16. ¿QUIÉN ERA EL PADRE DEL CHICO DE HELGA?

En la primera estación del Vía Crucis del tratamiento de belleza, Gilda Mushnick se detuvo ante la imagen que le devolvía el espejo y no tuvo valor para preguntarle si seguía siendo la más hermosa de las mujeres. Temía que le respondiera: No, todavía lo es Helga. Durante tres horas pasó por una cadena de restauraciones: corrientes eléctricas para la celulitis, contra los dolores lumbares, gimnasia pasiva, y luego la enfangaron de arriba abajo y la metieron entre sábanas y mantas para que conservase el calor. Su cuerpo acabó reposando como una momia, embadurnado con fangos volcánicos hasta que el sonido de un despertador la resucitó y liberó de su sudario. Apareció el desnudo de una mujer entre dos juventudes que avanzaba hacia la ducha como si fuera una malograda hija del faraón con voluntad de huida. Bajo el agua fue recuperando la realidad del cuerpo y se quitó el resto de fango con una cierta repugnancia. Llegada la hora del masaje, facial incluido, bajo las manos durísimas de una masajista de ochenta kilos de peso.

– La sotabarba. Trabaje la sotabarba.

– Pero si no tiene.

– Gracias, pero si lo sabré yo si tengo sotabarba. Todas las mujeres de mi familia han tenido algo de sotabarba.

Terminadas ya las operaciones contempló el rostro resultante en el espejo. "¿Y si me hiciera un lifting? ¿Y unas aplicaciones de colágeno?"

– Yo aún no me lo haría. Tiene Usted un cutis que convenientemente cuidado…

– Un poco de colágeno, ¿no? ¿Todavía no? Todo el mundo se lo pone.

– Todo tiene su momento.

– ¿Cuál es ese momento? Si Usted lo dice. Me horroriza envejecer o al menos que se note que envejezco. Con lo que me gustaba tomar el sol a mí en el velerito de mi marido, pero me han metido el miedo en el cuerpo. Que si el cáncer, que si las manchas. Sólo tenemos un cuerpo, para toda la vida. Colágeno, ¿no?

La masajista se encogió de hombros, pero no expresaba indiferencias, sino la amabilidad de devolver a una cliente su capacidad de decisión. Cuando Gilda recuperó su silueta y la máscara de la ciudadanía, la masajista le dedicó una penúltima mirada de fastidio, la última mirada era sonriente mientras convenían un nuevo encuentro al cabo de dos días. Gilda creía percibir cierta hostilidad en el fondo de los ojos de la mujer.

– Colágeno. Tal vez tenga Usted razón. Yo creo que el agujero de la capa de ozono lo produce todo el colágeno que las argentinas se ponen en la cara. En mi país también se lo aplican los hombres. Hubo un ministro que se operó el culo porque lo tenía muy salido, y Alfonsín, un jefe de Gobierno, se extirpó las orejas. Quedó, pobrecito, como si le hubieran capado.

La risa cantarina de Gilda la acompañó durante toda la salida del Instituto Nefer, y cuando ya era sonrisa se le borró al descubrir a Carvalho como obstáculo en el camino que la llevaba a su coche. Ella fingió no reconocerle, pero Carvalho se presentó con tal riqueza de connotaciones y evocaciones que Gilda tuvo que poner a su altura el entusiasmo del reencuentro.

– Si Usted se va, me haría un favor acercándome a la ciudad. He venido sin coche porque desconocía exactamente la ubicación de este prodigio. En media hora he visto salir unas veinte mujeres de portada de Hola.

Gilda conducía doblemente preocupada, por las colas de coches que trataban de meterse en la Ronda de Dalt y por la presencia de Carvalho a su lado, muy relajado, con las manos en la nuca y el cuerpo estirado para desperezarlo.

– Todo lo que podía decirles sobre mi hermana ya está dicho.

– Hay cuentas que no me salen, señora Mushnick.

– En el centro de estética Usted se ha inscrito como señora Mushnick.

– Mi marido es algo especial y le molestan los gastos superfluos.

Gilda conducía doblemente preocupada, por los coches y por la presencia de Carvalho, a su lado, muy relajado, con el cuerpo estirado para desperezarlo

Carvalho se volcó hacia adelante para mirarla.

– ¿Superfluos? Quizá él tenga razón. Usted no necesita ningún tratamiento para parecer una estrella de cine. ¿También quiso Usted ser estrella de cine?

