Carmona tenía la costumbre de levantarse siempre tarde, y desde la muerte de Madre más tarde aún: nadie esperaba nada de él en la casa. Remoloneaba hasta las once, tomaba un poco de café y partía hacia el periódico donde trabajaba como corrector en el turno del mediodía. Cada vez le parecía más enojoso quedarse allí ocho arduas horas, leyendo en alta voz las síncopas de los avisos clasificados para que algún colega fuera marcando las erratas, o malgastando los raros momentos de tregua en comentar las enfermedades y los amoríos de los redactores. Cuánto mejor sería permanecer a la sombra de la casa, ver el terrible cielo azul, oyendo el zumbido de las moscas y el cotorreo lejano de los verduleros. Pero Madre misma había insistido en que aceptara el trabajo: confería cierta dignidad y alguna vez le permitiría, si ahorraba, tomar lecciones de canto con un buen profesor.
Los colegas le desagradaban: eran sucios, viejos, y habían fracasado en sus anteriores ocupaciones. Carmona pensaba que los correctores de pruebas eran un catálogo de las frustraciones humanas. Él mismo, aunque vivía cuidándose del contagio, sentía que la mezquindad de la oficina se le estaba filtrando en la sangre.
En otros tiempos, cuando cantaba como solista en la Filarmónica, los colegas destilaban sin disimulo su resentimiento: «¿Y, che?», lo codeaban. «¿Para cuándo los gorgoritos?» Ahora que la voz se le estaba desbarrancando fingían compasión. Ninguno había asistido a sus recitales excepto Vélez, el jefe, que era un hombre cortés y pertenecía, como él, a una familia de abolengo empobrecida. Ninguno, tampoco, fue a dar el pésame: Vélez sí, la mañana del entierro. Pasó temprano y se retiró casi al instante, al ver que la familia estaba sola.
Sentado ahora en su pupitre de la sala de corrección, descifrando el atroz jeroglífico de los clasificados, Carmona fue dejando que la tarde se evaporara. A ratos sentía punzadas en la lengua, como si alguna mano secreta le bordara las papilas. Tosió un par de veces para expulsar la incomodidad, pero lo único que logró fue acelerar el ritmo de las punzadas. Cuando le ofrecieron té, lo pidió muy azucarado. Sintió la tibieza del azúcar pero no el sabor. Era verdad, entonces: el sentido del gusto se le estaba desvaneciendo.
Hacia las siete, en una de las treguas, Vélez se le acercó para invitarlo a comer. La esposa y él estaban solos en la casa: «Somos una pareja que ya no sabe acompañarse», le dijo. «Se nos han acabado los temas de conversación.»
Años atrás, Vélez y él solían hacerse confidencias. El jefe lo había estimulado a ponerse de novio con una prima lejana cuando Madre, en los primeros meses de viudez, mantenía cautivo a Carmona junto a su cama, simulando dolencias del corazón y crisis de asma. Unos terribles anónimos sobre el pasado de la muchacha desanimaron a Carmona poco antes del compromiso. Había preferido no dar explicaciones, desahogándose sólo con Madre. Durante un tiempo, las relaciones con Vélez quedaron tensas, pero luego la señora Doncella los reunió en una fiesta íntima y todo volvió a ser como antes.
La esposa de Vélez había cocinado lentejas. Carmona probó un bocado y lo devolvió al plato con disimulo. No lo perturbaba ya que la comida fuera insulsa: lo peor era el peso de la comida sobre la lengua. Al menor roce, las papilas se hundían como en un pantano.
– Doncella está preparando una nueva quermés -anunció la esposa-. ¿No lo ha llamado todavía, Carmona? Le va a pedir que cante.
– Ya lo llamará -intervino Vélez-. Ha de estar esperando que se cumpla el duelo.
Cuando los recuerdos de los últimos días aparecieron en la conversación de la esposa, Carmona sintió alivio. Cada vez tenía más pereza de recordar. Deseaba que otros se hicieran cargo de sus recuerdos, pero no se atrevía a ofrecerlos, para no sufrir la vergüenza de que los rechazaran.
La esposa contó que las damas de los ingenios se habían reunido en la glorieta de la señora Doncella para probarse los vestidos que llevarían en la quermés. Esa tarde, dijo, soplaba un viento candente. Las modistas tenían que perseguir a las damas por el parque para retocar los ruedos e hilvanar los encajes alborotados por el calor. El agua del río estaba tan templada que ni siquiera se movía: en la superficie flotaban las grandes hojas de los camalotes.
– Si en junio es así, cuánto peor será en julio -observó Vélez-. Aquí las cosas suceden siempre al revés: cuarenta y cinco grados en invierno y nadie sabe cuántos en el verano.
– Toda la vida ha sido igual -dijo la esposa-. Eso es lo que mas divertía a Madre: que las estaciones cambiaran pero el clima no.
