El lego entró arrastrando las sandalias, las manos recogidas debajo del escapulario, y éste oculto por un mandil, de los de peto. Llevaba la capilla echada y unas gafas de hierro montadas en la nariz.
– El padre Fulgencio me dice que vendrá en seguida. El padre Fulgencio está atendiendo a unos frailes jóvenes que le han planteado una cuestión moral, pero vendrá en seguida. El padre Fulgencio le estaba esperando.
– Daré una vuelta por el claustro.
– En el claustro hace mucho frío, y hay partes donde llueve. El señor Decano haría mejor en meterse en mi chiscón, que tengo una estufa encendida, o, en todo caso, pasar a la sala de visitas.
– No, no. Esperaré en el claustro. Vengo bien abrigado.
Se subió el cuello y se calzó los guantes. Llevaba un paraguas, y lo sostuvo debajo del brazo. Se apoyó en él. Descendió por los escalones de piedra y cerró tras sí la puerta de cristales. El lego hizo un gesto de incomprensión y se metió en su cuchitril.
Por el claustro corría el viento en ráfagas sonoras cargadas de gotas gruesas de lluvia. Estaba el aire gris, y la piedra negreaba en los ángulos remotos. El Decano se apoyó en el murete que separaba el claustro del jardín. Llovía fuerte, la lluvia batía los macizos sin flores, los magnolios de las esquinas borraban el perfil de los arcos. Chorreaba por la cubierta del templete central, en el que habían instalado una estatua moderna, cursi, de san Francisco.
La lluvia no dejaba ver el gesto patético y almibarado del santo.
El Decano, sin embargo, no apartaba la vista de él. No dejó de mirarlo hasta que se oyeron las sandalias del padre Fulgencio por las losas húmedas. Entonces, el Decano volvió la cabeza. El fraile con la capa puesta y la capilla echada, se acercaba rápido: sus pies descalzos aparecían y desaparecían por debajo del hábito conforme caminaba.
– Pero, hombre de Dios, ¿cómo se ha venido hasta aquí con la tarde que hace? Hubiera esperado mejor en la sala de visitas.
Le cogió del brazo y tiró de él hacia la salida.
– Venga. Usted sabe que allí tenemos un radiador que algo calienta. Y fray Manolo nos traerá de beber. Venga.
El Decano se dejó llevar.
Entraron en la sala de visitas, vacía. Por una ventana entraba un poco de luz, pero la habitación estaba sombría. El fraile encendió la lámpara central: tres brazos y una bombilla, rodeada de abalorios verdes y rojos, una cenefa de azules. El padre Fulgencio le señaló un sillón forrado de hule verde oscuro.
– Acomódese. Voy a pedir que nos traigan el licor.
Al lego, que acudió renqueando, le pidió que trajera una botella de licor y dos copas. Luego se volvió al Decano.
– No lo hago sólo por invitarle, sino por egoísmo. Una copita, con el frío que hace, nunca viene mal.
Se sentó en una silla. El Decano jugaba con el paraguas.
– Déjeme eso, se lo colgaré por ahí.
Mientras colgaba el paraguas, vuelto de espaldas, añadió:
– También puede quitarse el abrigo, que estará húmedo.
Se volvió, y ayudó al Decano.
Le sacudió la lluvia y colgó el abrigo en una percha.
– Ahí estará mejor. Entrará en calor cuando nos traigan la copa. ¿Me da un pitillo?
El Decano sacó el paquete del bolsillo, extrajo dos cigarrillos y dio uno al fraile. Puso el otro entre los labios y encendió el mechero. El fraile chupó ávidamente el cigarrillo. El Decano, mientras, encendía el suyo con parsimonia. Se mezclaron los humos. Se miraron. Se echaron a reír.
– ¿Le pasa algo? ¿Cómo se le ocurrió venir esta tarde?
– Digamos que vengo de despedida.
– ¿Se va de viaje?
– No, precisamente. Bueno, según se mire, lo de hoy puede ser un viaje. Mucha gente considera a la muerte como final del viaje, y, otros, como su comienzo. A mí me da lo mismo, pero usted puede escoger.
