Primera Parte LA ISLA DE SORVE

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Durante la noche lo había invadido la pura y simple convicción de que él era el hombre del destino, quien encontraría el secreto que haría mejor y más simple la vida de los 78 seres humanos que habitaban la isla artificial de Sorve, en el acuoso planeta llamado Hydros.

Se trataba de una idea disparatada, y Lawler lo sabía; pero había hecho naufragar el sueño, y ninguno de sus métodos habituales había conseguido contrarrestarlo: ni la meditación, ni las tablas de multiplicar, ni siquiera unas pocas gotas rosáceas del tranquilizante derivado de las algas del cual se estaba haciendo demasiado dependiente. Desde poco después de la medianoche hasta algún momento cercano al alba había yacido despierto, poseído por aquella idea brillante, heroica y disparatada; y al fin, en las leves horas de la mañana —cuando el cielo aún estaba oscuro—, antes de que ningún paciente pudiera aparecer a complicarle el día y arruinar la pureza de su repentina y nueva visión, Lawler se había marchado del vaargh emplazado cerca del centro de la isla, en el que vivía solo, y había bajado hasta el dique marítimo para ver si los gillies habían conseguido acabar con la nueva planta energética durante la noche.

Los felicitaría profusamente si así era. Pondría en práctica todo su vocabulario de gestos de la lengua de signos para expresarles cuan impresionado estaba ante aquella pasmosa proeza tecnológica. Los elogiaría por haber transformado completamente la calidad de vida en Hydros —no sólo en Sorve, sino en todo el planeta— con un solo golpe maestro.

Luego les diría:

—Mi padre, el gran doctor Bernat Lawler, a quien todos recordáis tan bien, vio venir este momento. Me comentaba a menudo cuando yo era niño: «Un día nuestros amigos los Moradores llegarán a tener un suministro de energía eléctrica regular. Entonces amanecerá aquí una nueva era, cuando los Moradores y los seres humanos trabajarán en sincera cooperación…».

Y continuaría así, con todo el discurso, entretejiendo sus felicitaciones con frases que expresaran la necesidad de armonía entre ambas especies. Finalmente llegaría a la proposición explícita de que los Hydranos y los seres humanos debían dejar de lado la pasada enemistad y afanarse hombro con hombro en nombre del futuro progreso tecnológico. Evocaría el sagrado y querido nombre del fallecido doctor Bernat Lawler tan a menudo como le fuera posible, y les recordaría que, en vida, aquel hombre había puesto absolutamente todos sus formidables conocimientos médicos al servicio de los Moradores y los seres humanos por igual; que había llevado a cabo muchas curas milagrosas y se había consagrado desinteresadamente a las necesidades de ambas comunidades isleñas.

Insistiría en ello cada vez más y más hasta conseguir que el aire palpitara de emoción, hasta que los gillies, con los ojos llenos de lágrimas por aquel recién hallado afecto entre las dos especies, vitorearan con alegría la sugerencia casual de que una buena forma de comenzar la nueva era sería la de permitir que los seres humanos adaptaran la planta energética con el fin de que produjera agua potable además de electricidad.

Luego vendría la propuesta entre líneas: los seres humanos construirían ellos mismos la unidad de desalinización, el condensador, las tuberías de conducción, la totalidad del sistema, y se lo entregarían a los gillies. Aquí lo tenéis: sólo hay que conectarlo. No os costará nada y nosotros ya no tendremos que depender de la lluvia para nuestro suministro de agua potable; y los Moradores y los seres humanos seremos para siempre los mejores de los amigos.

Aquélla había sido la fantasía que había arrancado a Lawler de su sueño nocturno. Habitualmente no era dado a enredarse en empresas tan disparatadas como aquélla. Sus años como médico —no era el genio de la medicina que había sido su padre, pero sí un médico muy trabajador y razonablemente eficaz que había realizado una buena obra si se tenían en cuenta las dificultades— lo habían conducido a ser realista y práctico con respecto a la mayoría de las cosas; pero aquella noche había llegado a convencerse de que él era la única persona de la isla que podría persuadir a los gillies de conectar el equipo de desalinización de agua a su planta energética. Sí, él tendría éxito en aquello en lo que todos los demás habían fracasado.

La posibilidad era muy reducida y Lawler lo sabía, pero durante las horas nocturnas las posibilidades tienden a parecer mayores que a la clara luz de la mañana.

Hasta entonces, la electricidad de la isla había procedido de baterías químicas artesanales e ineficaces: pilas de cinc y discos de cobre separados por tiras de papel de hierba rastrera empapadas en salmuera. Los gillies —los Hydranos, los Moradores, los seres dominantes de la isla y del mundo en el que Lawler había pasado la totalidad de su vida— habían estado trabajando en mejorar la generación eléctrica desde que Lawler tenía memoria. A aquellas alturas, según los rumores que corrían por la ciudad, la nueva planta energética estaba casi a punto para funcionar, hoy, mañana o con toda seguridad a la semana siguiente.

Si los gillies realmente lo conseguían, sería tremendo para ambas especies. Ya habían accedido, sin demasiado entusiasmo, a permitir que los seres humanos utilizaran una parte de la nueva electricidad, cosa que todo el mundo coincidía en admitir que era un gesto magnífico por parte de ellos. Sin embargo, sería aún más magnífico, para los setenta y ocho seres humanos que arañaban unas vidas de estrecho margen de subsistencia en el territorio de Sorve, si los gillies se ablandaran y permitiesen que la planta fuera también utilizada para la desalinización de agua. De ese modo, los humanos no tendrían que depender de las azarosas e infrecuentes precipitaciones en Sorve para obtener agua dulce. Era obvio incluso para los gillies que la vida sería muchísimo más fácil para sus vecinos humanos si pudieran contar con un suministro estable de agua.

Pero los gillies hasta entonces nunca habían dado señales de que eso les importara. No habían mostrado interés en facilitarles las cosas al puñado de humanos que habitaban entre ellos. El agua dulce podía ser vital para las necesidades humanas, pero no tenía la más mínima importancia para los gillies. Lo que los humanos pudieran necesitar, o desear, o anhelar tener, no era asunto de los gillies; y fue la visión de cambiar todo aquello mediante la persuasión —y sin ayuda de nadie— lo que le había costado a Lawler una noche de sueño.

Qué demonios: si nada se arriesga, nada se gana.

En aquella noche tropical Lawler iba descalzo y sólo llevaba unas vueltas de tela amarilla hecha con hojas de lechuga acuática en torno a la cintura. El aire estaba pesado y tibio; el mar en calma. La isla que se deslizaba sobre el seno del vasto mundo oceánico, esa estructura de tejido vivo, semivivo y que había albergado vida alguna vez, se balanceaba casi imperceptiblemente bajo sus pies. Al igual que todas las islas habitadas de Hydros, Sorve era un territorio sin raíces, un viajero que flotaba libremente y se desplazaba dondequiera que las corrientes, los vientos y los ocasionales movimientos de las mareas quisieran llevarlo. Lawler podía sentir cómo cedían y se expandían las fibras apretadamente entretejidas del suelo bajo el peso de sus pasos, y oía que el mar chapoteaba contra ellas a un par de metros más abajo. Pero se movía con facilidad y ligereza al armonizar automáticamente su cuerpo largo y esbelto con los ritmos del movimiento de las isla. Para él ya era la cosa más natural del mundo.

La suavidad de la noche era engañosa. Durante la mayor parte del año, Sorve no era un sitio fácil para vivir. Su clima alternaba períodos de calor y sequía con otros de frío y lluvia, otorgando sólo un pequeño y dulce interludio en el verano, cuando atravesaba las húmedas latitudes ecuatoriales para proporcionar una breve ilusión de comodidad y alivio. En aquel momento se hallaban en aquella buena época del año; la comida era abundante y el aire tibio. Los isleños se regocijaban en él. El resto del año, la vida se parecía demasiado a una lucha.

Sin precipitarse, Lawler recorrió el camino que rodeaba el embalse y descendió por la rampa que llevaba a la terraza inferior; desde allí la superficie formaba un suave declive hasta el borde de la isla. Pasó junto a los edificios dispersos del astillero —desde el cual Nid Delagard dirigía su imperio marítimo— y las formas abovedadas de las indistintas fábricas de la costa. Allí eran extraídos los metales —níquel, hierro, cobalto, vanadio, estaño— del tejido de las criaturas marinas primarias, mediante un proceso lento e ineficaz. Era difícil distinguir con claridad el entorno, pero después de cuarenta años de vida en aquella isla no tenía problema alguno en llegar a cualquier parte en medio de la oscuridad.

El pequeño cobertizo de dos plantas que albergaba la planta energética estaba justo a su derecha y un poco más allá, junto a la orilla del mar. Se dirigió hacia allí.

Aún no había rastros de la mañana. El cielo era de un negro profundo. Durante algunas noches, Alborada —el planeta gemelo de Hydros— brillaba en el cielo como un gran ojo verde azulado, pero aquella vez estaba ausente al otro lado, arrojando su brillante luz sobre las misteriosas aguas del hemisferio inexplorado. Sin embargo estaba presente una de las tres lunas, un diminuto punto de dura luz blanca que brillaba en el este, cerca del horizonte.

Las estrellas titilaban por todas partes como cascadas de polvo plateado desparramadas por las tinieblas, un ubicuo polvo de resplandor. Aquella infinita horda de soles lejanos formaba un deslumbrante telón de fondo para la única constelación que resaltaba enormemente en primer plano: la brillante Cruz de Hydros, dos destellantes hileras de estrellas que describían un arco en el cielo y se cruzaban en ángulo recto la una con la otra como un doble cinturón, uno que abarcaba el mundo de polo a polo y el otro que marchaba constantemente a lo largo del ecuador.

Para Lawler, aquéllas eran las estrellas de su hogar, las únicas que había visto en toda su vida; pertenecía a la quinta generación nacida en Hydros. Nunca había estado en otro mundo y nunca lo estaría. La isla de Sorve le era tan familiar como su propia piel; pero a pesar de ello, a veces sentía aterrorizadores momentos de confusión durante los cuales se disolvían todas las sensaciones de familiaridad y se sentía como un extraño. Le parecía que acababa de llegar a Hydros ese mismo día, caído del espacio como una estrella fugaz; un náufrago de su verdadero planeta natal, muy lejano.

A veces veía a su perdido mundo materno, la Tierra, relumbrando en su mente tan brillante como una estrella, con sus grandes mares azules divididos por las enormes masas de tierra verde-doradas que habían sido llamadas continentes, y pensaba: Ése es mi hogar, ése es mi verdadero hogar. Lawler se preguntaba si alguno de los otros humanos de Hydros pasaba por aquella experiencia de vez en cuando. Probablemente sí, aunque nadie hablaba nunca de ello. Al fin y al cabo, eran todos extraños en aquel lugar. Aquel mundo les pertenecía a los gillies. Él y todos los demás vivían allí como huéspedes no invitados.

Llegó a la orilla del mar. La familiar barandilla de tosca textura parecía madera, como todo lo demás de aquella isla artificial que no tenía ni tierra ni vegetación. Trepó hasta la parte superior del dique marítimo.

Allí en el dique, el declive de la isla que descendía gradualmente volvía a subir en forma abrupta para formar una pared, una orilla ascendente que protegía las calles interiores contra todo movimiento de las mareas, excepto los más violentos. Lawler se aferró a la barandilla, se inclinó por encima de las oscuras y chapoteantes aguas y se quedó mirando mar adentro durante un instante, como ofreciéndose al océano que todo lo rodeaba.

Incluso en la oscuridad, podía percibir completamente la isla en forma de coma y su exacto emplazamiento en la orilla de ésta. La isla tenía ocho kilómetros de largo de una punta a otra, y alrededor de un kilómetro en la parte más ancha, medida desde el dique marítimo hasta la cima de la muralla oceánica que daba la espalda al mar abierto. Él se hallaba cerca del centro, en el golfo más interior. A su derecha e izquierda se extendían los dos brazos curvos de la isla: el redondeado en el que vivían los gillies y el estrecho y ahusado en el que se amontonaban un puñado de refugios humanos.

Directamente ante él tenía, encerrado por ese par de brazos desiguales, la bahía que era el corazón de la vida isleña. Los constructores gillies de la isla habían creado un suelo artificial bajo ella, un estante submarino de tablas de madera de fuco entrelazadas y unidas a la tierra entre ambos brazos para que la isla tuviera siempre una laguna somera y fértil unida a ella, un vivero cautivo. Los amenazantes predadores salvajes que infestaban el mar no entraban nunca en la bahía: quizá los gillies habían hecho algún trato con ellos en épocas pretéritas.

Un encaje formado por habitantes esponjosos de las profundidades —que no necesitaban luz— mantenían unido el piso de la bahía por la parte inferior, protegiéndolo y renovándolo con su crecimiento constante y tenaz. En la parte superior había arena traída por las tormentas desde los desconocidos suelos profundos del océano; y en la arena crecía una espesura de útiles plantas acuáticas de cien o más especies diferentes, entre las que pululaban todo tipo de criaturas marinas. Las capas inferiores estaban habitadas por toda clase de crustáceos que filtraban el agua de mar a través de sus blandos tejidos y concentraban en ellos minerales muy valiosos para los isleños. Entre ellos se movían las lombrices y serpientes marinas.

También pastaban peces, tiernos y rechonchos. En aquel preciso momento, Lawler podía ver un cardumen de enormes criaturas fosforescentes que se movía en el agua, produciendo palpitantes ondas de luz azul violácea: quizá eran las grandes bestias conocidas como bocas, o quizá se tratase de plataformas; aún estaba demasiado oscuro como para saberlo con seguridad. Más allá de las brillantes aguas verdes de la bahía estaba el gran océano que rodaba hacia el horizonte, y más allá de éste la totalidad del mundo. El océano lo tenía en su poder, como una mano enguantada que aferra una pelota. Al mirarlo, Lawler sintió por millonésima vez el peso de su inmensidad, amenaza y poder.

Luego dirigió la vista hacia la planta energética que se alzaba en la bahía, solitaria y maciza sobre el promontorio chato. Después de todo, aún no la habían acabado. El desgarbado edificio, amortajado por festones de esteras de paja entretejida para protegerlo de la lluvia, estaba silencioso y oscuro. En la parte delantera se movían algunas siluetas sombrías: tenían la inconfundible forma cargada de hombros de los gillies.

La función de la planta era generar electricidad aprovechando las diferencias de temperatura del mar. Dann Henders, que estaba tan cerca de ser un ingeniero como cualquier habitante de Sorve, se lo había explicado a Lawler después de sonsacarle una escueta descripción del proyecto a uno de los gillies. El agua tibia de la superficie pasaba a través de unas aspas y entraba en una cámara de vacío en la que el punto de ebullición sería sensiblemente más bajo. Al hervir violentamente, produciría vapor de baja densidad que haría funcionar las turbinas del generador. El agua fría bombeada de niveles más profundos, fuera de la bahía, sería utilizada luego para volver a condensar el vapor en agua y devolverla al mar a través de salidas que estarían a media isla de distancia de aquel punto.

Los gillies habían construido prácticamente la totalidad del ingenio —tuberías, bombas, aspas, turbinas, condensadores y hasta la misma cámara de vacío— con diferentes plásticos orgánicos que fabricaban a partir de algas y otras plantas marinas. Aparentemente apenas se había utilizado metal en el diseño, lo que no era sorprendente dado lo difícil que era conseguir metales en Hydros. Era todo muy ingenioso, especialmente si se consideraba que los gillies no eran una raza tecnológica, sobre todo comparada con las demás especies galácticas inteligentes. Aquella idea debía de habérsele ocurrido a un genio excepcional de entre ellos.

Genio o no, se decía que la estaban pasando mal para conseguir que funcionara el invento, y aún no había producido el primer vatio. Muchos humanos se preguntaban si lo conseguiría alguna vez. A los gillies les hubiera resultado todo mucho más simple y rápido, pensó Lawler, si hubieran permitido que Dann Henders o cualquiera de los otros humanos de orientación tecnológica interviniera en el diseño. Pero los gillies no eran dados a pedir el consejo de los indeseados extranjeros —con los que compartían la isla de mala gana—, ni siquiera cuando pudiera reportarles alguna ventaja. Habían hecho una sola excepción, cuando una epidemia de podredumbre de aletas estaba diezmando a sus hijos, y el santo padre de Lawler había acudido con una vacuna. Pero eso había ocurrido muchos años atrás, y cualquier buen sentimiento que el fallecido doctor Lawler hubiera engendrado entre los gillies, se había evaporado ya sin dejar ningún residuo aparente.

El hecho de que la planta aún no estuviera funcionando fue un notable contratiempo para el gran plan que se le había ocurrido a Lawler. ¿Y ahora qué? ¿Debía acercarse y hablar con ellos de todas formas? ¿Dar el florido discursillo, suavizar a los gillies con un poco de noble retórica, continuar con el visionario impulso de aquella noche antes de que el alba lo despojara de lo que pudiese tener de plausible?

«En nombre de toda la comunidad humana de la isla de Sorve, yo, que como todos sabéis soy el hijo del fallecido y querido doctor Bernat Lawler que tan bien os sirvió en la epidemia de podredumbre de aletas, quiero felicitaros por la inminente consecución de vuestro ingenioso y magníficamente benéfico…»

«A pesar de que el cumplimiento de este espléndido sueño puede tardar quizá algunos días, he venido en nombre de toda la comunidad humana de la isla de Sorve a transmitiros nuestra más rotunda alegría ante las profundas implicaciones que traerá para la transformación de la calidad de vida de la isla que compartimos, ya que al fin habéis conseguido con éxito…»

«En este momento de regocijo de nuestra comunidad, el histórico logro que pronto será…»

Es suficiente, pensó, y comenzó a recorrer la distancia que lo separaba del promontorio de la planta energética. Se preocupó de hacer mucho ruido al acercarse, tosiendo, golpeando las palmas de las manos entre sí, silbando una tonadilla disonante. A los gillies no les gustaba que los humanos se acercaran por sorpresa.

Estaba aún a unos quince metros de la planta energética, cuando vio que dos gillies salían a recibirlo, arrastrando los pies. En la oscuridad parecían titánicos. Se encumbraban muy por encima de él, sin forma definida en la oscuridad, con sus pequeños ojos amarillos que brillaban como linternas en sus cabecitas.

Lawler hizo una señal de saludo, un elaborado y exagerado gesto para que no quedara duda alguna de sus cordiales intenciones. Uno de los gillies le respondió con un vruuum prolongado y gruñente que no sonó nada cordial.

Eran criaturas erectas bípedas, de unos dos metros y medio de estatura, cubiertas con varias capas de cerdas flexibles y negras que colgaban en densas cascadas peludas. Tenían unas cabezas absurdamente pequeñas, unas estructuras curvas asentadas entre los anchos hombros desde los cuales sus torsos se combaban para formar unos cuerpos rechonchos y desgarbados que llegaban casi hasta el suelo. Los humanos daban en general por sentado que aquellos inmensos pechos cavernosos debían de contener el cerebro, además del corazón y los pulmones. De lo que no cabía duda era de que aquellas cabezas diminutas no tenían sitio para alojar aquel órgano.

Era muy probable que los gillies hubieran sido mamíferos acuáticos en otra apoca, cosa que se evidenciaba en la torpeza con la que se movían en tierra y la facilidad con que nadaban. Pasaban casi tanto tiempo en el agua como en tierra. Una vez Lawler había observado cómo un gillie atravesaba la bahía de un extremo a otro sin salir a respirar a la superficie; el recorrido debía de haber durado unos veinte minutos.

Sus piernas cortas y achaparradas eran obviamente aletas adaptadas, y también los brazos eran del tipo de las aletas; pequeños miembros gruesos y poderosos que mantenían muy pegados a los lados del cuerpo. Las manos, equipadas con tres dedos largos y un pulgar opuesto, eran extraordinariamente anchas y se convertían naturalmente en pequeños cuencos, apropiados para empujar grandes volúmenes de agua. Por algún inverosímil y sorprendente acto de redefinición, los ancestros de aquellos seres habían salido del mar millones de años antes y se habían construido hogares-isla tejidos con materiales marinos y protegidos con barricadas muy elaboradas para protegerlos de las constantes oleadas de marea que recorrían el planeta. Sin embargo, continuaban siendo criaturas del océano.

Lawler avanzó para acercarse a los gillies tanto como se atrevía y, mediante gestos, dijo:

Soy-Lawler-el-médico.

Par hablar, los gillies se valían del procedimiento de apretar con los brazos los costados de sus cuerpos para hacer salir el aire a presión por unas hendiduras profundas en forma de agallas que tenían en el pecho; producían tonos ascendentes de tipo orgánico. Los humanos nunca habían encontrado la manera de imitar los sonidos de los gillies de forma tal que éstos les entendieran, y los gillies no habían demostrado interés alguno en aprender la lengua humana. Sin embargo, hacía falta alguna forma de comunicación entre ambas especies, por lo que través de los años se había desarrollado un idioma de signos. Los gillies les hablaban a los humanos en gillie; los humanos respondían con signos.

El gillie que había hablado antes repitió el gruñido, y agregó un sonido sibilante y sorbente particularmente hostil. Levantó las aletas de una forma que Lawler reconoció como postura de enojo. No, no de enojo, sino de ira. Ira extremada. Caramba, pensó Lawler. ¿Qué ocurre? ¿Qué he hecho yo?

No había duda alguna acerca de la furia del gillie. Ahora estaba haciendo pequeños movimientos de barrido con las aletas que parecían decir lisa y llanamente:

—Lárgate, desaparece, quita tu culo de aquí, rápido.

Perplejo, Lawler dijo por señas:

No-quiero-molestar. Vengo-a-conversar.

Nuevamente el gruñido, más fuerte, más profundo. Reverberó en el suelo del sendero y Lawler sintió la vibración en las plantas de los pies.

Se sabía que los gillies habían llegado a matar a algunos humanos que los habían irritado, e incluso a otros que no lo habían hecho: una inoportuna propensión ocasional a la violencia inexplicable. No parecía ser deliberado; se trataba más bien de un irritado revés de aleta, una veloz patada despreciativa, un pisotón desconsiderado. Ellos eran muy grandes y fuertes, y no parecían comprender o preocuparse de cuan frágiles podían ser los cuerpos de los seres humanos.

El otro gillie, el más grande de los dos, dio uno o dos pasos en su dirección. Su respiración le llegó pesada, sibilante e insociable. Le echó a Lawler una mirada que él interpretó como de reservada hostilidad distraída. Lawler expresó sorpresa y consternación; luego volvió a indicar cordialidad. Hizo señas de que continuaba ansioso por hablar.

Los feroces ojos del primer gillie relumbraban con una ira inequívoca.

—Fuera. Vete. Márchate.

No existía ambigüedad alguna. Era inútil intentar llevar a cabo cualquier parlamento pacificador. Estaba claro que no lo querían en las cercanías de su planta energética. Muy bien, pensó. Hacedlo a vuestra manera.

Nunca antes había sido expulsado de aquella manera por los gillies; pero tomarse el tiempo necesario para recordarles quién era él, o que su padre les había sido de gran utilidad en otra época, constituiría una estupidez peligrosa. Un golpe de aquella aleta lo arrojaría a la bahía con la columna rota.

Retrocedió mirándolos atentamente y con la intención de saltar al agua de espaldas si hacían algún movimiento contra él, pero los gillies se quedaron donde estaban, mirándolo fijamente mientras él ejecutaba su prudente retirada. Cuando alcanzó nuevamente el sendero principal, ambos se volvieron y entraron en el edificio.

Le daban demasiada importancia, pensó Lawler, pero aquel extraño rechazo le escocía profundamente. Se quedó durante un rato junto a la barandilla que daba a la bahía, para permitir que la tensión de aquel encuentro disminuyera en su interior. La idea del plan de negociar un trato hydrano-humano —ahora lo veía con demasiada claridad— había sido un mero disparate romántico. Salió silbando de la mente de Lawler como el vapor que era, y una rápido azoramiento provocó olas de calor que le recorrieron la piel durante un instante.

Pues bueno, regresaría a su vaargh a esperar la mañana, supuso. Entonces una rasposa voz de bajo sonó a sus espaldas.

—¿Lawler?

Cogido por sorpresa, se volvió bruscamente, con el corazón golpeándole fuertemente dentro del pecho. Miró con los ojos entrecerrados hacia la grisácea oscuridad. Apenas pudo distinguir la silueta de un hombre bajo y rechoncho con una espesa melena de cabello grasiento, que se hallaba de pie a unos diez metros de él hacia el interior de la isla.

—¿Delagard? ¿Eres tú?

El hombre rechoncho avanzó. Delagard, sí. El autodenominado líder de la isla, el principal promotor e innovador. ¿Qué demonios hacía acechando por allí a aquella hora?

Delagard tenía siempre el aspecto de estar en algo poco claro, incluso cuando no era así. Era bajo aunque no pequeño, con un poderoso cuerpo de torso corto, cuello grueso, hombros pesados, barrigón. Llevaba una túnica malaya que le dejaba el pecho descubierto, larga hasta los tobillos. Incluso en la oscuridad, la tela brillaba en luminosos pliegues de colores escarlata, turquesa y rosa vivo. Delagard era el hombre más rico del asentamiento, más allá de lo que tal cosa significara en un mundo en el que el mismo dinero carecía de sentido, donde apenas había algo en lo que poder gastarlo. Había nacido en Hydros igual que Lawler, pero poseía negocios en varias islas y se movía mucho. Era unos cuantos años mayor que él; probablemente tenía cerca de cincuenta.

—Has salido a pasear bastante temprano, doctor —dijo Delagard.

—Lo hago muy a menudo, tú lo sabes —la voz de Lawler estaba más tensa de lo habitual—. Es una buena hora del día.

—Si a uno le gusta estar solo, sí —Delagard hizo un gesto en dirección a la planta energética—. Viniste a ver cómo iba, ¿verdad?

Lawler se encogió de hombros. Se mataría antes que permitir que Delagard tuviera la más mínima sospecha de la exagerada fatuidad heroica en cuya creación había pasado aquella larga noche.

—Me han dicho que estará funcionando para mañana —dijo Delagard.

—He estado oyendo decir eso desde hace una semana.

—No, no; mañana la tendrán funcionando realmente, después de todo el tiempo que ha pasado. Ya han conseguido generar electricidad, aunque de muy baja tensión, y hoy la harán funcionar a pleno rendimiento.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —dijo Delagard—. Yo no les gusto, pero de todas formas me cuentan cosas. En el curso de los negocios, ya me entiendes.

Se acercó a Lawler, se puso junto a él y agarró la barandilla del dique marítimo de una forma vigorosa y confiada, como si aquella isla fuera su reino y la barandilla su cetro.

—Todavía no me has preguntado por qué estoy fuera de la cama tan temprano —encaró Delagard.

—No, es verdad.

—Te estaba buscando, ésa es la causa. Primero fui a tu vaargh, pero no estabas. Luego miré hacia la parte baja y vi que alguien caminaba por el sendero y se dirigía hacia aquí; imaginé que podías ser tú, y vine, donde me he encontrado con que estaba en lo cierto.

Lawler sonrió amargamente. Nada en el tono de Delagard indicaba que hubiese visto lo que acababa de ocurrir en el promontorio de la planta energética.

—Es muy temprano para hacerme una visita, si se trata de algo profesional —dijo Lawler—. O de una visita social, por lo que a ello respecta. Y no es que crea que fueras a hacerlo.

Señaló el horizonte. La luna aún brillaba en él. Todavía no había rastro alguno de la luz del alba. La Cruz, más brillante que nunca sin Alborada brillando en el cielo, parecía vibrar y palpitar contra la intensa oscuridad.

—Habitualmente no comienzo mis horas de consulta hasta el alba. Tú ya lo sabes, Nid.

—Se trata de un problema especial —dijo Delagard—. No podía esperar. Es mejor ocuparse de él mientras todavía esté oscuro.

—¿Se trata de un problema médico?

—Sí, de un problema médico.

—¿Tuyo?

—Sí. Pero yo no soy el paciente.

—No te entiendo.

—Ya lo harás. Ven conmigo.

—¿Adónde? —preguntó Lawler.

—Al astillero.

¿Qué demonios ocurría? Delagard parecía muy extraño aquella mañana. Probablemente se trataba de algo importante.

—De acuerdo —concedió Lawler—. Pongámonos en camino, entonces.

Sin pronunciar una palabra más, Delagard se volvió y echó a andar por el sendero que corría junto al dique marítimo, en dirección al astillero. Lawler lo siguió en silencio. El sendero pasaba por otro pequeño promontorio paralelo a aquel sobre el cual se alzaba la planta energética, y mientras caminaban por él tuvieron una vista clara de la construcción. Los gillies entraban y salían de ella con los brazos llenos de equipos.

—Esos astutos cabrones —murmuró Delagard—. Espero que la planta les estalle en los morros cuando la pongan en funcionamiento. Si es que alguna vez llegan a conseguirlo.

Rodearon el extremo del promontorio y entraron en la ensenada en la que se erigía el astillero de Delagard. Aquélla era con mucho la empresa más grande de Sorve, y empleaba a más de doce personas. Los barcos de Delagard viajaban constantemente entre las islas para llevar de un sitio a otro mercancías, las modestas producciones de una industria humana casera: anzuelos, cinceles y mazos, botellas y jarras, artículos de vestir, papel y tinta, libros copiados a mano, comida envasada y cosas por el estilo. La flota de Delagard era también la principal distribuidora de metales, plásticos, químicos y otros productos esenciales que las diferentes islas producían tan laboriosamente. Cada varios años, Delagard agregaba otra isla a su cadena de comercio. Desde el principio mismo de la ocupación humana de Hydros, los Delagard habían dirigido el negocio de transportes, pero Nid había extendido la empresa familiar mucho más allá de sus fronteras tempranas.

—Por aquí —dijo Delagard.

Una banda de perlada luz rompió repentinamente en el cielo oriental. Las estrellas palidecieron y la pequeña luna del horizonte comenzó a desaparecer de la vista a medida que el día asomaba. La bahía estaba adquiriendo su matutino color de esmeralda. Mientras seguía a Delagard por el camino que entraba en los astilleros, Lawler miró al interior de las aguas y vio con claridad las gigantescas criaturas fosforescentes que habían estado transitando durante toda la noche. Se trataba de bocas: inmensas criaturas como sacos aplastados de alrededor de cien metros de largo, que viajaban por el mar con sus colosales mandíbulas abiertas y tragaban cualquier cosa que se les pusiera por delante. Alrededor de una vez al mes, un cardumen de unas diez o doce de ellas aparecía en el puerto de Sorve y regurgitaban el contenido de sus estómagos —aún vivo— en el interior de unas redes de mimbre. Los gillies las ponían para ese propósito, y luego recolectaban el contenido en sus ratos libres durante las semanas siguientes. Aquello era un buen negocio para los gillies, pensó Lawler, porque les proporcionaba toneladas y toneladas de comida gratis; pero resultaba difícil ver qué ventaja les reportaba a las bocas.

—Ésa es mi competencia —dijo Delagard, riendo entre dientes—. Si pudiera matar a todas esas jodidas bocas, podría traer yo mismo toda clase de comida para vendérsela a los gillies.

—¿Y con qué iban a pagarte ellos?

—Con las mismas cosas con las que ahora me pagan todo lo que les vendo —dijo desdeñosamente Delagard—. Elementos útiles. Cadmio, cobalto, cobre, estaño, arsénico, yodo, todos los materiales de los que está hecho este condenado océano. Pero en cantidades mucho mayores que las migajas que ahora consigo de ellos, o de las que nosotros somos capaces de extraer. Si quitara de alguna manera a las bocas del escenario, yo les suministraría a los gillies la carne que necesitan y ellos me llenarían los bolsillos con toda clase de valiosas mercancías a modo de pago. Un negocio muy bueno, si se me permite decirlo. En cinco años los haría completamente dependientes de mí para su suministro de alimentos. Se podría hacer una fortuna con ello.

—Pensaba que ya tenías una fortuna. ¿Cuánto más necesitas?

—Simplemente no lo entiendes, ¿verdad?

—Supongo que no —dijo Lawler—. Yo soy sólo un médico, no un empresario. ¿Dónde está ese paciente que tienes para mí?

—Tranquilo, tranquilo. Te llevo tan rápido como me es posible, doctor —Delagard señaló hacia el mar con un rápido movimiento de barrido de una mano—. ¿Ves ahí abajo, junto al Embarcadero de Jolly? Allí es adonde vamos.

