La faz de las Aguas Robert Silverberg

A Charlie Brown, el foco del CENTRO…

y probablemente también con relación al tiempo.


Y la tierra estaba desordenada y sin forma, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

GÉNESIS 1.2


El océano no tiene compasión, ni fidelidad, ni ley, ni memoria. Su inconstancia sólo puede ser obligada a la lealtad para con los propósitos del hombre mediante la resolución intrépida y la vigilancia insomne, en armas y celosa, en la cual, tal vez, existe siempre más odio que amor.

JOSEPH CONRAD, El espejo del mar

Había azul en lo alto y un azul diferente debajo, dos inmensos vacíos inaccesibles, y las naves parecía estar casi flotando suspendidas entre un vacío azul y el otro, sin tocar a ninguno de los dos, perfectamente calmas. Pero en realidad estaban sobre el agua, el medio al que pertenecían, y no por encima de ella, y avanzaban en forma constante. Llevaban ya cuatro días y cuatro noches alejándose sin parar de Sorve, navegando siempre hacia las lejanías del mar sin caminos.

A tempranas horas de la mañana del quinto día, Valben Lawler subió a la cubierta de la nave capitana. Cientos de hocicos largos y plateados asomaban del agua por todas partes. Aquello era algo nuevo. También el clima había cambiado: el viento había amainado y el mar estaba apacible, aunque no exactamente calmo, sino de una manera particularmente eléctrica, potencialmente explosiva. Las velas estaban flojas, las cuerdas pendían laxas. Una fina y nítida línea de niebla cortaba el cielo como un invasor proveniente de otra parte del mundo.

Lawler, alto y esbelto, de mediana edad y constitución y gracia atléticas, les sonrió a las criaturas que se hallaban en el agua. Eran tan feas que casi resultaban encantadoras. Siniestros brutos, pensó equivocadamente. Siniestros, sí; brutos, no. Había un escalofriante destello de inteligencia en sus desagradables ojos color escarlata. Una especie inteligente más, en aquel mundo que albergaba a tantas. Eran siniestros precisamente porque no eran brutos; y tenían un aspecto muy peligroso: esas cabezas estrechas, esos cuellos tubulares estirados. Parecían enormes gusanos metálicos que asomaban fuera del agua. Esas fauces, obviamente diestras; esos dientes pequeños y agudos como los de una sierra, hileras de ellos brillando al sol. Tenían un aspecto tan total e inequívocamente malévolo que uno no podía hacer más que admirarlos.

Lawler jugó durante un momento con la idea de saltar por encima de la borda y chapotear entre ellos. Se preguntó cuánto tiempo podría durar si hacía eso: cinco segundos era lo más probable. Y luego la paz, la paz eterna.

Era una idea bella y perversa, una pequeña y breve fantasía suicida. Pero, claro está, no lo pensaba seriamente. Lawler no pertenecía al tipo suicida —o ya lo hubiera llevado a cabo mucho tiempo antes—, y de todas formas en aquel momento estaba químicamente aislado contra la depresión, la ansiedad y otras desagradables cosas por el estilo. Cuánto agradecía ahora el pequeño trago de tintura de alga insensibilizadora que había tomado al levantarse. Aquella droga le proporcionaba, al menos durante algunas horas, una fina chaqueta impermeable de calma que le permitía mirar a los ojos a un grupo de monstruos dientudos como aquéllos, y sonreír. Ser un médico —ser el médico, el único de la comunidad— reportaba ciertas ventajas.

Lawler advirtió junto al trinquete la presencia de Sundria Thane, inclinada por encima de la barandilla de borda. Al contrario que Lawler, la mujer larguirucha de cabellos oscuros era una experimentada viajera oceánica; había realizado muchos viajes interesantes que incluso la habían obligado a atravesar grandes distancias. Ella conocía el mar; él estaba fuera de su elemento.

—¿Has visto antes cosas como ésas? —le preguntó él.

Ella levantó los ojos.

—Son drakkens. Unos bichos muy feos, ¿no crees? Inteligentes y rápidos. Te tragarían entero si les dieras oportunidad. Es una suerte para nosotros que estemos aquí arriba y no ahí abajo.

