Imaginemos de nuevo que padecemos una enfermedad en la piel y que nuestras heridas están infectadas. Como queremos que la piel se nos cure, acudiremos a un médico, y éste utilizará un escalpelo para abrir las heridas. Después las limpiará, aplicará un medicamento y las mantendrá limpias hasta que se curen y dejen de provocarnos dolor.
Pues bien, para sanar el cuerpo emocional procederemos del mismo modo. Abrir y limpiar las heridas, aplicar algún medicamento y mantenerlas limpias hasta que se curen. Pero ¿cómo las abriremos? Utilizando la verdad como si se tratase de un escalpelo. Hace dos mil años uno de los grandes maestros dijo: «Y conocerás la verdad y la verdad te hará libre».
La verdad es como un escalpelo porque produce dolor al abrir las heridas y descubrir todas las mentiras. Las heridas de nuestro cuerpo emocional están cubiertas por el sistema de negación, el sistema de mentiras que hemos creado a fin de protegerlas. Ahora bien, sólo cuando miremos nuestras heridas con los ojos de la verdad, seremos finalmente capaces de sanarlas.
Empieza a practicar la verdad contigo mismo. Cuando eres sincero contigo mismo, comienzas a ver las cosas como son y no como quieres que sean. Utilicemos un ejemplo que tiene una gran carga emocional: la violación.
Digamos que alguien te violó hace diez años; es cierto que fuiste objeto de esa violación. Pero, ahora mismo, ya no es cierto. Fue un sueño, y en ese sueño, alguien abusó violentamente de ti. No lo buscaste tú. No se trató de nada personal. Por la razón que fuera, te ocurrió a ti, igual que podría haberle ocurrido a cualquier persona. Pero ¿vas a condenarte a sufrir sexualmente el resto de tu vida por haber sido objeto de una violación? No es el violador el que te condena a hacer eso. Tú eres la víctima, y si te juzgas a ti misma y te declaras culpable, ¿cuántos años te castigarás a ti misma sin disfrutar de una de las cosas más maravillosas del mundo? En ocasiones, una violación puede destrozar la sexualidad para el resto de la vida. ¿Dónde está la justicia? Tú no eres el violador, de modo que ¿por qué tienes que sufrir el resto de tu vida por algo que no hiciste? No eres culpable de que te violaran, pero el Juez que reside en tu mente puede hacerte sufrir y vivir avergonzada durante muchos años.
Por supuesto, esta injusticia creará una profunda herida emocional infectada de veneno que bien podría necesitar unos cuantos años de terapia antes de ser liberado. Sí, es verdad que fuiste objeto de una violación, pero ya no es verdad que debas sufrir esa experiencia. Es una elección.
Este es el primer paso cuando se utiliza la verdad como si fuese un escalpelo: descubres que, ahora, en este mismo momento, la injusticia que originó la herida ya no es verdad. Quizá descubras que, lo que creíste que te había herido tan profundamente, nunca fue verdad. Y aun en el caso de que sí lo fuese, eso no significa que ahora lo continúe siendo. Cuando utilizas la verdad, abres la herida y ves la injusticia desde una nueva perspectiva.
En este mundo, la verdad es relativa; cambia sin cesar porque vivimos en un mundo de ilusiones. Lo que es verdad en este mismo instante no tiene por qué serlo más adelante. Y después, podría volver a serlo. En el infierno, la verdad también podría ser otro concepto, otra mentira capaz de ser utilizada en tu contra. Nuestro sistema de negación es tan fuerte y poderoso que se convierte en algo muy complicado. Hay verdades que están ahí para tapar mentiras, y, a la vez, también hay mentiras que tapan la verdad. Es como pelar una cebolla, la verdad se revela poco a poco hasta que, al final, abres los ojos y descubres que todas las personas que te rodean, incluido tú mismo, mienten constantemente.
En este mundo de ilusión, casi todas las cosas son mentira. Esa es la razón por la que les pido a mis aprendices que sigan las tres reglas para descubrir la verdad. La primera es: No me creas. No tienes que creerme, sino pensar y hacer elecciones. Cuando te digo algo, cree en lo que tú quieras creer, pero sólo si tiene sentido para ti, si te hace feliz. Si te conduce hacia tu despertar, entonces haz esa elección y cree en ella. Soy responsable de lo que digo, pero no soy responsable de lo que tú comprendas. Vivimos en un sueño completamente diferente. Aunque lo que yo digo sea absolutamente cierto para mí, no significa que tenga que serlo para ti. La primera regla resulta muy sencilla: No me creas.
