Nunca pude recordar cómo fue el viaje de regreso, me dijo Carmona. Llovió en el desierto, creo. Y se inundó la zanja. Debería recordarlo porque era yo el que yacía en esos escombros. Si no recuerdo es porque nada quedaba por recordar. Mi vaciedad, tal vez: era lo único que yo tenía.
Lo peor de todo fue que la enfermedad de Madre resultó una falsa alarma. Ella sufría de palpitaciones: había nacido con uno de esos soplos al corazón que suelen dar desmayos. En aquella ocasión el malestar había sido más serio y tuvieron que internarla. Estuvo toda la noche de mi viaje bajo una carpa de oxígeno. Cuando llegué a la clínica, ya había despertado del coma y hasta podía sentarse. Yo no quería que vinieras, Carmona, me dijo. No quería. ¿Por qué viniste? Te quedaste sin el recital. Eso es un crimen. ¿Cómo no iba a venir, si me estabas llamando en el delirio, Madre? Dicen que casi no tenías fuerza para respirar y sin embargo me llamabas. No quería, siguió repitiendo ella. Pero en cuanto supo que había tomado el tren de vuelta empezó a recuperarse.
Aquélla fue, me parece, la última vez que vi a Carmona. Entré en el baño de un bar, y allí estaba él, mirándose las manos al espejo. Las tengo sucias, ¿no te parece?, dijo. Era verdad: estaban manchadas de costras negras. No puedo lavarme, dijo. No siento el agua. Lo peor es cuando consigo lavarme y me trato de secar. Froto las manos en las toallas y tampoco siento. Si no tuviera el recuerdo de las toallas podría soportarlo. Pero cuando veo cómo las toallas cambian de color con la humedad de mis manos, recuerdo la suavidad de aquellos poros de algodón que se abrían para secarme y el perfume campestre con que las impregnaban en la lavandería. Entonces prefiero ponerme lejos de las toallas y del agua y apagar esos recuerdos. Que me hayan abandonado los sentidos no duele tanto. Lo que duele es recordar cómo era yo cuando los tenía.
Salimos a caminar por el parque de la ciudad. Alrededor estaban construyéndose las mansiones de las familias que habían despoblado los campos de caña y se enriquecían especulando en las mesas de dinero. Todas copiaban la geometría de Versalles, con techos de pizarra en pronunciado declive, para facilitar la caída de la nieve. Aunque la temperatura bajaba rara vez de los treinta y cinco grados, nadie perdía la esperanza de que cayera nieve.
Las familias golondrina sin trabajo merodeaban día y noche por la ciudad escarbando en la basura y pidiendo limosna. Dormían en el atrio de los templos y arruinaban las delicadezas del paisaje. Para que pudieran pagar los pasajes de vuelta a sus aldeas, las damas de los ingenios organizaban continuos festivales de beneficencia. Carmona había cantado en algunos y estaba comprometido a cantar otra vez.
¿Lo harás, Carmona?, le pregunté. Faltaba una semana para la siguiente quermés y su nombre aparecería en los anuncios. Cantar todavía no, por el luto. ¿Leer poemas, tal vez? Ya lo había hecho una vez, después de morir Madre: algo de García Lorca, de Neruda, una elegía de Raúl Galán. Los buenos sentimientos habían arrancado lágrimas a las damas. Entonces aún conservaba los modales, la limpieza. Llevaba un traje algo lustroso y la camisa túrbida de almidón.
Lo mimaban. Hasta se diría que estaba de moda. Pero ¿y ahora, con ese aspecto? Haré que los gatos crucen el río a nado, me dijo. Es algo que nadie ha visto.
En ciertas vidas las cosas pasan y no dejan huellas. En la de Carmona, todo, aun lo nimio, más que nada lo nimio, lo marcaba a fuego. Todos decían: ya se te evaporó la voz, Carmona. ¿Y no fue así?, dije yo. Mi voz seguía tal cual. Lo que se estaba yendo eran mis sentimientos. Cuando me oían en los recitales, pendientes de mis agudos, de los malabarismos del aliento, solían pensar: he ahí a la voz. Para todos, mi voz era sólo el timbre, lo mecánico. Esa garganta, creía la gente, es un milagro de la naturaleza. No eran las cuerdas, sin embargo: las hebillas vocales. Lo que ponía de pie a la voz eran las emociones. Era ésa la hoguera que veías. Íbamos de un banco del parque a otro. De los follajes se desprendía un rocío pringoso como el de las higueras. La llovizna dejaba sobre los poros una crispación blanca, obligándonos a huir de la sombra y a refugiarnos en la intemperie. Pero los aguijones del sol también dolían. A veces, mientras yo le hablaba, veía temblar la garganta de Carmona: como si estuviera por cantar. Y sin embargo, el canto había emigrado de allí. Quedaba sólo el temblor.
