¿Crees que puedes chantajearme, mierdecilla?, pensó.

—Lucky, más te vale largarte echando hostias si no quieres que te arranque la cabeza.

Gazid se puso como pudo en pie y rompió a gritar.

— ¡Estás como una puta cabra, Isaac! Creía que éramos amigos…

El moco, las lágrimas y la sangre se mezclaban en el suelo.

— Sí, pues mira, creíste mal, ¿no, viejo? No eres más que un puto desgraciado, un… —Isaac se detuvo y observó atónito.

Gazid estaba inclinado contra las jaulas vacías sobre las que descansaba la caja del ciempiés. Isaac podía ver al grueso gusano agitándose, excitado, retorciéndose desesperado contra la cárcel de alambre, temblando con repentinas reservas de energía hacia Gazid.

Lucky aguardaba, aterrorizado, a que Isaac terminara.

— ¿Qué? —aulló—. ¿Qué vas a hacer?

—Cállate —siseó Isaac.

El ciempiés era más delgado de lo que había sido al llegar, y sus extraordinarios colores de pavo real se habían apagado; pero sin duda estaba vivo. Se agitaba por la pequeña jaula, tanteando el aire como el dedo de un ciego, dirigiéndose hacia Gazid.

—No te muevas —siseó Isaac, acercándose. El aterrado Gazid obedeció y siguió su mirada, abriendo los ojos al ver al enorme gusano moviéndose en la jaula, tratando de encontrar el modo de llegar hasta él. Apartó la mano de la caja con un grito y comenzó a alejarse. Al instante, el ciempiés cambió de dirección, intentando seguirlo.

—Es fascinante —dijo Isaac. Mientras observaba, Gazid se incorporó y se cogió la cabeza, sacudiéndola de repente con violencia, como si estuviera llena de insectos.

— ¿Q… qué le pasa a mi cabeza? —tartamudeó.

Al acercarse más, Isaac también pudo sentirlo. Retazos de sensaciones alienígenas se deslizaban como veloces anguilas a través de su cerebelo. Pestañeó y tosió un poco, hipnotizado durante unos breves y repentinos instantes por sensaciones y emociones que no eran las de su garganta bloqueada. Sacudió la cabeza y cerró con fuerza los ojos.

—Gazid —saltó—, anda lentamente a su alrededor.

Lucky Gazid obedeció, y el ciempiés se volcó en su ansioso intento por enderezarse, por seguirlo, por rastrearlo.

— ¿Por qué me quiere esa cosa? —gimió Gazid.

—No tengo ni idea —replicó Isaac con aspereza—. Está ansioso. Parece que quiere algo que tienes, viejo. Vacía lentamente los bolsillos. No te preocupes, no te voy a quitar nada.

Gazid comenzó a sacar trozos de papel y pañuelos de los pliegues de su chaqueta y sus pantalones sucios. Titubeó antes de buscar y sacar dos gruesos paquetes de sus bolsillos interiores.

El gusano se volvió loco. Los desorientadores fragmentos de sentimientos sinestéticos volvieron a abrumarlos a los dos.

— ¿Qué cono es eso? —preguntó Isaac con los dientes apretados.

—Este es de shazbah —dijo Gazid dubitativo, agitando el primer paquete frente a la jaula. El gusano no reaccionó—. Este otro es mierda onírica. —Sostuvo el segundo envoltorio sobre la cabeza del ciempiés, que trató de sostenerse sobre su zona trasera con tal de alcanzarlo. Sus lamentos piadosos apenas audibles, eran claros.

— ¡Ahí está! —dijo Isaac—. ¡Eso es! ¡Ese bicho quiere mierda onírica! —Isaac alargó la mano hacia Gazid y chasqueó los dedos—. Dámelo.

Gazid titubeó antes de entregarle el paquete.

—Hay mucho, tío… hay un huevo de pasta… —protestó—. No puedes quedártelo, tío.

Isaac le arrebató el paquete, que pesaba algo más de un kilo. Lo abrió, provocando nuevos lamentos emocionales que perforaron sus cabezas. Isaac se encogió ante aquella súplica insistente e inhumana.

La mierda onírica era una masa de bolitas marrones y pegajosas que olían como el azúcar quemado.

— ¿Qué es esto? —preguntó Isaac—. He oído hablar de ello, pero no tengo ni idea.

—Es nuevo, Isaac. Y caro. Lleva fuera un año, o así. Es… potente.

— ¿Qué hace?

—No sabría describirlo. ¿Quieres comprar un poco?

— ¡No! —replicó secamente Isaac, antes de dudar—. Bueno… no para mí, por lo menos. ¿Cuánto me costaría este paquete?

Gazid titubeó, sin duda preguntándose hasta qué punto podía exagerar.

—Eh… unas treinta guineas.

—Vete a la mierda, Lucky… Eres malísimo, tío. Te lo compro por… por diez.

—Hecho —respondió Gazid al instante.

Mierda, pensó Isaac. Me ha timado. Estaba a punto de protestar, pero de repente se lo pensó mejor. Miró con cuidado a Gazid, que comenzaba otra vez a pavonearse, aunque su cara siguiera cubierta de mocos y sangre.

—Hecho, pues. Tenemos un trato. Escucha, Lucky —dijo Isaac con tono neutro—. Puede que quiera más porquería de esta, ¿entiendes? Y, si nos llevamos bien, no hay motivo alguno para que no te tenga como mi… suministrador en exclusiva. ¿Sabes a qué me refiero? Pero si surgiera cualquier asunto que sembrara la discordia en nuestra relación, desconfianza y cosas así, tendría que buscarme a otro. ¿Captas?

—Isaac, colega, no digas más… Compañeros, eso es lo que somos.

—Por supuesto —respondió Isaac solemne. No era tan estúpido como para confiar en Lucky Gazid, pero al menos de ese modo podría tenerlo endulzado. No era probable que Gazid mordiera la mano que lo alimentaba, al menos de momento.

Esto no puede durar, pensó Isaac, pero de momento funcionará.

Sacó uno de los grumos húmedos y pegajosos del paquete. Era del tamaño de una aceituna grande, embadurnado con una espesa mucosa de rápido secado. Después, retiró la tapa de la caja del ciempiés unos centímetros y dejó caer la almendra de droga. Se acuclilló para observar a la larva a través de los alambres frontales.

Sus ojos parpadearon, como si los recorriera la estática. Durante un momento no pudo enfocar la visión.

—Vaya… —gimió Lucky a su espalda—. Tengo algo raro en la cabeza…

Isaac notó una breves náuseas, antes de verse incendiado por el éxtasis más consumidor y libre de compromiso que hubiera sentido jamás. Después de menos de medio segundo, aquellas sensaciones inhumanas lo abandonaron al instante. Se sentía como si lo hubieran hecho por la nariz.

