principia absoluta

Bonitas, Magnitudo, Aeternitas, Potestas, Sapientia, Voluntas, Virtus, Veritas, Gloria

1

Desperté en el interior del Paraliena; en su pequeña enfermería. Estábamos en pleno vuelo y a través de una de las portillas pude ver un cielo azul y despejado.

La consejera Neléis estaba junto a mi lecho.

– Estoy con vida después de todo -le dije, llevando una mano a mi frente.

La cabeza me dolía como si hubiera pasado la noche anterior bebiendo el peor de los vinos.

– Eso parece -dijo la mujer.

– ¿Y hemos abandonado el abismo?

– Estamos ya muy lejos de él, viajando hacia el sur.

– ¿Y todo lo que recuerdo no fue una pesadilla?

– Dime qué es exactamente lo que recuerdas.

Le conté cómo desperté sobre aquel suelo de mármol, tras el anillo de columnas; encontré a mi Amada, o a un espectro que simuló cruelmente ser ella, y fui conducido hasta aquella cueva semejante a un útero, dónde conocí a la Parca. Y las terribles y desconcertantes cosas que ella me contó.

Neléis asintió y me narró cómo, cuando Melena Roja saltó sobre mí y me arrastró con él, Joanot y ella corrieron tras nosotros, pero no tuvieron ninguna oportunidad contra las poderosas patas del centauro que les dejó atrás sin dificultad, a pesar de que cargaba con mi cuerpo inconsciente, y desapareció entre la niebla.

Después, los otros centauros desistieron en su ataque y se retiraron; y los supervivientes humanos pudieron seguir su camino hacia los niveles inferiores. Mientras caminaban escuchaban ladridos de perros que les seguían, y que parecían cada vez más cerca. Era evidente que no iban a tener paz en aquel lugar, y que sufrirían un ataque tras otro de horrendas criaturas hasta que el último de ellos hubiera muerto.

– Esperábamos ser atacados por las fieras -dijo la consejera-, cuando la enorme masa del Paraliena apareció por el borde del abismo.

– Ellos también habían sobrevivido al ataque de los kauli -dije.

– Así es. Mirina nos contó que su situación llegó a ser tan apurada como la nuestra, pero lograron finalmente rechazar a los kauli. Estas criaturas son poderosas, pero no invulnerables; y no disponen de armas como las nuestras, lo que resulta sorprendente, pues el poder del Adversario parece muy grande en otros aspectos.

– No pueden pelear con armas avanzadas -le expliqué-; no les está permitido ni siquiera cuando su vida está amenazada.

Neléis me contempló asombrada de mis palabras. Era extraño que tantas cosas sobre el Adversario resultaran ahora tan evidentes para mí.

¿Cuántos conocimientos había introducido aquel diabólico ser en mi mente?

Señor Dios mío -recé-, ¡qué abismo tan grande y qué profundos secretos me has hecho contemplar para mi desgracia! Sana mi mente y podré participar nuevamente de la alegría de tu luz; porque ahora tan sólo hay tinieblas en mi alma.

¡Oh Verdad de la Luz, no permitas que me hablen las sombras!

– Pero no nos confiamos -siguió diciendo la consejera-. La lucha contra los kauli nos había demostrado que nuestras naves tenían su punto débil en la curva superior de su estructura, donde los kauli podían acceder sin que nosotros pudiéramos alcanzarlos con nuestros sifones de fuego.

– Lo vi -dije-. Perforasteis la cubierta, y colocasteis a varios dragones armados con lanzafuegos sobre ella.

– Así es -siguió diciendo Neléis-; y después descendimos hacia el palacio que ocupaba toda una vuelta de la espiral y que tú y yo apenas habíamos entrevisto. No pasó mucho tiempo antes de que viéramos aparecer, entre la niebla, el enorme anillo de columnas que parecía un claustro gigantesco. Con la enorme superficie que representaba podríamos haber estado buscándote durante años en aquel lugar, pero tuvimos suerte; vimos cómo la puerta de la cueva se abría y nos acercamos para investigar. Hicimos estallar una bomba contra las columnas, abriendo un espacio entre ellas lo suficientemente grande como para que nuestro aeróstato pudiera entrar por él; y entonces fuimos atacados desesperadamente por los kauli y los centauros, y no te vimos hasta que Joanot y los demás llegaron junto a la entrada de la cueva.

Asentí, el resto ya lo sabía. Pero nada de aquello podía explicar las visiones que tuve a partir de ese momento, y cómo contemplé la transformación de mis amigos en monstruos horribles.

Neléis meditó durante un instante y dijo:

– Creo que tenías razón en tus temores. Es posible que no lográramos extirparte el rexinoos por completo. Quizás una pequeña parte de él permaneció en tu interior, y le permitió al Adversario enviarte esas visiones de locura. En cualquier caso, eso no importa ya, porque nuestro Adversario ha muerto para siempre.

Intenté incorporarme, y la pequeña enfermería giró a mi alrededor. Volví a tumbarme sobre la litera.

– No importa ya -dije-, porque estamos todos condenados.

Le conté a la consejera todo lo que había contado la Parca, y su amenaza final de una terrible plaga que acabaría con toda la vida sobre la Tierra si ella moría.

Neléis me miró con preocupación, pero dijo:

– No tiene por qué ser cierto nada de lo que te dijo. Te mintió cuando te hizo creer que tu Amada te conducía hasta su guarida, y cuando te obligó a ver a Joanot, a Sausi y a Mirina como a monstruos sedientos de sangre. ¿Por qué iba a ser sincera en eso otro? Tan sólo buscaba su propia supervivencia. Es evidente que sus fuerzas estaban muy debilitadas, y que había perdido todo su antiguo poder. Hasta el final luchó con todas las armas a su alcance para seguir viviendo, y la mentira era una de sus armas.

Era posible, y tenía mucho sentido, me dije una y otra vez. Pero no podía apartar de mi mente la terrible posibilidad de que la historia de la Plaga fuera cierta. Aquella criatura había demostrado ser capaz de eso, lo había visto. Había suficiente crueldad y despecho en aquel ser como para planear la extinción de razas enteras. Y si tenía los medios a su alcance, lo haría sin dudarlo.

Pero ya nada podíamos hacer contra eso, y recé a Dios para que esa posibilidad nunca se hiciera cierta y para que alejara esos miedos de mi mente:

Señor, aleja de mí la idea de que Tú, Creador del Universo, Creador de las almas y de los cuerpos; aleja de mí la idea de que Tú vas a permitir que el Mal triunfe finalmente.

2

Horas después, me sentía lo suficientemente recuperado como para bajar al puente del Paraliena, acompañado por Neléis.

Joanot y Mirina estaban junto al telecomunicador, hablando con Apeiron.

– ¿Cómo te encuentras, viejo? -me preguntó Joanot, apenas me vio entrar.

– Un poco débil -le respondí, forzando una sonrisa.

– ¿Débil? -rió el valenciano-; eres fuerte como un toro, Ramón. Ni el más bravo de mis almogávares hubiera aguantado mejor que tú.

Era agradable oír eso, pero yo sentía mis huesos como si fueran a convertirse en jalea de un momento a otro. Si alguna vez regresaba a mi hogar en Mallorca, jamás volvería a emprender un viaje. Dejaría que mis pobres huesos se calentaran al tibio sol de la isla hasta que llegara el día en que Nuestro Señor tuviera a bien llevarme.

– ¿Cómo siguen las cosas en Apeiron? -preguntó la consejera.

– No muy bien -dijo Mirina, levantando la vista del telecomunicador-. El cerco continúa. Al parecer, los gog enloquecieron todos a la vez, súbitamente; desperdigándose por el desierto y peleando entre ellos. Ese momento debió de coincidir con la muerte del Adversario, pero los tártaros ccontinúan en su asedio a la ciudad; y la situación no es buena dentro de las murallas.

