X

Fue en el momento de descolgarse desde la rama del pino grande al tejado. Era un momento difícil en que la punta de las alpargatas tanteaba las tejas para acomodarse y poder caer al fin con todo el peso del cuerpo tal como había hecho Carlos un minuto antes. En ese momento Martín tuvo una intuición; más que eso, una seguridad: vio a Anita Corsi como si proyectasen su imagen en una pantalla delante de él. La vio taconeando por las calles muertas del pueblo. La vio llegar a casa de don Clemente el médico y llamar a la campanilla de la cancela que guardaba el patio.

El momento no era a propósito para visiones. Martín había hecho un mal movimiento con el pie izquierdo y el pie le dolía aún al quedar a gatas detrás de su amigo. Se quemaba las manos al tocar las tejas para agarrarse en ellas, Martín notaba el sudor empapándole la camisa y oía los jadeantes juramentos en francés y en español que lanzaba Carlos. Pero Carlos avanzaba entre juramento y juramento por aquella vertiente entre los dos tejados de la casa y Martín se arrastraba detrás de él quemándose las manos, jadeando también, notando un sol que daba vueltas dentro de su cabeza y cuya luz le parecía que salía en llamas por sus ojos y por su nariz. El camino se hacía larguísimo. De cuando en cuando refulgían pequeños vidrios hiriendo las pupilas como cuchillos. Una lagartija palpitó entre las manos de Martín y huyó. Los chicos avanzaban hacia la pared de la torre y si levantaban la cabeza el cielo les parecía negro por completo con aquel disco blanco y redondo del sol. Carlos seguía jurando y se detuvo para chupar una cortadura en sus dedos. Martín se detuvo también y oyó su propia respiración y luego, como una ola que estalla, el canto de las chicharras.

– Espera, Carlos, espera.

– Calla, imbécil.

Martín calló y siguió aquel penoso gatear con la meta de aquella pared que se alzaba en el centro de la casa, cuadrada, grande, con líneas bien trazadas, bien hundidas las rectas de sus dos esquinas en los tejados. Martín no supo si eran horas o minutos hasta que Carlos llegó a aquella pared y se puso en pie tanteándola con la palma de sus manos que parecían tener ventosas de la manera que se pegaban. Hasta apoyó la cabeza en ella. Y Martín a sus pies. Primero a gatas, luego en cuclillas.

– Carlos.

– Calla.

– Anita no está ahí, Carlos. Sé dónde está Anita.

Vista de abajo arriba, la cara de Carlos resultaba encendida y enfadada también como la de un arcángel vengador y feroz.

– Si tienes miedo tírate del tejado… Calla ahora, idiota.

– Anita ha ido a casa de don Clemente el médico a ver a Pepe. Estoy seguro porque…

Pero Carlos no le escuchó. Martín le vio tantear la pared y vio cómo subía al tejadillo que daba a la parte trasera de la casa. Primero una alpargata sobre la cima de aquel tejado, en equilibrio, luego la otra. Una mano apoyada en la pared, otra cogiéndose a la esquina. Detrás de él Martín hizo algo mas fácil: con el vientre apoyado en la subida del tejadillo se cogió al borde con las dos manos y pudo ver la fachada de la habitación de la torre que Carlos estaba viendo de pie, asomándose por la esquina misma de la habitación. La ventana enrejada no parecía lejos, bajo ella el tejado descendía oblicuamente.

– ¡Déjalo! -gritó Martín-. Anita está en el pueblo. En casa de Pepe, te lo juro.

Carlos con un impulso de su largo cuerpo se balanceó y tendió una mano hacia la reja más cercana agarrándola. Soltó la otra mano de su asidero y todo su cuerpo quedó colgado, chocando las rodillas por el tejado hasta que la otra mano asió también la misma reja y todo Carlos fue una tensión por afirmarse, por clavar las rodillas entre las tejas y subir a pulso con el sostén de aquel hierro al que se aferraba. Todo pasó muy de prisa. Martín no tuvo tiempo de gritar que la reja cedía. La reja cedió con un crujido y Carlos, con aquel trozo de hierro en la mano, resbaló con una rapidez pasmosa, desapareció tejado abajo con un largo grito que Martín no supo de qué garganta había brotado, si de la de Carlos o de la suya.

