II

7

Mary se apartó para dejarles entrar en la casa. Cuando se encontraron en el interior, Thomas se puso firme. Mary clavó la mirada en Philip.

– ¡Me he debido de perder algún capítulo, pero supongo que me harás un resumen de la historia!

Él tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. Simplemente le entregó el sobre que llevaba en la mano y, sin esperar, subió a cambiar a la niña. Mary los vio desaparecer en el pasillo y buscó un indicio de respuesta en el papel que acababa de abrir.


Querido Philip:

Si llegas a leer estas líneas, significará que era yo quien tenía razón. A causa de mi carácter, no supe decírtelo en el momento adecuado. Pero acabé haciéndote caso y acepté tener esta criatura, de la que no sé quién es el padre. No me juzgues. La vida aquí es muy diferente a todo lo que te puedas imaginar. Los días son tan duros que con frecuencia tengo necesidad de consolarme con hombres de paso. Para salvarme de la desolación, del abandono de mí misma, de este miedo a morir que me acosa, de esta desesperación idiota de estar sola, para recordarme a mí misma que todavía estaba viva, era necesario que de vez en cuando sintiese el calor de su existencia. Frecuentar la muerte de forma cotidiana significa vivir una profunda e invasora soledad, un contagio. Me había repetido a mí misma cien veces que no había que traer una nueva vida a este universo, pero cuando mi vientre comenzó a redondearse, te hice caso. Llevar a Lisa conmigo era como encontrar aire en el fondo del agua, una necesidad que se hizo vital. Como podrás comprobar, la naturaleza triunfó sobre mis razones. ¿Te acuerdas de la promesa que me hiciste en Newark, que «si sucedía algo» tú estarías siempre ahí? ¡Mi querido Philip, si lees estas líneas es que me ha sucedido algo irreversible! Te hice caso y acepté a Lisa con la certidumbre de que si yo no podía continuar, tú tomarías el relevo de mi propia vida. Perdóname por jugarte esta mala pasada. No conozco a Mary, pero por tus palabras sé que ella tendrá la generosidad de amarla. Lisa es una pequeña salvaje. Los primeros años de su vida no han sido muy agradables. Ofrécele el amor que yo ya no le puedo dar. Te la confío. Dile un día que su madre en otro tiempo fue, y seguirá siendo en tu memoria, así lo espero, tu cómplice. Pienso en vosotros. Te doy un beso, Philip. Me llevo conmigo los mejores recuerdos de mi vida, la mirada de Lisa y los días de nuestra adolescencia.

Susan

Mary arrugó el papel en un esfuerzo por encerrar en aquella bola el sentimiento de rechazo que se instalaba en su corazón. Contempló a su hijo que había conservado la posición de firme e intentó sonreírle: «¡Descansen!». Thomas dio media vuelta y rompió filas.

Estaba sentada a la mesa de la cocina. Sus ojos iban de la ventana a la carta que apretaba entre sus dedos. Philip bajó solo.

– He hecho que se bañara y luego ha querido acostarse. Han viajado toda la noche y no tiene apetito. Creo que no servirá de nada insistir. La he instalado en la habitación de invitados.

Ella permaneció en silencio. Él se levantó, abrió el frigorífico y se sirvió un zumo de naranja, buscando a través de estos gestos anodinos recuperar cierta compostura. Mary no decía nada y seguía a su marido con la mirada.

– No tenemos elección, no puedo entregarla a los servicios sociales. Creo que ya ha tenido su cupo de injusticia y de abandono.

– ¿Ha sido abandonada? -preguntó ella en tono sarcástico.

– Su madre murió y no tiene padre, ¿hay alguna diferencia?

– ¡Y supongo que te propones encargarte de hacer que exista una diferencia!

– ¡Contigo, Mary!

– ¿Por qué no? Paso las horas, los días, los fines de semana y las noches esperándote. He puesto un punto final a mi carrera de periodista para ocuparme de tu casa y tu hijo. En tu vida me he convertido en la perfecta mujer a la sombra. ¿Por qué no iba a continuar dedicándome a ello?

– ¿Crees que tu vida sólo está hecha de sacrificios?

– Ése no es el tema. Hasta el momento era yo quien había elegido esta vida. Pero lo que ahora haces es quitarme ese último privilegio.

– Únicamente me gustaría que compartiésemos esta aventura.

– ¿Ésa es tu definición de aventura? Desde hace dos años te suplico que vivas conmigo otra aventura: la de tener otro hijo. Y desde hace dos años me respondes que no es el momento adecuado, que no disponemos de medios. Dos largos años durante los cuales has ignorado totalmente mis sentimientos. Esta relación, que se supone que era la nuestra, con el tiempo se ha convertido exclusivamente en la tuya. Soy yo quien tiene que compartir tus horarios, tus necesidades, tus preocupaciones, tus obligaciones, tus humores. Y ahora también la hija de otra. ¡Y vaya otra!

Philip no respondió. Se retorcía las manos al tiempo que movía la cabeza sin apartar la mirada de su mujer. Los rasgos de Mary estaban crispados y las pequeñas arrugas que se le habían formado en los ojos -para gran desesperación de ella a juzgar por las largas horas que se pasaba ante el espejo intentando disimularlas- anunciaban la inminente aparición de lágrimas de ira. Incluso antes de que apareciesen, pasó el reverso de su mano por los párpados, como si quisiera evitar así que se le hinchasen los ojos y le saliesen ojeras, inútiles y perjudiciales.

– ¿Cómo sucedió?

– Murió en la montaña, durante un huracán…

– Me da lo mismo. No es eso lo que te pregunto, sino ¿cómo pudiste hacer esa promesa absurda? ¿A qué se debe que nunca me hablaras de ello? No será que no te he oído hablar veces de Susan por aquí, Susan por allá. Había días en que tenía la impresión de que al abrir el armario del cuarto de baño me iba a encontrar con ella.

Philip intentó mantener un tono tranquilo y reposado. La promesa se remontaba a una conversación de hacía diez años. Era una frase «dicha al azar», para tener razón en un debate estéril. Jamás había hablado de ello, porque lo había olvidado y nunca hubiese podido imaginar que una situación semejante se hiciese realidad. De igual modo que tampoco había imaginado que Susan acabaría teniendo un hijo. Además, en los últimos años sus cartas se habían espaciado, y Susan jamás había hecho la menor alusión a su hija. Pero lo que él menos había imaginado es que ella muriese.

– ¿Y qué se supone que tengo que decir ahora? -preguntó Mary.

– ¿A quién?

– A los demás, en la ciudad, a mis amigas.

– ¿Crees que ése es el fondo de la cuestión?

– Para mí es uno de los problemas que se me plantean. Puedes pasar por completo de nuestra vida social, pero yo he tardado cinco años en construirla, y no ha sido gracias a ti precisamente.

– Les dirás que si uno no tiene el corazón lo bastante grande para enfrentarse con este tipo de situaciones, es inútil ir a misa todos los domingos.

– ¡Pero no eres tú quien se va a ocupar de la niña! ¡Tú seguirás trabajando por las noches ahí arriba! ¡Es mi vida la que cambiará por completo!

– No más que si tuviéramos otro hijo.

– No otro hijo. ¡Maldita sea! ¡Nuestro hijo! -Se levantó de un salto-. ¡Yo también me voy a la cama! -gritó mientras subía por la escalera.

– ¡Pero si son las nueve de la mañana!

– ¿Y qué? Hoy es un día bastante anormal, ¿o no?

Al llegar al piso de arriba, caminó con paso firme, se detuvo en la mitad del pasillo, dio media vuelta, dubitativa, y se dirigió hacia la habitación donde Lisa dormía. Entreabrió la puerta sin hacer ruido.

La niña, que estaba tendida en la cama, se dio la vuelta y la miró sin decir palabra. Mary esbozó una sonrisa forzada y cerró la puerta. Luego entró en su habitación y se echó sobre la cama, la vista clavada en el techo mientras apretaba los puños con el fin de dominar su ira. Philip entró, se sentó a su lado y le cogió la mano.

– Lo siento mucho. No te puedes imaginar cuánto lo siento.

– No, no lo sientes. Jamás pudiste tener a la madre, y ahora tienes a la hija. Yo soy la que lo siente. Jamás quise ni a la una ni a la otra.

– No tienes derecho a decir esas cosas en un día como hoy.

– En un día como hoy no sé cómo no decir según qué cosas, Philip. Hace dos años que pones mala cara, que eludes el tema, que te estás distanciando de mí con mil y una excusas, siempre buenas porque son tuyas. Tu Susan te envía a su hija y todos los problemas se van a solucionar como por arte de magia. Sin embargo, olvidas un detalle: es una historia que procede de tu vida, no de la mía.

– Susan ha muerto, Mary, y yo no tengo nada que ver en eso. Tú puedes pasar totalmente de mi dolor, pero no de una niña. ¡Maldita sea! ¡No de una niña!

Mary se incorporó. Su voz, dominada por la rabia, temblaba cuando gritó: «¡A la mierda con tu Susan!».

Philip miró fijamente el alféizar de la ventana para evitar cruzarse con su mirada: «¡Pero mírame, maldita sea! Al menos ten el valor de mirarme a la cara!».

En la habitación, a la que llegaban sonidos confusos, Lisa se movió bajo el edredón y hundió la cabeza en la almohada. Apretaba su rostro con tanta fuerza que sus cabellos se confundían con la funda.

Los gritos eran menos perceptibles que los ruidos de algunas tormentas, pero el miedo que le inspiraban era el mismo. Le hubiese gustado dejar de respirar, pero sabía que eso era imposible. Todos los intentos de las dos semanas anteriores habían fracasado. Con un nudo en el estómago, se mordía la lengua cada vez con más fuerza, como su madre le había enseñado hacer: «Si sientes el gusto de la sangre en la boca, es que aún estás viva. Y cuando estés en peligro, sólo debes pensar en una cosa: en no abandonar, en no renunciar, en seguir con vida». El líquido tibio se deslizó por su garganta. Ella se concentró en esta sensación e intentó no pensar en nada más. Desde el fondo del pasillo continuaban llegando las exhortaciones de Philip, a veces entrecortadas por momentos de silencio. A cada erupción de cólera, ella hundía su rostro un poco más en la almohada, como si los ríos de palabras la fuesen a arrastrar. A cada efervescencia, cerraba un poco más los ojos, hasta el punto de que a veces veía estrellas en sus párpados.

Oyó un portazo en la habitación contigua y los pasos de un hombre que bajaba por la escalera.

Philip entró en el salón y se dejó caer en el sofá. Puso los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos. Thomas esperó unos minutos antes de romper el silencio.

– ¿Jugamos una partida?

– Ahora no, pequeño.

– ¿Dónde están las chicas?

– Cada una en su habitación.

– ¿Estás triste?

No hubo ninguna respuesta. Sentado sobre la moqueta, el niño se encogió de hombros y volvió a su juego.

A veces el mundo de los adultos es muy extraño. Philip se sentó detrás de él y lo rodeó con sus brazos.

– Todo va a salir bien -dijo Philip con voz apagada y cogió uno de los mandos del juego-. ¿A qué quieres perder?

En la primera curva, el Lamborghini de Thomas sacó de la pista al Toyota de su padre.

Mary bajó al mediodía. Sin decir una palabra se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y comenzó a preparar el almuerzo. Comieron los tres solos. Lisa al fin se había dormido. Thomas se decidió a hablar:

– ¿Se va a quedar en casa? No es normal que ella sea la mayor. ¡Yo estaba aquí antes!

Mary dejó caer la ensaladera que llevaba a la mesa y fulminó con la mirada a Philip, que no respondió a la pregunta de su hijo. Thomas, divertido, contempló la ensalada desparramada por el suelo al tiempo que mordía con fuerza su mazorca de maíz. Se dirigió a su madre:

– ¡Puede ser divertido! -añadió.

Philip se levantó para recoger los trozos de vidrio esparcidos por el suelo.

– ¿Qué puede ser divertido? -preguntó al niño.

– Yo quería tener un hermano o una hermana. Pero no quería que sus lloros me despertasen por la noche. ¡Y los pañales huelen mal! Además, ella es demasiado mayor para quitarme los juguetes. El color de su piel es bonito. En la escuela me tendrán envidia por…

– ¡Creo que hemos comprendido tu punto de vista! -añadió Mary sin dejarle terminar la frase.

La lluvia era ahora mucho más intensa y no dejaba entrever la posibilidad de salir a pasear. Sin decir nada, Mary preparó un sandwich.

Sobre una rebanada de pan, que untó con mahonesa, puso lechuga y luego una loncha de jamón; a continuación sustituyó el jamón por un trozo de pollo. Tras dudar otra vez, sustituyó el pollo por el jamón y colocó la otra rebanada de pan. Finalmente puso el sandwich en un plato y lo protegió con un papel de celofán antes de meterlo en el frigorífico.

– Si cuando la niña se despierta tiene hambre, hay un plato con algo de comer en el frigorífico -dijo.

– ¿Te vas? -preguntó Thomas.

– Voy a pasar la tarde en casa de mi amiga Joanne. Volveré a la hora de tu baño -contestó ella.

Subió a cambiarse. Al salir de casa dio un beso a su hijo mientras clavaba la mirada en Philip, que estaba en la escalera. El resto del día transcurrió como cualquier otro domingo de otoño: los largos minutos no se distinguían unos de otros, salvo por la cada vez más débil luz. Ella regresó hacia las cinco de la tarde y se ocupó de Thomas. Lisa aún dormía cuando se sentaron a la mesa para cenar.

Se tomó su tiempo en el cuarto de baño, esperando deliberadamente a que Philip estuviese acostado para entrar en el cuarto. Apagó la luz al entrar y se echó en el borde de la cama. Philip dejó pasar algunos minutos y rompió el silencio.

– ¿Le has contado todo a Joanne?

– Sí, he vaciado mi saco, si es eso lo que te interesa saber.

– ¿Y qué te ha dicho?

– ¿Qué quieres que me haya dicho? ¡Que es espantoso!

– Ésa es la palabra: espantoso.

– Se refería a lo que me pasa a mí, Philip. Ahora déjame dormir.

Philip había dejado encendida la luz del pasillo para que Lisa encontrara el camino al cuarto de baño si se despertaba. A las tres de la madrugada los ojos de la niña se abrieron como los de una lechuza. Escrutó la habitación sumida en la penumbra, intentando recordar dónde estaba. El árbol que se inclinaba contra la ventana sacudía frenéticamente sus ramas, pareciendo agitar unos brazos demasiado largos. Las copas de los árboles chocaban contra los cristales, como si quisieran desprenderse de las gruesas gotas de lluvia. La niña se levantó, salió al pasillo y bajó la escalera con pasos silenciosos. En la cocina abrió el frigorífico, sacó el plato, levantó por una esquina la hoja de celofán, olió el sandwich y lo volvió a colocar en la parrilla del frigorífico.

Cogió un paquete de pan, sacó una rebanada, tomó del frutero un plátano, que aplastó con el tenedor y mezcló con azúcar moreno, y a continuación untó cuidadosamente la mezcla sobre la rebanada de pan para devorarla con apetito voraz. Después colocó cada cosa en su sitio y, haciendo caso omiso del lavavajillas, fregó el plato y todo lo que había en el fregadero. Al salir, lanzó una última mirada a la cocina y, siempre a oscuras, volvió a su cama.

Pasaron ocho días en los que Mary sintió que en su vida se establecían las fronteras de un universo que no era el suyo. Puesto que cuando Lisa nació la habían inscrito en el consulado, su nacionalidad estadounidense no fue cuestionada. La carta de Susan, que contenía la entrega definitiva a Philip de la pequeña Lisa, nacida el 29 de enero de 1979, a las 8 horas y 10 minutos en el valle de Sula, Honduras, de la señorita Susan Jensen y de padre desconocido, había sido inscrita al término de una larga serie de molestas gestiones. A pesar de que los compañeros de Susan tuvieron la buena idea de autentificar el documento ante un notario de la embajada de Estados Unidos antes de acompañar a la niña a Nueva Jersey, Philip y Lisa pasaron el lunes visitando los dédalos de la administración. Tuvieron que recorrer pasillos y subir por la gran escalera de piedra blanca que conducía a una inmensa sala de paredes recubiertas de madera un poco parecida a las del palacio presidencial, del que Susan había hablado a su hija en alguna ocasión. Al principio Lisa había tenido un poco de miedo. ¿Acaso su madre no le decía que los palacios eran lugares peligrosos, llenos de militares y policías? Jamás la quiso llevar consigo cuando iba a estos sitios. Sin embargo, el presidente que vivía en este palacio no debía de ser un hombre muy importante, ya que sólo había dos soldados cerca de la entrada, donde te obligaban a dejar las bolsas, como en el aeropuerto. Para escapar del aburrimiento, la pequeña había contado las baldosas del suelo. Por lo menos había mil: quinientas marrones y quinientas blancas, aunque no había podido terminar de contarlas porque el hombre que estaba detrás del mostrador acababa de indicar a Philip la dirección que debía seguir, la de otra escalera con una alfombra roja y negra. Habían ido de una oficina a otra recogiendo papeles de colores diferentes para después hacer varias colas ante diversas ventanillas. «Era una gincana gigante, inventada exclusivamente para los mayores», salvo que, por la cara de aburrimiento que ponían los que estaban a cargo de la organización no parecía ser muy divertida. Cuando Philip entregaba el impreso correctamente rellenado, el hombre o la mujer que se hallaba sentado detrás del cristal ponía un sello sobre el papel y le entregaba un nuevo cuestionario, que también había que rellenar y luego entregar en otra ventanilla. De inmediato se adentraban en otro pasillo, a veces el mismo pero en sentido inverso, aquel que tenía treinta y una lámparas en el techo, dispuestas a razón de una cada diez baldosas blancas y negras del pavimento, el más largo y el más ancho, y subían por una escalera en busca de la persona que los enviaría a la nueva etapa. Philip la llevaba de la mano, pero Lisa se obstinaba en caminar a su lado o delante de él. Odiaba la idea de que la cogiesen de la mano; su madre nunca había hecho algo semejante. Cuando se hallaron de regreso en el coche, él tenía aspecto de estar satisfecho. Se marcharon llevando consigo una hoja de color rosado que provisionalmente lo convertía en su tutor legal. Deberían volver al cabo de seis meses para mantener una entrevista con un juez, que concedería la filiación adoptiva definitiva. Lisa se juró preguntar lo que significaban las palabras «tutor» y «filiación adoptiva», pero lo haría «más adelante, no ahora». En casa, Mary aún parecía sentirse contrariada. «Era porque no había ganado nada por lo que ponía esa cara. Pero eso no era justo, porque ella no les había acompañado y se había quedado en casa.»

El martes lo dedicaron a matricular a Lisa en la escuela. Ella no podía imaginar que hubiese escuelas tan grandes. Susan le había hablado de la universidad… La pequeña se preguntó si Philip no se equivocaba en relación a su edad. El gran patio estaba cubierto de un pavimento que se hundía un poco bajo los pies; en un ángulo había escaleras de todos los colores, columpios y dos toboganes, que miró con insistencia.

Una campana sonó mientras se dirigían al fondo del patio. El sonido no tenía nada que ver con el que ordenaba a la gente refugiarse cuando se aproximaba un huracán, se trataba de un débil tañido que intentaba impresionar haciendo más ruido del que en realidad podía hacer. Esfuerzo inútil: Lisa había oído campanas mucho más potentes. Cuando la campana del pueblo llamaba a misa o para que la gente se reuniese en la plaza, las vibraciones penetraban en su pecho y hacían tamborilear su corazón sin que ella supiese el porqué. A su madre, que la sermoneaba para que aprendiese a superar el miedo, le decía que lo que la hacía llorar era el polvo en suspensión que transportaba el aire. Cuando la campana enmudeció, una riada de niños se precipitó hacia fuera. Quizás ahora también hubiera algún peligro.

La planta baja del edificio estaba constituida por un patio interior donde los escolares se refugiaban los días de lluvia. En su país de origen, cuando llovía no siempre se podía ir a la escuela. Tomaron la escalera central. En la primera planta había un largo pasillo que conducía a las aulas, pobladas de pupitres idénticos. ¡Lisa se preguntó cómo habían hecho para conseguir tantos! Tuvo que esperar detrás de una puerta amarilla mientras Philip hablaba con la directora del centro en su despacho, la cual le sería presentada más tarde. Era una mujer grande, cuyos cabellos blancos estaban recogidos en forma de moño; su amplia sonrisa no lograba ocultar su autoridad. La mañana terminaba y abandonaron el lugar. Philip se detuvo delante de las rejas y se arrodilló a la altura de la niña.

– Lisa, tienes que contestar cuando la gente te hable. Prácticamente no he oído tu voz desde hace dos días.

La niña se encogió de hombros y hundió un poco más la cabeza en su cuello.

En el interior del MacDonald's al que Philip la llevó a comer, la pequeña se quedó fascinada con los anuncios publicitarios que estaban colgados encima de las cajas registradoras. Cuando se acercó al mostrador, él le preguntó qué quería. Pero ella se dio la vuelta, sin mostrar interés alguno por la comida; sólo el gran tobogán rojo que había en el exterior del edificio parecía atraer su atención. Philip insistió, pero Lisa guardó silencio, con la mirada perdida al otro lado de la ventana. Él se agachó y con el dedo movió la barbilla de la niña.

– Me gustaría que jugases, pero llueve.

– ¿Y qué? -preguntó ella.

– Quedarás empapada.

– En mi país llueve todo el tiempo y la lluvia es mucho más fuerte. Y si no fuésemos a hacer lo que nos gusta porque nos mojamos, nos moriríamos. No es así como la lluvia te mata, no has entendido nada. ¡Tú no la conoces! ¡Yo sí!

La cajera les pidió que se apartasen si no iban a pedir nada, puesto que los demás clientes se impacientaban. Lisa de nuevo había vuelto la cabeza y contemplaba el tobogán de la misma manera que un prisionero observa la línea de un horizonte imaginario más allá de los barrotes de su celda.

– Si me tirase por el tobogán quizá llegaría a mi país. Es como en los sueños. Estoy segura de que si deseo algo con fuerza puede llegar a pasar.

Philip pidió disculpas a la camarera y cogió la mano de Lisa. Salieron del local. Ahora la lluvia era más intensa y en el aparcamiento se formaban grandes charcos. Él caminó de forma intencionada sobre cada uno de ellos, dejando que los zapatos se hundiesen en el agua.

Al pie de la escalera, cogió a Lisa en sus brazos y la puso en el tercer escalón del tobogán.

– Supongo que sería ridículo que te dijese que tengas cuidado. Allí nunca te caías.

– ¡Sí!

Ella subió por los barrotes de uno en uno, sin prestar atención a las ráfagas de viento. Él la adivinó feliz, ignorante del instante futuro, como un animal que ha sido devuelto a su medio natural.

