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Tres eran tres los magistrados del tribunal de las Oposiciones a la Madurez: el del centro, que se ocupaba al parecer de plantear las preguntas, era un anciano con aspecto de senador, enjuto y canoso, dueño de una de esas miradas que parecen capacitadas para atravesar el blanco elegido, en este caso un servidor que ya empezaba a sentirse bastante molesto. El que se encontraba a su derecha era totalmente calvo y padecía de sobrealimentación; se encargaba de tomar breves notas de mis respuestas con gesto desapasionado. El que ocupaba el lugar izquierdo de la mesa era sin duda el más viejo de todos y se limitaba a sobrevivir; dejaba escapar cada dos o tres minutos una ristra de toses desagradables, tuberculosas, que amenazaban con desbaratar la fragilidad de su percha y desarmarle allí mismo, sobre la mesa. El tipo del centro aguardó unos segundos a que el silencio volviera a restablecerse, mirando de soslayo y con cierto fastidio a su ruinoso compañero, y anunció el último tema, sobre el cual yo debía disertar los siguientes diez minutos:

– Háblenos sobre la muerte.

Disimulé una sonrisa y lancé el último estornudo de mi fingido catarro. Volví a pedir disculpas a los magistrados con voz azorada y rebusqué en mi calcetín derecho. Extraje el kleenex que allí había y lo desplegué cuidadosamente a la altura de mi nariz, de manera que pudiese leer la apretada caligrafía que lo surcaba.

– Muerte; del latín mors, mortis -recite-. Se considera muerte toda cesación o término de la vida. En los organismos unicelulares la muerte no es un fenómeno regular, se dividen normalmente por partición. La muerte se produce cuando quedan sometidos a condiciones ambientales desfavorables que alteran la composición de sus proteínas plasmáticas. En los organismos multicelulares la muerte es sin embargo inevitable. La causa inmediata es un desequilibrio biofísico-químico, que resulta irreversible porque el organismo no reacciona contra él con suficiente intensidad para hacerlo reversible. Los signos visibles son la suspensión de la actividad del corazón y de la respiración, así como la pérdida del tono muscular, lo que origina el conocido efecto de la abertura del párpado y la excesiva dilatación de la pupila. Este desequilibrio puede presentarse de un modo espontáneo (muerte natural, por senectud) o bien por la acción de factores externos (muerte accidental). Suele considerarse que la vida del organismo como unidad biológica ha terminado cuando la actividad cerebral ha cesado por completo, aun así, múltiples casos de recuperación de sujetos presuntamente muertos durante un breve espacio de tiempo nos llevan a afirmar que los únicos signos fiables son los de la putrefacción.

»En la actualidad, las causas más frecuentes de fallecimiento son las enfermedades cardiovasculares, el cáncer y el Sida, seguidos por los accidentes en los países de alto nivel de vida, relegando las causas antiguas, como las infecciones o el hambre, a los países subdesarrollados.

»Sin embargo, el hombre, como demuestra la historia, ha sido incapaz de reducir la muerte a un fenómeno natural, se ha visto obligado a endosarle un sentido (para contrarrestar la falta de sentido de la vida, imagino). La muerte, por tanto, ha ido evolucionando de forma pareja a los pensamientos y fobias de la humanidad, se ha convertido en piedra de toque de numerosos sistemas filosóficos y las religiones se han encargado de dignificar lo que en realidad no es más que un cese de la maquinaria encomendándole la función de puerta de sus muchos paraísos o complicando la sencillez de su significado con connotaciones de castigo, liberación, tránsito a otro cuerpo, etcétera.

»Desde la más remota antigüedad. el hombre se apresuró a representar con su acostumbrada capacidad fabuladora aquello que no veía como si así pudiera verla venir, dotándola de variadas apariencias, a cada cual mas estrafalaria, inventándole incluso un lugar en el que habitar, un reino desde el cual observarnos, un sinfín de pajes y servidores, y todo un atrezzo más o menos justificado. De todas estas figuraciones, la más extendida y popular es sin duda la imagen de raigambre romántica que representa a la muerte como un esqueleto que viste una túnica oscura y porta una guadaña con la que siega nuestras almas. La muerte, desgraciadamente, existe. La Muerte, como tal, es sólo ficción -concluí.

