8

Me encontraba viendo Los Simpson cuando Blanca telefoneó para anunciarme que iba a quitarse la vida ingiriendo un tubo entero de somníferos. Le aconsejé que tuviese cuidado, no fuera a tragarse también el tapón, y colgué. Los Simpson es uno de los pocos programas que merece rescatarse de los estercoleros televisivos, supongo que por eso el impenitente cuchillo de la publicidad trincha el episodio apenas concluida la sintonía, obligándonos a los fans, jóvenes en su mayoría, a considerar las múltiples ventajas de una batería de cocina. Aquel episodio en cuestión narraba la asistencia de la familia Simpson al completo a una merienda para empleados celebrada en los impresionantes jardines de la no menos impresionante mansión del señor Burns. Durante su transcurso, Homer tomaba al fin consciencia de lo mediocre e insulsa que resultaba su familia, y trataba de adiestrarla en los usos de la educación y la buena vecindad sin demasiado éxito en los minutos restantes. El teléfono me escamoteó la escena final. Era Blanca otra vez.

– ¿Por qué siempre durante Los Simpson? -rugí.

– Esta vez va en serio, Álex. Voy a quitarme la vida. Y espero que te sientas culpable por ello el resto de la tuya -y colgó.

Apagué la tele de un manotazo y fui a por una cerveza. Así no hay quien se prepare las oposiciones, mascullé. No quedaban cervezas. Escribí en un papel: Echar regulares vistazos a su interior para evitar sorpresas desagradables Recordar lo de la magdalena. Y lo pegué en la puerta de la nevera. Decidí tomar una cerveza por ahí. Bajé a la calle. Por las escaleras, se entiende. Al llegar abajo, dediqué el insulto rutinario a aquel ascensor travestido de armario ropero.

Entré en un bar cualquiera, lleno de personas cualesquiera, que me contemplaron acodarme en la barra como un tipo cualquiera. Pedí una caña y le propiné un trago largo, de ésos que si cierras los ojos te producen un orgasmo dorado y frío en la garganta. Ah, la cerveza. Había leído en algún sitio que una botella de cerveza mantuvo paralizado durante cinco días al LEP2, el mayor acelerador de partículas del mundo; ¿qué no haría, pues, con el hombre? Respiré hondo y miré hacia la calle sin interés. La gente iba a lo suyo, para variar. Decidí, por tanto, ir a lo mío.

En realidad, aunque no lo aparentase, los apocalípticos mensajes de Blanca me apenaban. Desde mi huida, sus llamadas se hicieron frecuentes. Al principio, sólo quería saber por qué. Yo me limitaba a improvisar variantes sobre lo expuesto en la nota de ruptura. Pero aquellas respuestas no la convencían. Quería la verdad. Quería que al menos fuese lo suficientemente hombre como para contarle la verdad. Pero la verdad, ay, era horrible y disparatada, y nos quedaba demasiado grande a los dos. Luego, ante mi inexpugnable silencio, optó por el dramatismo. Pero sus avisos de suicidio resultaban poco creíbles. Reconozco que la primera vez me alarmé, y me hubiera plantado en su casa de no ser porque a los cinco minutos me volvió a llamar quejándose de que no tenía somníferos. Al día siguiente, me comunicó que ya los había comprado en la farmacia. Me contó que la dependienta la había liado a preguntas y que no salió muy convencida con lo que había adquirido, pero se animó al leer en el prospecto que dosis extremas de aquello podían causar paros cardiacos. Le dije que me alegraba mucho de que no hubiese tirado el dinero.

A mí me exasperaba aquella situación. En el fondo, yo seguía queriendo a Blanca. La echaba de menos. Muchísimo. El cielo pesaba más de lo debido sobre mi cabeza y los cuadros de Cy Twombly nunca me habían dicho tanto. De noche, embaucado por el sueño, la buscaba a mi lado infructuosamente, hasta que caía en la cuenta de que lo nuestro había terminado. Sus insultos, cuando los había, me conmovían. Blanca era como una niñita encantadora tratando de amenazarme con una pistola o una navaja, algo que resultaba incongruente en sus manos. Blanca, ya lo decía su nombre, era blanca como la espuma y la nata, como las cigüeñas y el luto de los chinos, y sus mentiras eran blancas, y su amor había sido blanco, y el único odio que sabía ejercer era aquel emplasto de hastío e ironía que empleaba contra el mundo en general, aquella perversidad insensata de panfleto clandestino. No había en su corazón resquicio alguno para la verdadera maldad, para esa furia despechada dirigida hacia algo o alguien en particular. Sus llamadas no pasaban de una dulce pataleta. Y ahora, con mucha mayor claridad que antes, veía cuánto me amaba ella, lo imprescindible que yo había llegado a resultarle. Nadie me querría así nunca. Nadie. Nunca.