—Por Jabber… —musitó. Su visión fluctuó antes de aclararse y cobrar una inusual claridad—. Este pequeño cabrón es una especie de empata, ¿no?

Observó al ciempiés, sintiéndose como un mirón. La criatura estaba dando vueltas alrededor de la droga como si fuera una serpiente aplastando a su presa. Las fauces estaban firmemente sujetas a la parte superior de la pieza, y masticaba lasciva con un hambre de intensidad intemperante. Las mandíbulas laterales rezumaban baba. Devoraba la comida como un niño comiendo budín de tofe en la Fiesta de Jabber. La mierda onírica desaparecía rápidamente.

—La madre que lo parió —dijo Isaac—. Va a querer más que eso. —Depositó cinco o seis bolas más en la jaula. El gusano se deslizaba feliz alrededor de la pegajosa colección.

Isaac se incorporó. Miró a Lucky Gazid, que observaba al ciempiés comiendo con una beatífica sonrisa.

—Lucky, viejo amigo, me parece que acabas de salvar mi pequeño experimento. Muchas gracias.

—Soy un salvavidas, ¿no, Isaac? —Gazid giró en una fea pirueta—. ¡Salvavidas! ¡Salvavidas!

— Sí, eso eres ahora, hijo, pero cállate un poco. —Isaac consultó el reloj—. Aún me queda algo de trabajo, así que pórtate bien y márchate, ¿ok? De buen rollo, Lucky… —Titubeó antes de presentarle la mano—. Siento lo de tu nariz.

—Oh —Gazid parecía sorprendido. Se tanteó con cuidado el rostro ensangrentado—. Bueno, da igual… Isaac se acercó a su mesa.

— Voy por tu dinero. Espera. —Rebuscó entre los cajones, hallando al fin su cartera para sacar una guinea. —Espera. Tengo más en alguna parte. Un momento… —Se arrodilló junto a la cama y comenzó a apartar montones de papeles, reuniendo los estíveres y shekel que iba encontrando.

Gazid se acercó al paquete de mierda onírica que Isaac había dejado sobre la caja del ciempiés. Miró pensativo a Isaac, que rebuscaba bajo la cama con la cara pegada al suelo. Cogió dos bolas de mierda del pegajoso montón y miró de nuevo, para comprobar si le habían descubierto. El científico decía algo por charlar, pero las palabras quedaban apagadas por la cama.

Gazid deambuló lentamente hacia él. Tomó un envoltorio de caramelo de su bolsillo y lo utilizó para cubrir una de las dosis, dejándola caer en el mismo sitio. Una sonrisa idiota germinó y floreció en su rostro, mientras observaba el segundo pedazo.

—Deberías conocer lo que prescribes, Isaac —susurró—. Eso es ética… —reía encantado.

— ¿Qué es esto? —gritó Isaac. Comenzó a salir poco a poco de debajo de la cama—. Lo he encontrado. Sabía que había dinero en el bolsillo de alguno de los pantalones…

Lucky Gazid peló rápidamente la parte superior del rollito de jamón que esperaba a medio comer sobre la mesa, y deslizó la droga dentro del espacio cubierto de mostaza que quedaba bajo una hoja de lechuga. Reemplazó la tapa del rollo y se alejó de la mesa.

Isaac se incorporó y se volvió había él, polvoriento y sonriente. En las manos tenía un manojo de billetes y algo de cambio.

—Esto son diez guineas. Tío, negocias como todo un profesional.

Gazid tomó el dinero y se marchó rápidamente escaleras abajo.

—Gracias, Isaac —dijo—. Muchas gracias.

Isaac se sintió algo contrariado.

—Muy bien, pues. Contactaré contigo cuando necesite más mierda de esa, ¿vale?

—Sin dudarlo, gran hermano…

Gazid se escurrió como pudo fuera del almacén, cerrando la puerta tras él con un rápido gesto. Isaac oyó sus risas mal disimuladas mientras se alejaba cloqueando en la oscuridad.

¡Por la cola del diablo!, pensó. Odio negociar con drogadictos. Menudo montón de mierda… Negó con la cabeza y regresó a la jaula del ciempiés.


El gusano ya había comenzado con la segunda bola de la droga pegajosa. Imprevisibles y pequeñas ondas de felicidad entomóloga se derramaban por la mente de Isaac. La sensación era desagradable. Se retiró. Mientras observaba, el gusano dejó de comer y se limpió con delicadeza el residuo pegajoso. Después volvió a empezar, manchándose de nuevo para comenzar el ciclo.

—Pequeño cabrón, ¿te gusta, eh? —musitó—. ¿Está bueno, eh? ¿Te gusta? Hmm, estupendo.

Se acercó a la mesa y recogió su propia cena. Se giró para observar aquella pequeña forma multicolor agitándose, mientras daba un bocado al rollito; torció el gesto ante el pan, un poco pasado, y la ensalada mustia. Al menos el chocolate era bueno.

Se limpió la boca y regresó a la jaula del gusano, preparándose para las peculiares oleadas empáticas. Se acuclilló y observó a la famélica criatura devorando. Era difícil asegurarlo, pero pensó que sus colores ya eran más brillantes.

—Serás un buen sustituto para que no me obsesione con la teoría de la crisis, ¿de acuerdo? ¿Te apetece, pequeño cabrón agusanado? No te he visto en los libros de texto, ¿sabes? ¿Eres tímido? ¿Es eso?

Una descarga de psique retorcida golpeó a Isaac como el virote de una ballesta. Se tambaleó y cayo al suelo.

— ¡Ou! —chilló, mientras trataba de alejarse de la jaula—. No soporto tus berridos empáñeos, pequeñajo… —Se puso en pie y se acercó a la cama, frotándose las sienes. Justo cuando llegó, otro espasmo de emociones alienígenas pulsó violento en su cabeza. Sus rodillas se doblaron y cayó a la cama, apretándose las sienes—. ¡Ah, mierda! —Estaba alarmado—. Te estás pasando, te estás haciendo demasiado fuerte…

De repente fue incapaz de hablar. Se quedó totalmente quieto hasta que un tercer e intenso ataque inundó sus sinapsis. Aquellos eran diferentes, comprendió, no eran como los quejumbrosos lamentos psíquicos del extraño gusano que tenía a tres metros. Su boca se secó de repente y pudo saborear la ensalada mustia. Pulpa. Alpiste. Fruta madura.

Mostaza grumosa.

