Diecinueve

También podría decir que escribo para soportar la angustia de las noches. En el desasosiego febril de los insomnios, mientras das vueltas y vueltas en la cama, necesitas algo en lo que pensar para que las tinieblas no se llenen de amenazas. Y piensas en tus libros, en el texto que estás redactando, en los personajes que se van desarrollando dentro de ti. La escritora y académica Ana María Matute siempre dice que, por las noches, imagina formidables aventuras hasta que cae dormida. Una de sus correrías preferidas es cabalgar por la estepa convertida en cosaco. Y así, en la cama, mientras la oscuridad la ronda con pisada sigilosa, ella galopa y galopa, siempre joven, en un tumulto de vida y de fiereza.

Qué extraordinario estado, la indefensión nocturna. No sucede siempre, pero en ocasiones, al acostarte, el miedo cae sobre ti como un depredador. Entonces las dimensiones de las cosas se descoyuntan; problemas que durante el día apenas si son pequeños incordios crecen como sombras expresionistas hasta adquirir un tamaño sofocante y descomunal. Cuando Martin Amis escribió su novela La información se refería a eso: a esa voz que te susurra por las noches que vas a morirte, un mensaje que uno nunca escucha durante el día pero que en la duermevela te ensordece. Cabría preguntarse, sin embargo, dónde se encuentra la verdad, en dónde estás más cerca de lo real, si en las angustias nocturnas o en la relativa narcosis de los días.

En el desamparo de las noches, en fin, cuando me agobia el recuerdo de los Mengele que torturan niños, o el espanto modesto y egoísta de mi propia muerte, que ya es bastante espantosa por sí sola, recurro a la loca de la casa e intento enhebrar palabras bellas e inventarme otras vidas. Aunque a veces pienso que no me las invento, que esas otras vidas están ahí y que simplemente me deslizo dentro de ellas. A estas alturas de la historia todos nos sabemos seres múltiples. Basta con pensar en nuestros sueños, por no abandonar la cama en la que he empezado este capítulo, para intuir que tenemos otras existencias, además de la que marca nuestra biografía oficial. Ya dije que muchos de mis sueños están relacionados entre sí; que en el otro lado tengo un hermano, una casa, unas costumbres determinadas y constantes. Por añadidura, cuando sufro una pesadilla a menudo soy consciente de que estoy soñando, esto es, de que tengo una vida en otra parte que podría salvarme de ese apuro. Y entonces en mi sueño he ideado el estupendo truco de llamarme a mí misma por teléfono, para despertarme con el ruido del timbre. He empleado este recurso numerosas veces (busco una cabina, un móvil, lo que sea, y marco mi número, y oigo el tuut-tuut pausado y repetitivo), aunque, para mi frustración y desconcierto, nunca he conseguido mi objetivo: todavía no he hallado la manera de que, efectivamente, mi llamada del otro lado conecte con Telefónica o Vodafone, mis servidores de telefonía de la vida de acá. Lo que quiero decir con todo esto es que mi yo dormido sabe que existe un yo despierto, de la misma manera que mi yo diurno conoce la existencia de ese yo soñado.

En su biografía sobre Philip K. Dick, Emmanuel Carrère cuenta que el famoso escritor de ciencia ficción entró un día en su cuarto de baño y empezó a manotear distraídamente en la oscuridad buscando el cordón de la luz que había a la derecha, junto al marco de la puerta. Tanteó un buen rato sin lograr encontrarlo y al final sus dedos cayeron casualmente sobre un interruptor; y entonces Dick se dio cuenta de que en el cuarto de baño nunca había habido un cordón para encender la bombilla, sino una simple llave adosada a la pared. Peor aún; nunca en su vida, en ninguna de sus casas anteriores, ni en los lugares de trabajo, ni en el primer hogar de la más remota infancia, había tenido Dick un cordón de luz semejante. Y, sin embargo, su cuerpo y su mente guardaban una memoria, una rutina ciega y repetitiva, absolutamente doméstica y cercana, de ese cordón inexistente. Como es natural, Philip, muy dado de por sí a la divagación esquizoide, quedó muy impresionado con el suceso. Terminó escribiendo una novela, Tiempo desarticulado, sobre un escritor de ciencia ficción que no encuentra el cordón de la luz en su cuarto de baño, cosa que acaba pudiéndose explicar por un complejísimo argumento de vidas paralelas y realidades virtuales.