—Drakkens —repitió Lawler—. Nunca había oído hablar de ellos.

—Son septentrionales. No se los ve a menudo en aguas tropicales, ni en este mar en particular. Supongo que querían tomarse unas vacaciones.

Los hocicos dientudos, tan largos como la mitad de un brazo, se erguían como un bosque de espadas en la superficie del agua. Lawler tuvo atisbos de sus costilludos cuerpos más abajo, brillando como metal bruñido, colgando en las profundidades. Ocasionalmente, la cola horizontal o una de sus poderosas garras palmeadas asomaba al exterior. Los ojos —del rojo de las llamas— le devolvían la mirada con inquietante intensidad. Las criaturas hablaban entre ellas con tonos agudos y vocingleros, un conjunto de gritos cortos, agudos y duros, un sonido como el que produciría un machete al golpear contra un yunque.

Gabe Kinverson apareció de pronto y se acercó a la barandilla de cubierta, ocupando el sitio que quedaba entre Lawler y Thane. Kinverson, moreno e inmenso, con un rostro franco y curtido por el viento, llevaba consigo las herramientas de su oficio: sedal, un montón de anzuelos y una caña de pescar de madera de fuco.

—Drakkens —musitó—. Vaya unos bastardos. Una vez regresaba con un leopardo marino de diez metros atado a mi barca, y cinco drakkens se lo comieron justo debajo de mis narices. No hubo nada que yo pudiera hacer.

Kinverson cogió un perno de madera roto y lo arrojó al agua. Los drakkens convergieron en el mismo punto y se lanzaron hacia ella como si se tratara de un cebo, saliendo fuera del agua hasta las aletas mientras le tiraban mordiscos y lanzaban furiosos gritos. Luego la dejaron hundirse hasta desaparecer.

—No pueden saltar a bordo, ¿verdad? —preguntó Lawler.

Kinverson se echó a reír.

—No, doctor. No pueden subir a bordo; y eso es una suerte para nosotros.

Los drakkens —puede que hubiera unos trescientos de ellos— nadaron junto a los barcos durante un par de horas, manteniendo el ritmo con facilidad mientras hendían el aire con sus perversos hocicos, con su constante corriente de comentarios. Pero se marcharon a media mañana; abruptamente se deslizaron al interior de las aguas, todos al mismo tiempo, y no volvieron a aparecer.

Poco tiempo después se levantó el viento. La tripulación de guardia aquel día se movía diligentemente por la arboladura. A lo lejos, hacia el norte, una pequeña formación negra de tormenta y lluvia se condensó en forma de fina capa de aspecto sucio, y dejó caer una oscura cortina de precipitación que parecía no llegar del todo al agua. En las vecindades de los barcos el aire permanecía claro y seco, aunque tenía algo de crujiente.

Lawler se retiró bajo cubierta. Allí tenía trabajo aguardándolo, aunque nada demasiado importante. Neyana Golghoz tenía una ampolla en la rodilla; Leo Martello presentaba quemaduras de sol en los hombros; el padre Quillan se había magullado un codo al caerse de la litera. Cuando hubo acabado con todo eso, llevó a cabo las habituales llamadas por radio a las otras naves para ver si había surgido algún problema de tipo médico. Por fin, alrededor de mediodía se dirigió a cubierta para respirar un poco. Nid Delagard, el dueño de la flota y líder de la expedición, estaba conferenciando con Gospo Struvin, capitán de la nave, justo fuera de la cabina del timón. Las carcajadas de ambos recorrían la totalidad del barco. Ambos eran de la misma clase: hombres rechonchos y de cuello grueso, testarudos e impíos, llenos de estridente energía.

—Eh, ¿has visto esta mañana a los drakkens, doctor? —le preguntó a los gritos Struvin—. Encantadores, ¿no te parece?

—Muy bonitos, sí. ¿Qué querían de nosotros?

—Inspeccionarnos, supongo. No se puede andar por el océano sin que una u otra cosa venga a curiosear. Recibiremos la visita de muchas otras formas de vida salvaje por el camino. Mira allí, doctor, a estribor.

