ROMA-PARÍS

A las ocho de la mañana fui a ver a Randy, de muy buen humor porque había empezado el día con un Plimasin y, pese al calor seco, la nariz no me goteaba. El hotel de Randy no le llegaba al Hilton ni a la suela del zapato. Estaba en una callejuela de empedrado romano, repleta de coches, no lejos de la escalinata de la Plaza de España. Ya no recuerdo el nombre. Mientras esperaba en el estrecho pasillo que hacía las veces de vestíbulo, recepción y café, hojeé el Herald que me había comprado por el camino. Me interesaban las negociaciones entre el Gobierno y Air France, pues la perspectiva de quedarme inmovilizado en Orly no me atraía demasiado. El personal de tierra del aeropuerto estaba en huelga, pero de momento seguían aterrizando aviones en París.

Randy no tardó en aparecer y, considerando que había pasado la noche en blanco, su estado de ánimo no era malo, aunque parecía algo deprimido; desde luego el fracaso era bien evidente. Solo nos quedaba París como única tabla de salvación. Randy quería acompañarme él mismo al aeropuerto, pero me negué a ello; tenía que dormir. Afirmó que eso era imposible en su habitación, y entonces subí con él. En la estancia entraba el sol a raudales, y del cuarto de baño abierto de par en par no venía aire fresco, sino el olor de la colada puesta a hervir.

Por suerte teníamos la alta presión atmosférica de las Azores, predominantemente seca, así que recurrí a mis conocimientos profesionales: corrí las cortinas, mojé la parte baja para que el aire circulase mejor, abrí un poco todos los grifos, y tras esta misericordiosa operación me despedí y le aseguré que le llamaría en cuanto supiera algo concreto. Fui al aeropuerto en un taxi, después de recoger mi equipaje en el Hilton a toda prisa, y poco antes de las once ya estaba empujando un carrito con las maletas. Era la primera vez que me encontraba en el nuevo edificio del aeropuerto romano, y empecé a buscar los tan elogiados dispositivos técnicos de seguridad sin adivinar la exactitud con que llegaría a conocerlos.

La prensa había hecho una gran propaganda de la inauguración de este aeropuerto, porque se suponía que con él se pondría fin a todos los atentados. Solo la sala acristalada de la aduana tenía un aspecto normal. Por todo el edificio, que desde arriba parecía un tambor, se extendía una red de escaleras mecánicas y cintas transportadoras en las que la gente podía ser radiografiada sin que nadie se diera cuenta. En los últimos tiempos se habían llegado a pasar de contrabando granadas y armas de fuego desmontadas que después volvían a montarse en el lavabo del avión, y por ello los italianos fueron los primeros en renunciar al magnetómetro. Ahora se examinaban los cuerpos y las ropas de los pasajeros durante su paso por las escaleras mecánicas, mediante ultrasonidos. Un computador daba inmediatamente los resultados de este control invisible y designaba a las personas sospechosas. Se decía que este sistema descubría hasta los empastes de las muelas y las hebillas de los cinturones; ni siquiera una carga explosiva no metálica le pasaba desapercibida.

El nuevo aeropuerto tenía el nombre no oficial de «Laberinto». Durante la fase de pruebas, los funcionarios del servicio de seguridad habían utilizado las escaleras mecánicas con toda clase de armas refinadamente ocultas, y ninguno de ellos había logrado pasar desapercibido. El Laberinto funcionaba desde el mes de abril sin incidentes graves; siempre se trataba de gente que llevaba objetos tan extraños como inofensivos, por ejemplo, una pistola de juguete o incluso su silueta recortada en papel de estaño. Muchos expertos afirmaban que esto era un intento de agitación psicológica por parte de terroristas defraudados, y otros decían que se trataba de tentativas para averiguar la máxima capacidad de funcionamiento del dispositivo. Estos falsos contrabandistas eran la pesadilla de los juristas, pues, aunque sus intenciones resultaban inequívocas, no eran delictivas. El único incidente serio se registró el día de mi salida de Nápoles. Un asiático lanzó una bomba en el llamado Puente de los Suspiros, en el centro del Laberinto, justo cuando acababa de ser descubierto por los aparatos. La bomba cayó en el vestíbulo de debajo del puente, pero la explosión no causó ningún daño aparte del susto consiguiente de los viajeros. Ahora creo que estos pequeños sucesos preparaban una operación que burlaría el sistema de seguridad mediante una táctica diferente.

El despegue de mi avión de Alitalia se retrasó una hora porque no se sabía seguro si aterrizaríamos en Orly o en De Gaulle. Por lo tanto, fui a cambiarme de ropa, ya que habían anunciado que también en París estaban a treinta grados a la sombra. No recordaba en qué maleta había puesto la camiseta, por lo que me dirigí a los lavabos con el carrito; sin embargo, no podía subir con él por la escalera mecánica, así que deambulé largo rato por las rampas de los pasillos subterráneos hasta que alguien con aspecto de rajá me indicó el camino. Ignoro si era realmente un rajá, pero llevaba un turbante verde. Me habría gustado saber si se lo quitaba en la bañera. Él también se dirigía a los lavabos. Había perdido tanto tiempo en mi excursión con el carrito que solo me di una rápida ducha y me vestí a toda prisa: un traje de hilo y zapatos de lona. Metí la ropa interior y el neceser dentro de la maleta, y me dirigí con las manos vacías hacia la puerta de salida. Todas mis cosas iban en el equipaje; esta decisión resultaría muy sensata, pues dudo que los microfilmes —los tenía en el neceser— hubieran salido indemnes del baño de sangre de la escalera.