Neléis suspiró, y dijo que ya habían supuesto que eso podía suceder. Los tártaros blancos y amarillos no eran controlados directamente por el Adversario.

Pregunté qué íbamos a hacer a continuación.

Joanot me recordó que había más de seis mil almogávares esperando en Anatolia. Las tropas de Roger, los mejores guerreros de la cristiandad. El valenciano estaba seguro de que con ellos liberaríamos Apeiron y expulsaríamos a los tártaros de vuelta a sus estepas.

– Quizá también podamos contar con la ayuda de las tropas griegas del Imperio, pero no son necesarias, los catalanes de Roger se bastan y sobran para realizar ese trabajo.

– ¿Cuál es el plan entonces? -pregunté.

– El Paraliena se dirige a Anatolia -dijo Mirina-. En busca de las tropas almogávares de Roger.

Miré a mi alrededor, y dije:

– Se van a llevar una gran sorpresa cuando nos vean aparecer.

Días más tarde, alcanzamos el mar Nitas, y empezamos a bordear su costa. Los pescadores y gentes que nos veían corrían despavoridos convencidos de que habían visto a un enorme dragón cruzar sobre sus cabezas.

Cruzamos Anatolia de tramontana a mediodía, y nos detuvimos a una jornada de las murallas de Filadelfia. El viaje de ida había durado varios meses, pero habíamos realizado el regreso en sólo unos pocos días en aquella maravillosa nave voladora.

Con la tecnología de Apeiron la humanidad entera saldría rápidamente de la oscuridad y la miseria. Un maravilloso nuevo mundo iba a surgir de aquel viaje. Pero sólo si la amenaza de la Parca no era real. Sin embargo no podíamos dejar que este temor nos paralizara. Apeiron estaba a punto de ser destruida, y de su salvación dependía el futuro de todos nosotros. Las noticias que nos llegaban de la ciudad eran cada vez más preocupantes, y Neléis ordenó que el aeróstato descendiese.

Una vez en tierra, nos reunió a todos y dijo que no tenía sentido poner a prueba los miedos supersticiosos de la gente de Filadelfia. Quizá resultara más efectiva una llegada más discreta y no correr el riesgo de que nuestra presencia fuera interpretada como fruto de la magia o la brujería.

Joanot estuvo de acuerdo, y dijo que en primer lugar sería necesario presentarse ante Roger de Flor, y bajo su capitanía, organizar la nueva expedición hacia Apeiron.

– Nosotros poco podemos hacer aquí -dijo entonces Neléis-, y en Apeiron esta nave es necesaria. Debemos regresar para pelear junto a los nuestros.

Joanot de Curial expresó entonces su deseo de volver junto a los cincuenta almogávares que habían quedado en la ciudad. Se volvió hacia mí, y dijo:

– Tú eres el único que puede convencer al Capitán de que lo que hemos vivido en estos últimos meses es cierto. Que la ciudad del Preste Juan existe en el lugar que tú señalaste, y que en su interior hay maravillas y riquezas sin fin; pero que ahora está en peligro, y que necesita de todo su ejercito de almogávares para sobrevivir. Roger sentía un gran respeto por ti, y creerá en tus palabras. -Y añadió-: Yo debo regresar para pelear al lado de Ricard y el resto de mis bravos almogávares.

Después, el joven caballero se despidió de mí abrazándome emocionado, y les ordenó a Sausi, Guzmán y Guillem que me dieran escolta hasta Filadelfia.

– No os fallaremos -dijo Guzmán a su adalid-. Aguantad hasta entonces.

Mientras todos regresaban a bordo del Teógides, Neléis se acercó a mí, y dijo:

– Quisiera pensar que volveremos a vernos, Ramón. Tu lugar está en Apeiron.

– Soy demasiado viejo -respondí-, y estoy demasiado cansado para seguir luchando. Ahora sólo deseo regresar a mi tierra, y curar allí mis heridas. Si Roger tiene éxito, la ciudad se extenderá por todo el mundo y la Tierra entera será Apeiron. Quizá Dios tenga a bien permitirme vivir lo suficiente como para ver llegar ese día.

Después todos partieron en su nave aérea de regreso a Apeiron; y Sausi, Guzmán, Guillem y yo caminamos hasta las puertas de Filadelfia.

Estábamos de regreso; sólo tres de los trescientos que un día marcharon hacia Oriente.

El destacamento almogávar de la ciudad de Filadelfia nos recibió sin alegría. Las cosas no habían ido nada bien desde nuestra partida.

3

Roger de Flor había instalado su cuartel general en Gallípoli, y la ciudad estaba rodeada por un anillo de campos quemados y griegos empalados. El aspecto era desolador; caminamos durante horas rodeados de cadáveres que se pudrían al sol.

Horrorizado, pregunté qué había pasado allí a uno de los almogávares que nos había acompañado desde Filadelfia, y con quienes habíamos cruzado los Dardanelos.

El hombre, encogiéndose de hombros, respondió simplemente que los griegos se negaban a pagar.

Gallípoli era una ciudad aterrorizada por el dominio almogávar. Los griegos contemplaron nuestra llegada a través de las rendijas de las ventanas de sus casas, rodeadas de basura, excrementos y ratas. Los almogávares corrían por las calles, borrachos y cargados de botín de saqueo.

El Capitán Roger de Flor nos recibió en la sala de banderas de lo que había sido el palacio del gobernador. Su aspecto era de profundo agotamiento y desesperación.

Parecía sólo un espectro del hombre que habíamos dejado al inicio de nuestra aventura. Sus ojos estaban hundidos, y sus ropas sucias y descuidadas.

– Te creía muerto hace mucho, viejo -me dijo Roger, apenas nos tuvo ante él.

No era exactamente el recibimiento glorioso que yo había esperado.

– Lo conseguimos, Roger -le dije-; dimos con la ciudad que soñabas.

El nos contempló cuidadosamente a los cuatro; observó con detenimiento, pero sin emoción, los pyreions que los tres almogávares llevaban al hombro, y su vista se detuvo en mi brazo en cabestrillo. Y dijo con expresión cansada que ojalá pudiera creerme.

– Me creerás, Roger -le dije con una sonrisa de confianza-; me creerás…

El Capitán ordenó a uno de sus sirvientes que nos condujeran a los alojamientos del palacio, y dijo que esa misma noche, durante la cena, tendríamos ocasión de hablar.

Mientras me lavaba y cambiaba mis ropas, manchadas por la sangre de un centauro, doña Irene llamó a mi puerta, y al entrar en la habitación, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad por verme de nuevo.

Afirmó haber estado segura de que yo habría perecido en aquella loca aventura; y le rogué que me diera detalles sobre lo acontecido desde nuestra marcha.

– Todo ha ido mal -dijo ella-. Todo se ha convertido en una locura.

Pregunté por doña María, la esposa de Roger; y ella respondió que su hija había regresado a Constantinopla. Ella misma se lo había ordenado, pues consideró que sólo así tendría la joven princesa una oportunidad de sobrevivir cuando todo acabara.

– ¿Cuando esto acabe? -pregunté.

– Roger ha enloquecido, y su locura será el final de todos nosotros -dijo ella.

Pregunté por qué entonces permanecía ella junto al Capitán.

– Yo soy vieja, pero mi sacrificio puede ser suficiente para aplacar a los dioses -fue su enigmática respuesta.

4

Esa noche, tras la cena, Roger de Flor nos dio más detalles de lo sucedido desde aquel día en que nos separamos del grueso del ejército almogávar para buscar la ciudad del Preste Juan.

Tal y como habíamos supuesto todos, lo de Bulgaria era sólo un engaño para sacar a los almogávares de Anatolia. Las tropas de Roger estuvieron dando vueltas arriba y abajo por toda Bulgaria, y las pagas no llegaban nunca; tan sólo cartas de Andrónico en las que se daban largas y vanas esperanzas de cobrar algún día.