– Vamos a extrañar a Madre -dijo Vélez-. Era de las que nunca se perdía una quermés.
El comentario fastidió a Carmona: Madre no solía ir a las quermeses. Para cumplir, mandaba telegramas de adhesión, que se leían por el micrófono. Pero la muerte la había dejado inerme, como a Padre: las personas depositaban en ella recuerdos al azar, cualquier recuerdo, aun de cosas que no habían sucedido.
El silencio pasó un momento por allí y se quedó. Todos se pusieron incómodos: también el silencio. La esposa fingió concentrarse en las lentejas. Vélez, que era de reflejos más rápidos, propuso oír algunos madrigales cantados por Alfred Deller, el contratenor favorito de Carmona.
«Ahora no», quiso decir Carmona. «Me molesta la lengua.»
La música, de todos modos, se les adelantó. Un par de sopranos gorjeó a paso vivo Mother, I Will Have a Husband: las voces patinaban sobre una espesura de vidrio. Deller las azuzaba en segundo plano, enarbolando el látigo de sus agudos. Cuando el madrigal terminó, Vélez tomó el brazo de Carmona.
– ¿Por qué no vende la casa y busca quien lo cuide? -le dijo-. Ya no necesita tantos cuartos para vivir.
– No puedo -respondió Carmona secamente-. Madre jamás me lo perdonaría.
– Ella se ha ido ya -intervino la esposa-. Ella quería morirse.
– No se ha ido del todo. Me ha dejado siete gatos. Tal vez más. No sé qué hacer con ellos. Anoche se metieron en el baño. Los tuve que espantar con una toalla.
– Ahora mismo le preparo unos bifes con vidrio molido -ofreció la esposa-. No hay razón para preocuparse. Esos bifes acabarán con los gatos en pocas horas.
– Los gatos son de Madre -dijo Carmona-. No puedo hacerles daño.
La esposa se aprestó a retirar los platos y advirtió que el de Carmona estaba intacto.
– ¿Quiere alguna otra cosa? ¿Una sopa? Tendría que alimentarse.
– Lo lamento -dijo Carmona-. Siento punzadas en la lengua.
– Es el estómago -diagnosticó la esposa-. Cuando los nervios se sublevan, el estómago paga las consecuencias.
– Tal vez un helado -ofreció Vélez-. El frío alivia.
– Quiero una taza de leche -dijo Carmona-. O más bien en un plato. La lameré y me sentiré mejor.
Durante toda la semana siguiente no se movió de la cama. A la luz del día se le equivocaban los recuerdos. Algunos, que nada tenían que ver con él, le producían dolor. Pero en la noche no era así: no le incomodaba sentirse otro y llenarse de recuerdos ajenos. Hablaba en sueños con personajes muertos, en un lenguaje que trastornaba el género y los sexos, y las palabras se relacionaban a través de puentes que no iban a ninguna parte.
Dejó de bañarse y su cuerpo adquirió un color tan ceniciento que las gemelas, inquietas, se turnaron para cocinarle caldos de pollo y compotas de manzana. Pero el estómago de Carmona no toleraba sino leche. La quería tibia, espesada con azúcar, en platos hondos: cuando las gemelas se la servían en bandejas de enfermo él apartaba la cuchara e inclinándose sobre el plato hundía la lengua con fruición y la dejaba remojándose en el líquido, hasta que la lengua se ahuecaba y remontaba la leche hasta la garganta.
– Madre te convirtió en un salvaje -le dijo una tarde la gemela que había nacido primero-. Ya no pareces persona.
– Soy el mismo de siempre -se defendió Carmona-. Es el cuerpo lo que me está cambiando de costumbre.
La respuesta les pareció tan extravagante que al día siguiente las gemelas se hicieron acompañar por el médico. Era un viejo gordo y minucioso, de religiosidad exagerada: asistía a las procesiones con hábito de hermano terciario y predicaba sobre la eucaristía en los retiros espirituales.
El médico aplicó la oreja a la espalda de Carmona y se quedó escuchando con una sonrisa de beatitud.
– ¡Qué maravilla! -dijo-. Parecen los fuelles de un niño.
– Será por el canto -supuso la otra gemela-. Habla con la voz de un hombre pero cuando canta tiene la misma voz que a los diez
anos.
– Ya no -dijo Carmona-. Ahora lo que me duele es el lengua.
– Ah sí, la lengua -corrigieran las gemelas.
El médico encendió una linterna minúscula e investigó en la boca.
– Tenes dos caries -dijo.
– No son las muelas -se molestó Carmona-. Lo que me duele son las papilas de adentro.
– Están sucias, eso es todo -dijo el médico-. No se ven las papilas. Se ven unos puntitos negros. Alguna corriente de sangre se te ha movido de lugar.