Confortado por la cerveza, salí del bar e ingresé en una riada de personas que, aprovechando mi falta de decisión, me arrastraron calle abajo, hasta depositarme en una esquina desde la cual, con un poco de imaginación y dinamitando algunos edificios de escasa relevancia como la catedral, podía apreciarse a lo lejos el estudio de Blanca. Me la imaginé asomada a la ventana con el tubo de pastillas, haciendo un brindis macabro a la ciudad y llevándoselo a los labios, para escupirlas luego, porque en el fondo, le bastaba con ese gesto tétrico y el suicidio le sobraba. Éramos tan iguales…

Barajé la posibilidad de hacerle una visita. Decirle algo así como que yo no merecía todo aquello, que el mundo estaba plagado de tíos que esperaban su oportunidad de conocerla, qué se yo… Pero presentarme en el estudio empeoraría las cosas, estaba seguro. Desde el principio. Blanca se había limitado al teléfono, sus motivos debía de tener para ello, y yo no podía rebasar aquella especie de línea de tiza tras la cual había decidido protegerse, si no era para borrarla definitivamente. Además, una vez allí, ¿qué me impediría abalanzarme sobre ella y abrazarla, hacer que nuestros labios se encontrasen de nuevo, mandarlo todo al demonio y aceptar feliz mi destino, que no era otro que desintegrarme en sus brazos, que morir de amor?

No, es una historia acabada, me dije, reafirmando mi postura con un giro brusco, dispuesto a encaminarme hacia mi apartamento con decisión. Lo cual me llevó a tropezar con uno de los muchos viandantes que transitaban por la atestada acera. Mascullé un perdón y estaba a punto de seguir mi camino cuando reparé en que la colisión había hecho que al accidentado se le cayera una cuartilla de las manos que casi me llevaba arrastrándola con el zapato. Caballerosamente, me apresuré a recogérsela. No pude, mientras lo hacía, evitar la indiscreción de leerla. Era una lista de nombres, siete u ocho, escritos con una bella caligrafía gótica. El primero de ellos se encontraba tachado con Edding rojo. Blanca Cárdenas Tejedor, mi querida pintora, ocupaba el segundo lugar de la lista. Alcé la vista hacia el propietario de la enigmática cuartilla. Mis ojos hubieron de trepar por una túnica negra, una ladera escarpada y flamante rematada en las alturas por una siniestra capucha de verdugo, y más allá aún, por una guadaña de aspecto feroz, tan grácil y reluciente que daban ganas de ofrecerle el cuello. Del cavernoso interior de la capucha planeó hacia mí la mirada impasible de unas cuencas vacías y la sonrisa excesiva de una boca privada de labios. Me incorporé, y apenas le tendí respetuosamente el papel, una mano -un ruinoso manojo de falanges, para ser exactos- me lo arrebató con gesto airado, visiblemente molesta por mi intromisión. Luego echó a andar con rapidez, sin dar las gracias. Le observé cruzar la calle con la guadaña en ristre, a grandes zancadas, hasta detenerse en una parada de autobús que había enfrente, la que, si no recordaba mal, tenía una escala justo debajo del estudio de Blanca.

Así que Blanca por fin se había decidido… Me invadió un escalofrío. Me la imaginé tirada en el suelo, con los ojos llenos de vidrio y la boca ribeteada de espuma, esperando a la muerte. Y La Muerte acudía a su cita en autobús como tu y como yo, sin el glamour que le prestaba el caballo blanco de los grabados, pero dispuesta a arrebatarle la vida como la profesional que se veía que era. En ese momento, el autobús se plantó ante la parada, lanzando su sempiterno bufido de dragón fatigado, y una jauría de personas se dispuso a obstruir sus puertas. La Muerte, entre codazos y empellones, bajando la guadaña para que no golpease en el dintel, logró pasar a su interior, aunque se quedó sin asiento. El autobús, con temblor de epiléptico, ingresó de nuevo en el congestionado tráfico.

