Los primeros cuatro días del viaje fueron plácidos, casi sospechosamente plácidos.
—Realmente extraño, eso es lo que es —dijo Gabe Kinverson, y meneó solemnemente la cabeza—. Uno esperaría tener algún problema a estas alturas —dijo, mientras miraba las lentas y tranquilas olas azul-grisáceas.
El viento era regular; las velas estaban hinchadas. Los barcos se mantenían juntos mientras se desplazaban serenamente por un mar despejado en dirección noroeste hacia Grayvard. Un hogar nuevo; una nueva vida para los setenta y ocho viajeros, los expulsados, los exiliados; aquello era como un segundo nacimiento. Pero ¿debía ser un nacimiento tan fácil? ¿Y durante cuánto tiempo más continuaría siendo fácil?
En el primer día, cuando todavía estaban cruzando la bahía, Lawler se había sorprendido yendo hacia la popa una y otra vez para mirar a la isla de Sorve a medida que ésta se alejaba hasta desaparecer. Durante aquellas primeras horas de viaje, Sorve se había alzado detrás de ellos como un largo monte leonado. Entonces aún parecía real y tangible. Se podía distinguir la columna vertebral que les era tan familiar y los dos brazos curvos que se abrían, las grises motas de las vaarghs, la planta energética, los laberínticos edificios del astillero de Delagard. Incluso creyó poder distinguir la sombría fila de gillies que habían bajado a la orilla para observar cómo partían los barcos.
Luego el agua comenzó a cambiar de color. El profundo y rico verde de las aguas someras de la bahía dio paso al color del océano, azul oscuro matizado de gris. Aquélla era la auténtica señal de que uno se había separado de la orilla. Para Lawler fue como si se hubiera abierto una trampilla y lo hubieran arrojado en caída libre. Ahora que el suelo artificial había desaparecido de debajo de ellos, Sorve comenzó a encogerse rápidamente, convirtiéndose primero en una línea oscura en el horizonte y luego en absolutamente nada.
Más allá, el océano adquiriría otros colores que dependerían de los microorganismos que contuviera, del clima que lo rodease y de las partículas de materia que subieran de las profundidades. Los diferentes mares recibían un nombre afín a su matiz: el mar Rojo, el mar Amarillo, el mar de Azur, el mar Negro. Al que había que temer era el mar Vacío, el mar desierto, que era de un pálido azul de hielo. Había grandes extensiones del océano que eran así y prácticamente nada vivía allí; pero la ruta de la expedición no pasaría por ningún lugar cercano a ellas.
Las seis naves viajaban en una apretada formación piramidal, que intentarían mantener durante día y noche. Cada una de ellas estaba bajo el mando de uno de los capitanes de Delagard, excepto aquel en el que las once mujeres de la hermandad navegaban en solitario. Delagard se había ofrecido a proporcionarles a uno de sus hombres para que capitaneara la embarcación, pero ellas habían rechazado la oferta tal y como él había esperado que hicieran.
—Pilotar un barco no es nada problemático —le había dicho la hermana Halla—. Nosotras observaremos lo que hagáis vosotros, y haremos lo mismo.
La nave capitana de Delagard, la Reina de Hydros, comandaba la formación en la cúspide de la pirámide, con Gospo Struvin al mando. La seguían dos barcos, uno junto al otro, el Estrella del Mar Negro, comandado por Poilin Stayvol, y el Diosa de Sorve, bajo el mando de Bamber Cadrell; detrás venían los otros tres barcos que formaban una hilera más ancha, las hermanas en el centro, a bordo del Cruz de Hydros, flanqueadas por el Tres Lunas, bajo el mando de Martin Yáñez, y el So/ Dorado, que capitaneaba Damis Sawtelle.
Ahora que Sorve había desaparecido por completo, no había nada a la vista en ninguna dirección excepto el cielo, el mar, el horizonte liso o las suaves ondulaciones del océano. Sobre Lawler descendió una extraña paz. Le resultó sorprendentemente fácil sumergirse en la inmensidad de todo aquello, relajarse completamente. El mar estaba en calma y parecía que continuaría estando así para siempre. Sorve ya no podía ser divisada, eso era cierto. Sorve había desaparecido. ¿Y qué? Ya no importaba.
Paseó por la cubierta, saboreando la sensación del viento que le daba en la espalda al hacer avanzar el barco de forma regular, alejándolo más y más a cada minuto de cualquier cosa que hubiera conocido jamás. El padre Quillan se hallaba de pie junto al trinquete; llevaba puesta una tela gris oscura tejida con un insólito material ligero, leve y suave, algo que debía de haber traído de otro mundo. En Hydros no existían telas como aquélla.
Lawler se detuvo al lado del hombre. Quillan hizo un amplio gesto en dirección al agua. El mar era como una enorme piedra preciosa azul que destellaba con brillos intensos y cuya enorme curva lustrosa se extendía por todas partes como si la totalidad del planeta fuese una sola esfera lustrosa y brillante.
—Al mirar esto, uno llegaría a creer que en todo el mundo no existe nada más que agua, ¿verdad?
—Así es, al menos aquí.
—Qué océano tan grande. Qué vacío por todas partes.
—Le hace a uno creer que tiene que existir un dios, ¿no cree? La inmensidad de todo esto.
Quillan lo miró con sorpresa.
—¿A usted le parece?
—No lo sé. Se lo estoy preguntando.
—¿Cree usted en Dios, Lawler?
—Mi padre creía en Dios.
—¿Y usted no?
Lawler se encogió de hombros.
—Mi padre tenía una Biblia. Solía leérnosla. Se perdió en alguna parte, hace mucho tiempo. O la robaron. Recuerdo un pasaje de ella: «Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas. Y llamó Dios a la expansión cielos». Ésos son los cielos, ahí arriba, ¿verdad, padre Quillan? ¿Toda esa masa azul? Y las aguas deberían estar por encima de él, y ése sería el océano del espacio, ¿no es así? —Quillan lo miraba como pasmado—. «Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así. Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó mares».
—¿Se sabe usted toda la Biblia de memoria? —dijo Quillan.
—No, sólo ese pasaje. Está en la primera página. No conseguí hallarle sentido alguno al resto, a todos esos profetas y reyes y batallas y demás.
—¿Y Jesús?
—Esa parte estaba al final. Nunca llegué a leerla del todo —Lawler miró el interminable horizonte que se alejaba, un azul que se curvaba debajo de otro azul en dirección al infinito—. Dado que aquí no hay tierra seca, es obvio que Dios quiso crear en Hydros algo diferente de lo que creó en la Tierra, ¿no le parece? «Y Dios llamó a lo seco Tierra»… Y supongo que a lo mojado lo llamó Hydros.
»Vaya un trabajo que le habrá dado crear todos esos mundos diferentes. No sólo la Tierra, sino cada uno de los planetas de la galaxia. Iriarte, Fénix, Megalo Kastro, Darma Barma, Mentirosa, Copperfield, Nabomba Zom, la totalidad de ellos, el millón de planetas; con una idea diferente para cada mundo, ya que, si no, ¿por qué iba a molestarse en crear tantos? Es el mismo Dios el que los creó a todos, ¿verdad?
—No lo sé —dijo Quillan.
—¡Pero usted es un sacerdote!
—Eso no significa que yo lo sepa todo. Ni siquiera significa que sepa algo.
—¿Cree usted en Dios? —preguntó Lawler.
—No lo sé.
—¿Cree en algo, al menos?
Quillan guardó silencio durante un rato. Su rostro quedó completamente muerto, como si su espíritu hubiera abandonado momentáneamente el cuerpo.
—Creo que no —respondió.
Por alguna razón, el mar parecía más calmo en aquel lugar que en la isla. Los drakkens aparecieron en forma repentina, casi estrellándose contra el barco. El sol se precipitó hacia el horizonte occidental, permaneció durante un momento suspendido justo encima del mar y luego se hundió en él. Casi inmediatamente el mundo se volvió negro detrás de las naves y la Cruz comenzó a brillar en lo alto.
—Llamada a cenar, primer turno de vigilancia —chilló Natim Gharkid, golpeando una cacerola.
La tripulación que trabajaba en el Reina de Hydros estaba dividida en dos grupos de vigilancia; realizaban turnos de cuatro horas activas y cuatro de descanso. Los miembros de cada grupo comían juntos. El primer turno lo hacían Leo Martello, Gabe Kinverson, Pilya Braun, Gharkid, Dag Tharp y Gospo Struvin; el segundo era llevado a cabo por Neyana Golghoz, Sundria Thane, Dann Henders, Delagard, Onyos Felk, Lis Niklaus y el padre Quillan. No había un comedor especial para oficiales; Delagard y Struvin, el dueño y el capitán de la nave, comían en la cocina junto con los demás. Lawler, que no tenía unos horarios fijos de trabajo pero estaba de guardia durante todo el día y toda la noche, era el único que quedaba completamente fuera del sistema de vigilancia.
Aquello se acomodaba bien a los ritmos biológicos de Lawler —tomaba el desayuno al amanecer con el segundo turno, y la cena al caer el sol con el primer turno—, pero le proporcionaba una extraña sensación flotante de no ser realmente parte de nada. Durante aquellos primeros días del viaje, los dos grupos de vigilancia comenzaron a desarrollar un cierto espíritu de equipo, pero él no pertenecía a ninguno de los dos.
—Tenemos guiso de algas verdes para esta noche —dijo Lis Niklaus, cuando el primer grupo entró en la cocina—. Aletas de pez centinela al horno. Pastel de harina de pescado, ensalada de bayas de alga flexible.
Aquélla era la tercera noche del viaje. El menú había sido el mismo cada noche; cada noche, Lis había hecho el mismo anuncio jovial como esperando que todos estuvieran encantados. Ella se encargaba de la mayor parte de las tareas de guisado, con la ayuda de Gharkid y ocasionalmente de Delagard. Las comidas eran racionadas y no era probable que mejoraran más adelante: pescado seco, pastel de harina de pescado, algas secas, pan de harina de algas, complementado con la última provisión de algas frescas de Gharkid y las piezas vivas cobradas durante el día. Hasta el momento no se había pescado nada más que peces centinela; grupos de estas criaturas de mirada alerta y ansiosa y hocicos aguzados habían estado siguiendo a la flota desde que ésta salió de Sorve. Kinverson, Pilya Braun y Henders eran los pescadores oficiales, y trabajaban desde la grúa hasta la estación de pesca de popa.
—Hoy ha sido un día tranquilo —dijo Struvin.
—Demasiado tranquilo —gruñó Kinverson, mientras se inclinaba sobre su plato.
—¿Es que prefieres las tormentas? ¿Quieres que venga la Ola?
Kinverson se encogió de hombros.
—Nunca confío en un mar tranquilo.
—¿Cómo estamos de provisiones de agua esta noche, Lis? —preguntó Dag Tharp, mientras cortaba para sí una porción de pastel.
—Un vaso más por cabeza y eso será todo.
—Mierda. Esta comida da sed, ¿sabes?
—Tendremos más sed después, si nos bebemos toda el agua durante la primera semana —dijo Struvin—. Tú sabes eso tan bien como yo. Lis, saca algunos filetes crudos de pez centinela para el sediento.
Antes de abandonar Sorve, los viajeros habían cargado en los barcos todos los barriles de agua que pudieron; disponían de una reserva suficiente para unas tres semanas en el momento de la partida, siempre que se la racionara. Dependerían de hallar alguna lluvia por el camino; si no se producía precipitación alguna, habría que hallar otras formas de abastecerse del agua necesaria. El comer pescado crudo era una buena forma. Todo el mundo lo sabía, pero Tharp no lo comía. Levantó la vista con el entrecejo fruncido.
—Déjalo. Que le den por el culo al pez centinela crudo.
—Te quita la sed —comentó Kinverson suavemente.
—Te quita el apetito —dijo Tharp—. Prefiero pasar sed.
Kinverson se encogió de hombros.
—Como te plazca. Dentro de un par de semanas pensarás de otra forma.
Lis depositó sobre la mesa un plato de carne color verdoso pálido. Las húmedas lonchas de pescado crudo habían sido envueltas en tiras de alga amarilla fresca. Tharp miró el plato con malhumor. Meneó la cabeza y apartó los ojos. Lawler, tras un momento, se sirvió una porción. Struvin hizo lo mismo, al igual que Kinverson. Lawler sintió el frío del pescado crudo en la lengua, calmante, que casi apagaba la sed. Casi.
—¿Qué te parece, doctor? —preguntó Tharp, pasado un rato.
—No está del todo mal —respondió el interpelado.
—Quizá tome sólo un trocito —dijo Tharp.
Kinverson se echó a reír sobre su plato.
—Gilipollas.
—¿Qué has dicho, Cabe?
—¿Realmente quieres que lo repita?
—Vosotros dos, salid a cubierta si vais a pelearos —dijo Lis Niklaus, asqueada.
—¿Una pelea? ¿Entre Dag y yo? —Kinverson parecía asombrado. Podría haber levantado a Dag del suelo con una sola mano—. No seas tonta, Lis.
—¿Quieres pelear? —gritó Tharp, con su pequeña cara roja más roja aún—. Vamos, Kinverson. Vamos. ¿Crees que te tengo miedo?
—Deberías tenérselo —dijo suavemente Lawler—; es cuatro veces más grande que tú —sonrió y miró a Struvin—. Si hemos consumido ya la cuota de agua de esta noche, Gospo, ¿qué te parecería si repartiéramos brandy? Eso nos calmaría la sed.
—Claro. ¡Brandy! ¡Brandy! —gritó Struvin.
Lis le entregó una botella. Struvin la estudió durante un momento con una amarga expresión en el rostro.
—Éste es el brandy de Sorve. Guardémoslo hasta que estemos realmente desesperados. Dame una botella del de Khuviar, ¿quieres? El brandy de Sorve no es más que meada.
Lis sacó una botella diferente de un armario; era larga y redondeada, muy lustrosa. Struvin pasó una mano por el flanco y sonrió apreciativamente.
—¡Sí, Khuviar! En esa isla entienden realmente de brandy y de vino. ¿Ha estado alguno de vosotros allí? No, ya veo que no. Allí beben durante todo el día y toda la noche. Son la gente más feliz del planeta.
—Estuve allí una vez —dijo Kinverson—. Estaban todos completamente borrachos. No hacían otra cosa que beber, vomitar y continuar bebiendo.
—¡Pero qué caldos beben! —exclamó Struvin—. ¡Ah, qué caldos beben!
—¿Cómo pueden hacer algo si nunca están sobrios? —preguntó Lawler— ¿Quién pesca? ¿Quién repara las redes?
—Nadie —respondió Struvin—. Es un lugar repugnante y miserable. Permanecen sobrios el tiempo suficiente para bajar a la bahía y recoger bayas de alga, luego las hacen fermentar para obtener vino o las destilan para hacer brandy, y luego vuelven a emborracharse. No podrías creer cómo viven. Van vestidos con harapos. Viven en chozas de algas como los gillies. Tienen el depósito lleno de agua salobre. Es un sitio asqueroso.
»Pero ¿quién ha dicho que todas las islas deban ser iguales? Cada sitio es diferente. Una isla no se parece en nada a otra. Así parece que ha sido siempre; cada isla es ella misma y no otro lugar. En Khuviar, de lo que entienden es de bebidas. Toma, Tharp; ¿dices que tienes sed? Bebe un poco de mi brandy de Khuviar. Eres mi invitado. Sírvete tú mismo.
—No me gusta el brandy —dijo Tharp con hosquedad—. Lo sabes perfectamente bien, Gospo. Y de todas formas, el brandy sólo te dará más sed. Reseca las membranas de la boca. ¿No es así, doctor? Deberíais daros cuenta de eso —dejó escapar la respiración en forma de suspiro explosivo—. ¡Qué cojones, dadme un poco de pescado crudo!
Lawler le pasó el plato. Tharp cogió una loncha con el tenedor, la estudió como si nunca antes la hubiera visto, y finalmente mordió un bocado a modo de prueba. Lo desplazó con la lengua por toda la boca, lo tragó y meditó. Luego tomó otro bocado.
—¡Eh! —comentó—. Es bastante bueno. No, no está nada mal.
—Gilipollas —repitió Kinverson. Estaba sonriendo.
Cuando acabó la cena subieron a cubierta para cumplir su turno de vigilancia. Henders, Golghoz y Delagard, que estaban encaramados en la arboladura, descendieron, y Martello, Pilya Braun y Kinverson ocuparon sus puestos.
El brillante destello de la Cruz dividía el cielo en cuartos. El mar estaba tan quieto que podía vérselo reflejado como una línea tensa de frío fuego blanco que cruzaba las aguas y se extendía hasta las misteriosas distancias, en las que se borroneaba y desaparecía. Lawler se detuvo junto a la barandilla y miró hacia popa, a las parpadeantes luces débiles que indicaban la presencia de los barcos que se desplazaban detrás de ellos. Allí estaba ahora Sorve, flotando en el agua; la totalidad de la población de la isla amontonada en aquellos barcos: los Thalheim, los Tanamind, los Katzin, los Yáñez, los Sweyner, los Sawtelle y todo el resto de nombres que le eran familiares, los viejos y conocidos.
Cuando oscurecía los barcos instalaban luces a lo largo de las barandillas, antorchas de algas secas de combustión lenta que ardían con un brillo humeante y anaranjado. Delagard estaba fanáticamente preocupado porque la flota se mantuviera unida, sin romper jamás la formación. Cada navío tenía su propio equipo de radio y se mantenía constantemente en contacto durante toda la noche para evitar que alguno se perdiera.
—¡Sopla brisa! —gritó alguien—. ¡Virad de borda!
Lawler reconocía que era un arte el girar las velas para recoger el viento. Hubiera deseado entender un poco más del tema. La navegación a vela le parecía casi mágica, un misterio hermético y desconcertante. En los barcos de Delagard, mucho más impresionantes que los pequeños esquifes de pesca de los isleños —que se utilizaban en las aguas de la bahía y las prudentes salidas que realizaban apenas más allá de la embocadura—, cada uno de los dos mástiles tenía una enorme vela triangular hecha con listas de bambú apretadamente entretejidas. Por encima de ellas había enjarciada una vela más pequeña de forma cuadrangular, fijada a la verga. Entre los mástiles había una pequeña vela triangular. Las velas principales estaban atadas a sólidas botavaras; las sujetaban cuerdas que tenían cuentas enhebradas y abrazaderas con púas, y se las manipulaba mediante drizas que pasaban por un sistema de poleas.
En condiciones normales hacía falta un equipo de tres personas para mover las velas, con una cuarta al timón que diera las órdenes. El equipo Martello-Kinverson-Braun trabajaba bajo el mando de Gospo Struvin, y cuando estaba de servicio el otro grupo, eran Neyana Golghoz, Dann Henders y el mismo Delagard los que manejaban las velas, con Onyos Felk, el cartógrafo y navegante, en el lugar de Struvin al timón. Sundria Thane trabajaba como relevo de Struvin, y Lis Niklaus como relevo de Felk. Lawler se quedaba a un lado y los observaba mientras corrían y gritaban cosas como «¡Reforzad los tirantes!», «¡Viento en popa!» «¡A sotavento! ¡Vamos, a sotavento!».
Una y otra vez, al cambiar el viento, arriaban las velas, las hacían virar y volvían a izarlas en su nueva posición. De alguna manera, independientemente de si el viento soplaba a favor o en contra, ellos conseguían que el barco continuara avanzando en la misma dirección.
Los únicos que no tomaban nunca parte en aquellas actividades eran Dag Tharp, el padre Quillan, Natim Gharkid y Lawler. Tharp, el radiooperador, era demasiado endeble como para resultar de alguna utilidad en el manejo de las cuerdas, y de todas formas pasaba la mayor parte del tiempo bajo la cubierta, ocupado con la red de comunicaciones que mantenía en contacto a todos los barcos de la flota. Al padre Quillan se lo consideraba generalmente exento de todos los trabajos de a bordo; las responsabilidades de Gharkid se limitaban a los turnos de cocina y a pescar a la rastra las algas que pudieran estar flotando; y a Lawler, aunque hubiera echado de muy buena gana una mano con los trabajos de aparejo, le daba vergüenza pedir que le enseñaran a practicar aquel arte y se mantenía a la espera de una invitación… que nunca le hacían.
Mientras se hallaba de pie junto a la barandilla —observando cómo la tripulación trabajaba en la arboladura—, algo atravesó el aire zumbando, procedente del oscuro mar, y chocó contra su cara. Lawler sintió un lacerante golpe en la mejilla, una sensación dolorosa y abrasadora que lo raspaba como si unas duras escamas le arañaran la piel. Un intenso y desagradable olor acre, que se hacía más amargo y doloroso a medida que penetraba más profundamente en sus fosas nasales, subió desde la cubierta. A sus pies se produjo un sonido blando. Miró hacia abajo, y vio una criatura alada del largo aproximado de una mano, que se debatía sobre la cubierta.
En el primer momento del impacto, Lawler pensó que podía tratarse de un jinete aéreo, pero los jinetes aéreos eran seres elegantes y llenos de gracia, con los matices del arco iris: cuerpos tensos, perfectamente diseñados para realizar los saltos más aerodinámicos posibles, y que nunca salían del agua después de la puesta del sol. Aquella pequeña monstruosidad voladora nocturna era más parecida a un gusano con alas, pálido, blando y feo, con pequeños ojos negros saltones y una especie de sierra ondulante de rígidas púas rojas a lo largo del lomo. Habían sido aquellas púas las que arañaron a Lawler cuando la criatura se estrelló contra su rostro.
Las arrugadas alas de ángulos agudos que crecían en los flancos de aquel ser se movían de una forma desagradablemente palpitante, cada vez con más lentitud. Al moverse de un lado a otro dejaba detrás de sí un rastro de viscosidad negruzca. Sin embargo, a pesar de lo repulsivo que era, parecía ahora bastante inofensivo mientras agonizaba sobre la cubierta.
La absoluta monstruosidad del ser fascinó a Lawler. Se arrodilló para echarle un vistazo más detallado; pero, un instante más tarde, Delagard, apenas un poco más lejos, se acercó a él y metió la punta de una bota debajo del cuerpo de la criatura. Con un diestro movimiento la subió encima de la bota y con una patada rápida la arrojó por la borda haciéndole describir un arco muy alto hasta el agua.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Lawler.
—Para que no pudiera morder tu tonta nariz, doctor. ¿Es que no sabes reconocer a un pez bruja cuando lo ves?
—¿Un pez bruja?
—Sí, uno bebé. Se hacen así de grandes cuando alcanzan la edad adulta —separó las manos alrededor de medio metro— y son unos malvados hijos de puta. Si no sabes qué es una determinada cosa, doctor, no te pongas al alcance de sus dientes. Es una buena regla en el mar.
—Lo tendré en cuenta.
Delagard apoyó la espalda contra la barandilla y le enseñó los dientes con una mueca que quizá quería ser agradable.
—¿Cómo te sienta la vida en el mar, hasta ahora? —estaba sudando a causa del esfuerzo, enrojecido, tonificado de alguna manera—. ¿No es el océano un lugar maravilloso?
—Tiene su encanto, supongo. Estoy poniendo todo mi empeño para poder encontrárselo.
—No eres feliz, ¿verdad? ¿El camarote es demasiado pequeño? ¿La compañía no es estimulante? ¿El escenario aburrido?
A Lawler no le hacía gracia.
—Corta el rollo, ¿quieres, Nid?
Delagard se limpió de la bota una pequeña mancha de baba del pez bruja.
—¡Eh! —dijo—. Sólo intentaba mantener una conversación amistosa.
Lawler bajó a las profundidades del barco y se dirigió a su camarote, emplazado en la zona de popa. Un estrecho pasillo mohoso corría a lo largo de todo el barco en aquel nivel, iluminado por la luz grasienta y chisporroteante de lámparas de aceite de pescado montadas sobre candelabros de hueso. El aire espeso y lleno de humo le hacía escocer los ojos. Podía oír el golpe de las olas del mar que lamían el casco, y que resonaba distorsionado a través de las costillas de la nave. De la parte exterior le llegaba el pesado ruido de los mástiles que rechinaban al girar.
Como médico del barco, Lawler tenía derecho a uno de los tres camarotes privados de la zona de popa. Struvin tenía el camarote contiguo al suyo a babor. Delagard y Lis Niklaus compartían el camarote más grande de los tres, un poco más alejado, contra el lado de estribor. Todos los demás vivían en el castillo de proa, amontonados en dos compartimentos alargados que habitualmente se utilizaban para alojar a los pasajeros cuando el barco era usado como crucero interinsular. Al equipo del primer turno se le había adjudicado el compartimento de babor, y el segundo tenía sus pertrechos en el de estribor.
Kinverson y Sundria habían sido incluidos en turnos diferentes, y por tanto dormían en compartimentos separados. Lawler se sorprendió de eso. No es que importara mucho quién dormía con quién, realmente; había tan poca intimidad en aquellos dormitorios superpoblados, que cualquiera que estuviera interesado en follar un poco tendría que escabullirse hasta la bodega de carga y llevar a cabo el apareamiento entre las cajas. Pero ellos eran pareja, según había dicho Delagard; ¿o no era así? Aparentemente no, comenzaba a advertir Lawler; y si lo eran, se trataba de una pareja muy despegada. Desde que había comenzado el viaje, apenas parecían reparar en la presencia del otro. Quizá lo que había ocurrido entre ellos en Sorve, si es que había ocurrido algo, no había sido más que una breve aventura sin mayor alcance, un casual encuentro azaroso entre dos cuerpos, una forma de matar el tiempo.
Empujó la puerta con el hombro y entró. Su camarote no era mucho más grande que un armario. Tenía una cama, una jofaina y una pequeña cómoda de madera en la que guardaba algunas de las pertenencias que se había llevado de Sorve. Delagard no les había permitido cargar muchas cosas. Lawler había llevado a bordo unas cuantas prendas de ropa, una caña de pescar, algunas cacerolas, sartenes y platos, y un espejo. Por supuesto, también se había llevado los objetos de la Tierra; los tenía sobre un estante frente a la litera.
El resto de las cosas —sus modestos muebles, lámparas y algunos adornos que él había hecho con objetos bonitos que arrojaba la corriente— se las había legado a los gillies. Su equipo médico, la mayoría de sus medicamentos y la exigua biblioteca de textos de medicina manuscritos habían ido a parar a la zona de proa, junto a la cocina, a un camarote destinado a enfermería del barco. La mayor parte de las provisiones de medicamentos estaban abajo, en la bodega de carga.
Encendió una vela y buscó el espejo. Era un trozo de vidrio marino tosco y picado que Sweyner había fabricado para él algunos años antes, y que proporcionaba un reflejo también tosco y picado, borroso e indistinto. Los cristales de buena calidad eran una rareza en Hydros, donde la única fuente de sílice era el esqueleto de las diatomeas que se apilaba en el fondo de la bahía. Pero Lawler le tenía cariño a aquel espejo, a pesar de lo poco claro que era.
Se examinó la mejilla. La colisión con el pez bruja no parecía haberle causado ningún daño grave: tenía una pequeña raspadura justo por encima del pómulo, ligeramente irritada en la zona en la que algunas de las púas rojizas le habían penetrado en la piel, pero eso era todo. Lawler limpió la zona con un poco del brandy de algas de Delagard, para protegerse de posibles infecciones. Su sexto sentido médico le decía que no había de qué preocuparse.
El frasco de alga insensibilizadora estaba junto a la botella de brandy. Lo estudió durante uno o dos minutos. Ya había tomado la dosis habitual de aquel día, antes del desayuno. En aquel momento no necesitaba tomar más. Pero, qué demonios, pensó. Qué demonios.
Algo más tarde, Lawler se encontraba caminando hacia los compartimentos de la tripulación en busca de compañía, aunque no estaba muy seguro de cuál. El turno había vuelto a cambiar; ahora estaba de vigilancia el segundo equipo, y el compartimento de estribor se hallaba vacío. Lawler miró al interior del otro compartimento, y vio a Kinverson durmiendo en su litera, a Natim Gharkid sentado —con las piernas cruzadas y los ojos cerrados como en meditación— y a Leo Martello escribiendo a la débil luz de una lámpara, con las hojas esparcidas sobre una cómoda de madera baja. Está trabajando en su interminable poema épico, pensó Lawler.
Martello tenía alrededor de treinta años; era de constitución fuerte y llena de energía, y habitualmente caminaba como si diera saltos. Tenía grandes ojos pardos, un rostro franco y vivaz y le gustaba afeitarse la cabeza. Su padre había ido a Hydros voluntariamente; era uno de esos autoexiliados que caían en cápsulas desde el espacio. Había aparecido en Sorve cuando Lawler era niño y se había casado con Jinna Sawtelle, la hermana mayor de Damis. Ambos habían muerto ya, arrastrados por la Ola cuando salieron a navegar en un bote en la época equivocada.
Leo Martello trabajaba en el astillero de Delagard desde que tenía catorce años, y el principal rasgo que lo distinguía de los demás era el inmenso poema que afirmaba estar escribiendo, y que relataba la gran emigración de la condenada Tierra hacia los mundos de la galaxia. Llevaba trabajando en él cuatro años, pero nadie había visto nunca más que unas pocas líneas de aquella obra.
Lawler se quedó en la puerta para no molestarlo.
—Doctor —dijo Martello—, eres justo el hombre al que quería ver. Necesito algo para las quemaduras del sol. Hoy me he puesto rojo.
—Echémosle una mirada.
Martello se quitó la camisa con muchos miramientos. A pesar de estar muy bronceado, la piel se le había puesto roja por debajo de la pigmentación tostada. El sol de Hydros era más fuerte que aquel bajo el cual había evolucionado la especie humana. Lawler se pasaba todo el tiempo tratando cánceres de piel, insolaciones y todo tipo de afecciones dermatológicas.
—No tiene un aspecto demasiado malo —le comentó Lawler—. Ven a mi camarote por la mañana y me encargaré de curarte, ¿de acuerdo? Si crees que tendrás problemas para dormir, te daré algo ahora mismo.
—No habrá problema alguno; yo duermo boca abajo.
Lawler asintió.
—¿Cómo va ese famoso poema?
—Algo lento, me temo. He estado escribiendo el Canto Quinto.
Un poco para su propia sorpresa, Lawler se oyó decir:
—¿Puedo mirarlo?
Martello también pareció sorprendido, pero empujó hacia él una de las hojas de papel de alga. Lawler la mantuvo desenrollada con ambas manos para leerla. La letra de Martello era infantil y tosca, toda llena de grandes remolinos y curvas.
Y las naves se lanzaron al exterior,
A la oscuridad de las oscuridades.
Dorados mundos destellaban, llamando
Mientras nuestros padres seguían adelante.
—Y nuestras madres también —señaló Lawler.
—Si, ellas también —concedió Martello, que parecía un poco molesto—.Tienen un canto propio un poco más adelante.
—Bien —dijo Lawler—. Es un poema muy poderoso, aunque yo no soy un juez fiable. ¿No te gusta la poesía con rima?
—La rima era ya obsoleta hace cientos de años, doctor.
—¿Ah, sí? No lo sabía. Mi padre solía recitar poemas a veces, poemas de la Tierra. En aquella época les gustaba utilizar la rima. «It is an ancient Mariner / And he stoppeth one of three. / “By thy long grey beard and glittering eye, I Now wherefore stopp'st me?”»[1]
—¿Qué poema era ése? —preguntó Martello.
—Se llama La balada del viejo marinero. Habla de un viaje marítimo… un viaje muy desdichado. «The very deep did roy: O Christ! / That ever this should be! / Yea, slimy things dis crawl with legs / Upon the slimy sea.[2]
—Eso tiene mucha fuerza. ¿Sabes el resto del poema?
—Sólo sé algunos fragmentos perdidos —respondió Lawler.
—Tenemos que reunimos para hablar de poesía alguna vez, doctor. No me había enterado de que supieras poemas de memoria —la despejada expresión de Martello se ensombreció durante un momento—. A mi padre también le encantaban los poemas antiguos. Trajo consigo un libro de poesías de la Tierra, adquirido en el planeta en el que vivía antes de venir aquí. ¿Sabías eso?
—No —dijo Lawler, emocionado—. ¿Dónde está?
—Ha desaparecido. Lo llevaba consigo cuando él y mi madre se ahogaron.
—Me hubiera gustado verlo —dijo Lawler, apenado.
—Hay momentos en los que creo que echo de menos ese libro tanto como a mi madre y mi padre —dijo Martello, y agregó ingenuamente—. ¿No es eso algo horrible de decir, doctor?
—No lo creo. Comprendo lo que quieres decir.
«Agua, agua, agua en todas partes», pensó Lawler. «Y todas las tablas se encogieron».
—Oye, ven a verme en cuanto acabes tu turno de la mañana, ¿De acuerdo, Leo? Así podré curarte esa espalda quemada.
«Agua, agua, agua en todas partes… Y ni una sola gota que beber».