Al pie del gran tobogán rojo, de colores difuminados por la oscuridad del cielo, un hombre empapado mantenía los brazos abiertos para acoger a una niña que se lanzaba con los ojos fuertemente cerrados porque creía que así su sueño se haría realidad. Cada vez que se lanzaba, él la recogía, abrazándola, y la volvía a colocar en el tercer barrote de la escalera.

Ella hizo tres intentos. Luego se encogió de hombros y le dio la mano.

– ¡No funciona! Nos podemos ir.

– ¿Quieres comer algo?

Ella negó con la cabeza y lo llevó al coche. Al subir en el asiento trasero, le dijo al oído.

– ¡De todas maneras me ha gustado! La tormenta aún no había pasado.

Cuando llegaron a casa, Mary se hallaba sentada en el salón. Se levantó de un salto y se puso en medio de la escalera.

– No vais a ir a ninguna parte así, empapados como estáis. Hace sólo una semana que se limpiaron las moquetas. Quitaos los zapatos y la ropa, ahora bajo con unas toallas.

Philip se quitó la camisa y ayudó a Lisa a hacer lo mismo. Ella encontraba estúpido que hubiese moquetas si no se podía caminar sobre ellas. En su país todo era más práctico: el suelo era de madera y en él se podía hacer todo lo que una quisiera, porque se pasaba la bayeta y todo quedaba limpio de nuevo. Mary frotaba los cabellos de Philip, quien, a su vez, secaba los de Lisa. Les preguntó si habían pasado por un túnel de lavado y habían dejado las ventanillas abiertas. Luego les ordenó que subiesen a cambiarse. El mal tiempo les impidió salir y la niña pasó la tarde descubriendo la casa.

Ella había subido al despacho de Philip. Tras empujar la puerta y entrar, se había deslizado detrás de la gran mesa, desde donde espiaba a Philip, que se dedicaba a repasar el contorno de un dibujo. Luego se puso a examinar la habitación y sus ojos se detuvieron en la fotografía de Susan, que contempló largo rato. Jamás había visto a su madre tan joven y jamás había constatado el parecido que iba surgiendo entre ambas con el transcurso del tiempo.

– ¿Crees que un día seré más vieja que ella?

Philip levantó la cabeza de su dibujo.

– Ella tenía veinte años en esa foto. La tomé en el parque la víspera de su marcha. Yo era su mejor amigo, sabes. Cuando yo tenía tu edad le regalé la medalla que siempre llevaba colgada del cuello. La puedes ver si te acercas un poco más. Entre nosotros no había secretos.

Arrogante, Lisa clavó su mirada en él.

– ¿Sabías que yo había nacido?

Luego salió sin decir nada. Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el vano de la puerta antes de dirigir la mirada hacia la pequeña caja que contenía las cartas de Susan. Puso la mano sobre la tapa, dudó un momento y renunció a abrirla.

Sonrió tristemente al retrato que estaba colocado en la estantería y reanudó su trabajo.

Lisa bajó al cuarto de baño y abrió el armario que contenía los productos de belleza de Mary. Cogió un frasco de perfume, apretó el pulverizador y aspiró el aroma de vetiver que se esparció en el aire. Hizo un gesto, dejó el frasco y salió del cuarto. La siguiente visita fue a la habitación de Thomas, que carecía de interés. La gran caja sólo contenía juguetes de niño. El fusil que estaba en la pared le dio escalofríos. ¿También aquí había soldados que podían venir a quemar casas y matar a sus habitantes? ¿Qué peligro existía en una ciudad donde las vallas no habían sido arrancadas y cuyas paredes no mostraban impactos de bala?

Mary acababa de preparar la cena y estaban sentados a la mesa de la cocina. Thomas, a quien habían servido el primero, trazaba surcos sobre el puré con el tenedor. Había colocado los guisantes en formación de convoy, que se dirigía a un garaje imaginario situado bajo la loncha de jamón. Uno de sus camiones verdes rodeaba metódicamente el pepinillo que sostenía la bóveda, la dificultad del ejercicio consistía en evitar el bosque de espinacas, lugar de todos los peligros. Sobre su servilleta de papel, Philip dibujaba con un carboncillo el rostro de Mary. Sobre la suya, Lisa esbozaba a un Philip dibujando.


El miércoles él se la llevó consigo a comprar al supermercado. Lisa jamás había visto algo semejante: en aquel lugar había más comida que la que nunca había en todo su pueblo.

Todas las salidas de la semana fueron pretextos para descubrir las originalidades de ese universo que su madre le describía como el «país de antes». Lisa, entusiasta, a veces celosa y amedrentada, se preguntaba cómo podría llevar un trozo de este mundo a los que se encontraban en su país, en aquellas calles llenas de polvo que ella tanto echaba de menos. Al irse a dormir evocaba imágenes que la reconfortaban: la callejuela de tierra que separaba su casa del hospicio que su madre hiciera construir o las miradas calurosas de los habitantes del pueblo, que siempre la saludaban cuando pasaba. El electricista, que jamás quería aceptar dinero de su madre, se llamaba Manuel. Recordaba la voz de la maestra que iba una vez por semana a darle clase en el almacén donde se guardaban los alimentos, la señora Casales; siempre llevaba consigo fotografías de unos animales increíbles. Se hundió en los brazos de Enrique, el transportista, al que todos conocían como el Hombre de la Carreta.

En su sueño oyó los cascos de su asno al golpear contra la tierra seca. Ella lo siguió hasta la granja. Atravesó los campos de colza, cuyos altos tallos amarillos la protegían del sol ardiente, y llegó a la iglesia; las puertas estaban entreabiertas desde que una lluvia deformara los marcos. Avanzó hacia el altar por el pasillo central mientras los habitantes del pueblo la miraban sonriendo. Al llegar a la primera fila, su madre la cogió y la abrazó. El perfume de su piel, en la que el sudor se mezclaba con el olor a jabón, penetró en su nariz. La luz bajó de intensidad, como si el día se pusiese con demasiada rapidez, y el cielo se oscureció de pronto. Nimbado por una claridad opalina, el asno entró en la iglesia majestuosamente y contempló el conjunto con aire confundido. La tormenta estalló de forma brutal y las paredes de la iglesia parecieron encogerse.

Se oyó el ruido sordo del agua que bajaba de la montaña. Los campesinos se arrodillaron, con las cabezas gachas, uniendo sus manos para suplicar aún con mayor fervor. Le costó darse la vuelta; era como si el peso del aire impidiese sus movimientos. Los dos batientes de madera reventaron hechos pedazos y el torrente penetró en la nave. El asno fue levantado del suelo, intentó desesperadamente mantener los ollares por encima de las aguas y lanzó un último relincho antes de ser tragado por el torbellino. Cuando ella abrió los ojos, Philip estaba a su lado y le cogía la mano. Acariciaba sus cabellos y le murmuraba aquellas dulces palabras con las que se intenta imponer silencio a los niños cuando sólo los gritos podrían liberarlos del miedo. Pero ¿qué adulto se acuerda de esos espantos?

Ella se sentó bruscamente en la cama y se pasó la mano para quitarse las gotas de sudor que perlaban su frente.

– ¿Por qué mamá no se ha venido conmigo? ¿Para qué sirven mis pesadillas si ella no se despierta también a mi lado?

Philip hizo ademán de abrazarla, pero la pequeña lo rechazó.

– Hace falta tiempo -dijo él-. Ya lo verás, sólo un poco de tiempo y todo irá mejor.

Él se quedó a su lado hasta que la niña se durmió. Al regresar a su habitación no encendió la luz para no despertar a Mary. Buscó la cama a tientas y se metió entre las sábanas.

– ¿Qué hacías?

– Basta, Mary.

– Pero ¿qué he dicho?

– ¡Nada, precisamente!


Aquel sábado se podía confundir con el anterior, la lluvia constante había vuelto a golpear los cristales de la casa. Philip se había encerrado en su despacho. En el salón, Thomas liquidaba extraterrestres en forma de media calabaza que descendían por la pantalla del televisor. Sentada en la cocina, Mary pasaba las páginas de una revista. Dirigió su mirada a la escalera, cuyos escalones desaparecían en la penumbra de la primera planta. A través de las puertas de corredera del salón adivinó la espalda de su hijo inclinado sobre el juego. Contempló a Lisa, que dibujaba delante de ella. Dirigiendo su cara hacia la ventana, Mary se sentía embargada por la tristeza del cielo en aquella tarde taciturna y silenciosa. Lisa levantó la cabeza y sorprendió el dolor que corría por las mejillas de la mujer. La escrutó así unos instantes y la cólera que le invadió deformó su rostro de niña. Saltó al instante de la silla en la que estaba sentada y se dirigió con paso firme hacia el frigorífico, que abrió con brusquedad para coger dos huevos, una botella de leche y cerrarlo al fin de un portazo. Tomó un bol en el que comenzó a batir la mezcla con una fuerza que sorprendió a Mary. La pequeña añadió, muy segura de sí misma, azúcar, harina y otros ingredientes, que fue cogiendo uno a uno de las estanterías.

– ¿Qué haces?

La niña miró a Mary directamente a los ojos, el labio inferior le temblaba.

– En mi país llueve, pero no son lluvias como aquí, sino verdaderas lluvias que caen sin parar durante días y días. Y la lluvia entre nosotros es tan fuerte que siempre acaba por encontrar la manera de colarse en el interior de las casas. La lluvia es inteligente, mamá me lo dijo. Tú no lo sabes, pero siempre quiere más y más.

La ira de la niña se incrementaba con cada palabra. Encendió el gas y puso una sartén en el fuego. Continuó lo que estaba haciendo, interrumpiéndose únicamente para lanzar un nuevo comentario.

– La lluvia intenta ir más allá. Si no tienes cuidado, acaba por alcanzar su objetivo. Se te cuela en la cabeza para ahogarte y, cuando lo ha logrado, escapa por los ojos para ir a ahogar a otra persona. Yo no miento. He visto la lluvia en tus ojos, te ha costado retenerla. Ya es demasiado tarde. La has dejado entrar. ¡Has perdido!

Mientras proseguía con su monólogo exaltado, vertió el espeso líquido y vio cómo se doraba en el fuego.

– Esa lluvia es peligrosa porque te arranca trozos de cerebro y acabas por renunciar, y es así como mueres. Yo sé que eso es verdad. En mi país vi a gente que moría porque se había rendido. Luego Enrique los transportaba en su carreta. Mamá, para protegernos de la lluvia, para impedir que nos hiciese daño, tenía un secreto…

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, con un gesto rápido hizo que la crep diese una vuelta en el aire. Dorada, la tortita giró sobre sí misma mientras se elevaba lentamente hasta quedar adherida al techo, justo encima de Lisa, que la señalaba con el dedo. Con el brazo tan tenso como la cuerda de un arco a punto de romperse, gritó a Mary:

– Es el secreto de mamá: hacía soles en el techo. Mira -dijo al tiempo que señalaba con todas sus fuerzas la crep adherida al techo-. ¡Pero mira! ¿Puedes ver ese sol?

Sin esperar la respuesta envió otra crep junto a la primera. Mary no sabía cómo reaccionar. Cada vez que volaba una tortita, la niña dirigía orgullosamente su índice al aire y gritaba:

– Ahora ves los soles. ¡Así que ya no tienes por qué llorar!

Atraído por el olor, Thomas asomó la punta de la nariz por la puerta. Se detuvo y contempló la escena. Vio a Lisa en primer lugar, que en su nerviosismo le hacía pensar en un personaje de cómic. Después observó a su madre. Decepcionado, no descubrió ninguna crep.

– ¿No me habéis dejado ninguna?

Lisa mojó con malicia su dedo en la pasta azucarada y se lo metió en la boca, haciéndolo girar. A continuación lanzó una mirada furtiva al techo.

– ¡Tendrás una en dos segundos! ¡No te muevas!

La tortita cayó sobre el hombro del niño, que se asustó. Miró el techo y soltó una carcajada, como si el mundo entero hubiese venido a hacerle cosquillas. Lisa sintió que la rabia que se había adueñado de ella remitía, dejó la sartén y sonrió. Le habría gustado dominar la risa que la iba embargado, pero no lo consiguió y las carcajadas de ambos niños resonaron en la habitación. Mary no tardó en sumarse a aquella risa loca. Philip entró en la cocina, y se encontró con un espectáculo de lo más inesperado. Sintió el aroma dulce que inundaba la habitación y también buscó a su alrededor.

– ¿Habéis hecho creps y no habéis dejado ninguna para mí?

– Sí, sí -dijo Mary con los ojos húmedos-. ¡No te muevas!

Pegada al frigorífico, Lisa reía a carcajadas. Thomas, jadeando, se había tirado al suelo.

La risa de Philip despertó la atención de Mary, cuyos ojos se dirigieron de su hijo a él, de él a Lisa, para luego recorrer el camino inverso. Contemplaba a los tres, espectadora de una complicidad tan súbita como endiablada y en la que ya no participaba en absoluto. Adquirió plena conciencia de la alegre melodía que se había adueñado de su casa y advirtió la ternura de la sonrisa que se había dibujado en los labios de Philip, el cual miraba a Lisa. La expresión de la niña era muy semejante a la de la mujer de la foto que estaba colocada sobre la repisa del despacho de su marido; salvo por el color oscuro de la piel, Lisa era el vivo retrato de su madre. En la mirada que se cruzó con Philip, Mary comprendió en un instante…

A su casa había llegado una niña que «para echar a la lluvia del fondo de los ojos» inventaba soles bajo el techo. Y eso no le gustaba. Pero ella llevaba en sí todas las razones y las sinrazones del alma de otra mujer que desde siempre acosaba las emociones prohibidas del hombre al que ella amaba.

Philip también la miró, y su sonrisa se transformó en ternura. Salió de la cocina, se dirigió al garaje y cogió una escalera plegable, que trajo bajo el brazo. La abrió y se subió a ella. Desde el último peldaño despegó una crep.

– ¿Me podrías pasar un plato? Todos no podemos comer aquí arriba. Sólo hay una escalera. No sé vosotros, pero yo comienzo a tener hambre.

La cena concluyó con intercambios cómplices entre un niño y su padre, e indiscretos entre Mary y Lisa.


Al terminar el episodio de Murphy Brown subieron a acostarse. En el pasillo que les conducía a sus respectivos cuartos de baño, Mary pidió a Lisa que se cepillara los dientes. Cuando estuviese en la cama, iría a arroparla. Siguió un momento de silencio y vio que Lisa no se había movido. A sus espaldas, escuchó cómo la niña preguntaba:

– ¿Qué significa arropar?

Mary se dio la vuelta e intentó disimular su turbación, pero su voz tembló:

– ¿Cómo que qué significa arropar?

Lisa se había puesto con los brazos enjarras.

– Sí. ¿Qué significa arropar?

– ¡Lisa, ya lo sabes! Te vendré a ver y te daré un beso antes de que te duermas.

– ¿Y por qué me ibas a dar un beso? Hoy no he hecho nada bueno.

Mary observó a la niña en su postura inmóvil. Su aplomo la hacía tan fuerte y frágil como aquellos animales pequeños que hinchan el cuerpo para intentar intimidar al predador. Se le acercó y la acompañó hasta el lavabo. Mientras la pequeña se cepillaba los dientes, Mary se sentó al borde de la bañera y examinó la cara de la niña en el espejo.

– No te cepilles demasiado fuerte. He notado que tus encías sangran durante la noche. Te llevaré al dentista.

– ¿Y para qué voy a ir al médico si no estoy enferma?

Lisa se secó cuidadosamente el borde de la boca y colocó la toalla sobre el radiador.

Mary le tendió la mano, pero la niña hizo caso omiso y salió del cuarto de baño. Mary la siguió al dormitorio y esperó a que se metiese bajo las sábanas para sentarse a su lado. Entonces le pasó la mano por el pelo, se inclinó sobre su frente y le dio un beso.

– Duerme. Pasado mañana comienzas el cole y tienes que estar en forma.

Lisa no respondió nada. Sin embargo, un buen rato después de que la puerta se cerrara aún permanecía con los ojos abiertos, escrutando la penumbra.


El primer curso escolar de Lisa comenzó desde el silencio de una adulta prisionera aún por mucho tiempo en el cuerpo de una niña. Nadie oía su voz, apenas sus profesores cuando le hacían alguna pregunta, lo cual no sucedía a menudo puesto que pocos se interesaban por ella, convencidos como estaban de que repetiría curso. En la casa tampoco hablaba mucho, respondía con movimientos de cabeza o algunos borborigmos que salían del fondo de su garganta. Le hubiese gustado ser más pequeña que las hormigas a las que alimentaba en el alféizar de la ventana. Pasaba noches enteras atrincherada en su habitación, donde en realidad no hacía más que una sola y única cosa: coleccionar imágenes de su vida «de antes», hasta formar una larga sarta de recuerdos, un filamento de esperanzas sobre el que se paseaba. De este universo, que era el suyo, escuchaba el crujir de las piedras bajo las ruedas del Jeep anunciando que Susan había vuelto. Surgía entonces de lo más profundo de su memoria aquel olor denso a tierra húmeda mezclada con agujas de pino. Luego, a veces, como por arte de magia, oía la voz de su madre a lo lejos, entre el rumor de los árboles.

Con frecuencia, durante la noche era la voz de Mary la que la devolvía a la realidad, a un mundo extranjero donde la única escapatoria que tenía era el reloj de pared, que a fuerza de desgranar minutos acabaría por hacer que los años pasaran.


Llegó la Navidad y los tejados adornados con guirnaldas se recortaban contra la noche. En el coche, de retorno de Nueva York, adonde había acompañado a Mary para hacer las últimas compras, Lisa no se resistió a exponer su punto de vista.

– Deberíamos enviar la mitad de esas bombillas que no sirven para nada a mi país, así habría luz en todas las habitaciones.

– Tu país -replicó Mary- es éste donde vivimos, en una pequeña calle de Montclair en la que todas las familias ya tienen luz. No hay nada malo en vivir bien. Deja de pensar todo el tiempo en todo lo que no hay allí y deja también de decir que tu país es aquél. Tú no eres hondureña. Que yo sepa eres estadounidense. Tu país es éste.

– ¡Cuando sea mayor, podré elegir mi nacionalidad!

– Hay gente que arriesga la vida para venir a vivir aquí. Deberías ser feliz.

– ¡Es porque ellos no tienen la posibilidad de elegir!


En el curso de los siguientes meses, Philip logró recomponer una familia. Su trabajo le dejaba cada vez menos tiempo libre y hacía malabarismos con los minutos que tenía disponibles para intentar crear momentos relajantes y divertidos. El viaje de Pascua a Disneyworld fue parte de sus tentativas en este sentido y, a pesar de las discusiones casi diarias entre Lisa y Mary, las vacaciones dejaron la huella de un primer buen recuerdo. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas le pareció que dos parejas vivían bajo el mismo techo. Lisa y él por un lado, y su esposa y su hijo por el otro.


A principios de aquel verano de 1989, Philip llevó a Lisa al otro extremo del estado de Nueva York. Al término de un largo y silencioso viaje, el vigilante de la entrada del campamento de pesca los acompañó hasta el pequeño bungalo. El hombre había dirigido algunos guiños cómplices a Lisa, que hizo como si no se enterara de nada. La otra orilla del lago era ya territorio canadiense. Llegada la noche, las luces de Toronto difundían un resplandor color naranja que se reflejaba en las nubes. Después de la cena se instalaron en el porche que daba a las aguas tranquilas. Lisa rompió el silencio:

– ¿Para qué sirve la niñez?

– ¿Por qué me haces esa pregunta?

– ¿Por qué los adultos responden siempre con otra pregunta cuando no saben qué contestar? ¡Me voy a la cama!

Ella se levantó; él la cogió por la mano y la obligó a sentarse de nuevo.

– ¡Porque eso permite ganar un poco de tiempo! ¡No creas que ésa es una pregunta fácil!

– ¡Y eso tampoco es una respuesta!

– Hay tantos tipos de infancia que resulta difícil dar una respuesta adecuada. Dame un poco de tiempo y aprovecha mientras tanto para darme tu definición.

– Soy yo quien ha hecho la pregunta -replicó ella.

– Yo pasé toda mi infancia con tu madre.

– Eso no es lo que te pregunto.

– Tú quieres que te hable de su infancia. Bien, ella no se sentía a gusto. Como les sucede a todos los niños a los que la vida hace crecer demasiado rápido. Al igual que tú, ella era rehén de su apariencia y de ese maldito reloj de arena cuyos granos no acababan de caer con suficiente rapidez. Pasaba el día de hoy esperando el de mañana, soñando con ser mayor.

– ¿Era desgraciada?

– Más bien impaciente. La impaciencia mata a la niñez.

– ¿Entonces?

– Entonces la niñez, puesto que ésa es tu pregunta, se convierte en un camino insoportablemente largo. Es lo que te ocurre a ti en este momento. ¿No es cierto?

– Entonces, ¿por qué no puede uno convertirse en adulto de golpe?

– Porque la niñez tiene sus virtudes. Sirve para que construyamos las bases de nuestros sueños y nuestras vidas. Es a los recuerdos de la infancia a los que acudirás el día de mañana para sacar tus fuerzas, aplacar tus cóleras, alimentar tus pasiones y, muy a menudo, hacer retroceder las fronteras de tus miedos y tus límites.

– No me gusta mi infancia.

– Lo sé, Lisa. Te prometo que haré todo lo posible para alegrarla, pero también habrá algunas reglas muy concretas.

A primera hora de la mañana estaban sentados en el extremo del pontón. Resuelto a mostrarse paciente, él le suplicó, cuando por cuarta vez ella se hizo un lío con el carrete de su caña de pescar, que al menos aparentase que se estaba divirtiendo. Le recordó que había sido ella quien había querido que fueran juntos a pescar. Ella hizo un chasquido seco con la lengua y estuvo a punto de decir una grosería. Dejó flotar el hilo en el agua y contempló las pequeñas olas que parecían converger en los pilones.

– ¡Háblame de allí! -dijo Philip.

– ¿Qué quieres que te diga?

– Explícame cómo vivías.

Ella dejó pasar un rato antes de responderle suavemente: «Con mamá». Después se sumió en el silencio. Philip se mordió el interior de la mejilla. Dejó la caña, fue a sentarse a su lado y la cogió por los hombros.

– Mi pregunta no tenía mala intención. Lo siento, Lisa.

– ¡Sí! ¡Lo que querías era que te hablase de ella! ¿Quieres saber si ella me hablada de ti? ¡Jamás! ¡Jamás me habló de ti!

– ¿Por qué eres tan mala?

– ¡Quiero volver a mi país! ¡No os quiero lo bastante!

– Danos un poco de tiempo, sólo un poco de tiempo…

– Mamá dice que el amor es instantáneo o no es.