La climatización de la sala no era perfecta: en muchos rincones hacía un frío glacial, mientras que en otros reinaba el calor propio de un horno. En el pasillo de los vuelos a París soplaba un aire más cálido, por lo que me eché la chaqueta al hombro. También esto fue una feliz inspiración. Cada uno de nosotros recibía un «pase Ariadna», una funda de plástico para el billete que incluía un resonador electrónico. Sin él no se podía subir al avión. Justo detrás del torniquete del pasillo empezaba una escalera mecánica, tan estrecha que era preciso ir en fila india. El ascenso recordaba un poco al Tívoli y un poco a Disneylandia. Una vez arriba, los peldaños se unían a una cinta transportadora que atravesaba la sala por encima, en un océano de luces de neón. El suelo no se veía, pues estaba sumido en la oscuridad. Ignoro cómo habían conseguido este efecto. Después del Puente de los Suspiros, la cinta describía una curva y se convertía de nuevo en una escalera, que conducía hacia arriba con una inclinación bastante pronunciada y atravesaba la misma sala; esta solo podía reconocerse por los apuntalamientos del techo, ya que cada cinta transportadora tenía a ambos lados una chapa de aluminio decorada con dibujos mitológicos. Esto es todo cuanto pude saber del recorrido. Su idea básica era sencilla: el carnet del pasajero que lleva algo sospechoso emite un sonido continuado. El sujeto así desenmascarado no puede escapar, porque la cinta transportadora es demasiado estrecha; los múltiples pasillos que hay sobre el vestíbulo tienen la misión de desmoralizarle y obligarle a deshacerse del arma. En el vestíbulo hay letreros en los que se advierte en veinte lenguas que introducir armas o explosivos a bordo o aterrorizar a los pasajeros equivale a arriesgar el pellejo. Esta enigmática amenaza se insinúa de diversas maneras: yo había oído hablar de tiradores profesionales ocultos tras las paredes de aluminio, pero no di crédito a este rumor.

Era un vuelo chárter, pero en el Boeing había más plazas de las solicitadas, por lo que se pusieron a la venta los billetes restantes. Y alguien que, como yo, había comprado el billete en el último momento, se vio implicado en la misma confusión. El Boeing había sido fletado por un consorcio bancario, pero mis vecinos de la escalera mecánica no tenían el aspecto de empleados de banca. La primera en pisar los escalones fue una anciana con bastón, después una rubia con un perro, yo, una niña y un japonés. Cuando miré hacia abajo, vi periódicos desplegados en manos de varios pasajeros. Yo prefería mantener los ojos bien abiertos y por ello metí mi Herald doblado bajo los tirantes, como un quepis.

La rubia llevaba unos pantalones guarnecidos con perlas, tan estrechos que se le marcaban las bragas, y sostenía en el brazo un perro de trapo que parecía vivo porque abría y cerraba los ojos. La chica me recordó a la rubia de la revista que me había acompañado durante el viaje a Roma. La niña, de ojos avispados, toda vestida de blanco, semejaba una muñeca. El japonés, no mucho más alto que ella, era el típico turista ávido e iba acicalado de pies a cabeza, como si acabara de salir del taller de un excelente sastre. Sobre la chaqueta a cuadros que llevaba abrochada se cruzaban las correas de un transistor, unos gemelos y una gran cámara Nikon-Six. Cuando me volví, estaba destapando esta última, como si se propusiera fotografiar las maravillas del Laberinto. Los peldaños se convirtieron en cinta lisa al tiempo que se oía un penetrante pitido. Procedía del japonés. La muchacha se apartó un poco de él, inquieta, y apretó contra su pecho el monedero y el billete, mientras él, sin cambiar de expresión, aumentaba el volumen de su radio. Tenía que ser muy ingenuo si creía que con ello ahogaría el pitido. Este fue el primer aviso. Nos deslizábamos por encima del gran vestíbulo. En ambos lados de la cinta brillaban a la luz de los tubos de neón las imágenes de Rómulo, Remo y la loba, y el billete del japonés pitaba de manera ensordecedora. Un estremecimiento recorrió a las personas allí congregadas, aunque nadie profirió el menor sonido. El japonés pestañeó y durante bastante rato se quedó como petrificado, oyendo el pitido cada vez más alto; la frente se le perló de sudor. Se sacó el billete del bolsillo e inició una lucha desesperada contra él. Lo zarandeó como un loco a la vista de todos, aunque nadie abrió la boca. Ninguna de las mujeres gritó. En cuanto a mí, solo tenía interés en saber cómo lo sacarían de entre nosotros. Cuando se terminó el Puente de los Suspiros y la cinta describió una curva, el japonés se agachó tanto que dio la impresión de que se lo había tragado la tierra. Tardé un poco en darme cuenta de lo que hacía. Sacó de la funda la cámara Nikon y la abrió. La cinta se deslizaba de nuevo en línea recta, pero ahora empezaron a formarse peldaños que se convirtieron en una escalera, pues el segundo Puente de los Suspiros era en realidad una escalera que cruzaba una vez más el gran vestíbulo. Cuando el japonés se enderezó, en la Nikon apareció un objeto ovalado, refulgente, como espolvoreado de cristales de azúcar, un cilindro que apenas se podía abarcar con la mano. Era una granada no metálica, de corindón, con una funda en la que había dientes perforados, y sin mango. Dejé de oír el pitido del billete. El japonés apretó contra sus labios con ambas manos el fondo de la granada, como si quisiera besarla, y cuando se la apartó de la cara comprendí que había sacado la espoleta con los dientes: ahora la tenía entre los labios. Di un salto, pero solo rocé la granada con la mano, porque el japonés se lanzó violentamente hacia atrás, derribando a varias personas y golpeándome en la rodilla. Di con los codos doblados en la cara de la niña, el propio impulso me lanzó contra la barandilla, choqué de nuevo con la niña y la arrastré conmigo al caer desde el puente y precipitarme en el vacío. Después sentí un duro golpe en los riñones y ambos caímos de la luz hacia la oscuridad.