—Oh, no… —musitó. Su voz se agitó al comenzar a comprender—. Oh, no, no, no, no, Gazid, maldito hijo de puta, cabrón de mierda, te voy a arrancar los huevos…

Se aferró al borde de la cama con manos que temblaban violentamente. Sudaba, y su piel tenía el aspecto de la piedra.

Métete en la cama, pensó desesperado. Métete debajo de las sábanas y supera el viaje. Miles de personas lo hacen por placer todos los días, por el amor de Jabber…

Su mano se arrastró como una tarántula drogada por los pliegues de la manta. No lograba dar con el mejor modo de meterse bajo las sábanas, debido al modo en que se doblaban sobre sí mismas y alrededor de la cama: las dos ondas de ropa de cama eran tan similares que Isaac se convenció de repente de que eran parte de la misma unidad textil ondulante, y que bisecarlas sería espantoso, de modo que se enrolló sobre la manta y se encontró nadando en los intrincados pliegues retorcidos de algodón y lana. Nadó arriba y abajo, moviendo los brazos con un movimiento enérgico, infantil, escupiendo, abriendo y cerrando los labios con sed prodigiosa.

Mírate, cretino, se burló una sección de su mente con desprecio. ¿Te parece digno?

Pero no prestó atención. Estaba feliz nadando suavemente en la cama, boqueando como un animal moribundo, tensando el cuello de forma experimental y empujándose con los ojos.

Sintió crecer la presión en la nuca. Observó una gran puerta, la de un sótano, instalada en la pared de la esquina más ignorada de su cerebelo. La puerta traqueteaba. Algo estaba intentando escapar.

Rápido, pensó Isaac. Atráncala…

Pero podía sentir el poder creciente de aquello que pugnaba por escapar. La puerta era una caldera rezumante de pus, presta a reventar, como la faz sin rasgos de un perro de músculos colosales, luchando ominoso y silencioso contra sus cadenas, como el mar batiendo sin descanso el muro desmenuzado del puerto.

Algo en la mente de Isaac se liberó con una explosión.

16

el sol derramándose como una cascada y me regocijo en él cuando mis hombros y cabeza florecen y la clorofila recorre vigorizante toda muy piel y alzo unos grandes brazos espinosos no me toques como si no estuviera preparado cerdo ¡mira todos esos martillos de vapor! ¡me gustarían si no me hicieran trabajar tanto!

¿es esto?

estoy orgulloso de poder decirte que tu padre ha accedido a nuestra unión ¿es esto un y aquí nado bajo toda esta agua sucia, hacia la negra masa del bote como una gran nube respiro agua hedionda que me hace toser y mis pies palmeados me impulsan adelante ¿es esto un sueño?

luz piel comida aire metal sexo miseria fuego champiñones telarañas barcos tortura cerveza raba pinchos lejía violín tinta peñasco sodomía dinero alas bayas color dioses sierra mecánica huesos rompecabezas bebés hormigón marisco zancos entrañas nieve oscuridad ¿Es esto un sueño?


Pero Isaac sabía que no era un sueño.

Una linterna mágica relumbraba sobre su cabeza, bombardeándolo con una sucesión de imágenes. No se trataba de una zöetrope con una anécdota visual repetida sin fin: era un bombardeo vibratorio de momentos infinitamente variados. Isaac era ametrallado por un millón de esplendentes fragmentos de tiempo. Cada vida fraccionada vibraba al dar paso a la siguiente, y de este modo Isaac alcanzaba a entrever el devenir de las criaturas. Habló el lenguaje químico de las khepri, llorando porque su madre de nido la había castigado y él se burló con un bufido y él y el jefe de los establos oyeron una estúpida excusa del chico nuevo y cerró sus traslúcidos párpados internos y se sumergió bajo las frías aguas de las corrientes montañosas y nadó hacia los demás vodyanoi que copulaban orgiásticos y…

—Oh, Jabber…

Oyó su voz desde lo más profundo de aquella brutal cacofonía emocional. Había más y más y más, y llegaba a toda prisa, y se solapaba y confundía en los límites, hasta que dos o tres o más momentos vitales se sucedían al tiempo.

La luz era brillante, y cuando estaba encendida algunos rostros eran afilados, y otros borrosos e invisibles. Cada astilla separada de vida se movía con concentración portentosa, simbólica. Cada una era gobernada por la lógica onírica. En algún rincón analítico de su mente, Isaac comprendió que no eran, que no podían ser grumos de historia coagulados y destilados en aquella resina pegajosa. La ambientación era demasiado fluida. La consciencia y la realidad se entrelazaban. Isaac no había terminado apresado en las vidas de otros, sino en las mentes de otros. Era un voyeur espiando el último refugio de los acosados. Eran recuerdos. Eran sueños.

Isaac se vio salpicado por el líquido psíquico. Se sentía asqueado. Ya no había sucesión, no había dos tres cuatro cinco seis momentos mentales invasores, iluminados durante un instante por la luz de su propia consciencia. En realidad nadaba en fango, en un pozo aglutinante de zumo onírico que fluía y se entremezclaba, carente de integridad, sangrando lógica e imágenes a lo largo de las vidas y los sexos y las especies, hasta que apenas podía respirar; se ahogaba en la pasta espesa de los sueños y las esperanzas, en recuerdos y reflexiones que nunca habían sido suyos.

Su cuerpo no era más que un saco sin huesos de efluvio mental. En algún punto muy lejano lo oyó gemir y sacudirse sobre la cama con un líquido regurgitar.

Le daba vueltas la cabeza. Dentro de aquella tortura intermitente de emociones y pathos discernió una delgada y constante corriente de disgusto y miedo que reconoció como propios. Se esforzó por alcanzarla a través del lodo de dramas imaginados y vividos por la consciencia. Tocó la náusea incipiente que, sin duda alguna, él sentía en aquel momento, se afianzó, se centró en ella… Isaac se aferró a ella con fervor radical.

Se amarró a su núcleo, sacudido por los sueños a su alrededor. Voló sobre una ciudad de pinchos como una niña de seis años que se reía emocionada en una lengua que nunca había oído, pero que momentáneamente reconoció como propia; se sacudió con inexperta emoción al vivir el sueño erótico de un púber; nadó en estuarios, visitó extrañas grutas y libró batallas rituales. Vagó a través de la pradera lisa que era la mente onírica despierta de los cactos. Las casas mutaban a su alrededor con la lógica de los sueños que parecían compartir todas las razas inteligentes de Bas-Lag.

Nueva Crobuzon aparecía aquí y allí, en su forma onírica, en su geografía recordada o imaginaria, con algunos detalles resaltados y otros ausentes, grandes oquedades entre las calles que eran recorridas en segundos.