– Ese papel lo tenía reservado Helga. Yo me he realizado plenamente: mi marido, mis hijos.

– Sus hijos.

Gilda se volvió hacia él y le miró desafiante.

– Mis hijos, sí.

– Las cuentas no me salen, señora Olavarría.

– Mushnick, si no le importa.

– ¿En qué quedamos? Hijos sí, maridos no. Un antiguo grito subversivo. Repito que las cuentas no me salen. Según los datos oficiales Usted ha concebido y parido dos hijos, un varón y una hembra, a cargo de Bobby Olavarría, que es como suelen llamar a su esposo. Pero con Ustedes viven tres; el tercero es otro muchacho. Se añadió un varón de unos quince años. Se sumó a sus vidas hace… ¿Cuánto hace? ¿Es un niño adoptado?

– Digamos que sí.

– Digamos que no.

Ella no tuvo valor para sostenerle la mirada y metió el coche en el primer parking que encontró, uno de esos parkings, pensó Carvalho, realizados según un pacto entre dos delincuentes, el Ayuntamiento y el propietario del inmueble, con el fin de, por una parte, conseguir albergar el mayor número de coches posibles y, por otra, obligarles a rozar paredes o arañar a otros coches, y así enriquecer a todos los talleres de chapa de la ciudad. La mujer dejó el coche en reposo con la chapa del lado izquierdo vista para peritaje del seguro. Carvalho había permanecido mudo mientras ella se empeñaba en fregar todas las paredes de aquel matadero de coches. Gilda se relajó y echó la cabeza atrás. Estaba muy bonita. Era muy bonita.

– Helga me lo trajo hace ocho años, quizá nueve. No podía alimentarlo. Yo hacía milagros para ayudarla, pero ella no se ayudaba a sí misma. Me horrorizaba ver a mi hermana en aquel estado.

– Su marido. ¿Aceptó al chico?

– A regañadientes. Pero eso no es nuevo en él. Lo acepta todo a regañadientes. Vive a regañadientes. Reza a regañadientes.

– ¿Reza mucho?

– En el Opus Dei se reza mucho. O al menos mi marido pertenece al sector rezador.

– Nunca lo hubiera imaginado. Pero sin duda rezan por teléfono o por Internet o por fax. Es un catolicismo moderno. Lo que no puedo creerme es que Helga le haga entrega de su hijo y luego no se interese por él, que no trate de ponerse en contacto con Usted

– Fue la condición que impuso mi marido. No la soportaba. Helga representaba todo lo que no puede soportar en una mujer, y sobre todo el descaro y la falta de complejo de culpa.

– ¿Por qué se vino Helga a España? ¿Por qué se vinieron Ustedes?

Quiere pensar lo que va a decir, Gilda, y examina a Carvalho como si ponderara sus méritos para recibir confidencias.

– Mi marido tuvo que venirse en cuanto se acabaron los milicos ¿No más milicos? No más Olavarría. Había desempeñado cargos durante la dictadura y a mí al principio no me importaba, porque tampoco me importaba él, si hay que ser sincera, pero a medida que se iba hundiendo el tinglado Bobby se iba poniendo nervioso, y en cuanto el fiscal Strasera empezó a organizar los procesos, nos vinimos a España.

Carvalho le agradece con la cabeza la prueba de confianza y pone blandura del mejor amigo de la chica cuando le pregunta.

– Su hermana se vino porque temía algo de los militares y Ustedes se fueron de Argentina porque su marido tenía miedo de la democracia.

– Algo por el estilo, aunque a ciencia cierta nunca conocí los motivos de Helga. Miedo. Miedo sí tenía, y el rechazo que sentía por Bobby a veces más que rechazo me parecía miedo.

– ¿Le habló alguna vez su hermana de Rocco? ¿Un antiguo profesor?

– Tonteó con él. No nos separaban demasiados años y recuerdo lo impresionado que estaba aquel hombre por mi hermana. Ojalá hubiera seguido con él. Su vida hubiera sido normal.

– Y ahora irían las dos hermanas juntitas a hacerse los masajes en el Instituto de Belleza Nefer. ¿No ha visto últimamente a Rocco? Puede que le hayan matado. Ha desaparecido.

Se aguantaron la mirada, pero ella volvió a esconder los ojos cuando Carvalho la sorprendió con la pregunta.

– ¿Quién era el padre del chico de Helga?

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