Un poco más tarde, Lawler volvía a encontrarse solo en la cubierta bajo el cielo nocturno, una oscuridad palpitante por encima de él. Una brisa fresca soplaba del norte; era más de medianoche. Delagard, Henders y Sundria estaban en lo alto de la arboladura, gritándose unos a otros cosas crípticas y herméticas. La Cruz estaba perfectamente centrada en el cielo.
Lawler levantó los ojos hacia ella, hacia su trazado perfecto allá arriba, una hilera de estrellas en este sentido y la otra en dirección perpendicular. Los torpes versos de Martello estaban aún en su mente. Y las naves se lanzaron al exterior /A la oscuridad de las oscuridades. ¿Sería el sol de la Tierra uno de los soles de aquella formidable constelación? No. No. Decían que desde Hydros no podía verse esa estrella. Éstas eran otras estrellas, las que conformaban la Cruz. Sin embargo, en algún lugar más alejado de aquella oscuridad, oculta a la vista por el tremendo brillo de ángulos rectos de la Cruz, había un pequeño sol amarillo bajo cuyos rayos había comenzado toda la saga de la Humanidad. Dorados mundos destellaban, llamando / Mientras nuestros padres seguían adelante. Y nuestras madres, sí.
Era aquel mismo sol cuya repentina e inesperada ferocidad, en unos pocos minutos de crueldad cósmica, había cancelado aquel antiguo don de la vida; se había vuelto finalmente contra su propia creación, transformando instantáneamente al mundo madre de la Humanidad en algo achicharrado y ennegrecido.
Había soñado con la Tierra durante toda su vida, desde el momento mismo en que su abuelo le había contado por primera vez cuentos del mundo ancestral; pero a pesar de ello, continuaba siendo un misterio para él…, y sabía que siempre lo sería. Hydros estaba demasiado aislado, demasiado apartado, demasiado lejos de los centros de estudio que pudieran existir. En aquel planeta no había nadie que pudiera enseñarle cómo había sido la Tierra.
No conocía prácticamente nada de ella, ni su música, ni sus libros, ni su arte, ni su historia. Sólo le llegaban datos sueltos, habitualmente sólo la parte exterior, nunca el auténtico contenido. Lawler sabía que allí había existido una cosa llamada ópera, pero le resultaba imposible hacerse una idea de cómo había sido. ¿Gente que cantaba una historia? ¿Con un centenar de músicos que tocaban a la vez? Nunca había visto un centenar de personas reunidas a la vez en el mismo sitio, jamás. ¿Catedrales? ¿Sinfonías? ¿Puentes colgantes? ¿Autopistas? Había oído los nombres de aquellas cosas, pero las cosas en sí le eran desconocidas. Eran misterios. Los perdidos misterios de la Tierra.
Aquella pequeña bola —significativamente más pequeña que Hydros, decían— había engendrado imperios y dinastías, reyes y generales, héroes y villanos, fábulas y mitos, poetas, cantantes, grandes maestros del arte y la ciencia, templos y torres, estatuas y ciudades amuralladas. Todos ellos misterios gloriosos cuya naturaleza él apenas podía imaginar, dado que había pasado toda su vida en el planeta lastimosamente pobre de Hydros. La Tierra nos había engendrado a nosotros, y después de siglos de afán nos había enviado a la oscuridad de oscuridades, a los remotos mundos de la indiferente galaxia. Y luego la puerta se había cerrado detrás de nosotros con un estallido de furiosa radiación, dejándonos varados aquí, en medio de las estrellas.
Dorados mundos destellaban, llamando…
Y aquí estamos ahora, a bordo de una pequeña mota que viaja sobre el mar inmenso, en un planeta que no es más que una mota él mismo en el inmenso mar vacío que nos rodea a todos nosotros.
¡Solos, solos, todos, todos solos, / Solos en un ancho, ancho mar!
Lawler no recordaba el siguiente verso. Daba igual, supuso; se fue bajo cubierta para ver si podía dormir un poco.
Tuvo un sueño nuevo, un sueño terrícola pero distinto a los anteriores. Esta vez no soñó con la muerte de la Tierra sino con su vida, su gran diáspora, el vuelo hacia las estrellas. Una vez más flotó por encima del globo verdiazul de sus sueños, y al mirar hacia abajo vio que de él se alzaban un millar de delgadas agujas brillantes, o quizá fueran un millón; eran demasiadas como para contarlas. Todas subían hacia él, se encumbraban más y más y salían al espacio en una corriente continua, una miríada de pequeños puntos de luz penetrando en la oscuridad que rodeaba al planeta verdiazul.
Sabía que eran las naves de los viajeros espaciales, los que habían elegido abandonar la Tierra, los exploradores, los errabundos, los colonos que avanzaban hacia el gran desconocido, los que comenzaban la marcha que los alejaba del mundo madre para llevarlos hacia las innumerables estrellas de la galaxia. Siguió sus cursos a través del espacio hasta sus destinos finales, a los mundos cuyos nombres había oído —mundos tan misteriosos, mágicos e inasequibles para él como la Tierra misma—: Nabomba Zom, donde el mar es escarlata y el sol azul; Alta Hannalanna, donde las enormes babosas con pepitas de precioso jade amarillo en la frente construyen túneles en el terreno esponjoso; Calgala, el planeta dorado; Xamur, donde el aire es perfume y la atmósfera electrificada brilla y crepita hermosamente; Manjo, el del sol chisporroteante; Iriarte; Mentiroso, Mulano, el de los dos soles; Ragnarok; Olimpo; Malebogle; Ensenada Verde y Alborada…
E incluso hasta el mismo Hydros, el planeta sin salida del que no regresaba nadie.
Las naves estelares que salían de la Tierra iban hacia todos los sitios en los que hubiera un lugar al que ir; y, en algún momento del viaje, la luz que había sido la Tierra parpadeó a sus espaldas. Lawler, que se agitaba en su turbulento sueño, vio una vez más aquel terrible estallido de fuego, y luego la oscuridad final que se cerraba sobre él, y suspiró por el mundo que había sido. Pero nadie más pareció advertir su final: el resto estaba demasiado ocupado en alejarse, alejarse, alejarse.
El día siguiente fue el día en que Gospo Struvin, al caminar a lo largo de la cubierta, pateó una desordenada pila que parecía una red mojada y dijo:
—Eh, ¿quién ha dejado aquí esta red?
—Ya te lo dije —decía Kinverson más tarde, por duodécima vez aquel día—. Nunca confío en un mar tranquilo.
Y el padre Quillan dijo:
—Sí, aunque camine por el valle de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal.
La muerte de Struvin había sido demasiado repentina, demasiado temprana en el viaje como para que pudiera resultar aceptable o comprensible de alguna manera. En Sorve, la muerte siempre había sido una posibilidad: uno cogía un bote y se internaba demasiado en la bahía, y una tormenta aparecía de la nada; o uno estaba caminando por la rampa del dique marino de la isla y se levantaba la Ola sin previo aviso y lo arrastraba; o uno encontraba algún crustáceo de buen aspecto en las aguas someras, y luego resultaba no ser tan bueno a pesar de todo. Sin embargo, el barco había parecido ofrecer una pequeña zona de invulnerabilidad.
Tal vez a causa de que era tan vulnerable, quizá porque no era más que una cascara de madera hueca, una simple mota que flotaba en medio de una inmensidad inconcebible, todos ellos habían llegado a creer de forma contumaz que estaban seguros a bordo de él. Lawler había esperado que se presentaran dificultades, agotamiento nervioso y privaciones, y una o dos heridas serias a lo largo del viaje hasta Grayvard, un reto para sus habilidades médicas a veces muy limitadas. Pero ¿una muerte allí, en aquellas aguas tan calmas? ¿La muerte del capitán? Y sólo a cinco días de Sorve. De la misma forma que la misteriosa tranquilidad de los primeros días había sido inquietante y sospechosa, la muerte de Struvin parecía algo ominoso, un anuncio terrible de más calamidades que llegarían.
Los viajeros se apretaron unos a otros de la misma forma en que la rosácea piel nueva se cierra en torno a una herida. Todos se volvieron resueltamente positivistas, estudiadamente esperanzados, ostentosamente considerados con los demás. Delagard declaró que tomaría el mando del barco personalmente. Para equilibrar los turnos, Onyos Felk fue trasladado al primer equipo, donde estaría al mando del grupo Martello-Kinverson-Braun, y Delagard dirigiría el nuevo equipo de Golghoz-Henders-Thane.
Tras la pérdida del control al enterarse de la muerte de Struvin, Delagard presentó una imagen de fría competencia, de máxima impavidez. Se mantenía firme y erguido sobre el puente, observando al equipo de día que se movía por la arboladura. El viento soplaba de forma constante desde el este. Los navíos continuaron su avance.
Tres días más tarde, las manos de Lawler continuaban escociendo a causa de la quemadura que le había causado la criatura rediforme, y aun tenía los dedos muy rígidos. El elaborado dibujo de líneas rojas se había desteñido hasta un marrón apagado, pero quizá Pilya tuviera razón al decir que le quedarían cicatrices. Eso no le molestaba demasiado; ya tenía muchas cicatrices provocadas por descuidos a lo largo de los años. Pero le preocupaba la rigidez de sus dedos. Necesitaba tener un tacto delicado no sólo por alguna ocasional cirugía, sino para las revisiones de tacto y palpado que llevaba a cabo en la piel y estructura muscular de sus pacientes y que formaban parte del proceso de diagnóstico. No podía leer los mensajes de sus cuerpos con unos dedos que parecían trozos de madera.
También Pilya parecía preocupada por las manos de Lawler. Cuando subió a la cubierta para realizar su turno y lo vio, vino hacia él y le cogió las manos delicadamente entre las suyas, de la misma forma que lo había hecho un momento después de la muerte de Gospo Struvin.
—No tienen buen aspecto —dijo la joven—. ¿Te estás poniendo el ungüento?
—Con absoluta fidelidad. Sin embargo, el ungüento ya no puede hacer mucho más.
—¿Y la otra medicina, las gotas rosadas? ¿El analgésico?
—Oh, sí, sí. No pensaría siquiera en dejar de tomarlo.
Ella frotó suavemente sus dedos sobre los de él.
—Eres un hombre tan bueno, tan serio… Si te ocurriera algo se me rompería el corazón. Sentí miedo cuando te vi luchando con esa cosa que mató al capitán; y cuando vi que tenías las manos lastimadas…
Una expresión de la más pura devoción se apoderó de su rostro como un amanecer, de planos angulosos y nariz chata. Las facciones de Pilya eran toscas y carentes de belleza, pero sus ojos eran cálidos y brillantes. El contraste que había entre su cabello dorado y su piel olivácea y lustrosa era muy atractivo. Era una muchacha sólida y sin complicaciones, y la emoción que manifestaba en aquel momento era la de un amor incondicional, fuerte y sin problemas. Cautelosamente, ya que no quería rechazarla con demasiada crueldad, Lawler retiró las manos de entre las de ella, al tiempo que le dedicaba una sonrisa benevolente y evasiva. Hubiera sido fácil aceptar lo que ella le ofrecía, buscar un rincón apartado en la bodega de carga y disfrutar de los placeres que se había negado a sí mismo durante tanto tiempo… —no era un sacerdote, se recordó; no había hecho voto alguno de celibato—, pero de alguna manera había perdido la fe en sus propias emociones. Estaba poco dispuesto a confiar en sí mismo, aun en el caso de una aventura tan poco amenazadora como aquélla.
—¿Crees que viviremos? —le preguntó ella de pronto.
—¿Vivir? Por supuesto que vamos a vivir.
—No —dijo ella—. Aún tengo miedo de que vayamos a morir en el mar, todos nosotros. Gospo no fue más que el primero.
—Todo irá bien —dijo Lawler—. Te lo dije el otro día, y te lo repito. Gospo tuvo mala suerte, eso es todo. Siempre hay alguien que tiene mala suerte.
—Yo quiero vivir. Quiero llegar a Grayvard. Allí habrá un esposo esperándome; la hermana Thecla me lo predijo cuando me leyó la buenaventura antes de partir. Me dijo que cuando llegara al final de este viaje encontraría un esposo.
—La hermana Thecla dijo un montón de cosas descabelladas acerca de lo que iba a ocurrirnos al final de este viaje. No deberías prestarles atención alguna a los adivinos. Pero, si lo que deseas es un esposo, Pilya, espero que la hermana Thecla te haya dicho la verdad a ti.
—Un hombre mayor es lo que yo quiero. Alguien inteligente y fuerte, que me enseñe cosas además de amarme. Nadie me ha enseñado nunca nada, ¿sabes?, excepto la forma de trabajar en un barco, así que he trabajado en barcos, y navegado de aquí para allá, de aquí para allá para Delagard, y nunca he tenido un esposo; pero ahora quiero tenerlo. Ya es mi hora. Soy bien parecida, ¿no crees?
—Eres muy bonita —dijo Lawler.
Pobre Pilya, pensó. Se sintió culpable por no amarla. Ella se apartó de él, como si reconociera que aquella charla no iba en la dirección correcta.
—Estoy pensando en esos pequeños objetos de la Tierra que me mostraste —dijo, pasado un momento—. Las cosas que tienes en el camarote. Esas cosas tan bellas. ¡Qué bonitas son! Te dije que quería una, y me dijiste que no, que no podías dármela, pero de todas formas ya he cambiado de idea. No quiero ninguna. Pertenecen al pasado, y yo sólo quiero el futuro. Tú vives demasiado en el pasado, doctor.
—Es un lugar más grande que el futuro, para mí. Hay más espacio para mirar alrededor.
—No. El futuro es muy grande. El futuro continúa para siempre jamás. Espera y verás si no tengo razón. Deberías tirar esas cosas. Sé que nunca lo harás, pero deberías.
Le dedicó una sonrisa tierna y tímida.
—Tengo que subir a la arboladura, ahora —dijo—. Eres un hombre muy agradable. Creí que debía decírtelo. Sólo quiero que sepas que tienes una amiga, si la necesitas.
Luego se volvió y se alejó a toda velocidad. Lawler la observó mientras subía por el mástil. Pobre Pilya, volvió a pensar. Qué muchacha tan dulce eres. Nunca podría amarte, no de la forma en que yo necesitaría amarte. Pero eres muy hermosa.
Ella subió ágil y rápidamente, y al cabo de un momento estaba en lo alto. Subió como uno de los monos que él recordaba de los libros de cuentos de su infancia, aquellos libros llenos de cuentos del incomprensible mundo de grandes territorios que había sido la Tierra, ese lugar de junglas, desiertos, glaciares, monos y tigres, camellos y veloces caballos, osos polares, morsas y cabras que saltaban de peñasco en peñasco. ¿Qué eran los peñascos? ¿Qué eran las cabras? Él había tenido que inventarlos por sí mismo a partir de las vagas descripciones de los cuentos. Las cabras eran peludas y larguiruchas, con patas enormemente largas que tenían la elasticidad del acero. Los riscos eran toscas planchas de roca puestas de canto —similares a las tablas de madera de fuco, aunque mucho más duras—. Los monos eran como hombrecillos feos, marrones, peludos y astutos, que se movían por las copas de los árboles, chillando y parloteando. Bueno, pues Pilya no se parecía en absoluto a eso, pero se movía allá arriba como si se tratara de su propio elemento.
A Lawler le impresionó el darse cuenta de que no era capaz de recordar cómo había sido hacer el amor con la madre de Pilya, Anya, hacía veinte años. Recordaba que lo había hecho. Pero el resto, los sonidos, la forma en que se movía, la forma de sus pechos… había desaparecido de su memoria. El sonido de su voz estaba tan perdido como la Tierra misma, como si nunca hubiera ocurrido. Recordaba que Anya había tenido el mismo cabello dorado y la misma piel oscura y suave que tenía Pilya, pero le parecía que sus ojos habían sido azules.
Lawler se había sentido muy desdichado después de la marcha de Mireyl. En aquella época sangraba por un millar de heridas, y entonces apareció Anya y le ofreció un poco de consuelo. De tal madre, tal hija. ¿Harían el amor de la misma forma las madres y las hijas, inconscientemente impulsadas por alguna fuerza genética? ¿Cambiaría y se desdibujaría Pilya en sus brazos para transformarse a los ojos de él en su madre? Si abrazaba a Pilya, ¿recobraría acaso los perdidos recuerdos de Anya? Lawler meditó acerca de aquello mientras se preguntaba si valdría la pena averiguarlo. No, decidió. No.
—¿Estudiando las flores acuáticas, doctor? —preguntó el padre Quillan, que estaba justo a su lado.
Lawler volvió la cabeza. Quillan tenía una forma extrañamente furtiva de acercarse: se materializaba en el aire como si fuera un ser de ectoplasma y avanzaba hacia uno sin que pareciera moverse en absoluto; y luego estaba junto a uno, resplandeciente de inquietudes metafísicas.
—¿Flores acuáticas? —preguntó Lawler, distraídamente, medio divertido por haber sido pillado en medio de especulaciones tan lascivas como las que lo ocupaban—. Oh. Allí. Sí, ya las veo.
¿Cómo podría no haberlas visto? En aquella brillante mañana soleada había flores acuáticas esparcidas por todas partes sobre el océano. Sus tallos erectos y frescos de alrededor de un metro de altura tenían una estructura brillante llena de esporas en el extremo superior, con pétalos de colores muy llamativos —escarlata brillante con amarillo y vetas verdes— y unas curiosas vejigas negras hinchadas de aire en la parte inferior. Las vejigas de aire estaban justo debajo de la superficie para mantener a flote las flores acuáticas. Incluso cuando las golpeaba una ola alta, las plantas volvían a salir inmediatamente a flote y recobraban su posición perpendicular, como tentempiés a los que se golpea una y otra vez y nunca dejan de rebotar.
—Son un milagro de resistencia —dijo Quillan.
—Una lección para nosotros, sí —sentenció Lawler, repentinamente inspirado—. Debemos intentar emularlas en todo momento. En esta vida recibimos golpes y más golpes, y cada vez debemos volver a ponernos de pie. Las flores acuáticas deberían ser nuestro modelo: invulnerables a todo, absolutamente resistentes, capaces de hacer frente a cualquier adversidad. Pero, en realidad, no rebotamos tan bien como las flores acuáticas, ¿verdad, padre?
—Yo diría que usted sí, doctor.
—¿Yo?
—Se lo tiene en muy alta consideración, ¿lo sabía usted? Todos aquellos con los que he hablado aprecian muchísimo su paciencia, su inteligencia, su fuerza de carácter. Especialmente su fuerza de carácter. Me han dicho que es usted una de las personas más firmes, fuertes y resistentes de la comunidad.
Aquello sonaba como la descripción de alguien completamente diferente, alguien muchísimo menos frágil e inflexible que Valben Lawler. Rió entre dientes.
—Puede que tenga ese aspecto visto desde fuera, pero… ¡qué equivocados están todos!
—Siempre he creído que una persona es lo que los demás opinan que es —dijo el sacerdote—. Lo que usted pueda pensar de usted mismo es completamente irrelevante y nada fiable. El valor de cada uno sólo puede determinarse de forma válida a través de las valoraciones de los demás.
Lawler le lanzó una rápida mirada de asombro. Su rostro alargado y austero parecía absolutamente serio.
—¿Es eso lo que usted cree? —preguntó Lawler, y advirtió que una nota de irritación se había infiltrado en su voz—. Hacía mucho tiempo que no oía nada tan descabellado. Pero no, claro, usted está simplemente jugando conmigo, ¿verdad? A usted le gustan los juegos de toda especie.
El sacerdote no le dio respuesta alguna. Ambos guardaron silencio, uno junto al otro, en el tibio sol de la mañana. Lawler miró el vacío que había a lo lejos. La imagen se desenfocó y se convirtió en un borrón de colores oscilantes, una nube de flores acuáticas.
Pasados unos minutos, miró más atentamente lo que ocurría en el mar.
—Creo que ni siquiera las flores acuáticas son invulnerables, ¿eh? —dijo, señalando un punto en el agua.
La boca sumergida de alguna criatura enorme, que permanecía invisible en el lado más lejano del campo de flores, se movió lentamente justo por debajo de la superficie y se abrió como una enorme caverna, en la que las flores brillantemente pintadas cayeron por docenas.
—Uno puede ser muy resistente, pero finalmente siempre viene algo que lo engulle. ¿No lo cree así, padre Quillan?
La respuesta de Quillan se perdió en una repentina ráfaga de brisa. Se hizo otro largo silencio frío. Lawler aún podía oír a Quillan que decía: «Lo que usted pueda pensar de usted mismo es completamente irrelevante y nada fiable». Era un completo disparate, ¿o no? Por supuesto que lo era.
Y entonces Lawler oyó que su propia voz decía:
—Padre Quillan, ¿por qué decidió usted venir a Hydros?
—¿Por qué?
—Sí, ¿por qué? Éste es un sitio condenadamente inhóspito para los humanos. No fue diseñado para nosotros, y sólo conseguimos vivir en él en condiciones muy incómodas. Además, no es posible marcharse una vez se llega aquí. ¿Por qué quiso usted condenarse para siempre a un mundo como éste?
Los ojos de Quillan adquirieron una curiosa animación.
—Vine aquí porque encontraba a Hydros irresistiblemente atractivo —dijo con un cierto fervor.
—Eso no es realmente una respuesta.
—Bueno… —en la voz del sacerdote había un tono cortante nuevo, como si Lawler lo impulsara a decir cosas que él prefería callar—. Digamos que vine aquí porque es el sitio en el que acaban finalmente todos los marginados de la galaxia. Es un mundo enteramente poblado por inadaptados, rechazados, los sobrantes del cosmos. Eso es lo que es, ¿no?
—Por supuesto que no.
—Verá, todos ustedes son descendientes de criminales. En el resto de la galaxia ya no existen criminales. En los otros mundos, todos están en sus cabales ahora.
—Lo dudo mucho —Lawler no podía creer que Quillan hablara en serio—. Algunos de nosotros somos descendientes de criminales, sí; eso no es ningún secreto. O más bien, la gente de la que se dijo que eran criminales, en todo caso. Mi tatarabuelo, por ejemplo, fue enviado aquí porque tuvo mala suerte, nada más. Mató accidentalmente a un hombre. Pero digamos que tiene usted razón, que somos meramente desechos y descendientes de desechos. ¿Por qué iba usted a querer vivir entre nosotros, pues?
Los fríos ojos azules del sacerdote se iluminaron intensamente.
—¿Es que no resulta obvio? Mi sitio está aquí.
—¿Para practicar su santa obra entre nosotros y conducirnos a la gracia de Dios?
—Ni en lo más mínimo. Vine aquí por mis propias necesidades, no por las de ustedes.
—Ah. Así que vino aquí por puro masoquismo, por una especie de necesidad de castigarse a sí mismo. ¿Fue por eso, padre Quillan? —Quillan guardó silencio, pero Lawler supo que debía de estar en lo cierto—. ¿Castigo, por qué? ¿Por un crimen? Acaba usted de decirme que ya no existen los criminales.
—Mis crímenes han estado dirigidos contra Dios, lo que fundamentalmente me convierte en uno de ustedes. Un marginado, un exilado a causa de mi naturaleza inherente.
—Crímenes contra Dios —dijo Lawler, pnsativamente. Dios era para él un concepto tan remoto y misterioso como los monos y las junglas, las cabras y los peñascos—. ¿Qué tipo de crímenes pudo usted cometer contra Dios? Si es omnipotente, presumiblemente es también invulnerable, y si no es omnipotente, ¿cómo puede ser Dios? De todas formas, hace una o dos semanas me dijo usted que no sabía si creía o no en Dios.
—Eso por sí mismo es un crimen contra Él.
—Sólo si cree usted en Él. Si Dios no existe, ciertamente usted no puede causarle daño alguno.
—Tiene usted un argumento sinuoso, con la forma de hablar de un sacerdote —dijo aprobadoramente Quillan.
—¿Hablaba en serio el otro día, cuando me dijo que no estaba seguro de su fe?
—Sí.
—¿No está haciendo juegos verbales conmigo? ¿No me está haciendo objeto de un poco de cinismo barato para pasar un breve momento de diversión?
—No. En absoluto. Se lo juro.
Quillan tendió una mano y asió una muñeca de Lawler con un gesto extrañamente íntimo, confidente, que en otro momento Lawler podría haber considerado como una intrusión inaceptable, pero que en aquel momento parecía casi simpático. Cuando el sacerdote habló, lo hizo con una voz baja y clara.
—Me consagré al servicio de Dios cuando era aún muy joven. Ya sé que eso suena bastante pomposo, pero en la práctica es un trabajo duro y desagradable. No sólo por las largas sesiones de oración en habitaciones desnudas y frías a intempestivas horas de la mañana y de la noche, sino por tener que llevar a cabo tareas tan horribles que sólo las de un médico, supongo yo, se podrían comparar. El lavarles los pies a los pobres, por decirlo de alguna manera. Muy bien, si así debía ser. Yo sabía que era para eso para lo que me había presentado voluntariamente y no pretendo medalla alguna por ello; pero lo que yo no sabía, Lawler, lo que nunca imaginé ni remotamente al comienzo, era que cuanto más profundizara en el servicio de Dios a través del servicio a la Humanidad sufriente, más vulnerable sería a los períodos de absoluta muerte espiritual.
»Tuve largos períodos en los que sentía que se había cortado la conexión con el Universo que me rodeaba, en los que los seres humanos me parecieron tan alienígenas como los alienígenas mismos, en los que no quedaba en mí ni el más débil rastro de fe en el alto Poder al que había jurado dedicar mi vida. Momentos en los que me sentía tan completamente solo que no tengo palabras para describírselo. Cuanto más duramente trabajaba, menos sentido parecía tener todo. Es una broma muy cruel: yo deseaba alcanzar la gracia de Dios, y a cambio Él me daba duras dosis de su ausencia. ¿Me sigue, Lawler?
—¿Y qué cree usted que le provocó esa muerte de espíritu?
—Para averiguarlo es para lo que he venido aquí.
—Pero ¿por qué aquí?
—Porque aquí no hay iglesia. Porque aquí sólo hay comunidades humanas muy fragmentarias. Porque el planeta mismo es hostil; y porque es un lugar sin retorno, como la vida misma.
En los ojos de Quillan danzaba algo que escapaba a la comprensión de Lawler, algo tan desconcertante como una vela que quemara hacia abajo en lugar de hacia arriba. Parecía estar mirando a Lawler desde alguna aniquiladora eternidad de la que sabía que había venido y a la que anhelaba regresar.
—Quería liberarme aquí, ¿comprende? Y de esa forma encontrar a Dios. O al menos, encontrarme a mí mismo.
—¿A Dios? ¿Dónde? ¿En algún lugar de ahí abajo, en el fondo de este océano enorme?
—¿Por qué no? No parece estar en ninguna otra parte, ¿no cree?
—Pues no tengo forma de saberlo —comenzó a decir Lawler, pero en ese momento les llegó un grito.
—¡Tierra! —canturreó Pilya Braun en voz alta. Estaba en lo alto del trinquete, de pie sobre la verga—. ¡Isla al norte!
En aquellas aguas no había ninguna isla, ni hacia el norte ni hacia el sur, y tampoco al este o al oeste. De haberlas habido, todos los de a bordo la habrían estado buscando en el horizonte desde hacía días. Pero nadie había hablado de isla alguna en aquel lugar.
Onyos Felk, que estaba al timón, profirió un bramido de incredulidad. Mientras meneaba la cabeza, el cartógrafo caminó en dirección a Pilya sobre sus piernas cortas y estevadas.
—¿Qué estás diciendo, muchacha? ¿Qué iba a estar haciendo una isla en esta zona del mar?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —gritó Pilya. Se sujetó a las cuerdas con una mano y se balanceó muy por fuera de la borda—. ¿Es que acaso la puse yo allí?
—No puede haber una isla.
—¡Ven aquí arriba y compruébalo, viejo pescado!
—¿Qué? ¿Qué?
Lawler se protegió los ojos y miró a lo lejos. Lo único que se veía eran oscilantes flores acuáticas, pero Quillan le tiró ansiosamente de un brazo.
—¡Allí! ¿La ve?
¿Acaso la vería él? Sí, sí. Lawler no veía nada. Una fina línea marrón amarillenta, quizá, en el horizonte septentrional. ¿Sería eso una isla? ¿Cómo podía saberlo?
Ahora todos estaban en cubierta, dando vueltas de un lado para otro. En medio de todos apareció Delagard, con la preciosa carta marina amorosamente cogida con un brazo y un catalejo de metal amarillento en el otro. Onyos Felk corrió precipitadamente hacia él y tendió las manos para asir el globo. Delagard le echó una mirada venenosa y se lo quitó de encima con un siseo.
—Pero es que necesito mirar…
—Manten tus manos apartadas, ¿quieres?
—La muchacha dice que hay una isla. Quiero demostrarle que eso es imposible.
—Ha visto algo, ¿no es así? Quizá sea una isla. Tú no lo sabes todo, Onyos. Tú no sabes nada.
Con una energía furiosa y demoníaca, Delagard apartó de un empujón al torpe cartógrafo y comenzó a subir por el mástil valiéndose de los codos y los dientes, con el globo en el brazo derecho y el catalejo en el izquierdo. De alguna manera consiguió llegar a la verga, se acomodó sobre ella y miró por el catalejo. Debajo de él, en cubierta, había un tremendo silencio. Después de un rato infinitamente largo, Delagard miró hacia abajo.
—¡Que me jodan si ahí no hay una isla! —exclamó.
El dueño del barco le pasó el catalejo a Pilya y quedó fervientemente absorto en el globo, siguiendo los movimientos de las islas vecinas con exagerados recorridos de los dedos y los codos hacia afuera.
—No es Velmise, no. Tampoco es Salimil. ¿Kaggeram? No. No. ¿Kentrup?
Meneó la cabeza. Todos tenían los ojos fijos en él. Era una buena representación, pensó Lawler. Delagard le pasó a Pilya la carta de navegación, volvió a coger el catalejo y le dio a la muchacha una palmadita en el trasero. Volvió a mirar.
—¡Que Dios nos joda a todos! ¡Una isla nueva, eso es lo que es! ¡La están construyendo en este preciso momento! ¡Mira eso! ¡El enmaderado! ¡El andamiaje! ¡Que Dios nos joda a todos!
Arrojó el catalejo a cubierta. Dann Henders lo cogió hábilmente antes de que se estrellara y se lo llevó a un ojo, mientras los demás se reunían en torno a él. Delagard estaba bajando del mástil mientras murmuraba para sí mismo:
—¡Que Dios nos joda a todos! ¡Que Dios nos joda a todos!
El catalejo pasó de una mano a otra. Sin embargo, al cabo de pocos minutos el barco estaba lo suficientemente cerca de la nueva isla como para poder verla a ojo limpio. Lawler la miraba con fascinación y asombro. Era una estructura estrecha, de quizá unos veinte o treinta metros de ancho y cien metros de largo. El punto más alto se elevaba a sólo un par de metros del agua, una cresta que parecía el espinazo jorobado de alguna colosal criatura marina que tomaba el sol justo por debajo de la superficie. Alrededor de una docena de gillies se movían pesadamente por ella, poniendo las maderas en su sitio, atándolas, haciendo muescas con sus extrañas herramientas, rodeándolas de una apretada estructura fibrosa.
El mar de los alrededores hervía de vida y actividad. Algunas de las criaturas que estaban allí eran gillies, según pudo ver Lawler, gillies a montones. Las pequeñas cúpulas de sus cabezas asomaban y se sumergían en las suaves olas como la corola de las flores acuáticas. Pero también reconoció la larga, brillante y pulida silueta de los buzos que se movían entre ellos. Se dedicaban a subir madera de fuco leñoso desde las profundidades, según parecía, y se la pasaban a los gillies en el agua, los cuales la cortaban, la ajustaban y la pasaban por una cadena submarina hasta la playa de la nueva isla, donde otros gillies la levantaban en el aire y se ponían a prepararla para su instalación.
El Estrella del Mar Negro se había adelantado por estribor. En la cubierta se movían figuras que señalaban y hacían gestos con las manos. Por el otro lado, el Diosa de Sorve estaba adelantando rápidamente con el Tres Lunas muy cerca, detrás.
—Eso de allí es una plataforma —gritó Gabe Kinverson—. En el lado norte de la isla, a la izquierda.
—¡Jesús, sí! —exclamó Delagard—. ¡Mira qué tamaño tiene!
Inmóvil, apenas un poco más allá de la isla, flotando junto a ella como si estuviera varada, había lo que parecía una segunda isla pero era de hecho la enorme criatura marina que la isla misma había parecido ser un momento antes. Las plataformas eran los animales más grandes que conocían los humanos, más grandes incluso que las bestias conocidas como bocas —parecidas a ballenas y que todo lo devoraban—; eran unas cosas enormes y compactas, vagamente rectangulares y tan inertes que muy bien podían haber sido islas. Navegaban a la deriva por todos los mares, filtrando pasivamente microorganismos a través de aberturas como pantallas que tenían por todo su perímetro.
