Ocho

En su estupendo libro La sombra de Naipaul, Paul Theroux habla de las parejas de hermanos escritores y dice que, curiosamente, uno siempre es inferior al otro. Lo cual, si se piensa bien, es un comentario un poco absurdo, porque sería bastante extraño que ambos alcanzasen exactamente la misma grandeza literaria, sin contar con que no sé cómo se mide esa grandeza o qué debemos tener más en consideración a la hora de valorarla, si el éxito en vida o el triunfo póstumo, o los honores y los premios recibidos, o la cantidad de lectores, o la influencia en su época. La calidad literaria es uno de los valores más subjetivos y más difícilmente mensurables que conozco; si eres ingeniero y haces un puente, por ejemplo, puedes estar más o menos seguro de tu capacidad profesional en tanto en cuanto ese puente no se caiga; pero si eres novelista y escribes un manuscrito, ¿quién te asegura que esa resma de páginas impresas, ese montón de mentirijillas infantiles y ridículas, como decía Aira, son de verdad una novela y tienen de verdad algún sentido? La historia demuestra que ni el éxito en vida, ni los premios, ni, por el contrario, el fracaso y el aborrecimiento de los críticos, han sido nunca una prueba fiable de la calidad de una obra. Y ni siquiera el tiempo pone las cosas en su lugar, como queremos creer porque necesitamos certidumbres: a veces han caído en mis manos por puro azar novelas de autores antiguos totalmente olvidadas y descatalogadas que, sin embargo, a mí me han parecido buenísimas, y que previsiblemente nunca regresarán del cementerio. Quiero decir que escribimos en la oscuridad, sin mapas, sin brújula, sin señales reconocibles del camino. Escribir es flotar en el vacío.

Pero estábamos hablando de los hermanos escritores y de la teoría competitiva de Theroux, según la cual en toda pareja de autores fraternales hay uno que sobresale y otro que la pifia. Y, como ejemplos, cita a William y Henry James, a James y Stanislaus Joyce, a Thomas y Heinrich Mann (los que peor se ajustan a su proposición, porque Heinrich fue un autor importante), a Anton y Nikolai Chéjov y a Lawrence y Gerald Durrell. Una vez más, como en tantísimas otras ocasiones, me deja atónita la ausencia de nombres de mujeres, sobre todo teniendo en cuenta que los hermanos escritores más célebres de la historia son hermanas, a saber, las Brontë, que además tenían la gracia de ser tres en vez de dos, o sea, que eran un verdadero desparrame de fraternidad literaria. Pero ya se sabe que, aunque las cosas han mejorado muchísimo, lo femenino sigue siendo la cara ensombrecida de la luna.

De este comentario pasajero de Theroux me interesó el pique entre hermanos que insinúa. Pero no creo que sea sólo un asunto literario; de hecho, creo que el ámbito fraternal es el primer lugar en donde te mides como persona; para ser tú, tienes de algún modo que serlo contra tus hermanos; ellos son tus otros yoes posibles, espejos de madrastra en los que te contemplas, y se me ocurre que tal vez esta especie de deshuesamiento personal, esta falta de construcción del yo que parecen mostrar algunos de los adolescentes actuales, puede deberse también, entre otras cosas, a que muchos de los chicos de hoy son hijos únicos y están por lo tanto privados del reflejo de ese otro que pudo ser tú pero que es lo suficientemente diferente como para permitirte tu existencia.

Resulta bastante natural que los novelistas, siendo como son proclives a la disociación, tiendan a obsesionarse con sus hermanos, esos otros yoes de semejanza genética, sobre todo si son mellizos, aún más si son gemelos, todavía mucho más si los hermanos han muerto. En su fascinante biografía sobre el escritor de ciencia ficción Philip K. Dick, Emmanuel Carrère cuenta cómo Dick, un paranoico furioso y autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela que dio origen a la película Blade Runner, vivió toda su vida obsesionado por la muerte de su hermana melliza, Jane, que falleció de hambre al mes y pico de nacer, porque la madre no tenía leche suficiente para los dos bebés (tal vez por eso, para pagar esa culpa terrible, Philip fue toda su vida gordo y barrigón). El libro relata una historia aún más inquietante sobre Mark Twain, quien, de mayor, le contó a un periodista que había tenido un hermano gemelo, Bill, a quien se parecía tanto que nadie podía distinguirlos, hasta el punto de que tenían que atarles cordoncillos de colores a las muñecas para saber cuál era cuál. Pues bien, un día los dejaron solos en la bañera y uno de ellos se ahogó. Y, como los cordones se habían desatado, «nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo», explicó Twain plácidamente al periodista.

