– Ahí tienes tu desierto de cristal, Ramón -dijo Ibn-Abdalá.
Abandoné el oscuro interior de mi carromato, y parpadeé por la fuerte luz del mediodía al mirar a lo lejos. Un fulgor blanco en el mismo filo del horizonte, como si el sol se reflejara contra una gigantesca superficie de vidrio.
Un resplandor casi mágico señalaba nuestro destino.
– Hemos llegado -musité con lágrimas en los ojos, preguntándome si aquello sería real o se trataba tan sólo de una nueva alucinación.
Me sentía inmensamente cansado; agotado del viaje y de la vida. Y, ahora que el final de nuestro camino estaba al alcance de la vista, pensé en Moisés contemplando la Tierra Santa que nunca llegaría a pisar.
Joanot se colocó junto a mí, y contempló el fulgor lejano durante unos instantes, haciendo visera con su mano para que el sol no le cegara. Todos los almogávares estaban, en ese momento, en una posición similar.
Después, Joanot, se volvió hacia mí y me preguntó por mi enfermedad. Palpé brevemente la buba de mi cuello -no me dolía y parecía más deshinchada y menos congestionada-, y le respondí que mejor. Pero no podía sentirme ya seguro; y no podía confiar en mis sentidos. Realidad y alucinación se mezclaban turbulentamente confundiendo mi entendimiento.
Como en un sueño seguimos nuestro camino olvidándonos del cansancio. Después de tantas vicisitudes nuestras fuerzas se habían visto reforzadas por la visión de la cercanía de su destino.
Tras atravesar una árida y pedregosa lengua de terreno intermedio, empezamos a encontrarnos con aislados montículos de arena y sal, que salpicaban la periferia de aquel mar seco como charcos dejados atrás por la marea. Al atardecer, mientras el sol enrojecía el horizonte ponentino, alcanzamos la costa desolada de aquel antiguo mar. Una playa infinita, donde ya no morían las olas.
Las palabras de san Juan acudieron de nuevo a mi mente:
«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existía ya…»
Sin detenernos, avanzamos por la fina arena. Los cristales de sal brillaban como diamantes abandonados entre los granos de arena. Muchos eran de gran tamaño, y algunos hombres se agachaban a recogerlos pensando quizá que se trataba de joyas.
Yo también recogí cosas de la arena; conchas y estrellas de mar calcinadas por el sol. Era evidente que todo aquello había estado sumergido hasta hacía muy poco tiempo. Pero ahora parecía el más árido de los lugares.
Afortunadamente, tras las últimas lluvias en la costa del mar de los Jázaros, nuestras reservas de agua estaban repletas, porque la presencia de agua entre aquellas arenas salinas me parecía tan improbable como el hielo en el infierno.
Uno de los exploradores gritó señalando algo a lo lejos. Parecía un monumento extraño y de una blancura reluciente, como si fuera algo que no perteneciera a este mundo, apenas teñido de rojo por el sol del atardecer.
Cuando llegamos hasta él, vi que se trataba de una antiguo barco de tres palos y afilada quilla. Tenía un boquete cerca de la proa, que sin duda había sido la causa de su hundimiento. Todo él, los mástiles, el casco, las pocas cuerdas que le quedaban, estaba cubierto por una capa de blanquísima y reluciente sal, lo que le daba aquel aspecto de joya mágica y enorme. Me pregunté cuánto tiempo habría permanecido hundido aquel barco antes de que las aguas se retiraran, dejándolo convertido en aquella mágica estatua de sal. No mucho, sin duda, pues conservaba intactos algunos de sus aparejos; si hubiera permanecido mucho tiempo sumergido hasta el último de ellos se habría corrompido en el agua. Ahora la sal preservaría la integridad de aquel viejo casco durante mucho tiempo.
Empezaba a oscurecer, pero Joanot no se decidía a dar la orden de acampar. Parecía confuso e indeciso, aquel extraño y árido lugar no parecía el más indicado para establecer un campamento. Pero finalmente, la inminente oscuridad le obligó a tomar una decisión. Los almogávares acamparon junto aquel casco petrificado, y pasaron una noche helada, insomne y llena de presagios, bajo un cielo sin luna cuyas estrellas reflejaban su brillo en los granos de sal que recubrían aquella planicie que ahora parecía infinita.
A la hora prima del día siguiente, nos pusimos nuevamente en marcha y seguimos avanzando por el lecho seco.
Esta vez fue Ricard el que encontró algo semienterrado por la arena.
Joanot y yo nos acercamos al lugar donde el almogávar se ponía en cuclillas para examinar su hallazgo. Con sumo cuidado, apartaba con la mano la arena que lo cubría.
«¡Qué cosa tan extraña!», me dije.
Eran dos gruesas barras de hierro negro dispuestas paralelas entre sí a unas dos varas una de otra, con unos tablones de madera situados entre ellas. Las barras estaban sujetas mediante gruesos clavos remachados a las maderas, y éstas estaban separadas entre sí algo más de una vara. Conté cinco de estos tablones en el espacio que Ricard ya había desenterrado, pero a medida que apartaban la arena aparecían muchos más, y sobre ellas las barras de hierro parecían extenderse como una carretera hacia el horizonte.
– ¿Qué es eso, Ramón? -preguntó Joanot-, nunca he visto nada igual.
– Yo tampoco -admití.
Ricard llamó a voces a un grupo de almogávares que le ayudaron a ir desenterrando aquel extraño camino de hierro y madera. No estaba a mucha profundidad, y bastaba apartar la fina arena con el pie para sacarlo a la luz. Joanot y yo caminábamos tras los almogávares mientras éstos se afanaban en su tarea.
El sol se elevaba rápidamente en el firmamento.
– Esos hierros deberían estar cubiertos de orín -dije-. Y no es así.
Joanot me preguntó por esto.
– Ese artefacto nunca ha estado sumergido -le expliqué-. Ha sido construido después de que el mar se secara.
– ¿Con qué propósito?
– No puedo imaginarlo. Parece un camino; pero ¿por qué iba alguien a construir un camino de hierro en mitad del lecho de un mar seco?
Me detuve agotado. Los ojos me dolían de tenerlos entrecerrados, pero sólo así podía soportar el fulgor de los granos de sal reflejando la luz solar. Si se levantaba viento aquello iba a ser un infierno.
Le hice una señal a Ibn-Abdalá que nos contemplaba desde lo lejos, y el sarraceno corrió hacia nosotros cargado con un odre lleno de agua. Tras beber, le pasé el cuero a Joanot y le pregunté a Ibn-Abdalá señalando el camino de hierro y madera:
– ¿Sabes lo que es eso?
El sarraceno lo contempló durante un instante, y caminó por él, sobre los tablones de madera.
– Parece una escalera capaz de llegar hasta el cielo; si alguien fuera capaz de ponerla en pie, claro -fue su respuesta.
Observé al cadí admirado. Era sorprendente que a mí mismo no se me hubiera ocurrido ese concepto. En ocasiones había definido mi Ars Magna como una escala conceptual para conducir al hombre hasta las mismas puertas del cielo; un saber ascensional para encontrar las verdades más encumbradas. Pero, por supuesto, aquello había sido una metáfora, pero lo que ahora tenía a mis pies era real y sólido. Y su construcción, si había sido realizada por hombres, debía de haber supuesto un esfuerzo enorme.
¿Intentaría algún pueblo seguir la idea de los babilonios y tender una escalera entre la tierra y el cielo?
No, era absurdo.
– ¿Habías oído hablar a alguien alguna vez de eso? -le pregunté a Ibn-Abdalá. Y él me respondió que nunca había conocido a nadie que se hubiera internado en ese lecho seco más que unos pocos pasos.
– ¿Por qué? ¿Acaso es un lugar maldito?
El cadí me miró divertido.
– Oh, no; en absoluto -dijo-. Pero, ¿por qué iba a querer alguien adentrarse en un lugar como éste?
Asentí. Era lógico, aquello era un desierto de sal donde nadie podía vivir, ni planta alguna crecer. Si alguien hubiera intentado ocultar algo, aquél era, sin duda alguna, el lugar ideal.
Ricard, que estaba en la vanguardia de los almogávares que iban desenterrando el camino de hierro, nos llamó con un grito excitado. Había encontrado algo más.
Junto a Joanot e Ibn-Abdalá caminé hacia allí. Ricard nos hacía señas con los brazos. Tras él se recortaba, contra el cielo azul, una extraña silueta negra.
Conforme íbamos llegando a la altura del almogávar, fuimos descubriendo los asombrosos detalles de aquel nuevo y sorprendente objeto.
Era un gigantesco carro de hierro negro de más de diez varas de longitud, que descansaba sobre cuatro grandes ruedas de hierro, cada una de las cuales tendría la altura de un hombre. Aquellas ruedas descansaban sobre las barras de hierro paralelas que los almogávares estaban desenterrando. Comprendí entonces la utilidad de aquel camino metálico; era evidente que sin él, aquel gigantesco y pesado carromato, se hundiría irremisiblemente en el suelo. Pero, ¿qué utilidad podría tener un carro que sólo podía moverse por un estrecho camino prefijado?
Contemplamos admirados aquella mole de hierro, mientras el resto de los hombres se acercaban. ¿Cuántos caballos o acémilas serían necesarios para arrastrarlo?
Tres de las cuatro ruedas, las delanteras, estaban unidas entre sí por cadenas metálicas. Una cadena unía las tres entre sí; una segunda unía la tercera rueda con un cilindro dentado de metal situado sobre la primera. ¿Cuál sería la función de aquello?, me pregunté, observándolo con cuidado. Parecía un sistema de transmisión, como el mecanismo de un reloj, pero ¿qué hacía algo así en un carro de hierro tan enorme?
Sobre las ruedas, el cuerpo principal del carro era un grueso cilindro sujeto a la plataforma donde estaban los ejes de las ruedas por unos adornos dorados que representaban las alas abiertas de un pájaro. Había oído hablar de armas que, con esa forma de tubo de hierro, y cargadas con polvo negro explosivo, eran capaces de arrojar una piedra a gran distancia y con tanta fuerza como para derribar una muralla. En el sitio de Niebla habían sido usadas estas armas, aunque no habían sido muy efectivas. Me pregunté si no estaría frente a uno de esos artilugios de guerra, pero mucho más perfeccionado, y montado sobre un carro. Quizás eso explicaría que estuviera situado sobre un camino prefijado, si su utilidad era defender un perímetro de terreno, y era necesario desplazarlo de un lugar a otro continuamente.
Había una escalerilla en la parte posterior del carro. Trepé por ella y me encontré en una especie de plataforma relativamente estrecha, dado el tamaño completo de aquel artefacto. Había palancas que surgían del suelo de aquella plataforma, y relojes de bronce y cristal finísimo, situados en su pared frontal.
Joanot, que había subido detrás de mí, se quedó admirando todo aquello.
Pasó una mano sobre aquellos relojes, y dijo:
– Todo esto parece de gran valor. Sus constructores deben de ser gente muy rica para dejarlo abandonado aquí sin vigilancia.
No pude por menos que estar de acuerdo con él. Todo lo que se veía estaba perfectamente manufacturado, todas las piezas encajaban entre sí con una perfección asombrosa, incluso las más pequeñas y delicadas. Resultaba difícil entender cómo podría haber sido construido aquello, y qué clase de artesanos habían intervenido.
Joanot estaba estudiando la expresión de mi rostro.
– Tú siempre tienes respuesta para todo, anciano -me dijo el valenciano-. Debes de tener una idea sobre lo que es esto.
Pero yo sólo podía especular:
– Esto es un carro de guerra. Es tan pesado que podría derribar una muralla con sólo chocar contra ella, por eso necesita de ese camino de hierro; se hundiría en el suelo sin él.
Joanot miró a su alrededor escéptico, y dijo que yo sabía mucho de mis cosas, pero muy poco de la guerra. Aquel artefacto le parecía demasiado pesado y aparatoso; no resultaría efectivo en mitad de una batalla.
– ¿Has calculado cuántos caballos harían falta para arrastrarlo?
– Muchos, sin duda.
– No, demasiado aparatoso y vulnerable… ¿Qué haces?
Había sujetado con ambas manos una rueda dorada que había bajo los relojes; siguiendo un impulso, intenté girarla, pero no lo conseguí.
Joanot quiso saber qué intentaba hacer.
– Creo que algo con esta forma está hecho para girar, pero… -le dio otro fuerte tirón-; no logro moverla.
Joanot me hizo a un lado, y sujetó él la rueda. Enrojeció por el esfuerzo, pero al cabo de un instante, con un largo chirrido del metal, la rueda giró. No pasó nada. Joanot se apartó y me cedió nuevamente el sitio frente a la rueda dorada. Esta vez sí pude hacerla girar sin dificultad.
– ¿Crees que eso puede tener alguna función? -me preguntó el valenciano.
– No lo sé, pero… -tiré de la rueda hacia mí, y una pequeña tronera de hierro, y de forma redonda, se abrió tras ella.
Cogido por sorpresa, a punto estuve de caer de espaldas, pero Joanot me sujetó. Abrí completamente la tronera y oteé su negro y angosto interior.
– ¡Eh! -grité acercándome, y al instante recibí un eco de mi voz.
Impaciente, Joanot quiso saber qué era eso. Le miré divertido. Me sentía como un niño que acabara de encontrar un juguete nuevo.
– No tengo la menor idea -dije.
– Bien -Joanot asintió despacio-. Bien. Estúdialo entonces cuanto quieras; vamos a establecer aquí el campamento.
El valenciano descendió de la plataforma, y gritó las órdenes a sus almocadenes.
Yo volví a inclinarme sobre el orificio. Introduje una mano, y palpé las paredes interiores. Al sacarla, mi mano estaba negra. Esto me sobresaltó, hasta que comprobé que se trataba de hollín. De modo que allí dentro había ardido un fuego, consideré mientras, pensativo, me limpiaba la palma de la mano en el costado de mi túnica de lino.
Me incorporé y miré por encima de los relojes dorados. Sobre la curva del gran cilindro horizontal que era el cuerpo principal del carro, se levantaba otro cilindro de menor tamaño, vertical, y situado cerca de su extremo delantero. Lo había visto desde el principio, pero no había sabido interpretar su utilidad. Ahora, en cambio, parecía bastante clara: se trataba de una chimenea.
¿Sería posible que todo aquel artefacto no fuera más que un fogón o una especie de estufa? Esta posibilidad me parecía bastante decepcionante.
Volví a la tronera e intenté distinguir algo en su oscuro interior.
Mientras permanecía agachado, estudiando minuciosamente el lugar donde había ardido el fuego, un grito de sorpresa y terror salió de la garganta de todos y cada uno de los trescientos almogávares que rodeaban aquel artefacto.
Quedé unos instantes paralizado por la sorpresa. Conocía a aquellos hombres y sabía de su valor. No podía imaginar qué podía haberles hecho gritar así.
Levanté la cabeza y vi a Joanot, a unos pasos del carro de hierro, paralizado por el terror, miraba hacia arriba y gritaba como casi todos sus hombres. Algunos se habían tirado sobre la arena salina, y tapaban sus cabezas con los brazos, como si pretendieran protegerse de algo gigantesco que se abatiera sobre ellos.
Siguiendo la mirada de Joanot, elevé la vista hacia el cielo… Y sentí cómo el terror paralizaba mi cuerpo.
Cerré con fuerza los ojos y los volví a abrir. Seguía allí; una enorme criatura, del tamaño de una montaña, que flotaba lentamente hacia nosotros, proyectando su larga sombra sobre las dunas, y sobre los aterrorizados almogávares.
Caí de rodillas, y junté mis manos para rezar, para pedirle a Dios que pasara aquella horrible y nueva visión.
Pero esta vez no se trataba de una de mis alucinaciones. Todos los almogávares, incluso el cadí Ibn-Abdalá, lo estaban viendo al mismo tiempo que yo. Si era una pesadilla, aquélla era sin duda la más real y terrible de todas. Podía incluso notar cómo el aire vibraba al acercarse aquella cosa, que eclipsaba ya completamente el sol.
De repente mi cabeza empezó a dolerme de una forma horrible, y sentí que mi cuerpo se ponía tenso. Caí de espaldas, con las extremidades rígidas como palos, los ojos abiertos mirando desorbitados aquella especie de gigantesco pez volador de brillante y tersa panza, que tenía el tamaño del leviatán.
Había perdido el sentido, y desperté brevemente de mi sueño de inconsciencia. Estaba tumbado sobre una amplia litera de lona, cubierto con una suave sábana de un tejido finísimo. La litera estaba situada junto a un gran ventanal por el que entraba la luz. A través del ventanal, la arena del desierto se deslizaba a gran velocidad muy abajo. Volaba sobre ella como lo haría un espíritu o una bruja.
La segunda vez, mi despertar fue más breve. Un solo parpadeo somnoliento.