El Embarcadero de Jolly era un dedo de madera de fuco medio podrida que sobresalía unos treinta metros del dique marítimo, en el extremo más alejado del astillero. A pesar de que estaba desteñido y ladeado, maltratado por las mareas y mordido por las lombrices y raspadores marinos, el embarcadero aún estaba más o menos intacto; era un venerable ingenio de una era desaparecida.

Lo había construido un marinero loco, muerto hacía ya mucho tiempo; una extraña reliquia canosa de hombre cuya pretensión había sido la de haber circunnavegado en solitario la totalidad del planeta —incluso por el Mar Vacío, adonde no iría nadie que estuviese en su sano juicio— para llegar hasta las fronteras de la Faz de las Aguas misma, aquella inmensa y lejana isla prohibida, el gran misterio planetario al que ni siquiera los gillies se atrevían a acercarse. Lawler podía recordarse a sí mismo sentado en el extremo del Embarcadero de Jolly cuando era un niño, escuchando al viejo que entretejía sus locas y extravagantes historias de aventuras milagrosas e implausibles. Eso había sido antes de que Delagard construyera allí su astillero; sin embargo, por alguna razón, Delagard había conservado aquel sucio embarcadero. En otra época debió de gustarle escuchar los cuentos inverosímiles de aquel anciano.

Junto a él había amarrada una de las barcazas de pesca de Delagard, que se balanceaba sobre las suaves ondas de la bahía. Sobre el embarcadero, cerca de la barcaza, había un cobertizo que por lo viejo podría haber sido la casa del mismo Jolly, aunque no lo era. Delagard se detuvo en el exterior del cobertizo y levantó la vista para mirar intensamente a Lawler a los ojos, mientras decía con un gruñido profundo:

—Comprenderás, doctor, que, veas lo que veas aquí dentro, es algo absolutamente confidencial.

—Ahórrame el melodrama, Nid.

—Lo digo en serio. Tienes que prometerme que no abrirás la boca. No será sólo mi culo lo que esté en juego si esto trasciende. Podría jodernos a todos nosotros.

—Si no confías en mí, búscate otro médico. Aunque puede que tengas algunos problemas para encontrar otro por aquí.

Delagard le dirigió una mirada hosca, tras lo cual le dedicó una escalofriante sonrisa.

—De acuerdo. Lo que tú digas. Entra.

Abrió de un empujón la puerta del cobertizo. El interior estaba completamente oscuro e insólitamente húmedo. Lawler sintió el acre y salobre olor del mar, fuerte y concentrado como si Delagard hubiera estado embotellándolo en el interior de aquella vivienda, y otro olor que se mezclaba con él: un olor desagradable, penetrante y agrio que no reconoció en absoluto.

Oyó sonidos gruñentes, lentos y roncos como los suspiros de los condenados. Delagard tropezó con algo que estaba justo al otro lado de la puerta, produciendo un sonido áspero y pajizo. Pasado un momento encendió una cerilla, y Lawler vio que el otro sostenía un hisopo de algas secas atado al final de un palo para formar una antorcha, que encendió. La luz mortecina y humeante invadió el cobertizo como una mancha anaranjada.

—Allí están —dijo Delagard.

El centro del cobertizo estaba ocupado por un tosco tanque de mimbre calafateado con brea, de alrededor de unos tres metros de largo por dos de ancho, lleno casi hasta el borde con agua de mar. Lawler se aproximó a él y miró al interior. Tres de los bruñidos mamíferos acuáticos conocidos como buzos yacían en el interior, uno junto a otro y tan apretados como sardinas en lata. Sus poderosas aletas estaban contorsionadas en ángulos imposibles, y sus cabezas, que se elevaban rígidamente por encima de la superficie del agua, echadas hacia atrás de una forma violenta y agonizante. Ellos producían el extraño olor ácido que Lawler había sentido al abrirse la puerta; ya no parecía tan desagradable ahora. Los terribles gruñidos provenían del buzo de la izquierda. Eran manifestación del más tremendo dolor.

—Oh, mierda —dijo Lawler lentamente y en voz baja. Pensaba que ahora comprendía la furia de los gillies. Sus ojos que echaban fuego, sus gruñidos amenazadores. Lo recorrió un rápido y ardiente estallido de ira que le contrajo brevemente las mejillas—. ¡Mierda! —miró al hombre que estaba detrás de él con asco, repulsión y algo muy cercano al odio—. ¿Qué has hecho ahora, Delagard?

—Oye, si crees que te he traído aquí para que puedas irte de la lengua…

Lawler meneó lentamente la cabeza.

—¿Qué has hecho, hombre? —repitió, mirando a Delagard directamente a los ojos, que de repente se habían puesto a parpadear—. ¿Qué cojones has hecho?

2

Se trataba de absorción de nitrógeno. Lawler no tenía muchas dudas al respecto. La espantosa forma en que los buzos estaban contorsionados era un síntoma claro. Delagard debía de haberlos tenido realizando alguna tarea en las aguas profundas a mar abierto, y estuvieron en ellas el tiempo suficiente como para que sus articulaciones, músculos y tejidos grasos absorbieran grandes cantidades de nitrógeno. Luego, a pesar de lo insólito que parecía, habrían subido a la superficie sin tomarse el tiempo necesario para la descompresión. El nitrógeno se había expandido al descender la presión y se había incorporado al torrente sanguíneo y a las articulaciones en forma de burbujas mortales.

—Los trajimos en cuanto nos dimos cuenta de que había problemas —dijo Delagard—. Imaginamos que quizá tú podrías hacer algo por ellos. Y yo pensé en mantenerlos en el agua porque tienen que estar bajo el agua, así que llenamos este tanque y…

—Cállate —ordenó Lawler.

—Quiero que sepas que hicimos todos los esfuerzos…

—Cállate. Por favor, cállate.

Lawler se despojó de la tela de hojas de lechuga acuática que llevaba puesta y entró en el tanque. El agua se desbordó cuando él se metió apretadamente junto a los buzos. Pero no había mucho que pudiera hacer por ellos.

El del centro ya estaba muerto: Lawler puso las manos sobre los musculosos hombros de la criatura y sintió que el rigor mortis comenzaba a apoderarse de ella. Los otros dos estaban más o menos vivos, lo cual era peor para ellos; debían de estar sufriendo dolores monstruosos si estaban conscientes. Los cuerpos de los buzos, que habitualmente tienen la forma de torpedos, algo más largos que la estatura de un hombre, estaban grotescamente llenos de bultos, con cada músculo presionando al de al lado, y sus pieles de color dorado reluciente que solían ser lisas y satinadas, eran ahora ásperas y estaban llenas de bultos. Sus ojos ambarinos estaban apagados. Sus prominentes fauces colgaban flojas. Una baba gris les cubría los hocicos. El de la izquierda continuaba gimiendo regularmente cada treinta segundos más o menos, arrancando aquel sonido de las profundidades de sus entrañas de una manera horrible.

—¿Puedes curarlos de alguna forma? —preguntó Delagard— ¿Puedes algo hacer por ellos? Yo sé que puedes hacerlo, doctor. Sé que puedes.

En la voz de Delagard había ahora una reverencia desesperada que Lawler no recordaba haberle oído jamás. Estaba acostumbrado a que los enfermos le confirieran poderes de dios y le rogaran milagros, pero ¿por qué Delagard se preocupaba tanto por aquellos buzos? ¿Qué estaba ocurriendo allí en realidad? Sin duda, Delagard no se sentía culpable. Delagard, no.

—Yo no soy médico de buzos —dijo Lawler con frialdad—. La medicina humana es la única que conozco. Y no soy tan bueno en realidad.

—Inténtalo. Haz algo. Por favor.

—Uno de ellos ya está muerto, Delagard. Nunca me enseñaron a resucitar a los muertos. Si lo que quieres es un milagro, ve a buscar a tu amigo Quillan, el sacerdote, y tráelo aquí.

—Cristo —murmuró Delagard.

—Exacto. Los milagros son la especialidad de él, no la mía.

—Cristo. Cristo.

Lawler buscó cuidadosamente el pulso en la garganta de los buzos. Sí, aún latían de forma lenta e irregular. ¿Significaba eso que estaban moribundos? Él no lo sabía. ¿Cómo era un pulso normal en un buzo? ¿Cómo podía suponerse que él supiera cosas así? Lo único que se podía hacer, pensó, era poner los dos que seguían con vida en el mar, bajarlos a la misma profundidad en la que habían estado, y traerlos nuevamente a la superficie, esta vez con la suficiente lentitud como para que pudieran librarse del exceso de nitrógeno. Pero no había forma de llevar eso a cabo. Y de todas formas, probablemente ya era demasiado tarde.

Presa de la angustia, trazó unos pases fútiles, casi místicos con las manos por encima de los cuerpos, como si pudiera sacar las burbujas de nitrógeno sólo con gestos.

—¿A cuánta profundidad estaban? —quiso saber Lawler sin levantar la vista.

—No estamos seguros. Cuatrocientos metros, quizá cuatro cincuenta. El fondo era irregular en esa zona y el mar se movía constantemente, por lo que no podíamos saber con precisión cuánta cuerda largábamos.

Hasta el fondo mismo del mar. Eso era una locura.

—¿Qué estábais buscando?

—Pepitas de manganeso —dijo Delagard—. Y también se suponía que ahí abajo había molibdeno, y quizá antimonio. Dragamos una increíble variedad de minerales con la pala excavadora.

—Entonces tendrías que haber utilizado la pala también para el manganeso —dijo Lawler, furioso—. No a ellos.

Sintió que el buzo de la derecha se tensaba y convulsionaba, y murió mientras él lo sostenía. El otro continuaba retorciéndose y gimiendo.

Una furia fría y amarga se apoderó de él, alimentada por el desprecio y la ira. Aquello era un asesinato estúpido e irreflexivo. Los buzos eran animales inteligentes, no tanto como los gillies pero lo suficientemente inteligentes. Sin duda más inteligentes que los perros, más que los caballos, más inteligentes que cualquiera de los animales de la antigua Tierra de los que Lawler hubiera tenido noticias en la época en la que leía libros de cuentos.

Los mares de Hydros estaban llenos de criaturas que podían ser consideradas inteligentes. Aquélla era una de las cosas desconcertantes de aquel mundo, haber desarrollado no sólo una especie inteligente sino, aparentemente, docenas de ellas. Los buzos tenían un idioma, tenían nombres y poseían algún tipo de estructura tribal. Sin embargo, a diferencia de la casi totalidad de las otras formas de vida inteligentes de Hydros, tenían un defecto fatal: eran dóciles e incluso amistosos con los seres humanos, y compañeros juguetones en el agua. Se los podía persuadir para que hicieran favores. Incluso se los podía poner a trabajar.

Por lo visto, se los podía hacer trabajar hasta la muerte.

Masajeó desesperadamente al que aún no había muerto, con la lejana esperanza de hacer salir el nitrógeno de sus tejidos. Durante un momento los ojos de la bestia se animaron, y profirió cinco o seis palabras en la lengua gutural de los buzos. Lawler no hablaba aquel idioma, pero las palabras de la criatura eran bastante fáciles de interpretar como: «dolor, pesar, tristeza, pérdida, desesperación». Luego sus ojos ambarinos se pusieron vidriosos y volvió a quedar en silencio.

—Los buzos están adaptados para vivir en el océano profundo —dijo Lawler, mientras continuaba masajeándolo—. Cuando se los deja solos son lo suficientemente inteligentes como para no pasar de una zona de presión a otra con demasiada rapidez, para poder eliminar los gases. Todas las criaturas marinas saben eso, por tontas que sean. Una esponja sabría eso, así que para qué hablar de un buzo. ¿Cómo fue que estos tres subieron a la superficie tan rápidamente?

—Fueron izados por la grúa —dijo Delagard, lastimosamente—. Estaban en la red y no lo supimos hasta que llegó a la superficie. ¿Hay algo, cualquier cosa, que puedas hacer para salvarlos, doctor?

—El del otro extremo también está muerto. A éste le quedan probablemente cinco minutos. Lo único que puedo hacer es romperle el cuello para aliviarle el sufrimiento.

—Jesús.

—Sí, Jesús. Vaya una mierda de asunto.

Sólo llevó un instante, un golpe rápido. Después Lawler se detuvo durante un momento, con los hombros caídos hacia adelante, respirando profundamente y sintiéndose aliviado ahora. Luego salió del tanque, se sacudió y volvió a envolver la tela de lechuga marina en torno a su cintura. Lo que necesitaba ahora, y lo necesitaba con urgencia, era un trago de tintura de alga y un buen baño, después de haber estado en el tanque con aquellas bestias agonizantes. Pero ya había agotado su cuota de baños de la semana. Tendría que conformarse con echarse a nadar dentro de un rato. Sin embargo, sospechaba que le haría falta algo más para sentirse nuevamente limpio después de lo visto esa mañana.

Le echó una mirada penetrante a Delagard.

—Éstos no son los primeros a los que les pasa esto, ¿verdad?

El hombre rechoncho no lo miró a los ojos.

—No.

—¿Es que no tienes sensatez alguna? Ya sé que no tienes conciencia, pero al menos podrías tener un poco de sensatez. ¿Qué les ocurrió a los otros?

—Murieron.

—Ya lo supongo. ¿Qué hiciste con los cuerpos?

—Hice comida con ellos.

—Maravilloso. ¿Cuántos fueron?

—Ocurrió hace algún tiempo. Cuatro, cinco… no estoy seguro.

—Eso probablemente significa diez. ¿Se enteraron los gillies de ello?

El «sí» de Delagard fue el sonido audible más leve que podía proferir un hombre.

—Sí —lo imitó Lawler—. Por supuesto que se enteraron. Los gillies siempre se enteran cuando jodemos a la fauna local. ¿Qué dijeron?

—Me hicieron una advertencia —respondió con voz un poco más alta, en el tono de susurro malhumorado de un escolar travieso.

Aquí lo tenemos, pensó Lawler. Por fin, aquí está el núcleo del problema.

—¿Qué es lo que te advirtieron? —preguntó.

—Que no utilizara nunca más a los buzos en mis operaciones.

—Pero lo has hecho, según parece. ¿Por qué demonios volviste a utilizarlos si ellos te advirtieron que no lo hicieras?

—Cambiamos el método. No pensamos que fuera a haber ningún problema —algo de energía volvió a la voz de Delagard—. Oye, Lawler, ¿sabes lo valiosas que pueden ser esas pepitas de mineral? ¡Podrían revolucionar completamente nuestra existencia en este jodido charco! ¿Cómo iba yo a saber que los buzos iban a meterse directamente en la condenada red de la grúa? ¿Cómo podía imaginar que se quedarían en el interior después de que diéramos la señal de izarla?

—Ellos no se quedaron en la red. Debieron de enredarse en ella. Los animales submarinos inteligentes no se quedan en una red que se eleva rápidamente desde cuatrocientos metros de profundidad.

Delagard lo miró con ferocidad desafiante.

—Bueno, pues así fue. Por qué, no lo sé —la ferocidad desapareció y volvió a dirigirle a Lawler aquella mirada dedicada al hacedor de milagros, con los ojos levantados hacia él, implorantes. ¿Aún ahora tenía esperanzas?—. ¿No había nada que tú pudieras hacer para ayudarlos, Lawler? ¿Nada en absoluto?

—Oh, por supuesto que sí. Había muchísimas cosas que hubiera podido hacer. Lo único que ocurre es que no estaba de humor, supongo.

—Perdona. He dicho una tontería —Delagard parecía casi avergonzado; continuó con voz ronca—. Ya sé que has hecho todo lo que podías. Mira, si puedo enviar a tu vaargh algo a modo de pago, una caja de brandy de algas, quizá, o algunas buenas cestas, o embutidos para una semana…

—El brandy —dijo Lawler—. Eso será lo más apropiado. Podré emborracharme y olvidar todo lo que he visto aquí —cerró los ojos durante un instante—. Los gillies están enterados de que has tenido aquí toda la noche a tres buzos agonizantes.

—¿Lo están? ¿Cómo es posible que tú sepas eso?

—Porque me encontré con algunos cuando estaba paseando por el dique marítimo, y prácticamente me arrancaron la cabeza de un mordisco. Espumajeaban de furia. ¿Es que no viste cómo me echaban?

Delagard, con el rostro repentinamente ceniciento, denegó con la cabeza.

—Bueno, pues lo hicieron; y yo no había hecho nada excepto quizá acercarme demasiado a la planta energética. Sin embargo, nunca antes habían dicho que la planta fuera territorio prohibido, por lo que tuvo que ser a causa de esto.

—¿Tú lo crees así?

—¿Qué otra cosa pudo ser?

—En ese caso, siéntate. Tenemos que hablar, doctor.

—Ahora no.

—¡Escúchame!

—No quiero escucharte, ¿de acuerdo? Y no puedo quedarme aquí más tiempo; tengo otras cosas que hacer. Probablemente tenga gente esperando en mi vaargh. Demonios, ni siquiera he desayunado.

—Doctor, espera un segundo. Por favor.

Delagard lo sujetó, pero Lawler se lo sacudió de encima. El aire húmedo del cobertizo, matizado por el olor dulzón de la descomposición de los cuerpos, lo estaba mareando. La cabeza comenzaba a darle vueltas. Incluso un médico tiene sus límites; rodeó a Delagard que lo miraba con la boca abierta, y salió al exterior. Se detuvo en la puerta y se balanceó durante unos instantes con los ojos cerrados mientras respiraba profundamente y escuchaba los gruñidos de su estómago vacío y el crujir del embarcadero debajo de los pies, hasta que la repentina náusea lo abandonó.

Escupió algo seco y verdoso; miró el esputo con el entrecejo fruncido. Jesús… Vaya una forma de comenzar la mañana.

El alba había llegado ya, y estaba en toda su plenitud. Por estar Sorve tan cerca del ecuador, el sol se elevaba rápidamente por encima del horizonte cada mañana, y se precipitaba de la misma forma abrupta al anochecer. Aquella mañana había un cielo insólitamente magnífico. La bóveda celeste estaba cruzada por listas de color rosa vivo, salpicadas por matices anaranjados y turquesas. A Lawler le parecía que la túnica de Delagard estuviera allá arriba. Se había calmado en cuanto hubo salido de la choza al aire fresco del mar, pero ahora sentía que una nueva ola de furor se agitaba dentro de él y provocaba malas resonancias en sus entrañas; desvió la vista hacia sus pies mientras volvía a respirar profundamente. Lo que necesitaba hacer, se dijo, era llegar a casa. A casa y al desayuno, y tal vez una o dos gotas de tintura; luego comenzaría la jornada diaria.

Comenzó a subir la cuesta. En el interior de la isla la gente ya estaba levantada y moviéndose por los alrededores. Allí nadie dormía mucho después del alba. La noche era para dormir y el día para trabajar. A lo largo del camino de regreso a su vaargh —para esperar a que llegara el grupo de genuinos enfermos y quejosos crónicos de aquella mañana—, Lawler encontró y saludó a un buen porcentaje de la población humana de la isla. Allí, en el estrecho rincón en el que vivían los hombres, todo el mundo estaba constantemente amontonado.

La mayoría de aquellos a los que saludó eran personas a las que conocía desde hacía décadas. Prácticamente toda la población de Sorve había nacido en Hydros, y más de la mitad de ellos habían nacido y se habían criado en la isla misma, como Lawler. Así pues, la mayoría de ellos eran personas que nunca habían escogido pasar la totalidad de sus vidas en aquella bola de agua alienígena, pero lo estaban haciendo de todas formas porque no tenían alternativa. La lotería de la suerte les había dado simplemente un billete para Hydros en el momento de nacer; y cuando uno se encontraba en Hydros no podía salir nunca más porque allí no había puertos espaciales; no había forma de marcharse del planeta excepto la muerte.

Nacer allí era como una cadena perpetua. Era algo extraño el no tener elección alguna acerca del mundo en el que uno quería vivir, en medio de una galaxia plagada de planetas habitables y mundos inhabitados. Pero también estaban los demás, los que habían caído a plomo desde el espacio exterior en una cápsula, que habían tenido elección, que habrían podido ir a cualquier otra parte del Universo y sin embargo habían escogido aquélla, aun sabiendo que no había forma de salir de allí. Eso era todavía más extraño.

Dag Tharp manejaba la radio, hacía trabajos dentales al margen y a veces trabajaba como anestesista de Lawler. Fue el primero con el que se cruzó; era un hombre menudo y anguloso, de rostro rojo y aspecto frágil, una gran nariz afilada y ganchuda que nacía entre sus dos ojillos y una boca casi descarnada; todo sobre un cuello flaco. Detrás de él vino Sweyner, el fabricante de herramientas y soplador de vidrio: un anciano pequeño, nudoso y curtido; igual que su nudosa y curtida esposa, que parecía su hermana gemela. Algunos de los nuevos colonos sospechaban que así era, pero Lawler conocía bien la historia. La esposa de Sweyner era prima en segundo grado de Lawler, y Sweyner no estaba emparentado con él ni con ella en absoluto. Los Sweyner, como los Tharp, eran nacidos en Hydros y nativos de Sorve. Era algo un poco irregular eso de casarse con una mujer de la propia isla natal, como había hecho Sweyner, y eso, junto con el parecido físico que había entre ellos, había provocado los rumores.

Lawler ya estaba cerca de la alta loma de la isla, la terraza principal. Una ancha rampa de madera conducía hasta ella. No había escalera alguna en Sorve; las piernas rechonchas de los gillies no estaban diseñadas para subir escaleras. Lawler trepó por la rampa a buen paso y salió a la terraza, una extensión plana, dura y rígida de fibras amarillas de bambú marino de unos cincuenta metros de diámetro, barnizado con savia de sepeltana y apoyado sobre un entramado de gruesas vigas negras de madera de fuco. La larga y estrecha carretera central de la isla la atravesaba. Un desvío a la izquierda conducía a la parte de la isla en la que vivían los gillies, y otro a la derecha llevaba al pueblo de cabañas de los humanos. Lawler cogió el desvío de la derecha.

—Buenos días, doctor, señor —murmuró Natim Gharkin a unos veinte pasos por delante de él en el sendero, mientras se apartaba a un lado para dejar pasar a Lawler.

Gharkin había llegado a Sorve hacía unos cuatro o cinco años, procedente de otra isla. Era un hombre de mirada y rostro suaves, con una piel lisa y oscura; aún no había conseguido encajar en la vida de la comunidad de ninguna forma significativa. Era un recolector de algas; bajaba por el sendero para pasarse el día cosechando algas marinas en las aguas someras. Eso era lo único que hacía.

La mayoría de los seres humanos de Hydros se dedicaban a varias ocupaciones: con una población tan reducida como aquélla, era necesario que la gente tuviera varias destrezas. Pero Gharkin no parecía preocuparse por ello. Lawler no sólo era el médico de la isla, sino además el farmacéutico, el meteorólogo, el enterrador y —al menos eso parecía pensar Delagard— el veterinario. Gharkin, sin embargo, era recolector de algas y nada más. Lawler pensaba que era nacido en Hydros, pero no estaba seguro porque aquel hombre daba a conocer muy raramente algún dato sobre sí mismo. Gharkin era la persona más humilde que Lawler hubiera conocido jamás; calmo, paciente y diligente, amistoso pero insondable, era una vaga presencia silenciosa y no mucho más.

Intercambiaron sonrisas automáticas y pasaron el uno junto al otro.

Luego pasaron en hilera las mujeres, vestidas todas con túnicas verdes sueltas: las encabezaban las hermanas Halla, Mariam y Thecla, que un par de años antes habían formado una especie de convento en el extremo bajo de la isla. Lo habían instalado más allá de los terrenos de los artesanos que trabajaban con desechos, donde se almacenaban huesos de todas clases para ser procesados y convertidos en cal y luego en jabón, tinta, pintura o químicos destinados a cientos de usos. Habitualmente no estaban allí más que los artesanos; las hermanas, que vivían más allá del osario, estaban a salvo de ser molestadas. Pero, a pesar de todo, era un sitio extraño para escogerlo como lugar de residencia. Desde que habían instalado su convento, las hermanas habían tenido tan pocos tratos con los hombres como les era posible. A aquellas alturas la congregación estaba formada por once mujeres, alrededor de un tercio de las humanas de Sorve; aquél era un acontecimiento curioso, único en la corta historia de la isla. Delagard estaba lleno de especulaciones lascivas acerca de lo que ocurría allí abajo. Muy probablemente estaba en lo cierto.

—Hermana Halla —dijo Lawler, mientras saludaba con un gesto a cada una—. Hermana Mariam. Hermana Thecla.

Ellas lo miraron como si hubiera dicho algo sucio. Lawler se encogió de hombros y prosiguió su camino.

La principal reserva de agua estaba un poco más arriba. Se trataba de un tanque de cincuenta metros de diámetro por tres de alto, construido con cañas de bambú marino barnizadas y atadas con aros de algas de color naranja brillante; lo habían calafateado con la brea que se extraía de los pepinos acuáticos. De él salía un laberinto de tuberías de madera hacia las chozas, que comenzaban un poco más allá.

El tanque de agua era probablemente la estructura más importante del asentamiento. La habían construido los primeros seres humanos que habían llegado a la isla cinco generaciones antes —a principios del siglo veinticuatro—, cuando Hydros era aún utilizada como colonia penal. Requería un mantenimiento constante: interminables parches, calafateados y reposición de los aros de alga. Durante los últimos diez años se había hablado de reemplazarlo por algo mejor construido, pero nunca se había hecho nada al respecto, y Lawler dudaba de que fuera a hacerse alguna vez. Servía a sus propósitos suficientemente bien.

Al acercarse al gran tanque de madera, Lawler vio que el sacerdote estaba rodeando lentamente el tanque. El padre Quillan, de la Iglesia de Todos los Mundos, había venido hacía poco a instalarse en Hydros. Ahora estaba haciendo algo extremadamente extraño: cada diez pasos más o menos, se detenía, se encaraba con la pared del tanque y tendía los brazos para hacer algo así como abrazarlo, presionando las puntas de los dedos cuidadosamente contra la pared aquí y allá como si estuviera buscando escapes.

—¿Tiene miedo de que la pared reviente? No debe preocuparse por eso —le gritó Lawler.

El sacerdote era un recién llegado que no pertenecía a aquel mundo. Había estado en Hydros menos de un año, y hacía sólo unas pocas semanas que había llegado a la isla de Sorve. Quillan miró rápidamente a su alrededor, visiblemente incómodo. Apartó las manos de la cara del tanque.

—Hola, Lawler.

Era un hombre macizo de aspecto austero, calvo y completamente afeitado; podría haber tenido cualquier edad entre cuarenta y cinco y sesenta años. Era delgado, como si toda la carne hubiera sudado a través de sus poros; tenía un rostro ovalado y una nariz fuerte y huesuda. Los ojos, hundidos, eran de un frío color azul claro; tenía una piel muy blanca que parecía desteñida, a pesar de que la dieta regular de productos derivados del mar comenzaba a conferirle el tinte oscuro marino que tenían todos los colonos antiguos. Las algas comenzaban a aflorarle a la cara, por decirlo de alguna manera.

—Esta cisterna de agua es extremadamente resistente —le dijo Lawler—. Créame, padre; he vivido aquí toda mi vida y las paredes no han estallado ni una sola vez. No podríamos dejar que eso ocurriera.

Quillan rió, cohibido.

—No era eso lo que estaba haciendo, en realidad. De hecho estaba abrazando su fuerza.

—Ya veo.

—Sintiendo todo el poder que hay allí dentro. Experimentando la sensación de una gran fuerza contenida… toneladas de agua dominadas por nada más que la voluntad y la determinación humanas.

—Y un montón de bambú marino y anillos, padre. Por no hablar de la gracia de Dios.

—Eso también —dijo Quillan.

Algo muy peculiar, eso de abrazar la reserva de agua porque uno quiere sentir su poder. Pero Quillan siempre estaba haciendo cosas peculiares como aquélla. En aquel hombre parecía haber algún tipo de hambre desesperada: hambre de gracia, de misericordia, de rendirse a algo más grande que él. Quizá de la fe misma. Parecía extraño que un hombre que declaraba ser sacerdote estuviera tan necesitado de espíritu.

—Ese tanque lo diseñó mi tatarabuelo, ¿sabe? —dijo—. Harry Lawler, uno de los fundadores. Era capaz de hacer cualquier cosa que se le metiera en la cabeza, según decía mi abuelo. Sacarle a uno el apéndice, navegar de una isla a otra, diseñar esta reserva de agua —Lawler hizo una pausa—. Fue enviado aquí por asesinato, el viejo Harry. Homicidio sin premeditación, debería decir.

—No lo sabía. ¿Así que su familia ha vivido siempre en Sorve?

—Desde el principio. Yo nací aquí. A unos doscientos metros de donde se encuentra usted, en realidad —Lawler dio unas palmadas afectuosas al costado del tanque—. El bueno del viejo Harry. Aquí tendríamos verdaderos problemas sin esto. Ya ha visto lo seco que es nuestro clima.

—Comienzo a darme cuenta —dijo el sacerdote—. ¿Alguna vez llueve aquí?

—En ciertas épocas del año —respondió Lawler—. Ésta no es una de ellas. No tendremos lluvia durante otros nueve o diez meses. Es por eso por lo que el tanque fue construido de tal modo que no hubiese escape alguno.

El agua era escasa en Sorve; al menos el tipo de agua que necesitaban los seres humanos. La isla viajaba por territorios áridos durante la mayor parte del año, a causa de las inexorables corrientes. Las islas flotantes de Hydros, a pesar de que navegaban más o menos libremente por el mar, a veces quedaban atrapadas durante varias décadas dentro de unos cinturones longitudinales muy definidos por poderosas corrientes marinas tan fuertes como enormes ríos. Todos los años, cada isla llevaba a cabo una migración rígidamente definida de un polo a otro y de vuelta; cada polo estaba rodeado por un torbellino de aguas rápidas que se apoderaban de las islas entrantes, les hacían dar la vuelta y las empujaban hacia el extremo opuesto del planeta.

Sin embargo, a pesar de que las islas pasaban por todas las latitudes en su migración anual de sur a norte, las fluctuaciones de este y oeste eran mínimas debido a la fuerza de las corrientes predominantes. Sorve, en su interminable recorrido de subida y bajada por el planeta, había permanecido entre los grados cuarenta y sesenta de longitud oeste desde que Lawler podía recordar. Básicamente, ése parecía ser un cinturón árido en la mayor parte de sus latitudes. Las lluvias eran infrecuentes excepto para la época en que la isla se desplazaba por las zonas polares; entonces lo normal eran las precipitaciones torrenciales.

Las sequías casi perpetuas no constituían problema alguno para los gillies, que de todas formas estaban hechos para beber agua de mar. Pero eso complicaba la existencia de los seres humanos. El racionamiento del agua era un factor rutinario de la vida en Sorve. Había habido dos años —cuando Lawler tenía doce años y nuevamente cuando tenía veinte, el oscuro año de la muerte de su padre—, durante los cuales habían caído precipitaciones inesperadas sobre la isla durante varias semanas sin parar, por lo que los tanques de reserva se habían desbordado y se había abandonado el racionamiento. Aquello había sido una interesante novedad durante la primera semana más o menos, y luego las interminables precipitaciones torrenciales, los días grises y el olor del moho rancio se habían convertido en algo aburrido. En términos generales, Lawler prefería las sequías; al menos estaba acostumbrado a ellas.

—Este lugar me fascina —dijo Quillan—. Es el mundo más extraño que haya conocido jamás.

—Supongo que yo podría decir lo mismo.

—¿Ha viajado mucho? Por Hydros, quiero decir.

—Una vez estuve en la isla de Thibeire —respondió Lawler—. Se nos acercó mucho, flotando justo fuera del puerto, y un grupo de nosotros cogimos una barca y pasamos el día allí. Yo tenía quince años entonces. Ésa es la única vez en la que he estado fuera de esta isla —le dirigió a Quillan una mirada cautelosa—. Pero usted es un auténtico viajero, según tengo entendido. Me han dicho que ha estado en una buena parte de la galaxia, en otros tiempos.

—Un poco —respondió Quillan—. Pero no tanto como dicen. He estado en siete mundos en total, ocho si contamos éste.

—Eso es siete mundos más de lo que yo veré jamás.

—Pero ahora he llegado al final del camino.

—Sí —aseguró Lawler—. De eso no cabe duda.