Ver perderse el autobús por la avenida me hizo superar la parálisis que me inutilizaba. Me precipité entre el tráfico en busca de un taxi, haciendo desesperados aspavientos entre pitidos, y a punto estuve en varias ocasiones de engrosar la lista que La Muerte llevaba encima. Finalmente, me hice con un taxi y vociferé la dirección de Blanca, atisbando el trasero del autobús a unos cincuenta metros por delante, contoneándose sin gracia entre barricadas de coches.

La carrera distó mucho de las espectaculares persecuciones a que nos tiene acostumbrados Hollywood. El tráfico fluía con la viscosidad del esperma, y no bien rebasábamos al autobús, quedaba empantanado el taxi y éste nos adelantaba trabajosamente, con la precariedad majestuosa de las barcazas japonesas, los pasajeros apelotonados como hamsters y La Muerte entre ellos, tratando de que en los balanceos su guadaña no hiciera horas extras. Tanto mi frustración como mi entusiasmo se traducían en frenéticos golpes contra el asiento del conductor, los cuales acabaron por exasperar al taxista, uno del tipo canoso y tripón, que no tardó en despotricar entre dientes contra el abuso de drogas al que tan alegremente se entregaba la juventud. Afortunadamente, en el último tramo del recorrido, el autobús encalló en una rotonda y pudimos pasarlo. Cuando nos detuvimos enfrente del estudio, lo hicimos con una ventaja aceptable, pero su llegada era inminente. El taxista me informó del coste del viaje con cara de pocos amigos y yo introduje los dedos en los bolsillos sólo para descubrir lo vacíos que estaban. Nos miramos durante unos segundos, como personajes de un spaguetti western. Era cuestión de rapidez. Abrí la puerta y eché a correr hacia el portal de Blanca. El taxista intentó placarme sin conseguirlo. Le oí llamarme cabrón mientras subía los escalones de dos en dos. Alcancé la puerta del estudio y, resoplando, rebusqué entre los tres o cuatro tiestos que adornaban la pared, pues sabía que Blanca escondía una copia de la llave en alguno de ellos. Mis dedos revolvieron violentamente entre los geranios, despanzurrándolos en su mayoría, hasta que dieron con la llave. La introduje en la cerradura y abrí la puerta. La cerré apresuradamente a mis espaldas, decidido a hacerme fuerte en su interior. La tarde se rendía y una luz desharrapada había tomado el estudio. Traté de localizar a la pintora entre la bandada de cuadros.

– ¡Blanca…! -grité, cruzando el cuarto a trompicones, pues el suelo estaba cubierto de platos y cajitas de comida china. Un débil gruñido me hizo mirar hacia la cama. Mis ojos se clavaron en el tubo de pastillas vacío que había en el suelo, junto a una mano laxa. Treparon raudos por el brazo pálido que colgaba del colchón, alcanzaron el hombro tembloroso, el cuello atormentado, hasta arribar en la pasa rosada de su boca, un géiser de gemidos entrecortados y espumarajos verdosos.

– Blanca… Oh, Dios, Blanca… -susurré, inmóvil ante la espantosa escena.

Blanca se agitaba en el lecho con los ojos turbios, la frente empapada de sudor, las facciones revueltas. Esperaba a la muerte entre retortijones. Pero yo me había adelantado. Yo había llegado antes. Debía hacer algo, y rápido. Me abalancé sobre ella y la incorporé.

¿Qué podía hacer…? Le aparté el pelo de la cara y le eché la cabeza hacia atrás. Y pensé en tejeringos. En tejeringos. Por raro que suene. En los tejeringos del bar de abajo, donde íbamos desayunar. Unos tejeringos de repugnante aspecto que sólo a Blanca parecían encandilar, tejeringos que quizá ya nadie fuese a consumir, tejeringos que crecerían en número alarmantemente, que desbordarían la vitrina donde los exhibían, que ganarían la calle, aceitosos, humeantes, como un terror sin forma.

– ¿Álex…? -musitó ella con un hilo de voz, antes de encontrarse con el inopinado ariete de mis dedos venciendo la resistencia de sus labios, profanando su boca, hincándose como garfios en la blanda humedad de su garganta, por donde minutos antes había pasado la mortífera caravana de pastillas.