Finalmente, Roger, harto de todo ese juego, regresó a Anatolia.

– Dejando un reguero de sangre griega allí por donde pasabais -le acusó doña Irene. Además de los cuatro que habíamos regresado de Oriente, se sentaba en la mesa, junto a Roger, su lugarteniente Berenguer de Rocafort, y un ministro del Imperio fiel a doña Irene; un noble griego con aspecto de galgo viejo, llamado Canavurio.

– Bandas de desertores catalanes se han enseñoreado por los caminos griegos -siguió diciendo doña Irene-, y desvalijan a cuanto viajero cae en sus manos.

– Es posible -admitió Rocafort-; pero los hombres se están volviendo cada vez más incontrolables. Algunos incluso pasan hambre y privaciones, y en esas circunstancias se ven en la obligación de tomar cuanto precisan de las poblaciones griegas.

– Lo que hace cada vez más improbable que mi hermano os pague algún día -apostilló la mujer.

Roger pidió silencio a su amigo y a la madre de su esposa, y siguió contando los desdichados acontecimientos de aquel último año:

– Cansados de deambular por Asia, cruzamos el estrecho de los Dardanelos y nos instalamos en Gallípoli. Desde aquí le mandamos un ultimátum al Emperador; le pedimos que nos pagara y que así continuaríamos a su servicio con mucha fidelidad, prometiéndole que castigaría los excesos de aquellos almogávares que se atrevieran a ofender o maltratar a los pueblos amigos. Andrónico me respondió que deseaba entrevistarse conmigo en persona, para lo que me invitaba a su Palacio en Constantinopla. A lo que me negué; pidiéndole una vez más que nos abonara su deuda. Y el intentó saldarla con esto…

Roger me envió una moneda rodando sobre la mesa. La atrapé y la acerqué a la luz de las velas. Era una moneda desconocida para mí, parecida a los ducados venecianos.

– ¿Qué es? -pregunté a Roger.

El Capitán hizo una mueca burlona y dijo:

– Andrónico los llama vintilions; los hizo acuñar específicamente para nosotros. Pretendía que su valor era de ocho dineros barceloneses, pero en realidad no llega a los tres dineros. ¡Y con esa moneda devaluada pretendía saldar tan sólo una mínima parte de su deuda! ¡Bonita operación! -exclamó Roger, dando un sonoro golpe a la mesa-. Lo peor fue que consiguió engañarnos como a estúpidos; aceptamos la moneda e intentamos ponerla en circulación. Pero los mismos griegos rehusaron aceptarla…

Y así empezaron muchos de los conflictos con la población nativa, comprendí. Donde fallaba la capacidad adquisitiva de esa moneda falseada por Andrónico, los almogávares, tal y como era su costumbre, reforzarían su valor real con el acero de sus armas. Imaginé las muertes y sufrimientos que esto debió de provocar entre los pacíficos comerciantes griegos; de repente aquellos latinos habían dejado de ser sus defensores para convertirse en sus verdugos.

Pregunté qué había sucedido a continuación, y Berenguer de Rocafort tomó la palabra, y dijo:

– Andrónico mandó a su esbirro, ese gordinflón de Marulli, que pretendía ser el buen camarada de armas de Roger desde Artaki, y que quería entrevistarse con el Capitán para convencerle de que viajara con él hasta Constantinopla. Para asegurarse de que yo le apoyaría en sus pretensiones, me hizo llegar previamente un valioso presente. -Rocafort soltó una seca risotada, y dijo-: Yo intercepté su galera antes de que entrara en los Dardanelos, y le devolví los treinta vasos de oro y plata con los que había pretendido sobornarme. Luego recogí todas las insignias y honores concedidos por el Imperio; el bonete de megaduque, el sello y el bastón de mando, y los arrojé delante de él para que fueran tragados por las aguas del Bósforo. Ése fue mi escupitajo de catalán a la faz innoble de ese griego.

Doña Irene se revolvió en su asiento, y dijo que, mientras Rocafort realizaba esas exhibiciones de dudosa utilidad, ella se había preocupado de mantener abierta la línea de comunicación con Andrónico. Canavurio, su ministro, había llevado las negociaciones; de Constantinopla a Gallípoli y de Gallípoli a Constantinopla.

Canavurio carraspeó, y empezó a hablar con una voz potente y bien templada.

– La situación es la siguiente, protosebasto -dijo el griego dirigiéndose a mí-; la postura de xor Andrónico es implorante; no tiene dinero para liquidar las soldadas de los almogávares, aunque no puede menos que reconocer la razón que les asiste. La del César es exigente; las tropas necesitan cobrar, aunque bien es cierto que no ignora la precaria situación de la hacienda del Imperio. Es decir, se distribuye la razón, se hacen concesiones morales que, si bien no cuentan gran cosa a la hora de liquidar, deja a ambas partes un asidero dialéctico, un punto en el que apoyarse para la negociación. El Emperador tiene ahora una nueva propuesta… A falta de una satisfacción material -siguió diciendo el ministro mientras desenrollaba un pergamino marcado con el sello imperial-, apunta una satisfacción honrosa, un lavado del honor almogávar. Que él no pueda pagar en buena plata, no quiere decir que no quiera hacerlo en, a su juicio, mejor especie -leyó-: «en concesiones señoriales en las provincias de Asia, como feudo a los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses. Con la obligación por vuestra parte de que siempre que seáis llamados y requeridos por él o por sus sucesores, acudáis a servirle a su costa, y que el Emperador no estuviese obligado a dar, después de la conclusión de este trato, sueldo alguno a la gente de guerra; sólo había de socorreros cada año con treinta mil escudos y veinte mil modios de trigo».

Cuando terminó de leer, enrolló con cuidado el documento, y me lo pasó.

– Y en ésas estábamos en el momento en que llegasteis -concluyó Roger.

– ¡Basura griega! -escupió Berenguer de Rocafort-. Los hombres ya están hartos de las mentiras y las falsas promesas de Andrónico. No aceptarán más tratos.

– Creí que era el Capitán Roger de Flor quien tenía que aceptarlo o no -dijo doña Irene con tono irónico-. ¿Estaba equivocada?

Dejé a un lado el pergamino, sin intentar leerlo.

– Nada de esto tiene ya ninguna importancia, Roger -dije-; porque encontramos lo que fuimos a buscar en Oriente…

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Rocafort-. ¿El Reino del Preste Juan?

A continuación hice un minucioso relato de todo lo que nos había sucedido desde que emprendimos nuestro viaje hacia Oriente. Cuando terminé, tiempo después, la noche era ya muy avanzada, y en los rostros de Rocafort e Irene se dibujaba el asombro y algo de escepticismo. Pero no en el de Roger, que sonreía con satisfacción.

– Ciertamente es un historia difícil de creer -dijo Berenguer de Rocafort rascándose la piel bajo la barba.

– Pues es la verdad -dije, y le ordené a Sausi que les mostrara algunas de las maravillas que habíamos traído con nosotros. Las asombrosas heliografías de Apeiron fueron pasando de mano en mano por todos los comensales, y después Guzmán y Guillem hicieron en el patio una demostración del temible poder de los pyreions.

– Nunca hubiera dudado de tu palabra -me dijo Roger más tarde, de nuevo en el salón-, pero no alcanzo a imaginar lo que esto va a suponer a partir de ahora para todos nosotros.

Berenguer de Rocafort entrecerró los ojos, y dijo:

– Para empezar deberías intentar recuperar la fe de tus hombres; que están cansados, hartos de no recibir las pagas y faltos de moral por la lejanía de su tierra.

Vi cómo estas palabras afectaban a Roger, que pensaba que la fidelidad de sus almogávares era algo que no tendría que cuestionarse nunca.