Anita taconeaba por las calles muertas del pueblo. Se había puesto su traje blanco de piqué, con el cinturón muy apretado en la estrecha cintura. El cabello suelto caía por su cuello y llevaba la cara encendida por el sol. Bajo el brazo, el paquete con las alpargatas que había cambiado por los zapatos a la entrada del pueblo. Ni un alma por las calles. Sólo la sombra de Anita y su taconeo ligero.

Tuvo un momento de pánico y se refugió en el hueco de un portal cuando vio aparecer a un hombre en lo alto de la calleja en cuesta. El hombre iba con la cabeza descubierta, los brazos a lo largo del cuerpo y la cara alzada con los ojos fijos como persiguiendo una visión que le hacía caminar rápidamente y en zig-zag de una a otra acera calle abajo. Anita sabía muy bien que se trataba del «Torcío», un tipo del pueblo con aquella manía que de pronto le hacía salir a la calle para caminar sin descanso siguiendo aquella imaginaria

línea quebrada. Cuando al «Torció» le daba la «iluminación» todo el mundo se apartaba de él, pues nadie podía detener su carrera. Anita sabía que en un momento determinado aquel hombre dejaba de ver sus visiones y se convertía en un ser pacífico y corriente… A pesar de esto el corazón de Anita latió más de prisa durante unos minutos y suspiró de alivio cuando vio desaparecer al «Torcío» calle abajo al fin.

Aparte del «Torcío», nadie. Anita no tenía ni la sospecha de que detrás de las celosías entornadas la iban acechando muchos pares de ojos. Tampoco pensaba en eso. Pepe le había dicho: «Si fueras capaz de venir a mi casa a la hora de la siesta tomaríamos café y anís en mi cuarto. Nadie se enteraría de tu visita y charlaríamos de todo lo que te interesa. Allí tengo todos mis libros. Claro que yo no le diría esto a una mujer vulgar, pero tú eres distinta de todas las mujeres que hay por aquí». Anita se había reído. «Si quieres aviso al tartanero para que te venga a buscar y te deje en la esquina de casa, no vas a ir por la carretera con este calor.» Pero Anita le contó que no avisase a nadie y le dejó en la duda de si iba a ir o no iba a ir a recibir lecciones de filosofía. «Puedes fiarte de mí.» Anita se sonreía al recordarlo, pues nadie en el mundo le parecía más inofensivo que Pepe. «Claro que sí. Tú de mí, en cambio, no te fíes. Te ganaría en una lucha, te lo aviso.» Había dicho esto por decir, pues estaba claro que no pensaba luchar con Pepe. Lo único que le ocurría era la seguridad un poco humillante de que aquel chico sabía muchas más cosas que ella -iba a la playa vestido y calzado y con un libro de filosofía escrito en latín bajo el brazo- y Anita quería advertirle al menos de una superioridad suya. Aquella superioridad física de que estaba completamente segura, ya que Pepe era casi tan flaco como Martín y parecía mucho más blando y menos musculoso. «¿Es posible que a una chiquilla bonita como tú le interese la filosofía tomista?» «A mí me interesa todo, además me gustaría ver tu casa.» «Serás la primera mujer a quien interesaran los libros.»

Anita llegó al portal que tenía las hojas de madera entornadas guardando la frescura del zaguán. En el zaguán antes de la cancela se veía a mano derecha una puerta con la placa dorada que anunciaba la profesión de don Clemente, el padre de Pepe. La cancela del patio estaba entornada también y Anita la empujó encantada de aquel patio lleno de macetones verdes. La cancela hizo un ligero clic al abrirse, la chica miró hacia arriba, hacia las ventanas del corredor que rodeaba el patio, unas ventanas con cortinillas blancas. Pero del mismo fondo del patio salió una sirvienta vieja, muy limpia, con el moño adornado por una flor y una sonrisa llena de arrugas en la cara.

– Pasa, pasa, pajarita -dijo en voz baja-, el señorito te espera. No hagas ruido, por lo que más quieras. Doña María está durmiendo y si oye algo nos mata.

Y cuando Anita entró, aquella vieja cerró la cancela con dos vueltas de llave.