– ¡Tu mamá estaba muy sola, con sus ideas instantáneas!

Al día siguiente ella pescó un pez tan grande que poco faltó para que cayese al agua. Nervioso, Philip la rodeó con sus brazos para asegurar la captura. Al término de una lucha encarnizada, un inmenso montón de algas fue arrastrado a la orilla. Philip lo contempló con gran pesar. Después percibió cómo los pómulos de Lisa se elevaban. El pontón no tardó en iluminarse con una de las virtudes de la infancia: una risa cantarína.

Ella tenía pesadillas. Entonces él la cogía entre su brazos y la mecía. Mientras calmaba sus noches, él pensaba en los recuerdos que poblarían su vida de adulta. Ciertas heridas de la infancia jamás cicatrizan: se olvidan el tiempo de dejarnos crecer, para después resurgir con más fuerza.

Al final de la semana regresaron a casa. Thomas estaba contento de volverlos a ver y no se apartó de ellos. Cuando Lisa se aislaba en su habitación, él se reunía con ella y se sentaba en el suelo, al pie de la ventana, adivinando que su discreción era la condición para que le dejase estar allí. De vez en cuando ella le dirigía una mirada emocionada y luego se hundía de inmediato en sus pensamientos. Cuando estaba de buen humor, dejaba que él se sentase en la cama y le contaba historias de aquella otra tierra donde las tormentas dan miedo y el viento levanta un polvo que se mezcla con las agujas de los pinos.

Pasó el verano. Lisa repitió curso y la vuelta a la escuela marcó el inicio de una adolescencia oscura. Apenas se mezclaba con sus compañeros, demasiado jóvenes para su gusto. Hundida casi siempre en los libros que ella misma elegía, jamás se sentía sola.


Un día de diciembre Thomas oyó cómo una niña trataba a su hermana de «sucia extranjera». Le dio una terrible patada en la tibia, a lo que siguió una persecución por los pasillos y una caída. En el suelo, el chico recibió un puñetazo en el labio superior y la sangre invadió su boca. Lisa acudió y, al verlo tirado por tierra, cogió violentamente por los cabellos a la que le había insultado, la empujó contra la pared y le asestó un golpe de una fuerza incontrolada. La adolescente giró sobre sí misma y cayó en redondo, con la nariz ensangrentada. Thomas se levantó, asustado, sin reconocer el rostro de Lisa. Ella profirió una serie de amenazas en español al tiempo que apretaba el cuello de la víctima. Thomas se arrojó sobre Lisa, suplicándole que soltase a la niña. Finalmente, con el rostro tembloroso de cólera, la liberó, y abandonó el lugar, no sin antes propinarle una última patada. La expulsaron por quince días de la escuela, que tuvo que pasar en su habitación. Su puerta permaneció cerrada y no dejó entrar a Thomas, a pesar de que le llevaba frutas. Por primera vez fue Mary la que trajo la paz a la casa. La periodista que había en ella logró sonsacar a su hijo toda la historia y concertó una cita para el día siguiente con el director, exigiendo la admisión inmediata de su hijastra y las disculpas de la niña que la había insultado. Lisa no dijo nada y volvió a clase. Nunca más la insultó nadie, y durante varios días Thomas paseó con orgullo su labio amoratado.


Ella cumplió once años a finales del mes de enero. Sólo dos compañeras de clase respondieron a la invitación a la fiesta de cumpleaños que había organizado Mary. Aquella noche la familia cenó los restos del bufé, del que casi todo había sobrado. Lisa no salió de su habitación.

Después de ordenar la cocina y descolgar las guirnaldas del salón, Mary subió al cuarto de Lisa con un plato. Sentada al pie de su cama, le explicó que si quería tener amigas debía mostrarse más comunicativa en la escuela.


Los primeros días de primavera trajeron consigo el sol, aunque por la mañana el aire todavía era glacial. Era el final de la tarde y desde hacía una hora Joanne y Mary compartían un té en el salón. En ese momento Lisa regresó de la escuela.

La pequeña dio un portazo al entrar, murmuró apenas un saludo y comenzó a subir por la escalera a su habitación. La voz firme de Mary la detuvo en el sexto escalón. Lisa se dio la vuelta, desvelando un pantalón cubierto de manchas que hacía juego con sus mejillas manchadas de barro; el estado de sus zapatos no desentonaba en absoluto con sus ropas.

– ¿Cómo es que vuelves a casa en ese estado? ¿Acaso te bañas en los charcos de lodo? ¿Es que tendré que poner una lavandería para que vayas limpia? -preguntó Mary, fuera de sí.

– Subía a cambiarme -respondió Lisa con un tono impaciente.

– Es la última vez que te lo digo -chilló Mary cuando Lisa desapareció por la escalera-. Y bajarás a hacerte un sandwich. Estoy cansada de que te pases el día sin apenas comer, ¿me has oído?

Del fondo del pasillo llegó un «sí» indolente, seguido de otro portazo. Mary volvió a sentarse junto a su amiga al tiempo que lanzaba un profundo suspiro. Joanne, de punta en blanco, resplandeciente en su traje de chaqueta beis, pasó con delicadeza la mano por su pelo para asegurarse de que ningún mechón estaba desordenado y esbozó una sonrisa amable.

– No debe de ser muy fácil soportar esta carga todos los días -dijo.

– Sí. Y cuando haya terminado con ella, será el turno de Thomas, que no habrá dejado de imitarla.

– Pero con ella debe de ser particularmente complicado.

– ¿Por qué?

– Sabes bien a qué me refiero. Todas lo sabemos. Y te admiramos mucho.

– ¿De qué me hablas?

– Una adolescente siempre es difícil para una madre, pero Lisa viene de otro país. No es del todo como las demás. Hacer caso omiso de sus diferencias y domesticarla como tú lo haces demuestra una gran generosidad por tu parte, que eres su madrastra.

El comentario resonó en el cerebro de Mary como si le hubiesen dado con un martillo en la cabeza.

– ¿Las relaciones entre Lisa y yo son objeto de comentarios?

– Hablamos, claro está. Tu historia no es común. ¡Por suerte para nosotros! Perdona este último comentario, no es generoso de mi parte. No, lo que quiero decir es que te compadecemos. Eso es todo.

La irritación de Mary ante las primeras palabras de Joanne ahora había evolucionado a una cólera sorda. Estaba que se subía por las paredes. Aproximó su rostro al de Joanne casi con aspecto amenazador, y, parodiando el tono que adoptara su invitada, dijo:

– ¿Y dónde os compadecéis, querida? ¿En el peluquero? ¿En la sala de espera del ginecólogo, del dietista o en el sofá del psicoanalista? A menos que sea en la camilla de masaje mientras os manosean. Dime, quiero saberlo, ¿cuáles son los momentos estelares en que habláis de mí? Sabía que vuestras vidas eran un auténtico aburrimiento y que los años no harían más que empeorarlas. ¡Pero no hasta ese punto y tan deprisa!

Joanne retrocedió, hundiéndose un poco más en el sofá.

– No te pongas así, Mary. Es ridículo. No había nada de malo en lo que te he dicho. Lo tomas todo por la tremenda. Al contrario, estaba expresando el cariño que todas te tenemos.

Mary se levantó y tomó a Joanne por el brazo, obligándola a incorporarse.

– ¿Quieres saber algo más, Joanne? Tu cariño te lo puedes meter donde te quepa. ¡Y no voy a ocultarte que todas me dais asco y tú, la presidenta del club de las malqueridas, más que ninguna! Escúchame, voy a darte una pequeña lección de vocabulario. Si concentras bien la atención de tu diminuto cerebro en lo que te voy a decir, se lo podrás repetir a tus amigas sin equivocarte. ¡Se domestica a los animales, a una niña se la educa! Si bien es verdad que cuando veo a tus hijos en la calle soy consciente de que aún no has entendido la diferencia. Pero inténtalo de todas maneras. Te aburrirás menos. Ahora vete de esta casa, porque si tardas un poco te sacaré de una patada en el culo.

– Pero ¿es que te has vuelto completamente loca?

– Sí -gritó ella-. Por eso es por lo que estoy casada desde hace tiempo. Educo a mis dos hijos, y soy feliz haciéndolo. ¡Fuera! ¡Sal de aquí!

Mary cerró violentamente la puerta detrás de Joanne, que se alejó a toda prisa por el sendero. Para recobrar el aliento e intentar disipar la migraña que le había cogido, apoyó la frente contra la pared. Aún no se había recuperado del sofoco, cuando el crujido de los escalones a sus espaldas la asustó.

Lisa, vestida con un chándal impecable, entraba en la cocina. Salió al poco rato llevando un plato en la mano. Se había hecho un sandwich de jamón y pollo, con mahonesa y cuatro rebanadas de pan; era tan grande que para que se aguantase había tenido que clavarle un palillo del restaurante chino al que llamaban cuando Mary no tenía ganas de cocinar. En mitad de la escalera, allí donde poco antes la habían interpelado, Lisa se dio la vuelta y con una gran sonrisa dijo:

– ¡Ahora tengo hambre!

Después se dirigió a su habitación.


En el mes de julio los cuatro se fueron de vacaciones a las Montañas Rocosas. La montaña, donde Lisa volvió a encontrar algo parecido a la libertad que le faltaba, hizo que se uniese más a Thomas. Ya fuera escalando, trepando a los árboles, observando animales o recogiendo los insectos más variados sin dejar que la picasen, ella iba siempre al límite de sus fuerzas y provocaba una gran admiración en quien cada día la consideraba un poco más su hermana mayor. Mary, sin atreverse a confesarlo, sufría por la complicidad que se estaba creando entre ambos hermanos, la cual iba en detrimento del tiempo que ella pasaba con su hijo. Por las mañanas, temprano, Lisa arrastraba a Thomas a una jornada de aventuras; ella representaba el papel de responsable de un campamento del Peace Corps y el niño el de las diferentes víctimas del huracán.

A partir de aquella noche de tormenta, durante la cual se pasó una buena parte protegiendo el secreto de los temblores que lo sacudían, Thomas había sido ascendido a ayudante del campamento. Al día siguiente, al amanecer, ella cogió un poco de tierra, que aún estaba cubierta de rocío, y la mezcló con agujas de pinos; aspiró profundamente el aroma que la mezcla desprendía. Durante el desayuno se la llevó a Philip, afirmando con orgullo, y para gran desesperación de Mary, que aquello olía un poco a su país, aunque mejor.

El mes pasó muy deprisa y de regreso al hogar, los niños experimentaron la sensación de estar confinados. El retorno los instaló en la monotonía de los días que se van acortando, cuandos los colores del otoño ya no compensan el tono gris del cielo, que sólo se ilumina con la promesa de un verano que volverá.

Por Navidad recibió un estuche de pintura que contenía varias cajas de lápices de colores, carboncillos, pinceles y tubos de gouache. De inmediato, sobre un mantel de papel que estaba enganchado con chinchetas a la pared, emprendió la composición de un inmenso fresco.

La pintura, que demostraba las cualidades artísticas de Lisa, representaba su pueblo. Había pintado la plaza principal dominada por la pequeña iglesia, la calle que conducía a la escuela, el gran almacén con las puertas abiertas, el todoterreno estacionado delante de la fachada. En el primer plano aparecían Manuel, la señora Casales, así como su asno, todos delante de su antigua casa al borde del precipicio. «Es nuestro pueblo en la montaña. Mamá está dentro de casa», había dicho.

Mary se esforzó en contemplar la «obra» y, bajo la mirada irritada de Philip, le devolvió la pelota a Lisa: «Está muy bien. Con un poco de suerte, dentro de veinte años yo también estaré en el cuadro. Entonces será más difícil, pues tendré arrugas. En cambio, tú habrás adquirido más experiencia con los pinceles. Estoy segura de que cuando tengas ganas, lo harás… Tenemos tiempo».


El 16 de enero de 1991, a las siete y catorce minutos de la tarde, el corazón de Estados Unidos se puso a latir al ritmo de las bombas que caían sobre Bagdad. Al término de un ultimátum que había expirado la víspera a medianoche, Estados Unidos, junto con las principales fuerzas occidentales, entraba en guerra con Iraq a fin de liberar Kuwait. Dos días más tarde la Eastern Airlines cerraba sus puertas, ya no transportaría pasajeros a Miami ni a ningún otro aeropuerto. Cien horas después del comienzo de las hostilidades terrestres, los ejércitos aliados detenían los combates. Ciento cuarenta y un soldados estadounidenses, dieciocho británicos, diez egipcios, ocho procedentes de los emiratos y dos franceses habían caído a consecuencia del fuego enemigo. La guerra tecnológica había acabado con la vida de cien mil militares y civiles iraquíes. A finales de abril Lisa recortó un artículo del New York Times, que se aprendió casi de memoria y pegó en un gran álbum. En él se leía que un ciclón había asolado las costas de Bangladesh, matando a veinticinco mil personas. A finales de la primavera Lisa volvió a casa en un coche de la policía municipal, después de ser interpelada cuando estaba a punto de pintar una bandera sobre el tronco de un árbol, detrás de la estación. Philip evitó que se remitiera un informe al juez al demostrar a los policías, con la ayuda de una enciclopedia, que se trataba de la bandera de Honduras y no de la iraquí.

Lisa fue castigada a permanecer el fin de semana encerrada en su habitación y Mary le confiscó el estuche de dibujo durante un mes.

El año 1991 se enorgullecía de las esperanzas democráticas que veía nacer: el 17 de junio, en África del Sur las leyes del apartheid eran abolidas; el 15, la elección de Boris Yeltsin a la presidencia de la Federación Rusa anunciaba el fin de la URSS. En el mes de noviembre, los primeros combates, iniciados por los setecientos carros blindados yugoslavos que rodeaban Vukovar, Osijek y Vinkovci, anunciaron el inicio de otra guerra que pronto asolaría el corazón de la vieja Europa.


El año 1992 nació en medio de un invierno glacial. Dentro de unas cuantas semanas Lisa cumpliría trece años. Desde lo alto de las colinas de Montclair se veía la ciudad de Nueva York cubierta con un manto gris y blanco. Philip había apagado la luz de su despacho y se dirigía a su dormitorio, junto a su mujer, que dormía. Se acostó cerca de ella y pasó tímidamente la mano por su espalda antes de darse la vuelta.

– Echo de menos tu mirada -dijo ella en la oscuridad-. Me doy cuenta de cómo tus ojos se iluminan cuando miras a Lisa. ¡Si yo recibiera de ti aunque sólo fuese la cuarta parte de esa mirada! Desde el fallecimiento de Susan tus ojos ya no me miran. En tu interior hay algo que ha muerto y que soy incapaz de resucitar.

– No. Te equivocas. Hago lo que puedo, no siempre es fácil y no soy perfecto.

– No puedo ayudarte, Philip, porque la puerta está cerrada. ¿El pasado cuenta para ti mucho más que el presente y el futuro? Es tan fácil renunciar por nostalgia… ¡Qué formidable dolor pasivo, qué admirable muerte lenta! Pero al fin y al cabo también es una muerte. Al comienzo de nuestra relación me contabas tus sueños, tus anhelos. Creí que me reclamabas, acudí a tu lado y, sin embargo, permaneciste prisionero de tu mundo imaginario. Y yo tuve la impresión de ser expulsada de mi propia vida. Yo no te he quitado a nadie, Philip. Estabas solo cuando te encontré. ¿Te acuerdas?

– ¿Por qué dices eso?

– Porque me abandonas y yo no soy la culpable.

– ¿Por qué te niegas a acercarte a Lisa?

– Ella tampoco desea que me acerque. El acercamiento tiene que ser cosa de dos. Para ti es fácil, porque el lugar del padre estaba libre.

– Pero en su corazón hay todo el espacio del mundo.

– ¿Eres tú quien lo dice? Tú, que a pesar del amor que te profeso, no eres capaz de hacerme un lugar en el tuyo.

– ¿Te doy pena hasta ese punto?

– Mucho más, Philip. No hay peor soledad que la que se siente en compañía de otro. Te amo, pero he pensado en dejarte. ¡Qué increíble incoherencia, qué ultraje a la vida! Pero todavía estoy aquí porque te amo. Y tú no me ves. Sólo te ves a ti mismo, tu dolor, tus dudas, tus incertidumbres. Sin embargo, a pesar de todo te sigo amando.

– ¿Has pensado en dejarme?

– Lo pienso cada mañana al levantarme, en las primeras horas de nuestro día, al verte tomar el café en silencio, al observar cómo te vistes en soledad; cuando te lavas el perfume de mi piel y permaneces bajo el agua demasiado rato; cuando sé que en la ducha estás muy lejos de aquí. Cuando te precipitas hacia el teléfono en cuanto suena, como si se acabara de abrir una ventana que te permitirá escapar un poco más aún. Y yo me quedo ahí, con un océano de felicidad ante mis manos, en el que soñaba que nos bañaríamos juntos.

– Simplemente estoy un poco aturdido -se disculpó él.

– No has aprendido nada, Philip. Observo cómo te vas haciendo mayor cuando te pasas los dedos por las arrugas que aparecen en tu cara. Desde el primer día te amé ya viejo. Es así como supe que deseaba compartir mi vida contigo. La idea de una edad sin límites a tu lado me hacía feliz porque por primera vez en mi vida no tenía miedo a la eternidad, como tampoco a las afrentas del tiempo. Porque cuando me penetrabas sentía tus fuerzas y tus debilidades y me gustaba esa dulce combinación. Pero sola no puedo inventar nuestra vida, nadie puede. No es posible inventar la vida, sólo hay que tener valor para vivirla. Me voy por unos días. Si continúo a tu lado, acabaré por hundirme.

Philip cogió las manos de Mary entre las suyas y las apretó.

– Mi infancia murió con ella y no logro superar el duelo.

– Susan es un pretexto, tu adolescencia también. Puedes prolongar eternamente esa parte de tu vida. Todo el mundo puede hacerlo. Se sueña con un ideal que uno persigue y acecha, y luego, cuando aparece, se descubre el miedo a vivirlo. El miedo a no estar a la altura de los propios sueños; el miedo de unirlos a una realidad de la que uno es responsable. Es tan fácil renunciar a ser adulto, tan fácil olvidar las propias faltas y atribuir el error a una fatalidad que oculta nuestra pereza… Si supieses lo cansada que estoy de repente. Tuve el valor, Philip, de amarte tal como eras, de amar tu vida, que era tan complicada como decías al principio. ¿Complicada a causa de qué? ¿De tus tormentos, de tus imperfecciones? ¿Creías acaso que detentabas el monopolio?

– ¿Estás cansada de mí?

– He pasado todo este tiempo escuchándote, mientras que tú sólo te oías a ti mismo. Pero la idea de hacerte feliz me llenaba de alegría, y me reía de los problemas de la vida cotidiana. No tengo miedo de que tu cepillo de dientes esté en mi vaso, ni de los ruidos que haces por la noches, ni de tu cara ceñuda por la mañana. Mi sueño era vivir sin prestar atención a todo eso. Yo también he tenido que aprender a luchar contra mis momentos de soledad, contra mis instantes de vértigo. ¿Acaso los veías? Te di todas las razones del mundo para intentar que admitieses que tu Tierra a veces giraba al revés. Pero lo quieras o no gira en un solo sentido. Y, lo quieras o no, ella te lleva encima y tú has de girar con ella.

– Pero ¿qué ha pasado para que me digas todo esto?

– Nada, precisamente. Me ha bastado ver tu cuerpo que se alejaba un poco más de mí cada noche; abrir mis ojos y ver tu espalda antes que descubrir tu rostro dormido; sentir cómo tus manos se deslizaban sin ganas sobre mi cuerpo. Dios mío, cómo he odiado tus «gracias» cuando te besaba en el cuello. ¿Por qué no has trabajado un rato más esta noche? Me hubiese gustado resistir un poco más y no decirte nada.

– ¿Intentas decirme que ya no me quieres?

Mary se levantó de la cama y lo miró antes de salir de la habitación.

Él vio cómo las curvas de su cuerpo se desvanecían en la penumbra del pasillo, esperó unos minutos y fue a su lado. Ella estaba sentada en lo alto de la escalera y miraba con fijeza la puerta de entrada. Él se arrodilló detrás y la rodeó torpemente con sus brazos.

– Estaba diciéndote lo contrario -dijo Mary.

Ella bajó la escalera, entró en el salón y cerró la puerta.


Difícil mañana la que sigue a una noche en la que se han pronunciado palabras que se adivinaban sin necesidad de oírlas. Embutida en su abrigo de cuero, Mary lucha en el umbral de la puerta contra el terrible frío de la mañana. Las voces de los niños en la escalera se aproximan. Ella grita que los espera en el coche, que deben darse prisa, pues si no llegarán tarde. Philip se acerca, pone la mano sobre su nuca y la acaricia.

– Quizá no he actuado como tú esperabas, pero te amo de verdad, Mary.

– Ahora no. No cerca de los niños, por favor. Es muy pronto. Voy a hacer unas tortitas…

La besó en los labios. Desde lo alto de la escalera, Thomas se puso a cantar a voz en grito: «¡Están enamorados, están enamorados, están enamorados!». Lisa le dio un golpe con el hombro y, en un tono que quiso ser tan autoritario como arrogante, añadió: «¡Thomas, dime que en enero cumplirás siete años, que no te quedarás así para siempre!». Sin esperar la respuesta, bajó la escalera. Al salir, cogió las llaves de la mano de Mary y gritó: «Soy yo la que os espera en el coche», para luego añadir en voz baja: «¡Están enamorados!».

Mary descendió por el sendero, colocó su pequeña maleta en el maletero del 4 x 4 y se instaló detrás del volante:

– ¿Te vas de viaje? -preguntó Thomas.

– Voy a pasar unos días con mi hermana en Los Angeles. Papá se ocupará de vosotros.


Mary dejó el coche en el aparcamiento y tomó el pasillo que conducía a la terminal. Acababan de finalizar unas obras y la pintura aún relucía. Su avión tardaría tres horas en despegar. El embarque aún no había comenzado. Entró en la cafetería y se sentó en un taburete cerca del mostrador. Desde allí podía contemplar las pistas. Un camarero con acento español le sirvió un café con leche. En el silencio de la sala vacía dejaba pasar por delante de sus ojos las imágenes del pasado: el momento fortuito del primer encuentro en la oscuridad de un cine, lo inesperado de las primeras palabras pronunciadas en la calle, la delicadeza de la turbación que se anuncia, la confusión de los sentimientos cuando cada uno reanuda el curso de la vida con los números respectivos. La espera que ha irritado la esperanza, los detalles que recuerdan a quien aún no se conoce, la emoción de la primera llamada que hace que el día siguiente sea tan diferente. Después, el silencio que se instala de nuevo y el tiempo que ya no deja aflorar pensamientos que no se quieren adivinar. En medio de la multitud, una mirada única a Times Square en una No- chevieja, la puerta de un edifico que se abre al amanecer glacial de una calle desierta del Soho, y de nuevo la espera. La intimidad naciente de las veladas que concluyen detrás de un ventanal de Fanelli's. Una vieja escalera de madera en la que cada escalón parecía más empinado que el anterior cuando él desaparecía al dar la vuelta a la esquina. Las horas transcurridas pendiente del teléfono. En medio del cortejo, los recuerdos de todas las primeras veces: un ramo de rosas rojas abandonado sobre el rellano, el pudor de los abrazos que parece dar tanto valor a los gestos torpes. Una noche frágil dominada por el temor a incomodar al otro, el cuerpo que no encuentra la postura del sueño, o ese brazo que ya no se sabe dónde colocar.

