I

Nació el 14 de septiembre de 1974 a las ocho de la mañana, a 15° 30' de latitud norte y 65° de longitud oeste, lo cual ubicaba su origen en una pequeña isla situada lejos de las costas de Honduras. Nadie había prestado atención a dicho nacimiento, el número 734 que se inscribía en el registro. Durante los dos primeros días su vida se desarrolló en la mayor de las indiferencias. Sus parámetros vitales eran estables y no justificaban que nadie se interesase de modo especial por el curso de su evolución. Recibió el mismo tratamiento que todos los recién nacidos de su tipo; sus constantes se anotaban cada seis horas de acuerdo con el procedimiento habitual. Sin embargo el 16 de septiembre a las dos de la tarde los resultados de los análisis llamaron la atención de un equipo de científicos de la isla de Guadalupe. Se interrogaron sobre su desarrollo, que parecía apartarse de la norma. Al llegar la noche, el responsable del equipo encargado de su vigilancia no pudo ocultar por más tiempo su inquietud y se puso en contacto con sus colegas estadounidenses. Algo importante estaba a punto de suceder. La metamorfosis de este bebé exigía que toda la humanidad se interesase por él. Fruto de la unión del frío y del calor, su carácter peligroso comenzaba a manifestarse. Si su hermana menor, Elaine, nacida en abril del mismo año, sólo había vivido once días, sin llegar a adquirir suficiente fuerza, por el contrario él crecía a una velocidad alarmante y alcanzaba ya, a los dos días, un tamaño inquietante. Al tercer día de vida intentó moverse en todos los sentidos. Giraba sobre sí mismo, mostrando cada vez una mayor vitalidad, al parecer sin decidirse a tomar una dirección precisa.

Fue a las dos de la mañana de la noche del 16 al 17 de septiembre, mientras vigilaba su lugar de nacimiento a la luz de un único neón que zumbaba, inclinado sobre una mesa cubierta de hojas de exámenes, columnas de números y líneas que se podían confundir con electrocardiogramas, cuando el profesor Huc decidió que su evolución exigía que se le diese un nombre de inmediato, como para exorcizar así el mal que se estaba formando. Habida cuenta de las mutaciones sorprendentes, existían muy pocas posibilidades de que continuase como estaba. Su nombre había sido elegido incluso antes de su concepción: se llamaría Fifí. Entró en la historia el 17 de septiembre de 1974 a las ocho de la mañana, al sobrepasar la velocidad de 120 km/h. Fue entonces clasificado por los meteorólogos del Centro de Huracanes [1] de Ponte-á-Pitre y por sus colegas del Centro Nacional de Huracanes [2] de Miami como huracán de clase 1, con arreglo a la escala de Saffír Simpson. En el curso de los siguientes días cambiaría de categoría, pasando muy rápidamente a la clase 2 para desconcierto de todos los profesores que lo estudiaban. A las dos de la tarde Fifí desarrollaba vientos de 138 km/h, que de noche alcanzaron casi los 150 km/h. No obstante la mayor inquietud procedía de su posición, que se había modificado de forma peligrosa, situándose ahora a 16° 30' de latitud norte y 81° 70' de longitud oeste. Entonces se lanzó el aviso de alerta máxima. A las dos de la mañana del 18 de septiembre se aproximaba a las costas de Honduras, barriendo el litoral septentrional con ráfagas de vientos que alcanzaban los 240 km/h.

1

Aeropuerto de Newark. El taxi acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. Lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella. La levanta, hace una mueca y se la cuelga del hombro. Atraviesa las puertas de la terminal 1, cruza el vestíbulo y desciende unos escalones. A su derecha, otra escalera se eleva en espiral. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada con una luz naranja y mira a través del cristal. Con los codos apoyados sobre el mostrador de formica, una decena de hombres beben pausadamente sus cervezas mientras comentan en voz alta los resultados de los partidos que aparecen en la pantalla del televisor que hay encima de sus cabezas. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes.

Ella lo ve. Está sentado al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado encima de la mesa. Su barbilla descansa sobre la mano derecha y deja vagabundear la izquierda, que en la servilleta de papel dibuja a lápiz un rostro.

Sus ojos, que ella todavía no puede ver, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas, sobre el que los aviones ruedan lentamente para dirigirse a la zona de espera. Ella duda y toma el pasillo de la derecha, el cual la conducirá hasta el hombre joven que la espera sin que él advierta su presencia. Pasa por delante de una gran nevera que hace un ruido monótono y se aproxima con unpaso vivo, que sabe silenciar. Al llegar a la altura del joven, le despeina tiernamente con una mano los cabellos. Lo que él estaba dibujando sobre el papel absorbente es el retrato de ella.

– ¿Te he hecho esperar? -pregunta ella.

– No, llegas casi en punto, ahora será cuando me harás esperar.

– ¿Hace mucho que estás aquí?

– No tengo la más mínima idea. ¡Qué guapa estás! Siéntate.

Ella sonríe y mira su reloj.

– Salgo dentro de una hora.

– ¡Voy a hacer todo lo posible para que pierdas el avión, para que jamás lo cojas!

– ¡Entonces despego dentro de diez minutos! -responde ella mientras se sienta.

– Está bien, te lo prometo. Ya lo dejo. Te he traído una cosa.

Saca una bolsa de plástico negro y la empuja hacia ella con la punta del dedo índice. Ella inclina la cabeza, su manera de decir: «¿Qué es?». Y como él comprende la más leve expresión de su rostro, el solo movimiento de sus ojos, responde: «Ábrelo, ya lo verás». Es un álbum de fotos.


El joven comienza a pasar las páginas. En la primera, en blanco y negro, dos bebés de dos años se están mirando; se hallan de pie y se cogen de los hombros.

– Es la foto más antigua de nosotros que he encontrado. -Pasa otra página y prosigue con sus comentarios-: Aquí estamos tú y yo, una Navidad, no sé exactamente cuál, pero aún no teníamos diez años. Creo que es el año en que te di mi medalla de bautismo.

Susan hunde la mano entre sus senos para sacar la cadena y la pequeña medalla con la imagen de santa Teresa. Jamás se la quita. Unas páginas más adelante le interrumpe y es ella quien describe:

– Aquí estamos nosotros dos cuando teníamos trece años, en el jardín de tus padres. Te acababa de besar por primera vez. Cuando quise meterte la lengua me dijiste: «¡Qué asco!». Y ésta es de dos años después. Entonces fue a mí a quien no le gustó tu idea de que durmiésemos juntos.

Al pasar otra página, Philip retoma la palabra y señala otra foto.

– Y aquí un año después, al final de aquella fiesta. Si no recuerdo mal, ya no lo encontrabas tan desagradable.

Cada hoja de celuloide señala un momento de su infancia cómplice. Ella lo detiene.

– Te has saltado seis meses. ¿No hay ninguna foto del entierro de mis padres? Sin embargo, creo que fue entonces cuando te encontré más sexy.

– ¡Basta ya de chistes malos, Susan!

– No estaba bromeando. Fue la primera vez que te sentí más fuerte que yo, y eso me daba seguridad. ¿Sabes?, jamás olvidaré…

– Basta, déjalo.

– … que fuiste tú quien salió a buscar el anillo de mamá durante el velatorio.

– Vale, ¿podemos cambiar de tema?

– Creo que eres tú quien hace que los recuerde cada año. Siempre has sido muy atento conmigo durante la semana en que se cumple el aniversario del accidente.

– ¿Qué tal si dejáramos el tema?

– Venga, haznos envejecer, pasa las páginas.

Él la mira, inmóvil, hay tristeza en sus ojos. Ella le dirige una sonrisa y prosigue:

– Sabía que era un poco egoísta por mi parte dejar que me acompañases a tomar el avión.

– Susan, ¿por qué haces esto?

– Porque «esto» es hacer realidad mis sueños. No quiero acabar como mis padres, Philip. He visto cómo pasaban su vida pagando letras. ¿Y para qué? Para que los dos acabasen estrellados contra un árbol, en el bonito coche que se acababan de comprar. Toda su vida quedó resumida a dos segundos en el noticiario de la noche, que vi en una tele que aún se debía. No juzgo nada ni a nadie, Philip. Pero yo quiero otra cosa, y ocuparme de los demás es una manera de sentirme viva.

Él la contempla desconcertado, admirando su determinación. Desde el accidente no es la misma. Es como si los años se hubiesen precipitado en cada Nochevieja: como las cartas de la baraja que se reparten de dos en dos para acabar antes. Susan no parecía tener veintiún años, salvo cuando sonreía, cosa que hacía muy a menudo. Tras finalizar sus estudios en el Junior College, con el diploma de Associate of Arts en el bolsillo, se había enrolado en el Peace Corps, una organización humanitaria que envía a jóvenes al extranjero con el fin de realizar trabajos de asistencia social.

En menos de una hora ella viajará a Honduras para un período de dos largos años. A varios miles de kilómetros de Nueva York, pasará al otro lado del espejo del mundo.


En la bahía de Puerto Castilla, como en la de Puerto Cortés, los que habían decidido dormir al aire libre renunciaron a hacerlo. El viento se había levantado al final de la tarde y ahora soplaba con fuerza. No se alarmaron. No era la primera ni la última vez que se anunciaba una tormenta tropical.

El país estaba acostumbrado a las lluvias, frecuentes en esta época del año. El sol pareció ponerse más temprano, los pájaros salieron volando deprisa, señal de mal augurio. Hacia medianoche la arena se levantó, formando una nube a unos centímetros del suelo. Las olas comenzaron a hincharse muy rápidamente, y ya era imposible oír los gritos que unos y otros se lanzaban para reforzar las amarras.

Al ritmo de los relámpagos que rasgaban el cielo, los pontones se movían peligrosamente por encima de la espuma agitada. Empujadas por la marejada, las embarcaciones chocaban entre sí. A las dos y cuarto de la madrugada el carguero San Andrea, de 35 metros de eslora, salió proyectado contra los arrecifes y se hundió en ocho minutos.

Su costado había sido desgarrado en toda su longitud. En aquel mismo momento, en El Golasón, el pequeño aeropuerto de La Ceiba, el DC3 gris plateado que se hallaba estacionado frente al hangar se elevó súbitamente, para caer poco después al pie de lo que hacía las veces de torre de control; a bordo no había ningún piloto. Las dos hélices se doblaron y el plano vertical se partió en dos. Unos minutos más tarde el camión cisterna cayó hacia un lado, comenzó a deslizarse y las chispas inflamaron el carburante.


Philip coloca su mano sobre la de Susan, dándole la vuelta y acariciando la palma.

– Te echaré mucho de menos, Susan.

– ¡Y yo a ti! Mucho, ¿sabes?

– Estoy orgulloso de ti, aunque te odio por dejarme tirado de esta forma.

– Basta. Nos prometimos que no habría lágrimas.

– ¡No me pidas lo imposible!

Inclinados uno sobre el otro, comparten la tristeza de una separación y la feliz emoción de una complicidad alimentada a lo largo de diecinueve años, que representan casi su entera existencia.

– ¿Tendré noticias tuyas? -pregunta él con aire infantil.

– ¡No!

– ¿Me escribirás?

– ¿Crees que aún tengo tiempo para comerme un helado?

Él se dio la vuelta y llamó al camarero. Cuando éste se aproximó, pidió dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo líquido. A ella le gustaba este postre, en ese orden preciso; era con mucho su favorito. Susan le mira fijamente a los ojos.

– ¿Y tú?

– Te escribiré cuando tenga tu dirección.

– No, me refiero a si sabes lo que vas a hacer.

– Pasaré dos años en la Cooper Union [3], en Nueva York, y luego intentaré hacer carrera en una gran agencia de publicidad.

– Así pues, no has cambiado de opinión. Sé que es estúpido lo que digo, pero jamás cambias de opinión.

– Y tú, ¿cambias de opinión alguna vez?

– Philip, tú no vendrías conmigo aunque te lo hubiese pedido. No es tu vida. Y yo no me quedo aquí porque ésta no es la mía. Así que deja de poner esa cara.

Susan chupaba la cuchara con glotonería. De vez en cuando la llenaba y la acercaba a la boca de Philip que, dócil, se dejaba mimar. Ella rebuscó en el fondo de la copa, recogiendo los últimos restos de las almendras cortadas. El gran reloj de la pared de enfrente marcaba las cinco de esa tarde de mediados de otoño. Siguió un minuto de un extraño silencio. Ella despegó la nariz, que había pegado al ventanal, se inclinó por encima de la mesa para pasar ambos brazos en torno al cuello de Philip y le dijo en voz baja al oído:

– Estoy asustada.

Philip la apartó un poco para verla mejor.

– Yo también.


A las tres de la mañana, en Puerto Lempira, una primera ola de nueve metros destrozó el dique a su paso, arrastrando toneladas de tierra y rocas hacia el puerto, que fue literalmente arrasado. La grúa metálica se dobló bajo la fuerza del viento; su flecha cayó, seccionando el puente, sobre el portacontenedores Río Plátano, que se hundió en las aguas revueltas. Sólo la proa emergió unos instantes entre dos olas, apuntando al cielo, para luego desaparecer en la noche y nunca más volver a ser vista. En aquella región donde cada año se recogían más de tres metros de precipitaciones, quienes habían sobrevivido a los primeros asaltos de Fifí y luego intentaron refugiarse en el interior desaparecieron arrastrados por los torrentes desbordados que, despertados en la noche, abandonaron brutalmente su lecho, arrastrando todo a su paso. Todas las poblaciones del valle desaparecieron, ahogadas bajo las olas burbujeantes que iban cargadas de árboles, restos de puentes, carreteras y casas. En la región de Limón, los pueblos de las montañas, Amapala, Piedra Blanca, Biscuampo Grande, La Jigua y Capiro, se deslizaron junto con los campos, precipitándose por los flancos hacia los valles ya inundados. Los pocos supervivientes, que habían resistido agarrándose a los árboles, perecieron en las siguientes horas. A las dos y veinticinco la tercera ola golpeó de lleno el departamento que llevaba el nombre premonitorio de Atlántida, su costa fue cortada por una hoja de más de once metros de altura. Millones de toneladas de agua se precipitaron hacia La Ceiba y Tela, abriéndose paso a través de callejuelas estrechas que, al actuar como un canal, le proporcionaban aún más fuerza. Las casas que estaban junto al agua fueron las primeras en tambalearse, para desmoronarse después, puesto que sus fundamentos de tierra se deshicieron. Los tejados de chapa ondulada salían volando por los aires y luego se precipitaban violentamente contra el suelo, cortando en dos a las primeras víctimas de esta matanza natural.


Los ojos de Philip se habían deslizado hacia sus apetitosos senos, redondos como manzanas. Susan se dio cuenta de ello, desabrochó un botón de la blusa y sacó la pequeña medalla dorada.

– Pero no arriesgo nada, ya que llevo conmigo tu amuleto y no me lo quito nunca. Ya me ha salvado un vez. Gracias a esta medalla no me subí en el coche con ellos.

– Me lo has dicho cien veces, Susan. ¿Quieres no hablar de eso justamente ahora, antes de subir a un avión?

– De cualquier manera, con ella nada me puede pasar -dice, volviéndose a colocar la medalla bajo la blusa.

Era un regalo de comunión. Un verano habían querido convertirse en hermanos de sangre. El proyecto había sido objeto de un profundo estudio; libros sobre los indios sacados en préstamo de la biblioteca y leídos atentamente en los bancos del patio de recreo. La conclusión de sus investigaciones no dejaba duda alguna sobre el método a seguir: era preciso intercambiar la sangre, cortarse en algún sitio. Susan había sustraído del despacho de su padre un cuchillo de caza y ambos se habían escondido en la cabaña de Philip. Él había tendido su dedo, intentado cerrar los ojos, pero sintió vértigo al ver que la hoja se acercaba. Como a ella tampoco le hacía gracia la idea, habían vuelto a leer los manuales «apaches» para encontrar una solución al problema: «LA OFRENDA DE UN OBJETO SAGRADO CONSTITUYE UNA PRUEBA DEL CARIÑO ETERNO DE DOS ALMAS», aseguraba la página 236 del volumen.

Una vez verificado el significado de la palabra «ofrenda», se prefirió este segundo método y se adoptó de común acuerdo. En el curso de una ceremonia solemne, en la que recitaron algunos poemas iroqueses y siux, Philip colocó su medalla de bautismo en torno al cuello de Susan. Ella nunca más se la quitaría. Tampoco cedió a los ruegos de su madre, pidiéndole que se la sacara al menos para dormir.

Susan sonrió, haciendo resaltar sus mejillas.

– ¿Puedes llevarme la bolsa? Pesa una tonelada, quisiera irme a cambiar. Si no, cuando llegue allí me moriré de calor.

– ¡Pero si sólo llevas una blusa!

Ella ya se había levantado y lo arrastraba por el brazo, indicando con un gesto al camarero que les guardase la mesa. El camarero asintió con un movimiento de la cabeza, la sala estaba casi vacía. Philip dejó la bolsa junto a la puerta de los lavabos. Susan se colocó delante de él.

– ¿Entras? Te he dicho que era pesada.

– Me gustaría, pero ¿este lugar no está reservado a las mujeres?

– ¿Y qué? ¿No me dirás que ahora tienes miedo de verme? ¿Acaso te parece más complicado espiarme en estos servicios que a través del tabique agujereado del colé? No era más sutil cuando me observabas desde la claraboya del cuarto de baño de tu casa. ¡Entra!

Ella lo estiró, sin dejarle más alternativa que la de seguirla. El joven se sintió aliviado al constatar que sólo había una cabina. Ella se apoyó en su hombro, se quitó el zapato izquierdo y apuntó a la lámpara del techo. Logró su objetivo al primer intento y la bombilla estalló con un ruido sordo. En la penumbra, sólo alterada por el único neón que había sobre el espejo, ella se apoyó en el lavabo, lo abrazó y pegó sus labios a los de él. Tras un primer beso incomparable, ella deslizó la boca hasta detrás de su oreja. El calor susurrante de su voz añadió un estremecimiento indeciso que acabó por recorrer toda la espalda de Philip.

– Llevo tu medalla pegada a mis senos desde antes de que me saliesen. Quiero que tu piel sea el guardián de su recuerdo por más tiempo aún. Me voy, pero te voy a vigilar durante toda mi ausencia, porque no quiero que seas de nadie más.

– ¡Eres increíble!

La media luna verde de la cerradura giró hacia el rojo.

– Cállate y continúa -dijo ella-. Quiero comprobar tus progresos.

Mucho más tarde ambos salieron y volvieron a la mesa, bajo la mirada inquisitorial del camarero que secaba los vasos. Philip tomó la mano de Susan, pero le pareció que ella ya estaba en otra parte.

Más al norte, en la entrada del valle de Sula, las densas olas destrozaban todo a su paso con un rugido ensordecedor. Coches, ganado, escombros, surgían de forma esporádica en el centro de los torbellinos de barro de donde por momentos emergía un horrible caos de miembros despedazados. Nada resistió: las torres de electricidad, los camiones, los puentes, incluso las fábricas, eran arrancados del suelo, fatalmente arrastrados por una mezcla de fuerzas irresistibles. En pocas horas el valle quedó transformado en un lago. Mucho tiempo después los ancianos del país contarían que era la belleza del paisaje la que había incitado a Fifí a permanecer en aquel lugar durante dos días. Dos largos días que provocaron la muerte de mil hombres, mujeres y niños, dejando casi seiscientas mil personas sin hogar y sin comida. En cuarenta y ocho horas este pequeño país, del tamaño del estado de Nueva York, encajonado entre Nicaragua, Guatemala y El Salvador, fue asolado por una fuerza equivalente a la de tres bombas atómicas.


– Susan, ¿cuánto tiempo piensas estar en el extranjero?

– Ahora debo irme, ya embarco. ¿Prefieres quedarte aquí?

Él se levantó sin responder y dejó un dólar sobre la mesa. Al entrar en el pasillo, ella pegó su cara al ojo de buey de la puerta y contempló las sillas vacías en las que se habían sentado. En un último combate contra la emoción que la embargaba en aquel momento, comenzó a hablar tan deprisa como pudo.

– Cuando vuelva dentro de dos años, me esperarás aquí; nos encontraremos como furtivos. Yo te contaré todo lo que he hecho y tú harás lo mismo, y nos sentaremos a la misma mesa, pues será la nuestra. Y si llego a ser una Florence Nightingale de los tiempos modernos y tú te conviertes en un gran pintor, algún día colocarán aquí una pequeña placa de cobre con nuestros nombres.

En la puerta de embarque ella le explicó que no se daría la vuelta; no quería ver su cara triste y prefería llevarse el recuerdo de su sonrisa. Tampoco deseaba pensar en la ausencia de sus padres, razón por la que los de Philip no habían acudido al aeropuerto. Él la abrazó y le susurró: «Cuídate mucho». Ella estrechó su cabeza contra el pecho del joven, como si quisiera llevarse consigo un poco de su olor y dejarle parte del suyo. Entregó su billete a la azafata, besó a Philip una última vez, respiró a pleno pulmón e hinchó las mejillas para dejarle a modo de última imagen una mueca de payaso. Después bajó a toda velocidad los escalones que conducían a la pista, corrió por el camino balizado por los agentes, subió por la escalerilla y se metió en el aparato.

Philip regresó a la cafetería y se sentó a la misma mesa. Sobre el área de estacionamiento, los motores del Douglas comenzaron a toser, arrojando volutas de humo gris. Las palas de las dos hélices giraron en dirección contraria a las agujas del reloj, luego hicieron dos lentas rotaciones en sentido inverso, y finalmente se volvieron invisibles. El avión avanzó y recorrió la pista lentamente. En el extremo del asfalto se detuvo unos minutos y se alineó para el despegue. Las ruedas, situadas sobre las líneas blancas del suelo, se inmovilizaron de nuevo, haciendo que el tren de aterrizaje se balanceara hacia atrás y hacia delante. Las hierbas altas que había a los lados se inclinaron en una especie de saludo. El ventanal de la cafetería tembló cuando la potencia de los motores se incrementó; los alerones dieron un último adiós a los espectadores y el bimotor comenzó a rodar. Ganando velocidad, pronto pasó a su altura y Philip vio cómo la cola se levantaba y las ruedas dejaban el suelo. El DC3 se elevó rápidamente, giró sobre su ala derecha y desapareció a lo lejos tras una fina capa de nubes.

Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el cielo, luego apartó la mirada para dirigirla a la silla que ella había ocupado hacía tan sólo unos instantes. Le invadió un inmenso sentimiento de soledad. Se levantó y se marchó con las manos hundidas en los bolsillos.

2

25 de septiembre de 1974, a bordo del avión…

Querido Philip:

Creo que no he logrado ocultarte el miedo, que me hacía un nudo en el estómago. Acabo de ver cómo desaparecía el aeropuerto. He tenido vértigo hasta que las nubes han tapado el suelo. Ahora ya me siento mejor. Estoy decepcionada, no ha sido posible ver Manhattan, pero ahora el cielo se ha abierto por debajo y casi puedo contar las crestas de las olas, son muy pequeñas y parecen ovejas. Incluso he seguido con la mirada a un barco que se dirigía hacia donde tú estás. Pronto tendrás buen tiempo.

No sé si mi letra resultará legible, el avión se mueve mucho. El viaje que me espera será largo. Estaré en Miami dentro de seis horas, después de una escala en Washington. Luego cambiaremos de aparato para volar hacia Tegucigalpa. Este nombre ya parece mágico. Pienso en ti, debes de estar camino de casa. Da un beso muy fuerte a tus padres de mi parte. Te escribiré para contarte este periplo. Cuídate tú también, querido Philip…


Susan:

Acabo de regresar. Papá y mamá no me han preguntado nada; creo que al verme lo han comprendido todo. Siento lo que pasó hace un rato. Debería haber respetado tu alegría y tus ganas de alejarte de aquí. Tienes razón. Yo no sé si habría tenido el valor de acompañarte si me lo hubieses propuesto. Pero no lo has hecho y creo que ha sido mejor así. No sé muy bien qué significa esta última frase. Las noches serán largas sin ti. Te enviaré esta primera carta a la oficina del Peace Corps en Washington. Desde allí te la harán llegar. Ya te echo mucho de menos.

Philip

… vuelvo a coger lápiz y papel, hay una luz increíble. Algo que ni tú ni yo jamás hemos visto. Aquí, por encima de las nubes, estoy a punto de asistir a una auténtica puesta de sol. Desde aquí arriba es una verdadera gozada. Me da rabia que no estés a mi lado y que no puedas ver lo que yo veo. Hace un rato olvidé decirte algo muy importante: creo que te voy a echar mucho de menos.