La Muerte, que esperaba pacientemente junto al juez situado en el lado izquierdo de la mesa, que no había cesado de puntear mi respuesta con su tos granulosa, tendió hacia mí su mano huesuda, con el puño cerrado y el dedo corazón levantado. Bueno, era su opinión…

Hice una bola con el kleenex y la arrojé a la papelera, donde reposaban el resto de las chuletas que, al son de las preguntas del tribunal, yo había ido extrayendo de los numerosos bolsillos de mi indumentaria. El magistrado que ocupaba el lugar central miró con recelo la papelera y luego clavó sus ojos en mí un largo rato.

– Puede retirarse -gruñó por fin.

Antes de ganar el pasillo tuve tiempo de oír cómo la tos del magistrado de la izquierda se prolongaba en un angustioso bufido interminable que me recordó a un cuerno de caza, hasta terminar con el brusco sonido de un cuerpo desplomándose sobre la mesa.

Yo, por mi parte, abandoné la sala con una sonrisa radiante. Mi examen había sido un completo éxito. Tenía un aprobado seguro. Crucé lentamente, en una especie de pavoneo inevitable, por entre los muchos opositores que esperaban su turno arracimados junto a las puertas de la sala, aquel pequeño reducto tan amablemente cedido por el rectorado universitario para albergar algunas oposiciones tangenciales.

No podía creer la suerte que había tenido. Dadas las atroces dimensiones del temario, el escaso tiempo de que disponía para memorizar sus contenidos -al que tuve que descontar las cuatro o cinco horas que empleé en liberarme de los alambres-, y todo lo que había en juego, me había visto forzado a acogerme al maquiavélico el fin justifica los medios, y armarme hasta los dientes de chuletas, cosa de la que no me siento orgulloso, que quede claro. Para rematar la faena, el tribunal me había preguntado todas, ni una más ni una menos, de las definiciones que yo había tenido a bien anotar a lo largo y ancho de un paquete de kleenex. Había tenido que hablar durante diez minutos sobre las sirenas, esos seres mitológicos mitad mujer mitad pez que embrujaron con sus cantos a Ulises y sus muchachos y que han ido malviviendo en la literatura infantil; había tenido que hablar sobre los ángeles, pirotecnia cristiana, e incluso sobre las anguilas, peces teleósteos de la familia de los anguílidos de casi un metro de largo que viven en los ríos hasta que la plenitud sexual les lleva a la fosa de las Bermudas, donde realizan la puesta de los huevos. Había tenido que aclararles que cuando dos personas se enamoran únicamente forman un solo ser en sentido metafórico y que los amigos invisibles son defensas infantiles contra la soledad y la incomprensión… Y lo había recitado todo al pie de la letra, sin titubeos de ningún tipo, con una seguridad impecable. Aún tenía que esperar la confirmación, pero podía decirse que había pasado la prueba con toda probabilidad. Sí, ya era maduro, y pronto tendría un diploma para demostrarlo. Y nadie podría rebatírmelo. Nadie, absolutamente nadie.

Sin embargo, no hay felicidad completa, como alguien me dijo una vez: en el bolsillo de mi chaqueta seguía llevando la remera de un ángel, entidades bíblicas que carecen de existencia real. Me encogí de hombros: lo que contaba era el diploma.

Decidí salir de allí por el pasillo, donde se encontraban los resultados de los años anteriores, saboreando ya mi victoria. Aquél se encontraba menos transitado. Los tablones de las paredes estaban divididos por años, cada uno de ellos con sus kilométricas listas de opositores. Me entretuve un rato buscando nombres conocidos. En la relación de 1993 recibí mi primera sorpresa: allí estaba Coral, es decir, Carolina Fernández Segura, como una más entre tantos. Coral había madurado un año después de la Expo, quizá llorando de amor ante un pabellón abandonado. Es curioso, pensé, lo poco que dice un nombre. Carolina Fernández Segura, susurre en la soledad de aquel pasillo poblado de ecos. Era difícil encontrar a Coral en aquel puñado de letras impresas. Y más difícil aún creer que tras todos aquellos nombres extraños había personas, que si señalaba uno al azar: Luís Ignacio Gil Martín, estaba señalando un rostro, una vida, unas ilusiones y unos errores, alguien que sufría o era feliz en alguna parte, alguien que tal vez, sin yo saberlo, me era imprescindible conocer. ¿Y cómo evitar fantasear con el nombre de todas aquellas chicas? ¿Cómo no imaginarlas dulces y desamparadas esperando un amor que bien podría ser yo de tener la oportunidad que la vida probablemente me negaría?