Blanca lanzó una arcada y yo reafirmé la presión de mis dedos. ¿Daría resultado? Me apartó entonces de un manotazo, se dobló sobre sí misma, aferrándose al borde de la cama, y tras varios ensayos angustiosos, las entrañas le subieron por fin a la boca y Blanca pudo disparar al suelo la primera salva de vómito, que resultó tremendamente favorecida por la falta de luz. El resto fue fácil. La observé vomitar desde la ventana sin poder hacer nada, encogida y gimiente, sola contra su cuerpo amotinado. Contemplé agradecido cómo con cada viscosa descarga que descendía hacia el suelo, la vida le ascendía a las mejillas en un trueque convulso. Cuando terminó, se dejó caer sobre la cama, exhausta pero menos muerta. Yo me acerqué a ella y le limpié el residuo de vómito de las comisuras de los labios con el pico de las sábanas. Sus ojos seguían igual de borrascosos, pero se las ingenió para sonreírme. Cogí el teléfono y pedí una ambulancia. Mi voz sonó lastimera, culpable, rodeada por todos aquellos lienzos que reflejaban mediante manchurrones negros y grises el alma con que Blanca había convivido estas últimas semanas.

En ese momento llamaron a la puerta. ¿Quién será el inoportuno?, me pregunté antes de caer en la cuenta de que sabía de sobra de quién se trataba. Luché por serenarme. Me dirigí hacia la puerta sin excesivas prisas. Abrí. La Muerte se mostró sorprendida de encontrarme allí. Me dedicó una mirada extraña, con la cabeza ligeramente torcida, y supuse que era su forma de fruncir el entrecejo. Finalmente, buscó en su bolsillo y extrajo la consabida lista. La desdobló lentamente, tratando de dar la mayor solemnidad posible al acto, y de esa forma recuperar el control de la situación. Ella era La Muerte, y los demás, como bien sabíamos, no éramos nada. Eso debía haberla convertido en una ególatra de cuidado.

– ¿Vive aquí…? -se detuvo, volvió a fruncir el ceño, y leyó sin demasiada convicción-… Severiano Iglesias Cuesta?

– No es aquí- aseguré en tono triunfal-. Se ha equivocado.

La Muerte me fulminó con la mirada, cosa bastante meritoria debido a lo deshabitado de sus cuencas. Me encogí de hombros, con cara de buen chico. Allí no vivía nadie con ese nombre, era la verdad. La situación se volvió tensa. Blanca tosió y La Muerte, al oírla, intentó fisgonear por encima de mi hombro. Yo me cuadré ante la puerta, como hacen los porteros de discoteca.

– Le digo que no es aquí -repetí con la mayor insolencia posible.

La Muerte me dedicó una mirada llena de odio, se guardó la lista en el bolsillo, impotente, y volvió por donde había venido, tratando de recuperar la elegancia de su porte mientras maldecía como una ramera de barrio. Yo volví dentro.

– ¿Quién era? -quiso saber Blanca.

– Nadie. Se han equivocado.

Aunque sabía que el agrio aroma del vómito no lograría imponerse al perenne olor a pintura del estudio, abrí todas las ventanas posibles. La brisa de poniente zascandileo por la habitación. Fuera, la noche seguía su curso. Decenas de personas circulaban de un lado a otro, cada una presa de sus circunstancias. La Muerte se agregó a ellos. Parecía enojada: caminaba con resolución, aporreando con su guadaña los contenedores y las farolas que encontraba a su paso.