Susan

15 de octubre de 1974

Susan:

Hace ya tres semanas que te fuiste y aún no he recibido ninguna carta tuya. Imagino que ahora debe de estar viajando por algún punto situado entre tú y yo. Mis padres a menudo me preguntan por ti. Si no recibo una carta tuya pronto, tendré que inventarme algo…


15 de octubre

Philip:

La llegada ha sido caótica. Hemos estado bloqueados cuatro días en la escala de Miami. Esperábamos dos contenedores con alimentos y la reapertura del aeropuerto de La Ceiba, donde teníamos que hacer un escala. Quería aprovechar para visitar un poco la ciudad, pero ha sido imposible. Junto con los otros miembros de la unidad hemos tenido que permanecer estacionados en un hangar. Tres comidas al día, dos duchas y una cama de campaña, cursos intensivos de español y de socorrismo; esto parece el ejército, pero sin sargentos. Finalmente el DC3 nos ha trasladado a Tegucigalpa y desde allí un helicóptero del Ejército nos ha transportado a Ramón Villesla Morales, el pequeño aeródromo de San Pedro Sula. Es increíble, Philip, desde el aire parece que el país haya sido bombardeado: kilómetros de tierras devastadas por completo, restos de casas, puentes rotos y cementerios improvisados por doquier. Volando a baja altura hemos visto manos tendidas hacia cielo que sobresalían del océano de barro, así como centenares de cadáveres de animales con las panzas hacia arriba. Por todas partes hay un olor pestilente, las carreteras están arrancadas; parecen cintas deshechas de cajas de cartón rotas. Los árboles desarraigados han caído unos sobre otros. Nada ha logrado sobrevivir bajo estos bosques de Mikado. Pedazos enteros de montañas se han hundido, borrando del mapa los pueblos que se levantaban sobre ellas. Nadie podrá contar los muertos, pero son miles. ¿Cómo es posible saber el número real de cadáveres sepultados? ¿Cómo encontrarán los supervivientes la fuerza necesaria para sobrevivir a tanta desesperación? Para ayudarlos de verdad deberíamos ser cientos, y en este helicóptero apenas somos dieciséis personas.

Dime, Philip, dime por qué nuestras grandes naciones pueden enviar legiones de soldados a la guerra, pero son incapaces de hacer lo mismo cuando se trata de salvar niños. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que nos demos cuenta de esta evidencia? Philip, a ti te puedo confesar este extraño sentimiento: en medio de tanta muerte, siento como jamás lo había sentido que estoy viva. Alguna cosa ha cambiado. Para mí vivir ya no es un derecho, se ha convertido en un privilegio. Te quiero mucho, Philip.


25 de octubre

Susan:

Esta semana, en el momento en que recibía tu primera carta, han aparecido en la prensa varios reportajes que narran el horror en el que te encuentras. Los periódicos hablan de diez mil muertos. Pienso constantemente en ti e imagino lo que estás viviendo. Hablo de ti a todo el mundo y todos me hablan de ti. En el Montclair Times de ayer un periodista publicó un artículo sobre la ayuda humanitaria que nuestro país ha enviado a Honduras y termina su escrito nombrándote. Lo he recortado y te lo envío junto con la carta. Todo el mundo me pide noticias tuyas, lo cual no hace sino recordarme que no estás a mi lado. ¡Cómo te echo de menos! Han comenzado las clases, busco una vivienda que esté cerca de la facultad. He encontrado un pequeño taller de artista a reformar en un edificio de tres plantas que se encuentra en Broome Street. Les he dado mis referencias. El barrio también está en un estado lamentable, pero el estudio es grande y el alquiler es verdaderamente asequible. Además, imagínate: ¡Vivir en Manhattan! Cuando vuelvas estaremos tan sólo a unas pocas manzanas del Film Forum, ¿te acuerdas? ¡Casi no lo puedo creer!

En el escaparate del bar de enfrente hay una pequeña bandera de Honduras. Mientras espero a que vuelvas, pasaré todos los días por delante de ella. Es una señal. Cuídate mucho. Te añoro.

Philip

Las cartas de Susan le llegaban al ritmo de una por semana. Él respondía la misma noche. A veces sucedía que las dos correspondencias se cruzaban, y que algunas respuestas llegaban antes incluso de que se hubiesen formulado las preguntas. Por debajo del paralelo veinte los pueblos se habían armado de valor y los países intentaban reorganizarse en condiciones catastróficas. Susan y sus compañeros habían establecido un primer campo de refugiados. Se habían instalado en el valle de Sula, entre las montañas de San Ildefonso y de Cabeceras de Naco. El mes de enero preludiaba una vasta campaña de vacunación. Con ayuda de un viejo camión, Susan recorría las carreteras para distribuir alimentos, sacos de semillas y medicinas. Cuando no estaba al volante del viejo Dodge, dedicaba su tiempo a la organización del campamento base. El primer barracón que edificaron haría las veces de dispensario, y el siguiente, de oficina administrativa. Diez casas de tierra y ladrillos acogían ya a una treintena de familias. A finales del mes de febrero la aldea de Susan, distribuida en tres calles, se componía de dos edificios, veintiuna casuchas y doscientos habitantes, de los que dos tercios tenían de nuevo un techo sobre sus cabezas; el resto dormía en tiendas de campaña. Sobre lo que ya se había convertido en la plaza principal comenzaban a levantarse las bases de una escuela. Cada mañana, después de haber comido una galleta de maíz, Susan se dirigía al almacén, un hangar de madera acabado en Navidad, para cargar el camión y salir a hacer su recorrido. Cuando el motor tosía con las vueltas de manivela de Juan, toda la cabina temblaba. Ella tenía que soltar el volante, puesto que las vibraciones le hacían saltar las manos, y esperar a que los cilindros volviesen a animarse y los pistones se pusiesen en movimiento.

Juan todavía no había cumplido los dieciocho años. Había nacido en Puerto Cortés y ya no recordaba el rostro de sus padres. Cuando tenía nueve años trabajaba como descargador en el muelle, a los once y medio recogía redes en un barco de pesca y a los trece había llegado solo al valle, donde ahora todo el mundo le conocía. El adolescente con aires de hombre había visto a la que llamaba la «Señora Blanca» en cuanto ésta bajó del autobús de Sula. Le siguió los pasos. En un primer momento Susan lo tomó por un mendigo, pero él era demasiado orgulloso para pedir. Juan vivía del trueque, ofreciendo pequeños trabajos a cambio de un poco de alimento o un techo bajo en el que pasar la noche durante las lluvias torrenciales. Así había reparado tejados, pintado vallas, cepillado caballos, escoltado rebaños, transportado toda suerte de sacos sobre sus hombros, vaciado graneros. Ya se tratase de poner en marcha el Dodge azul pálido, cargar cajas en el camión, trepar a la trasera para ayudar en el reparto, ahí estaba Juan. El muchacho observaba e interpretaba los gestos de Susan, que significaban: «Necesito que alguien me eche una mano». Desde el mes de noviembre, ella preparaba cada mañana dos galletas de maíz, que a veces completaba con una barra de chocolate, y ambos compartían el alimento antes de emprender viaje. Incluso siendo optimistas, la tierra no daría fruto antes de una estación, y las carreteras cortadas impedían que los productos frescos circulasen por el país. Había que contentarse con víveres llamados «de subsistencia», que los habitantes de los pueblos consideraban los regalos de Dios. La presencia de Juan, tumbado bajo la lona de la trasera, tranquilizaba a Susan en aquellos caminos de un paisaje devastado. Si bien el silencio seguía reinando en su ruta, en los cruces siempre de luto.


8 de enero de 1975

Philip:

Primer fin de año lejos de ti, lejos de casa, lejos de todo. Un momento extraño en el que todo se mezcla en mi cabeza: un sentimiento de soledad que me invade, a veces aliviado por la alegría de vivir tantas cosas singulares. Aquel momento a medianoche que pasamos juntos durante muchos años, haciéndonos regalos, lo he pasado en medio de gentes a las que les falta de todo. Los niños de aquí se pelearían tan sólo por las cajas de regalo, por una simple cinta. Y, sin embargo, deberías ver el clima de fiesta que invade las calles. Los hombres disparaban al aire con viejas armas para celebrar la esperanza que les hace sobrevivir. Las mujeres han bailado en la calle con sus niños en rondas delirantes de felicidad. Yo estaba atónita. Recuerdo aquella tristeza que nos invadía al aproximarse el fin de año. Recuerdo las horas que pasé intentando traspasarte mi melancolía, con la excusa de que no todo giraba muy bien en torno a mi ombligo. Aquí todos están de luto, viudos o huérfanos, y se aferran a la vida con una dignidad alucinante. ¡Qué hermoso es este pueblo en su desolación! Mi regalo de Navidad me lo ha hecho Juan y ¡menudo regalo! Es mi primera casa, será muy hermosa y podré trasladarme a ella en unas pocas semanas. Juan espera a que paren las lluvias, a final de mes, para pintar la fachada.

Tengo que describírtela. Juan ha construido los cimientos con una mezcla de tierra, paja y piedras. Luego ha levantado las paredes con ladrillos. Con la ayuda de la gente del pueblo, ha recuperado marcos de ventanas entre los escombros. Pondrá una ventana a cada lado de una bonita puerta azul. El suelo de la única habitación todavía es de tierra. A la izquierda habrá una chimenea adosada a una de las paredes. Al lado habrá una pila de piedra, que será el rincón para cocinar. Para la ducha, colocará una cisterna sobre el tejado plano; tirando de una cadena habrá agua fría o tibia, según la hora del día. Descrito de este modo mi cuarto de baño no parece gran cosa y mi casa resulta espartana, pero sé que estará llena de vida. Pondré mi despacho en un rincón del salón ahí donde Juan quiere colocar el piso en cuanto encuentre con qué hacerlo. Una escalera sube a un altillo, donde pondré mi colchón. Bien, ya basta. Ahora te toca a ti escribirme. Cuéntame cómo has pasado las fiestas, qué es de tu vida. Te echo de menos. Sobre tu cama cae una lluvia de besos.

Tu Susan

29 de enero de 1975

Susan:

¡No he recibido tus felicitaciones! En fin, todavía no. Espero que el dibujo que te envío no llegue muy estropeado. Te preguntarás qué representa esa perspectiva de una calle al amanecer. Pues bien, tengo que anunciarte una gran noticia: ya estoy en el taller en Broome Street y, mientras te escribo desde mi ventana veo la calle desierta del Soho. Es la vista que te he dibujado. No te puedes imaginar hasta qué punto ha cambiado mi vida desde que me fui de Montclair; es como si hubiese perdido mis referencias. Pero al mismo tiempo sé que el cambio me hará mucho bien.

Me levanto temprano y salgo a desayunar al café Reggio. Me desvío un poco, pero me gusta disfrutar de la luz de la mañana en esas callejue las de grandes adoquines irregulares, aceras deformadas con sus grandes placas de hierro rundido, y fachadas con escaleras metálicas. Y, además, tú adoras este lugar. Sabes, creo que te escribiré lo que sea para que de vez en cuando pienses en mí, para que me respondas y me hables de ti. No me imaginaba que te echaría tanto de menos. Me aferró a mis cursos y todos los días me digo que el tiempo sin ti es demasiado largo, que debería subirme a un avión e ir a tu lado. Aunque, como me has dicho varias veces, no es mi vida. Sin embargo a veces me pregunto qué será de mi vida lejos de ti.

Bien, si esta carta no acaba en la papelera es que el bourbon que me acabo de tomar habrá hecho su efecto, que me habré prohibido releer mis palabras mañana por la mañana o que esta misma noche la he echado en el buzón de correos que hay en la esquina de mi calle. Cuando salgo de casa por la mañana, lo miro con el rabillo del ojo, como si el buzón fuera el encargado de entregarme una carta tuya un poco más tarde; una carta que encontraré al regresar de la facultad. A veces tengo la impresión de que me sonríe y se burla de mí, flemático. Hace un frío terrible. Besos.

Philip

25 de febrero de 1975

Philip:

Una carta breve. Perdona que no escriba más a menudo. Estoy desbordada por el trabajo en este momento y cuando llego a casa ya no tengo fuerzas para escribir, apenas para meterme en la cama y dormir unas cuantas horas. Febrero se acaba, tres semanas sin lluvia, es casi un milagro. Tras el barro ahora llega el polvo. Por fin nos hemos podido poner a trabajar de verdad, y tengo la impresión de que veo mis primeros esfuerzos recompensados: la vida vuelve.

Es la primera vez que estoy sentada en mi despacho, donde he pegado tu dibujo sobre la chimenea. De esta forma tenemos la misma vista. Estoy muy contenta de que te hayas mudado a Manhattan. ¿Cómo te va en la universidad? ¡Debes de estar rodeado de chicas que sucumben a tus encantos! Aprovéchate, amiguito, pero no las hagas muy desgraciadas. Muchos besitos.

Susan

4 de abril

Susan:

Hace tiempo que retiraron la iluminación de las fiestas y ya hemos dejado atrás el mes de febrero. Hace dos semanas nevó y la ciudad quedó paralizada durante tres días. Hubo un pánico indescriptible. No circulaban los coches. Los taxis zigzagueaban como trineos por la Quinta Avenida. Los bomberos no pudieron apagar un incendio en Tribeca, porque el agua se había congelado. Y, después, el horror: tres vagabundos murieron defrío en Central Park, entre ellos una mujer de treinta años a la que encontraron sentada, congelada en un banco. En los telediarios de la noche y la mañana no se hablaba de otra cosa. Nadie comprende por qué el Ayuntamiento no abre los refugios cuando llega una ola de frío. ¿Cómo aceptar que alguien pueda morir así en nuestros días? ¡Y en las calles de Nueva York! Es lamentable.

¡Así que tú también te has mudado a una nueva casa! Muy simpática tu perorata sobre las chicas de la facultad. Ahora es mi turno: ¿Quién es ese Juan que se ocupa tanto de ti? Trabajo como un loco, pues faltan pocos meses para los exámenes. ¿Todavía me echas un poco de menos? Escríbeme.

Philip

25 de abril de 1975

Philip:

He recibido tu carta, debería haberte respondido hace dos semanas, pero jamás encuentro tiempo para hacerlo. Estamos ya a finales de abril, hace buen tiempo y un calor que a veces resulta difícil de soportar. Hemos viajado durante diez días con Juan, atravesando todo el valle de Sula para luego subir por la carretera del monte Cabeceras de Naco. El objetivo de nuestra expedición era llegar a las aldeas de las montañas. Ir hasta allí ha sido difícil. El Dodge, nombre con el que hemos bautizado a nuestro camión, nos ha fallado dos veces, pero Juan tiene unas manos mágicas. Estoy rendida, no te puedes imaginar lo que supone cambiar la rueda de semejante armatoste. Al principio los campesinos nos han confundido con sandinistas, y éstos a su vez con frecuencia nos toman por militares que van de civil. Si se pusieran de acuerdo, nos facilitarían el trabajo.

En el primer control, te aseguro que el corazón se me salía del pecho. Jamás me habían puesto un fusil automático tan cerca de la cara. Hemos comprado nuestros salvoconductos con algunos sacos de trigo y doce mantas. La carretera que subía junto a las rocas apenas era practicable. Hemos tardado dos días en ascender mil metros. Resulta difícil explicarte lo que encontramos allí: poblaciones famélicas a las que todavía nadie había ayudado. Juan tuvo que negociar duramente para ganarse la confianza de los hombres que vigilaban el puerto de montaña…


Fueron recibidos con la mayor de las desconfianzas. El ruido del motor les había precedido y los habitantes de la aldea se habían arracimado a lo largo del camino para seguir el lento avance del Dodge, cuya caja de velocidades crujía a cada curva. Cuando casi tuvo que detenerse para realizar una última maniobra que anunciaba el final de la carretera desierta, dos hombres saltaron a los estribos del camión apuntando con sus machetes hacia el interior de la cabina. Sorprendida, Susan dio un bandazo, aplastó el freno y poco faltó para que el camión se precipitase por el barranco.

Llena de una ira que ahogaba su miedo, salió de la cabina. Al abrir de golpe la puerta, lanzó a uno de los hombres al suelo. Con la mirada iracunda y poniéndose en jarras lo cubrió de insultos. El campesino se incorporó boquiabierto, sin comprender ni una sola palabra de lo que la mujer de piel clara le gritaba a la cara, pero indudablemente Doña Blanca estaba enfadada. Juan también bajó del camión, aunque más tranquilo, y explicó las razones de su presencia allí. Después de algunos instantes de duda, uno de los campesinos levantó el brazo izquierdo y una docena de aldeanos se adelantaron. El grupo se puso a discutir durante interminables minutos y la conversación se transformó en un griterío confuso. Entonces Susan se subió al capó del camión y ordenó fríamente a Juan que tocase el claxon. Él sonrió y lo hizo. Poco a poco las voces,ahogadas por el sonido de la cascada bocina, se acallaron. Todo el grupo se volvió hacia Susan que en su mejor español se dirigió al que parecía ser el jefe.

– Tengo mantas, víveres y medicinas. ¡O me ayudan ustedes a descargar el material o suelto el freno de mano y regreso a pie!

Una mujer atravesó el gentío silencioso, se colocó delante de la rejilla del radiador y se santiguó. Susan intentó bajar de su improvisada plataforma sin romperse el tobillo. La mujer le tendió la mano, ayudada poco después por un hombre. Susan avanzó hasta la parte de atrás, donde estaba Juan, mirando a la gente de arriba abajo. Los campesinos se apartaron lentamente a su paso. Con la ayuda de Juan retiró la cubierta de lona. Todo el pueblo estaba silencioso e inmóvil. Susan sacó un montón de mantas y las arrojó al suelo. Nadie se movió.

– Pero ¿qué les pasa? ¡Maldita sea!

– Señora -dijo Juan-, lo que usted les trae no tiene precio para ellos. Esperan saber lo que usted les pedirá a cambio y también saben que no tienen con qué pagarlo.

– ¡Pues diles que lo único que les pido es que nos ayuden a descargar el camión!

– Es algo más complicado que eso.

– Y para que sea simple, ¿qué hay que hacer?

– Póngase el brazalete del Peace Corps, tome una de las mantas que acaba de tirar al suelo y colóquela sobre el hombro de la mujer que acaba de santiguarse.

Al poner la manta sobre el hombro de la mujer, la miró al fondo de los ojos y le dijo:

– He venido a entregarles lo que hace tiempo les deberían haber traído. Perdóneme por haber venido tan tarde.

Teresa la acogió entre sus brazos y le dio un beso en las mejillas. Con gestos de alegría, los hombres se precipitaron hacia el camión y vaciaron su contenido. Juan y Susan fueron invitados a cenar con todos los habitantes del pueblo. En cuanto hubo caído la noche, encendieron una gran hoguera y se sirvió una cena frugal. En el curso de la velada, un niño se acercó a Susan por la espalda. Ella sintió su presencia, se dio la vuelta y le sonrió, pero el muchacho salió corriendo. Al cabo de un rato reapareció, acercándose un poco más; nuevo guiño de ojo y nueva huida. La escena se repitió varias veces, hasta que por fin el niño se quedó a su lado. Susan lo miró sin hacer ningún movimiento y sin hablarle, y en aquel rostro mugriento distinguió la belleza de su ojos, negros como el azabache.

Susan le tendió la mano con la palma vuelta hacia el cielo. Los ojos del niño dudaban entre el rostro y la mano, y sus dedos acabaron apresando tímidamente el índice de Susan. Él le hizo una señal para que permaneciese callada y ella sintió la tracción de su bracito, que la arrastraba consigo.

El pequeño se detuvo detrás de una empalizada y con un dedo que colocó sobre su boca le conminó a permanecer en silencio y a ponerse de rodillas para estar a su misma altura. Después señaló un agujero que había entre las cañas y la invitó a colocar el ojo. El niño se apartó y ella avanzó para ver qué había podido empujarle a reunir tantas fuerzas para vencer su miedo y conducirla hasta allí.


… Descubrí a una niñita de cinco años que estaba a punto de morir, puesto que su pierna se encontraba completamente gangrenada. Cuando una parte del pueblo fue arrastrada por un río de lodo, un hombre que iba a la deriva, agarrado al tronco de un árbol, y que buscaba desesperadamente a su hija, la cual había desaparecido, vio el bracito de la niña sobresaliendo en las aguas. Arrancándolo de la muerte, cogió con fuerza el cuerpo de la niña. Juntos descendieron kilómetros en la oscuridad, luchando por mantener la cabeza por encima de las aguas en medio del ruido ensordecedor de los remolinos y las corrientes que los arrastraban hasta el límite de sus fuerzas, hasta perder la conciencia.Al amanecer, cuando se despertó, ella estaba a su lado. Ambos se hallaban heridos, pero estaban vivos. Sin embargo, había un detalle: la niña a la que había salvado no era su hija. Jamás encontró el cuerpo de su propia hija.

Al término de una noche de conversaciones, el hombre aceptó entregárnosla. Yo no estaba segura de que la niña lograra sobrevivir al viaje, pero allá arriba sólo le quedaban unos pocos días de vida. Le prometí que regresaría con ella al cabo de un mes o dos, con el camión lleno de víveres. Entonces consintió en el sacrificio, por los otros, creo yo. Y aunque mi causa era justa, me sentí sucia cuando me miró. Estoy de regreso en San Pedro, y la pequeña todavía se debate entre la vida y la muerte. Me siento agotada. Para tu información, Juan es mi asistente, ¿qué te habías imaginado? ¡No estoy de vacaciones en Canadá! De todos modos, te envío un beso.

Susan

P. D.: Puesto que juramos decirnos la verdad, hace falta que te confiese algo: ¡Nueva York y tú: me aburren vuestras historias de vagabundos!


La carta que recibió de Philip llegó mucho después. Sin embargo, él la había escrito antes de recibir la de ella.


10 de mayo de 1975

Susan:

Yo también he tardado en responderte. He trabajado como un loco, acabo de aprobar los parciales. La ciudad recupera los colores de mayo y el verde le sienta muy bien. El domingo fui con unos amigos a pasear por Central Park. Los primeros abrazos sobre el césped anuncian que por fin la primavera está aquí para quedarse. Subo a la azotea del edificio y dibujo mirando el barrio que se extiende a mis pies. Me gustaría que estuvieses aquí. He conseguido un trabajo de becario para este verano en una agencia de publicidad. Dime algo de tu vida, ¿dónde estás? Escríbeme pronto. Cuando llevo un tiempo sin saber de ti, comienzo a preocuparme.

Hasta muy pronto, te quiero.

Philip

Desde el fondo del valle, Susan vio cómo las primeras luces del alba penetraban en la oscuridad de la noche. Al poco rato el sol hizo brillar la pista, que se extendía como un trazo largo, atravesando los inmensos campos todavía húmedos de rocío. Algunos pájaros comenzaban a revolotear en el cielo pálido. Se estiró, la espalda le dolía y suspiró. Bajó por la escalera y se dirigió, caminando con los pies descalzos sobre el suelo de tierra, hacia el fregadero. Se calentó las manos encima de algunas brasas que todavía ardían en la chimenea. Cogió una caja de madera de la estantería que Juan había colocado en la pared y echó una medida de café en la cafetera de metal esmaltado; la llenó de agua y la puso en un equilibrio precario sobre los hierros torcidos de la parrilla que había sobre las cenizas.

Mientras se hacía el café, se cepilló los dientes y se miró la cara en el pequeño pedazo de espejo que colgaba de un clavo. Hizo una mueca al contemplar su reflejo y se pasó la mano por el pelo. Se estiró la camiseta, descubriendo el hombro para examinar una picada de araña. «¡Qué asco!»

Subió al altillo y a cuatro patas dio enérgicamente la vuelta al colchón para descubrir a su agresor. El ruido del agua hirviendo hizo que renunciase y bajó. Rodeó el mango de la cafetera con un trapo y vertió el líquido negro en la taza, cogió un plátano de la mesa y fue a tomarse el desayuno afuera. Sentada sobre la escalinata, se llevó la taza a los labios mientras dirigía la mirada al lejano horizonte. Susan se acarició la pantorrilla y le recorrió un ligero escalofrío. Incorporándose de un salto se dirigió a su despacho y cogió un bolígrafo.


Philip:

Espero que esta nota te llegue rápidamente. Tengo que pedirte un favor: ¿Podrías enviarme alguna crema hidratante para el cuerpo y un poco de champú?

Confío en ti. Te lo pagaré cuando nos veamos. Besos.

Susan

La jornada del sábado concluía y las calles estaban llenas de gente. Philip se instaló en la terraza de una cafetería para dar los últimos retoques a un boceto. Pidió un café al estilo americano; el café expreso aún no había cruzado el Atlántico. Siguió con la mirada a una mujer rubia que atravesaba la calle en dirección a los cines, y de pronto, le entraron ganas de ir a ver una película. Pagó la consumición y se levantó. Salió de la sala dos horas más tarde. El mes de junio ofrecía a la ciudad sus más bellos atardeceres. En el cruce, fiel a la costumbre que había adquirido en estos últimos meses, saludó al buzón de correos. Dudó sobre si reunirse o no con sus amigos, que comían en un restaurante de Mercer Street, y prefirió volver a casa.