La segunda regla es más difícil: No te creas a ti mismo. No te creas todas las mentiras que te dices: todas esas mentiras que tú nunca escogiste, pero que fuiste programado para creer. No te creas a ti mismo cuando te dices que no eres lo bastante bueno ni lo bastante fuerte ni lo bastante inteligente. No te creas tus propias limitaciones y dificultades. No te creas que no eres digno de amor o de felicidad. No te creas que no eres bello. No te creas ninguna cosa que te haga sufrir. No creas en tu desdicha. No creas en tu propio Juez o en tu propia Víctima. No te creas la voz interior que te dice que eres un estúpido, que te dice que te suicides. No te la creas porque no es verdad. Abre tus oídos, abre tu corazón y escucha. Cuando oigas que tu corazón te conduce hacia la felicidad, entonces haz una elección y mantenla. Pero no te creas a ti mismo sólo porque es algo que estás acostumbrado a decir, porque más del ochenta por ciento de las cosas que crees se basan en la mentira: no son verdad. La segunda regla es difícil: No te creas a ti mismo.
La tercera regla es: No creas a nadie. No creas a otras personas porque todas mienten constantemente. Cuando hayas curado tus heridas emocionales y no sientas la necesidad de creer a otras personas sólo para ser aceptado, lo verás todo más claro. Verás si es negro o blanco, si es o no es. Lo que ahora mismo es, quizá no lo sea dentro de unos pocos instantes. Lo que ahora no está bien quizá lo esté dentro de unos momentos. Todo cambia muy rápido pero, si eres consciente, podrás ver cómo acontece. No creas a los demás porque utilizarán tu propia estupidez para manipular tu mente. No te creas a una mujer que te diga que proviene de las Pléyades y que quiere salvar el mundo. ¡Malas noticias! No necesitamos que nadie venga a salvar el mundo. El mundo no necesita a intrusos que vengan del exterior a salvarnos. El mundo está vivo; es un ser vivo y es más inteligente que todos nosotros juntos. Si creemos que el mundo necesita ser salvado, pronto llegará alguien y dirá: «Bien, hay que escapar del planeta porque va a chocar contra nosotros un cometa. Mátate y ¡boom!, alcanzarás al cometa e irás al cielo». No creas en ese tipo de historias. Crea tu propio sueño del cielo; nadie puede hacerlo por ti. Sólo el sentido común será capaz de conducirte hacia tu propia felicidad, tu propia creación. La regla número tres resulta difícil porque necesitamos creer en otras personas. No creas en ellas.
No creas en mí, no creas en ti y no creas en nadie más. Cuando no crees, todo lo que no es verdad desaparece como por arte de magia en este mundo de ilusión. Todo es lo que es. No necesitas justificar lo que es verdad; no tienes que dar explicaciones. Lo que es verdad no necesita el apoyo de nadie. Tus mentiras necesitan de tu apoyo. Necesitas crear una mentira que sostenga la primera mentira, después otra que sostenga a la última y otras más para sostener todas las mentiras juntas. Y así, al final, creas una gran estructura de mentiras, y cuando aparece la verdad, todo se desmorona. Pero es así. No es necesario que te sientas culpable por decir mentiras.
La mayoría de las mentiras en las que creemos, sencillamente se disiparán cuando dejemos de creer en ellas. Todo lo que no sea verdad no sobrevivirá al escepticismo; ahora bien, la verdad siempre sobrevivirá. Lo que es verdad es cierto, lo creas o no lo creas. Tu cuerpo está hecho de átomos. No es necesario que te lo creas. Lo creas o no lo creas, es verdad. El universo está hecho de estrellas; esto es verdad lo creas o no lo creas. Sólo lo que es verdad sobrevivirá, y esto incluye los conceptos que tienes sobre tu persona.
Hemos dicho que, de pequeños, no tuvimos la oportunidad de escoger qué creer y qué no creer. Bueno, ahora es distinto. Ahora que somos adultos tenemos el poder de hacer una elección. Podemos creer o no creer. Aunque algo no sea verdad, si decidimos creer en ello, lo creeremos porque esa será nuestra voluntad. Puedes escoger cómo quieres vivir tu vida. Y si eres sincero contigo mismo, sabrás que siempre tendrás la libertad de hacer nuevas elecciones.