Y cuando se ha adivinado que ese cariño ocupará en la vida un lugar que no se sospechaba, los primeros miedos: a que el otro se vaya por la mañana, a confesarse simplemente que empezar a amar es depender, incluso para los más rebeldes. Los instantes que se convierten en los momentos originales de una pareja: almuerzos cómplices que se suceden, primeros fines de semana, domingos por la tarde en los que el otro se queda, aceptando así romper las costumbres de los ritmos solitarios, provocaciones indecentes en las que se evocan proyectos mientras se acecha al otro en busca de una sonrisa o un silencio. Una vida que se crea para dos, como una liberación tanto tiempo esperada. Ella lo vuelve a ver al fondo de la iglesia, vestido con su traje de boda, que simboliza la unicidad del momento. ¿Por qué no se casaron con una ropa más informal? ¿Acaso no habían prometido unirse de esa manera? Lo habían hecho cuando él la llevó a Montclair a visitar la casa en la que ahora estaban instalados. Allí, en la intimidad de un cuarto de baño, mientras cambiaban el papel de las paredes, cambió su vida. Luz y olores de una tarde de pintura en una habitación próxima. Y un bebé que ya empujaba en su vientre. A veces su mirada escapaba hacia unos recuerdos que a él le eran inaccesibles; el amor que ella quería darle para recuperarlo. Se asustó cuando el camarero la despertó de su ensoñación.

– ¿Quiere otro café, señora? Discúlpeme, no pretendía asustarla.

– No, gracias -respondió ella-. Voy a embarcar.

Pagó la cuenta y salió de la cafetería. Delante de las ventanillas de la TWA vio una hilera de cabinas telefónicas. Introdujo una moneda de veinticinco céntimos en la ranura de una de ellas y marcó el número de teléfono. Philip descolgó al primer tono.

– ¿Dónde estás?

– En el aeropuerto.

– ¿A qué hora sale tu avión?

La pregunta había sido hecha con una voz triste y suave. Esperó unos segundos antes de contestar.

– ¿Estás libre esta noche? Llama a una canguro y reserva una mesa en Fanelli's. Voy a cambiar una semana de sol por un día de compras. Ponte unos vaqueros y un jersey de cuello redondo, azul. Es así como te encuentro más sexy. Te esperaré a los ocho de la tarde en la esquina de Mercer con Prince.

Colgó el auricular y, sonriente, tomó el pasillo que conducía al aparcamiento.

Se había dedicado el día a sí misma: peluquería, manicura, pedicura, cuidados de la cara, sin olvidar un detalle. Sacó de su bolso el billete de avión que se haría reembolsar, verificó el precio y, para no tener mala conciencia, estableció consigo misma el compromiso de no sobrepasar la cifra que figuraba en la esquina izquierda: se regaló un abrigo, una falda, una blusa y compró un jersey para Thomas.

En Fanelli's insistió en cenar en la primera sala. Philip estuvo atento durante toda la cena.

Haciendo frente al viento glacial, caminaron por las calles adoquinadas de su antiguo barrio y sin darse cuenta se encontraron al pie del edificio donde habían vivido. Bajo el porche él la abrazó y la besó.

– Tenemos que volver -dijo ella-. Ya es muy tarde para la canguro.

– Se quedará toda la noche. Acompañará a los niños a la escuela mañana por la mañana. Te llevaré al hotel donde he reservado una habitación.

En la complicidad de las sábanas arrugadas y antes de que cayesen dormidos, ella se apretó contra Philip y lo rodeó con sus brazos.

– Me alegro de no haber ido a Los Ángeles.

– También yo me alegro -respondió él-. Mary, escuché lo que me dijiste ayer y quisiera pedirte algo. Me gustaría que hicieses un esfuerzo con Lisa.


Pasaron cinco estaciones y Mary seguía intentando esforzarse. Por las mañanas Philip acompañaba a los niños a la escuela y ella iba a buscarlos por la tarde. Thomas no se apartaba de su hermana, a la que adoraba. Philip dedicaba las tardes de los miércoles a recopilar información sobre todo lo referente a Honduras que era posible encontrar en la biblioteca de Montclair. Fotocopiaba artículos de prensa que luego ella pegaba en un gran cuaderno; en sus páginas había también dibujos, unas veces hechos al carboncillo y otras realizados con un lápiz negro. Lisa le acompañaba a sus partidos de béisbol. Se sentaba en las gradas y cuando a Thomas le tocaba batear, todo el mundo se sorprendía al oír los gritos de aliento que lanzaba la muchacha. En el mes de agosto se fueron de vacaciones. Philip y Mary alquilaron un pequeño bungaló a orillas del agua, en los Hamptons. Durante un largo fin de semana de invierno enviaron a los niños a un curso de esquí y ellos se refugiaron como dos amantes a orillas de un lago helado en los Adirondacks. Los binomios se deshacían poco a poco, para reconstituirse al cabo de un tiempo: el de los padres de una parte y el de los niños de la otra. Lisa también cambiaba; estaba dejando atrás su cuerpo de niña y semana tras semana iba adquiriendo la apariencia de una mujercita.


Celebró sus catorce años a finales del mes de enero de 1993 y ocho cómplices de clase se sumaron a su fiesta de cumpleaños. Su piel era cada vez más oscura, y sus pupilas cada vez brillaban con mayor independencia y carácter. A veces Mary se sentía molesta por la emergencia de la belleza de Lisa, en particular cuando las dos iban por la calle. Las miradas de deseo de los adolescentes, y también de los menos adolescentes, le recordaban el paso del tiempo. Entonces experimentaba una forma de celos que se negaba a admitir. La insolencia y las contestaciones eran a menudo pretextos para entablar discusiones; Lisa se encerraba entonces en su habitación, donde sólo su hermano tenía derecho a entrar, y se hundía en su cuaderno secreto, que ocultaba bajo el colchón. La jovencita prestaba poca atención a sus estudios, trabajando lo mínimo para sacar el curso. Para desconcierto de Philip, no compraba discos ni cómics ni maquillaje, ni jamás iba al cine. Ahorraba toda su semanada y la confiaba a un conejo de peluche de color azul, que hacía las veces de hucha gracias a la discreta cremallera que tenía en la parte de atrás. Lisa parecía no aburrirse nunca, ni siquiera cuando pasaba horas enteras contemplando el vacío. Vivía en su mundo propio y sólo por momentos se unía a quienes estaban a su alrededor. A medida que pasaban los días, más distante era su planeta.

La llegada del verano anunciaba el final del curso escolar. Un hermoso mes de junio se acababa y el día siguiente sería festivo: el picnic de la escuela. Desde hacía tres días Philip, Mary y Thomas se preparaban para la ocasión.

8

Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa no quiso comer nada y Mary tuvo que recoger la cocina con prisas. Las tartas envueltas en papel de celofán se encontraban colocadas en el maletero y Philip daba pequeños toques de claxon para que subieran al coche. El motor ya ronroneaba cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor; su malestar era tan perceptible que Mary tuvo que preguntarle qué le pasaba. Él contuvo a duras penas su irritación y se dirigió a Lisa:

– Hace dos días que todos estamos en pie de guerra para preparar tu ceremonia de fin de curso, y tú eres la única a la que no parece importarle nada.

Perdida en su contemplación de las nubes a través de la ventanilla, Lisa no se dignó responder.

– Tienes razones para estar callada -añadió Philip-. Con las notas que has sacado, no hay para echar las campanas al vuelo. Espero que el próximo curso trabajes un poco más, pues de lo contrarío se te cerrarán muchas puertas.

– ¡Para el trabajo que pienso hacer mis notas están bien de sobra!

– Vaya, por fin una buena noticia: expresas un deseo. Así que no hay que desesperarse. ¿La oís? ¡Finalmente tiene un objetivo!

– ¿Qué os pasa a los dos? -intervino Mary-. ¿Os podéis calmar?

– Gracias por tu apoyo. Así pues, ¿cuál es ese trabajo fabuloso que te espera con los brazos abiertos y para el que bastan unas notas mediocres? Me gustaría saberlo.

Con un murmullo respondió que cuando fuese mayor ingresaría en el Peace Corps y marcharía a Honduras, donde pensaba realizar el mismo trabajo que su madre. Mary, en cuyo estómago se hizo al instante un nudo, volvió la cara hacia la ventanilla para que no se le notase la emoción. El coche se detuvo en el arcén con un rechinar de ruedas. Thomas quedó hundido en su asiento, con la mano crispada sobre su cinturón. Philip se volvió, ebrio de cólera:

– ¿Has tenido esa idea tú solita? Lo que acabas de manifestar es una extraordinaria prueba de amor hacia nosotros. ¿Crees que ésa es la verdadera generosidad? ¿Crees que huir de la propia vida es una forma de valor? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Es ése el modelo de vida que quieres seguir? ¿Dónde están las pruebas de felicidad que tu madre dejó tras de sí? ¡Jamás volverás a aquel país! ¿Quieres que te explique lo que sucede cuando uno renuncia a su propia vida…?

Mary apretó la mano de su marido.

– ¡Cállate! ¡No tienes derecho alguno a decirle esas cosas! ¡No estás hablando con Susan! ¿No te das cuentas?

Philip salió del coche dando un portazo.

Mary se volvió hacia Lisa y le acarició la cara. Intentó consolarla con una voz suave y franca. La muchacha tenía los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas de miedo.

– Estoy orgullosa de ti. Eso que quieres hacer te exigirá mucho valor. Ya te pareces a tu madre y tienes todas las razones del mundo para quererla, porque era una mujer extraordinaria. -Después de un breve silencio añadió-: Tienes mucha suerte. Cuando yo tenía tu edad me hubiera gustado admirar a mis padres hasta el punto de querer parecerme a ellos.

Mary tocó el claxon con insistencia hasta que Philip se puso detrás del volante. Le pidió que arrancasen. El tono que adoptó no dejaba opción a que se le llevase la contraria. De nuevo miró por la ventanilla; sus ojos expresaban tristeza.

Luego, cuando estuvieron en la escuela, Philip no participó en ninguna actividad. Se negó a sentarse en el momento de la entrega de premios y no abrió la boca durante toda la comida. Tampoco dijo nada durante el resto de la tarde. No miró a Lisa e incluso se negó a cogerle la mano cuando ella se la tendió como signo de paz al concluir el almuerzo. Mary trató de hacer reír a Philip levantando las cejas, sin éxito. Encontraba que su actitud era pueril, y se lo dijo a Thomas; pasó el resto de su tiempo ocupándose de Lisa, cuyo día sabía que se había estropeado. El ambiente, en el camino de regreso, contrastaba fuertemente con el de la fiesta que acababa de terminar.

Al entrar en la casa, Philip subió enseguida a encerrarse en su despacho. Mary cenó en compañía de los niños en una atmósfera sofocante. Después de arroparlos, se fue a la cama sola; exhaló un profundo suspiro y se tapó los hombros con la sábana.

Por la mañana, cuando abrió los ojos, la cama estaba vacía. Sobre la mesa de la cocina encontró una nota: él se había ido a la oficina y regresaría tarde, por lo que no hacía falta que le esperase.

Ella preparó el desayuno y se dispuso a hacer frente a un extraño fin de semana. A media tarde salió para hacer algunas compras y dejó a los niños viendo la televisión.

En el supermercado sintió cómo la embargaba una sensación de soledad. Se negó a dejarse dominar por la emoción e hizo un rápido inventario de su vida: aquellos a los que amaba disfrutaban de buena salud, tenía un techo encima de su cabeza y un marido que casi nunca perdía los estribos. No había motivo alguno para caer en una de esas malditas depresiones de domingo.

Se dio cuenta de que estaba hablando sola cuando una señora mayor al pasar a su lado le preguntó si estaba buscando algo. Mary le sonrió: «Algo para hacer creps». Luego empujó el carrito y se dirigió al estante del azúcar y la harina. Regresó a casa sobre las seis de la tarde, llena de paquetes, porque a veces se adueñaba de ella una compulsión compradora, que le servía para aliviar los arañazos del corazón. Depositó los paquetes sobre la mesa de la cocina y se volvió hacia Thomas, que jugaba en el salón.

– ¿Habéis sido buenos?

El niño asintió con un movimiento de cabeza. Mary comenzó a sacar la compra de las bolsas.

– ¿Lisa está en su habitación? -preguntó.

Absorto en el juego, Thomas no respondió.

– Te he hecho una pregunta, ¿no me has oído?

– No. Está contigo, ¿no?

– ¿Qué quieres decir con que está conmigo?

– Salió hace dos horas y me dijo: «¡Me voy con mamá!».

Al instante Mary dejó caer la fruta de las manos y cogió a su hijo por los hombros.

– ¿Qué es lo que dijo?

– ¡Me estás haciendo daño, mamá! Salió y me dijo que se iba contigo.

La voz de Mary traicionaba su inquietud. Soltó lentamente a su hijo.

– ¿Llevaba una mochila?

– La verdad es que no me fijé. ¿Qué pasa mamá?

– Sigue jugando. Ahora vuelvo.

Subió corriendo por la escalera, entró en la habitación de Lisa y buscó la hucha-conejo que habitualmente se hallaba sobre la estantería blanca de madera. Estaba sobre la mesa de trabajo, vacía. Mordiéndose el labio inferior, Mary se precipitó a su habitación, se tiró sobre la cama, cogió el teléfono y marcó el número de Philip, pero éste no respondió. Recordó entonces que era domingo y marcó nerviosamente el número de su línea directa. Él descolgó cuando el aparato sonó por cuarta vez.

– Tienes que volver de inmediato a casa. Lisa se ha ido. Voy a telefonear a la comisaría.

Philip aparcó detrás de un coche de la policía de Mont- clair. Subió el sendero corriendo y encontró a Mary sentada en el sofá de la sala, cerca del oficial Miller, el cual tomaba notas.

El policía le preguntó si era el padre de la niña. Philip lanzó una mirada a Mary y asintió con la cabeza. El detective le invitó a unirse a la conversación.

Durante diez largos minutos los interrogó sobre lo que en su opinión podía estar en el origen de la huida. ¿Tenía la muchacha un amiguito? ¿Había roto recientemente con él? ¿En su comportamiento habían observado indicios de esta acción?

Exasperado, Philip se levantó. No encontrarían a su hija si seguían jugando a las preguntas y las respuestas. Ella no se había escondido en la sala de estar, y ya habían perdido demasiado tiempo. Exigió que al menos alguien fuese en su búsqueda y salió dando un portazo. El policía quedó desconcertado. Mary entonces le relató la especial situación de Lisa y le confesó que la víspera habían tenido una discusión, la primera desde que la niña apareciera en la vida de ambos. No mencionó las palabras que le había dicho a Lisa en el coche; ahora temía que hubiesen provocado la súbita marcha de la adolescente.

El inspector guardó su libreta y se despidió, invitando a Mary a que pasara por su despacho. Intentó tranquilizarla: en el peor de los casos la muchacha dormiría al aire libre y regresaría a primera hora de la mañana. Por lo general las fugas acababan así.

La noche se anunciaba larga. Philip regresó con las manos vacías y la voz trémula. Encontró a su mujer sentada a la mesa de la cocina. Cogió las manos de Mary entre las suyas al tiempo que murmuraba su desconcierto, apoyó la cabeza sobre su hombro, la abrazó y subió a refugiarse en el despacho. Mary le siguió con la mirada. Luego ella también subió y entró sin llamar.

– Me doy cuenta de que no llegas a dominar esta situación, y te comprendo. Pero será necesario que uno de los dos lo haga. Te vas a quedar aquí. Prepararás la cena de Thomas y contestarás al teléfono, y si hay alguna novedad, me llamas de inmediato al coche. Voy a ver cómo lo llevan.

Ella no le dio tiempo para que replicase. Él vio a través del tragaluz de su despacho cómo bajaba por el sendero y desaparecía con el coche al doblar la esquina.


La cara de Miller no anunciaba nada bueno. Sentada delante de él, la mujer sintió unas fuertes ganas de fumar cuando el oficial encendió un cigarrillo. Varias patrullas habían inspeccionado los diferentes lugares de la ciudad donde la gente joven acostumbraba reunirse. Se había interrogado a varios amigos de Lisa, y ahora la policía creía que la muchacha había cogido el tren o el autobús y se había marchado a Manhattan. El inspector Miller ya había enviado un fax a la unidad responsable de los accesos a la ciudad de Nueva York, que comunicaría el aviso de fuga a todas las comisarías de la ciudad.

– ¿Y luego? -preguntó ella.

– Señora, cada uno de los inspectores debe de tener una media de cuarenta expedientes similares en su despacho. La mayor parte de los adolescentes regresa a casa al cabo de tres o cuatro días. Deberá usted tener paciencia. Vamos a continuar nuestras rondas por Montclair, pero Nueva York está fuera de nuestra jurisdicción y no podemos actuar allí.

– ¡Me tienen sin cuidado las fronteras administrativas! ¿Quién estará personalmente al frente de la búsqueda de mi hija?

Miller comprendía la desolación de la mujer, pero no podía hacer nada más. La conversación había terminado, pero Mary era incapaz de levantarse de la silla. Miller dudó unos segundos, abrió el cajón de la mesa y sacó una tarjeta de visita, que entregó a la mujer.

– Mañana vaya a visitar a este colega de mi parte. Es detective en el Midtown South Squad, lo llamaré por teléfono para avisarle.

– ¿Por qué no lo llama ahora mismo?

Miller la miró directamente a los ojos y descolgó el aparato. Respondió un contestador automático. Se disponía a colgar, pero ante la insistencia de Mary dejó un mensaje que resumía los motivos de su llamada. Ella le dio las gracias sinceramente y salió de la comisaría.

Subió con el coche hasta las colinas de Montclair, desde donde se veía extenderse hacia el infinito la ciudad de Nueva York. En alguna parte, en medio de aquellos millones de luces que parpadeaban, una muchacha de catorce años se hundía en una noche incierta. Mary giró la llave de contacto y tomó la autopista que conducía a la Gran Manzana.

Enseñó a todo el personal de la terminal central de autobuses la foto de Lisa que llevaba en la cartera. Nadie recordaba haber visto a la adolescente. Se acordó de la tienda de fotocopias donde había encuadernado su tesis cuando aún residía en la metrópoli; permanecía abierta toda la noche. Una estudiante de veinte años, de cabellera rizada, trabajaba en el local desierto. Mary le explicó el objeto de su visita. Competente, la chica le ofreció un café y se colocó ante el teclado del ordenador. Para componer la palabra «Desaparecida» debajo de los datos que Mary le proporcionó. Cuando la hoja estuvo impresa, le ayudó a pegar la foto. Se hicieron cien copias. Mary salió a la calle y la estudiante colocó una de las copias en la tienda.

Luego fue de barrio en barrio, recorriendo la ciudad a poca velocidad. Cada vez que se cruzaba con una patrulla, la detenía y entregaba una hoja con la foto y los datos de su hija a los policías, pidiéndoles que estuviesen atentos. A las siete de la mañana se presentó en la comisaría número siete y entregó al policía uniformado que se ocupaba de la recepción la tarjeta de visita que le había dado el oficial Miller. El hombre cogió la tarjeta y le dijo que tendría que esperar o volver un poco más tarde, puesto que el teniente no entraba de servicio hasta las ocho. Mary se sentó en un banco y aceptó de buena gana un vaso de cartón con café, que el hombre le ofreció media hora después.

El oficial de la policía criminal estacionó su vehículo en el aparcamiento y se dirigió ahcia la entrada que se hallaba en la parte trasera del edificio. Rondaba la cincuentenea y su espesa cabellera comenzaba a blanquear. Subió a su despacho, colgó la chaqueta en el respaldo de su silla y colocó su arma dentro de un cajón. La lucecita del contestador automático parpadeaba. El primer mensaje procedía de su casero, que el reclamaba el pago del alquiler y amenazaba con informar a su jefe. El segundo era de su madre, que se quejaba como cada día de su compañera de habitación en el hospital. El tercero y el único que iluminó su mirada huraña era el de una colega que se había ido a vivir a San Francisco poco tiempo después de romper su relación con él. ¿O habían roto porque él no había querido seguirla? El cuarto y último mensaje pertenecía a uno de sus conocidos, el oficial Miller de la policiía de Montclair. Cuando la cinta se rebobinó, bajó a buscar un café en la máquina de la planta baja; desde hacía varios meses no podía llevarle uno también a Nathalia. Mary estaba adormilada y él le tocó el hombro.

– Soy el detective George Pilguez. Me han anunciado su visita. No ha perdido usted el tiempol Sígame. -Mary cogió el bolso y el vaso de café-. Puede dejarlo, le traeré uno caliente.

Pilguez observó deteneidamente a la mujer que acababa de sentarse delante de él y reparó en sus rasgos cansados. Ella no intentó ser amable, detalle que a él le gustó de inmediato. Dejó que contase su historia e hizo girar su silla. De encima de un armario cogió una treintena de carpetas de cartón y las dejó caer descuidadamente sobre la mesa.

– Son menores que han huido de sus casas. Únicamente durante la semana pasada. Explíqueme, ¿por qué razón debería interesarme más por esa chica que por las demás?

– ¡Porque esa chica es mi hija! -exclamó ella con voz decidida.

Él echó su silla ahcia atrás y acabó por dibujar en su rostro lo que podía parecer el esbozo de una sonrisa.

– Estoy de buen humor. Voy a pasar el aviso de búsqueda a todas las parullas y haré algunas llamadas a las otras comisarías de la ciudad. Vuelva a casa. La mantendré al corriente si hay alguna novedad.

– Me quedaré en la ciudad. Yo también la buscaré.

– Con el aspecto de cansada que tiene, debería retirarle el permsio de conducir. Voy a llevarle a tomar un buen café y no discuta. Me sentiría culpable de no prestar asistencia a una eprsona que se encuentra en peligro. ¡Sígame!

Salieron de la comisaría y se dirigieron al café de la esquina. Ella le contó la historia de una muchacha que había salido de Honduras para entrar en su vida un domingo lluvioso. Cuando acabó su relato habían compartido unos huevos fritos.