– Ha sido un día demasiado largo-dijo poniéndose en pie-. Mañana me ocuparé de esos asuntos. Ahora necesito un descanso.

Mientras abandonaba el salón, su mirada se cruzó con la mía; y creí descubrir en ella una especie de indiferencia que me asustó. Roger estaba ciertamente cansado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Y la huida de su esposa a Constantinopla le hacía contemplarlo todo con un peligroso distanciamiento emocional.

Pensé que en esos momentos su actitud podría resultar fatal. Como así resultó ser.

5

Roger de Flor era de esos hombres que frente a la adversidad, se enardecen y se tensan, como un resorte forzado a su máxima elasticidad. Roger de Flor no se volvía jamás de espaldas a las dificultades, y al día siguiente despachó correos a todas las capitanías convocando a reunión a los jefes de su disperso ejército almogávar.

De Cícico a Metellín, de los aledaños de Andrinopolis, los almocadenes de las pequeñas guarniciones almogávares, desparramados por la piel del Imperio, acudieron al escuchar la consigna de que su Capitán convocaba una reunión extraordinaria.

Y Roger de Flor compareció ante los jefes del ejército catalán con el obligado gran atuendo de quien es Primer Adalid: fino sayo recamado de oro, bien trenzada cota de malla, bonete con broches de pedrería de gran dignatario del Imperio, y espada del mejor temple genovés. Su presencia en el patio de armas del castillo del gobernador de Gallípoli, en medio de sus caballeros almogávares, fue saludada con estridente entusiasmo, mientras flameaba en lo alto de las almenas la señera de Aragón.

– ¡Oídme, almogávares! -gritó Roger, alzando los brazos para pedir silencio.

– No sabemos si habrá paciencia para escucharte -dijo uno de los almocadenes, con expresión hosca-, cuando tanto tenemos que decirte.

– Me oiréis porque yo os lo ordeno. ¿O hay alguno que no quiera escucharme? -preguntó Roger con arrogancia. Desafiándoles con su figura altiva y su mirada de domador. Ése era su jefe. Si alguno lo había olvidado, lo recordó en aquel preciso instante-. Los hombres como vosotros y como yo no heredamos imperios; los hacemos -siguió diciendo Roger-. Las diferencias con el emperador Andrónico carecen de importancia cuando lo que os traigo vale más que muchos Imperios…

– ¿Y las pagas que nos deben…? -dijo otro almocadén con tono sarcástico-. ¿Le hacemos el honor a Andrónico de no cobrarlas?

– Son insuficientes para comprar nuestras victorias -replicó Roger.

– Pues yo me conformo con eso -incidió otro.

– El Emperador ofrece una provincia de Asia a cada uno de nosotros, como pago -dijo Roger-. Cobraremos todos en plata, en honores y en dignidad. Las compañías almogávares, dueñas de Asia Menor, harán del Imperio de los Paleólogo un reino feudatario. Aquí, en Gallípoli, está brotando un semillero de nuevas alcurnias aragonesas. Pero antes debemos cumplir una última misión en Oriente. Por el Imperio, y por nosotros mismos. Debo anunciaros que hemos triunfado, y que, tal y como vuestros camaradas que han conseguido regresar de este peligroso viaje os confirmarán, hemos encontrado el reino del Preste Juan, y las riquezas y el poder que encierra…

Roger le hizo una señal a Sausi Crisanislao que había permanecido en silencio tras él, y el búlgaro avanzó unos pasos hacia los almocadenes, y enarboló un pyreion cargado y listo para ser disparado. Los almogávares miraron el artilugio sin comprender, y Sausi se lo llevó al hombro, apuntó, e hizo fuego.

La bala destrozó un gran jarrón a espaldas de los almocadenes, y éstos retrocedieron sorprendidos y desorientados por el estampido.

– Esto es sólo una de las muchas maravillas que encontraremos en esa ciudad perdida en el lejano Oriente -exclamó entonces Roger, triunfante-. El camino es largo, y lleno de peligros, pero nosotros somos los mejores guerreros del mundo y triunfaremos una vez más. Salvaremos la ciudad y regresaremos cargados de riquezas, a tomar posesión de nuestros feudos en el Imperio.

– ¿Y quién velará para que los griegos no nos traicionen nuevamente? -preguntó Berenguer de Rocafort desde la primera fila de almocadenes-. ¿Para que no se sirvan una vez más de nuestra sangre y nuestro esfuerzo, y luego nos dejen sin nada?

– Yo me ocuparé de eso -dijo Roger-. Viajaré a Constantinopla en persona, y obtendré de Andrónico Paleólogo un compromiso tan firme como el acero.

Días después, Roger ordenó a su almirante Fernando de Ahonés que preparara cuatro galeras para trasladarle, junto a doña Irene, a mí mismo, y a una escolta de ciento cincuenta de sus fieles almogávares capitaneados por Sausi Crisanislao, hasta Constantinopla. Pero antes de partir, recibimos una misiva de Miguel Paleólogo.

El co-regente invitaba a Roger y a su séquito a que le visitaran en su palacio de Andrinópolis, donde pretendía agasajarles con una comida íntima. Un alto honor viniendo del príncipe del Imperio que Roger no podía rechazar sin quedar en entredicho.

Pero doña Irene quedó aterrorizada por esta invitación. Intentó, sin conseguirlo, disuadir a Roger de que acudiera. Después, al no lograr que Roger siguiera sus consejos, cometió el error de pedir la colaboración de los almocadenes de la Compañía -Berenguer de Entenza, Rocafort, Ahonés y Galcerán- para convencerle.

Pero era precisamente ante ellos donde Roger no podía dar pruebas de la menor debilidad. Y el veintidós de abril del año de nuestro Señor de mil trescientos cinco, llegamos a la ciudad fortaleza de Miguel Paleólogo. Era miércoles de la segunda semana de la Pascua que llaman de Santo Tomás cuando el jefe de la Gran Compañía Catalana, hacía, contra viento y marea, una visita de cumplido al heredero del Imperio.

Miguel Paleólogo recibió a Roger de Flor con toda la protocolaria solemnidad de un jefe de estado a otro. Para recibirlo, Andrinópolis se vistió con sus más ricas galas y los griegos esgrimieron sus más agradables sonrisas. En los viejos torreones de la ciudad, flameaba la insignia barrada de Aragón, y la pequeña corte palaciega de Andrinópolis se prodigó en reverencias respetuosas hacia el extemplario.

Las ceremonias oficiales se sucedían una tras otra con la maestría nacida de una experiencia milenaria. Ni una nota discordante ni un gesto sospechoso. Miré a Roger y vi que estaba encantado de su decisión de haber venido; de no haber escuchado las obsesivas advertencias de su suegra. ¿Qué hubiera pensado Miguel Paleólogo de un César del Imperio que no se atreviese a venir a su guarida?

En un momento dado, entre un acto y otro, se acercó a mí y me susurró:

– Quizá todo pueda enderezarse, viejo, y los griegos estén dispuestos a venir con nosotros al rescate de Apeiron. Una expedición conjunta tendría menos riesgos, y los beneficios, al final, nos alcanzarán a todos por igual. Quizá debería mostrarle a Miguel algunas de las nuevas armas que habéis traído de Apeiron…

Yo dudé, algo desorientado por el entusiasmo de Roger, y le dije:

– Creo que sería mejor esperar a que lleguemos a Constantinopla, y entonces hablarle de los resultados de nuestra expedición cuando estemos reunidos con Andrónico y sus ministros.

– Es posible -admitió Roger-. En cualquier caso, conforme se vayan desarrollando los acontecimientos, iré decidiendo qué hacer.

Me volví entonces hacia doña Irene. Estaba rígida en su silla, y miraba nerviosa a un lado y a otro en duro contraste con la tranquila actitud de Roger. Todo aquel plácido agasajo y el oropel que nos rodeaba, no parecía calmarla en lo más mínimo.