Pasaron los veranos, y los generales, cada vez más inquietos por la proliferación de guerrilleros en las áreas boscosas, ordenaron explorar las montañas amarillas. Habían aparecido algunos cartuchos usados a la entrada de los socavones, junto a un par de botas y un pantalón de milicia. Cada campesino fue puesto bajo sospecha.
Cierto amanecer, sin previo aviso, los artilleros del ejército horadaron las rocas y las sembraron de dinamita. La luz de la explosión envolvió la ciudad con una mortaja de magnesio y agrietó el pavimento. Cuando las nubes de polvo se disiparon, un cielo lavado se reflejó de nuevo en las altas paredes sulfurosas y en el filo último del horizonte volvieron a verse los bosques de acacias y cebiles.
Las antiguas veredas de piedra fueron devueltas a su quicio y se construyeron puentes de madera. Uno de los batallones avanzó hacia el valle, en posición de combate. No encontró sino desolación. Los escombros cubrían los declives donde en otros tiempos habían brotado los cráteres de agua. Hasta la oscura raya de la zanja, que todos suponían indeleble, estaba borrada para siempre.
El único hallazgo sorprendente fue la cabaña de los Ikeda, que seguía intacta en lo alto de la misma colina amarilla y lustrosa. Los muros de madera parecían recién cepillados y los techos estaban limpios de maleza. Encontraron en la cocina una mesa puesta para dos personas y restos frescos de algas, pescado y arroz. Sobre una silla de infante había otro plato, de avena y leche. La casa mantenía su calor, como si los ocupantes fueran a volver en cualquier momento: tendidas las camas, ordenados los roperos, ninguna señal de fuga. Pero, aunque montaron guardia muchas semanas, los moradores nunca aparecieron.
Cuando pasó el peligro, las damas de los ingenios ardieron en deseos de volver a las montañas. Quien más quien menos, todas habían dejado allí alguna historia de amor. La señora Doncella fue de las más impacientes. A comienzos del otoño dio un baile sólo para hablar de eso. Carmona, todo de negro, aún consternaba a las damas: el aire melancólico, byroniano, el desvalimiento latiéndole bajo la sonrisa, ¿te lo imaginas, poco antes de la caída? ¿Eso aclara la escena?
Como la lengua seguía molestándolo rechazaba todas las invitaciones, pero cuando la señora Doncella lo llamó al periódico y le insistió que fuera al baile, no se pudo negar:
– Llevo algunos días con fiebre -dijo-. Me curaré para usted.
– No esperaba otra cosa -respondió ella-. A estas alturas de la vida puedo entender algunas ausencias. Pero la suya no tendría perdón.
Le abrió los brazos cuando lo vio llegar. Llevaba un vestido largo de seda negra y la primera estola de visón de la temporada.
– ¡Cuánto me ha hecho sufrir, querido Carmona! -correspondió a su beso con un fruncimiento de labios y lo tomó del brazo-. ¿Ha contado las semanas que me tiene abandonada? ¿Ah no? Ya ve: otra maldad de su parte.
Había un gentío, como siempre. La señora se perdió en el laberinto de los que bailaban y lo dejó solo. Carmona se apartó de la música y volvió a caminar por los cuartos que daban al río, decorados con las representaciones del paraíso. Al pie del Tintoretto, algunas damas jugaban a la canasta. Las oyó comentar, mientras pasaba: «¡Cómo se ha venido abajo este muchacho! ¿Le han visto la cara? Parece que se le estuviera por caer». Algunas exageraban la malevolencia: «Lástima que no haya querido casarse. Una mujer lo hubiera salvado». «¿Usted cree? ¿Qué mujer se animaría a dormir con una voz como ésa?» Siguió de largo, sin volver la cabeza, fingiendo que no se daba por enterado.
Volvió al salón de baile y trató de escurrirse hacia la salida, pero la señora Doncella lo tomó de la mano y lo llevó hacia un rincón donde los caballeros discutían con frases tan rotundas que atravesaban el fragor de las orquestas.
– Contamos con usted para la excursión a las montañas amarillas: mañana, querido mío -le gritó al oído-. ¿Se imagina lo que será uno de sus madrigales resonando en las cavernas del valle: con esa acústica? Ya el violín y el cello están comprometidos. Lo único que no debe olvidar usted son las partituras. Pasaremos con los jeeps por su casa a eso de las ocho. Póngase zapatillas de suela gruesa y ropa informal, ¿de acuerdo?