Los extranjeros que venían a vivir en Hydros estaban más allá de la comprensión de Lawler. ¿Por qué lo hacían? ¿Por qué meterse en una cápsula de caída en Alborada —el vecino del cielo, a sólo un millón de kilómetros de distancia, más o menos— y ser lanzado a una órbita de aterrizaje para caer al mar cerca de alguna de las islas flotantes, con la plena conciencia de que no podría volver a abandonar Hydros?

Puesto que los gillies se negaban a permitir la instalación de un puerto espacial en ninguna parte de Hydros, ir al planeta era un viaje estrictamente sin retorno, y todos los que estaban en el exterior lo sabían perfectamente. Y a pesar de ello venían —si bien no muchos, sí en una corriente constante— y escogían vivir para siempre como náufragos en las tierras sin tierra, en un mundo sin árboles ni flores, sin pájaros ni insectos ni campos de hierba verde, sin animales peludos o ungulados, sin facilidades ni comodidades de ningún tipo, sin ninguna de las ventajas de la tecnología moderna, flotando en las incesantes mareas, viajando de un polo a otro y de vuelta, a bordo de islas hechas de mimbre entretejido, en un mundo que sólo era adecuado para criaturas con aletas.

Lawler no tenía ni idea de por qué Quillan había querido vivir en Hydros, pero uno no hacía ese tipo de preguntas. Quizá se tratara de una especie de penitencia. Ciertamente no había sido para llevar a cabo funciones eclesiásticas: la Iglesia de Todos los Mundos era una secta católica cismática postpapal sin ningún adepto en aquel planeta, hasta donde sabía Lawler. Tampoco parecía estar allí como misionero; no había hecho intento alguno de llevar a cabo conversiones desde su llegada, lo cual daba lo mismo porque la religión no había sido nunca un asunto de gran interés entre los isleños. «Dios está muy lejos de quienes vivimos en la isla de Sorve», solía decir su padre.

Quillan pareció sombrío durante un momento, como si contemplara recién ahora la realidad de haber varado en Hydros por el resto de sus días.

—¿No le importa a usted estar siempre en el mismo lugar? —le preguntó luego—. ¿No siente nunca inquietud, curiosidad por saber cómo son las otras islas?

—Realmente no —respondió Lawler—. Tuve la impresión de que Thibeire era muy parecida a Sorve. La misma disposición general, la misma consistencia general. La única diferencia era que allí no había nadie a quien yo conociera. Si un lugar es exactamente igual que otro, ¿por qué no quedarse en el que uno conoce, entre la gente con la que ha vivido siempre? —sus ojos se entrecerraron—. Son los otros mundos los que hacen que me formule preguntas. Los que contienen tierras secas. Los planetas realmente sólidos.

»Me pregunto cómo será eso de caminar y caminar durante días sin ver ni una vez grandes extensiones de agua, o estar siempre sobre una superficie dura, no en una isla, sino en un continente enorme donde uno no puede ver desde una punta a otra del lugar en el que vive, una gigantesca masa de tierra que tiene ciudades, montañas y ríos encima. Me gustaría saber cómo son los árboles, los pájaros, las flores. Me interrogo acerca de la Tierra, ¿sabe? A veces sueño que todavía existe, que en realidad estoy en ella respirando su aire y sintiendo el suelo bajo mis pies; sueño que se me mete debajo de las uñas. No hay ni una partícula de tierra en todo Hydros; ¿se da cuenta de eso? Sólo la arena del fondo del mar.

Lawler dirigió una rápida mirada a las manos del sacerdote, a sus uñas, como si todavía pudiera tener restos de la tierra negra de Alborada. Los ojos de Quillan siguieron la dirección de los de Lawler y sonrió, pero no dijo nada.

—El otro día lo oí a usted cuando hablaba con Delagard en el centro comunitario —dijo Lawler—, acerca del planeta en el que vivió antes de llegar aquí, y todavía recuerdo cada una de las palabras que dijo. Cómo las tierras de aquel lugar parecían continuar infinitamente, primero praderas y luego montañas y un desierto al otro lado de las montañas. Y durante todo ese tiempo permanecí sentado allí, mientras intentaba imaginar qué aspecto tendrían realmente todas aquellas cosas; pero, por supuesto, yo nunca lo sabré. Desde aquí no podemos ir a otros mundos, ¿eh? Para nosotros daría lo mismo que no existieran. Y puesto que en Hydros cada lugar es igual a todos los demás lugares, no me siento tentado de viajar por aquí.

—En efecto —dijo Quillan con gravedad. Pasado un momento, agregó—. Sin embargo, eso no es típico, ¿no cree?

—¿Típico de quién?

—De la gente que vive en Hydros. Me refiero a no viajar nunca a ninguna parte.

—Algunos son viajeros. Les gusta cambiar de isla cada cinco o seis años. Otros no son así. Yo diría que la mayoría no son así. En todo caso, yo soy uno de los que prefieren quedarse.

Quillan meditó durante un momento sobre aquello.

—En efecto —repitió, como si estuviera procesando algún dato complicado.

Parecía haber agotado su lista de preguntas por el momento y estar a punto de pronunciar una conclusión importante. Lawler lo observaba sin mayor interés, mientras esperaba amablemente oír cualquier otra cosa que quisiera decirle, pero pasó un largo rato y Quillan continuó en silencio. Resultaba evidente que, después de todo, no tenía nada más para decir.

—Bueno —comentó Lawler—, creo que es hora de abrir la tienda —y comenzó a andar sendero arriba en dirección a los vaarghs.

—Espere —pidió Quillan.

Lawler se volvió para mirarlo.

—¿Sí?

—¿Se encuentra usted bien, doctor?

—¿Por qué? ¿Le parece que tengo aspecto de estar enfermo?

—Parece estar algo trastornado —respondió Quillan—. No es normal ese aspecto en usted. Cuando lo conocí tuve la impresión de que era usted un hombre que se limitaba a vivir su vida día a día, hora a hora, y que sabía tomarse las cosas de la mejor manera. Pero esta mañana tiene usted un aspecto diferente, de alguna forma. Esa exposición suya acerca de otros mundos… no sé. No parece algo propio de usted. Por supuesto, yo no puedo decir que lo conozca realmente…

Lawler le dirigió al sacerdote una mirada defensiva. No tenía ganas de hablarle de los tres buzos muertos en el cobertizo.

—He tenido unas cuantas cosas en la cabeza la pasada noche. No he dormido mucho, pero no me había dado cuenta de que fuera evidente.

—Yo soy bastante bueno para ver esas cosas; no requiere demasiado esfuerzo —dijo Quillan con una sonrisa. Sus pálidos ojos azules, habitualmente remotos e incluso velados, parecieron insólitamente penetrantes en aquel preciso momento—. Oiga, Lawler, si quiere hablar conmigo de cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, a cualquier hora, simplemente descargar su pecho…

Lawler sonrió abiertamente y se señaló el pecho, que llevaba desnudo.

—Es obvio que aquí no hay nada, ¿verdad?

—Ya sabe a qué me refiero —dijo Quillan.

Durante un momento algo pareció pasar entre ellos, una especie de tensión crepitante, un enlace que Lawler no deseaba ni disfrutó. Entonces el sacerdote volvió a sonreír afablemente —demasiado afablemente, una sonrisa deliberadamente benigna, suave y vaga— con la deliberada intención de crear distancia entre ambos. Levantó una mano con un gesto que podría haber sido de bendición, o tal vez de tristeza, asintió, se volvió y se alejó.

3

Al acercarse a su vaargh, Lawler vio que una mujer de largos cabellos lacios y negros lo estaba esperando en el exterior. Una paciente, supuso. Ella tenía la cara vuelta en la dirección opuesta, por lo que él no estaba seguro de la identidad de su visitante. Al menos cuatro de las mujeres de Sorve tenían el cabello así.

Había treinta vaarghs en el grupo en el que vivía Lawler, y otras sesenta más o menos —no todas habitadas— más abajo, cerca del extremo de la isla. Eran estructuras grises e irregulares, asimétricas pero de forma vagamente piramidal; huecas por dentro, del doble de la altura de un hombre y acabadas en un vértice romo. Cerca de la cima tenían abiertos agujeros a modo de ventanas, orientados en un ángulo tal que la lluvia sólo pudiera penetrar durante las tormentas más torrenciales, e incluso así con dificultad. Estaban hechas con una celulosa arrugada, tosca y áspera —algo extraído del mar; ¿de qué otro sitio si no del mar?—, evidentemente mucho tiempo antes.

Aquel material era notablemente sólido y duradero. Si uno golpeaba una vaargh con un palo, sonaba como una campana metálica. Los primeros colonos las habían encontrado ya construidas al llegar, y las habían utilizado como alojamiento temporal; pero eso había ocurrido más de cien años antes, y los isleños aún vivían en ellas. Nadie sabía por qué estaban allí.

Había grupos de vaarghs en casi todas las islas. Quizá se tratara de los nidos abandonados de alguna criatura extinguida, que una vez había compartido la isla con los gillies. Éstos vivían en moradas de una naturaleza completamente distinta, unos refugios precarios de algas que desechaban y reemplazaban cada pocas semanas, mientras que estas otras casas parecían tan cerca de lo imperecedero como ninguna otra cosa en aquel mundo acuático. «¿Qué son?», habían preguntado los primeros colonos, y los gillies habían respondido simplemente: «Son vaarghs». Qué significaba «vaarghs» era algo que nadie sabía. Comunicarse con los gillies, incluso ahora, era una cuestión que dependía de la casualidad.

Cuando Lawler se acercó más, advirtió que la mujer era Sundria Thane. También ella era nueva en Sorve; una joven seria de elevada estatura que había arribado algunos meses antes procedente de la isla de Kentrup como pasajera de uno de los barcos de Delagard. Su profesión era mantenimiento y reparación —barcos, redes, maquinaria, cualquier cosa—, pero el auténtico campo de sus intereses parecía ser el estudio de los hydranos. Lawler había oído decir que ella era experta en la cultura, la biología y todos los aspectos de la vida de éstos.

—¿He llegado demasiado temprano? —preguntó.

—No, si no lo cree así. Entre.

La entrada de la vaargh de Lawler era una hendidura de forma triangular abierta en una pared, como una puerta para gnomos. Él se agachó y deslizó al interior. Ella también se agachó para seguirlo, tenía casi su misma estatura. La mujer parecía tensa, reservada, preocupada.

La pálida luz de la mañana entraba oblicuamente en la vaargh. El interior estaba dividido en tres habitaciones, todas pequeñas y de ángulos agudos, con finos tabiques hechos del mismo material que el exterior: el consultorio médico, el dormitorio y una antecámara que utilizaba como sala de espera.

Eran alrededor de las siete de la mañana. Lawler comenzaba a sentir hambre, pero se dio cuenta de que el desayuno tendría que esperar un rato más. Sin embargo, echó distraídamente unas gotas de tintura de alga en un jarro, agregó un poco de agua y bebió la mezcla como si no se tratara de otra cosa que de alguna medicina que él se había prescrito y debía tomar cada mañana. En cierta forma, así era.

Le dirigió a la joven una rápida mirada de culpabilidad, pero ella no estaba prestando la mínima atención a lo que él hacía, sino que admiraba su pequeña colección de objetos de la Tierra. Todos los que entraban allí hacían lo mismo. Ella pasó delicadamente los dedos por el áspero borde del pequeño trozo de cerámica anaranjado y negro, y luego miró a Lawler por encima del hombro con expresión interrogativa. Él sonrió.

—Proviene de un sitio llamado Grecia —le dijo—. Un lugar muy famoso en la Tierra, hace mucho tiempo.

Los poderosos alcaloides de la droga habían completado el recorrido por su torrente sanguíneo casi de inmediato, llegando al cerebro. Sintió que en su espíritu disminuían las tensiones de aquella madrugada.

—He estado tosiendo —dijo Thane—. No hay forma de que se me calme la tos.

Y casi en el acto estalló en un acceso de tos seca y rasposa. En Hydros, una tos podía ser algo tan trivial como en cualquier otra parte, pero también podía tratarse de algo grave. Todos los isleños lo sabían.

Había un hongo acuático parasitario que habitualmente se encontraba en las aguas templadas del norte; se reproducía mediante la infestación de diversas formas de vida marina a través de esporas lanzadas a la atmósfera en forma de densas nubes negras. Cuando eran inhaladas por un mamífero acuático que salía a respirar a la superficie, brotaban de inmediato y producían una densa maraña de filamentos de color rojo brillante que no hallaban dificultad alguna en penetrar en los pulmones, el estómago e incluso el tejido cerebral. El interior del portador se convertía así en una apretada masa de hilos rojos, que buscaban el pigmento respiratorio con base de cobre, la hemocianina. La mayoría de las criaturas marinas de Hydros tenían hemocianina en la sangre, lo que le daba a ésta un tono azulado. También aquellos hongos parecían necesitar la hemocianina.

La muerte por infección de hongos era lenta y horrible. El portador se hinchaba con los gases que desprendía el invasor, sin que nada pudiera hacerse para ayudarlo. Moría sin remedio, y poco después los hongos generaban una estructura de reproducción parecida a una fruta, a través de un agujero que abrían en el abdomen del portador. Se trataba de una masa globular fibrosa que poco después se abría para dejar en libertad una nueva generación de hongos adultos. Llegado el momento producirían nuevas nubes de esporas, y así volvía a comenzar el ciclo.

Aquellos hongos mortales eran capaces de arraigar en los pulmones humanos, cosa que no les servía para nada —ya que el cuerpo humano no podían proporcionarles la hemocianina que necesitaban—, pero invadían y consumían todos los órganos del cuerpo del portador durante su búsqueda, lo que constituía un gasto de energía inútil.

El primer síntoma de aquella enfermedad en los seres humanos era una tos que no había forma de calmar.

—Primero, déjeme hacerle unas cuantas preguntas —dijo Lawler—, y luego examinaremos esa tos.

Sacó de un cajón una carpeta de historia clínica nueva y garrapateó el nombre de Sundria Thane en ella.

—¿Qué edad tiene? —preguntó.

—Treinta y uno.

—¿Dónde nació?

—En la isla de Jamsilaine.

Él levantó la vista.

—¿Está eso en Hydros?

—Sí —respondió ella, hasta cierto punto irritada—. Por supuesto —la acometió otro ataque de tos—. ¿No ha oído nunca hablar de Jamsilaine? —preguntó, cuando pudo volver a hablar.

—Hay un montón de islas. Yo no viajo mucho, y nunca he oído hablar de ella, no. ¿En qué mar se mueve?

—El de Azur.

—El de Azur —repitió Lawler, maravillado. Tenía sólo una muy vaga idea de dónde podía estar el mar de Azur—. Imagínese. Ya ha recorrido bastante territorio, ¿no es así? —ella no respondió. Pasado un momento, él continuó—. Usted llegó aquí proveniente de Kentrup, ¿verdad?

—Sí —más tos.

—¿Cuánto tiempo vivió allí?

—Tres años.

—¿Y antes de eso?

—Dieciocho meses en Velmise. Dos años en Shaktan. Alrededor de un año en Simbalimak —le dirigió una mirada fría—. Simbalimak también está en el mar de Azur.

—He oído hablar de Simbalimak —dijo él.

—Y antes de eso estaba en Jamsilaine, así que ésta es mi sexta isla.

Lawler tomó nota de ello.

—¿Se ha casado alguna vez?

—No.

También anotó eso. La aversión general a casarse entre los habitantes de una propia isla, había conducido a los habitantes de Hydros a la costumbre no oficial de la exogamia. Las personas solteras que deseaban casarse solían mudarse a otra isla para encontrar pareja. Que una mujer tan atractiva como Sundria Thane hubiera viajado tanto sin casarse ni una sola vez, indicaba que o bien ella era muy especial, o bien no estaba buscando casarse en absoluto.

Lawler sospechó que ella no lo buscaba. El único hombre con quien la había visto durante los pocos meses que llevaba viviendo en la isla era Gabe Kinverson, el pescador. El temperamental y poco comunicativo Kinverson, con su rostro anguloso, era fuerte y rudo; y según sospechaba Lawler, interesante en cierto sentido animal. Sin embargo no parecía el tipo de hombre con quien querría casarse una mujer como Sundria Thane —suponiendo que fuera el matrimonio lo que ella perseguía—; y Kinverson nunca había sido el tipo de hombre que se casa.

—¿Cuándo comenzó esa tos? —preguntó.

—Hace ocho o diez días. La última Noche de Tres Lunas, diría yo.

—¿Ha tenido alguna vez antes este tipo de síntomas?

—No, nunca.

—¿Tiene fiebre, dolores en el pecho, escalofríos?

—No.

—¿Expulsa algún tipo de esputo cuando tose? ¿O escupe sangre?

—¿Esputo? ¿Se refiere a secreciones? No, no he expulsado ninguna clase de…

Volvió a acometerla un nuevo ataque de tos, aún peor que los otros. Los ojos se le humedecieron, las mejillas se le pusieron rojas y todo su cuerpo parecía sacudirse con los espasmos. Una vez pasado, se quedó sentada con la cabeza caída entre los hombros y aspecto de desdicha. Lawler esperó a que recuperara el aliento.

—No hemos pasado por las latitudes en las que crecen los hongos mortales —dijo ella al fin—. Me lo he repetido constantemente.

—Eso no tiene importancia, ya lo sabe. Las esporas viajan miles de kilómetros con el viento.

—Muchas gracias.

—No pensará seriamente que tiene hongos mortales, ¿verdad?

Ella levantó los ojos y lo miró casi con ferocidad.

—¿Cree que lo sé? Podría estar llena de hilos rojos desde el pecho a los dedos de los pies, pero ¿cómo podría saberlo? Lo único que sé es que no paro de toser. Usted es el único que puede decirme por qué.

—Quizá sí —concedió Lawler—, quizá no. Pero echemos un vistazo. Quítese la camisa.

De un cajón, sacó un estetoscopio. Era un instrumento tosco, constituido por una simple caña de bambú marino de veinte centímetros de largo que tenía unidos un par de auriculares de plástico mediante dos tubos flexibles. Lawler no disponía prácticamente de ningún aparato médico moderno; incluso casi nada de lo que un médico del siglo veinte o del veintiuno hubiera podido considerar así. Tenía que valerse de cosas primitivas y aparatos medievales.

Los rayos X le hubiera dicho en un par de segundos si ella tenía hongos, pero ¿dónde encontrar un aparato de rayos? En Hydros tenían muy poco contacto con el gran universo que se abría más allá del cielo, y ningún comercio de importación-exportación. Tenían suerte de disponer de algún aparato médico, por tosco que fuese; o de médicos, incluso de los formados sólo a medias, como él. Los asentamientos humanos de aquel planeta eran inherentemente pobres. Había muy poca gente y un fondo de conocimientos demasiado somero.

Desnuda hasta la cintura y de pie junto a la mesa de examen, ella lo observó mientras él se deslizaba el estetoscopio en torno al cuello. Era esbelta, exageradamente delgada; tenía brazos largos y musculosos pero típicos de una mujer delgada, con músculos pequeños y planos; los pechos eran pequeños, altos y estaban muy separados entre sí. Los rasgos de su rostro estaban comprimidos en el centro de una cara ancha y de huesos poderosos: boca pequeña, labios finos, nariz estrecha, serenos ojos grises. Lawler se preguntó por qué había pensado que era atractiva. Desde luego, no había nada de belleza convencional en ella.

Es la forma en que camina y se mueve, decidió: la cabeza ligeramente echada hacia adelante al final de un cuello largo, la fuerte, prominente mandíbula, los ojos vivos, alertas, de movimientos rápidos. Parecía vigorosa, incluso agresiva. Para su sorpresa, se dio cuenta de que se sentía excitado; no porque ella estuviera desnuda hasta la cintura —no tenía nada de extraordinario, en la isla de Sorve, la desnudez parcial o total—, sino a causa de la vitalidad y la fuerza que ella proyectaba.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado relacionado con una mujer. Su vida de celibato parecía la forma más simple de hacer las cosas sin dolor ni problemas, si uno superaba la primera sensación de aislamiento y soledad, y él lo había conseguido. De todas formas, nunca había tenido mucha suerte en las relaciones de pareja. Su único matrimonio, cuando tenía veintitrés años, había durado menos de doce meses. Todo lo que había venido después había sido fragmentario, casual, fortuito. Carente de sentido, en realidad.

La ligera ráfaga de excitación endocrina pasó rápidamente. Al cabo de un momento volvía a ser un profesional, el doctor que efectuaba un reconocimiento.

—Abra la boca, muy, muy abierta —dijo.

—Lo que se puede abrir no es demasiado grande.

—Bueno, haga todo lo que pueda.

Ella abrió la boca. Él tenía un pequeño tubo con una luz en el extremo, una cosa que le había dejado su padre y cuya batería tenía que ser recargada cada pocos días. Metió el tubo por la garganta y miró a través de él.

—¿Está lleno de hilos rojos, ahí dentro? —preguntó ella cuando le retiró el tubo.

—No tiene aspecto de estarlo. Lo único que veo es un poco de irritación en las vecindades de la epiglotis, lo cual no es nada insólito.

—¿Qué es la epiglotis?

—Una membrana que cubre la glotis. No se preocupe.

Aplicó el estetoscopio contra el esternón de la mujer y escuchó.

—¿Puede oír cómo crecen los hilos?

—Sssh.

Lawler desplazó lentamente el cilindro por el área dura y plana que quedaba entre los pechos, escuchó la marcha del corazón y luego descendió por las costillas.

—Estoy intentando detectar pruebas audibles de inflamación del pericardio —le explicó—. Es un saco que rodea el corazón. También estoy escuchando los sonidos que producen los conductos y bolsas de aire de sus pulmones. Respire profundamente y contenga el aire. Trate de no toser.

Instantáneamente, como era de esperar, la mujer comenzó a toser. Lawler mantuvo el estetoscopio aplicado contra la piel de ella mientras continuaba tosiendo y tosiendo. Toda información era útil. Finalmente la tos cesó, y la dejó exhausta y con la cara enrojecida.

—Lo siento —dijo ella—. Es como si, cuando usted dijo que no tosiera, eso hubiese sido una señal de algún tipo para mi cerebro y para mí… —comenzó a toser nuevamente.

—Tranquila —la animó él—. Tranquila.

Esta vez el ataque fue más breve. Lawler escuchó, asintió con la cabeza y volvió a escuchar. Todo sonaba normal, pero nunca había tenido entre manos un caso de infección de hongos. Todo lo que él sabía acerca de aquella enfermedad era lo que había oído de su padre hacía mucho tiempo, y lo que había aprendido hablando con los médicos de otras islas. ¿Podría realmente decirle el estetoscopio qué tipo de agente había establecido su residencia en los pulmones de aquella mujer?

—Dese la vuelta —pidió él.

Escuchó los sonidos en la espalda. Le hizo levantar los brazos y presionó los flancos del torso con los dedos en busca de alguna formación extraña. Ella se contorsionó como si aquello le hiciera cosquillas. Le sacó una muestra de sangre, y a ella la envió detrás del biombo que había en la habitación para que le proporcionara una muestra de orina. Lawler tenía un microscopio no muy bueno que Sweyner, el fabricante de herramientas, había confeccionado para él. No tenía más potencia que un juguete, pero quizá, si había algo viviendo en el interior de la joven, podría verlo de todas formas.

En realidad, sabía muy poco. Cada paciente era un reproche diario a sus conocimientos. La mayoría de las veces se movía simplemente por tanteo. Sus recursos médicos eran una débil mezcla de cosas que le había enseñado su eminente padre, conjeturas desesperadas y una experiencia duramente adquirida, acumulada gradualmente a costa de sus pacientes. Lawler estaba a la mitad de su educación médica cuando su padre murió y él, que aún no había cumplido los veinte años, se encontró ocupando el cargo de médico de la isla de Sorve. No había en ninguna parte de Hydros un auténtico curso de medicina que seguir, ni nada que pudiera ser remotamente considerado como un instrumento médico moderno, ni medicina alguna aparte de las que él mismo podía fabricar con formas de vida marina, imaginación y plegarias.

En tiempos de su padre había en Alborada una organización de caridad que arrojaba al planeta paquetes de suministros médicos de vez en cuando. Pero aquellos paquetes eran pocos, llegaban muy espaciados y tenían que ser repartidos entre muchas islas; además, hacía mucho tiempo que habían dejado de llegar. La galaxia habitada era muy extensa; ya nadie pensaba mucho en la gente que vivía en Hydros. Lawler hacía lo que podía, pero a menudo no era suficiente. Cuando tenía oportunidad consultaba con los médicos de otras islas, con la esperanza de aprender algo de ellos. Los conocimientos de los otros eran tan pobres como los propios, pero había descubierto que a veces, al intercambiar ignorancias entre ellos, podían generar una pequeña chispa de sabiduría. A veces.

—Puede volver a ponerse la camisa —dijo Lawler.

—¿Cree usted que se trata de los hongos?

—Sólo se trata de una tos nerviosa —respondió él.

En aquel momento ya tenía la muestra de sangre en un portaobjetos y la miraba a través del único ocular. ¿Qué era aquello, rojo sobre rojo? ¿Podía tratarse de fibras de hongo color escarlata que avanzaban por el líquido rojo? No. No. Era sólo un efecto visual. Aquélla era sangre normal.

—Está perfectamente bien —le dijo, levantando la vista. La expresión de ella evidenciaba desconfianza—. ¿Por qué insiste en que tiene una enfermedad horrible? —preguntó Lawler—. No se trata más que de una tos.

—Lo que quiero es no pensar que tengo una enfermedad horrible. Por eso vine a verle.

—Bueno, pues no la tiene.

Pidió a Dios que estuviera en lo cierto; no había ninguna razón real para pensar que pudiera no estarlo. La observó mientras se vestía, y se encontró preguntándose a sí mismo si podría haber algo entre ella y Gabe Kinverson. Lawler, que sentía poco interés por los cotilleos de la isla, no había pensado antes en aquella posibilidad. Ahora que pensaba en ella, se sorprendió al observar cuan incómodo se sentía al respecto.

—¿Ha pasado últimamente por alguna tensión desacostumbrada? —le preguntó a la mujer.

—No que yo sepa, no.

—¿Está trabajando demasiado? ¿Durmiendo mal? ¿Algún asunto amoroso que no va bien?

Ella le dirigió una mirada peculiar.

—No. A las tres preguntas.

—Bueno, a veces pasamos por tensiones sin siquiera darnos cuenta. La tensión se convierte en algo incorporado, en parte de nuestra rutina. Lo que trato de decirle es que pienso que se trata de una tos nerviosa.

—¿Eso es todo? —parecía decepcionada.

—¿Es que usted quiere que sea una infección de hongos mortales? De acuerdo, es una infección de hongos mortales. Cuando llegue a la etapa en la que las finas hebras rojas le salgan por las orejas, cúbrase la cabeza con un saco para no espantar a los vecinos. De otra forma, ellos podrían pensar que corren el riesgo de contagiarse; sin embargo, está claro que no ha sido así, ni lo será hasta que usted comience a expulsar esporas, y eso ocurrirá mucho más tarde.

Ella se echó a reír.

—No sabía que fuera usted tan buen actor cómico.

—No lo soy.

Le cogió una mano, mientras se preguntaba si estaba intentando ser provocativo o simplemente paternal, representar su personaje del bueno y viejo doctor Lawler…

—Escuche —continuó—. Yo no veo que tenga nada a nivel físico, así que lo más probable es que la tos sea un hábito nervioso que adquirió de alguna manera. Cuando uno comienza a toser, se irritan los tejidos que recubren la garganta, la mucosa y demás, y la tos comienza a alimentarse a sí misma y a empeorar cada vez más. Finalmente se marchará por su propia cuenta, pero “finalmente” puede significar mucho tiempo. Lo que voy a darle ahora es un sedante nervioso, una droga tranquilizante, algo que le calme el reflejo de tos el tiempo suficiente como para que la irritación mecánica disminuya, y usted deje de enviarse a sí misma señales de tos.

Fue también para él una sorpresa el hecho de que estuviera a punto de compartir su droga insensibilizadora con ella. Nunca le había dicho una palabra de la droga a nadie, y menos aún se la había prescrito a un paciente. Pero dársela a ella parecía lo más correcto. Tenía la suficiente; podía prescindir de un poco.

Sacó del armario una pequeña calabaza seca, vertió en el interior un par de centilitros del fluido rosáceo y lo cubrió con una tapa de plástico de derivados marinos.

—Ésta es una droga que he extraído yo mismo del alga insensibilizadora, una de las especies que crecen en la laguna de la bahía. Tómese cinco o seis gotas cada mañana, no más, en un vaso de agua. Es un producto fuerte —la estudió con una mirada atenta e inquisidora—. La planta está llena de potentes alcaloides que podrían dejarla fuera de combate. Muerda tan sólo una hoja pequeña, y estará inconsciente durante una semana. O quizá para siempre. Éste es un extracto muy diluido, pero de todas formas tenga cuidado con él.

—Usted tomó un poco cuando entramos aquí, ¿verdad?

Así que, después de todo, había estado prestándole atención. Ojos rápidos, observadora perspicaz. Interesante.

—También yo me pongo nervioso de vez en cuando —le respondió Lawler.

—¿Lo pongo nervioso yo?

—Todos mis pacientes me ponen nervioso. No sé realmente mucho de medicina, y odiaría que ustedes se dieran cuenta —forzó una sonrisa—. No, eso no es cierto. No sé de medicina tanto como debiera, pero sí lo suficiente como para arreglármelas bien. Sin embargo, encuentro que esa droga me calma cuando no tengo una mañana buena, y la de hoy no comenzó de forma particularmente positiva para mí. Pero no tuvo nada que ver con usted. Mire, sería mejor que tomara ahora mismo la primera dosis.

Se la sirvió, y ella la bebió con cautela e inquietud, e hizo una mueca cuando sintió el curioso sabor dulce del alcaloide.

—¿Siente los efectos? —preguntó Lawler.

—De inmediato. ¡Eh, esto es muy bueno!

—Demasiado bueno, tal vez. Un poco insidioso —tomó algunas notas en la historia clínica de ella—. Cinco gotas en un vaso de agua cada mañana, no más, y no le daré otra ración hasta principios del mes que viene.

—¡Sí, sí, señor!

La expresión de su rostro había cambiado completamente. Ahora parecía mucho más relajada, los serenos ojos grises eran más cálidos, casi destellantes, los labios no estaban tan apretados y las tensas mejillas estaban ligeramente más flojas. Parecía más joven y más bonita. Lawler no había tenido nunca la oportunidad de observar los efectos del alga insensibilizadora en ninguna otra persona. Eran del todo radicales.

—¿Cómo descubrió esta droga? —preguntó ella.

—Los gillies utilizan algas insensibilizadoras como relajante muscular, cuando cazan peces de carne en la bahía.

—Los Moradores, querrá decir.

Aquella remilgada corrección cogió a Lawler por sorpresa. «Moradores» era como se denominaban a sí mismos los miembros de la forma de vida nativa dominante en Hydros. Pero «gillies» era el nombre que les daba cualquiera que llevase en Hydros varios meses, al menos por aquellos alrededores. Quizá la costumbre era diferente en la isla natal de ella, pensó, allá en el mar de Azur. O quizá era como los llamaba ahora la gente más joven. Pero lo más probable era que ella utilizase aquel término por respeto, porque era aficionada a estudiar la cultura de los gillies. Qué demonios: se acomodaría al término que ella prefiriera.

—Sí, los Moradores —dijo—. Arrancan un par de ramas y las envuelven en torno a un trozo de cebo que les arrojan a los peces de carne; cuando los peces se lo tragan se quedan laxos y flotan indefensos en la superficie. Entonces los Moradores se meten en el agua y los recogen sin tener que preocuparse por sus tentáculos acabados en hojas afiladas. Un viejo marinero llamado Jolly me habló de ello, cuando yo era niño. Más tarde lo recordé y me acerqué al puerto para observar cómo lo hacían; recogí luego algunas de esas algas y experimenté con ellas. Pensaba que quizá podría utilizarlas como anestésico.

—¿Y resultó?

—Para los peces de carne, sí. Sin embargo, no practico mucha cirugía en los peces. Lo que descubrí cuando la utilicé con seres humanos fue que cualquier dosis lo suficientemente fuerte como para servir de anestésico era también letal —Lawler sonrió con amargura—. Fue durante mi período de ensayo y error como cirujano. Principalmente de error. Finalmente descubrí que la tintura muy diluida era un tranquilizante extremadamente fuerte, como puede ver ahora. Es un producto fantástico. Podríamos comercializarlo por toda la galaxia si tuviéramos alguna forma de enviar cosas al exterior.