– Yo no las he movido. Fueron los gatas.
– Deberías ser más juicioso entonces -lo reconvino el médico-. Un hombre grande como vos no tiene por qué dejarse lamer por las gatas.
Las gemelas se sonrojaron y volvieron la cabeza hacia las plantas del patio. Carmona sintió un vaho de vergüenza.
– No sé si son gatas o gatos -aclaró.
– Peor, entonces -dijo el médico-. Esas enfermedades no se curan sino con baños de asiento.
Las gemelas llenaron la bañadera con agua tibia y la purificaron con el hisopo de óleos benditos que el médico siempre llevaba en el maletín. Carmona les pidió que montaran guardia ante la puerta del baño, por si los gatos insistían en el asedio. Por las dudas, exorcizaron con el hisopo los zócalos y el umbral que daba al patio, del que brotaba un relente áspero: las estelas de orina de los gatos.
– ¿Te vas sintiendo mejor? -preguntaron las gemelas al oír que el hermano se hundía en el agua.
– Sí, sí -dijo Carmona-. Ya estoy bien. Váyanse. Mañana vuelvo al trabajo.
Se enjabonó, se dejó mecer por el agua: había celdillas en la molicie del agua, campos donde pastar, labios vítreos del agua que le aquietaban las imaginaciones. Los gatos ya no podían alcanzarlo. ¿Y sus crías? ¿A quién las entregaba Madre? ¿Dónde estaban incubándose? El olvido: ahora las imágenes del olvido entraban en su cuerpo y se quedaban, anidando. Un maullido ronco las dispersó. Parecían muchos gatos arrastrándose a lo lejos. Carmona se puso tenso: «¿Quién está ahí?», dijo. Ningún murmullo ni roce le contestó: sólo el balbuceo del agua. Pero después el maullido se fue acercando, se articuló en palabras que habían vadeado cauces ya muy de atrás, cauces borrados por las censuras de la memoria. El maullido se dejó discernir poco a poco y se tifió con la voz de Madre: «Amo la mano del amo», oyó Carmona. «¿Madre?», llamó. La voz cesó un instante y luego, pasándolo por alto, persistió. Carmona se irguió en la bañadera. «¿Madre?», repitió. A medida que iba cobrando fuerza, el maullido se volvía más grumoso y obsceno. Venía vestido con la bronca voz que Madre tuvo en la agonía, pero las órdenes que destilaba no eran de ella: «Lame el ano del amo», dijo el maullido. «Ama la mano del amo.»
La voz de Carmona se iba desvaneciendo tanto de un día para el otro que temí su repentino eclipse y decidí oírlo ensayar en la Filarmónica. Eran las últimas fogatas de la voz: todos lo decían. A la semana siguiente debía dar un recital con arias de Purcell y el clavecinista que le servía de acompañante no estaba seguro de que la voz pudiera sobrevivir tanto tiempo. A veces, después de varios trinos oxidados, estallaba un agudo milagroso, una grieta súbita de sol entre manchas de tormenta, pero en seguida daba lástima oír cómo la tensa garganta de Carmona se desvivía persiguiendo a la voz vaya a saber en cuáles humillantes abismos.
Apenas nos vimos, Carmona puso la voz en mis manos para que la afinara. Tenía tantas opacidades y corrosiones que me costó reconocerla. El estaba muy ansioso. Si no se suelta en un par de días tendré que suspender el recital, me dijo. Para colmo, me duelen las papilas. ¿Las papilas?, me extrañé. Nunca había oído eso. Le pedí que sacara la lengua. Quedé impresionado. Atrás, sobre el lomo de la lengua, había unos minúsculos cráteres negros, blanduras, hundimientos, que se irradiaban hacia el paladar y las amígdalas. También estoy perdiendo el tacto, dijo. Ya nada me da ni frío ni calor. ¿Ves? Me mostró las palmas de las manos: segregaban unos tenues hilillos de humedad. Son imaginaciones, me pareció. No hay razón para que te preocupes tanto. Si estuviera por apagarse tu tacto no sentirías dolor en las papilas. Eso es lo raro, me contestó: cuanto menos tacto tengo, más me duelen.
Salimos a caminar. La Filarmónica estaba rodeada por laberintos de hortensias y magnolias, y aunque llovían cenizas de maloja el aire se conservaba puro.
Estaba por contarle lo que había sucedido después del casamiento de Leticia Alamino cuando Carmona me contuvo: ¿Podrías dejar de sonreír?, dijo. Yo siempre andaba con la sonrisa prendida en la cara y así como era incómoda para mí debía de resultar incómoda para los demás. Si sonreís tanto, solía decirme Madre, será porque algún mal estás deseándome. ¿Querés que muera más rápido? No te voy a dar el gusto. Y a lo mejor Madre tenía razón. Ya no sabía cómo hacer para matarla más.