Se le cruzó la imagen de los gatos y al mismo tiempo la tentación de las montañas. Me gustaría no tener ya patria, pensó. Me gustaría no haber tenido Madre nunca y saber elegir libremente. Toda la vida había pensado en las montañas como una patria final y en los gatos como la perdición. Y ahora la perdición lo atraía con más fuerza que la felicidad. Ya no quería saber qué era la felicidad: eso correspondía al pasado. Tampoco quería saber qué era la perdición, pero sí estar en ella: pertenecer a un sitio donde Madre no pudiese alcanzarlo. Le vinieron a la cabeza oleadas de sensaciones que no podía explicar. Qué será de los gatos cuando se queden solos, pensó. Hasta ese instante, nunca le habían importado. Pero una súbita punzada en la lengua se los recordó.
– Toda la vida he querido ir a los montaños amarillos -se oyó decir-, pero mañana no puedo. Si lo hubiese sabido antes, tal vez: me las habría arreglado de algún modo. Pero mañana, ¿cómo explicarlo?, me parece prematura. Todavía no me siento preparado.
Su turbación hizo reír a la señora. Pensó que ponía el sexo de las palabras al revés por mera pose, para que hiciera juego con el timbre de su voz.
– ¿Han oído eso? -se volvió hacia los caballeros, excitada-. Ah, me divierte muchísimo la extravagancia. ¿Cómo fue? ¿Los montaños amarillos? Un hallazgo. Deberíamos hablar todos así esta noche. No se me escape. Tengo que averiguar de dónde ha sacado esa moda.
Otra de las orquestas, en el parque vecino al río, estaba afinando los instrumentos. Por las aguas iban y venían botes llenos de mujeres golondrina, envueltas en frazadas grises: algunas llevaban los pechos al aire y los hijos suspendidos de los pezones.
– ¡Cuánto siento que deban soportar este espectáculo! ¡Cuánto lo siento! -iba disculpándose la señora, mientras revoloteaba entre los invitados-. Ya ni en nuestras propias casas tenemos paz.
Se apoyó en el brazo de Carmona y lo condujo hacia una de las glorietas. Para apagar el murmullo tenaz de los golondrina, los músicos dejaron de afinar los instrumentos y ensayaron una canción de moda que se llamaba Lady Madonna o algo así: era la preferida de la señora.
– ¿Está enamorado, Carmona? -lo encaró ella. En las copas de los árboles se prendían y se apagaban guirnaldas de colores, como si fuera víspera de Navidad-. Prometo no decírselo a nadie. Sólo quiero ser la primera que lo sabe.
– ¿Enamorado? No. Es que… me siento un poco débil. Eso es todo.
– Cuando un hombre habla de esa manera es porque no quiere decir lo que le pasa. Confíe en mí, querido. Cuénteme quién es ella. La invitaremos a los montaños amarillos, ¿qué le parece? Yo la llevaré conmigo y usted podrá tenerla cerca sin que nadie se entere.
Carmona suspiró y se apoyó en la balaustrada de la glorieta. Le faltaba el aire.
– Si supiera usted, querida Doncella… Lo que me persigue son… las gatos.
– No se burle de mí.
– No me burlo. Madre dejó la casa llena de gatos y no sé qué hacer con ellos. Eran los gatos de Madre. Era su casa. Ahora ni los gatos ni la casa se quieren separar de mí.
– Ya hablaremos mañana, en los montaños amarillos. No olvide las partituras. Con el aire puro se le pasará la inquietud.
Las parejas se arremolinaban en el parque. Bajo los toldos, los sirvientes encendieron las estufas a gas. Salió una luna tan desmesurada que parecía artificial. Sobre el río inmóvil flotaban hebras de neblina. Parecía que el río estuviera por morir a cada instante, pero el paso incesante de los botes lo mantenía vivo.
Carmona retiró su abrigo del guardarropa y salió hacia la noche. En la calle lo asaltaron los mendigos y a duras penas se abrió paso.
Estaba tan extenuado o tan ansioso que no consiguió dormir. Varias veces se acercó a las ventanas del comedor para contemplar los imponentes altares amarillos que iluminaban la lejanía. De vez en cuando, los gatos se acercaban a las ventanas y rasguñaban el vidrio, como si quisieran marcharse. Pero cuando Carmona les abría los postigos se quedaban mirándolo, extrañados. Si al menos supiera lo que quieren. Si estos hijos de puta tuvieran lenguaje, pensamientos, algo en común conmigo y no este infierno de diferencias, estas miradas turbias. Si fueran como yo, se irían.