Al fraile le había quedado la mano en el aire, el cigarrillo humeando. Se agravó el tono de su voz.
– No me dirá…
– A decírselo vengo.
Entró el lego sin llamar.
Traía una bandeja de peltre con una botella y dos copas. Lo dejó todo en una mesilla. El Decano dijo al padre Fulgencio:
– Antes de hablar, sírvame la copa.
– Me han traído coñac. No sé si le apetecerá a estas horas.
– Un coñac siempre viene bien con este tiempo, aunque sea de ese malo que ustedes usan.
– El voto de pobreza no nos permite tenerlo mejor -le dijo el fraile mientras servía la copa y se la tendía. El Decano carraspeaba.
– Es un verdadero matarratas, pero en fin, no habiendo otra cosa…
Echó un sorbo breve y dejó la copa en una esquina de la mesa. El fraile probó la suya.
– No le falta razón. Es verdaderamente fuerte. Rasca la garganta. Le pediré al prior que compre coñac de otra clase.
– A veces basta con cambiar de marca.
– Usted, naturalmente, beberá del mejor.
El Decano, la copa en alto, sonrió.
– Yo no hice voto de pobreza, y mantengo algunas malas costumbres. La del buen coñac es de las más caras.
Bebió otro sorbo. Volvieron a mirarse. Lo trivial quedaba dicho.
– Me tiene usted preocupado.
– Yo también lo estoy.
– Pues no lo parece. Ha hablado, hace un momento, con toda naturalidad de…
– De mi muerte inmediata. ¿Esta noche, quizá? No puedo saberlo, pero lo presiento. Lo presiento por ciertos indicios.
– ¿No será todo una fantasía? Lo he pensado muchas veces.
– Yo también; pero, en todo caso, es una fantasía que a veces me abruma como la realidad más evidente. Esta mañana don Enrique estuvo tan amable conmigo, tan cariñoso… Yo le observaba, y en su mirada vi la muerte. La mía, por supuesto. En su mirada, en cierto temblor de sus manos. Por buen actor que sea, siempre hay síntomas…
– ¿Por qué no le hace frente?
– ¿Con qué pretexto? ¿No ve usted que sería ridículo? Imagínelo. Me diría inmediatamente: Usted se ha vuelto loco. Y tendría que confesarle que sí. Si hice de usted mi confidente, fue porque usted es la única persona que sabe que hablo en serio, que lo comprende.
El Decano dejó un momento la voz en suspenso y, con la mano, hizo un signo vago.
– Tengo ciertos principios de conducta, y alguna vez le he dicho que la muerte no me aterra.
– Cuando es inevitable. Pero ésta…
– Para mí lo es.
– Puede usted marcharse de viaje. Esta tarde misma.
– ¿Y qué? Sería aplazarlo unos días, un mes… No puedo marcharme indefinidamente, menos aún puedo ir al Rector y decirle que marcho por miedo a que me envenenen… porque la muerte que presiento…
Miró fríamente al fraile.
– …para hoy mismo…
El padre Fulgencio se levantó airado.
– ¿Para hoy mismo? No le dejaré salir del convento. Hay alguna celda cómoda… para cuando vienen a visitarnos los prelados. También puedo encargarle una cena especial.
El Decano, también de pie, lo empujó hasta el asiento. Luego se sentó también.
– Hasta ahora me escuchó siempre con serenidad.
– No estaban las cosas tan graves.
– ¿Qué más da? Usted puede seguir pensando que se trata de una fantasía. Yo, sin embargo, creo en el Destino, y en que es inútil huirle. Recuerde la historia aquella del que se escapó a Samarcanda para esquivar la muerte, cuando la muerte le esperaba precisamente en Samarcanda.
– Los hombres de Oriente tienen otra mentalidad. Los conozco bien. No olvide los años que pasé en Jerusalén. Pero nosotros…
– Ustedes creen que Dios les tiene asignado un momento, y que es inútil escaparle. Yo espero ese momento como inevitable… Esta noche, quizás, según ciertos indicios. Ya se lo dije.
