Apenas un mes antes había muerto Durruti. Le habían mandado con su columna a defender el frente de Madrid, que estaba en situación crítica bajo el acoso de los nacionales. Yo creo que lo enviaron allí para librarse de él: no era un líder cómodo, era demasiado puro, demasiado honesto, estaba demasiado empeñado en la revolución. Así es que le destinaron a un lugar imposible, sin que sus hombres pudieran descansar, sin equipamiento suficiente. Un superviviente de la columna Durruti me dio, muchos meses después, una carta que Buenaventura me había escrito y que no había podido llegar a enviar. Era una carta sencilla, tal y como él era. Hablaba de los políticos cabezas duras, de las dificultades de abastecimiento que encontraba, de que había llorado de rabia en el frente de Bujaraloz porque se habían quedado sin municiones y tuvieron que defenderse con granadas de mano. «La guerra es una porquería -escribía-; no sólo derriba casas, sino también los principios más elevados.» Y al final decía: «Cuídate, Fortunita. Te necesito.»

El compañero que me trajo la carta me repitió las palabras que Durruti había dicho a sus milicianos cuando les informó de que se iban a combatir por la capital: «La situación en Madrid es angustiosa, casi desesperada. Vayamos, dejémonos matar, no nos queda más remedio que morir en Madrid.» Bien, son palabras demasiado adecuadas a la realidad histórica para parecer ciertas. Tal vez no fueran exactamente así, tal vez se acuñaran después, dentro del mito postumo. Pero suenan a él. Suenan a ese maldito bruto cabezota. En cualquier caso, se dejaron matar. En la semana del 13 al 19 de noviembre de 1936 murió el 60 por 100 de esa columna Durruti que había salido apenas cuatro meses antes de Barcelona tan confiada y arrogante. Y el 21 de noviembre murió Buenaventura. Su muerte estuvo envuelta en raras circunstancias; se dijo que lo habían asesinado los comunistas, o que lo habían matado los propios anarquistas, cuando Durruti les recriminó que huyeran del frente. Todo es posible, desde luego, pero con los años, tras haber hablado con los testigos del suceso y con los testigos de los testigos, me inclino a creer una versión más patética y estúpida de la historia. Durruti iba hacia el frente con tres compañeros, y al salir del coche se le disparó accidentalmente el fusil y se mató. Fue un accidente absurdo, antiheroico, ridículo. Y si es malo perder al líder carismático en un frente de combate que se derrumba, peor aún es perderlo por su propia torpeza, como un idiota. Por eso mintieron y dijeron que lo había acabado una bala enemiga. Para estimular a los desmayados milicianos a la venganza.

Lenta e inexorablemente fuimos perdiendo todo. Los combates. Las ciudades. Las personas. Murió Paquita la Sansona. De un tifus, me dijeron. En realidad, de hambre, de la feroz hambruna en la que agonizó durante tres años el Madrid sitiado. Se había estado quitando la comida de la boca para alimentar a sus hijos, y me contaron que, en los últimos meses, Paquita no era más que una percha de huesos descarnados, un esqueleto andante, con las manos aún enormes pero traslúcidas.

A pesar de mi sobrenombre, no estoy muy convencido de que la buena suerte exista. Pero sí sé que existe la desgracia. La desgracia es como un mundo sin sol y sin estrellas, un mundo paralelo al que vivimos. Un día, tal vez por descuido, por azar, por torpeza, te deslizas sin querer al mundo de las sombras. Al principio apenas si adviertes la diferencia, al principio ignoras que te has equivocado de realidad. Algo se tuerce, algo sale mal, sobreviene el dolor. Pero todos podemos aguantar una dosis alta de dolor en nuestras vidas. Al principio creemos que lo superaremos, que saldremos de esta. Que ya hemos dejado lo peor atrás porque no puede haber nada peor que lo ya vivido.

Pero sí, por supuesto que sí, claro que puede haberlo. No tientes a la desgracia: es un verdugo sádico. Y así, lo que al principio parece una caída momentánea en el sufrimiento se convierte enseguida en un descenso imparable cuesta abajo. Cada vez más lejos de quien fuiste. Cada vez más hundido entre las sombras. La desgracia es un lugar del que regresan pocos.

Yo entré en la desgracia aquel 18 de julio de 1936, y a partir de entonces las cosas no hicieron sino empeorar. Fue como si el mundo se fuera apagando poco a poco: primero la guerra, luego el hundimiento republicano, la confusa desbandada, los campos de concentración franceses, el exilio, el estallido de la Segunda Guerra. Nosotros no nos habíamos rendido. No habíamos aceptado la derrota. Pensábamos que, una vez vencido Hitler, también Franco desaparecería del planeta. Nuestro pasado estaba lleno de caciques y tiranos, y el impulso revolucionario había sobrevivido a todos ellos, cada vez más fuerte, más nutrido, en un desarrollo creciente hasta la guerra. Era cuestión de volver a adaptarse a la penuria. De nuevo la clandestinidad y la guerrilla. De nuevo el sacrificio.

Así es que nos sacrificábamos. Anarquistas, socialistas, incluso los comunistas. En Francia combatíamos a los nazis y asaltábamos las estafetas de Correos controladas por los alemanes para conseguir fondos; en España infiltrábamos comandos guerrilleros e intentábamos reconstruir clandestinamente las organizaciones políticas y sindicales. Era una vida alucinada, en el límite de la desesperación y de las fuerzas. Un heroísmo suicida, embrutecido, una carnicería inútil. Los guerrilleros, desabastecidos y muertos de hambre por los montes, eran cazados como conejos. Y aún era mucho peor la represión social. En el Pozo Funeres, por ejemplo, 22 obreros de la UGT fueron acusados de connivencia con la guerrilla y arrojados por un acantilado; algunos murieron en el acto, pero otros se quedaron descoyuntados ahí abajo, con el cuerpo roto sobre las peñas; a esos los liquidaron después con dinamita. Nadie pidió cuentas de esos asesinatos, naturalmente, aunque ocurrieron en 1948, en un país estabilizado que había terminado la contienda nueve años atrás. Yo me enteré de la atrocidad porque por entonces andaba por España, en uno de mis viajes de clandestino, y conocí a las mujeres de dos de los despeñados. No fue la única brutalidad de aquellos tiempos. Silenciosos horrores de la posguerra negra.

Los más perseguidos, con todo, fuimos los anarquistas. Nos imponían el doble de años de cárcel por los mismos delitos, el doble de condenas de muerte. Los compañeros del interior eran detenidos a centenares; sólo de 1940 a 1947 cayeron diecisiete ejecutivas de la CNT, una cada cinco meses. Se torturaba tanto que, cuando me desplazaba a España de modo clandestino, me extrañaba no escuchar ningún gemido. Esa era nuestra mayor pesadilla por entonces, la tortura. Soñabas con ella día y noche, intentando prepararte mentalmente, calculando si serías capaz de resistirla. Porque, tal y como iba el ritmo de caídas, sabías que antes o después te atraparía el verdugo. Yo tuve suerte: nunca me cogieron. Quizá fuera ese el único destello afortunado en mi travesía del país de la desgracia; o tal vez la desgracia me destinó desde el principio a una tortura diferente.

Teníamos la base operativa en la Francia no ocupada. Desde allí yo me desplazaba a España con frecuencia, para llevar armas, o explosivos, o dinero, conseguidos por medio de nuestros asaltos a los objetivos alemanes. Fue un tiempo muy amargo para mí: en cada viaje me encontraba con nuevos compañeros que me contaban el horrible destino de mis contactos anteriores: los muertos, los torturados, los presos; y cuando nos despedíamos lo hacíamos con el tácito y desesperado convencimiento de que no íbamos a volver a vernos nunca más. Sólo hubo un dirigente del interior, Fabio Moreno, a quien conseguí visitar en sucesivos viajes. Era uno de los principales líderes de la federación catalana, un tipo simpático, aunque me aburría un poco su simpleza ideológica, la extrema inflexibilidad de su fe anarquista, el que soltara un enardecido mitin libertario cada dos palabras. Pero resultaba tan consolador verle sobrevivir año tras año, reencontrarlo una vez más entero y libre, que incluso me conmovía su tedioso entusiasmo. Le tenía cariño a Fabio Moreno. Hasta que su supervivencia, precisamente, le delató. Había logrado mantenerse a flote desde 1943, mientras a su alrededor caían fulminados los compañeros. Pero para 1947 ya nadie confiaba en su astucia clandestina: era literalmente imposible ser tan afortunado. Le tendimos una trampa; le pasamos una información falsa que sólo él sabía. Monsieur Roger Laurent va a cruzar la frontera tal día a tal hora con documentos fundamentales para la guerrilla y un cargamento de armas en el doble fondo de su maleta. Monsieur Roger Laurent pasó en efecto la frontera ese día y a esa hora, pero completamente limpio. Era un compañero francés, sin ningún problema legal y pasaporte auténtico. Le retuvieron durante dos días y destrozaron sus maletas buscando el fondo falso, pero al final tuvieron que dejarlo en libertad. Fabio Moreno estaba sentenciado: ya no cabía duda de que era un infiltrado de la policía.

El 12 de julio de aquel mismo año, 1947, entramos desde Francia tres compañeros, Toño Parado, Jesús Ortiz y yo, para hacernos cargo del asunto. Era un trabajo que me repugnaba; pero yo conocía a Moreno y era su contacto, de modo que no desconfiaría al verme llegar.

Localizamos a Fabio en unos billares de la plaza del Buen Suceso, en Barcelona. «No te esperaba hasta dentro de unos meses», dijo, mirando a Toño y a Jesús con sobresalto. «Tenemos problemas», le contesté. «Problemas muy graves en Madrid. Necesitamos tu apoyo logístico.» Entonces sonrió. Fue su primer error: ¿sonreír Moreno tras decirle que la organización tenía problemas graves? En cualquier otro momento hubiera soltado una trascendental soflama. Ahora sonrió y dijo: «Bien, bien. Haremos lo que podamos. Vamos a ver. Lo mejor será que vaya a buscar a los muchachos.» «De acuerdo. Vamos juntos», le contesté, también sonriendo. Salimos los cuatro de los billares, caminando despacio, muy despacio. Eran las once de la noche. Doblamos por la calle Montealegre, que estaba desierta, moviéndonos cada vez más lentamente, como balones que van perdiendo inercia. La conversación, convencional -qué tal las cosas por allí, qué tal por aquí, cómo ha sido el paso de frontera-, también se fue apagando. La pistola me abrasaba en la sobaquera; de todo mi cuerpo en aquel instante sólo percibía esa quemazón, ese bulto, ese peso. Nos detuvimos los cuatro en medio de la calle, al unísono, sin esfuerzo, por el simple languidecimiento de nuestros pasos. Moreno se volvió hacia nosotros. Me miró. Tenía los ojos desorbitados: «A cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades», farfulló con súbita incongruencia. Casi me dieron ganas de reír: era una de las frases del catecismo libertario. Sí, me hubiera podido echar a reír si no hubiera sido por los deseos que tenía de llorar. Pero los pistoleros anarquistas no lloran, los verdugos no lloran, resultaría grotesco. Temblaba Moreno ante mí y yo tenía la pistola en la mano. No sé cómo había salido esa pistola de su sobaquera, pero ahí estaba. Contemplé a Moreno. El simpático Moreno. El superviviente. «Aprieta el gatillo», pensé. «Es un traidor. Es un confidente. Un miserable. Por él han caído y han sido torturados cientos de buenos compañeros. Mátalo. Acaba cuanto antes.» Moreno tenía los ojos abiertos de par en par fijos en mí. No eran muy distintos de los ojos de mi muerto. De aquel campesino indio que había reventado tantos años atrás. Me dolió el muñón. Me escoció la memoria. Entonces mi cabeza fue ocupada por seis palabras definitivas. A veces sucede, muy de tarde en tarde. A veces sucede que una frase, una idea, ocupa furiosamente tu cabeza desalojando de allí todo lo demás. Son palabras resplandecientes, incontestables. «Murió el inocente. Vivirá el culpable.» Esas fueron las seis palabras irremediables que me poseyeron. Ni siquiera las pensé. Ni siquiera las entendí. Sólo las obedecí. No podía hacer otra cosa. «Murió el inocente. Vivirá el culpable.» Levanté el brazo por encima de mi cabeza y apreté el gatillo. La bala se perdió en el cielo negro. Hubo un momento de estupor y mis compañeros se volvieron a mirarme con incredulidad. Fabio aprovechó el instante, pegó un empujón a Jesús Ortiz, que era quien le pillaba más de cerca, y sacó su arma. Disparó y no nos dio; Toño y Jesús le respondieron y Moreno cayó muerto.

He sido un pistolero y he estado en una guerra, así es que supongo que he matado. He lanzado granadas en trincheras y he disparado al bulto de la gente. Pero nunca he ejecutado a nadie, nunca me he acercado a comprobar mi eficacia mortífera, nunca he visto previamente los ojos de mis posibles víctimas. Sólo conozco los ojos vidriosos de mi campesino, y por eso sólo le tengo contabilizado a él como mi muerto. Aunque tengo otros cadáveres en mi conciencia, pertenecientes a una tragedia de la que fui responsable en última instancia: pero a ese dolor aún no hemos llegado.

Mi repugnancia ante la violencia personal ya me había creado algunos desencuentros con los míos. Pero ahora, a raíz de lo sucedido con Moreno, la situación se deterioró de modo irreparable. Tuve un encuentro terrible con mi hermano Víctor, que era uno de los líderes del activismo en el exilio. Estaba furioso porque se sentía humillado personalmente. Un Roble, su hermano, comportándose como un gallina, casi como un traidor. Manchando el apellido de nuestro padre. Eso decía Víctor. No comprendía que yo necesitaba cerrar de una vez, en mi memoria, los vidriosos ojos de mi muerto. Aunque la verdad es que ni siquiera intenté explicárselo. Para entonces ya llevábamos mucho tiempo sin entendernos.

Yo no veía futuro a aquella vida, a tanto sufrimiento, al sacrificio ciego de miles de militantes, de generaciones y generaciones de libertarios. La Segunda Guerra se había acabado y Hitler había caído, pero Franco no; ahora los anarquistas asaltábamos estafetas de Correos plenamente francesas y empezábamos a convertirnos, para nuestros vecinos, en simples delincuentes. A veces yo llegué a sospechar algo parecido. A veces me preguntaba si seguíamos en la lucha por estrategia y por esperanza auténtica en el futuro o porque ya no sabíamos vivir de otra manera. Mi hermano Víctor, anarquista desde los cinco años, pistolero desde los dieciocho, ¿cómo iba a poder construirse otra vida a los cuarenta? ¿Cómo iba a soportarse a sí mismo sin el embrutecimiento de la violencia, sin el perverso poder del líder clandestino, sin el bálsamo justificador de los sueños de la infancia? Pero cada día tenía menos sentido lo que hacíamos. Cada día estábamos más descontrolados. Más fragmentados. Más enfrentados los unos a los otros. Y cada día quedábamos menos: teníamos demasiados muertos, demasiados detenidos, demasiados traidores. Hubo cosas oscuras. Diamantes de Van Hoog que no llegaron jamás a su destino. Pistoleros que se pasaron al lucro personal y que abandonaron el sindicato. Y cenetistas que se dejaron matar para no tener que reconocer nuestra derrota. Porque lo que estaba sucediendo era exactamente eso. Que estábamos perdiendo otra vez la guerra. Y en esta ocasión nuestro fracaso era definitivo.


Puesto que la enfermedad de Adrián nos obligaba a pasar unos cuantos días más en Amsterdam, bajé a recepción a preguntar si ese hotel cochambroso tenía habitaciones más decentes. Sí, me dijeron; había unas cuantas suites en el último piso, pero costaban justo el doble. Las reservé de inmediato: a fin de cuentas, el dinero negro está para pagar buenos cuartos de hotel, y no míseras pensiones. Después de envolver a Adrián en una manta, y de vencer la austera resistencia de Félix, nos trasladamos escaleras arriba. Las nuevas habitaciones estaban bastante bien. Tenían el techo abuhardillado, ventanas al exterior y mucho más espacio. En una de ellas había incluso chimenea, y una cesta con astillas y leña para encender el fuego. Ahí instalamos al muchacho. En realidad, pensé, nos hemos cambiado de cuarto sólo por Adrián. Me apenaba verlo ardiendo de fiebre en la antigua habitación, oscura y deprimente. ¿Reflexioné unos instantes: tanta solicitud me daba miedo. Por este y otros detalles de obsequiosidad y entrega por mi parte, de atención permanente y soterrado mimo, empezaba a temerme que Adrián me tuviera comido el corazón de forma irremediable. Pues la primera fase de amor consiste justo en eso, en encontrar suites aceptables incluso dentro de un hotel espantoso; en colgar cortinas (que antes has comprado) en el apartamento de tu amado, cuyas ventanas estaban felizmente desnudas desde hacía años; en buscar por toda la ciudad esa exótica tinta color guinda que a él tanto le gusta para su estilográfica. Resumiendo: en conseguir lo imposible, inventarse lo posible y ser, sobre todo, lo que una no es. Porque la primera fase del amor no la vives tú, sino tu doble, esa enajenada en la que te conviertes.

Aquella tarde en Amsterdam, cuando se le declaró la amigdalitis a Adrián, yo me encontraba en ese territorio fronterizo de la locura, a medias devorada por mi yo amoroso, tan fuera ya de mí, en efecto, que, pese a ser tímida, y emocionalmente cobarde, y a sentir un paralizador espanto ante el rechazo, y a estar convencida de que veinte años de diferencia era una distancia insalvable entre nosotros, empezaba a experimentar la desasosegante certidumbre de que acabaría metiéndome en la cama con él, o por lo menos intentándolo. Era como el borracho que va por una avenida ancha y bien pavimentada, con un solo socavón, tan sólo uno, en mitad de la calle; y el borracho contempla el agujero en lontananza, y sabe que podría pasar sin ningún problema por los lados, pero hay algo, una fuerza fatídica, que dirige sus pasos hacia el hoyo; y mientras se acerca el borracho se dice: «Bien, tranquilidad, todavía puedo salvar el socavón cruzándolo de una simple zancada por encima.» Pero hay algo o alguien dentro de él que le repite: «Te vas a caer, idiota. Te vas a caer en el único hueco que hay en toda la calle.» Y el borracho, en efecto, llega al maldito agujero y se cae dentro. En esa fase terminal me encontraba yo en Amsterdam. Totalmente embriagada y resignada al golpe.

De manera que le cuidé, le mimé y le arropé como una madre lo haría con su hijo. Porque yo hubiera podido ser su madre. Pero no lo era. Pasó dos días Adrián cociéndose en su fiebre y al tercero amaneció sorprendentemente fresco y mejorado: los antibióticos empezaban a hacer su efecto. Entré a verlo a la hora del desayuno: el chico estaba sentado en la cama con una camiseta blanca de manga corta y con la bandeja sobre las rodillas. Pálido y ojeroso, pero devorando los platos como un tigre.

– Te veo mucho mejor.

– Estoy mucho mejor.

Fuera empezó a granizar; los hielos repiqueteaban en el cristal, como aplaudiendo la recuperación de Adrián. Por la ventana entraba una luz insólita, opalina y viscosa; una luz fría y ¡débil que se arrastraba líquidamente por el suelo, como si fuera la linfa del invierno. Mientras Adrián terminaba su desayuno, yo preparé y encendí la chimenea: era un día perfecto para un fuego de leña, para acurrucarse en el cobijo de las llamas mientras fuera se extendía la desolación.

– ¿Y Félix?-preguntó el chico.

– Se ha ido al Rijks Museum.

Félix llevaba un par de días inmerso en una inesperada y repentina fiebre turística. Mientras yo cuidaba del muchacho, él iba y venía a los museos y cruzaba canales aferrado a la Guía Michelín. Tal vez también él había percibido la proximidad del socavón. Tal vez también él se había dado cuenta de que sobraba. Félix estaba fuera, bajo el hielo implacable, perseguido por los lobos y por el ulular salvaje de los vientos. Sentí una punzada de culpabilidad. Pero se me pasó enseguida. Retiré la bandeja y me senté a los pies de la cama. Adrián me miraba y sonreía con sus labios ligeramente hinchados. Sonreía con lasitud, con cierta debilidad, una sonrisa de convaleciente, de cama sudada, de intimidad carnal. Me sonreía como si fuéramos amantes. Pero no lo éramos.

Para que comprendas mis miedos con Adrián, para que entiendas por qué una diferencia de veinte años me parecía inmensa, te voy a contar algo, sólo como ejemplo, como muestra.

Pertenezco a una generación que fue medio hippiosa, y me precié en su tiempo de moverme ligera, de ser capaz de viajar un mes entero con tan sólo un jersey y una muda en la mochila. Ahora, cuando viajo, incluso si me traslado fuera sólo un fin de semana, mis bolsos de mano van tan atiborrados que apenas si puedo cerrar las cremalleras. Y no hablo de ropa o fruslerías, de caprichos inútiles. Oh, no, ni mucho menos. Lo necesito todo. Necesito llevar la caja de lentes de contacto, con dos tipos distintos de líquidos limpiadores y las pastillas para desincrustarles las proteínas. Además de las gafas de recambio, graduadas para la miopía, y de las gafas de sol sin graduar, porque las lentillas me hacen fotofóbica, y de las gafas graduadas para la hipermetropía, porque ahora también tengo vista cansada. Esto en lo que respecta a una pequeña parte de mi ser, que son los ojos. Además llevo unas ampollas que se frotan en el cráneo, porque se me han empezado a caer a mansalva los cabellos; y un líquido que, extendido sobre las piernas, el entrecejo y el labio superior, inhiben el crecimiento del vello, porque cada vez estoy más hirsuta donde no debo (una vez me equivoqué y me eché crecepelo en el bigote y matapelo en la cabeza, y me pasé una semana sin salir de casa). Y me parece que con esto hemos despachado el sector piloso.

El sector de la dermis es peliagudo. Primero, la cara: leche limpiadora, emulsión alisante para los ojos, crema nutritiva de noche, crema hidratante de día, mascarilla semanal reestructurante. Y el cuerpo: espuma endurecedora para el pecho, crema anticelulítica para las nalgas, gel especial de manos antienvejecimiento.

¡Y la boca! Esto es lo más mortificante. Mi boca abarca ahora la dentadura de repuesto metida en su correspondiente caja. Seda dental para las piezas de abajo, que aún son mías. Una botella de litro de antiséptico bucal. Pomada para curar las heridas que puede producir la prótesis. Pañuelos de papel para enjugar las lágrimas (todas las noches lloro, todavía, cuando me quito la dentadura para limpiarla).

Hay que añadir, por último, el apartado estrictamente medicinal. Comprimidos de cistina para el pelo. Vitamina C para todo. Almax para la gastritis. Alka-Seltzer para la bebida (ahora ya no tengo la resistencia de antes). Aspirina para todo. Nolotil y antiinflamatorios para la boca, porque la mandíbula superior no quedó del todo bien del accidente. Pildoras para dormir. Tonopán con cafeína para despejarse. Creo que con esto he terminado. Podría ser peor. Podría tener que llevar, pongo por caso, una crema contra los hongos de los pies, o una pomada contra las hemorroides. Pero no, no necesito nada de eso. Todavía.

Todos estos frascos, frasquitos, botellones, tubos, estuches, cajas, pomos, tarros, ampollas, envases y botes se acumulaban de manera indecente en mi cuarto de baño del hotel de Amsterdam, como un recordatorio de mi naturaleza decadente, tan cercana ya a la naturaleza muerta. O así me sentía yo en aquel entonces. Como un cuadro con una jarra de barro en primer plano y un conejo cadáver, tieso como un madero, colgando de la pared por las orejas. Todos esos frascos, frasquitos, botellones, tubos, estuches, cajas, pomos, tarros, ampollas, envases y botes eran la representación misma de mi vida. Al envejecer te ibas desintegrando, y los objetos, baratos sucedáneos del sujeto que fuiste, iban suplantando tu existencia cada vez más rota y fragmentada. Y déjame que te diga lo peor: no es sólo un problema de la carne. Así como la crema antiarrugas sustituye a unas mejillas naturalmente frescas, también un pensamiento tópico de segunda mano puede sustituir a la curiosidad de la juventud, una rutina egocéntrica a un cariño primerizo y tembloroso, y un nuevo coche a las ganas de vivir. A medida que envejecemos nos vamos llenando de lugares comunes y de objetos, para cubrir los vacíos que se nos abren dentro. En Amsterdam, yo contemplaba descorazonada todo ese tarrerío que atestaba mi cuarto de baño y pensaba que a mi edad ya era claramente incompatible con Adrián, cuyo desértico cuarto de baño sólo albergaba una maquinilla de afeitar eléctrica, un desodorante, un cepillo de dientes y un dentífrico, plantados allí como audaces exploradores en la inmensidad blanca y polar de la porcelana.