Esperaba caer sobre arena. Los periódicos no habían dicho de qué estaba compuesto el suelo del vestíbulo, solamente habían subrayado que la explosión no había causado ningún desperfecto. Así pues, yo contaba con arena, y por ello intenté juntar las piernas durante la caída. Pero en lugar de arena noté algo blando, elástico, húmedo, que bajo mi peso se hundía como la espuma, y bajo esta espuma me encontré en un líquido glacial. Al mismo tiempo me llegó hasta la médula el trueno de la detonación. Había perdido a la niña. Tenía las piernas metidas en lodo o fango, y me hundía en él mientras intentaba nadar con brazadas desesperadas, hasta que por fin la serenidad acudió en mi ayuda. Disponía de un minuto, tal vez un poco más, para salir de allí. Primero pensar, luego actuar. Debía de ser un recipiente que, por su forma, impedía la acumulación de la onda compresiva. Así pues, no era un plato, sino más bien un embudo, forrado con una masa resbaladiza y lleno de agua cubierta por una gruesa capa de espuma amortiguadora.

En vez de esforzarme por subir, ya que estaba hundido por encima de las rodillas, me agaché como una rana y palpé el suelo con los brazos extendidos. Se elevaba por el lado derecho. Utilicé las manos como dos palas planas y traté de arrancar las piernas de aquella pasta viscosa; era un esfuerzo enorme. Continué arrastrándome por la pendiente inclinada, usé de nuevo las manos como palas y me impulsé hacia arriba como si estuviera en un declive nevado, solo que allí se podía respirar.

Seguí impulsándome hacia arriba hasta que empezaron a estallar contra mi rostro gruesas burbujas y, medio asfixiado, respirando con dificultad, emergí en una penumbra llena de gritos, proferidos por la gente que había encima de mí. Miré a mi alrededor, con la cabeza sobresaliendo apenas de la viscosa espuma. La niña no estaba allí. Inspiré profundamente y me sumergí con los ojos cerrados; el agua contenía algo que quemaba como el fuego. Volví a emerger y me sumergí de nuevo por tres veces, y entonces noté que las fuerzas me abandonaban, pues me resultaba imposible tomar impulso en aquel suelo de fango y tenía que mantenerme encima de la espuma para evitar que me absorbiera. Ya había perdido toda esperanza cuando agarré por casualidad sus largos cabellos. La espuma hacía su cuerpo resbaladizo como el de un pez. Cuando pude cogerla por la blusa, esta se me rompió entre los dedos.

No sé con exactitud cómo logré subir con ella. Solo recuerdo una breve lucha, las grandes burbujas que le arranqué de la cara, el horrible sabor metálico del agua y mis maldiciones silenciosas; por fin, conseguí levantarla por encima del borde del embudo —era una pared gruesa y elástica como la goma—. Cuando la hube posado fuera del recipiente, no trepé enseguida fuera del agua, sino que me dejé caer hasta el cuello en la espuma, que crepitaba ligeramente, y me quedé jadeando y oyendo sobre mí los gritos de la gente. Tuve la impresión de que caía sobre mi cabeza una lluvia fina y cálida. Sentí las gotas aisladas. «Estoy imaginando cosas —pensé—. ¿Cómo puede llover en este lugar?» Miré hacia arriba y vislumbré el puente. Grandes tiras de aluminio pendían hechas trizas, el suelo estaba agujereado como un tamiz. Los peldaños eran de acero fundido, en forma de panales: cribas intencionadas, que tamizan la onda explosiva y no dejan pasar las astillas.

Trepé hasta el borde, parecido a una pared, bajo la lluvia, que continuaba cayendo, y coloqué a la niña sobre mis rodillas, boca abajo. Estaba mejor de lo que yo temía, pues empezó a vomitar. Le masajeé la espalda y noté que todo su cuerpo respondía. Tenía hipo y náuseas, pero respiraba. También yo sentía ganas de vomitar y me ayudé con el dedo. Conseguí aliviarme un poco, pero me faltaba valor para levantarme. Ya podía ver lo que me rodeaba, aunque me llegaba muy poca luz y parte de los tubos de neón del puente se habían caído. El rumor que se oía sobre nosotros parecía reducido a gemidos y estertores. «Ahí hay personas que se están muriendo —pensé—, ¿por qué no las ayuda nadie?» De alguna parte llegó una estridencia hasta mis oídos, algo chirrió, como si intentaran poner de nuevo en marcha la escalera mecánica. Se oyeron gritos, pero esta vez diferentes, de personas sanas que habían salido ilesas. No podía comprender qué pasaba allí arriba. Toda la longitud de la escalera mecánica estaba atestada de gente que tropezaba entre sí, dominada por el pánico. No se podía llegar hasta los moribundos; antes había que retirar a las personas frenéticas de miedo. En los peldaños se desperdigaban zapatos y trozos de ropa. Por ese lado no se podía subir; el puente había resultado ser una trampa.

Mientras tanto me ocupaba de mí y de la pequeña. Por lo visto, se estaba recuperando, porque ya se había sentado. Le dije que ya había pasado todo y que no tuviera miedo; enseguida nos reuniríamos con los demás. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y pronto pude descubrir una salida.

Era una escotilla que solo estaba entornada, al parecer por un descuido. Si hubiera estado cerrada, habríamos permanecido allí como ratas en una ratonera. Detrás de la puerta había un túnel, redondo, parecido a un canal, y de nuevo una escotilla baja que tampoco estaba cerrada del todo. Un pasillo iluminado por bombillas metidas en nichos enrejados conducía a una bodega, baja como un búnker y repleta de cables, tuberías y tubos de desagüe. Los tubos podían llevar a los baños; me volví hacia la niña, pero ¡había desaparecido!

—¡Eh! ¿Dónde te escondes? —grité, mirando hacia todos los rincones de la bodega, apuntalada sobre pilares de hormigón. Entonces la vi, corriendo descalza de pilar en pilar. La alcancé en un par de saltos, que me valieron un dolor insoportable en los riñones, la cogí de la mano y le dije con severidad—: ¿Qué haces? ¡Tenemos que andar muy juntos, de lo contrario nos perderemos!