– ¿Y viene usted…?
– Vengo a traerle unos papeles para que los guarde junto a otros que tiene, y a decirle quizá hasta mañana.
Metió la mano en el bolsillo, sacó unos papeles doblados, se los tendió al fraile.
– Guárdeselos. Léalos si quiere, pero guárdelos. Mi pensamiento sobre la Historia Antigua se interrumpe ahí. Dirán que es una obra genial. Yo sé hasta dónde llega su valor. Que esté conclusa o inacabada, ¿qué más da? Aunque es posible que se publique acabada. Él la terminará: tiene notas mías y el estilo es fácil de imitar. Entonces, si este libro se publica, es cuando usted debe sacar a relucir los capítulos que guarda y armar el escándalo. Porque se armará, ya lo creo. Pero, por si las cosas salieran mal, hoy he mandado a Madrid mis papeles. No esos que usted guarda, sino las notas y proyectos de lo que será mi obra. No se deben abrir esos papeles hasta los veinte años de mi muerte. ¿Se imagina usted la sorpresa, el susto de quien me ha robado, de quien me ha quitado la vida? Veinte años: le harán falta para escribir todo lo que puede sin oírme… Pero ya me oyó bastante como para poder suplantarme, a mi obra, quiero decir. Son unas precauciones a largo plazo, pero también una venganza. ¿Imagina usted lo que es ver cómo se desbarata una carrera que parecía segura?
– Pero si él le mata…
El Decano se levantó, recabó su abrigo. Mientras se lo ponía, dijo:
– No sé con qué cautelas se prepara este crimen, pero usted sabe que pocos quedan impunes. Si a él le meten en la cárcel, si lo condenan, le encomiendo a usted el cuidado de su mujer. Vea usted la manera de que le den un trabajo, que no se muera de hambre. Es una criatura delicada e inocente. Ella no participa en la envidia de su marido, ya se lo dije alguna vez. No tiene por qué pagar las consecuencias. Ella, además, me estima.
– Y usted la ama.
– Sí. Es lo único que me importa de este mundo que probablemente voy a dejar… Aunque, ¿quién sabe?, a lo mejor es una fantasía, y pasado mañana estaré otra vez aquí, con este frío, a entregarle más papeles y a decirle que el gran momento se ha aplazado…
Cogió el paraguas. El fraile se había levantado y le tendió la mano.
– No quiero insistir en lo que otras veces le dije, pero Dios es misericordioso, y con un acto de fe, un acto de arrepentimiento, aunque sea en los estertores…
El Decano recibió su mano y la apretó con efusión.
– Gracias. Usted sabe que sé a qué atenerme, si llega el caso, aunque no creo que llegue. No creo, creo… ¿Quién sabe?
– Rezaré por usted toda la tarde.
El Decano atravesó el zaguán de piedra, abrió el paraguas y se lanzó, pausado, bajo la lluvia. El fraile le contempló desde la puerta, hasta perderlo de vista. Se santiguó, entró en el convento y cerró tras de sí.
Al llegar al comienzo de la plaza, el Decano se detuvo ante la superficie desierta, golpeada por el viento: se metió por el arco, rodeó la Catedral y por las callejas llegó a la Universidad. No había nadie a la puerta, y en el zaguán empezaba a lucir el farol del alumbrado. Lisardo, el bedel, ajetreaba en su zaquizamí. Le saludó.
– Buenas tardes, señor Decano. Aunque llamarle buenas…
– Llueve. ¿Tiene algo de extraño?
– Aquí, no, desde luego. Pero ya llevamos muchos días así.
– Me molesta más el frío que la lluvia. ¿Ha visto usted a don Enrique?
– En la biblioteca estaba hace un momento.
– Voy a verlo. Mientras tanto, enciéndame la estufa y espere en el decanato a que yo vaya.
– Ahora mismo, señor Decano.
El bedel torció a la izquierda, hacia el decanato. El Decano dejó el paraguas en un rincón, escurriendo, y se marchó a la biblioteca. No había nadie en el claustro, y al final rojeaba un farol. Don Enrique leía en un rincón. No se dio cuenta de que el Decano había entrado hasta que lo tuvo cerca. Se levantó.