Pero ella es griega -pensé-, y sabe cómo actúan sus compatriotas.

Y este pensamiento me llenó de desasosiego.

6

Roger recibió la máxima dignidad concedida jamás a un capitán mercenario: sentarse con Miguel Paleólogo y su esposa a la suntuosa mesa de palacio, en un magnífico sillón cubierto de ricas lacas, y cargado de adornos de oro, frente a una mesa exquisitamente servida, donde desfilaron los mejores vinos de Grecia y las viandas más cuidadosamente cocinadas.

La conversación con Miguel Paleólogo era agradable, pero doña Irene no estaba pendiente de ella. Su mirada permanecía fija en una puerta del salón que había permanecido cerrada desde nuestra llegada. Camareros y sirvientes hacían uso de otras dos puertas, pero aquélla no se había abierto.

Me pregunté si esto tendría algún significado.

Miré a Sausi, que permanecía en pie a un lado del salón, supervisando el trasiego de platos y fuentes, y esto me tranquilizó; el enorme y bravo búlgaro que me había salvado la vida en tantas ocasiones… ¿qué mal podía suceder estando él presente?

La cena se alargó, los restos de los manjares se fueron amontonando frente a nosotros, y el vino había empezado a enturbiar suavemente nuestros sentidos. Volví a mirar aquella puerta y vi que estaba abierta. No me había dado cuenta de cuándo había sucedido esto, pero no le di ya ninguna importancia.

Entonces vi a aquel macizo y barbudo alano atravesar resueltamente el salón, caminando hacia nosotros. Me fijé en su rostro, y me resultó conocido, pero no supe identificarlo. A través de la puerta abierta vi entrar a varios hombres más.

Todos eran alanos y genoveses.

Entonces reconocí súbitamente a aquel primer mesageta: ¡Era George!

Con mi mente embotada por el vino, creí percibir los acontecimientos siguientes sucederse con un ritmo extraño y lento.

Sausi también parecía haber reconocido al antiguo líder de los alanos, y vi cómo su mano se iba hacia su espada mientras George seguía avanzando hacia Roger.

Y el ex templario, mientras tanto, hablaba animadamente con la emperatriz María, la esposa de xor Miguel; ajeno a todo.

Sentí la mano de doña Irene cerrarse en torno a mi brazo. Me volví hacia ella, y contemplé su rostro lleno de horror mirar hacia el grupo de alanos y genoveses que había irrumpido en el salón.

Luego, seguí la dirección de su mirada, y vi a George detenerse a un paso a la derecha de Roger de Flor; que siguió hablando durante un rato, hasta que la presencia inmóvil de George, con los brazos en jarras junto a él, se le hizo evidente.

El extemplario se volvió hacia el alano, y lo miró, entrecerrando los ojos como si en un principio tampoco lo reconociera.

– ¿No me recuerdas, Roger? -preguntó George en tono burlón-. Apuesto a que tampoco recuerdas a mi hijo Alejo.

Con su mano sobre la empuñadura de su espada, Sausi corrió hacia nosotros.

– Te recuerdo -dijo Roger a George-, y saludo en paz a un antiguo camarada de armas.

– Y yo te devuelvo el saludo de parte de mi hijo -dijo George, con una sonrisa amarga.

– No, no, no -musitó doña Irene poniéndose en pie.

Roger señaló una silla vacía, y dijo:

– Toma asiento a mi lado, y saldemos nuestras viejas rencillas.

– ¡A eso he venido, pirata! -exclamó el alano, mientras sacaba una daga de entre los pliegues de sus ropas y la clavaba profundamente en el pecho de Roger.

Doña Irene gritó a mi lado, y la sangre de Roger salpicó sobre la mesa.

El ex templario intentó ponerse en pie, derribando su lujosa silla al hacerlo, pero tropezó y cayó de espaldas. Se llevó una mano al pecho, y la retiró empapada de sangre. La miró asombrado, como si no pudiera creer que aquella sangre le perteneciera.

Sausi corría hacia nosotros con su acero ya desenvainado. Varios alanos se habían colocado entre el búlgaro y la mesa, y Sausi los fue despachado uno tras otro con secos machetazos de su espada que dejaron a varios hombres agonizantes u horriblemente mutilados. Había llegado casi hasta George, cuando uno de los genoveses le clavó un dardo en la espalda. El búlgaro, malherido, intentó seguir avanzando, pero varios mesagetas y genoveses saltaron sobre él, y lo cubrieron de cuchilladas; como chacales ensañándose con un enorme oso.

Doña Irene y yo contemplábamos todo esto paralizados e incrédulos por lo que estaba sucediendo. Yo no podía comprender cómo Roger había permitido que George se acercara tanto a él sin ponerse a la defensiva; le había visto salir con bien de situaciones mucho más apuradas y, simplemente, no podía aceptar que se hubiera descuidado ante un enemigo de una forma tan absurda.

George apartó a un lado, de una patada, la silla donde había estado sentado Roger, y desenvainó su espada. Vi a Miguel Paleólogo tras él, reír ente dientes como un loco, y a la emperatriz cubriendo su rostro con las manos, y pensé: éste es el final.

Roger hizo un intento de desenvainar su espada, pero George se plantó sobre él, y lo golpeó varias veces con la suya, hasta que Roger fue sólo un guiñapo sangrante.

Después, con el exquisito cuidado de un ritual, cortó la cabeza de Roger y la colocó sobre la mesa.

Uno de los alanos que había acuchillado a Sausi, saltó sobre la tabla de la mesa frente a mí, y alzó su espada dispuesto a partirme en dos. Doña Irene se interpuso, protegiéndome con su cuerpo.

– ¡Éste es un hombre santo, bastardo! -le gritó-. ¡No te atrevas a tocarle!

El alano dudó un instante, pero volvió a elevar su espada.

George lo derribó al suelo golpeando sus corvas con el plano de su espada.

– ¿Qué ibas a hacer estúpido? -le increpó-. ¿Acaso no has reconocido a la hermana de Emperador? -Luego se volvió hacia mí, y dijo-: No tengo nada contra ti, micer Ramón; siempre te consideré un hombre honorable.

Miguel el Basileo se acercó a la mesa, y contempló el rostro de Roger retorcido en su última agonía. Giró la cabeza hacia un lado y hacia otro, como si buscara su mejor ángulo, y le dijo como si sintiera una gran pena:

– Ya lo ves, César; toda gloria es efímera.

Luego se volvió hacia los genoveses y los alanos, y gritó:

– ¿Qué hacéis aquí, estúpidos? ¡Quedan muchos catalanes ahí fuera!

La matanza que siguió duró toda la noche y parte del día siguiente, y toda la escolta que había acompañado a Roger fue masacrada en Andrinópolis.

7

Fui encerrado en una habitación del palacio, no muy lejos del lugar donde Roger había sido asesinado; y allí permanecí, escuchando a través de las ventanas los gritos desesperados y el lejano tumulto de la carnicería.

Más tarde, cuando hacía mucho que todo se había acallado, la puerta de roble de mi estancia se abrió y vi aparecer la gordezuela figura de Marulli.

Avanzó unos pocos pasos hacia mí, y se detuvo contemplándome.

– Qué honor -dije con tono burlesco-. ¿Envían a todo un Gran Mariscal del Imperio para matarme?

Marulli me estudió con una expresión de pena en su ancho rostro, y dijo:

– No he venido a hacerte ningún daño, Ramón, y debes saber que lamento profundamente todo lo sucedido.

Hice una mueca de cínica amargura.

– ¿Lo lamentas? ¿Acaso quieres hacerme creer que toda esta traición ha sido exclusivamente obra de los alanos y genoveses? ¿Que la guardia del Imperio no ha tenido nada que ver? Por favor, Marulli, no te burles de mi inteligencia.