La criada hizo que Anita diese la vuelta al patio bajo los soportales del corredor y entraron en un pequeño pasillo al final del cual se adivinaba el huerto. La vieja llamó a una puerta que abría a aquel pasillo. Parecía muy excitada la vieja aquella. Pepe apareció pálido y poco atractivo. Llevaba una chaqueta de pijama en vez de camisa sobre los pantalones. Habló en voz baja.

– Cuidado, Micaela. Avisa en seguida si mamá…

– No tengas cuidado, nene. Pero tú recuerda si pasa algo que Micaela no sabe nada ni ha visto nada.

Anita entró en la habitación curioseándolo todo. Había una ventana que daba al huerto y cuyas maderas estaban entornadas. Una biblioteca antigua, un armario encristalado, cubría toda una pared. Aparte de eso una pequeña cama turca y en el centro de la habitación una mesa de estilo español antiguo y dos sillas. Sobre la mesa un jarro con flores frescas y una bandeja con cafetera, botella de anís y una sola taza y una sola copa.

– Ya veo que has tomado al pie de la letra lo que te dije de que a mí no me gustaba ni el anís ni el café. Pide agua para mí. Tengo sed.

– Espera -Pepe se acercó a ella cogiéndola por los hombros sin que Anita protestase-, espera… No me has dado un beso.

Anita le retiró de un ligero empujón.

– No pienso dártelo. Haz el favor de pedir un vaso de agua para mí. Si no, deja, lo haré yo. ¿Cómo se llama la mucama? ¿Micaela?

Pepe se adelantó, abrió la puerta y salió fuera de la habitación. Anita abrió la ventana del huerto, admirada de la frescura que llegaba de allí, de los árboles frutales y de aquel rumor de agua que corría escondida por algún sitio. Cuando llegaron Pepe y la vieja sirvienta, que llevaba un vaso de agua sobre una bandeja cubierta por un pañito bordado, encontraron a Anita de rodillas sobre la cama turca curioseando el huerto.

– Cierra esa ventana, hija, por Dios -dijo la vieja con acritud.

Anita la miró con sus ojos más feroces.

– ¿Quién es usted para ordenarme nada? La ventana queda abierta.

– No quiero ningún disgusto, niña. Tú, bien calladita y a obedecer.

Y la mujer se dirigió a la ventana, decidida, pero Anita le dio un empujón y Pepe intervino asustadísimo,

– Anda, Micaela, vete de aquí. Déjanos solos.

La vieja levantó los brazos sobre la cabeza lanzando una retahila ininteligible para Anita y se marchó.

– ¿Qué le pasa a esa mujer? Es bastante descarada, ¿no?

– Ha sido mi nodriza.

Pepe estaba sumamente nervioso. Anita le observó con los ojos entornados, muy contenta del efecto que producía. Al muchacho le temblaban las manos y le debían sudar porque las secó con su pañuelo mientras hablaba.

– Nunca creí que vendrías… Micaela tampoco lo creía… Tenía que confiarme a ella, ¿comprendes? Es una mujer muy discreta. Pero es mejor que cerremos la ventana, Anita, es mejor. Pueden oírnos.

– ¿Y qué importa? ¿Es que te prohiben recibir visitas? Martín me dijo que había pasado aquí una tarde contigo.

Pepe tenía una sonrisa difícil. Se acercó a Anita, pero ante la curiosidad, la sonrisa y la frialdad de los ojos de la chica, se detuvo. Anita dio media vuelta y se acercó a la librería empezando a curiosear con la nariz pegada a los cristales. Pepe tuvo una idea repentina y corrió hacia la ventana cerrándola completamente, cristales y maderas. En la oscuridad oyó la indignada voz de Anita.

– ¿Estás loco? ¿Cómo quieres que veamos así?

Pepe, parpadeando en la oscuridad, pero fiado en sus conocimientos de la habitación, rodeó la mesa para alcanzar a Anita. Se dio un fuerte golpe con una silla y la silla cayó al suelo con estrépito. Pepe quedó con las manos levantadas y una expresión de horror que Anita no pudo ver aunque, poco a poco, con el pequeño rayo de luz que penetraba por las juntas de las maderas, los muebles iban tomando su forma ante las pupilas ya acomodadas a la semipenumbra. Anita, decidida, dio la vuelta a la mesa por el otro lado y se dirigió a la ventana abriéndola de par en par.