Lawler siguió la dirección que señalaba la mano del capitán. La forma hinchada y vagamente esférica de alguna inmensa criatura era visible justo por debajo de la superficie. Era como una luna que hubiera caído del cielo, verdosa, enorme y toda llena de agujeritos. Pasado un momento, Lawler advirtió que los agujeritos eran en realidad aberturas bucales emplazadas muy cerca unas de otras por toda la superficie de la esfera, que se abrían y cerraban incansablemente. Un centenar de bocas que engullían constantemente. Un millar, tal vez. Una miríada de largas lenguas rosáceas entraban y salían activamente como látigos que azotaran el agua. Aquella cosa no era más que bocas, una gigantesca máquina de comer flotante.

Lawler la miró con desagrado.

—¿Qué es eso?

Pero ni Struvin ni Delagard fueron capaces de darle un nombre. No era más que un anónimo habitante del mar: horrible, monstruoso, el típico espanto flotante tamaño de lujo, que se acercaba a ver si aquel pequeño convoy ofrecía algo digno de ingerir. Se alejó deslizándose por el agua, aun masticando constantemente.

Unos veinte minutos más tarde, los barcos entraron en una zona plagada de medusas rayadas de colores verde y anaranjado. Eran unos brillantes paraguas blandos y delicados, del tamaño de la cabeza de un hombre; de ellos colgaban cascadas de serpenteantes hebras de carne, gruesas como un dedo y aparentemente de varios metros de largo. Las medusas tenían un aspecto vagamente benigno, incluso bufonesco, pero la superficie del mar que las rodeaba desprendía vapores y borboteaba como si de ellas se desprendiera algún tipo de ácido. El agua estaba tan poblada de ellas que se iban directamente contra el casco de la nave, chocaban contra él, se estrellaban contra las algas que tenía adheridas y rebotaban con suspirantes protestas.

Delagard bostezó y desapareció por la escotilla de popa. Lawler, de pie junto a la borda, miraba con asombro la cantidad de medusas que se movían debajo de él. Se estremecían como una masa de turgentes senos. Estaban tan cerca que casi podía inclinarse y sacar una del agua. Gospo Struvin, que pasó junto a él en dirección hacia el otro extremo del barco, dijo de repente:

—Eh, ¿quién ha dejado aquí esta red? ¿Has sido tú, Neyana?

—Yo no —respondió Neyana Golghoz, sin molestarse siquiera en levantar los ojos. Estaba un poco más a proa, ocupada en pasar el lampazo por la cubierta—. Habla con Kinverson; él es el de las redes.

La red era un intrincado tejido de fibras amarillas que yacía en descuidado montón húmedo junto a la baranda. Struvin le propinó un puntapié como si no se tratara más que de basura. Luego masculló una maldición y volvió a patearla. Lawler le dirigió una mirada y vio que la red se había enredado en una de las botas de Struvin, quien se apoyaba ahora sobre su pierna libre y pateaba repetidamente, como si quisiera librarse de algo pegajoso y muy persistente.

—Eh…—exclamó Struvin—. ¡Eh!

De pronto, una parte de la red estuvo a mitad del muslo del hombre, y se enroscó apretadamente en torno de él. El resto se había deslizado hasta la barandilla y comenzaba a trepar por encima en dirección al agua.

—¡Doctor! —aulló Struvin.

Lawler corrió hacia él con Neyana justo detrás, pero la red se movió a una velocidad inverosímil. Ya no era un enredado montón de hilos fibrosos, sino que se había estirado revelándose como una manta llena de agujeros de unos tres metros de largo, que estaba atrayendo con rapidez a Struvin para arrastrarlo por encima de la borda. El capitán, que pateaba, chillaba y luchaba, colgaba en equilibrio por encima de la barandilla. Una de sus piernas era presa de la red, y él intentaba aferrarse a la regala con la otra para no caer al agua; pero la criatura parecía bastante decidida a desgarrarlo por la entrepierna si él continuaba resistiéndose. Struvin tenía los ojos prácticamente fuera de las órbitas; miraban con pasmo, horror, incredulidad.