Vi la ciudad acercarse a gran velocidad; un mar de relucientes tiendas cónicas; sujetas cada una por un único mástil en su centro y tensadas por un anillo de cuerdas, finas como hilos, que se clavaban en las arenas del desierto. De lejos parecía un campo de pequeñas setas blancas; al acercarse recordé con horror las yurtas de los gog.
Pero mi sentido de la proporción estaba equivocado, confundido por la inmensidad del desierto que rodeaba la ciudad, donde no era posible establecer la escala de aquellas tiendas con nada. Hasta que vi a los pájaros volar libremente bajo aquellas cúpulas cónicas, y a las palmeras crecer como hierbajos a su sombra.
Una de las cuerdas, que yo había considerado tan delgada como un hilo, cruzó entonces frente al ventanal, y pude apreciar sus verdaderas dimensiones. Estaba constituida por al menos una decena de fibras trenzadas. Y cada una de aquellas fibras sería tan gruesa como el tronco de una palmera.
Me dije que, sin duda, aquélla era la ciudad de Dios; y que yo iba, al fin, camino de reunirme con Él.
«Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios.»
Luego volví a desmayarme.
Cuando uno decide que ya está muerto, despertar con un fuerte dolor de cabeza es todavía más duro. Estaba tumbado boca arriba sobre un colchón tan suave que bien podría haberse tratado de una nube. Me habían quitado las ropas y me encontraba vestido únicamente con una larga camisola de un blanco azulado.
Me incorporé, y vi que mi lecho era cuadrado y carecía de dosel; y era tan amplio que podrían dormir diez hombres, uno junto a otro, sin molestarse. La tersa suavidad de aquel colchón era una experiencia nueva para mí.
Un muchachito hacía guardia junto a la cama. Tendría apenas doce o trece años, los ojos muy negros y la cabeza afeitada; su única vestimenta era un diminuto taparrabos blanco y su piel era de un tono bronce, como la de los campesinos.
Al ver cómo me incorporaba, los ojos del muchacho se agrandaron por la sorpresa, pero no dijo nada; dio media vuelta y salió corriendo. Lo vi desaparecer por una puerta muy alta y muy estrecha, sin que sus pies desnudos hicieran el menor ruido al correr sobre aquel suelo que parecía un espejo.
Estando solo, sentado en mitad de aquella cama desproporcionada, me dediqué a admirar con cuidado la extraña e inmensa habitación en la que había despertado.
Sin duda me encontraba en un templo o en un palacio, pero yo nunca había visto un lugar tan limpio como aquel en el que me hallaba. Las paredes parecían de mármol blanco, y unas columnas del mismo material, de fuste estriado, adornaban las esquinas, y ascendían hasta un arquitrabe de tres bandas sobre el que descansaba el techo. Los capiteles estaban adornados con hojas de palma, representadas de una forma muy sencilla. En realidad todo era estilizado y limpio, sin adornos inútiles.
Me deslicé hasta el borde de la cama, y puse mis pies en el suelo. Parecía estar hecho con el mismo material que las paredes, pero allí era de un tono gris con vetas más oscuras. Froté mis pies desnudos por aquel suelo tan pulido y limpio que podría pasar por un espejo. Aquello no era mármol, no tenía su textura ni su tacto; más bien parecía cristal, vidrio teñido, como el de las catedrales. Estaba cortado en grandes losas de más de una vara de ancho, engarzadas en una retícula cuadrada de metal dorado, tal y como en una vidriera estarían sujetos entre sí los cristales coloreados con láminas de plomo.
Mi imagen se reflejaba en aquel suelo cristalino. Parecía mucho más viejo y mi pelo y mi barba habían crecido desordenados.
Un vendaje blanco rodeaba mi cuello. Llevé la mano a él y descubrí que la dolorosa buba había desaparecido por completo. El vendaje no estaba muy apretado y decidí dejarlo de momento.
Me puse en pie, notando el agradable frescor del cristal en mis pies, y caminé hasta un enorme ventanal que ocupaba completamente la pared a la izquierda del lecho. Además de aquella cama, no había ningún otro mueble a la vista, excepto un gran macetero rectangular en el que crecían unos arbustos salpicados de flores blancas.
La luz entraba incontenible por aquel ventanal, y yo avancé decidido hacia él.
Mi cabeza rebotó contra un muro invisible, y el golpe fue tan violento que a punto estuvo de hacerme caer de espaldas. Me llevé un mano a mi dolorida nariz, y con la otra tanteé hacia delante. Era un cristal; la ventana estaba cerrada con un vidrio tan limpio y transparente que era casi invisible. No había visto jamás nada semejante, ni siquiera entre las más perfectas vidrieras que alguna vez tuve ocasión de contemplar.
Contemplé el exterior a través de aquel muro purísimo.
«Ven y te mostraré la novia, la esposa del Cordero. Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad Santa…»
No podía encontrar mejores palabras para describir lo que estaba viendo que las escritas por san Juan en la última parte de su Apocalipsis:
«Su brillo era semejante a la piedra más preciosa, como la piedra de jaspe pulimentado…»
Con el rostro pegado al cristal de la ventana, miraba hacia un lado y otro, con movimientos cortos y nerviosos. La belleza de lo que veía me emocionó hasta el punto de hacerme saltar las lágrimas…
«Su muro era de jaspe, y la ciudad de oro puro, semejante al vidrio puro… y la plaza… como vidrio transparente…»
Toda la ciudad parecía estar hecha de cristal, como aquella habitación; y los edificios eran esbeltos y desafiantes como las agujas de las catedrales, combinando el blanco traslúcido con el cristal transparente engarzado en delicadas estructuras de metal dorado; tan fino como un encaje, pero lo suficientemente resistente como para permitir que los edificios alcanzasen la altura de las más altas catedrales que yo hubiera visto nunca. Más arriba se cernían las cúpulas cónicas que cubrían la ciudad y la protegían del abrasador rigor del sol. Y allá en lo alto, casi rozando aquellas cúpulas, creí ver condensaciones de vapor, y bandadas de pájaros, y un racimo de formas esféricas y otras alargadas, semejantes al leviatán volador que me había llevado hasta allí, pero empequeñecidas por la distancia.
Roger de Flor había creído en una ciudad del Preste Juan adoquinada de oro, y lo que yo ahora contemplaba era algo mucho más valioso e impresionante; ¡una ciudad de cristal! El cristal era tan precioso como el oro, y además la luz lo atravesaba.
Estrechos y largos puentes unían los edificios a diferentes alturas, se distinguían cientos de personas deambulando por aquellas pasarelas, conversando entre sí, y viviendo tras aquellos muros de cristal. Por todas partes asomaba la vegetación; plantas encerradas en urnas cristalinas creciendo de forma exuberante…
Sonó una voz femenina a mi espalda.
Me volví rápidamente. El muchachito había regresado, acompañado por una mujer de edad madura. La mujer me sonrió con delicadeza y dijo algo en un idioma que no pude entender. Pero, por la inflexión que le había dado a su voz, supuse que era una pregunta. Me encogí de hombros y dije:
– No entiendo tus palabras.
La mujer era de pequeña estatura y muy delgada. Su pelo era castaño salpicado por hebras grises, y lo llevaba sujeto con un moño a la nuca. Su rostro moreno estaba surcado de finas arrugas y reflejaba una hermosa serenidad. Se cubría únicamente con una toga ligera, de un material semejante a la gasa, que envolvía su pequeño y delicado cuerpo.
Le calculé unos cuarenta años de edad. Me repitió la pregunta.
Seguía sin entenderla, aunque el idioma me resultaba tremendamente familiar.
Hizo un nueva pregunta, pronunciando ahora muy lentamente.
Por supuesto que sí, me dije.
La mujer me había preguntado: ¿No puedes hablar mi idioma?
Hablaba griego jonio; el mismo que usó Aristarco de Samos en sus escritos, mil seiscientos años antes. Yo conocía aquel dialecto, pero me había confundido en un principio la forma en que la mujer unía las sílabas.
– Te entiendo perfectamente -respondí en la misma lengua, pronunciando las palabras muy lentamente.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó la mujer inclinando levemente su frágil cabeza y señalando su cuello-. ¿Te duele aquí?
Le respondí que no; que me encontraba perfectamente. Y ella dijo que yo era un hombre muy fuerte; y preguntó que cuántos años había vivido.
– Más de setenta -le respondí.
Ella dijo que nunca había conocido a alguien del Mundo Exterior con una edad tan avanzada; aunque, en ocasiones, el cuerpo humano es capaz de realizar proezas mayores. Me sorprendió la forma en la que se había referido al Mundo Exterior, como si se tratara de algo lejano y misterioso.
Le pregunté entonces por el paradero de mis compañeros. Y respondió que algunos aguardaban en un local de ese mismo edificio; pero que la mayor parte caminaba hacia aquí, guiados por sus hombres a través del desierto.
– ¿Sois hombres o ángeles?
– Hombres como tú -me respondió.
Señalé hacia el exterior y dije:
– Una ciudad de cristal, tal y como describe san Juan que será la ciudad de Dios.
La mujer me pidió que tuviera calma con un gesto de sus manos. Me llamaron la atención; eran muy hermosas, con unos dedos largos y elegantes, y unas uñas tan perfectas que no parecían humanas.
Entonces la mujer me dijo:
– Tus amigos nos han dicho que tu nombre es Ramón Llull, y que eres un sabio, un hombre de ciencia, y por lo tanto comprenderás que existen realidades que no son fáciles de interpretar correctamente con una primera visión.
Después añadió, con una sonrisa, que su nombre era Neléis, y era consejera de esa ciudad a la que llamó «Apeiron». Sus dientes eran blancos y perfectos; como los dientes de una adolescente y no de una mujer de su edad.
Le pregunté si ésta era la ciudad fundada por los discípulos de Aristarco de Samos, tres siglos antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y ella respondió que poco a poco lo iría comprendiendo todo. Volvió a ejecutar aquel gesto de paz con sus bellas manos y quiso saber si me encontraba bien y si deseaba acompañarle.
Respondí que hacía tiempo que no me sentía tan bien, pero entonces reparé en mis exiguas vestiduras. Bajé la vista hacia mis piernas delgadas y desnudas y le pedí que me devolviera mis ropas.
– No debes preocuparte por eso -dijo ella-. Aquí nadie usa mucha ropa, como comprobarás; hace demasiado calor.
– Bien -acepté. A lo largo de mi vida he viajado tanto, y he visto costumbres lo bastante diferentes como para que nada me sorprenda demasiado.
Abandonamos la habitación en la que había despertado y caminamos por un amplio pasillo abovedado, construido con los mismos materiales; cristal coloreado sobre una estructura metálica que se doblaba y retorcía formando arcos y simulando formas vegetales muy hermosas.
Nos cruzamos con hombres y mujeres vestidos con togas tan exiguas y transparentes como la que Neléis llevaba, que nos miraron con una inocente curiosidad. Aquella gente era muy hermosa, con la piel curtida por el sol, y unos cuerpos que se asemejaban a las representaciones de los atletas de la antigua Grecia.
Neléis me condujo por el pasillo hasta una gran sala circular, cuyo techo era una bóveda transparente. Las columnas que sujetaban la bóveda imitaban a cinco delgados troncos de árbol hechos de metal verde, que ascendían rectos hacia la bóveda, y una vez allí se diversificaban en multitud de finos ramizos que se enredaban elegantemente entre sí. Estas ramas de metal sujetaban la cristalera que formaba la bóveda, y a través de ésta se contemplaba, espectacularmente, la ciudad.
Inmediatamente recordé la Sala Armilar del Palacio de Constantinopla. Los dos arbustos que crecían junto a su puerta parecían un reflejo de esto. Pero en ésta había una especie de lecho en el centro de la sala, iluminado perfectamente por la luz que penetraba por la cúpula. El lecho era estrecho, y estaba sujeto por una base de finas varillas metálicas articuladas, que parecían las patas de un insecto, y que podrían orientar o inclinar el lecho en cualquier dirección. A su alrededor había multitud de mesas y estanterías repletas de frascos y redomas de cristal que parecían constituir el laboratorio de un alquimista.
Neléis señaló mi cuello y preguntó si notaba alguna molestia.
Llevé mi mano al vendaje y respondí que no. Pregunté si ellos me habían curado.
Neléis respondió afirmativamente, y me contó cómo, mientras estaba inconsciente, cirujanos de Apeiron me habían operado y me habían extraído el rexinoos.
– ¿Cómo le has llamado? -pregunté.
– Rexinoos -dijo ella-. La piedra de la locura; aquel que corrompe el alma.
Neléis se acercó a uno de los estantes repletos de frascos de cristal, y me señaló uno semejante al vaso alquímico.
¿Cómo encontrar un vaso capaz de contener un espíritu?
Aquello era algo repugnante; una masa central bulbosa, como pequeños racimos pegados con gelatina, de no más de una pulgada de diámetro, rodeada por un halo de fibras blancas y retorcidas, como largos gusanos delgados y viscosos.
– Durante las primeras semanas permanece casi inactivo bajo la piel, adaptándose al cuerpo de su huésped -me explicó la mujer mientras yo observaba el contenido de aquella redoma con una mezcla de fascinación y repugnancia-. Luego sus pseudópodos penetran en la cabeza, y el rexinoos crece en torno al cerebro, mezclando su mente con la del huésped. Cuando te encontramos estaba al inicio de esa fase; unos días más y no hubiéramos podido hacer nada.
No entendía nada. Miré aquella cosa y luego a la mujer buscando respuesta. Pero ella me preguntó sobre las circunstancias en las que había recibido al rexinoos.
– En el poblado de los gog… -empecé a decir.
– ¿Los gog? -se extrañó ella-. ¿Te refieres a los protohombres?
Hice un gesto de confusión. Creía estar viviendo un sueño.
– Los gog y las «langostas»… y una de ellas me picó en el cuello.
Neléis me pidió entonces que le describiera el aspecto de las «langostas».
Dije que sólo las había visto durante un instante, antes de que una de ellas me hiriera con su cola de escorpión. Y que iban montadas en caballos y llevaban armaduras plateadas, y grandes alas plegadas a la espalda…
– ¡Los Kauli! -exclamó Neléis-. Pero no puede haber kauli en estas latitudes; debiste de sufrir una alucinación.
Miré perplejo a la mujer. ¿De qué estaba hablando? ¿En qué nuevo y extraño mundo había penetrado?
Los persas afirmaban que habiendo rehusado Abraham adorar al fuego, Nembroth lo mandó morir en una hoguera, cuyo fuego fue imposible de encender. Los verdugos se disculparon afirmando que sobre la hoguera había un ángel que impedía encenderse el fuego, y que no era posible apartarlo de allí a no ser que alguien cometiera ante su vista algún crimen execrable; como cometer un incesto por un hermano con su hermana. El primero se llamaba Kau, la otra Li, y de este enlace blasfemo salió el tronco de una raza abominable que se llamó «Kauli». Pero el ángel se mantuvo allí, al lado de Abraham, y Nembroth, confuso y furioso, arrojó al patriarca de su presencia y de su reino.
Un hereje nestoriano me había contado esta historia en una ocasión. Los nestorianos habían permitido que los mitos persas contaminaran su culto degenerado, y yo no le había dado mayor importancia a las palabras de aquel hombre, pero al escuchar a Neléis referirse a las langostas como kauli, recordé al sacerdote nestoriano del poblado gog; y aquel recuerdo le estremeció.
– Estás en un error -le dije a la mujer-. Lo que yo vi eran langostas surgidas del infierno, y eran tal y como las describe el Apocalipsis de Juan.
Un joven musculoso, con su cráneo perfectamente afeitado, entró en la sala y se dirigió a Neléis:
– Señora -dijo-, los guerreros están en las puertas occidentales de la ciudad.
Neléis le agradeció el mensaje al joven, y me dijo:
– Ésos son tus compañeros de viaje. ¿Quieres acompañarme para recibirlos? Más tarde continuaremos con esta conversación.
Seguí a la mujer hasta el exterior, y entonces me di cuenta de que debía de ser una hora avanzada de la tarde. El cielo parecía enrojecer a través del blanco velo tensado de las cúpulas cónicas. Pronto sería de noche en Apeiron.
«La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen… sus puertas no se cerrarán de día, pues noche allí no habrá…»
Esto era lo que afirmaba el Apocalipsis y esto era lo que yo estaba viendo en esos momentos. Mientras el atardecer teñía de rojo las fachadas de cristal de los edificios, presencié cómo diminutas luces aparecían por doquier, iluminando las calles y convirtiendo los edificios en impresionantes torres de luz, como joyas de fuego que se elevaran hacia el cielo.
Habíamos salido al exterior y caminábamos por uno de los estrechos puentes que unía los edificios entre sí. Me quedé inmóvil cuando los globos de cristal que adornaban el puente se iluminaron mágicamente, uno tras otro, con una viva luz amarillenta.
Entonces me detuve fascinado, señalando a Neléis una nueva maravilla.