– Y su marido, ¿qué dice?

– Creo que los acontecimientos lo ahn desbordado. Se siente culpable a causa de la discusión que tuvieron en el coche.

– Sí. Si uno ya no puede gritar a sus propios críos, ¿para qué tenerlos?

Ella le miró desconcertada.

– Lo siento, intentaba que se relajase.

– Y a usted, ¿qué es lo que le ha puesto de buen humor?

– Es verdad. Antes, en mi despacho, le dije que estaba de buen humor. Se fija usted en los detalles.

– ¡Periodista de profesión!

– ¿Trabaja en la actualidad?

– No. Tengo dos críos. Como dice usted, en la vida hay que elegir. No ha respondido a mi pregunta.

– Estoy a punto de comprender que ya no aguanto más en esta ciudad.

– ¿Y eso le pone de buen humor?

– No, pero me consuela. Me decía a mí mismo que hay una persona a la que echo en falta más de lo que me imaginaba.

– ¡No veo cómo eso le puede alegrar!

– Yo sí. Quizá tome una decisión antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Qué decisión?

– ¡Pedir el traslado!

– ¿A la ciudad donde se encuentra su amiga?

– ¡Creí que ya no ejercía usted su profesión!

– Encuentre a Lisa. No imaginaba que la echaría de menos hasta este punto.

– Vuelva a verme esta tarde, si todavía se aguanta en pie. Y conduzca con prudencia.

Mary se levantó e hizo ademán de pagar la cuenta, pero él tomó la nota con un gesto conciso al tiempo que con la otra hacía un signo de negación. Ella le dio las gracias y salió de la cafetería. Durante el resto del día recorrió las avenidas de la ciudad. Al pasar por debajo del edificio del New York Times se le encogió el corazón. De forma instintiva se dirigió al Soho, y se detuvo al pie de las ventanas de su antiguo apartamento. El barrio cambiaba sin cesar. En el escaparate de una tienda contempló su propio reflejo e hizo una mueca de disgusto: «Ahora ya sé por qué todo me parece tan lejano», masculló. Una llamada a Philip le confirmó que no había novedades en Montclair. Haciendo acopio de valor a través de una larga inspiración se tomó otro café en Fanelli's y se dirigió hacia el barrio hispano de la ciudad.

La tarde tocaba a su fin. Hacía veinticuatro horas que Lisa había desaparecido y Mary sentía cómo la angustia crecía en su pecho. A la tensión se añadía el cansancio. Se quedó inmóvil en medio de un paso de peatones al cruzarse con una madre y su hija, que debía de tener más o menos la misma edad de Lisa; la mujer la miró con un gesto adusto y siguió su camino. Le recorrió una ola de tristeza. Al anochecer se dirigió a la comisaría y en el camino telefoneó al teniente Pilguez.

Quedaron citados en la misma cafetería. Ella fue la primera en llegar. Sus ojos tuvieron que acomodarse a la penumbra del lugar. Tomó todas las monedas que le quedaban en el bolso y compró un paquete de Winston en un distribuidor que había junto a los lavabos.

Se sentó al mostrador, aceptó el fuego que le ofreció el camarero e inspiró profundamente el humo. La cabeza le dio vueltas y tosió, y estuvo a punto de caer del taburete. El camarero, inquieto, le preguntó si se sentía bien. Las risas entrecortadas y nerviosas que salieron de su garganta irritada dejaron perplejo al hombre.

El teniente Pilguez empujó la puerta. Se dirigieron a una mesa apartada. Él pidió una cerveza; ella dudó y al fin decidió tomar lo mismo.

– He pasado toda la mañana estudiando el expediente de su hija. No debe de haber patrulla de Nueva York que no esté al corriente del asunto. He ido al barrio puertorriqueño y he hablado con todos mis confidentes. No hay el menor rastro de su hija. Por un lado eso es más bien una buena noticia, porque significa que no ha caído en manos de delincuentes; en caso contrario, me habrían informado al instante. Lisa disfruta de mi protección, lo cual en ciertos ambientes es casi mejor que si fuese acompañada de un guardaespaldas.

– No sé cómo darle las gracias -murmuró Mary.

– ¡Entonces no lo haga! Escuche lo que voy a decirle. Ahora tiene que volver a su casa. Acabará destrozada y eso no será de mucha utilidad cuando encontremos a su hija. Mientras espera nos puede ayudar.

Pilguez le recordó que los pasos de una adolescente toman caminos diferentes de los que seguiría un adulto. Lisa quizás había desaparecido obedeciendo un impulso, pero no por azar. Debía de seguir una ruta que guardaba una cierta lógica: la suya propia. La tela de su huida estaba tejida con el hilo de la memoria. Había que buscar en sus recuerdos para descubrir los que tenían un significado especial. ¿Acaso en el curso de un paseo por el parque habría visto un árbol que le recordara a su tierra natal? De ser así, probablemente estaría allí, esperando bajo sus ramas.

– Tal vez ese viaje a las Rocosas -apuntó Mary.

¿La madre de Lisa había hecho suyo un determinado lugar durante su infancia? Mary pensó en la colinas de Montclair, desde donde se veía la ciudad, pero ya había estado allí.

– ¡En ese caso, vuelva de nuevo! -dijo Pilguez.

¿Se acordaba de haber visto una bandera hondureña, por pequeña que fuese? Estaría allí, contemplándola. Estaba la que había pintado en el tronco de un árbol. ¿Había algún lugar que para ella fuese una especie de puente entre esta parte del mundo y la otra? Mary se acordó del tobogán rojo desconchado del que Philip le hablara. ¡Aunque hacía tanto tiempo de eso! Había sido en los primeros días de su llegada.

– Yo que usted me iría corriendo a visitar todos esos lugares. Probablemente se encuentre en uno de ellos. -Pilguez se desdijo-: En su estado, no vaya muy deprisa. Llámeme por teléfono y luego quédese en casa a descansar un poco.

Mary se levantó y le dio las gracias. Antes de abandonar la mesa colocó su mano sobre el hombro del poli huraño.

– ¿Cree usted en la pista del tobogán?

– ¡Nunca hay que descartar un golpe de suerte! ¡Vayase ya!

Mary descartó la hipótesis angustiosa del tren: ese medio de transporte era demasiado caro para el conejo de Lisa. Volvió a la terminal de autobuses y pidió ser recibida por algún responsable. Una empleada la reconoció y la hizo esperar en un banco. La espera le pareció interminable. Al fin un hombre muy corpulento la hizo entrar en su oficina; la estancia era de color verde claro y el personaje de respiración jadeante parecía amable y dispuesto a ayudarla.

Le mostró la foto de Lisa y quiso saber si era posible viajar hasta Centroamérica en autobús. «Nuestras líneas llegan sólo a México», respondió el hombre, secándose el sudor de la frente con el revés de la mano. Tres autobuses habían salido desde la desaparición de la chica. Incorporándose con dificultad, miró su reloj y señaló con el dedo las posiciones de los autocares sobre el gran mapa que colgaba de la pared. Luego cogió un enorme anuario de la compañía que estaba en una estantería. Llamaría por teléfono a las paradas en las que los pasajeros descendían para descansar. Ella le pidió que avisase a los conductores para que se pusiesen en contacto urgentemente con la terminal de Nueva York. Aunque era evidente que para él representaba un esfuerzo, el hombre la acompañó hasta la salida del edificio. Cuando ella le dio las gracias, visiblemente emocionada, antes de desaparecer por la acera de la terminal él le dijo que debido a su edad no creía que la muchacha hubiese subido al autobús sin llamar la atención de los conductores. Añadió que, en cualquier caso, jamás lograría pasar la frontera.

Para luchar contra el sueño Mary circulaba con la ventanilla abierta. No era cuestión de caer dormida ahora. Eran las ocho y media de la noche y el aparcamiento del MacDonald's todavía estaba lleno, pero el viejo tobogán rojo descansaba solitario. Había recorrido todos los pasillos gritando el nombre de Lisa, sin obtener respuesta alguna. Ninguno de los empleados del fastfood a los que mostró la foto había visto a la muchacha. Tomó la ruta que conducía hacia la parte alta de la ciudad, se desvió por un camino de tierra y detuvo el todoterreno blanco junto a la barrera que le impedía proseguir. Continuó a pie por el sendero y subió hasta la cima de la colina. Bajo la luz pálida del final del día siguió gritando el nombre de Lisa, pero el eco no le respondía. De buena gana se habría echado a dormir sobre el mismísimo suelo. Entrada ya la noche se sintió al límite de sus fuerzas y, resignada, decidió regresar a casa.

Thomas estaba sentado en el suelo del salón. Ella le dijo unas palabras cariñosas y subió rápidamente a su habitación. Ya en la escalera, Mary se dio cuenta de que la planta baja estaba silenciosa. Echó una mirada y constató que la pantalla del televisor estaba negra; Thomas contemplaba un televisor apagado. Bajó los escalones, se arrodilló juntó a él y le abrazó.

– No nos ocupamos mucho de ti en estos momentos. ¡Cariño mío!

– ¿Crees que volverá? -preguntó el niño.

– No es que lo crea. ¡Estoy segura de que lo hará!

– ¿Se ha ido por la discusión que tuvo con papá?

– No. Es más bien por mí. Creo que no le he puesto las cosas demasiado fáciles.

– ¿La quieres?

– Claro que sí. Pero ¿cómo puedes hacerme esta pregunta?

– Porque nunca lo dices.

Mary acusó el golpe.

– No te quedes así, ve a preparar dos sandwiches. Subo a cambiarme y bajo a cenar contigo. ¿Sabes dónde está tu padre?

– Se ha ido a la comisaría. Volverá dentro de una hora.

– ¡Entonces haz tres… no, cuatro!

Subió de nuevo por la escalera, apoyándose en la barandilla, y continuó hasta el despacho de Philip.

La habitación estaba sumida en la penumbra. Rozó la lámpara que se encontraba sobre la mesa de trabajo; bastaba tocarla con la punta del dedo para que se encendiera.

Se dirigió a una de las estanterías y tomó el pequeño marco, que miró atentamente. En la foto aparecía Susan con una sonrisa que pertenecía al pasado. Mary empezó a hablar en tono apagado:

– Te necesito. Estoy aquí como una tonta en medio de esta habitación. Jamás en mi vida me había sentido tan sola. He venido a pedirte ayuda. Desde allí, donde tú estás, seguramente puedes verla. Yo sola no puedo hacerlo todo. Comprendo lo que debes de pensar, pero no deberías habérmela enviado si no querías que le tomara cariño. Te pido sólo que me concedas el derecho a seguir amándola. Ayúdame sin miedo, puesto que tú siempre serás su madre, te lo prometo. Envíame una señal, aunque sólo sea una señal mínima, un pequeño empujoncito. Eso puedes hacerlo, ¿no?

Las lágrimas que había estado reteniendo comenzaron a correr por sus mejillas. Sentada en el sillón de su marido, con la foto de Susan pegada contra su pecho, apoyó la frente sobre la mesa. Cuando levantó la cabeza vio la pequeña caja de madera que se hallaba en medio de la mesa; la llave estaba al lado. Se incorporó de un salto y bajó la escalera.

Al llegar junto a la puerta de entrada le dijo a Thomas:

– No salgas de casa. Cómete el sandwich mientras ves la tele y cuando regrese papá, dile que telefonearé un poco más tarde. Y, sobre todo, no abras a nadie. ¿Has comprendido?

– ¿Puedo saber qué está pasando?

– Luego, cariño. Ahora no tengo tiempo. Simplemente, haz lo que te digo. Te prometo que luego te lo explicaré todo.

Se precipitó en el coche y metió febrilmente la llave de contacto. El motor se puso en marcha. Iba muy deprisa, rebasaba a todo el que encontraba delante, unas veces por la derecha y otras por la izquierda, provocando a su paso un concierto de bocinazos al que hacía caso omiso. Sentía en el pecho cómo el corazón se le iba acelerando. Casi se despista, pero logró coger la salida 47. Diez minutos más tarde abandonaba el coche junto a la acera. No respondió al policía que la interpeló, y se precipitó en el interior del edificio en una loca carrera. Subió apresuradamente por unas escaleras de caracol y al llegar al final del pasillo, se detuvo delante de una puerta. A través del ojo de buey contempló la sala. Esperó justo el tiempo para recuperar el aliento y después, lentamente, empujó el batiente de la puerta.


Al fondo de la cafetería de la terminal número 1 del aeropuerto de Newark, sola, sentada a una mesa, una muchacha de catorce años miraba por el ventanal que daba a las pistas.

Mary caminó lentamente por el pasillo y se sentó delante de ella. Lisa sintió su presencia, pero mantuvo los ojos fijos en los aviones. Sin decir una sola palabra, Mary colocó su mano sobre la de la muchacha, respetando su silencio. Luego, sin darse la vuelta, Lisa dijo:

– ¿Entonces mamá cogió el avión aquí?

– Sí -susurró Mary-, aquí. Mírame, aunque sea sólo un instante, tengo algo importante que decirte.

Lisa volvió lentamente la cabeza y hundió sus ojos en los de Mary.

– Cuando te vi por primera vez, vestida con aquellas ropas mojadas y demasiado estrechas para ti, con tu bolsa de viaje y tu globo, no podía imaginar que una niña tan pequeña llegaría a ocupar un espacio tan grande en mi corazón. Jamás en mi vida pensé que podría tener tanto miedo, hasta el día de hoy. Quisiera que nos hiciésemos una promesa mutua, que tuviésemos un secreto sólo para nosotras dos. No te vuelvas a escapar, y el día de tu graduación, cuando tengas diecinueve años, si ese «allí» sigue siendo tu hogar, si todavía quieres irte, seré yo la que te traiga al aeropuerto. Te lo juro. ¿Has estado aquí todo el tiempo y nadie se ha fijado en ti?

Los rasgos de Lisa se distendieron y una sonrisa tímida se dibujó en la comisura de sus labios.

– No. ¿Volvemos ya? -dijo con una voz apagada.

Se levantaron, Mary dejó algunos dólares sobre la mesa y abandonaron la cafetería. Al llegar a la acera, Mary lanzó por encima del hombro la multa que acababa de encontrar sobre el parabrisas. Lisa le hizo una pregunta:

– ¿Quién eres para mí?

– Soy tu paradoja -respondió Mary tras unos instantes de duda.

– ¿Qué es una paradoja?

– Esta noche, cuando estés acostada, te lo explicaré. Bien, tengo miedo de mis ojos y además en el coche tú no puedes hacer tortitas.

Una vez en el coche, llamó por teléfono a su casa. Philip descolgó al instante.

– Está conmigo. Volvemos a casa. Te quiero.

A continuación llamó al inspector de policía, que en pocos días rellenaría una solicitud de traslado a la policía criminal de San Francisco; le habían dicho que aquella ciudad era en verdad hermosa y, además, conocía a una cierta Nathalia que trabajaba allí.

Cuando llegaron a casa, Thomas se precipitó hacia Lisa. Ella le abrazó. Los dos adultos le trajeron una bandeja con fruta. No tenía hambre, estaba cansada y quería dormir.

En la habitación, Mary se sentó al borde de la cama y le acarició largo rato los cabellos. Le dio un beso en la frente y, cuando se disponía a salir del cuarto, oyó que ella le preguntaba por segunda vez en aquel día:

– ¿Qué es una paradoja?

Con la mano sobre el pomo de la puerta, Mary esbozó una sonrisa cargada de emoción.

– La paradoja es que yo jamás seré tu madre, pero que tú siempre serás mi hija. Ahora duérmete, todo va bien.

9

Aquel verano no hubo campamento de vacaciones. Philip, Mary, Lisa y Thomas alquilaron la misma casa en Hampton. El verano sirvió para unirlos y en su vida en común florecieron los viajes en barco, las barbacoas, las risas y la alegría de vivir.

De vuelta a la escuela, Lisa abordó sus estudios con una nueva actitud, que halló una traducción explícita en el boletín de notas del primer semestre. Thomas se distanciaba un poco de su hermana; la adolescencia los separaba de forma provisional.

Por Navidad Mary explicó a Lisa que lo que le acababa de suceder era normal. Esa sangre no era en absoluto la señal de una lucha de su cuerpo contra un miedo cualquiera; simplemente significaba que estaba a punto de convertirse en mujer. Y serlo no iba a ser nada sencillo.

En enero Mary organizó una gran fiesta para celebrar los dieciséis años de Lisa. Esta vez toda la clase respondió a su invitación. Durante la siguiente primavera Mary sospechó que en la vida de Lisa había un amorío y le impartió una extensa lección sobre las particularidades de la feminidad. Lisa dio poca importancia a los detalles físicos, pero prestó una especial atención a todo lo relacionado con los distintos sentimientos. El arte de la seducción la fascinaba hasta el punto de que dio lugar a múltiples conversaciones entre ellas. Por vez primera era Lisa quien las iniciaba. Ávida de explicaciones, buscaba la compañía de Mary que, encantada con este pretexto, destilaba sus respuestas con parsimonia.

Por la languidez que se adueñó de Lisa al aproximarse las vacaciones de verano Mary adivinó que el amor había hecho mella en el corazón de la chica. Los meses estivales son detestables a esa edad cuando se está enamorada, y las cartas que los jóvenes se prometen intercambiar no logran colmar ese vacío que se descubre por primera vez en la vida.

Había ido a buscarla a la escuela para pasar con ella la tarde del miércoles en Manhattan. Sentadas a una mesa del pequeño jardín de la parte trasera del restaurante Picasso, situado en el Village, compartían una ensalada Caesary y unas pechugas de pollo a la plancha.

– Así que ya lo echas de menos y aún no os habéis separado. ¿No es cierto?

– ¿También tú has pasado por esto?

– Durante demasiado tiempo.

– ¿Por qué duele tanto?

– Porque amar es ante todo arriesgarse. Es peligroso abandonarse al otro. Abrir esa pequeña puerta de nuestro corazón. Puede provocar el dolor indescriptible que ahora sientes. Puede incluso tomar la forma de una obsesión.

– ¡Sólo pienso en él!

– No hay ninguna medicina para esa enfermedad del corazón. Es así como comprendí que una se equivoca sobre la relatividad del tiempo. Un día puede ser más largo que todo un año cuando se añora a la otra persona, pero al mismo tiempo ése es uno de los placeres del tema. Hay que aprender a dominar ese sentimiento.

– ¡Tengo tanto miedo de perderlo! ¡De que encuentre a otra chica! Se va a un campamento de vacaciones en Canadá.

– Puede suceder. Comprendo tu mieditis. Es detestable, pero a esa edad los chicos son muy volubles.

– ¿Y más tarde?

– En algunos casos, los menos, el tema se arregla.

– Si me traicionase, no lo resistiría.

– Sí, lo harías. Yo tengo experiencia. Sé que en tu estado es muy difícil creer que una lo pueda resistir.

– ¿Qué hay que hacer para que se enamoren de una?

– Con los chicos, todo consiste en guardar la distancia y mostrarse reservada y misteriosa. ¡Eso les vuelve locos!

– Ya me había dado cuenta.

– ¿Qué es eso de que ya te habías dado cuenta?

– Ser reservada en mí es algo natural.

– Y luego vigila tu reputación. Es importante para el día de mañana, se trata de una cuestión de equilibrio.

– ¡No te entiendo!

– Creo que tu padre me mataría si me oyera decir estas cosas, pero aparentas más edad de la que tienes.

– ¡No te burles de mí! -dijo Lisa pataleando.

– Si rehúyes la compañía de los chicos, pasarás por ser una mojigata y no te tomarán en consideración. Pero si estás con ellos demasiado tiempo, creerán que eres una chica fácil y apreciarán tu compañía por otros motivos, lo cual tampoco conviene.

– ¡También me había dado cuenta de eso! ¡Mi amiga Jenny debió de perder el equilibrio!

– Y tú, ¿dónde estás?

– En la frontera. He logrado mantenerme.

– Lisa, el día en que estas cosas adquieran mayor importancia en tu vida, quiero que te sientas libre para que me hagas todas las preguntas que se te pasen por la cabeza. Estoy aquí para eso.

– ¿Y a ti quién te lo explicó todo cuando tenías mi edad?

– Nadie, y es mucho más difícil entonces no tener vértigo.

– ¿A qué edad tuviste tu primer novio?

– No a la tuya, desde luego. Pero era otra época.

– De todas maneras, tengo un poco de miedo a todo eso.

– ¡Espera un poco y verás cómo cambias de opinión!

Después del almuerzo, prosiguieron su conciliábulo por las calles del Village, donde desordenaron las estanterías de las tiendas de modas en las que entraron a la búsqueda de la ropa fatal que remataría al jovencito de marras.

– Debes entenderlo -dijo Mary-. Se suele decir que en el amor la apariencia no cuenta. ¡Pero en materia de seducción es fundamental! Todo consiste en encontrar el look adecuado.

Cuando la vendedora del Banana Republic le dijo a Lisa, dubitativa en su fuseau negro, que su figura le permitía llevar lo que quisiera, y cuando poco después, mientras estaba en el probador, la misma vendedora le dijo a la madre que su hija era sublime, el sentimiento que tuvo Mary no guardaba relación alguna con los celos, sino con el orgullo.

Ya en la acera, cargadas de paquetes, Lisa besó a Mary y le dijo al oído que el chico en cuestión se llamaba Stephen.

– ¡Está bien, Stephen! -contestó Mary en voz alta-. Aquí empiezan tus problemas; vas a pasar el verano deseando que acaben las vacaciones. Nosotras nos ocuparemos de ello.


Durante el verano, que de nuevo pasaron todos juntos en Hampton, Lisa escribía en secreto dos veces por semana al citado Stephen. Eran cartas cuyas palabras le aseguraban que pensaba mucho en él, pero también que conocía a muchos chicos SIMPÁTICOS y que estaba pasando una vacaciones GENIALES HACIENDO MUCHO DEPORTE. Ella esperaba que él se divirtiese en su campamento de vacaciones y añadía que estas dos palabras le parecían contradictorias. «Un poco de vocabulario no le hará daño», había respondido Mary a Lisa, que se había decidido a preguntarle si el término «contradictoria» no resultaba un poco pomposo.

De regreso en la escuela, Lisa volvió a encontrar a Stephen, en su clase y en su vida.


Al llegar el mes de noviembre la languidez volvió a emerger a la superficie, y Mary supo que Stephen se marchaba, esta vez con su familia, a esquiar a Colorado. Sin consultar con nadie, en el curso de la siguiente comida Mary decidió que sería formidable que Lisa aprendiese a esquiar bien.

La invitación de Cindy, la hermana de Stephen, para que pasase las vacaciones con ellos venía al pelo. A Philip no le gustaba la idea de que la familia estuviese separada el día de Navidad, pero Mary sostuvo firmemente su punto de vista, puesto que el viaje estaba previsto para el día 27. En la Nochevieja se telefonearían. Había que aprender a ser mayor, ¿no?