Introdujo la llave en la cerradura, adoptó la única postura que le permitía accionar el pestillo y empujó la pesada puerta de madera del inmueble. En cuanto dio al interruptor, el estrecho pasillo que conducía a la escalera se iluminó con un amarillo pálido. Un sobre de color azul sobresalía del buzón; lo cogió y subió corriendo por la escalera. Cuando se tiró sobre el sofá, ya había abierto la carta y desdoblado la hoja de papel.

Philip:

Si estas letras te llegan en quince días, estaremos a finales de agosto y sólo tendremos que esperar un año para volver a vernos. En fin, lo que quiero decirte es que ya habremos recorrido la mitad del camino. No he tenido tiempo de contártelo, pero voy a ascender de categoría. Se habla de establecer un nuevo campamento en la montaña y circula el rumor de que quizá yo sería la responsable del mismo. Gracias por tu envío. Ya sabes que te echo de menos, aunque no te escriba a menudo. ¡Debes de haber envejecido en todo este tiempo! Espero recibir pronto noticias tuyas.

Susan

10 de septiembre de 1975

Susan:

Nunca más podré ver de forma inocente las palabras «un año más tarde…» que a veces aparecen en las pantallas de cine. Jamás había prestado atención a la emoción discreta, oculta tras los tres pequeños puntos suspensivos, que sólo comprenden los que saben en qué medida la espera puede generar soledad. ¡Qué largos son esos minutos que se resumen entre comillas! El verano está acabando, mi trabajo de becario también, y me han comunicado que cuando tenga el título me contratarán. Sólo he ido a la playa una vez.

Cometí la tontería de ir a ver una película en la que un tiburón blanco sembraba el terror en nuestras playas. Es del mismo realizador de Duelo. ¡Cómo nos gustó esa película! ¿Te acuerdas? Fue en el Film Forum. Aquel día, al salir del cine, poco podía imaginar que unos años más tarde viviría esperándote en la misma calle de aquel bar al que luego fuimos. Imposible imaginar que te escribiría «al fin del mundo». Durante una escena terrible, una chica que estaba sentada a mi lado me ha clavado las uñas en el brazo. Ha sido algo extraño. Ella se ha deshecho en excusas durante el resto de la proyección. Jamás había oído tantos «perdón» y «lo siento mucho» en una hora. No me habrías reconocido. Yo, que puedo tardar seis meses en entablar una conversación con una muchacha que me sonríe en un restaurante, he logrado decirle: «Si continúa hablando así, nos echarán. Podemos hablar luego, tomando algo». Ella se ha callado hasta el final, y yo, claro está, no me he enterado de la película. La situación era estúpida, porque yo estaba seguro de que ella se eclipsaría en cuanto proyectasen la última imagen. Sin embargo, cuando han encendido las luces me ha seguido por el pasillo y he oído que me decía: «¿Dónde vamos a cenar?». Hemos ido a Fanelli's. Se llama Mary y estudia periodismo. Esta noche llueve a mares. Me voy a la cama, es mejor. Te contaría cualquier cosa para darte celos. Espero noticias tuyas.

Philip

Un día de noviembre de 1975, no sé bien cuál

Querido Philip:

Han transcurrido pocas semanas desde mi última carta, pero aquí el tiempo no corre de la misma manera. ¿Te acuerdas de la niñita de la que te hablé en una de mis cartas anteriores? La he llevado a casa de su nuevo papá. No pudieron salvarle la pierna. Yo tenía miedo de la reacción de él al encontrarla así. Fuimos a buscarla a Puerto Cortés. Juan me acompañó. Dispuse varios sacos de harina en la trasera del Dodge a modo de colchón. Al llegar al hospital, vi a la niña que esperaba al final del pasillo, estirada sobre una camilla.

Me obligué a concentrarme en su cara y a no mirar la zona amputada. ¿Por qué prestar más atención a lo que no existe que a todo el resto, que sí está? ¿Por qué dar más importancia a lo que no funciona que a lo que va bien? No podía dejar de preguntarme cómo iba a vivir con su minusvalía. Juan comprendió mi silencio y, antes de que me dirigiese a ella, me murmuró al oído: «No le manifiestes tu pena, deberías alegrarte. Lo importante no es su pierna cortada, sino su historia, su supervivencia».

Juan tenía razón. La instalamos sobre los fardos y tomamos la carretera que conduce a las montañas. Él la cuidó durante todo el trayecto, intentaba distraerla y también, eso creo, calmarme a mí. Para lograr sus objetivos no dejaba de burlarse de mí. Me imitaba al volante de este vehículo demasiado pesado que a cada kilómetro me quiere demostrar que es más fuerte que yo. ¡Como si sus siete toneladas no bastaran! Juan se colocaba semisentado, con los brazos tendidos hacia delante y comenzaba a hacer muecas mientras parodiaba mis esfuerzos en cada curva para dominar el volante, aderezando su imitación con comentarios que mi español no permite apreciar en su justo valor. Sucedió al término de seis horas. Al reducir la marcha, el camión se caló y solté una palabrota al tiempo que descargaba un puñetazo sobre el volante. ¡Mi mal carácter no ha desaparecido, sabes! Juan vio el cielo abierto: comenzó a lanzar una sarta de groserías, haciendo como que golpeaba sobre una caja que se supone que representaba el volante, y de repente la niña se echó a reír.

Primero fue el sonido claro de dos risas, luego un breve momento de pudor, luego otra risa y, de pronto, el instante impagable: el camión se llenó con sus exclamaciones. No imaginaba la importancia que de repente puede adquirir la simple risa de un niño. Por el retrovisor yo veía cómo respiraba profundamente. La risa alocada también conquistó a Juan. Creo que lloré más en ese momento que el día en que me abrazaste sobre la tumba de mis padres, salvo que ese día yo lloraba por dentro. De golpe había tanta vida, tantas esperanzas… Me di la vuelta para verlos, y en medio de sus carcajadas distinguí la sonrisa que Juan me dirigía. Las barreras de la lengua habían desaparecido…

A propósito, ahora que estás lanzado, cuéntame, mejor en español, el final de tu cena después del cine. Eso me ayudará a perfeccionar mis conocimientos…


Reconoció el camión en cuanto lo divisó en las primeras curvas del fondo del valle. Dejó de trabajar, se sentó sobre una piedra y no apartó la mirada del vehículo durante las cinco horas que duró la lenta ascensión. Rolando esperaba desde hacía trece largas semanas. Durante todo este tiempo no había dejado de preguntarse si la niña todavía estaba con vida. Ignoraba si los pájaros que volaban en lo alto del cielo auguraban su muerte o si, por el contrario, anunciaban que había sobrevivido. Con el paso de los días las cosas más simples de la vida cotidiana se transformaron en señales, prestándose a un juego incontrolable de augurios optimistas o pesimistas según el estado de ánimo que tuviese en ese momento.

En cada curva Susan hacía sonar tres veces el ronco claxon. Para Rolando era un buen presagio. Un sonido largo habría anunciado lo peor, pero tres cortos se podían interpretar como una buena noticia. Con un movimiento seco del brazo sacó de la manga el paquete marrón de Paladines: eran mucho más caros que los Dorados que fumaba habitualmente. De ese paquete sólo cogía uno al día, después de comer. Se llevó el cigarrillo a los labios y encendió un fósforo. Aspiró profundamente y se llenó los pulmones de un aire húmedo que olía a tierra y al perfume de los pinos. El tabaco, al arder, hizo que la punta del cigarrillo se pusiese incandescente. Aquella tarde se fumaría todo el paquete. Habría de tener paciencia. Cruzarían el puerto de montaña a la caída de la tarde.

Todos los campesinos se reunieron a la entrada de la aldea. En esta ocasión nadie se atrevió a subirse a los estribos. Susan aminoró la marcha y la población se arracimó en torno al vehículo. Apagó el motor y bajó, miró a derecha e izquierda, sosteniendo con orgullo cada una de sus miradas. Juan se mantenía detrás de ella e intentaba mantener la compostura rascando el suelo con el pie. Rolando estaba delante; tiró al suelo la colilla.

Susan respiró hondo y se dirigió a la trasera del Dodge. La gente la siguió con la mirada. Rolando se aproximó, nada en su rostro traicionaba su emoción. Susan apartó la lona con un gesto enérgico. Juan le ayudó a bajar la puerta de atrás, descubriendo a la niña que volvía al pueblo. La pequeña sólo tenía una pierna, pero tendió sus brazos a quien le había salvado la vida. Rolando saltó a la plataforma del camión y levantó a la niña. Murmuró algunas palabras en su oído y ella sonrió. Cuando bajó, la colocó en el suelo, arrodillándose a la altura de su hombro para sostenerla. Hubo unos segundos de silencio y luego todos los hombres lanzaron sus sombreros al aire al tiempo que prorrumpían en gritos que se elevaban hacia las alturas. Susan inclinó púdicamente la cabeza para ocultar su expresión en aquel momento en que se sentía particularmente frágil. Juan le cogió la mano. «Déjame», dijo ella. Él insistió en su apretón: «Gracias en su nombre». Rolando dejó a la niña con una mujer y se acercó a Susan. Su mano se elevó hacia su cara, le levantó la barbilla y se dirigió a Juan con autoridad:

– ¿Cómo se llama?

Juan miró a aquel hombre de estatura imponente y esperó unos instantes antes de responder:

– Abajo, en el valle, la llaman Doña Blanca.

Rolando dio un paso hacia ella y colocó sus pesadas manos sobre sus hombros. Los profundos surcos que rodeaban sus ojos se acentuaron y su boca se abrió de par en par en una inmensa sonrisa parcialmente desdentada.

– ¡Doña Blanca! -exclamó-. Así será como Rolando Alvarez la llamará.

El campesino condujo a Juan por el sendero de piedras que llevaba al pueblo. Esa noche beberían guajo. A una segunda Nochevieja, que también vivieron separados, sucedieron los primeros días del mes de enero de 1976. Susan pasó las fiestas trabajando sin descanso. Philip, que se sentía más solo que nunca, le escribió cinco cartas entre el día de Acción de Gracias y Nochevieja, pero no envió ninguna.


En la noche del 4 de febrero, un terrible temblor de tierra sacudió Guatemala, acabando con la vida de veinticinco mil personas. Susan hizo todo lo posible para viajar hasta allí y prestar ayuda, pero los engranajes oxidados de la maquinaria administrativa se negaron a moverse y tuvo que renunciar a su idea. El 24 de marzo, en Argentina, el régimen peronista fue derrocado. El general Jorge Rafael Videla acababa de ordenar la detención de Isabel Perón; otra esperanza se apagaba en aquella parte del mundo. En Hollywood, un Óscar caía desde un nido de cuco sobre los hombros de Jack Nicholson. El 4 de julio, unos Estados Unidos alborozados festejaban los doscientos años de su independencia. Algunos días más tarde, a centenares de miles de kilómetros, un Viking se posaba sobre Marte y enviaba las primeras imágenes del planeta rojo que la Tierra podía ver. El 28 de julio, otro seísmo alcanzaba el grado ocho de la escala de Richter. A las tres cuarenta y cinco minutos de la madrugada exactamente, la ciudad china de Tangshan era borrada del mapa; en ella vivían un millón seiscientas mil personas. Esa misma noche, cuarenta mil mineros quedaban sepultados en el fondo de una mina situada al sur de Pekín; entre los escombros de la megalópolis, seis millones de personas sin techo acampaban bajo unas precipitaciones diluvianas. China llevaría luto por setecientos cincuenta mil seres humanos. Al día siguiente, el avión de Susan aterrizaría en Newark.

Salió de la agencia un poco antes y en el camino se detuvo, para comprar rosas rojas y lirios blancos, las flores preferidas de Susan. En la tienda de comestibles de la esquina adquirió un mantel de tela, alimentos con los que preparar una buena cena, seis botellas pequeñas de Coca-Cola, porque a ella no le gustaban las grandes, y bolsas de chucherías, sobre todo caramelos ácidos de fresa, que ella devoraba con fruición. Subió la escalera con los brazos cargados de paquetes. Trasladó su mesa de trabajo al centro de la sala de estar y luego puso la mesa, comprobando varias veces que los platos estuviesen bien colocados, los cubiertos simétricamente puestos y los vasos correctamente alineados. Vació las bolsas de chucherías en un bol de desayuno, que situó sobre la repisa de la ventana y consagró la siguiente hora a recortar los tallos de las flores y a arreglar dos ramos; puso el de rosas rojas en el dormitorio, sobre la mesita de noche. Luego cambió las sábanas de la cama, añadió un segundo vaso para los dientes en la estantería del minúsculo cuarto de baño y limpió cuidadosamente los grifos del lavabo y la ducha. Ya era noche entrada cuando revisó el conjunto varias veces para comprobar que todo estuviera a punto y, como le pareció excesivamente ordenado, estudió la manera de redistribuir los objetos para dar un poco más de vida al lugar. Después de pulirse una bolsa entera de patatas fritas y lavarse la cara en el fregadero de la cocina, se estiró en el sofá. Tardó en conciliar el sueño y se despertó muchas veces. Al amanecer se vistió y salió a tomar el autobús que le llevaría al aeropuerto de Newark.


Eran las nueve de la mañana y el avión procedente de Miami aterrizaría en un par de horas. Con la esperanza de que ella hubiese elegido el primer vuelo, reservó su mesa inclinando el respaldo de la silla y se instaló en el mostrador para luchar contra la impaciencia, tratando de entablar conversación con el camarero. No era de esos hombres de librea negra o blanca que en los grandes hoteles están acostumbrados a escuchar las confidencias de sus clientes, y sólo prestó una atención distraída a las palabras de Philip. Entre las diez y las once, tuvo cien veces la tentación de acercarse a la puerta, pero la cita que había concertado con ella era ahí, en esa mesa. Este detalle era un fiel reflejo de Susan, una ilustración perfecta de sus contradicciones. Ella detestaba las situaciones enfáticas, pero adoraba los símbolos. Cuando el Super Continental de la Eastern Airlines sobrevoló la pista, el corazón de Philip comenzó a latir más deprisa y su boca se secó. Pero en cuanto el avión se inmovilizó, supo que ella no venía en ese vuelo. Pegado al ventanal, vio cómo los pasajeros salían del aparato y seguían la línea amarilla pintada en el suelo que los guiaba a la terminal.

Seguramente ella llegaría en el vuelo de la tarde, «era mucho más lógico». Entonces, para distraer la larga espera, se puso a dibujar. Pasó una hora. Después de esbozar en el papel rayado algunos apuntes de los siete clientes que habían entrado y salido de la cafetería, cerró el cuaderno de espiral, se acercó al mostrador y le dijo al camarero:

– Quizá le pareceré extraño, pero espero a alguien que debía haber salido esta mañana de Miami. El próximo vuelo no llegará hasta las siete de la tarde y aún faltan seis horas. Tengo que matar el tiempo y me he quedado sin cartuchos.

El hombre lo miró con aire de interrogación y continuó secando de forma incansable vasos y tazas, colocándolos zuidadosamente en las estanterías que había detrás de él. Philip retomó el hilo de su monólogo.

– ¡A veces una hora puede ser muy larga! Hay días en los que el tiempo pasa tan deprisa que uno apenas puede hacerlo todo, y otros, como éste, en que uno no para de mirar el reloj continuamente y cree que el tiempo se ha detenido. Para pasar el tiempo, ¿le podría ayudar a secar los vasos o a hacer cualquier otra cosa, como coger los pedidos de los clientes? ¡Si no me voy a volver loco!

El camarero acababa de colocar en su sitio el último vaso limpio. Lanzó una mirada circular a la sala desierta y con un tono indolente le preguntó qué deseaba tomar al tiempo que le pasaba un bestseller que extrajo de debajo del mostrador. Philip leyó el título: Will you please be quiet… Pléase! Antes de volver a su sitio, dio las gracias al camarero.A la hora del almuerzo la cafetería se llenó. Hizo un esfuerzo y pidió un plato, más para satisfacer al camarero que por otra cosa, puesto que el estómago no le pedía nada. Mordisqueó un club sandwich, en tanto proseguía con la lectura de la recopilación de cuentos de Raymond Carver. A las dos de la tarde, mientras la camarera que acababa de comenzar su turno le llenaba la taza con un enésimo café, pidió un trozo de tarta de chocolate, que no tocó. Estaba todavía en la primera narración. A las tres de la tarde se dio cuenta de que estaba leyendo la misma página desde hacía diez minutos, a las tres y media seguía con la misma línea. Cerró el libro y suspiró.


En el Boeing que despegaba de Miami rumbo a Newark, Susan, con los ojos cerrados, contaba de memoria las lámparas color naranja que había en la cafetería, recordaba el parqué de listones barnizados, la puerta con el ojo de buey, mucho más grande que aquella ventanilla contra la que ahora se adormilaba.

Hacia las cuatro de la tarde, en un taburete de la cafetería, él secaba vasos mientras escuchaba cómo el camarero que había reemplazado al del turno de la mañana, le contaba algunos episodios de su vida tumultuosa. Philip, hechizado por su acento español, lo había interrogado varias veces sobre sus orígenes. El hombre le había repetido varias veces que era de México y que jamás había estado en Honduras. A las cinco el lugar volvió a llenarse y Philip regresó a su sitio. Todas las mesas estaban ocupadas cuando una anciana encorvada entró sin que nadie le prestase atención. Philip se puso el cuaderno delante de los ojos para no cruzarse con su mirada, unos instantes tan sólo, el tiempo suficiente para sentir una leve punzada de culpabilidad. Después de apartar sus cosas, fue a buscarla al mostrador, donde la mujer se mantenía de pie a duras penas. La anciana se lo agradeció sinceramente, le siguió y tomó asiento en la silla que él le ofrecía. Demasiado nervioso para dominarse, Philip, después de insistir en que permaneciese allí sentada, fue a buscar la consumición al mostrador. Durante el siguiente cuarto de hora la mujer intentó entablar una conversación cortés. Pero a la segunda tentativa él la invitó de modo amable, pero firme, a que se tomase la bebida. ¡Treinta interminables minutos pasaron antes de que la anciana al fin se levantase! Ella le saludó y él vio cómo emprendía la lenta marcha hacia la salida.

El ruido sordo de los motores que pasaban por encima le arrancó de repente de sus pensamientos. Casi agachó la cabeza cuando el DC3 sobrevoló el tejado, rebasando el aeropuerto. El comandante de a bordo inclinó el aparato a la derecha, siguiendo la maniobra de aproximación, paralela a la pista. El lejano bimotor se inclinó de nuevo, esta vez para situarse perpendicularmente al terreno. Las pesadas ruedas aparecieron debajo de los motores y las luces de las alas comenzaron a parpadear. Unos minutos después, el gran morro redondeado del avión se echó hacia atrás: la pequeña rueda de la cola acababa de tocar el suelo. Poco a poco las palas de las hélices se hicieron visibles. A la altura de la terminal el DC3 dio la vuelta, avanzando hacia el área de estacionamiento, que estaba situada al pie de la cafetería. El avión de Susan acababa de detenerse. Philip hizo una señal al camarero para que acudiera a limpiar la nesa, les colocó el salero, el pimentero y el azucarero en su sitio, correctamente alineados. Cuando los primeros pasajeros descendieron por la escalerilla, tuvo miedo de que su instinto le hubiese jugado una mala pasada.


Vestía una camisa masculina con los faldones flotando sobre unos vaqueros gastados. Había adelgazado, pero se le veía en forma. Sus mejillas prominentes parecieron sobresalir unos centímetros cuando ella lo divisó, al otro lado del ventanal. Él hizo un esfuerzo sobrehumano para respetar su voluntad y permanecer allí sentado a la mesa. En cuanto ella entró en la terminal, desapareciendo por un breve tiempo de su campo de visión, él se dio la vuelta y ordenó dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo líquido.

Unos instantes después, ella pegó su rostro contra el ojo de buey y le hizo una mueca. En cuanto la vio en la puerta de la cafetería, él se levantó. Ella sonrió al constatar que él había elegido la misma mesa. En una vida en la que ya no quedaban puntos de referencia, este pequeño rincón íntimo en un aeropuerto anónimo había adquirido una especial importancia. Se lo había confesado a sí misma al desembarcar del pequeño avión que la había conducido de Puerto Cortés a Tegucigalpa.

Cuando ella empujó el batiente de la puerta, él tuvo que contenerse para no correr hacia ella, que hubiese detestado ese gesto. De forma intencionada, ahora ella caminaba a paso lento. Al llegar a la tercera hilera de mesas, tosca, dejó caer la gran bolsa de viaje, se puso a correr y finalmente se hundió en sus brazos. Con la frente sobre su hombro, ella aspiró el perfume de su nuca. Él cogió su cabeza entre las manos y la miró a los ojos. Permanecieron en silencio. El camarero tosió detrás de ellos y preguntó en tono irónico: «Por casualidad, ¿no querrán que ponga un poco de nata por encima?».

Al sentarse, Susan contempló la copa helada, hundió el dedo índice en la misma y chupó el caramelo que la recubría.

– ¡Te he echado tanto de menos! -dijo él.

– ¡Yo no! -respondió sarcástica ella-. ¿Cómo estás?

– ¡Qué más da! Deja que te mire.

Había cambiado, quizá de forma imperceptible a los ojos de los demás, pero no a los de Philip. Sus mejillas estaban hundidas y la sonrisa traicionaba una angustia que él no lograba desentrañar. Era como si cada tragedia de la que había sido testigo se hubiese clavado en su carne, dibujando los contornos de una herida que desbordaba humanidad y turbación.

– ¿Por qué me miras así, Philip?

– Porque me impresionas.

La carcajada de Susan invadió toda la cafetería. Dos clientes de una mesa se dieron la vuelta. Ella se tapó la boca con la mano.

– ¡Oh! ¡Lo siento!

– Sobre todo, no te disculpes. Eres tan hermosa cuando ríes… ¿Esto te sucedía muy a menudo allí?

– Sabes, lo más increíble es que allí, como dices tú, parece que una está en el fin del mundo y en realidad se está aquí al lado. Pero hablame de ti, de Nueva York.

Estaba contento de vivir en Manhattan. Acababa de conseguir su primer trabajo para una agencia de publicidad, que le había encargado un story-board. Sus dibujos habían gustado y ya estaba embarcado en otro proyecto. No le reportaba mucho dinero, pero era algo concreto. Cuando ella le preguntó si estaba contento con su vida, él respondió encogiéndose de hombros. Él quiso saber si ella estaba satisfecha de su experiencia, si había encontrado lo que buscaba. Ella eludió la pregunta y siguió haciéndole preguntas a su vez. Quería que le diese noticias de sus padres. Pensaban vender la casa de Montclair e instalarse en la costa oeste. Philip casi no los había visto, salvo en el día de Acción de Gracias. Volver a dormir en su habitación le había producido una sensación desagradable. Sentía que se estaba alejando de ellos y, por primera vez, los veía envejecer. Era como si la distancia hubiese roto el hilo del tiempo y la vida hubiese quedado fragmentada en una sucesión de imágenes, en la que los rostros se van transformando lentamente sobre el papel amarillento. Él rompió el silencio.

– Uno no se da cuenta de cómo cambian las personas cuando las ve a diario. Y es así como uno acaba por perderlas.

– Es lo que siempre te he dicho, amiguito. Es peligroso vivir en pareja -dijo ella-. ¿Te parece que he engordado?

– No, al contrario, ¿por qué?

– Por lo que acabas de decir. ¿Encuentras que he cambiado?

– Tienes cara de cansada, Susan. Eso es todo.

– ¡Así que he cambiado!

– ¿Desde cuándo te preocupas por tu aspecto?

– Cada vez que te veo.

Ella seguía con la mirada las láminas de almendra que se adherían al chocolate y se iban depositando en el fondo de la copa helada.

– ¡Tengo ganas de comer algo caliente!

– ¿Qué te pasa, Susan?

– ¡Esta mañana debí de olvidarme de tomar las pastillas para reír!

Ella había logrado irritarle. Susan ya lamentaba su cambio de humor, pero había creído que su complicidad le permitía comportarse como le viniese en gana.

– ¡Al menos podrías hacer un pequeño esfuerzo!

– ¿De qué me hablas?

– De hacerme creer que te alegras de verme.

Ella pasó un dedo por la mejilla de él.

– Pero, tonto, ¡claro que estoy contenta! ¡No tiene nada que ver contigo!

– ¿Con qué entonces?

– Me resulta difícil volver a mi país. Todo me parece realmente lejos de la vida que llevo. Aquí hay de todo, no falta nada. En cambio, allí no hay nada.