Cómo conseguían tragar comida suficiente como para mantenerse, incluso alimentándose durante el día y la noche como lo hacían, era algo que escapaba a la comprensión de todos. Lawler imaginaba que debían de ser metabólicamente tan inactivas como la madera de deriva, meras masas gigantes de carne apenas sensible; y sin embargo, sus gigantescos ojos de color púrpura, dispuestos en tres hileras de seis a lo largo del lomo, cada uno de ellos más ancho que los hombros de un hombre, parecían poseer algún tipo de sombría inteligencia.
Mientras ellos vivieron en Sorve, de vez en cuando una plataforma había aparecido flotando, con la barriga a muy escasa distancia del tablaje del suelo de la bahía. Lawler recordó la ocasión en que se hallaba pescando en la bahía con un bote pequeño, y sin darse cuenta había remado hasta chocar directamente con una. Dio vuelta la cabeza y se halló mirando, con gran asombro, a aquellos grandes ojos tristes que le devolvían la mirada a través del agua transparente, con el desapego y la serenidad de un dios, y una extraña clase de compasión.
Parecía que aquella plataforma era utilizada como una mesa de trabajo. Sobre su lomo había grupos de gillies que trabajaban industriosamente con sus herramientas. Se desplazaban sobre ella con el agua hasta las rodillas, enroscando y torciendo largas hebras de fibra de algas que eran subidas a la plataforma desde el agua por unos tentáculos de color verde brillante. Los tentáculos eran tan gruesos como un brazo, muy flexibles, con dedos que irradiaban de los extremos. Nadie, ni siquiera Kinverson, tenía la más mínima idea de a qué criatura podían pertenecer.
—¡Qué maravillosa es la forma en que todos esas especies diferentes trabajan juntas! —dijo el padre Quillan.
Lawler miró al sacerdote.
—Nadie nunca había visto cómo se construía una isla. Al menos, que yo sepa. Hasta donde sabemos, todas las islas tienen cientos o incluso miles de años de antigüedad. ¿Es así, pues, cómo lo hacen? ¡Qué espectáculo!
—Algún día —sentenció Quillan—, la totalidad del planeta tendrá auténticos terrenos como los otros mundos. El fondo del mar se elevará dentro de algunos millones de años. Al construir estas islas artificiales y salir del mar para vivir en el exterior, los gillies se están preparando para su siguiente fase evolutiva.
Lawler parpadeó.
—¿Cómo sabe eso?
—En el seminario de Alborada estudié geología y evolución, ¿sabe? Aquí en Hydros no ha habido movimientos de corteza que empujaran a las cadenas montañosas y los continentes fuera del mar primordial, como ha ocurrido en los mundos con tierras, y por tanto todo ha permanecido al mismo nivel, la mayor parte sumergido. Pasado el tiempo, el mar consiguió erosionar las pocas formaciones de terreno que asomaban fuera del agua. Pero todo eso está destinado a cambiar. La presión está aumentando en el núcleo del planeta. Las presiones internas están creando lentamente turbulencias, y dentro de treinta millones de años, cuarenta millones, cincuenta a lo más…
—Espere —dijo Lawler—. ¿Qué está pasando allí?
Delagard y Dag Tharp se estaban gritando el uno al otro. También Dann Henders estaba mezclado en la discusión, con el rostro enrojecido y las venas de la frente hinchadas. Tharp era un hombre nervioso y excitable que siempre estaba discutiendo violentamente con alguien acerca de algo; pero ver cómo Henders —que habitualmente era suave y tranquilo— había perdido los estribos, atrajo inmediatamente la atención de Lawler. Se acercó a ellos.
—¿Qué sucede?
—Una pequeña insubordinación, eso es todo —respondió Delagard—. Puedo hacerme cargo de la situación, doctor.
La nariz ganchuda de Tharp se había puesto roja. Las bolsas de la piel de su garganta se estremecían.
—Henders y yo hemos sugerido navegar hasta la isla y pedirles a los gillies que nos concedan refugio —le explicó a Lawler—. Podríamos anclar en las proximidades y ayudarlos a construir la isla. Sería un compañerismo establecido desde el mismo principio. Pero Delagard dice que no, que vamos a continuar nuestro camino hasta Grayvard.
»¿Y tú sabes cuánto tiempo nos llevará llegar hasta Grayvard? ¿Cuántas astutas redes como ésa pueden subir a bordo antes de que lleguemos allí? Y sabe Dios qué más hay por aquí fuera… Kinverson dice que hasta ahora hemos sido tremendamente afortunados de no hallar nada hostil que merezca ser mencionado, pero ¿durante cuánto tiempo más podremos…?
—Grayvard es el sitio al que vamos —dijo Delagard con tono gélido.
—¿Lo ves? ¿Lo ves?
—Al menos deberíamos someterlo a votación, ¿no crees, doctor? —sugirió Henders—. Cuanto más tiempo permanezcamos en el mar, mayores serán los riesgos de que nos encontremos con la Ola, o con alguna de las horribles criaturas de las que nos ha hablado Kinverson, o con alguna tormenta asesina, con casi cualquier otra cosa. Aquí tenemos una isla que está siendo construida ahora mismo. Si los gillies están utilizando buzos y todas esas otras cosas para que los ayuden a construir, incluso una plataforma, ¿por qué no iban a aceptar además la ayuda de seres humanos, y agradecerla? ¡Pero ni siquiera vamos a tomar en consideración esa posibilidad!
Delagard le dirigió al ingeniero una mirada truculenta.
—¿Desde cuándo han querido los gillies nuestra ayuda? Usted ya sabe cómo eran las cosas en Sorve, Henders.
—¡Esto no es Sorve!
—Es exactamente igual en todas partes.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —le espetó Henders—. Oye, Nid, tenemos que hablar con los otros barcos, y eso es lo único que hay que hacer. Dag, ve a llamar a Yáñez, Sawtelle y todo el resto, y…
—Quédate donde estás, Dag —ordenó Delagard.
Tharp paseó la mirada de Delagard a Henders y de vuelta, y no se movió. El mentón se le estremeció de ira.
—¡Escuchadme! —dijo Delagard—. ¿Queréis vivir en una miserable isla pequeña y plana a la que le faltan meses o años para estar acabada? ¿En qué viviremos? ¿En chozas de algas? ¿Veis allí alguna vaargh? ¿Hay alguna bahía que pueda traernos materiales útiles? Y, de todas formas, no nos aceptarán. Ellos saben que fuimos expulsados de Sorve de una patada en el culo. Todos los gillies de este planeta lo saben, creedme.
—Pero, si estos gillies no nos aceptan —dijo Tharp—, ¿cómo puedes estar seguro de que lo harán los gillies de Grayvard?
El rostro de Delagard enrojeció. Aquello pareció escocerle. Lawler se dio cuenta de que Delagard no había dicho absolutamente nada acerca de que hubiese arreglado la llegada a Grayvard con los auténticos dueños de la isla. Sólo habían sido los colonos humanos de Grayvard los que acordaron concederles refugio.
Pero Delagard se recobró rápidamente.
—Dag, no sabes de qué cojones estás hablando. ¿Desde cuándo tenemos que pedir el permiso de los gillies para emigrar de una isla a otra? Una vez que han aceptado a los seres humanos en una isla, les importa una mierda qué humanos sean. En realidad, apenas pueden distinguir un grupo de humanos de otro. Mientras no invadamos la zona gillie de la isla, no habrá problema alguno.
—Estás muy seguro de ti mismo —dijo Henders—. Pero ¿por qué recorrer todo el camino hasta Grayvard si no tenemos necesidad de hacerlo? Todavía no sabemos que sea imposible llamar a la puerta de una isla más cercana que aún no tenga población humana. Estos gillies de aquí podrían querer acogernos. Y quizá estarían también encantados de recibir un poco de ayuda en la construcción de la isla.
—Claro —aseguró Delagard—. Les gustaría especialmente tener un operador de radio y un ingeniero. Eso sería exactamente lo que necesitan. Muy bien. ¿Vosotros dos queréis ir a esa isla? Nadad hasta ella, entonces. ¡Vamos! ¡Los dos, saltad por la borda, ahora mismo! —agarró a Tharp por un brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la barandilla. Tharp lo miró con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas—. ¡Vamos! ¡Poneos en camino!
—Detente —dijo Lawler con suavidad.
Delagard soltó a Tharp y se inclinó hacia adelante mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.
—¿Tienes alguna opinión, doctor?
—Si ellos saltan por la borda, yo también lo haré.
Delagard se echó a reír.
—¡Joder, doctor! ¡Nadie va a saltar por la borda! ¿Qué demonios crees que soy?
—¿Quieres realmente que te responda a eso, Nid?
—Mira —dijo Delagard—, a lo que esto nos lleva es a algo muy simple. Éstos son mis barcos. Yo soy el capitán de este barco y el jefe de toda la expedición, y nadie va a disputarme eso. A causa de mi generosidad de espíritu y grandeza de corazón he invitado a todos los que vivían en Sorve a que navegaran conmigo hacia nuestro nuevo hogar en la isla de Grayvard. Allí es adonde vamos a ir. Una votación acerca de si deberíamos intentar establecernos en ese trozo de isla nueva está completamente fuera de lugar. Si Dag y Dann quieren vivir allí, muy bien, los escoltaré yo mismo en el deslizador. Pero no habrá ninguna votación ni cambio alguno en el plan básico del viaje. ¿Ha quedado eso claro? ¿Dann? ¿Dag? ¿Ha quedado eso claro, doctor?
Los puños de Delagard estaban apretados. Era un luchador, sin lugar a dudas.
—Según recuerdo yo —dijo Henders—, fuiste tú quien nos metió en este aprieto, Nid. ¿Fue eso también a causa de la generosidad de tu espíritu y la grandeza de tu corazón?
—Cállate, Dann —dijo Lawler—. Déjame pensar.
Miró en dirección a la nueva isla. Estaban entonces tan cerca de ella que podía distinguir el destello amarillo de los ojos de los gillies. Éstos parecían dedicarse a sus asuntos, sin hacer el menor caso de la flotilla de barcos que se acercaba.
De pronto, Lawler se dio cuenta de que Delagard tenía razón y que Henders y Tharp estaban equivocados. A pesar de lo mucho que se hubiera alegrado de acabar el viaje allí mismo y en aquel preciso momento, Lawler sabía que ni siquiera valía la pena intentar establecerse en aquel lugar. La isla era diminuta, sólo un listón de madera que apenas sobresalía del agua. Incluso en el caso de que los gillies estuvieran dispuestos a acogerlos, no habría allí sitio para ellos.
—De acuerdo —dijo en voz baja—. Por una vez, estoy contigo, Nid. Esa pequeña isla no es lugar para nosotros.
—Bien. Bien. Eres muy sensato. Siempre puedo contar con que tú adoptarás una postura razonable, ¿no, doctor? —hizo bocina con las manos y le gritó a Pilya, que estaba sobre la verga—. ¡A barlovento! ¡Salgamos de aquí!
—Deberíamos haber votado —protestó Dag Tharp de malhumor, frotándose el brazo.
—Olvídalo —le contestó Lawler—. Ésta es la flota de Delagard. Nosotros somos sólo invitados.
El tiempo atmosférico comenzó a cambiar de una manera radical a principios de la semana siguiente. Al avanzar los barcos por su ruta noroeste hacia la isla de Grayvard, comenzaron a dejar atrás las aguas tropicales, el sol fuerte y los cielos azules que reinaban perpetuamente en las latitudes centrales. Los mares eran templados. Las aguas eran frescas y de ellas se levantaban húmedas nieblas heladas cuando desde el ecuador soplaban brisas cálidas. La niebla desaparecía hacia mediodía, pero la gran bóveda celeste estaba salpicada por algodonosos bancos de nubes durante la mayor parte del tiempo, o incluso era amenazadora, cubierta de nubes bajas. Sin embargo, una sola cosa continuaba sin cambiar: no había llovido aún. Las precipitaciones no se habían presentado desde que la pequeña flota había abandonado Sorve, y eso comenzaba a ser objeto de preocupaciones.
La apariencia del mar era diferente en aquella zona. Las aguas del mar Natal estaban ya muy lejos. Aquél era el mar Amarillo, separado de las aguas azules, al este, por una clara línea de demarcación. Una gruesa y desagradable capa de espuma de algas microscópicas del color del vómito, con largas vetas rojas que lo atravesaban como oscuros regueros de sangre, cubría la superficie en todas las direcciones hasta el mismo horizonte.
Era algo asqueroso, pero fértil. El agua hervía de vida, alguna de ella nueva y extraña. Unos peces rechonchos y grotescos, de cabeza ancha y tan grandes como un hombre, con escamas de color azul apagado y ojos negros que parecían ciegos, curioseaban en torno a los barcos como troncos flotantes. Ocasionalmente, un hermoso leopardo acuático aterciopelado se acercaba a una velocidad extraordinaria justo por debajo de ellos y se tragaba uno de un solo bocado.
Una tarde apareció de la nada, entre la nave capitana y la proa del barco de Bamber Cadrell, una cosa rechoncha y tubular de unos veinte metros de largo. Atravesó golpeando atronadoramente la estela de la nave capitana, levantándose en el aire y batiendo frenéticamente el agua con su afilado mentón; cuando acabó de pasar había trozos de peces azules de cabeza ancha flotando por todas partes sobre las amarillas olas. Entonces emergieron unas versiones más pequeñas de aquel pez-hacha y comenzaron a alimentarse.
En aquel mar también abundaban los peces de carne; nadaban en círculos concéntricos con sus tentáculos afilados en las puntas brillando como hojas de cuchillo, aunque se mantenían enloquecedoramente fuera del alcance de los anzuelos y arpones de Kinverson.
Ejércitos constituidos por millones de cosas pequeñas de muchas patas y cuerpos transparentes y brillantes, cortaban la espuma amarilla como si fueran guadañas, y abrían en ella anchos bulevares que se iban cerrando detrás de ellos. Gharkid subió a bordo una redada de aquellos bichos; luchaban y se golpeaban contra la red, llenos de pánico al hallarse en la luz del sol, e intentaban regresar al agua. Cuando Dag Tharp sugirió, con absolutamente ninguna seriedad, que podrían ser buenos para comer, Gharkid cocinó inmediatamente un puñado de ellos en su propia agua de mar de color amarillo y se los comió con cara de absoluta despreocupación.
—No están del todo mal —dijo Gharkid—. Pruébalos.
Dos horas más tarde parecía estar todavía bien. Otros corrieron el riesgo, entre ellos Lawler. Se los comieron con patas y todo. Los pequeños crustáceos eran crujientes, vagamente dulzones, aparentemente nutritivos. Nadie manifestó reacciones negativas. Gharkid pasó el día junto a la grúa, subiéndolos a bordo por millares, y por la noche hubo un gran banquete.
Otras formas de vida del mar Amarillo eran menos gratificantes. Los peces gelatina, verdes y ambulantes, inofensivos pero asquerosos, encontraron la forma de trepar por los flancos del casco hasta la cubierta en numerosos grupos, donde se pudrieron en cuestión de minutos. Tuvieron que ser arrojados por la borda, tarea que ocupó casi la totalidad del día.
En una determinada región se encontraron con las rígidas torres frutales negras de unas algas gigantescas, que sobresalían del agua a alturas de siete u ocho metros durante la mañana y estallaban en el calor del mediodía bombardeando a los barcos con miles de duras bolitas que hacían que todo el mundo se dispersara para ponerse a cubierto.
Y en aquellas aguas también había peces bruja. Alrededor de diez o veinte grupos de aquellas cosas parecidas a gusanos silbaban y zumbaban por encima de las olas en vuelos de alrededor de cien metros, batiendo desesperadamente sus correosas alas de ángulos agudos con una resolución fantástica y terrible, hasta que finalmente volvían a caer al agua. A veces pasaban lo suficientemente cerca del barco como para que Lawler pudiera distinguir la hilera de púas rojas y duras de sus lomos, momento en el que se llevaba la mano a la mejilla izquierda recordando el anterior incidente con uno de ellos.
—¿Por qué vuelan de esa manera? —le preguntó a Kinverson—. ¿Están intentando cazar algo que vive en el aire?
—No hay nada que viva en el aire —respondió Kinverson—. Lo más probable es que haya algo que esté intentando cazarlos a ellos. Ven una boca grande que se abre detrás de ellos, y despegan. Es una forma bastante buena de escapar. La otra ocasión en la que vuelan es cuando se están apareando. Las hembras salen a volar y los machos las persiguen. Los que vuelan más rápido y durante más tiempo son los que consiguen las chicas.
—Pues no es un mal sistema de selección, si uno está criado con finalidades de velocidad y resistencia.
—Esperemos que no tengamos que verlos en acción. Los hijos de puta salen por millares. Pueden llenar materialmente el aire, y están completamente enloquecidos por el apareamiento.
Lawler se señaló la zona irritada de la mejilla.
—Puedo imaginármelo. Uno de ellos chocó contra mí justo en este sitio, la semana pasada.
—¿Cómo era de tamaño? —preguntó Kinverson sin curiosidad.
—Quizá de unos quince centímetros.
—Ha sido una suerte para ti que fuera tan pequeño —aseguró Kinverson—. Hay muchos auténticos hijos de puta ahí fuera.
Tú vives demasiado en el pasado, doctor, había dicho Pilya. Pero ¿cómo podía no hacerlo? El pasado vivía en él. No sólo la Tierra, ese remoto planeta mítico; Sorve también, especialmente Sorve, donde se habían reunido su sangre y su cuerpo, su mente y su alma. El pasado se erguía constantemente en su interior. Se erguía en aquel preciso momento, mientras se hallaba junto a la barandilla mirando a la insólita inmensidad del mar Amarillo.
Tenía diez años de edad, y su abuelo le había pedido que fuera a su vaargh. El abuelo se había retirado de la práctica de la medicina tres años antes, y se pasaba el tiempo caminando a lo largo del dique marítimo. En aquel entonces estaba encogido y amarillento, y estaba claro que no le quedaba mucho tiempo más de vida. Era muy viejo, lo suficientemente viejo como para recordar a algunos de los colonos de la primera generación, incluso a su propio abuelo, Harry Lawler, Harry el Fundador.
—Tengo algo para ti, muchacho —dijo su abuelo—. Ven aquí, acércate más. ¿Ves ese estante de allí, Valben? ¿Sobre el que están las cosas de la Tierra? Tráemelas aquí.
En el estante había cuatro cosas de la Tierra: dos planas, redondas y metálicas, una grande de metal oxidado y un trozo de cerámica pintada. En otra época había habido seis, pero la estatuilla y el trozo de piedra estaban ahora en la vaargh del padre de Valben. El abuelo ya había comenzado a repartir sus pertenencias.
—Toma, muchacho —le dijo el abuelo—. Quiero que tú tengas esto. Perteneció todo a mi abuelo Harry, que lo heredó de su abuelo, que se lo llevó de la Tierra cuando salió al espacio. Ahora es tuyo —dijo, y le entregó el trozo de cerámica pintada de negro y anaranjado.
—¿No es para mi padre? ¿Ni para mi hermano?
—Esto es para ti —dijo el abuelo—; para que te recuerde la Tierra, y para que me recuerdes a mí. Tendrás cuidado de no perderlo, ¿verdad? Porque éstas son las únicas seis cosas que tenemos de la Tierra, y si las perdemos, no conseguiremos ninguna más. Toma, toma —lo depositó en las manos de Valben—. Esto es de Grecia. Quizá una vez perteneció a Sócrates, o a Platón, y ahora es tuyo.
Aquélla fue la última vez que habló con su abuelo.
Durante varios meses llevó el trozo de cerámica consigo a todas partes, y cuando acariciaba los bordes dentados y ásperos le parecía que la Tierra volvía a vivir en sus manos, que el mismo Sócrates o el propio Platón le hablaban desde aquel trocito de cerámica. No importa quiénes hubieran sido.
Recordó cuando tenía quince años. Su hermano Coirey, que había huido al mar, estaba de visita en casa. Tenía nueve años más que él, y era el mayor de los tres hermanos. El del medio —Bernat— había muerto hacía tanto tiempo que Valben apenas lo recordaba. Coirey tendría que haberse convertido un día en el médico de la isla, pero no sentía interés alguno por la medicina. Esa profesión lo ataría a una sola isla. El mar, el mar, el mar, eso era lo que quería Coirey; así que se había marchado al mar, y habían llegado cartas suyas procedentes de lugares que para Valben no eran más que nombres: Velmise, Sembilor, Thetopal y Meisa Meisanda. Para esa época, Coirey había vuelto —sólo por unos días— haciendo escala en el viaje que lo llevaría hasta Simbalimak, en el mar de Azur, que estaba tan lejos que parecía de otro mundo.
Valben no lo había visto en cuatro años. No sabía qué esperar. El hombre que entró tenía el mismo rostro que su padre —el rostro que él mismo comenzaba a tener—, de rasgos fuertes, mandíbula poderosa y una larga nariz recta; pero estaba tan bronceado por el sol y el viento que su piel parecía un trozo de cuero de pez alfombra, y una rojiza marca le cruzaba una mejilla, una cicatriz hinchada que iba desde el rabillo del ojo hasta la comisura de la boca.
—Un pez de carne me atizó —dijo—. Pero yo también le di lo suyo —propinó a Valben un puñetazo suave en un brazo—. ¡Eh, cómo has crecido! Eres tan grande como yo, pero más escuálido. Necesitas echar un poco de carne sobre esos huesos —le guiñó un ojo—. Ven a verme a Meisa Meisanda alguna vez; allí saben lo que es comer. Cada día es día de banquete. ¡Y qué mujeres! ¡Qué mujeres, muchacho! —frunció el entrecejo—. Te gustan las mujeres, ¿no es cierto? Claro, por supuesto que sí. ¿Qué te parece, Val? ¿Vendrás conmigo a Meisa Meisanda cuando regrese del viaje a Simbalimak?
—Ya sabes que no puedo marcharme de aquí, Coirey. Tengo que estudiar.
—Estudiar.
—Papá me está enseñando medicina.
—Oh. Ya, ya. Lo había olvidado; vas a ser el próximo doctor Lawler. Pero primero podrías salir al mar conmigo durante una corta temporada, ¿no?
—No —respondió Valben—. No puedo.
Y entonces comprendió por qué su abuelo le había dado a él el fragmento de cerámica, y no a su hermano Coirey. Su hermano nunca más volvió a Sorve.
Recordó cuando tenía diecisiete años y estaba absorto en sus estudios de medicina:
—Ya es hora de que hagamos una autopsia, Valben —le dijo su padre—. Hasta ahora sólo sabes la teoría, pero ya tendrías que ver cómo es el cuerpo por dentro.
—Quizá deberíamos esperar hasta que acabe con mis lecciones de anatomía —apuntó él—. Así sabría mejor qué estoy viendo.
—Ésta es la mejor clase de anatomía que existe —insistió su padre.
Y lo llevó a la sala de cirugía, en cuya mesa yacía alguien cubierto con una ligera sábana de tela de lechuga acuática. La apartó, y se trataba de una mujer anciana con cabello gris y pechos flojos que le caían hacia las axilas; y un momento más tarde se dio cuenta de que la conocía, que estaba mirando a la madre de Bamber Cadrell, Samara, la esposa de Marius. Por supuesto que tenía que conocerla; sólo había sesenta personas en la isla, ¿y cómo podía resultarle desconocida ninguna de ellas? Sin embargo, la madre de Bamber… así, desnuda, muerta, tendida sobre la mesa de operaciones…
—Murió esta mañana, de manera fulminante. Se desplomó en su vaargh. Marius la ha traído. Muy probablemente se trata de su corazón, pero quiero verlo con seguridad y tú también deberías verlo —cogió la caja de instrumentos quirúrgicos y luego dijo—. Yo tampoco disfruté de mi primera autopsia, pero es algo necesario, Valben. Tienes que saber cómo son un hígado, un bazo, unos pulmones, un corazón, y no puedes aprenderlo con sólo leer acerca de ellos. Tienes que conocer la diferencia entre los órganos sanos y los enfermos; y aquí no disponemos de la cantidad suficiente de cuerpos en los que trabajar. Ésta es una oportunidad que no puedo permitir que pases por alto.
Escogió un escalpelo, le mostró a Valben cuál era la forma correcta de cogerlo, practicó la primera incisión, y comenzó a desnudar los secretos del cuerpo de Samara Gadrell.
Al principio fue desagradable, muy desagradable. Luego se dio cuenta de que podía tolerarlo, que se estaba acostumbrando al horror de aquello, a lo impresionante de tomar parte en la sangrienta violación del santuario del cuerpo.
Pasado un rato, cuando consiguió olvidar que aquello era una mujer a la que él había conocido durante toda su vida, y comenzó a pensar en ella sólo como un conjunto de órganos internos de diversos colores, texturas y formas, se sintió realmente fascinado.
Pero aquella noche, cuando estaba con Boda Thalheim detrás del tanque de la reserva de agua y le deslizaba las manos por el vientre plano, no pudo evitar pensar que debajo de aquel estrecho tambor de piel adorable y tirante había otro conjunto de órganos internos de colores, texturas y formas muy parecidos a aquellos que había visto durante la tarde, los brillantes rizos de los intestinos y todo lo demás, y que dentro de aquellos pechos redondos y firmes había intrincadas glándulas que apenas se diferenciaban de las que llenaban los pechos fláccidos de Samara Cadrell y que su padre le había mostrado pocas horas antes mediante diestros cortes de escalpelo. Y apartó las manos del brillante cuerpo de Boda, como si bajo sus caricias se hubiera convertido en el de Samara.
—¿Te ocurre algo malo, Val?
—No. No.
—¿No quieres hacerlo?
—Por supuesto que sí, pero… no lo sé…
—Vamos. Déjame que te ayude.
—¡Sí! Oh, Boda ¡Oh, sí!
Al cabo de un momento todo volvió a su curso normal, pero se preguntó si podría volver a tocar a una chica sin que las vividas imágenes de páncreas, riñones y trompas de falopio invadieran su mente sin ser deseadas. Entonces se le ocurrió que la de médico era una profesión realmente complicada.
Imágenes de tiempos pasados. Fantasmas que jamás lo abandonarían.
Tres días más tarde, Lawler bajó a la bodega de carga en busca de algunos medicamentos; llevaba una pequeña vela para alumbrar el recorrido. En la penumbra, casi chocó con Kinverson y Sundria que salían en ese momento de entre las cajas; estaban sudorosos y despeinados. Parecieron un poco sorprendidos al verlo, y no había muchas dudas respecto a qué habían estado haciendo.
Kinverson, desvergonzadamente, lo miró directamente a los ojos.
—Buenos días, doctor —dijo.
Sundria no pronunció palabra. Se cerró la parte delantera de la ropa que llevaba puesta y pasó de largo sin expresión en el rostro, apartando rápidamente los ojos de la mirada de Lawler. No parecía estar incómoda, sino retirarse a su propio mundo interior. Lawler, aunque herido, saludó con un movimiento de cabeza como si aquél fuera un encuentro completamente neutral, y continuó andando hacia el área de las reservas de medicamentos.
Era la primera prueba real que tenía de que eran amantes, y le resultó más doloroso de lo que esperaba. Las palabras de Kinverson acerca de los hábitos de apareamiento de los peces bruja volvieron a su mente. Se preguntó si no habrían estado dirigidas hacia él de una forma astuta y burlona: «Los tipos que vuelan más rápido y durante más tiempo son los que consiguen las chicas».
No. Lawler sabía que había tenido muchas oportunidades de iniciar una relación con Sundria cuando estaban en la isla. Él había decidido no hacerlo por razones que en aquel momento habían parecido tener sentido. Pero entonces, ¿por qué ahora se sentía tan herido?
La deseas más de lo que jamás admitirás ante ti mismo, ¿no es cierto?, se dijo. Sí, así era. Especialmente en aquel preciso momento. Pero ¿por qué? ¿Porque ella está liada con otro? ¿Y qué importancia tenía? La deseaba. Lawler ya lo había sabido antes, pero no había hecho nada al respecto. Quizá ya era hora de que comenzara a pensar más seriamente en por qué no lo había hecho.
Volvió a verlos juntos más tarde ese mismo día, a popa, junto a la grúa. Según todas las apariencias, Kinverson había pescado algo insólito y se lo estaba enseñando a ella, un cazador orgulloso que le ofrecía sus piezas a su mujer.
—Doctor —lo llamó Kinverson, asomando la cabeza por encima del borde del puente. Sonrió de una forma que era o blandamente amistosa o bien condescendiente—. Venga un momento arriba, ¿quiere? Aquí hay algo que podría interesarle.
El primer impulso de Lawler fue el de menear la cabeza y continuar su camino, pero no quería darles la satisfacción de que se dieran cuenta de que los evitaba. ¿De qué tenía miedo? ¿De ver las señales de las zarpas de Kinverson por toda la piel de ella? Se dijo a sí mismo que no debía ser tan estúpido.
Trepó por la escalerilla que conducía hasta la grúa. Kinverson tenía varios adminículos de pesca sujetos a la cubierta: arpones, ganchos, sedales y demás. Allí estaban también las redes que Gharkid usaba para recoger algas. En un charco amarillo sobre el suelo del puente de la grúa yacía laxa una criatura elegante y verdosa, parecida a un buzo pero más pequeña, como si Kinverson acabara de subirla a bordo. Lawler no la reconoció. Era probablemente algún mamífero de los que respiraban fuera del agua, como ocurría con muchos de los habitantes de Hydros.
—¿Qué es eso que tienes ahí? —preguntó.
—Bueno… Verás, no estamos seguros, doctor.
Tenía un hocico alargado en cuya punta había unos bigotes cerdosos y grises; una frente baja e inclinada, esbelto cuerpo aerodinámico y una prominente columna vertebral que acababa en una cola de tres aspas. Sus extremidades anteriores eran aplanadas, estrechas aletas parecidas en cierto modo a las de los gillies; acababan en unas garras grises, cortas y afiladas. Sus ojos negros, redondos y brillantes estaban abiertos. No parecía respirar, pero tampoco parecía muerto; los ojos tenían expresión. ¿Miedo? ¿Asombro? ¿Quién podía saberlo? Eran unos ojos extraños. Parecían preocupados.
—Quedó atrapado en una de las redes de Gharkid —dijo Kinverson— y lo he sacado para desenredarlo. ¿Sabes? Podrías pasarte toda la vida en este océano y nunca dejarías de ver criaturas nuevas —pateó un flanco del animal y éste respondió con un débil movimiento de la cola—. Este debe de haberse separado de los suyos, ¿no crees? Parece bastante pequeño.
—Déjame mirarlo más detalladamente —dijo Lawler.
Se arrodilló junto a la criatura y apoyó cautelosamente una mano sobre su flanco. Ahora detectaba los sonidos de una respiración suave. Tenía la piel tibia y húmeda, quizá afiebrada. El animal giró los ojos hacia atrás y siguió los movimientos de Lawler, pero sin manifestar mucho interés. Luego abrió su boca y Lawler se sobresaltó al ver un peculiar tejido leñoso en su interior, una estructura esférica de hilos fibrosos de color blanco y flojamente entretejidos que bloqueaba por completo la boca y la garganta del animal. Las hebras se unieron en forma de grueso tallo que desapareció por la garganta de la criatura.
Presionó el abdomen del animal con las manos y sintió rigidez en su interior, bultos y nudos en una zona en la que todo debería haber sido blando y liso. Agradeció que sus manos habían recuperado su sensibilidad, y eran capaces de leer la anatomía de la criatura como si la hubiera abierto con un escalpelo. Tocara por donde lo tocase, podía sentir los signos de algo invasor que crecía dentro de él. Giró a la criatura sobre la cubierta y pudo ver que las mismas hebras leñosas le asomaban por el ano, debajo de la cola.
De pronto el animal profirió un sonido seco, cortante y estridente. La boca se le abrió mucho más de lo que Lawler hubiera creído posible. El enredo leñoso del interior asomó a la vista, alzándose por fuera de la boca del animal como si estuviera en la punta de una columna, y comenzó a balancearse de un lado a otro. Lawler se puso rápidamente de pie y se apartó.
Una cosa que tenía la apariencia de una pequeña lengua rosada se desprendió de la esfera leñosa y comenzó a moverse rápidamente, como enloquecida, sobre la cubierta; iba y venía a toda velocidad con una energía maníaca. Lawler le plantó la bota encima justo en el momento en que pasaba por su lado en dirección a Sundria. Una segunda lengua autónoma brotó de la esfera. También la aplastó. Y la esfera se movió perezosamente como si estuviera reuniendo la energía suficiente para producir unas cuantas más.
—Arroja esta cosa al mar, rápido —le dijo a Kinverson.
—¿Eh?
—Cógela y lánzala. Vamos.
Kinverson había estado observando el reconocimiento de una manera perpleja y remota, pero la urgencia del tono de Lawler consiguió hacerlo reaccionar. Deslizó una de sus manazas por debajo de la zona media del cuerpo del animal, lo levantó y lo arrojó al mar, todo con un solo movimiento. La criatura cayó a plomo al agua, inerte como un saco, pero en el último momento consiguió enderezarse y penetró suavemente de cabeza, gobernada por unos reflejos inherentes que aún funcionaban. Consiguió dar un poderoso coletazo y en un instante desapareció de la vista bajo el agua.