Quiero decir que yo temía a Adrián, de la misma manera que el borracho que va derecho al hoyo teme partirse la crisma con el golpe. Pero la caída ya era irremediable. Crepitaba el fuego en la chimenea y estábamos solos en el mundo, separados o unidos por la cama. Le miré. Me miró. Tantas escenas románticas comienzan así. En las novelas, en las películas, pero también en la propia vida personal. Hay tantas puertas, sobre todo puertas, en las que se han producido esas miradas expectantes, transidas de anticipación y de riesgo amoroso. Puertas de cuartos de hotel, de habitaciones, de tu casa, de coches. Puertas abiertas para una despedida que se demora un minuto, y dos, y diez. Y siempre esas miradas: de petición, de entrega, sometidas a la duda deliciosa de no saber si al fin os besaréis o no. Golosas miradas que acarician. Así le debe de mirar el pájaro a la pájara cuando bailotea frente a ella sus danzas nupciales; así deben de mirarse las vacas y los toros, y las jirafas entre sí, y las escolopendras. Es una mirada básica, elemental, tan antigua como la certidumbre de la muerte.

Así es que le miré y me miró, pero pasaba el tiempo y no sucedía nada más. La primera fase del amor es como un juego de ajedrez: hay que mover peón y arriesgarse a que te coman una pieza. Pero ¿cuál sería el movimiento más adecuado? Pensé y pensé furiosamente, con el corazón y la cabeza echando humo. Entonces me acordé de Lawrence Durrell. En El cuarteto de Alejandría, la madre de alguien seducía al amigo de su hijo. Apenas si recordaba la novela, pero ella era una madre, desde luego, y él era el amigo de su hijo. Era el único ejemplo cultural apropiado que se me venía a la cabeza en ese momento. Pues bien, ella le decía: «Tienes algo en la comisura de la boca. Déjame que te limpie.» Y se inclinaba sobre él y pasaba la punta de una lengua muy poco maternal por los labios del chico. Y daba la casualidad de que Adrián tenía una miguita de tostada en la barbilla.

– Déjame que te quite… -comencé a decir, inclinándome hacia Adrián con una mano extendida, mano que esperaba utilizar como avanzadilla del ataque: la pondría sobre la mejilla del muchacho y así podría apuntalar mi boca.

– Vente más cerca… -exclamó Adrián al mismo tiempo, incorporándose bruscamente en la cama y metiendo su ojo derecho en el dedo índice de mi mano extendida.

Bien, por lo menos nos juntamos un poco. Empezó a bufar el chico de dolor, agarrándose el ojo, y yo me aproximé, espantada y solícita, palmeándole la espalda con energía.

– ¿Te he hecho daño? ¿Te he hecho mucho daño? ¿Muchísimo daño?

Alzó Adrián un ojo congestionado y lagrimeante, aunque no parecía que fuera a quedarse tuerto.

– No es nada. Creo que será mejor que vaya a lavarme.

Estiró la mano para coger la vieja camisa de franela que estaba sobre la silla, pero no se la puso. Es decir, no se vistió con ella. Lo que hizo fue sentarse en el borde de la cama, colocarse la camisa en torno a la cintura y abandonar entonces el refugio de las sábanas. Comprendí que aparte de la camiseta de manga eorta no llevaba nada. Me quedé de pie junto a la cama, torpe, quieta, estúpida. Adrián pasó a mi lado camino del baño, sujetándose la camisa sobre el ombligo. Pero no, espera, no llegó a pasar. Al llegar a mi altura se detuvo. Se volvió y me atrajo hacia él con su brazo libre. Caí en su mullido pecho como quien cae en un montón de heno. Caí en sus labios secos y calientes, en su olor a sudor y a turbación animal y a fiebre y a deseo. Nos separamos un segundo a mirarnos después del primer beso, de la primera humedad, del primer choque. La camisa de franela estaba en el suelo y la breve camiseta blanca apenas si le tapaba las caderas. Adrián se ofrecía a mi vista sonriente y confiado, los brazos relajados junto al tronco, las desnudas y fuertes piernas bien plantadas. Joven, hermoso y mío hasta hacer daño. No es verdad que las mujeres nos pudramos al cumplir los cuarenta. No es verdad que nos desvanezcamos en el pozo de la invisibilidad. Al contrario: la mujer madura, incluso muy madura, posee un atractivo propio, un momento de gloria. Estamos acostumbrados a reconocer el atractivo que los hombres mayores pueden ejercer en las jovencitas; y el mundo está lleno de felices parejas de este tipo. Lo que ignoramos es que la atracción que ejercen las mujeres mayores sobre los chicos jóvenes es igual de fuerte. De hecho, es un fenómeno tan común en los humanos que probablemente se trate de una etapa natural dentro del proceso de maduración amorosa. Y así, en algún momento de sus vidas, a la mayoría de los chicos y las chicas les atraen las mujeres y los hombres mayores. Puede que se trate de un impulso edípico, como diría un freudiano; o de una predisposición ancestral hacia el aprendizaje: en algunos pueblos de los llamados primitivos, son los mayores de la tribu, mujeres y hombres, quienes inician sexualmente a los adolescentes. No sé de qué manera vuelan los aviones, por qué brota la luz cuando pulso un interruptor, para qué sirve bostezar ni cómo soy capaz de recordar mi propio nombre, de modo que no aspiro a poder entender algo tan vasto y turbio como el amor, algo tan indescifrable como el deseo. No sé por qué sucede todo esto. Pero sucede.

Pese a las prohibiciones sociales y los prejuicios, a lo largo de la historia infinidad de mujeres mayores han mantenido relaciones con hombres más jóvenes: lo natural se abre paso a través de la convencionalidad y la hipocresía como el agua a través de las fisuras mal selladas de una presa. No hay más que acercarse un poco a la vida de las mujeres célebres y empiezan a salir historias de este tipo. Con sesenta años, George Sand enamoraba a hombres de treinta; Agatha Christie se casó, a los cuarenta, con un chico de veinticinco; Simone de Beauvoir vivió pasiones con muchachos jóvenes; Eleanor Roosevelt, la primera dama americana, amó y fue amada durante toda su vida por un hombre doce años menor que ella. La lista es interminable: Madame Curie, George Eliot, Edith Piaf, Alma Mahler… Entiéndeme, estas historias no son excepcionales, no son consecuencia de la celebridad de sus protagonistas: por el contrario, es su celebridad lo que ha hecho que estas historias se conocieran, que emergieran del espeso silencio de lo clandestino. ¡Pero si incluso un hombre tan gris, convencional y aburrido como el primer ministro británico John Major tuvo una fogosa historia de juventud con una mujer madura! No hay más que aplicar la lupa sobre las vidas cotidianas para apreciar que vivimos en lo prohibido. Lo que públicamente se entiende por normal no es lo más habitual, sino lo normativo, lo convencionalmente obligatorio. Pero dentro del secreto de nuestra intimidad, todos nos desviamos de la regla, todos somos de algún modo heterodoxos.

Todo esto aprendí en brazos de Adrián: fue una revelación inmediata, luminosa. Aprendí que él no notaba que yo tuviera celulitis ni que mis dientes fueran de resina; que le gustaban las arrugas de la comisura de mis ojos y que le importaba un carajo que mis antebrazos estuvieran un poco pendulones. Aprendí que la mirada implacable con la que nos fileteamos y descuartizamos y despreciamos las mujeres es una mirada nuestra, una mirada interna, una exigencia loca con la que nosotras mismas nos esclavizamos; y que el deseo real, el aprecio del hombre, se asienta en otras cosas: en la carne caliente y la saliva fría, en el sudor mezclado entre penumbras, en el olor secreto de la piel, en la plena lasitud de un cuerpo conquistado.

Tras pasar por los brazos de Adrián, en fin, comencé a mirar alrededor y a descubrir que había otros muchachos que me miraban. Soy bajita, ya lo sabes, poca cosa; por lo demás, no me quejo de mi aspecto ni de mi cara, y creo que en conjunto no estoy del todo mal. Pero nunca he resultado llamativa, nunca he ido dejando tras de mí una estela de atención entre los hombres. Ahora, en cambio, me parecía que me miraban más que nunca. Los jóvenes en los autobuses, el chico de la panadería, el muchacho del coche utilitario que se paraba en el paso cebra y me sonreía para dejarme pasar, los estudiantes de la cafetería de la esquina. Este descubrimiento fue un jolgorio, una fiesta, un regalo inesperado de la existencia; no porque pensara dedicarme a partir de entonces a pervertir menores, sino porque el coqueteo inocente y el modo en que mi presencia chisporroteaba en los ojos ajenos me hacían sentirme viva y hermosa y apreciable. Qué desperdicio el de tantas mujeres de mi edad que se han dejado secar de tristeza y derrota sin ver que las miraban, sin darse cuenta del atractivo que ejercían en los jóvenes, sin disfrutar con naturalidad de su tiempo de gloria.

El cielo, si es que existe, debe de ser un instante de sexo congelado. Hablo del sexo con amor, del apasionado encuentro con el otro. Si el sexo fuera una cuestión puramente carnal, no necesitaríamos a nadie: quién nos iba a atender mejor en nuestras necesidades que nuestra propia mano, quiénes nos iban a conocer y querer más que esos cinco deditos aplicados. Si el onanismo no nos es suficiente es porque el sexo es otra cosa. Es salir de ti mismo. Es detener el tiempo. El sexo es un acto sobrehumano: la única ocasión en la que vencemos a la muerte. Fundidos con el otro y con el Todo, somos por un instante eternos e infinitos, polvo de estrellas y pata de cangrejo, magma incandescente y grano de azúcar. El cielo, si es que existe, sólo puede ser eso.

El cielo estuvo en Amsterdam una tarde lluviosa. Crepitaba el fuego en la chimenea, mucho más frío que el sólido pecho de Adrián. Su olor, su carne muelle y tensa, su vientre tan liso, el rizado pubis, las ingles algo húmedas.

– ¿Te acuerdas del acertijo de la torre? -dijo Adrián. Yo tenía mi oreja sobre su pecho y su voz resonaba por ahí dentro, un sordo retumbar de caverna marina.

– Creo que sí.

– Lo del hombre que se tira de una torre medio derruida y que a mitad del vuelo grita: ¡Noooooo!…

– Sí.

– Ya sé la solución: es que es el fin del mundo. El mundo se ha acabado, quizá por una guerra nuclear, o por lo que sea; por eso la torre está en tan mal estado. Y el hombre es el último hombre de la tierra. Por eso se suicida. Pero mientras que desciende por el aire…

– … escucha el timbre de un teléfono.

– Exacto. O sea, que no está solo. No tenía que haberse suicidado.

– A saber. Lo mismo el que llamaba era un pelmazo.

– Mira que eres bichejo…

Cuando dos amantes recientes están en la cama y uno le dice al otro «mira que eres bichejo», las palabras suelen ir acompañadas de un achuchón carnal, un abrazo por aquí, un pellizco por allá, un estrujar estas o aquellas redondeces; y los tocamientos enardecen, y los enardecimientos exasperan, y se dispara entonces el dolor hambriento del deseo, cada vez más agudo hasta que se sacia. Eso empezó a suceder también aquella tarde en Amsterdam, mientras yo pensaba en el suicida de la torre. Pobre hombre, tan infinitamente solo. Me había burlado de él, pero le entendía. Le comprendía a la perfección porque ahora Adrián y yo éramos también los únicos seres vivos de la tierra. Los supervivientes del apocalipsis. Y así, enredados nuestros brazos y nuestras piernas, engastados el uno en el otro, náufragos de la carne en el mar del tiempo, aquella tarde en Amsterdam Adrián y yo nos pusimos a ser eternos otra vez durante un rato.


Cuando, ya de vuelta en Madrid, telefoneé al tal Manuel Blanco (desde una cabina, por si acaso) y le dije que llamaba de parte de Van Hoog, al otro lado de la línea se hizo un incómodo silencio. Ahora, conociendo al personaje, me imagino que empleó ese tiempo en cuadrarse servilmente ante el nombre del viejo, pero entonces yo no sabía nada y creí por un momento que el tipo había colgado.

– ¿Oiga? ¿Oiga?

– Sí. Estoy aquí -carraspeó el otro-. Dice que llama de parte de, ejem, del señor Van Hoog…

– Sí. Tengo una carta de él.

– ¿Una carta de Van Hoog? -casi chilló Blanco-. ¿Para mí?

– Bueno, no para usted… Es una cartita de… de presentación, de recomendación…

Me sentí como una estúpida al decir esto. Se suponía que estaba hablando con un mafioso o algo parecido, con un hombre que nos pondría en contacto con el submundo de la delincuencia, y, sin embargo, ahí estaba yo, mencionando cartitas de recomendación como si estuviera intentando conseguir empleo en una empresa de embutidos. Lo mismo estaba metiendo la pata, pero, claro, a saber cuáles eran las normas de urbanidad en el ámbito canalla.

– O sea, el señor Van Hoog explica que somos sus… Sus amigos.

El otro suspiró:

– ¿Y en qué puedo ayudarles?

– Sólo queríamos hablar un rato con usted. ¿Qué le parece si nos tomamos un café esta tarde en el Paraíso?

Le parecía bien, de modo que a las cuatro y media en punto nos encontramos frente a la pesada barra del local. Con la primera ojeada comprendí que Manuel Blanco no era exactamente un mafioso, sino como mucho algo parecido. Era un tipo menudo e insignificante, seguramente menor de treinta años, con el pelo engominado y cara de conejo. Vestía una ropa de buena calidad pero que le sentaba fatal, un traje de consejero-delegado que parecía heredado de alguien más corpulento, porque las mangas le llegaban a mitad de la mano y los pantalones se le desplomaban sobre los impecables mocasines de pijo. Daba la sensación de estar disfrazado, de ser un pobre hombre que ha alquilado un traje fino para acudir al funeral de un pariente rico. Nos dedicó una imitación de sonrisa mundana y dejó resbalar su mirada por las mejillas. Se ve que quería contemplarnos con altivo donaire y desde arriba, pero para ello, como era muy bajito, tenía que tronchar el cogote y echar la cabeza hacia atrás de un modo exagerado.

Nos sentamos en uno de los ruinosos sofás de terciopelo del local, en una esquina lo suficientemente lejana y recoleta como para no ser escuchados por nadie, y le explicamos la situación. Vi cómo se iba relajando y encontrándose más a gusto, incluso feliz, a medida que se enteraba de lo que queríamos. Creo que le encantó sentirse requerido como experto. O tal vez le encantara sentirse simplemente requerido.

Bien. Bien -dijo al final, con gesto vanidoso-. Creo que habéis dado con el hombre apropiado, ¿me permitís que os tutee, verdad?, con el hombre apropiado. Ejem. Tengo, ejem, muchos contactos. Y al más alto nivel. Es por mi trabajo. Porque yo soy un killer, ¿sabéis? Lo que pasa es que últimamente he estado haciendo otras cosas, pero mi verdadera profesión es la de killer.

¿Quiere decir un asesino? -pregunté con total incredulidad: ni aunque me lo jurara por su madre podría creer que ese tipo fuera capaz de enfrentarse a una mosca.

– No un asesino de verdad, claro, no de puñal y sangre y esas cosas, por supuesto. Killer significa asesino en inglés, pero no es lo mismo. Yo soy un killer económico. En fin, ya veo que no, conocéis el término -risita petulante, subidón de barbilla-. En el mundo de las altas financias y de los negocios internacionales en el que me muevo, ejem, el killer es el especialista en reconversiones empresariales. ¿Que hay que modernizar una firma, hacerla rentable en un tiempo récord y echar a la mitad de los empleados? Pues contratan a un killer. Por ejemplo, la multinacional noruega Nilsen-Olsen. ¿Os acordáis del plan de reconversión de Nilsen-Olsen, que cerró todas las plantas depuradoras que tenía en España? Pues ese trabajo lo hice yo.

– ¿Pero eso no fue cosa de un tal Sarda? -respondí, recordando el tremendo lío organizado cuando el cierre de las plantas y las fotos de los manifestantes ahorcando un pelele con el nombre de Sarda cosido al pecho.

– Sí, claro, ejem, Sarda, claro. Pero yo era uno de sus ayudantes. Bueno, ejem, podríamos decir que yo fui su mano derecha. Fue un placer trabajar con Sarda. Es un killer buenísimo. Con él se aprende mucho. Recuerdo la primera asamblea con los trabajadores de la planta principal, que estaba en Cádiz. Fue en una nave y había por lo menos mil empleados. Y llega Sarda y les empieza a decir que el mundo ha cambiado y que sigue cambiando vertiginosamente. Que a finales de siglo y de milenio ya no cabe esperar que las cosas sean como antes. Tiene un pico de oro, Sarda. Y les dijo que ya no servían para nada los conocimientos de antaño. Que la antigüedad en la empresa era un concepto absurdo, y que la lealtad a la empresa era también una idea tonta y trasnochada. Que ahora lo único importante era cumplir los objetivos comerciales, las necesidades de la firma, eso era lo único real, porque en el mundo de hoy, revolucionariamente competitivo, o cumples los objetivos o no existes, así de claro. ¿Qué preferían ellos, que siguiera existiendo una Nilsen-Olsen rentable y saneada, capaz de dar empleo a trescientas personas, o que no existiera absolutamente nada? De manera que había que echar a mucha gente. A los viejos incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos. Y a los vagos, que había muchos. Y por añadidura a todos los que siguieran sobrando, aunque no fueran ni viejos ni vagos. El mundo era así. El mundo había dejado de ser un campo de batalla entre ricos y pobres. La cuestión ya no era si uno podía ganar más o menos dinero y si la empresa podía tener más o menos beneficios, sino si había lugar para sobrevivir. El mundo se nos había quedado súbitamente muy pequeño y ahora ya no había espacio para todos. No lo había para los trabajadores, pero tampoco para las empresas. El poder de decisión ya no se debatía en las mesas de negociación entre la patronal y los sindicatos. Ahora eran la realidad tecnológica y el mercado implacable quienes establecían el orden del cotarro. Eso les decía Sarda, eso les contó aquel día a los trabajadores de Nilsen-Olsen. Y cuando terminó su exposición, añadió: «Y ahora permitidme un consejo: sonreíd. Sonreír más es muy sano, se rinde más en el trabajo, se siente uno mucho mejor. Hacedme caso: sonreíd, por favor.» Yo era muy joven entonces y he de confesar que pensé que nos iban a cortar el cuello; de este lado éramos sólo tres y delante había mil y pico personas. Pero no. No dijeron nada. Se mantuvieron todos muy callados y muy atentos. Fue un momento cumbre. Para que veáis lo bueno que es un killer bueno. Para que veáis la fuerza que tiene la verdad, cuando se dice bien.

– ¿Pero qué verdad? -me indigné ante la mentecatez del tipejo, imaginando el despavorido silencio con el que los empleados debieron de escuchar las burradas de Sarda-. Al final, Nilsen-Olsen cerró todas sus plantas en España. Ni trescientos puestos de trabajo en una empresa saneada ni nada. Lo que hizo Sarda fue aterrorizarlos y engañarlos para quitárselos de en medio sin problemas.

– Bueno, sí, bien, ejem, un killer tiene que saber… ejem, disfrazar la verdad en un momento determinado. Es una cuestión de táctica y de estrategia. Como por ejemplo el trabajo que estuve haciendo yo después. Verás, tú vas a las empresas subsidiarias de una gran firma. En mi caso, a las de Nilsen-Olsen; y entonces llegas por ejemplo a una fábrica que hace unas válvulas para los cierres herméticos, esas válvulas son su única producción y toda la producción la adquiere Nilsen-Olsen. Y les explicas que vienes de parte de la multinacional noruega, y que les vas a hacer un estudio de rentabilidad de la fábrica completamente gratis, un regalo de Nilsen-Olsen a su proveedor. Todos se quedan encantados y te abren sus puertas, te dan los libros, contestan todas tus preguntas. Al cabo de dos o tres semanas ya te sabes la fabriquita de memoria, cuáles son sus fallos de organización, sus costes, sus derroches. Y entonces vas al dueño y le dices: «Nosotros te hemos estado pagando 3.000 pesetas por cada válvula. A partir de ahora te pagaremos sólo 1.500.» El dueño se queda lívido: «¿Cómo? ¿Pero por qué?» Y ese es el momento de gloria del killer, donde entra en funcionamiento su poder, que es el poder del conocimiento. «Porque la fábrica está fatal gestionada. Toma estos papeles, este estudio, este plan de rentabilidad. Echa a la mitad de los obreros y haz las cosas como es debido, y las válvulas te costarán la mitad.» Eso le dices, y te marchas. Si el dueño es un triunfador, hace la reconversión. Si es un perdedor, no la hace, o la hace mal, y se lo lleva el viento al infierno de los fabricantes incompetentes. Así es la vida, pequeña.

Y diciendo esto, alzó una ceja en plan chico duro y me lanzó una mirada seductora y tan tórrida como el aliento de un mosquito.

– Qué interesante. Y dime, después de haber desempeñado trabajos tan importantes como el de hundir la fábrica de las válvulas, ¿cómo es que ahora no sigues trabajando de killer?

Su cara de conejo se crispó un poco.

– Bueno… Ejem… Esas cosas pasan.

– ¿Pero fuiste tú el que hiciste lo de la fábrica de válvulas, no?

– Sí, ejem… O sea, casi sí. Sarda delegó en un ayudante suyo y yo era el ayudante del ayudante. Bueno, se puede decir que yo era su mano derecha. Ejem…

– Y ahora estás en paro.

– Bueno, no… Ahora… Ahora trabajo también para las altas finanzas, y para la gente importante, como los de Holanda.

Sarda me recomendó a… Y entonces yo… Bueno, cuando hay un dinero que hay que mover rápidamente sin que deje huellas, yo me ocupo de eso.

– Me parece que nuestro amigo es un correo. Vamos, que este tipo no es más que un transportista. Es el que lleva de acá para allá las maletas con el dinero negro -intervino Félix.

Manuel Blanco apretó los labios, fastidiado:

– Bueno, sí, ejem, hago eso también, además de otras cosas.

– Cosas que, a decir verdad, no nos importan demasiado -atajó Félix-. Estamos aquí para saber algo de Orgullo Obrero y del secuestro de Ramón Iruña. Van Hoog pensó que podrías ayudarnos. ¿Puedes facilitarnos alguna información o no?

El tipo enrojeció violentamente desde el mentón birrioso hasta el comienzo de la brillantina:

– Sí, señor. Creo que puedo -dijo con tono de dignidad ofendida.

– Estupendo. Estamos esperando.

Hubo algunos segundos de silencio. Manuel Blanco sorbió su café, se arregló el nudo de la corbata, carraspeó dos veces. Cuando volvió a hablar ya había reconstruido nuevamente sus aires de hombre duro y mundano.

– Mi trabajo de… ejem, de correo, me pone en contacto con todos los mundos no oficiales. Quiero decir que un correo atraviesa fronteras, y yo me conozco todas las fronteras que existen. No hablo de las fronteras horizontales, esas que van entre países, tan aburridas y llenas de pasaportes y sellos y visados, sino de las fronteras verticales, que están aquí mismo.

Y dibujó con su mano varias líneas paralelas en el aire, unas debajo de otras.