– ¿No es muy tarde para usted a estas horas?
– Tengo unos papeles pendientes. Lisardo me dijo que estaba usted aquí, y se me ocurrió invitarle a cenar.
Don Enrique puso cara de disculpa.
– No está prevenida Francisca.
– Tiene usted tiempo de avisarla. Me gustaría hablar con usted de alguna cosa. Mire: váyase a casa mientras yo despacho esos papeles, y nos encontraremos… ¿le parece bien a las nueve? en casa de Ramallo.
– ¿En casa de Ramallo?
– Se me antoja cenar empanada de lamprea…
– Usted no suele cenar fuerte.
– Un día es un día. ¿A las nueve, entonces?
Don Enrique asintió resignadamente.
– Aunque tarde un poco no importa. Y procure no mojarse.
Salió de la biblioteca. Don Enrique permaneció de pie un rato. Luego, cerró el libro y lo devolvió al anaquel.
Lisardo estaba en cuclillas, atizando la estufa.
– Deje eso ya. Póngase el impermeable. Vaya a la pastelería esa de ahí cerca y que le den la mejor caja de bombones que tengan.
Tendió un billete a Lisardo.
– Que se la den bien empaquetada, que no se moje. Y me la trae aquí.
Lisardo hizo un saludo y salió.
Tenía buen aspecto, aquel bedel: cara alargada, inteligente, un poco pálida, de rasgos nobles, y el aire de un señor venido a menos. Cerró la puerta sin ruido. El Decano, en cuclillas, abrió la puertecilla de la estufa y recibió la bocanada de calor. Cerró, se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó en el perchero. Luego abrió una puerta disimulada en el panel de roble que llegaba casi hasta el techo, la puerta que escondía un retrete.
Echó una meadita breve, forzada, y, antes de cerrar, contempló la taza blanca con melancolía. Cerró de golpe. Sobre la mesa había un montón de papeles: los repasó, firmó unos cuantos, apartó otros, en montones bien delimitados. Encendió un cigarrillo y se sentó. Se levantó inmediatamente, apagó la luz del techo: la estancia quedó iluminada con la lámpara de la mesa y el resto envuelto en gris oscuro, el color del aire que entraba por la ventana. Vuelto al sillón, agotó el cigarrillo en chupadas lentas y espaciadas. Lo apagó, se oyeron golpes en la puerta. Dijo “Adelante” y entró Lisardo con un paquete de buen tamaño.
– Esto es lo mejor que había según me dijeron.
– Póngalo por ahí encima. Y, ahora, déme mi cuenta.
– Todavía no acabamos el mes, señor Decano.
– No importa. Llevo ahora dinero. Mañana me abre otra cuenta.
– Como quiera.
El Decano le tendió un billete. Lisardo lo cogió, lo miró.
– No tengo cambio. Ya me pagará mañana.
– O mañana me da usted la vuelta, ¿no le parece?
Lisardo se guardó el billete.
– Como quiera. Sobra más de la mitad.
Vio los papeles ordenados.
– Esto era la firma para mañana.
– Pues ya está despachada. Lléveselo todo y archive lo que sea de archivar.
Lisardo cogió los papeles, unos encima de otros, pero cruzados los montoncitos.
– ¿Manda algo más?
– Que se cuide. Está malo el tiempo.
– Hago lo que puedo, y, de momento, no creo que me maten ni el viento ni la lluvia.
Salió sin hacer ruido. El Decano cogió el paquete de los bombones, lo sopesó, lo volvió a su lugar. Se sentó y encendió otro cigarrillo. Poco a poco, la escasa luz que entraba por la ventana se fue oscureciendo, apagó la lámpara de sobremesa y quedó a oscuras. Se veía ir y venir la punta del cigarrillo. De repente se levantó, encendió la luz del techo, sacó unos papeles del cajón y los quemó en la estufa, uno a uno, cuidadosamente.
