18. EL GORDO EXPLICA SU FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Ustedes no digan nada y déjenme hablar. Hasta hace veinticuatro horas controlábamos la situación y de pronto resulta que todo se ha desmadrado, que incluso nos faltan cadáveres. ¿Dónde está Rocco? ¿Dónde está el cuerpo de Rocco? Según el Jefe Superior de Policía, que tuvo a bien recibirme, el inspector que lleva el caso considera imprescindible ocultar de momento la noticia y el cadáver. El Jefe Superior de Policía comprende lo embarazoso de este asunto, lo complicado de sus raíces, y hará todo cuanto pueda para no volver al pasado y resucitar los tiempos de cooperación antidemocrática; repitió varias veces la palabra antidemocrática. El Jefe Superior de Policía es un convencido demócrata y no quisiera que el Gobierno de centro derecha, repitió varias veces lo de centro derecha, aparezca con la más mínima mancha de complicidad con tramas ultras, ni en el presente ni en el pasado, cuando muchos de los que ahora son de centro derecha eran escuela, simplemente de derechas predemocráticas. También repitió varias veces la palabra predemocráticas.

– Ése tío es un gil. Ya le daría yo democracia.

Había hablado el que evidentemente mandaba en el tándem Osorio amp; Olavarría, taciturno el cuñado de Helga y colérico Osorio. El gordo se encogió de hombros y se quedó a la espera de que su interlocutor moviera ficha o palabra. Osorio amp; Olavarría permanecieron mudos.

– Hice lo que usted me ordenó, coronel. El capitán Doreste me dijo: "Coge un avión, plántate en Barcelona y soluciona el problema que tiene planteado el coronel Osorio. Lástima que ustedes perdieran el control de Rocco y le diéramos tiempo para movilizar a su ex mujer y a ese detective, pero no se preocupe por el detective, él sólo verá y sabrá lo que queramos que vea y sepa, siempre y cuando el inspector que lleva la encuesta no se pase de listo o de constitucionalista. Ese detective privado tiene un ayudante de película, de película cómica.

– Hay que entregarles al asesino. Lo tenemos, ¿no?

El gordo asintió, pero corrigió el ademán resolutivo del coronel Osorio.

– Hay que dejar que el inspector Lifante, así se llama quien lleva el caso, descubra por su cuenta quién es el asesino de Helga y le atribuya además el de Rocco. No son la misma persona, hubiera sido imposible convencer al que mató a Helga, pero una vez confiese que fue él, se comerá el marrón, como llaman por aquí a asumir un delito que no has cometido. Por medio millón de pesetas ese miserable mata a su madre.

No estaba tranquilo Osorio. No sé, no sé. Ustedes están acostumbrados a moverse por Buenos Aires y en lo suyo son los mejores, Doreste es un genio y usted también, pero esto es otra cosa. Aquí se ha perdido el vínculo entre la policía y los grupos parapoliciales. Que no salte la cosa a los periódicos, que no empiecen a tirar de la manta.

– Todos los días aparecen vagabundos muertos y cualquier policía del mundo procura no gastarse ni veinte pesos en descubrir quién ha sido.

Se va el gordo, pero se vuelve desde la puerta. Señala a Olavarría.

– Osorio, controle a su socio, ya ha cometido muchas tonterías, yo me cuido de todo lo demás.

Salió a la calle y se dirigió hacia Galerías Condal, donde abría una tienda de productos argentinos. Compró diarios atrasados, revistas de sociedad, una lata de dulce de leche que pensaba comerse en el hotel a cucharadas y al recuperar el Paseo de Gracia compró diarios de la ciudad y tuvo ojos para compartir un desayuno en el Tapa-Tapa de la esquina Paseo de Gracia-Consejo de Ciento con la noticia de que se había encontrado el cadáver de Rocco.

– La madre que les parió. Son unos aprendices.

Tomó el primer taxi que pasó y lo dirigió hacia el encuentro de Conde del Asalto con Peracamps. El taxista pertenecía a la raza de taxistas partidarios del monólogo. Yo ese barrio me lo sabía de memoria, y cuidado que es complicado, pero ahora cada día que pasa tiran una manzana, abren una calle y la gente sigue siendo la misma, la misma escoria en las esquinas. Las viejas putas ya no saben dónde poner el culo. Les han quitado las fachadas de detrás y están allí horas y horas aguantándose en una patita, luego en la otra. Les han crecido las varices. Casi les veo las varices desde el coche cuando paso a hacer algún servicio. ¡Tiempo, tiempo, tiempo!, comentó el gordo melancólicamente. Compensó con una buena propina la oratoria del taxista y, bamboleándose sobre sus pies pequeños, se adentró en lo que quedaba en la calle de las Tapias en busca de La Dolce Vita. Estaba Pepita de Calahorra dando de comer cabezas de sardinas cocidas a los doce gatos del local y se puso en tensión cuando asomó por la puerta la cara de bebé inflado del gordo.