– No sé quienes son esos de Orgullo Obrero, pero sí sé que están detrás de alguna de esas fronteras. La cuestión, ejem, es encontrarlos. Ahora bien, así como en las fronteras horizontales hay ciertas agrupaciones, ahí están los países de la Unión Europea, por ejemplo, o los Estados árabes, pues también en las fronteras verticales hay un orden. La división fundamental, aunque luego haya subclases, es entre organizaciones Diurnas y Nocturnas. Las Nocturnas son las más llamativas. Son lo que la gente común conoce como mafias. Se ocupan en general del sector de Ocio y Servicios: drogas al por menor, prostitución, juego, trata de blancas, redes ilegales de pornografía y pederastia, en fin, esas cosas. Hay suministradores fijos, departamentos específicos, líneas de comercio internacional. Está todo muy bien organizado. Hoy mismo las dos corporaciones mundiales más importantes del sector Nocturno son las Tríadas Chinas y la Jakuza japonesa, que han hecho un acuerdo para repartirse el planeta; pero luego está la nueva Mafia Rusa, que está apretando mucho y mejorando su rendimiento a ojos vistas. En cuanto a los italianos, se han quedado los pobres muy anticuados; y los colombianos, aunque aún muy potentes, andan necesitados de una reconversión. Tal vez les conviniera, ejem, contratar a un buen killer…

Perdió el tipo la mirada en lontananza, como rumiando la luminosa posibilidad de que la mafia colombiana le contratara para mejorar su balance económico. Es un imbécil, pensé, casi admirada por la dimensión de su estupidez.

– Luego están las organizaciones Diurnas, que son, en conjunto, las más poderosas. En el sector Diurno entran todos los grupos políticos: terroristas, guerrillas urbanas, movimientos de liberación, el IRA, la ETA, la Internacional Neonazi. Y las cloacas administrativas: el terrorismo de Estado, la parte más secreta de los servicios secretos… Luego están también los magos financieros capaces de hacer cualquier pirueta con el dinero: limpiarlo o borrarlo. Y más arriba aún, las mafias gubernamentales de economía negra: sobornos, corrupciones a gran escala, desviación de fondos públicos. Por último, y arriba del todo en la cadena del mando, hay que citar a los traficantes de armas, que son los grandes jefes del sector Diurno y que también son respetados por el sector Nocturno. Esos tipos son los reyes del mundo, prohombres de la patria que presiden fundaciones internacionales de caridad y que terminan convertidos en estatuas. ¿Os habéis fijado que en cuanto que hay un pequeño resquemor entre dos tribus remotas al día siguiente están armados todos hasta las cejas? Pues de ese negocio viven los reyes del planeta.

– ¿Y dónde cae Orgullo Obrero entre todo este lío? – pregunté.

– Pues, ejem, todavía no lo sé. Pero lo sabremos. Son mundos muy organizados. Aquí nadie se mueve sin que sus superiores respectivos sepan algo. No sé si Orgullo Obrero será una mafia nocturna, unos simples chorizos que se hacen pasar por un grupo político, o si pertenecerán al mundo diurno. Lo primero que haré será enterarme. Preguntaré. Hablaré con alguna gente. El nombre de Van Hoog abre muchas puertas. Habéis tenido suerte al conseguir su ayuda.

Suspiró, yo creo que con envidia ante la calidad de nuestros contactos. Luego se levantó y asumió de nuevo sus aires de grandeza para despedirse, aunque sus pretensiones quedaran algo empañadas por el hecho de que, al darnos la mano, sus dedos apenas si sobresalieran de las mangas, y porque sus pies pisoteaban de manera inclemente el largo y sucio bajo de los pantalones.

– Sabréis de mí. Saludad al señor Van Hoog de mi parte y decidle que Manuel Blanco, ejem, estará siempre encantado de poder atenderle.

– Se lo diremos -mentí plácidamente: para qué contarle que no íbamos a volver a ver al holandés en toda nuestra vida. No hice más que disfrazar la verdad, como lo hubiera hecho un killer.

Nuestro encuentro con Manuel Blanco me dejó algo desconcertada. Era un tipo tan estrambótico, y aparentaba ser tan poca cosa, que no resultaba muy creíble que pudiera ponernos en contacto con el mundo subterráneo. O con el más allá de las fronteras verticales, como decía él.

– ¿Qué os parece? -pregunté a mis compañeros cuando Blanco abandonó el café.

– Un loco, un tío ridículo -dijo Adrián.

– Pero recordad que su nombre nos lo dio Van Hoog. Así es que, aunque parezca mentira, sí que está de algún modo relacionado con las mafias -dijo Félix con voz apagada-. Es un correveidile, un hurón, como les llamábamos nosotros: tipos inciertos que rondan por los confines de la marginalidad, haciendo recados, escuchando cosas, abriendo puertas a los poderosos y sonriendo mucho. Tendremos noticias de él, estoy seguro.

De manera que nos fuimos a casa y nos pusimos otra vez a esperar, aunque en esta ocasión la guardia estuvo endulzada por los brazos de Adrián, por el vientre cálido de Adrián, por la saliva de Adrián resbalando dentro de mi boca. Transcurrieron dos días que en mi memoria se confunden en una sola noche, hasta que al fin una mañana, a eso de las nueve, alguien se apoyó sañudamente en el timbre de la puerta y no volvió a levantar el dedo del botón.

– ¡Ya va! ¡Ya va! -grité mientras salía de debajo del cuerpo de Adrián, a medias furiosa por la insistencia y a medias asustada, porque ni siquiera mi relación con el muchacho había conseguido borrar el miedo continuo que experimentaba desde el secuestro de Ramón. Me eché encima la bata y atisbé por la mirilla: era Félix. Abrí a toda prisa.

– ¿Qué sucede?

Félix estaba apoyado en el quicio, pálido y tembloroso, con grandes círculos malvas rodeando sus ojos.

– No te preocupes, no pasa nada raro, es algo de lo más natural -jadeó-. Es que me estoy muriendo. Y se desplomó encima de mí.


Hubiera debido imaginarlo. Hubiera debido saber desentrañar el porqué de la enfermedad de Félix, qué había sucedido para que, de repente, se colapsara así. Pero a la sazón yo estaba sumida en ese arrebato de puro egocentrismo que es el primer momento de un romance, cuando el resplandor del amor te deja ciega y la felicidad te deja tonta, cuando todo es excitación y borrachera y sólo eres capaz de sentirte la piel y de mirar al otro. Así es que cuando Félix se derrumbó en mis brazos preferí pensar en lo más fácil: que era viejo y que a los viejos les suceden esas cosas. Que un día se ponen malos y a lo peor se mueren.

Cuando lo ingresamos en el hospital estaba sin sentido. Él también ardía de fiebre, lo mismo que había sucedido con Adrián apenas una semana antes. Pero a diferencia del muchacho, cuya fiebre olía a anginas escolares, a pan tierno y tarde lluviosa de domingo, la fiebre de Félix evocaba agitados susurros de enfermeras, cuerpos emaciados, pasillos interminables atravesados por corrientes de aire frío. Félix, nos lo dijeron los médicos enseguida, tenía una neumonía. Un diagnóstico preocupante para su edad y para el estado de sus pulmones. Le empezaron a suministrar antibióticos, pero su organismo no respondía al tratamiento. En la ardiente penumbra de la habitación, con la calefacción a toda potencia, yo me desembarazaba del abrigo y luego de la chaqueta y después me remangaba la camiseta y le observaba dormitar durante horas, angustiada por el calor y por la proximidad de la muerte. Antes, vestido con sus amplias chaquetas de tweed, Félix había mantenido su prestancia, pero ahora, envuelto en el camisón hospitalario, se le veía huesudo, pingajoso de piel y diminuto, viejo como una gárgola, más pálido que las sábanas, extremadamente delicado y frágil. Le imaginé una semana atrás, paseando solo por Amsterdam bajo vientos polares, con las cejas escarchadas y los pies helados. No era de extrañar que se hubiera cogido una neumonía. Era una cosa más a añadir a la larga lista de mis culpas, junto con el hundimiento del Titanic y la desaparición de los dinosaurios. Qué increíble fragilidad la de los humanos: aquí estaba Félix, con toda su larga vida detrás y sus recuerdos, a punto de desaparecer en un solo instante como el humo que se desvanece en el aire. Recordé, no sé por qué, a Compay Segundo, el anciano artista cubano que cantaba canciones arrastradas de viejo cabaret, músicas sensuales y ceñidas, cálidos sones para noches del trópico. Compay era más o menos de la edad de Félix: y él también, como Félix, debió de ser joven y voraz en el pasado. «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré; por eso yo, cuando te miro y te considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir», cantaba ahora Compay, desde la altura de sus ochenta años: y cada vez que le oía me lo imaginaba preso de la nostalgia de sí mismo, de aquel Compay que antaño tuvo que ser, con el pecho fuerte, los ojos seductores y el hambre de las hembras aún en los labios. En los hombres llenos de vitalidad, como Compay o Félix, la melancolía del tiempo fugitivo era más aguda, más conmovedora. A mí, por lo menos, me conmovía. La intensidad de mi preocupación por Félix Roble me tenía sorprendida: hacía apenas mes y medio que le conocía y ya formaba parte de mi vida. Pasé muchas horas en aquel cuarto seco y tórrido del hospital, vigilando al enfermo y sintiendo oscuramente que estábamos llegando a un punto final, que algo se acababa.

Al tercer día, cuando los médicos se disponían a probar con Félix el cuarto antibiótico distinto, Adrián y yo nos pasamos un rato por casa para cambiarnos de ropa, cosa que, curiosamente, terminamos haciendo dentro de la cama y con gran entusiasmo. Cuando sonó el teléfono estábamos medio dormidos. Pegué un respingo y miré el despertador. Eran las siete de la tarde.

– ¿Sí?

– Li-Chao. Te espera en el El Cielo Feliz. Dentro de media hora. Lleva la carta del amigo holandés.

Eso dijo Manuel Blanco, porque era él, sin duda, antes de colgar abruptamente.

– ¡Pero qué estúpido! ¿Es que no se imagina que tenemos el teléfono intervenido? -bufé-. Y además dentro de media hora. ¿Qué es eso de El Cielo Feliz?

– Un restaurante chino, claro -dijo Adrián.

Por supuesto: tuvimos que mirar en la guía de teléfonos para encontrar la dirección. Paseo de la Cuesta del Río, 11. Nos vestimos a una velocidad inverosímil y tuvimos la suerte de encontrar un taxi nada más salir del portal, pero tanto el taxista como nosotros ignorábamos dónde se encontraba la calle y nos perdimos. Llegamos al restaurante casi una hora más tarde. Había caído la noche y el solitario paseo de la Cuesta del Río tenía un aspecto bastante siniestro, delimitado en toda su extensión por muros de fábricas abandonadas, talleres mecánicos cerrados y solares atestados de basuras. En medio de la negrura, un pequeño restaurante chino hacía parpadear tantas bombillas rojas como un carricoche de verbena. Nos detuvimos ante la puerta, amedrentados, mientras el taxi se perdía a nuestras espaldas. Cómo echaba de menos a Félix; aunque no era más que un anciano, su aplomo me hacía sentirme más segura. Tomamos aliento y empujamos el pomo, que era un dragón de plástico enroscado. Entramos en el local: rectangular, pequeño, con siete mesas preparadas para la cena pero aún vacías. Farolillos chinos de papel, paredes bastante sucias. Olor a pescado hervido.

– ¿Hola? -aventuré-. ¿Hay alguien?

Salió una chica por una puerta. China, naturalmente. Muy joven, despeinada, simpática.

– Hola. Lestaulante celado todavía. Media hola después.

– No venimos a cenar. Tenemos una cita con… Con el señor Li-Chao.

La chinita dejó de ser simpática.

– Un momento.

Desapareció por la puerta interior y yo pensé una vez más en salir corriendo. Pero no me dio tiempo. La joven asomó la cabeza:

– Pasen.

Y pasamos. A la cocina, pringosa y llena de perolos humeantes que un par de tipos removían; a un pasillo oscuro; y a un cuarto de estar. La chinita cerró la puerta detrás de nosotros.

– Siéntense, por favor.

Obedecimos. Li-Chao era un hombre más bien grueso, con un rostro carnoso, liso y blando que recordaba a una ciruela madura. Podía tener unos cuarenta años y vestía de occidental, con una chaqueta gris y una camisa negra, sin corbata y abrochada con primor hasta el gaznate. Estaba sentado ante una mesa camilla, y frente a él tenía una bandeja de laca con una tetera y varias minúsculas tacitas de porcelana.

– ¿Un poco de té?

Aceptamos los dos, Adrián y yo, supongo que para poder tener algo entre las manos. Estábamos en un cuartito pequeño, casi ocupado por completo por la mesa camilla y media docena de sillas baratas de respaldo alto y recto. Detrás de Li-Chao había un aparador estrecho, y sobre el aparador una talla de jade representando a un viejo pescador y una caja abierta de corn-flakes de Kellog's. Lo único extraordinario era la luz: un farolillo de papel la teñía de color rosa, de un rosa denso, pegajoso, tan dulce como un caramelo desleído, un rosa atosigante que te hacía sentir dentro de una burbuja, en la boca de un pez, entre membranas. Asfixiaba ese aire.

Nos sirvió el té con parsimonia y colocó las tazas frente a nosotros. Por supuesto que no nos ofreció azúcar, y el té, además de estar hirviendo, era tan amargo que resultaba corrosivo. Volví a dejar la taza sobre la mesa y sonreí educadamente a Li-Chao con mis labios abrasados. He estado en China, y sé que los prolegómenos corteses se llevan cierto tiempo.

– De manera que son ustedes amigos de mi amigo Van Hoog…

Hablaba un español perfecto. Cabeceé para mostrar mi asentimiento: el gesto me pareció menos comprometedor que decir que sí de viva voz. Saqué la carta y se la tendí sobre la mesa.

– Tenemos una nota suya.

Li-Chao cogió el papel y se enfrascó en su lectura durante un tiempo inconcebiblemente largo, teniendo en cuenta que el escrito sólo constaba de una línea. Luego levantó la mirada y también él cabeceó. Yo le imité con mi mejor sonrisa de cortesía, y advertí que Adrián también hacía lo mismo a nuestro lado. Ahí estábamos los tres, en ese aire confitado de casa de muñecas, sonriendo estúpidamente y basculando arriba y abajo las cabezas como si fuéramos tentempiés. En ese meneo nos pasamos otros dos minutos.

– Dice mi amigo Van Hoog en su carta que ustedes sólo quieren hablar -dijo al fin Li-Chao-. Pero en realidad ustedes lo que quieren es escuchar. Ustedes quieren que hable yo.

Cerró los ojos y se quedó quieto como un buda. O como un hombre dormido. Sus ojos estaban rodeados de una infinidad de arrugas muy menudas. No debía de tener cuarenta años, sino bastantes más. Cincuenta, quizá incluso sesenta.

– Ustedes quieren saber, y eso, la búsqueda del conocimiento, es una ambición muy noble. Pero yo no quiero hablar, porque la discreción es una virtud también muy loable. «El silencio es un amigo que jamás traiciona», como dice el…

– Confucio -interrumpió Adrián. Le miramos los dos con cierta sorpresa.

– Es una frase de Confucio -repitió Adrián, un poco turbado.

– Como dice el gran Kung-Fu-Tsé, a quien, en efecto, ustedes llaman Confucio -prosiguió el hombre, imperturbable-. Celebro que nuestro joven amigo tenga tan buen conocimiento de nuestros clásicos, cosa que, por desgracia, no se puede decir de la juventud china de hoy. Enhorabuena. Sin embargo, ninguno de nuestros jóvenes, pobres incultos como son, se hubiera atrevido jamás a interrumpir las palabras de una persona mayor y de respeto, y menos aún si dicha interrupción sólo tuviera como objeto la vanagloria del muchacho, puesto que su comentario no añadía a la conversación nada que no supiera de antemano su interlocutor y no era sino un alarde necio de conocimientos. No obstante, y teniendo en cuenta su condición de joven y de occidental, y por consiguiente de doble ignorante, no tendremos en cuenta por esta vez la evidente falta de educación de nuestro invitado. A decir verdad, este humilde servidor vuestro ya ha olvidado por completo el incidente.

Sentí, más que vi, cómo Adrián enrojecía con violencia a mi lado: despedía verdadero calor y emitía un ruidito sordo y entrecortado, como un pequeño motor a punto de pararse.

– Perdón -farfulló.

– ¿Más té? -ofreció Li-Chao con amabilidad exquisita. Adrián y yo cabeceamos frenéticamente nuestro asentimiento. El hombre nos sirvió. Observé que sólo utilizaba la mano izquierda. La derecha había permanecido sumida en las profundidades de la mesa desde el comienzo de nuestro encuentro. Tal vez fuera manco, pensé. O tal estuviera escondiendo una pistola. Por otra parte, esa mano izquierda con la que desempeñaba todos los movimientos estaba cubierta de manchas, seca y arrugada, con los nudillos deformados por la artrosis. Setenta. Li-Chao debía de tener lo menos setenta años. O quizá incluso ochenta. Era la mano de un anciano.

– Yo soy un buen amigo de mis amigos y ustedes son amigos de mi amigo -prosiguió Li-Chao tras la pausada ceremonia de las tazas-. Me gustaría ayudarles. Pero tenemos un conflicto, puesto que deseamos cosas contrapuestas. Escuchar y callar. Saber y silenciar. Ahora bien, la vida es siempre así, ¿no es cierto? Llamamos vida al complejo equilibrio que nace del choque entre contrarios. La realidad es siempre paradójica. Las cosas se definen por lo que son, pero también por lo que no son; sin el otro, sin lo otro, no existiría nada. La luz no se entiende sin la oscuridad, lo masculino sin lo femenino, el yin sin el yang. El Bien sin el Mal.

Inclinó la barbilla sobre el pecho y volvió a cerrar los ojos. Transcurrió un minuto interminable. Quizá Félix hubiera sabido qué hacer en una situación tan rara y desconcertante como esta, quizá Félix hubiera sabido encontrar la palabra exacta para que el chino saliera de su pasmo y nos contara algo aprovechable. Pero en esos momentos Félix se encontraba enfermo en el hospital, tal vez incluso agonizando. La vida sin la muerte.

– Mis hermanos y yo sabemos que el Mal forma parte del Bien y el Bien forma parte del Mal. El hombre virtuoso entenderá esto y contribuirá a la armonía universal, a la concordancia de los contrarios. Mis hermanos y yo llevamos milenios siendo piezas humildes dentro de la gran rueda de la vida. Administramos el Mal, y gracias a nosotros el Bien existe. Es un trabajo altamente moral y muy difícil. Se lo voy a decir de otra manera, para que incluso ustedes, con sus pequeñas mentes occidentales, puedan entenderlo. Les daré un ejemplo: España en el año 1992. La Exposición Universal, los Juegos Olímpicos… ¿No les extrañó que no hubiera ningún percance terrorista durante las celebraciones? Tanto la Exposición de Sevilla como los Juegos de Barcelona eran acontecimientos gigantescos, imposibles de vigilar en su totalidad. Con la tecnología actual, cualquiera puede dejar una bolsa explosiva en una papelera. La seguridad de un evento semejante es algo por completo inalcanzable. Y, sin embargo, no sucedió nada. ¿Se han preguntado ustedes alguna vez por qué?

Tuve que admitir que no, que no me lo había preguntado.

– Porque donde hay tradición y organización, el orden impera. Ustedes tienen la ETA, que es un poderoso interlocutor del mundo subterráneo. El Gobierno sólo tuvo que pagar secretamente a ETA el precio de una tregua para conseguir la paz en esos meses; y por su parte, ETA se encargó de que no hubiera advenedizos que rompieran el pacto. Eso es orden. Eso es armonía. Los barrios chinos de las grandes ciudades occidentales están limpios de delincuencia. Usted y este humilde servidor se podrían pasear por las calles del Chinatown de Nueva York a cualquier hora de la noche sin que nos sucediera nada malo. Porque mis hermanos y yo cuidamos de ello. Eso es orden. Eso es armonía. Sin embargo…

Detuvo su exposición Li-Chao y suspiró tenuemente. Su mejillas frutales, blandas y amarillas, retemblaron un poco.

– Sin embargo el caos avanza y el desorden nos devora. Y no se trata de ese desorden cósmico del que el orden nace, sino de la confusión, de la imprecisión, de la falta de lugar y contenido. La tradición se pierde, la memoria se rompe. La Nada nos acecha.

Diciendo esto, Li-Chao sacó su brazo derecho de las profundidades y lo apoyó sobre la mesa. Tuve que hacer un considerable esfuerzo para no demostrar mi sobresalto. La mano era un muñón abrasado, una garra cerrada sobre sí misma, un despojo encarnado y derretido que parecía haber sido asado a fuego lento.

– Son ustedes amigos de mi amigo y yo soy buen amigo de mis amigos, así es que de todas maneras les diré algo. Dos pequeñas cosas. Dos menudencias. Primero, que Orgullo Obrero es uno de los nombres del desorden. Y segundo: tenga usted cuidado de con quién habla. Porque una de las personas de su entorno está implicada.

– ¿Quién?

Li-Chao sonrió e ignoró mi pregunta.

– Les ofrecería más té, pero está frío. Servir el té frío es una descortesía imperdonable. Pero, claro, el tiempo transcurre sin que nos demos cuenta. Espero que sepan disculpar este descuido de su humilde servidor.

– Somos nosotros quienes le pedimos disculpas -dije inmediatamente, entendiendo el mensaje-. Creo que le hemos entretenido demasiado. Gracias por recibirnos.

Mientras hablaba, no pude evitar que mis ojos se desviaran de nuevo hacia la mano herida, hacia ese horrible amasijo de tendones al aire y carne atormentada. Li-Chao atrapó mi mirada y yo advertí que me había visto. Enrojecí.

– Observo que le llama la atención el estado de mi mano. Esto también es una consecuencia del desorden.

Levantó el muñón en el aire: los dedos, o lo que quedaba de los dedos, parecían estar fundidos entre sí.

– Sin embargo, el dolor puede formar parte del equilibrio universal. Lo mismo que la violencia. Y la venganza.

Y, diciendo esto, abrió dificultosamente su garra descarnada: allí, en lo que una vez había sido la palma de la mano, había un pequeño pomo de vidrio transparente relleno de un líquido que parecía agua; y flotando dentro, como un pez diminuto en su pecera ínfima, había un ojo humano. Blando, redondo, absorto. Salí de El Cielo Feliz aguantando las náuseas a duras penas. Crucé como una exhalación el todavía vacío restaurante, abrí la puerta de un empellón y me precipité a la calle, aspirando con ansiedad el aire frío. Apoyada en el muro de una fábrica, fui recuperando el resuello poco a poco. Adrián, a mi lado, estaba verborreico. Los nervios le producían a veces ese efecto.

– Joder, qué tío, qué cosa tan siniestra; cuando me dijo lo de Confucio creí por un momento que me iba a cortar el gaznate allí mismo, y eso que no nos había enseñado todavía el ojo, qué asco, y la mano, qué horror, y esa luz rosada, que era una pesadilla, y…

– ¿Cómo vamos a salir ahora de aquí? -le corté.

Porque estaba empezando a percatarme de la situación a medida que el juicio volvía a mi cabeza. Adrián miró alrededor: una calle extrema de un barrio extremo, desolada, desierta, amedrentante. Ni una persona a la vista, ni un maldito coche. Por no haber, no había ni una sola ventana encendida. En toda la calle no se apreciaban más luces que las mortecinas farolas del alumbrado público y el centelleo barato del restaurante chino.

– Podríamos regresar a El Cielo Feliz y llamar un taxi por teléfono -sugirió Adrián.

– ¿Volver a entrar ahí? Ni pensarlo.

– Pues entonces habrá que caminar.

De manera que echamos a andar hacia uno de los extremos de la calle, aunque no sabíamos muy bien por cuál de los dos lados saldríamos antes de ese barrio horrible: el taxi había dado mil vueltas para llegar.

– ¡Tranquila, Lucía! Vas casi corriendo. Con lo pequeñita que eres y me cuesta seguirte -dijo Adrián con una sonrisa, mientras encendía un cigarrillo como para darle una apariencia de naturalidad a la noche antinatural y tenebrosa.

– Tengo miedo. No me gusta este sitio. Estoy deseando llegar a algún lugar civilizado.

– Yo tengo un truco estupendo para atravesar con tranquilidad los lugares siniestros. Cuando voy caminando por algún sitio un poco sobrecogedor, lo que hago es imaginarme que el asesino soy yo. Si yo soy el atacante, no puedo ser el atacado. Funciona muy bien.