—¿Y nadie sabe nada de esta droga excepto usted?

—Y los gillies —dijo—. Perdón, los Moradores. Y ahora usted. Aquí no hay mucha demanda de tranquilizantes —Lawler rió entre dientes—. Verá, esta mañana me desperté con la loca idea de intentar convencer a los Moradores de que nos permitieran conectar un equipo de desalinización de agua a su nueva planta energética, si alguna vez consiguen que funcione. Pensaba ofrecerles un emotivo discurso acerca de la colaboración entre especies. Era una idea estúpida, el tipo de cosas que se le ocurren a uno durante la noche y que se esfuman como la niebla cuando sale el sol. Nunca hubieran estado de acuerdo con ello. Pero lo que en realidad tendría que hacer sería preparar una buena cantidad de esta mezcla de algas y atiborrarlos con ella. Apuesto a que entonces nos dejarían hacer cualquier cosa que quisiéramos.

Ella no pareció divertida.

—Está usted bromeando, ¿no es cierto?

—Bien, sí, supongo que sí.

—Si no lo está… ni siquiera piense en intentarlo, porque no llegaría a ninguna parte. Éste no es un momento ideal para pedirles favores a los Moradores. Están bastante molestos con nosotros.

—¿Por qué? —preguntó Lawler.

—No lo sé. Pero hay algo que los está poniendo definitivamente irritados. La pasada noche bajé hasta su extremo de la isla, y estaban celebrando una gran conferencia. No fueron nada cordiales cuando me vieron.

—¿Es que lo son alguna vez?

—Conmigo sí. Pero anoche no quisieron siquiera dirigirme la palabra. No me permitieron acercarme, y adoptaron la postura del desagrado. ¿Sabe usted algo acerca del lenguaje corporal de los Moradores? Estaban tan tiesos como una tabla.

Los buzos, pensó él. Tienen que estar enterados de lo que pasó con los buzos. Tenía que tratarse de eso; pero no era algo que Lawler quisiera discutir en aquel momento, ni con ella ni con nadie.

—El problema que tienen los alienígenas —dijo él— es que son alienígenas. Incluso cuando creemos comprenderlos, en realidad no comprendemos una maldita cosa; y yo no veo ninguna solución para ese problema. Escuche, si la tos no se le pasa en dos o tres días, vuelva a verme y le haré más pruebas; pero deje de pensar que tiene hongos mortales en los pulmones, ¿de acuerdo? Sea lo que sea, no se trata de eso.

—Es bueno oírle decirlo —dijo ella. Volvió a acercarse al estante de los objetos—. ¿Todas estas cosas son de la Tierra?

—Sí. Las coleccionó mi tatarabuelo.

—¿De veras? ¿Son verdaderos? —acarició delicadamente la estatuilla egipcia y el trozo de piedra perteneciente a un importante muro del que Lawler había olvidado el emplazamiento—. Auténticos objetos de la Tierra… No había visto ninguno antes de ahora. La Tierra ni siquiera me parece algo real, ¿sabe? Nunca me lo ha parecido.

—A mí sí —dijo Lawler—. Pero conozco a mucha gente que siente lo mismo que usted. Hágame saber cómo va la tos, ¿de acuerdo?

Ella le dio las gracias y se marchó.

Y ahora, a desayunar, se dijo Lawler. Por fin. Un buen filete de pez látigo, unas tostadas de alga y un poco de zumo de managordo recién exprimido.

Pero había esperado demasiado tiempo. No tenía mucho apetito, y apenas mordisqueó la carne.


Poco después apareció otro paciente en el exterior de la vaargh. Brondo Katzin, que dirigía el mercado de pescado de la isla, había cogido por el lado equivocado un pez flecha que no estaba muerto del todo, y tenía una gruesa espina de cinco centímetros de largo, negra y lustrosa, clavada justo en el centro de la mano izquierda. Se la atravesaba de lado a lado.

—Mira que ser tan estúpido… —repetía el rechoncho y poco inteligente Katzin—. Imagínate.

Tenía los ojos fuera de las órbitas a causa del dolor. Su mano, hinchada y lustrosa, era del doble de su tamaño normal. Lawler abrió para quitar la espina, limpió el veneno y otras substancias irritantes de la herida, y le dio al hombre algunas pastillas de alga analgésica para calmarle el dolor. Katzin miró fijamente su mano hinchada mientras meneaba tristemente la cabeza.

—Qué estúpido —repitió.

Lawler esperaba haber limpiado los tricomas suficientes como para evitar que la herida se infectase. Si no lo había hecho así, había muchas probabilidades de que Katzin perdiera la mano o todo el brazo. La práctica de la medicina era probablemente más fácil, pensó Lawler, en un planeta que contara con una superficie de tierra y un puerto espacial, así como un poco de tecnología contemporánea. El hacía las cosas lo mejor posible con lo que tenía. ¡Ay!, el día estaba en marcha.

4

Al mediodía, Lawler salió de su vaargh para tomarse un breve descanso del trabajo. Aquélla había sido la mañana más atareada en varios meses. En una isla que contaba con una población humana total de sólo setenta y ocho miembros, la mayoría bastante saludables, Lawler pasaba a veces días enteros sin ver un solo paciente. Esos días los dedicaba a caminar por el agua de la bahía, recolectando algas con propiedades medicinales. A menudo lo ayudaba Natim Gharkid, señalándole una u otra planta de utilidad. En ocasiones, pasaba el tiempo sin hacer nada de provecho: se paseaba, nadaba, navegaba por la bahía en un bote de pesca o se quedaba sentado en silencio contemplando el mar. Pero aquél no era uno de esos días.

Primero había estado el niño de Dana Sawtelle, que tenía fiebre; luego Marya Hain, con indigestión por haber comido demasiadas ostras rastreras la noche anterior; Nimber Tanamind, que sufría de una recaída de sus temblores y mareos habituales; el joven Bard Thalheim, que mostró una fea torcedura de tobillo como resultado de unos juegos imprudentemente violentos en el lado resbaladizo del dique marítimo. Lawler había proferido los apropiados encantamientos, aplicado los ungüentos más prometedores, y los había enviado a casa con las frases y pronósticos tranquilizadores de costumbre. Lo más probable era que se sintieran mejor en uno o dos días. El doctor Lawler podía no ser muy buen facultativo, pero el «doctor Placebo», su ayudante invisible, generalmente conseguía solucionar los problemas de sus pacientes tarde o temprano.

Ahora mismo, sin embargo, no había nadie esperando para verlo y un poco de aire fresco parecía una prescripción apropiada para el médico. Lawler salió a la brillante luz del mediodía, se desperezó e hizo unas cuantas flexiones con los brazos extendidos. Echó una mirada cuesta abajo, en dirección a la costa. Allí estaba la bahía, cordial y familiar; sus calmas aguas encerradas ondulaban suavemente. En aquel momento parecía maravillosamente hermosa: una lustrosa sábana de dorado brillante, un espejo que destellaba. Las oscuras hojas de la variada flora marina se movían perezosamente en las someras aguas. Más lejos, fuera de la bahía, la superficie brillante y calmada era rota por ocasionales aletas. Dos de los barcos de Delagard flotaban indolentemente junto al muelle del astillero, balanceándose suavemente al ritmo de la marea. Lawler sintió como si aquel mediodía veraniego fuera a durar para siempre, y la noche y el invierno no volverían jamás. Una inesperada sensación de paz y bienestar se filtró al interior de su alma: un regalo, un poco de alegría que no había buscado.

—Lawler —dijo alguien a su izquierda.

Era una voz que parecía un graznido seco y gastado, una voz de osario, una voz que era toda ella cenizas y cascajo. Era el resto irreconocible de una voz consumida y tétrica que Lawler reconoció, de alguna manera, como perteneciente a Nid Delagard.

Había llegado desde la costa por el sendero meridional, y estaba de pie entre la vaargh de Lawler y el pequeño tanque en el que guardaba su reserva de algas medicinales recién recogidas. Se veía arrebolado, ajado y sudoroso, y sus ojos estaban extrañamente húmedos, como si acabara de sufrir un ataque de apoplejía.

—¿Qué demonios ha pasado ahora? —le preguntó Lawler con exasperación.

Delagard hizo un movimiento silencioso y boqueante, como un pez fuera del agua, pero no dijo nada.

Lawler se acercó y clavó los dedos en el grueso brazo del hombre.

—¿No puedes hablar? Vamos, maldito seas. Dime qué ha pasado.

—Sí, sí —Delagard movió la cabeza de una forma lenta, pesada y desencajada—. Es demasiado terrible. Peor incluso de lo que yo jamás hubiera imaginado.

—¿De qué hablas?

—Esos jodidos buzos. Los gillies están realmente furiosos por lo que les ocurrió, y van a caer sobre nosotros muy duramente. Muy, muy, muy duramente. Es de lo que intenté hablarte esta mañana en el cobertizo, cuando me volviste la espalda.

Lawler parpadeó un par de veces.

—¿De qué estás hablando, en nombre de Dios?

—Primero dame un poco de brandy.

—Sí, sí. Entra.

Escanció una buena cantidad del líquido espeso de color de mar para Delagard y, tras pensarlo durante un momento, un trago más pequeño para sí. Delagard lo vació de un solo trago y volvió a tenderle el vaso. Lawler volvió a servirle.

Pasado un momento, Delagard habló, escogiendo cautelosamente las palabras como si luchara con algún impedimento del habla.

—Los gillies acaban de venir a visitarme, una docena de ellos. Salieron directamente del agua delante del astillero, y les pidieron a mis hombres que me llamaran para mantener una charla.

¿Gillies? ¿En la zona humana de la isla? Eso no había ocurrido durante décadas. Los gillies nunca iban más al sur del promontorio en el que habían construido la planta energética. Nunca.

Delagard le dirigió una mirada torturada.

—«¿Qué queréis?», les pregunté. Utilicé gestos amables, Lawler, todo lo hice muy, muy cortésmente. Creo que los que estaban allí eran los grandes jefes gillies, pero ¿cómo estar seguro? ¿Quién puede diferenciarlos? De todas formas, parecían importantes. Dijeron: «¿Eres tú Nid Delagard?», como si no lo supieran, y me cogieron.

—¿Te cogieron?

—Me refiero a que me cogieron físicamente. Me pusieron encima sus cómicas aletas pequeñas. Me empujaron contra la pared de mi propio edificio y me rodearon.

—Tienes suerte de estar todavía aquí para contarlo.

—No bromeo. Te aseguro, doctor, que estaba cagado de miedo. Creí que iban a destriparme y cortarme en filetes allí mismo. Mira, mira aquí, tengo las marcas de sus garras en el brazo —le enseñó unos puntos rojizos que estaban desapareciendo—. Tengo la cara hinchada, ¿verdad? Intenté apartar la cabeza y uno de ellos me sacudió, quizá por accidente, pero mira, mira. Dos de ellos me cogieron y un tercero me puso la nariz pegada a la cara y comenzó a decirme cosas, y me refiero a decirme grandes sonidos resonantes, como «ooom whang huuuuuf zeeeezt, ooom whang huuuuuf zeeeezt».

»Al principio estaba tan trastornado que no comprendí nada de aquello, pero luego se aclaró. Lo repitieron una y otra vez hasta estar seguros de que yo lo había entendido. Era un ultimátum —la voz de Delagard descendió hasta tonos bajos—. Hemos sido expulsados de la isla. Tenemos treinta días para salir de aquí. Hasta el último de nosotros.

Lawler sintió que el suelo desaparecía abruptamente de debajo de sus pies.

—¿Qué?

Los ojillos marrones del otro hombre habían adquirido un destello desquiciado. Hizo un gesto para indicar que quería más brandy. Lawler lo escanció sin mirar el vaso.

—Cualquier ser humano que permanezca en Sorve al terminar el plazo será arrojado a la laguna y no se le permitirá regresar a la orilla. Todas las estructuras que alguna vez levantamos aquí, serán demolidas. El tanque del agua, el astillero, los edificios de la plaza, todo. Las cosas que dejemos en las vaargh irán a parar al mar. Cualquier navio oceánico que dejemos en el puerto será hundido. Estamos liquidados, doctor. Somos ex residentes de la isla de Sorve. Estamos acabados, perdidos, muertos.

Lawler lo miró fijamente con incredulidad. Recorrió un rápido ciclo de emociones turbulentas: desorientación, depresión, desesperación. Lo invadió la confusión. ¿Abandonar Sorve? ¿Abandonar Sorve?

Comenzó a temblar. Recuperó el control con gran esfuerzo, abriéndose trabajosamente camino hacia el equilibrio interior.

—Matar a unos buzos en un accidente industrial es una cosa muy mal hecha —dijo con voz tensa—, pro esto es una reacción demasiado exagerada. Tienes que haber entendido mal lo que te dijeron.

—Y una mierda. Es imposible. Se expresaron muy, muy claramente.

—¿Tenemos que irnos todos?

—Tenemos que irnos todos, sí. Treinta días.

¿Estoy oyéndolo bien?, se preguntó Lawler. ¿Está ocurriendo realmente esto?

—¿Y te dieron alguna razón? —preguntó—. ¿Era por los buzos?

—Por supuesto que lo era —respondió Delagard en voz baja y ronca, cargada de vergüenza—. Es exactamente como tú lo dijiste esta mañana. Los gillies siempre saben todo lo que hacemos.

—Cristo. Cristo…

La ira estaba comenzando a reemplazar a la perplejidad. Delagard se había jugado la vida de todos los habitantes de la isla con absoluta indiferencia, y había perdido. Los gillies se lo habían advertido: «No vuelvas a hacer eso nunca más, u os echaremos de aquí». Y él lo había vuelto a hacer de todas formas…

—¡Qué despreciable bastardo eres, Delagard!

—No sé cómo se enteraron. Yo tomé precauciones. Los trajimos aquí durante la noche, los mantuvimos tapados hasta que estuvieron en el interior del cobertizo, el cobertizo mismo estaba cerrado con llave…

—Pero lo supieron.

—Lo supieron —asintió Delagard—. Los gillies lo saben todo. Te follas a la mujer de otro, y los gillies se enteran. Pero no les importa; esas cosas, no. Matas a un par de buzos y se ponen como locos.

—¿Qué te dijeron la vez anterior, cuando tuviste un accidente con los buzos? Cuando te advirtieron que no volvieras a utilizar a los buzos para tus trabajos, ¿qué dijeron que harían si te pescaban?

Delagard guardó silencio.

—¿Qué te dijeron? —repitió Lawler, presionándolo más.

Delagard se lamió los labios.

—Que nos harían abandonar Sorve —murmuró, volviendo a mirarse los pies como un escolar al que están regañando.

—Y lo hiciste de todas formas. Lo hiciste.

—¿Quién iba a creerles? ¡Jesús, Lawler, hemos vivido aquí durante ciento cincuenta años! ¿Les importó acaso cuando vinimos a instalarnos? Caímos del espacio y colonizamos sus jodidas islas, ¿y acaso dijeron ellos: «Largaos, monstruosos y repelentes seres alienígenas peludos de cuatro miembros»? No. No les importó una mierda.

—Ocurrió lo de Shalikomo —dijo Lawler.

—Eso fue hace mucho tiempo. Antes de que naciera ninguno de nosotros.

—Los gillies mataron a mucha gente en Shalikomo. Gente inocente.

—Los gillies eran diferentes. La situación era diferente.

Delagard presionó los nudillos de una mano contra los de la otra y produjo unos ligeros sonidos detonantes. Su voz comenzó a subir de tono y volumen. Pareció muy urgido en desechar la culpa y la vergüenza que se habían apoderado de él. Aquélla era una de sus destrezas, pensó Lawler, la de restaurar rápidamente su autoestima.

—Shalikomo fue una excepción —dijo.

Los gillies pensaron que había demasiados seres humanos en Shalikomo, que era una isla pequeña, y les dijeron que algunos de ellos tenían que marcharse; pero los humanos de Shalikomo fueron incapaces de ponerse de acuerdo acerca de quién debía marcharse y quién debía quedarse, y casi nadie se marchó de la isla. Finalmente los gillies decidieron a cuántos humanos se les permitiría vivir allí entre ellos y mataron al resto.

—Es una vieja historia —acabó Delagard.

—Ocurrió hace mucho tiempo, es cierto —concedió Lawler—, pero ¿qué te hace pensar que no pudiera volver a repetirse?

—Los gillies —dijo Delagard— nunca han sido particularmente hostiles en ningún otro sitio. No les gustamos, pero no nos impiden hacer cualquier cosa que queramos, siempre y cuando nos quedemos en nuestro extremo de la isla y no nos hagamos demasiado numerosos. Cosechamos fuco, pescamos tanto como queremos, construimos edificios, cazamos peces de carne, hacemos todo tipo de cosas que los alienígenas podrían tomar a mal, pero de ellos no sale una sola palabra.

»Así que entrené a unos cuantos buzos para que me ayudaran en la recuperación de metales del fondo del mar, cosa que sólo podría beneficiar a los gillies tanto como a nosotros. ¿Cómo supones que iba yo a pensar que se pusieran tan excitados por la muerte de unos cuantos animales durante la jornada de trabajo que a ellos… a ellos…?

—Quizá se trate de la última paja —dijo Lawler—. La que rompió la espalda del camello.

—¿Eh? ¿Qué cojones estás diciendo?

—Es un antiguo proverbio de la Tierra. No tiene importancia. Lo que quiero decir es que, por alguna razón, lo de los buzos hizo que se desbordara la copa y ahora quieren que nos marchemos de aquí.

Lawler cerró los ojos durante un instante. Se imaginó a sí mismo empaquetando sus cosas, subiendo a algún barco con dirección a alguna otra isla. No era fácil. Vamos a tener que marcharnos de Sorve. Vamos a tener que marcharnos de Sorve. Vamos a tener que…

De pronto se dio cuenta de que Delagard estaba hablando.

—Fue algo horroroso, si me permites que te lo diga. Estar allí contra la pared, con dos enormes gillies que me sujetaban por los brazos y otro pegado a la nariz que decía: «Tenéis que salir de la isla en treinta días, desaparer de esta isla como sea». ¿Cómo crees que me sentí por eso, doctor? Especialmente cuando sabía que yo era el responsable de ello. Esta mañana dijiste que no tenía ni la más mínima pizca de conciencia, pero no sabes una condenada cosa acerca de mí.

»Crees que soy un patán, un zafio y un criminal, pero ¿qué sabes tú, de todas formas? Tú te escondes aquí en solitario y bebes hasta atontarte, y te quedas ahí sentado juzgando a otras personas que tienen más energía y ambición en un solo dedo de la mano que tú en todo tu…

—Déjalo ya, Delagard.

—Tú dijiste que yo no tenía conciencia alguna.

—¿Y la tienes, acaso?

—Déjame que te diga, Lawler, que me siento como una mierda por haber hecho caer esto sobre todos nosotros. También yo nací aquí, ¿sabes? No tienes por qué tratarme con esa condescendencia de narices alzadas de Primera Familia; a mí no. Mi familia ha estado aquí desde el principio, igual que la tuya. Los Delagard prácticamente hemos construido esta isla, y ahora me entero de que me expulsan como a un trozo de carne podrida, y que también tienen que marcharse todos los demás… —el tono de la voz de Delagard volvió a cambiar. La ira se diluyó; habló con más suavidad, más seriedad, casi humildemente—. Quiero que sepas que cargaré con toda la responsabilidad de lo que he hecho. Lo que voy a hacer es…

—Espera —dijo Lawler, levantando una mano para interrumpirlo—. ¿Has oído un ruido?

—¿Ruido? ¿Qué ruido? ¿Dónde?

Lawler inclinó la cabeza hacia la puerta. Por ella llegaban gritos repentinos, chillidos ásperos que provenían de la plaza de tres lados que separaba los dos grupos de vaarghs.

Delagard asintió.

—Sí, ahora lo escucho. Quizá se trate de un accidente.

Pero Lawler estaba ya saliendo por la puerta y se dirigió hacia la plaza a la carrera.


En la plaza había tres edificios maltratados por la intemperie: chozas, en realidad, cabañas con techos colgadizos y manchados, una a cada lado. El de mayor tamaño, emplazado en el lado que daba a las tierras altas, era la escuela de la isla. En el más cercano de los dos lados orientados cuesta abajo estaba el pequeño café de Lis Niklaus, la compañera de Delagard. En el más lejano se hallaba el Centro Comunitario.

Fuera de la escuela había un pequeño grupo de niños que murmuraban, junto con sus dos profesoras. Ante el Centro, media docena de los hombres y mujeres de mayor edad daban vueltas bajo el sol, sin rumbo fijo, moviéndose en círculos irregulares. Lis Niklaus había salido de su café y estaba mirando, con la boca abierta, a nada en particular. En el lado más alejado se encontraban dos de los capitanes de Delagard: el bajo y rechoncho Gospo Struvin y el magro Bamber Cadrell, de piernas largas; estaban al principio de la rampa que llevaba desde la plaza a la costa, sujetos a la barandilla como hombres que esperan que una inmensa corriente de marea los acometa. Entre ellos estaba el corpulento mercader de pescado Brondo Katzin, que dividía la plaza en dos con su volumen, quieto como una enorme bestia estupefacta, mirándose fijamente la mano derecha desvendada como si a la misma acabara de salirle un ojo.

No se veía rastro de accidente alguno ni de ninguna víctima.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lawler al arribar.

Lis Niklaus se volvió hacia él de una forma curiosamente monolítica, girando la totalidad de su cuerpo como si fuera de una sola pieza. Era una mujer alta, entrada en carnes, robusta, con una gran melena de cabello rubio y una piel tan profundamente bronceada que parecía casi negra. Delagard había estado viviendo con ella durante cinco o seis años —desde la muerte de su esposa—, pero no se habían casado. La gente suponía que tal vez él estaba intentando proteger la herencia de sus hijos. Delagard tenía cuatro hijos mayores que vivían en otras islas, cada uno en una diferente.

Ella habló con una voz ronca que parecía nacer de una garganta estrangulada.

—Bamber y Gospo acaban de subir del astillero… dicen que los gillies estuvieron allí… que dijeron… nos dijeron… le dijeron a Nid…

La voz de la mujer se convirtió en un farfullar incoherente. La arrugada y pequeña Mendy Tanamind, la anciana madre de Nimber, intervino con voz aflautada:

—¡Tenemos que marcharnos! ¡Tenemos que marcharnos! —tras lo cual profirió una risa chillona.

—No tiene nada de divertido —dijo Sandor Thalheim. Era tan viejo como Mendy. Sacudió vehementemente la cabeza e hizo templar su papada y sus barbas.

—Y todo por unos cuantos animales —intervino Bamber Cadrell—. Por tres buzos muertos.

Así que la noticia ya se había difundido. Eso no era nada bueno, pensó Lawler. Los hombres de Delagard deberían haber mantenido la boca cerrada hasta que se encontrara una forma de manejar este asunto.

Alguien sollozó. Mendy Tanamind rió nuevamente. Brondo Katzin salió de su estatismo y comenzó a murmurar amargamente, una y otra vez:

—¡Esos jodidos y apestosos gillies! ¡Esos jodidos y apestosos gillies!

—¿Qué problema hay aquí? —preguntó Delagard, cuando finalmente llegó pisando fuerte por el camino que venía de la vaargh de Lawler.

—Tus muchachos Bamber y Gospo se encargaron de difundir la noticia —dijo Lawler—. Todo el mundo lo sabe ya.

—¿Qué? ¿Qué? ¡Bastardos! ¡Los mataré!

—Ya es demasiado tarde para eso.

En aquel momento estaban entrando otras personas en la plaza. Lawler vio a Gabe Kinverson, a Sundria Thane, al padre Quillan y a los Sweyner. Detrás de ellos venían más. Fueron agolpándose en la plaza cuarenta, cincuenta, sesenta personas, prácticamente toda la población. Incluso estaban allí seis de las hermanas, agrupadas todas, como una apretada y pequeña falange femenina.

También los miembros de la seguridad. Aparecieron Dag Tharp; Marya y Gren Hain; José Yáñez, el aprendiz de Lawler, de diecisiete años, que algún día llegaría a ser el nuevo médico de la isla; Onyos Felk, el cartógrafo. Natim Gharkid había subido desde los criaderos de algas, con los pantalones empapados hasta la cintura. La noticia debía de haber recorrido toda la comunidad, para entonces. La mayoría de los rostros mostraban pasmo, asombro, incredulidad. ¿Es verdad?, preguntaban. ¿Es posible?

Delagard habló en voz alta.

—¡Escuchadme, todos vosotros! ¡No hay nada de qué preocuparse! ¡Vamos a arreglar este asunto!

Gabe Kinverson se acercó a Delagard. Parecía el doble de alto que el dueño del astillero: un enorme ejemplar de hombre que era todo mandíbula, hombros gigantescos y feroces ojos verde marino de mirada fría. Siempre había un aura de peligro en torno a Kinverson, una violencia potencial.

—¿Nos han expulsado? —preguntó Kinverson—. ¿Dijeron realmente que teníamos que marcharnos?

Delagard asintió.

—Treinta días es todo el tiempo del que disponemos, y pasado éste tendremos que estar fuera de aquí. Dejaron eso muy claro. No les importa adonde vayamos, pero no podemos quedarnos aquí. Sin embargo, yo lo arreglaré todo. Podéis contar con ello.

—A mí me parece que ya lo has arreglado todo —sentenció Kinverson. Delagard retrocedió un paso y miró ferozmente a Kinverson como si se preparara para una pelea, pero el cazador marino parecía más perplejo que enfadado—. Dentro de treinta días tenemos que abandonar la isla —dijo, casi para sí mismo—. Si eso no lo supera todo… —le volvió la espalda a Delagard y se alejó, rascándose la cabeza.

Quizá a Kinverson no le importaba realmente, pensó Lawler. Pasaba la mayor parte del tiempo mar adentro, solo, apresando a las especies que no se decidían a entrar en la bahía. Kinverson nunca había desempeñado un papel activo en la vida de la comunidad de Sorve; él seguía un curso igual al de las islas de Hydros que vagaban por el océano: distante, independiente, bien defendido, mientras seguía una ruta privada.

Pero los demás estaban más afectados. Eliyana, la pequeña esposa de Brondo Katzin, una mujer de aspecto delicado y cabellos de oro, sollozaba de forma incontenible. El padre Quillan intentó consolarla, pero obviamente él mismo estaba turbado. Los curtidos ancianos Sweyner hablaban entre sí con tonos bajos e intensos. Unas cuantas mujeres de aspecto joven intentaban explicarles las cosas a sus niños, de aspecto preocupado. Lis Niklaus había sacado de su café una jarra de brandy de algas, la cual estaba pasando rápidamente de mano en mano; los hombres bebían de ella de una forma sombría y desesperada.

—¿Cómo piensas manejar todo este asunto? —le preguntó Lawler a Delagard, en voz baja—. ¿Tienes algún tipo de plan?

—Lo tengo —respondió Delagard. Repentinamente se llenó de frenética energía—. Te dije que cargaría con toda la responsabilidad, y lo decía en serio. Hablaré con los gillies de rodillas, y si tengo que lamerles las aletas inferiores, lo haré, e imploraré su perdón. Antes o después se retractarán; no nos obligarán a sujetarnos a este absurdo ultimátum.

—Admiro tu optimismo.

—Y si no quieren retractarse —continuó Delagard—, me ofreceré voluntario para exiliarme yo solo. No castiguéis a nadie más, les diré. Sólo a mí. Soy el único culpable. Me marcharé a Velmise o Salimil, o a cualquier lugar que vosotros queráis, y no volveréis a ver mi fea cara en Sorve nunca más, es una promesa. Dará resultado, Lawler; son seres racionales. Comprenderán que arrojar a una mujer anciana como Mendy de la isla que ha sido su hogar durante ochenta años no servirá a ningún propósito racional. Soy yo el bastardo, soy yo el villano asesino de buzos, y me marcharé si tengo que hacerlo, aunque pienso que ni siquiera tendremos que llegar a eso.

—Puede que tengas razón, y puede que no.

—Me arrastraré ante ellos si tengo que hacerlo.

—Y traerás a uno de tus hijos de Velmise para que dirija el astillero si tienes que marcharte, ¿verdad?

Delagard pareció sorprendido.

—Bueno, ¿qué tiene eso de malo?

—Ellos podrían pensar que no fuiste del todo sincero en eso de marcharte. Podrían pensar que un Delagard es igual a otro.

—¿Quieres decir que para ellos no podría ser suficiente con que me marchara?

—Es exactamente a eso a lo que me refiero. Puede que quieran de ti algo más que eso.

—¿Como qué?

—¿Qué pasaría si te dijeran que aceptan perdonarnos a todos los demás siempre y cuando tú te marches y prometas que ni tú ni tu familia volveréis jamás a poner el pie en Sorve, y que la totalidad del astillero Delagard fuera demolido?

Los ojos de Delagard se animaron.

—No —dijo—. ¡Ellos no me pedirían una cosa así!

—Pues ya lo han hecho; eso y más.

—Pero si me marcho, si de verdad me marcho… si mis hijos juran no volver a causarle daños a un buzo nunca más…

Lawler le volvió la espalda. La primera conmoción había pasado; la simple frase «Vamos a tener que marcharnos de Sorve» se había incorporado ya a su mente, su alma, sus huesos. Se lo estaba tomando con mucha calma, considerada la situación en su totalidad. Se preguntaba por qué. Entre un momento y otro le habían arrebatado la existencia en aquella isla, en la que había pasado toda su vida.

Recordó la ocasión en la que había ido a Thibeire, lo profundamente inquieto que se había sentido al ver todos aquellos rostros extraños, al no saber los nombres y las historias personales de cada uno. Tendría que vivir entre extraños; perdería toda la sensación de ser un Lawler de la isla de Sorve y se convertiría simplemente en alguien más, un recién llegado, un extranjero en la isla, alguien que se introducía en una nueva comunidad en la que no tenía un lugar ni un propósito.

Aquello debería de haber sido algo difícil de digerir; pero, después del primer momento de inestabilidad y desorientación, se había instalado en una especie de aceptación, como si él fuera tan insensible al desahucio como parecía serlo Gabe Kinverson, o Gharkid, aquel hombre que flotaba perversamente en libertad. Era extraño. Quizá lo que ocurría era que el terror aún no había penetrado en él, se dijo Lawler.

Sundria Thane se le acercó. Estaba roja y tenía la frente brillante de sudor. Todos sus gestos evidenciaban emoción y una especie de autosatisfacción feroz.

—Le dije que estaban enfadados con nosotros, ¿verdad? ¿Verdad? Parece que yo tenía razón.

—La tenía —respondió Lawler. Ella lo estudió durante un breve momento.

—Realmente vamos a tener que marcharnos; no tengo ni la más mínima duda al respecto.

Los ojos le destellaban, brillantes. Parecía vanagloriarse de aquella situación, estar casi drogada por ella. Lawler recordó que esta era la sexta isla en la que había vivido hasta entonces, a los treinta y un años de edad. No le importaba cambiar de lugar de residencia. Puede que incluso disfrutara con ello.

Él asintió lentamente.

—¿Por qué está tan segura de eso?

—Porque los Moradores no cambian nunca de opinión. Cuando dicen algo lo mantienen; y eso de matar buzos parece ser más serio que matar peces de carne o peces salchicha. A los moradores no les importa que entremos en la bahía a cazar para comer. Ellos mismos comen peces de carne; pero los buzos son… bueno, algo diferente. Los Moradores tienen una actitud muy protectora para con ellos.

—Sí —dijo Lawler—. Supongo que así es.

Ella lo miró fijamente a los ojos. Sus ojos quedaban casi al mismo nivel que los del hombre.

—Usted ha vivido aquí durante mucho tiempo, ¿verdad, Lawler?

—Toda mi vida.

—Oh, lo siento. Esto va a ser muy duro para usted.

—Lo superaré —respondió él—. Todas las islas necesitan médicos. Incluso uno mediocre como yo —se echó a reír—. Oiga, ¿cómo va esa tos?

—No he tosido ni una sola vez desde que usted me dio esa droga.

—Ya suponía yo que no volvería a toser.

De pronto, Delagard volvía a hallarse junto a Lawler. Habló sin disculparse por interrumpir la conversación entre él y Sundria:

—¿Vendrás conmigo a ver a los gillies, doctor?

—¿Para qué?