Mi hermana Martina, por fortuna, está muy viva, y no somos gemelas, y no nos parecemos nada en absoluto. Ella tiene tres hijos (dos de ellos mellizos), yo no tengo ninguno; ella lleva veinte años con el mismo hombre felizmente, o, por lo menos, siempre se les ve juntos y ella nunca se queja (bien es verdad que habla muy poco), mientras que yo he tenido no sé cuántas parejas y suelo refunfuñar de todas ellas. Ella es de una eficiencia colosal, trabaja competentemente como gerente de una empresa informática, atiende a sus hijos, lleva su casa como un general de intendencia llevaría una ofensiva, cocina como un chef galardonado por la guía Michelín, resuelve todos los problemas burocráticos y legales con facilidad inhumana y siempre está tranquila y relajada, como si le sobraran horas a su día; yo, en cambio, no sé cocinar, tengo mi despacho convertido en una leonera, ordenar un armario me parece un reto insuperable, nunca recuerdo dónde he dejado las gafas (a veces las he localizado, tras arduas horas de búsqueda, en el interior de la nevera), corro agitadísima por mi casa y por la vida como si me hubieran robado un día del calendario y creo que lo único que sé hacer es escribir. Martina es tan valiente que roza lo inconsciente, mientras que yo soy bastante cobardica (pero siempre he creído que la valentía física va unida a la falta total de imaginación, a la incapacidad de representarte mentalmente el peligro, y que, por consiguiente, cuanto más fantasioso eres más miedo tienes). Martina tiene un don para crear ambientes, para construir un entorno de plácida domesticidad, para hacer que las lámparas de su casa difundan una luz dorada y dichosa, para conseguir que allí donde ella esté eso sea un hogar («Allí donde Eva estaba era el Paraíso», escribió el desconsolado Mark Twain en la lápida de su llorada esposa, que debía de ser como mi hermana), mientras que yo nunca he logrado atinar con la iluminación de ninguna de mis casas, siempre hay demasiada luz o demasiadas sombras, de la misma manera que siempre hay demasiado calor o demasiado frío, extrañas corrientes en los pasillos, rincones intratables o desapacibles y una sensación general de lugar de paso, porque mi hogar es el interior de mi cabeza. Martina, en fin, es una hacedora, y yo soy sólo palabras.

Pero es la palabra lo que nos hace humanos.

Justamente por eso siempre me han angustiado las historias que bordean el silencio absoluto, que es el silencio de la incomunicación, de una incomprensión total que deshace la convención salvadora de la palabra. Como la historia del loro de los atures. En el siglo XVIII, el naturalista alemán Humboldt viajó a Venezuela a la cabeza de una expedición científica; en un momento determinado del periplo, llegaron al pueblo de los indios atures y descubrieron que había sido quemado hasta los cimientos hacía pocas semanas por los agresivos caribes; los restos ya empezaban a ser cubiertos por la selva. Buscaron y buscaron, pero no había ningún superviviente. Sólo encontraron un aturdido loro de brillantes colores que habitaba entre las ruinas y que repetía una y otra vez largas parrafadas en una lengua incomprensible. Era la lengua de los atures, pero ya no quedaba nadie que pudiera entenderla.

O ese otro caso, auténtico y terrible, de un mendigo de la ciudad de Nueva York al que recogieron de la calle los servicios asistenciales ya no recuerdo bien por qué, porque se desmayó de frío, o porque sufrió un leve atropello sin consecuencias. Sea como fuere, le sometieron a un somero análisis y consideraron que estaba loco como un cencerro: no hablaba, no daba signos de reconocer nada de lo que le decían, bramaba y se agitaba furiosamente… Un juez dictaminó que podía ser un peligro para sí mismo y para los demás y ordenó su ingreso en un psiquiátrico. Pasó diez años encerrado en un manicomio hasta que alguien descubrió que no era loco, sino mudo, analfabeto y rumano, un inmigrante ilegal recién llegado al país cuando fue detenido. No entendía lo que le decían y no podía expresarse, y su furia era la angustia del que se sabe incomprendido.