– No es eso, xor Miguel preparó cuidadosamente esta encerrona para Roger, pero eso no significa que yo considere honorable lo que aquí ha sucedido.

– Pues vaya, me siento más aliviado -le espeté.

Marulli hizo una mueca, y dijo:

– Merecemos tu sarcasmo, Ramón, pero debes saber que los almogávares también merecían ese final por todo el dolor que han causado entre nuestras gentes.

Es posible, pensé; pero la verdad es que todo aquello me importaba ya bien poco.

Otras causas seguían pareciéndome prioritarias; y le conté a Marulli nuestro viaje a Oriente y cómo encontramos la ciudad de Apeiron.

Al terminar la expresión de Marulli no había cambiado.

– No puedo creer nada de lo que has dicho -dijo-; pero tampoco puedo entender tus motivos para contarme una historia como ésa, y esto me preocupa.

– No me importa si tú me crees o no -dije impaciente-; conozco el camino hasta la ciudad del Preste Juan y puedo conduciros a ti, y a cuantas tropas del Imperio pueda mandar xor Andrónico. Vuestros catafractos, armados con los pyreions explosivos que yo os enseñaré a construir, liberarán fácilmente la ciudad del asedio de los tártaros…

– Pero, ¿qué dices? -Marulli sacudió la cabeza desconcertado-. ¿Crees que el Imperio puede tener algún interés en embarcarse en una aventura expansionista como ésa? Llegas quinientos años tarde para eso, Ramón; lo único que ahora interesa al Emperador es mantener el remedo, al menos, una generación más. Sólo eso. Roger de Flor era el peligro más inmediato, y ya ha sido eliminado. Fuera de eso, de ir colocando parches conforme las heridas se van abriendo, nada importa a xor Andrónico, ni a su hijo Miguel el Basileo.

Me dejé caer abatido sobre una de las sillas de la estancia.

– En ese caso, déjame en paz o acaba también conmigo.

Me sentía desesperado. No quería seguir viviendo con la certidumbre de que Apeiron estaba agonizando, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Toda mi vida había sufrido esa misma sensación de impotencia; había recorrido el mundo una y otra vez para mostrarle mi verdad a los príncipes y jefes de la Iglesia, pero jamás me había acompañado el éxito en la empresa de convencer a los demás de algo en lo que yo creía firmemente.

– No te traigo la muerte, sino tu salvación y la de dos capitanes almogávares…

Levanté los ojos hacia él.

– Dos almogávares de la escolta de Roger se han mantenido con vida hasta ahora refugiándose en el campanario de una de las iglesias de la ciudad. Al menos uno de ellos es un arquero diabólico que desde la torre ha acabado a flechazos con más de treinta genoveses. Y han aprovechado la oscuridad y la estrechez de las escaleras que llevan a la torre, para degollar a cuantos alanos intentaban llegar a ellos.

Tuve una intuición:

– ¡Guzmán y Guillem!

– No conozco sus nombres -me respondió Marulli.

Pero yo estaba seguro de que se trataba de ellos. No podía creer que después de todo lo que habíamos pasado juntos, aquellos dos bravos hubieran sido abatidos tan fácilmente. Aunque esto era, por supuesto, más un deseo que una certeza, pues había visto caer al poderoso Sausi Crisanislao ante mis ojos, despedazado por una jauría de cobardes traidores; mientras intentaba salvar la vida de su Capitán, Roger de Flor. El hombre que una vez le condenara a muerte.

– Esos dos siguen allí -continuó diciendo el capitán griego-, y disponen además de un arma mágica que parece obra de Satanás: ¡Un trueno horrible que es capaz de matar a un hombre a gran distancia!

El pyreion que llevaba Guzmán. Ahora estaba seguro de que eran ellos, y sentí una gran alegría por esta certeza.

Marulli me observó con cuidado, y preguntó:

– Tú sabes de lo que estoy hablando, ¿no es cierto? Siempre has tenido fama de hechicero. ¿Es esa arma que hace estallar el trueno producto de tu ciencia alquímica?

– No -respondí-; se trata de un pyreion explosivo, y es producto de la ciencia de la ciudad del Preste Juan de la que antes te he hablado. La misma ciencia que en el pasado creó el fuego griego.

Marulli sacudió la cabeza para indicarme que no quería seguir oyendo hablar de esto. Su órdenes eran muy claras, y aquel hombre carecía del más mínimo rastro de imaginación. Era como intentar razonar con un autómata.

– Eso no importa -dijo-; porque tus amigos siguen allí encerrados, y con estas armas fabulosas, no tenemos forma de desalojarlos, si no es por hambre.

– Pero el Basileo no quiere esto -comprendí.

– No, es cierto -admitió Marulli-. Xor Miguel está hastiado de tanta sangre, prefiere mostrarse misericordioso con esos valientes, y dejarlos marcharse contigo.

Era fácil comprender por qué. Aquellos dos bravos almogávares eran un grano en su fácil y rápida victoria sobre los catalanes. Xor Miguel no podría exhibir su traicionera acción ante su padre el Emperador mientras Guillem (si realmente se trataba de él) siguiera abatiendo a cuanto transeúnte se aventurara a cruzar bajo la sombra de aquella iglesia. Ante un problema así, era mejor mostrarse magnánimo, o recurrir nuevamente a las artes de la traición.

– ¿Cómo pueden saber ellos -le pregunté con una mueca de ironía en mis labios- que xor Miguel Paleólogo, con su promesa de dejarlos marchar no quiere otra cosa que hacerlos salir de la torre para ejecutarlos inmediatamente?

Marulli sacudió la cabeza negando.

– No es así; pero, desde luego, tenéis derecho a desconfiar. Por eso, el Basileo quiere daros garantías. Doña Irene os acompañará una parte del camino, hasta que os sintáis seguros en los territorios del Imperio ocupados por los catalanes. Xor Miguel sólo desea pediros que les transmitáis al resto de los capitanes de Roger el deseo del Imperio de dar por concluidas las hostilidades entre nosotros. Roger de Flor ha pagado sus crímenes con la vida y, consumado esto, xor Miguel ya no alberga ningún deseo de seguir peleando, y os pide que abandonéis pacíficamente las tierras del Imperio.

Te vas a hartar de guerra, griego -pensé-; esto no ha hecho más que empezar.

Pero no podía imaginar lo exacta que iba a ser mi predicción.

8

Vi con gran satisfacción cómo Guzmán y Guillem aparecían por la estrecha puertecilla que conducía a las escaleras que ascendían hasta lo alto de aquella torre.

Los dos almogávares que me habían acompañado en mi asombrosa aventura, avanzaron orgullosos ante la mirada temerosa de los griegos, y se plantaron frente a mí.

Guillem llevaba su extraño arco de madera albina que había traído del mismísimo infierno, con una flecha dispuesta para ser disparada. Muchos desafortunados soldados genoveses habían perecido al exponerse al certero alcance del arma de aquel catalán.

Guzmán sujetaba firmemente su espada con su mano derecha, y llevaba un pyreion cargado y listo para hacer fuego en su izquierda.

Ambos miraban desconfiados a un lado y a otro, pero Guzmán intentó que su voz sonara tranquila cuando me preguntó en su pésimo catalán:

– ¿Estás seguro de que esto no es una trampa de los griegos, anciano?

– Razonablemente seguro… -le respondí, y añadí con bastante emoción-: Me alegro mucho de que lograrais sobrevivir.

– Lo mismo digo, anciano -respondió Guzmán.

Guillem seguía silencioso, con toda su atención concentrada en la muchedumbre que nos rodeaba.

– ¿Qué va a pasar ahora? -dijo el arquero al cabo de un rato.

Poco después, abandonamos Andrinópolis acompañados por doña Irene, su escolta de jinetes búlgaros, y los dos almogávares.