—¿De qué demonios iba todo eso? —preguntó Kinverson.
—Infección parasitaria. Ese animal estaba cargado del hocico a la cola con algún tipo de vegetación. Tenía la boca llena de ella, ¿es que no lo viste? Y también el resto del cuerpo. Estaba completamente invadido por ella, y en cuanto a esas lenguas pequeñas, calculo que se trataba de vástagos en busca de nuevos huéspedes.
Sundria se estremeció.
—¿Algo así como los hongos asesinos?
—Algo por el estilo, sí.
—¿Cree que podría habernos infectado a nosotros?
—Sin duda iba a intentarlo —dijo Lawler—. En un océano del tamaño de éste, los parásitos no pueden permitirse ser específicos; arraigan en lo primero que encuentran.
Miró por encima de la borda, casi esperando ver decenas de animales parasitados flotando impotentemente alrededor del barco. Pero allá abajo no había nada más que espuma amarilla veteada de rojo. Volviéndose hacia Kinverson, dijo:
—Quiero que suspendáis todas las tareas de pesca hasta que hayamos salido de esta zona del mar. Iré a buscar a Dag Tharp y le pediré que envíe la misma orden a los demás barcos.
—Necesitamos carne fresca, doctor.
—¿Quieres encargarte tú de examinar todo lo que se pesque para asegurarte de que no tenga parásitos?
—¡Demonios, no!
—En ese caso no pescaremos nada en esta zona. Es así de simple. Prefiero vivir de pescado seco durante un tiempo que tener una de esas cosas creciéndome en las entrañas. ¿Tú no?
Kinverson asintió solemnemente.
—Era una cosilla muy mona.
Un día después, cuando aún navegaban por el mar Amarillo, se encontraron con la primera ola de marea. Lo único sorprendente era que hubiese tardado tanto en llegar, si se tomaba en consideración que llevaban ya varias semanas en el mar.
Era imposible escapar a todas las olas de marea. Las tres lunas del planeta, pequeñas y de movimiento rápido, daban vueltas y vueltas sobre un recorrido orbital que se cruzaba formando intrincados dibujos. A intervalos regulares se alineaban, ejercendo un efecto gravitacional combinado sobre la gran bola de agua en torno a la cual giraban. Aquello levantaba una enorme ola de marea que viajaba continuamente alrededor de la sección central de Hydros, a medida que el planeta giraba. Unas olas de marea más pequeñas, productos de los campos gravitacionales de cada luna por separado, se movían en sentido transversal respecto a la anterior.
Los gillies habían diseñado sus islas para que resistieran esos momentos en que las olas de la marea se cruzaban en sus caminos. En ciertas ocasiones excepcionales, las olas más pequeñas se cruzaban en el camino de la más grande y formaban lo que se conocía como la Ola. Las islas gillies estaban construidas para resistir incluso la Ola, pero los barcos y botes eran completamente impotentes frente a ella. La Ola era aquello a lo que todos los marineros temían más que a nada.
La primera ola de la marea fue una de las suaves. El día era bochornoso y húmedo y el sol estaba pálido, indistinto, sin vigor. Estaba de turno el primer equipo, compuesto por Martello, Kinverson, Gharkid y Pilya Braun.
—Mar picado a la vista —gritó Kinverson desde lo alto.
Onyos Felk, que estaba en la cabina del timón, echó mano al catalejo. Lawler, que acababa de salir a cubierta después de haber hecho su llamada médica matutina a los demás barcos, sintió que la cubierta descendía y corcoveaba bajo sus pies como si la nave hubiera puesto los pies sobre algo sólido. Una rociada de agua amarillenta le azotó el rostro.
Levantó los ojos hacia la cabina del timón. Felk le estaba haciendo gestos bruscos.
—Viene una ola —le gritó el cartógrafo—. ¡Métete adentro!
Lawler vio que Pilya y Leo Martello estaban asegurando las cuerdas que sujetaban las velas. Un momento después bajaron de un salto de las vergas. Gharkid ya se había ido bajo cubierta; Kinverson pasó al trote junto a él y le hizo señas.
—Vamos, doctor. No debe quedarse aquí afuera.
—No —reconoció Lawler, pero se quedó haraganeando un momento más junto a la barandilla.
Ahora la veía. Se dirigía hacia ellos desde el noroeste, como un pequeño mensaje de bienvenida procedente de Grayvard: una gruesa pared de agua gris en el horizonte, rodando hacia ellos a una velocidad impresionante. Lawler imaginó una especie de caña gigantesca que barría el mar justo por debajo de la superficie y empujaba aquella inexorable cresta hinchada. La precedía un viento frío y salado como melancólico heraldo.
—Doctor —repitió Kinverson desde la escotilla—. A veces barren la cubierta cuando caen sobre los barcos.
—Ya lo sé —dijo Lawler, pero la fuerza de la ola que se aproximaba lo fascinaba y atraía.
Kinverson desapareció en el interior del barco con un encogimiento de hombros. Lawler quedó solo en la cubierta. Se dio cuenta que muy bien podían cerrar la escotilla y dejarlo ahí fuera. Le echó una última mirada a la ola, y luego corrió hacia la puerta. Todos —excepto Henders y Delagard— estaban en la escalerilla, preparándose para el impacto inminente.
Kinverson cerró la puerta detrás de Lawler y la bloqueó con unos listones. De las profundidades del barco se levantó un extraño sonido rechinante, en la zona de popa.
—Se está encendiendo el magnetrón —dijo Sundria Thane.
Lawler se volvió hacia ella.
—¿Usted ha pasado antes por esto?
—Con demasiada frecuencia. Esta no será muy fuerte.
El sonido rechinante se hizo más alto. El magnetrón envió una flecha de energía que golpeó contra el núcleo fundido del planeta y proporcionó una fuerza contraria capaz de levantar el barco a un metro o dos de la superficie del agua, o un poco más si era necesario, lo suficiente como para que quedara por encima del empuje más poderoso de la ola.
El campo de desplazamiento magnético era un aparato de supertecnología que los seres humanos habían conseguido traer consigo de otros mundos de la galaxia. Dann Henders había dicho una vez que un aparato tan poderoso como el magnetrón podría tener aplicaciones mucho más útiles para los colonos que la de mantener a flote los barcos de Delagard, y muy probablemente tenía razón en eso; pero Delagard mantenía los magnetrones encerrados en sus barcos. Eran de su propiedad, las joyas de la corona del imperio marítimo Delagard, los cimientos de la fortuna familiar.
—¿Ya estamos arriba? —preguntó Lis Niklaus, intranquila.
—No, cuando cese de rechinar —respondió Neyana Golghoz—. Eso es. Ahora.
Todo quedó en silencio. El barco estaba flotando justo en la cresta de la ola, pero sólo por un momento: el magnetrón, a pesar de lo potente que era, tenía sus límites. Pero un momento fue suficiente. La ola pasó, el barco se deslizó suavemente por encima y descendió luego para aterrizar en el interior de la concavidad que se formaba detrás. Al recobrar su primitiva posición sobre el agua, la nave osciló, se estremeció y sacudió. El impacto del descenso fue mayor de lo que Lawler había esperado, y tuvo que esforzarse para no caer.
Un momento después, todo había pasado. Volvían a flotar sobre la quilla equilibrada. Delagard apareció por la escotilla que conducía a la bodega de carga, con una cálida sonrisa de autofelicitación. Dann Henders estaba justo detrás de él.
—Ya está, muchachos —les anunció el dueño del barco—. Volved a vuestros puestos. Adelante.
El mar estaba suavemente agitado a causa del paso de la ola y se mecía como una cuna. Cuando Lawler volvió a cubierta pudo verla alejarse en dirección sureste, una ondulación menguante que atravesaba la espumosa superficie del mar. Vio la bandera amarilla del Sol Dorado, la roja del Tres Lunas, la verde y negra del Diosa de Sorve. Más lejos pudo distinguir los otros dos barcos, aparentemente sanos y salvos.
—No fue muy fuerte —le dijo a Dag Tharp, que había salido justo detrás de él.
—Espera —respondió Tharp—. Tan sólo espera.
El mar volvió a cambiar. La zona por la que pasaban era barrida por una corriente fría y rápida que provenía del norte y abría una brecha entre las algas amarillas. Primero no era más que una estrecha lista de agua clara que atravesaba la espuma; luego se convirtió en una banda más ancha y cuando la flotilla entró en el cuerpo principal de la corriente, toda el agua que los rodeaba era de un azul límpido y puro.
Kinverson le preguntó a Lawler si creía que la vida marina de aquella zona estaría libre de la planta parasitaria. Hacía días que los viajeros no comían pescado fresco.
—Pesca algo y echemos un vistazo —le dijo Lawler—. Pero ten cuidado cuando lo subas a cubierta.
Pero no hubo pesca alguna. Las redes subieron vacías y los anzuelos intactos. En aquellas aguas vivían peces, montones de ellos, pero se mantenían a distancia del barco. A veces podían divisarse cardúmenes, que se alejaban nadando vigorosamente. Los otros barcos informaron de la misma situación. Era igual que si estuvieran navegando por aguas desiertas.
A la hora de comer se oían refunfuños en la cocina.
—Yo no puedo cocinarlos si nadie los pesca —protestaba Lis Niklaus—. Hablad con Gabe.
Kinverson permanecía impasible. Inmutable.
—No puedo pescarlos si no se acercan a nosotros. Si no os gusta, echaos al agua y nadad detrás de ellos para cogerlos con vuestras propias manos, ¿de acuerdo?
Los peces continuaban alejados del barco, pero ahora estaban entrando en una zona que era rica en algas de varias clases nuevas: flotantes masas rojas apretadamente entretejidas se mezclaban con otras de largas hojas anchas y suculentas, de color verdiazul. Gharkid pasó momentos gloriosos con ellas.
—Serán buenas para comer —anunció—. Eso sí que lo sé. Obtendremos una buena nutrición de ellas.
—Pero si nunca has visto este tipo de algas antes… —objetó Leo Martello.
—Puedo diferenciarlas. Éstas son buenas para comer.
Gharkid las probó por sí mismo, de aquella manera inocente y temeraria que tenía y que Lawler encontraba extraordinaria. El alga roja, informó, sería apropiada para las ensaladas. La verdiazul sería mejor cocinarla con un poco de aceite de pescado. Pasó todo el día en la grúa, izando una carga tras otra hasta que la mitad de la cubierta estuvo llena de montones de algas empapadas.
Lawler se le acercó cuando estaba sentado separando un resbaladizo montón confuso del que aún se desprendía vapor de agua. Pequeñas criaturas se paseaban por entre las algas enredadas: caracoles, cangrejitos y crustáceos diminutos con conchas muy brillantes, parecidas a castillos de hadas. Gharkid no parecía preocuparse por la posibilidad de que alguno de aquellos diminutos pasajeros pudiera tener un aguijón venenoso, mandíbulas que pudieran morder, excreciones tóxicas o peligros de naturaleza desconocida. Los quitaba al peinar sus algas con un peine de caña, o utilizando las manos cuando resultaba más rápido. Al acercarse Lawler, Gharkid le dedicó una ancha sonrisa en la que los dientes destellaron vivamente contra el fondo oscuro de su rostro.
—El mar ha sido bueno con nosotros hoy —dijo—. Nos ha enviado una buena cosecha.
—¿Dónde aprendió lo que sabe de plantas, Natim?
Gharkid pareció desconcertado.
—En el mar, ¿dónde si no? Del mar proviene nuestra vida. Uno entra en él y busca lo que es bueno. Prueba esto, prueba lo otro. Y uno recuerda… —desenredó algo de un montón de algas rojas anudadas y lo sostuvo en el aire con deleite, para que Lawler lo examinara—. Esta es muy dulce. Muy delicada.
Era una especie de babosa marina, amarilla con pequeñas motas rojas; parecía un trozo de la espuma amarilla que habían dejado atrás. Una docena de ojos negros del tamaño de yemas de dedos, curiosamente intensos, oscilaban en la punta de unos tallos gruesos. Lawler no consiguió ver ni dulzura ni delicadeza en aquella criatura rechoncha, pero Gharkid parecía encantado con ella. Se la acercó a la cara y le sonrió. La arrojó al mar por encima de la borda.
—Es la criatura bendita del mar —dijo Gharkid, en un tono de benevolencia tan lleno de cariño que hizo que Lawler se sintiera molesto e irritado.
—Se preguntará usted con qué propósito fue creada —dijo.
—Oh, no, doctor, señor. Nunca me pregunto esas cosas. ¿Quién soy yo para preguntarle al mar por qué hace lo que hace?
Por su tono reverente, casi parecía que consideraba al mar como a un dios. Quizá fuera así. De una forma u otra, era una pregunta que no requería respuesta alguna, una pregunta que le resultaba imposible de manejar a cualquiera con la estructura mental de Lawler. No sentía ningún deseo de tratar con aire paternal a Gharkid y mucho menos de ofenderlo; se sentía casi impuro ante la inocencia y el deleite que manifestaba.
Lawler sonrió rápidamente y se alejó. En la cubierta vio al padre Quillan, que los había estado estudiando desde lejos.
—He estado observando cómo trabaja —comentó el sacerdote—. Cómo escoge entre todas esas algas, las separa, las amontona por separado. No se detiene nunca. Parece muy tranquilo, pero en alguna parte del interior de ese hombre hay una furia. Dígame, ¿qué sabe usted de él?
—¿De Gharkid? No mucho. Es reservado, poco hablador. No sé de dónde vino; apareció por Sorve hace algunos años. No parece interesarse por nada excepto las algas.
—Es un misterio.
—Sí, un misterio. Yo solía creer que era un pensador que estaba resolviendo Dios sabe qué problema filosófico en la privacidad de su propia cabeza. Pero ahora ya no estoy tan seguro de que ahí dentro ocurra nada, salvo la contemplación de las algas. Es fácil confundir el silencio con la profundidad, ya sabe. En los últimos tiempos estoy llegando a la conclusión de que es tan simple como aparenta ser.
—Bueno, eso es posible —reflexionó el sacerdote—. Pero me sorprendería mucho. De hecho, yo nunca he conocido a un hombre verdaderamente simple.
—¿Lo dice en serio?
—Uno puede pensar eso de alguien, pero siempre se equivoca. En mi trabajo, uno tiene la oportunidad de mirar al interior del alma de la gente, cuando llegan a confiar en uno, o cuando llegan a creer que un sacerdote no es más que la fina cortina que está entre ellos y Dios. Entonces, se descubre que ni siquiera los simples son tan simples. Así que perdóneme, doctor, si le sugiero que vuelva a su primer hipótesis acerca de Gharkid. Yo creo que él piensa de veras. Creo que es un buscador de Dios, como todos los demás.
Lawler sonrió. Creer en Dios era una cosa; buscar a Dios, algo completamente diferente. Gharkid podía muy bien ser un creyente a un nivel básico, por lo que Lawler sabía. Pero era Quillan el buscador. A Lawler siempre le resultaba divertida la forma en que las personas proyectaban sus propias necesidades y miedos sobre el mundo que las rodeaba y los elevaban a la condición de leyes fundamentales del Universo.
¿Era realmente buscar a Dios lo que todos ellos intentaban? Quillan, sí. Tenía una carencia profesional, por decirlo de alguna manera. Pero ¿Gharkid? ¿Kinverson? ¿Delagard? ¿Él mismo?
Lawler le dirigió una larga y atenta mirada a Quillan; para entonces ya había aprendido a leer el rostro del sacerdote. Quillan tenía dos modos de expresión: uno de ellos era pío y sincero; el otro era frío, muerto, cínico, vacío de Dios. Cambiaba de uno a otro según la tormenta espiritual que estuviera arreciando en el interior de su mente intranquila. Lawler sospechaba que ahora estaba hablando con el hombre pío, con el Quillan sincero.
—¿Cree usted que yo también estoy buscando a Dios? —le preguntó Lawler.
—Por supuesto que sí.
—¿Porqué? ¿Porque puedo citar unas cuantas frases de la Biblia?
—Porque cree que puede vivir a la sombra de Dios, aun sin aceptar el hecho de su existencia. Esa es una situación que da automáticamente vida a la opuesta: niegue usted a Dios y estará condenado a pasar toda su vida buscándolo, aunque sólo sea para averiguar si está en lo cierto.
—Que es exactamente su situación, padre.
—Por supuesto.
Lawler miró cubierta abajo en dirección a Gharkid, que estaba desenredando pacientemente la última remesa de algas, cortando los tallos muertos y echándolos por la borda. Estaba cantando para sí mismo una tonadilla disonante.
—Y si uno no niega ni acepta a Dios, entonces ¿qué? —preguntó Lawler—. ¿Podría uno en ese caso ser una persona verdaderamente simple?
—Supongo que sí. Pero todavía estoy por encontrar a una persona así.
—En ese caso, le sugiero que tenga una conversación con nuestro amigo Gharkid.
—Oh, ya lo he hecho —respondió el sacerdote.
Continuaba sin aparecer la lluvia. Los peces decidieron al fin ponerse al alcance de las líneas de pesca de Kinverson, pero los cielos continuaban inflexibles. El viaje ya estaba a mitad de la tercera semana, y el agua que habían cargado en Sorve estaba ya seriamente reducida. La que quedaba había comenzado a adquirir un sabor a humedad y a salitre. El racionamiento era una costumbre para todos, pero la perspectiva de pasar el resto de las ocho semanas de viaje con el agua que les quedaba en los barriles era sombría.
Aún era demasiado pronto como para comenzar a beber de los globos oculares, la sangre y el fluido espinal de las criaturas marinas —técnicas que Kinverson había citado como practicadas por él durante largos viajes solitarios sin agua—, y la situación no era todavía lo suficientemente crítica como para sacar el equipo con el que podía destilarse agua dulce a partir de la de mar. Aquél sería el último recurso: la acumulación regular de gotas daba sólo una cantidad suficiente para momentos de desesperación.
Pero en tanto, había otras cosas que podían hacer. El pescado crudo, henchido de agua y relativamente bajo de sal, era ahora parte de la dieta diaria de todos. Lis Niklaus hacía todo lo posible para limpiarlo y cortarlo en filetes perfectos y apetitosos; pero pronto se convirtió en un régimen aburrido y que a veces provocaba náuseas. El mojarse la piel y la ropa con agua de mar era también algo útil; reducía la temperatura del cuerpo y disminuía por tanto la necesidad interna de agua. Era también la única forma de mantenerse limpio, ya que el agua dulce de a bordo era demasiado preciosa como para utilizarla en la higiene.
Varios días después, durante la tarde, el cielo se oscureció de repente y un chubasco cayó justo sobre ellos.
—¡Cubos! —gritó Delagard—. ¡Botellas, barriles, frascos, cualquier cosa! ¡Sacadlos a cubierta!
Corrieron como demonios, subiendo y bajando por las escalerillas, sacando todo aquello que pudiera contener agua, hasta que la cubierta estuvo llena de recipientes de toda clase. Luego se quitaron la ropa —hasta el último de ellos— y bailaron desnudos en la lluvia como lunáticos, mientras se lavaban las costras de sal de la piel y de las ropas.
Delagard cabriolaba sobre el puente, un fornido sátiro de pecho peludo y tan carnoso como una mujer. Con él estaba Lis, que reía, gritaba y daba saltos a su lado, con los largos cabellos rubios pegados a los hombros y los grandes pechos redondos rebotando como planetas que amenazaban con salirse de las órbitas.
El pequeño y demacrado Dag bailaba con la robusta Neyana Golghoz, que parecía bastante fuerte como para echárselo sobre los hombros. Lawler estaba saboreando el chaparrón en solitario cuando Pilya Braun se le acercó bailando, los ojos brillantes y los labios abiertos en una sonrisa fija e invitadora. Su piel olivácea estaba lustrosa y espléndida bajo la lluvia. Lawler bailó con ella durante un minuto más o menos —mientras admiraba sus muslos fuertes y la profundidad de su seno—, pero cuando los movimientos de Pilya parecieron indicar que deseaba alejarse bailando con él a algún sitio resguardado bajo la cubierta, él hizo como que no comprendía lo que ella intentaba comunicarle. Pasado un rato, ella se alejó.
Gharkid se alzaba en el puente de la grúa junto a su montón de algas. Dann Henders y Onyos Felk se habían cogido de las manos y cabriolaban cerca de la bitácora. El padre Quillan, huesudo y pálido y despojado de su hábito, parecía estar en trance con la cabeza vuelta hacia el cielo, los ojos vidriosos, los brazos abiertos, los hombros moviéndose rítmicamente. Leo Martello bailaba con Sundria y hacían una buena pareja, ambos esbeltos, ágiles, vigorosos. Lawler miró a su alrededor buscando a Kinverson, y lo localizó a proa: no bailaba en absoluto; permanecía flemáticamente de pie y desnudo, mientras dejaba que el agua corriera por su poderosa estructura.
La tormenta no duró más de quince minutos. Lis calculó más tarde que les había suministrado un aprovisionamiento de medio día de agua.
Constantemente había labores médicas para Lawler: los accidentes de a bordo, ampollas, torceduras, alguna disentería leve; ahora era una clavícula rota en el barco de Bamber Cadrell. Lawler sufría por la tensión de intentar repartirse por toda la flota. La mayoría de las cosas podía llevarlas a cabo poniéndose en cuclillas ante la incomprensible mezcla de aparatos de Dag Tharp en el Reina de Hydros, pero los huesos rotos no podían ser arreglados por radio. Para curar aquello hubo de desplazarse en un deslizador hasta el Diosa de Hydros.
Navegar en un deslizador era tarea fácil. Se trataba de un hidroplano ligero movido por la fuerza humana, tan delgado como uno de los cangrejos gigantes de patas largas que Lawler había visto alguna vez caminando delicadamente por el suelo de la bahía de Sorve: una cáscara construida con delgadísimos listones de la madera más ligera, pedales, flotadores y palas submarinas le proporcionaban ligereza y buena propulsión. Sobre la parte exterior de la cáscara crecía un revestimiento vivo de microorganismos viscosos que minimizaba el efecto de fricción.
Dann Henders acompañó a Lawler hasta el Diosa de Sorve. El deslizador fue bajado al agua por un pescante, y descendieron hasta él mediante cuerdas, a mano limpia. El frágil y pequeño vehículo se balanceaba ligeramente sobre las suaves ondas del mar; los pies de Lawler descansaban a una distancia de algunos centímetros de la superficie, en el asiento delantero de los dos que tenía el deslizador. Le pareció que sólo una fina película lo protegía del bostezante abismo; Lawler imaginó tentáculos que subían desde las profundidades, ojos grandes como fuentes que lo miraban fijamente desde las olas, plateadas fauces que se abrían para morder.
Hender se acomodó detrás.
—¿Listo, doctor? Vámonos.
Pedaleando a máxima intensidad, era suficiente como para que el deslizador iniciara el despegue. Los primeros momentos fueron duros, pero una vez alcanzada la velocidad en que las alas superiores del hidroplano salían del agua y reducían así la fricción, el par de aletas inferiores de alta velocidad —de tamaño más pequeño— conseguía desplazarlos velozmente.
Sin embargo, una vez que habían comenzado no había descanso. Igual que todas las embarcaciones ligeras, el deslizador tenía que remontar constantemente su propia ola de popa: si aflojaban el ritmo apenas un momento, la fuerza de arrastre de la ola los arrastraría hacia abajo. Afortunadamente, ningún tentáculo se deslizó hacia ellos durante la travesía, y ninguna fauce llena de dientes les mordisqueó los dedos de los pies. Cordiales cuerdas aguardaban para subirlos a bordo del Diosa de Sorve.
Nimber Tanamind era un hipocondríaco profundo cuyo problema de salud era, por una vez, genuino. Había caído una botavara y le había fracturado la clavícula izquierda, y toda la parte superior de su cuerpo rechoncho estaba hinchada y azul. También por primera vez, Nimber no protestaba en lo más mínimo. Quizá fuera a causa de la impresión, quizá del miedo, o quizá estaba demasiado aturdido por el dolor.
Estaba sentado silenciosamente, recostado contra un montón de redes y con aspecto de estar aturdido: los ojos desenfocados, los brazos temblando y los dedos realizando movimientos extraños y bruscos. Brondo Katzin y su esposa Eliyana estaban a su lado, y la esposa de Nimber —Salai— se paseaba impaciente por los alrededores.
—Nimber —dijo Lawler con cierto afecto; ambos tenían casi la misma edad—. Eres un condenado idiota, Nimber. ¿Qué te has hecho ahora?
Tanamind levantó un poco la cabeza; parecía asustado. No dijo nada, sólo se humedeció los labios. A pesar de que el día era fresco, una lustrosa línea de sudor le atravesaba la frente.
—¿Cuánto hace que ocurrió? —le preguntó a Bamber Cadrell.
—Quizá media hora —respondió el capitán.
—¿Ha estado consciente durante todo el tiempo?
—Sí.
—¿Le habéis dado algo? ¿Un calmante?
—Sólo un poco de brandy —respondió Cadrell.
—Muy bien —dijo Lawler—. Pongámonos a trabajar. Tendedlo sobre la espalda… eso es, que quede plano. ¿Hay una almohada o algo que podamos meterle debajo? Allí, sí, justo entre los hombros.
Sacó un paquetito de papel con calmante de su maletín.
—Traedme un poco de agua para diluir esto. También necesitaré unas compresas de tela, Eliyana. Más o menos así de largas, y empapadas en agua tibia…
Nimber gimió sólo una vez, cuando Lawler le echó los hombros hacia atrás para que la clavícula se flexionara y la fractura pudiera volver a encajar en su sitio. Después de eso, cerró los ojos y pareció desaparecer en meditaciones. Mientras, Lawler hacía lo que podía para reducir la inflamación e inmovilizar el brazo para evitar que la fractura volviera a abrirse.
—Dadle un poco más de brandy —dijo Lawler cuando terminó. Se volvió hacia la esposa—. Salai, a partir de ahora tú tendrás que ser el médico. Si comienza a tener fiebre, dale uno de éstos cada mañana y cada noche. Si comenzara a hinchársele ese lado de la cara, llámame. Si se queja de insensibilidad en los dedos, házmelo saber también. Cualquier otra molestia que pueda tener probablemente no será importante —miró a Cadrell—. Bamber, tomaré un poco de ese brandy.
—¿Va todo bien por vuestro barco, muchachos? —le preguntó Cadrell.
—Aparte de la pérdida de Gospo, sí. ¿Y por aquí?
—Nos las estamos arreglando bien.
—Eso es una buena noticia.
No era una conversación muy interesante, pero la reunión había sido extrañamente afectada desde el momento en que había subido a bordo. “Cómo estás doctor, me alegro de verte, bienvenido al barco” sí, pero nada parecido a un auténtico contacto profundo, ningún intercambio de las sensaciones internas ofrecidas o solicitadas. Nicko Thalheim, que salió a cubierta con un poco de retraso, sólo había sonreído y lo había saludado con un gesto de la cabeza.
Era como estar entre extraños. Aquellas gentes habían dejado de resultarle familiares en sólo unas pocas semanas. Lawler se dio cuenta de cuánto se había embebido en la vida insular de la nave capitana, y ellos en su propio microcosmos del Diosa de Sorve. Se preguntó cómo iba a ser la comunidad cuando finalmente se reconstituyera en la nueva isla.
El regreso a la nave capitana careció de incidentes. Se fue directamente a su camarote.
Siete gotas de tintura de alga insensibilizadora. No… que sean diez.
Cuando estaba junto a la barandilla por la noche, mientras escuchaba el misterioso sonido del oleaje del mar y miraba hacia la oscuridad vacía e impenetrable que se cerraba sobre ellos, los pensamientos acerca de la perdida Tierra a menudo asaltaban a Lawler. Su obsesión respecto al mundo madre parecía crecer a medida que las seis naves realizaban su travesía diaria por la vasta faz del planeta de agua. Por milésima vez intentó imaginar cómo sería cuando aun estaba viva. Las enormes islas llamadas países, gobernadas por reyes y reinas, ricos y poderosos más allá de toda comprensión. Las feroces guerras. Las armas capaces de arrasar mundos enteros. Y luego la gran migración hacia el espacio, la miríada de naves que llevaban a bordo a los ancestros de todos los seres humanos que vivían hoy desperdigados en la galaxia. De todos ellos. Todos descendían de una sola fuente, de ese pequeño mundo que había muerto.
Sundria, que aquella noche paseaba por la cubierta, apareció junto a él.
—¿Meditando otra vez sobre el destino del cosmos, doctor?
—Como siempre. Sí.
—¿Cuál es el tema de esta noche?
—La ironía. La gente de la Tierra estuvo preocupada muchos años por la posibilidad de destruir su propio planeta en una de sus horribles y febriles guerras. Pero nunca lo hicieron. Y luego su propio sol hizo el trabajo por ellos en una sola tarde.
—Gracias a Dios ya estábamos aquí fuera, colonizando las estrellas.
—Sí —dijo Lawler, dirigiendo una mirada indiferente al mar oscuro infestado de monstruos—. Qué bueno fue eso para nosotros.
Ella regresó más tarde, esa misma noche. Él no se había movido de su sitio junto a la barandilla.
—¿Todavía sigue ahí, Valben?
—Sí, aquí sigo.
Ella nunca lo había llamado antes por su nombre de pila. Le pareció raro que lo hiciera ahora, incluso inapropiado. No podía recordar cuándo había sido la última vez que alguien se había dirigido a él así.
—¿Se siente capaz de tolerar un poco de compañía?
—Claro —respondió él—. ¿No puede dormir?
—No lo he intentado —dijo ella—. Ahí abajo hay una reunión para orar, ¿lo sabía?
—No. ¿Y quiénes son los santos que toman parte en ella?
—El padre, naturalmente, Lis, Neyana, Dann y también Gharkid.
—¿Gharkid? ¿Ha salido finalmente de su concha?
—Bueno, en realidad sólo está sentado allí. El padre Quillan se encarga de todas las palabras. Les habla de lo evasivo que es Dios, de lo difícil que es para nosotros conservar la fe en un Ser Supremo que nunca nos habla, que nunca nos da ninguna prueba de que realmente existe. Qué esfuerzo tan grande es para todos tener fe, y que eso no está bien, que no debería ser un esfuerzo en absoluto, que tendríamos que ser capaces de dar un simple salto a ciegas y aceptar la existencia de Dios, pero que eso es muy difícil para la mayoría de nosotros, etcétera, etcétera. Y los otros se lo están tragando todo. Gharkid escucha y de vez en cuando asiente con la cabeza. Es un hombre extraño, ¿verdad? ¿Quiere bajar y oír lo que está diciendo el padre?
—No —dijo Lawler—. Ya he tenido el privilegio de oírlo salir en defensa del asunto, gracias.
Permanecieron uno junto al otro en silencio durante un rato. Pasado éste, Sundria dijo, a propósito de nada en absoluto:
—Valben. ¿Qué clase de nombre es Valben?
—Un nombre de la Tierra.
—No, no lo es. John, Richard, Elizabeth son nombres de la Tierra. Leo, él tiene un nombre de la Tierra. Yo nunca había oído un nombre parecido a Valben.
—¿Significa eso que no es un nombre de la Tierra, entonces?
—Yo sólo sé que sé cómo son los nombres de la Tierra, y que nunca oí el de Valben.
—Bueno, quizá entonces no sea un nombre de la Tierra. Mi padre decía que lo era. Puede que haya estado equivocado.
—Valben —dijo ella, jugando con el sonido del nombre—. Un apellido tal vez, un apellido especial. Es nuevo para mí. ¿Prefiere que lo llame Valben?
—¿Preferirlo? No. Llámeme Valben si quiere hacerlo. Unos pocos me llaman Val. Sólo unos pocos.
—Val. Me gusta más eso que “doctor”. ¿Le parece bien si lo llamo Val?
Sólo sus viejos amigos lo llamaban Val, hombres como Nicko Thalheim, Nimber Tanamind, Néstor Yáñez. No sonaba bien en los labios de ella. Pero ¿importaba eso? Podía acostumbrarse. Y al menos Val era mejor que Valben.
—Como quiera —dijo.
Otra ola de marea llegó tres días más tarde, esta vez proveniente del oeste. Fue más fuerte que la primera, pero los magnetrones no tuvieron problemas para contrarrestarla. Subida y cabalgata, descenso por el otro lado, un pequeño encontronazo al aterrizar y eso fue todo.
El tiempo atmosférico continuaba fresco y seco. Los viajeros continuaron adelante.
En las profundidades de la noche se oyó un golpe sonoro y sordo contra el casco, como si el barco hubiera chocado contra un escollo. Lawler se sentó en su cama bostezando, frotándose los ojos y preguntándose si lo había soñado. Todo permaneció en silencio durante un momento. Luego se oyó otro golpe, esta vez más fuerte. Entonces no era un sueño. Estaba todavía medio dormido, sí, pero también medio despierto. Contó un minuto, un minuto y medio. Otro golpe. Oyó cómo las tablas del casco crujían y se estremecían.