Dio vueltas y vueltas en la cama. Los sueños estaban enredados con la realidad, lamiéndole los pies delgados: ellos también como lenguas. En uno de los sobresaltos del sopor se le aparecieron personas olvidadas desde hacía tiempo, a las que había visto sólo de lejos, en teatros y recitales.
Aunque los aparecidos se esforzaban por hacerse oír, los gatos maullaban tanto que la voz se les perdía. Estás muy ocupado ahora, Carmona, trataban de explicar. Volveremos en una ocasión mejor. Ay por favor, quédense. ¿No ven que tengo adoloridas las papilas, el tacto?: los sentidos están en mal estado. Y por el barullo no se inquieten. Madre consintió tanto a los gatos que se han arrebatado un poco. Ya se les pasará. No me abandonen.
Eran personas importantes y habían llegado a verlo de tan lejos que cómo no iba a desvivirse por atenderlas. Aléjense gatos, cállense. Piensen que no me piensan. Pero ellos seguían siseando y bufando; o encaramados en el celo, lloraban.
El que le daba más vergüenza era Raúl Galán, un poeta de cara mustia y de ojos caídos, que escudriñaba la tierra. Estaba triste porque había muerto el día anterior en un accidente de automóvil, y el manuscrito se le había perdido entre los escombros de la carretera. ¿Me acompañarías a buscar el manuscrito, Carmona?, decía Galán, y yo no sabía cómo disculparme. Lo haría con gusto si mañana no tuviera que ir a cantar en las montañas amarillas. Al pobre Galán se le había quedado un poema por la mitad y no podía morir del todo sin verlo terminado. Para colmo, empezaba con una invocación a Dios:
«Señor, hoy te encomiendo a mi enemigo. / Que nada lo atormente. / Que nunca necesite pan ni abrigo…».
Y allí el Señor se lo había tronchado: en ese punto.
Galán tenía el infortunio de que lo consolara una escritora de comedias radiales a quien él había exiliado, tiempo atrás, de sus tímpanos. La autora porfiaba en hacerse oír, sentada en la cama de Madre, con una falda de plumetí y una capelina rosada. Soy Yaya Sudrez Corvo y he servido de musa a los mejores poetas. Se le notaba: hablaba recitando. Tenía arropado a Galán con su mortaja estampada, plena de abejorros silvestres, margaritas y rosas del campo: era una mortaja fresca, todavía dura por el almidón.
Subió la fiebre de los gatos, se aceleraron los maullidos, y Yaya, que estaba atenta a todo, los ojillos redondos, las pestañas erizadas, no pudo oír cómo era el libreto que el director de cine Leopoldo Torre Nilsson estaba leyéndole a Gene Tierney y Rita Hayworth, las actrices favoritas de Madre.
Aunque todos dijeron al llegar que estaban muertos, Carmona no les podía creer. Rita llevaba las piernas enfundadas en unas medias negras con adornos de mariposas, y cada tanto bajaba la cabeza, como si fuese a recoger algo del piso. Luego echaba el pelo hacia atrás y mostraba la curva de los pechos. A Gene Tierney le habían tiznado las ojeras con carbonilla y la tensa piel de los hombros lucía más blanca así, con su rocío de pecas. Con la voz sentenciosa de su juventud, Torre Nilsson les repetía lo que Borges estaba escribiendo en el purgatorio, pero las actrices no conseguían entenderlo, y menos Yaya, porque eran frases que no armonizaban con las cosas simples de la vida. Si hubieran oído a Galán todos ellos lo habrían preferido, pero los gatos no daban paz.
Los maullidos se arrastraron y se volvieron roncos, como si provinieran de un disco pasado a baja velocidad. Y las apariciones, que desde hacía rato estaban tratando de marcharse, aprovecharon el desasosiego de Carmona para dejarlo a solas: que se siguiera calentando al fuego de las montañas amarillas, donde Padre y Madre habían visto, cada cual a su modo, el fulgor de la felicidad.
Al amanecer estaba ya afeitado y dispuesto, con el pantalón blanco que las gemelas le habían planchado al vapor, zapatillas de suela gruesa para escalar y el echarpe violeta que imponía al conjunto el indispensable toque de medio luto. Estuvo más de una hora ablandando la garganta con escalas y trinos, posándose sobre un agudo bíblico -¿un fa o un si?- que hasta entonces le había resultado inalcanzable, y cuando sintió que las cuerdas estaban a punto abrió las partituras en abanico, para verificar si faltaba alguna. En eso llamaron a la puerta y al mismo tiempo sonaron las bocinas de los jeeps. Corrió al baño a retocarse el peinado y a rehacer el nudo del echarpe.