—¡Quitadme esto de encima! —chilló Struvin—. ¡Jesús! Doctor… por favor, doctor…

Lawler arremetió contra la parte de la red que tenía más cerca y se aferró a ella. Sus manos se cerraron sobre aquella cosa e instantáneamente sintió una sensación ferozmente lacerante, como si algún tipo de ácido cáustico le hubiera carcomido la carne hasta el hueso. Intentó soltarla, pero era imposible. Tenía la piel pegada a aquello. Struvin estaba ya colgando al otro lado: sólo su cabeza y sus hombros quedaban a la vista, además de sus manos desesperadamente aferradas. Pidió socorro una vez más con un grito ronco y horripilante.

Lawler, obligándose a no hacer caso del dolor, se echó un extremo de la red por encima del hombro y tiró de ella en dirección al centro de la cubierta con la esperanza de traer de vuelta a Struvin con ella. El esfuerzo necesario era tremendo, pero él estaba alimentado por energías misteriosas que se alzaban bajo la tensión, proviniendo de alguna parte que él mismo desconocía. La cosa le estaba abrasando la piel de las manos, y podía sentir su cauterizante toque en la espalda, el cuello y el hombro a través de la camisa. Hijo de puta, pensó. Hijo de puta. Se mordió con fuerza el labio y dio un paso, otro, otro más, tirando del peso de Struvin y contra la resistencia que oponía la criatura rediforme. Se había deslizado ya muy abajo por el casco del barco y se dirigía resueltamente hacia el agua.

Algo comenzaba a hacer ruido en el centro de la espalda de Lawler, donde los músculos excesivamente tirantes saltaban y se estremecían; pero parecía estar consiguiendo su propósito de arrastrar la red de vuelta a bordo. Struvin estaba ya casi encima de la regala.

Y entonces la red se rompió…, o más probablemente se dividió por decisión propia. Lawler oyó un terrible alarido, y al volver la cabeza vio que Struvin caía de espaldas por encima de la borda y se precipitaba al mar del que se desprendían vapor y borbotones. El agua comenzó a agitarse inmediatamente alrededor de él. Lawler vio movimiento justo por debajo de la superficie, cosas blandas y temblorosas que se acercaban como dardos desde todas las direcciones. Las medusas habían perdido su aspecto benigno y bufonesco.

La otra mitad de la red permaneció en la cubierta y comenzó a envolverse en torno a las muñecas y manos de Lawler. Se halló luchando con una feroz criatura que se retorcía y culebreaba, y se adhería a él la tocara por donde la tocase. Se arrodilló y aplastó a la red contra la cubierta una vez y otra vez y otra más. Estaba formada por un material flexible y resistente como el cartílago. Con ese castigo pareció debilitarse un poco, pero Lawler no consiguió quitársela de encima y la quemazón estaba haciéndose insoportable.

Kinverson subió corriendo y pisó la cosa rediforme con el tacón de la bota, inmovilizándola; Neyana la golpeó en el centro con el mocho; y luego Pilya Braun, que apareció de pronto, se puso a horcajadas sobre Lawler y sacó un hacha de hueso que llevaba en una vaina a la altura de la cadera. Se puso a cortar con furia las tramas gomosas que se estremecían. De la red manó una sangre brillante de aspecto metálico y color azul oscuro, y los hilos de la criatura se rizaron para evitar la afilada hoja. En un momento Pilya acabó de cortar la parte que estaba adherida a las manos de Lawler y él pudo ponerse de pie. Evidentemente, el trozo era demasiado pequeño como para sustentar vida; se marchitó y encogió en sus dedos, y él pudo arrojarlo a un lado. Kinverson aún tenía el otro trozo bajo la bota, el trozo que había quedado a bordo después de que Struvin fuera arrastrado por encima de la regala.

En medio de su aturdimiento, Lawler se lanzó hacia la barandilla con alguna vaga intención de arrojarse al mar y rescatar a Struvin, pero Kinverson pareció comprender cuál era su intención. Tendió un largo brazo en dirección a él, lo aferró por un hombro y lo atrajo hacia sí.

—No seas loco —le dijo—. Sólo Dios sabe qué hay ahí abajo esperándote.