Se envolvió la zona inferior del cuerpo con algo y salió al pasillo para dirigirse a la escalerilla; todos estaban ya completamente despiertos. Habían encendido luces; la gente afluía del compartimento de babor con cara de sueño, un par de ellos aún desnudos, sin duda exactamente como habían estado durmiendo.
Lawler subió a cubierta. Los del turno de noche —Henders, Golghoz, Delagard, Niklaus y Thane—, corrían por todos lados con agitación, yendo rápidamente de uno a otro lado del barco como si siguieran los movimientos de un enemigo que los atacara por debajo.
—¡Aquí vuelven! —gritó alguien.
«Tump». Allí el impacto resultaba más fuerte —el barco parecía temblar y saltar hacia un lado—, y el sonido del casco golpeado era más seco, el claro y sobrecogedor sonido de un filo duro.
Lawler encontró a Dag Tharp cerca de la barandilla.
—¿Qué está ocurriendo?
—Mira ahí afuera y lo verás.
El mar estaba en calma. En lo alto había dos lunas, en lados opuestos del cielo, y la Cruz había comenzado su viaje nocturno hacia el alba, colgando en una posición ligeramente descentrada hacia el este. Los seis barcos de la flotilla se habían desviado de su formación habitual de tres filas y estaban ahora dispuestos en un amplio círculo.
En las aguas abiertas al centro del grupo, cerca de una docena de bandas de fosforescencia azul brillante resultaban visibles como feroces flechas luminosas; cortaban el océano apenas por debajo de la superficie. Mientras Lawler miraba perplejo, una de aquellas listas fosforescentes avanzó a una velocidad sobrecogedora, disparándose rápidamente en línea recta contra el barco que estaba a la izquierda de ellos, viajando en una perfecta ruta de colisión como una brillante aguja en la oscuridad. De alguna parte llegó un ominoso sonido metálico, cuya intensidad aumentaba de forma regular al acercarse la lista luminosa al barco.
Llegó la colisión. Lawler oyó el crujido del impacto y vio que el otro barco se escoraba ligeramente; a través del agua le llegó el sonido de gritos. La lista fosforescente se retrajo y se alejó rápidamente hasta el círculo de agua abierto en el centro.
—Son peces espolón —le dijo Tharp—. Están intentando hundirnos.
Lawler se sujetó a la barandilla y miró hacia abajo. Ahora tenía los ojos más acostumbrados a la oscuridad y podía ver claramente a los atacantes a la luz de su propia fosforescencia. Tenían el aspecto de misiles vivos, con estrechos cuerpos de diez o quince metros de longitud, impulsados por poderosas colas de doble aspa. De sus frentes sobresalía un cuerno grueso y amarillo, de unos cinco metros de largo y tan duro como un tronco de fuco, que acababa en una punta roma pero de aspecto peligroso. Nadaban a una velocidad feroz a través del espacio abierto, mediante furiosos golpes de cola. Golpeaban los flancos de los barcos con la obvia esperanza de romperlos. Luego, con una especie de insana persistencia, daban la vuelta, se alejaban y volvían a cargar con mayor ferocidad aún. Cuanto más rápido nadaban, más intensa era la luminiscencia que irradiaba de sus flancos y más fuerte era el sonido metálico y agudo que emitían.
Kinverson, que apareció procedente de un sitio indeterminado, llevaba a cuestas algo que parecía una pesada olla de hierro envuelta en fibra de algas.
—Dame una mano con esto, ¿quieres, doctor?
—¿Adonde lo llevas?
—Al puente. Es un aparato sónico.
La olla, o lo que fuera, era demasiado pesada como para que Kinverson pudiera manejarla solo. Lawler cogió una cuerda anudada que colgaba del lado que tenía más cerca. Juntos consiguieron llevarla trabajosamente más abajo de la cubierta, hasta el puente. Delagard se reunió allí con ellos y entre los tres la izaron hasta el nivel más alto.
—Jodidos peces —murmuró Kinverson—. Ya sabía yo que aparecerían antes o después.
Hubo otro golpe allá abajo. Lawler vio cómo la brillante lista de luz azul rebotaba contra el casco y huía precipitadamente en la dirección opuesta.
De todas las criaturas que el mar había enviado en su contra, aquellas cosas que se lanzaban ciegamente contra ellos le parecían a Lawler las más aterrorizadoras. Uno podía aplastar a algunas especies, esquivar otras, mantenerse alerta con respecto a cualquier red de aspecto extraño. Pero ¿cómo podía habérselas con aquellos arietes que se lanzaban contra uno desde las profundidades en medio de la noche, aquellas enormes criaturas decididas a hundirlo y capaces de hacerlo?
—¿Son lo suficientemente fuertes como para penetrar en el casco? —le preguntó a Delagard.
—Ha ocurrido antes. Jesús, ¡Jesús!
La gigantesca silueta de Kinverson, delineada por la luz de luna, se erguía muy por encima de la enorme olla que ya había instalado en el extremo delantero del puente. Había soltado el palo forrado que se hallaba atado a un lado de la olla y ahora lo cogió con ambas manos y golpeó la parte superior de la olla, parecida a un tambor. Un tronante sonido retumbó a través de las aguas.
Golpeó una y otra y otra vez.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Lawler.
—Enviando una contraseñal sónica. Los peces espolón son ciegos; todo lo hacen mediante las ondas sonoras que emiten y rebotan en sus objetivos. Gabe les está jodiendo el sentido de la orientación.
Kinverson golpeaba aquel timbal con energía y entusiasmo fenomenales. El aire estaba cargado de los tronantes sonidos que producía. ¿Podrían penetrar hasta el agua? Aparentemente, sí. Allá abajo, los peces espolón corrían de atrás para adelante más rápidamente que antes, de manera que las fugaces estelas que marcaban su recorrido estaban intrincadamente entretejidas. Pero los dibujos comenzaban a hacerse erráticos. Un espasmo caótico pareció apoderarse de los movimientos de los peces espolón a medida que Kinverson golpeaba el timbal de hierro. Realizaban embestidas disparatadas, que a veces los llevaban a hender la superficie y encumbrarse por el aire durante un momento para luego caer nuevamente haciendo saltar grandes cantidades de agua. Uno de ellos golpeó el barco, pero sólo con un débil rebote en la parte baja del casco. Los sonidos metálicos que emitían se hicieron arrítmicos y discordantes.
Kinverson hizo una pausa momentánea —como si estuviera comenzando a cansarse— y pareció que los peces espolón podrían reagruparse. Pero luego el hombre reinició los golpes con más fervor que antes, martilleando con el palo más, más y más. De pronto hubo gran agitación en el agua, y dos de los gigantescos atacantes saltaron fuera del agua en el mismo momento. A la luz de los otros, que nadaban en círculos irregulares, Lawler vio que el cuerno de uno había penetrado a través de una agalla del otro y estaba profundamente clavado en el cráneo de la víctima; y ambas criaturas, unidas de aquella forma terrible, volvieron a caer al agua y comenzaron a hundirse. Su recorrido hacia las profundidades fue señalado durante un momento por el sendero de fosforescencia que dejaban detrás de sí. Luego ya no pudo vérseles.
Kinverson le asestó al timbal los últimos tres golpes lentos, muy espaciados… buum… buum… buum… y bajó el brazo. Sonó la voz de Delagard, proveniente de la oscuridad:
—¿Dag? Dag, ¿dónde diablos estás? Comienza a llamar a toda la flota. Asegúrate de que nadie tiene vías de agua.
En el agua todo estaba oscuro y silencioso; pero cuando Lawler cerró los ojos le pareció que unas cauterizantes listas de luz azul rebotaban contra sus párpados.
La siguiente ola de marea fue la más fuerte. Mientras los barcos se balanceaban indolentemente en un mar adormilado en el que unas algas grises flotaban a la deriva y llenaban el aire con un perfume extraño y seductor, llegó hasta ellos dos días antes de lo que habían previsto —evidentemente porque Onyos Felk había hecho mal los cálculos— y golpeó con gran entusiasmo y jubilosa malevolencia los flancos de los henchidos barcos.
Lawler estaba en su camarote, reorganizando su inventario de medicamentos. Al principio pensó que habían regresado los peces espolón, por lo fuerte que fue el impacto. Pero aquello no se parecía en nada al golpe de un pez espolón, concentrado en un solo punto: se parecía más a la bofetada de una mano gigante, golpeando el casco y haciendo retroceder a la nave en su ruta.
Sintió un tirón provocado por el arranque del magnetrón y esperó la llegada de la sensación de ser levantado por el aire, el repentino silencio que significaba que se hallaban sobre el campo de desplazamiento por encima de las iracundas aguas. Pero el silencio no llegó, y Lawler tuvo que sujetarse rápidamente del costado de la cama cuando el barco escoró en un ángulo sobrecogedoramente pronunciado que lo arrojó contra el tabique del camarote. De los estantes volaron cosas con un breve zumbido y dieron en el suelo yendo a amontonarse en una revuelta pila al otro lado del camarote.
¿Qué es esto? ¿La Ola, finalmente? ¿Serían capaces de resistirla?
Se agarró fuertemente y esperó. El barco descendió, cayó produciendo un choque colosal en la concavidad que la ola formaba en su parte trasera y se escoró hacia el otro lado, enviando a través de la cabina, a ras del suelo, los objetos que habían caído de los estantes. Luego se enderezó. Todo quedó inmóvil. Recogió el dios egipcio y el trozo de cerámica griego y los volvió a poner en el sitio que antes ocupaban.
¿Más? ¿Otro golpe? No. Quietud y estabilidad. ¿Nos estamos hundiendo, entonces?
Aparentemente, no. Lawler salió con cautela del camarote y escuchó atentamente. Delagard estaba chillando algo. Todo iba bien, se dijo. Había sido un golpe duro, pero todo estaba bien.
Sin embargo, la fuerza de aquella poderosa ola los había arrastrado consigo y los había desviado de la ruta, apartándolos medio día de camino hacia el este. Pero los seis barcos habían sido milagrosamente arrastrados como una sola unidad. Allí estaban, fuera de formación pero aún a la vista los unos de los otros, navegando sobre el mar ahora calmo. Llevó una hora reasumir la formación, y seis horas más volver a alcanzar la posición que tenían cuando la ola los golpeó. No estaba demasiado mal, realmente.
Continuaron adelante.
La clavícula de Nimber Tanamind parecía estar soldándose bien. Lawler no volvió al Diosa de Sorve para examinarlo porque nada de lo que le decía Salai indicaba que se presentara complicación alguna por el momento. Lawler le explicó cómo debía cambiar las vendas y qué buscar en las inmediaciones de la fractura.
Martín Yáñez llamó desde el Tres Lunas para decir que el viejo Sweyner —el soplador de vidrio— había recibido en la cara el golpe de un pez bruja volador y ahora tenía el cuello tan dolorido que no podía sostener la cabeza. Lawler le dijo a Yáñez qué debía hacer al respecto.
Del barco de las hermanas, el Cruz de Hydros, llegó una rara consulta: la hermana Boda sentía agudos dolores en el pecho izquierdo. No tenía sentido ir a visitarla; sabía que no era probable que le permitieran examinarla. Lawler les sugirió analgésicos y les pidió que volvieran a llamarlo después de pasado el siguiente período menstrual de la hermana Boda. Eso fue lo último que supo del asunto.
Una de las tripulantes del Estrella del Mar Negro se cayó de la arboladura, dislocándose un brazo; Lawler guió a Poilin Stayvol paso a paso a través del proceso necesario para volver a colocárselo en su sitio. Alguien del So/ Dorado estaba vomitando bilis negra; luego se supo que había estado haciendo experimentos gastronómicos con caviar de pez flecha. Lawler aconsejó una dieta más cautelosa. Alguien del Diosa de Sorve se quejó de pesadillas recurrentes; le sugirió una copita de brandy antes de irse a dormir. Para Lawler, el trabajo seguía como siempre.
El padre Quillan observó —quizá con algo de envidia— que tenía que resultarle gratificante el hecho de que lo necesitaran de aquella manera, el ser tan esencial para la vida de la comunidad, el ser capaz de curar a los que sufrían, a menudo con éxito.
—¿Gratificante? Supongo que sí. De hecho, nunca me he molestado en pensar demasiado en eso. Simplemente es mi trabajo.
Y así era. Pero Lawler se dio cuenta de que había algo de verdad en ello. Su poder sobre la isla de Sorve había sido casi divino, o al menos sacerdotal. ¿Qué significaba, después de todo, el haber sido doctor allí durante veinticinco años? Pues que había tenido los cojones de todos los hombres en sus manos en uno u otro momento, que había metido el brazo por el coño de todas las mujeres, que todos los habitantes de Sorve de menos de veinticinco años eran personas que él había traido al mundo y levantado en el aire, ensangrentados y pataleando, y a las que les había dado la primera palmada en el culo. Todo aquello tendía a crear ciertos vínculos. Le confería al médico un cierto derecho sobre ellos, y a ellos sobre él. No era extraño que la gente de todas partes reverenciara a su médico, pensó Lawler. Para ellos, él es el Sanador. El Doctor. El Mago. El que los protege, el que les da consuelo y calma sus dolores.
Había sido así desde la época de los habitantes de las cavernas, allá en la pobre y perdida Tierra. Él era sólo el más reciente eslabón de una larga, larga cadena, y, a diferencia del impotente padre Quillan y otros de su profesión —cuya ingrata tarea era la de ofrecer las bendiciones de un dios invisible—, estaba en una posición que a veces le permitía entregar beneficios tangibles. Por lo tanto, él era una figura poderosa de la comunidad en virtud de su vocación: el hombre con el poder de la vida y la muerte, respetado y necesario —y probablemente temido—, y se suponía que aquello debía resultar gratificante. Muy bien, se sentía gratificado, pero no conseguía ver qué gran diferencia representaba eso.
Ahora estaban en el mar Verde, en el que densas colonias de hermosas plantas acuáticas hacían casi imposible el avance de los barcos. Las plantas eran suculentas, con gruesas y lustrosas hojas en forma de cuchara que salían de un fino tronco central de color marrón; portaban un tallo floral coronado por órganos reproductores de brillantes colores amarillo y púrpura. Unas vejigas llenas de aire mantenían las plantas a flote. Raíces ligeras como plumas se enroscaban como tentáculos por debajo de la superficie, enredadas entre sí en oscuras matas. Las plantas estaban tan estrechamente entretejidas unas con otras debajo del agua, que formaban lo que virtualmente era una alfombra ininterrumpida cubriendo el mar.
Los barcos irrumpieron con la quilla entre ellas y se detuvieron totalmente. Kinverson y Neyana Golghoz salieron en el deslizador armados con machetes para abrir una senda.
—Es inútil —sentenció Gharkid, que no le hablaba a nadie en particular—. Yo conozco estas plantas. Cuando uno las corta, cada una se convierte en cinco nuevas.
Gharkid tenía razón. Kinverson cortaba las plantas con fuerza y energía mientras Neyana hacía avanzar el deslizador pedaleando con un esfuerzo tremendo, pero no conseguía abrir claro alguno. Era imposible que un solo hombre, no importaba lo fuerte que fuese, pudiera abrir una senda lo suficientemente grande como para hacer un auténtico canal por el que pasaran los barcos. Los trozos rotos de cada planta adquirían inmediatamente vida independiente; uno casi podía verlos cómo volvían a crecer, sellando la zona cercenada, echando raíces nuevas, generando cucharas lustrosas y lentamente sus flores.
—Echaré una mirada a mis reservas de medicamentos —dijo Lawler—. Puede que tengamos algo con lo que rociarlas y que no les guste.
Bajó a la bodega de carga. Lo que tenía en mente era un frasco alto de aceite negro y viscoso; se lo había enviado hacía mucho tiempo su colega el doctor Nikitin desde la isla de Salimil, a cambio de un favor que él le había hecho. Supuestamente, el aceite del doctor Nikitin era útil para matar flores de fuego, una desagradable planta urticante que ocasionalmente causaba problemas a los nadadores humanos, aunque a los gillies no parecía molestarles. Lawler nunca había tenido necesidad de utilizar aquel aceite, porque la última vez que la bahía de Sorve había estado infestada de flores de fuego había sido cuando él era aún un muchacho. Era lo único de su colección de drogas, medicinas, ungüentos y pociones que estaba destinado a causar daños a algunas formas de vida vegetal. Quizá resultara eficaz contra aquellas que acababan de salirles al paso; no veía nada malo en intentarlo.
Las instrucciones de la etiqueta, escritas apretadamente con la letra meticulosa del doctor Nikitin, decían que una concentración de una parte de aceite por mil de agua era suficiente para limpiar una hectárea de flores de fuego. Lawler lo mezcló en una concentración de una por cien y se hizo suspender encima del agua mediante el cabrestante para rociarlo sobre las plantas que rodeaban la proa del Reina de Hydros.
Las plantas parecieron indiferentes al producto. Pero cuando el aceite diluido se escurrió a través de la apretada vegetación y se diseminó por el agua que las rodeaba, comenzó una conmoción bajo el agua que pronto se convirtió en un auténtico alboroto. De las profundidades surgieron peces, miles de ellos, millones, pequeñas criaturas de pesadilla con enormes mandíbulas abiertas, viscosos cuerpos serpentinos, colas que se movían con furia. Una colonia de ellos debía de haber estado anidando debajo de las plantas y ahora todos subían a la superficie como si se hubieran puesto de acuerdo. Se abrieron paso a través de las madejas de raíces y entraron en un frenesí de apareamiento en la superficie. El aceite del doctor Nikitin, a pesar de ser inofensivo para aquellas plantas, parecía tener un potente efecto afrodisíaco en las criaturas que vivían debajo de ellas.
La enloquecida lucha de aquel enorme número de pequeñas criaturas serpentinas provocó una turbulencia tal en el mar que la apretada capa de plantas entrelazadas se rompió y los barcos pudieron navegar a través de los canales que iban abriéndose. Al cabo de un rato ya habían superado la zona de congestión y avanzaban libremente por el mar abierto.
—Qué hijo de puta tan listo eres, doctor —dijo Delagard.
—Sí. Lo único que ocurre es que yo no sabía qué pasaría.
—¿Ah, no?
—Ni por asomo. Sólo estaba tratando de envenenar a esas plantas. No tenía ni idea de que los peces estaban debajo de ellas. Ahora puedes ver cómo se hacen muchos de los maravillosos descubrimientos científicos.
—¿Y cómo se hacen? —preguntó Delagard frunciendo el entrecejo.
—Por accidente.
—Ah, sí —dijo el padre Quillan.
Lawler advirtió que el sacerdote estaba en su modalidad cínico-descreída. Con una burlona entonación muy solemne, Quillan exclamó:
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—Es cierto —repuso Lawler—. Así son.
Un par de días después de haber pasado la zona de las plantas acuáticas, el mar se hizo somero durante algún tiempo —apenas más profundo que la bahía de Sorve— y con aguas totalmente transparentes. En el fondo de arena blanca, que parecía estar tan cerca que uno creía poder tocarlo, crecían bancos de corales gigantescos y retorcidos: algunos verdes, otros de color ocre, muchos de apagadas tonalidades de azul oscuro, prácticamente negro. Los verdes crecían en forma de fantásticas agujas barrocas, los azules en forma de paraguas y largos brazos gruesos, y los de color ocre eran grandes cuernos aplastados y resplandecientes que se ramificaban interminablemente. También había un enorme coral escarlata que crecía en masas globulares aisladas; se destacaban vívidamente contra la arena blanca y tenían la forma intrincada y arrugada de los cerebros humanos.
En algunos lugares, el coral había crecido de forma tan exuberante que salía fuera del agua. Pequeñas ondas coronadas de espuma lamían sus contornos. Las partes que llevaban mucho tiempo expuestas al aire estaban muertas, desteñidas en tonalidades blancuzcas por la fuerza del sol, y debajo de ellas había otra capa de coral moribundo que estaba adoptando un color marrón apagado.
—Es el principio de la tierra firme en Hydros —observó el padre Quillan—. Si el nivel del fondo del mar cambia sólo ligeramente, todo este coral saldrá fuera del agua. Luego se descompondrá en suelo fértil, y las plantas aéreas productoras de semillas evolucionarán y crecerán rápidamente, y todo habrá comenzado. Primero las islas naturales; luego el fondo marino se elevará un poco más y tendremos los continentes.
—¿Y cuánto tiempo cree que pasará antes de que eso ocurra? —preguntó Delagard.
Quillan se encogió de hombros.
—¿Treinta millones de años? Cuarenta, tal vez. O quizá mucho más que eso.
—¡Gracias a Dios! —bramó Delagard—. ¡En ese caso no tendremos que preocuparnos de ello durante algún tiempo!
De lo que sí tenían que preocuparse, sin embargo, era de aquel mar de corales. Las puntas de coral ocre, las que tenían forma de cuernos, parecían tan afiladas como navajas. Había sitios en que los bordes superiores estaban apenas unos metros más abajo que la quilla; podía haber otras zonas en las que se elevaran más. Un barco que pasara rozando una de aquellas puntas podría abrirse de proa a popa.
Así pues, era necesario avanzar con cautela, buscando canales seguros entre los arrecifes. Y por primera vez desde que habían salido de Sorve, no podían realizar navegación nocturna. Durante el día, cuando el sol era un faro dibujando líneas destellantes en las trémulas arenas blancas del fondo del mar, los viajeros trazaban una cuidadosa y ondulante senda entre los afloramientos, mientras miraban asombrados los increíblemente numerosos cardúmenes de peces dorados que se apiñaban alrededor de los corales, dedicándose a sus asuntos silenciosa y velozmente, Grandes hordas de ellos recorrían los pasillos mientras se alimentaban de la rica vida microscópica de los arrecifes.
Durante la noche, los seis barcos anclaban muy cerca unos de otros en algún sector seguro y esperaban el alba; todos salían a cubierta entonces y se inclinaban sobre la borda para llamar a los amigos que tenían en otros barcos, e incluso sostener conversaciones a gritos. Era el primer contacto real que la mayoría de ellos tenía desde que había comenzado aquella aventura.
El espectáculo nocturno era aún más deslumbrador que el diurno. Bajo la fría luz de la Cruz y las tres lunas, con Alborada que añadía su propia iluminación, las criaturas del coral despertaban a la vida y emergían a través de un billón de cavernas diminutas abiertas en los arrecifes: eran largos flagelos, de color escarlata unos, rosa sutil otros, amarillo sulfuroso los de aquella clase de coral, de color verde amarillento pálido en aquel otro de tonalidad aguamarina, todos desenroscándose y extendiéndose hacia el exterior, todos azotando frenéticamente el agua para cosechar cualquier ser diminuto que estuviera suspendido en ella.
De la parte inferior de los arrecifes salían maravillosas criaturas serpentinas, todas ojos, dientes y brillantes escamas, que emanaban una luminiscencia verde palpitante y se deslizaban diligentemente por el fondo, dejando a su paso las elegantes huellas de sus vientres contra la arena; y de una miríada de cavernas oscuras salieron los que parecían ser los reyes del arrecife: unas criaturas octopoides hinchadas, con cuerpos rechonchos y abolsados de aspecto fértil y largos tentáculos que se retorcían y enroscaban e irradiaban una maravillosa luz palpitante blanca azulada. Durante la noche, cada banco de coral se convertía en el trono de uno de aquellos grandes octópodos: se sentaban, brillando vanidosamente, supervisando silenciosamente sus imperios con destellantes ojos de color verde amarillento cuyo diámetro era mayor que la mano de un hombre abierta. No se podía escapar a la mirada de aquellos ojos cuando uno se inclinaba por encima de la borda para observar el maravilloso mundo que se desarrollaba abajo. Lo miraban a uno fijamente y llenos de confianza, con complacencia, sin revelar curiosidad ni miedo. Lo que aquellos ojos parecían estar diciendo era: «Nosotros somos los amos de este lugar, y tú no eres en absoluto importante. Ven, nada hasta nosotros y deja que hagamos buen uso de ti». Y los afilados picos amarillos se abrían de forma sugerente. «Ven a nosotros». Eran una tentación.
Con el amanecer, los octópodos del coral comenzaban a marcharse; se hacían más y más escasos y finalmente desaparecían por completo. El fondo del mar continuaba a poca profundidad y arenoso durante algún tiempo más; luego, abruptamente, la brillante arena blanca ya no podía ser vista y el agua color turquesa, que había sido tan transparente y serena, se convertía una vez más en el azul opaco de las aguas profundas, salpicado de olas ligeramente violentas.
Lawler comenzaba a sentirse como si aquel viaje no fuera a acabar nunca. El barco se había convertido no sólo en su isla, sino en la totalidad de su mundo; simplemente continuaría a bordo de él para siempre. Los otros barcos navegaban junto al suyo como planetas vecinos en el vacío del espacio.
Lo más extraño era que no le encontraba nada malo a aquello. Ahora estaba plenamente integrado al ritmo del viaje. Había aprendido a disfrutar del constante balanceo del barco, a aceptar las pequeñas privaciones, e incluso a saborear las ocasionales visitas de los monstruos. Se había instalado. Se había adaptado. ¿Estaría madurando? ¿O era quizá que se había convertido en un asceta que no necesitaba realmente nada, al que no le preocupaban las comodidades transitorias? Podía ser. Tomó nota mental de interrogar al respecto al padre Quillan cuando tuviera oportunidad.
Dann Henders se había herido un brazo con el arpón, cuando ayudaba a Kinverson a subir a bordo un pez del tamaño de un hombre que se debatía; Lawler, que había agotado su provisión de vendas, bajó a la bodega de carga para sacar algunas de la reserva. Desde aquel día en que había encontrado a Kinverson y Sundria, se sentía incómodo al bajar allí. Daba por descontado que continuaban durmiendo juntos, y la última cosa que deseaba era tropezarse con ellos otra vez; pero en aquel preciso momento Kinverson estaba en cubierta, ocupado en destripar el pez.
Lawler estuvo revolviendo durante un rato en la oscura y húmeda bodega, emplazada en el centro del barco. Luego se volvió para regresar y prácticamente chocó con Sundria Thane, que venía en su dirección por el mismo pasillo estrecho y mal iluminado. Ella pareció tan sorprendida de encontrarlo allí como él de verla, y su sorpresa era aparentemente genuina.
—¿Val? —dijo ella.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente y dio un paso rápido y torpe hacia atrás, justo a tiempo para evitar el choque; pero el barco se sacudió violentamente y la arrojó hacia adelante, hacia los brazos de él.
Tenía que tratarse de un accidente; ella nunca hubiera hecho algo tan descarado. Lawler se recostó contra un montón de cajas de embalaje, dejó caer el paquete de vendas y la cogió en el momento en que llegaba, girando como una muñeca rechazada que alguna niña petulante hubiera arrojado lejos de sí. Él la sujetó y volvió a equilibrarla. Luego el barco comenzó a inclinarse hacia el lado contrario y la abrazó más estrechamente para evitar que fuera arrojada contra la pared opuesta. Permanecieron nariz con nariz, ojos con ojos, riendo a carcajadas.
Luego el barco se enderezó y Lawler advirtió que aún la tenía abrazada, y que eso le gustaba. Pues peor para su declarado ascetismo, qué demonios. Qué demonios, realmente.
Sus labios se acercaron a los de ella, o quizá fueron los de ella hacia los suyos; posteriormente nunca se sintió seguro de cuál de las dos cosas había ocurrido en realidad. El beso fue largo, activo e interesante. Después de eso, a pesar de que los movimientos del barco se habían hecho mucho menos bruscos, no había realmente ninguna razón para soltarla. Las manos de él se movían, una acariciando su cintura y la otra descendiendo hasta sus musculosas y firmes nalgas, y la estrechó aún más contra su cuerpo o ella se pegó más a él; tampoco eso estuvo muy claro.
Lawler vestía sólo una tela amarilla enrollada a la altura de la cintura. Sundria tenía envuelto el cuerpo con una tela gris y ligera, hasta las caderas. Resultó muy fácil desenrollar y desenvolver. Todo estaba ocurriendo de una manera simple, metódica y predecible, aunque no era en absoluto aburrido por ser predecible. Tenía la clara, crepitante y lúcida inevitabilidad, y los misterios infinitamente prometedores de un sueño.
Lawler exploró su piel en medio de ensoñaciones; era suave y cálida. En medio de ensoñaciones, Sundria pasó los dedos por su nuca. En sueños, él desplazó la mano derecha a la parte delantera de Sundria, la bajó por entre los cuerpos estrechamente apretados uno contra otro, pasó por el valle entre los pechos pequeños y firmes —donde había apoyado su estetoscopio varios cientos de años antes— y descendió por su vientre plano hacia la zona en la que se unían sus muslos. La tocó. Estaba húmeda. Ella comenzó entonces a apoderarse del mando empujándolo hacia atrás, no de una manera hostil, sino sólo aparentemente intentando conducirlo hasta un lugar entre las cajas en el que pudieran tenderse. Pasado un momento, él lo comprendió.
Era un lugar estrecho y abarrotado y ambos tenían las piernas largas, pero de alguna manera consiguieron manejar la situación sin haberla ensayado. Ninguno de los dos dijo palabra. Sundria era vivaz, activa y rápida. Lawler era vigoroso y vehemente. Sólo les llevó un instante sincronizar sus ritmos; luego la navegación fue suave hasta el final. En algún momento, en medio de todo aquello, Lawler se sorprendió a sí mismo pensando en cuándo lo había hecho por última vez, y se dictó a sí mismo un furibundo memorando para ordenarse devolverle la atención a quien le pertenecía.
Después permanecieron tendidos y riendo en un sudoroso montón, con las piernas aún entrelazadas de una forma tan complicada que podría haber constituido un desafío para los octópodos de los arrecifes de coral si hubieran intentado emularla. Lawler sintió que no era el momento adecuado para decir algo sentimental o romántico, pero finalmente tendría que decir algo.
—No me seguiste hasta aquí, ¿verdad? —comentó Lawler, rompiendo un largo silencio.
Ella lo miró con sorpresa y diversión mezcladas en los ojos.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—¿Y yo qué sé?
—Bajé a buscar unas herramientas para arreglar cuerdas. No sabía que estuvieras aquí. Luego el barco se puso a dar botes y me encontré entre tus brazos.
—Sí. No lo lamentas, ¿verdad?
—No —respondió ella—. ¿Por qué iba a lamentarlo? ¿Y tú?
—En absoluto.
—Bien —dijo ella—. Podríamos haber hecho esto hace mucho tiempo, ¿sabes?
—¿Tú crees?
—Por supuesto que sí. ¿Por qué has esperado tanto?
Él la estudió a la débil luz de la vela. Sus frescos ojos grises tenían un destello divertido, decididamente divertido, pero no vio burla en ellos. Aun así, le pareció que se tomaba aquello con más ligereza que él.
—Yo podría preguntarte lo mismo a ti —declaró él.
—Tienes razón.
Luego, pasado un momento, dijo:
—Yo te di algunas oportunidades. Tuviste buen cuidado de no aprovecharlas.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Es una larga historia —respondió él—. Y también muy aburrida. ¿Importa, acaso?
—No realmente.
—Bien.
Cayeron en otro hechizo de silencio.
Pasado un corto lapso de tiempo, a él se le ocurrió que podría ser una buena idea la de volver a hacer el amor, y comenzó a acariciarle despreocupadamente un brazo y un muslo mientras yacían entrelazados sobre el suelo de la bodega. Detectó ligeros estremecimientos de respuesta, pero con un notable despliegue de control y tacto, ella consiguió interrumpir el proceso antes de que llegara demasiado lejos y se soltó suavemente de sus brazos.
—Más tarde —dijo Sundria de manera cordial—. Realmente tenía una razón para bajar aquí, ¿sabes?
Se puso de pie, volvió a envolverse con la tela, le dedicó una mirada fresca y un guiño y desapareció en la sala de almacenaje de popa.
Lawler estaba asombrado de la imperturbabilidad de aquella mujer. Ciertamente, no tenía derecho a esperar que fuera para ella tan intenso como lo había sido para él después de su largo período de autoimpuesto celibato. Había parecido acoger la situación de buena gana; definitivamente parecía haberle gustado. Pero, de todas formas, ¿sería para ella tan sólo una aventura casual, un mero encuentro fortuito producido por las sacudidas del barco? Así parecía.
Una bochornosa tarde, el padre Quillan decidió convertir a Natim Gharkid en católico. Al menos, eso era lo que parecían estar haciendo, con gran intensidad, cuando Lawler pasó junto a ellos y los miró desde lo alto del puente. El sacerdote, sudoroso e inflamado, le estaba ofreciendo al hombrecillo de piel marrón una voluble verborrea conceptual; y Gharkid lo escuchaba atentamente con su habitual modo impasible.
—El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —decía Quillan— son un solo Dios, pero una triple entidad.