Tal y como xor Miguel había prometido, nadie intentó oponerse a nuestra marcha.

Guzmán cabalgaba junto a mí con una expresión de aburrida indiferencia en su rostro.

– ¿Qué pensáis hacer? -le pregunté.

– ¿Hacer? -me respondió él, mirándome divertido-; eso dependerá de Rocafort, pero creo que vamos a matar a cuantos griegos podamos. Sí, creo que eso es lo que vamos a hacer.

– Me refiero a Apeiron -dije-; allí han quedado muchos de vuestros compañeros, y el adalid Joanot de Curial. No podéis olvidaros de ellos.

Guzmán meditó, y dijo:

– No los olvidaremos. Pero tampoco podemos olvidar a los que aquí han muerto bajo las traicioneras espadas de griegos, alanos y genoveses. Y esto sí es real, anciano.

– ¿Qué quieres decir?

– Apeiron no era real; no lo era en absoluto. Esto es algo que mi buen amigo Fabra no llegó a comprender nunca; y por eso murió. Aquellas gentes, aquella ciudad, no pueden existir en un mundo como el nuestro. George, Marulli y Miguel el Basileo, sí son reales, sí se comportan como es de esperar, y nosotros sabremos cómo dar cumplida respuesta a sus acciones. En cambio ninguno de nosotros comprendió nunca a los apeironitas, nunca entendimos cómo debíamos comportarnos allí, y la ciudad misma era apenas un espectro en el lecho de un mar inexistente. Cada día que pasa me cuesta más traer los recuerdos de Apeiron a mi mente, pero la traicionera acción de los griegos es algo mucho más sólido y real. Algo frente a lo que nosotros, los almogávares, sí sabremos cómo responder. Tenemos una nueva guerra en la que luchar; ahora mataremos griegos en vez de turcos o demonios… ¿qué más da?

Me aparté del almogávar, y cabalgué junto a doña Irene.

Una sombra de profundo pesar cubría el rostro de la mujer. Su aspecto era descuidado y sujetaba sus cabellos sin arreglar con un pañuelo negro.

Parecía haber envejecido diez años en las últimas horas.

– Cuando os deje entre vuestros amigos -me dijo-, regresaré inmediatamente a Constantinopla. Temo lo que mi hija pueda hacer cuando conozca la cobarde acción de su primo. Ella estaba muy enamorada de Roger…

Las lágrimas humedecieron los ojos de la mujer.

– Roger era un hombre intenso -dije-. Capaz de ganarse la más incondicional de las lealtades o el más enconado de los odios. Pero su muerte no puede significar el fin de aquello que luchó por encontrar. Ahora necesito tu ayuda para convencer al Imperio y a los almogávares de que hay algo por lo que vale la pena unirse.

Ella me miró con sus ojos encogidos por el llanto, y dijo:

– Hazme caso, Ramón; regresa a tu tierra. Olvídalo todo, y pasa tus últimos años en paz. Aquí ya nada puedes hacer; nadie te escuchará ya. Ni siquiera yo tengo ánimo para seguir escuchándote; pues en mi interior tan sólo deseo la muerte para todos aquellos que participaron en el asesinato de Roger, y no deseo oír ninguna voz que hable de paz o de entendimiento. Ahora debo regresar para seguir viviendo al lado de los asesinos de Roger, para cruzarme con ellos por los pasillos y sonreírles. Y haré todo esto por mi hija, sólo por ella beberé una copa entera de hiel cada día que me quede de vida, pero no me pidas que te siga escuchando, Ramón; no me pidas tanto.

Nos despedimos horas después, en las cercanías de Gallípoli; doña Irene volvió grupas e inició el regreso junto a sus escoltas.

– Me alegro de haber tenido la oportunidad de conocer a un hombre como tú, Ramón Llull.

Y éstas fueron las últimas palabras que me dirigió.

9

Berenguer de Rocafort tampoco quería oír hablar de nada que no fuera la muerte de los asesinos de Roger de Flor y los ciento treinta almogávares de su escolta.

En cambio, era propicio a hablar de la forma y manera de matar el máximo número de griegos posible, pero yo no estaba dispuesto a fabricar pólvora y reproducir los pocos pyreions explosivos que habíamos traído de Apeiron para que él las usara en su venganza.

Cuando xor Miguel Paleólogo comprendió que los catalanes no tenían ninguna intención de abandonar Gallípoli por las buenas, sitió la ciudad con un ejército compuesto por griegos, genoveses, turcos y alanos.

Era irónico; antiguos aliados y enemigos de Roger unidos finalmente contra lo que quedaba de su ejército. Era como ver a los fantasmas del pasado levantarse de sus tumbas y juntar sus armas contra sus verdugos.

Rocafort dirigió entonces sus naves hacia Constantinopla, y envió embajadores para pedir explicaciones al Emperador por la traición de su hijo y co-regente; pero Andrónico mandó prender y descuartizar a la embajada almogávar.

Empezó así la mayor venganza jamás conocida por el hombre.

Rocafort venció al ejército aliado de Miguel Paleólogo en Apros y acto seguido los almogávares recorrieron a sangre y fuego las costas de la Propóntide hasta Constantinopla, y los puertos del mar Negro y de Tracia.

Ningún lugar del Imperio estaba ya fuera del alcance del vengativo brazo de los catalanes. La desgracia había caído sobre los últimos restos del antaño poderoso Imperio romano.

Yo abandoné este escenario de muerte y sangre y regresé solo a mis tierras, a Mallorca. Ya no me quedaba ninguna esperanza de que Apeiron pudiera ser rescatada del asedio tártaro. En ocasiones tenía sueños en los que veía las hermosas torres de cristal de la ciudad hundirse como castillos de naipes, y a sus pacíficos y amables ciudadanos masacrados por las bestiales huestes tártaras.

Soñaba con Joanot de Curial, con Ricard, y con los almogávares que habían quedado en Apeiron para morir luchando por aquella isla de razón en un mundo enloquecido.

A veces me preguntaba si estos sueños resultarían ser tan reales como otros que había tenido en el pasado; y esta posibilidad me llenaba de un terror incontrolable.

Una vez soñé con la consejera Neléis.

El Adversario no ha muerto, Ramón, me dijo; fracasamos al intentar destruirlo.

¿Podía ser esto cierto?

Los años pasaban, y la Plaga con la que había amenazado toda la vida de este mundo no se había desencadenado.

Quizás era una mentira, como otras tantas que me contó aquella criatura diabólica. Como su afirmación de que había sido ella la que había creado la vida sobre la Tierra. De que era un dios. Un dios loco y derrotado. ¿O quizá no? La locura me rodea incansable y enfermiza… Porque el Mal participa del infinito y el Bien de la naturaleza de lo finito.

Me entrevisté varias veces con el Papa en Aviñón, y tampoco conseguí que moviera un dedo por Apeiron.

A fuerza de luchar contra la locura me estaba ganando la fama de loco y, quizá por eso, el Sumo Pontífice no quiso dar ningún crédito a mis palabras.

Desde Aviñón viajé a París, y allí, unos meses después de mi entrevista con el Papa, fui visitado por aquel misterioso florentino.

Tendría unos cuarenta años y un rostro presidido por una enorme nariz aguileña y unos ojos hundidos que destellaban llenos de pasión bajo espesas cejas negras. Mirar aquel rostro era como ver mi imagen en un espejo cuarenta años atrás.

No quiso darme su nombre, pues afirmó ser un proscrito perseguido a muerte por jefes de su ciudad, pero sí me dio muchos detalles sobre su desgracia: al parecer era miembro destacado de una de las facciones políticas de la ciudad de Florencia, los blancos, de tendencia gibelina, enemigos irreconciliables de los negros, exégetas del Papa. La sangrienta rivalidad entre las dos facciones hizo que el Sumo Pontífice enviara a Carlos de Valois, hermano del rey de Francia, como pacificador. El paciere condenó a la hoguera a más de seiscientos blancos, y mi extraño interlocutor logró salvar la vida por muy poco. Desde entonces se había mantenido oculto y vivía bajo una falsa identidad.