– Bueno, basta de bromas. Toda mi familia padece de claustrofobia. Nos gusta respirar. Una vez que cerré yo las ventanas y encendí unas velas para que hiciera más bonita la mesa, papá casi se muere del susto el pobrecito… Ah, voy a beber mi vaso de agua. Hemos armado tanto jaleo que lo había olvidado.

Se sentó junto a la mesa y bebió golosamente. Después sonrió a Pepe, que estaba de pie al otro lado mirándola detrás de sus gafas.

– Estás temblando como un flan, hijo mío. Bueno, vamos a ver, siéntate… Nunca he querido aprender latín y estoy arrepentida. Ese Santo Tomás debe ser muy importante aunque nunca había oído hablar de él hasta que tú me enseñaste ese libro en la playa. Este invierno cuando me encontré con que nos echaban del Liceo a Carlos y a mí y papá nos puso un profesor en casa, no hice más que reírme del profesor. Carlos me ayudaba. Pero yo tenía remordimientos, ¿comprendes? Yo quiero ser actriz, pero no una actriz cualquiera. Y una actriz debe saber de todo lo importante. Incluso de filosofía… Este invierno ni siquiera hemos aprendido inglés. Una lástima. No queríamos más que subir a la Sierra a esquiar… ¿No te gusta la nieve? Lo pasábamos muy bien, pero en realidad no hablábamos de nada interesante con nadie y nuestro profesor no hacía más que decirme eso hasta que se me metió en la cabeza. Es un sabio, un judío emigrado, ¿sabes? Le llamábamos nez rouge porque tenía la nariz como una zanahoria. Es muy viejo y cuando Carlos y yo le colgábamos muñequitos de papel a la espalda y nos reíamos tantísimo de él, hasta lloriqueaba. Pero qué cosas ocurren. De tanto reírme del pobre nez rouge empecé a meditar sobre la sabiduría y lo intelectual y he decidido volverme un poco sabia yo también. Si encuentro un sabio joven y guapo será mi primer amante.

Pepe con las piernas flojas había acabado por sentarse al otro extremo de la mesa. Y a medida que Anita hablaba, con la mejilla apoyada en la mano, Pepe se iba tranquilizando. Al fin la mano del muchacho que había avanzado sobre el tablero alcanzó el brazo de Anita cuyo codo estaba apoyado en la mesa. Anita miró hacia los dedos de Pepe, que empezaban a acariciar su brazo, con verdadera curiosidad. Luego apartó el brazo de allí.

– ¿No… no has estado con ningún hombre todavía?

La voz de Pepe era muy ronca.

– ¿Que si no he estado con ningún hombre?… ¡Uf! No hago más que estar con hombres. Tengo montones de enamorados y hay un hombre que no se separa de mí ni de noche ni de día: el pesado de mi hermano. Ya ves si tengo costumbre de estar con hombres.

– Pero no me harás creer que no eres una mujer experimentada… No hay más que verte… Estás jugando conmigo.

– Sí -Anita sonrió con complacencia-, me gusta jugar con mis enamorados. Pero no creas que es tan fácil que yo conceda mis favores. Primero tienen que ganárselo. Y yo quiero saber de una vez si es que tú eres inteligente o es que haces comedia. Haz el favor de explicarme por qué es tan interesante Santo Tomás en filosofía… Y bueno, podríamos empezar por el principio. Podrías empezar por explicarme de una manera clara y simple qué es eso de la filosofía y para qué sirve… Quiero dejar bouche bée a mi querido nez rouge este invierno.

Martín no supo nunca cómo había retrocedido por el tejado, cómo alcanzó de nuevo la rama del pino grande y llegó al tronco del árbol, se deslizó por aquel tronco hasta tierra y corrió hacia el lugar donde Carlos había caído. Carlos estaba ya en pie entre Frufrú y Carmen. El viejo guarda llegaba en aquel momento, corriendo desde su casa. Frufrú decía una cantidad enorme de palabras sin sentido, sacudía la tierra del pantalón de Carlos y al fin le hizo sentarse en un escalón de la puerta trasero de la casa.

– Me voy, demoño, me voy de aquí. Te dejo, te abandono como me des otro, susto… ¿Qué te pasa? Tienes cara de estar malo. ¿Has caído mal?… Carmen, traiga agua para este ñiño.