Dejó sin quemar dos o tres cuartillas que devolvió al cajón. Después se puso el abrigo y el sombrero y salió. Al pasar por delante de Lisardo, recogió el paraguas, casi seco.
– Hasta mañana, Lisardo.
– Hasta mañana, señor Decano.
Había cesado el viento, y la lluvia que caía era fina y mansa.
Abrió el paraguas y se echó a andar, con el paquete de los bombones bajo el brazo. Llegó a la rúa y se metió bajo los soportales cuando pasaban dos chicas, estudiantes, metidas en sus impermeables transparentes, con los paraguas cerrados. Le saludaron, después de haber pasado el Decano, una dijo:
– No hay más que ver lo guapo que es y la facha que tiene.
– Y lo bien que viste -dijo la otra.
El Decano las oyó y sonrió, pero era una sonrisa triste. Deambuló un buen rato, por esta rúa y por la otra, a veces se detenía ante un rincón o ante un reflejo de la luz en las losas mojadas. Consultó la hora un par de veces.
Cuando dieron las nueve en el reloj de la catedral, apuró el paso y fue hasta la taberna de Ramallo.
Don Enrique aún no había llegado.
Le recogieron los avíos y se puso a leer una revista que sacó del bolsillo. Don Enrique tardó unos minutos.
– Estaba viendo ese trabajo de Méndez. Todo lo que dice aquí, como descubierto por él es archisabido.
Empujó hacia don Enrique la caja de los bombones.
– Esto es para Francisca, con mis respetos. Compensación por haberle robado el marido un par de horas.
– Le doy las gracias.
Don Enrique dejó el impermeable y la gorra encima de una silla, y se sentó en una banqueta, frente al Decano. Había llegado un mozo en mangas de camisa y chaleco oscuro. Esperaba, mudo, con lápiz y papel en la mano. El Decano le pidió, para empezar, una ración de empanada de lamprea; luego, ya vería. Don Enrique se limitó a un plato de merluza con patatas.
– ¿No se decide usted por la lamprea?
– La encuentro muy fuerte para la noche. Ya le dije…
– Y yo le respondí que un día es un día. El de hoy lo dedico a los excesos. ¿Sabe usted que anoche pasé más de tres horas con una puta?
– Debía usted casarse.
– Eso no resuelve nada más que a los temperamentos tranquilos, como el de usted. Los inquietos nunca han hallado remedio en el matrimonio. El primer año, sí, y hasta puede que alguno más, depende de muchas cosas. Pero después renace la inquietud, y le viene a uno ganas de hacer experiencias. Y eso siempre es malo para la mujer propia. Prefiero no hacer mal a nadie y resolverlo a mi modo.
Había regresado el camarero con una fuente que colocó delante del Decano: venía en ella media empanada. La merluza tardaría un poco más: había que cocerla.
– ¿Y de beber?
Pidieron un blanco del país.
De llegada, el Decano se bebió dos tazas: había comido ya un buen bocado de la empanada.
– Yo no digo que sea Dios, pero algún espíritu superior juntó estos sabores que tan bien se complementan, ¿no le parece? Claro que usted va a comer esta merluza puritana… ¿No es usted demasiado puritano, don Enrique?
– En cualquier caso, le aseguro que mi conducta no contraviene ningún principio. Es espontánea.
– Ahora se está estudiando la genética como explicación de muchas particularidades psicológicas. Un nuevo determinismo del que por aquí no se han enterado. Pero yo lo he leído en alguna parte, en una revista americana, si no recuerdo mal. Los años que vienen nos reservan muchas sorpresas.
– Y eso, ¿influirá en la Historia?
– Si influye en los individuos, y los individuos hacen la Historia…
– Entonces, todo lo que hagamos ahora será provisional, y habrá que revisarlo. Aunque, como usted sabe, yo no soy determinista, y puedo pasar de la biología.
– De todas maneras, no deje usted de enterarse de lo que pasa. Se lo he dicho más veces.
– Sí, y no lo eché en saco roto.