Gharkid asentía solemnemente. Lawler, inadvertido, parpadeó ante aquel extraño término de «Espíritu Santo». ¿Qué podía ser aquello? Pero Quillan había continuado su discurso. Ahora estaba hablando de algo llamado «Inmaculada Concepción». La atención de Lawler se apartó de ellos al alejarse, pero cuando volvió por el mismo camino quince minutos después, Quillan continuaba en lo suyo, y hablaba ahora de la redención, la renovación, la esencia y la existencia, del significado del pecado y de cómo podía existir en una criatura que era imagen de Dios, y por qué había sido necesario enviar un Salvador al mundo que expiara con su muerte los pecados de la Humanidad.
Algunas de aquellas cosas tenían sentido para Lawler, otras le parecían la palabrería más descabellada; y pasado un rato la proporción de palabrería le pareció tan alta, que se sintió molesto por la intensa dedicación de Quillan a un credo tan absurdo. El sacerdote le parecía demasiado inteligente como para concederles credibilidad alguna a esas nociones: un dios que primero creó un mundo poblado por versiones imperfectas de sí mismo y luego tuvo que enviar un aspecto de sí mismo para redimirlo de sus imperfecciones inherentes mediante el acto de dejarse matar. Y lo airaba el pensar que Quillan, después de guardarse para sí durante tanto tiempo su religión, estuviera ahora ensañándose sobre el impotente Gharkid para hacer de él su primer converso.
Más tarde, Lawler se acercó a Gharkid y le dijo:
—No debe prestar atención alguna a las cosas que le estaba diciendo el padre Quillan. Odiaría verlo caer a usted en esa hacina de tonterías.
En los inescrutables ojos de Gharkid apareció momentáneamente un destello de sorpresa.
—¿Cree usted que yo estoy cayendo?
—Así lo parece.
Gharkid rió suavemente.
—Ah, ese hombre no entiende nada —aseguró, para luego marcharse.
Más tarde, aquel mismo día, Quillan buscó a Lawler.
—Le agradecería —dijo con enfado— que evitara dar sus opiniones acerca de las cosas que oye en las conversaciones que escucha a hurtadillas. ¿De acuerdo, doctor?
Lawler enrojeció.
—¿A qué se refiere?
—Sabe muy bien a qué me refiero.
—Ah. Ya lo supongo.
—Si tiene algo que agregar a la conversación, venga a sentarse con Gharkid y conmigo y lo escucharemos, pero no me ataque a mis espaldas.
—Lo siento.
Quillan le dirigió una larga mirada glacial.
—¿Lo siente?
—¿Cree usted que es juego limpio imponerle sus creencias a un simple como Gharkid? —preguntó Lawler.
—Ya hemos hablado de eso antes. Él es menos simple de lo que usted cree.
—Quizá sea así —dijo Lawler—. Me dijo que no se sentía muy impresionado por sus dogmas.
—Y así es. Pero al menos los escucha con una mente abierta, mientras que usted…
—De acuerdo —lo interrumpió Lawler—. Yo soy por naturaleza agnóstico; no puedo evitarlo. Continúe adelante y convierta a Gharkid en un católico. A mí no me importa realmente. Conviértalo en un católico incluso mejor que usted; eso no será demasiado difícil. ¿Por qué iba a importarme, después de todo? Ya he dicho que lamentaba haberme entrometido, y es verdad. ¿Aceptará usted mis disculpas?
—Por supuesto —respondió Quillan, pasado un momento.
Pero la atmósfera continuó tirante entre ellos durante algún tiempo. Lawler tuvo buen cuidado de mantenerse alejado cuando veía juntos al sacerdote y a Gharkid; sin embargo, resultaba evidente que Gharkid no conseguía encontrarles más sentido que Lawler a las enseñanzas de Quillan. Los diálogos con el sacerdote cesaron finalmente, cosa que a Lawler le agradó más de lo que hubiera esperado.
Apareció a la vista una isla. Era la primera que veían en todo el viaje, a menos que se tome en cuenta la que estaban construyendo los gillies. Dag Tharp llamó por radio a los posibles pobladores humanos, pero no recibió ninguna respuesta.
—¿Serán insociables, o es una isla exclusivamente de gillies? —le preguntó Lawler a Delagard.
—Gillies —respondió Delagard—. Allí no hay nada más que jodidos gillies. Créeme, no es una de las nuestras.
Tres días más tarde avistaron otra; con forma de luna creciente, yacía como un animal durmiente en el horizonte septentrional. Lawler cogió el catalejo del timonel y creyó ver señales de asentamiento humano en el extremo oriental de la isla. Tharp comenzó a caminar hacia la cabina de radio, pero Delagard le dijo que no se molestara.
—¿También ésa es una isla gillie? —preguntó Lawler.
—No, pero no tiene sentido llamar. No vamos a hacerles una visita.
—Quizá nos dejarían cargar un poco de agua. Está comenzando a escasear seriamente.
—No —dijo Delagard—. Esa isla es Thetopal. Mis barcos no tienen derecho de desembarco en Thetopal. No me llevo nada bien con los thetopalíes: no nos darían ni un cubo de meados rancios.
—¿Thetopal? —preguntó Onyos Felk con aspecto de perplejidad—. ¿Estás seguro?
—Seguro que estoy seguro. ¿Qué otra isla podría ser? Ésa es Thetopal.
—Thetopal —dijo Felk—. De acuerdo entonces. Es Thetopal, si tú lo dices, Nid…
Una vez que dejaron atrás Thetopal, el mar volvió a aparecer vacío de islas.
No se veía más que agua en todas direcciones. Era como viajar por un universo vacío. Lawler calculó que a aquellas alturas estaban ya a medio camino de Grayvard, aunque era sólo conjetura. Seguramente llevaban ya un mínimo de cuatro semanas en el mar, pero el aislamiento del barco y las rutinas diarias hacían que le resultara difícil desarrollar un sentido claro del transcurrir del tiempo.
Durante tres días la flota fue azotada por un viento fuerte y frío; provenía del norte y agitó la ira y furia del mar alrededor de ellos. El primer signo fue una abrupta transformación de la atmósfera, que en la zona del coral había sido suave y de una temperatura casi tropical. De pronto, el aire se hizo claro y seco y el cielo se curvó muy en lo alto, vibrante y pálido como una inmensa cúpula metálica. Lawler, que era algo así como un meteorólogo aficionado, se sintió inquieto por aquel fenómeno. Le transmitió sus temores a Delagard, quien se los tomó en serio y dio la orden de listonar. Un poco más tarde se oyó un retumbar prolongado: el tronar que anunciaba la llegada de los primeros vientos fuertes. Luego llegaron los vientos, cortas ráfagas rápidas y nerviosas de aire helado que lamían y agitaban el mar revolviendo las aguas como con una mano de almirez. Con ellos llegaron ruidosas precipitaciones de granizo seco, escasas y dispersas, pero nada de lluvia.
—Aún están por venir los peores —dijo Delagard.
Estaba constantemente en cubierta mientras el tiempo empeoraba, y apenas se tomaba algún rato libre para dormir. El padre Quillan se hallaba a menudo a su lado, ambos como compinches, hombro con hombro mirando al viento. Lawler los veía hablar, señalar, menear la cabeza. ¿Qué podían tener para decirse el uno al otro aquellos dos tipos, el hombre basto y estridente de apetitos primitivos, y el sacerdote austero y melancólico, cazador de Dios? Sin embargo allí estaban, en la cabina del timonel, al lado de la bitácora, en el alcázar. ¿Es que Quillan estaba ahora intentando convertir a Delagard? ¿O buscarían alejar la tormenta con rezos?
A pesar de los rezos, la tormenta llegó. El mar se convirtió en una devastada planicie de aguas rotas. Unas gotas tan finas como humo blanco llenaban el aire. El viento en su plenitud golpeaba con la fuerza de una maza gigantesca, pasando a una velocidad asombrosa por sus oídos y dejando un clamor resonante detrás. Redujeron el velamen, pero las cuerdas igualmente se soltaron y quedaron ondeando de un lado a otro.
Todos los tripulantes útiles estaban en cubierta. Martello, Kinverson y Henders se desplazaban precariamente por la arboladura, atados con cuerdas para evitar ser arrojados al mar. Los demás tiraban de las vergas, mientras Delagard gritaba órdenes furiosamente. Lawler trabajaba junto al resto; ya no había franquicias de médico para él, no en una tormenta como aquélla.
El cielo estaba negro, y el mar más negro aún, excepto en los sitios en los que estaba cubierto de espuma blanca o cuando se levantaba junto a ellos una ola gigantesca, como una enorme muralla de cristal verde. La nave se metía directamente en ella, hendiéndola por la base en lugar de remontarla como debería hacer, metiéndose de cabeza en su liso y oscuro seno, rodando cuando alguna ola grande retrocedía por sotavento con un terrible sonido de absorción y volvía a chocar con ellos enviando cataratas de agua a la cubierta.
Los magnetrones eran inútiles ante aquello. Los vientos venían de direcciones contrarias, colisionaban y los rodeaban con aguas ingobernables que azotaban por todas partes; no había forma de elevarse por encima de aquel caos. Lo habían sujetado todo y llevado bajo cubierta las cosas que habían podido, pero si las tremendas olas encontraban algo que se habían dejado olvidado —un cubo, una herramienta, un arpón, un barril de agua— lo arrastraban a saltos y encontronazos de un lado a otro de la cubierta hasta que desaparecía en el mar.
La proa del barco se sumergía, salía a flote y volvía a sumergirse. Alguien vomitaba, alguien gritaba. Lawler atisbo la silueta de otro de los barcos —no sabía de cuál se trataba porque no tenía izada la bandera— muy cerca de ellos, atrapado en un oscilante torbellino, ahora elevándose por encima de ellos como si planeara venir a estrellarse encima de la cubierta, cayendo a plomo después y desapareciendo de la vista como tragado hasta las profundidades mismas.
—¡Los mástiles! —chilló alguien—. ¡Van a ser arrancados! ¡Bajad de ahí! ¡Bajad de ahí!
Pero los mástiles se mantuvieron firmes, aunque pareció realmente que serían desencajados y arrojados al mar. La vibración que producían hacía estremecer a todo el barco. Lawler se encontró a sí mismo abrazado a alguien —era Pilya—, y cuando Lis Niklaus bajó por la cubierta deslizándose a favor del viento, ambos la agarraron y la izaron como un pez en el anzuelo. Lawler imaginaba que comenzaría una lluvia torrencial, y le molestaba el hecho de que en aquel delirio de viento no tendrían posibilidad de sacar recipientes para recoger agua dulce. Pero los vientos continuaban siendo secos y cargados de electricidad.
En un momento dado miró por encima de la barandilla, y junto a la ligera espuma del mar vio que el océano estaba lleno de destellantes ojillos que los miraban fijamente. ¿Fantasía? ¿Alucinaciones? No lo creía así. Eran cabezas de drakkens, un ejército de aquellas cosas, una legión de ellos con sus largos hocicos de aspecto maligno asomando por todas partes. Una miríada de afilados dientes que aguardaban el momento en que el Reina de Hydros volcase y sus trece ocupantes cayeran de cabeza al agua.
El viento sopló, pero el barco aguantaba. Perdieron la noción del tiempo. No había noche, no había día; sólo estaba el viento. Más tarde, Onyos Felk calculó que había estado soplando durante tres días. Quizá tuviera razón. Todo acabó tan rápidamente como había comenzado: los vientos negros se transformaron en un soplo claro y brillante que destellaba y cortaba como un cuchillo, y luego la tormenta cesó en un momento —como si le hubieran dado una orden— y la calma volvió con un impacto muy parecido a un choque.
Aturdido por aquella extraña y nueva tranquilidad, Lawler avanzó lentamente por la empapada cubierta. Estaba llena de algas machacadas, trozos de peces gelatina, cosas que se debatían furiosamente y toda clase de detritos marinos que las olas habían arrojado sobre el barco. Las manos le dolían; las quemaduras provocadas por el roce de las cuerdas habían despertado el dolor infligido por aquel ser rediforme. Lawler hizo inventario silenciosamente: allí estaba Pilya, allá Gharkid, en aquel otro sitio el padre Quillan, allí Delagard, Tharp, Golghoz, Felk y Niklaus. ¿Martello? Sí, allá arriba. ¿Dann Henders? Sí.
¿Sundria?
No la veía. Luego la descubrió, y deseó no haberlo hecho: estaba cerca del castillo de proa, empapada de pies a cabeza, con la ropa tan pegada a la piel que parecía desnuda, y Kinverson la acompañaba. Examinaban alguna criatura que él había encontrado y tenía tendida hacia ella: una serpiente marina de algún tipo, una cosa lánguida, larga y cómica; tenía una boca grande pero que parecía bastante inofensiva y una línea de manchas circulares le recorría el cuerpo blando de color amarillo y le confería un aspecto bufonesco. Ambos estaban riendo; Kinverson sacudía aquella cosa ante ella, arrojándosela prácticamente a la cara, y ella aullaba de risa y la apartaba con las manos. Kinverson la cogió por la cola y observó cómo la bestia se retorcía patéticamente; Sundria pasó la mano por el lustroso cuerpo largo como si la acariciara y quisiera consolarla de las indignidades a las que se veía sometida. Luego él la arrojó de vuelta al mar, le pasó a Sundria un brazo por los hombros y ambos desaparecieron de la vista.
Qué cómodos estaban el uno con el otro. Qué intimidad tan despreocupada, juguetona e inquietante.
Lawler se volvió; Delagard venía por la cubierta en dirección a él.
—¿Has visto a Dag? —preguntó a gritos.
Lawler señaló con una mano. El radiooperador se hallaba sentado contra la barandilla de estribor, desplomado como un montón de harapos, temblando y meneando la cabeza como si fuera incapaz de creer que había sobrevivido.
Delagard se apartó mechones de pelo empapado de los ojos y miró en la dirección indicada.
—¡Dag! ¡Dag! ¡Coge esa jodida bocina tuya, rápido! ¡Hemos perdido a toda la condenada flota!
Lawler, espantado, giró en redondo para mirar. El agua estaba completamente calma. Delagard tenía razón; ninguno de los otros barcos estaba a la vista. El Reina de Hydros estaba completamente solo en el mar.
—¿Crees que se han ido a pique?
—Recemos para que no sea así —respondió Delagard.
Pero los barcos no estaban perdidos, sino simplemente fuera de la vista. Uno a uno establecieron contacto por radio con la nave capitana cuando Tharp los llamó. La tormenta los había desparramado como pajillas, llevándolos aquí y allá en una gran extensión de mar; pero estaban todos. El Reina de Hydros mantuvo su posición y los demás se dirigieron hacia él.
Al caer la noche ya se había reunido la flota. Todos habían sobrevivido. Delagard ordenó que corriera el brandy de Khuvier para celebrar, la última reserva que tenía Gospo Struvin. El padre Quillan, de pie en el puente, dirigió una breve plegaria de acción de gracias. Incluso Lawler se encontró pronunciando unas pocas y breves palabras de agradecimiento, con un poco de sorpresa por su parte.
Fuera lo que fuese que había entre Kinverson y Sundria, no parecía obstaculizar lo que comenzaba a haber entre ella y Lawler. Él era incapaz de comprender ninguna de las dos relaciones, ni la de ellos dos ni la suya propia con Sundria; pero sabía lo suficiente como para comprender que la mejor forma de matar la relación era intentar comprenderla. Simplemente tendría que aceptar lo que viniera.
Una cosa quedó clara muy pronto: a Kinverson no le importaba que Sundria se hubiera liado con Lawler. Parecía indiferente a los asuntos de la posesividad sexual. La sexualidad era para él como el respirar, o, al menos, eso parecía. La practicaba sin pensarlo —cuando su cuerpo lo requería, y con cualquiera que se prestara a ello— como una función puramente natural, automática, mecánica, y esperaba que los demás consideraran el tema de la misma forma.
Kinverson se hizo un tajo en un brazo y fue a ver a Lawler para que se lo limpiara y vendara. Mientras estaba curándolo, le dijo:
—Estás follándote también a Sundria, ¿no, doctor?
Lawler apretó la venda.
—No veo por qué tengo que responder a eso. No es asunto tuyo.
—De acuerdo. Bueno, por supuesto que te la estás follando. Es una mujer hermosa. Demasiado inteligente para mí, pero eso no me importa. Y no me importa qué haces tú con ella.
—Eres muy amable —dijo Lawler.
—Por supuesto, espero que sea lo mismo en tu caso.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que podría haber algo entre Sundria y yo —respondió Kinverson—. Espero que te des cuenta de eso.
Lawler le dirigió una mirada larga y penetrante.
—Es una mujer adulta. Puede hacer lo que quiera, con quien quiera y cuando quiera.
—Bien. Un barco es un sitio muy pequeño; no podemos permitirnos peleas por una mujer.
Con irritación creciente, Lawler dijo:
—Tú haz lo que tengas que hacer y yo haré lo mío, y no discutamos más el asunto. Hablas de ella como si se tratara de un aparato que ambos queremos utilizar.
—Sí —dijo Kinverson—. Un aparato condenadamente bueno.
Pocos días después, Lawler entró en la cocina y se encontró a Kinverson y Lis Niklaus, ambos riendo, tentándose y agarrándose como gillies en celo. Lis le dedicó un guiño y una estridente risita por encima del hombro de Kinverson.
—¡Hola, doctor! —lo saludó; parecía algo borracha.
Lawler se sobresaltó, le devolvió la mirada y salió rápidamente.
La cocina estaba muy lejos de ser un sitio reservado. Resultaba obvio que Kinverson no tomaba precauciones para que Sundria no descubriera —o Delagard, por caso— que él tenía un lío al margen con Lis. Al menos Kinverson era consecuente, pensó Lawler. No le importaba nada ni nadie.
Durante la semana siguiente a la tormenta, Lawler y Sundria encontraron en varias ocasiones la oportunidad para escaparse a la bodega de carga. El cuerpo de él, cuyo fuego había dormido durante tanto tiempo, estaba comenzando a aprender rápidamente el significado de la pasión. Pero de ella no recibía nada parecido a la pasión —al menos hasta donde podía ver Lawler—, a menos que se calificara de pasión al placer físico, entusiástico pero casi impersonal, rápido y eficaz. Lawler no le ponía ese nombre. Puede que lo hubiera puesto cuando era más joven, pero no ahora.
Nunca se decían nada el uno al otro mientras hacían el amor, y cuando yacían juntos después, mientras regresaban a la realidad, parecían limitar de común acuerdo sus conversaciones a la charla más superficial. Las nuevas reglas quedaron rápidamente establecidas. Lawler seguía su ejemplo como había hecho desde el principio; obviamente, ella disfrutaba de lo que ocurría entre ambos, y también obviamente no deseaba un intercambio más profundo. Siempre que Lawler se encontraba con ella en cubierta, ambos hablaban de la misma forma insubstancial. «Hace buen tiempo», decían, o «Qué color tan extraño tiene el mar aquí».
Él podía decir: «Me pregunto cuánto tardaremos en llegar a Grayvard».
Y ella podía decir: «Ya no tengo más tos, ¿te has dado cuenta?».
Él podía comentar: «¿No era delicioso ese pescado rojo que comimos ayer para cenar?».
O ella podía señalar: «Mira, ¿no es un buzo eso que pasa nadando junto a nosotros, ahí abajo?».
Todo era suave, agradable, controlado.
Él nunca dijo: «No me había sentido así con alguien desde hace un millón de años, Sundria».
Ella jamás dijo: «No veo la hora de que volvamos a escabullirnos, Val».
Él tampoco dijo: «No nos parecemos mucho, realmente; somos gente que no acaba de encajar».
Y ella nunca comentó: «La razón por la que no dejaba de ir de una isla a otra era porque siempre estaba buscando algo más, fuera lo que fuese».
En lugar de comenzar a conocerla mejor ahora que eran amantes, la sintió cada vez más remota e indistinta. Lawler no había esperado eso. Deseaba que hubiera más cosas entre ellos, pero no veía cómo podía hacer que las hubiera… a menos que ella lo quisiese.
Ella parecía querer mantenerlo a distancia, y obtener de él sólo aquello que ya obtenía de Kinverson. A menos que la hubiese malinterpretado, no deseaba ningún otro tipo de intimidad. Lawler nunca había conocido a una mujer como ella, tan indiferente a la permanencia, a la continuidad, a la unión de las almas; parecía tomar cada acontecimiento tal y como venía, sin molestarse en relacionarlo con lo que había ocurrido antes y lo que pudiera pasar después.
Luego se dio cuenta de que había conocido a alguien así, sólo que no era una mujer: era él mismo. El Lawler de hacía mucho tiempo en la isla de Sorve, pasando de una amante a otra sin pensar más que en el momento. Pero ahora había cambiado. O, al menos, eso creía.
Durante esa noche, oyó gritos sordos y golpes que provenían del camarote contiguo al suyo. Delagard y Lis se estaban peleando. No era la primera vez; pero aquella pelea sonaba más fuerte e iracunda que las anteriores.
Por la mañana, cuando bajó para desayunar, Lis se hallaba junto a la cocina con la cara vuelta en la dirección opuesta. Vista de lado, su cara parecía hinchada; y cuando se dio la vuelta, mostró una contusión amarillenta en un pómulo y otra por encima del ojo. Tenía los labios partidos e hinchados.
—¿Quieres que te dé algo para eso? —preguntó Lawler.
—Sobreviviré.
—Oí el ruido anoche. Qué cosa tan desagradable.
—Me caí de la litera, eso fue lo que ocurrió.
—Seguro. Y estuviste dándote golpes por todo el camarote durante cinco o diez minutos, gritando y maldiciendo. Y Nid, cuando te levantó, ¿sintió también ganas de gritar y maldecir? Venga ya, Lis.
Ella le echó una mirada fría y hosca; parecía que rompería a llorar. Él nunca había visto antes a la salada Lis a punto de quebrarse.
—El desayuno puede esperar cinco minutos —dijo él rápidamente—. Te desinfectaré ese corte y te daré algo que te calme el dolor de esas contusiones.
—Estoy habituada a ello, doctor.
—¿Te golpea a menudo?
—Demasiado a menudo.
—La gente ya no se golpea entre sí, Lis. Ese tipo de cosas desaparecieron con los hombres de las cavernas.
—Dile eso a Nid.
—¿Quieres que lo haga? Lo haré.
El pánico destelló en los ojos de la mujer.
—¡No! ¡Por el amor de Dios, no digas una palabra, doctor! Me mataría.
—Realmente le tienes miedo, ¿verdad?
—¿Tu no?
—No —dijo Lawler con sorpresa—. ¿Por qué iba a tenérselo?
—Bueno, quizá tú no se lo tengas. Pero tú eres tú. Supongo que tuve mala suerte. Estaba haciendo algo que a él no le gustó, se enteró de ello y se lo tomó mucho peor de lo que yo jamás hubiera imaginado. Eso me ha enseñado una o dos cosas. Nid es un hombre salvaje. Anoche pensé que iba a asesinarme.
—Llámame la próxima vez; golpea la pared del camarote.
—No habrá una próxima vez. A partir de ahora seré buena. Estoy decidida.
—¿Tanto miedo le tienes?
—Lo amo, doctor. ¿Puedes creerlo? Amo a ese bruto hijo de puta. Si él no quiere que folle a nadie más, no lo haré. Él es importante para mí.
—A pesar de que te golpea.
—Eso me indica cuan importante soy yo para él.
—No puedes decir eso en serio, Lis.
—Lo digo en serio. Sí.
Lawler meneó la cabeza.
—Jesús, te golpea hasta ponerte negra y azul y tú me dices que es porque te quiere muchísimo.
—Tú no entiendes estas cosas, doctor —dijo Lis—. Nunca las has entendido. Nunca podrías entenderlas.
Lawler la estudió con desconcierto, intentando comprender lo que le decía. En aquel preciso momento, ella le resultaba tan extraña como los gillies.
—Supongo que tienes razón —dijo.
Pasada la tormenta, el mar estuvo en calma durante algún tiempo. Nunca del todo tranquilo, pero tampoco especialmente desafiante. Llegaron a otra zona llena de aquellas plantas marinas entrelazadas, pero no abundaban tanto y pudieron abrirse camino sin necesidad del letal afrodisíaco del doctor Nikitin.
Un poco más adelante flotaban grupos de misteriosas algas alargadas, verde-amarillentas y estrechamente entrelazadas. Al pasar el barco, se asomaban fuera de la superficie y emitían tristes exhalaciones zumbantes por unas vejigas que colgaban en el extremo de tallos espinosos: «Volved atrás», parecían decir, «volved atrás, volved atrás». Era un sonido inquietante y molesto, y claramente un lugar nefasto. Aunque al cabo de poco ya no se veían aquellas extrañas algas, durante medio día más fue posible oír su murmullo distante y melancólico, ocasionalmente arrastrado hasta ellos por las ráfagas del viento de popa.
Al día siguiente apareció otra forma extraña de vida: una gigantesca criatura colonial, cientos o quizá miles de organismos específicos suspendidos de otro enorme que flotaba y cuyo tamaño era aproximadamente el de una plataforma o una boca. Su carnoso y transparente cuerpo central destellaba fuera del agua como una isla apenas sumergida. Al acercarse más pudieron ver los innumerables componentes de aquella cosa que se estremecían, zumbaban y se agitaban mientras llevaban a cabo sus tareas individuales: este grupo de organismos remaba, aquel otro cazaba peces, esos otros pequeños que se agitaban por el borde servían de estabilizadores para la totalidad del vasto organismo que se desplazaba a velocidad regular por el océano.
Cuando el barco se acercó más, la criatura estiró varias docenas de estructuras transparentes parecidas a tuberías, de un par de metros de altura, que se elevaron por encima de la superficie como chimeneas esmaltadas.
—¿Qué cree usted que son esas cosas? —preguntó el padre Quillan.
—¿Serán órganos visuales? —sugirió Lawler—. ¿Periscopios de algún tipo?
—No, mire: está saliendo algo del interior…
—¡Cuidado! —gritó Kinverson desde lo alto—. ¡Va a dispararnos!
Lawler arrastró al sacerdote hacia el suelo justo en el momento en que una burbuja de alguna substancia pegajosa y rojiza pasó silbando por encima de ellos. La burbuja cayó en medio de la cubierta, a tres metros detrás de ellos. Parecía un trozo de excremento anaranjado, sin forma y que se estremecía como la gelatina; de él comenzó a salir un vapor. Una media docena de proyectiles como aquel aterrizaron en otros puntos de la cubierta, y a cada momento llegaban más.
—¡Joder! ¡Joderí ¡Joder! —rugía Delagard mientras los pisoteaba salvajemente—. Esta cosa está quemando la cubierta. ¡Traed palas y cubos! ¡Palas y cubos! ¡Vira! ¡Vira, Felk! ¡Sácanos de aquí, maldito seas!
La cubierta crepitaba y humeaba allí donde las burbujas la estaban carcomiendo. Felk, al timón, luchaba para apartarse del bombardeo, alejándose, esquivando y maniobrando el barco con un entusiasmo frenético. A sus roncas órdenes, el equipo de turno tiró de las cuerdas, hizo girar las vergas y reorientó las velas. Lawler, Quillan y Lis Niklaus corrían por la cubierta recogiendo con cuidado los blandos proyectiles corrosivos y arrojándolos por la borda. En las planchas de madera de la cubierta, de color amarillo pálido, quedaban marcas oscuras de chamuscado. La criatura colonial, lejos ya de ellos, continuaba arrojando proyectiles con irreflexiva y metódica hostilidad, aunque ahora caían inofensivamente al agua, lanzando bocanadas de vapor al hervir mientras bajaban hasta desaparecer.
Las marcas de quemadura de la cubierta eran profundas. Lawler sospechaba que de no haber sido quitados de inmediato, aquellos proyectiles pegajosos hubieran atravesado todos los pisos hasta salir por el casco.
A la mañana siguiente, Gharkid divisó a estribor una nube gris de sibilantes formas que volaban por el aire a lo lejos.
—Peces bruja en el delirio del apareamiento.
Delagard maldijo y ordenó un cambio de rumbo.
—No —dijo Kinverson—, eso no servirá de nada. No hay tiempo para maniobrar. Arriad las velas.
—¿Qué?
—Arriad las velas, o cuando nos alcance el cardumen actuarán como redes. Se nos llenará la cubierta hasta el culo de peces bruja.
Mientras maldecía abundantemente, Delagard ordenó que arriaran velas. Muy pronto el Reina de Hydros estuvo navegando con los mástiles desnudos, que se elevaban hacia el duro cielo blanco. Luego llegaron los peces bruja.
Los feos gusanos alados, con la espalda llena de púas, podían ser contados por millones. Era un mar de peces bruja; apenas podía verse el agua a barlovento de la flota, a causa de los cuerpos que se agitaban en ella. Despegaban desde la cresta de las olas: las hembras por delante, incontables cantidades que oscurecían el sol, y los machos las seguían. Batían furiosamente sus alas brillantes y de ángulos agudos, manteniendo altas sus narinas; continuaban avanzando en enloquecidos cardúmenes.
No les importaba que hubiera barcos en medio del camino. Allí, los barcos no eran más que una distracción incidental. Las montañas también lo hubieran sido. Tenían que seguir su programación genética, y la seguían ciegamente y sin resistencia. Si eso significaba chocar de cabeza con los flancos del Reina de Sorve, que así fuera. Si eso significaba salvar la cubierta por unos cuantos metros e ir a estrellarse contra la base de un mástil o la puerta del castillo de proa, que así fuera.
No había nadie en la cubierta del barco cuando lo alcanzó el ejército de peces bruja. Lawler ya sabía lo que era ser golpeado por un ejemplar joven; un adulto que estuviera en el frenesí del apareamiento volaría con una fuerza diez veces mayor. Lo más probable era que la colisión resultara fatal para un humano; un golpe de soslayo con la punta de una de aquellas alas podía cortar la piel hasta el hueso. El roce de aquellas feroces púas abriría una ruta de sangre.
Lo único que podían hacer era esconderse y esperar bajo cubierta. Durante cuatro horas, el zumbante retronar del paso de aquellos peces llenó el aire, mezclado con chillidos gimientes y el sonido de impactos abruptos y brutales.
Al fin todo quedó en silencio. Y entonces, cautelosamente, Lawler y otros dos salieron a cubierta.
El aire estaba limpio. El cardumen había continuado su viaje, pero por todas partes había peces bruja muertos o agonizantes, apilados como sabandijas en todos los puntos en los que alguna estructura de la cubierta había puesto un obstáculo en su ruta de vuelo. Destrozados como estaban, algunos de ellos tenían aún vida suficiente como para sisear, morder e intentar levantar el vuelo para arrojarse contra el rostro de los miembros del equipo de limpieza. Necesitaron el resto del día para arrojarlos a todos por la borda.
Después de los peces bruja llegó una nube oscura que parecía prometer la ansiada lluvia, pero que en lugar de eso dejó caer una capa de viscosidad; se trataba de una masa migratoria de algún tipo de microorganismos de olor repulsivo. Envolvió a la flota en su multitud casi infinita y dejó una capa de substancia resbaladiza y pegajosa de color marrón en cada milímetro cuadrado de velas, vergas, mástiles y cubierta. Limpiar eso les llevó otros tres días.
A continuación vinieron más peces espolón, y Kinverson volvió al puente a aporrear su timbal para confundirlos. Y después de los peces espolón…
Lawler comenzó a pensar en el mar del planeta como en una fuerza hostil, tenaz e implacable. Les estaba arrojando incansablemente una calamidad tras otra, como irritada respuesta a su presencia a bordo de su seno. De alguna manera, los viajeros estaban provocándole comezón al océano, y éste se rascaba donde ellos estaban. Algunas de las rascadas eran bastante intensas; Lawler se preguntaba si conseguirían sobrevivir para llegar hasta Grayvard.
Al fin llegó un día bendito por una fuerte lluvia. Limpió la viscosidad de los microorganismos y el hedor que habían dejado sobre la cubierta los peces bruja muertos, y les permitió volver a llenar los barriles de agua cuando la situación parecía nuevamente crítica.
Al comenzar la lluvia, apareció un grupo de buzos que empezaron a retozar de forma cordial y juguetona junto al barco, saltando en la espuma como elegantes bailarines que dieran la bienvenida a su tierra natal a unos turistas. Pero apenas se marcharon los buzos, se les acercó otro de aquellos entes coloniales lanzadores de borujos —o quizá se trataba de la misma colonia de antes— y volvió a bombardear el barco con sus misiles corrosivos. Era como si el océano se hubiera dado cuenta de que, al enviarles la lluvia y luego los buzos, les estaba mostrando a los viajeros una faz demasiado amistosa, y quisiera ahora recordarles cuál era su verdadera naturaleza.
En la calma de un alba perfecta —el mar casi sin olas, la brisa regular, el cielo relumbrante, el precioso globo verdiazul de Alborada aún visible justo encima del horizonte y dos lunas aún en el cielo—, Lawler salió a cubierta y se encontró con que estaba teniendo lugar una conferencia en el puente. Allí estaban Delagard, Kinverson, Onyos Felk y Leo Martello. Vio también al padre Quillan, medio escondido tras el corpachón de Kinverson.