Yo nunca he experimentado algo tan inquietante, pero soy capaz de reconocerlo y entenderlo. De hecho, la mayoría de las personas deben de sentirse identificadas con este tipo de vivencias escurridizas, o de otro modo no tendrían tanto éxito las obras que abundan en la multiplicidad de lo real, desde las novelas del propio K. Dick hasta películas tan populares como Matrix. La vida no es más que un enredo de engañosas sombras platónicas, un ensueño calderoniano, una placa resbaladiza de un hielo muy frágil. Todos hemos experimentado extraños déjà-vus, y sabemos que nuestra existencia depende de azares menudísimos. ¿Y si mi madre no hubiera perdido aquel día su autobús habitual y no se hubiera encontrado con mi padre? Tal vez llevemos dentro otras posibilidades de ser; tal vez incluso las desarrollemos de algún modo, inventando y deformando el pasado una y mil veces. Tal vez cada uno de los acontecimientos de nuestra existencia se haya podido dar de diez maneras distintas. Parafraseando a Paul Éluard, hay otras vidas, pero están en la nuestra.

Al jugar con los «y si», el novelista experimenta con esas vidas potenciales. Imagínate que un día te levantas y descubres que tu mano derecha, por ejemplo, está atravesada por una enorme cicatriz que la noche anterior no tenías. Te frotas los ojos con incredulidad, acercas la nariz al dorso de tu mano para escudriñar el costurón, no entiendes nada. Es una cicatriz antigua, un zurcido mediocre que el tiempo ha oscurecido. Asustada, vas a la cocina con la mano extendida en el aire, por delante de ti, como si se tratara de un animal peligroso. Allí te encuentras con tu pareja, o con tu hermana, o con tu madre, que quizá esté cocinando una paella y manchando de azafrán alguna silla. Se sorprenden al verte entrar con la mano expuesta, como si la llevaras en procesión. Tú aludes a la cicatriz con expresión atónita; ellos, sin darle mayor importancia al asunto, comentan: «Sí, claro, tu cicatriz, es de cuando tuviste aquel accidente tan horrible con la moto, ¿por qué lo dices?». Pero tú no te acuerdas de haber sufrido ningún accidente, y ni siquiera tienes o has tenido moto nunca jamás, y, lo que es peor, ayer te acostaste con la mano entera. «Qué rara estás, ¿te pasa algo?», te dice tu madre, o tu hermana, o tu pareja, al verte tan desconcertada y tan absorta. Y tú no sabes cómo explicarles que los raros son ellos. Lo raro es la vida. Si a M. le hubieran dicho a los treinta años que iba a tener una cicatriz descomunal partiéndole el pecho, ¿no le hubiera parecido tan fantasmagórica e irreal como el imaginario costurón de mi mano?