—Ellos te conocen, te respetan. Eres hijo de quien eres, y eso hace que merezcas un trato especial por parte de ellos. Si tengo que comprometerme a abandonar la isla, tú podrás avalarme; me refiero a cuando prometa que me marcharé y no volveré nunca más.

—Si les dices eso, te creerán sin mi ayuda. No esperan que ningún ser inteligente diga mentiras, ni siquiera tú. Pero, de todas formas, eso no cambiará nada.

—Ven conmigo de todas formas, Lawler.

—Es una pérdida de tiempo. Lo que necesitamos hacer es comenzar a planificar la evacuación.

—Intentémoslo, al menos. No podremos estar seguros si no lo intentamos.

Lawler reflexionó sobre la propuesta.

—¿Ahora mismo?

—Después de que oscurezca —dijo Delagard—. Ahora no quieren ver a ninguno de nosotros. Están demasiado ocupados celebrando la apertura de la nueva planta energética. La pusieron a funcionar hace un par de horas, ¿sabes? Tienen un cable que va desde la costa hasta su extremo de la isla, y lleva electricidad.

—Mejor para ellos.

—Te esperaré junto al dique marítimo al caer el sol, ¿de acuerdo? Iremos juntos a hablar con ellos. ¿Harás eso, Lawler?


Aquella tarde, Lawler permaneció sentado en silencio en el interior de su vaargh, mientras trataba de comprender qué significaría tener que abandonar la isla. Trabajaba en el concepto, le daba vueltas y más vueltas. No vino a verlo ningún paciente. Delagard, fiel a su promesa de la mañana, le había enviado algunas botellas de brandy de algas, y Lawler había bebido un poco y luego un poco más, sin que le causara ningún efecto especial. Lawler pensó en tomarse otra dosis de tranquilizante, pero por alguna razón no parecía ser una buena idea. Ya estaba lo suficientemente tranquilo en aquel momento; lo que sentía no era la inquietud habitual, sino una absoluta insensibilidad espiritual, la pesada carga de una depresión para la cual las gotas rosáceas probablemente no servirían de nada.

Voy a marcharme de Sorve, pensó. Voy a vivir en otro sitio, en una isla que no conozco, entre unas gentes cuyos nombres, ancestros y naturalezas íntimas son un absoluto misterio para mí.

Se dijo que no tenía mayor importancia; que al cabo de unos meses se sentiría tan en casa como en Sorve, fuera en Thibeire, Velmise, Kaggeram o cualquier otra isla en la que finalmente se asentara. Sabía que aquello no era cierto, pero eso es lo que se dijo de todas formas.

La resignación, la aceptación, incluso la indiferencia parecían útiles. El problema era que no podía permanecer de forma regular en aquel nivel. De vez en cuanto lo acometía una llamarada de pasmo y asombro, una sensación de pérdida intolerable, incluso de miedo absoluto; entonces tenía que comenzar el proceso nuevamente desde el principio.

Cuando comenzó a oscurecer, Lawler salió de su vaargh y se encaminó hacia el dique marítimo.

Habían salido dos lunas hoy; la esfera de plata pálida perteneciente a Alborada volvía a verse en el cielo. La bahía estaba encendida con colores crepusculares: largas listas de oro y púrpura reflejadas que se desvanecían rápidamente mientras él las observaba, en el gris de la noche. Las siluetas de misteriosas criaturas marinas se movían con determinación por las someras aguas. Era muy serena la bahía a la hora del crepúsculo; calma, hermosa. Pero los pensamientos del viaje que le aguardaba se infiltraron en su mente. Lawler dirigió la vista más allá del puerto, hacia la inmensidad del inconcebible mar hostil. ¿Cuánta distancia tendrían que navegar antes de encontrar una isla dispuesta a acogerlos? ¿Sería un viaje de una semana? ¿De dos semanas? ¿De un mes? Él no había estado en el mar ni siquiera durante un día. La ocasión en que había visitado Thibeire, fue un viaje en bote apenas más allá de las aguas de la bahía hasta la otra isla, que se había acercado mucho a Sorve.

Lawler se dio cuenta de que le tenía miedo al mar. El mar era una enorme boca del tamaño de un mundo. A veces imaginaba que se había tragado la totalidad del planeta de Hydros durante alguna antigua conmoción, y sólo habían quedado las pequeñas islas construidas por los gillies. Temía que lo tragara a él también, si se ponía en camino para cruzarlo.

Irritado, se dijo a sí mismo que aquello era una estupidez, que hombres como Gabe Kinverson salían al mar abierto todos los días y sobrevivían, que Nid Delagard había realizado un centenar de viajes entre las islas, que Sundria Thane había llegado a Sorve desde una isla que estaba en el mar de Azur, tan lejos de allí que él nunca había oído hablar de ella. Todo saldría bien. Subiría a bordo de uno de los barcos de Delagard y al cabo de una semana o dos llegaría hasta la isla que se convertiría en su nuevo hogar.

Y a pesar de todo… sentía la oscuridad, la inmensidad, el poder que se agitaba en el terrible mar del tamaño de un planeta.

—¿Lawler? —llamó una voz.

Miró a su alrededor. Por segunda vez aquel día, Nid Delagard salió de las sombras a sus espaldas.

—Vamos —dijo el dueño del astillero—. Se está haciendo tarde. Vayamos a hablar con los gillies.

5

En la planta energética de los gillies, apenas un poco más allá sobre la curva que describía la orilla, brillaban luces eléctricas. En las calles de la ciudad gillie —emplazada algo más lejos— podían verse más luces, docenas de ellas, quizá centenares. La inesperada catástrofe de la expulsión había ensombrecido completamente el otro gran acontecimiento del día: la inauguración de la generación eléctrica de turbina en la isla de Sorve.

La luz que venía de la planta energética era fría, verdosa, ligeramente burlona. Los gillies tenían una tecnología atrasada que había alcanzado un nivel equivalente al de los siglos dieciocho o diecinueve en la Tierra, y habían desarrollado bombillas eléctricas usando filamentos hechos a partir de las fibras del muy versátil bambú marino. Las bombillas eran costosas y difíciles de fabricar, y la gran pila voltaica que había sido la principal fuente de energía de la isla era chapucera y recalcitrante, y producía electricidad sólo de una forma perezosa e intermitente, además de romperse muy a menudo. Pero ahora —¿después de cuántos años de trabajo? ¿cinco? ¿diez?—, las bombillas de la isla eran encendidas por una fuente nueva e inagotable: la energía del mar. El agua tibia de la superficie era convertida en vapor, el vapor movía la turbina del generador, la corriente eléctrica manaba del generador y encendía las bombillas de la isla de Sorve.

Y los gillies habían convenido en permitir que los humanos del otro extremo de la isla aprovecharan una parte de la energía como pago de ciertos trabajos: Sweyner fabricaría bombillas eléctricas para ellos, Dann Henders los ayudaría con el cableado, y otros realizarían diversas tareas. Lawler había sido un mediador en las negociaciones de dichos acuerdos, junto con Delagard, Nicko Thalheim y uno o dos más. Aquél era el único pequeño triunfo de cooperación que los seres humanos habían podido conseguir en los últimos años. Había llevado seis meses de lentas y cuidadosas negociaciones.

Tan sólo esa mañana —recordó Lawler— había abrigado la esperanza de conseguir otra empresa en colaboración por su propia cuenta. Ahora aquello parecía estar a millones de años de distancia, y al anochecer estaban allí con la única intención de rogar que les permitieran permanecer en la isla.

—Iremos directamente a la cabaña del jefe, ¿de acuerdo? —dijo Delagard—. No tiene sentido otra cosa que las altas esferas en este caso.

Lawler se encogió de hombros.

—Lo que tú digas.

Rodearon la planta energética y entraron en territorio gillie, siguiendo la orilla. La isla se elevaba rápidamente en aquella zona, desde los niveles bajos de la orilla de la bahía, detrás del dique marítimo, hasta una amplia planicie circular donde se hallaban la mayoría de las viviendas gillies. En el lado más alejado de aquella planicie había una caída a pico, donde el espeso baluarte de madera de la isla descendía en línea recta hasta el oscuro océano.

La aldea de los gillies estaba dispuesta en forma de círculo irregular, con los edificios más importantes emplazados en el centro y todos los demás, precarios y alineados en hilera, en la periferia. La principal diferencia entre los edificios interiores y los exteriores parecía ser la durabilidad: los internos, que parecían estar destinados a actividades ceremoniales, estaban construidos con la misma madera de fuco que el resto de la isla; los exteriores, en los que vivían los gillies, eran construcciones descuidadas tipo tienda de campaña, hechas con hojas de alga húmedas atadas flojamente sobre cañas de bambú marino. Despedían un desagradable olor a podrido cuando el sol las calentaba, y cuando alcanzaba un cierto grado de sequedad, el revestimiento era reemplazado por otro más fresco. Unos gillies —que parecían pertenecer a una casta especial— se dedicaban a derrumbar constantemente las casuchas viejas y a construir otras nuevas.

Caminar hasta el otro extremo de la zona gillie de la isla, hubiera llevado medio día. En el momento en el que Lawler y Delagard entraron en el círculo interior del poblado, Alborada ya se había puesto y la Cruz de Hydros brillaba con toda su fuerza en el cielo.

—Aquí vienen —dijo Delagard—. Déjame hablar a mí primero. Si ves que comienzan a irritarse conmigo, toma tú la palabra. No me importa si les dices lo mierda que soy. Diles cualquier cosa que sirva.

—¿Crees realmente que hay algo que pueda servir?

—Sssh. No quiero oírte hablar así.

Media docena de gillies —machos, pensó Lawler— venían en dirección a ellos desde la parte más interna del poblado. Cuando se hallaban a unos diez o doce metros, se detuvieron y se dispusieron en hilera delante de los humanos.

Delagard levantó las manos en un gesto que significaba: «Venimos en son de paz». Era el saludo universal de los humanos a los gillies. Ninguna conversación comenzaba siquiera sin ese preludio. Se suponía que ahora los gillies tenían que responder con un sonido funeral y sibilante que significaba: «Os aceptamos como pacíficos y esperamos vuestras palabras». Pero no dijeron absolutamente nada. Simplemente permanecieron allí y los miraron fijamente.

—Esto no me produce buena impresión, ¿y a ti? —dijo rápidamente Lawler.

—Espera. Espera.

Delagard repitió el gesto de paz. Continuó con un gesto de las manos que significaba: «Somos vuestros amigos y os miramos con el más alto de los respetos».

Uno de los gillies emitió un sonido que pareció una flatulencia. Sus destellantes ojos de color amarillo, dispuestos muy juntos en la base de su diminuta cabeza, estudiaban a los humanos con lo que parecía frialdad e indiferencia.

—Déjame intentarlo —murmuró Lawler.

Dio un paso adelante. El viento soplaba desde detrás de los gillies y le trajo su pesado olor húmedo y musgoso, mezclado con el penetrante hedor de las hojas de alga a medio podrir de sus chozas.

Hizo de nuevo el gesto de «Venimos en son de paz». No obtuvo respuesta alguna, como tampoco la obtuvo la frase «Somos vuestros amigos». Después de una pausa apropiada, procedió a hacer el gesto que significaba: «Deseamos una audiencia con los poderes que reinan».

De uno de los gillies volvió a llegarle aquel sonido de flatulencia. Lawler se preguntó si se trataría del mismo gillie que le había gruñido y tronado de forma tan amenazadora en la madrugada, junto a la planta energética.

Delagard intervino con un «Pido perdón por mi transgresión inintencionada». Silencio; sólo unos fríos ojos que lo observaban con expresión remota. Lawler lo intentó con «¿Cómo podemos expiar nuestra condena sin marcharnos?». No obtuvo respuesta tampoco.

—Asquerosos hijos de puta —murmuró Delagard—. Me gustaría atravesar sus gordas barrigas con un arpón.

—Ellos lo saben —respondió Lawler—. Por eso no quieren negociar contigo.

—Yo me marcharé, entonces. Habla tú solo con ellos.

—Si crees que vale la pena intentarlo…

—Tú tienes el historial limpio. Recuérdales quién eres, quién fue tu padre y lo que hizo por ellos.

—¿Alguna otra sugerencia? —preguntó Lawler.

—Oye, sólo estoy tratando de ser de alguna utilidad…, pero adelante, hazlo como a ti te parezca. Yo estaré en el astillero. Pasa por allí cuando regreses y cuéntame cómo han ido las cosas.

Delagard se marchó, deslizándose entre las sombras.

Lawler dio algunos pasos en dirección a los gillies y volvió a comenzar desde el principio con el gesto inicial. Luego se identificó: Valben Lawler, médico, hijo de Bernat Lawler el médico. El gran curador que seguramente recordaban, el hombre que había librado a los jóvenes de la amenaza de la podredumbre de aletas.

Lawler percibió la ironía de aquella situación: ése mismo era el discurso que él había pasado media noche ensayando en su mente insomne. Ahora tenía la oportunidad de pronunciarlo, después de todo, aunque en un contexto muy diferente.

Ellos lo miraron sin responder. Al menos esta vez no profieren flatulencias, se dijo Lawler. Continuó con los gestos:

—Señores: nos ha ordenado que abandonemos la isla, ¿es eso cierto?

Del gillie de la izquierda le llegó un susurro profundo, que significaba una afirmación.

—Eso nos trae gran tristeza. ¿Hay alguna manera de que podamos cambiar esta pena de expulsión?

—No —tronó el gillie de la derecha.

Lawler los miró con desesperanza. El viento arreció, arrojándole a la cara el espeso olor en grandes cantidades, y él luchó con las náuseas. Los gillies nunca le habían parecido otra cosa que extraños y misteriosos, además de un poco repulsivos. Él sabía que debía aceptarlos como eran, un aspecto más del mundo en el que había vivido siempre, como el océano o el cielo; sin embargo, a pesar de lo familiares que resultasen, no dejaban de ser criaturas de otra creación. Cosas estelares. Alienígenas: nosotros y ellos, humanos y alienígenas, sin parentesco alguno. «¿Por qué me ocurre esto?», se preguntaba; «Yo soy tan nativo de este mundo como lo son ellos». Se mantuvo firme y les dijo:

—Fue sólo por un desgraciado accidente que murieron esos buzos. No hubo maldad alguna en ello.

Detonación. Silbido. Suspiro. Significaban:

—No estamos interesados en saber por qué ocurrió, sino sólo en el hecho de que ocurrió.

Detrás de los seis gillies se encendían y se apagaban unas luces de color verdoso desteñido; iluminaban curiosas estructuras —¿estatuas? ¿máquinas? ¿ídolos?— que ocupaban un espacio abierto en el centro de la población. Eran extrañas protuberancias y nudos, del metal pacientemente extraído de los tejidos de pequeñas criaturas marinas y unido en forma de masas de chatarra, de aspecto fortuito y cubiertas de óxido.

—Delagard promete no utilizar buzos nunca más —les dijo con voz zalamera, buscando esperanzadamente una salida.

Silbido. Detonación. Indiferencia.

—¿No vais a decirnos cómo podemos hacer para que las cosas se arreglen? Lamentamos lo que ocurrió; lo lamentamos profundamente…

No hubo respuesta. Ojos amarillos y fríos, distantes. Esto es una idiotez, pensó Lawler. Es como discutir con el viento.

—¡Maldita sea, esta isla es nuestro hogar! —gritó, acompañando las palabras con gestos furiosos—. ¡Siempre lo ha sido!

Tres sonidos tronantes que descendieron un tercio cada uno.

—¿Encontrar otro hogar? —preguntó Lawler—. ¡Pero es que nosotros le tenemos cariño a este lugar! Yo nací aquí. Nunca antes os hemos hecho daño, ninguno de nosotros. Mi padre… Vosotros conocisteis a mi padre, os ayudó cuando…

Nuevamente se oyó el sonido de flatulencia. Significaba exactamente lo mismo a lo que sonaba, pensó Lawler.

No tenía sentido continuar. Comprendía plenamente lo infructuoso de aquello. Estaban perdiendo la paciencia; muy pronto comenzarían los sonidos tronantes, gruñentes, la ira; y entonces podría ocurrir cualquier cosa.

Con un gesto de una aleta, uno de los gillies indicó que la reunión había terminado. El rechazo era inequívoco.

Lawler hizo un gesto de decepción. Gesticuló para indicar tristeza, angustia, congoja. A lo que uno de los gillies respondió, sorprendentemente, con una frase pronunciada muy rápidamente que casi podría haber sido de compasión. ¿O se trataba sólo de su imaginación optimista?

Lawler no podía estar seguro; y entonces, para su asombro, la criatura salió de la hilera y se acercó a él arrastrando las aletas a una velocidad inesperada, con las aletas-brazo extendidas. Lawler estaba demasiado sorprendido como para moverse. Aquí llega la embestida, pensó, el descuidado estallido de irritación. Estaba allí como plantado. Algún frenético impulso de autoconservación profería alaridos dentro de él, pero Lawler no podía hallar la fuerza necesaria para intentar huir.

El gillie lo cogió por un brazo y lo acercó hacia sí, tras lo cual lo envolvió con sus aletas en un estrecho y sofocante abrazo. Lawler sintió las afiladas garras curvas que se apoyaban suavemente sobre su carne, que lo asían con una extraña y pasmosa delicadeza. Recordó las marcas rojas que le había enseñado Delagard.

«De acuerdo. Haz lo que te dé la gana. Me importa un bledo».

Lawler nunca había estado tan cerca de un gillie como en ese momento. Tenía la cabeza apretada contra el ancho pecho. Oía cómo le latía allí el corazón, no el familiar «dum-dum» humano, sino algo más parecido a «zuñí-zum-zum, zum-zum-zum». Tenía el desconcertante cerebro de un gillie a unos pocos centímetros de la mejilla; su aliento le llenaba los pulmones.

Se sentía mareado y con náuseas pero, extrañamente, no tenía miedo alguno. Había algo tan subyugador en el ser arrastrado al grotesco abrazo de aquel gillie, que en aquel preciso instante no quedaba sitio en él para el miedo. La proximidad del alienígena provocó una especie de remolino en su mente. Era una sensación tan poderosa como una tormenta de invierno, tan poderosa como la misma Ola, que subió bramando desde las raíces de su alma. Tenía el sabor de las algas marinas en la boca. La sal marina circulaba por sus venas.

El gillie lo retuvo durante bastante rato, como si le estuviera comunicando algo, algo que no podía expresarse con palabras. El abrazo no era ni cordial ni hostil: estaba completamente fuera del entendimiento de Lawler. El apretón de los poderosos brazos era estrecho y rudo, pero aparentemente no conllevaba la intención de lastimarlo. Lawler se sintió como un niño que es abrazado por una madre adoptiva fea, extraña y carente de amor. O como una muñeca abrazada contra el enorme seno de la bestia.

Luego el gillie lo soltó y lo alejó de sí con un brusco empujón, tras lo cual regresó a reunirse con los demás. Lawler permaneció congelado, temblando. Observó cómo los gillies, sin hacerle más caso, se volvían pesadamente y se alejaban de regreso a su poblado. Se quedó un buen rato mirando en la dirección por la que se habían marchado, sin comprender absolutamente nada. Todavía tenía pegado el rancio olor a mar; en aquel momento le pareció que ese aroma se quedaría con él para siempre.

Debían de estar despidiéndose de él, decidió finalmente. Eso era, sí. Una despedida de gillie, un tierno abrazo de adiós. O quizá no tan tierno, pero igualmente un beso de adiós. ¿Tiene sentido eso? No, realmente, no. Pero tampoco lo tiene nada más. Llamémoslo un gesto de despedida, pensó Lawler, y dejémoslo así.

La noche ya estaba muy entrada. Lentamente regresó bordeando la orilla, dejó atrás la planta energética, bajó al astillero y se dirigió a la caseta en la que vivía Delagard. Delagard no quería vivir en vaarghs; decía que prefería estar siempre cerca del astillero.

Lawler lo encontró solo, despierto, bebiendo brandy de algas junto a la oscilante luz de un fuego que humeaba. La habitación era pequeña y desordenada, llena de utensilios para pescar: anzuelos, redes, remos, anclas, pieles amontonadas de peces-alfombra, cajas de brandy. Parecía un almacén, no una vivienda. Aquella era la casa del hombre más rico de la isla.

Delagard olió el aire.

—Hueles como un gillie. ¿Qué has estado haciendo, dejándolos que te follaran?

—Lo has adivinado. Deberías probarlo; puede que aprendieras una o dos cosas.

—Muy gracioso. Pero, de verdad, apestas como un gillie, ¿sabes? ¿Intentaron darte una paliza?

—Uno de ellos me topó cuando me marchaba —dijo Lawler—. Creo que fue por accidente.

Delagard se encogió de hombros.

—Muy bien. ¿Has sacado algo en claro?

—No. ¿Pensabas de verdad que lo conseguiría?

—Siempre hay esperanza. Un tipo sombrío como tú puede que no lo crea así, pero siempre la hay. Aun disponemos de un mes para convencerlos. ¿Quieres un trago, doctor?

Delagard ya lo estaba sirviendo. Lawler cogió el vaso y bebió rápidamente su contenido.

—Ya es hora de acabar con esa mentira, Nid, esa fantasía tuya de hacerlos cambiar de opinión.

Delagard levantó la mirada. En la pálida luz oscilante, su rostro parecía más voluminoso de lo que era en realidad, pues las sombras destacaban los rollos de carne que le rodeaban el cuello y convertían sus mejillas en papadas flojas. Sus ojos parecían pequeños, como dos gotas fatigadas.

—¿Tú crees?

—No cabe duda. Realmente quieren librarse de nosotros. Nada que podamos decir les hará cambiar.

—Te han dicho eso, ¿verdad?

—No necesitaron hacerlo. He estado en esta isla el tiempo suficiente como para entender qué quisieron decirme. Tú también.

—Sí—dijo Delagard, pensativo—. Yo también.

—Es hora de enfrentarse con la realidad. No existe la menor posibilidad de que se retracten de su decreto. ¿Tú qué crees, Delagard? ¿La hay? Por el amor de Dios, ¿la hay?

—No. Supongo que no.

—Entonces, ¿cuándo vamos a dejar de hacernos la ilusión de que sí la hay? ¿Tengo que recordarte lo que hicieron en Shalikomo cuando les dijeron a los humanos que se marcharan, y ellos no lo hicieron?

—Aquello fue en Shalikomo, y hace mucho tiempo. Esto es Sorve y ahora.

—Y los gillies son los gillies. ¿Quieres otro Shalikomo aquí?

—Ya conoces la respuesta a eso, doctor.

—De acuerdo, entonces. Tú sabías desde el principio que no había esperanza de hacerlos cambiar de opinión. Simplemente estabas recurriendo a todos los mecanismos, ¿verdad? Para demostrarle a todo el mundo cuan afectado estabas por el lío en que nos habías metido a todos.

—¿Crees que he estado engañándote?

—Sí, eso creo.

—Bueno, pues no es así. ¿Comprendes cómo me siento por haber hecho caer esta desgracia sobre todos nosotros? Me siento como una basura, Lawler. ¿Qué crees que soy, de todas formas? ¿Sólo un animal chupasangres sin corazón? ¿Crees que puedo simplemente encogerme de hombros y decirle a la gente del poblado: «Eh, muchachos, tenía un buen negocio funcionando ahí fuera con los buzos y todo fue bien durante un tiempo, pero las cosas salieron mal y por tanto tenemos que mudarnos; disculpad los inconvenientes, adiós, ya nos veremos»?

»Sorve es el hogar de mi comunidad, doctor. Sentía que al menos tenía que intentar reparar el daño que he hecho.

—De acuerdo. Ya lo has intentado, y no has llegado a ninguna parte, como ambos esperábamos desde el principio. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Qué quieres que haga?

—Ya te lo he dicho antes. Basta de palabrería acerca de besarles las aletas a los gillies e implorarles su perdón. Tenemos que pensar en cómo vamos a salir de aquí y adónde vamos a ir. Tenemos que empezar a planificar la evacuación, Delagard. Eso es asunto tuyo. Tú provocaste todo esto; ahora tú tienes que arreglarlo.

—De hecho —dijo lentamente Delagard—, ya he comenzado a trabajar en eso. Esta noche, mientras tú parlamentabas con los gillies, envié un mensaje a tres de mis barcos. Actualmente están haciendo viajes de pasaje entre las islas; les dije que den inmediatamente la vuelta y regresen aquí. Nos servirán como transporte.

—¿Para transportarnos adónde?

—Toma, bebe otra copa —volvió a llenar el vaso de Lawler sin esperar respuesta—. Déjame que te muestre algo.

Abrió un armario y cogió una carta marítima. Era un globo de plástico laminado de unos sesenta centímetros de diámetro, hecho con docenas de tiras de diversos colores y unidas por la mano maestra de algún artesano. Del interior provenía el ruido de un mecanismo de relojería. Lawler se inclinó hacia él. Las cartas eran objetos raros y preciosos; Lawler rara vez había tenido la posibilidad de mirar una tan de cerca.

—Dimas, el padre de Onyos Felk, la construyó hace cincuenta años —dijo Delagard—. Mi abuelo se la compró cuando el viejo Felk quería meterse en el negocio de la navegación y necesitó dinero para construir barcos. ¿Te acuerdas de la flota de Felk? Tres barcos. La Ola los hundió a todos. Es una cosa de locos esa de vender tu carta marítima para comprar barcos, y luego perder los barcos. Especialmente cuando se trata de la mejor carta jamás hecha. Onyos daría su testículo izquierdo por tenerla, pero ¿por qué iba a vendérsela? Le permito que la consulte de vez en cuando.

Por la carta se movían unos medallones circulares de color púrpura, tan grandes como la uña de un dedo pulgar; eran treinta o cuarenta, quizá más, movidos por el mecanismo interior. La mayoría se movían en línea recta desde un polo al otro, pero ocasionalmente uno de ellos se desplazaba en forma casi imperceptible a una de las bandas adyacentes longitudinales, de la misma forma que una isla solía desviarse ligeramente hacia el este o el oeste mientras viajaba en la corriente principal que la llevaba en dirección al polo. Lawler se maravilló de lo ingenioso del aparato.

—¿Sabes cómo leer esto? —preguntó Delagard—. Esto de aquí son las islas. Éste es el mar Natal. Esta isla de aquí es Sorve.

Era una pequeña protuberancia púrpura que se desplazaba lentamente hacia arriba en las proximidades del ecuador del globo, sobre el fondo verde de la franja por la que viajaba: una mota insignificante, una pizca de color en movimiento, nada más. Es demasiado pequeña para ser tan valiosa, pensó Lawler.

—Aquí está representada la totalidad del planeta, al menos como nosotros entendemos que es. Las islas de color púrpura son las que están habitadas por seres humanos. Este es el mar Negro, éste es el mar Rojo, y este de aquí arriba es el mar Amarillo.

—¿Dónde está el mar de Azur? —preguntó Lawler.

Delagard pareció un poco sorprendido.

—Pues aquí arriba, prácticamente en el otro hemisferio. ¿Qué sabes acerca del mar de Azur, doctor?

—No mucho. Alguien me lo mencionó hace poco, eso es todo.

—Está a una distancia endemoniadamente grande de aquí. Yo nunca he estado en él —Delagard hizo girar el globo para enseñarle a Lawler el otro lado—. Aquí está el mar Vacío. Esta cosa oscura que hay aquí es la Faz de las Aguas. ¿Te acuerdas de las maravillosas historias que solía contarnos el viejo Jolly acerca de la Faz?

—Ese canoso viejo embustero. No te habrás creido que llegó cerca de ese lugar, ¿verdad?

Delagard pestañeó.

—Era una historia fantástica, ¿no es cierto?

Lawler asintió, y dejó que su mente viajara a unos treinta y cinco años antes, mientras pensaba en la historia de aquel anciano curtido por la intemperie: repetía una y otra vez acerca de su solitario crucero por el mar Vacío, de su misterioso encuentro de ensueño con la Faz. Una isla tan grande que cabían en ella todas las otras islas del planeta, una enorme cosa amenazadora que llenaba el horizonte elevándose como una muralla negra desde el océano, en un rincón remoto y silencioso del mundo. En la carta marítima, la Faz era un parche oscuro e inmóvil del tamaño de la palma de una mano, una mancha informe sobre la extensión vacía del lejano hemisferio, emplazada casi en la región polar sur.

Volvió a girar el globo para mirar el propio hemisferio, y observó las islas que se desplazaban lentamente.

Lawler se preguntó cómo era posible que una carta hecha hacía tanto tiempo pudiera predecir la posición actual de las islas. Lógicamente, se habrían desviado de sus rutas primarias a causa de todo tipo de fenómenos atmosféricos de corta duración. ¿O era que el constructor de la carta lo había tomado todo en cuenta, valiéndose de alguna magia científica que provenía del gran cúmulo de ciencia que había en la galaxia?

Las cosas eran tan primitivas en Hydros, que Lawler se sorprendía siempre cuando funcionaba cualquier tipo de mecanismo; pero sabía que las cosas eran diferentes en los demás planetas habitados del espacio, en los que había tierra y un buen suministro de metales, y una manera de desplazarse de un planeta a otro. Las magias tecnológicas de la Tierra, del perdido planeta madre, habían llevado a la Humanidad a aquellos mundos. Pero allí en Hydros no había nada parecido.

—¿Cuan precisa piensas que es esta carta? —preguntó, pasado un momento—. Tomando en consideración que tiene cincuenta años de antigüedad, y todo eso.

—¿Es que hemos averiguado algo más acerca de Hydros en los últimos cincuenta años? Ésta es la mejor carta que tenemos. El viejo Felk era un maestro artesano, y hablaba con todos los que salían al mar, en todas partes. Luego comparó esa información con las observaciones hechas desde el espacio y desde Alborada. Es muy precisa. Condenadamente precisa.

Lawler siguió los movimientos de las islas, como hipnotizado por ellos. Quizá la carta proporcionara información fiable, y quizá no; él no estaba en una posición que le permitiera saberlo. Nunca había comprendido cómo alguien que estuviera en el mar era capaz de hallar el camino de vuelta a su propia isla, y mucho menos llegar hasta una isla lejana, si se tenía en cuenta que tanto el barco como la isla estaban constantemente en movimiento. Tendré que preguntarle eso a Gabe Kinverson alguna vez, pensó.

—Muy bien. ¿Cuál es tu plan?

Delagard señaló la isla de Sorve en la carta. Luego señaló a otra.

—¿Ves esta isla que está al suroeste respecto a nosotros y se está deslizando a la franja de al lado? Es Velmise. Se está desplazando hacia el noreste a una velocidad mayor que la que llevamos nosotros, y dentro de un mes pasará a una distancia relativamente fácil de cubrir. En ese momento estará a diez días de navegación, quizá menos. Voy a enviarle un mensaje a mi hijo, que vive allí, para preguntarle si estarían dispuestos a acogernos a todos, a los setenta y ocho.

—¿Y si no lo están? Velmise es bastante pequeña.

—Tenemos otras alternativas. Aquí tenemos a Salimil, que sube por el otro lado. Estará a unas dos semanas y media de nosotros en el momento en que tengamos que marcharnos.

Lawler consideró la perspectiva de tener que pasar dos semanas y media a bordo de un barco en mar abierto. Bajo el ardiente ojo del sol, en el constante soplo cáustico de la brisa marina salada, comiendo pescado seco, caminando arriba y abajo por la pequeña cubierta sin nada más que océano y más océano a la vista. Cogió la botella de brandy y se llenó el vaso.

—Si Salimil no quiere acogernos —continuó Delagard—, tenemos Kaggeram aquí abajo, o Shaktan, o incluso Gray-vard. Tengo familia en Grayvard. Creo que podremos llegar a algún acuerdo. Eso sería unas ocho semanas de viaje.

¿Ocho semanas? Lawler trató de imaginar cómo sería eso.

—Nadie va a tener lugar para setenta y ocho personas con sólo un mes de aviso —dijo, pasado un rato—. Ni Velmise, ni Salimil, ni niguna de las otras.

—En ese caso tendremos que separarnos, unos cuantos por aquí y otros por allá.

—¡No! —exclamó Lawler con repentina vehemencia.

—¿Cómo?

—Yo no quiero eso. Quiero que la comunidad permanezca unida.

—Pero… ¿qué haremos si eso no puede conseguirse?

—Tendremos que hallar la forma. No podemos coger a un grupo de gente que ha estado junta toda su vida, y desparramarlos por todo el maldito océano. Somos una familia, Nid.

—¿Lo somos? Yo no lo veo de esa manera.

—Pues comienza ahora a verlo de esa manera.