Era un hombre con un arnés de cuero rodeándole el pecho. Este arnés le unía, mediante unas cuerdas, a un enorme balón de unas diez varas de diámetro. El hombre volaba como un ángel colgado de aquel balón. Otra cuerda que salía de su arnés le unía al suelo varios piso más abajo, donde un segundo hombre manejaba un torno que le daba o quitaba cuerda, haciéndole subir y bajar.
Este fue sólo el primero de aquellos aeronautas, pronto vi a muchos más hasta que se convirtieron en un elemento común del paisaje. Sujetos por aquellas largas cuerdas, subían y bajaban pegados a los esbeltos edificios, ocupados en las cristaleras.
– Limpiacristales -me explicó Neléis con indiferencia.
Mientras el atardecer teñía de rojo las fachadas
de cristal de los edificios, presencié cómo diminutas
luces aparecían por doquier…
Recorrimos el puente hasta una plataforma circular rodeada de una barandilla metálica que simulaba una enredadera, con hojas de parra y delgados zarcillos, colgando de ella. Junto a la plataforma, en una especie de embarcadero, esperaba uno de aquellos balones flotantes, pero éste era mucho mayor que los que sujetaban a los limpiacristales; era tan grande como la Oliveta , y de él pendía una pequeña barca de madera.
Neléis subió a esta barca y me hizo un gesto invitándome a que hiciera lo mismo.
Yo contemplé inseguro el enorme balón flotante.
– No hay otra forma de ir hasta donde tus amigos nos esperan -me dijo la mujer.
– Sólo las brujas y brujos tienen el poder de volar -repliqué.
– No hay nada mágico en este artilugio. Tan sólo el sabio aprovechamiento de una característica que nos da la naturaleza; los gases más ligeros ascienden, al igual que las burbujas de aire buscan la superficie del agua. Si encerramos una gran cantidad de un gas realmente ligero -la mujer señaló el balón-, podremos aprovechar su fuerza ascensorial para sujetarnos en el aire.
Subí a la barcaza, no muy seguro. Inmediatamente el vehículo se puso en marcha con una suave sacudida. Nos apartamos del embarcadero, y empezamos a deslizamos por una de las amplias avenidas de aquella fantástica ciudad.
El vehículo volador se dirigió en línea recta hacia uno de los puentes que saltaban de un edificio a otro. Durante un instante tuve por seguro que íbamos a chocar contra él y, asustado, alcé los brazos para protegerme la cara. Pero noté un tirón, y el vehículo descendió suavemente para así pasar por debajo del puente.
Sujetándome con ambas manos a la barandilla de la barcaza, me incliné para mirar hacia abajo. Entonces, mientras luchaba contra el vértigo de aquella visión, descubrí qué era lo que impulsaba aquel enorme balón. Mucho más abajo, un carruaje de metal semejante al que los almogávares habían encontrado en el desierto, se movía por uno de aquellos caminos de hierro y tiraba de unas sogas que arrastraban tras de sí el balón y la barcaza en la que viajábamos.
Todo el espacio entre los edificios estaba entrecruzado por infinidad de aquellas vías, y un sistema de poleas alargaba o acortaba la longitud de los cables que nos sujetaban, lo que permitía al balón subir y bajar, evitando así los puentes.
Pero había algo que no encajaba en todo aquel razonamiento, y era el importante detalle de que no había nada que tirase del carro de hierro. Ni caballos, ni bueyes, ni acémilas; el carro parecía moverse por sí mismo.
Acudieron a mi mente las palabras del franciscano inglés Roger Bacon, al que no había tenido la fortuna de conocer personalmente, pero había leído con deleite sus múltiples escritos cargados de sabiduría e imaginación; especialmente su Opus Maius, que parecía adivinar lo que ahora yo estaba contemplando, y en el que Bacon había descrito «naves que se movían con suma celeridad, aun cuando un solo hombre las dirige»; y carros que, «no siendo tirados por ningún animal», se desplazaban también rapidísimamente; y naves que «vuelan por el aire»; como ésta sobre la que yo me encontraba.
Le hablé de Bacon a Neléis, y me dijo que no sabía nada de él, pero que algunos de los exploradores de Apeiron se habían adentrado muy lejos en el Mundo Exterior, y que quizás alguno de ellos sí le habría conocido.
Mareado, me aparté del borde de la barcaza y le pregunté a Neléis cómo era posible que el carro de hierro que tiraba de nosotros avanzara sin que nada lo arrastrase.
La sorprendente respuesta de ella fue que se arrastraba a sí mismo, gracias a la poderosa fuerza que impulsaba toda actividad en Apeiron: el vapor.
En un manuscrito leído por mí hacía muchos años, llamado las Pneumáticas de Herón [27], se hablaba de un ingenioso artefacto que usaba el poder del vapor para moverse. Muy ingenioso, pero consideré que era apenas un juguete para embobar a los crédulos, sin ninguna utilidad práctica; pero ahora, aquella mujer afirmaba que toda esa maravillosa ciudad era animada por ese mismo principio.
Apeiron me recordaba poderosamente otra ciudad maravillosa que yo conocía bien: Venecia. Pero una Venecia del aire en lugar de una Venecia del agua. Las calles de Apeiron eran semejantes a los canali venecianos, pero allí el tráfico se movía a muchos niveles, cruzándose entre sí aquellos vehículos voladores con lenta majestuosidad y evitando los puentes con la precisión de un buen navegante.
En ocasiones, dos de aquellos vehículos flotantes se acercaban tanto al cruzarse que parecía inminente un choque en el aire, pero sus pilotos utilizaban unos sifones, que arrojaban aire a presión, para apartar los balones entre sí.
La barcaza siguió su camino, y ambos permanecimos en silencio, hasta que alcanzó una plataforma en cuyo muelle atracó. Joanot, Sausi Crisanislao nos esperaban en ella y salieron a mi encuentro. El joven caballero se interesó por mi estado de salud, y al responderle yo que me encontraba perfectamente, preguntó si había sido curado por los médicos de aquella ciudad maravillosa.
Le tranquilicé nuevamente sobre mi salud, y Joanot contempló durante un momento mi ridículo atuendo con una sonrisa en los labios, pero no hizo ningún comentario. Después saludó en griego a Neléis, y acto seguido me arrastró hasta el borde de la plataforma, que estaba situada sobre una de las puertas que se abría en la muralla de la ciudad.
«Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel…»
Eso era lo que afirmaba san Juan, y aunque yo no disponía de una caña dorada para confirmarlo, estaba seguro de que aquel muro tenía una altura impresionante.
Pero siempre me había preguntado por qué la ciudad de Dios necesitaba tener un muro de aquella altura si al final del Apocalipsis, en el momento en el que aparecía la ciudad, todo enemigo y todo Mal habían desaparecido para siempre y sólo quedaban los justos. ¿Contra qué serviría de defensa aquel enorme muro del que hablaba San Juan?
¿Contra quién serviría de defensa el muro, no menos impresionante, de Apeiron? ¿Contra los gog? ¿Contra el propio Satanás?
Los trescientos almogávares cruzaban entonces, en perfecta formación, bajo el gran arco dorado que era la puerta de la ciudad. Eran guiados por jinetes ataviados con brillantes armaduras rojas que supuse que formarían parte de la guardia de la ciudad.
– ¿Desde cuándo hablas griego? -le pregunté a Joanot.
– Mi padre era un hombre instruido, a diferencia mía; y leía habitualmente a los clásicos -respondió sin apartar la vista de los almogávares que iban entrando-; me obligó a aprender la lengua griega, pero al principio me costó entender el acento de esta gente… -Y añadió al cabo de un rato-: Hemos vencido, Ramón, ¿no es cierto?
– Eso parece -respondí.
– Ha sido un largo y duro camino hasta aquí -dijo-, pero hemos alcanzado la meta que Roger de Flor nos marcó. Cuando te vi caer, junto al carro de hierro, cuando apareció ese dragón en el cielo, temí por tu vida, anciano. Temí de verdad por tu vida; por eso te acompañé personalmente hasta aquí; viajé en el estómago de aquel dragón sólo para seguir a tu lado. Pensé que ibas a morir sin terminar esta aventura. Y eso no puede ser; no me harías eso, ¿verdad anciano? ¿Qué haría yo aquí sin ti? ¿Qué haríamos ninguno de nosotros? Yo apenas chapurreo unas pocas palabras de griego, y tengo que admitir que no entiendo casi nada de lo que veo a mi alrededor. Porque ésta es la ciudad del Preste Juan, ¿verdad?
Hice un gesto de abatimiento. Podía comprender el estado de ánimo de Joanot, pero mi propio ánimo no andaba mucho mejor. Aquello nos superaba a todos por igual; al guerrero y al científico, y nos igualaba en ignorancia y en la capacidad de asombro que todas aquellas maravillas que nos rodeaban podían provocarnos. ¿Cómo decirle a Joanot de Curial que yo mismo me sentía asustado y desorientado por todo aquello?
– Creo que éste es el final de nuestro camino. La ciudad que andábamos buscando, aunque sus habitantes, sin duda, no han oído hablar nunca del Preste Juan. Ellos llaman Apeiron a su ciudad, y creen ser descendientes de una secta de filósofos materialistas griegos, que huyeron de la isla de Samos hace más de mil quinientos años.
Joanot me miró confuso durante un instante. Luego dijo:
– En realidad no me importa demasiado cómo diablos llaman ellos a su ciudad. Tan sólo me importa si tiene oro y poder, tal y como afirma la leyenda, y a la vista está que deben poseer ambas cosas.
Neléis se acercó a nosotros y nos indicó que los almogávares ya estaban en el interior de la ciudad.
– ¿Queréis acompañarme? -dijo-; os conduciré hasta ellos.
Descendimos por unas escaleras metálicas, que se enroscaban sobre sí mismas como la concha de un caracol, hasta una plataforma inferior, y de nuevo allí pudimos ser testigos de la magia de Apeiron. La plataforma estaba sujeta por unos cables, y éstos se tensaban contra unas enormes poleas; con un suave chirrido las poleas giraron y la plataforma fue descendiendo lentamente hasta llegar al nivel del suelo.
Los rudos almogávares formaban un apretado grupo bajo las enormes hojas dobles de la puerta de la ciudad. Ariscos y desconfiados se protegían las espaldas unos a otros mientras sus manos no se apartaban mucho de la empuñadura de sus espadas. Estaban aterrorizados por todo lo que les rodeaba, y yo no podía reprochárselo.
– ¡Adalid! -era Ricard, que había detectado la presencia de Joanot y salía a su paso para devolverle el mando de la tropa.
Mientras los dos guerreros hablaban, me acerqué a mi viejo carromato, y saludé a mis acémilas palmeando con cariño el cuello de los animales.
Ibn-Abdalá descendió entonces del carro.
– Me alegra verte con tan buen aspecto, Ramón -dijo el sarraceno entrecerrando sus ojos-. Es milagroso. Cuando te vi partir no pensé que te recuperarías de una forma tan rápida. -Y repitió-:… Es verdaderamente milagroso.
– Todo lo que nos rodea en esta ciudad maravillosa parece producto de un milagro -dije lleno de alegría. Pero la expresión de Ibn-Abdalá hizo que la sonrisa se helase en mis labios-. ¿Sucede algo, amigo?
– Lo que nos rodea puede ser obra de Dios, pero también puede ser obra de Satán -replicó el sarraceno con una mirada huidiza.
Sin comprender completamente al cadí, volví junto a Ricard y Joanot.
– Hemos caminado hasta aquí conducidos por esos hombres -Ricard señaló a los guerreros de rojo-; y a cada paso que dimos temimos caer en una emboscada. Y ahora esto -el almogávar hizo un amplio gesto con sus manos-. ¿Qué clase de lugar es éste, Adalid?
– Esto es la respuesta a nuestras oraciones -le dijo Joanot a Ricard-. Acabáis de atravesar las puertas de la gloria y de la riqueza, tal y como Roger nos prometió.
La gente había ido congregándose en los balcones y plataformas que daban a aquella puerta. Una pequeña multitud de apeironitas nos observaba ahora con una especie de fría curiosidad. Ni vítores ni aplausos; aquello no se parecía mucho a una entrada triunfal. Probablemente los almogávares tampoco la deseaban, pues todos parecían agotados tras la larga marcha, y la tensión vivida durante las últimas semanas.
Joanot, que entendía perfectamente el ánimo de sus hombres, se acercó a Neléis y le dijo con su torpe griego:
– Mis hombres necesitan descanso.
– Por supuesto -dijo la consejera-. Os estamos preparando unas habitaciones en un barrio de la zona este de la ciudad.
– Sea donde sea -dijo Joanot-, deberemos permanecer juntos.
Neléis dudó durante un instante antes de decir:
– No lo habíamos previsto así, pero si ése es vuestro deseo, creo que no tendremos muchas dificultades para encontrar un local lo suficientemente grande…
– No debes preocuparte por eso -dijo Joanot señalando con su dedo por encima del hombro de la mujer-; acamparemos ahí mismo.
Neléis se volvió, y vio lo que Joanot le señalaba. Yo también miré hacia allí, y reí divertido por la expresión de azoramiento de la mujer.
Lo que Joanot señalaba era una amplia plataforma que se elevaba un par de pisos por encima del nivel del suelo. Estaba rodeada por una baranda dorada y cubierta por una tupida y cuidada hierba de la que sobresalían plantas con flores y árboles frutales.
– Eso no va a ser posible -empezó la mujer bastante contrariada por la petición de Joanot-. Es un parque público; los niños van a jugar ahí.
– Nos arreglaremos -sonrió Joanot-; personalmente, me gustan los niños. ¿Y a ti, Ramón?
– No me desagradan -respondí.
– Ningún problema entonces. ¡Ricard!
– ¿Sí, Adalid?
– Acamparemos en esa… especie de loma. Conduce hasta allí a los hombres.
– Sí, Adalid. ¡En marcha, almogávares!
Y ante la mirada de asombro de la consejera y de los ciudadanos que se habían congregado, los catalanes se dirigieron hacia la plataforma.
Tan sólo unas horas después, los catalanes se encontraban allí como en casa; habían plantado sus tiendas en el rico humus cultivable, aplastando al hacerlo los macizos de flores, y reorganizando el terreno de aquel jardín. Los árboles fueron rápidamente despojados de sus frutos y sus troncos convertidos en leña. Alrededor de la fuente central se habían establecido los comedores y las tiendas de cocina.
Uno de los ciudadanos de Apeiron se había aventurado hasta el campamento almogávar y admiraba asombrado el marcial desastre que los extranjeros habían establecido en lo que había sido un precioso jardín hasta su llegada. Yo lo había visto dar vueltas por el campamento, desorientado, hasta que Joanot le salió al paso.
– ¿Joanot? -preguntó el ciudadano, mirando al joven caballero con los ojos entrecerrados como si no estuviera seguro de reconocerle-. ¿Joanot de Curial?
El hombre era de escasa estatura, y la piel de su rostro era oscura y muy curtida, con profundas arrugas en torno a los ojos. Su barba era negra, así como los escasos cabellos de su ancha cabeza. Vestía como los apeironitas, con una corta y ligera túnica de tejido blanquísimo, pero al hablar lo hizo en lengua italiana.
– Joanot de Curial -dijo-; no puedo creer lo que ven mis ojos.
El adalid se volvió hacia él, y su rostro expresó la misma sorpresa que parecía embargar a aquel hombre. Ambos se abrazaron llenos de alegría, y luego Joanot nos lo presentó. Era Vadinio Vivaldi; uno de los dos hermanos que habían comandado, doce años antes, la expedición de Tesidio Doria a la búsqueda del reino del Preste Juan.
– Luego lo conseguisteis -dijo Joanot.
El hombre bajó los ojos con pesar, y dijo:
– Sólo yo. Mi hermano Ugolino no sobrevivió al viaje.
Nos contó cómo la nave en la que había viajado su hermano naufragó en las costas del mediodía ethiope, y cómo perdió la vida en ese desastre. Parte de la tripulación de la nave siniestrada se acomodó en la otra nave, y el resto quedó en aquellas tierras.
Vadinio prosiguió entonces su viaje y, tras innumerables aventuras por mar y por tierra, que serían muy largas de relatar aquí, llegó hasta la ciudad de Apeiron.
Joanot se extrañó de que no se hubieran decidido a regresar, a pesar de los años transcurridos. Vadinio sonrió y dijo:
– No conoces esta ciudad -respondió enigmáticamente-, o no te sorprenderías de eso. Ni siquiera mantengo contacto con mi antigua tripulación; a muchos de ellos no los he visto desde hace años.
– ¿Es éste, entonces, el reino del Preste Juan? -le preguntó Joanot.
Vadinio asintió.
– Así lo denominamos en Occidente -explicó-; pero estas gentes llaman «Apeiron» a su ciudad, que significa algo así como el principio fundamental del que derivan todas las cosas. Es un lugar verdaderamente mágico, pero habéis llegado a él en un momento difícil. -Se volvió hacia las tropas de Joanot, y señalándolas preguntó-: ¿Son almogávares?