– Después, cuando usted me acompañe, podré prestarle esa revista. Es un artículo largo, bien informado. Le será útil, aunque quizá no inmediatamente. No conocemos aún el procedimiento… No conocemos aún el procedimiento para investigar los genes de Diocleciano. Los hechos están ahí, aunque pueden cambiar las interpretaciones, y no hay quien los mueva. Ya ve usted: cuando apareció lo de Freud, creíamos que iba a cambiar radicalmente nuestra visión de la Historia. Han pasado varios años, y lo más que tenemos son algunas hipótesis más o menos divertidas. Lo mismo sucedió con otras doctrinas. ¿Cree usted que hemos avanzado mucho sabiendo que Inocencio Iii era un resentido?
No esperó respuesta: se había liado con el último trozo de empanada y daba cuenta de él. Cuando vino el camarero con la merluza de don Enrique, le encargó otra ración igual, y más vino. Don Enrique le recomendó moderación. Él repitió: “un día es un día, ya se lo dije, el de hoy es especial”.
Llevaba don Enrique su merluza por la mitad, cuando el Decano volvió a hablar:
– No crea que eso de que hoy es un día especial se lo digo por decir. Hoy, por ejemplo, he pensado en algo que nos atañe.
Don Enrique levantó la cabeza, con los cubiertos del pescado en el aire.
– Sí, no me mire con esa cara. He pensado algo que le atañe principalmente a usted. Tiene que ver con sus oposiciones.
– ¿No se sabe nada de ellas?
– Pero está al caer la convocatoria. Y usted sabe mucho, eso tiene que reconocerlo cualquier tribunal, pero le falta obra. Y he pensado que ese libro que íbamos a firmar a medias, lo firme usted solo. Yo le pondré un prólogo.
Don Enrique soltó los cubiertos.
– ¡Pero eso no es justo! ¡Usted…!
– Yo no escribí ni una sola línea.
– Pero el pensamiento…
– ¿Está usted seguro de que no es también suyo? No le digo que, en el origen, allá muy lejos, no haya algo mío, pero eso sucede con lo que piensa el discípulo, y usted lo fue mío. ¿No hemos hablado muchas veces de lo que hay de Hegel en Marx? Pero ya piensa por su cuenta. Recuerde nuestro convenio cuando acordamos firmar el libro juntos: se trataba simplemente de que mi apoyo quedase bien visible. Pero eso se logra también con un prólogo, ¿no le parece? Un prólogo extenso, en que el maestro presenta al discípulo y hace el primer juicio. El que usted se merece, ya lo conoce. Lo dejaré bien claro.
– Pero, ¿y su obra? Yo iré siempre a la zaga.
– Recuérdeme después que le hable de eso. Ahora me gustaría que me hablase usted del matrimonio. No es que piense casarme… ¡Dios me libre!, pero siempre conviene conocer la opinión contraria. Y usted tiene la experiencia que yo no tengo y que probablemente no tendré nunca.
– Yo no puedo generalizar.
– Usted es un hombre inteligente que puede reflexionar sobre su experiencia… sin que se note que es suya. Yo no le pido que me hable de su matrimonio, sino del matrimonio.
– Acabo de decirle que eso precisamente es lo que no puedo.
– Hay aspectos íntimos en los que ni quiero ni debo meterme: eso es lo que puedo imaginar… porque es lo más vulgar, y, a pesar de su intimidad, lo más conocido. Pero hay otros aspectos… No es lo mismo el matrimonio de un hombre como usted que el de un escribiente de Secretaría. Usted, por ejemplo, lleva diez años casado y, que yo sepa, no sólo no ha tenido aventuras, sino que su tiempo se divide entre el estudio y su mujer. Usted no tiene una peña de amigos con los que escape a lo cotidiano, ni juega al chamelo en los altos del casino. Usted no tiene tiempo libre, no se aburre. ¿Conoce usted a don Eustaquio, el catedrático de Obstetricia? Ahí tiene un caso vulgar. Y cuidado que su mujer es bonita y joven. A los dos años de casado empezó a escapar de ella. Ahora, es un marido como otro cualquiera: tiene su tertulia en el casino después de comer, y, por las tardes, su partida de póker. A ella la tiene preñada un año tras otro, para que no le ponga los cuernos, como la del catedrático de Histología, que no duerme con el marido y que anda con uno y con otro, como todo el mundo sabe.