– Sé de vuestra entrevista con el Papa -me dijo, escrutándome con sus intensos ojos oscuros-, pero no lograréis nada por ese camino.

Me pregunté si mi fama de loco habría llevado a un demente hasta mi casa. Le pedí que se explicara con claridad. Él, por toda respuesta, desenrolló cuidadosamente un gran pergamino que había traído consigo. Al acercarme a ver qué era aquello, no pude reprimir una exclamación de sorpresa.

Era un mapa. Un mapa del infernal abismo en el que nos habíamos enfrentado al Adversario. En aquella proyección plana, la inmensa espiral de terrazas, parecía una serie decreciente de anillos concéntricos. Alcé la vista hacia él, y le pregunté:

– ¿Dónde habéis obtenido este documento?

– Un hombre, un viajero llegado de tierras remotas me describió este lugar y yo tracé el mapa. Me aseguró que vos podríais certificarme su autenticidad.

Le sujeté por los hombros, y le pedí que me diera más detalles sobre aquel viajero. El florentino se zafó de mí, y me dijo que nunca había visto el rostro de aquel hombre.

– Siempre iba embozado con una ancha capucha ocultando su rostro -me dijo-, y siempre nos encontramos en la oscuridad. Afirmaba ser un proscrito como yo.

– ¿Qué más os dijo?

– Que Apeiron fue destruida, y que sus gentes se han diseminado por todo el mundo. El era uno de ellos, un vagabundo en un mundo temible y despiadado.

– ¿Os habló de mí? -pregunté-. ¿Me conocía?

– Os conocía -asintió el florentino-; pero me dijo que vos a él no. También me dijo que vuestros amigos no sobrevivieron, que murieron luchando heroicamente por Apeiron. Y que no lograsteis destruir al Adversario, tan sólo dañarlo gravemente. Durante mil años el Adversario permanecerá oculto en las profundidades de su guarida, recuperando sus poderes y su vitalidad; pero, transcurrido este tiempo, volverá a salir para enfrentarse nuevamente al Hombre. Ese último combate decidirá el destino de nuestra raza, y sólo podremos vencerle si nuestras mentes y nuestra ciencia han alcanzado la plenitud de su desarrollo.

– ¿Y cómo lograremos eso, ahora que Apeiron ha sido destruida? -le pregunté apesadumbrado.

El florentino meditó un instante antes de responderme; al parecer, intentaba recordar con exactitud las palabras del viajero.

– El me pidió que os transmitiera una última esperanza: «Apeiron ha sido destruida, pero no así su espíritu. Éste se ha visto diseminado por toda la Tierra, como semillas que traerán un nuevo nacimiento para la humanidad». Éstas fueron sus palabras, aunque no estoy seguro de comprenderlas completamente. ¿Vos sí?

Tampoco lo sabía, como no tenía la seguridad de que aquel florentino no fuera un loco. Yo le había narrado a tanta gente la desdicha de Apeiron, que aquel hombre muy bien podría haber urdido el engaño con la información que yo mismo había proporcionado.

Se despidió poco después, pidiéndome que no le hablara a nadie de su visita.

¿A quién le iba a hablar, si no había nadie que quisiera escucharme?

Había ido deslizándome entre la realidad y la locura y me había quedado entre tinieblas. Me abrasaba, suspiraba, lloraba, me agitaba sin hallar descanso ni consuelo, cargando con un alma rota y ensangrentada que no toleraba ya a su portador.

Anduve descarriado y casi olvidé a Dios ante la vista de una ciudad que creí suya pero que tan sólo era obra de los hombres: Apeiron, que murió sola y rodeada de enemigos, esperando una ayuda que nunca llegó, porque nadie quiso escuchar a un viejo loco contar cosas terribles. Nadie…

Hasta el día en que fui visitado por aquellos dominicos del Santo Oficio…

En la biblioteca de mi alquería de Mallorca me interrogaron, sin saber que yo no deseaba otra cosa que hablar. Me hicieron ponerme en pie y prestar juramento, sobre el libro de los cuatro Evangelios que tocaba con la mano derecha, de decir la verdad sobre mí mismo y sobre los demás. Y luego me ordenaron que me sentara, y yo obedecí sin apartar su mirada de la mía, porque ardía en deseos de empezar a hablar.

Tenía que contener mi nerviosismo para que no me tomaran por un demente. Esta vez tenía que esforzarme en hablar lenta y razonablemente.

– Os estaba esperando -dije entonces, con una voz suave y amable.

El inquisidor pareció no haberme entendido bien, porque se inclinó levemente hacia delante y me preguntó:

– Perdón, ¿decíais?

– Llevo años esperando vuestra visita. ¿Cómo habéis podido retrasaros tanto?

– ¿Esperabais desde hace tiempo ser enjuiciado por la Santa Inquisición? ¿Acaso tenéis cuentas en asuntos de fe que queréis confesar ahora?

– Nada de qué arrepentirme, excepto el no haber sido más diestro en mi propósito.

– ¿Y cuál es ese propósito, Ramón Llull? Vuestra fama es mucha, y sois llamado por todos doctor iluminado, por el ardiente vigor que abrasa vuestro corazón y los entusiasmados proyectos que concebisteis para la extensión y dominio de las leyes de la Ciencia; a cuyo fin repelisteis las peregrinaciones y multiplicasteis los escritos, siendo éstos tan numerosos que abrazan casi todos los conocimientos humanos, y anuncian pensamientos que por su originalidad sorprendieron y entusiasmaron a muchos sabios. Por lo que no tenéis nada que temer si vuestro propósito ha sido siempre tan recto como afirmáis. Ved en mí sólo un humilde siervo de Dios que busca la verdad tal y como dicen que vos la habéis buscado; pero, recordad, buscando la verdad es posible errar el camino y desviarse de la recta senda de la fe; y si bien el hombre está expuesto a errar, es locura perseverar en el error cuando se demuestra su existencia. Responded, entonces, a mi pregunta: ¿cuál era vuestro propósito, Ramón Llull?

– Encontrar un sentido a toda la locura de este mundo.

– ¿Por qué tendría que tener sentido? Este mundo es sólo una morada temporal. Cada uno de nosotros responderá de sus acciones al llegar ante el Reino del Altísimo.

– Os equivocáis, porque sí encontré la Verdad; pero en un lugar donde jamás habría imaginado encontrarla. Un lugar que vosotros jamás soñaríais que pudiera existir sobre la faz de este mundo.

El inquisidor sonrió levemente, y dijo:

– Decidme, Ramón Llull: ¿dónde está ese lugar?

– Más allá de Romania y de las tierras del Gog y Magog. Es una larga historia…

– Adelante -dijo frotándose las manos con satisfacción-, deseo escucharla, y tenemos tiempo de sobra para hacerlo.

– Atended pues; es la historia de mi último viaje: El relato de las hazañas del hombre más asombroso que conocí jamás; Roger de Flor, aventurero y pirata. La historia de sus amigos: Joanot de Curial, Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, y del fantástico viaje que juntos realizamos hasta tierras legendarias… Es la historia de la mágica ciudad de Apeiron, con sus torres de luz y cristal, y su batalla eterna contra los demonios… De Neléis la consejera, y de Ibn-Abdalá, y de tantos bravos almogávares… Escuchad ahora, porque soy ya muy viejo y deseo narrar esta historia para que no se pierda en mi memoria, como el esqueleto de una barca deshaciéndose sobre la arena, con cada ola arrancándole un pedazo de madera tras otro; hasta que ya no sepa con certeza si todo ha sucedido realmente o si fue producto de mi imaginación… Escuchad ahora…

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