Recogí el tubo de pastillas del suelo y lo hice girar entre mis dedos. Había estado tan equivocado… De sobra sabía que Blanca se exponía a la vida desdeñando cualquier tipo de protección, sin armadura alguna que restase sensibilidad a su piel. Ella había escogido su propio credo: saborear cada momento intensamente, a riesgo de quedar envenenada, agotar instantes, no dejar pasar nada si podía alzar la mano y atraparlo. Y eso valía para todo, también para explorar aquellos lugares donde no llegaba la luz. Paradójicamente, pensé, las personas que más aman la vida son también las que menos temen perderla. Si Blanca no se había suicidado enseguida era porque aún esperaba una reacción por mi parte, no porque no dispusiera del valor para hacerlo. Al convencerse de que mi postura era definitiva, no dudó en dar el paso. Blanca no servía para ir archivando relaciones fracasadas con la mirada puesta en un horizonte más propicio. Quizá sí, hasta toparse conmigo; ahora, sin embargo, sabía que no podría amar a nadie como me había amado a mi, tenía pruebas suficientes -los dos las teníamos-, y, ¿qué es la vida sin amor, sin ese prisma en el corazón que, aparte de realzar lo hermoso, tiene el poder de hacer que lo neutro se incline hacia lo bello y que incluso lo horrible tenga su razón de ser? El amor es la única forma de vencer lo que de vano y transitorio tiene la vida. Blanca lo sabía y no quería sucedáneos. Ya sólo podía ser yo o nadie. Así de sencillo. Así de terrible.

Según eso, yo también debería pasarme por una farmacia y hacerme con uno de esos tubos, pensé, pues por muchas chicas que me deparase el destino, ya había conocido a la que llevaba en el pecho la mitad que me correspondía, y la había dejado pasar. Pero yo era demasiado cobarde para suicidarme en serio. Por ahora me bastaba y sobraba con los numeritos de la lámpara. Yo me encontraba a salvo de la muerte porque aún no había vivido, porque en el fondo sabía que me quedaban muchas cosas por vivir. Al igual que mucha gente, seguía aquí por pura curiosidad. Quizá, después de todo, mi tolerancia al dolor estaba por encima de la media.

Me senté al borde de la cama y le cogí la mano. Aunque no lo parecía, Blanca estaba fuera de peligro. Su nombre había desaparecido de cierta lista, y eso era lo que de verdad contaba. Le pasé los dedos por el pelo, apelmazado de sudor, por la tersura de pétalo ajado de las mejillas, por esa sonrisa que trataba de mantener el equilibrio en la cuerda floja de sus labios. Aquella postración de enferma, aquel avispero de manchas verdosas que le impregnaba la camiseta y parte del cuello, como si de la más excitante de las lencerías se tratase, despertó en mí una emoción irrefrenable. Nunca me había parecido Blanca tan frágil, tan a punto de desmigarse sobre las sábanas. Y nunca sentí mayores deseos de abrazarla que entonces, de poseerla, no sé, en un coito donde no se inmiscuyera el deseo, donde sólo estuviésemos ella y yo, rebasando aquella mísera escena, amándonos, fundiéndonos si no había más remedio, porque tal vez la vida no fuese más que amar o morir o las dos cosas juntas y deseé como nunca huir de todo, esconderme en ella, respirar con su aliento y vivir con su sangre y mirar con sus ojos…

Desde la calle me llegó el sonido de la ambulancia y fui a abrir la puerta. Una vez en el hospital le perdí el rastro; un par de enfermeros me la arrebataron y una puerta me cerró el paso. ¿Es anoréxica?, me preguntó alguien que no se detuvo a esperar mi respuesta. Me quedé por allí, tratando de no estorbar demasiado, hasta que alguien me avisó. Le habían hecho un lavado de estómago y asignado una habitación para pasar la noche. Preguntaba por un tal Alejandro, ¿era yo?

He de confesar, aunque suene tópico, que los hospitales siempre me han producido grima. Sé que salvan vidas, y sé que a veces fracasan, y era el hecho de saber que en aquel mismo momento, mientras buscaba la habitación indicada, muchos otros estaban escogiendo sus cartas, que detrás de esas puertas acristaladas un bisturí hurgaba entre las vísceras de algún desconocido, que sobre mi cabeza había unos ojos que miraban la muerte con nostalgia, sujetos a la vida por tubos transparentes, que por la puerta de urgencias fluían jóvenes como yo, que no sospechaban que tras la cerveza tocase recibir un navajazo o empotrarse con el coche en alguna esquina, que sobre las sábanas, aparte de dormir y follar, se podía también agonizar; era, ya digo, aquel conocimiento lo que me llenaba de una ingrata y mareante repulsión hacia los hospitales.