Me siguió en silencio. Ante nosotros se veía más claridad: una rampa con paredes revestidas de azulejos blancos. Por ella llegamos a un espacio más elevado, y aquí me bastó una mirada para ordenar la imagen en mi mente. Reconocí la rampa más próxima: por allí había empujado una hora antes el carrito del equipaje. Cuando llegamos a la esquina, apareció un pasillo con una hilera de puertas. Abrí la primera, eché una moneda —tenía dinero suelto en el bolsillo— e inmediatamente tomé a la niña de la mano, porque me pareció que quería escaparse. Era evidente que aún estaba en shock. No era de extrañar. La metí en el cuarto de baño. Ella no dijo nada y yo también dejé de hablarle cuando pude verla a la luz: estaba empapada de sangre. De modo que eso era la lluvia cálida. Yo debía de tener el mismo aspecto. Le quité la ropa y me desnudé a mi vez, lo tiré todo en la bañera, abrí el grifo y, llevando solo los calzoncillos, me puse con la niña bajo la ducha. El agua caliente me alivió un poco el dolor de los riñones. Se deslizaba sobre nosotros en chorros de color rosado. Froté el pecho y la espalda de la pequeña, no solo para limpiarle la sangre, sino porque quería hacerla reaccionar. Me dejó hacer, incluso con pasividad, cuando le lavé los cabellos lo mejor que supe. Una vez fuera de la ducha le pregunté en tono ligero cómo se llamaba. Annabelle. ¿Inglesa? ¿De París? No, de Clermont. Hablé en francés con ella y saqué de la bañera todas nuestras prendas, una por una, a fin de lavarlas.

—¿Crees que tendrás ánimos para lavarte el vestido? —le propuse. Se inclinó, obediente, sobre la bañera.

Mientras escurría los pantalones y la camisa, reflexioné sobre cuál debía ser el próximo paso. El aeropuerto estaba cerrado y lleno de policías. ¿Escapar simplemente, hasta que nos detuvieran en alguna parte? Las autoridades italianas no sabían nada de mi misión. El único enterado era Du Bois-Fenner, el primer secretario de la embajada. Mi chaqueta, con el billete, se había quedado en el vestíbulo, y en el billete figuraba un nombre diferente del de la cuenta del hotel. El revólver y los electrodos estaban en el Hilton en un paquete que Randy iría a recoger por la tarde. Si lo requisaban, yo sería más que sospechoso. Y ya lo era: demasiada rutina en el desesperado salto, demasiada orientación en los pasillos subterráneos del edificio del aeropuerto, la eliminación excesivamente cuidadosa de las huellas de sangre. No consideraba imposible que me acusaran de complicidad. Nadie estaba libre de sospecha desde que incluso honorables abogados y otras personalidades transportaban bombas por simpatía ideológica. Naturalmente, podría salir del apuro, pero como primera medida me encontraría entre rejas. Nada envalentonaba más a la policía que la indecisión. Observé a Annabelle con mirada crítica. Tenía un ojo amoratado, los cabellos mojados le caían en mechones y estaba secándose el vestido con el secador de manos; era una niña lista y valiente. Elaboré un plan.

—Escucha, ma petite —le dije—, ¿sabes quién soy? Soy un astronauta americano y estoy en Europa para una misión muy importante, de incógnito, ¿comprendes? Tengo que estar en París hoy mismo, y si ahora nos interrogan, existe la posibilidad de que no me permitan marcharme. Así pues, llamaré inmediatamente a la embajada y haré venir al primer secretario. Él nos ayudará. El aeropuerto está cerrado, pero aparte de los aviones de línea hay aparatos especiales para la valija diplomática. Volaremos en uno de esos. ¡Juntos! ¿Qué te parece?

Se limitó a mirarme. «Aún no se ha recobrado del todo», pensé, y empecé a vestirme. No había perdido los zapatos porque eran de cordones; en cambio, Annabelle no los llevaba. Pero hoy día ya no hay nada extraordinario en que una muchacha ande descalza por la calle. Y las enaguas podían sustituir a la blusa. La ayudé a arreglar el fruncido de la falda, que ya estaba casi seca.

—Ahora fingiremos que somos padre e hija, y lo primero que haremos será telefonear, ¿me comprendes?

Asintió, la tomé de la mano y salimos fuera. Detrás de la rampa nos encontramos con el primer acordonamiento. Unos carabinieri empujaban hacia la puerta a un grupo de periodistas armados con cámaras fotográficas, varios bomberos con cascos corrían en la otra dirección, nadie se fijó en nosotros; el policía con el que hablé entendía un poco el inglés. Le dije que nos habíamos bañado, pero ni siquiera me escuchó. Me ordenó que subiéramos por la escalera B hasta la Sección Europa, donde estaban congregados todos los pasajeros. Nos dirigimos, pues, hacia la escalera, y cuando esta nos hubo ocultado, nos escabullimos por un pasillo lateral. El ruido quedó a nuestras espaldas. Entramos en la sala de recogida de equipaje, que estaba vacía; detrás de las cintas transportadoras había varias cabinas telefónicas. Metí en una de ellas a Annabelle y marqué el número de Randy. Lo desperté. Bajo la luz amarillenta, cubriendo el micrófono con la mano, le conté lo ocurrido. Me interrumpió una sola vez, como si no diera crédito a lo que oía. Entonces le oí respirar con fuerza y luego nada más, como si se hubiera convertido en estatua de sal.

—¿Estás ahí? —pregunté cuando pude.

—¡Muchacho! —exclamó. Y otra vez—: ¡Muchacho!

No dijo nada más.