Le miré, atónita. Nunca acabaría de entender a los hombres. A nuestra espalda, un coche encendió los faros y arrancó. Me sentí vagamente aliviada: por lo menos había alguien más en la calle, además de nosotros. Tal vez fuera cosa de la imposibilidad de asumir su propio miedo, seguí reflexionando; quizá los hombres preferían imaginarse asesinos antes que reconocerse cobardes. El coche que había arrancado poco antes no nos había sobrepasado todavía. Una inquietud pequeña como un garbanzo empezó a endurecerse en la boca de mi estómago. Eché un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro. El coche venía detrás de nosotros, casi a nuestra altura, manteniendo la velocidad de nuestros pasos. La inquietud se convirtió instantáneamente en una gran piedra encajada en mi pecho que apenas si me dejaba respirar.

– Adrián… -susurré.

– Ya lo he visto.

La calle se extendía delante de nosotros negra y larga, sin portales en los que guarecerse, sin posibilidades de esconderse, sin que la velocidad de nuestras piernas pudiera librarnos de la persecución.

– ¿Qué hacemos? -dije.

– Sigamos caminando. Deprisa, pero sin correr. Haz como si no los hubieras visto.

Nuestros pasos repiqueteaban en las baldosas rotas de la calle: una zancada de Adrián, dos saltitos míos. Y el ronroneo del coche que nos seguía. Con el rabillo del ojo, atisbé el morro del vehículo. El resplandor de los faros impedía ver nada con precisión, pero a través de los cristales me pareció advertir al menos dos siluetas.

– Tranquila, hay gente ahí delante.

– ¿Cómo?

– Hay gente ahí delante -repitió Adrián. En efecto, unos metros más allá se veía a dos o tres personas junto a una farola amarillenta. Apretamos un poco más el paso:

me dolía el costado, una punzada aguda al respirar. Eran tres, ahora ya se podían ver con claridad, tres hombres jóvenes de aspecto muy común, dos con vaqueros, uno con traje. El coche seguía deslizándose muy cerca de nosotros, junto al bordillo.

– Adrián…

No me gustaba lo que veía, no me gustaba nada. Los tres hombres nos estaban mirando, no hablaban entre sí, sólo nos contemplaban fijamente y se extendían en una línea a todo lo ancho de la acera. A su lado había aparcado otro vehículo, un automóvil grande, caro.

– ¡Adrián!

Nos habían cortado el paso. Me sentí como una oveja hábilmente pastoreada que entra por sí sola al matadero. Redujimos la marcha hasta detenernos. A nuestra espalda se abrieron y cerraron las puertas del coche que nos seguía: alguien se bajaba. Pero no miramos para atrás, o al menos yo no lo hice. Toda mi atención estaba concentrada en los tres hombres que teníamos delante. Los dos que vestían pantalones vaqueros estaban situados en los extremos. Llevaban unas pistolas negras y relucientes con las que nos apuntaban. El individuo del centro era pelirrojo, alto y musculoso, con aspecto de galán de culebrón televisivo. Era uno de esos tipos tan pagados de sí mismos que convierten su guapeza en una agresión a los demás. Sentí cómo alguien me arrimaba desde detrás algo frío y metálico a la oreja. Debía de ser el cañón de un arma, porque Adrián tenía un pistolón pegado a la garganta.

– Pero qué sorpresa -dijo el pelirrojo con voz pituda-. Mira quién está aquí: la pobre y desconsolada esposa.

– ¿Qui… quiénes son ustedes? -dije, con una voz tan tenue y temblorosa que creí que no me oirían. Pero el Caralindo debió de escuchar algo.

– Preguntas mucho, querida, ese es el problema. Para vivir tranquilo hay que cerrar la boca.

Hizo un gesto con la mano y volví a escuchar cómo se abría una puerta de coche a mis espaldas. Al instante entró en mi radio de visión un hombre nuevo que arrastraba algo enganchado por una cadena. Reconocí el gemido aun antes de verla: era la Perra-Foca. El animal intentó venirse conmigo, pero el tipo la tenía sujeta por el collar y no se lo permitió.

– ¿Qué hace ella aquí? -farfullé.

– ¿Lo ves? Eres incorregible: no paras de preguntar -dijo el pelirrojo.

Se agachó y comenzó a acariciar a la Perra-Foca.

– No es de buena educación ir de acá para allá preguntando cosas y molestando a tanta gente. No señor, no lo es.

En vista de que la cosa se prolongaba, la Perra-Foca suspiró y optó por tumbarse, a la espera de que los extravagantes humanos tuviéramos a bien acabar con esa situación para ella incomprensible. El pelirrojo se puso en cuclillas junto a ella.

– Qué perra tan bonita.

No era bonita. Era gorda y despeluchada y vieja y estaba desparramada sobre el suelo. Se me encogió el corazón.

– Tengo amigos, amigos muy importantes, a los que no les gusta la gente preguntona -dijo el Caralindo.

Y se sacó una navaja del bolsillo. Era de resorte, con una hoja muy puntiaguda, fina y estrecha.

– Mis amigos me han dicho: Vete y adviértele a esa chica que preguntar es muy malo para la salud.

Comenzó a pasar la punta de la navaja por encima de la Perra-Foca. Sin apretar, como si fuera una caricia, el pico de metal marcando un camino por las ingles del animal, por el lomo, por el cuello.

– Vete y adviértele a esa chica que preguntar demasiado es más perjudicial para la salud que ser yonqui, o que caerse de un décimo piso.

El puñal merodeó perezosamente por el vientre de la Perra-Foca.

– Preguntar puede terminar convirtiéndose en algo muy doloroso, mutilador, violento…

La afilada punta recorrió las peludas patas delanteras y empezó a subir por la línea del cuello hacia la cabeza; la Perra-Foca dio un lametón a la mano del pelirrojo y se lo quedó mirando, miope y plácida. El ojo, pensé alucinada. Como el ojo de Li-Chao. Le va a sacar un ojo al animal y no seré capaz de soportarlo. En ese momento el matón sujetó la cabeza de la perra contra el suelo con su mano derecha. Era zurdo. Debí de hacer algún tipo de movimiento, no lo recuerdo, porque sentí que me retorcían los brazos y que el cañón del arma se me clavaba en la cara con más fuerza.

– Algo muy desagradable, te lo aseguro.

Todo fue muy rápido: era habilidoso el Caralindo. Con un solo movimiento de muñeca, el hombre alzó la mano y rebanó de raíz una de las orejas de la Perra-Foca, que empezó a chillar como si la estuvieran matando y a sacudir la cabeza, salpicándolo todo con su sangre. Entonces la soltaron y el animal se vino hacia mí en busca de cobijo. Adrián y yo nos inclinamos para cogerla y calmarla; estábamos libres, los hombres habían guardado sus pistolas y se estaban metiendo a toda velocidad en sus grandes vehículos. El pelirrojo fue el último en retirarse:

– Ya lo sabes, querida, no sigas preguntando. No vuelvas a enfadar a mis amigos.

Hubo un estruendo de portezuelas al cerrarse y los dos coches desaparecieron con gran rugido de motores por la calle vacía. La Perra-Foca gimoteaba y se daba cabezazos contra mis rodillas: la herida debía de dolerle, pero podría haber sido mucho más grave. Me temblaban tanto las piernas que apenas si era capaz de caminar. Tardamos cerca de veinte minutos en llegar hasta una cabina de teléfonos y conseguir un taxi.

Lo primero que hicimos fue acercarnos a un veterinario de urgencia, y lo segundo, llamar al inspector García, que acudió a vernos enseguida. Era feo y estúpido, pero servicial. Yo estaba tan aterrorizada que me dieron ganas de besarle cuando llegó.

– Lo peor es que para llevarse a la perra han tenido que entrar en casa. Y no parece que la puerta esté forzada -dije, tras explicarle nuestro desagradable encuentro de esa noche.

García revisó con plúmbea laboriosidad todas las ventanas y cerraduras de la casa.

– Todo en orden. Nada forzado. Trabajo de profesionales. Pero no se preocupe. No volverán. Por ahora. Era un aviso. ¿Qué hacía usted en el paseo de la Cuesta del Río?

Porque yo no le había contado toda la verdad. No había hablado de Van Hoog, ni de Manuel Blanco, ni de Li-Chao. Ahora estuve tentada de decírselo todo. Abrir mi corazón al inspector y abandonar la búsqueda. Acabar con las preguntas, como dijo el abominable pelirrojo, y con el miedo. Pero no, no podía porque también me daba miedo Li-Chao. Estaba segura de que al chino no le haría ninguna gracia que habláramos de él con la policía. Habíamos ido ya demasiado lejos. Lo clandestino debía de seguir siendo clandestino.

Habíamos ido a… A un taller mecánico de la zona para… Nos habían dicho que vendían una moto de segunda mano en buen estado y Adrián quería comprarla.

– ¿Qué taller?

– No… No lo encontramos. Nos perdimos. Taller Sánchez, era. Pero no lo encontramos. Por eso dimos un montón de vueltas por ahí. Y luego se nos hizo de noche y no había manera de pillar un taxi.

La cara de García se crispó en un gesto de melancólico disgusto.

– Soy un profesional. Usted miente. Yo callo. Usted cree que me ha engañado. Yo callo. Usted cree que soy idiota. Y yo callo. Pero si sigue usted husmeando por ahí, le pasará algo muy feo. Quédese quieta. No juegue a detectives. Deje que los profesionales trabajemos.

García tenía razón. Sí, por primera vez pensé que García tenía razón. Todo había sido una locura, una estupidez. Me había dejado llevar por las fantasías de Félix, por sus viejerías, porque los viejos, ya se sabe, cometen viejerías del mismo modo que los niños cometen niñerías. Y ahora Félix estaba en el hospital, grave, muy grave; y yo tenía miedo y estaba decidida a no volver a plantear ni una sola pregunta. Sí, se acabó el jugar a los detectives, como decía el inspector. Si la policía no podía devolverme a Ramón, era una insensatez creer que yo lograría mejores resultados.

Esa madrugada, después de que se fuera el inspector; de habernos tomado todos, Perra-Foca incluida, una ronda de tranquilizantes; de haber hecho el amor desesperadamente e intentado comer sin hambre alguna, me marché al hospital para ver a Félix. De noche, los hospitales tienen una atmósfera reverberante y umbría, el eco submarino de los grandes espacios sigilosos. Recorrí los pasillos medio apagados y entré de puntillas en el cuarto. Félix dormitaba, aparentemente tranquilo, en la suave penumbra de la lámpara nocturna. Un viejo en una cama de hospital, de madrugada. Como en aquella Nochebuena con aquel anciano desconocido. Pero esta vez el viejo era mío y yo era yo.

Me senté a su lado. Hay momentos en la vida en que todo es muerte. En los que la cotidianidad se hace pedazos y el horror se convierte en un destino inevitable. Sádicos pelirrojos que sacan ojos, niñas violadas y estranguladas, muchachitos que torturan y asesinan a bebés, mendigos quemados vivos por neonazis. Hay momentos en los que la atrocidad te anega de tal modo que te asombra haber llegado relativamente indemne hasta ese día. Es tan impensable el horror cuando se piensa. No cabe en la cabeza y te vuelve loco.

– Lucía…

Me sobresalté. Hice un esfuerzo por regresar al mundo. Estaba lejos, muy lejos, en el abismo.

– Lucía, ¿qué te pasa?

Era Félix. Se había despertado y me miraba. Tenía un rostro hermoso, pulcro, inteligente.

– Nada. Bueno, sí. Estaba un poco angustiada. Pero no es nada. Ya se me está pasando. ¿Qué tal estás?

– ¿Cómo dices? -se esforzó, enroscando una mano sobre la oreja.

– Que qué tal estás -repetí, modulando con cuidado las palabras.

– Bien. Creo que no tengo fiebre. Le toqué la frente. Parecía fresca.

– Estás temblando -dijo Félix.

– No me siento muy bien -respondí, intentando no llorar. Félix me palmeó el dorso de la mano.

– Lucía, cariño, yo no tengo ganas de dormir. ¿Quieres que te cuente una de mis historias?


Desde la ejecución del traidor Moreno todo empezó a desmoronarse -dijo Félix Roble- Yo bebía demasiado, y no era el único. Los anarquistas originales, la gente con la que me crié, eran de una sobriedad rayana en lo maniático: incluso el café les parecía una droga peligrosa. Pero ahora algunos bebíamos, y otros empezaban a mostrar demasiado apego a sus armas y al dinero conseguido con ellas. Las discusiones eran constantes: cada uno de nosotros tenía un criterio diferente sobre la estrategia a seguir. Empecé a alejarme del grupo y de mi hermano. No es que lo hiciera de manera voluntaria y consciente, es que no disponía de sujeciones suficientes, estaba a la deriva. Me sentía como hueco. Un papel arrugado que la brisa arrastra.

Fue entonces, en ese tiempo hosco y aturdido, cuando conocí a Manitas de Plata. Siempre recordaré la fecha: era el 7 de mayo de 1949. Tras lo de Moreno, la organización de Barcelona había quedado gravemente dañada. Entonces a Víctor se le ocurrió volver a poner en marcha a los Solidarios. La idea consistía en crear una guerrilla urbana totalmente independiente del sindicato clandestino. El grupo de activistas estaría compuesto por personas venidas del exterior, gentes limpias para los archivos policiales de las que los cenetistas locales no sabrían nada.

«Así, si vuelve a caer la dirección del sindicato, que tal como están las cosas es muy posible, no podrán delatar a los Solidarios», dijo Víctor.

«Muy bien, montamos otra vez un grupo de pistoleros en España. ¿Y qué? ¿Qué crees que vamos a conseguir con esto?», le discutí. Últimamente le discutía todo.

«¿Que qué vamos a conseguir? Parece mentira que seas hijo de tu padre. Pelear, cojones, eso es lo que vamos a conseguir. Pelear contra los oligarcas y los fascistas. Como siempre, hermano. Como siempre.»

Víctor tenía razón y al mismo tiempo se equivocaba. La lucha no nos llevaba a ningún lado, pero, por otra parte, luchar era lo único que nos quedaba. De manera que acabé plegándome a su voluntad, como casi siempre.

Yo fui el primero en irme a España, de cabeza de puente, para organizar la infraestructura. A decir verdad, agradecí la misión: me obligaba a disciplinarme de nuevo y me sacaba de la abulia. Además, siempre podía morir en el empeño. Y no es que por entonces quisiera de verdad morirme, todavía no, eso vendría después; pero en aquella época la vida ya había perdido para mí su brillo y su razón, eso sí era cierto; y ponerte en peligro tenía por lo menos el atractivo de otorgarle cierto sentido a tu existencia: el de sobrevivir hasta el día siguiente.

Así es que llegué a Barcelona a finales de abril de 1949 tras cruzar clandestinamente la frontera. Llevaba conmigo unos papeles falsos magníficos que en realidad eran legales. Pertenecían al novio de una cenetista, un chico que se había matado al caer de un tejado; era huérfano y carecía de familia, y los compañeros habían tenido presencia de ánimo suficiente como para enterrar el cadáver en secreto, de manera que sus papeles se quedaron limpios. Yo era ahora ese muchacho: me llamaba Miguel Peláez, era albañil y tenía treinta años. En realidad, había cumplido treinta y cinco y no sabía manejar la llana, así es que me instalé en una pensión de las Ramblas y encontré un trabajo en el puerto, de estibador. Tenía que dar el 30 por 100 de mi paga al capataz que me contrató, y aun así estaba de suerte. Según mis papeles, es decir, según los papeles de Miguel, yo estaba clasificado como indiferente. Después de la guerra civil, todos los españoles fuimos clasificados por nuestra ideología en afectos al Régimen, desafectos e indiferentes. Los desafectos, como puedes imaginar, tenían una vida negra: o estaban en la cárcel o depurados, sus bienes habían sido generalmente confiscados y no podían encontrar trabajo. Los indiferentes lo tenían mejor; pero en la práctica no podían ser maestros ni profesores, ni trabajar como funcionarios, ni recibir ayudas estatales; y tampoco les era sencillo encontrar un buen empleo. Así es que yo me sentí bastante satisfecho de poder romperme el lomo trabajando como estibador, aunque tuviera que entregar una parte de mi sueldo al mafioso de turno.

Aquel mes de mayo la primavera estalló de un día para otro. Yo vivía en una pensión de las Ramblas registrado como Miguel Peláez y además había alquilado una casa pobrísima en el cinturón fabril, con nombre falso, para que nos sirviera de centro de operaciones. Ahora me doy cuenta de que he dicho que esa casa la alquilé con nombre falso, como si el de Miguel hubiera sido auténtico. He vivido durante tantos años una vida doble y clandestina que a veces me cuesta descubrir cuál es mi verdadera identidad. En aquel entonces yo era Félix Roble en la memoria privada de mi infancia, Fortuna para los compañeros de clandestinidad, Arturo Pérez para el carnicero que me realquiló la casita del extrarradio y Miguel Peláez para todo el mundo con quien me trataba en mi vida cotidiana en Barcelona. Sobre todo fui Miguel Peláez para Manitas de Plata; y por eso aún hoy me parece que esa era mi identidad auténtica. Porque con ese nombre fui amado.

Pero te decía que aquella primavera el calor llegó de un día para otro. Era un domingo por la tarde y no tenía nada que hacer. Salí de la pensión y bajé por las Ramblas. El cielo estaba de un color azul sólido, como si fuera esmalte, y el aire olía a flores, a verano y a polvo, ese polvo festivo que levantan los pies de las familias al pasear por las avenidas en domingo. Los primeros días de calor de primavera son extraordinarios: se te meten debajo de la piel, te hacen bullir la sangre lo mismo que bulle la savia en un arbusto. Te hacen sentirte renovado y joven, incluso ahora me sucede, que ya estoy casi muerto; incluso ahora, los primeros calores me hacen sentir como si pudieran brotarme hojas de los dedos. Así es que bajé por la calle un poco aturdido ante tanta vida, recordando otros tiempos, mi juventud primera, cuando me llamaban Fortunita y paseaba por las Ramblas junto a mis compadres, la gente de bronce, antes o después de una corrida, mirando a las chicas y sintiendo las piernas ágiles y fuertes; y la espalda, recta y sin pesadumbres; y todo mi cuerpo, el cuerpo de la juventud, hambriento de placeres, ese cuerpo que contoneaba ligeramente Ramblas abajo con paso achulapado de torero para impresionar a las muchachas.

Todo aquello se había terminado, ese mundo se había ido para siempre, y ni siquiera las Ramblas eran las mismas: ahora formaban parte de una ciudad humillada y vencida. Pero la primavera sí era igual; y el calor, y el cielo deslumbrante. De modo que la culpa de todo la tuvo la temperatura. Si no hubiera hecho un día tan hermoso, yo me habría comportado con más cautela, con más disciplina. Pero la primavera me había trastornado.

Dio la casualidad de que mis pasos me llevaron hasta la plaza de Cataluña justo cuando allí se desarrollaba una pequeña escena: una mujer era violentamente zarandeada por un hombre. La situación no era en sí nada extraordinaria: en las callejas cercanas a las Ramblas los chulos pegaban a sus prostitutas abiertamente, y en los ambientes obreros más de una mujer aparecía con el ojo morado por las mañanas. Nunca las mujeres anarquistas, desde luego. O casi nunca. En los círculos libertarios la mujer siempre ocupó un lugar preeminente.

Pero aunque la situación no fuera extraordinaria, los personajes implicados sí lo eran. Sobre todo, ella. Ella era una dama, no sé cómo explicarte. Vestía un traje sastre color cereza, de falda estrecha y chaqueta muy ajustada. Y un sombrerito redondo del mismo tono con un velo negro sobre la cara. Entonces nadie vestía así, con esa elegancia, con esa sofisticación, con ese refinamiento. Nadie llevaba sombreritos con velo a media tarde. Parecía una actriz de Hollywood. Decir esto es una banalidad, pero es lo que se me pasó de verdad por la cabeza. En la España de los cuarenta, miserable y sombría, aquella mujer parecia proceder de un planeta remoto. Y eso era la estética de las películas de Hollywood para nosotros, un producto de Marte. En fin, era una mujer impresionante. En el tipo, en el porte, en la boca roja y carnosa que asomaba por debajo del velo; en el relampagueo furioso de sus ojos tras la suave penumbra de la redecilla.

En cuanto a él, me sorprendió comprobar que reconocía su cara. Era un actor joven y medianamente famoso por entonces. Estaba fuera de sí, desencajado. Había cogido por los hombros a la mujer y la sacudía frenéticamente mientras gritaba con voz ronca: «No me puedes hacer esto, no me puedes hacer esto.» Ella intentaba resistir los empellones agarrada a las muñecas del hombre, pero sus fuerzas empezaban a quebrarse: la cabeza se le movía como un badajo loco, los pies perdían apoyo. Entonces intervine yo. No sé por qué. Nunca debí hacerlo. Iba en contra de todas las normas. Un militante clandestino que está en una misión no puede jugar a ser caballero andante. Pero supongo que olía demasiado a verano como para ser prudente.

Me acerqué y puse la mano en el hombro del actor: «Hombre, qué haces, cálmate», le dije, o algo parecido. Tampoco quería pegarme con él, si no era necesario. Pero el tipo ni se enteró de mi presencia, tan trastornado estaba. Así es que tuve que pegar un tirón y arrancarle literalmente de la mujer. Se me quedó mirando atónito y boqueante, como un perro rabioso al que separas de otro. «Tranquilo, no hay que ponerse así, ya está bien; seguro que puedes arreglar las cosas de otro modo.» Pero él seguía obnubilado. Extendió un dedo hacia mí y dijo: «Tú… tú eres su amante… Ya lo sabía… Lo sabía… Voy a matarte.» Estaba como loco. Así es que al final tuvimos que pegarnos. Fue fácil; él se lanzó sobre mí como un toro ciego, sin saber qué golpeaba. No debía de tener costumbre de pelear. Yo sí, yo estaba entrenado para ello, y eso lo cambia todo. Yo sabía que las peleas se ganan en el primer golpe, y que todo consiste en ser tú quien da ese golpe y en hacer el mayor daño posible, porque a lo peor no tienes una segunda oportunidad. Y hay que atacar sin saña y con la cabeza fría, pero al mismo tiempo sin clemencia. Eso es lo que hice, y el actor quedó tendido en la acera con el segundo puñetazo. Me dejé los nudillos destrozados.

La mujer se agachó a inspeccionar al vencido. Con el zarandeo se le había caído el sombrerito. Estaba muy calmada y muy hermosa. «Damián, por favor, ¿puedes venir?», dijo después, llamando a alguien a mi espalda. Miré hacia atrás: estábamos rodeados de espectadores. No se habían detenido a ver cómo sacudían a una mujer, pero la pelea entre nosotros dos había conseguido formar un atento corro. Damián se acercó: era un hombre mayor al que luego llegué a conocer bastante, el portero del teatro Barcelona, que estaba en la misma plaza de Cataluña. «Por favor, Damián, llévatelo a casa. Y ocúpate de que esté bien», le dijo la mujer, metiéndole un billete en el bolsillo. Y Damián se ocupó, con la ayuda de un par de tramoyistas.

«Gracias», me dijo entonces ella, dándome la mano y apretándola como si fuera un pelotari: mis doloridos nudillos gimieron. «Me llamo Amalia Gayo. A lo mejor me conoces. Soy artista. Trabajo en el teatro», continuó, señalando con un movimiento de barbilla al Barcelona. En aquellos tiempos las mujeres llevaban las cejas depiladas y pintadas muy finas, pero Amalia llevaba sus cejas naturales, muy negras, medianamente anchas y maravillosamente dibujadas sobre la amplia frente, como gruesos trazos de tinta china; y ya sólo por eso llamaba la atención, sólo por eso parecía extraña y un poco salvaje. Tenía el pelo suelto y ondulado sobre los hombros y sus ojos grises destacaban contra la piel morena.

«Me tengo que ir», añadió la mujer. «Está bien», contesté. Ella se echó a reír; luego me diría que le intrigó mi displicencia, que estaba acostumbrada a que los hombres se pegaran a ella como moscas. «Es un buen chico, pero ya ve usted que está un poco loco», explicó, refiriéndose al actor. «Son cosas que pasan», contesté. «Muchas gracias de nuevo», dijo ella, dándome otra vez la mano; y la retuvo un poco, añadiendo con coquetería: «Se lo digo de corazón; y le advierto que no suelo dar las gracias a los hombres muy a menudo.» «Ha debido de tener usted una suerte muy mala con los hombres», respondí. Volvió a reír: «Al contrario: buenísima», dijo, y se alejó de mí con taconeo garboso. Me la quedé mirando. A los pocos metros se volvió: «¿Quiere usted verme?», preguntó desde lejos. «La invitaría a un café con mucho gusto», contesté. «¡Me refiero al teatro!», rió ella maliciosamente, satisfecha de haberme atrapado. «Que si quiere venir a ver la función. Empieza en media hora.» Y sí, quise. Algo tan simple como eso, decir un sí en vez de un no, desencadenó la catástrofe y cambió mi vida para siempre.