Pero las dos historias más atroces que conozco, las dos verídicas, están protagonizadas respectivamente por un niño y una chimpancé. El primero se llamaba Hurbinek y era un crío que murió en Auschwitz cuando tenía tres años de edad. Estaba solo, sin padre, sin madre. Tenía las piernas deformadas y paralizadas, había pasado por las sádicas manos de Mengele y no sabía decir ninguna palabra, aunque no era mudo. Quizá no hablara porque nadie le enseñó. Quizá le mantuvieron atado y martirizado en los laboratorios durante meses o años (el doctor Mengele estaba llevando a cabo una meticulosa investigación sobre el dolor y experimentaba con los niños judíos). Probablemente Hurbinek había nacido en el campo de concentración. Es decir, toda su vida, su corta vida, la pasó en el infierno. Y ni siquiera pudo contar qué le había sucedido, lo que le habían hecho. Esta historia espantosa fue recogida por Primo Levi en La tregua, pero yo me he enterado de ella en El comprador de aniversarios, la demoledora novela de Adolfo García Ortega.

En cuanto a la chimpancé, se llamaba Lucy y no recuerdo bien de dónde era, pongamos que de Kenia. Había sido adoptada por una pareja de biólogos ingleses, que la recogieron de bebé, la criaron dentro de su casa como si fuera humana y le enseñaron el lenguaje de los sordomudos, lo cual, por otra parte, no es nada extraordinario, porque muchos primates han aprendido a entender y usar este código gestual. Pasaron así bastantes años, quizá quince o veinte, y los biólogos se jubilaron y tuvieron que regresar a Londres. Les era imposible llevar consigo a Lucy, de modo que la depositaron en un zoo. Nuevamente pasaron muchos años; y al cabo del tiempo, un profesor de niños discapacitados que estaba pasando sus vacaciones en África fue a visitar el parque zoológico y se encontró con un chimpancé que, aferrado a los barrotes de su jaula, hacía gestos absurdos y frenéticos a todo aquel que se le acercara. El profesor, curioso, también se aproximó; y se quedó paralizado al comprobar que entendía lo que el animal estaba diciendo. Era Lucy, que, en el lenguaje de los sordomudos, le pedía desesperadamente a todo el mundo: «Sacadme de aquí, sacadme de aquí, sacadme de aquí…».

«¿Qué lengua oye el sordomudo?», se pregunta brillante e inquietantemente Barbara Tuchman (Un espejo lejano). «Lo traumático no es siempre lo que hace ruido, sino lo que queda mudo», dice Carmen García Mallo, amiga y además psicoanalista: «Y desde el silencio hace ruidos».

Martina y yo teníamos ocho años cuando un día mi hermana desapareció. Salvo en los primeros meses de mi tuberculosis, que nos separaron, normalmente siempre estábamos juntas; jugábamos juntas, nos peleábamos juntas, dormíamos la siesta juntas, a regañadientes, en las largas tardes de verano. Un anochecer de agosto estábamos en el bulevar de Reina Victoria, nuestra calle, entreteniéndonos en recoger chapas de botellas. Debía de ser un domingo, porque nuestro padre estaba con nosotras. Se había sentado en una mesa del chiringuito a tomarse una cerveza y leer el periódico. De pronto, a mí se me antojó tomar un helado. No sé si ya tenía el dinero, no sé si papá me lo dio; sea como fuere, me concedió permiso para comprarlo. Martina no quería helado. Tampoco quería acompañarme. Estábamos enfadadas, me acuerdo muy bien. Siempre nos enfadábamos por cualquier cosa. De manera que caminé por el bulevar polvoriento, entre los grandes árboles torturados por la sed, hasta el puesto de los polos, que estaba en el otro extremo del paseo, a unos doscientos metros, y me compré un corte de nata y fresa. Lo recuerdo todo con precisión y con un extraño distanciamiento, como si fuera una película vista veinte veces. Y regresé despacio, dando milimétricos lametones al helado (los cortes había que chuparlos con mucho método para que el perímetro disminuyera de forma equilibrada) y disfrutando del momento. No sé cuánto tardaría en todo esto: quizá diez minutos. Cuando volví al chiringuito, Martina no estaba. No me preocupó, ni siquiera me sorprendió. Pensé que la muy tonta se había escondido para hacerme rabiar; de manera que ni siquiera miré a mi alrededor para ver dónde andaba, porque no quería que ella me pillara buscándola. Me senté en la mesa junto a mi padre y terminé de zamparme el helado lentamente. Muy lentamente. Debieron de pasar otros diez minutos. Y Martina seguía sin aparecer. Empecé a otear el bulevar hacia arriba y hacia abajo, a ver si la encontraba. Las farolas se encendieron y con la llegada de la luz eléctrica la noche cayó de sopetón sobre nosotros. Papá dobló el periódico, levantó la cabeza y me miró:

– Vámonos a casa. ¿Dónde está tu hermana?

– No sé.

– ¿Cómo que no sabes?