Lawler asintió con incertidumbre. Se apartó de la barandilla y se miró los dedos abrasados. En la piel le destacaba perfectamente una brillante red de líneas impresas sobre ella. El dolor era terrible. Pensó que las manos iban a estallarle. Todo el incidente había durado quizás un minuto y medio.

Delagard salió entonces por la escotilla y corrió hacia ellos con aspecto de estar enojado y molesto.

—¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Por qué todos esos alaridos y gritos? —hizo una pausa y adquirió una expresión de pasmo—. ¿Dónde está Gospo?

Lawler, con la garganta seca y el corazón saltándole en el pecho, apenas podía hablar. Señaló en dirección a la regala con un gesto de la cabeza.

—¿Por encima de la borda? —dijo Delagard con incredulidad—. ¿Ha caído al mar?

Corrió hasta la barandilla y miró hacia el agua. Lawler se le acercó y se detuvo a su lado. Allí abajo todo estaba en calma. Las hordas de medusas que antes se apiñaban, habían desaparecido. Las aguas estaban oscuras, lisas, silenciosas. No había rastro alguno de Struvin ni de la criatura rediforme que se lo había llevado.

—No se cayó —dijo Kinverson—. Lo arrastraron. La otra mitad de esta cosa se lo llevó.

Señaló los restos rotos y aplastados de la parte de red que había pisoteado. Ahora no era más que una mancha verdosa sobre la madera amarilla de la cubierta.

—Era igual que una red vieja —dijo Lawler con voz ronca—; ése era el aspecto que tenía. Estaba aquí, sobre la cubierta, hecha un ovillo. Esas medusas deben de haberla enviado aquí arriba para que cazara para ellas. Struvin la pateó y esa cosa le agarró por una pierna y…

—¿Qué? ¿Qué clase de mentira es ésa? —Delagard volvió a mirar al agua, luego las manos de Lawler y la mancha que había sobre la cubierta—. ¿Habláis en serio? ¿Una cosa que parecía una red subió desde el mar y se apoderó de Gospo?

Lawler asintió.

—No puede ser. Alguien tiene que haberle empujado por la borda. ¿Quién lo hizo? ¿Tú, Lawler? ¿Kinverson?

Delagard parpadeó, como si la imposibilidad de lo que acababa de decir fuera obvia incluso para él. Luego miró de cerca a Lawler y Kinverson y repitió:

—¿Una red? ¿Una red viva subió hasta aquí desde el mar y se apoderó de Gospo?

Lawler asintió nuevamente con un mero movimiento de cabeza. Abrió y cerró lentamente las manos. El escozor estaba disminuyendo gradualmente, pero sabía que lo sentiría durante horas. Estaba completamente entumecido, aturdido, descompuesto. Aquella escena de pesadilla se le presentaba una y otra vez dentro de la cabeza: Struvin advertía la presencia de la red, la pateaba, se enredaba en ella, y la red comenzaba a deslizarse por encima de la barandilla mientras arrastraba a Struvin consigo…

—No —murmuró Delagard—. Jesús, no puedo creer esa jodida historia —meneó la cabeza y espió atentamente las tranquilas aguas—. ¡Gospo! —gritó— Gospo…. —no llegó respuesta alguna desde allá abajo—. ¡Mierda! Llevamos cinco días en el mar y ya ha desaparecido alguien. ¿Podéis imaginároslo?

Se apartó de la barandilla en el mismo momento en el que comenzó a llegar el resto de la tripulación del barco; Leo Martello venía por delante y lo seguían el padre Quillan y Onyos Felk, con el resto pisándoles los talones. Delagard apretó los labios. Las mejillas se le hincharon. Tenía el rostro rojo de asombro, furia y perplejidad. Lawler estaba impresionado por la poderosa aflicción de aquel hombre. Struvin había tenido una muerte fea, pero había pocas formas lindas de morir. Nunca había pensado que a Delagard le importara nadie ni nada excepto su propia persona.

El dueño de la nave se volvió hacia Kinverson y dijo:

—¿Habías oído antes hablar de una cosa así?

—Nunca. Nunca en mi vida.

—Una cosa que parecía una red ordinaria —repitió Delagard—. Una vieja red sucia que le salta a uno encima y lo apresa. ¡Dios, vaya un sitio éste! ¡Vaya un sitio!