El movimiento de su ceja izquierda probablemente logró la adhesión final.

Sólo recibieron una tarjeta postal la víspera de su regreso, y Mary tuvo que explicar a diario a Philip que había que celebrarlo. Por el contrario, si Lisa hubiese escrito cada día, sí que habría sido un motivo para inquietarse.

Pasaron el Fin de Año los tres solos, y bien decidida a asumir esta separación ante los demás, Mary preparó una suntuosa cena. Sin embargo, una vez a la mesa la silla vacía la atormentó durante toda la velada. La ausencia llamaba a esa pequeña puerta abierta de la que le hablara a Lisa a mediados de verano.

La jovencita volvió bronceada, feliz y con dos medallas ganadas en las pistas. Mary conoció por fin al famoso Stephen en unas fotografías de grupo. Un poco más tarde, en la habitación de Lisa, antes de que ésta se acostase, lo vio de nuevo en una foto de fotomatón en la que ambos jóvenes sonreían.

Durante los siguientes dos meses a Mary le venía a la cabeza cada vez con mayor frecuencia la idea de reanudar su carrera profesional. Había comenzado a redactar crónicas «sólo por el gusto de hacerlo». Por curiosidad desayunó con el nuevo redactor jefe del Montclair Times, al que había conocido en la facultad, y para su gran sorpresa él la invitó a que le hiciera llegar un texto. Seguramente necesitaría algo de tiempo para ponerse al día con la pluma, pero le dejaba elegir el tema. Antes de despedirse, le prometió ayuda, en la medida de sus posibilidades, si realmente deseaba reincorporarse al oficio. «¿Y por qué no?», se dijo Mary mientras regresaba a casa.

Philip estaba sentado a su mesa de trabajo y contemplaba por la ventana el sol que se iba poniendo ese día de mayo. A su regreso de la biblioteca municipal, Mary subió e interrumpió su trabajo.

Cuando ella entró, él levantó los ojos y le sonrió, a la espera de que ella hablase.

– ¿Crees que se puede tomar posesión de la felicidad a los cuarenta años?

– En cualquier caso, se puede tomar conciencia.

– ¿Es posible cambiar las cosas a estas alturas de la vida?

– Se puede aceptar madurar y vivir las cosas en vez de luchar contras ellas.

– Es la primera vez desde hace mucho tiempo que tengo la impresión de sentirte cerca de mí, y eso me hace feliz.

En aquella primavera del año 1995 Mary sabía que la felicidad se había instalado en su casa, y allí se quedaría por mucho tiempo.

Arregló la habitación de Lisa y, como ya hacía calor, decidió dar la vuelta al colchón y ponerlo del lado de verano. Es así como encontró el gran cuaderno de tapas negras. Dudó un momento, pero a continuación se sentó ante el escritorio y empezó a hojearlo. En la primera página, pintada con acuarelas, estaba la bandera de Honduras. Página tras página, el nudo que se le había formado en la garganta se estrechaba cada vez más. Todos los artículos aparecidos en la prensa sobre los ciclones que padeciera el planeta en el curso de los últimos años habían sido recortados y pegados en aquel álbum secreto. Todo lo que trataba de forma directa o indirecta sobre Honduras aparecía ordenado por fechas. Era como el cuaderno de bitácora de un marinero que se hubiera alejado de tierra firme y soñase día y noche con volver al lado de los suyos para contar su increíble periplo.

Mary cerró el cuaderno y lo volvió a colocar en su sitio. Durante los siguientes días guardó silencio sobre el descubrimiento. Y, si bien la familia notó que su humor había cambiado, nadie pareció adivinar que un corazón se puede marchitar en pocos segundos.


En cuatro ocasiones ya desde el comienzo del verano y sin previo aviso, había preguntado a Philip qué deberían hacer para celebrar como era debido los diecinueve años de Lisa. Cuando él le respondía divertido que tenían dos buenos años para pensarlo, ella replicaba, molesta, que a veces el tiempo pasa tan deprisa que apenas se da uno cuenta de ello.

Aquella mañana, después del desayuno, mientras Lisa acompañaba a Thomas al estadio de béisbol, ella sacó el tema una vez más.

– ¿Qué tienes, Mary? -preguntó Philip.

– Nada, estoy un poco cansada.

– Tú nunca estás cansada. ¿Hay algo que no me quieres decir?

– Es la edad. ¿Qué quieres que te diga? El cansancio tenía que llegar alguna vez.

– Dentro de treinta o cuarenta años, eso será verdad, pero de momento no me lo creo. Dime, ¿qué pasa?

– ¡Sígueme, tengo que mostrarte una cosa!

Lo llevó a la habitación de Lisa y metió la mano debajo del colchón. También él hojeó meticulosamente las páginas del álbum.

– Está muy bien hecho. Tiene un verdadero sentido artístico. Estoy muy orgulloso. ¿Crees que mi trabajo le ha influido?

Mary apretó los dientes para retener las lágrimas de ira que le asomaban a los ojos.

– ¿Es eso todo lo que te inspira? Páginas enteras sobre los huracanes y sobre Honduras, y ¡tú te interesas por su capacidad como maquetista!

– ¡Tranquilízate! ¿Por qué te pones así?

– ¿No ves que ella sólo piensa en eso, que está obnubilada por ese maldito país y por las odiosas tormentas? Creí que había logrado inspirarle otra cosa. Pensaba que había logrado despertar en ella el interés por otro tipo de vida. Tres años pasan pronto.

– ¿Pero de qué me hablas?

Como ella no respondía, Philip le cogió la mano y la obligó a sentarse en sus rodillas. La tomó entre sus brazos y le habló con una voz suave y reposada. Sollozando, ella colocó la cabeza sobre el hombro de su marido.

– Amor mío -añadió Philip-, si tu madre hubiese sido asesinada, si quienes poblaron tu infancia hubiesen caído a manos del mismo asesino, ¿no estarías obsesionada por los asesinos en serie?

– No veo la relación.

– Los huracanes son los asesinos que la acechan de noche. ¿Quién mejor que tú conoce la necesidad de buscar, leer y catalogar para comprender mejor? Es así como te justificabas cuando eras estudiante y no aceptabas ir a cenar conmigo, para quedarte a redactar tus textos. Los huracanes mataron su infancia, así pues, ella los cataloga, los recorta y los pega en un álbum.

– ¿Dices eso para tranquilizarme?

– No te rindas, Mary. No ahora. Ella te necesita. Lisa alteró tu vida. Lo supiste en el instante en que apareció en ese sendero, pero no querías admitirlo. Has luchado contra ese sentimiento y, aunque adivinabas la felicidad futura, ella perturbaba tu orden establecido y la rechazabas. Sin embargo, le abriste tu corazón y fuiste descubriendo día tras día hasta qué punto amabas a esa niña. Sé que al principio no fue fácil, que has necesitado mucho valor.

– ¿De qué hablas?

– De tu paciencia y humildad. Porque la humildad es creer también en su propia vida.

Cerró el gran cuaderno y lo lanzó sobre la cama. Luego miró a Mary a los ojos y comenzó a desabrochar su chaleco. Ella sonrió cuando él le acarició los senos desnudos.

– ¡En la habitación de Lisa, no!

– ¡Yo pensaba que ya era casi mayor de edad! ¿Es a cau-

sa de ese álbum por lo que estabas obsesionada con el tema de sus diecinueve años?

– No, tonto -dijo ella gimoteando-. ¡Es porque tenía miedo de que el día de su cumpleaños la pastelería estuviese cerrada!

Más tarde, ese mismo día, compartió con él un pensamiento que jamás había imaginado que llegaría a tener.

– Creo que he comprendido lo que sentiste cuando Susan se marchó. Es terrible la impotencia que se siente cuando uno se enfrenta con la fuerza de los sentimientos.

Al día siguiente por la mañana, desde la biblioteca a la que ahora solía acudir a trabajar, Mary escribió una carta. Después de cerrar el sobre, escribió sobre el mismo a pluma: «Centro Nacional de Huracanes, Administración Pública, 11691 S.W., calle 117, Miami, 33199, Florida». Dos días más tarde, el destinatario leía las siguientes palabras:


Montclair, NJ, 10 de julio de 1995

Señor Director de Relaciones Públicas del Centro Nacional de Investigación sobre los Huracanes:

Aunque soy periodista y tengo la intención de publicar en el curso del próximo trimestre en el Montclair Times un artículo sobre los huracanes y sobre la entidad que usted dirige, es a título personal que le solicito una entrevista. Para que pueda comprender el sentido de esta petición, a continuación paso a exponer la especial situación en la que me hallo […]


La carta, de cinco páginas, iba firmada por Mary Nolton. La respuesta llegó diez días más tarde.


Muy señora mía:

He leído atentamente su misiva. Desde el mes de mayo ocupamos las nuevas instalaciones situadas en el campus de la Universidad Internacional de Florida. Creo que estaremos en condiciones de recibirle a usted y a su hija Lisa a partir del mes de septiembre. Habida cuenta del carácter específico de su solicitud, quizá sería conveniente que intercambiásemos algunos puntos de vista sobre el desarrollo de la visita. Para ello puede usted ponerse en contacto con mi oficina.

Reciba, señora, mis saludos más respetuosos.

P. Hebert MIC (Metereologist in Charge)

Una semana más tarde Mary invitó al redactor jefe del Montclair Times a comer. Después de salir del edificio de la redacción se trasladó a la agencia de viajes y compró un billete de ida y vuelta a Miami. Su vuelo salía al día siguiente a las seis y treinta cinco minutos de la mañana.

Telefoneó a la secretaria del señor Hebert para confirmar que estaría en su oficina al día siguiente al mediodía. Con un poco de suerte y mucha eficacia podría regresar esa misma tarde.


A primera hora de la mañana bajó silenciosamente las escaleras, procurando no despertar a nadie. Se preparó un café en la cocina mientras contemplaba el día que comenzaba, luego salió y cerró con cuidado la puerta de la casa. En la autopista que conducía a Newark el aire que entraba por la ventanilla abierta ya era tibio. Apretó el botón de la radio y se sorprendió cantando en voz alta.

Las ruedas del avión tocaron el suelo del aeropuerto internacional de Miami a las once. No llevaba maleta y salió rápidamente de la terminal. Una vez en el coche alquilado, con el plano abierto sobre el asiento derecho, entró en el Virginia Garden, giró a la izquierda por la vía rápida 826, después a la derecha por Flagami West Miami y de nuevo a la izquierda en la avenida 117. Las indicaciones que le habían dado eran correctas, y el edificio del Centro Nacional de Huracanes apareció a su izquierda.

Después de darse a conocer en la entrada del campus, estacionó el coche en el aparcamiento y se dirigió al sendero que bordeaba el jardín. El edificio del NHC era de hormigón y estaba pintado de blanco; cualquiera habría dicho que era un bunker de arquitectura moderna estilizada.


– ¡Es exactamente lo que pretendíamos, estimada señora! Aunque, claro está, cuando se trabaja en Miami uno quisiera tener más fachadas con grandes ventanales para disfrutar del magnífico paisaje. Pero con lo que observamos y con lo que sabemos, preferimos que este edificio sea capaz de resistir a los huracanes, prescindiendo de las razones estéticas. Es una elección que todos asumimos plenamente.

– ¿Un huracán es algo tan aterrador?

– ¡Tanto como pudieron serlo Hiroshima y Nagasaki!

El profesor había bajado a recibirla al vestíbulo principal y la condujo hasta su despacho, que estaba en el ala opuesta. Ella dejó allí sus cosas y él le pidió que le siguiese: deseaba enseñarle algo antes de comenzar la conversación. La ausencia de ventanas producía la impresión de estar recorriendo las crujías de un barco de guerra. Ella se preguntaba si no habrían exagerado. Él abrió la puerta de una sala de exposición; a la izquierda, las altas paredes estaban recubiertas de fotografías realizadas por los aviones de reconocimiento del Centro. Las imágenes de los huracanes mostraban unas masas nubosas tan aterradoras como majestuosas, que se enrollaban sobre sí mismas, desvelando en su centro ese vacío de cielo azul que algunos denominan el ojo del huracán.

– Cuando se ve un huracán desde arriba, incluso parece hermoso, ¿no es cierto?

La frase de Hebert había resonado en la gran sala vacía. La inflexión de su voz cambió y se hizo grave, casi pomposa.

– La pared de la derecha nos obliga a poner de nuevo los pies sobre tierra, si me permite la expresión. Las fotos muestran lo que sucede debajo. Nos recuerdan a cada uno de nosotros la importancia de nuestra misión. Contemple esas imágenes todo el tiempo que crea necesario, así comprenderá de qué estamos hablando. Cada una de ellas testimonia la potencia devastadora y asesina de esos monstruos. Centenares de muertos, en ocasiones miles, a veces más. Regiones asoladas. Vidas enteras aniquiladas, arruinadas.

Mary se aproximó a una foto.

– Ese huracán que está usted observando se llama Fifí; extraño nombre para un asesino de tal calibre. Penetró en Honduras en 1974, asolando casi todo el país y dejando tras de sí un rastro de destrucción inconcebible y centenares de miles de personas sin hogar. Intente por un momento imaginar la visión dantesca que representan diez mil cadáveres de hombres, mujeres y niños. Las fotografías pequeñas que hay alrededor de las grandes son algunos testimonios de lo que le digo; constituyen una pequeña selección, pero aun así son insufribles.

Sin voz, Mary se desplazó unos metros. Hebert señaló con el dedo el paño que cubría otra pared.

– Año 1989. Allison, Barry, Chantal, Dean, Erin, Félix, Gabrielle, Karen, Jerry, Iris fueron algunos de los asesinos de esa fecha, sin olvidar a Hugo, cuyos vientos de más de 130 nudos asolaron Charleston y una gran parte de Carolina del Sur. En su carta usted se estaba refiriendo probablemente a Gilbert, que causó estragos durante trece días en 1988; sus vientos superaron los 165 nudos y las lluvias que precedieron su nacimiento ocasionaron numerosas víctimas. Tenemos las cifras referentes a Honduras. Señora, sin querer inmiscuirme en lo que no me importa, ¿está usted segura de que quiere que su hija vea estas imágenes?

– Ese Gilbert o uno de sus primos mató a su verdadera madre. Lisa ha desarrollado en el mayor de los secretos una fascinación obsesiva por los huracanes.

– Esa es razón de más para que este lugar le resulte insoportable.

– Es la ignorancia lo que engendra el miedo. Fue para luchar contra mis propios miedos por lo que me hice periodista. Ella experimenta la necesidad de comprender, pero no sabe dónde hay que buscar. Así que voy a ayudarla y estaré a su lado para compartir estos momentos, por muy dolorosos que puedan resultar.

– Me temo que soy incapaz de aprobar su punto de vista.

– Ella necesita su ayuda, profesor Hebert. Hay una niña que no consigue crecer. Escuchar el sonido de su voz es cada vez menos frecuente, hasta el punto de que cuando se decide a hablar todos le prestamos una inusitada atención. A medida que pasan los años la veo más encerrada en el silencio del miedo; tiembla cada vez que hay una tormenta, tiene miedo de la lluvia. Sin embargo, cuando usted la conozca comprobará que es valiente, demasiado orgullosa para manifestar ese terror que jamás la ha abandonado. No hay semana en que yo no tenga que entrar en su dormitorio para ayudarla a salir de una pesadilla.

»La encuentro empapada de sudor, sumida en un sueño intranquilo del que no logro arrancarla; a veces ha llegado a morderse la lengua hasta hacerse sangre. Lo hace para luchar contra sus temores. Nadie lo sabe. Incluso ella ignora que yo he descubierto el secreto que la tortura. Tiene que saber que ustedes existen, que hay quienes se ocupan de los monstruos que se llevaron a su madre, que ustedes los vigilan, les siguen la pista, que se ponen medios para que la ciencia ayude a proteger a la gente de la locura asesina de la naturaleza. Quiero que pueda contemplar el cielo y descubrir un día que las nubes pueden ser hermosas. Quiero que por las noches tenga sueños agradables.

Con una sonrisa en los labios, el profesor Hebert invitó a Mary a que le siguiese. Cuando abrió la puerta de la sala de exposición, se dio la vuelta y dijo:

– Yo no diría que nuestros medios son considerables, pero en cualquier caso existen. Venga, voy a mostrarle el resto del edificio y luego pensaremos juntos en una solución.

Mary telefoneó a Philip. Había acabado demasiado tarde para volver a casa esa misma noche. Desde la ventana de su hotel en Miami Beach oía la agitación nocturna de la calle.

– ¿No estarás muy cansada? -preguntó él.

– No. Ha sido muy instructivo. ¿Los niños han cenado?

– Desde hace un rato estamos hablando los tres en la habitación de Lisa. He cogido la llamada en nuestro dormitorio. ¿Has cenado ya?

– No, voy a bajar ahora.

– Detesto que estés en esa ciudad sin mí. Está llena de tipos que tienen una musculatura de monumento.

– Los monumentos de aquí se mueven mucho. ¡Y todavía no he entrado en ningún bar! Te echo de menos.

– Yo también a ti, enormemente. Tienes la voz cansada.

– Ha sido un día muy extraño, sabes. Hasta mañana. Te quiero.

Los restaurantes y los bares que ocupaban los bajos de los edificios de Ocean Drive, la avenida que bordea el mar, difundían músicas endiabladas a cuyo ritmo los cuerpos se contoneaban hasta bien entrada la noche. En cada kilómetro había un letrero que anunciaba: «PUNTO DE ENCUENTRO PARA EL TRASLADO A LOS REFUGIOS EN CASO DE ALERTA DE HURACÁN». Al día siguiente, Mary regresó en el primer vuelo que salía.


El teléfono había sonado la noche del 11 de septiembre de 1995: Hebert le aconsejaba que estuviese lista a primera hora de la mañana. Volvería a llamar antes de que Lisa saliese para ir a la escuela a fin de confirmar la evolución de lo que todavía no era sino una anticipación. A las siete de la mañana Mary escuchó su voz en el teléfono, que le decía: «Cojan el primer avión, pensamos que el bautismo se producirá esta noche. A la entrada tendrán tarjetas de identificación. En cuanto llegue, me reuniré con ustedes». Entró en la habitación de Lisa, que se estaba vistiendo, abrió su armario y comenzó a preparar una pequeña maleta:

– ¿Qué haces? -se sorprendió Lisa.

– Esta semana te perderás las clases, pero quizás escribirás la mejor redacción de toda la historia de la escuela.

– Pero ¿de qué hablas?

– Ahora no hay tiempo. Date prisa y prepárate algo de comer en la cocina. Nuestro avión sale dentro de una hora. En el camino te lo explicaré todo.

Ya circulaban a buena velocidad por la autopista, cuando Lisa le preguntó adónde iban y cuáles eran los motivos de aquel viaje imprevisto. Mary respondió que a esa velocidad no podía hacer dos cosas a la vez. Durante el vuelo hablarían del tema largo y tendido.

Atravesaron precipitadamente el vestíbulo del aeropuerto en dirección a la puerta de embarque. Mary arrastraba a Lisa de la mano, cada vez más deprisa. Cuando pasaron a la altura de la escalera que conducía a la cafetería, Lisa reiteró su pregunta:

– Pero ¿adónde vamos?

– ¡Al otro lado del ventanal! -respondió Mary-. ¡Sigúeme y confía en mí!

Lisa contemplaba por la ventanilla el océano de nubes que las alas acariciaban. El descenso al aeropuerto de Miami había comenzado. Mary simuló dormir durante todo el vuelo. Lisa no comprendía lo que estaba pasando y por qué había que correr al bajar del avión. Una vez recuperadas las maletas de la cinta transportadora, saltaron al interior de un taxi, que ahora rodaba por Flagami West.

– No me acuerdo del lugar donde se encuentra el CNH -dijo el conductor.

– Gire a la izquierda en la 117. La entrada está a dos kilómetros -respondió Mary.

– ¿Qué es el CNH? ¿Ya has estado aquí? -preguntó Lisa.

– ¡Quizá!

Muy impresionada por las tarjetas de identificación grabadas con sus nombres que les entregaron al presentarse en la garita, Lisa esperaba en el vestíbulo en compañía de Mary cuando el profesor Hebert apareció.

– Buenos días, tú debes de ser Lisa. Estoy encantado de recibirte en el Centro Nacional de Huracanes. Somos una de las tres ramas de una organización gubernamental que se llama Centro de Predicciones Tropicales. Nuestra misión es salvar vidas y proteger los bienes de la población por medio del estudio de todos los fenómenos meteorológicos peligrosos que se desarrollan en los trópicos. Los analizamos y emitimos avisos de vigilancia o alerta cuando es necesario. Las informaciones que recogemos están destinadas a nuestro país y también a la comunidad internacional. Haremos una visita completa al Centro más tarde. Las informaciones comunicadas a mediodía por nuestros aviones de reconocimiento confirman que no habéis viajado hasta aquí en vano. Dentro de un momento descubriréis lo que oficialmente es, desde las dos de la tarde, la decimoquinta depresión tropical del año en el Atlántico. Pensamos que antes del final del día podría convertirse en una tempestad y mañana quizás en un huracán.

Se habían adentrado en un largo pasillo mientras hablaban. El hombre empujó las dos puertas batientes, que daban a una sala parecida a la de una torre de control de un gran aeropuerto. En medio de la sala había una batería de impresoras que escupía sin cesar hojas de papel; un hombre las recogía y las entregaba a sus compañeros, todos ellos terriblemente ocupados. Hebert hizo que se aproximasen a una pantalla de radar. Sam, el operador que trabajaba en el aparato, no apartaba los ojos de la pantalla, recopilando en una hoja los datos que aparecían en el ángulo superior izquierdo; una larga estela se desplazaba de forma circular por la esfera. Cuando se situó en el sudeste, Sam señaló con el dedo la masa opaca y anaranjada que sobresalía claramente del fondo verde. Lisa se sentó en una silla que estaba reservada para ella. El meteorólogo le explicó la manera de interpretar los números que desfilaban delante de sus ojos. Los primeros correspondían a la fecha en que la depresión había nacido. El número que estaba junto a la letra «M» era la cantidad de días transcurridos desde entonces. Los números de la casilla «SNBR» correspondían a la inscripción del fenómeno.

– ¿Qué quiere decir la palabra XING? -preguntó Lisa.

– Es la abreviatura de crossing y el cero que está al lado significa que la depresión no ha cruzado las fronteras de Estados Unidos. En cualquier caso, aún no. Si el número es otro, significa que ha habido una penetración en nuestro territorio.

– ¿Y el número que hay después de las tres «S»?

– Es nuestra clasificación oficial. La intensidad de los temblores de tierra se mide por la escala de Richter; desde 1899, los huracanes se miden según la escala de Saffir Simpson. Si en las próximas horas ves que el número 1 aparece delante de la mención «SSS», es que la depresión tropical se ha convertido en un huracán mínimo.