– Mal de muchos, consuelo de tontos. Si no eres capaz de relativizar las cosas, intenta al menos ser un poco más egoísta. Eso te convertirá en una mejor persona.

– ¡Dios mío, te estás convirtiendo en un filósofo!

Philip se levantó bruscamente y recorrió el pasillo entre las mesas hasta la puerta. Salió de la sala y regresó de inmediato, a paso rápido. Se inclinó y besó a Susan en el cuello.

– ¡Buenos días, me alegro mucho de verte!

– ¿Se puede saber a qué estás jugando?

– Precisamente, no estoy jugando. Te espero desde hace dos años. Me han salido callos en los dedos de tanto escribirte, puesto que era el único medio de compartir algo, aunque fuese lo mínimo, de tu vida, y descubro que nuestro encuentro comienza de una manera muy diferente a como me lo había imaginado. Así pues, prefiero comenzar todo desde el principio.

Ella clavó su mirada en él durante unos instantes y estalló en una carcajada.

– Sigues tan loco como de costumbre. ¡También yo te he echado de menos!

– Bien, ¿me lo cuentas todo ahora?

– No, tú primero. Háblame de tu vida aquí, en Nueva York. Quiero saberlo todo.

– ¿Qué quieres de caliente?

– ¿De qué me hablas?

– Has dicho que querías algo caliente, ¿que quieres comer?

– Eso era antes. El helado ha sido una idea muy buena.

Ambos experimentaban una extraña sensación, sin atreverse a confesárselo. El tiempo levantaba hitos de intensidad diferente en cada una de sus vidas, a ritmos que no tenían nada en común. Sin embargo el sentimiento que los unía permanecía intacto. Sólo les faltaban las palabras. Quizá se debiera también a que la profundidad y la sinceridad del vínculo que existía entre ellos ya acusaba excesivas ausencias, una distancia que no sólo se expresaba enkilómetros.

– Entonces come deprisa y vámonos, tengo una sorpresa para ti.

Ella bajó los ojos y permaneció un momento en silencio, unos segundos, antes de levantar la cabeza para mirarlo.

– No tendré tiempo… Quiero decir que no me quedo, he aceptado renovar el contrato. Sabes, allí me necesitan. Lo siento, Philip.

Él sintió que la tierra se abría bajo sus pies, y experimentó el extraño vértigo que se instala e impide que uno esté atento en el momento en que es más necesario estarlo.

– No pongas esa cara, te lo ruego.

Ella colocó su mano sobre la de Philip y él apartó al instante la mirada para que no pudiese ver la tristeza y el desconcierto que acababan de adueñarse de sus ojos. Un sentimiento de soledad oprimía su corazón. Acarició con el pulgar la mano de Susan; su piel había perdido parte de su tersura. Le habían salido pequeñas arrugas, y él no quiso mirarlas.

– Sé que es difícil -dijo ella-. Resulta imposible conservar las manos como las de una chica joven. Ya me has visto las uñas, y para qué quiero hablar de mis piernas. ¿Qué querías enseñarme?

Él quería mostrarle su estudio en Manhattan, pero eso no era lo importante. Lo dejarían para la próxima ocasión. La observó atentamente y su mirada cambió. Ella consultó su reloj.

– ¿Y cuánto tiempo te quedas?

– Dos horas.

– ¡Ah!

– No te puedes imaginar todo lo que he tenido que hacer para escaparme y poder verte. -Sacó un paquete envuelto en papel de embalar y lo colocó sobre la mesa-. Es absolutamente necesario que entregues este paquete en esta dirección. Son nuestras oficinas en Nueva York. Es parte de la excusa que me he inventado para verte.

Él no miró el paquete.

– Pensaba que trabajabas en una organización humanitaria. No sabía que estuvieses en un batallón de castigo.

– ¡Pues ahora lo sabes!

– ¡Cuéntame!

En dos años había trazado su camino. Es a ella a quien habían llamado a Washington para que justificase los créditos solicitados. También era ella quien debía regresar lo más rápidamente posible con cajas de medicinas, diversos materiales y alimentos no perecederos.

– ¿Y no puedes esperar aquí mientras ellos hacen los paquetes?

– He venido a prepararlos personalmente. Ése es también el objetivo de mi viaje. Debo llevar las cosas que realmente necesitamos, y no las toneladas de tonterías que amenazan con enviarnos.

– ¿Y qué es precisamente lo que necesitáis?

Susan hizo como si sacase una lista del bolsillo y la leyese:

– Tú tomas el pasillo de la izquierda. Yo iré hacia las estanterías refrigeradas del fondo del almacén y nos encontraremos en las cajas. ¿Te acordarás de todo? Nos hace falta material escolar, trescientos cuadernos, novecientos lápices, seis pizarras, cien cajas de tiza, manuales de español y todo lo que encuentres en esa sección, platos y cubiertos de plástico, alrededor de seiscientos platos, dos mil cuchillos, el mismo número de tenedores y el doble de cucharas, novecientas mantas, mil pañales, mil toallas, un centenar de trapos para el dispensario…

– Yo es a ti a quien necesito, Susan.

– … seis mil compresas, trescientos metros de hilo para sutura, equipos de esterilización, útiles dentales, agujas, cánulas estériles, separadores, quirófanos, pinzas quirúrgi- cas, penicilina, aspirinas, antibióticos de amplio espectro, anestésicos… Perdóname, no soy muy divertida.

– ¡No está mal! ¿Puedo al menos ir contigo a Wash- ngton?

– En el sitio al que voy no te dejarían entrar. No me da- rán ni la vigésima parte de lo que necesitamos.

– Ya empleas el «nosotros» cuando hablas de allí.

– No me había dado cuenta.

– ¿Cuándo volverás?

– No tengo la menor idea. Probablemente dentro de un año.

– ¿Te quedarás la próxima vez?

– Philip, no hagas un drama. Si uno de nosotros hubiese ido a una universidad del otro extremo del país, sería lo mismo, ¿no?

– No. Las vacaciones no durarían sólo dos horas. Bien, estoy hundido, estoy triste y no logro ocultártelo. Susan, ¿vas a encontrar todas las excusas imaginables del mundo para que jamás llegue el momento?

– ¿Para que no llegue el momento de qué?

– De arriesgarte a perderte a ti misma uniéndote a otra persona. ¡Deja ya de mirar el reloj!

– Hay que cambiar de tema, Philip.

– Te vas a detener, ¿cuándo?

Ella retiró su mano, sus ojos se fruncieron.

– ¿Y tú? -retomó ella.

– ¿Qué quieres que yo detenga?

– Tu gran carrera, tus dibujos mediocres, tu pequeña vida.

– ¡Eres muy dura!

– No, simplemente soy más directa que tú. Es una mera cuestión de vocabulario.

– Me haces falta, Susan, eso es todo. Tengo la debilidad de decírtelo. No tienes idea de cómo me enfado a veces.

– Quizá soy yo la que debería salir de la cafetería y volver a entrar. Lo siento de verdad, te juro que no pensaba lo que decía.

– Pero lo pensabas, quizá de otra manera. Eso viene a ser lo mismo.

– No quiero dejarlo, no ahora, Philip. Lo que yo vivo es duro, a veces muy duro, pero tengo la impresión de que ahora sirvo para algo.

– Es eso lo que me hace sentir celoso. Es eso lo que encuentro tan absurdo.

– ¿Celoso de qué?

– De que yo no logro provocar en ti ese mismo sentimiento. De decirme que sólo la miseria te atrae, la de los demás. Como si todo ello te ayudase a huir de tu propia desolación en lugar de enfrentarte a ella.

– ¡Me estás incomodando, Philip!

De repente, él levantó el tono. Ella se sorprendió y, cosa rara, no fue capaz de interrumpirle a pesar de que lo que le decía le disgustaba profundamente. Él rechazaba su discurso humanitario. En su opinión, Susan se ocultaba en una vida que ya no era la suya desde aquel triste verano de sus catorce años. Intentaba salvar la vida de sus padres a través de las vidas de la gente a la que socorría, porque se sentía culpable de no haber tenido aquel día una gripe de campeonato que habría impedido que sus padres la dejasen sola en casa.

– No intentes cortarme -prosiguió él con voz autoritaria-. Conozco todos tus estados de ánimo y cada una de tus exhibiciones, y puedo descifrar cada una de tus expresiones. La verdad es que tienes miedo a vivir. Y es para superar ese miedo por lo que te has marchado a ayudar a los demás. Pero no te enfrentas con nada, Susan. No es tu vida la que defiendes, sino la de ellos. ¡Qué extraño destino hacer caso omiso de los que te aman y entregar tu amor a gentes a las que jamás conocerás! ¡Sé que eso te hace sentirte bien, pero esa no es la solución!

– A veces me olvido de que me amas tanto, y me siento culpable de no saber amarte de la misma manera.

Las agujas del reloj avanzaban a una velocidad anormal, Philip se resignó, tenía tantas cosas que decirle… Se las escribiría. Había estado esperándola dos años y ahora sólo disponían de unos breves momentos. Susan acusaba un cierto cansancio. Encontraba que el rostro de Philip había cambiado, parecía más hombre, más «tío». Él tomó esta reflexión como un cumplido. Por su parte, él la encontraba aún más hermosa. Ambos sabían que este corto instante no sería suficiente. Cuando la voz metálica del altavoz anuncio el embarque de su vuelo, él prefirió quedarse sentado a la mesa. Ella lo observó.

– Sólo te acompañaré hasta la puerta cuando te quedes más de cuatro horas. Ya lo sabes para la próxima vez. -Se esforzó en dibujar una sonrisa.

– ¡Tus labios, Philip! ¡Parecen los de Charlie Brown!

– Me encanta. ¡Es mi cómic preferido!

– Me hago la mala, pero tú sabes que…

Ella se había levantado. Él le cogió la mano y la apretó entre las suyas.

– ¡Lo sé! ¡Cuídate!

Besó la palma de su mano y ella se inclinó para darle un beso en la comisura de los labios. Al retroceder, ella le acarició la mejilla.

– Veo que has envejecido, ¡picas!

– Al cabo de diez horas de haberme afeitado, siempre pico. ¡Vete ya, que vas a perder el avión!

Ella giró sobre sus talones y apretó el paso. Cuando estuvo casi al final del pasillo, él le gritó que se cuidase. Susan no se volvió, levantó el brazo en el aire y sacudió la mano. La puerta de madera oscura se volvió a cerrar lentamente, engullendo su silueta. Philip permaneció sentado a la mesa durante una hora, hasta mucho después de que el avión de Susan hubiese desaparecido en el cielo. Cogió un autobús para regresar a Manhattan. Ya era de noche y prefirió caminar por las calles del Soho.

Al llegar ante el escaparate de Fanelli's dudó entre si entrar o no. Los grandes globos que colgaban del techo difundían una luz amarilla sobre los muros recubiertos de una pátina. Las imágenes de Joe Frazier, Luis Rodríguez, Sugar Ray Robinson, Rocky Marciano y Muhammad Alí, en marcos de madera, dominaban la sala, donde había hombres que reían y engullían hamburguesas, y mujeres que picaban patatas fritas con la punta de los dedos. Se arrepintió de haber entrado, no tenía hambre, y se dirigió a su casa.

En Washington, Susan entraba en la habitación del hotel. En ese mismo momento, en la suya, Philip contemplaba la cama. Rozó con la mano la almohada de la derecha y regresó a la desierta sala de estar. No quitó la mesa, que miró largo rato en silencio. Después se echó a dormir en el sofá. A la mañana siguiente entregaría el paquete.

3

10 de octubre de 1976

Susan:

Debería haberte escrito mucho antes, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas. Además, tengo la impresión de que he consumido la cuota de tonterías que puedo decirte este año. Así que he preferido esperar. Eso es todo. ¿El huracán que ha asolado México os ha afectado? La prensa dice que ha habido cerca de dos mil quinientos muertos y catorce mil heridos. México no está tan lejos de Honduras, y cualquier mala noticia de los países que están por allí me asusta. En verdad quisiera que olvidases la discusión que tuvimos. No tenía ningún derecho a decirte lo que te dije. No quería juzgarte, lo siento mucho. Sé que a veces te provoco. Es mi testarudez. Soy imbécil y pierdo el control. ¡Como si mis palabras pudiesen hacer que volvieses! ¡Como si lo que yo pensase o sintiese pudiese cambiar el curso de tu vida! Pero parece que algunas grandes historias de amor comienzan por un desencuentro. Escríbeme pronto. Dame noticias tuyas.

Cariños.

Philip

11 de noviembre

Philip:

He recibido tu carta, y… sí tenías derecho. Estabas equivocado, pero aun así tenías derecho. Sin embargo, aunque no fuese tu intención, tus palabras adquirieron la forma de un juicio. No las he olvidado. Al contrario, he reflexionado a menudo sobre ellas. De otro modo ¿de qué habría servido pronunciarlas? Lisa, el nombre del huracán que te inquietaba, no nos ha tocado. Las cosas ya son bastante difíciles sin necesidad de huracanes. Si hubiese llegado aquí, creo que ya habría abandonado. Sabes, este país es tan especial. La sangre de los muertos ya se ha secado. Sobre estos coágulos de miseria, los supervivientes han reconstruido sus casas, rehecho lo que quedaba de sus familias y de sus vidas. Vine aquí convencida de todas mis certezas, que me hacían creer que yo era la más inteligente, la más educada, la más segura en todo. Cada día que paso junto a ellos los veo más fuertes que yo, y a mí más débil que ellos.

¿Es su dignidad lo que les da tanta belleza? No es como llevar ayuda a una población destrozada por la guerra. Aquí el combate se libra contra el viento y la lluvia. No hay ni buenos ni malos, ni partido ni causa. Sólo hay una humanidad inmensa en una desolación increíble. Y únicamente su valor hace renacer la vida en medio de las cenizas de la esperanza imposible. Creo que es por eso que los amo, también sé que es por eso que los admiro.

Vine aquí creyéndoles víctimas, y me muestran a cada instante que son una cosa muy diferente y me aportan más de lo que yo les entrego. En Montclair mi vida no tendría sentido, no sabría qué hacer. La soledad vuelve impaciente, es la impaciencia la que mata al niño. No tomes a mal lo que te voy a decir, pero en aquella adolescencia que compartimos lo mejor que pudimos estuve siempre sola.

Es cierto, he sido muy impetuosa. Y todavía lo soy. Esta necesidad de quemar etapas me hace vivir a un ritmo que tú no puedes comprender, porque es un ritmo diferente del tuyo.

Me fui sin decirte algo tan esencial como todo lo anterior: te echo mucho de menos, Philip. A menudo hojeo las páginas de nuestro álbum de fotos. Todas esas imágenes de nosotros dos son preciosas. Esas señales del tiempo son nuestra infancia. Perdona que sea como soy, imposible para vivir para otro.

Susan

Times Square. En el tumulto de la muchedumbre que se aglomeraba en la plaza, como cada Nochevieja, Philip se encontró con un grupo de amigos; todos estudiantes, como él. Cuatro grandes números acaban de iluminar la fachada del edificio del New York Times. Es medianoche: el año 1977 acaba de nacer. Una lluvia de confeti se mezcla con los besos que se da la gente. Philip se siente solo en medio de la multitud. ¡Qué extraños son esos días en los que la alegría de vivir viene establecida en los calendarios! Una muchacha recorre una barrera, intentando abrirse camino en aquella marea humana. Ella le da un empujón, lo rebasa, se da la vuelta y le sonríe. El levanta el brazo y agita la mano; ella le responde con una señal de la cabeza, como disculpándose de no poder avanzar más deprisa. Tres personas los separan ya; ella parece avanzar arrastrada por la cresta de una ola, que la conduce hacia la costa. Él se cuela entre dos turistas despistados. Durante unos breves instantes su rostro desaparece para volver a la superficie al cabo de unos segundos, como para coger un poco de aire.

Él intenta no perderla de vista. La distancia se reduce. Ella casi le puede oír en medio de la muchedumbre ruidosa. Un último golpe de hombro, él está cerca de ella y la coge de la mano. Ella se da la vuelta, sorprendida, al tiempo que él sonríe y le grita más que le habla:

– ¡Feliz año nuevo, Mary! Si prometes no arañarme el brazo, te llevaré a tomar una copa. Esperaremos a que la marea baje.

Ella le sonríe y también chilla:

– ¡Para ser alguien que se creía tímido, has hecho grandes progresos!

– Eso fue hace más de un año, ¡ya he tenido tiempo!

– ¿Has practicado mucho?

– ¡Dos preguntas más en medio de este gentío y me quedo sin voz! ¿Te importaría que fuéramos a un lugar más tranquilo?

– Estaba con mis amigos, pero creo que los he perdido definitivamente. Debíamos encontrarnos en Downtown. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Philip asiente con la cabeza, y los dos náufragos se dejan llevar hacia la parte baja de la ciudad. Al final de la Séptima Avenida llegan a Bleecker Street. Un último afluente les conduce a la calle Tercera. En el Blue Note, donde los amigos de Mary están esperando, un pianista arrastra a su público a ritmo de jazz, una música que ninguna epifanía hará que pase de moda.


En las horas glaciales del amanecer, sobre los adoquines desiertos del Soho, las botellas de alcohol que sobresalen de las papeleras testimonian los delirios de una noche ya consumida. Toda la ciudad duerme la resaca. Sólo los ruidos de unos cuantos coches rompen el silencio del barrio, todavía oculto tras un velo de ebriedad. Mary empuja la puerta del edificio de Philip. Un viento frío le da en el cuello, siente un escalofrío y se acurruca en su abrigo. Sube por la calle y levanta el brazo en el cruce. Un taxi amarillo se detiene junto a la acera. Se mete en él y el coche desaparece en Broadway. El 2 de enero de ese año, Errol Gardner bajó la tapa del teclado de su piano para siempre. Philip reanudó sus clases.


Principios de febrero. Susan acaba de recibir una carta de Washington. Tardías palabras de felicitación de sus superiores que la invitan a estudiar la posibilidad de establecer un nuevo campamento de refugiados, en las montañas. Deberá elaborar un presupuesto e ir a presentar la viabili-

dad del proyecto en cuanto le sea posible. Todavía no ha dejado de llover. Sentada bajo el tejadillo de su casa, contempla el agua que corre y abre riachuelos en el suelo.

No deja de pensar en las personas que en la montaña asisten impotentes, como cada invierno, a la violencia de una naturaleza que se burla del trabajo realizado a comienzos del verano. En algunas semanas recomenzarán todo sin quejarse, un poco más pobres aún que en las estaciones anteriores.

Juan está silencioso, enciende un cigarrillo. Ella lo coge con los dedos y se lo lleva a los labios. La incandescencia ilumina la parte inferior de su rostro. Echa una profunda bocanada.

– ¿Es un billete de primera clase en Air Ganja eso que fumas?

Juan sonríe de forma maliciosa.

– Sólo es una mezcla de tabaco rubio y negro. Es lo que le da ese sabor.

– Parece ámbar -dice ella.

– No sé qué es eso.

– Una cosa que me recuerda mi niñez, el olor de mi madre. Ella olía a ámbar.

– ¿Añoras tu infancia?

– Sólo algunas caras: mis padres, Philip…

– ¿Por qué no te quedaste con él?

– ¿Te ha pagado para que me hagas esa pregunta?

– No le conozco y tú no me has respondido.

– Porque no me da la gana.

– Eres extraña, Doña Blanca. ¿De qué huyes? ¿Por qué has venido a perderte aquí?

– Se trata de todo lo contrario, cipote [4], es aquí donde me he encontrado. Además, me molestan tus preguntas. ¿Crees que la tormenta durará?

Juan señaló con el dedo la luz tan particular que aparecía en el horizonte cuando el aguacero se alejaba. En poco más de una hora, como mucho, habría dejado de llover y un olor a tierra mojada y a pinos invadiría los más pequeños rincones de su modesta cabaña. Ella abriría el único armario para que su ropa se impregnase del aroma. Una oleada de sensualidad le recorría la piel cuando se ponía una blusa bañada en aquel perfume.

Susan tiró la colilla al otro lado de la balaustrada, se levantó de golpe y sonrió abiertamente a Juan.

– ¡Súbete al camión, nos vamos!

– ¿Adonde?

– Deja ya de hacer preguntas.

El Dodge tosió dos veces antes de arrancar. Los gruesos neumáticos patinaron en el barro antes de lograr agarrarse a algunas piedras. Las ruedas traseras tardaron en alinearse con la pista. Chorros de barro mancharon los laterales del camión. Susan continuaba acelerando mientras el viento le golpeaba el rostro. Estaba feliz y lanzó un largo grito al que se unió Juan. Subían hacia las montañas.

– ¿Adonde vamos?

– A ver a la pequeña. ¡La echo de menos!

– La carretera está inundada, no conseguiremos subir.

– ¿Sabes lo que decía nuestro presidente? Hay quienes ven las cosas como son y se preguntan por qué son así. Yo las veo como podrían ser y me pregunto a mí misma por qué no. Esta noche cenaremos con el señor Rolando Álvarez.

Si Kennedy hubiese conocido las carreteras hondureñas en invierno posiblemente habría esperado a que llegase la primavera para pronunciar su aforismo. Seis horas más tarde, cuando estaban a medio camino de la cima, los ejes se bloquearon y fueron incapaces de encontrar las fuerzas necesarias para propulsar el camión. El embrague patinaba y el olor acre que se desprendía obligó a Susan a rendirse a la evidencia. Inmovilizados en aquella carretera de montaña, no podrían recorrer los diez últimos zigzags que los separaba del pueblo donde vivía la niña que había ocupado un lugar tan importante en el corazón de Susan. Juan pasó a la trasera y sacó cuatro mantas de un saco de yute.

– Creo que tendremos que dormir aquí -dijo en tono lacónico.

– A veces soy tan testaruda que me resulta difícil soportarme a mí misma.

– No te inquietes, no eres la única que tiene un carácter difícil.

– No exagero. Aún no ha llegado el día de mi santo. Así que no me adules.

– ¿Por qué querías ver a la niña?

– ¿Qué hay para comer ahí atrás? Tengo hambre. ¿Tú no?

Juan miró en otro saco y sacó una gran lata de frijoles. Le hubiese gustado preparar un casamiento, ese plato típico hondureño, pero habría tenido que preparar un poco de arroz y llovía demasiado para encender un fuego. Susan mojó casi todo un paquete de galletas en una lata de leche condensada, y dejó que se le deshiciesen en la boca. El agua inundaba el parabrisas, así que cortó el baile de los limpiaparabrisas con el fin de ahorrar batería. Allí afuera no había nada que ver.

– Parece como si te interesases más en ella que en el resto de los niños del valle.

– No me gusta lo que dices. No tiene nada que ver con eso. No la veo todos los días, y por eso la echo de menos.

– ¿También echas de menos a Philip?

– ¡Me cansas con lo de Philip! ¿Qué te pasa?

– Nada, sólo trato de comprenderte un poco.

– Pero si no hay nada que comprender. Sí, echo de menos a Philip.

– ¿Por qué no estás con él?

– Porque he decidido estar aquí.

– ¡El lugar de una señora es estar junto al hombre al que ama!

– Tu frase es estúpida.

– No veo en qué. Un hombre también debe estar cerca de la mujer a la que ama.

– No siempre es tan fácil.

– ¿Por qué sois tan complicados los gringos?

– Porque hemos perdido el gusto por las cosas sencillas. Es lo que me gusta de vosotros. No sólo basta con amar, también hay que ser compatible.

– ¿Qué significa eso?

– Que hace falta amar la vida que uno va a llevar con el otro, compartir las aspiraciones, las esperanzas; tener los mismos objetivos, idénticos deseos.

– ¿Cómo se puede saber eso por adelantado? ¡Es imposible! No se puede conocer al otro de antemano. Para amar hay que tener paciencia.

– ¿Me has mentido sobre tu edad?

– Entre nosotros casarse con alguien al que amamos ya es una razón para ser feliz.

– Entre nosotros amar no siempre es suficiente, aunque pueda parecer absurdo. De acuerdo, a veces somo raros, yo soy el perfecto ejemplo de ello.

Un rayo blanco desgarró el cielo y una brutal explosión interrumpió su conversación. El huracán volvía hacia ellos. Había duplicado su potencia, intensificando las precipitaciones que se abatían sobre las frágiles laderas del monte Cabeceras de Naco. Muy pronto la tierra, anegada de agua, fue incapaz de absorber las lluvias torrenciales que descendían por las laderas, arrastrando consigo secciones enteras de la montaña. Juan ya no escuchaba a Susan y su cara acabó por traicionar una creciente inquietud.

Intentó abrir la ventana, pero tuvo que renunciar a ello debido a un violento golpe de viento. Entonces comenzó a hacer pequeños movimientos con la cabeza, como si estuviera al acecho de algo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.

– ¡Cállate!