Recibí una palmada en la espalda y me volví: era La Muerte, que ya se iba. Le lancé un vago adiós con la mano y me concentré de nuevo en los tablones.

No encontré a Blanca en ninguna de las listas que juzgué posibles, quizá porque aún no había necesitado aprobar aquellas oposiciones para amar a nadie. Y nunca lo hará, pensé, Blanca nunca se traicionará a sí misma como yo acabo de hacer. Para el año próximo habrá una nueva ristra de nombres sujeta a estas paredes y yo seré uno de ellos, me dije con amargura, uno más de los muchos que habían decidido aceptar que las trabas de la realidad son indispensables para ser libres, verdaderamente libres, y que hay que dejarse cambiar por las cosas para encontrarnos a nosotros mismos y toda aquella jerigonza que me había soltado Coral entre cigarrillo y cigarrillo.

No me molesté en buscar a Javi.

La última relación de aquella pared, que se encontraba junto a la escalera de bajada, era la perteneciente a 1980. El año en que se estrenó El imperio contraataca, pensé con nostalgia, iniciando el descenso de la escalera. Me detuve en seco cuatro escalones después. Los volví a subir y me acerqué a aquel último listado lentamente, movido por una corazonada. Y sí, allí estaba su nombre: Wenceslao Flores Castro, también como un nombre cualquiera que no hablaba de él, que no le contenía. Al encontrarle tan torpemente resumido en aquellas letras sentí el mismo desconcierto, el mismo rechazo involuntario que me había ganado el día de su despedida, perdido ahora en aquel lejano verano de 1980, año en que se estrenó El imperio contraataca y nada volvió a ser lo mismo nunca.

No recuerdo qué día era exactamente, pero sí recuerdo que era un mediodía de mediados de agosto y que en alguno de los chalets cercanos estaban cortando el césped, pues el molesto ronquido de la cortadora aquietaba el compacto silencio de la siesta, ensanchando el mundo de forma sobrecogedora, como sólo pueden hacerlo los sonidos lejanos.

Yo había esperado ansiosamente a que el término del almuerzo volviera a desanudar a los miembros de mi familia, dispersándolos por la casa como electrones: mi madre y mi tía hacia el fregadero, mi abuela hacia su mecedora y mi padre hacia el sofá, donde le esperaba el periódico del día, que siempre acababa por tumbarle como un dardo tranquilizante. Cuando todo eso ocurría, yo podía esfumarme sin que nadie lo notase. Por aquellos días mi madre me había prohibido tajantemente, sin acceder a darme explicaciones, aparecer por casa de Wenceslao, y yo había tenido que obedecer a regañadientes, enclaustrándome en mi habitación en una especie de protesta muda, donde dibujaba y rumiaba planes de fuga. Pasar un día privado de la compañía de Wenceslao era algo horrible, pero en aquel momento era especialmente horrible. Acababa de estrenarse El imperio contraataca y Wenceslao y yo habíamos hecho planes para ir a verla juntos, y temía que aquel encierro los disolviera. Si Wenceslao traducía mi silencio como una falta de interés, quizá se desplazara a la capital a verla solo o invitase a alguna de las chicas con las que lo veía coquetear en la playa. Sin Wenceslao yo no tendría la menor oportunidad de conseguir un permiso paterno para aventurarme en la capital, y convencer a mi padre para que me llevase a verla iba a resultarme de lo más difícil: mi padre sólo disponía de tiempo los domingos por la tarde, y esas horas, como buen españolito medio, las consagraba al fútbol, verdadero opio del pueblo. Todas aquellas consideraciones, sumadas a los rumores que la tele y la radio soltaban sobre la película -hablaban de una batalla colosal con mamuts metálicos en un planeta helado, de persecuciones a través de lluvias de meteoritos, de ciudades aéreas donde se torturaba a los robots…-, me obligaron a rumiar planes de fuga, y aquel segmento del día llamado sobremesa, con la familia en pleno distraída, era sin duda el más adecuado para su ejecución. Y la llevé a cabo con una pericia que hubiese hecho aplaudir al mismísimo Houdini.