Delagard tenía el catalejo. Miraba a lo lejos con él y les informaba de algo a los otros, que señalaban, miraban fijamente y hacían comentarios.
Lawler subió por la escalerilla.
—¿Ocurre algo?
—Sin duda ocurre algo, sí —dijo Delagard—. Uno de nuestros barcos se ha perdido.
—¿Lo dices en serio?
—Echa una mirada. —le entregó el catalejo—. Una noche tranquila. Según los vigías, no ocurrió nada insólito entre la medianoche y el alba. Cuenta los barcos que ves. Uno, dos, tres, cuatro.
Lawler se llevó el catalejo a un ojo. Uno, dos, tres, cuatro.
—¿Cuál es el que falta?
Delagard se tiró de los cabellos grasientos y rizados.
—Todavía no estoy muy seguro. No tienen izadas las banderas. Gabe cree que es el de las hermanas el que ha desaparecido. Quizá se separaron durante la noche y tomaron por su cuenta una ruta independiente.
—Eso sería una locura —dijo Lawler—. Ellas no tienen ni idea de cómo gobernar un barco.
—Hasta ahora lo han estado haciendo bastante bien —observó Leo Martello.
—Sólo porque han seguido al grupo, pero si han intentado navegar en solitario…
—Bueno, sí —reconoció Delagard—, sería una locura; pero es que ellas están locas. Son unas jodidas tortilleras, y no dudo de que podrían hacer algo así… —se interrumpió. En la escalerilla que conducía al puente se oyó el sonido de unos pasos—. Dag, ¿eres tú? —preguntó Delagard. Le explicó a Lawler—. Lo envié a la sala de radio para hacer algunas llamadas.
La arrugada cabeza de Tharp apareció primero, y luego el resto de él.
—El Sol Dorado es el que se ha perdido —anunció.
—Las hermanas están en el Cruz de Hydros —dijo Kinverson.
—Correcto —respondió Tharp con acritud—. Pero el Cruz de Hydros respondió cuando lo llamé. También lo hicieron el Estrella, el Tres Lunas y el Diosa. Silencio por parte del Sol Dorado.
—¿Estás absolutamente seguro? ¿No conseguiste contactarlos? —preguntó Delagard—. ¿No hubo forma alguna de que pudieras comunicarte con ellos?
—Si quieres, ve e inténtalo tú. He llamado a toda la flota. Cuatro barcos respondieron.
—¿Incluidas las hermanas? —insistió Kinverson.
—Hablé con la misma hermana Halla, ¿de acuerdo?
—¿Quién estaba al mando del Sol Dorado? —preguntó Lawler—. No lo recuerdo.
—Damis Sawtelle —le respondió Leo Martello.
—Damis nunca se hubiera marchado por su cuenta. El no es así.
—No —afirmó Delagard, aunque con una mirada de sospecha y desconfianza—. Él no es así, ¿verdad, doctor?
Tharp estuvo durante todo el día intentando contactar en la frecuencia del Sol Dorado. También los operadores de radio de los otros cuatro barcos lo intentaron. Silencio en el canal. Silencio. Silencio.
—Un barco no se desvanece así en medio de la noche —decía Delagard, paseándose ferozmente.
—Bueno, éste parece que lo ha hecho —respondió Lis Niklaus.
—¡Cierra tu jodida boca!
—Oh, qué bonito, Nid, muy bonito.
—¡Ciérrala o te la cerraré yo!
—Basta, eso no ayuda en nada —dijo Lawler. Se volvió hacia Delagard—. ¿Has perdido alguna vez a uno de tus barcos de esta manera? ¿En silencio, sin enviar un mensaje de socorro?
—Nunca he perdido un barco. Punto.
— Si hubieran tenido problemas, hubieran llamado por radio, ¿correcto?
—Si tenían la posibilidad de hacerlo, sí —respondió Kinverson.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Delagard.
—Supongamos que todo un grupo de esas cosas rediformes subieran a bordo durante la noche. El turno cambia a las tres de la mañana; los que estaban en la arboladura bajan y la guardia siguiente sale a cubierta. Todos ellos tropiezan con esas redes, y son arrastrados por encima de la borda. Así tendríamos la mitad de la tripulación del barco perdida. Damis, o quien sea, baja de la cabina del timón mientras tiene lugar la matanza para ver qué ocurre y una red se apodera también de él. Y el resto, uno a uno…
—Gospo chilló como un loco cuando la red se apoderó de él —señaló Pilya Braun—. ¿Crees que toda la tripulación de un barco puede ser arrastrada por la borda sin que ni uno solo de ellos haga ruido suficiente como para alertar a los demás?
—Así pues, no se trató de las redes —aceptó Kinverson—. Fue alguna otra cosa lo que subió a bordo. O fueron redes y algo más. Y todos murieron.
—¿Y luego vino una boca y se tragó el barco? —preguntó Delagard—. ¿Dónde cojones está el barco? Puede que hayan desaparecido todos los de a bordo, pero ¿dónde está el barco?
—Un barco con velas puede alejarse mucho a la deriva en pocas horas, incluso en un mar tranquilo —observó Onyos Felk—. Diez, quince, veinte kilómetros… ¿quién sabe?, y continuar avanzando. No lo encontraríamos nunca aunque lo buscáramos durante un millón de años.
—Quizá se haya hundido —dijo Neyana Golghoz—. Algo se le acercó por debajo y le hizo un agujero en el fondo del casco, y el barco se hundió así de rápido.
—¿Sin enviar siquiera una señal? —preguntó Delagard—. Los barcos no se hunden en dos minutos. Alguien hubiera tenido tiempo de llamarnos por radio.
—Y yo qué sé —insistió Neyana—. Digamos que cincuenta cosas vinieron por debajo y abrieron agujeros. Que se llenó de agujeros en un segundo; y que se hundió en menos tiempo del que tú necesitas para tirarte un pedo. Simplemente se hundió, y no hubo tiempo para hacer nada. No lo sé. No son más que conjeturas.
—¿Quiénes iban a bordo del Sol Dorado? —preguntó Lawler.
Delagard fue contando con los dedos mientras los enumeraba.
—Damis y Dana con su niño; Sidero Volkin; los Swayner. Eso hace seis.
Cada uno de aquellos nombres caía como un hachazo. Lawler pensó en el anciano fabricante de herramientas y en su curtida esposa. Qué hábil había sido Sweyner con las manos, cuan diestro había sido para emplear los limitados materiales que Hydros ponía a su disposición. Volkin, el carpintero de navío, hombre duro y trabajador. Damis. Dana.
—¿Quién más?
—Déjame pensar. Tengo la lista en alguna parte, pero déjame pensarlo. ¿Los Hain? No, ellos están con Yáñez en el Tres Lunas. Freddo Wong estaba a bordo junto con su esposa… ¿cómo demonios se llama?
—Lucía —respondió Lis.
—Lucía, eso es. Freddo y Lucía Wong, y esa jovencita, Berylda, la que tiene tetas. Y el hermano pequeño de Martín Yáñez, según creo. Sí. Sí.
—José —dijo alguien.
—Sí, José.
Lawler sintió un dolor feroz. El vehemente muchacho de los ojos brillantes. El futuro médico, el que iba a cargar algún día con la responsabilidad de ser el sanador.
Oyó una voz que decía.
—Muy bien, eso hace diez. ¿Cuántos había a bordo, catorce? Faltan cuatro más.
Todos comenzaron a sugerir nombres. Era difícil recordar quién estaba en cada barco después de pasadas tantas semanas desde la partida de Sorve; pero había catorce personas a bordo; en ese punto todos estaban de acuerdo.
Catorce muertes, pensó Lawler, aturdido por la enormidad de aquella pérdida. La sentía en los huesos. Se sentía personalmente disminuido. Aquella gente había compartido su vida y su pasado, y ahora se habían marchado. Se habían marchado para siempre sin aviso. Casi una quinta parte de la comunidad había desaparecido de golpe. En la isla de Sorve, durante un mal año, puede que hubieran llegado a tener dos o tres muertes. Durante la mayoría de los años, no se producía ninguna. Y ahora, catorce de una sola vez. La desaparición del Sol Dorado había abierto un enorme agujero en el tejido de la comunidad; pero ¿no estaba la comunidad ya rota? ¿Serían capaces de restablecer en Grayvard algo parecido a lo de Sorve?
—José. Los Sawtelle. Los Sweyner. Los Wong. Volkin. Berylda Cray. Y otros cuatro.
Lawler los dejó discutiendo el asunto en el puente y se marchó bajo cubierta. El frasco de alga insensibilizadora estuvo en sus manos un momento después de que entrara en el camarote. Ocho gotas, nueve, diez, once. Digamos que una docena en este caso, ¿de acuerdo? Sí. Una docena. Qué demonios. Una dosis doble; eso quitaría cualquier dolor.
—¿Val? —sonó la voz de Sundria fuera del camarote—. ¿Te encuentras bien?
Él la dejó entrar. Sus ojos se fijaron en el vaso que tenía en la mano y luego en el rostro de él.
—Dios, te duele de verdad, ¿no es cierto?
—Igual que perder algunos de mis dedos.
—¿Significaban mucho para ti?
—Algunos de ellos, sí —el calmante comenzaba a hacerle efecto. Sintió que el agudo filo del dolor se embotaba. Su propia voz sonaba amortiguada en sus oídos—. Otros no eran más que gente a la que conocía, parte del escenario de la isla, viejos rostros familiares. Uno de ellos era mi aprendiz.
—José Yáñez.
—¿Lo conoces?
Ella sonrió con tristeza.
—Era un muchacho muy dulce. Se me acercó una vez cuando yo estaba nadando, y charlamos un rato, principalmente acerca de ti. Él te reverenciaba, Val. Incluso más que a su hermano, el capitán de barco —frunció el entrecejo—. Creo que estoy empeorando las cosas…
—No… realmente… —sentía espesa la lengua. Sabía que había tomado demasiada tintura de alga. Ella le quitó el vaso de la mano y lo dejó sobre la cómoda.
—Lo siento —dijo Sundria—. Ojalá pudiera ayudarte.
Acércate más, quería decir Lawler, pero no lo conseguía, y no lo dijo. Sin embargo, ella pareció entenderle.
La flota permaneció anclada durante dos días en medio de ninguna parte, mientras Delagard y Dag Tharp pasaban por todo el espectro de frecuencias de radio para intentar contactar con el Sol Dorado. Localizaron operadores de radio de una media docena de islas, contactaron con un barco llamado Emperatriz de Alborada que hacía la ruta de pasajeros del mar de Azur, localizaron una estación minera flotante que trabajaba en alguna parte al noreste y cuya existencia resultó una completa sorpresa —y nada agradable para Delagard—, pero del Sol Dorado no se oyó ni siquiera un susurro.
—Muy bien —dijo finalmente Delagard—. Si todavía están a flote, quizá encontrarán alguna manera de ponerse en contacto con nosotros. Si no lo están, no hay nada que hacer; pero no podemos quedarnos aquí para siempre.
—¿Conseguiremos averiguar alguna vez qué les ha ocurrido? —preguntó Pilya Braun.
—Probablemente no —le respondió Lawler—. Es un océano grande, lleno de cosas peligrosas de las que no sabemos apenas nada.
—Si supiéramos qué fue lo que acabó con ellos —dijo Dann Henders—, tendríamos más posibilidades de protegernos.
—Cuando eso aparezca por aquí —apuntó Lawler—, será cuando podremos averiguar de qué se trata. Pero no antes.
—En ese caso, esperemos no averiguarlo —dijo Pilya.
Durante un día de niebla espesa y mar agitado se acercaron al barco unas criaturas desconocidas, en forma de diamante: unas pesadas conchas verdes con aristas les cubrían el lomo, y los acompañaron durante un rato. Parecían tanques de almacenaje flotantes equipados con aletas para nadar. Sus cabezas acorazadas eran planas y rechonchas, con hocicos puntiagudos; sus ojos eran unas hostiles rendijas blancas y sus bocas —emplazadas en la parte inferior— parecían extremadamente despiadadas. Lawler estaba observándolas desde la barandilla cuando apareció Onyos Felk.
—¿Puedo hablar contigo un momento, doctor? —le preguntó.
Felk era de Primera Familia, como Lawler; una distinción que no significaba nada en absoluto ahora que la isla de Sorve se había marchado al mar. El cartógrafo tenía alrededor de cincuenta y cinco años, y era un hombrecillo austero, paticorto y de huesos pesados. No se había casado nunca. Supuestamente, sabía mucho acerca de la geografía de Hydros y las rutas marinas, y si las cosas hubieran ido de forma diferente a lo largo de los años, hubiese sido Felk —y no Nid Delagard— quien controlara el astillero de Sorve; pero los Felk estaban reputados como gente con mala suerte y que a veces juzgaban erróneamente.
—¿No te encuentras bien, Onyos? —le preguntó el doctor Lawler.
—Tú tampoco te sentirás bien cuando oigas lo que tengo que decirte. Vayamos abajo.
De su compartimento del castillo de proa, Felk sacó un globo verdoso: una carta de navegación, aunque no igual de elaborada que el trabajo de relojería que pertenecía a Delagard. A aquél había que darle cuerda con una pequeña llave de madera, y la posición de las islas tenía que ser reajustada a mano cada vez que se lo ponía en funcionamiento. Era algo que hacía reír, si se la comparaba con el espectacular aparato de Delagard. Después de pasar unos minutos ajustándola, Felk se la tendió a Lawler y dijo:
—Muy bien, mira con atención. Ésta es Sorve, aquí. Ésta es Grayvard, al otro lado en dirección noroeste. Y ésta es la ruta que hemos estado siguiendo.
La escritura de la carta era apretada, estaba desteñida y resultaba difícil de leer. Las islas estaban tan juntas una a otra que a Lawler no le resultaba fácil sacar conclusiones claras de lo que veía, ni siquiera cuando conseguía leer los nombres; pero siguió la línea que marcaba el dedo de Felk en dirección oeste alrededor del globo, y cuando el cartógrafo volvió a trazarla, Lawler comenzó a traducir los símbolos de la carta y comprendió la ruta del viaje.
—Aquí es donde estábamos cuando la red se apoderó de Struvin. Aquí es donde vimos a los gillies que construían la isla. Ahora bien, éste es el punto por el que entramos al mar Amarillo, y aquí es donde estábamos cuando nos atacaron por primera vez los peces espolón. Nos encontramos con la ola de marea más grande en esta zona, y nos desvió ligeramente de la ruta, de esta manera. ¿Me sigues, doctor?
—Continúa.
—Aquí tenemos el mar Verde. Justo después de él es donde crecían los corales. Aquí es donde pasamos de largo por aquellas dos islas, la de los gillies y la que Delagard dijo que era Thetopal. Aquí es donde nos encontramos con la tormenta que dispersó la flota. Los peces bruja se estaban apareando en esta zona. Aquí es donde perdimos el Sol Dorado. —el dedo corto y grueso de Felk estaba ya muy al otro lado del pequeño globo—. ¿Estás comenzando a notar algo un poco extraño?
—Vuelve a mostrarme dónde está Grayvard.
—Aquí arriba. Al noroeste de Sorve.
—¿Estoy interpretando mal las cosas, o, por alguna razón que tenga que ver con las corrientes, estamos navegando directamente hacia el oeste a lo largo del ecuador en lugar de en una línea diagonal hacia el noroeste en dirección a Grayvard?
—No estamos navegando directamente hacia el oeste —dijo Felk.
Lawler frunció el entrecejo.
—¿No?
—Esta carta es muy pequeña, y es difícil ver las líneas de las latitudes a menos que uno esté habituado a ello. De hecho, no estamos navegando directamente hacia el oeste; en realidad, estamos virando hacia el suroeste.
—¿Alejándonos de Grayvard?
—Alejándonos, sí.
—¿Estás absolutamente seguro de eso?
Una expresión de furia apenas reprimida apareció durante un instante, pero sólo un instante, en los oscuros ojillos de Felk. Con una voz tensamente controlada, dijo:
—Demos por sentado, por el bien de la conversación, que yo sé cómo leer una carta, ¿de acuerdo, doctor? Y cuando me levanto por la mañana y miro el sitio por el que está saliendo el sol, puedo recordar por dónde salió el día antes, y el día anterior a ése, y por dónde asomó hace una semana, y a partir de eso puedo formarme al menos una idea aproximada de si estamos navegando en dirección noroeste o suroeste, ¿de acuerdo?
—¿Y hemos estado navegando hacia el suroeste durante todo este tiempo?
—No. Comenzamos con un rumbo noroeste, el correcto. En alguna parte de los alrededores del mar de coral volvimos a entrar en aguas tropicales y comenzamos a dirigirnos hacia el oeste, exactamente a lo largo del ecuador, desviándonos cada vez más de la ruta día tras día. Yo sabía que algo iba mal, pero no me di cuenta de qué tan mal iba hasta que pasamos cerca de aquellas islas. Porque aquello no era en absoluto Thetopal. No sólo da la casualidad de que Thetopal está ahora mismo en aguas de alta temperatura, más al norte en la ruta hacia Grayvard, sino que además es una isla redonda. Aquélla era curva, ¿lo recuerdas? De hecho, la isla por la que pasamos era en realidad Hygala. Aquí abajo la tienes.
—Prácticamente en el ecuador.
—Exacto. Hubiéramos estado a mucha distancia al norte de Hygala si navegáramos por la ruta que lleva a Grayvard. Pero en realidad estaba al norte de nosotros, y cuando Delagard recalculó nuestra posición después de que la tormenta dispersara la flota, nos hizo virar en una ruta que se dirigía directamente hacia el sur. Ahora nos hallamos un poco por debajo del ecuador. Puedes verlo por la posición de la Cruz, si es que sabes algo acerca del cielo nocturno. Supongo que quizá no te has fijado; pero al menos durante la última semana hemos estado viajando con una desviación de noventa grados de nuestro curso correcto. ¿Quieres ver adonde nos dirigimos ahora? ¿O lo has calculado ya por ti mismo?
—Dímelo.
Felk hizo girar la carta.
—Éste es el sitio hacia el que navegamos actualmente. No ves ninguna isla aquí, ¿verdad?
—¿Nos dirigimos hacia el mar Vacío?
—Ya estamos en él. Las islas se han dispersado desde que comenzamos el viaje. Sólo hemos pasado por dos, dos y media en todo el viaje, y desde Hygala no hemos visto más. Ahora ya no habrá ninguna otra. El mar Vacío está vacío porque las corrientes no traen ninguna isla en esta dirección.
»Si estuviéramos en la ruta hacia Grayvard, estaríamos al otro lado, al norte del ecuador, y habríamos pasado cerca de cuatro islas a estas alturas. Barinan, Sivalak, Muri y Thetopal. Una, dos, tres y cuatro. Mientras que aquí abajo no hay nada en absoluto una vez que se deja atrás Hygala.
Lawler contempló el cuadrante de la carta que Felk había vuelto hacia él. Vio la luna creciente que representaba Hygala; al oeste y al sur de ésta no había nada, y luego, muy lejos al otro extremo del pequeño globo, la mancha oscura que era la Faz de las Aguas.
—¿Crees que Delagard cometió un error al calcular el rumbo?
—Eso es lo último que pensaría. Los Delagard han estado dirigiendo barcos en este planeta desde los tiempos de la colonia penal. Tú lo sabes. Es tan probable que él nos dirija hacia el suroeste cuando quiere hacerlo hacia el noroeste, como lo sería que tú comenzaras a escribir mal «Lawler» cuando firmas.
Lawler se llevó los pulgares a las sienes, los mantuvo allí y apretó con fuerza.
—Pero ¿por qué iba Nid a querer llevarnos al mar Vacío, por el amor de Dios?
—Pensé que podrías querer preguntarle eso.
—¿Yo?
—Parece que a ti te tuviera un cierto respeto —dijo Felk—. Puede que consigas que te dé una respuesta sincera. Aunque también puede que no lo haga. Pero es seguro que no va a decirme nada a mí, ¿verdad? ¿Tú qué crees, doctor?
Kinverson estaba ocupado en ordenar sus anzuelos y aparejos de pesca, preparándose para la pesca diaria, cuando lo encontró, un poco más tarde aquella misma mañana. Levantó la mirada perezosamente y lo miró con la absoluta indiferencia que Lawler hubiera podido esperar de una isla, de un hacha, de un gillie. Luego volvió a dedicar su atención a lo que tenía entre manos.
—Pues sí, estamos fuera de curso. Ya lo sabía. ¿Y a mí qué me importa, doctor?
—¿Lo sabías?
—Estas aguas no me parecen septentrionales a mí.
—¿Sabías durante todo el tiempo que nos estábamos dirigiendo hacia el mar Vacío? ¿Y no le dijiste nada a nadie?
—Sabía que nos hemos desviado del curso, pero no que nos dirijamos necesariamente hacia el mar Vacío.
—Felk dice que ya estamos en él. Me lo demostró sobre su carta.
—Felk no tiene siempre razón, doctor.
—Supongamos que esta vez la tiene.
—Bueno, nos dirigimos hacia el mar Vacío —dijo Kinverson con calma—. ¿Y qué?
—En lugar de dirigirnos hacia Grayvard.
—¿Y qué? —repitió Kinverson. Cogió un anzuelo, lo estudió, lo sujetó con los dientes y lo torció para cambiarle la forma.
—¿Es que no te importa en lo más mínimo que estemos yendo en la dirección equivocada?
—No. ¿Por qué demonios iba a importarme? Una isla apestosa es igual que cualquier otra. No me importa en qué sitio acabemos viviendo.
—No hay ninguna isla en el mar Vacío, Gabe.
—Entonces viviremos en el barco. ¿Qué tiene de malo? Yo puedo vivir perfectamente en el mar Vacío. No está vacío de peces, doctor, ¿verdad? Se supone que no tiene muchos, pero tiene que tener algunos si hay agua en él. Si un lugar tiene peces, yo puedo vivir allí. Podría haber vivido en mi pequeño bote si hubiera tenido que hacerlo.
—¿Y por qué no vivías en él constantemente? —preguntó Lawler, que comenzaba a sentirse irritado.
—Porque dio la casualidad de que vivía en Sorve, pero podría vivir en mi bote con la misma facilidad. ¿Crees que esas islas son tan maravillosas, doctor? Caminas continuamente sobre tablas de madera dura y vives de algas y pescado; hace demasiado calor cuando brilla el sol y demasiado frío cuando llueve, y ésa es la vida. Al menos es nuestro tipo de vida. No es mucho.
»A mí me da exactamente lo mismo si se trata de Sorve, de Salimil, de un camarote en el Reina de Hydros o de un jodido bote de remos. Yo sólo quiero poder comer cuando tengo hambre, follar cuando estoy caliente y mantenerme con vida hasta que me muera, ¿vale?
Aquél era probablemente el discurso más largo que Kinverson había pronunciado en su vida. Él mismo parecía sorprendido de haber dicho tanto. Cuando acabó, miró fijamente a Lawler durante un momento con evidente enfado e irritación. Luego regresó a sus anzuelos.
—¿No te importa —preguntó Lawler— que nuestro gran líder nos esté llevando directamente hacia un territorio desconocido por completo… y no se tome siquiera la molestia de decirnos lo que está planeando?
—No. No me importa. No me importa nada más que la gente que me molesta demasiado. Yo vivo al día. Déjame en paz, doctor. Tengo trabajo, ¿vale?
—¿Quieres hacer ahora las llamadas, doctor? —preguntó Dag Tharp—. Llegas con una hora de adelanto, ¿verdad?
—Puede ser. ¿Importa eso?
—No, como tú quieras —las manos de Tharp se movieron por los botones e interruptores—. Si quieres llamarlos más temprano, sea. Pero no me culpes a mí si no hay nadie para responderte.
—Primero dame con Bamber Cadrell.
—Habitualmente, llamas primero al Estrella.
—Ya lo sé. Hoy llama primero a Cadrell.
Tharp levantó la vista, perplejo.
—¿Se te ha metido una anguila en el culo, doctor?
—Cuando oigas lo que tengo que decirle a Cadrell, sabrás qué es lo que tengo en el culo. Llámalo, ¿quieres?
—De acuerdo, de acuerdo —de los altavoces del equipo de radio salieron ruidos de chisporroteos y crujidos—. Esta jodida niebla… —murmuró Tharp—. Me extraña que el equipo no se haya estropeado. Adelante, Diosa. Adelante, Diosa. Aquí Reina. ¿Diosa? Diosa, adelante.
—Reina, aquí Diosa —era la voz de un jovencito, chillona y aguda. El hijo de Thalheim, Brad, era el operador de radio del Diosa de Sorve.
—Dile que quiero hablar con Cadrell —dijo Lawler.
Tharp habló por el micrófono. Lawler no pudo oír con claridad la tenue respuesta.
—¿Qué ha dicho?
—Dice que está al timón. Que le quedan aún dos horas de turno.
—Dile que traiga inmediatamente a Bamber y lo ponga al micrófono. Se trata de algo urgente.
Más chisporroteos y crujidos. El chico parecía poner objeciones. Tharp repitió el mensaje de Lawler, y en el otro lado se produjeron uno o dos minutos de silencio.
Luego llegó la voz de Bamber.
—¿Qué es eso tan condenadamente urgente, doctor?
—Envía al chico fuera y te lo diré.
—Él es mi operador de radio.
—De acuerdo, pero yo no quiero que oiga lo que estoy a punto de decirte.
—Hay problemas, ¿eh?
—¿Sigue el muchacho contigo?
—Lo he enviado fuera. ¿Qué ocurre, doctor?
—Estamos desviados noventa grados, en aguas ecuatoriales, y nos dirigimos hacia el suroeste. Delagard nos lleva hacia el mar Vacío —Dag Tharp, que estaba escuchando junto a Lawler, jadeó bruscamente de asombro—. ¿Estás enterado de eso, Bamber?
Se produjo otro largo silencio por parte del Diosa de Sorve.
—Por supuesto que sí, doctor. ¿Qué clase de marino te piensas que soy?
—Dije el mar Vacío, Bamber.
—Sí, ya te he oído.
—Se suponía que debíamos dirigirnos hacia Grayvard.
—Ya lo sé, doctor.
—¿Es para ti correcto que estemos navegando en la dirección equivocada?
—Doy por supuesto que Delagard sabe lo que hace.
—¿Lo das por supuesto?
—Éstos son sus barcos. Yo sólo trabajo para él. Cuando comenzamos a virar hacia el sur, imaginé que debía de haber algún problema en el norte, una tormenta, quizá, algo malo que él quería rodear. Él es quien tiene todas las cartas de navegación buenas, doctor. Nosotros simplemente seguimos la dirección que él nos marca.
—¿Directamente hacia el mar Vacío?
—Delagard no está loco —dijo Cadrell—. Antes de mucho volveremos a virar hacia el norte, ya lo verá. De eso no tengo duda alguna.
—¿No se te ha ocurrido preguntarle el porqué de este cambio de rumbo?
—Ya te lo he dicho: tendrá una buena razón para hacerlo. Doy por supuesto que sabe lo que está haciendo.
—Das por supuestas demasiadas cosas —dijo Lawler.
Tharp levantó la vista de la mesa de radio. Sus ojos, habitualmente encapotados por pliegues de piel arrugada, estaban ahora brillantes y muy abiertos de perplejidad.
—¿El mar Vacío?
—Así parece.
—¡Pero eso es una locura!
—Ya lo creo. Pero por el momento haz como que no has oído nada, ¿de acuerdo, Tharp? Conecta ahora con Martín Yáñez.
—¿No con Stayvol? Siempre le haces a Stayvol la primera llamada.
—Yáñez —dijo Lawler, y luchó contra el recuerdo de José, que le sonreía ansiosamente.
Tras unos cuantos ajustes en los mandos de la radio, la voz de la operadora del Tres Lunas sonó chillona entre los ruidos de la electricidad estática —era una de las hijas de Hein, aunque Lawler no estaba seguro de cuál de ellas—, y un momento más tarde se oyó la voz profunda y firme de Martín Yáñez.
—No hay nada que informar, doctor —dijo—. Hoy tenemos salud excelente por aquí.
—Ésta no es la llamada médica habitual —corrigió Lawler.
—¿De qué se trata entonces? No habréis oído algo del Sol Dorado, ¿verdad?
La voz de Yáñez evidenció una cierta excitación, ansiedad, esperanza.
—Nada de eso, no —dijo Lawler con voz apagada.
—Ah.
—Quería averiguar qué pensabas tú del cambio de rumbo.
—¿A qué cambio de rumbo te refieres?
—No me vengas con esas mierdas, Yáñez. Por favor.
—¿Desde cuándo les conciernen a los médicos los asuntos de navegación?
—Te he dicho que no me vengas con esas mierdas.
—¿Eres ahora un navegante, doctor?
—Soy parte interesada. Todos lo somos. También se trata de mi vida. ¿Qué está ocurriendo, Martín? ¿O Delagard te tiene tan metido en el bolsillo que no vas a decírmelo?
—Pareces terriblemente exaltado —replicó Yáñez—. Nos hemos desviado hacia el sur. ¿Qué tiene de malo?
—¿Por qué lo hemos hecho?
—Eso deberás preguntárselo a Delagard.
—¿Lo has hecho tú?
—Yo no necesito hacerlo. Me limito a seguir el rumbo que él marca. Si él gira hacia el sur, yo también giro hacia el sur.
—Bamber ha dicho más o menos lo mismo. ¿Es que sois tan marionetas suyas que permitís que tire de vuestros hilos cuando y como quiera? Jesús, Martín, ¿por qué ya no nos dirigimos hacia Grayvard?
—Ya te he dicho que se lo preguntes a Delagard.
—Es lo que pienso hacer. Pero primero quería saber qué pensaban el resto de los capitanes acerca de navegar hacia el mar Vacío.
—¿Es eso lo que estamos haciendo? —preguntó la voz de Yáñez con más calma que nunca—. Yo pensaba que simplemente estábamos efectuando un rodeo por el sur a causa de alguna razón que Delagard no había mencionado. Hasta donde yo sé, Grayvard continúa siendo nuestro punto de destino.
—¿Lo dices realmente en serio?
—Si dijera que sí, ¿me creerías?
—Me gustaría poder hacerlo.
—Es la verdad, doctor. Por mi hermano, te juro ante Dios que es la verdad. Delagard no ha dicho ni una palabra acerca de este cambio de rumbo, y yo no le he hecho pregunta alguna, y tampoco lo han hecho Bamber ni Poilin. Doy por supuesto que las hermanas ni se han dado cuenta de que nos hemos desviado de rumbo.
—¿Entonces has hablado de ello con Cadrell y con Stayvol?
—Claro.
—Stayvol es muy amigo de Delagard. No confío en él. ¿Qué ha dicho al respecto?
—Está tan perplejo como el resto de nosotros.
—¿Crees que realmente lo está?
—Sí. ¿Pero hay alguna diferencia en ello? Nosotros seguimos a Delagard. Y si quieres saber qué está pasando, pregúntaselo a él; y, si te lo dice, cuéntamelo, doctor.
—Te lo prometo.
—¿Quieres llamar ahora a Stayvol? —preguntó Dag Tharp, luego de cortar.
—No, creo que por el momento lo dejaré fuera de esto.
Tharp se tiró de la papada.
—Bendita mierda —dijo—. Bendita mierda, bendita mierda. ¿Crees que se trata de una conspiración? ¿Que todos los capitanes están en el secreto y no nos lo dicen?
—Le creo a Martín Yáñez. Sea lo que sea lo que está ocurriendo, puede que Delagard se lo haya contado a Stayvol, pero muy probablemente no a los otros dos.
—¿Y Damis Sawtelle?
—¿Qué pasa con él?
—Supon que, cuando advirtió la desviación de ruta, llamó por radio a Delagard para preguntarle qué ocurría, y Delagard le dijo que no era un jodido asunto suyo. Damis se enfurecería tanto que quizá habría hecho girar su barco en redondo en medio de la noche y se largó a toda vela en dirección a Grayvard por su cuenta. Damis tiene un temperamento bastante exaltado, ¿sabes? Así que quizá ahora está allí, a mil kilómetros al norte de nosotros, y cuando enviamos llamadas de búsqueda, él se limitó a no hacer caso de ellas porque ha desertado de la flota.
—Es una bonita teoría, pero… ¿sabe Delagard manejar este equipo de radio?
—No —respondió Tharp—. Al menos que yo sepa.
—Entonces, ¿cómo pudo haber hablado Damis con él a menos que tú hubieras cogido la llamada?
—En eso tienes razón.
—Sawtelle no se largó por su cuenta. Eso puedo apostarlo, Dag. El Sol Dorado está en el fondo del mar, con Damis Sawtelle y todos los demás que viajaban a bordo. Algo que vive en este océano vino por la noche y los hundió rápida y silenciosamente… algo muy astuto y lleno de recursos; y si tenemos buena suerte, no averiguaremos jamás qué fue. En este momento no tiene sentido pensar en el Sol Dorado. Lo que necesitamos saber es por qué nos estamos dirigiendo hacia el sur en lugar de hacia el norte.