Tras recorrer varios pasillos, logré dar con mi destino. La habitación estaba pintada de verde manzana, el color sedante por excelencia. Había un crucifijo sin Cristo adherido, como una salamandra calcinada por el sol, a la cabecera de la cama, y un par de cuadros de paisajes anodinos animando las paredes. Blanca me tendió la mano, sonriendo con esa sonrisa vaga que esgrimen los sobrevivientes de los atentados o los aviones siniestrados, esa sonrisa que trasluce una insólita reconciliación con la vida. Llevaba un camisón celeste y al parecer la enfermera le había enjabonado la cara e incluso peinado. Tenía el cabello echado hacia atrás, lo cual, debido a que ella siempre solía llevarlo sobre la frente, esparcía por su rostro una benevolencia de sacerdotisa.

– Tienes buena pinta -dije.

– No puedo decir lo mismo. Necesitas desesperadamente una transfusión de café -bromeó con una voz que empezaba a parecerse a la suya.

Debía de estar en lo cierto. No me había cruzado con ningún espejo durante las últimas horas, pero con toda seguridad mi aspecto sería lamentable. Me sentía extenuado y sudoroso, tenía el pelo pegado a la frente y mi camisa lucía algún que otro lamparón de vómito seco, medallas del valor que no merecía en absoluto. Pero por dentro era aún peor: me sentía despreciable.

– Oye, Álex, he estado pensando -dijo, mirándome apenas-. Creo que voy a irme unos días a Granada, a casa de mi hermana. Tiene una casita en el campo. Me vendrá bien. Sevilla ya no me inspira. Tal vez pinte árboles -sonrió, haciendo un gesto con los ojos hacia los tristes cuadros de las paredes.

– Siento todo esto -dije, apretando su mano-. No he sido más que una mancha en tu felicidad.

– No, Alex -me corrigió con dulzura-. Tú eres la hormiga que quiso ser astronauta.

– Eso también.

En una situación como aquella cualquier cosa me cuadraba. La hormiga que… Vale, Blanca, lo que tú quieras.

Sin saber qué más añadir, y recordando que las palabras eran del todo prescindibles entre nosotros, miré el fondo de sus ojos con extrema dulzura. Todo lo ocurrido había transformado su mirada. Tenían ahora sus ojos un no sé qué de cementerio de elefantes, de playa solitaria e inverniza, y supe que cuando me tocase morir, por muy lejos que me hubiese llevado la vida, iría a hacerlo allí, con precisión paquidérmica y cerrazón cetácea.

– ¿Me escribirás? -pregunté.

– No -me respondió, con una mueca dulce.

No habría cartas, sólo vacío. Era el adiós definitivo; así lo quería ella. Se iba a Granada, a empezar una nueva vida, una vida de espaldas al amor… El pecho se me llenó de tristeza. Me incliné y la besé por última vez, y como quien tiende las manos hacia la lumbre de una hoguera, recibí a través del tragaluz de su boca el fuego en el que ardía su alma, un alma que ya no tendría oportunidad de capturarme, que quizá ya no lo desease. Quería decirle tantas cosas. Quería decirle que deseaba de corazón que le fuese bien allí donde estuviera, que dejase de pintar manchas y explorase su talento en serio, que la felicidad completa existe aunque uno no tenga el valor necesario para ir a por ella, decirle que nunca amaría a otra como la amaba a ella, y decirle, sobre todo, que no se fuera, que no saliera de mi vida, que estuviera siempre a mano para cuando yo desease por fin ser feliz…

– Adiós -resumí, y salí de la habitación todo lo deprisa que pude, para que ella no viera mis lágrimas.

Con los ojos llorosos traté inútilmente de orientarme en aquel dédalo de pasillos asépticos. Fui a parar a una pequeña salita donde había una enorme máquina de café. Me serví uno y me senté en una butaca a disfrutar de aquella porquería.

Saqué la foto de Blanca de la cartera. Ha sido una pena que hoy no me hayas preguntado por qué, le dije, hoy habrías sabido la verdad… La foto se la había hecho yo mismo en el mercadillo de los domingos, donde muchos otros como ella se reunían para intentar vender su arte. Blanca trataba de seducir al objetivo con una exagerada pose de top model, por detrás se veían algunos tenderetes y gente paseando, esa gente feliz de las fotos.

Entonces la vi. No podía creerlo, pero era cierto… Estaba de espaldas ante uno de los puestos, señalando hacia un cuadro, pero su melena roja era inconfundible. Saqué la foto de Artemisa y la comparé. Sí, se trataba de la misma chica, no había duda. Aunque la ropa era distinta, seguía el mismo estilo, había salido del mismo armario. Al parecer, aquella desconocida me consideraba un fotógrafo excelente. Guardé las fotos y enfrenté un nuevo trago de café.

