XVIII

Frufrú no recobró su serenidad hasta que se recibió un telegrama del señor Corsi que decía: «Preparad equipaje. Llego en cualquier momento».

En cuanto se recibió este telegrama, las cosas cambiaron en la finca del inglés. Frufrú dejó de estar desorientada y temerosa y de hablar en voz baja a los chicos, de lo que Carmen hacía o no hacía. Frufrú volvió a ser la Frufrú de siempre, quizás un punto más segura de sí misma que otras veces. Carmen, en cambio, empezó a desequilibrarse por momentos, como hasta Martín pudo apreciar.

Al día siguiente del telegrama estaba Martín merendando con los Corsi, sentados todos alrededor de la mesa de mármol de la cocina, cuando apareció Carmen -que según había explicado Frufrú la estaba persiguiendo todo el día-. Se quedó allí de pie retorciendo una punta de su delantal y volviéndola a retorcer, mientras miraba a los chicos unas veces y otras veces a una Frufrú pequeñita, seria, indiferente, que tomaba su té -haciendo sonar sus pulseras cada vez que cogía la taza- sin mirar a la guardesa. Carmen al fin se decidió.

– Doña Frufrú, se lo pido ahora delante de los señoritos. No le diga al señor nada de mi Damián. Usted no sabe cómo son los señores. No quieren complicaciones, no quieren líos.

Frufrú levantó las cejas y luego arrugó los labios.

– Usted no conoce a Corsi, criatura. Se lo he dicho hoy lo menos treinta veces. Me ha perseguido usted hasta el cuarto de baño y se lo he gritado. A Corsi le encantan los líos. Muy posiblemente anda metido él en líos ahora. Si no, ¿por qué esos viajes de Madrid a Lisboa y de Lisboa a Madrid?

Carmen con sus grandes ojos caídos por los extremos, unos ojos con los bordes enrojecidos, miró hacia Anita.

– Usted que es tan buena con mi Damián, señorita. Dígaselo a doña Frufrú. Dígale que está en peligro la vida de un hombre.

– Uf, ¿por papá? Papá es incapaz de hacer daño a nadie.

Carmen se llevó el delantal a los ojos.

– Es que todo el pueblo ha acusado a Damián de asesino. Como no estaba para defenderse… En la guerra todo el mundo se vuelve loco y después se cargan las cosas a los que no están.

Martín dijo algo entonces, pero la voz casi no salió de su garganta. Carlos le miró con curiosidad y también Frufrú.

– ¿Qué dices, ñiño pescador?

– Yo creo que tiene razón Carmen. Es mejor que no se diga nada. Mi padre también es muy bueno y yo no le digo nada.

Carmen dejó de llorar para mirar a Martín con esperanza. Y Martín se dio cuenta de lo mucho que había envejecido la mujer durante un año. Tenía el cabello tan negro como siempre, pero había algo flojo en toda su figura. La cara parecía colgarle por todas partes y debía ser un terrible dolor el que enrojecía sus ojos. A Martín le pasó durante un instante algo muy curioso. Tuvo como una unión con el dolor de aquella mujer y casi sintió un desgarramiento físico.

Afortunadamente, Frufrú quitó la tensión dando una serie de palmaditas para llamar al orden. Dijo a Carmen que recogiese aquellas cosas sucias y recomendó a los chicos que se fueran a tomar el aire. Estaba atardeciendo y el pimentero daba su fuerte y maravilloso olor. Anita lanzó su mano por última vez hacia los bollos que ya retiraba Frufrú. Con la boca llena propuso a los chicos que subieran con ella a ver a Damián.

– Está en la torre, ¿verdad, Carmen?

Carmen miró a Frufrú con timidez antes de contestar a Anita.

– Sí, señorita. Doña Frufrú lo sabe. El pobre no se acostumbra a estar en otro sitio. Claro que no puede dejarse ver… Pero aunque tiene su puerta abierta y puede bajar a la casa o estar en nuestra casa cuando no hay peligro, no quiere. Hace lo mismo que hacía antes. Se pasa horas y horas en la torre tallando barcos y sólo con una rayita de luz cuando es de día, aunque le digo que puede abrir la ventana de atrás. Por la noche sale al bosque y luego a dormir otra vez en la torre. Así está el pobrecito, como un cordero.

– Vamos -dijo Anita.

A Martín no le agradaba hacer aquella visita. Ya sabía que Anita y Carlos tenían conversaciones con Damián, pero Martín no le había vuelto a ver desde el día en que le encontraron. Y no había tenido otro contacto con Damián que el de sujetarle cuando intentó escapar por el hueco de la ventana. Aún recordaba la peste del agrio sudor de Damián mezclada al mal olor que había en todo el cuarto.