Continuó sacudiendo la cabeza una y otra vez, como si pudiera rescatar a Struvin de las aguas con sólo sacudirla durante el tiempo suficiente y con la intensidad necesaria. Luego se volvió en redondo para encararse con el sacerdote.

—¡Padre Quillan! Pronuncie una plegaria, ¿quiere?

El sacerdote pareció desconcertado.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿Es que no lo ha oído? Hemos tenido una baja. Struvin ya no está entre nosotros. Algo se subió a bordo y lo arrastró por encima de la regala.

Quillan guardó silencio. Tendió los brazos con las palmas hacia arriba, como para indicar que las cosas que subían a bordo procedentes del océano estaban fuera de su responsabilidad.

—Dios mío, diga usted algunas palabras, ¿quiere? ¡Diga algo!

Quillan continuaba dudando. Una voz susurró vacilante desde la parte de atrás del grupo:

—Padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu nombre…

—No —dijo el sacerdote. Era como si despertara lentamente de un profundo sueño—. Ésa no —se humedeció los labios y dijo, con aspecto muy tímido—. Señor, aunque camine por el valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal porque Tú estás conmigo —Quillan dudó, humedeciéndose de nuevo los labios, aparentemente buscando las palabras—. Tú me has preparado una mesa para mí en presencia de mis enemigos… Sin duda la bondad y la misericordia me seguirán durante todos los días de mi vida.

Pilya Braun se acercó a Lawler y lo cogió por los codos para girarle las manos y poder ver las feroces marcas que tenían.

—Ven —dijo en voz baja—. Vayamos abajo y dime qué ungüento debo aplicarles.


En su pequeño camarote, entre polvos y pociones, Lawler dijo:

—Ése es. El frasco que está allí.

—¿Éste? —preguntó Pilya; parecía desconfiar—. Esto no es un ungüento.

—Ya lo sé. Primero pon algunas gotas de eso en un poco de agua y dámelo. Luego vendrá el ungüento.

—¿Qué es esto? ¿Un analgésico?

—Un analgésico, sí.

Pilya se ocupó de mezclarle la droga. Tenía alrededor de veinticinco años, cabellos dorados, ojos pardos, hombros y pecho anchos, rasgos grandes y una lustrosa piel olivácea. Era una mujer bien parecida y de constitución fuerte; buena trabajadora según Delagard, ciertamente conocía todos los aparejos de un barco. Lawler nunca había tenido mucho contacto con ella en Sorve, pero veinte años antes había dormido un par de veces con su madre, Anya. En aquella época él tenía más o menos la edad que Pilya tenía ahora, y su madre bordeaba los treinta y cinco. Había sido una estupidez.

Lawler dudaba de que Pilya supiera algo al respecto. La madre de Pilya estaba muerta; tres inviernos antes, una fiebre producida por ostras en malas condiciones se la había llevado. En la época en la que se había complicado con ella, Lawler era un hombre de mucho éxito con las mujeres —poco después de que se rompiera su malhadado matrimonio—, pero hacía ya tiempo que no era así y deseaba que Pilya dejara de mirarlo de aquella forma ansiosa y esperanzada, como si él fuera todo lo que se pudiese desear en un hombre. Él no era así. Pero sí era demasiado cortés, o demasiado indiferente —no sabía cuál de esas dos cosas— como para decírselo.

Ella le alcanzó el vaso, lleno hasta el borde de un líquido rosáceo. Lawler tenía las manos agarrotadas y los dedos tan rígidos como trozos de madera. Tuvo que ayudarlo a beber, pero la tintura de hierba insensibilizadora se puso a trabajar instantáneamente y alivió su espíritu con su habitual manera reconfortante, borrando poco a poco el repentino y monstruoso acontecimiento que había tenido lugar en cubierta. Pilya le quitó el vaso que acababa de vaciar y lo depositó sobre el estante que estaba delante de la litera.