– El adulterio como institución social, está pasado de moda. Si algo lo sostiene, es la literatura, sobre todo la teatral.
– No lo dirá usted por las comedias que vemos.
– La censura prohíbe las comedias de adulterio, pero es por razones morales. Las mías son más profundas.
– ¿Podría usted decírmelas?
Don Enrique le miró fijamente, con toda seriedad, y el Decano se echó a reír.
– ¿También en eso es usted puritano?
– No lo soy en nada. Se trata de una cuestión estética y un poco también de una cuestión histórica. Son ya mil años de darle vueltas al tema. Un poco cansado ya, ¿no le parece?
– Quizá tenga usted razón; pero siempre habrá mujeres que se aburran de los maridos, y hombres a quienes les guste picar en cercado ajeno.
– Yo lo encuentro frívolo y sin sustancia. Las historias, al menos hoy, se reducen a una sola: mi marido no me comprende, yo te comprendo perfectamente; en vista de eso, vamos a la cama.
El Decano estaba a punto de terminar la segunda ración de empanada, y el plato de don Enrique relucía de limpio. El Decano habló algo de los postres de la casa, y alabó el flan y la tarta de almendra.
– Aunque, claro, la encontrará pesada para estas horas. Le recomiendo el flan, que es más ligero.
Él tomó la tarta de almendra, y pidió para espuela un trago de aguardiente del país. Salieron.
Había dejado de llover, pero hacía frío. Don Enrique se quejó del clima.
– No es el clima el malo, como dicen los ingleses. Lo malo es el tiempo.
– Yo no entro en distinciones tan sutiles, pero tengo frío. Debí haber cogido una bufanda, como dijo mi mujer.
– ¿Tiene usted el coche, o vamos a pie?
– El coche lo tengo frente a la Universidad. Si quiere, vamos andando hasta allí.
Era un coche pequeño, de importación. Apenas cabían dos cómodamente. Don Enrique se puso al volante.
– ¿A su colegio?
El Decano respondió que sí.
No dijeron palabra hasta salir de la ciudad. Entonces, el Decano dio alguna indicación acerca del mejor camino.
– De todas maneras, tenemos que pasar una zona de barro. ¡Como aquello está en obras…!
El colegio levantaba su mole y sus luces al final de una explanada, llena de zanjas y de máquinas.
Hubo que sortearlas.
– Tendrá que andar con cuidado al salir. Usted no vino nunca aquí de noche, ¿verdad?
Dejaron el coche en un lugar alumbrado. El Decano abrió la puerta con su llavín. El portero les saludó:
– Buenas noches, señor Decano y la compaña.
El Decano guió hasta su estudio y encendió la luz: una lámpara pesada de una sola bombilla de gran voltaje. La habitación estaba caliente, aunque, a su cabo una ventana abierta dejaba pasar el frío.
El Decano explicó que, sin aquella ventilación, el calor de la calefacción hacía el lugar insoportable. Entraron: libros, papeles y algún cuadro en desorden estético.
A un lado quedaba, en penumbra, la alcoba.
– Siéntese, póngase cómodo. La gabardina, la puede dejar en cualquier parte. Pondré junto a ella los bombones y esta revista para que no se le olviden. Por ahí tengo esos papeles…
Don Enrique se había sentado.
El Decano le tendió un puñado de holandesas.
– No es que estén mal. ¿Cómo iban a estarlo? Pero le ruego que relea la última página, sólo la última. No la encuentro lo suficientemente clara. No es cuestión de cambiar el pensamiento, sino las palabras. Las dichosas palabras…
– ¿Cree usted que es sólo la última página, o convendrá releer todo el capítulo?
– Eso es cosa de usted. Por cierto que…
Don Enrique, asustado, levantó la cabeza.
– ¿Se le ocurre algo más? ¿Alguna corrección?