Cuando estamos dispuestos a ver con los ojos de la verdad, destapamos algunas mentiras y abrimos las heridas. Pero las heridas todavía están llenas de veneno.
Por lo tanto, una vez abiertas, las limpiaremos para eliminar todo el veneno. Pero ¿cómo lo haremos? El mismo maestro nos dio la solución hace dos mil años: el perdón. El único medio para limpiar las heridas y desprendernos del veneno es el perdón.
Debes perdonar a quienes te hirieron aunque, en tu mente, todo lo que te hicieron resulte imperdonable. Los perdonarás no porque merezcan tu perdón, sino porque no quieres sufrir y causarte más dolor a ti mismo cada vez que recuerdes lo que te hicieron. No importa lo que otras personas te hiciesen, las perdonarás porque no quieres sentirte permanentemente enfermo. El perdón es necesario para sanar tu mente. Perdonarás porque sentirás compasión de ti mismo. El perdón es un acto de amor hacia uno mismo.
Para ilustrar lo que acabo de decir te pondré el ejemplo de la mujer divorciada. Imagínate que has estado casada durante diez años, y por la razón que sea, tienes una gran pelea con tu marido a causa de una injusticia. Te divorcias de él; realmente no puedes soportarle. Sólo con oír su nombre sientes un fuerte dolor en el estómago y tienes ganas de vomitar. El veneno emocional es tan fuerte que eres incapaz de soportarlo más. Necesitas ayuda, de modo que acudes a un terapeuta y le dices: «Estoy sufriendo mucho. Estoy llena de enfado, de celos y de envidia. Lo que hizo es imperdonable. No aguanto a ese hombre».
El terapeuta te mira y te dice: «Necesita liberar sus emociones; necesita expresar su enfado. Lo mejor sería desahogar sus emociones con una gran pataleta. Coja una almohada, golpéela y libere su enfado». De modo que eso es lo que haces: montas una pataleta colosal y liberas todas esas emociones. Realmente parece funcionar. Le pagas cien dólares y le dices: «Muchas gracias. Me siento mucho mejor». Finalmente, aparece una gran sonrisa en tu rostro.
Abandonas la consulta del terapeuta, y ¿adivinas quién se te cruza por delante con el coche? Cuando ves a tu ex marido vuelves a sentir la misma cólera de inmediato, sólo que peor. Tienes que volver corriendo al terapeuta y desembolsar otros cien dólares para desahogarte de nuevo. Liberar tus emociones de esta manera sólo proporciona una solución temporal. Quizá te ayude a desprenderte de una determinada cantidad de veneno emocional y te sientas mejor momentáneamente, pero no curas tu herida.
El único medio para sanar tus heridas es a través del perdón. Tienes que perdonar a tu ex marido por la injusticia que cometió contigo. Ahora bien, sólo sabrás que has perdonado a alguien cuando lo veas y ya no sientas nada, cuando escuches su nombre y no experimentes ninguna reacción emocional. Por lo tanto, cuando seas capaz de tocar una herida emocional y ya no sientas dolor, entonces sabrás que verdaderamente has perdonado. Evidentemente, en ese lugar te quedará una cicatriz, del mismo modo que te queda en la piel. Recordarás lo que sucedió, cómo eras antes, pero una vez que la herida se haya curado, dejará de doler para siempre.
Tal vez pienses: «De acuerdo. Es fácil decir que debemos perdonar. Lo he intentado, pero no soy capaz de hacerlo». Tienes muchas razones, muchas justificaciones por las cuales no puedes perdonar. Pero no es verdad. La verdad es que no puedes perdonar porque aprendiste a no hacerlo, porque eso es lo que practicaste, porque llegaste a ser un maestro de la falta de perdón.
Durante una época, de pequeños, el perdón era nuestro instinto natural. Antes de habernos contagiado de esta enfermedad mental, perdonar nos resultaba fácil y normal. Acostumbrábamos a perdonar a los demás de un manera casi instantánea. Si observas a dos niños que juegan juntos y empiezan a pelearse y a pegarse entre ellos, comprobarás que, de pronto, rompen a llorar y corren hacia sus madres. «¡Eh, me ha pegado!» Una de las madres se acerca a la otra para hablar con ella. Las dos se pelean, y, sin embargo, a los cinco minutos, los dos niños están jugando juntos otra vez como si no hubiera sucedido nada, mientras las dos madres se detestarán la una a la otra el resto de su vida.