Había otras ciudades, otros países, otros continentes en aquellos sueños. Algunos sin duda eran tierras oníricas nacidas tras párpados trémulos. Otros parecían referencias: conductos del sueño hacia lugares sólidos, ciudades, pueblos y aldeas tan reales como Nueva Crobuzon, con arquitecturas y germanías que Isaac ni había visto ni había oído.

Comprendió que el mar de sueños en el que bregaba contenía gotas de muy, muy lejos.

Es menos un mar, pensó emborrachado desde el fondo de su mente liberada, y más un consomé. Se imaginó masticando estólido el cartílago y los menudillos de mentes alienígenas, pedazos de rancio sustento onírico flotando en un delgado coágulo de medio recuerdos. Sintió una arcada mental. Si vomito aquí se me volverá la cabeza del revés, pensó.

Los recuerdos y sueños llegaban en oleadas, transportadas por mareas temáticas. Aun a la deriva en aquella colada de pensamientos aleatorios, Isaac era transportado por las vistas dentro de su cabeza en corrientes reconocibles. Sucumbió a la tentación de los sueños monetarios, una rama de recolección de estíveres y dólares y cabezas de ganado y conchas pintadas y promesas en tabletas.

Se deslizó en una oleada de sueños sexuales: varones cactos eyaculando hacia el suelo, sobre las hileras de bulbos sembrados por las mujeres; khepri restregándose aceite las unas a las otras en amistosas orgías; célibes sacerdotes humanos soñando con sus deseos culpables, ilícitos.

Isaac descendió en espiral en un pequeño remolino de sueños de ansiedad. Una joven humana a punto de comenzar sus exámenes; se descubrió entrando desnuda en la escuela. Un acuartesano vodyanoi cuyo corazón se desbocaba al volver el agua salada del mar a su río; un actor en blanco sobre un escenario, incapaz de recordar una sola línea de su diálogo.

Mi mente es un caldero, pensó, y todos estos sueños están bullendo.

El vertido de ideas llegaba cada vez más rápido y denso. Isaac pensó en ello y trató de aferrarse a la rima, concentrándose en ella e investigándola como un presagio, repitiéndola más y más rápido, más y más densa y densa y rápida, tratando de ignorar la andanada, el torrente de efluvio psíquico.

Era inútil. Los sueños estaban en la mente de Isaac, y no había escapatoria. Soñó que soñaba los sueños de otros, y comprendió que aquel sueño era real.

Lo único que podía hacer era intentar, con febril y aterrada intensidad, recordar cuál de los sueños era el suyo.


Desde algún punto cercano llegó un frenético gorjeo. Se abrió camino a través de la madeja de imágenes que soplaban dentro de su cabeza y creció en intensidad hasta que recorrió su mente como el tema principal.

Los sueños cesaron de repente.

Isaac abrió los ojos demasiado rápido y maldijo por el dolor que la luz provocó en su cabeza. Levantó la mano y la sintió frotar su frente como una enorme y vaga pala. La utilizó para cubrirse los ojos.

Los sueños se habían terminado. Se arriesgó a mirar entre los dedos. Era de día. Había luz.

—Por… el ano… de Jabber… —susurró. El esfuerzo le provocó un dolor de cabeza.

Aquello era absurdo. No tenía la sensación de pérdida de tiempo. Lo recordaba todo con claridad. Más bien al contrario, su memoria inmediata parecía amplificada. Tenía una sensación lúcida de haberse sacudido, de haber sudado y gemido bajo la influencia de la mierda onírica durante media hora, no más. Pero allí estaba… Se aventuró a abrir los párpados para mirar el reloj. Eran las siete y media de la mañana, horas y horas después de que consiguiera llegar hasta la cama.

Se incorporó sobre los codos y se examinó. La piel oscura estaba resbaladiza, grisácea. Le hedía el aliento. Comprendió que debía de haber estado tumbado, prácticamente quieto, durante toda la noche. Las mantas apenas estaban alteradas.

El temeroso trino que lo había despertado comenzó de nuevo. Isaac sacudió la cabeza irritado y buscó su fuente. Un pequeño pájaro trazaba círculos desesperados en el aire, en el interior del almacén. Lo reconoció como uno de los reluctantes fugados de la noche pasada, un reyezuelo, evidentemente asustado por algo. Mientras miraba a su alrededor para descubrir qué ponía tan nervioso al pájaro, el esbelto cuerpo reptiliano de un aspis voló como una saeta desde una esquina de la pasarela a la otra y apresó al pequeño pájaro a su paso. Las advertencias del reyezuelo se cortaron de forma abrupta.

Isaac se tambaleó con torpeza fuera de la cama y trazó círculos confusos.

—Notas —se dijo—. Tomar notas.

Buscó papel y lápiz de su mesa y comenzó a registrar todos sus recuerdos sobre la mierda onírica.

— ¿Qué cono fue eso? —susurró mientras escribía—. Algún tarado haciendo un estupendo trabajo de reproducción de la bioquímica de los sueños, o accediendo a su fuente… —se masajeó otra vez la cabeza—. Dios, ¿qué clase de engendro se come eso…? —Se incorporó un momento y observó al ciempiés cautivo.

Estaba totalmente quieto. Isaac abrió la boca en un gesto idiota, antes de lograr dar voz a las palabras.

—Oh-dioses-míos. Oh-mierda.

Cruzó despacio y nervioso la estancia, sin ganas de seguir, temeroso de ver lo que estaba viendo. Se acercó a la jaula.

Dentro, una colosal masa de carne de gusano de hermosos colores se agitaba descontenta. Isaac se incorporó incómodo sobre aquel ser enorme. Podía sentir las extrañas y débiles vibraciones de molestia alienígena en el éter a su alrededor.

El ciempiés al menos había triplicado su tamaño de la noche a la mañana. Ahora medía unos treinta centímetros, y su grosor era el proporcional. La apagada magnificencia de sus patrones cromáticos había regresado a su inicial barniz… con intereses. El vello de aspecto pegajoso de la cola se había transformado en gruesas cerdas. No disponía de más de quince centímetros de espacio a su alrededor, y se apretaba débilmente contra los límites de su nido.

— ¿Qué te ha pasado? —siseó Isaac.

Se retiró y observó a la criatura, que agitaba la cabeza ciega. Pensó rápidamente en el número de trozos de mierda que le había dado al gusano. Miró a su alrededor y vio el envoltorio que contenía el resto de la droga, allá donde lo había dejado. El bicho no había salido y se lo había comido. Isaac comprendió que no había modo de que las bolas de droga que había dejado en la jaula contuvieran ni de lejos el número de calorías que el ciempiés había empleado para crecer durante la noche. Aunque hubiera intercambiado gramo a gramo lo que había ingerido, no habría podido alcanzar un incremento de aquella magnitud.