– ¿Otra vez aquí? ¿No quedamos en vernos lo menos posible?

– Si vengo es porque es necesario.

Se fue el gordo por la ex estrella de la canción melódica y ella dio un paso atrás.

– Tú a mí no me vuelves a hostiar.

– ¿Quién habla de hostiar? Vengo a que me recites la lección por si te la sabes y te la pregunta la policía.

– ¿La policía?

En La Dolce Vita estaba Pepita Calahorra dando de comer cabezas de sardinas a los doce gatos del local y se puso en tensión cuando asomó por la puerta la cara de bebé inflado del gordo.¿ "Otra vez aquí? ¿No quedamos en vernos lo menos posible?"

– La policía. ¿Tuvo usted escondido a Rocco Cavalcanti porque se lo pidió Helga Mushnick?

Pensó Pepita, asomó una lengüita lila en el centro de sus labios y recitó.

– Por una amiga yo habría hecho eso y mucho más. Al fin y al cabo no era un huido de la policía.

– Bien. ¿Hasta cuándo permaneció aquí, en este local?

– Hasta que vino a buscarle Cayetano, el vagabundo que era medio pareja de Helga. Se marchó con él y adiós muy buenas. Se despidió a la francesa.

– Eso de a la francesa es un añadido tuyo.

– En España se dice marcharse a la francesa cuando alguien se va sin despedirse.

Adelantó el gordo un dedo que parecía el cañón de una pistola y apuntó a Pepita.

– Han encontrado el cadáver de Rocco y depende de que tú sigas erre que erre en esa historia, sobre todo en el detalle de que se marchó porque le vino a buscar Cayetano, ¿no es cierto?

Pepita estaba horrorizada.

– ¿Muerto? ¿Quién lo ha matado?

– ¿Qué te parece?

– ¿Tú?

El gordo aspiró aire como si acumulara paciencia, pero de pronto, con una desenvoltura gestual impropia del espacio que ocupaba en el mundo, lanzó un puñetazo contra el tercer estómago de Pepita de Calahorra.

– ¡Gil! ¡Serás gil! ¿Quién ha podido matar a Rocco si se ha marchado con Cayetano?

– Cayetano.

Hacía pucheros la mujer y el gordo le metió en el escote cinco billetes de diez mil pesetas que sacó del bolsillo derecho de su chaqueta, como si lo llevara siempre lleno de dinero. Se sacó Pepita los billetes de su escondite y, cuando los contaba, la manaza de Aquiles se tragó una de sus muñecas como si fuera una planta carnívora y la boca cloaca del gordo se acercó a la mujer para remacharle las últimas consignas.

– Pórtate bien y yo me portaré bien. Donde mueren dos, muy bien pueden morir tres.

Esta vez el taxista era mudo y Aquiles pudo recrearse en la contemplación de los paisajes de la Barcelona abierta al mar, aquella ciudad que visitara en los años cuarenta como cadete de la Marina argentina, una escuela de valor y cultura militar que le había marcado para toda la vida. La España de los años cuarenta era como Rumania, pensó el gordo; peor, era como Albania. Los cadetes tiraban latas de carne en conserva sobre los muelles y las gentes se echaban por los suelos para conseguir aquellas joyas.

– ¡Argentina volverá a ser la madre vaca y surgirá una nueva argentinidad!

El taxista no compartió su entusiasmo y se limitó a dejarle al comienzo de la Avenida Don Juan de Borbón, frente al Club de Natación de Barcelona, en el arranque de la escollera. Esperó a que el coche se marchara para avanzar hacia un almacén sellado por puertas metálicas acanaladas y dio seis patadas sobre la chapa. Un rato después le devolvieron las seis patadas desde dentro y la puerta se fue alzando para mostrar el abandono cavernario de un almacén. A espaldas del gordo volvió a descender el telón de acero y el mudo portero encendió una linterna para abrirle camino mientras le señalaba con monosílabos las trampas que podía encontrar con sus pies. Por unas escaleras de chapa granulada ascendieron al primer piso de la nave. Allí sí había iluminación, la suficiente para que el gordo sumara a los seis talludos hombrones que le esperaban. Señaló a Pascualet.

– Tú, ¿qué haces aquí? ¿Quieres liarlo todo? Acabas de salir de Jefatura de Policía y vienes al redil. Boludo. De vacaciones. Vete a Madrid una temporada a zurrar centracas negros o pulastros, maricones, para entendernos. Vosotros cinco, seguidme.

Desgajado Pascualet, no resignado, gesticulante, furioso, el buen pastor no le hizo caso y habló a sus ovejas.

– Hay que dar algún susto. Sin miedo no es posible la civilización. Un susto a un huelebraguetas y algo más que un susto a una profesora subversiva que no merece vivir.

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