Con la oreja derecha pegada a la ventanilla, parecía observar atentamente alguna cosa. Mientras tanto, la mirada de Susan no cesaba de interrogarlo. Con un dedo que llevó a sus labios, él le hizo comprender que debía guardar silencio. Ella no le hizo caso.

– ¿Qué haces, Juan?

– ¡Por amor de Dios, déjame escuchar!

– Pero ¿qué diablos sucede?

– No es en verdad el momento de decir groserías. Oigo que la tierra se mueve.

– ¿Qué?

– ¡Cállate!

Un crujido sordo rompió el silencio. Juan entreabrió la puerta con dificultad y un viento violento cargado de pesadas gotas se coló al instante en la cabina. Miró bajo las ruedas: una fractura justo en medio de la carretera dejaba prever lo peor. Dio a Susan la orden de encender los faros. Ella obedeció al instante. El rayo de luz rasgó la cortina de lluvia. Hasta allí donde llegaba la luz, la carretera estaba hendida por una grieta.

– Pasa a la parte de atrás. Tenemos que salir inmediatamente de aquí.

– Estás loco, ¿has visto lo que está cayendo?

– ¡Somos nosotros los que nos vamos a caer! ¡Date prisa! No salgas por tu lado. Haz lo que te digo.

Apenas hubo pronunciado estas palabras cuando el camión dio un bandazo, como un barco que empezara a hundirse por el lado de babor. Él la cogió por el brazo y la empujó hacia la plataforma de la parte trasera.

Buscando el equilibrio, ella se colocó sobre los sacos de víveres. Él se adelantó, retiró el toldo de la puerta, la cogió de la mano y la estiró bruscamente, acompañándola en la caída. En cuanto rodaron por el suelo, él la arrastró contra la roca y la obligó a agacharse. Con los ojos completamente abiertos, ella vio cómo el camión se deslizaba hacia atrás y caía por el barranco. La parte delantera se levantó en un último esfuerzo, las luces de los faros apuntaron hacia el cielo y el viejo Dodge desapareció por el precipicio. El ruido de la lluvia era ensordecedor. Paralizada, Susan no oía nada a su alrededor y Juan tuvo que llamarla tres veces antes de que reaccionase. Tenían que subir con la mayor rapidez posible, puesto que el terraplén que les servía de refugio daba señales de debilidad. Ella se apretó contra él y juntos escalaron unos metros. Como en las peores pesadillas, a pesar de que ordenaba a su cuerpo seguir hacia delante, le parecía que a cada paso que daba iba para atrás. No era una sensación: en efecto, la tierra se hundía bajo sus pies, arrastrándolos hacia el abismo. Él gritó para que aguantase, para que se agarrara a sus piernas, pero los dedos entumecidos de Susan no lograban retener la tela del pantalón de Juan, que se le escapaba de las manos.

Estaba pegada a la pared y los ríos de lodo comenzaban a cubrirla. Tenía que escupir con todas sus fuerzas y le faltaba el aire. La penumbra se iluminó con un vivo resplandor de estrellas en sus ojos y perdió el conocimiento. Juan se dejó deslizar sobre sus espaldas hasta ponerse a su lado y levantó la cabeza inerte de Susan, que descansó sobre su pecho. Sacó la tierra que se había metido en la boca de la joven, la colocó de lado y metió dos dedos hasta el fondo de la garganta. Al instante, sacudida por un espasmo violento, comenzó a vomitar. Juan la sujetó contra su cuerpo al tiempo que se aferraba con todas sus fuerzas a una raíz.

No sabía cuánto tiempo la podría sostener así, pero sabía que era exactamente el que les quedaba de vida.


10 de febrero de1977

Susan:

¿Dónde estás? Estoy inquieto. Las noticias que llegan de El Salvador informan que bandas armadas de guerrilleros se están agrupando a lo largo de las fronteras. El New York Times habla de incursiones en territorio hondureño y de combates esporádicos. Envíame aunque sólo sean unas letras para decirme que estás bien y que no corres peligro. Te ruego que te cuides y que me escribas pronto.

Philip

Resistían desde hacía dos horas. Un momento de calma les había permitido ganar unos cuantos centímetros, encontrando un punto de apoyo más estable. Susan había recuperado el conocimiento.

– Por poco me ahogo en una montaña. ¡Creo que jamás me creerá nadie!

– Conserva tus fuerzas.

– Eso de hacerme callar se va a convertir en una costumbre.

– Aún no estamos a salvo.

– Si tu Dios lo hubiese querido, ya todo habría acabado.

– No es de Dios de quien viene el peligro, sino de la montaña y del aguacero. Y tienen peor carácter que tú.

– Estoy cansada, Juan.

– Lo sé, yo también.

– Gracias, Juan, gracias por lo que acabas de hacer.

– Si toda la gente a la que tú has salvado tuviese que darte las gracias, desde hace varios meses no se oiría otra palabra en el valle.

– Creo que la lluvia está parando.

– Entonces habrá que rogar a Dios para que la cosa siga así.

– Vale más que lo hagas tú, creo que tengo algunas cuentas pendientes con él.

– Aún queda mucha noche por delante. Descansa.

Las horas silenciosas pasaron lentamente, animadas tan sólo por los caprichos de la tormenta, que todavía se negaba a retirarse. Hacia las cuatro de la mañana Juan se adormeció, soltó a su presa y Susan resbaló y dio un grito. Sobresaltado, el muchacho la apretó entre sus brazos y la izó de nuevo hacia él.

– ¡Perdóname, me he quedado dormido!

– Juan, tienes que guardar tus fuerzas para ti. No puedes ocuparte de los dos. Si me dejas, podrás salvarte.

– ¡Si es para decir tonterías, más vale que te calles!

– Estás verdaderamente obsesionado con eso de que cierre el pico.

Ella se contuvo algunos minutos y luego rompió el silencio impuesto por Juan para hablarle del miedo que había pasado. Él también pensó que su último momento había llegado. De nuevo se hizo el silencio, y ella le preguntó en qué pensaba. El muchacho había rezado a sus padres. Ella se calló. Se produjo otro instante de calma, en el que ella se puso a reír nerviosamente.

– ¿De qué te ríes?

– ¡Philip debe de estar delante de la tele!

– ¿Piensas en él?

– Olvida lo que te acabo de decir. ¿Qué te parece si pasamos de él y lo enterramos?

– ¿Es importante para ti?

– No lo sé -dudó unos instantes-, puede ser -reflexionó de nuevo-. No, definitivamente no lo creo. A falta de una buena boda, creo que me gustaría contar con un bonito entierro.

Aún tenían que subir unos cuantos metros. A pesar de que el diluvio había cesado, la tierra que los sostenía podía deshacerse en cualquier momento y arrastrarlos hacia el barranco. Él le suplicó que hiciese un último esfuerzo, y comenzó una peligrosa ascensión. Ella tuvo que gritar para que se detuviese, pues tenía la pierna atrapada. Juan, al mismo tiempo que la sostenía, se colocó a su lado y le liberó con cuidado el pie, que se había enganchado en algo que la penumbra no le dejaba identificar. Al término de una escalada agotadora llegaron a un saliente situado en la parte superior de la carretera. Lo atravesaron y ambos se pegaron contra la pared. La tormenta, imprevisible y majestuosa, cambió un poco más tarde de rumbo y se fue a morir a las alturas de monte Ignacio, que se hallaba a cien kilómetros de allí. El cortejo de lluvias torrenciales le seguía.

– Lo siento -dijo Juan.

– ¿Por qué?

– Porque te voy a privar de tu bonito entierro. ¡Nos hemos salvado!

– ¡Oh!, no es grave, no te inquietes. Tengo dos o tres amigas que cuando tengan treinta años aún no estarán casadas. De modo que nadie me considerará una solterona. Aún puedo esperar unos años a que me hagan los funerales.

Juan no apreciaba particularmente el humor de Susan y se incorporó para poner fin a la conversación. El día aún no había comenzado y habría que esperar para continuar la ascensión y alcanzar la carretera que conducía al pueblo.

En la oscuridad cada paso era muy peligroso. Ambos estaban empapados y ella se puso a tiritar, no sólo de frío, sino porque el hecho de haber escapado a la propia muerte le producía temblores legítimos. Él la friccionó con energía.

Sus miradas se cruzaron. Los dientes de Susan castañeteaban y su voz temblaba. Juan se acercó, pero ella apartó su rostro.

– Juan, eres un buen muchacho, pero eres un poco joven para tocarme las tetas.Tal vez tú no lo consideres así, lo puedo comprender. Pero desde mi punto de vista, aún tendrás que esperar unos cuantos años.

Él no soportó el tono del comentario. Ella se dio cuenta enseguida por la manera en que sus ojos se fruncieron. Si no hubiese conocido la legendaria serenidad de su compañero de ruta, habría tenido miedo de que le diese una bofetada. Juan no hizo nada y se limitó a alejarse de ella. Su silueta desapareció súbitamente y ella lo llamó en aquella noche que tocaba su fin.

– ¡Juan, no he querido ofenderte!

Algunos grillos, para secar sus cuerpos, habían reanudado su chirrido monótono.

El amanecer no tardaría en llegar. Susan se apoyó contra el tronco de un árbol, a la espera de la luz del día.

Estaba medio dormida. Cuando el hombre la sacudió por el hombro, en un primer momento creyó que era Juan. Sin embargo, el campesino que estaba agachado delante de ella no se parecía en nada al muchacho. El hombre sonrió. Su piel estaba surcada de arrugas; las lluvias habían marcado su vida. Atónita, Susan contempló el paisaje desolado. Hacia abajo pudo identificar, emergiendo de tierra, el tocón que la había sostenido y, un poco más allá, el borde del terraplén en el que se habían refugiado. En el fondo del precipicio descansaba semihundido el radiador del Dodge.

– ¿Ha visto a Juan? -preguntó con una voz débil.

– Todavía no hemos encontrado al muchacho, pero sólo somos dos los que hemos salido a buscarles.

Habían oído el camión. Rolando estaba seguro de haber visto cómo los faros se precipitaban en el barranco, pero la locura de la tormenta había impedido cualquier tentativa de ayuda. No había podido convencer a nadie para que le acompañase. En cuanto despejó, envió a dos campesinos a buscarlos con el carro que arrastraba el asno del pueblo, convencido de que en el mejor de los casos los traerían heridos. El más viejo le dijo a Doña Blanca que si había sobrevivido a semejante tempestad era porque contaba con la protección del ángel de la guarda.

– ¡Hay que buscar a Juan!

– ¡No hay nada que buscar, basta con abrir los ojos! La montaña está completamente pelada, no hay un alma con vida hasta el valle. Mire a la derecha, es la carrocería de su camión lo que sobresale del suelo. Si no ha subido por sus propios medios al pueblo, seguramente estará sepultado bajo el barro en alguna parte. Haremos una cruz y la colocaremos allí donde se salieron de la carretera.

– Es la carretera la que se salió, no nosotros. El más joven de los hombres hizo restallar una correa de cuero y el animal se puso en marcha. Mientras el asno trazaba dificultosamente las curvas del camino, Susan se inquietaba por la suerte que hubiera corrido su protegido, convertido, pensaba ella, en su protector.

Llegaron a la entrada de la aldea una hora más tarde. Susan saltó del carro y gritó el nombre de Juan. No obtuvo ninguna respuesta. Fue entonces cuando advirtió el extraño silencio que reinaba en la única calle del poblado.

No había nadie recostado en las fachadas de las casas fumando un cigarrillo. Tampoco ninguna mujer recorría el camino que llevaba a la fuente. Al instante pensó en los incidentes que a veces degeneraban en combates armados entre los habitantes de la montaña y los guerrilleros que huían de El Salvador. Sin embargo la frontera estaba lejos y todavía no se había informado de incursiones en aquella región del país. El pánico empezaba a apoderarse de ella. Gritó una vez más el nombre de su amigo, pero la única respuesta fue el eco de su propia voz.

Juan apareció bajo el porche de la última casa, en lo alto de la calle. Su rostro estaba manchado de barro seco y sus rasgos cansados traslucían tristeza. Se acercó a ella a paso lento. Susan estaba furiosa.

– Fue estúpido que me dejaras sola. He estado angustiada por ti. No lo vuelvas a hacer. ¡Que yo sepa, no tienes diez años!

Él la cogió por el brazo y la condujo por al camino.

– Sigúeme y calla.

Negándose a avanzar, ella lo miró con fijeza a los ojos.

– ¡Deja ya de decir que me calle!

– Te lo ruego, no hagas ruido. No tenemos tiempo que perder.

Él la condujo hacia la casa de la que había salido, y ambos penetraron en la única estancia de la construcción. Telas de color tapaban las ventanas para impedir que el sol entrase. Hicieron falta unos segundos para que los ojos de Susan se acostumbrasen a la penumbra. Reconoció entonces la espalda de Rolando Álvarez. El hombre estaba de rodillas, se levantó y se dio la vuelta hacia ella, con los ojos enrojecidos.

– Es un milagro que haya usted venido, Doña Blanca. No ha dejado de pronunciar su nombre.

– ¿Qué está pasando? ¿Por qué está desierto el pueblo?

El hombre la empujó hacia el fondo de la sala y apartó una cortina que ocultaba una cama pegada a la pared.

Susan descubrió a la niña por la que había emprendido el imprudente viaje. La pequeña estaba sobre la cama, inconsciente. Su cara pálida y empapada de sudor revelaba el origen de la fiebre que la consumía. Susan levantó bruscamente la sábana: el resto de pierna que le quedaba estaba amoratado, tumefacto a causa de la gangrena. Levantó la camisa de la niña y constató que había llegado a la ingle. La infección se había extendido por todo el cuerpo. A sus espaldas, la voz temblorosa de Rolando explicó que a causa de la tempestad que descargaba desde hacía tres días no había podido bajar a la niña. Tras rezar para que apareciese un camión, al llegar la noche creyó que su ruego había sido escuchado. Luego había visto cómo los faros iluminaban el abismo. Había que dar las gracias a Dios de que la Doña se hubiese salvado. Sin embargo, para su hija era demasiado tarde. Lo presentía desde hacía dos días. La niña ya no tenía fuerzas. Las mujeres del pueblo se habían turnado a la cabecera de la cama, pero desde la víspera la pequeña no había vuelto a abrir los ojos y ya no podía alimentarse. Él quería salvarla una vez más. Habría dado su propia pierna por ella, si hubiese sido posible. Susan se agachó junto al pequeño cuerpo inerte, cogió el trapo que había en una palangana de agua, lo escurrió y lo pasó suavemente por la frente perlada de sudor. Luego le dio un beso en los labios y le susurró al oído:

– Soy yo, he venido para curarte, todo irá bien ahora. Yo estaba abajo, en el valle, y tenía ganas de verte, y aquí estoy. Cuando estés mejor te contaré todo lo que nos ha pasado al venir aquí. -Se recostó junto a la niña, pasó los dedos por sus largos cabellos negros para desenredarlos y besó la mejilla ardiente-. Quería decirte que te quiero y que me haces falta. Mucho. Allá abajo pensaba en ti todo el tiempo. Me hubiera gustado venir antes, pero no pude a causa de la lluvia. Juan está aquí, también él tenía ganas de verte. He venido a buscarte para que pases unos días conmigo en el valle. Tengo muchas cosas que enseñarte. Te llevaré a la playa y aprenderás a nadar y saltaremos juntas las olas. Nunca las has visto. ¡Es tan bonito! Cuando el sol está sobre el agua, el océano es como un espejo. Y luego iremos a la selva que se extiende a los lejos. Allí hay animales maravillosos.

La apretó contra su pecho y fue así como sintió los últimos latidos del corazón de la niña, que se extinguían contra el suyo. Tomó la pesada cabeza de la pequeña, la colocó junto a su seno y se puso a tararear. La estuvo meciendo hasta que oscureció. Al llegar la noche, Juan se acercó y se arrodilló a su lado.

– Ahora hay que dejarla y recubrir su rostro para que pueda subir al cielo.

Susan ya no hablaba. Con los ojos vacíos, miraba con fijeza el techo. Juan tuvo que levantarla y sostenerla por los hombros. La llevó afuera. Al llegar a la puerta, ella se dio la vuelta: una mujer ya había tapado el cuerpo de la niña. Susan se dejó resbalar contra la pared. Juan se sentó a su lado, encendió un cigarrillo y lo colocó en los labios de Susan, que empezó a toser al dar la primera bocanada. Permanecieron así, mirando las estrellas del cielo.

– ¿Crees que ya estará arriba?

– Sí.

– Debería haber venido antes.

– ¿Crees que habría servido de algo? No comprendes la voluntad de Dios. En dos ocasiones él la llamó a su lado y por dos veces el ser humano desafió su voluntad: Alvarez la sacó del torrente de lodo y después tú la llevaste para que la operasen. Pero su mano siempre es más fuerte. Él la quería a su lado.

Grandes lágrimas corrían por las mejillas de Susan. La cólera y el dolor le oprimían el estómago. Rolando Alvarez salió de la casa, se dirigió hacia ellos y se sentó junto a Susan. Ella ocultó su rostro entre las rodillas y dio rienda suelta a su ira:

– ¿En qué iglesia habrá que rezar para que termine el sufrimiento de los niños? ¿Acaso no son ellos los únicos inocentes en este planeta de locos?

Álvarez se incorporó de un salto y miró de arriba abajo a aquella mujer. Con una voz feroz y despiadada le dijo que Dios no podía estar en todas partes, que no podía salvar a todo el mundo. A Susan le parecía que desde hacía tiempo ese Dios había dejado de preocuparse de Honduras.

– Levántese y deje de apiadarse de sí misma -añadió el hombre-. Hay centenares de cuerpos de niños enterrados en estos valles. No era más que una huérfana que había perdido la pierna. Está mejor con sus padres que aquí. Esta pena no es la suya y nuestras tierras están demasiado inundadas como para que usted añada sus lágrimas. ¡Si no puede soportarlo, vuélvase a su país!

El hombre, de estatura imponente, se dio media vuelta y desapareció en una esquina de la calle. Juan dejó a Susan con su silencio. Tomó el mismo camino que Álvarez y encontró al hombre junto a una pared de tierra. Estaba llorando.


Fue una primavera de luto, que transcurrió al ritmo de las cartas que se cruzaban en alguna parte del cielo de Centroamérica.

En marzo, Philip participó a Susan su inquietud. Los diarios neoyorquinos relataban en sus columnas las causas y las consecuencias del estado de sitio instaurado en Nicaragua, una frontera que para su gusto se encontraba demasiado cerca de ella. Susan le respondió que el valle de Sula estaba lejos de todo. Cada carta de Philip terminaba con una frase o una palabra que evocaba su ausencia y el dolor que la misma le causaba. Cada respuesta de Susan eludía el tema. Philip trabajaba para una agencia de publicidad que tenía su sede en Madison Avenue.

Cada mañana, tras cruzar el Soho a pie subía al autobús para, media hora más tarde, sentarse en su oficina. Todo su equipo se hallaba en un estado febril puesto que concursaba para hacerse con la campaña de prensa de Ralph Lauren. Si ganaban, la carrera de Philip arrancaría al instante. Era su primer ensayo en calidad de creativo y ya soñaba, sentado a su mesa de trabajo, con el día en que dirigiría el departamento. Como de costumbre, estaba agobiado por el trabajo y debía entregar sus dibujos casi antes de que hubiesen sido encargados.

Después de haber huido de su casa al alba del primer día del año, Mary le había llamado. Desde entonces se encontraban dos veces por semana en la esquina de Prince y Mercer Street para luego ir a cenar a Fanelli's, donde el menú era asequible. Con el pretexto de contarle un buen tema para un artículo, él a menudo le hablaba de Susan, exagerando las historias que ésta le relataba en sus cartas. La velada continuaba en la atmósfera ruidosa y llena de humo del lugar. Cuando en medio de una frase él veía que los párpados de ella comenzaban a cerrarse, pedía la cuenta y la acompañaba a pie hasta su casa.


Desde finales del mes de marzo, cuando llegaba el momento de despedirse ambos se sentían molestos. Sus caras se acercaban, pero en el instante confuso de la promesa de un beso Mary retrocedía sutilmente para desaparecer al instante, protegida por la entrada lúgubre de su edificio. Entonces Philip hundía sus manos en los bolsillos de su abrigo y regresaba a casa, interrogándose sobre la relación que se estaba creando entre la periodista becada y el creativo publicitario.


En las calles los vestidos de las mujeres anunciaban la llegada de la primavera. Su trabajo le exigía tanta dedicación que no pudo ver ni los primeros brotes de abril, ni tampoco las hojas de junio. El 14 de julio un rayo cayó sobre las dos centrales eléctricas de Nueva York, sumiendo a toda la ciudad en la oscuridad durante veinticuatro horas. El «gran apagón», que ocupó la portada de todos los diarios del mundo, alteró las estadísticas de la natalidad nueve meses más tarde. En cambio, Philip pasó esa noche a solas, en su casa, dibujando a la luz de tres velas puestas sobre su mesa de trabajo.


A mediados del mes de agosto Mary pasó una semana en casa de unos amigos en los Hamptons. Al día siguiente comenzaría a trabajar como periodista independiente en la redacción del Cosmopolitan.

El avión de Susan abandonaba su escala de Miami. En Newark, la terminal estaba en obras. Philip había acudido a esperarla a la escalerilla. Aunque sólo fuese por una vez. Ella dejó la bolsa en el suelo y se hundió en sus brazos. Permanecieron así abrazados largo rato. Él cogió su mano y la condujo a la cafetería.

– ¿Y si nuestra mesa está ocupada?

– ¡Eso ya está arreglado!

– Párate y deja que te mire. ¡Has envejecido!

– ¡Qué simpática! ¡Gracias!

– No. Te encuentro muy guapo.

Ella pasó los dedos por las mejillas de él, le sonrió con ternura y lo arrastró hacia aquel rincón que se había convertido en propio. A pesar del cansancio, Susan estaba radiante. Él la interrogó largo y tendido sobre el año que acababa de transcurrir, como para borrar así cualquier resto de los últimos minutos de su anterior encuentro. Ella no mencionó en ningún momento su invierno. Mientras ella le describía su jornada diaria habitual, Philip tomó el lápiz y dibujó su rostro en una hoja de su cuaderno de espiral.

– Y tu Juan, ¿cómo está?

– Me preguntaba cuánto tardarías en hablarme de él. Juan se ha ido. Sólo Dios sabe si volverá algún día.

– ¿Os habéis peleado?

– No. Es algo mucho más complejo que eso. Perdimos a una niña y desde entonces nada fue igual: algo entre nosotros se rompió y no supimos repararlo. Permanecíamos horas enteras mirándonos como estatuas, como si fuésemos culpables de algo.

– ¿Qué pasó esa noche?

– Llovía, la carretera se hundió. Por poco lo mato.


Ella no le contó nada más. Algunos relatos sólo pertenecen a las víctimas, y el pudor de quienes les socorrieron protege sus secretos. A principios del mes de mayo Juan había pasado a verla por su casa. Llevaba una gran bolsa verde sobre el hombro, y ella le preguntó si iba a alguna parte. Con la mirada fija y orgullosa, le anunció que se marchaba. Ella supo enseguida que lo echaría de menos, como a todos los que había amado de cerca o de lejos y de pronto desaparecían de su vida. Apoyada en la escalinata de su modesta vivienda, con los brazos en jarras como para manifestar mejor su cólera, ella le había tratado con dureza. Juan no reaccionó y ella se calmó. Luego lo abrazó y le sirvió la cena.

Cuando el último plato estuvo guardado en el armario, ella se secó las manos en el pantalón y se volvió hacia él. Juan estaba de pie en medio de la única estancia de la vivienda, con la bolsa a sus pies y un aire de timidez. Entonces ella le sonrió y para distender el momento le deseó buen viaje y mejor suerte. Olvidando por un instante su vergüenza, él se acercó. Ella cogió entonces su cara entre las manos y llevó sus labios hasta los de él. Al amanecer él tomó la carretera que le llevaría hacia una nueva etapa de su existencia. Durante las siguientes semanas Susan luchó contra la tristeza de una puerta que sólo se abría a su soledad.

– ¿Le echas de menos?

– Es Juan quien tiene razón. Sólo hay que depender de uno mismo.

Las gentes son libres y el apego es un absurdo, una invitación al dolor.

– ¡Así que no te quedas! O, más bien, ¿cuántas horas te quedarás esta vez?

– No comiences de nuevo, Philip.

– ¿Por qué no? Por tu aire adivino lo que todavía no has dicho: dentro de una hora te habrás ido y entonces yo pondré en mi vida tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene. Sabía que no te quedarías. Dios mío, ¡cómo me había preparado para lo que me estás diciendo ahora! ¿Qué edad piensas tener para empezar a pensar en nosotros, en tu vida de mujer?

– Tengo veinticuatro años, ¡aún me queda tiempo!