– Así es -le respondió Joanot.
– Buenos guerreros -dijo.
– Los mejores -replicó Joanot.
– Pues van a ser muy apreciados por aquí -concluyó Vadinio-. Vuestra llegada puede haber sido providencial para estas gentes.
Joanot quiso saber a qué se refería, pero Vadinio contestó nuevamente de una forma enigmática y dijo que pronto lo averiguaríamos.
Esa misma tarde recibimos la visita de la consejera Neléis, comunicándonos que la Asamblea que dirigía la ciudad iba a reunirse de forma extraordinaria, y que Joanot y yo estábamos invitados a la reunión.
– Veo que no habéis tenido problemas para instalaros -dijo después.
– Este es un lugar extraño -le respondí-. Al poco tiempo de estar en él es fácil sentirse seguro, a pesar de estar rodeado por toda esa muchedumbre; pero es casi imposible dormir por las noches con toda esa luz y todo ese ruido.
– Hemos despejado un gran estadio deportivo cubierto, en el lado norte de la ciudad; sin duda allí estaríais más cómodos y el ruido os llegaría más amortiguado.
– Es posible -dije-; pero dudo que Joanot acepte cambiar de lugar.
La consejera hizo un gesto de indiferencia; aquel tema ya no parecía preocuparle demasiado. Pero no era lógico; para cualquier nación los almogávares eran un ejército pequeño pero muy bien armado y con un evidente espíritu combativo. Al abrirles las puertas de su ciudad, los apeironitas, habían demostrado una confianza extraordinaria en aquellos bárbaros extranjeros. Una confianza que podría parecer temeraria.
– No sois el enemigo -dijo Neléis cuando yo le expresé estos pensamientos-; conocemos a nuestro Adversario, y no podríamos confundirlo con vosotros.
– ¿Cómo podéis estar tan seguros de nuestras buenas intenciones, de que no somos aliados de vuestros oponentes? -le pregunté.
La mujer dijo entonces que el enemigo de la ciudad no es un hombre como nosotros, aunque podía servirse de hombres para sus fines.
– He visto algunas señales -le confié entonces-; los ejércitos gog, y el fuego y el humo surgiendo del abismo; y a las langostas cabalgar como jinetes diabólicos. Y esta ciudad de luz y cristal, brillando como una novia engalanada. Vuestro enemigo es, por tanto, el adversario de todo hombre.
– Es una forma de ver las cosas -dijo la mujer dudando-. Pero no es del todo correcta. Nuestro enemigo es una criatura muy poderosa, mucho más de lo que podáis imaginar, pero no hay nada de sobrenatural en él; nada que la ciencia y las armas no sean capaces de derrotar y destruir.
Cuando se hubo marchado la consejera, Ibn-Abdalá se acercó a mí. Era evidente que había estado escuchando nuestra conversación porque dijo:
– Se saben superiores a nosotros y confían en que, llegado el caso, podrían aplastarnos como a moscas.
Me resultaba difícil creer esto.
– Parecen muy pacíficos, y nos han ayudado.
– ¿Piensas que te ayudaron al librarte del Mal? -preguntó el sarraceno.
– Sí -afirmé.
– ¿Y cómo puedes tener la certeza de que eso es así?
– ¿Qué quieres decir? -pregunté extrañado. Desde que había llegado a la ciudad, Ibn-Abdalá tenía aquella extraña actitud. Era evidente que aquel lugar le asustaba, pero era incapaz de enfrentarse a ese miedo o de compartirlo con alguien; también era evidente que el sarraceno ya no confiaba en mí; nuestra buena relación se había enfriado.
– Nunca he visto a nadie sobrevivir al Mal. ¿Cómo sabes que ellos te lo han sacado de dentro?
– Lo vi con mis propios ojos; en el interior de un vaso hermético.
– Viste lo que ellos te enseñaron; pero debes confiar en su palabra. Y vuestra confianza es excesiva. La tuya, y la de tus amigos guerreros. -Ibn-Abdalá bajó el tono de su voz antes de seguir hablando-. Para vosotros este lugar es el Paraíso, para mí se parece mucho al Infierno. Hay cosas que vosotros, los ponentinos, desconocéis. ¿Acaso no habéis oído hablar del anciano que habita en las montañas? Rapta a jóvenes muchachos y los lleva a su ciudad maravillosa donde les hace experimentar los más delicados placeres. Luego, un día, los duerme y los saca de la ciudad; les hace creer que han visitado el Paraíso, al que sólo podrán regresar si mueren sirviéndole fielmente. Los convierte así en esclavos suyos de cuerpo y alma, y los utiliza para sus más oscuros fines.
– ¿Y crees que éste es ese mismo lugar?
– No. Pero hay muchos lugares oscuros y temibles en el mundo; obras de Satán ocultas bajo una fachada engañosa. Y hay muchas maneras de poseer el alma de un hombre. La magia que nos rodea es poderosa, pero todos habéis aceptado sin discusión que se trata de una magia beneficiosa. ¿Por qué?
A mi pesar, y mientras me dirigía a bordo de uno de aquellos aparatos voladores hacia la sala de la Asamblea, no podía apartar las palabras del cadí de mi mente.
Joanot, que se encontraba sentado junto a mí, en la barcaza voladora, miraba tranquilo hacia abajo. Tan sólo nos acompañaba Sausi, como guardia personal de Joanot.
– ¿No te asusta este lugar? -le pregunté a Joanot.
– No. -El valenciano se encogió de hombros-. ¿Tendría que hacerlo?
– El cadí opina que este lugar es obra de Satanás.
Joanot me miró divertido.
– Pero yo no creo en Satanás, ¿recuerdas?
Le rogué que no empezara de nuevo con eso.
– Te hablo en serio, Ramón -replicó él-. Yo puedo ver que este lugar está lleno de magia. No se necesita más que tener ojos en la cara para hacerlo, pero se trata de magia positiva, eso es evidente.
– ¿Por qué?
– Aquí la gente es feliz; toda esta magia, la que ahora nos hace volar, contribuye a hacer más cómoda y agradable la vida de esos ciudadanos. Yo sabía ya que en el reino del Preste Juan iba a encontrar magia; e incluso confío en ver mayores prodigios.
– No crees en Dios ni en el demonio, pero sí que crees en la magia -observé.
– Por supuesto. ¿Me tomas tú ahora el pelo? ¿Acaso no crees tú, que la practicas?
Le hice ver que estaba en un error, que yo no practicaba magia, sino la ciencia y la matemática [28]; y que tampoco creía en la alquimia.
– En cualquier caso -concluí-, Dios está en otro plano diferente.
– Puede que sí y puede que no -dijo Joanot encogiéndose nuevamente de hombros-; pero este lugar es mágico. Para algunos de mis almogávares, Constantinopla ya era un lugar lleno de misterio; y esta ciudad es simplemente fascinante. Haber llegado hasta aquí es todo un premio.
El edificio de la Asamblea era una gran pirámide tetraédrica, rodeada por un amplio espacio verde, cubierto de árboles. La cúspide de la pirámide casi rozaba los gigantescos toldos que filtraban la luz solar y aislaban la ciudad de la terrible sequedad de aquel desierto salino. Toda la pirámide rezumaba vapor blanco que se elevaba y condensaba contra los toldos, creando una extraña nubosidad en torno a la cúspide.
Como el resto de los edificios de Apeiron, la Asamblea estaba construida completamente con cristal purísimo. Tras pensarlo encontré bastante lógico que los apeironitas utilizaran el cristal como base de sus edificaciones. El cristal nace de la arena, y en aquel enorme desierto la arena era la materia prima más abundante y fácilmente disponible. Pero esto no explicaba la asombrosa pureza que lograban darle a aquel cristal.
La barcaza atracó en un muelle situado cerca de la cima de la pirámide, y sus ocupantes cruzamos la plataforma que conducía al interior de la sala de la Asamblea. Ésta era también un tetraedro, pero de menor tamaño, insertado en el pico del edificio de la Asamblea. Un tetraedro formado por la base y las tres paredes que eran triángulos equiláteros de unas veinte varas de lado.
Pegados a dos de estas paredes había dos filas de seis butacas acolchadas en terciopelo rojo, doce asientos para doce consejeros. Eran seis mujeres y cinco hombres; y era asombroso que la mayor parte de la Asamblea, que tomaba decisiones que afectaban a muchos hombres, estuviera compuesta por mujeres. Pero Neléis nos había adelantado que la Asamblea elegía a sus consejeros en virtud de su talento y capacidad política, sin tener en cuenta otras consideraciones.
Todos los consejeros vestían una larga levita de color gris y llevaban una especie de gorro cónico, del mismo color, sobre sus cabezas. Vi la expresión de Sausi al ver este tocado, pero yo estaba tan asombrado como el búlgaro; era el mismo vestuario que habían llevado los sacerdotes muertos del templo cercano a Harrán. Aparentaban tener una edad que estaría entre la de Joanot y la mía, excepto uno de los consejeros, que parecía tan anciano como yo. Éste era un hombrecillo menudo, muy moreno, con la cabeza completamente afeitada, y llevaba un par de lentes dorados permanentemente frente a sus ojos. Apenas retuve en la memoria los nombres de los otros consejeros conforme Neléis nos los iba presentando, pero el de aquel hombrecillo sí conseguí retenerlo; se llamaba Nyayam.
Una vez terminadas las presentaciones, Neléis pasó a ocupar su asiento junto al resto de los consejeros. Un par de sirvientes trajeron sendos asientos para Joanot y para mí, que colocaron frente a los de los consejeros. Otro trajo un asiento para Sausi, pero el búlgaro lo rechazó con un seco gesto de su gran mano, y permaneció en pie detrás del asiento de Joanot.
– Antes que nada, sed bienvenidos a nuestra ciudad -dijo una de las consejeras; una atractiva mujer de rasgos intensos y pelo muy negro-. ¿Vuestros hombres están bien instalados?
– Perfectamente -dijo Joanot con una amplia sonrisa.
– La consejera Neléis nos ha hablado mucho de vosotros -siguió diciendo la mujer tras devolverle a Joanot la sonrisa-. Os agradecemos vuestro esfuerzo por llegar hasta nosotros.
– Traemos saludos y una carta personal del Emperador del Imperio Romano, el gran Andrónico Paleólogo.
Joanot entregó el rollo de pergamino lacrado que xor Andrónico le había confiado a Roger; y, tras abrirlo, la consejera lo leyó con detenimiento. No tuvo problemas pues estaba escrito en griego clásico. Después, tras agradecernos el amable saludo de nuestro Emperador, lo pasó al resto de los consejeros que lo leyeron con solemnidad.
Durante las horas siguientes, los consejeros se fueron interesando por diferentes asuntos referentes al estado de las cosas en el Imperio. Todos ellos intranscendentes, y que fueron cuidadosamente respondidos por Joanot o por mí. Tuve la sensación de que todo aquello era un procedimiento habitual de las normas de su protocolo por el que todos teníamos que pasar. Pero resultó bastante tedioso.
Contaré aquí algunos aspectos de la organización política de la ciudad de Apeiron.
De la misma forma que el cuerpo humano posee cabeza, pecho, y abdomen, Apeiron disponía de gobernantes, militares y obreros. La política de la ciudad se caracterizaba por su racionalismo, por lo que la Asamblea de gobernantes estaba compuesta principalmente por científicos y filósofos.
Los soldados que guardaban y protegían la ciudad de los peligros del exterior eran aquellos guerreros de armadura carmesí que había visto acompañando a los almogávares en su llegada a la ciudad. Eran llamados dragones, pues su arma principal era un tubo de bronce, tallado con la esfinge de un dragón, que arrojaba bolas de fuego por las fauces. No eran muchos, pero estaban muy bien entrenados y concienciados.
Gobernantes y soldados no teman otra meta que la de procurar la dicha y la seguridad de los obreros de Apeiron. Éstos formaban la inmensa mayoría de la población, y se trataba de la gente más feliz que había conocido a lo largo de mis viajes, pues la vida del más humilde de ellos era superior en calidad a la del más encumbrado de nuestros príncipes.
Las hambrunas eran desconocidas en aquella ciudad, las cosechas siempre eran suficientes y un sistema de rotación de cultivos aseguraba la fertilidad del suelo.
Desde el momento mismo de su nacimiento, las vidas de toda aquella gente eran cuidadosamente tuteladas por la ciudad. Pues, para que las mujeres de Apeiron pudieran tener las mismas oportunidades de aprender y progresar que los hombres, eran liberadas muy pronto de la carga que representaba cuidar y criar a sus hijos; y, a partir del primer año, la ciudad se encargaba del cuidado de los niños mediante un sistema público de guarderías y colegios. Se consideraba además entre los ciudadanos que la educación de los niños era algo tan importante que no podía ser confiada a cualquiera, y era responsabilidad de la ciudad ocuparse de ella.
Los apeironitas, hombres y mujeres por igual, pasaban su infancia y su primera juventud en las escuelas públicas de la ciudad, y al abandonarlas iban a ocuparse de la labor para la que habían sido preparados desde su nacimiento. Ningún ciudadano, excepto los miembros de la Asamblea y los militares, trabajaba más de cinco horas al día; pero ninguno trabajaba menos. La pereza era casi el único crimen de la ciudad, y se castigaba con dureza. Otros crímenes más graves como el robo o el asesinato eran prácticamente desconocidos en Apeiron, y sólo había un castigo para ellos: el destierro de por vida. En esos extraños casos, al criminal se le daba una poción que borraba su memoria, y era abandonado lejos de la ciudad para que emprendiera una nueva vida.
Pude escuchar numerosas leyendas que afirmaban que muchos de estos condenados alcanzaron en el exterior una gran fama y poder, quizá aguijoneados por el enturbiado recuerdo de las riquezas y la felicidad que una vez disfrutaron en Apeiron; y que muchos de ellos se convirtieron en generales victoriosos o en despiadados tiranos.
Al concluir la asamblea, Nyayam y Neléis me pidieron que les acompañara.
Descendimos por una escalera metálica, que se doblaba en espiral sobre sí misma, hasta un amplio piso inferior, donde me vi rodeado por una maravillosa maquinaria que trabajaba incesantemente entre nubes de vapor. Grandes ruedas dentadas, haces de finísimas varillas metálicas que transmitían, rítmicamente, fuerzas y movimientos, engranajes, correas transmisoras. Todas estas piezas eran sencillas y hermosas a la vez como el mecanismo de un reloj, pero mucho más preciso y limpio.
Un grupo de hombres y mujeres, ataviados con largos blusones grises, se ocupaban del mantenimiento de aquella maquinaria. Algunos llevaban recipientes con grasa que aplicaban a los engranajes en movimiento. Concentrados en su trabajo, apenas levantaron la mirada a nuestro paso.
Caminamos hasta la pared del fondo, en la que había un artilugio extraordinario.
Me acerqué a él y rocé las teclas y manivelas de bronce con los dedos. Parecía el órgano de una iglesia, pero su aspecto era mucho más complejo que cualquier otra cosa que yo hubiera visto nunca. Unos tubos y conducciones que surgían del suelo se incrustaban en el aparato y exudaban vapor. El lugar que en un órgano correspondería a las teclas y a los botones de registro contenía también un gran número de teclas, pero de forma redonda, con símbolos numéricos y caracteres griegos grabados en ellas.
Al acercarme, un ruidoso repiqueteo surgió de un extremo del órgano y un mazo de láminas de cartón cayó sobre una bandeja. Neléis cogió una y me la mostró; parecía un gran naipe lleno de perforaciones rectangulares. Me explicó que, si la Sala de la Asamblea era el corazón de Apeiron, esta máquina era su cerebro; la inteligencia que mantenía unida la ciudad: las guías de los transportes voladores, el suministro de agua a las casas, la iluminación nocturna…
– Esta máquina analítica es capaz de realizar los cálculos necesarios para dirigir toda esa actividad -dijo la consejera.
– ¡Una máquina capaz de ayudar a la mente humana! -exclamé.
– Exacto -dijo ella, sorprendida de que yo hubiera captado tan rápidamente la idea. No sabía que yo llevaba toda mi vida trabajando en algo similar-, por eso queríamos que la vieras funcionar. De alguna forma, representa nuestro esfuerzo continuado por mantener el orden en este apartado lugar del mundo.
Yo estaba más interesado por saber cómo funcionaba.
– Con vapor -explicó Neléis-, como el resto de la ciudad. Todo este edificio, desde el sótano hasta este piso, está en su mayor parte ocupado por toda su compleja maquinaria. Éste es también un lugar simbólico para nosotros, por ese motivo se reúne aquí la Asamblea.
– Todo esto es maravilloso -dije-; como caminar por el interior de una mente.
Nyayam sonrió y dijo.