No tenemos que aprender a perdonar porque ya nacemos con la capacidad de hacerlo. Pero ¿adivinas qué nos ha ocurrido? Pues que hemos aprendido y practicado la conducta opuesta, y ahora nos resulta muy difícil perdonar. Cuando una persona nos hace algo, ya está, nos olvidamos de ella, queda expulsada de nuestra vida. Convertimos el asunto en una guerra de orgullo. ¿Por qué? Pues porque nuestra importancia personal crece cuando no perdonamos. Al decir: «Haga lo que haga no la perdonaré. Lo que hizo fue imperdonable», nuestra opinión parece cobrar importancia.
El verdadero problema reside en el orgullo. A causa del orgullo y del honor, añadimos más leña al fuego de la injusticia a fin de que nos recuerde que no podemos perdonar. Pero ¿adivinas quién es el que va a sufrir y a acumular más y más veneno emocional? Pues nosotros mismos, ya que sufriremos por las cosas que hagan las personas que nos rodean, aun cuando no tengan ninguna relación con nuestra persona.
También aprendemos a sufrir con el único propósito de castigar a la persona que nos maltrató. Nos comportamos como niños pequeños que montan una pataleta para llamar la atención. Me hiero a mí mismo sólo para decir: «Mira lo que estoy haciendo por tu culpa». Es una gran broma, pero eso es exactamente lo que hacemos. Lo que realmente queremos decir es: «Dios, perdóname», pero no diremos una palabra hasta que Dios venga y nos pida primero que le perdonemos. En muchas ocasiones ni siquiera sabemos por qué estamos tan disgustados con nuestros padres, nuestros amigos, nuestra pareja. Estamos disgustados y si, por alguna razón, la otra persona nos pide que la perdonemos, nos echamos a llorar de inmediato y decimos: «Oh, no, perdóname tú a mí».
Ves a buscar al niño pequeño que está en el rincón con una rabieta. Coge tu orgullo y tíralo a la basura. No lo necesitas. Sencillamente, libérate de tu importancia personal y pide perdón. Perdona a los demás y verás cómo los milagros empiezan a suceder en tu vida.
En primer lugar, haz una lista de todas las personas a las que crees que necesitas pedir perdón, y acto seguido, pídeles perdón. Aunque no tengas tiempo de llamarlas a todas, pide perdón en tus oraciones y a través de tus sueños. En segundo lugar, haz otra lista de todas las personas a quienes necesitas perdonar. Empieza por tus padres, hermanos y hermanas, tus hijos, tu cónyuge, tus amigos, tu amante, tu gato, tu perro, el gobierno y Dios.
Ahora perdonarás a los demás porque sabes que, independientemente de lo que alguien te hiciese, no tenía nada que ver contigo. Cada uno sueña su propio sueño, ¿recuerdas? Las palabras y los actos que te hirieron fueron, meramente, la reacción de esa persona a los demonios de su propia mente. Está soñando en el infierno y tú no eres más que un personaje secundario de su sueño. Nada de lo que hace nadie es por ti. Una vez que cobres esta conciencia, y no te lo tomes como algo personal, la compasión y la comprensión te conducirán al perdón.
Empieza a trabajar en el perdón; empieza a practicar el perdón. Al principio cuesta, pero después se convertirá en un hábito. El único medio de recuperar el perdón es volver a practicarlo. Practica incansablemente hasta que, al final, puedas comprobar si eres capaz de perdonarte a ti mismo. En un momento determinado, descubres que tienes que perdonarte a ti mismo por todas las heridas y el veneno que tú mismo creaste en tu propio sueño. Cuando te perdonas a ti mismo, empiezas a aceptarte, y entonces, el amor por tu persona crece. Ese es el perdón supremo: perdonarte a ti mismo.
Lleva a cabo un acto de poder y perdónate a ti mismo por todo lo que has hecho en tu vida. Y, si crees en las vidas anteriores, perdona todas las cosas que crees haber hecho en tus vidas pasadas. El concepto del karma es verdadero sólo porque creemos que lo es. Debido a nuestras creencias sobre la bondad o la maldad, nos sentimos avergonzados por lo que creemos que es malo. Nos declaramos culpables, pensamos que nos merecemos un castigo y nos castigamos a nosotros mismos. Estamos seguros de que lo que creamos es una inmundicia que es preciso limpiar. Y sólo por creerlo «Así es». Se convierte en algo real para ti. Creas tu karma y tienes que pagar por él. Así de poderoso eres. Romper un antiguo karma es fácil. Lo único que tienes que hacer es abandonar esa creencia negándote a creer en ella, y de este modo, harás que desaparezca. No necesitas sufrir, ni pagar por nada; ya pasó. Para que el karma desaparezca bastará con que te perdones a ti mismo. Cuando llegues a ese punto, podrás empezar de nuevo. El perdón es el único medio para limpiar las heridas emocionales; cuando perdonas, la vida se convierte en algo fácil. El perdón es el único medio para sanar nuestras heridas.