Aunque no había visto a Wenceslao en los últimos cinco o seis días, esperaba encontrarlo donde siempre y como siempre, es decir, en la tumbona del jardín leyendo cómics, siempre dispuesto a luchar contra el imperio, que acababa de dar una vez más con la situación de nuestra base. Ignoraba yo por aquel entonces que nada dura eternamente y que las cosas tienden a cambiar sin consultarnos, nos guste o no. Esa tarde descubrí que cambian con frecuencia y a veces de golpe, y que cuando el cambio se completa cuesta creer que alguna vez hayan sido distintas.

Wenceslao estaba en el jardín, sí, pero era como si no estuviese. No se encontraba repantigado en la butaca ni leía cómics, no llevaba sus vaqueros cortos ni su pelo revuelto ni su camiseta de Star Wars ni su sonrisa ni su mirada. Llevaba puesto un traje de chaqueta color café y una corbata azul y una raya en el pelo mojado. Portaba dos grandes maletas y se dirigía al coche, donde su madre esperaba al volante. Y al verme no alzó la mano y lanzó la consigna de la Alianza Rebelde ni hizo aquella imitación de Chewbacca cuando se resiste a entrar en el depósito de basura que tanto me hacía reír, no; se limitó a mirarme con gravedad unos segundos y luego sus ojos buscaron los de su madre. Esta asintió con una sonrisa casi imperceptible y después pareció desentenderse de la escena recostándose en el asiento y abandonando su mirada al fondo de la calle. De repente me sentí violento, absurdo allí plantado con mi espada de luz y mi gorra de Star Wars. Me sentí de golpe el centro de una conspiración inimaginable donde tenían cabida todos cuantos conocía, víctima de una traición horrible que aún no lograba ver. Miré a mi alrededor tratando de agarrarme a la fidelidad de las cosas: la tumbona de siempre, los setos pulcramente recortados, los rosales, el hormiguero de losetas grises que se perdía hacia la parte trasera de la casa. El escenario seguía siendo el mismo que durante horas había acogido nuestros juegos, nuestra felicidad, y sin embargo aquella situación lo trastocaba; se me antojó de repente que tanto Wenceslao como su madre y como yo no pertenecíamos a aquel lugar, que no sabíamos qué hacer ni hacia dónde movernos, que no sospechábamos siquiera cómo salir de aquella encrucijada de miradas y silencio. Éramos como piezas de ajedrez colocadas sobre un tablero de parchís.

Y sin embargo, a pesar de que toda aquella situación se adivinaba incorrecta, vislumbré en la expresión de Wenceslao una mansa aceptación que me resultó repugnante. Deseé regresar sobre mis pasos y empezarla de nuevo, con cada cosa en su sitio esta vez, con Wenceslao sin disfraz en la butaca y su madre desaparecida en los penumbrosos intersticios de la casa, pero permanecí allí clavado, esperando que todo se resolviera de una forma o de otra, que la tragedia se completase de una vez, porque intuía que aquello era la conclusión de algo, algo que había dado comienzo casi una semana antes y que yo no había sabido interpretar: las constantes visitas de mi madre a casa de Wenceslao, aquellos susurros graves que intercambiaba con mi padre cuando yo abandonaba la habitación, aquella injustificada prohibición de pisar su casa, de hacer el menor ruido posible cuando jugase en el jardín, el coche del padre de Wenceslao perennemente aparcado ante la casa desde hacía semanas… Comprendí que tenía en mi poder todas las piezas de un puzzle extraño, pero carecía aún de la habilidad para hacerlas encajar.

Wenceslao dejó por fin las maletas en el suelo y caminó hacia mí con aquel traje color café que otorgaba a sus movimientos una indigna dignidad. Le observé aproximarse con esa entereza resignada con la que un soldado contempla las maniobras de ataque de un enemigo más poderoso.