Tenía que sacarlo de la jaula, pues parecía patético, encerrado sin remedio en aquel espacio angosto. Isaac se retiró, un poco asustado y algo asqueado ante la idea de tocar a aquel ser extraordinario. Al final cogió la caja, tambaleándose ante el enorme peso aumentado, y la sostuvo sobre el suelo de una jaula mucho mayor sobrante de sus experimentos, un pequeño aviario de tela de gallinero de metro sesenta de altura, y que contuvo a una pequeña familia de canarios. Abrió el frente de la celda y depositó al grueso gusano sobre el serrín, cerró después a toda prisa y aseguró el pestillo.

Se acercó para contemplar al cautivo realojado.

Ahora parecía mirarlo directamente, y pudo sentir sus infantiles peticiones de desayuno.

—Oye, espérate —le dijo—. Yo ni siquiera he comido todavía.

Se retiró incómodo antes de girarse y dirigirse al salón.

Durante su desayuno, consistente en fruta y pasteles helados, comprendió que los efectos de la mierda onírica desaparecían muy rápido. Podrá ser la peor resaca del mundo, pensó irónico, pero al menos desaparece en menos de una hora. No me extraña que esos malditos adictos repitan.

Desde el otro lado de la estancia, el ciempiés se arrastraba por el suelo de su nueva jaula. Hocicaba desdichado alrededor del polvo, antes de incorporarse de nuevo y agitar la cabeza en dirección al paquete de droga.

Isaac se dio una bofetada.

—Oh, mierda —dijo. Vagas emociones de malestar y curiosidad experimental se combinaban en su cabeza. Era una emoción infantil, como la de los niños y niñas que quemaban insectos con una lupa. Se incorporó y metió una gran cuchara de madera en el envoltorio. Acercó la masa coagulada al ciempiés, que casi bailó de excitación al ver, u oler, o sentir de algún otro modo, la llegada de la mierda onírica. Isaac abrió una pequeña compuerta instalada a tal efecto en la parte trasera de la jaula y volcó las dosis. De inmediato, el ciempiés alzó la cabeza y cayó sobre la mezcla grumosa. Ahora su boca era lo bastante grande como para que su funcionamiento se apreciara con claridad. Abrió las fauces y engulló con voracidad el poderoso narcótico.

—Esa —dijo Isaac— es la jaula más grande en la que te voy a meter, así que tómatelo con calma, ¿eh? —Se alejó para vestirse, sin apartar la mirada de la criatura.

Recogió y olió las diversas prendas tiradas por toda la estancia. Se puso una camisa y unos pantalones que no olían mal y que tenían pocas manchas.

Será mejor que haga una lista de tareas, pensó sombrío. Lo primero, matar a palos a Lucky Gazid. Se acercó a su mesa. El diagrama de la Teoría Unificada de Campos que realizara para Yagharek seguía encima de la pila de papeles. Apretó los labios y lo estudió. Lo recogió y observó pensativo el lugar donde el ciempiés masticaba feliz. Aquella mañana tenía que hacer algo más.

No tiene sentido retrasarlo, pensó reluctante. Es posible que pueda avanzar en lo de Yag y aprender un poco sobre mi nuevo amigo… Lanzó un profundo suspiro y se remangó la camisa. Después, se sentó frente a un espejo para un raro y superficial acicalamiento. Se atusó inexperto el cabello y buscó una camisa más limpia, rezumando resentimiento.


Garabateó una nota a David y Lublamai, y comprobó que su ciempiés gigante estaba bien y que no podía escapar. Después bajó las escaleras y, tras clavar su mensaje en la puerta, salió a un día lleno de afiladas cuchillas de luz. Con un suspiro, se dispuso a encontrar un taxi madrugador que lo llevara a la universidad para visitar al mejor biólogo, filósofo natural y biotaumaturgo que conocía: el odioso Montague Vermishank.

17

Isaac entró en la Universidad de Nueva Crobuzon con una mezcla de nostalgia y malestar. Los edificios del centro habían cambiado poco desde sus tiempos de profesor. Las diversas facultades y departamentos salpicaban Prado del Señor con una arquitectura grandiosa que ensombrecía el resto de la zona.

El cuadrángulo ante el enorme y vetusto edificio de la Facultad de Ciencias estaba cubierto por árboles en flor. Isaac recorrió senderos abiertos por generaciones de estudiantes a través de una helada de pétalos rosas. Subió con premura los peldaños gastados y abrió las grandes puertas.

Mostraba la identificación de la facultad que había expirado siete años atrás, pero no tenía por qué preocuparse. El portero detrás de la mesa era Sedge, un anciano totalmente imbécil que llevaba en la universidad desde mucho antes de que él llegara, y que al parecer no la abandonaría jamás. Saludó a Isaac como siempre hacía en sus irregulares visitas, con un farfullo incoherente de reconocimiento. Isaac le tendió la mano y le preguntó por la familia. Tenía razones para estar agradecido a aquel hombre, ante cuyos ojos había liberado numerosas y caras piezas de equipo de experimentación.

Subió por las escaleras tras superar a los grupos de estudiantes que fumaban, discutían y escribían. A pesar de ser abrumadora la superioridad de varones y humanos, no faltaba el ocasional grupo defensivo de jóvenes xenianos, de mujeres, o de ambos. Algunos estudiantes conducían debates teóricos a un volumen ostentoso. Otros tomaban escuetas notas marginales en sus libros de texto y chupaban sus cigarrillos liados de tabaco pungente. Isaac pasó junto a un grupo que ocupaba el final de un pasillo, practicando lo que acababan de aprender y riendo encantados cuando el diminuto homúnculo creado a partir de un hígado dio cuatro pasos antes de derrumbarse en un cuajo de pulpa palpitante.

El número de estudiantes a su alrededor descendía al recorrer los pasillos y subir las escaleras. Para su irritación y disgusto, descubrió que su pulso se aceleraba al acercarse a su detestable jefe.

Recorrió las salas paneladas de madera y enmoquetadas del ala de administración de la Facultad de Ciencias, y se dirigió hacia el despacho al otro extremo, en cuya puerta rezaba escrito con pan de oro: «Director. Montague Vermishank».

Se detuvo un instante fuera y silbó nervioso. Estaba emocionalmente confuso tratando de mantener la furia y el desagrado de una década detrás de un tono conciliatorio y civilizado. Inspiró profundamente antes de girarse y llamar con los nudillos, abrir la puerta y entrar.