—Bien, entonces —dijo Delagard. Se sentó en silencio, con el ceño fruncido—. Creo que como último recurso podríamos presentarnos en una de las islas que aún no está habitada por seres humanos, y pedirles refugio a los gillies que vivan en ella. Ya ha ocurrido antes.

—Los gillies de allí sabrán que fuimos expulsados de la isla. Y sabrán por qué.

—Quizá eso carezca de importancia. Tú conoces a los gillies tan bien como yo, doctor. Buena parte de ellos son muy tolerantes con nosotros. Para ellos no somos más que otro ejemplo de los inescrutables caminos del Universo, algo que sencillamente llegó por casualidad a sus orillas proveniente del gran mar del espacio. Comprenden que es un gasto inútil de aliento el cuestionarse los caminos del Universo. De hecho, creo que ésa es la razón por la que, cuando llegamos, se limitaron a encogerse de hombros y nos permitieron instalarnos en sus islas.

—Quizá los más inteligentes piensen así, pero el resto nos detesta y no quiere tener nada que ver con nosotros. ¿Por qué demonios iban a querer acogernos los gillies de alguna otra isla, cuando los de Sorve nos han expulsado por asesinos?

—Todo irá bien —dijo Delagard serenamente, sin reaccionar ante aquella fea palabra. Acarició el vaso de brandy con ambas manos mientras miraba a su interior—. Iremos a Velmise, o a Salimil, o a Grayvard si tenemos que hacerlo, o a algún lugar completamente diferente. Permaneceremos juntos y nos construiremos una nueva vida. Yo me encargaré de que así sea. Cuenta con ello, doctor.

—¿Tienes suficientes barcos como para llevarnos a todos?

—Tengo siete. A trece por barco, entraremos todos sin siquiera sentirnos apretados. Deja ya de preocuparte, doctor. Toma otra copa.

—Ya lo he hecho.

—¿Te importa si me tomo una yo?

—Por supuesto que no.

Delagard se echó a reír; estaba comenzando a emborracharse. Acarició la carta marítima como si se tratara de un pecho materno; luego la cogió delicadamente y volvió a guardarla en el armario. La botella de brandy estaba casi vacía. Delagard sacó otra de alguna parte y se sirvió una ración generosa. Se balanceó mientras lo hacía, se dio cuenta y rió entre dientes.

—Te aseguro una cosa, doctor —dijo, comiéndose las sílabas—, y es que voy a partirme el culo para encontrar una isla para nosotros, y hacer que lleguemos a ella sanos y salvos. ¿Me crees cuando te digo eso, doctor?

—Ya lo creo que sí.

—¿Y me perdonas de corazón por lo que les hice a esos buzos? —preguntó Delagard, con voz pastosa.

—Claro. Claro.

—Eres un mentiroso. Me odias hasta las entrañas.

—Venga ya, Nid. Lo que está hecho, hecho está. Ahora no tenemos más remedio que vivir con ello.

—Has hablado como un auténtico filósofo. Venga, bébete otra.

—De acuerdo.

—Y otra también para el bueno y viejo Nid Delagard, ¿por qué no? Otra para el bueno y viejo Delagard, sí. Aquí tienes, Nid. Pues gracias, Nid. Muchas gracias. Por todos los diablos, éste es un buen material. Buen… material… —Delagard bostezó. Se le cerraron los ojos y bajó la cabeza hacia la mesa—. Buen… material… —murmuró. Volvió a bostezar, eructó suavemente y se quedó dormido.

Lawler acabó su bebida y se marchó del edificio.


En el exterior estaba todo muy silencioso. Sólo se oía el chapoteo de las pequeñas olas contra la orilla, y Lawler estaba tan habituado a ese ruido que apenas lo oyó. El amanecer aun demoraría una o dos horas. La Cruz ardía encima de su cabeza con terrible ferocidad, hendiendo el cielo negro de horizonte a horizonte, como una estructura que estuviera allí para evitar que el mundo cayera libremente por el espacio.

Una especie de claridad cristalina se había apoderado de la mente de Lawler. Prácticamente podía oír como palpitaba su cerebro. Se dio cuenta de que no le importaba marcharse de Sorve.

El pensamiento lo asombró. Estás borracho, se dijo.

Quizá fuera así; pero de alguna forma, en algún momento de la noche, el trastorno provocado por la expulsión lo había abandonado. Si se había marchado del todo o se había extraviado temporalmente, no podía saberlo; pero, al menos por el momento, podía considerar la idea sin acobardarse. Abandonar aquel sitio era algo que podía soportar. De hecho, era algo más que eso. La perspectiva de marcharse de aquel lugar era… ¿vigorizante? ¿Era posible eso?

Vigorizante, sí. El modelo de su vida le había sido impuesto y congelado: el doctor Valben Lawler de Sorve, un hombre de Primera Familia, un Lawler de los Lawler que se hacía cada día más viejo, que llevaba a cabo el trabajo de la jornada, curaba a los enfermos lo mejor que podía, caminaba a lo largo del dique marítimo, nadaba un poco, pescaba otro poco, que dedicaba el tiempo necesario a enseñar a su aprendiz, comía y bebía, visitaba a viejos amigos —los mismos viejos amigos que tenía cuando era niño—, luego se iba a dormir, se despertaba y volvía a comenzar con lo mismo desde el principio; y llegaba el invierno, llegaba el verano, llegaba la lluvia, llegaba la sequía. Ahora ese modelo estaba a punto de cambiar. Iba a vivir en otro lugar; puede que llegara a ser otra persona. La idea lo fascinaba. Se sorprendió al descubrir que se sentía incluso un poco agradecido. Había pasado allí demasiado tiempo, después de todo. Había sido el mismo durante demasiado tiempo.

Estás muy, muy borracho, se dijo Lawler una vez más, y se echó a reír. Mucho, mucho, mucho, mucho.

Se le ocurrió la idea de pasearse por el poblado dormido, como un viaje sentimental de despedida. Mirarlo todo como si aquélla fuera a ser la última noche que pasaría en Hydros, revivir cada una de las cosas que le habían ocurrido aquí y allá, aquí y allá, cada episodio de su vida. Los lugares en los que había estado con su padre, mirando hacia el mar; los sitios en los que había escuchado los fantásticos relatos de Jolly, donde había pescado su primer pez, donde había abrazado a su primera novia. Los escenarios asociados con sus amistades y amores como habían sido entonces. El flanco de la bahía en el que había estado a punto de arponear a Nicko Thalheim; y el lugar del osario desde el que había espiado cómo Marius Cadrell, con sus barbas blancas, follaba a la hermana de Damis Sawtelle, Miriam, la que ahora era una de las monjas del convento. Aquello le recordó la vez en la que él mismo había follado a Miriam, unos cuantos años después, allá en el país de los gillies, ambos corriendo peligro y encantados de hacerlo.

Todo regresó a su mente. La figura fantasmal de su madre. Sus hermanos, el que había muerto demasiado joven y el que se había marchado mar adentro, flotando, y había desaparecido de sus vidas para siempre. Su padre, infatigable, formidable, remoto, reverenciado por todos, disciplinadamente dedicado a interminables asuntos médicos mientras él prefería estar chapaleando en la bahía: aquellos días de la infancia que no parecían en absoluto días de infancia, con tantas severas horas de esforzado estudio que lo apartaban de los juegos y la diversión. «Algún día serás el médico», decía su padre una y otra vez. «Tú serás el médico».

Su esposa Mireyl, que subía a bordo del barco de pasajeros con destino a Morvendir. El tiempo estaba retrocediendo. Un «tic», y Néstor Yáñez y él estaban huyendo —aturdidos por la risa y el miedo— de una hembra gillie furiosa porque le habían arrojado huevos de ginzo. Otro «tic», y allí estaba la acongojada delegación que venía a decirle que su padre había muerto y que él era el médico a partir de entonces. Otro «tic», y descubría cómo era eso de asistir al nacimiento de un bebé. Otro «tic», y estaba bailando, borracho, en el punto más alto del baluarte en medio de una noche de tres lunas con Nicko, Néstor Lyonides, Moira, Meela y Quigg.

Se vio como el joven y alegre Valben Lawler que fue, y que ahora le parecía alguien a quien había conocido hacía mucho, mucho tiempo. Era la totalidad de los cuarenta y pico de años que había pasado en Sorve, vistos marcha atrás. Tic. Tic. Tic. Sí, daré una larga y hermosa caminata por mi pasado antes de que salga el sol, pensó. De una punta a otra de la isla. Pero le pareció una buena idea la de regresar a su vaargh antes de ponerse en camino, aunque no estaba seguro de por qué.

Tropezó al pasar por la entrada y cayó cuan largo era.


Continuaba echado en el mismo lugar cuando la luz del sol de la mañana entró y lo despertó. Durante un momento, Lawler no pudo recordar qué había dicho o hecho la noche anterior. Luego lo evocó todo. El abrazo del gillie, cuyo aroma todavía permanecía en su cuerpo. Luego Delagard, brandy y más brandy, la perspectiva de un viaje hasta Velmise, Salimil, quizá Grayvard; y el momento extrañamente vigorizante cuando pensó en abandonar Sorve. ¿Había sido real? Sí. Sí. Ahora estaba sobrio y la sensación permanecía en él.

Pero… Dios santo… ¡su cabeza! ¿Cuánto brandy habría conseguido meterle dentro Delagard?

La voz fina de un niño se oyó en el exterior de la vaargh.

—¿Doctor? Me he lastimado un pie.

—Espera un segundo —dijo Lawler, con voz rasposa.

6

Aquella noche había una reunión en el centro comunitario, para discutir la situación. El aire del local era espeso y lleno de vapor, con un olor dulce y rancio. Los ánimos estaban exaltados. Lawler se sentó en el rincón más alejado, opuesto a la puerta, que era su sitio habitual; desde allí podía verlo todo. Delagard no había asistido. Había enviado un mensaje diciendo que tenía asuntos urgentes que atender en el astillero y esperaba mensajes procedentes de los barcos que tenía en el mar.

—No se trata más que de una maniobra sucia —dijo Dann Henders—. Los gillies están cansados de que estemos aquí, pero no quieren molestarse en matarnos con sus propias manos; así que nos obligan a salir a mar abierto para que nos maten los peces cuerno y los leopardos marinos.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Nicko Thalheim.

—No lo sé. Simplemente estoy haciendo conjeturas. Estoy tratando de adivinar por qué nos hacen abandonar la isla por algo tan trivial como la muerte de tres buzos.

—¡La muerte de tres buzos no es algo tan trivial! —exclamó Sundria—. ¡Estamos hablando de criaturas inteligentes!

—¿Inteligentes? —preguntó Dag Tharp, burlón.

—Puedes apostar a que lo son; y si yo fuera un gillie y me enterara de que los malditos humanos están matando a los buzos, también querría librarme de ellos.

—Bueno, lo que sea —dijo Dann Henders—. Lo que quiero decir es que, si los gillies tienen éxito en expulsarnos de aquí, vamos a encontrarnos con que todo el maldito océano se levantará contra nosotros en cuanto salgamos al mar, y eso no será por accidente. Los gillies controlan a los animales marinos, todo el mundo sabe eso; y los utilizarán contra nosotros para barrernos del planeta.

—¿Y qué pasaría si simplemente no nos dejamos expulsar? —preguntó Damis Sawtelle—. ¿Qué pasaría si lucháramos?

—¿Luchar? —dijo Bamber Cadrell—. ¿Luchar cómo, con qué? ¿Es que has perdido el juicio, Damis?

Ambos eran amigos desde la infancia y capitanes de barco, hombres sólidos y prácticos, pero en aquel preciso momento se estaban mirando con los rostros hoscos y fríos de los eternos enemigos.

—Resistencia —exclamó Sawtelle—. Guerra de guerrillas.

—Nos deslizamos hasta su zona de la isla y nos apoderamos de algo que parezca importante de ese edificio sagrado que tienen —sugirió Nimber Tanamind—; y nos negamos a devolvérselo a menos que convengan en que nos quedemos.

—A mí eso me suena a estupidez —dijo Cadrell.

—A mí también —agregó Nicko Thalheim—. Robarles sus fetiches no nos llevará a ninguna parte. La resistencia armada es lo correcto, como ha dicho Damis. Guerra de guerrillas, absolutamente. La sangre gillie corriendo por las calles hasta que retiren la orden de expulsión. En este planeta no tienen el concepto de guerra. Ni siquiera sabrán qué estamos haciendo si comenzamos una guerra.

—Shalikomo —dijo alguien desde el fondo—. Recordad lo que ocurrió allí.

—Shalikomo, sí —exclamó otra voz—. Harán con nosotros una carnicería como la que hicieron con ellos; y no habrá nada que podamos hacer para detenerlos.

—Correcto —dijo Marya Hain—. Somos nosotros los que no poseemos el concepto de guerra, no ellos. Ellos saben cómo matar cuando quieren hacerlo. ¿Con qué vamos a atacarlos, con cuchillos para descamar? ¿Con martillos y cinceles? No somos guerreros. Nuestros ancestros quizá lo fueron, pero nosotros no conocemos siquiera el significado de esa idea.

—Tenemos que aprender —dijo Thalheim—. No podemos permitir que nos echen de nuestros hogares.

—¿Que no podemos? —preguntó Marya Hain—. ¿Qué otra alternativa tenemos? Estamos aquí sólo gracias a su tolerancia, la cual ahora nos han retirado. Ésta es su isla. Si intentamos resistirnos, nos cogerán uno por uno y nos arrojarán al mar de la misma forma que hicieron en Shalikomo.

—Nos llevaremos a muchos por delante —dijo Damis Sawtelle, con ardor en la voz.

Dann Henders estalló en carcajadas.

—¿En el mar? Bueno, bueno. Supongo que les mantendremos la cabeza debajo del agua hasta que se ahoguen…

—Ya sabes a qué me refiero —refunfuñó Sawtelle—. Ellos matan a uno de nosotros, nosotros matamos a uno de ellos. En cuanto comiencen a morir, cambiarán de opinión rápidamente acerca de obligarnos a abandonar la isla.

—Ellos nos matarán más de prisa de lo que nosotros podemos matarlos a ellos —dijo Leynila, la esposa de Poilin Stayvol; éste era el segundo capitán más antiguo de Delagard, después de Gospo Struvin. En aquel preciso momento estaba ausente, al mando del barco de pasajeros que hacía la ruta de Kentrup. La vehemente Leynila, de estatura baja, hablaría siempre en contra de cualquier cosa que Damis Sawtelle defendiese. Eso había sido así desde que ambos eran niños—. Incluso en el caso de que fuera un asunto de uno a uno, ¿adonde nos llevaría eso? —preguntó Leynila.

Dana Sawtelle asintió. Atravesó la habitación y se detuvo junto a Marya y Leynila. La mayoría de las mujeres estaban a un lado de la habitación, y el puñado de hombres que formaba la fracción partidaria de la guerra se hallaba en el otro.

—Leynila tiene razón. Si intentamos luchar acabaremos todos muertos. ¿Qué sentido tiene? Si hay una guerra y luchamos como héroes para al final acabar todos muertos, ¿cómo vamos a estar mejor que si nos limitamos a subir a un barco y marcharnos a otra parte?

Su esposo se volvió para encararse con ella.

—Cállate, Dana.

—¡Y una porra voy a hacerlo, Damis! ¡Y una porra voy a hacerlo! ¿Crees que voy a quedarme aquí sentada como una niña mientras los tuyos hablan de lanzar un ataque contra un grupo de seres alienígenas físicamente superiores a nosotros que nos superan en número de uno a diez? No podemos luchar contra ellos.

—Tenemos que hacerlo.

—No. ¡No!

—Es sólo una absoluta tontería toda esta charla de luchar. Los gillies están fanfarroneando —dijo Lis Niklaus—. No nos harán marchar realmente.

—Oh, sí que lo harán…

—No si Nid tiene algo que decir al respecto.

—¡Es tu precioso Nid quien nos ha metido en esto, en primer lugar! —chilló Marya Hain.

—Y él nos sacará de ello. Los gillies están enfadados ahora, pero no…

—¿Qué piensas tú, doctor?

Lawler había guardado silencio durante el debate, esperando que las emociones se manifestaran. Siempre era erróneo lanzarse a aquel tipo de cosas con demasiada prontitud. Ahora se puso de pie.

Repentinamente se había hecho un silencio absoluto en la sala. Todos los ojos estaban fijos en él. De él esperaban la Respuesta. Algún milagro, alguna esperanza de indulto; confiaban en que él les proporcionaría aquello. Era el pilar de la comunidad, descendiente de un famoso fundador; confiaban en el médico que conocía el cuerpo de todos mejor que ellos mismos; era una cabeza sabia y objetiva, el respetado dispensador de consejos agudos.

Los miró a todos antes de comenzar.

—Lo siento, Damis. Nicko. Nimber. Creo que toda esta conversación de resistencia no nos lleva a nada útil. Tenemos que admitir ante nosotros mismos que ésa no es una opción —se oyó un refunfuñar colectivo en la fracción guerrera—. Intentar luchar contra los gillies es como intentar beberse el mar hasta secarlo. No tenemos armas. Quizá tengamos, en el mejor de los casos, unas cuarenta personas físicamente capacitadas para la lucha, contra cientos de ellos. Ni siquiera vale la pena pensar en ello.

El silencio se hizo glacial, pero él podía ver que sus tranquilas palabras estaban penetrando; la gente intercambiaba miradas, asentía con la cabeza. Se volvió hacia Lis Niklaus:

—Lis, los gillies no están fanfarroneando, y Nid no dispone de presión alguna para hacer que se retracten. Él ya habló con ellos, y yo hice lo mismo. Tú lo sabes. Si continúas pensando que los gillies van a cambiar de opinión, no haces más que soñar.

¡Qué aspecto tan solemne y sombrío tenían ahora! Los Sweyner, Dag Tharp, un grupo de los Thalheim, los Sawtelle. Sidero Volkin y su esposa Elka, Dann Henders, Martín Yáñez, el joven José Yáñez, Lis, Leo Martello, Pilya Braun, Leynila Stayvol, Sundria Thane. Los conocía a todos muy bien, excepto a unos pocos. Eran su familia, como le había dicho a Delagard en aquella alcohólica noche. Sí. Sí, así era. Todos los de aquella isla.

—Amigos —continuó—, será mejor para todos que nos enfrentemos con la realidad. A mí esto no me gusta más que a vosotros, pero no tenemos alternativa. ¿Los gillies dicen que tenemos que marcharnos? De acuerdo. Es la isla de ellos. Ellos son numerosos y tienen músculos. Pronto vamos a vivir en otro lugar, y eso es todo lo que hay. Me gustaría poder deciros algo más alegre, pero no puedo. Nadie puede. Nadie.

Esperó alguna réplica enfurecida de Thalheim, o de Tanamind o Damis Sawtelle, pero no tenían nada que decir. No había nada que decir. Toda aquella charla acerca de resistencia armada no había sido más que silbidos en la oscuridad. La reunión, aunque con vacilaciones, se disolvió. No había más alternativa que someterse; todo el mundo lo veía claro ahora.


Una tarde de la segunda semana después del ultimátum, Lawler se hallaba de pie junto al dique marítimo, entre el astillero de Delagard y la planta energética de los gillies, mirando los cambiantes colores de la bahía, cuando Sundria Thane pasó nadando por las aguas que quedaban más abajo. En mitad de una brazada miró rápidamente hacia arriba y le hizo un gesto de saludo con la cabeza. Lawler imitó el asentimiento a modo de respuesta y la saludó con una mano. Las esbeltas piernas de la mujer se agitaron como tijeras y ella avanzó con el torso inclinado y se zambulló brusca y rápidamente.

Durante un momento, Lawler vio las pálidas nalgas adolescentes de Sundria que destellaban fuera del agua, para luego sumergirse cuando ella se puso a bucear velozmente justo por debajo de la superficie. Era como un delgado fantasma desnudo el que se alejaba de la orilla de forma constante, con poderosas brazadas. Lawler la siguió con los ojos hasta que la perdió de vista. Nada como un gillie, pensó él. No había subido a respirar en lo que a él le habían parecido tres o cuatro minutos. ¿Es que no necesitaba respirar?

Mireyl había sido una nadadora igualmente fuerte, pensó.

Lawler frunció el entrecejo. Lo sorprendió que su esposa, perdida hacía tanto tiempo, apareciera flotando desde el pasado sin que él la llamase. Hacía años que no pensaba en ella; pero luego se dio cuenta de que había pensado en ella también la noche anterior, durante su paseo alcohólico. Mireyl, sí. Era una antigua historia.

Parecía como si la tuviera ante los ojos. De pronto él volvía a tener veintitrés años, volvía a ser el joven y nuevo doctor, y allí estaba Mireyl con sus cabellos y su piel clara, su cuerpo compacto, ancha de hombros y de caderas; con un centro de gravedad bajo, era un poderoso proyectil pequeño de mujer, redondeada, musculosa y fuerte. Su rostro ya no estaba claro en su mente. Por alguna razón, no podía recordar su rostro.

Era una nadadora maravillosa. Se movía en el agua como una jabalina; no parecía cansarse nunca y podía permanecer sumergida eternamente. Por lo fuerte y activa que era, Lawler tenía que hacer siempre grandes esfuerzos para mantenerse a su altura cuando nadaban. Finalmente ella se volvía y se echaba a reír mientras lo esperaba, y él nadaba hasta ella, la abrazaba estrechamente y la apretaba contra sí.

En su recuerdo, ahora estaban nadando. Él se acercaba a ella y ella le abría los brazos. En el agua había cosas pequeñas y brillantes que nadaban, ágiles y cordiales.

—Deberíamos casarnos —dijo él.

—¿Ah, sí?

—Sí, deberíamos hacerlo.

—La esposa del doctor. Nunca pensé que sería la esposa del doctor —se echó a reír—. Pero alguien tiene que serlo.

—No, nadie tiene porqué serlo; pero yo quiero que lo seas tú.

Ella se zafó de entre sus brazos y comenzó a nadar.

—¡Cógeme y me casaré contigo!

—No es justo. Llevas una cabeza de ventaja.

—Las cosas nunca son justas —gritó ella.

Él sonrió y se puso a perseguirla, nadando con mayor esfuerzo del que jamás había empleado antes, y esa vez la alcanzó en medio de la bahía. No tenía forma de saber si había nadado por encima de su capacidad, o si ella le había permitido alcanzarla. Probablemente ambas cosas.

Entonces, el doctor tuvo una esposa.

—¿Eres feliz? —preguntó él.

—Oh, sí, sí.

—Yo también.

Un matrimonio sólido. Eso era lo que él había supuesto, pero ella estaba inquieta. Para empezar, Myreil había llegado a Sorve procedente de otra isla, y ahora quería continuar viajando, ver el mundo. Pero él estaba ligado a Sorve a causa de su profesión, por su temperamento formal y disciplinado, por millones de ataduras invisibles. No comprendió cuan viajero era en realidad el espíritu de ella; pensó que el anhelo que sentía por cambiar de isla no era más que una etapa y que lo dejaría atrás en cuanto se instalara en la vida de matrimonio.

Ahora había cambiado la escena. Estaban en el puerto, once meses después de la boda. Mireyl subía a bordo del barco de pasajeros interinsular que pertenecía a Delagard, con destino a Morvendir; se detuvo para mirar hacia el muelle que tenía a la espalda, y lo saludó con una mano. Luego volvió la espalda y desapareció. Nunca más había vuelto a tener noticias de ella.

Había ocurrido veinte años antes. Esperaba que fuera feliz, estuviera donde estuviese.

A lo lejos, Lawler divisó cardúmenes de jinetes aéreos, que saltaban del agua y se lanzaban a un intenso batir de aletas. Sus escamas brillaban con diferentes tonalidades de rojo y oro, como las piedras preciosas de los cuentos de su infancia. Él nunca había visto gemas de verdad, pero era difícil imaginar cómo podían ser más hermosas que los jinetes aéreos en vuelo a la hora del ocaso. Tampoco podía imaginar un paisaje más hermoso que el que presentaba la bahía de Sorve cuando lucía sus colores crepusculares. ¡Qué glorioso anochecer veraniego!

Había otras épocas del año en que el aire no era tibio y suave. Estaciones durante las cuales la isla viajaba por las regiones polares, golpeada por duros vendavales, barrida por precipitaciones de aguanieve tan cortantes como un cuchillo. Había épocas en las que el viento era demasiado tormentoso como para permitir que alguien se aventurara siquiera hasta la orilla de la bahía en busca de pescado o algas, y entonces comían pescado de carne seco, comidas preparadas con algas en polvo y hojas de algas deshidratadas. Mientras, se acurrucaban miserablemente en el interior de sus vaarghs y esperaban que volviera el tiempo cálido.

¡Pero el verano! ¡Ah, el verano, cuando la isla viajaba por las aguas tropicales! No había nada mejor que esto. Que los arrojaran de la isla en medio de un verano como aquél, hacía que la expulsión fuese mucho más dolorosa; les robaban la mejor estación del año.

Pero ésa ha sido la historia de la Humanidad desde el principio, pensó. Una expulsión tras otra, comenzando desde el Edén. Exilio tras exilio.

Mientras contemplaba la bahía en toda su belleza, Lawler sintió otra dolorosa punzada de pérdida. Su vida en Sorve estaba huyendo inevitablemente de él momento tras momento. Aquella sensación vigorizante de la primera noche, comenzar una nueva vida, continuaba estando con él; pero no durante todo el tiempo.

Se interrogó respecto a Sundria. ¿Cómo sería dormir con ella? No podía negar que se sentía atraído por aquellas largas piernas brillantes, aquella estructura ágil, esbelta y atlética; su energía, sus frágiles y confiadas maneras… Se imaginó deslizando las manos por la piel fresca y muy suave del interior de sus muslos, con la cabeza apoyada en el hueco que se formaba entre el hombro y el cuello de la mujer. Aquellos pechos pequeños y duros en sus manos, los pequeños pezones erectos contra sus palmas. Si Sundria hacía el amor con la mitad del vigor que dedicaba a nadar, tenía que ser extraordinaria.

Resultaba extraño el volver a desear a una mujer. Lawler había sido autosuficiente durante demasiado tiempo. El ceder ante el deseo significaba que había perdido parte de su coraza, cuidadosamente construida; pero la perspectiva de abandonar la isla había agitado varias cosas que yacían quietas en su alma. Pasado un rato, Lawler se dio cuenta de que habían transcurrido al menos diez minutos, sin que viera a Sundria salir a respirar. Ni siquiera un excelente nadador podía conseguir eso; no si era humano. Repentinamente preocupado, Lawler recorrió las aguas con los ojos en busca de la mujer.

Entonces la vio caminando hacia él por el paseo que corría paralelo al dique marítimo, desde la izquierda. Llevaba el cabello húmedo atado tirante en la nuca, y se había puesto una tela de alga enredadera que caía descuidadamente, abierta por delante. Debía de haber rodeado la costa en dirección sur sin que él lo advirtiese, y salido a la orilla por la rampa marina que estaba junto al astillero.

—¿Le importa si le hago compañía? —preguntó.

Lawler hizo un gesto dadivoso.

—Aquí hay mucho espacio.

Ella se detuvo junto al médico y adoptó la misma postura que él, inclinada hacia adelante, mirando en dirección al agua con los codos apoyados en la barandilla.

—Parecía estar muy serio cuando pasé nadando por aquí hace un rato —dijo ella—. Muy absorto en sus pensamientos.

—¿Ah, sí?

—¿Lo estaba?

—Supongo que sí.

—¿Absorto en grandes reflexiones, doctor?

—No realmente; sólo pensando —no se sentía dispuesto a explicarle lo que le había pasado por la cabeza un momento antes. Improvisó rápidamente—. Estaba intentando hacerme a la idea de abandonar este sitio —dijo—. De marchar al exilio una vez más.

—¿Una vez más? —preguntó ella—. No lo comprendo. ¿Es que tuvo que abandonar otra isla antes de ahora? Yo pensaba que usted siempre había vivido en Sorve.

—Y así es; pero éste es el segundo exilio para todos nosotros, ¿no? Quiero decir que primero nuestros ancestros fueron exiliados de la Tierra; y ahora tenemos que exiliarnos de nuestra isla.

Ella se volvió para encararse con él, con expresión de perplejidad.

—Nosotros no somos exiliados de la Tierra. Ningún humano nacido en la Tierra se estableció jamás en Hydros. La Tierra ya estaba destruida cien años antes de que el primer ser humano llegara aquí.

—Eso carece de importancia; todos somos originarios de la Tierra, si vamos al punto inicial, y la perdimos. Ésa es una especie de exilio. Me refiero a todos los seres humanos que viven en los diferentes mundos del espacio —las palabras brotaron de su boca como un torrente—. Mire, una vez tuvimos un mundo madre, un solo planeta ancestral, y ahora ha desaparecido, está arruinado, destruido. Acabado. No queda de él más que un recuerdo, muy borroso, nada más que un puñado de diminutos fragmentos como los que vio usted en mi vaargh.

»Mi padre solía decirnos que la Tierra era un lugar de milagros, maravilloso, el planeta más hermoso que haya existido jamás. Un mundo jardín, nos decía. Un paraíso. Quizá lo fuese. Hay quienes dicen que no era nada de eso en absoluto, que era un lugar horrendo del que la gente se marchó porque no podía soportar vivir en él. No sé. Todo se ha convertido en mito a estas alturas; pero, fuera como fuese, era nuestro hogar. Nos marchamos de él y luego la puerta se cerró tras de nosotros para siempre.

—Ni siquiera pienso en la Tierra —dijo Sundria.

—Yo sí. Todas las otras especies galácticas que conocemos tienen un planeta madre, excepto nosotros. Nosotros tenemos que vivir dispersos por cientos de mundos, quinientos aquí y un millar allá, establecidos en planetas extraños. Vivimos más o menos tolerados por las criaturas de esos planetas en los que hemos conseguido encontrar un pequeño territorio para poner los pies. A eso me refiero cuando hablo de exilio.

—Pero aun en el caso de que la Tierra existiera, nosotros no podríamos regresar a ella. No desde Hydros. Éste es nuestro planeta madre, no la Tierra; y nadie nos ha expulsado de Hydros.

—Bueno, nos han expulsado de Sorve; al menos eso no puede discutírmelo.

La expresión de ella, que se había hecho un poco burlona e impaciente, se suavizó.

—A usted le parece un exilio porque nunca ha vivido en otra parte. Para mí, una isla no es más que una isla. En realidad, todas son más o menos iguales. Durante algún tiempo vivo en una de ellas, y luego siento la necesidad de continuar mi camino y me voy a otra parte —descansó su mano sobre la él durante un instante—. Sé que tiene que ser difícil para usted. Lo siento.

Lawler quería cambiar desesperadamente de tema. Aquello iba por un camino completamente errado: le estaba inspirando lástima a la mujer, ella estaba respondiendo a su autocompasión. La conversación había comenzado con mal pie y continuaba su marcha. En lugar de hablarle del exilio y de la patética situación de la pobre humanidad esparcida como granos de arena, tendría que haberle comentado lo maravillosa que le había parecido aquella zambullida —que le había hecho asomar el culo fuera del agua—, y preguntarle si le gustaría subir hasta su vaargh para pasar un rato de placentera lucha cuerpo a cuerpo antes de la cena. Pero ya era demasiado tarde como para emprender aquella senda. ¿O acaso no?

—¿Cómo va esa tos? —preguntó él, pasado un rato.

—Bien. Pero me vendría bien un poco más de esa medicina suya. Sólo me queda suficiente para un par de días.

—Venga a mi vaargh cuando se le termine y le daré un poco más.

—Así lo haré —aseguró ella—. Y también me gustaría mirar esas cosas de la Tierra que tiene.

—Claro. Si le interesan, le contaré lo que sé de ellas…, si bien la mayoría de la gente pierde rápidamente el interés cuando lo hago.

—No sabía que se sintiera usted tan fascinado por la Tierra. Nunca he conocido a nadie que le diera tanta importancia. Para la mayoría de nosotros, la Tierra no es más que el lugar en el que vivían nuestros ancestros hace mucho tiempo; pero realmente está más allá de nuestra comprensión, fuera de nuestro alcance. No pensamos en ella más de lo que pensamos en el aspecto que podrían tener los abuelos de nuestros abuelos.