– Hola -saludó, sin permitir que sonrisa alguna boicoteara la recién estrenada seriedad de su rostro.

– Hola -respondí con recelo. -Nos vamos a la ciudad -informó.

Sí, eso era exactamente lo que sugería aquel maletero rebosante de bolsas y aquellas dos maletas enormes que había plantado sobre la hierba como una especie de referencia que le prohibiera perderse. Sin embargo, se les había pasado por alto un detalle.

– Pero, ¿y tu padre?

Lo dije con la certeza de haber descubierto un fallo que volvía inviable aquella fuga. Wenceslao pareció sorprenderse, pues aunque la hermética expresión de su rostro no varió, en sus pupilas bailoteó brevemente una llama amarilla, como un fuego fatuo. Dejó que su mirada vagase por el jardín unos segundos, luego la posó sobre mí.

– Mi padre ha muerto -dijo.

¿Muerto? Me quedé perplejo. Las personas morían a diario, pero aquella era la primera vez que una lo hacía al lado de mi casa. Sentí miedo, como si aquel lugar estuviese maldito, como si todos corriésemos un grave peligro. Yo no sabía nada de la muerte, nunca había visto un muerto, nunca había conocido a nadie que hubiese visto la muerte.

– ¿Cómo es la muerte? -quise saber.

Wenceslao tardó unos segundos en contestar. Le observé morderse el labio inferior varias veces, mientras miraba mis zapatos con atención.

– Es como la de los tebeos -respondió por fin-, ya sabes, con guadaña y demás.

Me la imaginé recorriendo las soleadas calles de la urbanización, encapuchada, toda de negro, con su afilada y siniestra guadaña al hombro, maldiciendo porque aún los vecinos no habían acordado bautizar las calles y tenía que ir preguntando casa por casa, como hacía el cartero. Así no daba tanto miedo. Casi con toda seguridad mis padres la habían visto llegar, y Wenceslao también, por supuesto. Deseé hacerle mil preguntas, pero había una cuestión más importante que resolver:

– ¿Y El imperio contraataca? Wenceslao sonrió sin ganas.

– Creo que ya no tendré tiempo para esas cosas -dijo, encogiéndose de hombros-. Ahora tengo que prepararme unas oposiciones.

De repente, empecé a llorar. Sentí una vergüenza terrible al hacerlo ante Wenceslao, pero no pude evitarlo. Fue un llanto silencioso, al menos, sin gemidos sensibleros, como una especie de deshielo interior. Wenceslao observó con curiosidad aquellas lágrimas que arañaban mis mejillas, pero no dijo nada. Si en aquel momento me hubiese preguntado por qué lloraba, no habría sabido responderle. Ni siquiera yo lo tenía claro. Sabía que no las había causado únicamente lo que Wenceslao acababa de decir, sino también su forma de decirlo, aquel tono despreocupado, irreverente, con que había extirpado nuestros juegos, nuestros veranos, nuestra amistad, de su vida, como si nunca hubiesen estado allí, como si nunca hubiesen significado nada para él. Acababa de arrancarse el corazón con una sola frase, ante mis atónitos ojos, y seguía vivo. Creo que de alguna difusa manera lo odié por aceptar aquella pérdida con tanta indiferencia; y creo que por eso lloraba, porque él había olvidado hacerlo.

Fue entonces cuando la paciencia de su madre llegó a su fin y el claxon del coche nos aturdió a los dos. Wenceslao dedicó a su madre una mirada extraña, donde convivían el odio y el afecto, y se aproximó al vehículo con una flema irritante que se me antojó una muestra conmovedora de rebeldía, la única que le quedaba. Se puso entonces a rebuscar entre los trastos del maletero con la misma calma, mientras su madre se dedicaba a bufar y menear la cabeza en el asiento del conductor, hasta encontrar lo que buscaba. Volvió a acercarse a mí, esta vez con su espada de luz enarbolada en su mano derecha.

– Guárdala tú -dijo, solemne-. Un nuevo jedi vendrá a reclamarla.