No tenía ganas de subir, pero como siempre siguió a Carlos y Anita. Damián había cerrado las maderas de las ventanas y tenía encendida una pequeña bombilla eléctrica en una lámpara antigua de Mr. Pyne, con pantalla de seda azul. Anita abrió la puerta sin llamar y el hombre se sobresaltó.

Efectivamente, como había dicho Carmen estaba tallando madera con su terrible y afilada navaja que dejó sobre la mesa, junto a la lamparita, cuando entraron los chicos. La habitación no olía tan mal como la otra vez. El cubo con tapadera había desaparecido y el colchón sobre el que dormía Damián estaba doblado. Pero a pesar de la limpieza hecha por Carmen se notaba que la habitación se había ido impregnando de la vida de aquel hombre. Los muebles que estaban unos sobre otros, los jarros cubiertos con paños blancos, las bonitas y delicadas sillas, las dos mesitas donde Damián colocaba sus barcos de vela unos junto a otros, todo estaba como empapado de un aliento a madriguera salvaje.

Martín, al mirar a Damián, se fijó otra vez en el tremendo parecido entre este hombre y el «Torcío», el loco pacífico del pueblo. El parecido no tenía nada de particular, pues el «Torcío» era primo de Damián. Pero lo que llamaba la atención a Martín era algo más importante que la semejanza de las facciones. Era un parecido en la fijeza de los ojos, en algo impalpable y fuera de toda razón.

Anita se sentó en la silla que había libre junto a Damián, cruzando descuidadamente las piernas y Damián miró hacia aquellas piernas con una sonrisa parada. Luego, Martín oyó su voz.

– Ya vienen a acompañarme, ya vienen a acompañarme.

Esta repetición de la frase, que luego Martín se dio cuenta de que era habitual en aquel hombre, le causó una impresión grande al chico. Sobre todo dicha con la voz cavernosa de Damián.

– Cuéntanos cosas, Damián -dijo Anita-, anda, que tú sabes contar cosas muy interesantes. Cuenta que te oigan Martín y Carlos lo que dijiste ayer en tu casa delante de tu suegro. Lo de aquella cueva donde dormías y te caían gotas de agua desde el techo. Era en el monte, ¿verdad?

– No estaba en el monte. Nunca estuve en el monte.

– Bueno, ¿pues dónde estabas, Damián?

Martín, junto a Carlos, tenía ganas de preguntar por qué Anita tuteaba a Damián cuando a Carmen la llamaba de usted y a Paco también. Pero no se atrevía a hacer pregunta alguna. Sólo recogía, en algunos momentos, las miradas de reojo de Carlos y su sonrisa.

– No digo nada, yo no digo nada.

Damián había dejado de mirar a Anita y miraba ahora como alucinado hacia adelante. Después sonrió con aquella sonrisa que tanto horrorizaba a Martín. Produjo el mismo chasquido de lengua que el primer día y volvió a hacer el ademán de que le cortaban el cuello.

– No seas tonto, Damián. Nadie te va a hacer daño. Mi padre, el señor Corsi, ¿sabes?, te ayudará a escapar si se lo pedimos.

– Los ricos no ayudan.

– Uf, qué idea. Papá sí. Te ayudará a escapar. Porque tú no querrás quedarte aquí toda la vida, ¿verdad?. Tu suegro dijo a Frufrú que querían conseguirte un pasaporte, pero luego se ha vuelto tan misterioso que no hay manera de sacarle una palabra más. ¿Quieres marcharte?

– Yo quiero vivir como todo el mundo. Yo no necesito nada para vivir. Un poco de pescado, unos tomates. No quiero más. Yo quiero vivir como todo el mundo.

– Pues entonces sal de esta habitación y ponte a vivir con Carmen. Si tú no has hecho nada no te harán nada tampoco.

Martín vio con horror que las manos de Damián, anchas, pálidas, con las uñas negras y rotas, empezaban a temblar. Tenía el hombre una mano apretada sobre cada una de sus rodillas. Y las rodillas, bajo el pantalón desteñido y remendado, empezaban a temblar también.

– Ellos no saben si yo he hecho o no he hecho. Yo tengo mis ideas, eso es lo que saben. Todos prendíamos fuego. Todos, todos. Yo no he hecho nada malo. Yo no he hecho nada malo.

Martín tenía ganas de marcharse de allí. Habla algo alucinante en las grandes sombras que se formaban en el techo y en los rincones de los muebles, en la cara grisácea de Damián con sus cejas espesas y canosas y sus cabellos revueltos que la sombra de la pared convertía en un bosque. Había un ambiente alrededor de aquel pobre hombre que a Martín le ponía enfermo. Pero no se atrevía a moverse. Carlos examinaba uno de los barquitos más pequeños tallados por Damián. Los palos que sostenían las velas de papel estaban hechos con palillos de dientes.