– No tanto, amigo mío. Es sólo una máquina capaz de hacer cálculos a gran velocidad, y de guardar una memoria de ellos; pero resulta muy útil para nosotros, sin ella no podríamos mantener Apeiron en funcionamiento. Tú lo has dicho antes: «una máquina para auxiliar a la mente humana». Sólo eso.
– Sólo eso -dije pensativo-. Yo también intenté construir algo así; pero no contaba con vuestros medios. Tampoco entiendo completamente las razones matemáticas que hacen posible esta máquina, pero creo que buscaba lo mismo que vosotros.
– ¿Y cuál era tu búsqueda? -me preguntó el anciano.
– Llegar a comprender la lógica de Dios -dije.
Sí, la lógica de Dios; si los astros y el mundo realizan complejos movimientos siguiendo la lógica matemática elaborada por Dios; si las mareas se suceden una tras otra siguiendo el influjo del Sol y de la Luna, tal y como Dios dispuso desde el principio; si las estaciones llegan una tras otra, año tras año, con perfecta regularidad, y si las cosas siempre caen hacia abajo, y el fuego siempre da calor al arder… si todas estas cosas han sido decididas e impulsadas por Dios, que es el gran relojero y arquitecto de esta maravillosa obra, ¿por qué el hombre creado por Él a su imagen, recorre caminos tan absurdos durante su permanencia en este mundo?
Concebí mis discos del Ars Magna para que me ayudaran a interpretar y a descifrar la mente de Dios, pues supuse que la pequeñez de la mente humana sería incapaz de hacerlo por sí sola. Necesitaba ayuda, y ésta sólo podía provenir de un ingenio creado por mi propia mente, pero que fuera capaz de multiplicar su capacidad, como una palanca es capaz de multiplicar la fuerza de un brazo.
Nyayam se interesó por saber si había logrado algún resultado. Ojalá lo supiera, pensé. Pero le dije:
– En parte sí. Pero nunca logré ir más allá de agotar todas las posibles combinaciones de los principios, y explorar así todas las posibles estructuras de la Verdad.
Neléis me preguntó si no era eso lo que había buscado desde el primer momento.
– Creía que era eso, pero ahora, al ver vuestra máquina, sé que estaba en un error. Cuando intenté aplicar mis círculos a problemas mundanos éstos me condujeron una y otra vez a demostraciones circulares, sin ninguna posibilidad de aplicación práctica. Comprendí que el error era más profundo de lo que yo creía, y que me faltaba algún tipo de herramienta matemática para fundar esta lógica. Pero ahora -extendí los brazos como si quisiera abarcar toda la maquinaria que me rodeaba- veo que el problema tiene una solución, y que vosotros habéis dado con ella, y doy gracias a Dios por haberme permitido visitar esta ciudad antes del día de mi muerte. Debo… es necesario para mí entender cómo funciona esta máquina.
Nyayam apoyó una mano sobre mi hombro y me pidió calma.
– Somos enanos subidos a las espaldas de gigantes -dijo-; no intentes comprenderlo todo inmediatamente, porque cada paso hacia adelante, cada avance tecnológico, lleva consigo una implacable lección de humildad.
Les miré confundido, sin entender completamente lo que querían decir. ¿Cómo podría el avance del conocimiento humano tener consecuencias negativas? Sólo la ignorancia puede ser mala, el conocimiento del mundo sólo nos hará mejores y más felices.
Nyayam y Neléis me miraron significativamente, durante un largo instante, antes de que la mujer dijera:
– ¿Y qué sucedería si ese conocimiento te demostrara que el mundo no es tal y como creías que era? Que es mucho más extraño y complejo de lo que imaginabas.
Me estremecí ante aquellas palabras, y sentí una especie de vértigo, como si mi alma estuviera colgando al borde de un abismo. Les aseguré que no sabía de qué estaban hablando, y ellos me condujeron hasta un extremo de aquella gran sala, donde estaba arrinconada una mesa de gruesa madera repleta de papeles. Sobre ella descansaba una compleja figura; nueve esferas de cobre estaban sujetas a una delicada armilla, y sobre cada una de estas esferas estaba grabado el nombre de un planeta.
– En ocasiones me gusta retirarme aquí para meditar -dijo Nyayam, sonriendo como si quisiera alejar aquella turbación de mi mente-. Sé que esto puede resultar sorprendente, rodeado por todo ese ruido, pero el chasquido de esos engranajes, su monótono repiqueteo, suele ayudarme a disciplinar mi mente. En otras ocasiones, debo advertirte, su efecto es el contrario.
– ¿Qué es esto? -pregunté observando la armilla-. ¿Es un juego?
Neléis quiso saber por qué decía esto, y yo tomé la armilla entre mis manos.
– Sólo existen seis planetas -dije-, contando la Tierra que debería estar situada en el centro. ¿De dónde han salido esos otros nombres? Rea, Océano y Tártaro… Esos nombres no pueden corresponder a planetas.
– ¿Por qué pareces tan seguro de eso? -me preguntó Neléis.
– He estudiado los cielos durante toda mi vida -dije-, y jamás vi más que cinco planetas, además del Sol y la Luna, moviéndose por los cielos.
En realidad, recordé, los pitagóricos afirmaban que los astros del Universo deberían completar el número mágico de diez, y como sea que sólo conocían nueve: Sol, Mercurio, Venus, Tierra, Luna, Marte, Júpiter, Saturno y Estrellas-fijas, tuvieron la osadía de añadir la Antitierra.
Nyayam se acercó a la esfera armilar, y la hizo girar levemente.
– ¿Y si esos otros mundos fueran invisibles para los ojos desnudos, y sólo se descubrieran al hacerlo con potentes instrumentos ópticos? ¿Cambiaría eso tu concepción del mundo? Y si esos mismos instrumentos te demostraran que, efectivamente, la Tierra no ocupa el centro del mundo, ¿lo creerías? ¿Aceptarías lo que esos instrumentos te dicen o en cambio los destruirías afirmando que son obras del demonio?
De nuevo Roger Bacon, el doctor admirable, acudió a mi mente. ¡Qué feliz se habría sentido aquel franciscano inglés de haber llegado a una ciudad como aquélla, y ver todos sus sueños realizados! Su pasión era el conocimiento de la naturaleza, tanto en relación con el contenido de las ciencias como en cuanto al método para investigarlas. Y, como hijo de San Francisco, Bacon transformó su amor hacia las creaturas en observación científica. Tenía una fe exuberante, no sólo en Dios, sino también en la naturaleza, en los hombres, y en sí mismo. Sentía el universo rico de infinitos secretos:
«Ve, observa, experimenta, aplica». El saber para él era acción y sentía la necesidad de los hechos y de las pruebas. Nunca le asustó la Verdad. ¿A mí sí?
– No lo sé -reconocí-; no sé lo que haría, lo que creería, si tuviera que enfrentarme a una realidad distinta de la que creo. -Alcé los ojos y miré desafiante al anciano consejero-. Pero sé que siempre intentaría guiarme por la razón y la lógica, que nunca utilizaría argumentos irracionales o fanáticos para defender a ultranza mis creencias.
La sonrisa de Nyayam se amplió.
– Estupendo, amigo mío, porque si es así, sin duda que nuestra relación será fructífera. Eres una persona de gran importancia para nosotros.
– No entiendo por qué -dije-. Es evidente que podéis aprender muy pocas cosas de mí, siendo como son vuestros conocimientos tan vastos.
– Hay dos grandes motivos por los que tu presencia entre nosotros es tan importante -me explicó Neléis-; el primero es que estamos viviendo tiempos de crisis; nuestra ciudad está amenazada por el mismo Mal que intentó poseerte. Se avecina un gran enfrentamiento y tus amigos guerreros bien podrían ser el grano de arena que decidiera la balanza a nuestro favor. Pero no confiamos en los mercenarios y carecemos de experiencia en tratar con ellos. Preferimos hablar con un hombre de ciencia como tú; por quien, sorprendentemente, el líder de los mercenarios parece sentir un profundo respeto. Es una situación muy afortunada para nosotros.
– ¿Y el segundo motivo? -pregunté.
– Yo no nací en esta ciudad -dijo Nyayam-; mi origen está en la remota India, y durante una parte de mi vida mis creencias, y mí concepción del mundo, fueron muy diferentes a los que ahora profeso. Me encontré en mi juventud con unos exploradores de Apeiron y me uní a ellos. Una decisión que jamás lamenté; esta ciudad siempre ha tenido sus puertas abiertas, para todo aquel cuya mente esté también abierta, pues ella misma se alimenta y engrandece gracias a la sangre nueva que llega a sus venas. Tener una única visión del mundo es casi peor que ser completamente ciego, y Apeiron necesita nuevas mentes del Mundo Exterior que nos recuerden constantemente que nuestra realidad no es la única posible o deseable.
– Soy viejo -dije-, y también tengo experiencia en eso de cambiar de vida y de creencias y -añadí en un tono que era casi de súplica-… quiero aprender. Quiero comprender el mundo y todas las obras de Dios. Quiero conocer todas las realidades y empaparme de toda vuestra sabiduría.
– Te buscaremos un alojamiento más adecuado -dijo Neléis, asintiendo complacida-; y te procuraremos un sirviente que se ocupe de ti y que responda tus preguntas.
– No es un camino fácil -concluyó el anciano Nyayam-; hay un gran abismo entre tu pueblo y el mío, pero tu voluntad, y tu sincero deseo de saber, pueden colmar ese abismo y descubrir la auténtica riqueza del mundo que supera las más locas especulaciones y fantasías del hombre.
Yo estaba seguro de haber despertado en el Paraíso.
Me había trasladado inmediatamente a una vivienda, cercana al edificio de la Asamblea, cuyas paredes estaban llenas de estantes repletos de libros.
Nunca en mi vida he visto tantos libros juntos, ni creo volver a verlos.
Y me sumergí en la lectura de aquellos volúmenes que fui amontonando, poco a poco, a mi alrededor. Era como un niño incapaz de decidir qué comer, perdido en una tienda de golosinas. Tomaba uno de aquellos libros de su anaquel, lo ojeaba pasando rápidamente las páginas, lo dejaba a un lado, tomaba otro y repetía la operación. Mi cabeza giraba de un lado a otro, y mi hambre de conocimientos se estaba transformando rápidamente en una especie de gula incontrolada.
Aquellos libros, por ejemplo, eran muy extraños; y, como objetos, eran tan maravillosos como las maravillas de las que hablaban. Durante horas, estudié los pequeños y precisos caracteres que los llenaban. No había duda, en un libro determinado, la letra «a» era siempre igual, así como la «e» y cualquier otra letra. Ninguna mano humana sería capaz de caligrafiar con tanta precisión, y la única explicación que pude encontrar era que aquellos libros habían sido realizados con alguna especie de sello o impronta para cada uno de los caracteres. Las posibilidades de ese sistema de reproducir los libros, cautivaron rápidamente mi imaginación; sin duda el primer libro sería muy costoso de elaborar, pero a partir de ahí, las cosas se precipitarían; podrían hacerse miles de copias y hacerlas llegar hasta el más humilde de los hombres.
La incultura y la ignorancia, simplemente, desaparecerían.
Pero esto era sólo una pequeña maravilla entre las muchas que llenaban aquella ciudad. Había tantas a mi alrededor que la mente saltaba de una a otra, incapaz de repartir adecuadamente su capacidad de asombro. La misma máquina analítica era algo cuya existencia apenas había vislumbrado como posible mientras trabajaba en el diseño de mis discos. Dediqué muchas horas a hacer croquis de los mecanismos de la máquina, y al complicado entramado de palancas y ruedas dentadas, perfectamente ajustadas que formaban los diferenciales, el alma de las unidades de cálculo; unos ingeniosos mecanismos que enlazaban entre sí conjuntos de engranajes móviles, imponiendo entre sus velocidades simultáneas la condición de que cada una de ellas fuera proporcional a la suma o a la diferencia de las otras. Pura magia matemática.
Todas mis mañanas en aquel fantástico lugar empezaban de la misma forma; al amanecer llegaba Ácalo, el sirviente de la consejera Neléis; un joven delgado, de pelo negro rizado y rasgos inteligentes; y me despertaba con suavidad. Después me conducía a una habitación contigua que estaba revestida completamente de una porosa piedra blanca, y allí recibía un baño de vapor. Ácalo me entregaba una rasqueta de madera para que frotara con ella mi piel, y él mismo me ayudaba frotando en aquellas partes del cuerpo a las que yo no llegaba bien. A continuación me llevaba a una estrecha cabina, y tras girar una pequeña rueda pegada a una de las paredes, una suave y continua lluvia de agua se derramaba sobre mi cuerpo. Así de sencillo; giraba una pequeña llave, y el agua fluía, la giraba en dirección contraria, y el chorro cesaba. Junto a Ácalo, realicé largos paseos por las plataformas y terrazas de Apeiron, mezclándome entre aquellas gentes y aprendiendo sus costumbres, y había visto trozos de tubo con llaves como aquélla repartidos por todas partes en la ciudad, y todos daban agua al girar las manivelas. Para los apeironitas aquello parecía natural, pero yo me quedaba mirando asombrado cada vez que esto sucedía. Lo que más me admiraba no era lo extraño de aquel artilugio, cuyo funcionamiento podía comprender mucho mejor que el de los balones voladores o la máquina analítica, sino la naturalidad con la que los ciudadanos se tomaban aquel incesante fluir de agua en medio de un desierto.
Tras secarme, me tumbaba sobre un banco de piedra, y Ácalo me daba un masaje que hacía revivir y parecía tonificar mis viejos músculos.
Todos los días empezaban así, y tras esto, me sentía preparado para enfrentarme a los gruesos volúmenes de aquella inmensa biblioteca. Y para conocer a los sabios maestros de Apeiron, con los que tuve ocasión de disfrutar de largas charlas que abrieron mis viejos ojos a un nuevo y maravilloso mundo.
Todos aquellos nobles eruditos se sentían discípulos del Gran Aristarco, que había vivido en el siglo III antes de Nuestro Señor Jesucristo en Jonia, un pequeño e inconexo reino formado por sólo un puñado de islas. Pero desde entonces la ciencia de la ciudad había avanzado mucho, y aquellos sabios me hablaron de la inmensidad del universo; en el que se había formado, espontáneamente (según ellos), a partir de la materia difusa del espacio, un gran número de mundos, destinados a evolucionar y más tarde a decaer. Me contaron que estos mundos erraban solos por la oscuridad del espacio, mientras otros iban acompañados por una cohorte de soles y lunas; y que en ocasiones podían colisionar entre sí; y que algunos estaban habitados, mientras que en otros no había ni plantas ni animales. Creían que las formas simples de la vida nacieron del cieno primordial y evolucionaron por sí mismas hasta formas más complejas; al igual que los átomos, que ya fueron predichos en la Antigüedad, pero que los sabios de Apeiron se habían ocupado de analizar y demostrar.
Pero yo no podía aceptar fácilmente algunas de su ideas.
Discutí largamente con ellos su certeza de que la Tierra no era el centro del universo, y que nuestro mundo giraba alrededor del sol; al igual las estrellas, que eran soles distantes, semejantes al nuestro, tenían sus propios planetas girando a su alrededor.
Para mí era evidente que la Tierra estaba inmóvil. Y no comprendía cómo esto no resultaba tan claro como para mí a aquellos sabios de Apeiron, que afirmaban que el único método seguro de llegar a conocer la verdad era el experimento.
Es fácil hacer un experimento que consiste simplemente en dejar caer al suelo un gran peso; podemos medir su trayectoria cuantas veces queramos y comprobaremos que ésta es siempre una línea perfectamente recta. Si la Tierra girara sobre sí misma, para producir el efecto de los días y las noches ante un sol inmóvil, tendría que girar a una enorme velocidad y en ese caso la trayectoria de caída de cualquier objeto nunca sería una línea recta. Hasta un niño podría demostrar esto. Y además, como tan acertadamente señaló el gran Aristóteles, si la Tierra se moviese, la distancia a las estrellas variaría al cabo del tiempo, como cambia entre los planetas, y si esto no sucede es porque nuestro mundo está absolutamente inmóvil.
Así lo creía entonces y así lo creo ahora, pues aquellos hombres tan sabios no fueron capaces de proporcionarme argumentos para convencerme de lo contrario.
Ácalo también me ayudaba y me acompañaba en mi formación, buscando las citas y referencias que yo le pedía en las entrañas de aquella maravillosa máquina analítica, cuyo lenguaje de tarjetas perforadas Ácalo entendía.
Nunca había conocido a un esclavo tan bueno como aquel joven, de modo que un día le pregunté si había nacido esclavo o había sido capturado hacía mucho tiempo. Ante esta pregunta, Ácalo, me miró entre divertido y escandalizado, y dijo:
– No soy esclavo, Ramón, no hay esclavos en Apeiron.
Me era difícil creer que esto pudiera ser real.
– ¿Quién hace el trabajo pesado entonces? -le pregunté-. ¿Quién acarrea el agua caliente, o enciende las calderas, o se cuida de que las calles estén limpias?