—Yo sí pienso en ella —dijo Lawler—. No puedo decirle por qué. Pienso en toda clase de cosas que están fuera de mi alcance. Cómo será vivir en un mundo con tierra, por ejemplo. Un lugar en el que haya tierra negra bajo los pies de uno, y plantas que crezcan en ella directamente al aire, plantas veinte veces más altas que un hombre.

—¿Se refiere a los árboles?

—Sí, a los árboles.

—Yo sé algunas cosas de los árboles. Qué plantas tan fantásticas son. Tienen tallos tan grandes que uno no puede rodearlos con los brazos. Tienen una piel dura y marrón por toda su superficie. Es increíble.

—Habla usted como si hubiera visto alguno —dijo Lawler.

—¿Yo? Qué va, ¿cómo iba a ser eso posible? He nacido en Hydros, igual que usted. Sin embargo, he conocido gente que vivió en planetas con tierra. Cuando estuve en Simbalimak, pasé mucho tiempo con un hombre que procedía de Alborada; él me habló de bosques, pájaros, montañas y muchas otras cosas que no tenemos aquí. Árboles. Insectos. Desiertos. Todo eso resulta asombroso.

—Imagino que sí —dijo Lawler.

Aquella conversación no lo hizo sentir más cómodo que la anterior. No quería oír hablar de bosques ni pájaros ni montañas, ni del hombre de Alborada con el que ella había estado en Simbalimak.

Ella lo miraba de una forma extraña. Se hizo una pausa difícil, una pausa con mensaje implícito, aunque maldito si él sabía de qué se trataba.

—Usted nunca ha estado casado, ¿verdad, doctor? —preguntó ella después, con tono abrupto.

La pregunta era tan sorprendente como ver a un gillie dar una voltereta sobre las manos.

—Una vez. No demasiado tiempo. Eso fue hace mucho…, un craso error. ¿Y usted?

—Nunca. Supongo que no sé cómo hacerlo. Eso de atarse a una persona para siempre… me parece muy extraño.

—Dicen que es posible —observó Lawler—. Yo lo he visto ante mis propios ojos; pero he tenido muy poca experiencia al respecto, claro está.

Ella asintió vagamente. Parecía estar luchando con algo. Él también, y sabía de qué se trataba: de su reticencia a cruzar los límites con los que había rodeado su vida después que Mireyl lo dejó, su rechazo ante la posibilidad de quedar expuesto a nuevos sufrimientos. Se había acostumbrado a su vida monástica y disciplinada. Más que acostumbrado: parecía ser lo que buscaba, parecía colmar sus necesidades más profundas. Si nada se arriesgaba, nada se perdía.

¿Acaso ella estaba esperando a que él hiciera el primer movimiento? Así parecía ser, sí. Así parecía ser. Pero ¿lo haría él? Se había encerrado en una inflexible indiferencia, y parecía no existir forma alguna de salir de eso.

La brisa que llegaba desde el sur le acercó la fragancia del cabello mojado de la joven, e hizo ondear la tela que llevaba sobre el cuerpo; Lawler recordó que estaba desnuda. La luz del sol que se ponía brillaba en su piel, tiñendo de oro el tenue, finísimo vello de su escote y pechos, que destellaron en el sitio en el que asomaban por la abertura frontal. Los pequeños pezones estaban endurecidos por el suave aire fresco del anochecer. Tenía el cuerpo flexible, elegante, tentador, aún húmedo del baño.

La deseaba, de eso no cabía duda alguna.

Muy bien, entonces. Ya no tienes quince años; lo que debes hacer es decirle: «En lugar de esperar hasta la mañana, ven ahora mismo a mi vaargh y te daré la medicina; y luego cenemos juntos y bebamos unas copas. Ya sabes; me gustaría conocerte mejor». Y sigue a partir de allí.

Lawler podía oír las palabras flotando en el aire, casi como si ya las hubiera pronunciado. Pero, justo en aquel momento, Gabe Kinverson subió por el sendero; acababa de concluir su jornada de trabajo. Aún llevaba puesta su ropa de pescar, un atuendo grueso y suelto destinado a protegerlo de los golpes de tentáculo de los peces de carne. Debajo de un brazo llevaba una vela plegada.

Se detuvo y permaneció durante un momento, quieto y amenazante, a una docena de metros más o menos; era una presencia voluminosa, robusta como un arrecife. Emanaba de él aquella sensación siempre presente de enorme fuerza contenida con esfuerzo, de violencia escondida, de peligro.

—Así que estás aquí —le dijo a Sundria—. He estado buscándote. Buenas noches, doctor.

El tono de su voz era calmo, suave, enigmático. La voz de Kinverson nunca sonaba tan amenazadora como el aspecto de su dueño. Le hizo a la muchacha un gesto para que se acercara, y ella se le aproximó sin vacilación alguna.

—Ha sido muy agradable hablar con usted, doctor —dijo Sundria, mirando a Lawler por encima del hombro al alejarse.

—Bueno —dijo él.

Kinverson sólo quiere que le arregle esa vela, se dijo Lawler. Seguro. Seguro.


Uno de los sueños terrícolas volvió a visitarlo. Lo asaltaban dos distintos, uno muy doloroso y el otro no tan malo. Lawler tenía uno de ellos al menos una vez por mes; a veces ambos. En aquella ocasión se trataba del más benigno.

Se hallaba en la Tierra, caminando sobre suelo sólido. Estaba descalzo, y como había llovido apenas un rato antes, el suelo estaba blando y tibio. Cuando movía los dedos de los pies, veía brotar la tierra entre sus dedos de la misma forma en que lo hacía la arena, cuando él caminaba por las aguas someras de la bahía de Sorve; pero el material que constituía el suelo de la Tierra era más oscuro que la arena, y más pesado. Cedía ligeramente bajo los pies de un modo muy extraño.

Él caminaba a través de un bosque. Los árboles se erguían en torno a él por todas partes, cosas parecidas a las plantas de fuco leñoso con largos troncos y montones de hojas muy en lo alto, aunque eran mucho más grandes que los fucos leñosos y las hojas estaban tan altas que era incapaz de distinguir su forma. Los pájaros revoloteaban en las copas de los árboles. Proferían extraños sonidos melódicos, una música que no había oído nunca antes y que jamás podía recordar cuando despertaba. Por el bosque correteaban todo tipo de criaturas extrañas, algunas que caminaban sobre dos patas como los seres humanos, algunas que se arrastraban sobre el vientre y otras que caminaban sobre seis u ocho pequeños zancos. Saludaba con un movimiento de la cabeza a aquellas criaturas de la Tierra, y éstas le devolvían el saludo al pasar junto a él.

Llegaba a un lugar en el que se abría un claro en el bosque, y veía una montaña que se alzaba ante él. Era como de vidrio oscuro, salpicada de irregularidades destellantes como espejos, y en la cálida luz dorada del sol tenía una extraordinaria brillantez. La montaña llenaba la mitad del cielo y sobre ella crecían árboles; parecían tan pequeños que se hubiera podido coger uno con la mano, pero él sabía que tenían esa apariencia sólo porque la montaña estaba muy lejos, que esos árboles eran al menos del mismo tamaño que los del bosque que acababa de dejar atrás, quizá incluso más grandes.

De alguna manera rodeaba el pie de la montaña. Al otro lado había un largo declive, un valle, y más allá del valle veía una cosa oscura y extensa que sabía que era una ciudad llena de gente, con más gente de la que él pudiera imaginar. Se dirigía hacia allá, pensando en reunirse con las gentes de la Tierra y explicarles quién era él y de dónde venía, preguntarles acerca del tipo de vida que llevaban y si conocían a su tatarabuelo Harry Lawler o quizá al padre o al abuelo de Harry Lawler. Pero, a pesar de que caminaba y caminaba, la ciudad nunca se veía más cerca. Permanecía siempre en el horizonte, allá abajo, en el extremo más lejano del valle. Caminaba durante horas, durante días y semanas, y la ciudad estaba siempre fuera de su alcance, incluso alejándose de él a medida que avanzaba.

Cuando al fin despertaba, se sentía siempre entumecido y cansado como si hubiera realizado un gran esfuerzo y no hubiera dormido en absoluto.

Por la mañana, José Yáñez, el joven aprendiz de Lawler, vino a la vaargh para recibir su clase habitual. La isla contaba con un estricto sistema de aprendices: no debía permitirse que se perdiera ningún oficio. Por primera vez desde el comienzo del asentamiento, el aprendiz de médico no llevaba el apellido Lawler, pero la línea de los Lawler acabaría con él; alguna otra familia debería cargar con la responsabilidad cuando él muriera.

—Cuando nos vayamos —preguntó José—, ¿podremos llevarnos todo el material médico?

—Llevaremos todo lo que quepa en el barco —le respondió Lawler—. Los aparatos, la mayoría de los medicamentos, el libro de recetas.

—¿Las historias clínicas de los pacientes?

—Si hay sitio, sí. No lo sé.

José era un muchacho de diecisiete años, alto y desgarbado. Tenía carácter dulce, sonrisa fácil, un rostro franco y facilidad para tratar con la gente. Parecía tener las aptitudes necesarias para el ejercicio de la medicina. Le encantaban las largas horas de estudio, contrariamente a lo que le había ocurrido al propio Lawler, nervioso y rebelde de joven. Aquél era el segundo año de instrucción de José, y Lawler sospechaba que el chico ya dominaba la mitad de los principios técnicos básicos; el resto, la habilidad y el diagnóstico, también serían suyos llegado el momento. Provenía de una familia de marineros; su hermano mayor, Martín, era capitán de uno de los barcos de Delagard. Era algo muy propio de José aquello de preocuparse por las historias clínicas de los pacientes. Tendrían que aprenderse de memoria las de todos antes de abandonar la isla, pero eso no sería ningún problema. Lawler ya guardaba en la cabeza la mayoría, y lo mismo ocurría, según sospechaba, con José.

—Espero que me destinen al mismo barco que a ti —Lawler, junto con su hermano Martin, era el mayor héroe de José.

—No —le contradijo Lawler—. Tenemos que viajar en barcos separados. Si la nave en la que yo viajo se pierde en el mar, quedarás tú para oficiar como médico.

José pareció estupefacto. ¿Por qué? ¿Por la idea de que el barco de Lawler pudiera perderse en el mar y su héroe pereciera? ¿O por la idea de que él sería un día el médico de la comunidad, y un día quizá no muy lejano? Probablemente se tratara de eso. Lawler recordó cómo se había sentido la primera vez que se le ocurrió que su aprendizaje —aquellas duras e interminables horas de estudio y disciplina— tenía realmente un propósito serio: que un día ocupase el lugar de su padre en aquel oficio e hiciera todo lo que su padre hacía. Por aquel entonces tenía alrededor de catorce años; para cuando alcanzó los veinte su padre estaba muerto… y el médico era él.

—Oye, no te preocupes por eso —dijo Lawler—. Nada va a ocurrirme, pero tenemos que pensar en todas las posibilidades. Tú y yo tenemos todos los conocimientos médicos que posee este asentamiento, y debemos protegerlos.

—Sí. Por supuesto.

—Muy bien. Eso significa que debemos viajar en barcos separados. ¿Ves lo que quiero decir?

—Sí —dijo el muchacho—. Sí, lo comprendo. Preferiría estar contigo, pero lo comprendo —sonrió—. Hoy íbamos a hablar de las inflamaciones de la pleura, ¿verdad?

—Las inflamaciones de la pleura, sí —respondió Lawler.

Desplegó su gastada y desteñida carta anatómica. José se inclinó hacia adelante en su asiento, alerta, atento, ansioso. Aquel muchacho era inspirador. Le recordaba algo que últimamente había comenzado a olvidar: que su profesión era algo más que un trabajo: era una vocación.

—Inflamaciones y secreciones pleurales, ambas. Sintomatología, causas y medidas terapéuticas —podía oír la voz de su propio padre, profunda, mesurada, inexorable, sonando en su mente como un gigantesco gongo—. Un repentino dolor agudo en el pecho, por ejemplo…


—Me temo que las noticias no son buenas —dijo Delagard.

—¿Eh?

Estaban en la oficina del astillero. Era mediodía, la hora habitual de descanso de Lawler; Delagard le había pedido que pasara por allí. Sobre la mesa de madera de fuco había una botella de brandy de algas abierta, pero Lawler había rechazado la copa. No bebo en horas de trabajo, había dicho. Siempre había intentado mantener la mente clara durante las horas de consultorio, salvo en lo que se refería al uso del alga insensibilizadora; y se decía a sí mismo que el alga no lo afectaba en ese sentido. Si algo hacía, era mantener su mente aún más clara.

—Ya tengo algunos resultados. Hasta ahora no son resultados buenos. Velmise no va a acogernos, doctor.

Aquello era como una patada en el estómago.

—¿Te han dicho eso?

Delagard empujó una hoja de pergamino de mensaje al otro lado de la mesa.

—Dag Tharp me trajo esto hace media hora. Es de mi hijo Kendy, el que vive en Velmise. Dice que anoche tuvieron una reunión del consejo, y votaron en contra. Su cuota de inmigración anual es de seis, y están dispuestos a aumentarla a diez considerando las insólitas circunstancias. Pero ése es el número máximo que aceptan.

—No setenta y ocho.

—Setenta y ocho, no. Es por ese viejo asunto de Shalikomo. Todas las islas temen tener demasiada gente y que eso moleste a los gillies. Por supuesto, puede decirse que diez es mejor que nada. Si enviamos diez a Velmise, y diez a Salimil, y diez a Grayvard…

—No —dijo Lawler—. Quiero que permanezcamos todos juntos.

—Eso ya lo sé. Está bien.

—Si no vamos a Velmise, ¿cuál es la siguiente posibilidad mejor?

—Dag está hablando con Salimil en este preciso momento; ya sabes que también tengo un hijo allí. Tal vez él sea un poco más persuasivo que Kendy. O quizá la gente de Salimil no esté tan acojonada. Cristo, uno pensaría que les estábamos pidiendo a los de Velmise que evacuaran toda su maldita ciudad para hacernos sitio.

»Podrían habernos acomodado a todos perfectamente. Puede que hubiera resultado duro durante algún tiempo, pero podían hacerlo. Los Shalikomo no se repiten —Delagard hojeó el fajo de hojas de pergamino que tenía delante y se las pasó a Lawler—. Bueno, a la mierda con Velmise; ya encontraremos algo. Lo que quiero es que le eches un vistazo a esto.

Lawler miró las hojas. Cada página tenía una lista de nombres garrapateados con la letra de Delagard, grande y vigorosa.

—¿Qué es todo esto?

—Hace un par de semanas te dije que tenía seis barcos, y eso nos divide en trece personas por nave. En realidad, según salen las cuentas, tendremos un barco con once, dos con catorce cada uno, y otros tres con trece personas a bordo. Dentro de un minuto comprenderás el por qué. Éstas son las listas de pasajeros que he confeccionado —Delagard dio unos golpecitos sobre una de ellas—. Aquí está; ésta es la que debería interesarte más.

Lawler la repasó rápidamente. Decía:

YO Y LIS — GOSPO STRUVIN — DOCTOR LAWLER — QUILLAN KLNVERSON — SSUNDRIA THANE — DAG THARP — ONYOS FELK — DANN HENDERS — NATIM GHARKID — PILYA BRAUN — LEO MARTELLO — NEYANA GOLGHOZ

—¿Te parece bien? —preguntó Delagard.

—¿Qué es esto?

—Ya te lo he dicho, la lista de pasajeros. Ésta pertenece a nuestro barco, el Reina de Hydros. Creo que es un grupo bastante bueno.

Lawler miró fijamente a Delagard, con asombro.

—Eres un bastardo, Nid. Sabes realmente cómo cuidar de ti mismo.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando del magnífico trabajo que has hecho para asegurarte de que estarás cómodo y a salvo durante el viaje por mar. Ni siquiera te sientes incómodo al enseñarme esto, ¿verdad? No, apuesto a que te sientes orgulloso de ello.

»En tu barco llevas al único médico de la comunidad, al más diestro hombre en comunicaciones, a la persona más parecida a un ingeniero con que contamos, y al cartógrafo; y Gospo Struvin es el capitán número uno de tu flota. No es una mala tripulación para realizar un viaje de Dios sabe cuánto tiempo y que nos llevará a Dios sabe dónde. Además, Kinverson es el cazador marino, un tipo tan fuerte que ni siquiera parece humano y que además sabe cómo orientarse en el mar de la misma forma que tú te orientas en tu astillero. Es un equipo condenadamente bueno.

»Y nada de niños fastidiosos, ni ancianos, ni gente que tenga mala salud. No está mal, amigo mío.

El enojo asomó durante un momento, pero sólo durante un momento, a los destellantes ojillos de Delagard.

—Mira, doctor, es la nave capitana. Éste podría no ser un viaje muy fácil si acabamos teniendo que desplazarnos hasta Grayvard. Necesitamos sobrevivir.

—¿Más que los otros?

—Tú eres el único médico. ¿Es que quieres estar en todos los barcos a la vez? Inténtalo. Me imagino que tendrás que ir en uno u otro barco, y lo mismo da que viajes en el mío.

—Por supuesto —Lawler pasó los dedos por el borde de la hoja—. Pero, incluso aplicando la primera regla, no comprendo algunas de estas elecciones. ¿De qué te sirve a ti Gharkid? Es un completo cero a la izquierda.

—Conoce las algas. Eso es lo que conoce muy bien. Puede ayudarnos a encontrar comida.

—Parece razonable —Lawler le dirigió una mirada a la prominente barriga de Delagard—. No querríamos pasar hambre ahí fuera, ¿verdad? ¿Eh? ¿Eh? —volvió a mirar la lista y continuó—. ¿Y Braun? ¿Y Golghoz?

—Son buenas trabajadoras. Se ocupan sólo de sus asuntos.

—¿Y Martello, un poeta?

—No es sólo un poeta. Sabe qué hacer a bordo de un barco. Y de todas formas, ¿por qué no un poeta? Esto va a ser como una odisea, una jodida odisea. Emigra toda una isla. Haré que alguien escriba nuestra historia.

—Muy bonito —dijo Lawler—. Llevas a tu propio Homero para que toda la posteridad se entere del gran viaje. Me gusta eso —volvió a la lista—. Observo que sólo has anotado aquí cuatro mujeres contra diez hombres.

Delagard sonrió.

—La proporción entre hombres y mujeres no está del todo bajo mi control. En la isla tenemos treinta y seis mujeres y cuarenta y dos hombres; pero once de esas damas pertenecen a la jodida hermandad, no lo olvides. Voy a ponerlas en un barco para ellas solas. Dejemos que se las apañen para averiguar cómo gobernarlo, si lo consiguen. Así que tenemos sólo veinticinco mujeres y niñas en cinco barcos; las madres deben estar con sus hijos, etcétera, etcétera. He calculado que en nuestra nave tenemos sitio para cuatro.

—Entiendo que hayas escogido a Lis. ¿Cómo has escogido a las otras tres?

—Braun y Golghoz ya han trabajado en mis barcos, haciendo las rutas de Velmise y Salimil. Si vamos a llevar mujeres a bordo, es mejor que llevemos mujeres que sean capaces de hacer lo que hace falta.

—¿Y Sundria? Bueno, ella es una diestra reparadora de maquinaria. Tiene sentido.

—Eso es —dijo Delagard—. Por otra parte, es la compañera de Kinverson, ¿no? Si ella resulta útil y además son pareja, ¿por qué íbamos a separarlos?

—No son pareja, al menos que yo sepa.

—¿No lo son? A mí me lo parece —dijo Delagard—. Los he visto muy a menudo juntos. En fin, ésa es la tripulación, doctor. En caso de que la flota se separe en el mar, tenemos gente bastante buena a bordo como para salir adelante. Ahora bien, el barco número dos, el Diosa de Sorve, llevará a Brondo Katzin y su esposa, a todos los Thalheim, a los Tanamind…

—Espera un segundo —dijo Lawler—. Aún no he terminado con la primera. Todavía no hemos hablado del padre Quillan. Otra elección muy útil. Lo has escogido para estar a buenas con Dios, supongo.

Delagard era impermeable a aquella crítica. Soltó una tronante risotada.

—¡Hijo de puta! No, eso nunca me ha pasado por la cabeza. Ésa sería una buena idea, ya lo creo, llevar a un sacerdote a bordo. Si alguien tuviera influencias ahí arriba, sería él. Pero la razón por la que escogí al padre Quillan es porque disfruto mucho con su compañía. Lo encuentro un hombre tremendamente interesante.

Por supuesto, pensó Lawler. Siempre era un error esperar que Delagard fuera consecuente con respecto a algo.


Durante la noche llegó el otro sueño de la Tierra, el doloroso, aquel que siempre deseaba evitar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que había tenido ambos sueños en noches consecutivas, y lo cogió por sorpresa porque pensaba que el sueño de la noche anterior lo eximiría de tener el otro durante algún tiempo. Pero no; no había forma de escapar. La Tierra lo perseguiría siempre.

Allí estaba, en el cielo de Sorve, una maravillosa bola radiante verdiazul que giraba lentamente para mostrar sus brillantes mares, sus espléndidos continentes leonados. Era de una belleza que escapaba a toda medida, una enorme joya que destellaba allá arriba. Veía las montañas como dientes desiguales a lo largo de la columna vertebral de los continentes; sobre sus crestas había nieve blanca y pura. Él se encaramaba a la parte más alta del dique marítimo y subía flotando hasta el cielo, y continuaba flotando hasta que abandonaba Hydros y estaba muy adentro del espacio, suspendido sobre la bola verdiazul de la Tierra, mirándola desde lo alto como un dios.

Entonces podía ver las ciudades: un edificio tras otro, no acabados en punta como las vaarghs, sino anchos y planos, uno junto a otro y otro a lo largo de enormes distancias, con anchos senderos entre ellos. La gente caminaba por los senderos; había miles, muchos miles que se desplazaban rápidamente; algunos de ellos conducían vehículos pequeños que eran como botes que viajaban por tierra. Por encima de todo aquello estaban las criaturas con alas llamadas pájaros, parecidos a los jinetes aéreos y otros peces a los que sabía capaces de saltar fuera del agua para llevar a cabo vuelos cortos, con la diferencia de que los pájaros permanecían siempre en el aire, encumbrándose de forma espléndida, llevando a cabo recorridos enormemente largos al girar y girar incansablemente en torno al planeta.

Entre los pájaros también había máquinas que eran capaces de volar. Estaban hechas de metal, eran lisas y brillantes, y tenían alas pequeñas y largos cuerpos tubulares. Lawler las veía despegarse de la superficie de la Tierra y recorrer grandes distancias a velocidades impensables, para llevar a la gente de la Tierra de una a otra isla, de una a otra ciudad, de un continente a otro; era una red de comunicaciones tan vasta que el contemplarla le producía vértigo.

Se movía a través de la oscuridad, muy por encima de aquel brillante mundo verdiazul, mientras observaba y observaba, sabiendo lo que ocurriría a continuación, y se preguntaba si quizá aquella vez no sucedería. Pero por supuesto que sucedía. Exactamente lo mismo que antes, aquello que él había vivido tantas veces, aquello que hacía manar el sudor por todos sus poros y le retorcía los músculos de pasmo y angustia.

No había nunca advertencia. Simplemente, comenzaba: el caliente sol amarillo se hinchaba de repente, se hacía más brillante, se convertía en algo deforme y monstruoso. Las dentadas lenguas de fuego atravesaban el espacio… Las llamas se elevaban de las colinas y valles, de los bosques, de los edificios. Los mares hervían. Las planicies se carbonizaban. Las nubes de ceniza negra oscurecían el aire. Los continentes ennegrecidos se partían. Las sombrías montañas desnudas se encumbraban sobre los campos arruinados. La muerte, la muerte, la muerte, la muerte.

Siempre deseaba despertar antes de que llegara ese momento, pero nunca lo conseguía. Nunca antes de haberlo visto todo, nunca antes de que los mares hubieran hervido, de que los verdes bosques se hubieran convertido en cenizas.


El primer paciente de la mañana fue Sidero Volkin, uno de los carpinteros de navío de Delagard. Había recibido un aguijonazo de gusano llama en la pantorrilla mientras se hallaba en las aguas someras, quitando el exceso de dedos marinos que crecían en la quilla de un barco. Un tercio del trabajo de Lawler implicaba la curación de heridas que la gente se hacía en la bahía. Aquellas aguas eran visitadas demasiado a menudo por criaturas a las que les gustaba picar, morder, cercenar, apuñalar, inyectar y atormentar de varias formas a los seres humanos.

—El hijo de puta nadó directamente hacia mí a lo largo del barco, se detuvo y me miró directamente a los ojos —contó Volkin—. Apunté con el hacha a su cabeza, pero su cola dio la vuelta por el otro lado y me clavó el aguijón. Hijo de puta. Lo corté por la mitad, pero una mierda me sirve eso ahora.

La herida era estrecha pero profunda, y ya estaba infectada. Los gusanos llama eran unas criaturas largas y escurridizas, malvados tubos flexibles con una horrible boquita en un extremo y un virulento aguijón en el otro. No importaba con cuál de las dos puntas lo atacaran a uno: estaban llenos de microorganismos que tenían una relación simbiótica con el huésped y eran hostiles para el ser humano; causaban problemas y complicaciones inmediatas al entrar en los tejidos. La pierna de Volkin estaba hinchada y enrojecida, y de la herida irradiaban, dibujadas sobre la piel como las cicatrices de algún culto siniestro, las pálidas líneas de aspecto feroz que denotaban inflamación.

—Esto va a dolerte —dijo Lawler, mientras sumergía una larga aguja de bambú en un cuenco de poderoso antiséptico.

—Como si no lo supiera, doctor.

Lawler sondeó la herida con la aguja, pinchándola aquí y allá, metiendo tanto antiséptico en la carne inflamada como creyó que Volkin podría soportar. El carpintero permaneció inmóvil, maldiciendo en voz baja de vez en cuando mientras Lawler hurgaba en el interior de la herida; sin duda sería una sensación agónica.

—Aquí tienes un calmante —dijo Lawler, mientras le ofrecía un paquete de polvos blancos—. Te sentirás fatal durante un par de días; luego la inflamación irá desapareciendo. Esta tarde tendrás fiebre. Tómate el día libre.

—No puedo; Delagard no me dejará. Tenemos que poner a punto esos barcos para la partida. Hay que hacerles una endemoniada cantidad de cosas.

—Tómate el día —repitió Lawler—. Si Delagard te echa la bronca, dile que es a mí a quien tiene que presentarle las protestas. De todas formas, dentro de media hora te sentirás demasiado aturdido como para hacer bien cualquier trabajo. Anda, vete a casa.

Volkin vaciló durante un momento en la puerta de la vaargh de Lawler.

—De verdad te lo agradezco mucho, doctor.

—Vete. Deja de apoyarte sobre esa pierna antes de que te caigas al suelo.

En el exterior había otro paciente que aguardaba, otro miembro del personal de Delagard: Neyana Golghoz. Era una mujer plácida y rechoncha de unos cuarenta años, con el cabello de un insólito color anaranjado y el rostro cubierto de pecas rojizas. Era originaria de la isla de Kaggeram, pero había llegado a Sorve hacía cinco o seis años. Neyana desempeñaba tareas de mantenimiento a bordo de los barcos de la flota de Delagard; iba y venía constantemente entre las islas vecinas. Seis meses antes le había aparecido un cáncer de piel entre los omóplatos y Lawler se lo había extirpado químicamente, por el procedimiento de deslizar agujas cargadas de disolvente por debajo del tumor, hasta que se disolvió y pudo ser retirado. El proceso no había sido divertido para ninguno de los dos. Tenía que volver cada mes para asegurarse de que no había recurrencia del tumor.

Neyana se quitó la camisa de trabajo y se puso de espaldas a él. Lawler palpó la cicatriz con los dedos. Probablemente estaba aún sensible, pero ella no reaccionó en lo más mínimo. Como la mayoría de los isleños, aquella mujer era estoica y paciente. La vida en Hydros era dura, y nunca divertida para la población humana. No había muchas opciones acerca de qué hacer, con quién casarse y dónde vivir. A menos que uno decidiera probar suerte en otra isla, la mayoría de los factores esenciales de la vida estaban ya definidos cuando se llegaba a la edad adulta. Si uno se marchaba a otra parte, era probable que se encontrara con que las opciones estaban limitadas por muchos de aquellos mismos factores. Todo esto tendía a crear un cierto estoicismo.

—Tiene buen aspecto —le dijo Lawler—. ¿Te proteges del sol, Neyana?

—Ya lo creo que sí.

—¿Te pones el ungüento?

—En efecto, diariamente.

—En ese caso, no volverás a tener más problemas con esto.

—Eres un médico condenadamente bueno —sentenció Neyana—. Una vez conocí a alguien en la otra isla que tenía un cáncer como éste, y le comió desde la piel hacia dentro y se murió. Pero tú nos cuidas muy bien, velas por nosotros.

—Sólo hago lo que puedo.

Lawler siempre se sentía incómodo cuando los pacientes le daban las gracias. Durante la mayor parte del tiempo se sentía como un carnicero, cortándolos y pinchándolos con aquellos métodos tan prehistóricos de los que disponía, cuando en otros planetas —así lo había oído de aquellos que habían llegado desde el cielo— los médicos disponían de toda clase de tratamientos milagrosos. Empleaban ondas sonoras, electricidad, radiaciones y todo tipo de cosas que él apenas comprendía, y tenían a su alcance drogas que podían curar lo que fuera en cinco minutos. Mientras tanto, él tenía que arreglárselas con medicamentos y pociones fabricados a partir de algas marinas, y herramientas improvisadas hechas de madera y algún raro trozo de hierro o níquel. Le había dicho la verdad: hacía lo que podía.

—Si alguna vez puedo hacer algo por ti, doctor, no tienes más que pedirlo.

—Eres muy amable —respondió Lawler.

Neyana se marchó y entró Nicko Thalheim. Era nacido en Sorve, como Lawler, y también descendiente de una Primera Familia cuyo linaje se remontaba a cinco generaciones, hasta los días de la colonia penal. Era uno de los líderes de la isla, un hombre brusco y de rostro rubicundo, cuello corto y grueso y hombros poderosos. Él y Lawler habían sido compañeros de juegos durante la infancia, y continuaban siendo buenos amigos. Otros seis miembros de la isla llevaban el apellido Thalheim: el padre de Nicko, su esposa, su hermana y sus tres hijos. Raramente las familias llegaban a tener tres hijos. La hermana de Thalheim se había unido al grupo de mujeres del extremo más alejado de la isla hacía unos pocos meses; ahora todos la conocían como la Hermana Boda. Thalheim no se sintió feliz cuando ella se marchó.

—¿El absceso continúa drenando bien? —preguntó Lawler.

Thalheim tenía una infección en la axila izquierda. Probablemente lo había picado algo en las aguas de la bahía, pero Thalheim lo negaba. El absceso era problemático y destilaba pus constantemente. Lawler ya había abierto tres veces para limpiarlo, pero cada vez había vuelto a infectarse. La última vez le había pedido al tejedor Harry Travish que le hiciera un pequeño tubo colector y lo había cosido a la herida de Thalheim para que recogiera el pus y lo apartara de la zona afectada.

Lawler le levantó la ropa, cortó los puntos que sujetaban el tubo recolector y examinó la infección. La piel que la rodeaba estaba enrojecida y caliente al tacto.

—Duele como un hijo de puta —dijo Thalheim.

—También parece estar bastante mal. ¿Te estás poniendo el medicamento que te di?

—Por supuesto que sí —no sonaba muy convincente.

—Puedes hacerlo o no hacerlo, como te plazca, Nicko —dijo Lawler—. Pero si esa infección te baja por el brazo, podría tener que amputarlo. ¿Crees que podrás trabajar bien con un brazo solo?

—Es sólo el brazo izquierdo, Val.

—En realidad, no lo dices en serio.

—No. No. No lo digo en serio —Thalheim gruñó cuando Lawler volvió a tocar la herida—. Puede que haya olvidado la medicina una o dos veces. Lo siento, Val.

—Lo sentirás más dentro de poco.

Fría y despiadadamente, Lawler limpió la zona como si estuviera tallando un trozo de madera. Thalheim permaneció inmóvil y en silencio mientras Lawler trabajaba. En el momento en el que el médico estaba volviendo a colocar el tubo de drenaje, Thalheim dijo, repentinamente:

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, ¿verdad, Val?

—Desde hace cuarenta años.

—Y ninguno de nosotros sintió jamás el deseo de irse a otra isla.

—Nunca se me ocurrió hacerlo —dijo Lawler—, y en todo caso yo era el médico.