— ¿Qué cree usted…? —gritó el hombre detrás del escritorio, antes de detenerse de golpe al reconocer a Isaac—. Ah — dijo tras un largo silencio—. Por supuesto, Isaac. Siéntate.

Isaac obedeció.

Montague Vermishank estaba dando cuenta de su almuerzo, con el rostro macilento y los hombros inclinados sobre la enorme mesa. Tras él había una pequeña ventana. Isaac sabía que daba al exterior, a las amplias avenidas y las grandes casas de Mafatón y Chnum, pero la luz quedaba ahogada por una pesada cortina.

Vermishank no era obeso, pero estaba cubierto por completo por una capa de exceso, un pellejo de carne muerta, como un cadáver. Vestía un traje demasiado pequeño para él, y su necrótica piel blanquecina rezumaba bajo las mangas. El cabello fino estaba peinado y arreglado con neurótico fervor. Bebía una crema grumosa, en la que mojaba pan de vez en cuando; chupaba la masa resultante sin morderla, preocupado por que el pan babeado y rezumante de amarillo no cayera sobre el escritorio. Sus ojos incoloros se clavaron en Isaac.

Este lo observó inquieto y se sintió agradecido por su tamaño y por su piel, del color de la madera ardiendo.

— Te iba a gritar por no llamar a la puerta o por no pedir cita, pero entonces vi que eras tú. Por supuesto. Las reglas normales no se aplican. ¿Qué tal estás, Isaac? ¿Buscas dinero? ¿Necesitas algún trabajo de investigación? —preguntó con su susurro flemoso.

—No, no, nada de eso. En realidad no me va mal —respondió Isaac con bonhomía reprimida—. ¿Qué tal el trabajo?

—Ah, muy bien, muy bien. Estoy preparando un artículo sobre bioignición. He aislado el elemento pirótico de las abejas de fuego. —Se produjo un largo silencio—. Muy emocionante —susurró Vermishank.

—Eso parece, eso parece —replicó Isaac. Se miraron. A Isaac no se le ocurría ninguna otra conversación superficial. Despreciaba y respetaba a Vermishank. Era una combinación insoportable.

—Así que… bueno… —comenzó Isaac—. Para ser franco, he venido para pedir tu ayuda.

—Oh, no.

—Sí… Mira, estoy trabajando en algo que se aparta un poco de mi campo… Ya sabes que soy más teórico que práctico.

— Sí… —la voz de Vermishank destilaba ironía indiscriminada.

Rata de mierda, pensó Isaac. Esa te la paso gratis…

—Bueno —siguió lentamente—. Bueno, esto es… Quiero decir que podría ser, aunque lo dudo… un problema de biotaumaturgia. Quería preguntarte tu opinión profesional.

—Aja.

— Sí. Lo que quiero saber es: ¿puede alguien ser reconstruido para volar?

—Oooh. —Vermishank se recostó y se limpió la crema de la boca con un trozo de pan. Ahora lucía un mostacho de migas. Palmeó frente a él y retorció los dedos gruesos—. Así que volar…

Su voz tomó un aire de excitación del que antes carecía su tono frío. Podría querer aguijonear a Isaac con su desprecio, pero no podía evitar entusiasmarse con los problemas científicos.

— Sí. Quería saber si se ha hecho antes.

—Sí… se ha hecho… —Vermishank asintió lentamente sin apartar los ojos de Isaac, que se incorporó en su silla y sacó una libreta del bolsillo.

— ¿De verdad?

La mirada de Vermishank se desenfocó al concentrarse más.

— Sí… ¿Por qué, Isaac? ¿Te ha pedido alguien que le permitas volar?

—En realidad no puedo… divulgarlo.

—Por supuesto, Isaac. Por supuesto. Porque eres un profesional. Y por ello te respeto. —Sonrió cruel a su invitado.

— Y… ¿cuáles son los detalles? —aventuró Isaac, vigilando sus dientes antes de hablar para controlar su indignación. Que te follen, cerdo manipulador y condescendiente, pensó con furia.

—Oh oh. Bueno… —Isaac se retorció de impaciencia mientras Vermishank alzaba pensativo la cabeza para recordar—. Hubo un gran biofilósofo, años atrás, al final del siglo pasado. Calligine, se llamaba. Se rehizo. —Vermishank sonrió con crueldad y deleite y sacudió la cabeza—. Fue una auténtica locura, pero pareció funcionar. Eran unas enormes alas mecánicas que se desplegaban como abanicos. Escribió un panfleto al respecto. —Miró por encima de su hombro grueso y observó vagamente los estantes de volúmenes que cubrían las pareces. Hizo un gesto con la mano que podía señalar cualquier cosa, salvo la localización del texto de Calligine—. ¿No conoces el resto? ¿No has oído la canción? —Isaac entrecerró los ojos, confundido. Para su desgracia, Vermishank cantó algunos compases con una aflautada voz de tenor—. Y Calli voló a los cielos/con sus alas y un sombrero/Y así marchó una mañana/ tras despedir a su amada/Y se largó hacia el oeste/ Desapareciendo en la tierra de la horrible hueste…

— ¡Claro, la he oído! —dijo Isaac—. Nunca pensé que se tratara de alguien de verdad…

—Bueno, nunca estudiaste Biotaumaturgia Básica, ¿no? Recuerdo que cursaste dos años del nivel intermedio, mucho después. Te perdiste mi primera clase. Esa es la historia que uso para animar a nuestros hastiados y jóvenes buscadores del saber por la senda de la ciencia noble. —Vermishank hablaba con un tono totalmente muerto. Isaac notaba cómo su desagrado retornaba con nuevos bríos—. Calligine despareció —siguió el profesor—. Se marchó volando hacia el suroeste, hacia la Mancha Cacotópica. Nunca se le volvió a ver.

Se produjo otro largo silencio.

—Eh… ¿es esa toda la historia? —preguntó Isaac—. ¿Cómo le implantaron las alas? ¿Guardó notas experimentales? ¿Cómo fue la reconstrucción?

—Oh, horrendamente difícil, imagino. Lo más probable es que Calligine experimentara con algunos sujetos antes de lograr sus objetivos… —Vermishank sonrió—. Probablemente pidiera algunos favores al alcalde Mantagony. Sospecho que algunos criminales condenados a muerte disfrutaron de algunas semanas más de vida de las que esperaban. Desde luego, nada de eso se hizo público, pero tiene sentido, ¿no crees? Que hicieran falta algunos intentos antes de obtener resultados. Es decir, tienes que conectar el mecanismo a los huesos y los músculos y yo qué sé a qué más, que a saber para qué servirá…

—Pero, ¿y si los músculos y los huesos supieran lo que están haciendo? ¿Y si habláramos de un… de un draco, o algo así, al que le hubieran cortado las alas? ¿Sería posible reemplazarlas?