– Hombres libres, ayudados por máquinas como la que nos rodea.
El constante murmullo de la máquina analítica al funcionar, me recordó dónde estaba, lo extraordinario que era aquel lugar. Pero todo era demasiado extraño y no podía aceptarlo; ¡una sociedad sin esclavos! En toda la historia de la humanidad jamás había existido nada semejante. Los problemas prácticos parecían insalvables.
– ¿A qué te dedicas? -le pregunte al joven.
– Soy estudiante, Ramón -dijo-, me presenté voluntario para servirte.
– ¿Por qué?
– Eres un sabio del Mundo Exterior. Es posible aprender mucho de tu experiencia y sabiduría, y para mí es un honor servirte.
Un honor, pensé con cinismo. ¿Qué podía aprender aquel brillante joven de mí, excepto que para los hombres del Mundo Exterior, la mera existencia de una sociedad sin esclavos parecía algo inadmisible?
¿Cuánta distancia había entre la limpia mente de aquel joven y mi propia mente, enturbiada por la repetida visión de la injusticia y la maldad?
Dieciséis siglos de búsqueda incesante del Conocimiento basado en hechos, demostraciones o experimentos irrecusables, habían producido las maravillas que ahora me rodeaban. Aquella ciudad era como una isla de razón y de lógica rodeada por un océano de locura. Y los consejeros me habían dicho que estaban en peligro, amenazada por el mismo Mal que había estado a punto de apoderarse de mí.
Se preparaba entonces una gran batalla. La batalla definitiva entre la razón y la locura. La propia historia de la ciudad, que ahora estaba aprendiendo de los libros, parecía definida por una serie de escaramuzas en el transcurso de esa guerra.
Mientras leía la historia de Apeiron, y sentía cómo las mareas de siglos pasaban sobre la ciudad, encontraba vagas referencias al Adversario, aquí y allá. A veces le llamaban la Criatura , a veces el Adversario. Nunca se le describía con precisión, ni se explicaba cuáles eran sus intenciones, pero era evidente que a lo largo de los tiempos estaba siempre ahí, acechando en algún lugar desconocido y horrible.
Las pequeñas colonias y observatorios astronómicos que la ciudad había ido fundando a lo largo de los siglos, como simientes de nuevas Apeiron, destinadas a extender su ciencia y su criterio a la hora de interpretar la naturaleza, se habían perdido una tras otra; como zarpazos dados por el Adversario.
Pero nunca había encontrado la ciudad original, aunque era evidente que los apeironitas siempre se habían sentido amenazados, obligados a permanecer ocultos, a reducir al mínimo sus contactos con lo que ellos llamaban el Mundo Exterior.
Ácalo apenas pudo aclararme algo sobre el Adversario.
– Sabemos que vive en el Remoto Norte -me dijo en una ocasión-. Y es muy viejo, tan viejo como las estrellas. Su raza proviene de otro mundo y tuvo un gran poder en el pasado, pero ahora el Adversario está solo y sabe que nosotros somos los únicos que podríamos destruirle. Por eso nos odia y desea nuestro final.
Oyéndole hablar, y leyendo los crípticos comentarios sobre la Criatura dispersos por los textos históricos de la ciudad, me preguntaba por qué aquellas gentes tan perspicaces para otras cosas no alcanzaban a comprender, tan claramente como yo lo hacía, la verdadera naturaleza de aquel Ser; auténtica encarnación del Mal del mundo.
En una ocasión en la que Joanot vino a visitarme, comenté con él todas estas cuestiones, y el caballero me escuchó sonriente y satisfecho de sí mismo.
– No es un ser sobrenatural -me dijo-; esta gente está perfectamente de acuerdo sobre ese punto. Es un hechicero de una raza muy antigua, y cuya vida ha sido tan larga como la vida de los antiguos patriarcas. Posee el poder mágico de absorber el alma de la gente y transformarlos en sus siervos, como estuvo a punto de sucederte a ti, como dicen que hace el líder de la secta los asesinos, gracias al poder del humo de una hierba mágica. Pero esta gente prepara una expedición hasta su cubil para acabar de una vez por siempre con su amenaza. Una batalla más para los almogávares.
En la cabeza de Joanot se mezclaban sin problemas la superstición más ingenua con el escepticismo más recalcitrante.
– Y los almogávares participaréis en la lucha… -le dije- por oro.
– No por oro -replicó el valenciano-; sino por mucho oro. Diez carros cargados hasta los topes para ser preciso.
– Esta será una batalla sagrada, amigo mío -le dije-; el esperado momento de la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, donde todo se decidirá.
Tal y como san Agustín había predicho, la lucha entre el Bien y el Mal se libraría en el mundo real; en la Historia. Porque Dios necesitó de la Historia del Hombre, desde Adán hasta el momento presente, para que su ciudad dispusiera de tiempo para realizarse, para educar a aquel pequeño grupo de hombres y otorgarles el destino de destruir el Mal; o como dijo san Agustín: «La providencia divina conduce la Historia de la humanidad como si se tratara de la historia de un solo individuo que se desarrolla gradualmente desde la infancia hasta la vejez».
Pero las debilidades humanas estaban destinadas a empañar la gloria de aquel momento. La consejera Neléis vino un día a verme, y los sentimientos que afloraban en su rostro me resultaron indescifrables. Le pregunté qué había sucedido.
– Varios almogávares salieron durante la pasada noche de su campamento y atacaron, violaron y asesinaron a tres ciudadanas -respondió.
La noticia golpeó mi conciencia como un mazazo, y apenas logré preguntar por el paradero de aquellos hombres y si Joanot conocía ya los hechos.
Neléis me respondió que los almogávares estaban retenidos por los dragones, y que alguien había ido en busca de Joanot.
Neléis y yo nos trasladamos en una de aquellas barcazas voladoras hasta el cuartel de dragones en el que estaban encerrados los almogávares. Eran cuatro, pero sólo conocía bien a dos de ellos; se trataba de Jaume, el joven explorador que se había internado en la tétrica ciudad de Rai, y de Fabra, el veterano hom d'ordre almogávar.
Jaume no contaría mucho más de dieciocho años, y siempre me había parecido un joven discreto y tímido; lo que resultaba poco habitual en un almogávar. Por eso no era capaz de comprender el sinsentido y la maldad de aquella acción.
Joanot llegó poco después, y escuchó, con semblante impasible, el relato de lo sucedido de boca de un capitán de dragones. Al parecer, los cuatro almogávares habían abandonado el campamento en mitad de la noche y habían deambulado por la ciudad provistos de una buena cantidad de alcohol. Habían destrozado a pedradas varios globos luminosos y varias cristaleras sin que nadie hiciera nada por detenerlos. Después habían forzado la entrada de una vivienda de estudiantes y habían atacado a las tres muchachas que la ocupaban. La más joven de ellas apenas tenía catorce años.
Joanot se volvió entonces hacia Fabra y le pidió que nos diera su versión. Fabra se sorbió los mocos; tenía los ojos enrojecidos, y era evidente que estaba muy alterado, pero no tenía señales de haber recibido ningún castigo por parte de los dragones.
– Nos alegramos de verte, Adalid -empezó-; todo el mundo está bastante loco por aquí. Deberíamos marcharnos de este país de brujos y regresar a nuestra tierra…
– Cuéntame lo sucedido -le cortó Joanot.
– Sí, Adalid… -Fabra miró a un lado y a otro, como si buscara apoyo en sus tres compañeros, pero éstos tenían sus ojos clavados en el suelo. El joven Jaume se retorcía las manos y mordía sus labios como si luchara para que sus emociones no afloraran. Fabra siguió diciendo-: Esas mujeres… se pasean ante nuestras narices casi desnudas, luciendo sus cuerpos como furcias… Esas tres estuvieron por la tarde cerca del campamento, y una de ellas parecía haberse encaprichado de Jaume. Estuvo hablando con él durante horas, y le invitó a visitarla en su vivienda. ¿Qué mujer sino una puta haría eso? Así se lo dijimos a Jaume, pero el muy tonto no quería ir… -Fabra se permitió entonces una risita y dijo-: Al parecer el muchacho estaba sin estrenar; ¿entiendes lo que quiero decir, Adalid?
– Te entiendo -dijo Joanot-. Sigue hablando.
– Bien, al final le convencimos, y fuimos a ver a las chicas -dijo Fabra, elevando sus ojos desafiantes hacia Neléis y el resto de los apeironitas presentes-; ¿quieres que siga dando detalles, Adalid?
– No es necesario -dijo Joanot.
– Esos canallas se ensañaron con las tres jóvenes -dijo el capitán de dragones, temblando de ira-; las mataron después de haberlas torturado durante horas. Nadie en esta ciudad ha nacido para sufrir tanto horror. Nadie aquí está preparado para esto.
Joanot hizo una mueca de cínico desprecio, y dijo:
– ¿Y los del Mundo Exterior sí estamos destinados a sufrir? ¿Acaso nuestras carnes son de una naturaleza diferente a las vuestras?
Neléis se interpuso entre los dos hombres.
– El capitán no pretendía decir eso, Joanot -dijo-; debemos tranquilizar los ánimos y buscar una salida justa a este problema. Hay demasiado en juego para que iniciemos aquí un enfrentamiento entre nosotros.
Pregunté a la consejera cuál sería el castigo de la ciudad para un crimen así.
– El destierro. Pero primero debemos juzgar a estos hombres…
– Son mis hombres -le cortó Joanot- y serán juzgados de acuerdo con nuestras costumbres.
Neléis aceptó esto, afirmando que siempre había tenido a Joanot por un hombre justo, y silenció las protestas del capitán de dragones ordenándole que dejara a los cuatro almogávares bajo la custodia del valenciano.
Mientras regresábamos al campamento con los cuatro almogávares, Fabra se disculpó ante Joanot por todo lo sucedido, diciendo que había sido una consecuencia del vino y del nerviosismo que todos sentían ante un lugar tan extraño como la ciudad.
«Nada demasiado grave, y nada que precisara de un rigor exagerado», comentó Joanot. Le bastó con adornar los ángulos del campamento con unos leños cruzados y colgar de ellos a aquellos cuatro almogávares ariscos y asesinos.
Los cuerpos permanecieron allí suspendidos durante varios días, pudriéndose en el limpio aire de Apeiron, rodeados por una muchedumbre que contemplaba con morbosa fascinación tanto horror y tanta brutalidad por parte de aquellos extranjeros.
– Preparamos una expedición a Marakanda -me anunció la consejera Neléis una semana después del ajusticiamiento de los cuatro almogávares-. Nuestro deseo es que tú, y algunos de los guerreros de Joanot, vayáis en ella.
Levantando la mirada de los libros que estaba estudiando en esos momentos, le pregunté cuál era el objetivo del viaje. Debía de tener los ojos enrojecidos y el gesto huraño típico de los momentos en los que era interrumpido durante el estudio.
– Uno de los musulmanes que os acompaña nos informó que antes de ser capturado por los protohombres había presenciado una gran concentración de guerreros tártaros en los alrededores de Marakanda.
Era así como los antiguos griegos llamaban a Samarcanda.
– ¿Creéis que preparaban un ataque contra vosotros? -pregunté.
Neléis y el resto de la Asamblea estaban bastante seguros de esto. Lo que necesitaban evaluar era la verdadera dimensión de la amenaza. Ibn-Abdalá afirmaba que los enemigos podían contarse por centenares de miles, y la Asamblea quería confirmar esto y prepararse para lo que se avecinaba.
Yo no entendía del todo la situación:
– ¿Estáis seguros de que el Adversario conoce la situación de esta ciudad?
– Sin ninguna duda.
– Pero -reflexioné-, durante siglos ha estado buscándoos sin ningún resultado. ¿Por qué creéis que ahora, precisamente, sí sabe de vuestro emplazamiento?
– Él sabe dónde estamos. Pero, afortunadamente, nosotros ya conocemos con exactitud dónde se oculta él.
– No lo entiendo -admití.
La consejera me explicó entonces que yo había entrado en Apeiron con una parte del Adversario en mi interior; el rexinoos, la pequeña y horrible criatura que los cirujanos de la ciudad me habían extirpado.
Me revolví nervioso en la silla al recordarlo.
– Precisamente por eso -siguió diciendo la consejera- él conoce ahora nuestra localización. Sin ningún género de duda.
– Sigo sin comprender por qué.
Neléis miró a su alrededor buscando la mejor forma de explicarse. Abrió una ventana y señaló los haces de luz que, gracias al polvo que iluminaban, aparecían nítidamente dibujados. Casi parecían barras sólidas de luz.
La mujer me pidió que me concentrara en aquellos haces luminosos, señalándome que no podríamos ver los rayos de luz a no ser que chocasen o se reflejasen contra algo; y, sin embargo, siempre estaban a nuestro alrededor. Tampoco podíamos ver el calor, de ninguna forma, pero sí sentir su presencia. La luz [29] y el calor, me explicó, eran dos calidades de los cuerpos; pero existían muchas otras, la mayoría invisibles para nuestros ojos. Era posible usar la luz para comunicarse, encendiendo y apagando una linterna en la noche, por ejemplo; y si fuera posible modular esas calidades invisibles de los cuerpos, también podríamos usarlas para la comunicación.
Esto era algo en lo que trabajaban los científicos de Apeiron, pero que el Adversario podía hacer de forma innata.
– ¿Puede comunicarse usando rayos de luz invisibles? -pregunté. Parecía un contrasentido; si eran invisibles, ¿qué utilidad podían tener para la comunicación?
La mujer me miró desanimada. Era evidente que, a pesar del esfuerzo y el tiempo que yo dedicaba al estudio, el abismo de conocimientos entre nosotros dos era enorme.
Neléis me pidió entonces que le acompañara; abandonamos la vivienda y transportados por uno de aquellos grandes balones flotantes nos dirigimos al hospital-laboratorio donde yo había despertado al llegar a la ciudad. Allí, la consejera, me mostró los vasos herméticos que contenían los cadáveres repugnantes de los rexinoos.
Eran tres redomas, y todas estaban etiquetadas. Pude leer mi propio nombre en uno de aquellos vasos, y el pelo se erizó en mi nuca al recordar que aquella asquerosa piltrafa había habitado en mi interior no hacía mucho. Para mí era evidente que eran auténticos demonios, aunque su aspecto no fuera el que comúnmente era representado por los artistas. Demonios como el que el propio Jesucristo había expulsado de las entrañas de un hombre con sólo su voluntad.
Neléis me había dicho que aquél me había sido extraído mediante métodos quirúrgicos, y yo no tenía ningún motivo para dudar de esto. En Apeiron coexistían dos realidades que aparentaban ser opuestas pero que se complementaban perfectamente entre sí.
– Cada una de esas criaturas -me explicó Neléis- era una parte viviente del Adversario, de igual forma que cada uno de tus brazos forma parte de ti; él puede usar sus rexinoos como tú utilizarías tus miembros para interactuar con tu entorno.
– Pero mis brazos están unidos a mi cuerpo -repliqué-; por lo cual es fácil de ver y de comprender cómo los uso y los domino, pues forman parte de mí.
La consejera me explicó que los rexinoos también estaban unidos con el tronco central del Adversario, a pesar de la enorme distancia que los separaba. Gracias a esa substancia invisible y etérea de la que me había hablado, el Adversario controlaba esos tentáculos suyos a distancia como yo controlaría los dedos de mi mano.
– Para que esto resulte efectivo -conjeturé-, el Adversario deberá conocer en cada momento dónde están situados sus miembros; pues de nada me serviría mover una mano si no pudiera saber cuál es su posición en cada instante. No tendría sentido.
Neléis asintió, y me invitó a que siguiera hablando.
– Por lo tanto -seguí reflexionando-, cuando ingresé en la ciudad, enfermo y con ese ser repugnante en mi interior, señalé involuntariamente al Adversario cuál era la situación exacta de Apeiron.
– Así es -dijo Neléis, acercándose a uno de los grandes vasos herméticos-; hemos abierto esos rexinoos y estudiado sus entrañas. No tienen ojos, ni narices, ni oídos. Interiormente son tan sencillos como un dedo cortado, por lo que pensamos que obtienen todos estos sentidos del propio huésped en el que se alojan. Dentro de ellos tan sólo hay un órgano claramente definido; esa especie de racimo envuelto en gelatina. En realidad es una colonia de seres microscópicos, invisibles para nuestros ojos, que generan un aliento eléctrico.
Yo había leído sobre esta electricidad en uno de los volúmenes de la librería que Neléis me había procurado. Se trataba del mismo vigor que hay en los relámpagos durante las tormentas, y que el ámbar adquiere cuando es frotado con un paño.
– Sabemos que este órgano es el responsable de generar la substancia etérea que mantiene la comunicación entre el rexinoos y el cuerpo del Adversario -siguió diciendo la mujer-, y hemos sido capaces de captar esa substancia y medir su potencia.