Tal vez te suene el nombre de Amalia Gayo. Fue también conocida como Manitas de Plata. Llegó a ser muy famosa durante un par de temporadas: era la más directa competidora de Concha Piquer. Amalia cantaba tan bien como la Piquer, y además bailaba maravillosamente. Pero lo que mejor hacía era tocar la guitarra española; en esto era muy original, porque por entonces no había mujeres guitarristas. Por eso la llamaban Manitas de Plata. Ella decía que era hija de un francés y de una gitana española, y que Gayo era el apellido de su primer marido. Tal vez fuera cierto o tal vez no: era una mujer enigmática, secreta. Nunca he conocido a nadie como ella; todo cuanto hacía, todo cuanto era, tenía una intensidad extraordinaria. Cuando reía, cuando actuaba, cuando se enfadaba, cuando amaba, lo hacía con tanta determinación y tanta fuerza que parecía estar inventando la risa, el arte, la furia, el amor. Hubo noches gloriosas en las que sentí que ella me quería como nadie jamás me había querido antes: era el paraíso, la abundancia. Pero al día siguiente se te escapaba de las manos, volvía a convertirse en una criatura inasible y misteriosa. Era como una llama, abrasadora e imposible de apresar. Volvía locos a los hombres. A mí me volvió loco.

A partir de aquel domingo de mayo empezaron unos meses de éxtasis y de martirio. Empezó la desgracia. No hay hombre en la tierra que no conozca o no intuya el daño de la mujer, el dolor que la otra puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y no me estoy refiriendo sólo al desamor, a que ella no te ame bien, o te deje, o te engañe con otro. Estos son dolores simples de corazón, aunque sean lacerantes como un cuchillo al rojo. No, a lo que me refiero, el verdadero peligro de la mujer en su sustancia, es todo lo indecible que engloba al otro sexo, es el espejo oscuro, esa perversión que nos refleja. La mujer, una mujer, puede sacar a la luz toda la locura y la destrucción que tenías dentro ti, adormecidas. Porque todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es sólo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. Pues bien, Amalia desencadenó para mí las tempestades.

Nunca había sentido algo semejante por una mujer. Mi historia con Dorita, la novia que la guerra me hizo perder, y a quien yo creía haber amado profundamente, me parecía ahora una relación superficial, casi infantil, poco más que un cariño rudimentario y fraternal. No lo digo por alardear, pero siempre me fue bien con las mujeres e intimé con bastantes. Pero todas ellas tuvieron que competir en desventaja contra mis prioridades: el anarquismo y mi pasión por los toros. Amalia, en cambio, se adueñó de mí por completo. Ella era como un sol, derretía y fulminaba el entorno con su presencia. Y así, todo desapareció, incluso mi propia identidad. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez Amalia pudo brillar tanto para mí en aquel momento precisamente porque toda mi vida anterior había empezado ya a desmoronarse. Porque los toros se habían acabado, los fascistas nos habían vencido, el anarquismo se desintegraba. Con ella, con Amalia, cuando todo iba bien, cuando nos amábamos como desesperados, me sentía tan vivo y tan invulnerable que todas las pérdidas anteriores desaparecían como por ensalmo de mi memoria. Este tipo de amor es como una droga. Te ofrece el paraíso, pero te mata.

Al principio el placer fue mayor que el dolor. Poco después el dolor empezó a superar al placer; y al final, eso fue lo peor, el dolor se convirtió en placer, o al menos uno y otro comenzaron a ser indistinguibles. Amalia seguía viendo al actor que la había zarandeado y yo enfermaba de celos asesinos. Empecé a perseguirla, me escondía en portales malolientes para espiarla, le monté grandes broncas, chillé, lloré, me humillé, la zarandeé yo también, le pedí perdón, soñé con matarla. ¿Lo estoy contando demasiado deprisa? Créeme que no sé hacerlo de otro modo: el recuerdo de aquellos meses es un borrón confuso en mi memoria, como el recuerdo de una pesadilla. Dejé mi trabajo en el puerto, descuidé por completo mi labor clandestina, no pagué la pensión y un día me pusieron la maleta en la calle. Pero ella me llevó a su piso y me dio dinero para poder vivir. Siempre fue generosa en eso. Era un verdugo tierno y cuidadoso.

Una tarde salía de casa de Manitas de Plata para ir a recogerla al teatro al final de la función cuando me encontré con mi hermano. Me había localizado no sé cómo y me estaba esperando frente al portal. Tenía una cara terrible, una expresión desencajada y dura. «Me parece que tenemos que hablar», dijo, cogiéndome por el brazo con tal fuerza que me hizo daño. Yo me dejé hacer. Para entonces ya no estaba en mí, apenas si existía. Víctor me explicó luego que había ido decidido a matarme. Entonces yo no lo sabía, pero mi descuido en pagar el alquiler del piso franco había hecho que el dueño entrara en la casa y descubriera los panfletos y las armas. Yo había desaparecido sin dejar huella, y esto, unido a mi comportamiento cuando el asunto Moreno, les hizo sospechar que les había traicionado. Por eso vino Víctor a buscarme; pero cuando me agarró ante el portal de Amalia, y sintió en su mano el calor de mi fiebre, y vio mi delgadez y mi aspecto enajenado y macilento, comprendió que me sucedía algo terrible. Y se convirtió otra vez, la última, en el hermano mayor, en el protector abnegado y generoso. Me llevó con él, sin siquiera dejarme recoger mis cosas en el piso; nos instalamos en una pensión, y allí me cuidó y escuchó con paciencia exquisita. Pobre Víctor: hacía muchos años que no nos sentíamos tan cerca. Desde la infancia, desde la muerte de nuestra madre, desde México.

En dos o tres semanas me había recuperado de mi dolencia física, que tal vez fuera una bronquitis provocada por el deseo mismo de morirme que a la sazón sentía. Pero la dolencia moral seguía intacta. Disimulaba ante mi hermano, le decía que ya había olvidado a Manitas de Plata, pero no era cierto. Llevaba dentro de mí su ausencia como una llaga. Me volví a meter en las actividades clandestinas, me comprometí más que nadie en la reestructuración de los Solidarios, en parte para hacerme perdonar por los compañeros y en parte para intentar aturdirme con la lucha y borrar el recuerdo obsesivo de esa mujer. Pero el deseo seguía, cada vez más agudo, más perentorio.

Mientras tanto, la situación política iba empeorando por momentos. En las últimas semanas habían estallado en Barcelona diversos ingenios explosivos, unos artefactos chapuceros que parecían el trabajo de un aficionado. Los cenetistas, inquietos ante una escalada terrorista con la que ellos no tenían que ver y que sin embargo parecía incriminarlos, enviaron frenéticos mensajes a Francia pidiendo aclaraciones: tenían noticias de que andaba un comando por Barcelona intentando reconstruir a los Solidarios y querían saber si éramos los responsables de las bombas. Los dirigentes en Francia conectaron con nosotros y nos transmitieron la preocupación de nuestros compañeros. Pero nosotros tampoco habíamos puesto los explosivos, de modo que parecía bastante probable que se tratara de una añagaza de la policía española para comprometer a los anarquistas. Decidimos romper nuestro aislamiento y tener una reunión con José Sabater, el célebre líder cenetista, para elaborar una estrategia común. Al fin acordamos encontrarnos en un piso franco del sindicato. Era el mes de noviembre de 1949. Me desgarra el corazón hablar de esto.

La cita era a las siete de la tarde, y por la mañana Víctor me encargó que hiciera la ronda habitual. Hay un mecanismo básico de seguridad en la vida clandestina consistente en comprobar de manera periódica que todos los integrantes del grupo están bien, que no ha caído nadie. Tengo entendido que los antifranquistas de los años posteriores llevaban a cabo esos controles por medio de llamadas de teléfono a horas específicas y con un número de timbrazos previamente convenido. Pero en 1949 había muy pocos teléfonos, de manera que las rondas de seguridad se hacían personalmente. Se establecían una serie de citas y había que ir y confirmar que todo marchaba bien y que la organización se mantenía intacta e impermeable, sobre todo en los momentos previos a un encuentro tan importante como aquel.

A mí me tocó conectar con tres compañeros; con los dos primeros no hubo ningún problema: nos encontramos en las esquinas y a las horas acordadas. Iba ya camino de la tercera cita cuando me hundí. Tuve mala suerte, eso desde luego: necesitaba coger un autobús cuya parada salía justamente de la plaza de Cataluña. Pero podía haber dado un rodeo, podría haberme ido andando hasta la parada siguiente para evitar la plaza, como venía haciendo en las últimas semanas. Sin embargo, no lo hice. Me justifiqué diciendo que tenía prisa. Que ya había pasado mucho tiempo. Que no podía seguir huyendo de mí mismo. Uno siempre puede encontrar centenares de justificaciones para adornar sus errores y sus debilidades. Creo que, al principio, sólo quería ver una vez más la preciosa cara de Manitas de Plata en el cartel anunciador de la fachada del teatro, su rostro malamente dibujado a una escala gigantesca, con tres metros desde la frente a la barbilla; y leer su nombre en las grandes letras. Cuando arrecia la desesperación del amor, cuando uno no puede más de angustia y añoranza, ver o repetir el nombre de la amada calma un poco, lo mismo que le sucede al alcohólico, que cuando necesita urgentemente una nueva copa y no dispone de ella, manosea con avidez la botella vacía para intentar buscar alivio a su ansiedad.

De modo que entré en la plaza de Cataluña con las piernas temblando y entonces sucedió lo peor que podía haberme pasado: ya no estaba allí el rostro de Amalia. Los cartelones del teatro eran nuevos y ahora anunciaban una comedia. Me acerqué a la taquilla a preguntar: el espectáculo de variedades del que Manitas de Plata era la principal estrella había terminado su contrato. Sí, Amalia Gayo se había ido. No, no tenían ni idea de dónde estaba.

Sentí que el mundo se borraba. Estoy hablando de algo físico, de una percepción directa de la nada. Dejé de escuchar los ruidos de la calle y me sentí flotando dentro de una masa gris de volúmenes amorfos. Amalia se había ido. Había desaparecido. Nunca más la encontraría. La había perdido para siempre.

Para un drogadicto, y el amor de este tipo es una droga, las palabras para siempre no tienen un significado temporal, es decir, no se extienden delante de ti de modo horizontal como una sucesión de días y meses y años, sino que tienen un efecto inmediato y vertical, como si bajo tus pies se abriera un abismo. Y haces lo que sea por llenar ese hueco. Por paliar el dolor insoportable de la caída. Yo me fui a casa de Amalia. No sé cómo lo hice, no me puedo recordar cubriendo el trayecto que separaba el teatro de su casa. Sólo me veo delante de la puerta pintada de marrón y apretando el timbre furiosamente, convencido de que todo era inútil, de que se había ido. Pero entonces se abrió la hoja. Era ella. Con el pelo despeinado, la cara pálida, los ojos engastados en ojeras violeta. Estaba descalza y llevaba un batín de seda china. Recuerdo que nos quedamos mirando el uno al otro, sin decirnos nada durante un largo rato; y luego ella se desató el quimono. Soy de otra generación y no me gusta hablar de estas cosas tan íntimas; pero te puedo decir que en sus brazos volví a renegar de mi propio nombre. No fui a comprobar la tercera cita, y tampoco fui esa tarde a la reunión con los dirigentes cenetistas. A decir verdad, no es que se me olvidara: se trató más bien de un sacrificio, de una ofrenda interior que le hice a Amalia, la ofrenda de mi vida, de mi dignidad, de mi cordura. Este tipo de amor exige víctimas.

A la mañana siguiente, bajo la despiadada luz del día, con el cuerpo ahito y el deseo cumplido, el peso de la culpa comenzó a asfixiarme. Sabía que Víctor estaría preocupado, que creerían que me había detenido la policía, que mi ausencia probablemente les había obligado a hacer una desbandada preventiva. Me avergonzaba de tal modo mi comportamiento que comprendí que tenía que tomar una resolución definitiva. Con doloroso esfuerzo, decidí volver a la pensión y afrontar las iras de mi hermano. Le conté una excusa a Amalia, que seguía creyendo que yo era Miguel Peláez e ignoraba toda mi parte clandestina, y salí hacia la pensión. Pensaba explicarme con Víctor y luego dejaría la lucha para siempre y regresaría con Manitas de Plata. Para amarla y para odiarla, para vivir y para morir. No sabía lo que me podía deparar mi futuro con Amalia, pero sí sabía que era incapaz de estar sin ella.

Siempre recordaré, para mi desgracia, aquella mañana, aquella escena. Cuando entré en el portal del edificio en cuyo cuarto piso estaba nuestra pensión, la sobrina del portero se encontraba fregando las escaleras. Nada más verme se levantó del suelo, riendo y secándose sus rojas y agrietadas manos en el mandil. «¡Vaya, primo Raimundo, te esperábamos el próximo domingo!», dijo, o algo así, mientras echaba los brazos a mi cuello y me besaba en ambas mejillas. «¡Qué buen aspecto tienes! ¿Y la tía Domitila?», prosiguió. «Bien», contesté, poniéndome alerta. «El tío está en la bodega. Si quieres, te llevo con él», dijo la muchacha, y me agarró del brazo y me arrastró fuera del portal. Era una chica robusta y fea, como de unos veinticinco años; cruzamos la calle y anduvimos unos metros charlando animadamente de cosas absurdas hasta doblar la esquina. Ahí la muchacha se detuvo. «No sé quiénes sois y no quiero saberlo, -dijo entonces, repentinamente seria-, pero la policía te está esperando arriba.» «¿La policía?», me inquieté. «¿Y mi hermano?» «Ah, pero ¿no te has enterado?», dijo la chica; y se sacó un recorte de periódico del pecho y me lo metió en la mano. «No vuelvas por aquí. Y si te cogen, yo no te he visto», dijo antes de salir corriendo. «¿Por qué haces esto?», le pregunté. La muchacha se encogió de hombros: «Mi padre era del Partido. Y lo mataron.» Así es que ya ves las vueltas que da el mundo; yo, anarquista e hijo de anarquistas, le debo la vida a un comunista.

En fin, supongo que puedes imaginar lo que decía ese recorte. Que había habido un tiroteo entre miembros de la policía y veinte delincuentes, como siempre nos llamaba el Régimen. Que habían muerto un policía y seis de los bandoleros. Uno de ellos era José Sabater, el líder cenetista; otro era mi hermano.

Con el tiempo me enteré de lo que había pasado. Un compañero había sido detenido y confesó en la tortura el lugar de la reunión. Ese infortunado era Germinal, el chico que me acompañó a cenar con Durruti antes de la guerra; y era la persona a quien yo hubiera tenido que ver en mi tercera cita de seguridad, aquella que no hice. Si hubiera ido a su encuentro, me habría dado cuenta de su ausencia y habría alertado a los demás. Pero no lo hice; y ellos acudieron a la reunión, a la emboscada, inocentemente.

Hay dos pensamientos que me martirizan de manera especial. En primer lugar, ¿por qué mi hermano no sospechó nada cuando yo no volví? ¿Por qué no abortó él mismo el encuentro con Sabater, puesto que no se había completado mi ronda de seguridad? Sólo se me ocurre una respuesta: que Víctor intuyó la verdad, es decir, que yo había regresado con Amalia; y que quiso cubrirme, dándome una nueva oportunidad, a la espera de que yo regresara a la hora de la reunión. Ya digo que en aquellas últimas semanas estábamos de nuevo muy unidos.

Su generosidad fraternal, esa confianza postrera en mí que le supongo, me hace aún más doloroso imaginar lo que sucedió allí, en aquel piso. Lo peor es tener la certidumbre de que, cuando empezó el asalto policial, sólo faltábamos dos, Germinal y yo. Alguien les había traicionado, alguien les había delatado, y sólo podía ser uno de nosotros, o tal vez los dos. Soy ateo y estoy convencido de que no hay otra vida después de ésta. Quiero decir que Víctor murió para siempre, y murió creyéndome un traidor. No hay forma de arreglar esto, no puedo enmendarlo de ningún modo. Durante muchos años fue un pensamiento insoportable. Todavía tengo pesadillas por las noches.

Y, en efecto, yo era un traidor. Mía era la culpa de la matanza y no del pobre Germinal, que se rompió en el suplicio. Cuando los supervivientes del tiroteo se encontraron con Germinal en la cárcel, llegaron al total convencimiento de que yo había sido un confidente de la policía: a fin de cuentas, seguía desaparecido. Yo no hice nada por sacarles de su error. Quería que me odiaran. Quería que me consideraran menos que una rata. Quería humillarme, castigarme, hacerme a mí mismo tanto daño que pudiera olvidarme de mi dolor.

El infierno existe. Yo he estado allí. El infierno son todos aquellos años que vagué por el mundo queriendo escapar de mis recuerdos. Es la soledad indescriptible, el embrutecimiento, la agonía. No volví a ver a Amalia, por supuesto: no hubiera podido soportar su presencia. Me fui directamente de Barcelona a la frontera y crucé a pie los Pirineos. Llevaba conmigo los papeles de Miguel Peláez, que, por una extraña casualidad, seguían limpios: la pensión había estado a nombre de mi hermano y los compañeros me conocían como Fortuna. Conseguí un pasaporte en París y embarqué hacia Hispanoamérica. Anduve dando tumbos por allí. No lo recuerdo mucho, porque casi todo el tiempo estaba borracho. Al principio estuve trabajando como pistolero y guardaespaldas para los mismos oligarcas y caciques a los que había combatido treinta años antes con Durruti. Luego llegué a estar tan tirado que ni siquiera ellos me quisieron contratar. Incluso los despreciables caciques me despreciaban. A mí, que treinta años antes, siendo un mocoso, me había sentido un príncipe ante ellos. Un príncipe del Glorioso Reino de los Pobres, una avanzadilla de la Revolución pendiente e inevitable.

Y un buen día, cosa extraordinaria, el infierno acabó. Sucedió en México y fue algo bastante raro. Yo había pasado la noche en el albergue de caridad de unas monjitas y por la mañana me había lavado bien en la fuente del patio. Luego me senté fuera, en un banco de piedra, pensando en cómo sacar algo de dinero para comprar alcohol. Debía de llevar como quince horas sin beber. Entonces se me sentó al lado un hombre mayor. En cuanto que abrió la boca reconocí su procedencia: era un gachupín, un español, y había venido a México para visitar a una hija monja. Él también adivinó mi origen en el acento y comenzó a interrogarme: ¿Llevaba mucho tiempo en el país? ¿Acaso estaba aquí por razones políticas? Y se apresuró a explicarme que podía hablarle con toda confianza, que aunque tuviera una hija monja y nunca hubiera militado en ninguna parte siempre se había sentido republicano y liberal.

Lo más asombroso es que la verborrea del hombre no me molestaba. Al contrario. Allí estaba yo, calentito en el banco al sol de la mañana, con el cuerpo limpio y el pelo aún mojado sobre el cráneo, tratado con respeto por ese caballero y completamente sobrio, sin que eso, la sobriedad, me infundiera ganas de chillar, como casi siempre sucedía. Entonces el hombre me preguntó que a qué me dedicaba. Me agarré las manos para que no se me notaran los temblores y contesté: «Soy torero.» «¡Torero!», se admiró el español. «Yo soy un buen aficionado. ¿A lo mejor le he visto alguna vez?» «No sé. Yo era… Yo soy Félix Roble, Fortunita», le dije. Y sí, me había visto, ¡se acordaba de mí! Estuvimos hablando de tardes de toros, de pases memorables, de mis propias faenas. «¿Por qué no vuelve usted a España?», me dijo el tipo, al cabo. «Es inútil que espere a que Franco se marche, porque a mí me parece que tenemos Generalísimo para rato. Además, las cosas están cambiando; y han empezado a regresar muchos exiliados.» Yo le escuchaba hablar mientras me repetía mentalmente: «Soy Félix Roble, soy Fortunita, soy Félix Roble.» Era como si me hubieran enterrado vivo durante un tiempo interminable y ahora estuviese sacando la cabeza. Era salir a la luz desde las tinieblas. Entonces me di cuenta de la fecha en que estábamos: era noviembre de 1959 y habían pasado diez años desde la muerte de mi hermano. Diez años de infierno, pensé, ya eran bastantes.

No he vuelto a beber una gota de alcohol desde entonces. Encontré un trabajo, saqué dinero suficiente para el pasaje de regreso y me vine. No tuve problemas con las autoridades: como no me habían detenido nunca, mi nombre auténtico estaba relativamente limpio; siendo hijo y hermano de quien era, se sospechaba que había podido estar implicado en algún tipo de activismo libertario, pero también constaba mi participación en defensa de los presos de Bilbao, y eso resultó definitivo. Volví a España en 1960. Tenía cuarenta y seis años y todo el pelo blanco, ¿te lo quieres creer? Tan blanco como ahora.

Las cosas no me fueron mal. Mis antiguos amigos del mundo de los toros me consiguieron un trabajo de repartidor de refrescos por los pueblos de la sierra de Madrid. Llevaba unos meses en el empleo cuando la Guardia Civil mató en Gerona, en el transcurso de un tiroteo, a otro Sabater, el más famoso: a Quico Sabater, el último guerrillero cenetista. Con él se acabó el activismo libertario clásico.

Unos días después de haberme enterado de esa noticia me tocó pasar por la localidad de Somosierra con la camioneta de reparto. Estaban en fiestas y me quedé. Por entonces el pueblo no estaba asfaltado y sólo había luz eléctrica en las calles, no en las casas. Habían instalado una tarima en la gran plaza de tierra y una orquestina tocaba pasodobles. Era el mes de agosto, pero por las noches se levantaba la brisa, ese frescor serrano y afilado que encendía dos rosetones en las mejillas de las mozas y que les hacía arrebujarse en sus rebecas de perlé. Las macilentas bombillas se balanceaban en los cables, enredadas con las cadenetas de papel. Los niños correteaban y se perseguían, los mozos y las mozas se miraban con ojos ruborosos, los matrimonios arrastraban los pies al compás de la charanga levantando una nube de polvo alrededor. En realidad, era una fiesta muy pobre, muy oscura y muy triste, y, sin embargo, tal vez te parezca absurdo, pero recuerdo que contemplé la escena y pensé: «Esto es la felicidad.» Y casi se me saltaron las lágrimas. Entonces, fíjate qué tópico, fíjate qué simple, para no llorar saqué a bailar a la primera chica que tenía al lado. Y esa chica era Margarita, y fue mi mujer.

Nos quisimos mucho. Con un cariño apaciguado y cómplice.

Estuvimos juntos treinta años, hasta que ella me traicionó muriéndose antes que yo, pese a ser más joven. Qué caprichosos somos los humanos: he estado aburriéndote con mi labia y empleando muchísimas horas, como un viejo pesado, para contarte parte de mi vida, y ahora resulta que despacho treinta años en un par de frases. Siempre me llamó la atención esa desproporción en el cálculo del tiempo que tenemos todos. Yo leo muchas biografías, o las leía antes, cuando tenía mejor la vista, antes de operarme de cataratas, porque ahora los ojos se me cansan; y a todas las biografías les sucede lo mismo, que se extienden páginas y páginas en los años jóvenes, pero luego pasan a toda velocidad por la edad madura, como si ya no hubiera nada que narrar, como si la vida hubiera perdido su sustancia. O como si el tiempo hubiera adquirido un ritmo infernal, vertiginoso. De hecho, esto último es una verdad literal: cuanto más mayor eres, más se acelera el tiempo. Y no creo que la diferencia de velocidad sea una apreciación ilusoria y subjetiva, sino una realidad física. La percepción del tiempo de una mariposa que vive cuarenta y ocho horas ha de ser forzosamente distinta de la de un cocodrilo que alcanza los ciento veinte años. De niños, el reloj interno de los humanos está más afinado, va más lento; de mayor, todas tus viejas células se precipitan hacia el fin. Imagínate: si te he contado mis treinta años con Margarita en un par de frases, el momento actual de mi vida ya no merece una palabra, ni siquiera una letra: cabe todo él en un suspiro, que se convertirá muy pronto en estertor.