Vermishank observó pasivo a Isaac, sin mover la cabeza o los ojos.

—Ja… —dijo débilmente, de forma casual—. Crees que eso sería más sencillo, ¿no? Así es, en teoría, pero en la práctica es aún más difícil. He hecho algo así con pájaros y… bueno, con cosas aladas. Para empezar, Isaac, en teoría es perfectamente posible. En teoría, no hay casi nada que no pueda lograrse mediante la reconstrucción. Todo es cuestión de empalmar bien las cosas, y de moldear un poco la carne. Pero el vuelo presenta una extraordinaria dificultad porque tienes que contar con toda clase de variables que tienen que funcionar a la perfección. Mira, Isaac, puedes rehacer a un perro, injertarle una pata serrada o modelarla con un hechizo de arcilla, y el animal se quedará tan contento. No será muy estético, pero andará. Con las alas no puedes hacer eso. Las alas tienen que ser perfectas o no servirán. Es más difícil enseñar a músculos que creen saber cómo volar a hacerlo de otro modo distinto, que enseñar a otros que no tienen ni idea. Los hombros de tu pájaro, o lo que sea que tengas, se confunden con estas alas que no tienen la forma exacta, o el mismo tamaño, o que se basan en aerodinámicas distintas, y terminan impedidos, aun asumiendo que lo conectes todo bien. Así, Isaac, que supongo que la respuesta es que sí, puede hacerse. Este «draco», o lo que sea, puede ser reconstruido para volar de nuevo. Pero no es probable. Es demasiado difícil. No hay biotaumaturgo ni reconstructor que pueda prometer un resultado. O te marchas a encontrar a Calligine y le convences para que te ayude —siseó Vermishank a modo de conclusión— o yo no me arriesgaría.

Isaac terminó de tomar notas y cerró la libreta.

—Gracias, Vermishank. Yo… esperaba que dijeras eso. Esa es tu opinión profesional, ¿no? Bueno, pues tendré que investigar mi otra línea de trabajo, una que no aprobarías en absoluto… —sus ojos se abrieron como los de un chico travieso.

Vermishank asintió lentamente y una sonrisilla enfermiza creció y murió en su boca como un hongo.

—Ja —dijo débilmente.

— Muy bien, entonces. Gracias por tu tiempo, de verdad… —Isaac se puso nervioso al levantarse para marchar—. Lamento la prisa…

—No te preocupes. ¿Necesitas alguna otra opinión?

—Bueno… —Isaac se detuvo con el brazo a medio meter en la chaqueta—. Bueno, ¿has oído hablar de algo llamado mierda onírica?

Vermishank enarcó una ceja. Se reclinó contra la silla y se mordió el pulgar, mirando a Isaac con los ojos entrecerrados.

—Esto es una universidad, Isaac. ¿Crees que una nueva y excitante sustancia ilícita iba a barrer la ciudad sin que ninguno de nuestros estudiantes se sintiera tentado? Claro que he oído hablar de ella. Hace menos de medio año tuvimos la primera expulsión por tráfico de drogas. Un nuevo y brillante psiconómero, de asombrosa capacidad teórica de persuasión. Isaac, Isaac… a pesar de todas tus muchas… eh… indiscreciones… —una pequeña sonrisa afectada trató sin convencer de borrar el insulto inherente—, nunca te hubiera tenido por un… por un catador de drogas.

—No, Vermishank, no lo soy. No obstante, viviendo y operando en el cenagal de corrupción que he escogido, rodeado por bellacos y viles degenerados, tiendo a enfrentarme a cosas como las drogas en las diversas y sórdidas orgías a las que acudo. —Isaac se regañó por perder la paciencia en el mismo momento en que decidía que no había nada más que ganar mediante la diplomacia. Habló alto y sarcástico, disfrutando de su furia—. Lo que pasa es que uno de mis desagradables amigos estaba empleando esta extraña droga, y quería saber más sobre ella. Es evidente que no debería haberle preguntado a alguien de tan altas miras.

Vermishank reía en silencio, sin abrir la boca. Su rostro parecía tallado con aquella sonrisa agriada, con los ojos clavados en Isaac. La única señal de que se reía era el leve movimiento de sus hombros y su ligero mecer adelante y atrás.

—Ja —dijo al fin—. Te veo resquemado, Isaac. —Negó con la cabeza. Isaac se tanteó los bolsillos y abotonó la chaqueta, haciendo ver que estaba dispuesto para irse, negándose a sentirse estúpido. Se giró y se encaminó hacia la puerta, debatiendo los méritos de una frase de despedida.

Vermishank eligió por él.

—Sueños… Ah, esa sustancia no cae precisamente en mi área, Isaac. La farmacología es un campo de la biología algo anticuado. Estoy seguro de que alguno de tus viejos colegas podría decirte más. Buena suerte.


Isaac había optado por no decir nada. No obstante, se despidió con un movimiento pusilánime que él consideró despectivo, pero que podría pasar tanto por gratitud como por una despedida. Cobarde de mierda, se martirizó. Pero no había modo de evitarlo: Vermishank era un poderoso repositorio de conocimientos. Isaac sabía que haría falta mucho para comportarse de forma impenitentemente desagradable con su antiguo jefe. Tenía demasiada experiencia como para cerrarle la puerta de golpe.

De modo que se perdonó su represalia a medias y sonrió por su torpe reacción ante aquel hombre miserable. Al fin había descubierto lo que quería cuando acudió allí. La reconstrucción no era una opción para Yagharek. Se sintió complacido, y era lo bastante honrado como para reconocer lo ignominioso de sus motivos. Su propia investigación se había visto revigorizada por el problema del vuelo, y si la prosaica escultura corporal de la biotaumaturgia aplicada hubiera vencido a la teoría de la crisis, su trabajo se hubiera visto paralizado. No quería perder aquel nuevo impulso.

Yag, viejo, es como yo pensé. Soy tu mejor oportunidad, y tú la mía.


Antes de la ciudad hubo canales que se abrían paso por las formaciones de roca como colmillos de silicato, y campos de maíz en la tierra delgada. Y antes de la vegetación hubo días de piedra resplandeciente. Retorcidos tumores graníticos que habían descansado en el vientre de la tierra desde su parto vieron su piel de humus desollada por el aire y el agua en unos meros diez mil años. Eran feos y aterradores, como siempre son las entrañas, los promontorios rocosos, los peñascos.