– Lo que intento decirte es que te entregas a mucha gente, pero estás sola. No hay nadie en tu vida que se ocupe de ti, que te proteja o, al menos, que te haga el amor.

– Pero ¿y tú qué sabes? Es increíble. ¿Tengo pinta de ir necesitada o qué?

Susan había levantado la voz y Philip se quedó helado. Con los labios apretados, intentó retomar el hilo de la conversación.

– No me refería a eso y no vale la pena gritar, Susan.

– Chillo porque estás sordo. No puedo vivir para un solo hombre. Alimento a trescientos todos los días. No puedo tener crios. Sólo en mi valle trato de que sobrevivan ciento diez.

– ¡Ah! Porque ahora hay diez más. ¡La última vez sólo eran cien!

– No, tengo dieciocho niños más este año, menos los ocho que enterré. Eso suma ciento diez. ¡Pero ahora todo es ocho veces menos divertido! Vivo rodeada de huérfanos. ¡Mierda!

– Y porque tú también lo eres quieres seguir siendo como ellos. La idea de ser madre antes que huérfana, ¿no te tienta?

– ¿Recurres al psicoanálisis para decir semejantes tonterías? ¿Puedes comprender que la vida que llevo es demasiado peligrosa?

El camarero se aproximó para invitarles a que guardaran la calma. Dirigió un guiño a Philip y depositó una gran copa de helado delante de Susan. Expresándose en un perfecto castellano, le indicó que era un obsequio de la casa y que había muchas almendras sobre el chocolate líquido. Al alejarse de la mesa, hizo una señal de complicidad a Philip, que hizo como si no hubiese visto nada.

– ¿Qué pretende ése hablándome en español? -preguntó ella, pasmada.

– Nada, no quiere nada, y habla más bajo, por amor de Dios.

Para molestarle, Susan se puso a susurrar.

– No me arriesgaré a ser abandonada. En caso de que me pase algo no perjudicaré a nadie.

– Deja ya de confundir pretextos y excusas, no te engañes a ti misma. Si te ocurriera algo, como tú dices, yo siempre estaré ahí. Tienes miedo a depender sentimentalmente de alguien. Susan, amar no es renunciar a la libertad. Es darle un sentido.

Él no quería que la cita acabase como la vez anterior, pero no encontraba otro tema de conversación. Su mente se negaba a liberarse de las palabras que le molestaban y que no llegaba a pronunciar.

– Además, mi medalla te protege.

– Tienes una memoria muy selectiva cuando te conviene.

Ella aceptó sonreír y notó su mirada cuando se metió la mano bajo el jersey y sacó la medalla.

– ¿Tienes ganas de irte a cambiar a los lavabos? -preguntó ella con voz arrogante-. Hablame de tu vida de hombre.

Él enrojeció por haber sido sorprendido en el deseo. Le habló de su ascenso en la agencia y se enorgulleció de las responsabilidades que se le confiaban. Sin que fuese totalmente oficial, estaba ya al frente de un pequeño equipo que manejaba seis presupuestos. Si todo continuaba a ese ritmo, en dos años sería director creativo. Por lo demás, no tenía nada especial que contar. Ella no abandonó la partida tan fácilmente.

– Y la chica con la que vas al cine, ¿te araña fuera de la sala o sólo durante las películas de terror?

– ¡No era una película de terror!

– Razón de más. Ahora no disimules. ¿En qué punto están las relaciones?

– ¡En ninguno!

– Escucha, corazoncito, a menos que te hayas vuelto asexuado, en tu vida está pasando algo.

Él le devolvió el cumplido. Ella no tenía tiempo, dijo Susan. Había acabado en los brazos de un hombre algunas noches comenzadas en un bar, pero sólo para encontrar en ellos un poco de consuelo. Él invocó el mismo estado de ánimo para justificar su celibato. Susan volvió a la carga, ahora de manera más suave, y formuló su pregunta de nuevo. Él evocó los episodios cómplices vividos con Mary Gautier Thomson, periodista de la revista Cosmopolitan, a la que acompañaba tres veces por semana hasta el portal de su casa sin que nada ocurriese.

– Se debe de estar preguntando si no tendrás algún problema.

– ¡Ella tampoco intenta nada!

– Ésa es la mejor. ¿Ahora somos nosotras las que tenemos que dar el primer paso?

– ¿Estás empujándome a sus brazos?

– Tengo la impresión de que no habrá que empujarte mucho para que caigas.

– ¿Acaso te gustaría?

– Tu pregunta es extraña.

– Es la duda lo que te corroe, Susan. Resulta tan fácil cuando alguien decide por ti…

– Pero ¿decidir qué?

– No dejarnos esperanzas.

– Ése es otro tema, Philip. Para una historia hacen faltan las personas adecuadas en el momento adecuado.

– Es tan cómodo decirse que no es el momento adecuado, que el destino nos obliga a tomar determinadas decisiones…

– ¿Quieres saber si te echo de menos? La respuesta es sí. ¿A menudo? Casi siempre. En fin, cuando tengo tiempo. Y, aunque te parezca absurdo, también sé que no soy un cura.

Ella le cogió la mano y se la llevó a su mejilla. Él se dejó hacer. Ella cerró los ojos y a él le pareció que se iba a quedar dormida en la serenidad de aquel instante. Le habría gustado que durase más tiempo, pero la voz del altavoz ya anunciaba su separación. Ella dejó pasar unos segundos, como si no hubiese oído el aviso. Cuando él hizo un gesto, ella asintió para indicar que ya lo había oído. Permaneció así unos minutos, con los ojos cerrados, la cabeza descansando sobre el antebrazo de Philip. Con movimiento súbito, Susan se incorporó y abrió los ojos. Ambos se levantaron y él le pasó el brazo por el hombro, llevando la bolsa en su mano libre. En el pasillo que les conducía hacia el avión ella le besó en la mejilla.

– ¡Deberías ir a visitar a tu amiga, la gran reportera de moda femenina! En fin, si se lo merece. En cualquier caso, tú no mereces quedarte solo.

– Pero ¡si estoy muy bien solo!

– ¡Para! Te conozco demasiado bien. Tu horror a la soledad es proverbial, Philip. La idea de que me esperas resulta tranquilizadora, pero demasiado egoísta para que yo la asuma. En realidad no estoy segura de que algún día quiera vivir con alguien y, aunque no tuviese ninguna duda de que ese alguien fueras tú, esta apuesta sobre el futuro sería injusta. Terminarás detestándome.

– ¿Has acabado? ¡Se te va a escapar el avión!

Ambos echaron a correr hacia aquella puerta que estaba demasiado cerca.

– Y, al fin y al cabo, un pequeño ligue no puede hacerte daño.

– ¿Y quién te dice que sólo será un ligue?

Ella agitó su dedo meñique y adoptó una postura maliciosa, mirándose la uña: «¡Él!». Entonces le saltó al cuello, le besó en la nuca y se precipitó hacia la pasarela mientras se daba la vuelta una última vez para enviarle un beso. Cuando desapareció, él murmuró: «Tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene».

Al volver a casa se negó a dejarse arrastrar por la tristeza que le embargaba durante los días siguientes a su marcha. Descolgó el teléfono y pidió a la telefonista de la revista que le pusiese con Mary Gautier Thomson.

Se encontraron al anochecer al pie del rascacielos. Las luces relumbrantes conferían extrañas tonalidades a los transeúntes en Times Square. En la sala de cine, sumida en la penumbra de Una mujer bajo influencia, él acarició su brazo. Dos horas más tarde subían a pie por la calle Cuarenta y dos. Al cruzar la Quinta Avenida, él tomó su mano y la arrastró antes de que el semáforo liberase la marea de coches. Un taxi amarillo les condujo al Soho. En Fanelli's compartieron una ensalada y una conversación sobre la película de Cassavetes. Al llegar a la puerta de su casa, él se le acercó y el roce de sus mejillas se deslizó hasta los labios y los latidos del corazón.

4

La lluvia caía sin cesar desde hacía varios días. Cada tarde el viento anunciaba las tormentas que estallarían en el valle al llegar la noche. Las calles de tierra se llenaban de riachuelos, el agua alcanzaba las entradas de las casas, laminando sus precarias bases. Persistentes, los chaparrones se colaban por los tejados e inundaban las buhardillas. Los gritos y las risas de los niños que llamaban «maestra» a Susan acompañaban sus mañanas, que transcurrían en la granja que hacía las veces de escuela. Por la tarde casi siempre cogía el Jeep Wagoneer, más dócil y manejable que su viejo Dodge, al que sin embargo añoraba, y se dirigía al valle cargada de medicinas, alimentos y, en ocasiones, documentos administrativos que ayudaba a rellenar. Tras las jornadas agotadoras venían los días de fiesta. Entonces se dirigía a los bares donde los hombres acudían a beber cerveza y la bebida local favorita, el guajo. Para hacer frente a la soledad del invierno hondureño, que llegaba antes de lo previsto, trayendo consigo su cortejo de tristeza y lucha contra una naturaleza rebelde, a veces Susan pasaba las noches en brazos de un hombre, no siempre el mismo.


10 de noviembre de 1977

Susan:

Eres la persona con la que quiero compartir esta noticia: mi primera gran campaña publicitaria acaba de ser aceptada. En unas pocas semanas uno de mis proyectos se convertirá en un inmenso cartel que se distribuirá por toda la ciudad. Se trataba de promover el Museo de Arte Moderno. Cuando estén impresos, te enviaré uno. Así pensarás en mí de vez en cuando. También te haré llegar el artículo que aparecerá en una revista profesional. Acabo de salir de la entrevista. Echo de menos tus cartas. Sé que tienes mucho trabajo, pero también sé que ésa no es la única razón de tu silencio. Te echo de menos, en serio. Probablemente no debería decírtelo, pero no voy a jugar contigo al estúpido juego del disimulo.

Pensaba en ir a visitarte en la primavera. Me siento culpable por no habértelo propuesto antes. Como todo el mundo, soy egoísta. Quiero ir a descubrir ese mundo tuyo y comprender qué es lo que te retiene tan lejos de nuestra vida y de todas las confidencias de nuestra infancia. Paradoja de la omnipresencia de tu ausencia, salgo a menudo con esa amiga de la que ya te he hablado. Siento que cada vez que te hablo de ella, de algún modo huyo. ¿Por qué te cuento esto? Porque todavía tengo la sensación absurda de traicionar una esperanza no confesada. Tengo que desembarazarme de este sentimiento. Quizás escribirte sea una manera de despertarme.

Tal vez regreses algún día, y entonces ¡cómo desearé no haberte esperado, no escuchar todas las palabras que me dirás o simplemente hacer caso omiso de ellas como contrapartida a tu ausencia!

No iré a verte en primavera, era una mala idea, a pesar de que me muero de ganas de hacerlo. Creo que tengo que tomar cierta distancia con respecto a ti, y por lo poco que me escribes, adivino que tú piensas lo mismo.

Te abrazo.

Philip

P. D.: Siete de la mañana. Tomando el desayuno vuelvo a leer lo que te escribí ayer. Esta vez te dejaré leer lo que habitualmente tiro a la papelera.


Al igual que tantas cosas a su alrededor, Susan también cambiaba. La aldea abrigaba doscientas familias y los ritmos de todas esas existencias apenas cicatrizadas poco a poco se confundían con los de un pueblo. Aquel invierno las cartas de Philip se hicieron más esporádicas, las repuestas más difíciles de escribir. Susan festejó la Nochevieja con su equipo al completo en un restaurante de Puerto Cortés. Hacía un tiempo extraordinario y la noche acabó en el malecón, frente al mar. Al amanecer del nuevo año todo el país parecía haber recuperado la actividad. El puerto había recobrado la agitación y desde hacía varias semanas el baile de las grúas que giraban sobre los portacontenedores era incesante. Desde la madrugada hasta la puesta del sol el cielo era recorrido por los aviones que garantizaban las comunicaciones entre los diferentes aeropuertos. No se habían reconstruido todos los puentes, pero las huellas del huracán eran casi inapreciables, ¿o acaso es que la gente se había acostumbrado a ellos?

Las noches estrelladas prometían un año hermoso y el retorno de las cosechas generosas. La sirena de un carguero anunciaba la medianoche y la salida de un cargamento de plátanos rumbo a Europa.


Philip pasó a buscar a Mary por su casa. Tenían que ir a la fiesta de Nochevieja que organizaba su revista en la planta treinta tres de un rascacielos cercano al del New York Times. Bajo el abrigo ella llevaba puesto un largo y ceñido vestido negro; se había colocado una estola de seda sobre los hombros. Ambos estaban de buen humor. Aunque de vez en cuando se daban la vuelta para llamar a un taxi, sabían que esa noche de fiesta tendrían que ir a pie hasta Times Square. La noche era estrellada y apacible. Mary, silenciosa, sonreía y Philip, animado por su diatriba, le describía los males de la publicidad. Un semáforo los retuvo en el cruce de la calle Quince.

– Hablo demasiado, ¿no?

– ¿Tengo cara de aburrirme? -respondió ella.

– Eres demasiado educada para demostrarlo. Lo siento, pero se me escapan las palabras que no he podido pronunciar en toda la semana. He trabajado tanto que casi no he hablado.

Se abrieron camino entre las trescientas personas congregadas en las oficinas donde se celebraba la fiesta, que estaba en su apogeo. El bufé había sido tomado al asalto. Una brigada de camareros se esforzaba en servir comida. En la mayoría de los casos estos soldados vestidos de blanco debían dar la media vuelta, puesto que las bandejas que portaban eran saqueadas antes de llegar a su destino. Hablar, escuchar e incluso bailar era algo imposible debido a la cantidad de gente. Dos horas más tarde Mary hizo una señal con la mano a Philip, que hablaba animadamente a pocos metros de ella.

El ruido le impedía entender la más mínima palabra, pero su índice señalaba la dirección que le interesaba, que era la de la puerta de salida. Con un movimiento de la cabeza, él le indicó que había entendido el mensaje y se dispuso a dejar la sala. Quince minutos más tarde se encontraron delante del guardarropa. Una vez cerrada la puerta, el silencio que había en el rellano de los ascensores resultaba impresionante. Mientras Philip apretaba el botón, manteniéndose delante de las puertas de cobre, Mary se alejó para dirigirse lentamente hacia los ventanales desde los que se dominaba la ciudad:

– ¿Qué te hace pensar que es ése el que llegará antes y no el de la derecha o el de la izquierda?

– Nada, sólo la costumbre. Pero si me coloco en el centro estaré más cerca de cualquiera de las puertas.

Apenas hubo terminado la frase, la luz verde que estaba encima de su cabeza se iluminó al tiempo que sonaba una campanilla.

– ¿Lo ves?, ¡he acertado!

Mary no reaccionó. Había pegado su frente contra la ventana. Philip dejó que el ascensor continuase a otra planta, se acercó y se colocó junto a ella. Mientras miraba la calle, deslizó su mano hasta coger la de la chica.

– ¡Feliz año nuevo! -dijo ella.

– ¡Hace media hora que nos lo hemos deseado!

– No hablo de ése. Quiero decir que es casi la misma hora que cuando me encontraste aquella Nochevieja. Sólo que en lugar de estar aquí, avanzábamos entre la muchedumbre. Ésa es casi la única diferencia. En fin, no me puedo quejar. ¡Hemos subido treinta y tres pisos desde entonces!

– ¿Qué intentas decir?

– Philip, desde hace un año cenamos juntos tres veces por semana. Un año desde que me cuentas tus cosas y yo las mías. Cuatro estaciones desde que recorremos las calles del Soho, del Village, del Noho. Un domingo incluso fuimos a Tribeca. Hemos debido de sentarnos en todos los bancos de Washington Square, probado todos los brunch del centro de la ciudad y bebido en todos los bares. Después, cada noche, me has acompañado y dejado en casa. Luego desaparecías, con una sonrisa tristona. Y cada vez que tu silueta se esfumaba en la esquina se me hacía un nudo en el estómago. Creo que me conozco bien el camino y que ya puedo regresar sola.

– ¿Prefieres que no volvamos a vernos?

– Philip, siento algo por ti. Resulta patético que lo ignores. ¿Cuándo vas a dejar de pensar sólo en ti? En cualquier caso, te corresponde a ti poner fin a nuestra relación, si es que había alguna. ¡No puedes estar tan ciego!

– ¿Te he hecho daño?

Mary llenó los pulmones, levantó la cabeza hacia el techo y suspiró suavemente.

– No, es ahora cuando me lo estás haciendo. ¡Llama a ese maldito ascensor, por favor!

Desconcertado, lo hizo y las puertas se abrieron al instante.

– ¡Gracias, Señor! -suspiró ella-. Me faltaba el oxígeno.

Se metió en la cabina y Philip bloqueó las puertas, sin saber qué decir.

– Deja que me marche, Philip. Te adoro cuando te pones tonto, pero tu estupidez ahora resulta cruel.

Ella se echó hacia atrás y las puertas se cerraron.

Él se dirigió hacia la ventana para intentar verla salir del edificio. Se sentó en el reborde y contempló el hormiguero que se agitaba a sus pies.


Desde hacía dos semanas Susan mantenía una relación con el responsable de un dispensario construido detrás del puerto. Sólo lo veía una vez cada tres días, a causa de la distancia que había que recorrer, pero aquellas noches bastaban para que reapareciesen en su cara los hoyuelos que se dibujaban junto a su boca cuando se sentía feliz. Ir a la ciudad la oxigenaba: el ruido de los camiones, el polvo, las bocinas que se mezclaban con los gritos de la gente, el ruido de las cajas que se lanzaban al suelo, todos esos excesos de la vida la emborrachaban y la hacían salir del sopor de una larga pesadilla. A principios de febrero abandonó a su especialista en logística por las cenas en compañía de un piloto de las Líneas Aéreas Hondureñas que viajaba varias veces al día a Tegucigalpa a bordo de un bimotor. Por la noche, cuando él regresaba a San Pedro, pasaba sobre su pueblo en vuelo rasante. Ella entonces saltaba a su Jeep y se lanzaba en persecución del avión, aceptando el desafío perdido de antemano de llegar antes que él.

Él la esperaba en las rejas del pequeño aeropuerto situado a veinte kilómetros de la ciudad. Con su barba y su chupa de cuero parecía un icono de los años cincuenta, algo que a ella no le disgustaba del todo. A veces le resultaba bueno dejarse llevar y vivir como en las películas.

Por la mañana, cuando él reanudaba su servicio, ella circulaba a toda velocidad por la pista que la conducía de vuelta al pueblo. Con las ventanillas abiertas, le gustaba aspirar el olor de la tierra húmeda al mezclarse con el perfume de los pinos.

El sol salía a sus espaldas y, cuando se daba la vuelta para contemplar durante un instante el polvo que levantaban las ruedas, se sentía viva. Cuando las alas rojas y blancas pasaban por vigésima vez por encima de su techo y el aparato no era más que una pequeña mancha en el horizonte, daba una media vuelta en la pista y regresaba a su casa. La película había terminado.


Philip, con un ramo de flores en la mano, apretó el botón del interfono y esperó unos segundos; la cerradura dio un zumbido. Sorprendido, subió a pie los tres pisos de la maltrecha escalera. El suelo resonaba bajo sus pies. En cuanto llamó, la puerta se abrió.

– ¿Esperabas a alguien?

– No, ¿por qué?

– Ni siquiera has preguntado quién era cuando he llamado abajo.

– ¡En Nueva York nadie llama con tan poca insistencia como tú!

– ¡Tenías razón!

– ¿De qué me hablas?

– De lo que dijiste el otro día, que soy un imbécil. Eres una mujer generosa, brillante, divertida, bonita, me haces feliz y yo estoy ciego y sordo.

– ¡De nada me sirven tus cumplidos, Philip!

– ¡Lo que quiero decir es que no hablar contigo me ha vuelto loco, no cenar contigo me ha quitado el apetito y desde hace quince días no hago más que mirar el teléfono como un idiota!

– ¡Porque eres imbécil!

Ella le interrumpió en el momento en que él se disponía a responder. Puso la boca sobre la de él y metió su lengua entre sus labios. Él dejó las rosas sobre el rellano para abrazarla y fue arrastrado al interior del pequeño apartamento.

Esa noche, mucho más tarde, la mano de Mary se escurrió por la puerta entreabierta y cogió el ramo de flores que descansaba sobre el felpudo.


Cada día dedicaba más horas a la escuela. Ahora su clase tenía una media diaria de sesenta y tres alumnos. Todo dependía de la voluntad del encargado de llevar a los escolares y de la asistencia más o menos regular de los niños. Tenían entre seis y trece años, y ella debía impartir un programa de lo más variado para que se animasen a volver al día siguiente.

A primera hora de la tarde comía una tortilla de maíz en compañía de Sandra, una colaboradora que había llegado hacía unos días. Había ido a buscarla a San Pedro, rogando que no descendiese de un avión de alas rojas y blancas. Inmersa en la duda, había esperado a la nueva recluta en el interior de una barraca que hacía las veces de terminal: el temido comandante sólo apagaba una de sus hélices y jamás abandonaba la cabina.

Sandra era joven y hermosa. Como no tenía dónde alojarse, se instaló en casa de Susan, sólo por unos días, una o dos semanas quizá… Una mañana, mientras compartían el primer café de la mañana, Susan la observó de arriba abajo con cierta insistencia.

– Por tu propio bien te recomiendo que guardes ciertas normas de higiene personal. Con el calor y la humedad pronto tendrás la piel cubierta de granos.

– ¡Pero si yo no sudo!

– ¡Oh, sí, querida! Sudas como todo el mundo, puedes fiarte de mí. A propósito, tienes que ayudarme a cargar el 4 x 4. Esta tarde tenemos que distribuir quince sacos de harina.

Sandra se secó las manos en el pantalón y se dirigió hacia el almacén. Susan la siguió. Cuando vio que las grandes puertas estaban abiertas, aceleró el paso y se adelantó corriendo. Entró en el edificio y contempló las estanterías llena de ira.

– ¡Mierda, mierda y mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sandra.

– Nos han robado los sacos.

– ¿Muchos?

– No lo sé, veinte, treinta. Habrá que contarlos.

– ¿Para qué? Eso no hará que vuelvan.

– Servirá porque lo digo yo y porque la responsable de este lugar también soy yo. Deberé hacer un informe. ¡Sólo me faltaba esto!

– Cálmate, de nada servirá que te alteres.

– ¡Cállate, Sandra! Soy yo quien manda aquí. Hasta nueva orden, guárdate tus comentarios.

Sandra la cogió por el brazo y acercó su rostro al de ella. Una vena azulada le sobresalía en la frente.

– No me gusta la manera en que me estás hablando. No me gusta cómo eres. Pensaba que esto era una organización humanitaria y no un campamento militar. Si crees que soy un soldadito, cuenta los sacos tú sólita.

Se dio la vuelta y Susan le ordenó a gritos que volviese al instante, sin éxito.

A unos cuantos lugareños que se habían acercado les indicó con las manos que se alejasen. Los hombres se dispersaron encogiéndose de hombros y las mujeres le lanzaron miradas de disgusto. Ella cogió los dos sacos que habían quedado tirados sobre el suelo y los colocó en una estantería. Luego estuvo ocupada hasta que llegó la noche, controlando su ira y sus lágrimas. Cuando estuvo más tranquila se sentó en el exterior del edificio. Con la espalda apoyada contra la pared, sintió cómo el calor que la pared había recogido durante el día se dispersaba por sus venas. La sensación fue agradable. Con la punta del pie trazó letras en el suelo, una gran «P» que contempló antes de borrarla con la suela, luego una gran «J» y murmuró: «¿Por qué te fuiste, Juan?». Al regresar a casa encontró que Sandra ya se había marchado.


12 de febrero de 1978

Susan:

Es el comienzo de una batalla como jamás habrás visto: una batalla de bolas de nieve. Sé que te burlas de nuestras tempestades, pero la que cayó sobre nuestras cabezas hace tres días fue increíble, y ahora estoy bloqueado en mi casa. Toda la ciudad está paralizada bajo una gruesa capa blanca que llega al techo de los coches. Esta mañana, con los primeros rayos del sol, los pequeños, los mayores y los ancianos han invadido la acera. Ése es el motivo de mi primera frase. Creo que voy a arriesgarme y bajaré a comprar comida. Hace un frío que pela. ¡La ciudad está bellísima, toda nevada! Echo de menos tus cartas. ¿Cuándo vendrás? Quizás esta vez puedas quedarte dos o tres días. El año se anuncia más bien bueno y lleno de promesas.