Satisfecho con la imagen que le devolvía el espejo, Carmona fue a recoger las partituras. Ya no estaban donde las había dejado. ¿Los gatos? Uno de ellos se escurría con un trocito de papel en el hocico. Carmona lo persiguió y estuvo a punto de alcanzarlo: por un instante, tuvo la punta del rabo entre los dedos, y se le fue. Echó una ojeada bajo los sillones, en la alacena, sobre la cama de Madre. No vio nada. Los papeles se habían evaporado. Afuera, las bocinas volvieron a graznar con un retintín de mal agüero.
– ¡Ya voy! -gritó Carmona-. Son estos gatas… -iba a decir «de mierda» y se contuvo. En la calle estaban las damas.
Espió a través de las celosías del balcón. La señora Doncella iba al volante de uno de los jeeps, con una enorme capelina sujeta a la barbilla por un moño de seda rosa. Las otras llevaban sombreros de paja estampada y de los cuellos les colgaban aparatosas cámaras fotográficas. Desentonaban en la calle solitaria, y como algunos golondrina rondaban cerca de los jeeps, las damas comenzaron a impacientarse.
– ¿Carmona? Querido, apúrese -volvió a decir la señora Doncella.
Las malditas partituras lo trastornaban. Revisó el baño, los quicios de la enredadera en el patio. Levantó el cubrecama de Madre y espió debajo: nada. Desconsolado, resolvió salir con las manos vacías y contar el incidente. Tal vez las damas querrían perder unos minutos y ayudarlo en la búsqueda.
Cuando se acercó al zaguán, oyó un chisporroteo de uñas sobre el raso de los sillones. En el mismo lugar donde había estado el ataúd de Madre, los gatos se desplazaban con lentitud, en círculos. Entre los almohadones yacían retazos de madrigales mojados de orina. Con fruición de hormigas, algunos llevaban en el hocico trozos de «Oh, cuan feliz es él» de un lado a otro, como si se tratase de una ceremonia. Carmona quiso salvar la pequeña parva de partituras que parecía no haber sido tocada aún, sobre uno de los sillones. Pero los gatos montaban guardia alrededor, con el lomo encorvado y los colmillos amenazantes.
Trató de salir entonces al zaguán y ganar de una vez la puerta de calle. Los gatos, que parecían adivinar sus movimientos, abandonaron los papeles y le cerraron el paso. Adondequiera se desplazara, ellos llegaban antes. Preparó los músculos para saltar sobre la barrera de cuerpos y alcanzar la puerta de salida. Una vez más, se le adelantaron. Estaba con las piernas ya tensas para el envión cuando el más pequeño de los gatos apareció a sus espaldas y con un rápido zarpazo le desgarró el pantalón, al tiempo que otro gato, tuerto, le saltó a los ojos y le abrió una herida en el pómulo. Si querían podían causarle más daño. Pero se trataba, como siempre, de una demostración de fuerza. Así, maltrecho, Carmona ya no podía aparecer.
– ¿Le falta mucho, querido mío? -oyó preguntar a la señora Doncella. El tono era cada vez menos considerado.
– Váyanse sin mí -respondió él a través de la puerta. La voz le salía con temblores, como una película lluviosa-. Creí que me sentiría bien, pero no tengo fuerzas. Lo siento mucho.
– ¿Cómo se va a perder este viaje, Carmona? Quién sabe cuándo tendremos otra ocasión… ¡Estamos tan felices! Venga, anímese.
– De veras no puedo -los gatos le dedicaron una mirada implacable-. No se imagina cuánto me cuesta decir que no.
– ¿Quiere que llamemos al médico? -insistió la señora-. Alguna de nosotras puede sacrificarse y hacerle compañía.
– De ninguna manera. Todo irá bien. Acabo de llamar al médico.
Oyó arrancar a los jeeps y creyó que sentiría cómo se vaciaba su corazón. Creyó que su cuerpo se abriría como una cáscara y todo lo que él era se disolvería en el aire. La felicidad estaba lejos, y a su alrededor no había ya mundo. Sin embargo, nada le dolió. Lo que debía dolerle ahora le había dolido antes, muchas veces. Y, si se tenía lástima, nunca dejaría de doler.