Lo que hace el novelista es desarrollar estas múltiples alteraciones, estas irisaciones de la realidad, de la misma manera que el músico compone diversas variaciones sobre la melodía original. El escritor toma un grumo auténtico de la existencia, un nombre, una cara, una pequeña anécdota, y comienza a modificarlo una y mil veces, reemplazando los ingredientes o dándoles otra forma, como si hubiera aplicado un caleidoscopio sobre su vida y estuviera haciendo rotar indefinidamente los mismos fragmentos para construir mil figuras distintas. Y lo más paradójico de todo es que, cuanto más te alejas con el caleidoscopio de tu propia realidad, cuanto menos puedes reconocer tu vida en lo que escribes, más sueles estar profundizando dentro de ti. Por ejemplo, supongamos por un momento que he mentido y que no tengo ninguna hermana. Y que, por consiguiente, jamás ha sucedido ese extraño incidente de nuestra infancia, esa desaparición inexplicada de Martina, mi oscura hermana gemela, como diría Faulkner. Supongamos que me lo he inventado todo, de la misma manera que uno se inventa un cuento. Pues bien, aun así ese capítulo de la ausencia de mi hermana y del silencio familiar sería el más importante para mí de todo este libro, el que más me habría enseñado, informándome de la existencia de otros silencios abismales en mi infancia, callados agujeros que sé que están ahí pero a los que no habría conseguido acceder con mis recuerdos reales, los cuales, por otra parte, tampoco son del todo fiables.

Por eso no me gustan los narradores que hablan de sí mismos; y con esto me refiero a aquellos que intentan vengar o justificar su peripecia personal por medio de sus libros. Creo que la madurez de un novelista pasa ineludiblemente por un aprendizaje fundamental: el de la distancia con lo narrado. El novelista no sólo tiene que saber, sino también sentir que el narrador no puede confundirse con el autor. Alcanzar la distancia exacta con lo que cuentas es la mayor sabiduría de un escritor; tienes que conseguir que lo que narras te represente, en tanto que ser humano, de un modo simbólico y profundo, del mismo modo en que los sueños lo hacen; pero todo eso no debe tener nada que ver con lo anecdótico de tu pequeña vida. «Los novelistas no escriben sobre sus asuntos, sino en torno a ellos», dice Julian Barnes. Y Stephen Vizinczey redondea ese pensamiento con una frase precisa y luminosa: «El autor joven siempre habla de sí mismo incluso cuando habla de los demás, mientras que el autor maduro siempre habla de los demás, incluso cuando habla de sí mismo».

Por otra parte, y para complicar las cosas todavía más, muchos lectores caen en el equívoco de creer que lo que están leyendo les ha pasado de verdad a los novelistas. «¡Vaya, pero si eres bastante alta!», me han dicho más de una vez, entre sorprendidos y decepcionados, cuando he asistido a algún coloquio tras mi novela La hija del caníbal, protagonizada por una narradora muy bajita. A mí se me llevan los demonios cuando lectores o periodistas extraen absurdas deducciones autobiográficas de mis libros, pero intento consolarme pensando que es un prejuicio habitual y que incluso tuvo que sufrirlo el gran Vladimir Nabokov, pese a que sus libros son obvios y sofisticados artefactos ficcionales. Tras la publicación de Lolita, por ejemplo, el pobre recibió una abundante correspondencia en la que se le insultaba y criticaba por pervertir a las niñas pequeñas. «Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad», se indignaba Nabokov.

La narrativa es al mismo tiempo una mascarada y un camino de liberación. Por un lado, enmascara tu yo más íntimo con la excusa de la historia imaginaria; o sea, disfrazas tu verdad más profunda con el ropaje multicolor de la mentira novelesca. Pero, por otro lado, conseguir que la loca de la casa fluya con total libertad no es cosa fácil… El daimon puede verse apresado o agarrotado por el miedo al fracaso, o a los propios fantasmas, o al descontrol; o por el temor a lo que puedan pensar o entender tus familiares cuando te lean. Las madres, los padres, las esposas, los maridos, los hijos, imponen a menudo, sin querer, una ansiedad, una censura sobre la ensoñación. Por ejemplo, hay autores que sólo alcanzan su verdadera voz tras la muerte de un padre demasiado riguroso y omnipresente. El ruido de la propia vida siempre entorpece. Por eso hay que alejarse.