Los jefes están contentos con mi trabajo. No me reconocerías: salgo casi todas las noches cuando no trabajo hasta la madrugada, lo cual sucede a menudo. Me suena raro hablarte de mi trabajo, como si de golpe hubiésemos ingresado en el mundo de los adultos sin siquiera darnos cuenta de ello. Un día hablaremos de nuestros hijos y de repente nos daremos cuenta de que nos hemos convertido en adultos. Cuando digo «nuestros hijos» es tan sólo una expresión, no me refiero a los tuyos o los míos; es sólo una imagen, también podría haber escrito «nuestros nietos». Pero tú inmediatamente habrías pensado que no llegarás a vieja y a abuela. ¡Tú y tus certidumbres pesimistas! Sea como fuere, aquí el tiempo corre a una velocidad vertiginosa y ya veo la primavera que anunciará, con mucho optimismo esta vez, que no está lejos tu llegada. Te lo prometo, este año no habrá polémica. No haré más que escuchar lo que tengas que decirme y compartiremos de verdad ese momento precioso que espero siempre como una Navidad en pleno verano. A la espera de ese momento, te envío una lluvia de besos.

Philip

El día de San Valentín Philip llevó a Mary a la estación de autobuses. Tomaron el autobús 33, que hacía el trayecto entre Manhattan y Montclair en una hora. Se bajaron en el cruce de Grove Street y Alexander Avenue y atravesaron la ciudad a pie; él le iba descubriendo los lugares de su adolescencia. Cuando pasaron delante de su antigua casa ella le preguntó si echaba de menos a sus padres, que ahora vivían en California. Philip no respondió. Sobre la fachada vecina, advirtió que en la ventana que en otros tiempos fuera la de Susan había una luz encendida.

Quizás ahora otra muchacha estaría revisando sus apuntes escolares.

– ¿Era su casa? -pregunto Mary.

– Sí, ¿cómo lo has adivinado?

– Bastaba con seguir tu mirada. Estabas muy lejos de aquí.

– Sucedió hace mucho tiempo.

– Tal vez no tanto, Philip.

– Estamos en el presente…

– Vuestro pasado es tan denso que a veces me resulta difícil concebir un futuro para nosotros dos. No sueño con un amor perfecto, pero no me gustaría vivir en el condicional, y menos aún en el imperfecto.

Para poner fin a la conversación, él le preguntó si le gustaría vivir allí un día. Ella le respondió con una gran risotada, añadiendo que a cambio de dos niños como mínimo aceptaría vivir en cualquier parte. Desde lo alto de las colinas, replicó Philip, se veía Manhattan, que sólo estaba a media hora en coche. Para Mary ver la ciudad y vivir en ella eran dos cosas muy diferentes. No había estudiado periodismo para instalarse en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, por muy cerca que estuviese de la Gran Manzana. De todos modos, ninguno de los dos había llegado a la edad de la jubilación.

– Pero aquí, por el mismo alquiler, uno puede vivir en una casa con jardín. Se respira aire puro y se puede trabajar en Nueva York. Se tienen todas las ventajas.

– ¿De qué me hablas exactamente, Philip? ¿Ahora haces proyectos, tú, el que sólo piensa en el día de hoy?

– Deja de burlarte de mí.

– No tienes sentido del humor. Me sorprendes, eso es todo. Nunca puedes decirme si cenaremos juntos o no y ahora me preguntas si me gustaría venir a vivir contigo lejos de la ciudad. ¡Discúlpame, pero lo tuyo es un salto en el vacío!

– ¡Sólo los imbéciles nunca cambian de opinión!

Volvieron al centro de la ciudad, donde él la llevó a cenar. Cuando estuvo sentada delante de él, le tomó la mano.

– ¿Así que puedes cambiar de opinión?

– Hoy es un día un poco especial. Se supone que es festivo. ¿No podríamos cambiar de tema?

– Tienes razón, Philip. Es un día muy especial y por esa razón me llevas a ver la ventana que enmarca la obsesión de tu vida.

– ¿Qué piensas?

– ¡No, Philip! ¡Qué piensas tú!

– Ahora estoy contigo y no con ella.

– Pero yo pienso en el día de mañana.


A los quince días y a varios miles de kilómetros de allí, otro hombre, otra mujer, compartían otra cena. El robo del almacén todavía no se había resuelto. Ahora las puertas del mismo permanecían cerradas con una cadena y un candado, cuya llave sólo tenía Susan. Esto había causado cierto malestar en el equipo. Sandra cada vez le resultaba más hostil y desafiaba su autoridad, hasta el punto de que Susan había tenido que amenazarla con enviar un informe a Washington y hacerla repatriar. Melanie, una doctora que trabajaba en Puerto Cortés, había logrado calmar los ánimos de unos y otros, y la vida de la unidad hondureña del Peace Corps había recuperado su curso normal. Excepto para Susan. Thomas, el responsable del dispensario, con el que había mantenido una corta relación, le había pedido que fuera a verle, aduciendo motivos profesionales.

Ella se había desplazado a la ciudad al final del día y lo esperaba en el exterior del edificio.

Él al fin salió y se quitó la bata blanca, que arrojó en la parte trasera del 4x4. Había reservado sitio en una terraza de un pequeño restaurante del puerto. Se sentaron a la mesa y, antes de consultar la carta, pidieron unas cervezas.

– ¿Cómo va por aquí? -preguntó ella.

– Como de costumbre: falta de materiales, falta de medios humanos, demasiado trabajo, el equipo está agotado, la rutina. ¿Y por allí?

– Por allí tenemos el inconveniente adicional de que somos pocos.

– ¿Quieres que te envíe a alguien?

– Eso es algo poco compatible con lo que me acabas de contar.

– Tienes derecho a estar harta, Susan. Tienes derecho a estar cansada y también a dejarlo todo.

– ¿Me has invitado a cenar sólo para soltarme esa tontería?

– En primer lugar, no te he dicho que te invitara… La gente cree que desde hace algunas semanas no te encuentras del todo bien. Te muestras agresiva y lo que llega a mis oídos no dice mucho en tu favor. No estamos aquí para hacernos impopulares. Debes aprender a controlarte.

El camarero trajo dos platos de tamales. Ella retiró la hoja de plátano y cortó la masa que contenía carne de cerdo. Al mismo tiempo que se echaba salsa picante sobre el plato, Thomas pidió dos botellas más de Salva Vida, una cerveza del país.

Hacía dos horas que el sol se había puesto y la luz que reflejaba la luna era increíble. Ella se dio la vuelta para contemplar los reflejos ondulantes de las grandes grúas sobre las aguas.

– Con vosotros, los tíos, una nunca tiene derecho a equivocarse.

– ¡No más que los médicos, sean hombres o mujeres! Aunque seas la que manda, eres un eslabón más de la cadena. ¡Si te rompes, toda la maquinaria se detiene!

– Hubo un robo y eso me sacó de mis casillas. No podemos admitir que estemos aquí para ayudarles y que se roben la comida entre ellos.

– Susan, no me gusta tu manera de decir «ellos». En nuestros hospitales también se roba. ¿Acaso crees que no sucede lo mismo en mi dispensario?

Tomó su servilleta para limpiarse los dedos. Ella le cogió el índice, se lo llevó a la boca y lo apretó delicadamente entre sus dientes al tiempo que le dirigía una mirada maliciosa. Cuando el dedo de Thomas estuvo limpio, ella lo soltó.

– ¡Acaba ya con tu lección de moral! -dijo ella sonriendo.

– Estás cambiando, Susan.

– Déjame dormir esta noche en tu casa. No me gusta volver cuando ya ha oscurecido.

Él pagó la cuenta y la invitó a levantarse. Mientras caminaban por el muelle, pasó su brazo en torno a la cintura de él y apoyó la cabeza sobre su hombro.

– Estoy a punto de dejarme vencer por la soledad y, por primera vez en mi vida, tengo la impresión de no poder superarlo.

– Vuelve a casa.

– ¿No quieres que me quede?

– No hablo de esta noche, sino de tu vida. Deberías regresar a Estados Unidos.

– No me rendiré.

– Volver a casa no siempre es una rendición. Es una manera de conservar lo que se ha vivido, si uno sabe retirarse antes de que sea demasiado tarde. Déjame el volante, conduciré yo.

El motor se puso en marcha y arrojó una nube de humo negro. Thomas encendió los faros, que barrieron los muros con un haz de luz blanca.

– Deberías cambiar el aceite. Se te va a despedazar entre las manos.

– No te preocupes. Tengo la costumbre de que las cosas se me despedacen entre las manos.

Susan se repantigó en el asiento y, sacando las piernas por la ventanilla, apoyó los pies en el espejo retrovisor externo. Aparte de los ruidos mecánicos, el interior del coche permanecía en silencio. Cuando Thomas estacionó el coche delante de su casa, Susan permaneció inmóvil.

– ¿Te acuerdas de los sueños que tenías cuando eras niño? -preguntó ella.

– Me basta con recordar los que tuve anoche -respondió Thomas.

– No. Me refiero a lo que soñabas con llegar a ser cuando fueses mayor.

– Sí, me acuerdo. Quería ser médico, y me he convertido en administrador de un dispensario. ¡Di en el blanco, pero no en la diana!

– Yo quería ser pintora, para pintar el mundo de colores. Y Philip quería ser bombero para salvar a la gente. Ahora él es creativo en una agencia de publicidad y yo trabajo en el ámbito de la ayuda humanitaria. En algún punto ambos nos equivocamos.

– No es el único terreno en el que ambos os habéis equivocado.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Hablas mucho de él. Y cada vez que pronuncias su nombre, tu voz tiene un tono nostálgico, y eso deja poco espacio a la duda.

– ¿A qué duda?

– ¡A las tuyas! Creo que amas a ese hombre y que esa realidad te da un miedo terrible.

– Vamos, entremos en casa. Empiezo a tener frío.

– ¿Cómo te las arreglas para tener tanto valor respecto a los demás y tan poco para ti?

Por la mañana, ella abandonó la cama sin hacer ruido y desapareció de puntillas.


El mes de marzo pasó a la velocidad de un relámpago. Todas las tardes, cuando salía del trabajo, Philip se veía con Mary. Puesto que dormía en casa de ella, ahorraba diez preciosos minutos cada mañana. Al llegar el fin de semana cambiaban de cama y pasaban los dos días en el apartamento del Soho, al que habían bautizado con el nombre de «casa de campo». Los primeros días del mes de abril temblaban bajo los vientos del norte, que soplaban sin cesar sobre la ciudad. Los brotes de los árboles aún no habían salido y sólo el calendario anunciaba el inicio de la primavera.

Pronto Mary obtuvo el cargo de periodista en la revista en la que trabajaba y consideró que para ellos ya había llegado el momento de encontrar un nuevo lugar donde instalar sus respectivos muebles y su vida.

Comenzó a estudiar los anuncios en busca de un apartamento en Midtown. Ahí, los alquileres serían menos caros. También sería más práctico para ir al trabajo.


Susan pasaba la mayor parte de su tiempo detrás del volante del Jeep. De pueblo en pueblo, garantizaba la distribución de semillas y alimentos de primera necesidad. La carretera a veces la llevaba demasiado lejos para regresar a casa cuando se hacía de noche y adquirió la costumbre de emprender viajes de varios días, recorriendo las pistas hasta los enclaves más profundos del valle. En dos ocasiones se cruzó con las tropas sandinistas que se escondían en las montañas. Jamás los había visto adentrarse tanto en el país. Su cuerpo traicionaba la fatiga que le producía ese tipo de vida. La ausencia de sueño la empujaba a salir todas las noches, y cada mañana le resultaba más difícil ponerse en pie. Un día, después de cargar el 4 X 4 con diez sacos de harina de maíz tomó la carretera cuando el sol se hallaba en el cénit y se dirigió hacia donde vivía Álvarez. Llegó a media tarde. Después de haber descargado el coche, cenaron juntos en su casa. Él la encontró desmejorada y le propuso que se quedara a descansar unos días en las montañas. Ella le prometió pensárselo, y cogió el camino de regreso después de cenar, declinando la invitación de pasar la noche en el pueblo. Incapaz de irse a dormir, pasó por delante de su casa y se dirigió a la taberna, que todavía estaba abierta a esas horas.

Al entrar en el bar, sacudió enérgicamente sus pantalones y el jersey para quitarse la capa de polvo y de tierra seca que los cubría. Pidió un vaso doble de alcohol de caña.

El hombre que estaba detrás del mostrador cogió la botella y la colocó delante de ella, la miró de hito en hito y le ofreció un vaso de estaño.

– Sírvete tú misma. Por suerte todavía tienes pechos y el cabello largo, si no creería que te habías vuelto hombre.

– ¿Qué quieres decir con esa observación tan profunda?

Él se inclinó hacia ella para hablarle en voz baja, como para contarle un secreto.

– Con demasiada frecuencia estás en compañía de hombres y con demasiada poca con el mismo. La gente empieza a hablar de ti.

– ¿Y qué dice la gente?

– ¡No me hables con ese tono, Señora Blanca! ¡Es por tu bien por lo que digo en voz alta lo que otros cuentan en voz baja!

– Claro, porque cuando vosotros os paseáis mostrando el paquete sois unos ligones y cuando nosotras enseñamos una teta somos unas putas. Sabes, para que un hombre se acueste con una mujer hace falta precisamente que haya una mujer.

– ¡No hieras a las de este pueblo, es todo lo que te digo!

– Si el corazón de muchas todavía late es, en parte, gracias a mí. Por eso las molesto.

– Ninguno de nosotros te ha pedido limosna, nadie te ha llamado para que vinieses a ayudarnos. Si no te gusta esto, vuelve a tu casa. Mírate, cuando te veo y pienso que eres la maestra de nuestros niños, no puedo dejar de preguntarme qué pueden aprender de ti.

El anciano que estaba acodado sobre el mostrador de plomo hizo una señal con la mano para que el hombre se callase.

Los ojos de Susan indicaban que aquello había ido demasiado lejos. El camarero recogió la botella con un gesto enérgico para devolverla a la estantería. Una vez que estuvo de espaldas dijo que la copa era un obsequio de la casa. El viejo esbozó una sonrisa, descubriendo sus dientes carcomidos, pero ella ya se había dado media vuelta y salía del local. Cuando estuvo fuera se apoyó en la balaustrada y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Se puso de cuclillas para recuperar el aliento. Más tarde, en el camino que la conducía a casa, levantó la mirada hacia el cielo, como si quisiera contar las estrellas, pero la cabeza le daba vueltas y tuvo que detenerse. Agotada, siguió a sus propios pies hasta la escalinata de la casa.


10 de mayo

Philip:

Este invierno no nos hemos escrito mucho. Hay períodos más difíciles que otros. Quisiera tener noticias tuyas, saber cómo va tu vida, si eres feliz. He colocado tu cartel sobre mi cama. He reconocido la vista de Manhattan que íbamos a contemplar desde la cima de las colinas de Montclair. A veces miro atentamente e imagino que una de las pequeñas luces que veo es la ventana de tu habitación. Tú estás trabajando en un dibujo. Pasas la mano por tus pelos desgreñados, como sueles hacerlo, y muerdes el lápiz. Nunca cambias. Me emociona ver una imagen de nuestra infancia. Realmente soy bastante rara. Te echo de menos y me cuesta mucho admitirlo. ¿Crees que amar puede dar tanto miedo como para hacer que una salga huyendo? Tengo la impresión de haber envejecido.

Los ruidos de mi casa me despiertan por la noche y me impiden dormir, tengo frío, tengo calor y me levanto cada mañana angustiada por lo que no he hecho la víspera.

La estación es agradable. Podría describirte todos los paisajes que me rodean, contarte cada minuto de mis días, lo necesario para continuar hablándote de mí. Este año iré a verte antes. Estaré allí a mediados de junio, impaciente por estar a tu lado. Tendré que decirte algo realmente muy importante, que me gustaría compartir contigo hoy y mañana. A la espera de verte, te envío besos. Cuídate mucho.

Susan

2 de junio

Susan:

Lo que yo echo de menos es tu voz. ¿Todavía cantas a menudo? La música de tu carta estaba compuesta de notas un poco tristes. El verano ya está aquí y las terrazas se llenan de gente. Pronto me mudaré. Me he trasladado a la parte alta de la ciudad. Cada vez el tráfico está peor y así estaré más cerca de la oficina. Aquí una media hora vale lo que una piedra preciosa. Todo el mundo tiene tanta prisa que resulta casi imposible detenerse en una acera sin correr el riesgo de morir aplastado por la multitud. A menudo me pregunto hacia dónde va esa gente a la que nada parece poder detener y si no serás tú la que tenga razón de vivir allí donde el aire todavía huele bien. Tu vida debe de ser hermosa, y me muero de ganas de saber algo de ti. Yo estoy desbordado por el trabajo, pero tengo buenas noticias que comunicarte. ¿Qué es esa cosa muy importante de la que me hablas? Te esperaré como de costumbre. Hasta pronto.

Besos.

Philip

5

El Boeing 727 de la Eastern Airlines abandonó el aeropuerto de Tegucigalpa a las diez de la mañana, con dos horas de retraso sobre el horario previsto a causa de una climatología adversa. En la terminal, Susan, inquieta, miraba el cielo negro que avanzaba hacia ellos. Cuando la azafata abrió la puerta de vidrio que daba acceso a la pista, ella siguió bajo la lluvia a los pasajeros que se dirigían hacia la escalerilla. Listo para el despegue, el comandante del aparato puso los motores a toda potencia a fin de contrarrestar el viento de través que cruzaba la pista. Las ruedas abandonaron el suelo y el avión dio un salto, intentando elevarse para atravesar lo más rápidamente posible la capa de nubes. Sentada y con el cinturón abrochado, Susan era sacudida por las violentas turbulencias; ni siquiera cuando se lanzaba en su 4 X 4 a toda velocidad por la pista se movía tanto. Sobrevolaron las montañas del nordeste y la tempestad redobló su fuerza. Un rayo alcanzó el fuselaje y a las diez y veintitrés minutos la caja negra grabó la voz del copiloto, comunicando a la torre de control que el motor número dos se había parado y que perdían altura. Además del vértigo, Susan sintió una náusea indescriptible. Se colocó ambas manos en el bajo vientre. El avión continuaba descendiendo. La tripulación necesitó tres minutos para poner en marcha el reactor y recuperar altura. El resto del viaje transcurrió en el silencio que con frecuencia se instala después de un momento de miedo.

En la escala de Miami tuvo que correr para no perder su conexión. La carrera por los pasillos era agotadora, su bolsa le pesaba y un nuevo vértigo la detuvo brutalmente. Recuperó el aliento y reanudó su marcha hacia la puerta de embarque, pero era demasiado tarde. Tuvo que conformarse con ver cómo despegaba su avión.

Philip miraba por la ventanilla del autobús que lo condujo al aeropuerto de Newark. Había colocado sobre sus rodillas el cuaderno de espiral. La muchacha que se sentaba a su lado observaba cómo esbozaba con un lápiz negro el rostro de una mujer.


Ella tomó el siguiente vuelo dos horas más tarde. Sólo subsistía el mareo por encima de las nubes. Empujó la bandeja e intentó dormir.


La sala estaba desierta como casi siempre al final de la mañana, salvo cuando había un congreso o era el comienzo de las vacaciones. Se instaló en su mesa. Después del almuerzo, el lugar quedó de nuevo vacío y el camarero de la tarde sustituyó al de la mañana. El hombre lo reconoció enseguida y le saludó. Philip se levantó, se sentó delante de él y al mismo tiempo que escuchaba lo que decía trazó un nuevo esbozo del lugar: el sexto que figuraba en su cuaderno, sin contar el que había pegado en la pared de su taller de Manhattan, sobre la mesa de trabajo. Cuando el dibujo estuvo terminado, se lo mostró al camarero, que se quitó la chaqueta blanca y se la entregó. Philip se la puso con aire de complicidad. Intercambiaron los sitios y el camarero se sentó en el taburete, fumando con placer un cigarrillo mientras Philip le contaba el año que había pasado.

Durante todas esas horas, dos sillas invertidas prohibían el acceso a una mesa, la que estaba junto al ventanal. Susan llegó en el avión de las nueve de la noche.

– ¿Cómo te las arreglas para ocupar siempre la misma mesa?

– Primeramente, me lo pediste el día de tu primer viaje y, en segundo lugar, ¡tengo talento! Te esperaba en el vuelo anterior. Dicho esto, por muy extraño que parezca, jamás la he encontrado ocupada.

– La gente sabe que es nuestra.

– ¿Comenzamos por la revisión física o por la moral?

– ¿He cambiado tanto en este año?

– No, tienes la cara de alguien que acaba de viajar. Eso es todo.

El camarero puso la copa de rigor sobre la mesa. Susan sonrió y la apartó con gesto discreto.

– Tú tienes buen aspecto, habláme de ti.

– ¿No te lo comes?

– Tengo el estómago revuelto. El vuelo ha sido infernal y he pasado algo de miedo. Uno de los motores se paró.

– ¿Y qué sucedió? -preguntó él, inquieto.

– Ya ves, estoy aquí. Al final se puso otra vez en marcha.

– ¿Quieres otra cosa?

– No, nada. No tengo apetito. No me has escrito mucho este año.

– Tú tampoco.

– Pero yo tengo excusas.

– ¿Cuáles?

– No lo sé. Eres tú quien siempre ha dicho que las cultivaba. Está bien que de tanto en tanto me sirva de ellas.

– ¡Pretextos! La palabra que utilicé fue «pretextos». ¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso ahora tengo que medir mis palabras?

– Nada, todo va bien. ¿Y tu trabajo?

– Al ritmo que van las cosas, seré director asociado en un año como mucho. Este año hemos hecho campañas muy interesantes y es posible que me den un premio. En este momento tres de mis creaciones aparecen en la prensa femenina. Incluso he recibido una oferta de una casa francesa de modas. Sólo quieren hablar conmigo, y eso hace que en la agencia me tengan en mayor consideración.

– Bien, muy bien. Estoy orgullosa de ti. En cualquier caso tienes aspecto de felicidad.

– Tú tienes pinta de estar muy cansada, Susan. ¿Estás enferma?

– No, te lo juro, Philip. Ni siquiera una diminuta ameba. A propósito, ¿no tendrás tú una «amiga»?

– ¡No comiences de nuevo! Sí. La tengo. Se llama Mary.

– ¡Ah! Sí, había olvidado su nombre.

– No pongas esa cara de desprecio. Estoy bien con ella. Tenemos los mismos gustos en materia de libros, comida, películas. Comenzamos a tener amigos comunes.

Susan asintió con una sonrisa socarrona.

– Parece práctico y suena a una auténtica relación, socialmente consolidada. ¡Qué excitante!

Ella levantó las cejas y acercó su rostro al de él, como para prestar una mayor atención a sus palabras, no sin cierta carga de ironía.

– Sé en lo que estás pensando, Susan. Quizá tiene poco que ver con la pasión, pero al menos no hace daño. No tengo el corazón agobiado todo el día por el peso de la ausencia, porque sé que al llegar la noche la veré de nuevo. No me quedo mirando el teléfono toda la tarde, preguntándome cuál de los dos fue el último en llamar. No tengo miedo de equivocarme al elegir el restaurante o de cómo me visto o de decir algo por lo que luego seré juzgado. No vivo esperando, sino en el presente. Ella me quiere tal como soy. Quizá lo que nos une aún no sea un amor apasionado, pero es una relación humana. Mary comparte conmigo su vida diaria y nuestra relación va adquiriendo forma. Existe.

– ¡Y zas! ¡Encaja ésta!

– No era mi intención ofenderte.

– Avísame el día que digas algo que me ofenda, porque sin intentarlo lo has hecho muy bien. No me puedo imaginar lo que llegarías a decir si quisieras ofenderme. Hablas maravillosamente bien de ella. ¿Cuál es el siguiente paso?

Como él había bajado los ojos, no vio la mirada de Susan cuando le anunció que pensaba casarse con Mary. Ella borró su tristeza con un revés de la mano.

– Me alegro por ti. Me duele un poco tener que compartirte, pero de veras me alegro.

– ¿Y tú? ¿Qué hay de nuevo en tu vida?

– Nada, nada de nuevo. La misma rutina. Es un poco paradójico. Desde aquí todo parece extraordinario, pero allí todo forma parte de la vida cotidiana. Entre un nacimiento y una muerte, hay gente a la que hay que alimentar. Eso es todo. Tengo que sobreponerme. Sabes, no pude coger el vuelo que quería y el que sale dentro de media hora es el último. He facturado mi maleta.

– No me mientas. Cuando viajas sólo llevas esa bolsa. ¿No quieres pasar la noche aquí?

– No. Tengo una cita mañana por la mañana a las siete.

Él pagó la consumición. Al levantarse, contempló el helado que se había derretido en la copa. Los colores se habían mezclado y las almendras yacían en el fondo. Pasó su brazo por encima de los hombros de Susan y se aproximaron juntos a la puerta de embarque.

En el momento de decirse adiós, él la miró directamente a los ojos.

– ¿Estás segura de que todo te va bien, Susan?