Entonces le expuse lo más importante. Tenía que sacar a Fenner de la embajada y venir con él inmediatamente. Tenía que venir cuanto antes, pues estábamos entre dos cordones policiales. El aeropuerto estaba cerrado, pero Fenner lo solucionaría. La niña estaba conmigo. Esperaríamos en el ala izquierda del edificio, junto a la cinta de equipajes E-10, frente a las cabinas telefónicas. Si no estábamos allí, nos encontrarían con los demás pasajeros en la Sección Europa, y si tampoco nos veían allí, estaríamos con toda certeza en la prefectura. Se lo hice repetir todo una vez. Entonces colgué el auricular y me giré, esperando que la niña me sonriera, o que al menos su rostro mostrara cierto alivio, ya que todo había discurrido felizmente; pero ella permaneció rígida y silenciosa. Cuando desvié la vista, me miró de reojo, y pareció que esperaba algo. Entre las cabinas telefónicas había un banco tapizado; nos sentamos en él. Por las paredes de cristal se podía ver el camino de acceso al aeropuerto. Con la luz azul y las sirenas encendidas, pasaron muy juntas varias ambulancias; los coches amarillos del servicio técnico iban en hilera. Desde el interior del edificio se oían frenéticos gritos femeninos, que dominaban el continuo bullicio. Por hablar de algo, pregunté a la niña sobre sus padres, el motivo de su viaje y si alguien la había traído al aeropuerto. Ella contestó evasivamente, con monosílabos, y sin querer revelar su dirección en Clermont, lo cual me disgustó.

Mi reloj de pulsera señalaba la una y cuarenta minutos. Desde la conversación con Randy había pasado más de media hora. Unos hombres de uniforme cruzaron a toda prisa la sala de espera con algo que parecía un soldador eléctrico; no miraron en nuestra dirección. Nuevamente sonaron pasos. Frente a las cabinas se detuvo un técnico, con auriculares, que sostuvo ante cada puerta el pequeño micrófono de un detector de minas. Cuando nos vio, interrumpió su trabajo. Llegaron dos policías y se plantaron ante nosotros.

—¿Qué hacen aquí?

—Esperamos —repuse, fiel a la verdad.

Uno de los carabinieri se fue corriendo y volvió poco después con un hombre alto, vestido de paisano. A su pregunta contesté que esperábamos a un representante de la embajada americana. Él me pidió la documentación. Mientras yo sacaba la cartera, el técnico señaló la cabina frente a la que nos encontrábamos. El cristal estaba empañado por dentro a causa del vapor de nuestras ropas. Nos miraron de hito en hito. El segundo carabiniere me tocó los pantalones.

—¡Mojados!

—¡Sí! —confirmé prontamente—. ¡Empapados!

Nos apuntaron con sus armas.

—No tengas miedo —me apresuré a decirle a Annabelle.

El hombre de paisano extrajo del bolsillo unas esposas y sin ninguna explicación las cerró sobre mi muñeca. El policía tomó a la niña de la mano y esta me dirigió una mirada singular. El hombre de paisano se llevó un walkie-talkie a los labios y dijo algo en italiano, con tanta rapidez que no logré entenderlo. La respuesta lo satisfizo. Nos llevaron por una salida lateral, donde se unieron a nosotros otros tres carabinieri. La escalera mecánica no funcionaba. Bajamos al vestíbulo por una ancha escalinata; a través de los cristales vi una hilera de coches de policía, y ya me preguntaba cuál de ellos sería para nosotros cuando desde la dirección contraria se acercó el Continental negro de la embajada. No recuerdo una ocasión en que me haya alegrado tanto la vista de la bandera norteamericana. Todo ocurrió como en un escenario, nosotros caminábamos esposados hacia la puerta de cristal y los otros entraban en aquel momento en el vestíbulo: Du Bois-Fenner, Randy y el intérprete de la embajada. Su aspecto era cómico, pues Randy iba con pantalones tejanos y los otros dos de esmoquin. Randy se estremeció al verme, se inclinó hacia Fenner y este le habló al intérprete, quien entonces se aproximó a nosotros.

Los dos grupos se detuvieron, y tuvo lugar una escena breve y pintoresca. El intérprete habló con el funcionario civil al que yo estaba esposado. La conversación discurrió en staccato; el italiano tenía el inconveniente de estar unido a mí por las esposas, y como lo olvidaba continuamente, al gesticular levantaba mi brazo. Aparte de «astronauta americano» y «presto, presto!» no entendía ni una palabra. Finalmente mi cancerbero se dejó convencer y utilizó de nuevo el aparato de radio, por el que también Fenner tuvo el honor de hablar. Tras él volvió a hablar mi vigilante, y de pronto el aparato empezó a emitir palabras y, mientras las oía, el hombre se cuadró. La situación se transformó en una farsa. Me quitaron las esposas, dimos media vuelta y, en el mismo orden que antes, pero con diferentes funciones —los policías eran ahora guardias de honor—, subimos a la primera planta. Pasamos por delante de las salas de espera, llenas de pasajeros sentados sobre sus maletas. Un cordón de hombres uniformados nos abrió paso y por una puerta tapizada de cuero entramos en una oficina atestada de gente.