Anita inclinó su cara atrevida y sonriente hacia Damián. Tocó una de aquellas manos temblonas con la punta de sus dedos y luego frunció el ceño.

– Tú sí has hecho algo malo. Has envenenado a los perros. ¿Te parece bonito? Eso no se hace. Los perros no te hacían daño alguno.

Al contacto ligero y momentáneo de los dedos de Anita el temblor de Damián se acentuó.

– Yo no he hecho nada. Yo no he hecho nada. No quiero que me maten.

Ahora casi gritaba, siempre en la misma postura. Las manos apretadas contra las rodillas temblorosas, los ojos fijos.

– Señoritos.

Carmen en la puerta. Toda envuelta en sombra, con sus ojos dolorosos y caídos.

– Señoritos, por Dios, dejen ahora a mi Damián tranquilo.

– Yo no hice nada, yo no hice nada.

La voz de Damián tenía un ritmo monótono. Seguía sin moverse, con una fijeza en la vista parecida a la de su primo cuando marchaba en zigzag por las calles del pueblo.

– Vamos, Ana -dijo Carlos-. Sal tú primero.

Siempre lo hacían así. Carlos, que era muchas veces un chico mal criado, nunca olvidaba esta cortesía con su hermana.

A los tres les entró alegría al encontrarse con el aire templado del pinar. Anita se acostó en el suelo, boca arriba, con los brazos cruzados bajo la cabeza y los chicos se sentaron cerca de ella.

– Se ven unas estrellas muy pálidas entre las ramas. Se las está comiendo ya el resplandor de la luna… No tengo ganas de marcharme de Beniteca. ¿Y tú, Carlos?

– No, yo tampoco. Pero no te preocupes. Cuando papá pone un telegrama diciendo que llega cualquier día es que va a tardar muchísimo. Si hubiera querido venir en seguida se habría presentado sin avisar.

– ¡Vamos a la playa a ver salir la luna!

Lo propuso Anita, sentándose, sacudiendo la pinocha pegada a su vestido.

A Carlos estas ideas de su hermana le entusiasmaban. Martín les siguió corriendo, camino del portillo de las dunas. Carlos tuvo que descorrer el pesado cerrojo de aquella puerta que siempre cerraba Paco. En aquel momento Martín dijo que los días eran ahora tan cortos que casi no habían comenzado cuando se terminaban. Fue una exclamación llena de melancolía, pero sus amigos no le escucharon.

Los días eran cortos efectivamente. Al menos más cortos que a principios de verano. Pero hubo cuatro o cinco días tan hermosos que valían por todos los vividos. El baño de mar en el solarium, con más oleaje que en otros meses y el agua más caliente que en julio, era una hermosura.

Una de aquellas mañanas, Martín estaba tendido en la arena del solarium, cara al mar según la costumbre de Anita, y junto a sus amigos. El sol enjugaba las gotas de agua que se deslizaban por su cara y sus hombros. Anita estaba arrodillada a su lado, y Carlos, tendido junto a él, le miró sonriente. Martín dijo con voz ahogada:

– ¿Vosotros os dais cuenta de que sois felices? Yo me doy cuenta de la felicidad estos días. Cada minuto, cada segundo de estos días.

Carlos le miró. A Martín le pareció que Carlos iba a decirle algo muy importante. Carlos tenía las pupilas muy negras, achicándosele al sol como a los gatos. Mirando hacia aquellas pupilas Martín esperó.

Anita lo estropeó todo. Dio un leve tirón a los cabellos de Martín y lo llamó tonto.

– Eres un poco atrasado, martín pescador. Eres como un niño. Esas cosas las pensaba yo cuando era muy pequeña.

Carlos no dijo nada.

Y una tarde en que volvían de una visita a las gentes del faro, se acabó el verano de pronto. Se acabó el verano aunque la tarde era cálida y roja en el crepúsculo, aunque el jazmín olía con su olor de estío.

En la explanada, junto a la fuente seca de la casa del inglés, encontraron el taxi que el señor Corsi alquilaba en Murcia para toda su familia. Un coche enorme y polvoriento.

Anita y Carlos se precipitaron al interior de la casa llamando a su padre a gritos y Martín quedó solo en la explanada, y vio cómo cambiaban los colores del crepúsculo. Sin saber qué hacer se acercó al balancín de Frufrú. Se sentó allí y esperó a que le llamasen mientras una verde oscuridad sustituía al rojo inflamado del cielo.

Vio que se iluminaba el comedor de la casa a través de las rejas de la ventana. Vio una sombra de mujer que pasaba por allí sosteniendo una pila de ropa en las manos. Poco a poco se acostumbró a aquella mancha amarilla de luz del comedor. Estaba balanceándose suavemente, en el banco, entre la sombra. Cuando se encendió el farol que daba luz a la explanada el corazón empezó a latirle ásperamente. Pero no salió de la casa el señor Corsi, sino Carmen con una mesa plegable y un mantel, seguida de Frufrú que llevaba una bandeja llena de cristalería.