Te voy a decir algo que te va a sorprender: esta es la primera vez que le he contado a alguien toda mi vida. La primera vez que no me oculto y que no finjo. Margarita nunca supo de mi existencia anterior; de mis actividades libertarias, de la clandestinidad y de los atracos. Cuando nos conocimos inventé para ella un pasado discreto: había sido torero, sí, y luego, aunque sin militar concretamente en ningún lado, partidario de la República, razón por la que me había exiliado tras la guerra. Esa era también mi biografía oficial para los archivos policiales, y no quise poner en riesgo a Margarita. Estábamos en pleno franquismo y las dictaduras son así: llenan la vida de secretos. Mi caso no era el único; millares de familias borraron tan diligentemente su pasado que, a la llegada de la democracia, hubo muchos hijos adultos que descubrieron, estupefactos, que su padre había pasado cuatro años en la cárcel tras la guerra, por ejemplo, o que el abuelo había muerto fusilado y no en la cama. Con la democracia, sin embargo, yo seguí callando. Porque quería olvidar. Así es que prolongué mi mentira. Y, sin embargo, Margarita fue sin duda la persona que mejor me conoció en toda mi vida. A pesar de mi fingimiento y de mi impostura, ella sabía de mí. La identidad es una cosa extraña, casi tan extraña como el deseo y como la memoria y como el amor. ¿Sabes lo que más recuerdo de Margarita, lo que más me enternece de ella? Pues los momentos en que se enfadaba conmigo. Era una mujer ordenada y metódica, y le sacaban de quicio mis ingeniosidades, como ella decía, cuando yo cambiaba los planes en el último momento o se me ocurría alguna extravagancia. Entonces ella torcía la cabeza como una ardilla, me miraba de soslayo apretando los labios, furibunda, y soltaba dos o tres sonoros resoplidos. Después de eso yo ya sabía que se iba a pasar un par de horas sin hablarme. Hoy daría todos los días que me quedan, aunque ya sean un tesoro escaso, porque Margarita pudiera estar de nuevo aquí, mirándome de soslayo, indignándose conmigo y resoplando.


El caso es que Félix Roble no se murió. No se murió entonces, quiero decir. Porque, si se mira bien, todos los humanos nos estamos muriendo, todos estamos recorriendo en un frenético pataleo el corto trayecto que separa la negrura previa al nacimiento de la negrura posterior a la muerte; bien es verdad que algunos, los viejos, los enfermos, se están muriendo un poco más que los otros, pero en definitiva todo es cuestión de tiempo y de esperar un poco. Así es que Félix Roble no se murió todavía, y se recuperó de la neumonía y salió del hospital fresco como una rosa de ochenta años.

Nuestra búsqueda, por otra parte, llevaba varias semanas en punto muerto. Desde el encuentro con Li-Chao no habíamos vuelto a tener noticias de ningún tipo. El inspector García nos telefoneaba o visitaba periódicamente para informarnos con su laconismo habitual de que no había nada nuevo. Al principio, la preocupación por la salud de Félix y las turbulentas emociones de mi relación con Adrián me impidieron obsesionarme demasiado con el estancamiento de la investigación: mi cabeza no daba para más. Pero con el transcurso de los días el desasosiego fue en aumento. Al fin decidimos bajar a una cabina y llamar de nuevo a Manuel Blanco, el improbable killer económico.

– Sí, sí, sí, sí -dijo el tipo al otro lado del teléfono, con énfasis ejecutivo, en cuanto que me identifiqué-. Sí, señora, sí. Nuestro negocio de calabazas va por buen camino.

– ¿Cómo?

– Ya me entiende, ¿no? La partida de calabazas en la que estaba interesada. O sea, usted estaba interesada en algo, ¿no? En calabazas. Pues el mayor vendedor de calabazas de España está dispuesto a concederle una cita. O sea, como si dijéramos, ¿no? Ya-me-en-tien-de -dijo con un retintín y unas segundas intenciones tan marcadas que desde luego entendí a la perfección que hablaba en clave, de la misma manera que debieron de entenderle todos los que estuvieran pinchando su teléfono-. Alguien conectará con usted en los próximos días para decirle dónde y cuándo.

Esa llamada pareció ponerlo todo de nuevo en movimiento. Salía yo sola de casa al día siguiente, creo que para ir al supermercado, cuando se me acercó una figura menuda cubierta con un chubasquero amarillo con capucha: era una tarde lluviosa y desagradable. Caperucita Amarilla me miró a los ojos (teníamos la misma altura) y susurró:

– Tú il mañana a las doce de mañana al palque Juan Cal-los Plimelo, jaldín alabe.

Era una china joven y guapa, tal vez la misma que vimos en el restaurante del paseo del Manzanares.

– ¿Cómo? -exclamé, más por la sorpresa que por la incomprensión del mensaje.

– Tú il mañana pol la mañana al jaldín alabe, palque Juan Cal-los Plimelo. A las doce -repitió Caperucita con impaciencia poco oriental.

– ¿Por qué?

– Es lecado de honolable Li-Chao. Honolable Li-Chao decil tú te intelesa il mañana palque Juan Cal-los Plimelo. Jaldín alabe. Tú sentalte jaldín y espelal tiempo, mucho tiempo.

– ¿Cómo esperar mucho tiempo? ¿Esperar, por qué? ¿Esperar, a quién? ¿Va a venir Li-Chao?

La china frunció el ceño, disgustada.

– Tú sentalte jaldín y espelal mucho tiempo. Sentalte en banco dentlo de celosías. No levantalte. No hacel ningún luido. Escondelte. Y espelal mucho tiempo. Eso es todo. ¿Te has entelado?

Sí, me había enterado. La figurita amarilla dio media vuelta y se perdió ágilmente entre los peatones, y yo subí a casa para contar a Adrián y a Félix el extraño mensaje. Después de mucho discutirlo, decidimos que el viejo no vendría. Haría frío en el parque y Félix aún estaba convaleciente, y además Li-Chao sólo nos conocía a nosotros dos, tal vez no le agradase que aumentara el número de interlocutores. Si es que era Li-Chao quien iba a venir.

Aquella noche cayó una tromba de agua y a la mañana siguiente el mundo era un lugar inundado y desapacible. Yo no había estado nunca antes en el parque Juan Carlos Primero, y no creo que aquella fuera la mejor ocasión para estrenarme. El lugar, de reciente creación, era una inmensidad desolada y ventosa, con árboles raquíticos acabados de plantar y pretenciosas esculturas de un posmodernismo faraónico. El hecho de que el suelo fuera un barrizal y el cielo una apesadumbrada lámina de plomo no mejoraba las cosas. Salvo unos adolescentes que hacían volar cometas a la entrada, el enorme parque estaba vacío. Nos adentramos en él con el ánimo encogido.

El jardín árabe se encontraba casi al fondo del recinto y era, por supuesto, una plazuela recoleta y con estanques, con un habitáculo rodeado de celosías en el centro y un par de bancos de piedra en el interior. Llegamos allí a las doce menos diez, nos sentamos en uno de los bancos y esperamos. A las doce y cuarto ya no sentía los pies. A las doce y media se me habían congelado las rodillas. A la una menos cuarto temí que la violencia de mi castañeteo de dientes provocara el desprendimiento de la nariz, como un carámbano. ¿Qué entendería Li-Chao por mucho tiempo? ¿Y qué demonios estábamos esperando?

– Creo que viene alguien -susurró Adrián. Hice ademán de ponerme de pie y Adrián tiró de mí hacia abajo.

– Recuerda las instrucciones. Creo que no quiere que nos vean.

Tenía razón. El jardín árabe, rodeado de arbustos y en una hondonada, era un lugar bastante hermético. Desde dentro, sin embargo, y atisbando a través de las celosías, se tenía una visión relativamente buena de los alrededores, y sobre todo del llamado jardín hebreo, próximo al nuestro, que era una extensión pelada y abierta. Por la loma de ese jardín hebreo aparecía ahora un hombre, precisamente. Miró alrededor y se detuvo en mitad de la planicie. Debía de estar a unos trescientos metros de nosotros.

– Me parece que es… -musitó Adrián dentro de mi oído, y resopló bajito.

– Sí, es él -gemí yo.

Era el Caralindo que nos había asaltado a la salida de El Cielo Feliz, el matón que le había cortado la oreja a la Perra-Foca. No cabía la menor duda, su cabeza pelirroja ardía contra la negrura del horizonte. No sé si algún día has necesitado quedarte inmóvil para salvar la vida. Si ha sido así, sabrás que la quietud es absoluta, que tu carne se vuelve de mármol y tu sangre detiene su carrera por las venas, e incluso el corazón se te para entre dos latidos como si fueras un faquir. Así estábamos nosotros, congelados, petrificados y muertos de miedo, vigilando al pelirrojo desde el jardín.

El Caralindo, por el contrario, no se estaba quieto: pateaba el suelo para calentarse y echaba furiosas columnas de vapor por las narices. Estaba esperando a alguien, eso era seguro. Al fin le vimos estirar la espalda y dejar colgando las manos a ambos lados del cuerpo, en un gesto atento y precavido. Inmediatamente apareció una nueva figura por la vereda: un hombre envuelto en un abrigo azul oscuro con algo extrañamente familiar en su apariencia. Llegó junto al matón y le saludó con la cabeza. Luego se colocó de perfil hacia nosotros. La brumosa luz recortó su cara. Era José García, el inspector.

El lugar de su cita no estaba mal pensado. Al tener una disposición tan limpia y despejada, el jardín hebreo les permitía controlar un radio de varios cientos de metros a su alrededor. Nosotros estábamos tan lejos que, por supuesto, no podíamos escuchar lo que decían. Les vimos hablar un rato, cabecear, intercambiarse algo. El encuentro apenas si duró cinco minutos. Después, cada cual se marchó en dirección distinta.

– Ahora sí que estamos jeringados -dictaminó Adrián con acento sombrío.

Y era verdad, lo estábamos. Esperamos media hora más en el jardín para estar seguros de no encontrarnos a ninguno de los dos hombres y después regresamos a casa. Lo primero que hicimos fue ir en busca de Félix; pero apretamos el timbre de su puerta durante cinco minutos sin conseguir que abriera. Empecé a inquietarme.

– Qué raro.

– A lo mejor está en tu piso. O se ha desconectado el sonotone y no nos oye -dijo Adrián.

Intenté entonces abrir la puerta de mi casa y resultó imposible. Parecía que la llave estaba metida por detrás. Eso abonaba la tesis de que el viejo se encontraba dentro, pero por otro lado resultaba bastante irregular. Y, además, tampoco aquí contestaba nadie a nuestros repetidos timbrazos.

– ¿Y ahora qué hacemos?

Desde el encuentro con el pelirrojo a la salida del restaurante chino, yo había fortificado mi casa como si fuera la sede de la CÍA. Había puesto una puerta blindada, tres cerraduras de alta seguridad a prueba de manipulaciones y una alarma conectada con el marco que se disparaba automáticamente en la centralita de una compañía de seguridad. Una compañía privada, afortunadamente, pensé ahora con alivio, recordando que la policía estaba implicada en el asunto. El caso era que se trataba de una puerta infranqueable, según me habían dicho los expertos, y ahora que no la podía abrir me empezaba a preguntar si tendría que hacer un agujero en la pared para entrar en mi casa.

– Insiste con el timbre -aconsejó Adrián.

Insistí hasta que se quemó el fusible y quedó mudo. Además, pateamos la puerta, y subimos a casa de Adrián a llamar por teléfono a mi propia casa (siempre saltaba el contestador con mecánica obediencia), y gritamos el nombre de Félix con la boca arrimada a la cerradura, por ver si así el sonido traspasaba el espeso blindaje de la hoja. Empecé a imaginar escenas dantescas, pasillos con tiznaduras de sangre en las paredes, ventanas batientes como en las pesadillas, cuerpos descoyuntados por la violencia.

– Le ha tenido que pasar algo, esto no es normal, algo malo ha ocurrido…

– Pues a la policía no la podemos llamar -dijo Adrián.

– No, a la policía, no. ¿Y si avisamos a los bomberos?

Justo entonces, cuando llevábamos más o menos media hora de brega con la puerta, sonó el cerrojo y se abrió la hoja dulcemente. Al otro lado apareció Félix con cara turulata.

– Ah, pero ¿estabais aquí? -dijo.

– ¿Cómo que si estábamos aquí? Llevamos media hora aporreando.

– ¿Qué? Esperad, que me enchufo el bicho este -dijo Félix, encajándose el sonotone con manos torpes-. Perdonad, chicos, pero es que me había quedado dormido en el sofá.

– ¿Qué es este olor?

La casa apestaba a desinfectante.

– ¿Esto? Ah, son los del servicio antiplagas del Ayuntamiento.

– ¿Los qué de qué?

– Sí, han venido dos tipos del Ayuntamiento a fumigar. Hay una plaga de cucaracha negra y están fumigando por todas partes. Primero vinieron a mi casa y luego me preguntaron si el portero tendría llave de aquí. Así es que como yo sí que tengo llave les he abierto.

– ¿Y les has dejado pasar? -me espanté.

Félix nos miraba con expresión aturdida. Félix, el astuto Félix, el Félix veterano en luchas clandestinas, parecía ahora un desvalido anciano a quien cualquier desaprensivo podría encasquetar el timo del tocomocho. Desde su estancia en el hospital había dado un bajón quizá irreversible; y en ocasiones su cerebro comenzaba a manifestar un funcionamiento un tanto errático.

– Por Dios, Félix, qué has hecho, ¿les pediste por lo menos que se identificaran?

Félix se pasó la mano mutilada por la cara, desconcertado.

– Sí, es verdad. Tienes razón. No sé por qué les he dejado pasar. Qué estúpido. No sé. Me duele la cabeza. Estoy un poco mareado. Le sentamos en el sofá.

– Bueno, no te preocupes, ya está hecho -le consolé, arrepentida de haberle gritado- Total, da igual que pidieras o no la identificación, porque podría ser falsa. Además, es posible que sean funcionarios del Ayuntamiento de verdad.

Pero por dentro pensaba con angustia: y si nos han puesto micrófonos, y si han colocado una bomba, y si… La nuca se me congeló:

– ¿Dónde está la perra? -pregunté con voz estrangulada.

– ¿La perra? -repitió Félix torpemente-. Ah, sí. La castigué. Tiró el cubo de la basura y la castigué encerrándola en la cocina.

Corrí a la cocina y abrí la puerta: allí estaba ella, desde luego. Desparramada como un cojín peludo sobre el suelo. Cuando me vio intentó ponerse en pie. Algo raro sucedía, algo no iba bien. Se escurrió, las patas se le doblaron, dio con el morro contra el suelo; al fin se incorporó, comenzó a hacer eses. Salió de la cocina renqueando y en el umbral se puso a vomitar. No sé qué fue lo que me iluminó, cómo se me ocurrió la idea salvadora. Miré hacia atrás y vi que Adrián estaba sacando un cigarrillo.

– ¡Quieto! -chillé-. ¡No enciendas!

Los bomberos nos explicaron después que, en efecto, el gas acumulado podría haber estallado con la llama. Y si eso no funcionaba, la intoxicación hubiera dado suficiente cuenta de nosotros. Si no hubiéramos encerrado a la perra en la cocina, que es donde se encuentra la caldera, el envenenamiento progresivo nos hubiera producido una lenta estupefacción, un amodorramiento imperceptible. Todos los años muere un buen puñado de personas de esta muerte insidiosa: como ellas, nosotros tampoco nos hubiéramos dado cuenta. Fuera quien fuese, estaba claro que no quería que me entrevistara con el Mayor Vendedor de Calabazas de España, como decía el imbécil de Blanco. La conducción del gas tenía una fisura. Era un caño de cobre nuevo y reluciente, pero algo, quizá ácido, había llagado fatalmente el metal. Los policías municipales, avisados por los bomberos, cortaron el pedazo de tubería y se lo llevaron. Ninguno de ellos estaba enterado de que hubiera en Madrid una plaga de cucaracha negra.

– Eso es en los veranos. Pero ahora…

A petición mía revisaron las calderas de Félix y de Adrián, y las dos estaban en perfecto estado. Por supuesto: tres cañerías picadas al mismo tiempo hubiera sido una casualidad demasiado evidente. Los municipales estaban un poco desconcertados ante mi insistencia de que repasaran meticulosamente las conducciones de los otros pisos, cuando además yo me obstinaba en repetir que, por supuesto, la rotura del tubo tenía que deberse a un accidente. ¿Cómo iba a decirles otra cosa? La implicación del inspector García me había enmudecido.

Me ponía tan nerviosa tener que mentir que al final opté por dejar que Adrián y Félix despidieran a los municipales y a los bomberos mientras yo bajaba a la calle a la pobre Perra-Foca para que tomara el aire y se despejase de la intoxicación. Andaba la bestia hociqueando con deleite por los parterres más malolientes de la plaza, ya más o menos recuperada, cuando sentí que alguien me daba un golpecito en el hombro derecho. Giré la cabeza: era el inspector José García. Di un salto y un chillido.

– ¿Qué le pasa? -se extrañó el inspector. Todavía llevaba el abrigo azul de por la mañana.

– Perdón -balbucí, disimulando, con la lengua súbitamente convertida en papel secante- Creía que… Tengo los nervios un poco disparados.

Miré alrededor. Mi portal estaba apenas a cien metros, y en el cuarto piso, tras las ventanas de mi casa, abiertas de par en par para que se aireara, había un batallón de guardias municipales y bomberos. Pero no podían verme, no podían oírme. Debían de ser las cinco de la tarde y la calle se encontraba prácticamente desierta. Al otro lado de la plazoleta ajardinada, en la zona de los columpios infantiles, unas cuantas mujeres vigilaban el juego de sus crios.

– Lo sé todo. Muy desagradable -dijo García. Enloquecí un poco: ¿a qué todo se refería? ¿Nos habría visto en el parque esa mañana?

– Lo del gas. Los municipales avisaron.

– Ah, sí -resoplé, soltando un poco del lastre de mi paranoia. Y di un paso hacia atrás.

García dio un paso hacia delante.

– Muy desagradable -repitió.

¿No estaba muy cerca? ¿No estaba el inspector García demasiado cerca de mí para lo que era habitual y decente y educado? Miré con el rabillo del ojo sobre mi hombro: al lado del bordillo había un coche grande. Negro, con los cristales ahumados. No se veía nada, pero era seguro que había gente dentro; y el coche estaba muy cerca de mí, demasiado cerca. A sólo una zancada o un empujón. La paranoia volvió a disparárseme como un cohete. El suelo empezó a bailar debajo de mis pies.

– Está usted muy rara -dijo García.

Yo había dado otro paso hacia atrás y él otro hacia delante.

– Es el… el susto -dije, totalmente veraz en mi respuesta. García me cogió por el antebrazo.

– Debemos ir a comisaría. Aquí tengo el coche. Intenté liberarme, pero la mano del tipo me sujetaba con firmeza.

– ¿Por qué? ¿Para qué?

– Para poner la denuncia. Es muy importante. Vamos. Venga.

– No puedo -dije, plantando los pies sobre la tierra. Miré ansiosa hacia mi portal: ¿no saldrían por casualidad los municipales, no vendría Adrián a buscarme?-. Está… Está la perra. La subo a casa y después nos vamos, ¿vale?

– La perra también viene. Prueba testifical. Intoxicada. Haremos análisis. Vamonos deprisa.

García empezó a tirar de mí en dirección al coche. Casi había perdido el disimulo: en un segundo más me daría un empellón. Podría gritar, podría debatirme, desde luego, pero eso no impediría que me secuestrara. El vehículo estaba demasiado cerca y las mujeres de la plaza, únicas personas a la vista, no reaccionarían con suficiente rapidez ante la siempre confusa confrontación entre dos extraños. Cuando quisieran ponerse en movimiento, yo ya estaría muy lejos.

– ¡No llevo encima mi documento de identidad! -exclamé.

– ¡Es igual! -contestó García desabrido. Y aumentó la presión de sus dedos sobre mi brazo.

Una pelota botó junto a nuestros pies. Miramos los dos al unísono hacia abajo y vimos a un niño de unos cuatro años, forrado de anoraks como si fuera a cruzar a pie el Polo Norte, que había venido corriendo detrás de su balón. No lo pensé dos veces: me incliné y agarré al niño en brazos. De algo me tenía que servir alguna vez ser tan bajita: pude echar mano al crío sin que el inspector me hubiera soltado.

– Mire qué ricura de niño -dije, mientras el chico se retorcía como una anguila.

Pero ya se sabe que la desesperación te proporciona una fuerza insospechada. No sólo pude contener al escurridizo niño entre mis brazos, sino que además me las apañé para atizarle un buen pellizco en el culo a pesar de la gruesa envoltura del anorak. El niño abrió una boca tan grande como el túnel del metro y se puso a berrear como un poseso. García y yo miramos hacia atrás: una manada de madres salvajes venía a todo correr hacia nosotros en feroz estampida. El policía me soltó.

– Hummm… Mejor lo dejamos para otro día -dijo.

Y se subió precipitadamente al asiento de atrás del coche, el cual arrancó de inmediato y se perdió calle abajo con un zumbido de motor potente. Deposité al niño en el suelo mientras las madres me rodeaban con la clara intención de lapidarme. Lo primero que hice fue identificarme, darles mi nombre completo y mi dirección. Por fortuna, una de las mujeres me conocía de vista:

– Sí, es vecina, es verdad. Vive en ese portal, yo la conozco -dijo con cara adusta.

Entonces intenté explicarles la situación con la mayor serenidad posible. Opté por contar más o menos la verdad, que ya era lo bastante increíble como para andarse con mentiras.

– Ya os digo que lo siento muchísimo, pero me parece que el tipo ese estaba intentando secuestrarme, así es que agarré al niño para llamaros la atención e impedírselo -repetí por décima vez.

– Pues ya podías haberte agarrado a tu puta madre, guapa -dijo la madre del chaval, con el gracejo castizo propio de mi barrio, que pertenece al Madrid viejo y popular.

– Pues sí, tienes razón -convine fácilmente; empezaba a sentirme eufórica, era la borrachera de la adrenalina tras el riesgo vencido-. Si mi madre hubiera estado cerca, también me habría agarrado a ella. En fin, lo siento mucho, ¿qué más puedo decir? Si no estás satisfecha, llama a la policía.

Y me marché hacia casa riéndome para mis adentros de mi broma macabra.


Como es natural, el descubrimiento de la implicación del comisario García me dejó tiritando. Después de haber sido rescatada de sus garras en el último instante por el pelotón de madres iracundas, Adrián, Félix y yo, reunidos en urgente cónclave familiar en la cocina, decidimos abandonar la búsqueda de Ramón por el momento y salir escopetados hacia algún lugar anónimo y seguro.

– Pero en realidad vosotros no tenéis que marcharos -objeté con la boca pequeña, porque no sentía ningún deseo de fugarme sola.

– Yo iré allá donde tú vayas -dijo Adrián con mucho sentimiento, como quien canta la línea de un bolero-. Y, por otra parte, me parece que Félix y yo tampoco estaremos muy seguros si nos quedamos aquí.

– Eso desde luego -corroboró el viejo-. Además, creo que ya se me ha ocurrido adonde ir. Veréis, a menudo el mejor escondite es el más próximo. El hermano de Margarita sigue teniendo una casa de labor en el pueblo de Somosierra. Es un caserón muy grande y vive solo, porque está viudo y sus hijos se marcharon a la ciudad. Me ha pedido muchas veces que me vaya a pasar con él una temporada. Seguro que nos recibe bien, y, aunque la granja está apenas a ochenta kilómetros de Madrid, en realidad está a cien años-luz de todo esto. Allí no nos descubrirán jamás.