Un gigante apoplético los hizo salir por otra puerta cuando nos vio llegar; pero aún quedaron unos diez hombres. El apoplético de voz ronca resultó ser el viceprefecto de policía en funciones. Me acercaron una silla; Annabelle ya estaba sentada. Aunque hacía sol, habían encendido todas las lámparas. De las paredes colgaban los planos del Laberinto; una maqueta del mismo se encontraba sobre un carrito, cerca de la mesa, y sobre esta brillaban unas fotos todavía húmedas. Podía imaginarme qué se veía en ellas. Fenner, que se había sentado detrás de mí, me apretó el brazo. Todo se desarrollaba tan bien porque él había telefoneado al viceprefecto desde la embajada. Algunos de los presentes rodeaban la mesa, otros se habían aposentado en el alféizar; el viceprefecto no decía nada, se limitaba a cruzar la habitación de un extremo a otro; de la oficina contigua hicieron venir a una secretaria llorosa. El intérprete nos miraba, ya a mí, ya a la pequeña, dispuesto a acudir en nuestra ayuda, pero mi italiano había mejorado de forma sorprendente. Me enteré de que unos hombres rana habían pescado del agua mi chaqueta y el bolso de Annabelle, por lo que me convertí en el principal sospechoso, e incluso indagaron sobre mí en el Hilton. Yo era el cómplice del japonés; ambos habíamos acordado saltar hacia delante tras la activación de la bomba, a fin de llegar los primeros a la escalera. Pero algo había salido mal, el japonés se inclinó y yo me salvé al saltar desde el puente. A partir de aquí, las opiniones se dividían. Unos consideraban a Annabelle una terrorista, otros opinaban que yo la había raptado para retenerla como rehén. Todo esto lo averigüé de modo extraoficial, ya que el interrogatorio aún no había comenzado: esperábamos al jefe de seguridad del aeropuerto. Cuando este apareció, Randy se erigió en representante de Estados Unidos y dio una explicación sobre nuestra misión. Mientras le escuchaba, yo despegaba discretamente de los muslos mis pantalones mojados. Randy se limitó a decir lo imprescindible, y también Fenner se expresó con brevedad. Dijo que nuestra misión era conocida por la embajada, y que la Interpol estaba también enterada de ella y facilitaría toda la información a sus colegas italianos. Esto fue una jugada inteligente, pues de este modo todos los sentimientos hostiles se desviaron hacia una institución internacional. Naturalmente, nuestra historia no interesó en absoluto a los funcionarios, que solo querían saber qué había ocurrido en las escaleras. Un ingeniero del servicio técnico consideraba incomprensible que yo hubiera podido salir del embudo y del vestíbulo sin un conocimiento previo de las instalaciones, a lo que Randy contestó que no convenía subestimar el entrenamiento de las tropas paracaidistas de la Fuerza Aérea estadounidense, sin mencionar que yo lo había recibido hacía más de treinta años. Seguían oyéndose martillazos y las paredes retemblaban. Los trabajos de salvamento continuaban; se había retirado la parte del puente horadada por la explosión. Hasta ahora habían sido recuperados de entre los escombros nueve muertos y veintidós heridos, siete de ellos muy graves. De pronto empezó a oírse un gran bullicio al otro lado de la puerta; con un movimiento de cabeza, el viceprefecto ordenó a uno de los oficiales que saliera. Cuando este abrió la puerta, vi por una rendija que en el centro del círculo de curiosos había una mesa sobre la cual se hallaba mi chaqueta, toda descosida, y el bolso de Annabelle, igualmente destrozado. El contenido estaba diseminado sobre cuadros de papel blanco y clasificado en montones como fichas de juego. El oficial volvió y abrió los brazos con impotencia: ¡la prensa! Unos tenaces periodistas se introdujeron en la oficina antes de que alguien pudiera impedírselo. Otro oficial se volvió hacia mí:

—Soy el teniente Canetti. ¿Cuál fue la carga explosiva utilizada? ¿Cómo se transportó?

—La cámara tenía un doble fondo. Cuando la abrió, la parte posterior saltó hacia fuera como un muñeco de resorte de su caja. Entonces sacó la bomba.

—¿Conoce usted el tipo?

—He visto bombas similares en Estados Unidos. Parte de la pólvora suele alojarse en el mango. Al ver que carecía de mango supe enseguida que la espoleta había sido manipulada. Se trataba de un shrapnel de gran potencia destructiva. Puede decirse que no contiene metal; la parte exterior consiste en una aleación de carburo de silicio.

—Usted se encontraba casualmente en dicho lugar de la escalera, ¿verdad?

—No…

En el silencio cargado de tensión, solo interrumpido por los martillazos, vacilé mientras buscaba las palabras adecuadas.

—No estaba allí totalmente por casualidad. El japonés entró en la escalera detrás de la niña porque sabía que esta no intentaría impedirle el paso. La niña —Eché una ojeada a Annabelle— seguía adelante porque le interesaba el perro, o al menos así me lo pareció. ¿Tengo razón? —le pregunté a Annabelle.

—Sí —repuso, visiblemente asombrada.

Le sonreí.

—En cuanto a mí… tenía prisa. Es irracional, desde luego, pero cuando uno tiene prisa desea inconscientemente llegar antes que nadie al avión y, por lo tanto, a la pasarela… No me lo había propuesto, pero ocurrió así.

Respiraron. Canetti dijo algo en voz baja al prefecto, y este asintió.

—Desearíamos evitar a la señorita… ciertos pormenores. ¿Querría dejarnos solos un momento?

Miré a Annabelle; me sonrió por primera vez y se levantó. Le abrieron la puerta. Cuando se hubo ido, Canetti se dirigió nuevamente a mí.

—Me gustaría preguntarle lo siguiente: ¿cuándo concibió sospechas del japonés?

—No concebí ninguna sospecha. Llamaba la atención por sí mismo. Cuando se puso en cuclillas, se me ocurrió que podía estar loco. Hasta que activó la bomba no comprendí que no me quedaban ni tres segundos.

—¿Por qué?

—No podía saberlo. La bomba no explotó cuando tiró de la espoleta, por lo que debía de tener un sistema de relojería. Ahora creo que tenía dos segundos, tal vez dos y medio.

—Nosotros somos de la misma opinión —dijo uno de los hombres que estaban en la ventana.

—Al parecer, tiene dificultades al andar. ¿Resultó usted herido?

—Por la explosión, no. La oí cuando caía al agua. ¿Cuántos metros hay desde el puente? ¿Cinco?

—Cuatro y medio.

—Así pues, un segundo. Traté de agarrar la bomba y luego me tiré por encima de la barandilla, lo cual supone otro segundo. ¿Me pregunta si estoy herido? Caí de espaldas contra algo. Una vez me rompí el coxis.

—Allí hemos instalado un deflector —explicó un hombre desde la ventana—, con un declive muy pronunciado que desvía cualquier objeto hacia el centro. ¿No sabía nada de él?

—No.

—Perdone, otra pregunta —intervino de nuevo Canetti—. Este hombre, el japonés, ¿llegó a lanzar la bomba?

—No. La sostuvo hasta el final.

—¿No trató de salvarse?

—No.

—Poltrinelli, jefe de seguridad del aeropuerto —se presentó un hombre de uniforme manchado, que se apoyaba contra la mesa—. ¿Está usted seguro de que el hombre quería morir?

—¿Si lo quería? Sí. No intentó ponerse a salvo. Podría haberse deshecho de la cámara.