A pesar de la desesperación de su madre, regresó al coche sin prisas, las manos en el bolsillo del pantalón, como un jugador que busca la tarjeta amarilla. Luego desaparecieron, y yo quedé allí, en aquel escenario tan familiar, sabiendo que mi vida había cambiado por completo e incapaz de abarcar la profundidad de ese cambio. En la distancia, seguía escuchándose una cortadora de césped, cigarra cruel de las siestas del estío, porque en el fondo todo seguía igual.

Regresé a casa con la mente bullendo de pensamientos y sensaciones que no podía ni quería manejar, y en ese estado de ensimismamiento crucé por entre los ronquidos de mi padre y los balanceos de mi abuela y fui a estrellarme en los ojos de mi madre, que se encontraba en la cocina, junto al fregadero, por cuya ventana debía de haber visto toda la escena. Los dos nos miramos en silencio durante un rato. Sentí en la actitud de mi madre, los brazos cruzados, los labios entreabiertos en una especie de mueca piadosa, un deseo infinitamente maternal de responderme, de explicarme todo lo sucedido, de aleccionarme sobre la vida. Y ninguna otra cosa deseaba yo en ese momento más que mi madre pusiera orden en el mundo con sus palabras, que me comunicase que todo aquello tenía un sentido, pero supe que para que eso ocurriese yo debía formular una pregunta. ¿Y cuál era la pregunta cuya respuesta aguardaba en la garganta de mi madre? ¿Cuál la pregunta que reclamaría todas las respuestas que necesitaba mi mente? ¿Qué era lo que yo quería saber en realidad? Ahora sé que nos pasamos la infancia haciendo la misma pregunta escondida en cien enunciados distintos, que preguntemos lo que preguntemos siempre queremos saber lo mismo: ¿por qué se antoja tan absurdo ese mundo que se nos viene encima? Y eso era, sin duda, lo que yo quería preguntar a mi madre sin saberlo; una pregunta sin enunciado que los adultos son incapaces de responder. Naturalmente, a mis diez u once años, no exigí a mi madre que justificara ella sola la locura del mundo, a mis diez u once años sólo atiné a preguntar:

– ¿Qué le ha pasado a Wenceslao?

Mi madre sonrió con extrema dulzura y respondió con una especie de suspiro juicioso, como si aquella respuesta llevase mucho tiempo esperando en sus labios una situación propicia para enunciarla:

– Le ha llegado la hora de madurar.

Fue la primera vez que oí aquella palabra. Y la última vez que la oí aplicada a otro.

Tras decir aquello, mi madre calló, como si eso lo explicase todo, y se dedicó a mirar la casa de Wenceslao por la ventana, abstraída. Yo subí a mi habitación con aquella palabra rebotando en mi cabeza como el sonido de un gong que nunca me abandonaría. A partir de ahí el recuerdo se difumina, se emborrona.

Me aparté del tablón, de aquel nombre impreso que ya no me decía nada, que se había convertido para mí en un desconocido más, bajé las escaleras y me dejé arrastrar como un barquito de papel por la multitud de estudiantes que fluía por aquellos pasillos catedralicios. Una vez en la calle, el aire de la mañana me reanimó y acabó por rescatarme del pasado. Recordar mi exitoso examen volvió a condecorar mi boca con una sonrisa radiante. Hacía una mañana soleada y apacible. Inicié un espontáneo paseo que acabó en un banco al pie de la Giralda.

Allí dediqué unos minutos a observar a los transeúntes, espiando lo que hacían con sus vidas, y luego intenté decidir qué iba a hacer yo con la mía. Ahora se trataba únicamente de esperar a que me notificaran el aprobado. No creía que tardasen más de cuatro o cinco días. Mientras, me buscaría alguna distracción que me evitase pensar demasiado en el pendiente que llevaba en el bolsillo de mi chaqueta, obstinado en hacerme creer que era la pluma de un serafín. Luego, una vez con el certificado de madurez en mis manos, todo cobraría otro cariz. Estudié la Giralda, larguirucha y abigarrada, recortada contra aquel cielo azul ceñudo de nubes.

De camino a casa me compré treinta cajas de mondadientes y dos botes de cola.

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