—Sí, y a mí simplemente me gusta este sitio.

—Sí —asintió Lawler. ¿Adonde iría a parar todo aquello?

—¿Sabes, Val? —continuó Thalheim—. He estado pensando en este asunto de tener que marcharnos. Lo odio. Me está enfermando por dentro.

—A mí tampoco me gusta mucho, Nicko.

—No, pero tú pareces resignado.

—¿Qué otra alternativa nos queda?

—Quizá exista una, Val.

Lawler lo miró, expectante.

—Oí lo que dijiste en la reunión del pueblo —comenzó Thalheim—.Dijiste que no resultaría nada bueno de luchar contra los gillies. Aquella noche no estuve de acuerdo contigo, pero cuando pensé en todo me di cuenta de que estabas en lo cierto. Sin embargo, he estado preguntándome si no habrá alguna forma de que unos cuantos de nosotros podamos quedarnos aquí.

—¿Qué?

—Me refiero a diez o doce de nosotros escondidos en el extremo de la isla en el que han estado viviendo las hermanas. Tú, yo, mi familia, los Katzin, los Hain… eso hace una docena. Es además un grupo bastante bien avenido, sin fricciones, todos amigos entre nosotros. Permanecemos escondidos, fuera de la vista de los gillies, pescamos en la parte de atrás de la isla e intentamos continuar viviendo como antes.

La idea era tan descabellada que cogió a Lawler con la guardia baja. Durante una loca fracción de segundo se sintió realmente tentado. ¿Quedarse allí, después de todo? ¿No tener que renunciar a los senderos familiares, a la bahía familiar? Los gillies no iban nunca hasta aquel extremo de la isla. Era posible que no se dieran cuenta de que unas pocas personas se quedaban atrás cuando…

No.

La naturaleza disparatada del plan se estrelló contra él como el puño de la Ola. Los gillies no necesitarían ir hasta aquel extremo de la isla para enterarse de lo que estaba ocurriendo. De alguna manera, siempre sabían todo lo que sucedía en cualquier parte de la isla. Los encontrarían en cinco minutos y los arrojarían al mar desde lo alto del baluarte posterior y eso sería todo. Por otra parte, incluso en el caso de que unas pocas personas consiguieran escapar a los gillies, ¿cómo podían pensar que conseguirían vivir como antes, con la mayor parte de la comunidad en otro lugar? No. No. Imposible, absurdo.

—¿Qué te parece? —preguntó Thalheim.

Lawler respondió después de una corta pausa.

—Perdóname, Nicko, pero creo que eso es tan tonto como la moción que presentó Nimber la otra noche, de robarles uno de sus ídolos y retenerlo como rescate.

—¿Es eso lo que crees?

—Sí.

Thalheim guardó silencio mientras se estudiaba la hinchazón que tenía debajo del brazo y Lawler lo vendaba.

—Tú siempre has tenido una forma práctica de enfrentarte con las cosas —dijo después—. Algo así como sangre fría, Val, pero práctica, siempre práctica. Creo que simplemente no te gusta correr riesgos.

—No cuando las probabilidades son de una entre un millón.

—¿Crees que es tan malo como eso?

—No puede resultar, Nicko. De ninguna manera. Vamos, admítelo. Nadie puede engañar a los gillies. Esa idea es un veneno. Es un suicidio.

—Tal vez sea así —aceptó Thalheim.

—Nada de tal vez.

—Pareció bastante buena durante un momento.

—No tendríamos ni la más mínima posibilidad —dijo Lawler.

—No. No la tendríamos, ¿verdad? —Thalheim meneó la cabeza—. Realmente quiero quedarme aquí, Val. No quiero irme. Daría cualquier cosa para no tener que marcharme.

—Yo también —confesó Lawler—. Pero nos marcharemos. Tenemos que hacerlo.


Sundria Thane vino a verlo cuando se le acabó completamente el tranquilizante de alga. Su presencia enérgica y vivaz llenó la sala de espera como un toque de trompeta, pero ella volvía a tener tos. Lawler sabía por qué, y no era debido a que algún hongo alienígena le hubiera invadido los pulmones. Estaba ojerosa y tensa. El brillo que les confería una vida tan intensa a sus ojos era ahora el brillo de la ansiedad, no solamente el de la potencia interna.

Lawler volvió a llenar de líquido rosáceo el recipiente que le había dado la primera vez; vertió la cantidad suficiente como para que le durara hasta el día de la partida. Después de eso, si la tos continuaba aquejándola cuando estuvieran en el mar abierto, podría compartir la reserva de él.

—Una de esas locas de la hermandad estaba ahora mismo en el poblado, ¿lo supo usted?, diciendo a todo el mundo que había trazado nuestra carta astral y que ninguno sobreviviría al viaje hasta una nueva isla. Ni uno solo de nosotros, dijo. Algunos vamos a perdernos en el mar y otros vamos a navegar hasta el borde del mundo para acabar cayendo al espacio.

—Supongo que debe de tratarse de la hermana Thecla. Afirma que es clarividente.

—¿Y lo es?

—Una vez me hizo a mí la carta astral. Fue en la época anterior a la hermandad, cuando todavía hablaba con los hombres. Me dijo que viviría hasta edad muy avanzada y tendría una vida feliz y plena. Ahora dice que todos nos vamos a morir en el mar. Una de las dos cartas astrales tiene que estar equivocada, ¿no lo cree así? Vamos, abra la boca; déjeme mirarle un poco la laringe.

—Quizá ella se refería a que usted es uno de los que van a navegar hasta caer al espacio.

—La hermana Thecla no es una fuente de información confiable —dijo Lawler—. De hecho, es una mujer seriamente perturbada. Abra la boca.

Se veía una pequeña y suave irritación en los tejidos, pero nada especial; más o menos lo que se espera que produzca una tos psicosomática.

—Si Delagard supiera cómo navegar hasta el espacio, lo habría hecho hace rato —afirmó Lawler—. Tendría un barco de pasajeros realizando viajes de ida y vuelta. Incluso habría enviado allí a las hermanas mucho tiempo atrás. En cuanto a su garganta, es la misma historia de antes. Tensión, tos nerviosa, irritación. Trate de relajarse. Sería una buena idea el mantenerse lejos de las hermanas que quieran predecirle el futuro.

Sundria sonrió.

—Pobres mujeres. Siento pena por ellas.

A pesar de que la consulta había terminado, ella parecía no tener prisa alguna por marcharse. Se dirigió al estante en donde estaba la pequeña colección de objetos terrícolas y los estudió durante un momento.

—Me prometió que me diría qué son estas cosas.

Él se acercó y se detuvo junto a ella.

—La estatuilla de metal es la más antigua. Es un dios al que adoraban en un país llamado Egipto, hace miles de años. Egipto era un país que estaba junto a un río, uno de los lugares más antiguos de la Tierra. En él comenzó la civilización. Es el dios sol o el dios de la muerte. O ambos. No estoy seguro.

—¿Ambos? ¿Cómo puede un dios sol ser además un dios de la muerte? El sol es la fuente de la vida, es brillante y cálido. La muerte es algo oscuro. Es… —hizo una pausa—. Pero el sol de la Tierra fue el portador de la muerte, ¿verdad? ¿Quiere decir que sabían eso en aquel lugar llamado Egipto, miles de años antes de que ocurriera?

—Lo dudo mucho. Pero el sol muere cada noche y renace a la mañana siguiente. Tal vez fuera ésa la relación. O tal vez no. Sólo estaba haciendo conjeturas; conozco muy poco.

Ella cogió la pequeña figura de bronce y la sostuvo sobre la palma de la mano como si estuviera sopesándola.

—Cuatro mil años. No consigo imaginar cuatro mil años.

Lawler sonrió.

—A veces la sostengo de la misma forma que usted ahora, e intento dejar que me lleve de vuelta al lugar en el que fue hecha. Arena seca, sol caliente, un río azul con árboles a lo largo de las riberas. Ciudades con millares de personas, templos y palacios enormes. Pero es muy difícil mantener clara esa visión; lo único que en realidad puedo ver en mi mente es un océano y una isla pequeña.

Ella dejó la estatuilla y señaló el trozo de cerámica.

—¿Dijo usted que este trozo pintado era de Grecia?

—De Grecia, sí. Es cerámica. La hicieron con arcilla. Mire, puede verse un dibujo en ella: la figura de un guerrero y la lanza que debía de tener en la mano.

—Qué hermoso es el trazo. Tiene que haber sido una obra maravillosa; pero nunca lo sabremos bien, ¿verdad? ¿Cuándo existió Grecia? ¿Después de Egipto?

—Mucho más tarde. Pero aun así es muy antigua. Allí tenían poetas y filósofos, además de grandes actores. Homero era de Grecia.

—¿Homero?

—Escribió La Ilíada y La Odisea.

—Lo siento, pero yo no…

—Son poemas famosos, muy largos. Uno trataba de una guerra y el otro de un viaje por mar. Mi padre solía contarme cuentos sacados de esas obras, los trozos que recordaba de su padre, que los aprendió de su abuelo Harry, cuyo abuelo había nacido en la Tierra. Hace tan sólo siete generaciones, la Tierra aún existía. A veces olvidamos eso; a veces olvidamos que la Tierra haya existido en absoluto. ¿Ve este medallón redondo de aquí? Es un mapa de la Tierra. Los continentes y los mares.

Lawler pensaba a menudo que aquél era el más precioso de todos sus objetos. No era ni el más antiguo ni el más hermoso, pero en él estaba dibujado el retrato de la Tierra misma. No tenía ni idea de quién lo había hecho ni cuándo ni por qué. Era un disco plano y duro, más grande que la moneda de los Estados Unidos de América, pero lo suficientemente pequeño como para que cupiera en la palma de su mano. Alrededor del borde había inscripciones que nadie podía comprender, y el centro lo ocupaban dos círculos solapados en los que había sido tallado el mapa de la Tierra, dos continentes en un hemisferio y dos en el otro, con un quinto continente en la parte inferior del mundo en ambos círculos, además de algunas islas muy grandes que rompían la enorme extensión de los mares. Quizá fuesen también continentes, algunas de ellas: Lawler no comprendía del todo cómo definir una isla o un continente.

Señaló el círculo de la izquierda.

—Supuestamente, Egipto estaba aquí, en el centro de este lugar. Y Grecia en alguna parte de aquí arriba. Y esto puede que haya sido los Estados Unidos de América, al otro lado, por aquí arriba. Este pequeño trozo de metal es una moneda que usaban allí, en los Estados Unidos de América.

—¿Para qué?

—Era dinero —respondió Lawler—. Las monedas eran dinero.

—¿Y esta cosa oxidada?

—Un arma. La llamaban revólver. Disparaba dardos pequeños llamados balas.

Ella hizo un ligero gesto de estremecimiento.

—Tiene sólo estas seis cosas de la Tierra, y una de ellas tiene que ser un arma. Pero así eran, ¿verdad? ¿Se hacían constantemente la guerra los unos a los otros? ¿Se mataban los unos a los otros, se herían los unos a los otros?

—Algunos de ellos eran así, especialmente en los tiempos antiguos. Pero creo que más tarde eso cambió —Lawler señaló el tosco trozo de piedra, su último objeto—. Esto era de un muro que tenían, un muro que estaba entre dos países porque había guerra. Sería como tener un muro entre dos islas, si puede imaginarse algo semejante. Finalmente llegó la paz, derribaron el muro y todo el mundo lo celebró; y se guardaron trozos del muro para que nadie olvidara que una vez había existido —se encogió de hombros—. Eran simplemente personas, eso es todo. Algunos eran buenos y algunos no lo eran. No creo que fueran tan diferentes de nosotros.

—Pero su mundo sí lo fue.

—Muy diferente, sí. Un lugar extraño y maravilloso.

Ella lo miró.

—Sus ojos adquieren una expresión especial cuando habla de la Tierra. La vi la otra noche, allá junto a la bahía, cuando usted hablaba de que todos nosotros vivimos en el exilio. Es una especie de brillo; añoranza, supongo. Dijo usted que algunas personas piensan que la Tierra era un paraíso, y otras que era un lugar horrible del que todos querían escapar. Usted debe ser de los que piensan que era un paraíso.

—No —respondió Lawler—. Ya se lo he dicho: no sé qué tipo de lugar era realmente. Supongo que hacia el final debía de estar bastante gastada, abarrotada y sucia, o no hubiera tenido lugar una emigración tan masiva. Pero no puedo saberlo. Supongo que nunca sabremos la verdad —hizo una pausa y la miró muy atentamente—. Lo único que sé es que una vez fue nuestro hogar; nunca deberíamos olvidar eso. No importa cuánto intentemos engañarnos: aquí no somos más que visitantes.

—¿Visitantes?

Ella se hallaba muy cerca de él. Sus ojos grises brillantes, sus labios húmedos. A Lawler le pareció que su pecho subía y bajaba con mayor rapidez de la habitual debajo de la ligera tela que lo cubría. ¿Era su imaginación, o ella estaba haciendo avances?

—¿Se siente usted en Hydros como en casa? —le preguntó Lawler—. ¿Se siente realmente en casa?

—Por supuesto. ¿Usted no?

—Ojalá pudiera.

—¡Pero usted nació aquí!

—¿Y…?

—No compren…

—¿Soy un gillie? ¿Soy un buzo? ¿Soy un pez de carne? Ellos sí se sienten en casa aquí, porque están en casa.

—Usted también.

—Continúa sin comprenderlo —dijo él.

—Pero lo estoy intentando. Quiero comprenderlo.

Aquél era el momento de cogerla, pensó Lawler. Acercarla a sí, acariciarla, hacer esto y aquello, manos, labios, hacer que todo ocurriese. Ella quiere entenderte, se dijo. Dale una oportunidad.

Y entonces oyó en su cabeza la voz de Delagard que decía: «Por otra parte, es la compañera de Kinverson, ¿no? Si ella resulta útil y además son una pareja, ¿por qué íbamos a separarlos?»

—Sí —dijo él, en un tono repentinamente seco—. Montones de preguntas y pocas respuestas. ¿No es siempre así? —de pronto quería estar solo. Le dio unos golpecitos al recipiente de tintura de alga—. Esta cantidad debería durarle unas dos semanas, justo hasta el momento de la partida. Si la tos continúa sin desaparecer, hágamelo saber.

Ella pareció un poco sorprendida por aquella forma brusca de despedirla, pero luego sonrió, le dio las gracias y se fue.

Mierda, pensó él. Mierda. Mierda. Mierda.


—Los barcos están casi listos —dijo Delagard—, y aún disponemos de una semana. Mi gente se ha estado dejando realmente los cojones en la tarea de ponerlos a punto.

Lawler miró hacia el agua, donde estaba anclada la flota de Delagard. Tres hombres y cuatro mujeres estaban trabajando a bordo de los dos barcos más cercanos, martilleando y cepillando madera. Un barco se hallaba en dique seco porque le estaban arreglando el casco; había dos carpinteros trabajando en ello.

—Doy por sentado que lo dices en sentido figurado, por supuesto.

—¿Qué? Ah. Ah. Muy gracioso, doctor. Oye, toda la gente que trabaja para mí tiene cojones, incluso las mujeres. Sólo se trata de mi forma vulgar de hablar. O de mi pintoresco lenguaje figurado, lo que tú prefieras. ¿Quieres ver lo que han estado haciendo?

—Nunca he subido a bordo de un barco, ¿sabes? Sólo he estado en pequeñas barcas pesqueras, canoas de cuero y cosas así.

—Siempre hay una primera vez. Vamos. Te enseñaré la nave capitana.

Una vez estuvo a bordo, descubrió que la embarcación era más pequeña de lo que parecía cuando estaba anclada en la bahía, pero, aun así, se veía bastante grande. Era casi como una isla en miniatura. Lawler podía sentir cómo se balanceaba bajo sus pies en las aguas someras. La quilla estaba hecha con la misma madera que la isla, la dura y amarilla de fuco leñoso, largas fibras fuertes atadas apretadamente entre sí y selladas con brea.

El exterior del casco tenía un calafateado diferente. El baluarte de la isla estaba cubierto por una red viva de las algas llamadas dedos marinos, que se reparaba y volvía a tejer constantemente cuando el mar golpeaba la muralla, de la misma forma que el enmaderado del piso de la bahía estaba reforzado por una capa de algas protectoras. Así también, una densa red de dedos marinos cubría los lados del casco y llegaba casi hasta la borda. Los pequeños tubos pilosos de aquellas algas verdiazules, que a Lawler siempre le habían parecido más botellas que dedos, le proporcionaban al barco un grueso revestimiento cerdoso que irradiaba de los costados en intrincadas marañas justo por debajo de la línea de flotación. La cubierta era una estrecha extensión plana de una madera más liviana, cuidadosamente sellada para mantener seco el interior del barco cuando las olas saltaban por encima de la proa. De proa a popa se veían escotillas que conducían a misteriosas regiones interiores.

—Lo que hemos estado haciendo —dijo Delagard— es repasando el sellado de la cubierta y revistiendo el casco. Necesitamos que todo sea completamente hermético. Puede que pasemos por tormentas bastante feas y es condenadamente seguro que ahí fuera la Ola se nos echará encima en algún momento. Durante los viajes interterritoriales podemos intentar evitar el mal tiempo, y si las cosas nos salen bien podemos abrigar la esperanza de evitar lo peor de la Ola, pero puede que no tengamos las cosas tan fáciles en este viaje.

—¿Es que no es éste un viaje interterritorial? —preguntó Lawler.

—Puede que no se lleve a cabo entre las islas que preferiríamos. A veces hay que dar un rodeo.

Lawler no comprendió muy bien aquello, pero el armador no amplió la información y él dejó correr el tema. Delagard lo arrastró vivamente por todo el barco, mientras enumeraba una retahila de términos técnicos:

—Ésta es la cabina de mando y el puente, el castillo de proa, el alcázar, el bauprés, el cabrestante, el caballete y la grúa. Éstos son arpones, ésta es la cabina del timón, y aquello es la bitácora. Aquí abajo tenemos las dependencias de la tripulación, la bodega, la sala del magnetrón, la cabina de radio, el taller de carpintería, esto y aquello.

Lawler apenas lo escuchaba. La mayoría de los términos carecían de significado para él. Lo que más lo impresionó fue la forma en que todas las dependencias de abajo estaban increíblemente amontonadas, una cosa apretada contra la otra. Estaba acostumbrado a la privacidad y soledad de su vaargh; allí todos estarían encima de las barbas de los otros. Intentó imaginarse a sí mismo viviendo en aquel bote tan atestado de gente durante dos, tres, cuatro semanas, allí fuera, en el mar abierto, sin territorio firme alguno a la vista.

No es un bote, se dijo. Es un barco. Un barco transoceánico.

—¿Qué es lo último que se sabe de Salimil? —preguntó Lawler, cuando Delagard lo condujo por fin al exterior desde las claustrofóbicas dependencias.

—Dag está hablando ahora mismo con ellos. Se suponía que esta mañana celebrarían una reunión de consejo. Yo calculo que es cosa hecha. En esa isla tienen mucho espacio. Mi hijo Rylie me llamó desde Salimil la semana pasada y me dijo que cuatro de los miembros del consejo estaban definitivamente de parte nuestra, y que dos más se estaban inclinando en nuestro favor.

—¿Cuántos son en total?

—Nueve.

—Suena bien —dijo Lawler.

Así que irían a Salimil, entonces. Muy bien. Muy bien. Que así sea. Evocó una imagen de Salimil según él la imaginaba —muy parecida a Sorve, por supuesto, pero algo más grande, más espléndida, más pródiga—, y se imaginó a sí mismo mientras ordenaba su equipo médico en una vaargh emplazada junto a la orilla; su colega, el doctor Nikitin, la habría dispuesto para él. Lawler había hablado muchas veces por radio con Nikitin. Se preguntaba qué aspecto tendría en realidad aquel hombre.

Salimil… Lawler quería creer que Rylie Delagard sabía de qué estaba hablando, que Salimil iba a acogerlos; pero recordó que el otro hijo de Delagard, Kendy, había tenido exactamente la misma confianza en que Velmise aceptaría a los refugiados de Sorve, y no fue así.

Sidero Volkin llegó cojeando por la cubierta.

—Dag Tharp está aquí —le dijo a Delagard—. Ha ido a tu oficina.

Delagard sonrió.

—Llegaron las noticias. Bajemos a tierra.

Para cuando bajaron del barco, Tharp venía ya camino de la orilla para encontrarse con ellos. Lawler vio la expresión de disgusto del rostro rubicundo y anguloso del pequeño operador de radio, y supo cuál había sido la respuesta.

—¿Y bien? —preguntó de todas formas Delagard.

—Nos han rechazado. Votaron cinco contra cuatro. Dicen que tienen escasez de agua, porque el verano ha comenzado muy seco. Sin embargo, se ofrecen a aceptar a seis personas.

—Qué hijos de puta. Bueno, que los jodan.

—¿Es eso lo que quieres que les diga? —preguntó Tharp.

—No les digas nada. Yo no malgastaría tiempo con ellos. No vamos a enviarles seis personas. Es todos o ninguno, vayamos adonde vayamos —miró a Lawler.

—¿Y cuál es la siguiente? —le preguntó Lawler—. ¿Shaktan? ¿Kaggeram? —los nombres de las islas le venían a los labios con facilidad, pero no tenía ni idea de dónde estaban ni de qué aspecto podían tener.

—Nos darán la misma respuesta de mierda —dijo Delagard.

—Puedo intentarlo con Kaggeram, de todas formas —dijo Tharp—. La gente de allí es bastante decente, según lo que recuerdo. Estuve allí hace unos diez años, cuando…

—Que jodan a Kaggeram —dijo Delagard—. Ellos también tienen uno de esos sistemas de consejo. Necesitarán una semana sólo para discutirlo, y luego vendrá la asamblea pública, la votación y todo eso. No tenemos tanto tiempo como para esperar.

Delagard pareció perderse en sus pensamientos. Podría haber estado a mundos de distancia. Tenía el aspecto de alguien que está llevando a cabo cálculos abstrusos con el más intenso de los esfuerzos mentales: los ojos entrecerrados y sus cejas negras y espesas muy juntas. Lo rodeaba una coraza de pesado silencio.

—Grayvard —dijo finalmente.

—Pero Grayvard está a ocho semanas de aquí —protestó Lawler.

—¿Grayvard? —preguntó Tharp, sorprendido—. ¿Quieres que llame a Grayvard?

—No, tú no. Llamaré yo. Haré la llamada desde este barco —Delagard volvió a guardar silencio durante un instante. Una vez más pareció estar muy lejos, calculando sumas mentalmente. Luego asintió, como si estuviera satisfecho con la respuesta—. Tengo primos en Grayvard. Yo sé cómo negociar con mi propia familia, por el amor de Dios. Sé qué debo ofrecerles. Nos aceptarán. Podéis estar condenadamente seguros de eso. No habrá ningún problema. ¡Grayvard es la respuesta!

Lawler observó cómo Delagard regresaba al barco.

¿Grayvard? No sabía prácticamente nada acerca de aquel lugar. Se hallaba en el extremo del grupo de islas entre las que se desplazaba Sorve; era una isla que pasaba tanto tiempo en el mar Rojo adyacente como en el mar Natal. Estaba tan lejos como podía estar una isla y a pesar de ello conservar algún tipo de relación real con Sorve.

A Lawler le habían enseñado en la escuela que cuarenta de las islas de Hydros tenían asentamientos humanos. Quizá el número oficial estuviera en aquel momento alrededor de las cincuenta o sesenta, pero no lo sabía. El total real sería probablemente bastante más alto que eso, dado que todos vivían con la sombra de la matanza de Shalikomo que había tenido lugar en la época de la tercera generación, y siempre que la población de una isla comenzaba a ser demasiado numerosa, se marchaban diez o veinte personas y buscaban una nueva vida en otra parte.

Los colonos que se mudaban a esas islas nuevas no tenían necesariamente los medios para establecer contacto radial con el resto de Hydros; por eso era fácil perder la cuenta. Quizá podía haber unas ochenta islas habitadas por seres humanos —o incluso un centenar de ellas— desparramadas por todo el planeta, del que se decía que era más grande de lo que había sido la Tierra. Las comunicaciones entre las islas lejanas eran raras y difíciles. Las esporádicas alianzas entre islas se establecían y disolvían a medida que las islas viajaban alrededor del planeta.

En una ocasión, hacía mucho tiempo, algunos seres humanos habían intentado construirse su propia isla para no tener que vivir constantemente bajo la mirada de sus vecinos gillies. Habían averiguado cómo se hacía y habían comenzado a entretejer las fibras, pero antes de que llegaran demasiado lejos, la isla fue atacada y destruida por enormes criaturas marinas. Se habían perdido docenas de vidas. Todo el mundo daba por supuesto que los monstruos habían sido enviados por los gillies, a los que obviamente no les había gustado la idea de que los seres humanos establecieran su propio territorio independiente. Nadie había vuelto a intentarlo.

Grayvard. Bien… Una isla es tan buena como cualquier otra, se dijo. Se las arreglaría para adaptarse allá donde desembarcaran. Pero ¿serían realmente bienvenidos en Grayvard? ¿Serían siquiera capaces de encontrarla allá fuera, en alguna parte entre el mar Natal y el mar Rojo? Qué demonios; que Delagard se preocupe de eso. ¿Por qué tenía que inquietarse él? Era algo que estaba completamente fuera de sus manos.

Cuando subía lentamente la pendiente de vuelta a su vaargh, la voz de Gharkid, fina, susurrante y aguda, llegó hasta los oídos de Lawler.

—¿Doctor? Doctor, señor…

Iba muy cargado; se tambaleaba bajo el peso de dos inmensas cestas que goteaban agua, llenas de algas, que llevaba colgadas de un palo que le cruzaba los hombros. Lawler se detuvo para esperarlo. Gharkid se acercó dando tumbos y dejó que las cestas resbalaran hasta el suelo prácticamente a los pies de Lawler.

Gharkid era un hombre pequeño y nervudo; su estatura era tan inferior a la de Lawler, que cuando quería hablarle tenía que echar la cabeza muy atrás con el fin de mirarlo a la cara. Sonrió, mostrando unos dientes muy blancos contra el telón de fondo de su rostro oscuro. Poseía una calidad seria y pasmosa; pero la simplicidad infantil de las maneras de aquel hombre, su alegre inocencia campesina, podían resultar un poco empalagosas a veces.

—¿Qué es esto? —preguntó Lawler, mientras miraba el enredo de algas marinas que se salían de las cestas que tenía a los pies; las había verdes, rojas y amarillas veteadas con llamativas venas de color púrpura.

—Es para usted, doctor, señor. Medicinas. Para cuando nos marchemos, para que nos las llevemos —sonrió Gharkid; parecía muy satisfecho de sí mismo.

Lawler se arrodilló y hurgó en aquel enredado regalo. Podía reconocer algunas de las algas: aquella de color azulado era la analgésica, y esta otra con las hojas laterales en forma de tira producía el mejor de los dos antisépticos existentes, y esa otra… sí, esa otra era el alga insensibilizadora. Incuestionablemente. El bueno y viejo Gharkid. Lawler levantó los ojos y, al encontrarse con los del hombre, vio un destello que no tenía nada de inocente ni infantil.

—Para que las llevemos en el barco —dijo Gharkid, como si Lawler no le hubiera comprendido antes—. Éstas son de las buenas, para las medicinas. Pensé que usted las querría; unas cuantas de más.

—Lo has hecho muy bien —dijo Lawler—. Vamos, llevemos todo esto hasta mi vaargh.

Era un botín muy rico. El hombre había recogido un poco de todo aquello que tuviera propiedades medicinales. Lawler lo había estado aplazando y aplazando, y al final Gharkid se había limitado a salir a la bahía y cargar con toda la farmacopea. Realmente muy bien hecho, pensó Lawler. Especialmente en el caso del alga insensibilizadora. Antes de que se hicieran a la mar, habría el tiempo suficiente como para procesar todo aquello y convertirlo en polvos, jarabes, ungüentos y tinturas. La flota quedaría bien provista de medicamentos para la larga travesía hasta Grayvard.

Gharkid conocía muy bien las algas. Una vez más, Lawler se preguntó si sería realmente tan simplón como aparentaba, o si no era más que una actitud defensiva. A menudo parecía un alma cándida, una pizarra limpia en la que cualquiera era libre de escribir lo que quisiera, pero Lawler le suponía algo más, en alguna región interior.


Los días previos a la partida fueron malos. Todos admitían la necesidad de marcharse, pero no todos habían creído que ocurriría realmente; y ahora la realidad se estaba poniendo de manifiesto con una fuerza terrible. Lawler veía a las mujeres viejas amontonar sus pertenencias en el exterior de sus vaarghs, las miraban, las redistribuían, llevaban algunas cosas dentro y sacaban otras. Varias mujeres y hombres lloraban constantemente, algunos silenciosamente y otros no tanto. A lo largo de toda la noche podía oírse el sonido de los sollozos histéricos. Lawler trató los peores casos con tintura de alga.

—Tranquilo, vamos —se decía continuamente—. Tranquilo, tranquilo.

Thom Lyonides estuvo borracho durante tres días consecutivos, rugiendo y cantando, y luego comenzó a pelear con Bamber Cadrell, y a decir que nadie iba a hacerlo subir a bordo de uno de aquellos barcos. Delagard se presentó con Gospo Struvin y le dijo:

—¿Qué cojones es esto?

Entonces Lyonides le saltó encima gruñendo y chillando como un lunático. Delagard le propinó un puñetazo en la cara y Struvin lo cogió por el cuello y lo estranguló hasta que se hubo calmado.

—Llévalo a su barco —dijo Delagard, refiriéndose a Cadrell—. Asegúrate de que permanezca allí hasta que nos hagamos a la mar.

Durante los dos últimos días del plazo, algunos grupos de gillies descendieron hasta la frontera que separaba su territorio del asentamiento humano, y se quedaron allí observando a su manera inescrutable, como si quisieran asegurarse de que se preparaban para partir. Ya todos sabían en Sorve que no habría indulto, que no se revocaría la orden de expulsión. Los últimos ilusos habían tenido que ceder ante la presión de aquellos ojos de pez, de mirada fija e implacable. Sorve estaba perdida para ellos por siempre jamás. Grayvard sería su nuevo hogar; eso ya estaba arreglado.

A pocas horas de la partida, Lawler subió hasta el punto más alejado del lado opuesto a la bahía, donde el alto baluarte miraba al océano. Era mediodía, y el agua destellaba con la luz que se reflejaba en ella. Desde aquel punto panorámico, encima del baluarte, Lawler miró hacia el mar abierto y se imaginó navegando por él, a mucha distancia de la orilla: quería averiguar si aún le tenía miedo a ese interminable mundo de agua. Pero no, todo el miedo parecía haberlo abandonado durante aquella noche alcohólica que comenzó en la casa de Delagard, y no había vuelto.

Miró a lo lejos y no vio nada más que océano, y eso era bueno. No había nada que temer. Sólo cambiaría su isla por un barco que realmente no era otra cosa que una isla en miniatura. ¿Cuál era entonces el peor caso posible? Que el barco en el que viajara se hundiera en una tormenta, suponía, o fuera aplastado por la Ola y muriese. Pues bien: tenía que morir antes o después. Eso no era nada nuevo. Incluso no era muy corriente que los barcos se perdieran en el mar; lo más probable era que llegaran sanos y salvos a Grayvard. Él bajaría a tierra y comenzaría una nueva vida.

Pero lo que aún sentía, era una ocasional punzada aguda de dolor por todo lo que iba a dejar detrás de sí. Aquel anhelo creció rápidamente y desapareció de forma igualmente rápida, insatisfecho.

Ahora, y eso era extraño, las cosas que dejaba atrás comenzaban a dejarlo a él. Mientras se hallaba de pie, con la espalda vuelta hacia el poblado y los ojos fijos en la inmensa extensión de agua, todas aquellas cosas parecieron marcharse en la brisa que soplaba desde el mar: su reverenciado padre, su dulce y fugaz madre, sus casi olvidados hermanos. La totalidad de su infancia, su llegada a la edad adulta, su breve matrimonio, sus años como médico de la isla, como el doctor Lawler de su generación.

Todo se marchaba repentinamente. Todo. Se sintió extrañamente ligero, como si pudiera montar sobre la brisa y flotar por el aire hasta Grayvard. Todas las cadenas parecían haberse roto. Todo aquello que lo retenía en ese lugar lo había abandonado en un momento. Absolutamente todo.

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