Recorrí la senda del río sin bautizar entre las duras colinas escarpadas; en días se convertiría en el Alquitrán. Podía verlas gélidas cumbres de las montañas de verdad, kilómetros al oeste, colosos de roca y nieve que se encabritaban imperiosos sobre las puntas de los conos de desmoronamiento y el liquen, al volcarse esas cumbres menores sobre mí.

A veces pensaba que las rocas adoptaban la forma de figuras amenazadoras, con garras y colmillos y cabezas como garrotes o manos. Gigantes petrificados; inmóviles deidades de piedra; errores del observador o azarosas esculturas eólicas.

Fui visto. Las cabras y ovejas vertían su desprecio sobre mi tambaleo. Los pájaros de presa chillaban su desgaire. A veces pasé junto a pastores que me miraban suspicaces, rudos.


Por la noche había formas aún más oscuras. Bajo las aguas hay vigilantes mucho más fríos.

Los dientes de roca rompían la tierra tan lenta y tímidamente que caminé por aquel valle excavado durante varias horas antes de saberlo. Antes de todo ello hubo días y días de pradera y matorral.

La tierra era más cómoda para mis pies, y el cielo inmenso más indulgente para mis ojos. Pero no me engañarían. No sería seducido. No era el cielo del desierto. Era un imitador, un sucedáneo que trataba de engañarme. La vegetación reseca me golpeaba con cada ráfaga de viento, mucho más exuberante que mi hogar. A lo lejos estaba el bosque que sabía que se extendía al norte, hasta los límites de Nueva Crobuzon, hacia el este hasta el mar. En lugares secretos de su frondosa vegetación se arracimaban vastas, oscuras, ignotas máquinas, pistones y engranajes, trompas de hierro entre el verdor, oxidando las cortezas.

No me acerqué a ellas.

A mi espalda, donde el río se bifurcaba, había cenagales, una especie de estuario interior sin objetivo con vagas promesas de disolverse en el mar. Allí permanecí en las chozas elevadas de los zancudos, esa raza callada y devota. Me alimentaron y me cantaron nanas. Cacé con ellos, empalando caimanes y anacondas. Fue en los pantanos donde perdí mi hoja, rota en la carne de algún terrible predador que saltó de repente sobre mí desde el fango y los juncos enlodados. Luchaba y gañía como una tetera en el fuego y desapareció en el limo. No sé si murió.

Antes del cenagal y el río hubo días de pastos y laderas resecas, que según me dijeron estaban cuajadas de bandidos rehechos huidos de la justicia. No vi ninguno.

Hubo aldeas que me sobornaron con carne y ropas, suplicándome interceder por ellos ante sus dioses de la cosecha. Hubo aldeas que me impidieron la entrada con picas y rifles y bocinas insoportables. Compartí la hierba con rebaños y en ocasiones con jinetes, con pájaros a los que consideraba primos y con animales que creía mitos.

Dormí solo, oculto entre los pliegues de piedra y vegetación, o en vivaques preparados cuando olía lluvia. Cuatro veces fui investigado mientras dormía, quedando como prueba la huella de pezuñas y el olor a hierbas, sudor o carne.

En aquellas grandes lomas fue donde mi furia y mi desdicha trocaron su forma.

Caminé con insectos templados que investigaban mi olor extraño y trataron de lamer mi sudor, de catar mi sangre, de polinizar los puntos de color de mi capa. Vi gruesos mamíferos entre aquel maduro verdor. Cogí flores que no había visto en los libros, capullos de largo tallo y colores tan sutiles que parecían vistos a través del humo. No podía respirar por el olor de los árboles. El cielo era rico en nubes.

Caminé, una criatura del desierto en aquella tierra fértil. Me sentía áspero y polvoriento.

Un día comprendí que ya no soñaba con lo que haría cuando al fin estuviera otra vez completo. Mi voluntad ardía hasta ese punto, pero entonces se volatilizaba en la nada. Me había convertido en mero deseo de volar. De algún modo, había cambiado. Había evolucionado en aquella región alienígena, recorriendo mi estúpido camino hacia el lugar donde se congregaban los cien tíficos y reconstructores del mundo. El medio se había convertido en el fin. Si recuperaba mis alas me convertiría en alguien nuevo, sin el deseo que me definía.

Vi en aquella húmeda primavera, mientras vagaba sin fin hacia el norte, que no buscaba satisfacción, sino disolución. Pasaría mi cuerpo a recién nacido y descansaría.


Cuando salí de aquellas colinas y llanuras me había convertido en una criatura mucho más dura. Dejé Myrshock, donde había llegado mi nave, sin pasar allí una sola noche. Es una fea ciudad portuaria con los suficientes de mi raza como para sentirme oprimido.

Me apresuré a través de la urbe en búsqueda de suministros y confirmación de que iba bien encaminado hacia Nueva Crobuzon. Compré crema fría para mi espalda rota y supurante, y encontré a un doctor lo bastante honrado como para admitir que no encontraría en Myrshock a nadie capaz de ayudarme. Le di mi látigo a un mercader que me dejó ir en su carro durante ochenta kilómetros, hacia los valles. No aceptó mi oro, solo mis armas.

Estaba ansioso por dejar el mar detrás. El mar fue un interludio. Cuatro días en un lento y oleoso barco de ruedas, arrastrándonos por el Mar Escaso mientras yo permanecía abajo, sabiendo solo por el vaivén y el sonido del agua que estábamos navegando. No podía pasear por la cubierta. Me sentiría más confinado en el exterior, bajo aquel infinito cielo oceánico, que en cualquiera de los sofocantes días dentro de aquel hediondo camarote. Me escondí de las gaviotas, de los pigargos y de los albatros. Permanecí cerca del piélago, tras la puerta cerrada, detrás de los enterados.

Y ante las aguas, cuando yo aún ardía por la furia, cuando mis cicatrices seguían sangrando, se alzaba Shankell, la ciudad de los cactos. La ciudad de los muchos nombres. La Joya del Sol. Oasis. Borridor. Salado. La Ciudadela Sacacorchos. El Solarium. Shankell, donde luché y luché en los pozos de carne y las celdas de ganchos, arrancando la piel y viendo la mía arrancada, ganando más de lo que perdía, vagando por la noche como un gallo de pelea y atesorando monedas durante el día. Hasta que combatía aquel príncipe bárbaro que quería hacerse un yelmo con mi cráneo de garuda y vencí, contra todo pronóstico, aunque yo mismo terminara sangrando más allá de lo que parecía posible. Sujetando los intestinos con una mano, le arranqué la garganta con la otra. Gané su oro y a sus seguidores, a los que liberé. Pagué mi recuperación y compré un pasaje en un barco mercante.

Recorrí todo el continente para volver a estar entero.

El desierto vino conmigo.

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