Y esa pregunta abrió un abismo dentro de mi cabeza. De golpe comprendí que me había equivocado; que mi hermana no se estaba escondiendo, sino que había desaparecido; que estaba pasando algo muy grave; que yo era en parte culpable de lo que sucedía por no haber avisado a tiempo a mi padre. Me eché a llorar, horrorizada. En una milésima de segundo, todo mi mundo estable, doméstico y seguro se había convertido en una pesadilla.

– ¡Creí que quería hacerme rabiar! -farfullé entre lágrimas.

A partir de ese momento, la nitidez de mis recuerdos se emborrona. Sé que mi padre la buscó frenéticamente por el bulevar, por la avenida; sé que gritamos su nombre y que preguntamos a los otros parroquianos del chiringuito. Nadie la había visto. Entonces mi padre me agarró de la mano, muy enfadado, y dijo:

– Tiene que estar en casa.

Pero yo sabía que eso no era posible, porque no nos dejaban cruzar la calle solas. Subimos en el ascensor sin decir palabra; entramos en casa. El pasillo oscuro y silencioso. La cocina, donde mi madre preparaba la cena. Martina no estaba. Siéntate, le dijo mi padre a mi madre. Ella, extrañada, sacó una de las sillas que estaban arrimadas a la mesa y se dejó caer; y entonces mi padre le contó. Supongo que hubo gritos, supongo que hubo lágrimas; yo sólo recuerdo que la silla de madera sin barnizar estaba manchada de azafrán allí donde mi madre, que tenía las manos sucias de cocinar, la había agarrado. Esa mancha anaranjada con forma de mariposa ocupaba toda mi visión, toda mi cabeza. Supongo que no quería o no podía pensar nada más.

Lo que vino después apenas si es en mi memoria una bruma confusa. Me apartaron de la zona candente, como siempre hacen los adultos con los niños en los momentos de crisis; me enviaron a Cuatro Caminos, con los abuelos. Pero la lejanía del conflicto no alivia a los niños, antes al contrario, porque los niños poseen todavía una rica y florida imaginación, y el miedo imaginario suele ser siempre peor que el peligro o el dolor real. Pasaron tres días de agonía y susurros, eso sí lo recuerdo: una casa en penumbra y los abuelos hablando muy bajito, para que yo no oyera. Hasta que una mañana vino mi abuela y me dijo:

– Apareció Martina y está bien, gracias a Dios. Arréglate que nos vamos a tu casa.

– ¿Qué le ha pasado? -pregunté.

– Ya te lo contarán tus padres.

Y aquí viene lo más extraño y lo más inquietante de todo: nunca me lo contaron. Llegué a mi casa y me encontré a Martina jugando a los recortables en la mesa del comedor, como si no hubiera ocurrido nada; peor aún, como si ella fuera la hija lista y buena, la que siempre se había quedado en casa, y yo la que regresara tras tres días de ausencia, tras haber desaparecido, tras haberme perdido, tras haber sido expulsada a quién sabe qué exilio. ¿Qué ha pasado?, me apresuré a preguntar nada más entrar. Nada, no ha sucedido nada, una tontería, ya está terminado, no hay nada que contar ni nada que hablar, me contestaron; y me hicieron sentar junto a Martina para que jugara con ella a los recortables. Mi hermana estaba quizá un poco pálida pero tenía buen aspecto, e incluso me pareció advertir en ella una expresión altiva, como de importancia, o de burla, o de triunfo. También a ella la interrogué cien veces sobre lo sucedido, ese mismo día y las siguientes semanas, abiertamente o en la intimidad, cuando estábamos solas; y nunca conseguí otra respuesta que un bufido de suficiencia o una sonrisa maliciosa. A los pocos meses, el tema de la desaparición de mi hermana se había convertido en uno de esos tabúes que tanto abundan en las familias, lugares acotados y secretos por los que nadie transita, como si ese acuerdo tácito de no revisión y no mención fuera la base de la convivencia o incluso de la supervivencia de los miembros del grupo familiar. Y son tan poderosos estos tabúes, estos pozos de realidad intocable e indecible que, de hecho, pueden perdurar durante generaciones sin ser nunca nombrados, hasta que desaparecen de la memoria de los descendientes. En nuestro caso concreto, después de aquellas primeras semanas de ansiedad no volví a preguntar ni a mi hermana ni a mis padres sobre el extraño incidente de la desaparición; ni siquiera ahora, siendo ya todos tan mayores como somos, se me ha ocurrido interrogarles sobre lo que pasó en esos tres días. Tal vez esté escribiendo este libro justamente para preguntar al fin qué sucedió. Tal vez en realidad todos los escritores escribamos para cauterizar con nuestras palabras los impensables e insoportables silencios de la infancia.

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