Frente a mí, como colocados para uno de esos daguerrotipos antiguos, se distribuían por las butacas los miembros de una familia. La mujer y la suegra, consolándose una a otra, ocupaban la parte central, dos niños pequeños dormían al lado izquierdo, el hijo adolescente, apartado y serio, se adueñaba con su pose de rebelde publicitario de la parte derecha. Faltaba el padre, orquestador de la tragedia. En ese momento, entró en la sala un cirujano. La Muerte le seguía. La mujer se levantó, ansiosa.

– Lo siento, señora Iglesias -dijo suavemente el cirujano-. Hemos hecho todo lo posible, créame.

Mientras yo me sorprendía al escuchar aquella frase fuera de una película, la mujer se giró con brusquedad hacia los brazos de la suegra. El hijo adolescente echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la pared, como si su equipo hubiese perdido el partido en el último minuto. Uno de los niños cambió de postura. El cirujano miró hacia el suelo, dejando colgar los brazos, un ademán que debía tener estudiado. La Muerte sacó su lista y tachó con un gesto de triunfo el nombre del fallecido, luego hizo una especie de reverencia oficiosa y abandonó la escena. Yo la seguí, saliendo de una tragedia que nada me decía como un polizón abandona el barco al llegar al puerto.

La Muerte caminaba con solemnidad entre los pasillos llenos de enfermos, mirando con descaro a las enfermeras de aspecto más joven y sano, las que más tardarían en rendirse a la oscuridad de sus brazos. Se movía en aquel mundo blanco como un lugareño, y comprendí que si quería salir de allí lo más rápido posible debía pegarme a sus talones. Para no perderla, me vi obligado a tomar su mismo ascensor. La Muerte no pareció contenta de verme. Éramos los dos únicos ocupantes y el silencio resultaba especialmente incómodo.

– Oye, perdona lo de antes -dije, por entablar conversación-. No era nada personal.

La Muerte tardó un rato en responder.

– De acuerdo. Pero deja de joderme… -Carraspeó y rectificó vistiendo su voz de una ampulosa gravedad-. Quiero decir: deja que la vida siga su curso. Es un ciclo que lleva mucho en funcionamiento.

– Hecho.

El ascensor se abrió y nos dirigimos a la salida. De vez en cuando, nos cruzábamos con alguna camilla que con su accidentado correspondiente arribaba al hospital, y La Muerte comprobaba de inmediato su lista, por si se había incorporado algún nombre nuevo.

– ¿Puedo preguntarte algo? -le dije al alcanzar la puerta del hospital.

La Muerte se encogió de hombros.

– Pregunta, hombre.

– Esa lista, ¿quién la escribe?

La Muerte pareció sorprendida. Se rascó la barbilla, produciendo desagradables chasquidos, y dijo:

– No lo sé. A mí me llega por fax…

– Ah.

– Bueno. Encantada de conocerte, ya nos veremos con más calma otro día -dijo la Muerte con tétrica ironía, consultó su lista y echó a andar en dirección contraria a la mía.

Puse rumbo a casa, sin prisas. La brisa de la noche era fresca y agradable y las calles estaban vacías, como un decorado sin actores. No quise mirar el reloj, quise caminar por un mundo irreconocible sin saber a qué hora lo hacía. Volví la cabeza hacia el hospital. Allí seguía, su inmensa mole recortada en la noche, un búnker contra la muerte. Sabía que cada ventana iluminada era una tragedia, que cada alfilerazo de luz era una desgracia, pero a medida que mis pies me iban alejando de él, aquellas luces perdían progresivamente su significado, agregándose al encendido tapiz de la noche, diluyéndose entre el sarpullido del neón, las farolas y los pocos bares que quedaban abiertos, siendo tan sólo luces y resultando incluso hermosas al reflejarse en la superficie del río. Hay mucha gente que sufre en el mundo, niños que mueren de hambre mientras uno besa a su chica o se bebe una cerveza, pero es difícil ser consciente de ello si no ocurre ante nuestros ojos, si sólo sentimos una dulce brisa acariciándonos el pelo mientras caminamos hacia casa una hermosa noche de verano.

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