—Esto es muy importante para nosotros, compréndalo. ¿No sería posible que quisiera lanzar la bomba entre los pasajeros y luego saltar desde el puente, y que usted se lo impidiera al atacarlo? Tropezó y la bomba activada explotó.

—No, no pudo ser así, más bien al contrario —confesé—. Yo no lo ataqué, solo intenté quitarle la bomba cuando se la apartó de la cara. Vi la espoleta entre sus dientes. En realidad se trataba de un pequeño cordón de nailon, no de un alambre. Sostenía la bomba con ambas manos, y no es así como se lanzan las cosas.

—¿Trató usted de cogerla desde arriba?

—No. Lo habría hecho de no encontrarse nadie en la escalera, de haber sido nosotros los últimos, pero precisamente por eso él no se colocó detrás de todos. Si se golpea con el puño desde arriba, es fácil quitarle a cualquiera de las manos una bomba sin mango. La bomba habría caído escaleras abajo, aunque habría quedado al alcance de cualquiera, ya que mucha gente deja su equipaje de mano sobre los peldaños, pese a no estar permitido. No habría rodado muy lejos. Por eso alargué la mano por la izquierda, y así lo desorienté.

—¿Por qué usó la mano izquierda? ¿Es usted zurdo?

—Sí, y él no lo esperaba. Hizo un movimiento en falso. Pero era un profesional. Se protegió levantando el codo hacia la derecha.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Me dio un puntapié y se dejó caer hacia atrás. Debía de estar muy bien entrenado, pues es increíblemente difícil lanzarse hacia atrás por una escalera, incluso aunque se esté dispuesto a morir. Siempre es preferible morir con la cabeza por delante.

—La escalera estaba llena de gente.

—Desde luego. ¡Pero, así y todo, lo hizo! El peldaño de detrás estaba vacío. Quien pudo, se apartó.

—Pero él no pudo verlo.

—No. Y, sin embargo, no hubo improvisación. Actuó con demasiada rapidez. Tenía previstos todos los movimientos.

El jefe de seguridad agarraba con tanta fuerza el borde de la mesa que tenía los nudillos blancos. Las preguntas se sucedían con la velocidad de un careo.

—Me gustaría subrayar que su proceder está por encima de cualquier crítica. Pero, repito: es enormemente importante para nosotros determinar las circunstancias con exactitud. ¡Sin duda comprende usted el porqué!

—¿Quieren saber si tienen que enfrentarse con personas dispuestas a ir a una muerte segura?

—Sí. Por ello le ruego que reflexione otra vez sobre lo ocurrido durante aquel segundo. Me pondré en el lugar del hombre. Quito el seguro de la bomba y quiero saltar desde el puente. Usted trata de arrebatarme la bomba. Si me ciño a mi plan, usted puede quitarme la bomba y lanzarla detrás de mí, al vacío. Vacilo, y esta vacilación es decisiva. ¿No podría haber sucedido así?

—No. Un hombre que quiere lanzar una bomba no la sostiene con ambas manos.

—Pero ¿no lo empujó usted al querer apoderarse de la bomba?

—Al contrario, si los dedos no me hubiesen resbalado, lo habría atraído hacia mí. No lo toqué porque se echó hacia atrás. Eso fue intencionado. Le diré a usted una cosa: lo subestimé, simplemente. Tendría que haberlo lanzado junto con la bomba por encima de la barandilla, y es lo que habría intentado si él no se me hubiera adelantado.

—Es probable que entonces él hubiera dejado caer la bomba a sus pies.

—En tal caso, yo habría saltado tras él. Es decir, lo habría intentado. Ya sé que ahora es fácil hacer conjeturas, pero creo que me habría arriesgado. Peso casi el doble que él y sus manos eran como las de un niño.

—Gracias. No le haré más preguntas.

—Scarron, ingeniero —se presentó un joven civil de cabellos grises y gafas de concha—. ¿Podría usted imaginarse un sistema de seguridad capaz de evitar un atentado semejante?

—Pide mucho de mí. Se supone que ustedes han instalado todos los dispositivos de seguridad imaginables.

Dijo que habían tenido en cuenta muchas cosas, pero no todas. Contra una operación de tipo Lod, por ejemplo, habían desarrollado un método. Y, desde luego, mediante un botón podían transformar partes aisladas de la escalera automática en una superficie inclinada por la que la gente resbalaba hacia el recipiente de agua.

—¿El que contiene la espuma?

—No. Ese es un recipiente antidetonante, debajo del puente. Tenemos otros.

—Ya… Entonces, ¿por qué no lo han utilizado? Aunque, por otro lado, no habría servido de nada…

—Exactamente. Además, actuó con demasiada rapidez.

Me enseñó sobre el plano de la pared los bastidores del Laberinto. Todo el edificio era, de hecho, una especie de campo de tiro. Desde arriba se podía inundar completamente el edificio, con agua mantenida bajo fuerte presión, arrastrando a todo el mundo. Del embudo no podía salir nadie —dejar las escotillas abiertas había sido un descuido grave—. El ingeniero quería llevarme hasta la maqueta, pero yo rechacé la oferta, dándole las gracias.

Scarron estaba muy excitado; quería mostrarme ejemplos de su eficiencia, pero también él comprendía su inutilidad. Me había preguntado sobre los sistemas de seguridad solamente porque estaba seguro de que yo no podría nombrarle uno mejor. Pensé que ahora ya habían terminado conmigo, pero un hombre de más edad, que se había sentado en la silla de Annabelle, levantó la mano.

—Doctor Toricelli. Una pregunta. ¿Puede decirme cómo salvó a la niña?

Reflexioné.

—Fue una feliz casualidad. Estaba entre nosotros. La empujé a un lado para llegar hasta el hombre, y cuando este se echó hacia atrás fui lanzado contra ella. La barandilla es baja. Si entre nosotros se hubiera encontrado una persona adulta de mi mismo peso, es probable que yo no hubiese podido tirarla abajo; tal vez ni lo habría intentado.

—¿Y si hubiera habido una mujer?