Carlos se dejaba sacudir la tierra del pantalón y se miraba las manos ensangrentadas. Bajo la rojez superficial de la piel de su cara quemada por el sol, Martín notaba manchas blancas. Una palidez que le asustó.

Frufrú dio un vaso de agua al muchacho y Carlos se enjuagó la boca antes de beber un sorbo y el agua que escupió estaba sanguinolenta. Frufrú se empeñó entonces en mirar la boca de Carlos por dentro, a ver si le faltaba algún diente.

– Anda, anda ya, demoño. No tienes nada. Entra a lavarte las manos y tú también, Martín. ¡Cómo os habéis puesto, diablos de los infiernos!

Martín observó a Paco el guarda que había encontrado el trozo de reja, caído en tierra, y lo tiró con un fuerte impulso hacia el pinar. Carlos miraba a Martín como alelado.

– Anita no está arriba…

– Te dije que no.

– A lavaros, a lavaros en seguida. ¿Puedes levantarte, ñiño? ¿Te has hecho daño en la pierna?

– No hay nada, Frufrú. Un arañazo. Ya estoy bien. Martín, ayúdame un poco… ¿Está ella en el pueblo, Martín?

– Sí, está en el pueblo.

Frufrú echó agua abundante desde un jarro al lavabo del cuarto de baño y se empeñó en lavar ella misma las manos de Carlos y los brazos y luego con cuidado, porque el chico protestaba, pasó un algodón con agua oxigenada por las heridas.

– ¿No te duele nada? Cámbíate de ropa.

– No. Ahora mismo salgo corriendo por ahí. No te preocupes.

Al fin Frufrú consintió en dejar a Carlos y a Martín solos en la leonera. Carlos medio echado en el diván y Martín sentado a su lado. Cuando Frufrú se marchó Martín pudo contarle a Carlos sus sospechas y lo que creía de que Anita se había visto con Pepe en la playa aquellas últimas mañanas.

– Pepe siempre quiere que se le vaya a ver a primera hora de la tarde en su cuarto. Es una habitación que tiene para dormir la siesta y para trabajar, porque por las noches duerme en una alcoba del piso alto, cerca de sus padres. A mitad de la tarde, cuando cae el sol, Pepe sale de paseo con otros amigos del pueblo y van a beber por las tabernas. Pero ahora está allí.

– Vamos -dijo Carlos.

Al incorporarse lanzó un gemido.

– ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes en el brazo?

– Nada, arañazos. Duele un poco pero no importa.

– Se te está hinchando, Carlos.

– No quiero que lo vea Frufrú. Se asusta mucho y alborota. Se me pasará. Vamos al pueblo.

– Es que cojeas también.

– No es nada. El brazo es el que parece más muerto y cuando roza con algo duele. Pero se me pasará. Además -sonrió con esfuerzo-, si Pepe es el hijo del médico y Anita está allí, ningún sitio mejor para que me curen si hace falta. ¿No te parece? No llames la atención de Frufrú sobre mi brazo y no le digas a dónde vamos, ¿eh? Frufrú es muy vieja y terminaría por padecer del corazón, la pobre.

– Eres un tío valiente tú.

– Quiero encontrar a Anita.

– Le vas a dar un susto de aúpa.

– Eso quiero. Es una idiota… No me roces el brazo, oye… Así, me apoyaré un poco en tu hombro por el otro lado.

Frufrú y Carmen estaban en el vestíbulo cuando salieron los dos chicos. Carmen sollozaba con el delantal sobre la cara sentada en una silla y Frufrú parecía al acecho. Carlos se echó a reír para tranquilizarla.

– Bueno, no pasa nada. Atiende a Carmen, Frufrú. Parece que a ella le ha hecho más daño que a mí mi caída.

– Estoy mala, sí, señorito, estoy mala.

– Bueno, Frufrú, guapa, no me mires así que no pasa nada. Martín y yo nos vamos un poco al pinar. Dame un beso, guapa. No pasa nada, te digo.

Frufrú les vio salir de la casa, muy pensativa. Pero, efectivamente, Carmen necesitaba más cuidados que Carlos según le pareció y se dedicó a consolarla.