– ¿Y si el número es 5?

– ¡A partir de 3 ya se llama catástrofe! -respondió Sam.

Durante toda la visita guiada Mary no apartó los ojos de su hija. En el largo pasillo por el que regresaban a la sala de operaciones, Lisa cogió su mano y murmuró: «Es increíble».

Habían cenado en la cafetería del edificio, y Lisa deseaba volver junto a las pantallas para ver cómo evolucionaba el «bebé». Todo el equipo estaba reunido junto a Hebert, que tomó la palabra cuando ellas entraron en la sala.

– Señores, son las 0 horas 10 minutos en tiempo universal, es decir, las diez y diez de la noche, hora local de Miami. Tras la lectura de las informaciones enviadas hace unos instantes por los aviones de la US Air Forcé, hemos clasificado oficialmente la depresión número 15 como tormenta tropical. Su posición actual es de 11° 8' norte y 52° 7' oeste, su presión es de 1.004 milibares y los vientos soplan allí a más de 35 nudos. Les ruego que emitan de inmediato un aviso de vigilancia general.

Hebert se dirigió a Lisa al tiempo que señalaba la mancha roja que se iba destacando poco a poco en la gran pantalla que ocupaba el centro de la pared principal.

– Lisa, acabas de asistir a un bautismo muy especial. Te presento a Marilyn. Podrás presenciar todas las operaciones que van a desarrollarse. Ahora la seguiremos hasta su muerte, que deseo que se produzca lo antes posible. Hemos reservado una habitación para que tu madre y tú podáis descansar cuando estéis cansadas.

Un poco más tarde ambas se retiraron a lo que sería su aposento durante los siguientes días. Lisa no dijo una sola palabra, aunque no dejaba de dirigir miradas de interrogación a Mary, que le sonreía.


El día siguiente, 13 de septiembre de 1995, al entrar en la gran sala después de desayunar, Lisa se sentó cerca de Sam. Le pareció que los hombres y las mujeres que trabajaban allí la trataban como si ya formase parte del equipo; varias veces le pidieron que fuese a recoger los informes que salían de las impresoras y los distribuyese, y un poco más tarde tuvo que leer un papel en voz alta mientras varios meteorólogos copiaban los números que ella leía. Después del almuerzo advirtió la inquietud en sus rostros.

– ¿Qué sucede? -preguntó a Sam.

– Mira los números de la pantalla. Los vientos ahora soplan a 60 nudos, pero lo peor es la presión. No es una buena señal.

– No comprendo.

– La depresión aumenta y, cuanto más deprimida está la tormenta, tanto mayor es su fuerza. ¡Temo que dentro de pocas horas ya no hablaremos de ella, sino de él!

A las cinco y cuarenta y cinco minutos de la tarde Sam telefoneó a Hebert y le pidió que se reuniese con él de inmediato. Éste entró con paso rápido y se dirigió a la pantalla. Lisa apartó la silla a un lado para dejarle sitio. -¿Qué dicen los aviones? -preguntó. -Han detectado la formación del muro del ojo -respondió una voz desde el extremo de la sala.

– La posición actual es de 13° norte y 57° 7' oeste. Se dirige hacia el noroeste, hacia el paso del canal de los Santos. Chocará con las Antillas francesas. Su presión sigue bajando, ha descendido a 988 milibares y los vientos superan los 65 nudos -añadió el meteorólogo, que estaba sentado frente a la pantalla de un ordenador.

Cuando Hebert se dirigió hacia la impresora, Lisa vio que en la pantalla radar de Sam aparecía, parpadeando, el número 1. Eran las seis de la tarde y Marilyn acababa de convertirse en un huracán de la clase 1.

Sentada en su silla, Mary llenaba de notas unas hojas de papel mientras vigilaba a su hija con el rabillo del ojo. A veces dejaba la pluma y escrutaba inquieta el rostro de Lisa, que se crispaba por momentos. En la gran sala sólo las máquinas rompían el silencio, que se había hecho tan denso como un cielo tormentoso.

Una de las noches Lisa tuvo una pesadilla. Mary se acostó a su lado y la cogió entre sus brazos; secó su frente, la meció y acarició sus cabellos hasta que sus rasgos se distendieron. Mary imploró al cielo que no hubiese cometido un error al llevarla allí. Esperaba que su idea no tuviese el efecto contrario al deseado. Sin poder conciliar el sueño, permaneció en vela hasta que se hizo de día.

En cuanto despertó, Lisa se dirigió a la sala. No quiso acompañar a Mary a la cafetería. Al entrar se dirigió precipitadamente hacia Sam. Eran las 7 horas y 45 minutos en Miami, las 11 horas 45 minutos en tiempo universal.

– ¿Cómo está esta mañana? -dijo con una voz firme.

– Enfadado. Se aproxima a la isla de Martinica con fuerza. Se desplaza hacia el nordeste. La presión sigue bajando.

– Ya veo -dijo secamente-. Está aún en la clase 1.

– En mi opinión, no por mucho tiempo.

Hebert acababa de entrar. Saludó a Lisa e hizo girar su silla hacia la gran pantalla que ocupaba el centro de la pared.

– Vamos a recibir por satélite las imágenes filmadas por los aviones de la US Air Forcé. Puedes salir si no quieres verlas.

– ¡Quiero quedarme!

La voz del piloto resonó en la sala.

– US Air Force 985 al centro de mando del CNH.

– Le recibimos, UAF 985 -respondió Hebert por el micrófono que tenía delante.

– Acabamos de sobrevolar el centro del ojo. Su diámetro es de 25 millas. Vamos a transmitir las imágenes.

La pantalla se iluminó y las primeras imágenes aparecieron. Lisa contuvo la respiración. La niña que en tierra tanto había temido al monstruo, tenía ocasión de verlo ahora desde el cielo por primera vez en su vida. Giraba majestuosamente: imperioso, irresistiblemente poderoso, enrollaba en torno al ojo su imponente cola blanca. Por los altavoces se escuchaba la respiración del comandante del avión. Lisa apretó sus manos contra los brazos de la silla. Mary también acudió, traía una taza de chocolate caliente. Levantó la cabeza y abrió los ojos, sorprendida por lo que veía.

– ¡Dios mío! -dijo en voz baja.

– Es más bien el demonio al que tienes delante -respondió Hebert.

Lisa se precipitó hacia el hombre y le cogió fuertemente la mano. Al instante Mary se abalanzó hacia ella e intentó calmarla.

– ¿Va a destruirlo? -gritaba Lisa.

– No tenemos poder para hacerlo.

– Pero ¿por qué los aviones no le lanzan una bomba en el ojo? Hay que destruirlo. Ahora, que está sobre el mar.

Él se liberó y puso sus manos sobre los hombros de Lisa.

– No serviría de nada, Lisa. No disponemos de ninguna fuerza que sea capaz de detenerlo. Un día podremos, te lo prometo. Ése es el motivo por el que aquí trabajamos sin descanso. Dirijo este centro desde hace treinta y cinco años, he consagrado toda mi vida a perseguir a esos asesinos y hemos hecho muchos progresos en los últimos diez años. Ahora tienes que calmarte. Te necesito y, para que seas eficaz, debes mantener la sangre fría. Me vas a ayudar, vamos a prevenir a todas las localidades a las que podría acercarse con la antelación suficiente para que todo el mundo pueda refugiarse.

El piloto indicó que se disponía a situarse más cerca del centro del ojo. Hebert hizo que Lisa se sentase a su lado y volvió a coger el micrófono:

– Sed prudentes.

Las imágenes, a veces movidas, eran cada vez más impresionantes. Las cámaras de a bordo filmaban el increíble circo de nubes de casi 35 kilómetros de diámetro, cuyos muros se elevaban a varios centenares de metros. Unos minutos más tarde el silencio se interrumpió: el avión anunciaba que regresaba a la base. La pantalla también se apagó. Eran las once de la mañana. Sam acababa de traer una serie de informes que Hebert se apresuró a leer. Dejó la hoja y cogió la mano de Lisa mientras con la otra apretaba el botón del micrófono.

– Aquí el mando del CNH, éste es un aviso de alerta. El huracán Marilyn, cuya posición actual es 14o 2' norte y 57o 8' oeste, está a punto de dirigirse a la islas Vírgenes estadounidenses. Llegará a las islas de Martinica y Guadalupe esta noche. Todas las medidas para la evacuación de la población hacia los refugios deben comenzar en este instante. Los barcos, cualquiera que sea su tonelaje, que navegan por las Antillas francesas deben dirigirse al puerto más cercano. Los vientos son actualmente de 70 nudos.

Se volvió hacia Sam y le pidió que comparase sus datos con los de los equipos del Centro de Martinica. Después instaló a Lisa delante de un emisor, redactó un mensaje de alerta con letras mayúsculas y le enseñó a cambiar las frecuencias de radio girando el botón de ajuste.

– Lisa, quiero que difundas este mensaje en todas las frecuencias de radio de esta lista. Cuando llegues al final, comenzarás de nuevo. Así evitaremos que cause daños y muertes. Cuando estés cansada, tu madre te sustituirá. ¿Me has comprendido?

– Sí -respondió Lisa con voz firme.

Pasó así el resto del día, repitiendo sin descanso el aviso de alerta que le habían confiado. Sentada a su lado, Mary giraba el botón de la radio. Cada vez que Lisa difundía su mensaje por las ondas, la muchacha se sentía que se liberaba de un mal. Mary sabía que se estaba vengando de los huracanes.

Marilyn atravesó Martinica y Guadalupe al comienzo de la noche. Cuando el número 3 apareció delante de las tres «S», Lisa se negó a hacer una pausa y aceleró la difusión de sus mensajes. Mary no la dejó sola ni un instante y aceptó sustituirla cuando tuvo que abandonar su puesto durante un momento.

Mary se dio la vuelta hacia Hebert con los ojos enrojecidos a causa del cansancio.

– Es agotador. ¿No existe un sistema que envíe de forma automática estos mensajes? -preguntó a Sam.

– ¡Claro que sí! -respondió el profesor con una sonrisa.

Treinta y una horas después de la primera alerta el huracán pasó por encima de Santa Cruz y Santo Tomás. El 16 de septiembre se dirigió hacia Puerto Rico. Tras cada uno de sus movimientos Lisa cambiaba la frecuencia de radio, avisando del peligro, que cada vez se alejaba más y a mayor velocidad. El 17 de septiembre alcanzó su máxima depresión, llegando a los 949 milibares. Los vientos soplaban a más de 100 nudos. Se dirigió hacia el Atlántico. Al final del día, los vientos, que habían alcanzado los 121 nudos, bajaron cuando la presión subió 20 milibares. El muro primario del ojo se desintegró encima del océano diez horas más tarde. Marilyn murió en el transcurso de la noche del 21 al 22 de septiembre.


Una vez en Newark, Lisa supo que el huracán únicamente había ocasionado ocho víctimas: cinco en Santo Tomás, una en Santa Cruz, una en Saint John y sólo una en Puerto Rico. Al presentar su redacción en la escuela hizo una petición, que su profesor de geografía aceptó. Durante ocho días, cada mañana, todos sus compañeros de clase guardaron un minuto de silencio.

10

Lisa seguía recibiendo cada trimestre el boletín informativo del CNH, que siempre iba acompañado de unas palabras de Hebert, quien se jubilaría en el mes de julio. También mantenía una correspondencia regular con Sam, que incluso había ido a verla el invierno anterior. En el curso de su visita le hizo saber que los meteorólogos del centro a menudo preguntaban por ella. En la primavera de 1996 Mary publicó en el Montclair Times un notable artículo sobre los huracanes. A continuación, la prestigiosa revista National Geographic le ofreció la oportunidad de desarrollar un extenso estudio sobre el tema, que apareció en octubre.

Estuvo trabajando en el mismo todo el verano, ayudada por Lisa, que se ocupó de gestionar la documentación, redactando resúmenes.

Casi todos los días ambas se trasladaban a Manhattan y, tras un desayuno en el pequeño jardín del Picasso, se encerraban en la Biblioteca Nacional de la Quinta Avenida. Thomas se fue con su mejor amigo a un campamento de trabajo en Canadá y Philip se dedicó a las tareas de renovación del pequeño apartamento que habían adquirido en el East Village como inversión o, quizá sin querer reconocerlo demasiado, para Lisa, en el caso de que decidiese un día continuar sus estudios en la Universidad de Nueva York. Mary recibió felicitaciones por la calidad del texto, que se publicó en la revista National Geographic, y a principios de 1997 le confiaron dos columnas semanales, de tema libre, en la edición dominical del Montclair Times. Lisa siguió sus pasos y logró una tribuna en el periódico mensual de la escuela. De forma gradual se dio permiso a sí misma para apartarse de los temas meteorológicos.

Lisa celebró sus diecinueve años a principios de año y Thomas sus quince el día 21 de marzo. El mes de junio fue rico en acontecimientos. La preparación de la fiesta con que se cerraba la etapa de los estudios secundarios sirvió de excusa para las dos jornadas enteras que pasaron visitando las tiendas de ropa de las calles del Village. Stephen vino a buscar a Lisa a casa y, cuando Philip comenzó a hacer sus recomendaciones, Mary, con mirada incendiaria, invitó a su esposo a no envejecer prematuramente. Lisa regresó de madrugada por primera vez en su vida. Ese mes anunciaba el final de una etapa y su próximo ingreso en la universidad, ya con el título en la mano. Se había convertido en una mujer encantadora. Su boca se había agrandado, dibujando una sonrisa más natural y sus largos cabellos le caían sobre la piel morena. Pletórica de belleza, le costaba mantener el «equilibrio». De la niña pequeña que había llegado un día de lluvia sólo quedaba una mirada, una luz intensa e inquietante, en el fondo de sus ojos.

Al acercarse la fiesta de graduación de Lisa, Mary no pudo evitar sentirse frágil. El recuerdo de un juramento pronunciado aquel día, desde el que ya habían transcurrido cinco años, en la mesa de una cafetería de aeropuerto, a menudo venía a alterar sus noches, si bien nada en el comportamiento de su hija dejaba presagiar que exigiría el cumplimiento de aquella promesa.


Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa había terminado de comer sus tortitas y Mary tuvo que ordenar la cocina apresuradamente mientras Philip hacía sonar el claxon para que fueran al coche. El motor ya estaba en marcha cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor, que Lisa le devolvía. Mary intentaba concentrarse en el programa impreso de la jornada, pero lo dejó, pues leer en el coche la mareaba. En cuanto hubieron aparcado fueron a saludar a los profesores. Philip estaba hecho un flan. Antes de que Lisa se alejase para ir a reunirse con sus compañeros de promoción, Mary le dio ánimos y la tranquilizó, actuaba así siempre que había una ceremonia oficial. Philip apremió a Thomas y Mary para que tomaran asiento en las gradas que se hallaban dispuestas delante de la tribuna donde se desarrollaría la entrega de diplomas. Mary hizo un movimiento con las cejas al tiempo que daba unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La ceremonia comenzaría dentro de una hora; no había razón alguna para alarmarse y ella quería aprovechar el tiempo dando un corto paseo por el parque.

Cuando regresó, Philip estaba ya sentado en la primera fila y había colocado cada uno de sus zapatos sobre las dos sillas que tenía al lado para reservarlas.

Al sentarse, Mary le devolvió un mocasín.

– ¡Tienes una imaginación desbordante cuando se trata de reservar un sitio! ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

– Las ceremonias me ponen nervioso.

– ¡Ya ha conseguido su título, Philip! Era antes, durante los exámenes, cuando había que estar nervioso.

– No sé cómo te las arreglas para estar tan tranquila. ¡Mira, ya está en la tribuna! ¡Va a pronunciar su discurso!

– … que desde hace un mes nos sabemos de memoria. Te lo ruego, para de moverte todo el rato de esa manera.

– ¡Pero si no me estoy moviendo!

– Sí. Y tu silla está rechinando. Si quieres escuchar a tu hija, tendrás que estarte quieto.

Thomas los interrumpió. Tras la muchacha que ahora saludaba le tocaba el turno a Lisa. Philip estaba tenso, pero sobre todo muy orgulloso, y se dio la vuelta para contar el número de personas que asistían a la ceremonia. Había doce filas de treinta asientos, lo que sumaba un total de trescientos sesenta espectadores.

¿Fue algo sin importancia lo que atrajo su atención o fue quizás ese eterno instinto lo que hizo que se volviese de nuevo? Desde el fondo de la multitud, sentada en la última fila, una mujer miraba fijamente a Lisa, que avanzaba hacia el micrófono.

Ni las gafas de sol que llevaba puestas ni la ligera capa con la que se cubría, ni tampoco las señales que el tiempo había dejado en su rostro le impidieron reconocer a Susan.

Mary pellizcó a Philip en la rodilla.

– Si quieres ver cómo tu hija recibe el diploma, date la vuelta. Parece como si hubieses visto a un fantasma.

Durante todo el tiempo en que Lisa estuvo saludando a sus profesores, la mano izquierda de Philip, húmeda, temblaba. Mary la cogió entre las suyas y la apretó con fuerza. Cuando Lisa dio solemnemente las gracias a sus padres por su amor y su paciencia, Mary sintió una urgente necesidad de comer unas creps con azúcar. Luego se tocó el párpado con la punta del dedo para ahuyentar la emoción pasajera que atravesaba sus ojos y soltó la mano de Philip.

– ¿Qué te pasa?

– Estoy emocionado.

– ¿Crees que hemos sido unos buenos padres para ella? -preguntó con una voz suave.

Él retomó el aliento y no pudo evitar darse la vuelta una vez más. La silla donde creyera ver a Susan estaba vacía. Barrió con la mirada los alrededores, pero no la vio en ninguna parte. Mary le hizo volver la atención a Lisa, que saludaba entre las aclamaciones. Philip juntó las manos y comenzó a aplaudir con todas sus fuerzas.

Se mantuvo al acecho el resto de la tarde. Diez veces Mary le preguntó qué buscaba y diez veces él le respondió que no se sentía muy bien, que sólo era la resaca de la emoción. Le pidió excusas con ternura y ella decidió que era mejor dejarlo tranquilo y ocuparse de Thomas y, sobre todo, de Lisa, que aún estaba con ellos. Philip deambulaba por el parque de la escuela, paseando entre los árboles, saludando brevemente a las personas con las que se cruzaba, pero… Susan no estaba en ninguna parte. Al final del día consideró la posibilidad de que tal vez había tenido una visión. Sin confesárselo, rogaba para que así fuese. Eran las cinco de la tarde y los cuatro se dirigían al aparcamiento. Fue al aproximarse al coche cuando lo vio, simplemente metido entre las dos puertas: un trocito de papel doblado en cuatro, unas pocas líneas que ya le cortaban la respiración al mismo tiempo que dudaba sobre si leerlas o no. Guardó el secreto en el puño de su mano durante todo el trayecto de regreso. Mary no pronunció ni una sola palabra. Cuando aparcó el coche delante de la casa, simuló que tenía que recoger algo del portaequipajes y dejó que la familia subiese por el sendero.

Una vez solo abrió el papel, que se resumía en una pocas letras: «7 de la mañana». Se lo metió en el bolsillo y se dirigió a la casa.


Durante la cena Lisa no lograba comprender la razón de aquel silencio, que sólo unas frases cortas y forzadas de Mary interrumpía de vez en cuando. El postre estaba todavía en la mesa cuando Thomas declaró que, habida cuenta la «atmósfera hilarante» que reinaba, prefería retirarse a su habitación. Lisa miró primero a Philip y luego a Mary.

– ¿Qué os pasa? ¿Por qué tenéis esa cara de funeral? ¿Habéis discutido?

– En absoluto -respondió Mary-. Lo que ocurre es que tu padre está cansado. Eso es todo. Uno no está obligado a estar siempre en plena forma.

– Es fantástico este ambiente, sobre todo en vísperas de mi marcha -añadió Lisa-. Os dejo, me voy a arreglar la bolsa. Luego iré a la fiesta de Cindy.

– Tu avión sale a las seis de la tarde. Tienes tiempo de sobra para prepararla mañana. Tus cosas quedarán arrugadas si la haces ahora -replicó Philip.

– Los pliegues naturales están de moda. Las ropas bien planchadas y todo lo demás, lo dejo para vosotros. Bueno, me voy.

Subió la escalera y entró en la habitación de su hermano.

– ¿Qué les pasa?

– ¿Qué crees tú? Es porque te vas mañana. Desde hace una semana mamá da vueltas por la casa. Anteayer entró por lo menos cinco veces en tu habitación; una vez arregló las cortinas, otra colocó bien un libro de la estantería, la tercera estiró las sábanas. Yo pasaba por el pasillo y vi cómo abrazaba tu almohada y se la ponía junto a la cara.

– Pero si sólo me voy un par de meses a Canadá. ¡Qué pasará el día en que me vaya a vivir sola!

– Soy yo quien se quedará solo cuando tú te vayas. Te voy a echar de menos este verano.

– Pero si te voy a escribir, pequeñín. Y, además, el próximo año podrás matricularte en mi campamento de vacaciones. Así estaremos juntos.

– ¿Para tenerte a ti de monitora? ¡Jamás! ¡Anda, ve a hacerte la maleta, traidora!

Philip secaba el mismo plato desde hacía cinco minutos. Mary estaba acabando de retirar la mesa y lo observaba. Ella le dirigió su inimitable movimiento de cejas. Él no reaccionó.

– Philip, ¿quieres que hablemos?

– No debes preocuparte -respondió él, sobresaltado-. En Canadá todo le irá muy bien.

– No te hablaba de eso, Philip.

– ¿De qué entonces?

– De lo que en la ceremonia te ha puesto de esa manera.

Dejó el plato en el fregadero y se acercó a ella, invitándola a tomar asiento.

Ella lo miró de hito en hito, inquieta.

– ¡Ten cuidado con tus revelaciones fulminantes! ¿Qué vas a decirme?

Él la miró directamente a los ojos y le acarició la cara.

Ella adivinó la emoción en su mirada y, puesto que él se había callado, como si las palabras que intentaba pronunciar se ahogasen en el fondo de su garganta, repitió la pregunta.

– ¿Qué vas a decirme?

– Mary, desde el día en que Lisa llegó a nuestra vida he comprendido cada mañana al levantarme, en cada uno de tus suspiros cuando te veía dormir, cada vez que tu mirada se cruzaba con la mía o que tu mano estaba entre las mías como ahora, por qué y hasta qué punto te amo. Y además de todas las fuerzas que me has dado, de tus combates, tus sonrisas, de todas las dudas que resolvías, de todas mis dudas que con tu confianza se borraban, de tu capacidad de compartir, de tu paciencia y de todos los días que hemos pasado juntos, uno tras otro, que me has entregado también el mejor regalo del mundo: ¿Cuántos hombres podrán conocer este increíble privilegio de amar y al mismo tiempo ser amado?