—Había una mujer —repliqué, mirándole a los ojos—. Delante de mí. Una rubia con pantalones recamados de perlas, que llevaba un perro de trapo. ¿Qué le ha ocurrido?

—Se ha desangrado —contestó el jefe de seguridad—. La bomba le arrancó las dos piernas.

Reinó el silencio. Los hombres del alféizar se pusieron en pie. Oí arrastrar sillas, y mis pensamientos volvieron a aquel preciso instante. Solo sabía una cosa… Yo no había intentado frenar mi impulso en la barandilla, sino que la había agarrado con la mano derecha y, al volverme sobre el peldaño, había rodeado a la niña con el brazo. Por eso, cuando salté por encima de la barandilla como un caballo en una carrera de obstáculos, la precipité conmigo al vacío. Pero ignoraba si la había agarrado a propósito o solo porque estaba a mi alcance. No tenían más preguntas que hacerme, pero ahora yo necesitaba estar seguro de que mantendrían alejada a la prensa. Adujeron que mi petición obedecía a una falsa modestia, pero yo no cedí. No quería que mi nombre se mezclara con el baño de sangre de la escalera. Solamente Randy adivinó mis motivos.

Fenner me propuso pasar un día más en Roma, como huésped de la embajada. Pero tampoco me presté a ello. Quería volar con el primer aparato que saliera hacia París. Había uno, un Cessna, que transportaba el material de una conferencia que había tenido lugar a mediodía, seguida de una recepción; por eso Fenner y el intérprete iban vestidos de esmoquin. Nos acercamos a la puerta en grupos, hablando todavía, y entonces vino a nuestro encuentro una mujer a la que yo no había visto hasta entonces. Una mujer de maravillosos ojos negros. Era psicóloga y se había interesado por Annabelle. Me preguntó si realmente me proponía llevarme conmigo a París a la niña.

—¡Pues claro! ¿No le ha dicho que se lo he prometido?

Ella sonrió y preguntó si tenía hijos.

—No. Puede decirse que casi no. Solo dos sobrinos.

—¿Le quieren?

—Creo que sí.

Me confió un secreto de Annabelle. La pequeña estaba confusa; yo le había salvado la vida y ella había pensado muy mal de mí. Creía que era cómplice del japonés, y por eso había intentado escaparse. En el cuarto de baño se había asustado aún más.

—¿Por qué, santo cielo?

La historia del astronauta se le había antojado muy extraña, igual que la de la embajada. Creyó que telefoneaba a otro cómplice. Y como su padre poseía una fábrica de vinos y yo quise informarme de su dirección, temió que mi intención fuera raptarla para exigir un rescate. Le di mi palabra a la psicóloga de que no le mencionaría el asunto a Annabelle.

—Tal vez me lo cuente ella misma —añadí.

—Nunca, o al menos no hasta dentro de diez años. Es posible que usted conozca a los chicos, pero una niña es diferente.

Se fue con una sonrisa y yo me ocupé del avión. Quedaba una plaza libre. Expliqué que necesitaba dos. Hicieron varias llamadas telefónicas y al fin un VIP desconocido le cedió su plaza a Annabelle. Fenner tenía prisa, pero estaba dispuesto a aplazar una importante entrevista si yo iba a comer con él. Rechacé nuevamente su invitación, y cuando el diplomático y Randy se hubieron marchado, pregunté si podía comer algo con la niña en el recinto del aeropuerto. Todos los bares y cafeterías estaban cerrados, pero eso no era obstáculo para nosotros: estábamos por encima de la ley. Un hombre moreno y desgreñado, probablemente un agente, nos condujo a un pequeño snack-bar que había detrás del vestíbulo. Annabelle tenía aún los ojos enrojecidos por el llanto, pero entonces se animó. Cuando el camarero preguntó qué deseábamos y yo vacilé, sin saber qué querría beber la niña, esta declaró tranquilamente que en casa bebía siempre vino. Llevaba una blusa demasiado larga, con las mangas arremangadas, y unos zapatos asimismo demasiado grandes para ella. Yo me sentía cómodo porque ya se me habían secado los pantalones y no tenía que comer pasta. De repente me acordé de los padres de la niña: tal vez hubieran oído ya la noticia por radio. Así pues, redactamos un telegrama y, cuando me levanté, nuestro cicerone apareció como surgido de la nada, tomó el telegrama y se fue a enviarlo. Cuando quise pagar, resultó que nos había invitado la dirección. Le di una propina al camarero, tal como Annabelle esperaba de un astronauta hecho y derecho. Ahora ya era para ella una persona heroica y digna de confianza, y como a tal me confesó que nada le gustaría más que cambiarse de ropa. Nuestro acompañante nos llevó al hotel de Alitalia, donde se encontraba nuestro equipaje.

Tuve que decirle a la niña que se apresurase; salió con un aspecto muy elegante, y muy dignos nos dirigimos hacia la salida. Nos recogió el director adjunto del aeropuerto; el director se encontraba indispuesto. Los nervios. El pequeño Fiat del Departamento de Seguridad del aeropuerto nos llevó hasta el Cessna. En la escalerilla, un joven distinguido se excusó y me preguntó si quería un par de fotos como recuerdo del dramático suceso: más tarde me las enviaría. Pensé en la rubia y rechacé el ofrecimiento. A esto le siguieron varios apretones de manos. No podría jurar que en la confusión no estrechara también la mano del hombre a quien me unieran las esposas hacía muy pocas horas. Me gusta volar en aviones pequeños. El Cessna se elevó en el cielo como un pájaro y tomó rumbo al norte. Poco después de las siete aterrizamos en Orly. El padre de Annabelle vino a recogerla; ya en el avión habíamos intercambiado nuestras direcciones, Annabelle y yo. Me acuerdo gustosamente de ella, pero no puedo decir lo mismo de su padre. Rebosaba agradecimiento, y cuando nos despedimos me dedicó un cumplido que indudablemente había confeccionado al enterarse por televisión del baño de sangre de la escalera. Me dijo que yo tenía esprit d’escalier.

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