«Ser escritor es convertirte en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro», dice Justo Navarro. Y Julio Ramón Ribeyro llega aún más lejos: «La verdadera obra debe partir del olvido o la destrucción de la propia persona del escritor». El novelista habla de la aventura humana, y la primera vía de conocimiento de la materia que posee es la observación de su propia existencia. Pero el autor tiene que salirse de sí mismo y examinar su propia realidad desde fuera, con el meticuloso desapego con el que el entomólogo estudia un escarabajo. O lo que es lo mismo: no escribes para que los demás entiendan tu posición en el mundo, sino para intentar entenderte. Además, ¿no hemos dicho que los novelistas somos seres especialmente proclives a la disociación, especialmente conscientes de la multiplicidad interior, especialmente esquizoides? Pues seámoslo del todo, potenciemos esa división personal, completemos nuestra esquizofrenia hasta ser capaces de analizarnos demoledoramente desde el exterior.

Y esto no se hace sólo en las novelas y para las novelas, sino en todos los momentos de tu existencia. No estoy hablando únicamente de libros, sino de una manera de vivir y de pensar. Para mí la escritura es un camino espiritual. Las filosofías orientales preconizan algo semejante: la superación de los mezquinos límites del egocentrismo, la disolución del yo en el torrente común de los demás. Sólo trascendiendo la ceguera de lo individual podemos entrever la sustancia del mundo.

El novelista José Manuel Fajardo me contó un día una historia que a su vez le había contado mi admirada Cristina Fernández Cubas, la cual al parecer sostenía que era un hecho real, algo que le había sucedido a una tía suya, o tal vez a una amiga de una tía. El caso es que había una señora, a la que vamos a llamar por ejemplo Julia, que vivía enfrente de un convento de monjas de clausura; el piso, situado en una tercera planta, tenía un par de balcones que daban sobre el convento, una sólida construcción del siglo XVII. Un día Julia probó las rosquillas que hacían las monjas y le gustaron tanto que tomó la costumbre de comprar una cajita todos los domingos. La asiduidad de sus visitas le hizo trabar cierta amistad con la Hermana Portera, a quien, por supuesto, jamás había visto, pero con la que hablaba a través del torno de madera. Conociendo los rigores de la clausura, un día Julia le dijo a la Hermana que vivía justo enfrente, en el tercer piso, en los balcones que daban sobre la fachada; y que no dudara en solicitar su ayuda si necesitaba cualquier cosa del mundo exterior, que llevara una carta, que recogiera un paquete, que hiciera algún recado. La monja dio las gracias y las cosas se quedaron así. Pasó un año, pasaron tres años, pasaron treinta años. Una tarde Julia estaba sola en su casa cuando llamaron a la puerta. Abrió y se encontró frente a frente con una monja pequeñita y anciana, muy pulcra y arrugada. Soy la Hermana Portera, dijo la mujer con su voz familiar y reconocible; hace años usted me ofreció su ayuda por si necesitaba algo del exterior, y ahora lo necesito. Pues claro, contestó Julia, dígame. Quería pedirle, explicó la monja, que me dejara asomarme a su balcón. Extrañada, Julia hizo pasar a la anciana, la guió por el pasillo hasta la sala y salió al balcón junto con ella. Allí se quedaron las dos, quietas y calladas, contemplando el convento durante un buen rato. Al fin, la monja dijo: Es hermoso, ¿verdad? Y Julia contestó: Sí, muy hermoso. Dicho lo cual, la Hermana Portera regresó de nuevo a su convento, previsiblemente para no volver a salir nunca jamás.

Cristina Fernández Cubas contaba esta bellísima historia como ejemplo del mayor viaje que puede realizar un ser humano. Pero para mí es algo más, es el perfecto símbolo de lo que significa la narrativa. Escribir novelas implica atreverse a completar ese monumental trayecto que te saca de ti mismo y te permite verte en el convento, en el mundo, en el todo. Y después de hacer ese esfuerzo supremo de entendimiento, después de rozar por un instante la visión que completa y que fulmina, regresamos renqueantes a nuestra celda, al encierro de nuestra estrecha individualidad, e intentamos resignarnos a morir.

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