El plan ofrecía la ventaja añadida de ser barato. Por entonces me encontraba en una situación económica casi catastrófica. El sueldo de Ramón había sido congelado cautelarmente, nos habíamos pulido en un santiamén el millón de pesetas sobrante del rescate y yo llevaba mucho tiempo sin escribir una sola línea. Unas semanas atrás había ido a ver a mi editor para pedirle un adelanto sobre los derechos de mi próximo libro; siempre amabilísimo, Emilio se había deshecho en disculpas y en exagerados elogios sobre mi obra:

– Sabes que me encanta tu Gallinita Belinda, sabes que para nosotros tú eres nuestra autora estrella, pero por desgracia ahora estamos atravesando, precisamente, un bache de liquidez terrible; hemos tenido que renegociar varias letras y nuestra situación es tan delicada que incluso cabe la posibilidad de que la editorial se nos vaya al garete. No sabes cómo lo siento, pero no puedo ayudarte.

Adrián nunca había tenido ni una peseta y yo me negaba a esquilmar los magros ahorros del pobre Félix, de manera que el estado de nuestras finanzas empezaba a ser bastante preocupante. Por eso la propuesta de Félix fue acogida con especial interés. Decidimos irnos de inmediato y corrimos a preparar las maletas. Yo llamé a mi padre y a mi madre y les expliqué que me marchaba a París por algún tiempo.

– Muy bien, cariño, seguro que lo necesitas con toda esta cosa horrible del secuestro. ¡Qué más hubiera querido yo que poder irme a París cuando me sentía deprimida! Pero, claro, en mi época era imposible. Como yo apenas si tenía dinero propio, como supedité mi carrera a la de tu padre… ¿Y luego todo eso para qué, me quieres decir? Y además estabas tú por medio, y no te podía dejar sola. No es que me arrepienta de eso, entiéndeme, pero no sabes lo bien que has hecho tú no teniendo hijos – dijo mi madre.

– ¡Estupendo! Así me puedes traer una chaqueta preciosa que le he visto a un amigo; es de una tienda de los Champs Elisées. Por cierto, ¿sabes algo de Ramón? -dijo mi padre.

Sus comentarios no me sorprendieron en absoluto: ambos se atuvieron a la perfección a sus papeles respectivos. Siempre fueron incapaces de decir lo que yo necesitaba que me dijeran.

A la media hora estábamos dispuestos para irnos. Cerré todas las ventanas, eché las siete llaves en la puerta y bajamos las escaleras de puntillas, como presos que se fugan de Alcatraz. No sirvió de nada. En el portal había dos muchachos grandes como torres, los dos con expresión de bebería inocente, los dos pulcramente vestidos con el mismo tipo de traje, barato y de color gris. Parecían niños de primera comunión demasiado crecidos.

– ¿Doña Lucía Romero? -preguntó uno de los gemelos con cortesía exquisita. Empecé a sudar.

– No sé -contesté-. Vive en el piso cuarto. Suban a ver si está.

– Señora Romero -dijo el muchacho, imperturbable, enseñándome su identificación-. Somos de la Policía Judicial. Tiene usted que venirse con nosotros. La juez Martina nos ha enviado para que la llevemos ante ella.

– ¿La juez? Pero ¿por qué?

– Lo ignoramos. Sólo sabemos que tenemos que traerla con nosotros.

– Pero esto… ¡esto es irregular, es inconstitucional, esto es un secuestro!

Adrián dio un paso hacia delante; el otro chico le puso suavemente una mano en el pecho. Le sacaba dos cabezas a Adrián y era el doble de corpulento.

– No exagere, señora, por favor; no dramatice.

Qué buen vocabulario, pensé de modo intempestivo; qué uso tan adecuado del verbo «dramatizar». Cómo había mejorado últimamente la cultura general de los matones.

– Lo único que queremos es llevarla con nosotros para hablar durante un rato con la juez. Eso es todo.

Para hablar con la juez. A mí no me gustaban los jueces demasiado. Eran unos señores y señoras que salían de las oposiciones, esto es, de años y años de vivir en la inopia, encerrados como somormujos con sus librotes legales, y que de repente, sin tener ninguna madurez personal, sin haber experimentado nada de la vida, se las daban de dioses y se ponían a juzgar de manera implacable a los humanos. Además, el único contacto que había tenido anteriormente con jueces y juzgados, al margen de esta triste historia del secuestro, fue un caso delirante que dejó muy mermada mi confianza en el funcionamiento de la Ley. Una vez me robaron el bolso con todos mis documentos; presenté denuncia y renové los papeles, como siempre se hace en estos casos. Pero cuatro años después empecé a recibir diversas citaciones del juzgado. Alguien tenía un coche registrado a mi nombre, un Ford Fiesta al cual iba estampando, con contumaz impericia, contra diversos elementos: otros coches, un escaparate, una bicicleta aparcada a la que dejó hecha trizas. Para empeorar las cosas, el Fiesta carecía de seguro, y de ahí la razón de los juicios: todos los damnificados me pedían dinero, porque yo era, legalmente, la dueña de aquel coche. Conseguí enterarme de que ei vehículo había sido adquirido a través de una gestoría y me fui a hablar con el dueño de la oficina:

– Por supuesto, claro que me acuerdo de aquel Fiesta. Fue usted misma la que estuvo aquí hace cuatro años para comprarlo, junto con su marido el iraní -contestó el tipo.

De nada me valió jurar que el Fiesta no era mío, porque en todos los registros aparecía mi nombre. Tuve que seguir acudiendo a todos los juicios y continuar pagando todos los daños hasta que al fin dejaron de llegarme más demandas. Tal vez el tipo se hubiera vuelto a Irán, o tal vez habría muerto del cáncer de hígado que le deseé todas las noches durante año y medio, o quizá, esto es lo más probable, se cambió de vehículo y de papeles. Esto me enseñó que a veces la justicia no sólo era ciega, sino también imbécil. En fin, no eran unos antecedentes demasiado halagüeños como para acudir dando cabriolas a la llamada de la juez.

De una juez, además, de la que desconfiaba especialmente. Porque la primera vez que hablamos ella y yo estaba delante el inspector García. ¿Qué demonios pintaba el callado e impávido García en aquella entrevista? Ya entonces me sorprendió la presencia del policía en el cuarto, pero ahora el asunto empezaba a parecerme siniestro: ¿estarían tal vez los dos en connivencia? Claro que todavía había una posibilidad peor que esa: y era que estos gorilas pulcros y aniñados estuvieran mintiendo. Que los hubiera enviado el inspector García. O los terroristas de Orgullo Obrero. O tal vez aquel pavoroso matón pelirrojo que ya nos había amenazado a Adrián y a mí.

– ¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser, cómo sé que de verdad me van a llevar delante de la juez? -Ya ha visto nuestras identificaciones.

– Vaya una garantía. Pueden ser falsas. O a lo mejor son auténticas, pero lo que están falsificando son las intenciones. El gorila que había hablado conmigo suspiró:

– Entonces creo que no va a tener más remedio que confiar en nosotros.

Y eso fue lo que hice, confiar. La intuición es un impulso, una descarga eléctrica que circula por tus neuronas acarreando una información subliminal, unos datos tan sutiles que ni siquiera eres consciente de ellos. Yo siempre fui intuitiva, y siempre me fue bien cuando seguí ese primer impulso. Ahora la intuición me decía que esos muchachos no olían a peligro, y que sería peor enfrentarse con ellos. Así es que puse mi mano sobre el brazo de Félix y le di un pequeño apretón alentador.

– Enseguida vuelvo. No va a pasar nada. Esperadme aquí.

Un minuto más tarde estaba instalada en el asiento de atrás de un coche, camino del juzgado. O eso suponía. En realidad, estábamos dando bastantes vueltas y doblando esquinas inesperadas. Empecé a recordar, con súbito desasosiego, las veces pasadas en las que mi famosa intuición había fallado de modo estrepitoso. Como cuando le abollé la moto a un tipo: me apeé de mi coche para hablar con él porque parecía simpático y casi me estrangula. ¿Y no hubo otra ocasión en la que le di 200.000 pesetas a un tío que vendía ordenadores baratísimos recién importados de Estados Unidos y luego resultó que era un estafador? O aquel otro chico tan encantador con el que estuve coqueteando en un bar y que después me había robado la cartera. Estaba llegando ya al ominoso convencimiento de que todas las veces que me había dejado llevar por la intuición me había equivocado, cuando el coche dio un giro último y extraño y desembocamos sorpresivamente en la calle del juzgado. Suspiré con alivio: me encontraba a salvo. Por el momento.

La juez me recibió en el mismo cuartucho inmundo de la primera vez. Sin embargo, había unas cuantas y notables diferencias. La más importante era que en esta ocasión no estaba presente el inspector García. La más asombrosa, que la juez no sólo había dado a luz en el entretanto, sino que se había traído al despacho a su retoño y ahora lo tenía instalado junto a la mesa en un moisés, una pizca de carne sonrosada dentro de un alud de perifollos y puntillas. También la gata había parido: estaba repantingada en un rincón sobre el cojín amarillo-gallina, lamiendo a media docena de gatitos con aire de tigresa satisfecha. Había una atmósfera caliente y espesa, como de incubadora, con olor a talco y a calostros.

– Estamos al principio del final -proclamó la juez, nada más verme, con aire algo solemne.

– Bien -aventuré por decir algo. Estaba deseando irme de ese cuarto asfixiante, de ese despacho-útero.

– Me disculpará por haberla traído hasta aquí de una manera un tanto abrupta, pero el tiempo apremia y la situación es crítica.

– Bien.

– Le hablaré claramente: su marido no es más que la punta del iceberg. Un delincuente arrepentido nos ha pasado fotocopias de cheques, listados que hubieran debido ser destruidos, documentos secretos. Este hombre trabajaba como contable para Capital S.A. y Belinda S.A., las dos empresas fantasma a las que ingresaba su marido el dinero robado; pero al parecer hubo problemas. El contable dice que le traicionaron, que no le pagaron lo convenido y que ahora teme por su vida. Es posible. También es posible que el contable haya querido hacer chantaje a sus colegas y que el negocio le saliera mal. Pero las razones de nuestro confidente no nos interesan por ahora. Lo importante es la información que nos está suministrando.

La juez calló unos instantes, como recapacitando por dónde seguir o hasta cuánto contar. Abrió y cerró un par de carpetas con cierto nerviosismo, sin sacar ningún papel de dentro de ellas.

– Dadas las evidencias que poseemos, creemos que su marido no fue forzado a robar para Orgullo Obrero. La información que tenemos es todavía algo confusa, porque el contable, nuestro confidente principal, es un sinvergüenza que intenta guardarse cartas en la manga y miente más que habla. Pero a estas alturas ya no cabe duda de que hay una trama negra organizada para robar dinero del Estado, grandes cantidades de dinero, a través de distintos ministerios. Su marido formaba parte de esa mafia.

– Eso tendrá que probarlo -dije, automáticamente, en un reflejo de defensa casi animal: porque Ramón seguía siendo mío de algún modo. Pero en mi interior empezó a latir la fatal certidumbre de que la juez Martina estaba diciendo la verdad.

– Eso se lo probaré, no se preocupe. Pero le decía que su marido formaba parte de esa mafia, que tiene conexiones con delincuentes comunes y con organizaciones terroristas como Orgullo Obrero. Ramón Iruña, sin embargo, no era más que una pieza de mediana categoría: en el asunto están implicados altos cargos de la Administración. Por ahora tenemos indicios firmes contra varios directores generales, tres secretarios de Estado, dos tenientes coroneles y al menos tres ministros o ex-ministros. De hecho, la corrupción parece estar tan extendida dentro del aparato del Estado que hay que tener mucho cuidado de con quién se habla. El inspector García, por ejemplo, trabaja para ellos.

¿Sería una trampa? ¿Estaría la juez Martina cebando mi confianza con sus informaciones para hacerme confesar así todo lo que yo sabía? El bulto de carne rosada del moisés se puso a berrear. La magistrada extendió una mano y meneó la cuna con energía. Cuando conocí a María Martina ya me había parecido una mujer pequeña, pero ahora se la veía diminuta, sin la opulencia de la barriga y sin la elevación suplementaria del cojín. Apenas si asomaba la cabeza por encima del desvencijado escritorio. Qué demonios, pensé; esa miniatura de señora no tenía ningún aspecto de delincuente. Claro que tampoco tenía aspecto de juez, pero preferí desdeñar esa segunda parte de mi razonamiento.

– Sí, lo sé. Lo de García, digo. Vimos cómo el inspector hablaba con un pistolero.

Y entonces le expliqué a la juez detalladamente todo lo que nos había sucedido. María Martina fue tomando nota de mis palabras en un pequeño cuaderno, trémula y afanosa, como un ratón a la vista del queso.

– Bien -dijo al final-. Bien. Todo concuerda, por supuesto.

– Pues yo no entiendo nada. Según usted, entonces, ¿mi marido no ha sido secuestrado?

– Eso no lo sabemos todavía con certeza. Desconocemos si los políticos implicados en la corrupción tuvieron problemas con Orgullo Obrero, o si su marido dejó en efecto de satisfacer algún pago al grupo terrorista. Puede que lo secuestraran, o puede que se trate de una cortina de humo. Este caso está todavía demasiado lleno de incógnitas. Tan lleno que, de hecho, nos sería muy útil que usted mantuviera su encuentro con el supuesto Vendedor de Calabazas. Lo que ese hombre le diga podría proporcionarnos algún indicio.

– ¿Cómo dice? -me espanté-. No. Ni hablar. Ni lo sueñe. No pienso encontrarme con ese tipo. No puedo. Mire, me han intentado matar, ya se lo he dicho. Me voy. Si no me hubieran detenido sus gorilas, a estas horas ya estaríamos en un buen escondite.

La juez se pasó una mano por la cara. Parecía un monito cansado.

– Mis gorilas… Esos chicos son de la Policía Judicial. Escogidos por mí. Lo mejor del Cuerpo, se lo aseguro. Son los únicos en quienes puedo confiar. Y sólo son esos dos, y otro más que está ahora mismo investigando un chivatazo. Esos tres muchachos casi recién salidos de la academia son mi único apoyo. Estoy sola. Ni siquiera he podido cogerme la baja por maternidad porque sé que aprovecharían mi ausencia para desbaratar el caso.

Se calló unos instantes, pensativa. Luego me miró a los ojos con aire resuelto.

– No la quiero engañar: todo esto es peligroso. Incluso muy peligroso. Sin embargo, creo que sería muy provechoso para la investigación que usted pudiera mantener esa entrevista que le prometió su contacto, ese encuentro con el Mayor Vendedor de Calabazas. Sólo le pido eso: quédese en Madrid hasta hablar con ese hombre, cuénteme lo que le ha dicho y luego, si lo desea, desaparezca.

Me agobió la responsabilidad. Sentada en el filo de la silla, tragué con dificultad una dosis de miedo y de saliva.

– ¿Quiénes son los ministros? -pregunté. La juez sonrió de medio lado:

– Eso pertenece al secreto del sumario. Pero, en fin, como quiero que nos ayude y confío en usted, le voy a decir un nombre que aparece citado muy a menudo: Zurriagarte. Se lo cuento dentro de la más absoluta confidencialidad, naturalmente.

¡Zurriagarte! Pero ¿cómo? Tenía tan buena pinta. ¡Pero si pasaba por ser uno de los políticos más sinceros y honestos del país! ¿No era él el que había dicho eso de «Sin ética no hay política»?

– No es posible…-farfullé.

– Sí, resulta difícil de creer. A mí también me sorprendió -dijo la juez-. Aunque ahora estoy empezando a hacerme cierta idea de cómo sucedió todo. De cómo suceden las cosas, quiero decir. Verá, no es más que una hipótesis operativa, pero pongamos que la nombran a usted ministra de alguno de los ministerios que están implicados en la mafia. Porque no están todos, pero hay varios. Bien, la nombran ministra de uno de esos ministerios, digo, y usted acepta. Su nombramiento se hace público, llega el día de la toma de posesión y usted jura o promete, le hacen las fotos pertinentes, la felicita todo el mundo y llega usted a su nuevo despacho impregnada de gloria y de vanidad. Y ahí, a pie de despacho, la espera un hombrecito con una cartera negra. Usted ya ha hablado con el ministro saliente, ya conoce el estado general de los asuntos, ya ha sido presentada a los secretarios y subsecretarios y subsubsecretarios, pero hasta ahora nadie le había hablado de este hombrecito con su cartera negra. Entonces el tipo cierra cuidadosamente la puerta del despacho y abre el portafolios. Y de ahí empiezan a salir sapos y culebras: qué delincuentes estamos pagando, quién está robando para nosotros, cómo se reparte el dinero de la corrupción desde el ministro para abajo. Y cuántos muertos llevamos con todo esto, porque también hay asesinatos en la cartera. Entonces usted puede hacer dos cosas: o bien renunciar al cargo de inmediato, con todo el fenomenal escándalo que ello traería, o bien hacerse a la idea de que ser ministra es también eso.

No sé por qué decidí ayudar a la juez Martina, con el espanto que me estaba dando todo lo que contaba. Y, sin embargo, antes de que la magistrada hubiera terminado su exposición yo ya había tomado la estúpida determinación de hacerme la heroína. Tal vez fuera por egocentrismo: todos queremos creernos imprescindibles. O quizá me espoleara el puro asco.

– Está bien. Ejem. Me quedaré.

La juez cerró los ojos un instante y suspiró.

– Gracias.

Ahora el mísero despacho ya no me parecía un útero asfixiante, sino una barquita a la deriva, la lancha en donde se apiñaban los supervivientes de un naufragio, mujeres y niños primero, acosados por un mar de tiburones. El bebé volvió a ponerse a chillar de un modo insoportable.

– Es muy… Muy mono el niño -dije por decir algo. María Martina se levantó y cogió en brazos al ensordecedor trozo de carne.

– Es una niña. Lo siento. Es un lío que esté aquí. Pero es que… -la juez me lanzó una ojeada rápida y turbada-. Es que no quiero dejarla sola en casa, ¿sabe? Recibo tantos… mmmm… anónimos desagradables. Por si acaso. No me atrevo a separarme de ella.

Regresé a casa abrumada por el miedo y por el conocimiento. Porque el saber sí ocupa lugar. Hay saberes que pesan en la memoria como una carga de leña, y conocimientos que envejecen más que una enfermedad dolorosa e incurable. De hecho, hay saberes que son una enfermedad dolorosa e incurable. Permanecen dentro de ti como una llaga palpitante, como un menoscabo irremediable en la mirada con la que contemplas la realidad. Ramón, por ejemplo. La imagen de Ramón se iba haciendo trizas dentro de mí. Mi relación con él era cada vez más desapasionada, más lejana. A decir verdad, ya no me sentía su esposa, sino más bien su viuda, porque para mí estaba medio muerto.

– He soñado otra adivinanza -dijo Adrián aquella noche, yo creo que para intentar sacarme de mis lúgubres pensamientos.

Eran las nueve y estábamos los tres en la cocina tomándonos un poco de pan con queso, lo primero sólido que nos metíamos en el cuerpo desde la hora del desayuno.

– Trata de tres hombres que se encuentran en una ciudad portuaria -prosiguió el muchacho-. Son viejos conocidos y hace tiempo que no se ven. Deciden entrar a comer en un restaurante frente al mar; se sientan en una mesa y piden tres asados de gaviota. Les traen los platos y empiezan a comer. Dos de ellos no dicen nada, pero el tercero llama al camarero muy agitado. «¿Pero esto es de verdad gaviota?», le pregunta. Y el camarero contesta: «Sí.» Entonces el hombre se levanta de un salto, sale chillando despavorido del restaurante y se arroja al mar.

– Pues sí que debía de estar asqueroso el guiso ese -masculló Félix con la boca llena.

Yo no dije nada porque el queso se había pegado a mi dentadura postiza y la había sacado de su lugar, de modo que estaba concentrada en intentar arreglar el estropicio con la lengua sin que se me notara demasiado.

– Muy gracioso -bufó Adrián.

– Además, las gaviotas no se comen. Todo el mundo sabe que tienen un sabor repugnante -insistió Félix.

Qué consoladoras eran las adivinanzas de Adrián, pensé mientras les escuchaba discutir por enésima vez. Tontos misterios en apariencia incoherentes que luego tenían un porqué, una explicación, una causa suficiente. Las adivinanzas de Adrián te ayudaban a creer que la existencia tenía en el fondo algún sentido. Que la vida no era caótica y absurda, sino simplemente enigmática, una especie de enorme acertijo que uno podría llegar a desentrañar a fuerza de reflexionar sobre el asunto. Pensando estaba yo en todo esto, en las dulzuras del entendimiento, cuando sonó el timbre de la puerta.

Resulta siempre un tanto ridículo intentar identificar a voz en grito a alguien que se encuentra al otro lado de una puerta blindada y bien cerrada, pero eso fue lo que hicimos, apiñarnos temerosamente en el pasillo y berrear como energúmenos.

– ¿Quién es?

– ¿Lucía Romero?

– ¿Qué quiere?

– Venimos de parte de Manuel Blanco.

No se me escapó el plural de la forma verbal. Según la mirilla eran al menos dos. Jóvenes, bien rasurados, bien vestidos, voluminosos, poco memorables.

– ¿Y quiénes son ustedes?

– Abra la puerta, por favor.

– ¿Para qué?

– Mire, es usted quien está interesada en hablar con nuestro jefe. Si quiere, nos abre. Si no, nos vamos.

El Vendedor de Calabazas. Tenían que venir precisamente hoy de parte del Vendedor de Calabazas. Estaba empezando a ser un día larguísimo. Abrí la puerta.

– Así es más fácil -sonrieron los tipos.

Eran muy parecidos a los policías judiciales de María Martina. La misma edad, la misma corpulencia, una guapeza anodina similar, idénticas mandíbulas cuadradas de sanos comedores de chicle que jamás se han fumado un cigarrillo. La única diferencia perceptible estribaba en que éstos vestían mejor. Los trajes eran también grises, pero de firma. Al parecer, los gorilas privados tenían sueldos más elevados que los gorilas funcionarios.

– Venimos en su busca. Nuestro jefe le ha concedido una entrevista. Ahora mismo.

– ¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser?

– Me parece que tendrá que confiar en nosotros. Ese diálogo me sonaba repetido.

– Ellos vienen conmigo -dije, señalando a mis amigos.

El gorila me miró dubitativo. Me apresuré a hablar antes de que nos soltara una negativa y luego se viera forzado a mantenerla por puro desplante.

– Supongo que sabrán ustedes quién es el señor Van Hoog. Pues bien, el amigo de Van Hoog es este hombre -dije, señalando a Félix-. Y tenemos una carta del holandés para su jefe que se refiere a nosotros tres.

El tipo cabeceó parsimonioso:

– Está bien. Ya sabíamos que andaba usted con alguien.

De modo que volví a meterme en la trasera de un coche, esta vez encajada entre Félix y Adrián, y de nuevo me crucé la ciudad camino de un destino desconocido. Que luego resultó ser no tan desconocido: el coche se detuvo con suavidad frente al Paraíso.

Uno de los matones se bajó con nosotros y nos guió por el atestado salón del café hasta depositarnos delante de un hombre de unos cincuenta y cinco años que estaba solo en una mesa. En el velador de al lado, cuatro energúmenos vestidos de gris intentaban disimular su clamorosa condición de guardaespaldas. El hombre maduro nos hizo una seña con la mano para que nos sentáramos. Lucía un ostentoso pelo plateado que peinaba hacia atrás con brillantina, dejando una espumilla de rizos sobre el cogote. Blazier negro, pantalón rojo oscuro, un pañuelo de seda anudado al cuello y en conjunto un repugnante aspecto de play-boy carroza y marbellí.

– ¿Y qué se cuenta mi querido amigo Van Hoog? -dijo el tipo a modo de saludo.

– Nada de particular. Ejem. Está muy bien -contesté.

– ¿Qué ha decidido hacer por fin con Ludmila?

– Pues la verdad es que no lo sé. Ejem, ejem. No llegué a preguntárselo -improvisé.

– La última vez que estuvimos con él se pasó toda la mañana contándonos batallitas de juventud, de cuando colaboraba con la Resistencia contra los nazis. En fin, ya sabe usted cómo es él -añadió Félix con toque maestro.

– ¡Un fantasioso! Eso es lo que es. Porque eso de que luchó en la Resistencia… Bah, no me lo creo. Ahora puede decir lo que quiera, pero Van Hoog siempre estuvo en donde había que estar, naturalmente.

El tipo sonreía, ufano y seguro de sí, enseñando unos dientes magníficos que debían de costar unas 300.000 pesetas la pieza, más o menos. De modo que este era el Mayor Vendedor de Calabazas: pues no parecía tan peligroso. De hecho, lo encontré tan común y corriente que cometí la torpeza de discutir sus palabras.

– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Que apoyar a los nazis era lo adecuado?

Félix me dio un rodillazo y yo misma me arrepentí al instante de haber hablado. Pero la cosa ya no tenía arreglo. El hombre me lanzó una ojeada fina como un punzón. Me estremecí bajo aquella mirada. Después de todo, tal vez aquel patrón de yate sin yate no fuera tan común y corriente. Tal vez no.

– Tengo entendido que busca usted información -empezó a decir con voz perezosa-. Y sí, la verdad es que la veo un poco despistada. Verán, yo también les voy a contar una batallita, lo mismo que hizo mi amigo Van Hoog. Pero en esta ocasión la batalla no es mía, sino de mi abuelo. Mi abuelo era militar y en 1921 participó en lo que se conoce como el desastre de Annual, que en realidad no sucedió sólo en Annual, sino en diversos puntos del norte de África. En el verano de 1921, y durante veinte días, los rebeldes rifeños destrozaron al ejército colonial español. No eran más que unos cuantos desharrapados armados de machetes y gumías, pero masacraron a un número indeterminado de soldados españoles, tal vez doce mil o quizá más. No se sabe muy bien cuántos soldados había en el Rif, porque los números estaban hinchados: algunos mandos se debían de estar quedando con las pagas sobrantes. La corrupción, la cobardía y la ineptitud de gran parte de los oficiales fueron la verdadera causa del desastre. Yo lo sé porque mi abuelo fue uno de los cobardes y me lo contó. Por entonces él era coronel y estaba sirviendo con el general Navarro. Por lo que decía mi abuelo, la catástrofe del Rif fue algo dantesco. El ejército se colapso, los soldados huían pisoteando a los heridos, los oficiales de baja graduación se arrancaban las insignias para no ser reconocidos como oficiales y los de alta graduación escapaban en los vehículos a motor, los llamados coches rápidos, pasando a veces por encima de los cuerpos de sus propios soldados. Los rifeños mataban a pedradas a los españoles que huían y torturaban hasta la muerte a los heridos: les clavaban a las paredes, les abrasaban los genitales, les ataban las manos con sus propios intestinos. Por supuesto que en medio de este horror hubo también innumerables casos de increíble heroísmo. Como los 690 jinetes del regimiento de Alcántara, por ejemplo, que cargaron una y otra vez contra el enemigo para proteger la retirada de las tropas. La última carga la hicieron al paso, porque ya ni caballos ni jinetes tenían fuerzas para nada más. Cayó el 90 por 100 del regimiento, el mayor porcentaje de bajas que jamás ha tenido una unidad de Caballería europea; cuando el ejército español reconquistó el Rif encontraron los cadáveres del regimiento de Alcántara tal y como murieron, aún en formación de combate. De manera que en el desastre de Annual hubo de todo, proezas y vilezas. Por ejemplo, el general Navarro fue un héroe y el coronel Morales un ruin. ¿Qué les parece esto?

Me encogí de hombros, sorprendida. Estaba fascinada por el relato, pero no tenía la menor idea de adonde iba a parar.

– No sé. ¿Qué me tiene que parecer?

– ¡Pues mentira! Le tendría que parecer mentira, porque sucedió justo al revés: el general Navarro se comportó de modo miserable y el coronel Morales murió como un caballero, combatiendo pistola en mano hasta el final mientras a su alrededor todos huían. Morales luchaba codo con codo con unos pocos oficiales; se habían juramentado para matarse entre sí y evitar de este modo que los rifeños les torturaran. Al fin, Morales cayó herido; pidió a sus compañeros que cumplieran su palabra, pero éstos, dos tenientes, no se atrevieron a rematarle. Probablemente se echaron atrás por pura cobardía personal, pensando que, si ejecutaban a su superior, después podrían ser sometidos a un consejo de guerra. El caso es que huyeron, dejando solo al coronel, herido e indefenso, en las laderas del Izzumar; y allí mismo, en efecto, Morales fue torturado hasta la muerte por los rifeños. En cuanto al general Navarro, decidió rendirse con sus 2.300 hombres en Monte Arruit, aunque sabía que los rebeldes mataban a los vencidos. Y así fue: mientras Navarro se refugiaba en casa de un moro principal junto a nueve oficiales, un intérprete y siete de tropa, los rifeños acabaron con los 2.300 soldados. Tampoco en ese caso todos los oficiales se comportaron del mismo modo. Por ejemplo, Navarro invitó al comandante Alfredo Marqueríe, padre del que luego sería el famoso crítico teatral, a que se quedara con ellos. Pero el comandante prefirió morir con sus soldados. ¿Qué les parece?

– Estremecedor.

– Pues a mí me parece una estupidez. Mi abuelo, en cambio, fue de los oficiales que se quedaron con Navarro. Y salvó la vida. Tras el desastre de Annual se hicieron las pertinentes investigaciones, por supuesto, y hubo unos expedientes instruidos por unos cuantos militares picajosos en los que consta claramente la culpabilidad de los altos mandos, empezando por el general Berenguer, que era la cabeza del ejército en África. Pero por fortuna el general Primo de Rivera proclamó la dictadura en 1923 y evitó que se depuraran las responsabilidades. Ya ve, los cobardes que salvaron la vida acabaron salvando también todo lo demás, hasta el honor, porque la memoria de las personas es muy débil. Mi abuelo, que ya tenía dinero por su casa, hizo después buenos negocios, aumentó el patrimonio y terminó sus días como un honorable patriarca, un verdadero padre de la Patria: una importante avenida de Madrid lleva su nombre. Mi padre continuó su estela y supo multiplicar el alcance de nuestro apellido en los azarosos años de la posguerra. Y luego he llegado yo y he seguido trabajando en la misma línea. Hoy somos una de las familias más influyentes de este país. No salgo en los periódicos y mi rostro no es popular, pero no hay palacio que no abra sus puertas de par en par cuando yo llamo. El verdadero poder siempre está en la sombra.

El hombre detuvo su perorata y se bebió de un trago la media copa de fino que tenía delante. A nosotros ni siquiera nos había preguntado si queríamos tomar algo. Estábamos escuchándole a palo seco.

– Voy a contarles cómo lo veo yo. Cómo es el mundo. A veces, entre la heroicidad y la ruindad apenas si hay distancia. Quiero decir que, para muchos de los hombres que se vieron de pronto atrapados en el Rif, esa fue la primera vez en toda su existencia que tuvieron que decidir entre el Bien y el Mal, o entre el honor y la vida. En cuestión de horas o incluso de minutos se lo jugaban todo: podían ser fieles a unos ideales y caer en manos de los torturadores, o bien podían traicionarse y sobrevivir. Había que escoger, y todos escogieron. Unos, los heroicos, fallecieron, a menudo sometidos a muertes atroces. Otros, los cobardes, regresaron a España, vieron crecer a sus hijos, hicieron negocios, acabaron en ocasiones convertidos en prohombres de la sociedad, como mi abuelo. ¿De qué sirvió soportar las torturas, de qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara? Se lo voy a decir yo: de nada. No salvaron vidas, porque de todas formas los rifeños hicieron una degollina. No salvaron la posición, porque el territorio cayó en poder de los rebeldes. Y lo peor es que España, incapaz de mantener por más tiempo su desfasado imperio colonial, terminó devolviendo el Rif a sus pobladores. Por otra parte, ni siquiera recordamos a los héroes: ya han visto ustedes que les puedo engañar con facilidad y decir que el valiente fue un gallina o viceversa sin que a nadie le importe lo más mínimo. No, los héroes son simplemente inútiles. Mientras que los constructores de países son siempre los otros. Los que huyen y traicionan. Los que saben guardar la ropa mientras nadan. Los supervivientes, porque ellos son, en definitiva, quienes escriben la Historia. Lo digo con orgullo, porque no es fácil ser el vencedor. He usado las palabras cobardía y heroísmo para entendernos, pero en el mundo real tienen otro significado que el que generalmente se les atribuye. En el mundo real, la cobardía es sabiduría y el heroísmo es una estupidez. Pertenezco a una larga estirpe de triunfadores que siempre hemos sabido hacer lo que había que hacer para ganar. ¿Que para ello hay que internarse en la ilegalidad? Bueno, es que la ilegalidad también ha de ser gestionada para que la máquina funcione. Que no me hablen de los héroes muertos y olvidados: no son más que unos pobres perdedores. Mientras que a nosotros nos levantan estatuas y nos dedican calles. Así son las cosas, este es el verdadero orden del mundo.

A mi lado, Félix se removía en el asiento y apretaba los puños. Ahora fui yo quien le dio un rodillazo de advertencia.

– Usted quiere saber qué le ha sucedido a su marido. Le diré que últimamente estoy oyendo hablar de su marido con excesiva frecuencia. Le diré que empiezo a estar harto de su marido y de los amigos de su marido. Un hombre de mi posición no frecuenta sólo los palacios, como antes le dije. Un hombre de mi posición también tiene que tratar con gentes de medio pelo, botarates. Los amigos de su marido son unos parvenus. Pretenden conseguir en tan sólo unos años el mismo lugar de poder que familias como la mía llevamos generaciones edificando. Y eso es imposible, por supuesto. Ese orden del mundo al que antes me refería es una construcción social que tiene milenios; la realidad se ha ido organizando así desde el principio de los tiempos, y posee unas normas y una jerarquía. Pero los parvenus siempre lo confunden todo. Son unos ignorantes y además unos horteras, pero ya ve usted, son necesarios: alguien tiene que desempeñar el trabajo sucio, y los parvenus están dispuestos a hacer lo que sea con tal de medrar. Para nosotros son, ¿cómo le diría yo?, como animales domésticos: cuando empiezan a producir molestias, cuando dejan de rendir lo suficiente, se les cambia por otros y santas pascuas. Es un sistema un poco caro, pero muy eficaz. Le explico todo esto porque ahora nos encontramos, precisamente, en uno de esos momentos de renovación. Usted quiere saber qué ha sucedido con su marido y nosotros estamos hartos de esos zoquetes. De manera que voy a ayudarla: quédese tranquila porque dentro de poco tendrá usted noticias de primera mano. Dígaselo así a la juez Martina: dígale que le brindo mi colaboración con mucho gusto. Yo no quiero problemas. Si ha entendido usted todo lo que le acabo de explicar, se habrá dado cuenta de que a mí no me pueden interesar los escándalos, puesto que formo parte fundamental del orden establecido. Dígaselo así a la juez. A ver si nos ayudamos los unos a los otros y acabamos con este estúpido incidente. ¿Qué le parece?

– Pues verá, le agradezco su buena disposición, pero quisiera…

– Entonces ya está todo dicho -me cortó el tipo, extendiendo la mano hacia mí para despedirse-. Denle mis recuerdos al bueno de Van Hoog.

Los matones de la mesa de al lado se levantaron para escoltarnos hasta la salida. Estaba claro que la reunión se había terminado, y el tono de voz era lo suficientemente imperativo como para salir corriendo. Pero Félix apoyó los dos puños sobre la mesa de mármol y se inclinó hacia delante. El tipo seguía sentado y los demás estábamos de pie y rodeados de gorilas.

La medida del hombre -dijo Félix.

– ¿Qué? -preguntó el Vendedor de Calabazas.

Uno de los guardaespaldas agarró a mi vecino por el codo, pero su jefe le hizo una indicación con la cabeza para que le soltara.

– Lo que usted decía antes -prosiguió Félix-. Eso de que para qué servía conducirse con dignidad. Sirve para darnos la medida de lo que somos. Mire, los humanos somos incapaces de imaginarnos lo que no existe; si podemos hablar de cosas tales como el consuelo, la solidaridad, el amor y la belleza es porque esas cosas existen en realidad, porque forman parte de las personas, lo mismo que la ferocidad y el egoísmo. En situaciones extremas esos ingredientes se precipitan, y por eso hay de todo, comportamientos grandiosos y actitudes mezquinas. ¿Que para qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara, por ejemplo? Pues para ser como somos. Aunque inútiles desde un punto de vista práctico, sus muertes corroboran que los humanos somos también así. Que, aun en el peor de los casos, siempre hay algo en nosotros capaz de lo mejor. Si no hubiera habido ningún acto heroico en Annual, es decir, si en las personas no existiera también ese impulso automático hacia la dignidad, el mundo sería un lugar inhabitable y los humanos pareceríamos animales feroces.

– Puede ser -respondió el hombre, atusándose con coquetería los caracolillos del cogote-. Quizá tenga usted razón. Pero en ese caso, y en ese mundo, yo formaría parte de los animales feroces dominantes, y usted, mi querido Fortuna, sería lo mismo que es ahora, un maldito perdedor. Viejo, pobre y encima anarquista. Un historial lamentable, amigo mío. No ha hecho más que ir de derrota en derrota.

De modo que lo sabía todo. Que yo estaba en tratos con la juez Martina, que Félix había sido de la CNT. Parecía un pijo de guardarropía, un rico de sainete, pero lo sabía todo. Ahí estaba, seguro de sí mismo, radiante y satisfecho de ser como era. Los cuentos de la infancia no son ciertos. Los malos no acaban siempre pagando su maldad, los buenos no siempre reciben recompensa, los villanos no se reconcomen de bilis y de desasosiego. Por el contrario, hay infinidad de miserables francamente felices. Agarré a Félix de un brazo y tiré de él.

– Vámonos.

Se dejó llevar, tal vez algo aturdido. Los muchachos de gris nos acompañaron hasta la salida y allí nos dejaron. Nosotros tres cruzamos la puerta del Paraíso y nos quedamos al otro lado, sobre la acera, intentando serenarnos con el frío de la noche. Una hermosa luna llena, azulada e invernal, se paseaba por las azoteas de los edificios. Permanecimos paralizados un buen rato, demasiado extenuados quizá para reaccionar. La jornada había sido interminable. Primero habíamos descubierto la traición de García, luego habíamos estado a punto de saltar por los aires con una explosión de gas, después el inspector había intentado secuestrarme, luego la juez me explicó que Ramón era un cerdo sin paliativos y por último un mafioso impresentable nos había intentado convencer de que el mundo era suyo. Todo esto sin pararse ni a comer, con tan sólo un poco de queso en el estómago. Estábamos agotados y nuestro cansancio se parecía demasiado a la derrota. Por encima de nosotros, la luna era el sañudo y tuerto ojo con el que la negrura nos miraba.


Resignación, esa es la palabra de la gran derrota. La vida es un trayecto extenso y fatigoso. Es como un tren de largo recorrido que en ocasiones ha de atravesar regiones en guerra y territorios salvajes. Quiero decir que el camino está plagado de peligros y que el descarrilamiento es un accidente bastante común. Pero hay muchas maneras de perder el rumbo. Por ejemplo, uno puede irse directamente al infierno, como le pasó a Félix Roble durante algunos años. Otros, en cambio, no llegan a salirse de los raíles, sino que tan sólo van aminorando la velocidad, más y más despacio cada día, hasta que al fin se paran por completo y se quedan ahí, medio muertos de pasividad y de fracaso, oxidando la hojalata y las ideas bajo las inclemencias del tiempo.

Eso era lo que le había ocurrido a Lucía Romero. En semejante situación se encontraba nuestra protagonista al comienzo de este libro.

Una noche, Ramón y ella estaban haciendo el amor. A veces sucedía: Ramón se empeñaba y ella ya no encontraba razones para negarse. Ramón forcejeaba sobre ella y Lucía fruncía el ceño. Cuando hacían el amor, el ceño era la única parte de la anatomía de Lucía que se ponía en funcionamiento: se le apelotonaban las cejas de disgusto, hasta el punto de que luego le quedaba la frente dolorida. Esa noche llovía y el agua repiqueteaba blandamente sobre el alféizar de la cocina, formado por una plancha de cinc que cubría una fresquera antediluviana. Lucía escuchaba el pequeño tumulto de las gotas desde el dormitorio, mientras Ramón se afanaba sobre su cuerpo anestesiado o tal vez muerto. Hacía un milenio que Lucía no sentía su propio cuerpo, que no deseaba perderse en unos labios, que no se dejaba fundir en la carne del hombre. Ahora aguantaba los jadeos de Ramón y pensaba en los tiburones, felices criaturas que disponen de varias filas de dientes, de manera que cuando pierden un juego de colmillos pueden reemplazarlos con la serie siguiente. Tamborileaba la lluvia en el cinc de la cocina y en cada gota se ahogaba un segundo, tiempo de vida desperdiciado. ¿Adonde iría a parar el tiempo perdido? Tal vez anduviera merodeando por el limbo de los extravíos, junto con los libros no escritos, las palabras no dichas, los sentimientos no vividos y los dientes de Lucía, los verdaderos, arrancados de raíz en aquel estúpido accidente. Ahora Lucía tenía la dentadura de resina y el cuerpo de madera, insensible bajo las manos de Ramón. ¿Acaso ya no iba a sentir el deseo nunca más? Toc, toc, toc, contestó la lluvia. Y Lucía entendió: nunca más, nunca más. Bien, se dijo entonces: es evidente que me he rendido. Y casi se sintió en paz.

De esta paz fúnebre y mortífera la sacó el secuestro, la amistad con Félix y, sobre todo, el amor de Adrián. Si has vivido alguna vez una pasión amorosa entenderás la fiebre de Lucía, porque la pasión siempre se repite: es como una sesión de cine en donde proyectas una y otra vez la misma película con el mismo galán en la pantalla. Y así, aunque Adrián era veinte años menor que ella, créeme que en la pasión Lucía no era ni un minuto más vieja que ese muchacho, porque en el alucinamiento del amor todos somos estúpidos y perpetuamente jóvenes. Por otra parte, las pasiones eternas suelen durar una media de seis meses; y luego, si las cosas marchan bien, se reconvierten en amores para toda la vida, que duran aproximadamente dos años más. En total, el espasmo cordial abarca, por lo general, unos dos años y medio. Teniendo en cuenta esta regla del corazón no escrita, pero tan cierta como la existencia del agujero de ozono, Lucía no hubiera debido preocuparse por la diferencia de edad entre Adrián y ella: antes de que los años la convirtieran en una anciana putrefacta, la relación se habría hecho fosfatina (lo cual, bien mirado, era un pensamiento reconfortante). Pero Lucía sí que se preocupaba. Y no sólo por la diferencia de edad, sino, sobre todo, por la diferencia de sus necesidades.

Al principio todo fue luz y delirio, porque en los comienzos del amor los humanos siempre nos mostramos encantadores, infatigables en nuestra tierna entrega y gloriosos en todo; pero luego este esfuerzo épico se agota y vuelven a salir a la superficie nuestras vidas pequeñas. Pues bien, las vidas menudas de Adrián y Lucía también acabaron emergiendo y empezaron a chocar entre sí, como icebergs flotando a la deriva en un mar cada vez más helado.

– Te he estado esperando durante toda mi vida -le decía Adrián a Lucía, sin advertir que era una ofrenda breve-. Estoy seguro de que nos conocemos de otras encarnaciones, he soñado contigo desde que era pequeño.

Era un muchacho y confundía aún su deseo de amar con el amor. Era tal su ansiedad que el aire crepitaba en torno suyo. A medida que pasaban los días y que se crispaban las horas y que la relación se iba atirantando, Adrián aumentaba el ritmo de sus declaraciones amatorias:

– Te quiero, te quiero tanto, te quiero tantísimo… -gemía sobre Lucía, reluciente de sudor, extenuado.

Buscaba el Paraíso porque ignoraba que era un lugar inexistente. Buscaba la completud, pero el agujero negro de su interior se hacía cada vez más grande. Hubo gestos agrios, palabras acérrimas. Una noche, Adrián le dijo a Lucía una vez más:

– Quiero casarme contigo, quiero estar contigo para siempre.

– Recuerda que todavía estoy casada con Ramón.

– Pues entonces vivamos juntos. Somos una pareja, ¿no lo entiendes?

– ¿Para qué tantas prisas? ¿No estamos bien así? Además, tú todavía tienes que vivir demasiadas cosas… -empezó a decir Lucía, como en tantas otras ocasiones.

Pero esta vez él perdió los nervios. Se puso en pie de un salto, estaban desnudos y en la cama, y la alzó en vilo cogida por los brazos. Las manos de Adrián eran dos tenazas, hierros de dolor clavados en la carne:

– ¡Suéltame, me haces daño!

– ¿Por qué eres así? ¿Por qué me tratas así? ¿Por qué me haces esto? ¡Me estás volviendo loco! -rugió Adrián, congestionado y ronco.

Y mientras decía esto la zarandeaba, ella como un pelele, los pies rozando apenas las baldosas, la cabeza rebotando como un badajo, así puedo morir, pensó Lucía, así puede matarme, sé que estas sacudidas a veces son fatales. Pero antes de que el abrupto pánico inicial se convirtiera en un miedo denso y sostenido, Adrián abrió las manos y la dejó caer sobre sus talones. Ahí estaba el muchacho, mirándola con cara alucinada, casi irreconocible en su expresión porque en ese instante era incapaz de reconocerse a sí mismo.

– Lo siento… Oh, Dios mío… Lo siento tanto, Lucía…

Permanecieron el uno frente al otro durante unos segundos, estupefactos y más allá de toda palabra. Luego, él extendió la mano y pasó un dedo titubeante y suave por la mejilla de ella. El dedo llegó a la comisura de la boca, merodeó por el borde rosado de los labios y al fin se introdujo de un pequeño empujón en el interior húmedo y caliente. Salió de allí ensalivado y empezó a descender cuello abajo, luego por el desfiladero de los pechos, más tarde en las estribaciones del ombligo, ese oasis en el que se detuvo unos instantes. Para acabar la expedición, ya apresurado, buscando la madriguera entre las ingles. Con ese dedo dentro, Lucía se tumbó de espaldas en la cama. Trepó sobre la mujer Adrián con la misma desesperación con que un sherpa medio congelado treparía al último risco del Everest. Todo el esplendor, las chispas de la carne de los primeros días, se habían convertido ahora en un trabajo penoso, en la angustia de no poder estar a la altura de los propios deseos. Lucía sentía al chico encima de ella, pero en realidad le notaba muy lejos, prisionero de sí mismo, luchando como un esforzado galeote por sacar adelante un orgasmo mecánico y furioso. Al final, tras llegar a la meta, se abrazó a Lucía:

– Te quiero tanto como nunca pensé que podría querer a nadie -dijo, llorando.

Y ella comprendió con toda claridad que la historia se estaba terminando.


Después de nuestra entrevista con el gran mafioso no podíamos hacer otra cosa que aguardar acontecimientos. En realidad, llevábamos toda la novela así, aguardando a que alguien nos viniera a buscar, o nos llamara, o contactara con nosotros; esto es, sumidos en una pasividad forzosa y desquiciante. Yo empezaba a tener la sensación de que mi piso era un escenario teatral en el que se representaba un vodevil, con personajes entrando y saliendo todo el tiempo y cada uno diciendo un parlamento previamente acordado. Sólo que en esta representación los malos estaban tan bien interpretados que corrías el riesgo de que te asesinaran de verdad.

– No teman: con el apoyo implícito que les ha prometido el Vendedor de Calabazas, nadie se atreverá a tocarles -dijo la juez Martina cuando le contamos nuestra entrevista.

Debía de estar en lo cierto, aunque me asqueaba tener que agradecerle algo a ese canalla de pelo embetunado. De manera que nos fuimos a casa relativamente tranquilos y nos sentamos a esperar en torno a la mesa de la cocina, mientras chupábamos naranjas y bebíamos humeantes tazones de café con leche.

A la tarde siguiente de nuestra entrevista en el Paraíso sonó el timbre de la puerta. Atisbé a través de la mirilla: alguien llenaba todo mi campo de visión con una cabellera pelirroja y ondulada.

– Creo que es el matón ese, el que nos atacó cuando vimos al chino -bisbiseé con espanto.

Nos quedamos un instante paralizados y sin saber qué hacer. Entonces escuchamos con claridad una voz angustiada que llegaba desde el otro lado de la hoja.

– ¡Lucía! ¡Lucía, por favor! ¡Ayúdame!

Era Ramón. Sin duda, era Ramón. Volví a mirar por el agujero: ahora se distinguía bien la satisfecha cara del matón, y detrás de él se percibía la presencia imprecisa de otro hombre. Podía ser mi marido.

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