Neléis dio un paso hacia atrás y señaló uno tras otro los tres vasos herméticos, y dijo que cada una de aquellas criaturas había sido capturada en un lugar distinto de la Tierra. La primera, por uno de los científicos de Apeiron durante una expedición al norte de la India. La segunda fue extraída del cuerpo de un moribundo en algún lugar de Bulgaria. Y la última, la que había habitado en mi interior, en Apeiron, como yo bien sabía. El vigor eléctrico de cada una era diferente y generaba diferente potencia, tal y como los científicos de Apeiron pudieron medir antes de que las criaturas murieran.
– Gracias a este último -concluyó Neléis-, hemos triangulado el lugar exacto donde debe de estar oculto el Adversario.
De una de las paredes del laboratorio colgaban diferentes láminas multicolores; me acerqué a la primera de ellas y comprobé que se trataba de un mapa tan preciso y detallado como la esfera azul que yo había visto en los sótanos del Palacio de Constantinopla. Tres grandes círculos rojos centrados en un punto de la India, en Bulgaria y en Apeiron, se intersectaban en un lugar situado muy a la tramontana, en una región completamente desconocida para mí o para cualquier hombre occidental.
– ¿El Adversario vive ahí? -pregunté a la consejera.
– El Adversario sabe dónde estamos nosotros -dijo Neléis-, y nosotros sabemos dónde se oculta él.
Un enfrentamiento que se ha estado demorando durante quince siglos es ya inminente.
Otro de los grabados, situado a la derecha del mapa, mostraba un cuerpo humano cubierto por una armadura reluciente, unas alas de plata a la espalda y la cola de escorpión que parecía hecha con metal dotado de vida. El rostro de la langosta era hermoso, como el de una muchacha de pelo largo y negro, pero quedaba deformado por una boca semejante a la de una fiera, repleta de dientes largos, afilados y amarillentos.
El grabado lo mostraba de frente y de perfil, y había una línea acotada junto a él que indicaba su altura. Neléis había denominado kauli a aquella criatura.
– ¿Es ése el ser que viste en tu sueño? -me preguntó la mujer.
– No creo que fuera un sueño.
– Lo era, aunque inducido por la presencia del rexinoos dentro de ti. Sin duda tuviste visiones que te mostraron cosas reales, aunque lejanas.
– ¿Por qué lejanas?
– Los kauli no pueden sobrevivir tan al sur, en un ambiente tan cálido y bajo un sol tan brillante. Son criaturas del frío y la oscuridad y, aunque sus armaduras les protegen, tan sólo en el Remoto Norte pueden mantenerse activos. Hay quien piensa que vienen de otro mundo; un planeta frío y seco opinan algunos, pero en realidad nadie sabe nada con certeza.
Le pregunté si los había visto en alguna ocasión con sus propios ojos.
– Nunca -admitió ella-. Pero muchos otros sí los han visto. Y algunos, muy pocos, han tenido la suficiente fortuna como para sobrevivir. Los kauli son unos seres repugnantes cuyo alimento es casi exclusivamente la sangre humana.
Junto al dibujo del kauli había una serie de grabados que mostraba a los gog en diferentes posturas. Allí no había duda, los dibujos representaban a los repugnantes seres que me habían mantenido prisionero en su campamento.
La consejera dijo que creían que se trataba de dos razas esclavas del Adversario, a las que usaba según su conveniencia en un lugar u otro del mundo. Una teoría decía que el Adversario era miembro de una raza de esclavistas; seres solitarios y malvados que, degenerados por su dependencia de los esclavos, permanecían ocultos y casi inmóviles.
No había más grabados.
– ¿No tenéis ni idea de cuál es su aspecto?
– No -respondió la mujer-. Tenemos muchas descripciones, pero ninguna coincide. Se diría que cada persona que lo ha visto ha creído ver algo distinto.
Esto no resultaba extraño, pues se sabe que el Mal es eterno y polimorfo.
Estudié el mapa, pensativo; comprobando la enorme distancia que separaba el desierto salino y la ciudad de Apeiron de Constantinopla; distancia que habíamos recorrido en los últimos meses. Pero el Adversario estaba mucho más lejos. Era, por lo menos, tres veces esa distancia; a través de territorios desconocidos y seguramente plagados de enemigos y criaturas hostiles como los kauli y los gog.
– Parece un camino demasiado largo para que pueda cruzarlo en lo que me queda de vida -comenté.
– No lo haremos a pie, si es en eso en lo que estás pensando -dijo la mujer.
Y, ante mi mirada desorientada, añadió:
– Debo mostrarte más cosas.
Tomamos un transporte volador que se dirigía hacia la zona norte de Apeiron. Había mucha vegetación por todas partes, hasta el punto de que muchas calles desaparecían bajo ella, y por todos lados sobresalían enormes torres humeantes de ladrillo cuyos remates se ensanchaban para contener complicadas decoraciones geométricas; eran simplemente chimeneas que exudaban vapor desde el subsuelo de la ciudad, pero me parecían tan hermosas como las agujas de una catedral.
Estaba anocheciendo y la iluminación nocturna de la ciudad se estaba activando, confiriéndole a todo el aspecto de joya mágica que tanto me maravillaba.
– ¿Hemos llegado? -le pregunté a la mujer cuando el transporte se detuvo en una plataforma.
– No -respondió Neléis-; pero se ha hecho tarde y, según me dijo Ácalo, hace muchas horas que no has comido nada. Mi hogar está aquí mismo y he pensado que podríamos cenar antes de continuar.
Yo sentía una gran curiosidad por saber más cosas de Neléis y del resto de los consejeros. La idea de una mujer que ocupara un cargo tan importante en la ciudad me seguía fascinando. Su hogar era una pequeña casa de dos plantas con un amplio jardín frente a ella; similar a las otras casas que se levantaban a ambos lados de la calle.
Atravesamos un estrecho camino de losas de piedra incrustadas en la hierba perfectamente recortada, y llegamos frente a una puerta de madera con algunos adornos multicolores grabados en ella. Quizá hubiera esperado que la vivienda de un alto dignatario fuera algo más parecido a un palacio, pero tenía que admitir que el lugar era agradable. En el jardín había multitud de casitas de madera para pájaros y palomares que despedían un característico olor, y de los que llegaba un continuo murmullo de aves que se preparaban para pasar la noche.
La consejera abrió la puerta y una mujer joven, a quien Neléis me presentó como su compañera, salió a recibirnos.
Cenamos en el jardín, en una mesa atendida por un par de muchachas a las que ya no me atreví a considerar esclavas. Quizá también eran estudiantes como Ácalo.
La compañera de Neléis se llamaba Eritea, y le calculé unos veinte años. Tenía el pelo largo, de color castaño oscuro. Sus rasgos eran equilibrados y apacibles, y sonreía con sinceridad. Era una buena conversadora, al igual que Neléis, pero al mismo tiempo parecía ser, de las dos, la que estaba más pendiente del desarrollo de la cena, ordenando a las dos sirvientas que sacaran uno u otro plato, que retiraran esto o lo otro, o que escanciaran más vino; por lo que me pregunté si sería una especie de dueña, o ama de llaves que se ocupaba de la casa mientras Neléis se dedicaba a sus tareas en la Asamblea. Pero ambas mujeres se trataban con una familiaridad sorprendente.
La comida era deliciosa, como toda la que había probado en Apeiron; pero durante mi tiempo de estudio en la vivienda cercana a la Pirámide de la Asamblea, había estado tan enfrascado en los libros que apenas había percibido lo excelente que era.
Sabores ricos y sutiles en las verduras perfectamente especiadas, y una carne fresca y llena de jugo, como si siempre perteneciera a un animal recién sacrificado. Y el vino era el mejor que jamás hubiera tomado, incluso en la mesa de algún papa. Pero, como tantas otras cosas, aquel lujo allí parecía cosa normal.
Sirvieron una verdura con aspecto de flor, semejante a la alcachofa, pero de un color verde más intenso, hervida y aromatizada con hebras de azafrán, y una carne cortada muy gruesa y apenas pasada por el fuego, pero asombrosamente tierna. Pregunté de qué animal se trataba, y Eritea dijo una palabra que no entendí pero que después de una larga explicación interpreté que se trataba de carne de avestruz.
Yo sólo había visto avestruces en las ilustraciones de un libro sarraceno de un tal El-Kasvini [30], y me había parecido un animal tan mítico como el mismísimo unicornio; un pájaro tan grande como un caballo, de plumas blancas y negras. Me parecía imposible estar comiéndolo en esos momentos; Eritea me podía haber dicho que se trataba de carne de roc y me hubiera resultado igual de extraño.
Pero tenía que admitir que era sabrosísima.
Los dulces consistieron en una multitud de pequeños y sabrosísimos pasteles, de diferentes tamaños y sabores, pero en los que la miel parecía ser el ingrediente principal. Ya había observado el gusto que los apeironitas tenían por la miel, y pregunté por su procedencia. Neléis explicó que algunos de los grandes edificios de cristal no estaban habitados por personas, sino por plantas, flores y abejas. Eran llamados estos edificios palacios de cristal, y la miel era recolectada por unos ciudadanos que penetraban en estos edificios con trajes protectores.
Mientras comíamos, Neléis me contó que Eritea era ingeniera, y que había aportado importantes mejoras al trazado del alcantarillado y al sistema de irrigación de los jardines. La mujer joven sonrió con modestia mientras la consejera decía esto; pero yo seguía sintiéndome confuso. Me preguntaba cuál sería la relación entre las dos mujeres, pues no parecían hermanas ni madre e hija; y consideré si existiría entre ambas alguna especie de vínculo monástico que las obligara a vivir solas sin compañía masculina.
Aquella ciudad y sus gentes me desconcertaban por completo.
Tras la cena, Eritea me condujo al interior de la vivienda donde me mostró su colección de objetos del Mundo Exterior: Frascos egipcios, con esfinges policromadas rematando sus tapas; curvados cuchillos de acero turco, y llaves de hierro romanas; la multitud de pequeños objetos se completaba con minuciosos grabados colgados de las paredes que mostraban estampas de Alejandría, Constantinopla y Roma.
Otro grupo de grabados, que Eritea exhibió con el cuidado de quien enseñaría su más preciada joya, representaban escenas repletas de hombres y mujeres extraños, desnudos o con apenas un pequeño taparrabos cubriendo sus partes pudendas. Eran hombres oscuros, con el cuerpo ilustrado con exóticos tatuajes y espectaculares adornos de plumas sobre sus cabezas. Otro mostraba a un grupo de personajes de ojos rasgados, ricamente vestidos y en actitud hierática; el grabado reproducía con minuciosa perfección los complejos bordados de sus túnicas que recordaban algo a las vestiduras de los nobles de Constantinopla. Otro representaba una ciudad con aire oriental, con hermosas mujeres asomadas a las ventanas, por cuya calle principal discurría una comitiva de guerreros cabalgando sobre elefantes; uno de los cuales estaba ricamente engalanado y llevaba una especie de palio bajo el que había un hombre de aspecto majestuoso.
Había incontables grabados, y algunos mostraban escenas tan extrañas que yo no sabía cómo interpretarlas, pero el conjunto era fascinante y extrañamente evocador.
– Nunca he salido de Apeiron -me confesó Eritea mientras contemplaba las láminas-, pues siempre ha habido asuntos que me han mantenido dentro de sus murallas, y no tengo más conocimiento sobre el maravilloso Mundo Exterior que estos hermosos grabados.
– No te gustaría -le dije mirándola-. El Mundo Exterior no es tan hermoso como estas láminas parecen indicar, pues no muestran la suciedad, ni la podredumbre, ni la miseria que anega lo que vosotros llamáis el Mundo Exterior. Esta imagen de Constantinopla, por ejemplo. Es cierto que Hagia Sofía posee una arquitectura tan bella como la que describe el grabado, pero aquí, en primer término, faltan las legiones de mendigos pidiendo para comer, y los mutilados arrastrándose por el suelo, y los niños turcos esclavizados, transportando grandes pesos y vestidos sólo con harapos; y, por supuesto, no podemos sentir el olor de las basuras amontonadas por todas partes, pudriéndose al sol. El artista ha preferido olvidar esos detalles, pero están ahí, siempre, al menos en el Mundo Exterior que yo conozco. Tu ciudad sí que es verdaderamente hermosa, Eritea, no lamentes no haberla abandonado nunca.
Horas después, de nuevo a bordo de un transporte volador que se deslizaba silenciosamente en medio de la más absoluta oscuridad, mientras las brillantes luces de Apeiron iban quedado muy atrás, Neléis dijo:
– Creo que Eritea quedó muy impresionada por tu descripción del Mundo Exterior. Esta noche has destruido uno de sus más queridos sueños.
– Lo siento -dije-. No era ésa mi intención.
– No te disculpes, Ramón, es evidente que tu experiencia es muy distinta a la nuestra, y que tú has vivido tu vida de una forma mucho más intensa que nosotros.
– Eso me resulta difícil de creer.
– ¿Por qué?
– Cualquiera de tu pueblo puede aprender más en un solo día que un hombre del exterior en toda su vida. Con todos esos libros y esos conocimientos al alcance de la totalidad de los ciudadanos, tu pueblo debe ser el más sabio de la tierra.
Ella sonrió y dijo:
– No te dejes engañar por las apariencias. Que el conocimiento esté al alcance de todos no significa que todo el mundo vaya a transformarse en sabio. Creo que tenemos la misma proporción de genios y de gente común que vosotros.
– Pues no logro entenderlo, con toda esa información a vuestro alcance.
– En realidad, la gente como tú no abunda precisamente en Apeiron.
– Tú eres muy inteligente.
Neléis se frotó la barbilla, y dijo:
– He cumplido ya los cuarenta años; y, al igual que Eritea, jamás he abandonado los seguros muros de Apeiron. Esta actitud no favorece la creatividad, amigo mío. A veces pienso que mi pueblo desaparecerá en la historia sin dejar el menor rastro; que las arenas de este desierto nos cubrirán, o que nuestros huesos yacerán en el fondo del mar sin que nadie de las razas venideras sepa nunca de nuestra existencia.
– Eso no sucederá -le dije-. La gente hablará de nuestros tiempos por vosotros, y no por las guerras y calamidades que llenan lo que tu compañera llama el maravilloso Mundo Exterior.
– Me temo que Eritea es demasiado romántica para algunas cosas.
– La miseria no tiene nada de romántico -dije, hablando con tono severo-. Tu ciudad disfruta de tantas cosas de las que el resto del mundo carece que es casi…
– ¿Inmoral?
– Sí, ésa es la palabra; inmoral. Yo creo que la grandeza no sólo está en conseguir grandes logros, sino también en saber cómo compartirlos con los menos afortunados.
– ¿Y crees que ésa no es nuestra voluntad? -preguntó la mujer.
– Es evidente que no. No pretendo juzgaros, ni en realidad sabría cómo hacerlo, pues sois tan divinos y tan humanos a la vez que me desorientáis por completo; pero de una cosa sí estoy seguro, y es de que podríais ayudar a la gente del exterior, con vuestra ciencia, para que tantas vidas humanas no fueran tan miserables.
Por primera vez, Neléis parecía molesta. Me contó que, a pesar de lo que yo pudiera creer, la ciencia de la ciudad estaba muy atrasada, y apenas había presentado algún avance importante en los últimos siglos. Constreñidos por su obligado encierro y por la falta de ideas y perspectiva de las cosas. Por eso agradecían cualquier aportación de sangre nueva; la llegada de nuevos miembros desde el Mundo Exterior.
– ¿Crees que no deseamos expandirnos y crecer fuera de estas murallas? -me preguntó-. Ya lo intentamos en el pasado, y cada intervención nuestra fuera de las murallas de la ciudad, fue un paso más hacia la confrontación que ahora está a punto de suceder, y que quizá marque nuestro final.
Se refería a Calínico, tal y como ya había supuesto; y cuando le pregunté por él me contó la extraña historia de aquel ciudadano.
Calínico era un personaje curioso; a caballo entre la realidad y el mito. Incluso en la actualidad los apeironitas usaban su nombre para referirse a cualquier persona que estuviera dispuesta a arriesgarlo todo para demostrar alguna idea absurda.
En la época de Calínico la ciudad había empezado a fundar colonias más allá de los límites del desierto que la rodeaba. Era un joven brillante, que sin duda habría acabado formando parte de la Asamblea de consejeros, pero tuvo una arriesgada inspiración: consideró que existía una especie de fuerza maligna controlando los azares de la historia. Una idea que no entraba en contradicción con las de San Agustín.
– Podía explicar el curso de la historia como una continua intervención de este Ente maligno y los esfuerzos del hombre para superarlo.
– Parece razonable -dije.
– Sobre todo si conocemos la existencia del Adversario; pero entonces, hace seiscientos años, no la conocíamos. Y me temo que en más de una ocasión Calínico se dejó llevar por su poderosa imaginación, y sus convicciones personales, para explicar con ayuda de este ente misterioso, situaciones que no precisaban en absoluto de su intervención para ser explicadas.