—¿Vas a hablar con Delagard, doctor?
—Creo que debería hacerlo —respondió Lawler.
Delagard acababa de terminar su turno. Parecía cansado. Tenía los hombros caídos hacia adelante y la cabeza inclinada por la fatiga sobre su grueso cuello. Cuando comenzaba a descender por la escotilla que conducía a los camarotes, Lawler lo llamó para que esperara.
—¿Qué ocurre, doctor?
—¿Podemos hablar?
Los párpados de Delagard cayeron durante un momento.
—¿En este preciso momento?
—Sí.
—De acuerdo. Vamos, baja conmigo.
El camarote de Delagard, más del doble de tamaño que el de Lawler, estaba cubierto de ropa sucia, botellas de brandy vacías, piezas de aparejos de barco e incluso algunos libros. Los libros eran tan raros en Hydros, que a Lawler le asombró que estuvieran desparramados tan descuidadamente.
—¿Quieres una copa? —preguntó Delagard.
—Todavía no. Adelante, sírvete tú —Lawler dudó durante un instante—. Ha surgido un pequeño problema, Nid. Parece que nos hemos desviado de rumbo.
—¿Ah, sí? —Delagard no parecía sorprendido.
—Parece que estamos en el lado equivocado del ecuador. Nos dirigimos hacia el sureste en lugar de hacia el noreste. Es una variación bastante considerable de lo planeado.
—¿Tanto nos hemos desviado del rumbo? —preguntó Delagard. Era un asombro burlón y grosero—. ¿Vamos en la dirección completamente opuesta? —jugó con el vaso de brandy, se frotó la clavícula derecha como si le doliera y reorganizó el intrincado desorden que había sobre la mesa que tenía delante—. Si eso es verdad, se trata de un terrible error de navegación. Alguien debió de deslizarse en la bitácora y haber puesto la brújula completamente del revés con la intención de engañarnos. ¿Estás seguro de todo lo que dices, doctor?
—No hagas el gilipollas conmigo. Ya es demasiado tarde para ello. ¿Qué te traes entre manos, Nid?
—Tú no sabes una mierda de navegación en mar abierto. ¿Cómo puedes saber en qué dirección vamos?
—He consultado a algunos expertos.
—¿A Onyos Felk? ¿A ese viejo tonto?
—Sí, hablé con él, entre otros. Estoy de acuerdo en que Onyos no siempre es del todo fiable. Pero los demás sí que lo son.
Delagard le dirigió a Lawler una mirada asesina, con los ojos entrecerrados y las mandíbulas apretadas. Luego se calmó; bebió nuevamente hasta vaciar el vaso y se sumió en un silencio contemplativo.
—De acuerdo —dijo finalmente Delagard—. Ahora es cuando tengo que decírtelo todo. Da la casualidad de que Felk tiene razón, por una vez. No nos dirigimos hacia Grayvard.
La despreocupada seguridad en sí mismo impresionó a Lawler como una brusca sacudida.
—Jesucristo, Nid. ¿Por qué?
—Grayvard no nos quiere. Nunca nos ha querido. Nos respondieron con la misma historia de mierda que las otras islas, que tenían quizá sitio para una docena de refugiados como máximo, y de ninguna manera para la totalidad de nosotros. Tiré de todas las cuerdas que pude, pero mantuvieron esa postura. Estábamos con el culo al aire y sin ningún sitio al que ir.
—¿Así que estuviste mintiéndonos desde el principio mismo del viaje? ¿Estuviste planeando durante todo el tiempo llevarnos al mar Vacío? ¿Nos has traído aquí, de entre todos los sitios a los que podíamos ir? —Lawler meneó la cabeza con asombro—. ¡Realmente tienes unos cojones increíbles, Nid!
—No le mentí a todos. A Gospo Struvin le dije la verdad, y también al padre Quillan.
—Supongo que puedo comprender que se lo dijeras a Gospo. El era tu mejor capitán. Pero ¿a qué viene lo del padre Quillan?
—A él le cuento muchas cosas.
—¿Eres católico, ahora? ¿Es tu confesor?
—Es mi amigo. Es un hombre lleno de ideas interesantes.
—De eso estoy seguro. ¿Y qué interesante idea tenía el padre Quillan acerca del rumbo que debíamos tomar? —preguntó Lawler, mientras se sentía como si todo aquello lo estuviera soñando—. ¿Te dijo que a través de los milagros de la oración y la fortaleza de espíritu podía él obrar un milagro para nosotros? ¿Se ofreció quizá a conjurar alguna bonita isla desocupada en el mar Vacío, donde podríamos establecernos?
—Me dijo que debíamos dirigirnos hacia la Faz de las Aguas —añadió fríamente Delagard.
Otra sacudida, más fuerte que la anterior. Los ojos de Lawler se abrieron más. Bebió un profundo trago del brandy de Delagard, y esperó un momento hasta que le hizo efecto. Delagard, ante él, lo miraba pacientemente al otro lado de la mesa. Tenía aspecto de estar alerta, tranquilo, quizá incluso divertido.
—La Faz de las Aguas —repitió Lawler cuando se sintió lo suficientemente sereno como para hablar—. Eso es lo que has dicho. La Faz de las Aguas.
—Exacto, doctor.
—¿Y por qué pensó el padre Quillan que era una idea tan maravillosa la de dirigirnos hacia la Faz? ¿Puedes explicármelo?
—Porque él sabía que siempre había querido ir allí.
Lawler asintió. Sintió que la serenidad de la desesperación absoluta se apoderaba de él. Otro trago parecía algo apropiado.
—Claro. El padre Quillan cree en la gratificación de los impulsos irracionales, y dado que de todas formas no teníamos ningún sitio al que ir, daba igual que arrastraras a la totalidad de nosotros hasta el otro lado del mundo, al lugar más extraño y remoto de Hydros, acerca del que no sabemos absolutamente nada excepto que los gillies no tienen las agallas suficientes como para acercarse siquiera a él.
—Eso es —Delagard abandonó el sarcasmo y sonrió suavemente.
—El padre Quillan da unos consejos maravillosos. Por eso tuvo tanto éxito durante su sacerdocio.
Inquietantemente tranquilo, Delagard continuó.
—Una vez te pregunté si recordabas las historias que Jolly solía contar acerca de la Faz.
—Un montón de cuentos de hadas, sí.
—Eso es más o menos lo que dijiste aquella vez, pero ¿las recuerdas?
Lawler se detuvo a meditar.
—Veamos. Jolly afirmaba que había atravesado en solitario todo el mar Vacío y había encontrado la Faz, que él aseguraba que era una isla enorme, mucho más grande que cualquiera de las islas gillie. Un lugar cálido y lozano, lleno de extrañas plantas altas que tenían frutas, de pozos de agua dulce, aguas fértiles en las que se podía cosechar… —Lawler hizo una pausa mientras rastreaba entre sus recuerdos—. Decía que se hubiera quedado allí para siempre, porque era un sitio maravilloso para vivir; pero que un día, cuando había salido a pescar, una tormenta lo arrastró más adentro, él perdió la brújula, y creo que encima de todo eso fue cogido por la Ola, y cuando volvió a recuperar el control de su bote estaba a medio camino de su isla natal sin ningún medio para regresar a la Faz. Así que continuó hasta Sorve e intentó conseguir que algunas personas regresaran con él, pero nadie quiso. Todos se reían de él. Nadie creyó una sola palabra de lo que les contó, y finalmente perdió la razón. ¿Correcto?
—Sí —respondió Delagard—. Esencialmente, ésa es la historia.
—Eso es fantástico. Si todavía tuviera diez años, estaría loco de emoción por el hecho de que vayamos a hacerle una visita a la Faz de las Aguas.
—Deberías estarlo, doctor. Va a ser la gran aventura de nuestras vidas.
—¿Lo será?
—Yo tenía catorce años cuando Jolly regresó a Sorve —dijo Delagard—. Y yo escuché lo que él decía. Lo escuché muy atentamente. Quizá estuviera loco, pero a mí no me lo parecía, al menos no al principio, y yo le creí. ¡Una isla enorme, fértil y deshabitada esperándonos a nosotros… y ni un solo apestoso gillie que se interpusiera en nuestro camino!
»A mí me parece un paraíso. Una tierra de leche y miel. Un lugar de milagros. Tú quieres mantener a la comunidad junta, ¿verdad? Entonces, ¿por qué demonios deberíamos apretarnos en algún rincón pequeño y no deseado de la isla de otros y vivir de su caridad como mendigos? ¿Qué otra forma mejor tengo de compensarlos a todos por lo que les hice que llevándolos al otro lado del mundo a vivir en el paraíso?
—Has perdido la razón, Nid. —afirmó Lawler, mirándole fijamente.
—Yo no lo creo así. La Faz está ahí para que alguien se apodere de ella, y nosotros podemos hacerlo. Los gillies son tan supersticiosos con respecto a ella, que no se acercarán; pero nosotros podemos hacerlo, y establecernos en ella, y construir en ella, y cultivar en ella. Podemos hacer que nos dé lo que más deseamos.
—¿Y cuál es la cosa que más deseamos? —preguntó Lawler, que se sentía como si hubiera despegado del planeta y se estuviera alejando hacia la oscuridad del espacio.
—Poder —respondió Delagard—. Control. Nosotros queremos gobernar este sitio. Ya hemos vivido en Hydros durante demasiado tiempo como lastimosos y patéticos refugiados. Ya es hora de que hagamos que los gillies nos besen el culo. Quiero construir en la Faz un asentamiento veinte veces más grande que cualquiera de las islas gillies existentes, cincuenta veces mayor, y conseguir que allí se desarrolle una verdadera comunidad; cinco mil personas, diez mil, e instalar allí un puerto espacial y abrir el comercio con los otros planetas habitados por seres humanos de esta jodida galaxia, y comenzar a vivir como verdaderos seres humanos en lugar de tener que llevar una vida de aprietos, comiendo algas mojadas y navegando a la deriva por el océano como hemos estado haciendo durante ciento cincuenta años.
—Y lo dices tan tranquilo, con un tono de voz muy racional.
—¿Crees que estoy loco?
—Quizá lo crea y quizá no. Lo que sí creo es que eres un monstruoso egoísta hijo de puta, que de esta manera nos conviertes a todos en rehenes de esta loca fantasía tuya. Pudiste habernos dejado en pequeños grupos en cinco o seis islas diferentes, si Grayvard no nos quería a todos.
—Tú mismo dijiste que no querías eso. ¿Recuerdas?
—¿Y esto es mejor? ¿Arrastrarnos contigo hasta aquí? ¿Poner todas nuestras vidas en peligro mientras tú vas a la caza de cuentos de hadas?
—Sí, lo es.
—Eres un bastardo. Eres un absoluto y consumado bastardo. ¡Entonces sí que estás loco!
—No, no lo estoy —aseguró Delagard—. Ya hace años que planeo esto. He pasado la mitad de mi vida pensando en ello. Le hice a Jolly toda clase de preguntas y estoy completamente seguro de que realizó el viaje que afirmaba haber hecho, y de que la Faz es lo que él decía que era.
»Durante años he estado planeando enviar una expedición aquí. Gospo lo sabía. Él y yo íbamos a ir juntos, quizá dentro de unos cinco años. Bueno, los gillies me dieron una buena excusa al expulsarnos de Sorve como lo hicieron, y luego las demás islas no quisieron aceptarnos y yo me dije: «Vamos, éste es el momento, ésta es la oportunidad. Cógela, Nid». Y así lo hice.
—Así que lo tenías en mente desde el momento mismo en que salimos de Sorve.
—Sí.
—Pero ni siquiera se lo dijiste a tus capitanes.
—Sólo a Gospo.
—Que pensaba que era una idea absolutamente estupenda.
—Correcto —dijo Delagard—. Él estaba conmigo en todo. Igual que Quillan cuando se lo comenté. El padre está completamente de acuerdo conmigo.
—Por supuesto que sí. Cuanto más extrañas son las cosas, mejor para él. Cuanto más lejos pueda esconderse de la civilización, más le gusta. La Faz es su Tierra Prometida. Cuando lleguemos allí, podrá establecer la iglesia en esa tierra de leche y miel tuya y nombrarse sumo sacerdote, cardenal, papa, o como le dé la gana llamarse a sí mismo… mientras tú construyes tu imperio, ¿eh, Nid? Y todo el mundo contento.
—Sí. Lo has comprendido perfectamente.
—Así que todo está ya decidido. Aquí estamos, en el borde del mar Vacío, y nos internamos más en él a cada minuto.
—¿No te gusta, doctor? ¿Quieres bajarte del barco? Hazlo. Vamos a continuar adelante tanto si te gusta como si no.
—¿Y tus capitanes? ¿Crees que van a continuar contigo cuando se enteren de cuál es el verdadero destino?
—Puedes apostar a que lo harán. Ellos van adonde yo les digo. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Las hermanas puede que no nos sigan si se dan realmente cuenta de hacia dónde vamos, pero eso no estaría mal del todo. ¿De qué sirven de todas formas esas putas locas? Sólo nos crearán problemas cuando lleguemos a la Faz.
»Eso está fuera de discusión. Llegaremos allí y construiremos el más grande y rico asentamiento que Hydros haya visto jamás, y todos viviremos felices para siempre. Confía en mí; así será. ¿Quieres un poco más de brandy, doctor? Sí, creo que sí quieres. Toma, aquí tienes uno bien servido. Me parece que lo necesitas.
El padre Quillan, de pie junto a la borda y mirando extáticamente al vacío que parecía incluso más vacío que el interminable trozo de mar que ya habían atravesado, parecía estar en su modalidad pura y espiritual en aquel momento. Tenía el rostro enrojecido y los ojos brillantes.
—Sí —dijo—. Yo le dije a Delagard que debía realizar el viaje hasta la Faz.
—¿Cuándo fue eso? ¿Cuando aún estábamos en Sorve?
—Oh, no. Cuando estábamos en el mar. Fue poco después de que muriera Gospo Struvin. Delagard se tomó muy mal la muerte de Gospo, ya sabe. Vino a mí y me dijo: «Padre, yo no soy un hombre religioso, pero tengo que hablar con alguien y usted es el único de los presentes en quien confío. Tal vez usted pueda ayudarme». Y me habló de la Faz. Me contó cómo era, por qué quería ir allí; y del plan que él y Gospo habían trazado. Él no sabía qué hacer en aquel momento, cuando Gospo había desaparecido. Todavía quería dirigirse hacia la Faz, pero no estaba seguro de poder sacar adelante el viaje.
»Discutimos en profundidad acerca de la Faz de las Aguas. Él me explicó muy detalladamente la naturaleza de aquel lugar, según lo había oído describir mucho tiempo atrás por un anciano marinero. Cuando acabó de contarme la historia lo animé a que continuara con lo planeado, incluso sin Gospo. Comprendí la importancia del asunto y le dije que él era el único hombre de este planeta que podía alcanzar aquella meta. No debe permitir que nada se interponga en su camino, le dije. Continúe adelante, llévenos a ese paraíso, a esa isla virgen donde podremos comenzar desde cero; y él hizo virar el barco y comenzó a dirigirse hacia el sur.
—¿Y por qué —preguntó Lawler cautelosamente— cree usted que vamos a poder hacer algún comienzo viable en esa isla virgen? Sólo somos un puñado de gente hacia una tierra salvaje de la que no sabemos nada de nada.
—Porque —dijo Quillan con una voz calma, plana y sin entonaciones, pero lo suficientemente dura como para grabar sus palabras en una placa de metal— creo que la Faz es literalmente un paraíso. Creo que es el Edén. Literalmente.
Lawler parpadeó.
—¿Lo dice en serio? ¿El auténtico Edén en el que vivían Adán y Eva?
—El auténtico Edén, sí. Edén es cualquier parte que no haya sido tocada por el pecado original.
—De modo que Delagard sacó de usted esa idea de que la Faz es un paraíso. Tendría que haberlo imaginado. Y supongo que cree también que Dios vive allí. ¿O es sólo su residencia de vacaciones?
—No lo sé. Pero me gustaría pensar que está allí. Él siempre está donde está el paraíso.
—Claro —dijo Lawler—. El Creador del Universo vive justo aquí, en Hydros, en una isla pantanosa cubierta por una maraña de algas marinas… No me haga reír, padre. Ni siquiera estoy seguro de que usted crea en Dios. La verdad es que durante la mitad del tiempo tampoco usted está seguro de ello.
—No siempre estoy seguro, es cierto —respondió el sacerdote.
—Cuando pasa por sus momentos «muertos».
—Sí. Los momentos en los que me siento absolutamente convencido de que evolucionamos de los animales inferiores sin absolutamente ningún propósito. Cuando pienso que todo el largo proceso de evolución desde la ameba al hombre de la Tierra, desde los microorganismos a cualquier clase de animal sensitivo de cualquier planeta, es tan automático como los movimientos de un planeta alrededor de su sol, e igualmente carente de sentido. Cuando pienso que nada lo puso en movimiento. Que nada lo mantiene en funcionamiento excepto su naturaleza innata.
—Eso es lo que cree durante la mitad del tiempo.
—La mitad, no; pero sí algunas veces. La mayor parte del tiempo no es así.
—Y cuando no descree, entonces, ¿qué?
—Entonces creo que hubo una Causa Primera que lo puso todo en movimiento (por razones que puede que nunca conozcamos) y que lo mantiene en funcionamiento debido a su gran amor por sus criaturas. Porque Dios es amor, como dijo Jesús, en la parte de la Biblia que usted no llegó a leer: «Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor». Dios es comunicación. Dios es el final de la soledad, la máxima comunión. El que un día nos reunirá a todos en su seno, independientemente de nuestra valía, donde viviremos para siempre en la gloria, libres de toda clase de dolor.
—Y eso es lo que usted cree durante la mayor parte del tiempo…
—Sí. ¿Cree usted que podría hacerlo?
—No —dijo Lawler—. Ojalá pudiera, pero no puedo.
—Así que entonces…usted cree que todo carece de propósito.
—No exactamente. Pero nunca sabremos cuál es ese propósito, ni a quién pertenece. Las cosas ocurren, de la forma en que desapareció el Sol Dorado durante la noche, y no necesariamente averiguamos el por qué. Y cuando muramos, no habrá seno alguno que nos recoja, ninguna vida posterior en la gloria. No habrá nada.
—Ah —exclamó Quillan, mientras asentía con la cabeza—. Mi pobre amigo… Usted pasa cada día de su vida en el estado que yo alcanzo en los momentos de más árida desesperación.
—Quizá sea así. Pero de alguna manera lo soporto.
Lawler entrecerró los ojos y recorrió con la vista la brillante superficie del mar en dirección suroeste, como si esperara que una gran isla oscura apareciera a la vista en cualquier momento. La cabeza le latía. Deseaba ahogar el dolor en tintura de alga insensibilizadora.
—Cuando rezo por usted, lo que pido es que algún día no muy lejano pueda curar por fin su dolor —dijo Quillan.
—Ya veo —comentó Lawler con tono apagado.
—¿Lo ve realmente? ¿Cree que es así?
—Lo que veo es que en su hambre de paraíso, usted no se lo pensó dos veces para vendernos a todos a Delagard.
—Esto lo dice usted con mucha crueldad —protestó Quillan.
—Sí, supongo que sí. Lo siento —dijo con ironía—. No creo que tenga ninguna razón para sentirme irritado, ¿verdad?
—Hijo mío…
—¡Yo no soy hijo suyo!
—Es usted hijo de Dios, al menos.
Lawler suspiró. Dos lunáticos, pensó: Delagard y Quillan. Uno dispuesto a cualquier cosa en nombre de la redención, y el otro por conquistar mundo. Quillan apoyó suavemente su mano sobre una mano de Lawler y sonrió.
—Dios lo ama —dijo suavemente—. Él lo llevará a su gracia, no tema.
—Dime lo que sepas acerca de la Faz de las Aguas —le pidió Lawler a Sundria—. Absolutamente todo lo que sepas.
Estaban en el camarote de él.
—No es mucho —respondió ella—. Sé que es algún tipo de isla gigantesca u objeto parecido a una isla, inmensamente más grande que cualquiera de las islas conocidas y habitadas. Cubre cientos de hectáreas, una enorme masa de terreno permanentemente anclada.
—Eso ya lo sé yo, pero ¿averiguaste algo de ella durante las conversaciones que solías mantener con los gi-llies? Perdón, los Moradores.
—No les gustaba hablar de eso. Excepto a una hembra que conocí en Simbalimak. Se animó a responder a algunas de mis preguntas.
—¿Y?
—Dijo que era un sitio prohibido, un sitio al que nadie podía ir.
—¿Eso es todo? Cuéntame algo más.
—Son cosas bastante oscuras.
—Ya lo imagino. Cuéntame, Sundria, por favor.
—Habló de una forma bastante críptica. A mí me pareció que lo hacía deliberadamente, pero tuve la impresión de que la Faz de las Aguas no es simplemente un tabú, o que le tengan miedo y por tanto la eviten sin más, o que está literalmente deshabitada… y es físicamente peligrosa. «Son los cimientos de la Creación», me dijo. Se cree que los Moradores muertos regresan a la fuente de origen. Cuando muere un Morador, me dijo ella, la frase que emplean para decirlo es que «se ha ido a la Faz». Tuve la impresión de que era algo hirviente de energía… algo ardiente, feroz y muy, muy poderoso. Como si allí hubiera una reacción nuclear constante.
—Cristo —dijo Lawler, sin entonación en la voz.
A pesar de lo cálido del aire del pequeño camarote húmedo, sintió que un escalofrío le subía por las piernas. También tenía fríos los dedos de las manos, además de crispados. Se volvió, cogió el frasco de tintura de alga y se sirvió una dosis. Miró interrogativamente a Sundria, pero ella negó con la cabeza.
—Ardiente, feroz y poderoso —repitió las palabras de ella—. Una reacción nuclear.
—Comprenderás que no era ése el concepto que ella utilizó. Es la conclusión que yo saqué, basándome en las frases metafóricas que ella empleaba. Ya sabes lo difícil que resulta comprender lo que nos dicen los Moradores.
—Sí.
—Pero mientras ella me hablaba de esas cosas, yo me encontré pensando si no habría tenido lugar allí algún experimento de los Moradores hace mucho tiempo, algún tipo de proyecto atómico que les hubiera salido mal, algo de esa naturaleza. Sólo es una conjetura, como comprenderás. Pero, por la forma en que ella hablaba, por lo incómoda que parecía, por su manera de levantar barreras cuando yo formulaba demasiadas preguntas, pude darme cuenta de que creía que en la Faz había algo que debía ser evitado a toda costa. Algo en lo que los gillies ni siquiera querían pensar y menos aún hablar de ello.
—Mierda —Lawler se bebió la tintura de un solo trago y sintió sus efectos estabilizantes casi de inmediato—. Un territorio consumido por la fuerza atómica. Una reacción en cadena perpetua. Eso no encaja muy bien con las cosas que me estuvieron diciendo Delagard y el padre Quillan.
—¿Has estado hablando con ellos sobre la Faz de las Aguas? ¿Por qué? ¿Qué es lo que de pronto resulta tan interesante acerca de la Faz?
—Es el tema del momento.
—Val, ¿serías tan amable de decirme qué está ocurriendo?
Él dudó durante un instante. Luego habló con voz apagada.
—Hace días que no navegamos en la dirección de Grayvard. Estamos al sur del ecuador y avanzamos cada vez más hacia el interior del mar Vacío —ella le dirigió una mirada de sobresalto. Él continuó—: El lugar hacia el que nos dirigimos —le dijo— es la Faz de las Aguas.
—Lo dices como si hablaras realmente en serio.
—Y así es.
Ella se apartó bruscamente, como si él hubiera levantado una mano de forma amenazadora.
—¿Es esto obra de Delagard?
—Exacto. Así me lo dijo él mismo hace media hora, cuando lo acorralé con algunas preguntas acerca del rumbo que estábamos siguiendo.
Lawler le resumió todo el asunto rápidamente: las historias de Jolly acerca de su viaje hasta la Faz; el sueño de Delagard de establecer allí una ciudad y utilizarla para ganar poder sobre todo el planeta, Moradores incluidos; sus planes para construir finalmente un puerto espacial y abrir Hydros al comercio interestelar.
—¿Y el padre Quillan? ¿Dónde encaja él en todo esto?
—Él es quien anima a Delagard para que continúe. Ha decidido, y no me preguntes por qué, que la Faz es una especie de paraíso, y que Dios, su Dios, ese al que ha estado intentando encontrar durante toda su vida, tiene allí su cuartel general cuando anda por las inmediaciones. Así que está ansioso por conseguir que Delagard lo lleve hasta allí y poder decirle finalmente «hola».
Sundria lo miraba con la expresión de desconcierto de una mujer que acaba de descubrir que una pequeña serpiente le está subiendo por la parte interior del muslo.
—¿Crees que están locos?
—Cualquiera que hable de cosas como «hacerse con el control» y «ganar poder» está loco en mi opinión —dijo Lawler—. De la misma forma que lo está cualquiera preocupado por un concepto como el de encontrar a Dios. Para mí, son ideas disparatadas. Y cualquiera que abrace ideas disparatadas está loco, al menos según mi definición de esa palabra. Y da la casualidad de que uno de ellos está al mando de esta flota.
El cielo comenzaba a oscurecerse cuando Lawler regresó a la cubierta. El turno de mediodía estaba desparramado por la arboladura, arriando velas rápidamente bajo la dirección de Onyos Felk. Soplaba un viento poderoso en dirección norte, que ya había alcanzado mucha fuerza y velocidad y amenazaba convertirse en una aullante ventisca en cualquier momento. Una fuerte tormenta se les estaba echando encima, una enorme masa de turbulencias que avanzaba desde el sur. Lawler pudo ver cómo marchaba a lo lejos: arrojaba torrentes de agua y transformaba el mar en enormes olas de espuma blanca. Los rayos cruzaban el cielo y producían una luz rara; eran terribles destellos amarillos acabados en varias bifurcaciones, seguidos casi inmediatamente por fuertes estallidos de truenos.
—¡Cubos! ¡Barriles! ¡Aquí llega el agua! —chillaba Delagard.
—Agua suficiente como para inundarnos hasta el cuello —dijo Dag Tharp en voz baja, mientras pasaba corriendo junto a Lawler, por la cubierta.
—¡Dag! ¡Espera!
El operador de radio se volvió.
—¿Qué pasa, doctor?
—Cuando cese esta tormenta, tú y yo tendremos que hacer algunas llamadas al resto de la flota. He estado hablando con Delagard: nos está llevando a la Faz de las Aguas, Dag.
—Tienes que estar bromeando.
—Ojalá.
Lawler miró hacia el cielo, que cambiaba rápidamente. Había adquirido una extraña tonalidad metálica, un siniestro brillo apagado y grisáceo, y en los bordes de la gran nube negra suspendida justo al sur se veían las pequeñas lenguas siseantes de los rayos. El océano estaba comenzando a tener un aspecto tan feroz como el que había tenido durante la tormenta de tres días.
—Oye, ahora no tenemos tiempo para discutir el tema, pero se ha montado una enorme cantidad de razones descabelladas para hacer lo que está haciendo. Tenemos que detenerlo.
—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Tharp.
Se levantó una ola por el lado de estribor, con la ferocidad de un látigo.
—Hablaremos con los otros capitanes. Convoca a todos los barcos. Explícales a todos lo que está ocurriendo, somete el tema a votación si fuera necesario, pero hay que deponer a Delagard de alguna manera.
Lawler veía el esquema claramente en su cabeza: una reunión de todos los habitantes de Sorve, la revelación de la grotesca verdad de aquel viaje, una apasionada denuncia de la loca ambición del dueño de los barcos, una apelación directa al sentido común de la comunidad. Su propia reputación como persona lógica y cuerda opuesta a la grandiosa visión de Delagard y a su naturaleza tempestuosa.
—No podemos permitir que nos arrastre estúpidamente hacia el primer sitio descabellado que se le ocurra. Tenemos que impedirle que lo haga.
—Los capitanes le son leales.
—¿Continuarán siéndole leales cuando se enteren de la real situación?
Otra ola golpeó el barco; una tremenda bofetada de agua que lo hizo escorar a babor. Por encima de la barandilla saltó una cascada repentina. Un momento después el aire se vio invadido por el terrible destello de un rayo y el crujir casi simultáneo del trueno, y luego cayó una espesa cortina de lluvia.
—Hablaremos de ello más tarde —le gritó Lawler a Tharp—. ¡Cuando la tormenta se haya calmado!
El radio se alejó en dirección a proa; Lawler se agarró fuertemente a la barandilla. Rodeado de agua, se asfixiaba cuando venía por varios lados al mismo tiempo, entre el mar enloquecido y espumoso que lo lamía y la enorme masa de lluvia casi sólida que bajaba del cielo. Tenía la nariz y la boca llenas de agua, dulce y salada a tiempos. Jadeó y volvió la cabeza, sintiéndose medio ahogado, y se atragantó, resolló y tosió hasta que pudo volver a respirar.
Sobre el barco había descendido una oscuridad de medianoche. El mar resultaba invisible excepto cuando el destello de los rayos lo iluminaba; entonces las enormes cavernas bostezantes que se elevaban por todas partes como cámaras secretas parecían abrirse para tragarlos. Por el puente aún podían verse algunas siluetas oscuras, corriendo frenéticamente de un lado a otro mientras Delagard y Felk gritaban órdenes. Las velas estaban arriadas. El Reina de Hydros, inclinándose y escorándose ante el pleno embate de la tormenta, volvió sus mástiles hacia barlovento. Ahora se elevaba sobre la cresta de una ola enorme, ahora caía en la bostezante depresión y golpeaba el espumoso fondo de ésta con un sonido restallante. Lawler oía chillidos distantes. Tenía la sobrecogedora sensación de que enormes volúmenes de agua implacable descendían desde todas partes.
En medio del inmenso rugido de la tormenta, la furia aterrorizadora que estallaba y los golpeaba, el penetrante aullido del viento, el retumbar de los truenos y el tamborileo de la lluvia, se produjo un sonido repentino que era más atemorizador que cualquiera de los que lo habían precedido: el sonido del silencio, la absoluta falta de ruido que cayó mágicamente como una cortina sobre aquel tumulto. Todos los que estaban a bordo del barco lo percibieron en el mismo momento y se detuvieron para levantar los ojos, sobresaltados, perplejos, atemorizados. Aquel silencio duró quizá unos diez segundos: una eternidad.
Y después se oyó un sonido que era aún más extraño, incomprensible incluso, y tan sobrecogedoramente aterrador que Lawler tuvo que luchar contra el impulso de caer de rodillas. Se trataba de un sonido rugiente y bajo que crecía en intensidad segundo a segundo hasta que al cabo de un momento llenó el aire como el grito de una garganta más grande que la galaxia entera. Lawler fue ensordecido por él. Alguien pasó corriendo por su lado —Pilya Braun, advirtió después— y le tiró furiosamente del brazo. Señaló hacia barlovento y le gritó. Lawler la miró fijamente sin comprender una sola palabra; repitió, y esta vez su voz, infinitesimal con respecto al monstruoso rugido que llenaba el cielo, llegó hasta él con la suficiente claridad.
—¿Qué estás haciendo en cubierta? —preguntó—. ¡Vete abajo! ¡Vete abajo! ¿Es que no lo ves? ¡Es la Ola!
Lawler aguzó la vista y pudo distinguir algo largo y alto que brillaba con un fuego dorado interior en el pecho del mar, muy a lo lejos; una línea brillante que se extendía por el horizonte, algo más alto que cualquier muralla, de la que brotaba una luz propia. La miró lleno de asombro.
Dos figuras pasaron corriendo por su lado, gritándole advertencias, y Lawler asintió: Sí, sí. Ya veo. Ya comprendo. Pero continuaba siendo incapaz de apartar los ojos de aquella distante cosa que se acercaba a toda velocidad. ¿Por qué brillaba de aquella manera? ¿Qué altura tendría? ¿De dónde habría salido? Poseía una especie de belleza; las lenguas de espuma blancas como la nieve a lo largo de su cresta, el cristalino destello de su corazón, la pureza de su ininterrumpido movimiento de avance. Devoraba la tormenta al acercarse, imponiendo sobre el caos de la tempestad un titánico orden propio.
Lawler la observó hasta que ya casi no le quedó tiempo para escapar. Luego corrió hacia la escotilla delantera. Se detuvo durante un instante para mirar atrás, y vio que la Ola se encumbraba por encima del barco como un dios que cabalgara sobre el mar. Se lanzó a través de la puerta y la cerró detrás de sí. Kinverson se puso de pie junto a él para correr los listones que la aseguraban. Sin decir una palabra, Lawler descendió la escalerilla hacia el corazón de la nave y se reunió con sus compañeros de tripulación para esperar el momento del impacto.