– Y no se ponga nerviosa, mujer. ¿No ha salido todo como usted quería? ¿Por qué tanto llorar? Le digo a usted que Corsi ha dicho que si usted no quiere que él se entere de nada, él no se ha enterado. ¿Qué más quiere?

Martín se puso en pie saliendo de la sombra y Carmen lanzó un pequeño grito apoyándose luego sobre la mesa que acababa de colocar.

– ¡Si es el pescador, mujer! Vaya, vaya a preparar todo a la cocina… Creí que te habías marchado, Martín. ¿Quieres saludar a Corsi? Ahora vendrá en seguida. Tenemos que cenar pronto para que Corsi y los ñiños se acuesten; salimos muy temprano por la mañana. Carmen, el chófer y yo tenemos tarea para rato. Y Corsi, pobrecillo, está rendido. Figúrate ñiño, que el pobre Corsi ha tenido que pagar lo que debíamos a todo el mundo esta tarde. Llegó tan cansado que daba pena. Se dio un baño y acababa de meterse en cama cuando llegaron esos demoños de Anita y Carlos a no dejarle descansar.

De pronto Frufrú dio una palmada con sus manitas como siempre que cambiaba de idea y dijo:

– Perdona, pescador. Soy una vieja charlatana y tengo mucho que hacer… Hasta luego, ñiño.

Se quedó solo otra vez, esperando. Tenía metido en los ojos el dibujo de aquella casa que veía enfrente, con sus viejos tejados, su torrecilla, sus ventanas enrejadas y la pintura roja y descascarillada en los lugares donde los muros no estaban cubiertos con enredaderas de jazmín o de flores azules. Aquella casa empezó a hacérsele extraña a Martín, extraña y enemiga. Carmen volvió a la explanada con una bandeja llena de platos y cubiertos que colocó en la mesa delante de Martín, pero sin decir a Martín una palabra. Luego se fue.

Se sentía terriblemente solo cuando oyó las voces del señor Corsi y de sus amigos. Instantáneamente recordó al señor Corsi y supo que iba a hablarle en su tono especial dirigiéndole aquellos vocablos italianos que no solía emplear con ninguna otra persona. «Senti, caro», «pescatore»… La frivolidad de lo que iba a decirle el señor Corsi le hizo daño al compararla con la amargura que sentía. Cuando vio la sombra de alguien que iba a salir de la casa; sin saber lo que hacía emprendió una retirada velocísima, corriendo pinos arriba, con desesperación, hasta llegar al muro de su casa.

Se detuvo jadeante, dándose cuenta de su absurdo. Se apoyó, contra aquel muro que había visto la paliza de don Clemente, tranquilizándose. Esperó la llamada de sus amigos. Escuchó a ver si oía el silbido de Carlos. Tenían que haberle visto correr si salieron en el momento que Martín pensaba.

No se oían más que los rumores de la noche. El cri-crí monótono de un solo grillo cerca de Martín. Por encima de los pinos Martín veía el guiño intermitente de la luz del faro. Según pasaban los minutos el cielo iba ganando en resplandor de estrellas y los pinos en oscuridad. Nadie llamó a Martín.

Aún no había sonado el toque de retreta. Faltaba mucho quizá para la cena de su casa. Pero él se decidió. Con los dientes apretados trepó por el muro que le separaba de su jardín.

Aquella noche casi no pudo dormir. Esperó mucho tiempo en la azotea una llamada, un aviso. Esperó bajo una agria luna en cuarto menguante a que los Corsi se acordasen de despedirse de él. Cuando se apagó aquella luz amarilla entre los pinos, que indicaba a Martín que aún había alguien despierto en la casa del inglés, Martín se fue a la cama. Durmió a ratos y algunas veces escuchó el llanto de su hermana en el piso de abajo. Se despertó con un sobresalto cuando apenas amanecía. Había oído en sueños el ruido de un motor de automóvil. Se puso en pie y salió a la azotea en calzoncillos, estremecido por el fresco mañanero.

Aunque venía del mar una luz verde y rosácea aún no había salido el sol. Los pájaros se despertaban en el bosque del inglés. Martín atendía a todos los rumores mirando fijamente hacia aquel bosque. Después corrió hacia la fachada delantera de su casa, desde donde veía al final de la callecita, la carretera.

No había nadie. Ningún vehículo turbaba la paz de aquella hora. Y sin embargo Martín supo que sus amigos se habían marchado ya. Se habían ido sin que él pudiese ver, siquiera, el automóvil que los llevaba.

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