– Claro que sí, estoy agotada, eso es todo. Y déjalo, si no me pasaré dos horas ante el espejo comprobando qué es lo que no funciona.

– ¿No me habías escrito que querías hablarme de algo muy importante?

– No que yo recuerde, Philip. O, en cualquier caso, no debía de ser tan importante, porque ya lo he olvidado.

Entregó el billete a la azafata, se dio la vuelta y se hundió en los brazos de Philip. Él puso sus labios sobre los de ella. Sin decir una palabra, ella se dirigió hacia la escalerilla. Philip la siguió con la mirada y gritó:

Last call!

Ella se detuvo y se dio la vuelta muy despacio mientras una sonrisa arrogante iluminaba su rostro. Volviendo sobre sus pasos, caminó lentamente hacia él y a pocos metros le increpó:

– ¿Qué quieres decir con ese last call?

– Lo sabes muy bien.

Hizo un signo autoritario a la azafata, que había hecho un movimiento para impedirle franquear en sentido inverso el mostrador que los separaba. Se acercó hasta casi pegar su cara contra la de Philip y, con un tono de abierta irritación le dijo en voz baja:

– ¡Ya sabes lo que puedes hacer con tu last call, amiguito! ¡Eres tú quien se arriesga, no yo! Cásate y hazle un hijo, si eso te hace feliz. Pero si yo cambiase de vida, si decidiese un día venir a buscarte, te encontraría hasta en las cloacas, y serías tú el que se tendría que divorciar, no yo.

Ella lo cogió de la nuca con fuerza y le estampó un beso en la boca, jugando descaradamente con su lengua. Luego lo rechazó con la misma violencia y se dirigió hacia el avión sin decir una sola palabra. Al final del pasillo gritó: Last call!


El país se veía agitado por los coletazos de la violencia que sacudía a la vecina Nicaragua. En el interior, los rumores hacían temer que la revuelta de los grupos armados cruzase la frontera. El país más pobre de Centroamérica no podría soportar un nuevo cataclismo. La presencia del Peace Corps tranquilizaba a la población. Si algo grave llegaba a suceder, Washington repatriaría a sus miembros. Los comienzos del invierno hondureño se anunciaron, con su lote de destrucción. Lo que no había sido reparado o consolidado desaparecía, destruido por las tormentas y los vientos huracanados. Susan luchaba contra el cansancio físico que se adueñaba de ella día a día. Su estado de salud era más que normal y su moral, acorde con el tiempo.


A mediados de noviembre, Philip llevó a Mary a pasar un fin de semana a la isla de Martha's Vineyard. Una larga caminata a la luz del crespúsculo los condujo a orillas del mar a la misma hora en que las ballenas pasan por delante de la costa. Se sentaron sobre la arena y se abrazaron para contemplar el espectáculo. Al caer la noche las nubes que se acumulaban por encima de sus cabezas les decidieron a volver al albergue lo antes posible.


Bajo los rayos y los truenos que desgarraban el cielo por encima de su casa, Susan no besaba a nadie y buscaba en la cama un sueño que no lograba conciliar.

Tres semanas más tarde, a principios de diciembre, el estado de sitio fue levantado en la vecina Nicaragua y todo el país respiró de nuevo.


En diciembre Philip y Mary fueron de vacaciones a Brasil. Cuando estaban a 10.000 metros de altura, él pegó su cara a la ventanilla, intentando imaginar una cierta costa que se dibujaba bajo un velo de nubes. En algún lugar, allí abajo, había un pequeño techo de chapa ondulada que abrigaba a Susan, que pasó en cama la fiesta de Nochevieja y los siguientes veinte días.


El sol volvió con los primeros días de febrero, y el cielo de sus estados de ánimo se despejó al mismo tiempo.

Susan estaba de pie desde hacía ocho días y su cuerpo se recuperaba; el color volvía a sus mejillas. Su «enfermedad del cansancio», como se decía en el pueblo, había tenido un feliz desenlace. Los campesinos se habían hecho cargo del almacén y unas mujeres se ocuparon del funcionamiento de la escuela y la enfermería. Los jóvenes se habían encargado de la distribución de alimentos, de la que Susan era la responsable. Todos habían unido esfuerzos en estos últimos tiempos y sus relaciones se habían estrechado. Susan caminaba por la calle principal y pasaba por delante de la guardería cuando el cartero se cruzó con ella y se le acercó. La carta procedía de Manhattan y estaba fechada el 30 de enero; había tardado casi dos semanas en llegar.


29 de enero de 1979

Susan:

Acabo de regresar de Río y he pasado dos veces por encima de tu país. Imaginé que volábamos sobre tu casa y que te vería delante de la puerta. ¿Cómo es que jamás fui a visitarte? Quizá simplemente porque no era necesario, porque tú no querías, porque jamás tuve el valor de hacerlo. Tan lejos de mí y a la vez tan cerca. Y, por muy raro que pueda parecer, eres la primera persona (casi he añadido «de mi familia») a la que comunico la noticia: me voy a casar, Susan. Esta Nochevieja se lo pedí a Mary.

La ceremonia será en Montclair el 2 de julio. Ven, te lo ruego. Es dentro de seis meses y tienes tiempo de sobra para arreglarlo todo y asistir. Esta vez no tienes excusas ni pretextos. Necesito que estés a mi lado. Eres lo más valioso que tengo. Cuento contigo. Te beso y te amo.

Philip

Dobló cuidadosamente la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo de su blusa. Levantó la cara hacia el cielo y sus labios se pusieron blancos de la fuerza con que los apretaba. Siguió caminando por la calle y entró en la guardería.


Una vez más Susan revolvía su único armario para elegir las blusas y faldas que se llevaría a Montclair. Al menos era el vigésimo modelo de pajarita que el vendedor mostraba a Philip.

Ella cerraba tras de sí la puerta de su casa. Detrás de él se cerraba la del sastre: en la gran caja de cartón que llevaba en sus brazos iba su traje de boda.

Un campesino la conducía al aeropuerto en el que subiría al pequeño avión con destino a Tegucigalpa, y no importaba que sus alas fuesen rojas y blancas; bajo los puentes de Honduras había corrido mucha agua. Quien lo llevaba al peluquero era Jonathan, su compañero de trabajo, promovido a la categoría de asistente de ceremonia.

Por la ventanilla del avión ella veía cómo el río brillaba a lo lejos. Por la ventanilla del Buick, él veía a los viandantes que deambulaban por las calles de Montclair.

Él recorría las naves de la iglesia con un paso nervioso, a la espera de que alguien acudiera a confirmarle que todo estaba en orden para el día siguiente. Ella paseaba arriba y abajo por la terminal del aeropuerto de Tegucigalpa, a la espera de embarcar en un Boeing que despegaría hacia Florida con cuatro horas de retraso.

Según la tradición, no pasó la noche anterior a la boda en compañía de Mary. Jonathan lo dejó en el gran hotel donde sus padres habían reservado una suite para él. Ella había ocupado su asiento en el avión y el aparato atravesaba ya la capa de nubes.

En el avión, ella comía la cena que le dieron. Él quería acostarse pronto y cenaba frugalmente, sentado sobre la cama.

Ella llegaba a Miami y se estiraba sobre los bancos de la terminal de la Eastern Airlines, con la mano enrollada en la correa de su gran bolsa color caqui. Él apagaba la luz e intentaba conciliar el sueño. La última conexión ya había salido y ella se dormía.

Al amanecer, ella entró en los lavabos del aeropuerto y se colocó delante del gran espejo. Se mojó la cara con agua e intentó arreglarse un poco.

Él se cepilló los dientes delante del espejo, se lavó la cara y puso sus cabellos en orden, frotándose la cabeza.

Ella lanzó una última ojeada a su figura y abandonó el lugar haciendo un gesto dubitativo. Él salió de su habitación y se dirigió a los ascensores.

Ella se dirigió a la cafetería y pidió una café. Él se encontró con sus amigos en el bufé del hotel.

Ella eligió un bollo. Él colocó uno en su plato.

A media mañana él subió a su habitación para comenzar a prepararse. Susan entregó su carta de embarque a la azafata.

– ¿No hay peluquería a bordo?

– Discúlpeme, ¿decía?

– Míreme: ¡En cuanto baje del avión tengo que asistir a una boda y me harán entrar por la puerta de servicio!

– Tendría que continuar, señorita. Está obstruyendo el paso de los demás pasajeros.

Ella se encogió de hombros y subió por la escalerilla. Él cogió la percha del armario y quitó la bolsa de plástico que protegía el esmoquin; de una caja de cartón blanco sacó la camisa y la desdobló. Ella se adormiló en su asiento, con el rostro pegado a la ventanilla.

Cuando todas las piezas que componían su traje estuvieron dispuestas en orden sobre el edredón, entró en el cuarto de baño. Ella se levantó y se dirigió a la parte posterior del aparato.

Él buscó su maquinilla de afeitar, extendió un poco de espuma sobre su barbilla, dibujando con el índice el contorno de la boca, y sacó la lengua a su reflejo en el espejo. En los lavabos, ella se pasó el dedo por los párpados, abrió la bolsa de aseo y se maquilló. El auxiliar de vuelo anunció por el altavoz que el descenso a Newark había comenzado y ella miró su reloj: llegaba tarde. Escoltado por los testigos, él subió a la limusina negra que le esperaba delante del hotel.

La cinta de los equipajes le devolvió su gran bolsa, cuya correa colgó del hombro. Ella caminaba en dirección a la salida. Él acababa de llegar a la entrada de la iglesia, y saludaba y daba la mano al mismo tiempo que subía los escalones.

Ella pasó por delante de la cafetería, se dio la vuelta y, con los ojos húmedos, miró fijamente la pequeña mesa situada junto al ventanal. Él franqueó el umbral de las grandes puertas y, bajo la bóveda de piedra, contempló la nave.

Él comenzó a caminar a paso lento y miró a los lados por entre los invitados que se iban levantando, pero no la vio. Ella lanzó la bolsa sobre el asiento trasero de un taxi que acababa de estacionar junto a la acera; en un cuarto de hora estaría en Montclair.

Todos los invitados se dieron la vuelta al escuchar las primeras notas del órgano. Mary apareció cogida del brazo de su padre bajo la luz diáfana de la entrada. Avanzaba hacia el coro, sin que los rasgos de su rostro traicionasen la emoción. Ambos se contemplaron con fijeza, como si entre ambas miradas hubiese un hilo tendido. Las pesadas puertas se cerraron. Cuando Mary llegó a su lado, él echó una ojeada a los asistentes en busca de un rostro que seguía sin encontrar.

El taxi se detuvo delante de la entrada desierta. ¿Existe una suerte de magia que hace que las aceras queden vacías en torno a los lugares de culto durante los entierros y las bodas? El cansancio del viaje la había vuelto torpe y tenía la sensación de que los escalones se hundían bajo sus pies. Ella empujó suavemente una puerta lateral, entró en la iglesia y dejó resbalar su bolsa al pie de una imagen.

Sorprendida ante la visión de los dos seres que estaban de pie frente al altar, avanzó lentamente por la nave de la derecha, deteniéndose en cada pilar. Cuando llegó a la mitad de la nave los cánticos se interrumpieron para dar paso a un silencio recogido. Estupefacta, ella observaba. El sacerdote reanudó la liturgia y ella su camino. Avanzó hasta la última columna, desde donde veía a Philip de perfil. De Mary sólo podía ver la curva de la espalda y la sedosa cola del vestido de novia. Cuando el oficiante los unió, los ojos de Susan se inundaron de lágrimas. Retrocedió con paso silencioso, guiándose en su retirada con la mano izquierda, que rozaba torpemente los respaldos de los bancos. Recogió la bolsa que había dejado a los pies del arcángel san Gabriel y salió de la iglesia, bajó los escalones y se metió apresuradamente en el taxi. Abrió la ventanilla y contempló las puertas de la iglesia. Entre sollozos contenidos, murmuró en voz baja al mismo tiempo que el sacerdote: «Si alguno de los presentes tiene una razón para oponerse a esta unión, que hable ahora o calle para siempre…».

El taxi arrancó.


Inclinada sobre la bandeja del avión que la conducía de vuelta a Honduras, escribió una carta.


2 julio de 1979

Querido Philip:

Sé lo mucho que debes de sentir el que no pudiera estar a tu lado el día de tu boda. Esta vez no había ni excusa ni pretexto, te lo juro. Hice todo lo posible para asistir, pero en el último momento una lamentable tormenta me impidió viajar. Con el pensamiento he estado contigo durante toda la ceremonia. Debías de estar guapísimo con tu esmoquin, y estoy segura de que tu mujer también estaba preciosa. ¿Quién no lo habría estado en semejantes circunstancias? He seguido mentalmente cada momento de esos instantes mágicos. Sé que ahora eres feliz y parte de esa felicidad hace que yo también lo sea.

He decidido aceptar el puesto que me proponían. Salgo el viernes para instalarme en las montañas y organizar un nuevo centro. Me gustaría escribirte en el curso de los próximos meses, pero estaré a dos días de pista de lo que apenas se parece a nuestra civilización, y enviar y recibir cartas será algo imposible. Sabes, estoy contenta con este nuevo desafío. Me llevaré conmigo la nostalgia de las gentes de este pueblo, de esta casa que Juan me construyó y de los recuerdos que ya contenía. Habrá que comenzar prácticamente de cero, pero la confianza que me han demostrado es prueba del reconocimiento de mis colegas.

Buena suerte, Philip. Más allá de todas mis ausencias y de todas mis faltas. Te amo fielmente desde siempre y para siempre.

Susan

P. D.: De todos modos, no olvides lo que te dije en el aeropuerto…

6

La lluvia resbalaba sobre la cubierta de madera. Instalado bajo la armadura del techo, iluminándose con la luz de una única lámpara, corregía sus últimos esbozos. Al igual que cada fin de semana, Philip recuperaba el retraso acumulado durante cinco días. Había decorado su despacho inspirándose en el estilo Adirondacks. En la pared de la derecha se hallaba la biblioteca. En el lado izquierdo, dos grandes sillones de cuero usado, separados por un pequeño velador y una lámpara de hierro forjado, daban al conjunto un aire hogareño. Colocada en el centro justo de la pieza, su blanca mesa de trabajo tenía la forma de un gran cubo de madera; seis personas podían sentarse cómodamente a su alrededor. De vez en cuando levantaba la cabeza y posaba su mirada en los cristales de la ventana, que temblaban bajo la fuerza del viento.

Antes de volver a sus dibujos lanzó una mirada a la foto de Susan, que en un marco de vidrio descansaba sobre una de las estanterías. Había pasado mucho tiempo desde el día de su boda. En medio de la mesa destacaba la antigua caja que contenía todas sus cartas. Estaba cerrada con un candado, pero la llave siempre se encontraba sobre la tapa.

¿Cuántos años hacía que no se escribían? ¿Siete, ocho, nueve quizá? En un rincón de la habitación se hallaba la escalera que conducía al piso inferior, donde los dormitorios ya se borraban en la penumbra de aquel día sin luz que estaba a punto de terminar. La escalera de madera blanca que estaba delante de la puerta de entrada dividía la planta baja en dos ambientes. Mary había permanecido toda la tarde sentada a la gran mesa de la cocina americana y pasaba lentamente las páginas de una revista, dejando volar sus pensamientos. Desde allí veía a Thomas, su hijo de cinco años, que estaba al otro lado de la puerta de corredera absorto en un juego. Luego dirigió la vista al reloj de pared que estaba colocado encima de la cocina de gas: eran las seis de la tarde. Cerró la revista, se levantó y comenzó a preparar la cena. Philip bajó de su despacho una media hora después, como cada tarde, y le ayudó a terminar de poner la mesa. Después de besarla, sus dos «hombres» se instalaron en el lugar acostumbrado. Thomas fue el más hablador, y comentó su última partida contra los extraterrestres que intentaban invadir la pantalla del televisor.

Al final de la cena, una vez más Philip quiso enseñar a su hijo a jugar al ajedrez. Sin embargo el pequeño encontraba tonto que el alfil sólo pudiese moverse en diagonal y, además, ¿no sería mejor hacer avanzar todos los peones al mismo tiempo para atacar las torres del castillo? La tentativa concluyó en una partida de siete y medio. Luego, esa misma noche, cuando el niño estuviera arropado y le hubiese contado un cuento, Philip bajaría a decirle buenas noches a su mujer y volvería a su despacho. «Prefiero trabajar ahora un rato y mañana tener tiempo para estar con vosotros», argumentaría con una sonrisa a Mary. Estaría a su lado «más tarde», en el sueño y la ternura de sus brazos.

Dejó de llover tan sólo al amanecer. Las aceras mojadas brillaban bajo la pálida luz de la mañana. Thomas ya se había levantado y se dirigía al salón. Mary había oído el ruido de los escalones de la entrada y se puso la bata, que había dejado al pie de la cama. El niño ya estaba al pie de la escalera cuando sonó el timbre y puso la mano sobre el pomo de la puerta para abrirla.

– Tom, ¡te he dicho mil veces que no toques la puerta!

El niño se volvió y miró con fijeza a su madre. Ella bajó y llegó a su lado, apartó a su hijo, que se colocó detrás, y abrió la puerta. Una mujer vestida con un traje chaqueta azul marino, cuya seriedad contrastaba con la atmósfera de aquel domingo de otoño, estaba en el descansillo, tan derecha como un palo.

Mary levantó la ceja izquierda. Cultivaba cuidadosamente esta expresión que desencadenaba las risas de su hijo y la sonrisa de su marido; esta mímica se había vuelto un gesto habitual con el que expresar su asombro.

– ¿Vive aquí el señor Nolton? -preguntó la desconocida.

– ¡Y también la señora Nolton!

– Tendría que ver a su marido, me llamo…

– ¡En domingo y antes de que pase el lechero! ¡Qué oportuno!

La mujer no intentó terminar la frase ni tampoco disculparse por la temprana intrusión. Ella insistió, tenía que ver a Philip lo antes posible. Mary quiso saber qué era lo que justificaba que tuviese que despertar a su marido en el único día de la semana que éste podía descansar. Puesto que el «tengo que verle» no le pareció un motivo suficiente, la invitó a que volviese a una hora más propia.

La mujer lanzó una mirada furtiva al coche que se hallaba estacionado delante de la casa y reiteró su petición.

– Sé que es muy temprano, pero hemos viajado toda la noche y nuestro avión sale dentro de pocas horas. No podemos esperar.

Entonces Mary prestó atención al vehículo que estaba allí aparcado. Un hombre corpulento iba al volante. Había otra mujer en la parte de delante, con la cabeza pegada a la ventanilla. Estaba muy lejos para que Mary lograra distinguir sus rasgos, incluso frunciendo los ojos. Sin embargo, le pareció que sus miradas se cruzaban. Habían bastado unos segundos de distracción para que la intrusa intentase entrar en su casa; había levantado la voz y llamaba a Philip a gritos. Mary le dio con la puerta en las narices.

– ¿Qué sucede?

Philip apareció en lo alto de la escalera. Mary se dio la vuelta, sobresaltada.

– No lo sé. Una loca que quiere hablar contigo -respondió irritada-, y que no quiere confesarme que es una de tus ex. ¡A menos que no sea su compañera, la que espera en el coche que está enfrente de nuestra casa!

– No entiendo nada de lo que dices. ¿Dónde está Thomas? -preguntó medio dormido al bajar por las escaleras.

– En el Senado. ¡Da una conferencia esta mañana!

Pasó por delante de Mary bostezando, la besó en la frente y abrió la puerta. La mujer no se había movido ni un milímetro.

– Perdón por haberle despertado así, pero tengo absoluta necesidad de hablar con usted.

– La escucho -contestó él con un ademán seco.

– ¡En privado! -añadió.

– Puede hablar con libertad delante de mi esposa.

– Tengo instrucciones muy precisas.

– ¿Sobre qué tema?

– Lo de «en privado» forma parte de ellas.

Philip lanzó una mirada interrogadora a Mary. Ella le contestó con uno de sus singulares movimientos de ceja, llamó a su hijo para que fuese de inmediato a desayunar y se dirigió a la cocina. Él hizo entrar en el salón a la dama vestida de azul, que cerró tras de sí las puertas de corredera, desabotonó su traje chaqueta y se sentó en el sofá.


Philip y la mujer todavía no habían terminado. Mary retiraba la mesa del desayuno mientras vigilaba con un ojo el reloj que desgranaba largos minutos; colocó el bol en el fregadero y se dirigió hacia la sala de estar, dispuesta a interrumpir la entrevista que ya se alargaba demasiado. Cuando pasó por delante de la escalera, las puertas del salón se abrieron. Philip fue el primero en salir. Mary quiso adelantarse, pero el gesto que él hizo con la mano hizo que se detuviese. La mujer le saludó con una inclinación de cabeza y se fue a esperar al porche. Él subió los escalones para volverlos a bajar unos momentos después, vestido con un pantalón y un jersey grueso. Pasó por delante de su asombrada mujer sin ni siquiera dirigirle una mirada. Apenas hubo salido, se volvió y le dijo que le esperase dentro. Jamás lo había visto comportarse de forma tan autoritaria.

Desde la ventana que estaba junto a la puerta de entrada, Mary vio cómo él seguía a la mujer que iba a desestabilizar mucho más que un día de domingo.

La mujer que había estado esperando a la derecha del conductor salió del coche. Philip se detuvo y la miró fijamente durante un rato. Ella rehuyó su mirada, abrió la puerta trasera y se sentó. Él dio la vuelta al vehículo y se acomodó a su lado.

Comenzó a caer una lluvia fina. Mary no podía distinguir lo que sucedía en el interior del coche, ni desembarazarse de la ansiedad que la consumía.

– Pero ¿qué están haciendo, por Dios?

– ¿Quién? -preguntó Thomas sin apartar los ojos de la pantalla del televisor.

– Tu padre -murmuró ella.

El niño, absorto en su juego, apenas prestaba atención a su madre. A juzgar por los movimientos de sus brazos, Philip estaba muy agitado. La misteriosa conversación no acababa, y Mary ya pensaba en vestirse y salir, cuando lo vio reaparecer. Semioculto por el coche, le hizo una señal con la mano que parecía decir adiós. Incrédula, Mary pataleó de impaciencia al ver que su marido volvía a subir al Chrysler.

– ¡Tom, tráeme los prismáticos, enseguida!

Al observar la vehemencia de su madre, Thomas comprendió que no era el momento de discutir. Apoyó el botón pause del juego y subió corriendo la escalera. Removió y buscó en una caja de juguetes para coger el objeto, así como también otros accesorios indispensables en los que su madre ni siquiera había pensado. Unos minutos más tarde, pertrechado con el casco, la ropa de combate y el camuflaje verde, y llevando además las cartucheras en bandolera, su cinturón de supervivencia con un cuchillo de goma, el revólver, la cantimplora y el walkie-talkie, se presentó ante Mary, haciendo un saludo militar con el brazo izquierdo.

– Estoy listo -dijo al tiempo que se ponía firme.

Ella no prestó atención alguna al uniforme de su hijo y le arrancó de las manos los prismáticos.

La limitada potencia del artilugio y los múltiples arañazos de los cristales no mejoraron mucho su visión; apenas distinguía a su marido, tapado por la otra pasajera. Él estaba inclinado hacia delante, como si fuese a poner la cabeza sobre sus rodillas. Su ansiedad pudo más que su paciencia y salió al descansillo, con los brazos en jarras. El motor acababa de ponerse en marcha y Mary sintió cómo los latidos de su corazón se aceleraban. La puerta del coche se abrió y Philip reapareció bajo la lluvia. Ella sólo distinguía su cabeza, su cuerpo todavía estaba oculto por el vehículo. De nuevo él hizo un gesto tímido con la mano derecha, retrocediendo un paso, y el coche se alejó lentamente. Mary observaba a Philip, que permanecía inmóvil en medio de la calle desierta, abandonado al único ruido de las gotas al chocar contra el asfalto.

Ella no comprendía lo que estaba viendo.

El brazo tendido de Philip se prolongaba en una mano ligera que se aferraba a la suya. La bolsa de viaje que ella sostenía firmemente con la otra no debía de pesar mucho.

Es así como Mary la vio por primera vez, agarrada a su globo rojo bajo esa luz pálida en la que el tiempo se paraliza. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros, la lluvia resbalaba por su piel mestiza. Parecía sentirse incómoda en sus ropas, que le venían estrechas.

Bajo la tormenta, que empezó a rugir, se dirigieron a la casa a paso lento. Cuando ambos llegaron al porche, Mary quiso saber de inmediato qué era lo que pasaba. Pero él ya había bajado la cabeza, para mejor ocultar su tristeza.

– Te presento a Lisa, la hija de Susan.

Ante la puerta de su casa, una niñita de nueve años miraba de hito en hito a Mary.

– Mamá ha muerto.

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