– Demoño, no llore usted le digo. El ñiño es de goma. Ha hecho cada disparate en su vida… Si le duele la pierna ya volverá. Y usted no chille tanto, mujer. Vamos a hacer un poco de té. Ya sé que a usted no le gusta, pero le sentará bien. Nos sentará bien a las dos. Aquí no consigo hierba mate. La hierba mate le gusta a todo el mundo, pero hace qué sé yo el tiempo que no la pruebo. Bueno, a callar. Vamos a la cocina.

Carlos se apoyaba en el hombro de Martin, pero efectivamente iba andando con más soltura según se alejaban de la casa. En la carretera dijo que llevaba el brazo como muerto.

– ¿No quieres que volvamos?

– No, quiero encontrar a Anita. Te juro que me las paga.

Martín empezó a hablar un poco inconexamente de lo que la gente del pueblo hablaba de Anita y cómo él se ponía negro cada vez que su madrastra decía barbaridades, pero que la culpa era de Anita por no saber vivir entre la gente.

– Mierda -dijo Carlos-, me cago en el pueblo y en lo que diga la gente. Lo que quiero es que la idiota esa se dé cuenta de lo que ha hecho conmigo.

La carretera parecía mucho más larga que otras veces y ellos andaban penosamente. El sol y el polvo los envolvía.

A un lado se extendían los pedregales grises y al otro la playa envuelta en la calina y el mar gris también a fuerza de luz. Carlos sudaba como nunca había sudado en sus correrías de por la tarde. El sudor de Carlos traspasaba su camisa, le mojaba la cara y se quedaba en gotas brillantes entre el vello rubio del bigote y las mejillas. El sudor de Carlos empapaba a Martín también.

– Estás malo, chico. Vamos a descansar. Estás malo.

– No, si descansamos no llegaremos. No hables. Aprieta los dientes como yo. Ahora llegamos. Vamos, no te pares.

– No vale la pena Anita. ¿Qué importa si está con Pepe? Volvamos, Carlos, tú estás malo.

– Sigue, cobarde, sigue.

Y ya no hablaron más. Sólo existía el polvo blanco, cegador, el ritmo de la marcha y el dolor del hombro de Martín donde Carlos se apoyaba. También aquel gemido entre dientes de Carlos que era ya como un acompañamiento necesario. El gemido de Carlos era el gemido de Martín también. A Martín -sin pensamiento alguno en la cabeza, sólo con el objetivo constante de dar un paso detrás de otro paso- la sensasión de que él y Carlos eran un solo cuerpo en aquella caminata le causaba una pesada embriaguez. Arrastraba aquel cuerpo dolorido y grande y tenía que arrastrarlo hasta el fin del mundo sin desmayo. No había más. El polvo con el sol encima y sus pasos uno detrás de otro. Nada más.

Cuando llegaron al pueblo Martín no podía creerlo. Le pareció un espejismo aquel pueblo de muros encalados y casi le dio mareo el filo de sombra en la calle estrecha que subían hasta llegar a casa de don Clemente. La frescura del zaguán era increíble. Martín agarró la cadena de la campanilla y tiró de ella furiosamente. Le pareció que tiraba de ella mil veces. Una mujer vieja con flores en el moño llegó corriendo. Y otra mujer joven. Y otra más. Todas llevaban delantal.

Carlos estaba apoyado por el lado del brazo sano en un rincón del zaguán. Jadeaba. Tenía los ojos enrojecidos, la cara negra de polvo y de sudor y se acercó a la cancela como un borracho.

– Mi hermana -dijo-, Anita.

– Díganle a don Clemente que venga. Mi amigo se ha caído del tejado de su casa. Está malo. Que venga don Clemente.

No entendían las muchas palabras que decían a la vez todas aquellas mujeres. Martín captó algo de que don Clemente dormía la siesta a aquella hora y Carlos, las palabras de la más vieja de las criadas que quería echarlos, diciendo que allí no había hermanas de nadie. No abrían la cancela del patio. Hablaban todas a la vez. Carlos, con la cara entre aquellas rejas de la cancela, dio dos gritos terribles.

– ¡Ana!… ¡Anita!

Y después sucedió algo espantoso a los ojos de Martín. Las rodillas de Carlos se fueron doblando hasta que el chico quedó arrodillado en el suelo junto a la verja aquella, gimiendo y como inconsciente.

Se oyó el ruido de una ventana del corredor que se abría. Las mujeres franquearon la cancela entonces, asustadas. Y Anita apareció en el fondo del patio.

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