Una vez que hayamos limpiado las heridas, utilizaremos una poderosa medicina para acelerar el proceso de curación. Por supuesto, esta medicina también nos la ha dado el mismo gran maestro, y es el Amor. El amor es la medicina que acelera el proceso de curación. No existe otra medicina más que el amor incondicional. No se trata de: «Te amo si…», o «Me amo a mí mismo si…». Sin condiciones ni justificaciones ni explicaciones. Se trata sólo de amar. Ámate a ti mismo, ama a tu vecino y ama a tus enemigos. Es de sentido común, pero no seremos capaces de amar a los demás hasta que no nos amemos a nosotros mismos. Y esa es precisamente la razón por la que debemos empezar a hacerlo.
Hay millones de maneras distintas de expresar tu felicidad, pero sólo una de ser realmente feliz, y esa manera consiste en amar. No existe otra. No es posible ser feliz si no te amas a ti mismo. Es un hecho. Si no te amas a ti mismo no tienes ninguna posibilidad de ser feliz. No se puede compartir lo que no se tiene. Si no te amas a ti mismo, tampoco puedes amar a nadie. Aun así, sientes la necesidad de amor, y si hay alguien que te necesita, dirás que eso es amor; eso es lo que los seres humanos llamamos amor. Pero no es amor. No es más que un acto de posesión, de egoísmo y de control que no conoce el respeto. No te mientas a ti mismo; eso no es amor.
Sólo es posible ser feliz cuando el amor emana de ti, cuando sientes un amor incondicional por ti mismo y te entregas por completo a ese amor. Cuando actúas de este modo, dejas de resistirte a la vida. Dejas de rechazarte a ti mismo. Ya no cargas con todos esos reproches y ese sentimiento de culpabilidad. Sencillamente aceptas quien eres y a todas las personas tal como son. Tienes derecho a amar, a sonreír, a ser feliz, a compartir tu amor y a no tener miedo de recibirlo.
La curación se fundamenta en tres puntos muy sencillos: la verdad, el perdón y el amor hacia uno mismo. Una vez adquiridos, el mundo entero sanará y dejará de ser un hospital mental para siempre.
Estos tres puntos clave para sanar la mente nos fueron brindados por Jesús, pero él no fue el único que nos enseñó el camino de la curación. Buda y Krishna hicieron lo mismo. Y muchos otros maestros llegaron a las mismas conclusiones y nos enseñaron las mismas lecciones. En todo el mundo, de Japón a México, a Perú, a Egipto o a Grecia, la curación de los seres humanos fue un hecho. Vieron que la enfermedad residía en la mente humana y utilizaron estos tres métodos: la verdad, el perdón y el amor hacia uno mismo. Si somos capaces de ver nuestro estado mental como una enfermedad, descubriremos que existe una verdadera curación. No es necesario que suframos más; si somos conscientes de que nuestra mente está enferma, de que nuestro cuerpo emocional está herido, también seremos capaces de sanar.
Imagínate que todos los seres humanos empezasen a ser sinceros consigo mismos, que empezasen a perdonarse los unos a los otros y a amar a todas las personas. Si todos los seres humanos amasen de este modo, dejarían de ser egoístas; estarían abiertos a dar y a recibir y no se juzgarían los unos a los otros. Los chismes se acabarían y el veneno emocional, al final, se disolvería.
Ahora estamos hablando de un planeta completamente distinto. No se parece en nada a la Tierra. Esto es lo que Jesús llamó «El cielo en la tierra», Buda, «Nirvana» y Moisés, la «Tierra Prometida». Es un lugar en el que todos nosotros podemos vivir con amor porque centramos nuestra atención en el amor. Elegimos amar.
Sea cual sea el nombre que le des al nuevo sueño, sigue siendo un sueño tan real o tan falso como el sueño del infierno. Pero ahora eliges el sueño en el que tú quieres vivir. Ahora tienes en tus manos las herramientas necesarias para sanarte. La cuestión es: ¿qué vas a hacer con ellas?