Lawler guardaba sobre aquel estante sus objetos procedentes de la Tierra, los seis pequeños fragmentos que pertenecían al mundo que una vez había existido: la moneda, la estatuilla de bronce, el tiesto, el mapa, el revólver, el trozo de piedra. Pilya hizo una pausa para observarlos, y tocó delicadamente la estatuilla con las puntas de los dedos, como si temiera que aquel objeto la quemase.

—¿Qué es esto?

—Una pequeña figura de un dios, de un lugar llamado Egipto. Estaba en la Tierra.

—¿La Tierra? ¿Tienes cosas de la Tierra?

—Tesoros familiares. Ese objeto tiene cuatro mil años de antigüedad.

—Cuatro mil años de antigüedad… ¿Y éste? —cogió la moneda—. ¿Qué significan las letras en este pequeño disco de metal?

—Por la cara en la que está el rostro de mujer, dice «En Dios confiamos». Y en la otra cara, donde está el animal, dice: «Estados Unidos de América», en la parte superior, y «un cuarto de dólar», en la inferior.

—¿Qué significa «un cuarto de dólar»? —preguntó Pilya.

—Era un tipo de moneda de la Tierra.

—¿Y «Estados Unidos de América»?

—Un lugar.

—¿Te refieres a una isla?

—No lo sé —respondió él—, pero creo que no. La Tierra no tenía islas del tipo que tenemos nosotros.

—¿Y ese animal, el que tiene esas alas? No existe ningún animal así.

—Existían en la Tierra —dijo Lawler—. Se llamaban águilas. Eran un tipo de aves.

—¿Qué es un ave?

Él vaciló.

—Es algo que vuela por el aire.

—Como un deslizador aéreo —dijo ella.

—Algo así. No lo sé realmente.

Pilya tocó meditativamente los otros objetos.

—La Tierra —dijo en voz muy baja—. Así que es verdad que existió tal lugar.

—¡Por supuesto que sí!

—Nunca he estado segura. Quizá se tratara sólo de una fábula —sonriendo coqueta, se volvió hacia él y le enseñó la moneda—. ¿Me darías esto, doctor? Me gusta. Quiero tener una cosa de la Tierra conmigo.

—No puedo hacer eso, Pilya.

—Por favor. ¿Lo harás, por favor? ¡Es tan hermosa!

—Pero ha estado en mi familia durante cientos de años. No puedo dársela a nadie.

—Te la dejaré ver siempre que quieras.

—No —negó él, pero se preguntó para quién la estaba guardando—. Lo siento. Ojalá pudiera dejar que te la llevaras, pero no puedo. Esas cosas, no.

Ella asintió, sin hacer intento alguno para ocultar su desilusión.

—La Tierra —volvió a decir, saboreando aquel misterioso nombre—. ¡La Tierra! —dejó la moneda sobre el estante y dijo—: Ya me contarás otro día qué son las otras cosas de la Tierra; pero ahora tenemos algo que hacer y nos estamos olvidando: el ungüento para tus manos. ¿Dónde está el ungüento?

Él señaló el lugar. Ella lo halló y apretó el tubo para extraer un poco. Luego, tras volverle las palmas hacia arriba de la misma forma que lo había hecho en cubierta, sacudió tristemente la cabeza.

—Míratelas. Te quedarán cicatrices.

—Quizá no.

—Esa cosa pudo haberte arrastrado también a ti por encima de la borda.

—No —la contradijo Lawler—. No pudo. No lo hizo. Gospo estaba cerca de la borda, y se apoderó de él antes de que supiera qué estaba ocurriéndole. Yo estaba en una mejor posición para resistir.

Vio el miedo en sus hermosos ojos jaspeados de oro.

—Si no lo ha conseguido esta vez, se apoderará de nosotros la próxima. Moriremos todos antes de llegar al sitio al que nos dirigimos, sea cual sea —afirmó ella.

—No, no; estaremos bien.

Pilya se echó a reír.

—Tú siempre ves el lado bueno de las cosas. Pero, a pesar de eso, éste será un viaje triste y mortal. Si pudiéramos volver atrás y regresar a Sorve, doctor, ¿no querrías hacerlo?

—Pero no podemos regresar, Pilya; ya lo sabes. Sería lo mismo que hablar de regresar a la Tierra. No existe forma de que podamos volver a Sorve jamás.

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