Esta actitud suya le llevó pronto a caer en desgracia dentro de la Academia Científica de la ciudad, y Calínico se aisló, rodeado por un pequeño grupo de partidarios, cada vez más apasionado en sus ideas.
Pensaba, por ejemplo, que la persecución de Aristarco y sus discípulos, y el triunfo de la Escuela de Atenas y de las ideas antiempíricas de pitagóricos y platonianos, que acabaron con el brillante método científico jonio, eran una consecuencia directa de la intervención de este ente maligno. Que la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, un par de siglos antes de su nacimiento, y la muerte de su último gran científico, una bella mujer llamada Hipatia, que fue asesinada por orden de Cirilo, el patriarca de Alejandría, era otra intervención de esta entidad que buscaba retrasar el avance de la humanidad. Justificaba así cualquier acontecimiento que le resultara desagradable.
Y cuando le llegó la noticia del asedio a Constantinopla por parte de los miembros de una fanática y recién nacida religión, Calínico no dudó; reunió a sus escasos partidarios, y cuantas armas logró reunir, y partió hacia Constantinopla.
Un viaje del que nunca regresaría.
– Pero ahora sabéis que estaba en lo cierto -dije-; esa entidad maligna de la que Calínico hablaba existe realmente.
Neléis me miró con el ceño fruncido y dijo:
– Como en cualquier cosa hay una parte de verdad y una gran parte de falsedad. Los musulmanes eran entonces unos recién llegados; salieron de sus desiertos de origen sin más equipaje que su religión, su lengua, y su música. Su violento proselitismo era ciertamente preocupante: creer en su dios, o morir; mientras que Constantinopla parecía la única oportunidad de recuperar en Europa el antiguo orden y la seguridad establecida por los griegos. Pero si Calínico hubiera vivido unos siglos más tarde, cuando los musulmanes cultivaban las ciencias asimiladas del mundo helénico, y los europeos se preparaban para la locura que fue la Primera Cruzada… su opinión hubiera sido ciertamente distinta. No es posible juzgar los acontecimientos cuando estás inmerso en ellos, y ése fue el error de Calínico.
– Afortunadamente -repliqué-; porque ese error nos salvó.
– Sí, es cierto, pero al mismo tiempo le descubrió al Adversario nuestra existencia. Y si hasta ese momento no teníamos ninguna certeza de que hubiera intervenido activamente, a partir de entonces su presencia se hizo evidente. Atacó nuestras colonias en Mesopotamia y emprendió la búsqueda de nuestra ciudad que ha durado hasta ahora.
Conté a la consejera cómo las colonias de Mesopotamia, y los observatorios astronómicos cerca de Harrán, habían sido transformados en templos para adorar los planetas.
– Lo sabemos -dijo la mujer con resignación-. Perdimos el contacto con ellos hace más de quinientos años. No mucho después de la expedición de Calínico.
– Si era vuestro hombre, entonces todos nosotros os debemos la vida. El evitó que los musulmanes invadieran toda Europa.
Yo creía con firmeza que Calínico estaba en lo cierto; que la única forma de vencer al Mal era hacerle frente. Y esto es algo a lo que, tarde o temprano, los ciudadanos de Apeiron estaban destinados. Un destino que ya había llegado.
Nos deslizábamos rodeados de oscuridad, sin más ruido que el resoplar de la máquina de vapor que arrastraba nuestra barcaza. La vía que recorríamos se extendía fuera de la ciudad al igual que la primera que habíamos hallado, medio enterrada, en las arenas del desierto.
Y mis pensamientos parecían empapados de la oscuridad que nos rodeaba.
Era injusto, me repetía una y otra vez. Apeiron me había demostrado que la vida puede ser hermosa en sí misma, y no sólo un mero lugar de tránsito. Si alguna vez regresaba a mi tierra, ¿cómo podría soportar el sufrimiento que me rodeaba tras haber conocido un mundo como el que se agazapaba tras los muros de Apeiron?
Fuera sólo había oscuridad.
Apeiron había quedado reducida a un resplandor a nuestra espalda, cuando Neléis me señaló las potentes luces que se descubrían, tras una loma, frente a nosotros.
Una vez más, me asombró la increíble luminosidad que eran capaces de crear aquellas gentes para desafiar incluso la profunda oscuridad de una noche sin luna en mitad del desierto. La zona frente a nosotros relumbraba como oro fundido.
Aquella luz nos mostró un edificio enorme y solitario de hierro y cristal, surgiendo de las arenas como si hubiera nacido a partir de ellas. Era una gran bóveda sin paredes, como un cilindro enterrado en la arena de forma que sólo sobresaliera una tercera parte de éste por encima de la superficie.
Pero su tamaño era descomunal, como bien pude comprobar cuando el vehículo que nos llevaba se detuvo junto a él. Miré asombrado a un lado y a otro, intentando calcular mentalmente el tamaño de aquella construcción; pero esto era del todo imposible allí en mitad del desierto, sin más puntos de referencia que las suaves y cambiantes lomas de las dunas. De lo que sí estaba seguro es de que era mayor que ningún otro edificio que hubiera visto en el interior de Apeiron.
Descendimos del vehículo a una plataforma, y de ella, gracias a una amplia escalera metálica, al suelo. Me detuve nuevamente para mirar hacia arriba.
– Es grande -señaló Neléis, de forma innecesaria.
Pregunté qué era, y la consejera respondió que aquel lugar era llamado el tinglado.
La mujer me condujo al interior y quedé paralizado mientras intentaba asimilar la compleja escena que se presentaba ante mis ojos.
Bajo la bóveda de cristal y vigas de hierro, siete enormes leviatanes parecían dormir plácidamente; rodeados por un pequeño ejército de obreros que, como pulgas sobre un perro, corrían por sus abultados lomos, realizando múltiples -e incomprensibles para mí- actividades. Unos se descolgaban con cuerdas desde los costados de los monstruos, otros fundían metal en un extremo y arrastraban las delgadas vigas al rojo con ayuda de garfios y tenazas, otros barrían tranquilamente la arena de sus lomos.
Recordé que, el día que había perdido el sentido en el desierto, antes de mi llegada a la ciudad, había visto uno de esos leviatanes.
No eran seres vivos ni monstruos, a pesar de que ésa había sido mi primera impresión, aunque sus formas eran parecidas a las de los peces; pero ahora había visto multitud de objetos similares en Apeiron, aunque no de ese tamaño; como el vehículo que nos había llevado hasta allí.
Calculé que cada uno de aquellos leviatanes debía de medir trescientas varas de longitud. Tenían forma de huso, como un pez; y como un pez, también, estaban dotadas de una especie de amplia cola plana en su extremo posterior. Su diámetro sería de unas setenta varas.
– Vamos, Ramón -dijo Neléis empujándome suavemente-, te mostraré el interior de uno de los aeróstatos.
– No debes temer nada -dijo una voz masculina a mi espalda, hablando el griego con un fuerte acento genovés-, pues tú ya has viajado en uno de ellos.
Me volví para ver llegar a Vadinio Vivaldi. El genovés vestía una especie de ajustado blusón gris, con pantalones del mismo color, y me saludó alzando su mano.
– Lo sé; lo recuerdo -le dije.
– ¿Lo recuerdas? -se extrañó Neléis-; me dijeron que habías estado sin sentido durante todo el trayecto. Era el primer viaje de prueba; tuvimos suerte de encontraros.
Vadinio Vivaldi era el capitán de uno de los aeróstatos pues, tal y como me dijo Neléis, nadie en Apeiron tenía su experiencia como navegante. Había rodeado el Mundo buscando el reino del Preste Juan, y ahora dirigiría uno de aquellos leviatanes hasta el Remoto Norte, para enfrentarse al Adversario en su propia guarida.
Pero aquel pequeño italiano calvo no parecía conocer el miedo a nada.
Los tres caminamos hasta el costado del leviatán más cercano. Vadinio ordenó a uno de los trabajadores que hiciera descender una pequeña escalera metálica, y mientras subíamos por ella señaló los dos grandes objetos cilíndricos que sobresalían de la estructura principal del aeróstato, sujetando unas grandes aspas semejantes a las de los molinos de viento, pero de madera sólida y suavemente torneada.
El genovés llamó a esto hélices, y afirmó que eran lo que impulsaba el aeróstato.
Accedimos al interior del leviatán, a una amplia cubierta rodeada por grandes portillas rectangulares, cerradas con cristal e inclinadas unos treinta grados hacia abajo.
Era curioso, pensé mirando a mi alrededor, pero todo aquello se había borrado de mi memoria, y no así la primera visión de la ciudad de Apeiron que sin duda había realizado desde una de aquellas portillas.
Vadinio me explicó que la principal diferencia entre el aeróstato y los balones que yo había visto en Apeiron era que éste poseía una estructura rígida; es decir, su forma no venía dada por la presión interna de un gas, sino por un armazón de viguetas de metal ligero.
– Esto nos permite construirlos mucho mayores, como puedes ver -dijo Neléis.
– ¿Para qué necesitáis algo tan grande? -pregunté.
– Para transportar a mucha gente -fue su respuesta-; lejos de la ciudad.
Yo empezaba a comprender el objetivo de aquellos enormes vehículos.
– Esto es la bodega -siguió diciendo el genovés-, una vez montadas las literas, aquí podremos albergar a cien infantes, con todas sus armas y equipamientos. Ven.
Vadinio abrió una trampilla en el suelo y vi otra escalerilla metálica extendiéndose hacia abajo. El genovés descendió por ella, y Neléis y yo le seguimos.
Estábamos en una sala de menor tamaño, con las paredes completamente cubiertas de cristales engarzados en delgadas guías metálicas. Vista desde el exterior, era como una barcaza, con el suelo de madera, que colgaba debajo de la curva del leviatán. Estaba llena de complejos instrumentos de metal dorado.
– Éste es el puente -me explicó el marino, sin poder ocultar su emoción ante todo aquello-; cada aeróstato puede ser gobernado desde aquí por sólo diez aeronautas.
A través de los cristales que nos rodeaban, se tenía una perfecta visión del interior del tinglado; los otros leviatanes alineados, y los obreros trabajando. Pasé mi mano por aquellos cristales y descubrí que su tacto era extraño.
– Son de materia sintética -explicó Neléis-; una solución de nitrato de celulosa en alcanfor… bueno, eso no importa, lo interesante es que tiene las mismas características de transparencia que el cristal, pero son mucho más ligeros y resistentes.
Aquello me sonaba a alquimia; y si era así, si era posible transformar mediante combinaciones químicas unos materiales en otros, eso representaría un nuevo revés a mis creencias. Pero estaba dispuesto a aceptarlo; intentaba mantener mi mente abierta a todo lo que veía, pues veía que todo aquello tenía un único objetivo. Y éste era combatir contra el Mal. Una nueva cruzada hasta el Remoto Norte a bordo de estos leviatanes, como si de galeras voladoras se tratase, con un ejército de setecientos hombres en su interior.
Recorrimos el puente, observando con cuidado cada uno de los instrumentos allí reunidos. Reconocí una preciosa brújula con la rosa de los vientos pintada, y una gran rueda de timón, sin duda para dirigir el aeróstato como si se tratara de un navío en el mar. Pero uno de los aparatos no supe reconocerlo, y pregunté de qué se trataba.
Era una gran caja de metal negro. De la que sobresalían cordones y tubos dorados.
Neléis se acercó, y tomando una especie de orejeras, unidas a la máquina por un cordón, me las entregó indicándome que las colocase sobre mis oídos.
Extrañado, obedecí; y la consejera tomó entonces un manubrio situado a un lado de la máquina, y lo hizo girar varias veces. La mujer acercó su boca a una trompetilla que también se unía a la máquina con un grueso cordón, y dijo:
– Atención. Alguien que me dé una señal de respuesta.
Y una voz sonó directamente en mis oídos:
– Se te escucha fuerte y claro, consejera.
Aparté asustado aquellas orejeras, y casi di un salto hacia atrás.
– He oído una voz salir del interior de eso -dije. Escuchar voces salidas de la nada tenía un nuevo significado para mí después de mi experiencia con el rexinoos.
Neléis contuvo la risa, y me explicó que se trataba del mismo principio que comunicaba al rexinoos con el Adversario. Y que los científicos de Apeiron aprendieron a construir esas máquinas estudiando el funcionamiento interno de los rexinoos.
– Entonces debe de ser un instrumento básicamente malvado -aseguré.
– Sólo es un telecomunicador; nos permite hablar a distancia -dijo-, sólo eso.
Abandonamos el puente, atravesamos la cubierta de la bodega, y, tras subir otra escalerilla, desembocamos en un gran espacio, de trescientas varas de longitud, repleto de un confuso entramado de viguetas y cables metálicos. Diez enormes balones se alineaban a cada lado de una estrecha pasarela central. Cada uno de ellos sería tan grande como el que sustentaba el vehículo volador que nos había llevado hasta allí, y estaban aprisionados por una densa red de finísimos tubos.
– A este lugar le llamamos la sentina -explicó Vadinio-; siguiendo la idea de que el aeróstato es como un barco invertido, ésta es la parte más alta. Quiero mostrarte algo que te agradará, especialmente a ti que sientes un gran interés por las máquinas.
Caminamos por la pasarela que era tan estrecha que dos personas no podían situarse una junto a otra y que tenía una barandilla con pasamanos a ambos lados.
Al llegar al centro de la sentina, la pasarela se dividía en dos para rodear una enorme máquina de aspecto pesado. Era una caldera de vapor como las que yo había visto trabajando en la ciudad; reconocí los quemadores y las chimeneas por la que escapaban los humos, que eran dos tubos de metal oscuro que atravesaban la piel de lona del leviatán. Pero había un entramado mucho más complejo de tubos y conducciones entrando y saliendo de la máquina de vapor.
– Fíjate en esas correas -dijo Vadinio señalando unas gruesas cintas de cuero que salían de la máquina de vapor y atravesaban las dos paredes laterales de la sentina-; su función es transmitir la fuerza del motor a las dos hélices que están en el exterior.
El genovés rodeó la máquina de vapor y se acercó al lugar por el que desaparecía una de las correas. Allí la pared era sólo una especie de cortina de lona. Tiró de unas cuerdas y una sección de la pared se plegó mostrando una de las hélices que habíamos visto desde el exterior. La correa salía, rodeaba el cilindro que sujetaba la hélice, y regresaba a las grandes ruedas de la máquina de vapor.
Vadinio me explicó que, puesto que aquellas naves habían sido diseñadas para funcionar durante mucho tiempo lejos de la ciudad, su sistema de impulsión tuvo que ser cuidadosamente estudiado para conseguir una mayor autonomía.
– Fíjate en esos tubos, Ramón.
El genovés me señalaba unas gruesas mangueras que salían desde unos grandes depósitos de cobre laterales, y entraban en la máquina de vapor.
– Esos depósitos contienen agua, que sirve tanto para alimentar la caldera de vapor, como para ser usada como lastre. Y fíjate en todo ese circuito -Vadinio lo señaló cuidadosamente-; el agua se transforma en vapor al pasar por la caldera y, tras ser usada su fuerza para impulsar las hélices, se hace discurrir el vapor por esas redes de tubos que rodean los balones de gas.
Se trataba de un gas más ligero que el aire al que Vadinio llamó gas del Sol, o algo así. Era ésta una substancia muy difícil de conseguir, y Vadinio me explicó que los apeironitas se veían obligados a viajar hasta un desconocido continente situado en las mismísimas antípodas para conseguir aquel gas del Sol.
El vapor de agua calentaba el gas en el interior de los balones y, puesto que el gas caliente pesa aún menos que el frío, le transmitía su fuerza ascensorial a los aeróstatos. Tras cederle su calor a los balones, el vapor volvía a transformarse en agua, y como tal regresaba nuevamente a los depósitos de cobre para reiniciar el ciclo. El combustible era aquel aceite de piedra del que la ciudad parecía tener una reserva inagotable, y que estaba contenido en grandes depósitos metálicos.
– Aunque no lo creas -intervino Neléis-, hemos probado muchos otros métodos antes de decidirnos por éste. Intentamos calentar los balones directamente con el aire expulsado por el motor de aceite, sin necesidad de usar agua y vapor, pero resultó menos efectivo porque el circuito de vapor-agua mantiene mejor el calor, y comprobamos que era posible recorrer más millas con menos combustible.
Yo escuchaba atentamente las palabras de ambos, admirado por todo el ingenio que los apeironitas habían empleado en la construcción de aquellos navíos voladores.
Sería inconcebible que tanto esfuerzo no fuera a servir para algo.
Abandonamos el leviatán por el mismo lugar por el que habíamos entrado, y Neléis recitó los nombres de cada una de las siete naves señalándolas: Teógides, Ieragogol, Demetrio, Paraliena, Salaminia, Delíaca y Ammón.
Todo estaba dispuesto para el gran viaje.