Ella descansó la cabeza sobre su pecho, como para oír mejor los latidos de su corazón; quizá también porque había estado esperando tanto tiempo esas palabras.

Luego le rodeó el cuello con los brazos:

– Philip, tienes que ir. Yo no podría, no debo. Tú le explicarás.

– ¿Qué?

– Lo sabes bien. ¡Cómo se parece a Lisa! ¡Es sorprendente! Además, imagino que te habrá citado, en ese papel que escondías en la mano mientras volvíamos a casa.

– No iré.

– Sí que irás. No por ti, sino por Lisa.


Más tarde, cuando estuvieron en el dormitorio, hablaron largo rato. Acurrucados uno en brazos del otro, hablaron de ellos, de Thomas y de Lisa.

En realidad no habían dormido. Se habían levantado al amanecer, y Mary bajó a la cocina para preparar un desayuno rápido. Philip se vistió y entró en el cuarto de Lisa. Se acercó a la cama y pasó su mano por la mejilla de la muchacha para despertarla con suavidad. Ella abrió los ojos y sonrió.

– ¿Qué hora es?

– Date prisa, pequeña. Vístete y baja a desayunar.

Ella miró el despertador y cerró los ojos de nuevo.

– ¡Mi avión despega a las seis de la tarde! Papá, sólo me voy por dos meses. Es necesario que los dos os tranquilicéis. ¿Puedo dormir un poco más? ¡Volví tarde a casa!

– Tal vez cojas otro avión. Cariño, levántate y no pierdas el tiempo, que no tenemos mucho. Te lo explicaré todo en el camino.

La besó en la frente, cogió la bolsa que estaba sobre la mesa y salió de la habitación. Lisa se frotó los ojos, se levantó y se puso un pantalón; se pasó por los hombros una camisa y se la abrochó deprisa. Al cabo de unos instantes, bajaba con los ojos todavía medio cerrados. Philip esperaba delante de la puerta de entrada, anunció que iba al coche y cerró la puerta tras de sí.

Mary salió de la cocina y se mantuvo a unos metros de Lisa.

– Había preparado algo para desayunar, pero creo que ya no os da tiempo de tomarlo.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Lisa, inquieta-. ¿Por qué tengo que salir tan pronto?

– Papá te lo contará todo en el coche.

– Pero… si ni siquiera me he despedido de Thomas.

– Está durmiendo. No te preocupes. Me despediré por ti. Me escribirás, ¿verdad?

– ¿Qué me estáis ocultando?

Mary se acercó y abrazó a Lisa con tanta fuerza que la dejó casi sin respiración. Aproximó los labios a su oído.

– No logré cumplir totalmente mi promesa, pero hice todo lo que pude.

– Pero ¿de qué me hablas?

– Lisa, hagas lo que hagas, y en todos los momentos de tu vida, jamás olvides hasta qué punto te quiero.

Ella la liberó de su abrazo, abrió la puerta de entrada y la empujó suavemente hacia Philip, que la esperaba bajo el porche. Dubitativa e inquieta, Lisa permaneció unos instantes inmóvil, mirando con fijeza a Mary e intentando comprender el dolor que adivinaba en sus ojos. Su padre la cogió por los hombros y se la llevó consigo.

Aquella mañana llovía. El brazo de Philip se prolongaba en una mano que había crecido y que estaba aferrada a la de ella. La bolsa que Lisa llevaba en la otra parecía ahora mucho más pesada.

Es así como Mary vio que se marchaba, bajo la luz pálida en la que el tiempo se detenía de nuevo. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros y la lluvia resbalaba sobre su piel morena; ahora parecía que la ropa le sentaba bien. Bajaban por el sendero con pasos lentos. A Mary, que estaba en el porche, le habría gustado añadir alguna cosa, pero no hubiese servido de nada. Las puertas del coche se cerraron. Lisa le dirigió un último saludo con la mano y desaparecieron al doblar la esquina.


Durante el trayecto Lisa no cesó de interrogar a Philip, que no respondía a ninguna de las preguntas puesto que no encontraba las palabras adecuadas para hacerlo. Tomó el enlace que conectaba con las diferentes terminales del aeropuerto y redujo la velocidad. Lisa experimentó una mezcla turbadora de miedo y cólera, que cada vez era mayor. Estaba decidida a no bajar del coche hasta que Philip no le explicase las razones de tan precipitada marcha.

– Pero ¿qué os pasa? ¿Os inquieta tanto a ambos mi viaje? Papá, ¿quieres explicarme qué está pasando?

– Te voy a dejar en la terminal e iré a aparcar el coche.

– ¿Por qué no ha venido Mary con nosotros?

Philip se situó junto a la acera y miró a su hija al fondo de los ojos, cogiendo sus manos entre las suyas.

– Lisa, escúchame. Al entrar en la terminal vas a tomar la escalera mecánica que hay a la derecha, luego seguirás por el pasillo y entrarás en la cafetería…

El rostro de la muchacha se crispó. Al ver la actitud de su padre, Lisa comprendió que el velo de su pasado se levantaba de manera inesperada.

– … Continuarás hasta el fondo de la sala. En la mesa que está junto al ventanal hay una persona que te espera.

Los labios de Lisa empezaron a temblar. Todo su cuerpo fue sacudido por un inmenso sollozo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Los de Philip también.

– ¿Te acuerdas del viejo tobogán rojo? -dijo él con voz trémula.

– ¡No me habréis hecho eso! ¡Dime que no es verdad, papá!

Sin esperar respuesta, cogió su bolsa de viaje del asiento trasero y, dando un violento portazo, salió del coche.


Aeropuerto de Newark. El coche acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. A través de un velo de lágrimas lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella; hace una mueca y se la cuelga del hombro. Seca sus ojos, atraviesa las puertas de la terminal 1 y cruza el vestíbulo corriendo. A su derecha, la escalera mecánica conduce al primer piso. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada de una luz naranja y mira a través del cristal. A esa hora de la mañana no hay nadie en el mostrador. Los resultados deportivos desfilan por la pantalla del televisor que hay por encima del camarero que seca los vasos. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes.

Es así como ella la ve, sentada al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado sobre la mesa. Susan ha colocado su barbilla sobre la mano derecha mientras los dedos de la izquierda juguetean con la medalla que lleva colgada al cuello. Sus ojos, que Lisa no puede ver aún, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas y sobre el que los aviones ruedan lentamente. Susan se da la vuelta, se pone la mano sobre la boca, como para contener la emoción que se le escapa cuando pronuncia en voz baja un: «¡Dios mío!». Se levanta. Lisa duda, toma el pasillo de la izquierda, se aproxima con pasos silenciosos. Ambas se contemplan cara a cara, con los ojos llorosos, sin saber qué decirse. Susan ve la gran bolsa que lleva Lisa. La suya, debajo de la mesa, es idéntica. Entonces Susan sonríe:

– ¡Eres tan guapa…!

Inmóvil y silenciosa, Lisa la mira de hito en hito, sin quitarle los ojos de encima. Se sienta lentamente y su madre hace lo mismo. A Susan le hubiese gustado acariciar la mejilla de su hija, pero Lisa retrocede bruscamente.

– ¡No me toques!

– ¡Lisa, si supieras lo mucho que te he echado de menos!

– Y tú, ¿sabes que tu muerte ha cubierto mi vida de pesadillas?

– Deja que te explique.

– ¿Qué puede explicar lo que me hiciste? Tal vez me puedas explicar qué te hice yo para que me olvidases.

– Jamás te he olvidado. No fue debido a ti, Lisa. Fue debido a mí, a mi amor por ti.

– ¿Tu definición del amor incluye el haberme abandonado?

– No tienes derecho a juzgarme sin conocimiento de causa, Lisa.

– ¿Tenías derecho a esa mentira?

– ¡Al menos tienes que escucharme, Lisa!

– ¿Acaso tú me escuchabas cuando te llamaba por las noches en mis pesadillas?

– Sí. Creo que sí.

– Entonces, ¿por qué no viniste a buscarme?

– Porque era demasiado tarde.

– Demasiado tarde ¿para qué? ¿Existe eso de «demasiado tarde» entre una madre y una hija?

– Sólo tú, Lisa, puedes decidir eso ahora.

– ¡Mamá ha muerto!

– No digas eso, te lo ruego.

– Sin embargo, es una frase que me ha marcado. Es la primera que pronuncié al llegar a Estados Unidos.

– Si lo prefieres, te dejo. Pero lo quieras o no, siempre te amaré…

– Te prohibo que me digas eso hoy. Es demasiado fácil. «Mamá», si estoy equivocada, dime en qué. Y te ruego que seas convincente.

– Habíamos recibido un aviso de tormenta tropical y la montaña era demasiado peligrosa para una niña de tu edad. ¿Te acuerdas? ¿Te había contado que estuve a punto de morir durante una tormenta? Entonces bajé al valle para dejarte con el equipo del campamento de Sula y ponerte a salvo del peligro. No podía dejar sola a la gente de la aldea.

– ¡Pero a mí sí que podías dejarme sola!

– ¡Pero tú no estabas sola!

Lisa se puso a chillar:

– ¡Sí! Sin ti yo estaba mucho más que sola. Como en la peor de las pesadillas. Parecía que el pecho me fuera a reventar.

– Hija mía, te cogí en mis brazos, te besé y regresé a la montaña. En mitad de la noche Rolando vino a despertarme. Sobre nosotros caía un diluvio y las casas comenzaban a moverse. ¿Te acuerdas de Rolando Álvarez, el jefe del pueblo?

– Me he acordado del olor de la tierra, de cada tronco de árbol, del color de todas las puertas de las casas, porque la menor parcela de estos recuerdos era todo lo que me quedaba de ti. ¿Puedes comprender esto? ¿Puede ayudarte eso a entender la profundidad del vacío que me dejaste?

– Condujimos a los habitantes del pueblo hasta la cima, bajo un chaparrón de agua. En el curso del viaje, en la oscuridad, Rolando resbaló por la pared, salté detrás para cogerlo y me rompí el tobillo. Se agarró a mí, pero su peso era excesivo.

– ¿También yo tenía un peso excesivo para ti? Si supieras lo resentida que estoy.

– Bajo la luz de un relámpago vi cómo me sonreía. Sus últimas palabras fueron: «Ocúpese de ellos, Doña, cuento con usted». Soltó mi mano para no arrastrarme a mí también al fondo del barranco.

– En toda esta sublime entrega, ¿tu amigo Álvarez no te pidió que te ocuparas un poquito de tu propia hija, para que yo también pudiese contar contigo?

El tono de Susan se elevó brutalmente:

– Era como mi padre, Lisa. ¡Como aquel que me quitó la vida!

– ¿Eres tú la que se atreve a decirme algo semejante? Me has hecho pagar a mí la factura de tu infancia. Pero ¿qué te había hecho yo, mamá? Además de amarte, dime, ¿qué te había hecho?

– Cuando se hizo de día, la carretera había desaparecido junto con la falda de la montaña. Sobreviví dos semanas sin ninguna comunicación posible con el mundo exterior. Los escombros que el río de lodo había arrastrado hasta el valle hicieron creer a las autoridades que todos estábamos muertos, y no enviaron ningún tipo de ayuda. Entonces me ocupé de todos los que poblaron tu infancia. Me hice cargo de la situación, de los heridos, de las mujeres y los niños al borde del agotamiento; había que ayudarlos a sobrevivir.

– Pero no de tu hija, que te esperaba aterrorizada en el valle.

– En cuanto pude bajar, partí de inmediato en tu búsqueda. Tardé cinco días en llegar. Cuando al fin estuve en el campamento, tú ya te habías ido. Yo había dejado instrucciones precisas a la mujer de Thomas, que dirigía el dispensario de La Ceiba: si me pasaba algo, debían entregarte a Philip. Me dijeron que todavía estabas en Tegucigalpa, que no saldrías hacia Miami hasta la noche.

– Entonces, ¿por qué no fuiste a buscarme? -gritó Lisa con violencia redoblada.

– ¡Pero si lo hice! Al instante salté a un autobús. Ya después, ya en camino, pensé en el viaje que ibas a emprender, en su destino, en el destino sin más, Lisa. Te marchabas a una casa de la que saldrías por las mañanas para ir a estudiar en una verdadera escuela, con la promesa de un verdadero futuro. El destino me pidió que tomase una decisión en tu nombre, porque sin que yo lo hubiese provocado, estabas en camino hacia otra infancia cuyos paisajes ya no serían los de la muerte, la soledad y la miseria.

– La miseria para mí era que mi madre no estuviera a mi lado para cogerme en los brazos cuando yo tenía necesidad de ella. La soledad: no tienes idea de la soledad en la que viví durante los primeros años que pasé sin ti. La muerte era el miedo a olvidar tu olor. En cuanto llovía salía a escondidas de casa para coger un poco de tierra húmeda y olerla, para acordarme de los olores de «allí». Tenía realmente miedo de que llegara a olvidar el olor de tu piel.

– Dejé que te marchases hacia una vida nueva, en el seno de una verdadera familia; a una ciudad en la que un ataque de apendicitis no significara la muerte porque el hospital se hallaba demasiado lejos. Un hogar donde podrías aprender en los libros y vestirte con otra cosa que no fuesen prendas remendadas y aprovechadas al máximo a medida que ibas creciendo, donde habría respuestas para todas las preguntas que planteases, donde jamás tendrías miedo de la lluvia que cae durante la noche, ni yo de que una tormenta te llevase para siempre.

– Pero te olvidaste del mayor de todos los miedos, el de estar sin ti. ¡Tenía nueve años, mamá! ¡Tantas veces me mordí la lengua!

– Era una oportunidad para ti, amor mío. Y mi único remordimiento era dejar detrás de ti una madre que jamás pudo o jamás supo serlo.

– ¿Tanto miedo tenías de quererme, mamá?

– ¡Si supieses lo difícil que fue tomar esa decisión!

– ¿Para ti o para mí?

Susan retrocedió para observar a Lisa, cuya cólera se iba transformando en tristeza. La lluvia que había entrado en su cabeza chorreaba por sus mejillas.

– Para las dos, supongo. Lo comprenderás más tarde, Lisa. Pero al contemplarte sobre aquella prestigiosa tribuna, tan guapa con tu vestido de ceremonia, al verte con los que ahora constituyen tu familia sentados en primera fila, comprendí que para mí la paz y la tristeza podían ser hermanas, al menos en el instante de una respuesta que al fin he encontrado.

– ¿Papá y Mary sabían que estabas viva?

– No, hasta ayer no. No debería haber venido, probablemente no tenía derecho a hacerlo. Pero estaba ahí, como cada año, para verte desde detrás de la valla de tu escuela. Aunque sólo fuera unos minutos, sin que jamás lo supieses. El tiempo justo para verte.

– Yo no tuve ese privilegio; el de saber, por unos segundos al menos, que estabas viva. ¿Qué has hecho de tu vida, mamá?

– No me arrepiento, Lisa. No ha sido fácil, pero la he vivido y estoy orgullosa de ella. He cometido errores, pero los asumo.

El camarero mexicano colocó delante de Susan una copa que contenía dos bolas de helado de vainilla, recubiertas de chocolate y almendras laminadas, todo ello copiosamente regado con caramelo líquido.

– Lo había pedido antes de que entrases. Tienes que probarlo -dijo Susan-. ¡Es el mejor helado del mundo!

– No me apetece comer nada.

En el vestíbulo de la terminal, Philip paseaba arriba y abajo. Corroído por la inquietud, a veces salía a la acera, permaneciendo siempre junto a las puertas automáticas. Mojado bajo la lluvia, volvía a la gran escalera mecánica, donde se quedaba inmóvil, contemplando su movimiento infinito.

Susan y Lisa comenzaban a entenderse. Continuaron así, hurgando en el pasado con las uñas, en la intimidad de un largo momento fuera del tiempo en el que las tristezas de Lisa y Susan se fundían en una misma esperanza no confesada de que aún no era demasiado tarde. Susan ordenó un nuevo helado, que Lisa al fin probó.

– ¿Querías que volviese contigo? ¿Es por eso por lo que me han traído aquí?

– ¡Había citado a Philip!

– Y, en tu opinión, ¿qué debo hacer?

– Lo que yo hice a tu edad: ¡tomar mis propias decisiones!

– ¿Me has echado de menos?

– Todos los días.

– ¿A él también lo echabas de menos?

– Eso es asunto mío.

– ¿Quieres saber si él te echaba de menos?

– Eso es asunto suyo.

Susan se quitó la medalla que llevaba colgada al cuello y se la mostró a Lisa.

– Es un regalo para ti.

Lisa contempló la medalla y cerró delicadamente la mano de su madre.

– Desde siempre es a ti a quien esta medalla protege. Yo tengo una familia que ya se encarga de cuidarme.

– De todas maneras, me gustaría que te la quedaras.

En un impulso de amor infinito, Susan se inclinó hacia Lisa y la tomó en sus brazos. En un abrazo delicioso, le murmuró al oído: «¡Estoy tan orgullosa de ti!». El rostro de Lisa se iluminó con una sonrisa frágil.

– Tengo un amigo. Quizás el año que viene nos instalemos en Manhattan, cerca de la universidad.

– Lisa, sea cual sea tu elección, siempre te querré. A mi manera, aunque no sea la de una madre.

Lisa colocó su mano sobre la de Susan y, con una sonrisa de una ternura incontrolable, acabó por decirle:

– ¿Sabes cúal es mi paradoja? Quizá yo no he sido tu hija, pero tú siempre serás mi madre.

Se prometieron que al menos intentarían escribirse de vez en cuando. Incluso tal vez llegaría el día en que Lisa la iría a visitar. Luego la joven se levantó, rodeó la mesa, abrazó a su madre y colocó la cabeza sobre su hombro, aspirando el perfume de un jabón que despertaba muchos recuerdos en ella.

– Ahora tengo que marcharme. Me voy a Canadá -dijo Lisa-. ¿Quieres bajar conmigo?

– No. Él no ha querido subir y creo que es mejor así.

– ¿Quieres que le diga algo?

– No -respondió Susan.

Lisa se levantó y se dirigió hacia la salida. Cuando estaba cerca de la puerta Susan la llamó:

– ¡Te has dejado la medalla sobre la mesa!

Lisa se dio la vuelta y le sonrió:

– No, mamá. Te lo aseguro. No me he dejado nada.

La puerta con el gran ojo de buey se cerró a sus espaldas.


El tiempo pasaba y Philip perdía la calma. Un sentimiento de pánico vino a sustituir su paciencia. Subió por la escalera mecánica y se cruzó con su hija, que bajaba. Ella le sonrió.

– ¿Me esperas abajo o te espero arriba? -preguntó Lisa en voz alta.

– Espérame, no te muevas. Bajo ahora mismo.

– ¡No soy yo la que se mueve, sino tú!

– Espérame abajo, eso es todo. Enseguida estoy contigo.

El ritmo de su corazón se aceleró. Empujó a varios pasajeros para abrirse camino en tanto el movimiento de la escalera mecánica los iba separando. En el punto donde los escalones desaparecen, levantó la vista y en el rellano vio a Susan.

– ¿Te he hecho esperar? -preguntó ella con una sonrisa de emoción en los labios.

– No.

– ¿Estás aquí desde hace rato?

– Ya no tengo la menor idea.

– Has envejecido, Philip.

– Muy simpática, gracias.

– No, te encuentro muy guapo.

– Tú también.

– Lo sé. También yo he envejecido. Era inevitable.

– No. Lo que quería decir es que tú también estás muy guapa.

– Es sobre todo Lisa la que está extraordinariamente guapa.

– Sí, es verdad.

– Es extraño que nos encontremos aquí, Susan.

Philip lanzó una mirada inquieta en dirección a la cafetería.

– Quieres que…

– No creo que sea una buena idea. Y, además, es posible que la mesa ya esté ocupada -añadió ella al tiempo que esbozaba de nuevo una sonrisa.

– ¿Cómo hemos llegado a esto, Susan?

– Lisa tal vez te lo explique. ¡O tal vez no! Lo siento mucho, Philip.

– ¡No, no lo sientes!

– Es verdad, es probable que tengas razón. Pero, sinceramente, ayer no quería que me vieses.

– ¿Cómo el día de mi boda?

– ¿Supiste que estaba allí?

– En el mismo segundo en que entraste en la iglesia. Conté cada paso cuando te fuiste.

– Philip, jamás ha habido mentiras entre nosotros.

– Lo sé, sólo algunas excusas y algunos pretextos que se confundían entre sí.

– La última vez que nos vimos aquí, aquella cosa tan importante de la que te había hablado en mi carta -inspiró hondo-, lo que había venido a decirte aquel día es que estaba embarazada de Lisa y…

El altavoz que resonó en el vestíbulo ahogó el final de la frase.

– ¿Y? -retomó él.

Una azafata anunció la última llamada para embarcar en el vuelo a Miami.

– Es mi avión -dijo Susan-. Last Call… ¿Te acuerdas?

Philip cerró los ojos. La mano de Susan rozó su mejilla.

– Has conservado la sonrisa de Charlie Brown. Baja deprisa. Ve junto a ella. Te mueres de ganas de hacerlo, y yo voy a perder mi avión si te quedas ahí plantado delante de mí.

Philip abrazó a Susan y le dio un beso en la mejilla.

– Cuídate mucho, Susan.

– No te preocupes, estoy acostumbrada. ¡Vete ya!

Puso el pie en el primer escalón y ella lo llamó una última vez.

– ¿Philip?

Él se dio la vuelta.

– ¿Susan?

– ¡Gracias!

Sus rasgos se distendieron.

– No es a mí a quien tienes que dar las gracias, sino a Mary.

Y antes de que desapareciese de su campo de visión, ella hinchó exageradamente sus mejillas para soplarle un beso con la mano, dejándole como última imagen ese tierno gesto de payaso.

En el vestíbulo del aeropuerto, sorprendidos, algunos viajeros miraban a una joven que esperaba a un hombre completamente empapado, con los brazos abiertos de par en par y al pie de una escalera mecánica cuyos colores se confundían en la memoria con los de un tobogán rojo.

Él la abrazó con fuerza.

– ¡Estás completamente mojado! ¿Llovía tanto ahí fuera? -dijo ella.

– ¡Un diluvio! ¿Qué quieres hacer?

– ¡Mi avión sale esta tarde! Llévame a casa.

Lisa cogió la mano de Philip y lo condujo hasta la puerta.

Desde lo alto de la escalerilla, el rostro de Susan se llenó de ternura al verlos salir juntos del recinto de la terminal.

Ya en el coche, Philip telefoneó a casa. Mary descolgó al instante.

– Está conmigo. Volvemos a casa. Te quiero.

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