– No, ahora no se trata de eso.
El Decano se sentó. Don Enrique le miraba, diríase que con desconfianza.
– Me va usted a escuchar durante un rato. Siga sentado y no se inquiete. ¿Quiere algo de beber? Puedo ofrecerle coñac y whisky. Y un buen cigarro, por supuesto. Tome, huélalo y enciéndalo. Me los traen de Cuba, de contrabando. Yo fumo dos o tres al día.
Llamaron a la puerta. El Decano dijo “Adelante”. Entró un caballero de gafas, mediano de edad, muy espabilado, la cara un poco cínica.
– Me dijeron que había usted llegado. Yo tengo que salir durante un par de horas. ¿Lo dejamos para mañana?
– Vea usted si hay luz en la habitación. Si la hay, llame.
– Hasta entonces. Adiós, don Enrique.
Don Enrique se incorporó y volvió a sentarse cuando desapareció el visitante.
– ¿Quién es? -preguntó.
– No los presenté porque creí que se conocían. En todo caso, él le conoce a usted. Es el director del Colegio, un ladrón de libros confeso. Suele venir por las noches a hacerme compañía y a contarme sus latrocinios. Un tipo divertido. En su cuarto tiene verdaderos tesoros que, a su muerte, irán a parar a los libreros de viejo, porque él no tiene familia que le herede. Tenga usted cuidado, si algún día lo encuentra. No le invite a su casa, porque tiene un arte endiablado para llevarse algo.
– Y a usted, ¿no le ha robado nunca?
– No lo sé. Supongo que sí. Aunque mis tesoros bibliográficos no son de los que le interesan.
Había encendido una astilla de madera arrancada de una caja de puros. La acercó a don Enrique, y luego encendió el suyo, vegueros de buena marca y gran tamaño.
– Por cierto, al único que le interesan mis libros es a usted.
– Procuro comprar lo que puedo.
– No lo haga. Pídamelos a mí. Y no como hasta ahora, que me los devolvió todos. Entienda que cada libro que le preste es un regalo. Y no me mire con esa sorpresa: es algo que tengo muy pensado, y que entenderá después de que le haya hablado. Escúcheme y no se mueva ni me interrumpa, pero puede echar hacia aquí el humo de su cigarro. Lo que tengo que decirle es muy sencillo: renuncio a la Historia por la Literatura, es decir, renuncio a mi carrera. Y renuncio porque he encontrado un camino mejor para expresar lo que llevo dentro. Voy a dedicarme a la novela… ¡No ponga esa cara, hombre! De momento a la novela histórica. De momento, y quizá para siempre. El pensamiento abstracto no me satisface. ¡Siempre desconocerá usted la fascinación de expresarse por figuras que hablan y que piensan! Usted conoce mi preocupación por la naturaleza del poder. Creo haber llegado a alguna conclusión… insatisfactoria. Ahora estoy pensando en una serie de novelas, dos o tres, sobre la época de la Tetrarquía y sobre Constantino, que la resolvió… inútilmente. La figura de Diocleciano me fascina, aquel hombre que renunció… ¿Por qué renunció? Usted tendrá una respuesta, seguramente, pero esa respuesta no satisfaría a Shakespeare. Este hombre es mi modelo, no pensó en César y en Marco Antonio, los hizo hablar, y yo querría hacer en prosa narrativa lo que él hizo en el teatro. No lo mismo, claro, que eso lo hizo él de manera insuperable, pero algo por el estilo. ¿No le ve usted? Diocleciano, Maximiliano, los césares, el Imperio repartido porque a ninguno de los cuatro les cabe ya en la cabeza… tan extenso, tan complejo… Y la aparición de Constantino, el último a quien el Imperio cabe en la cabeza… aunque a su modo que ya no es el de antes. Hay un problema, se lo confieso, y es lo que ahora me preocupa hasta la angustia: hallar el lenguaje adecuado, un verdadero lenguaje novelesco, tan distinto del nuestro habitual. Cuando usted se retire, empezaré la novela por centésima vez… y romperé lo que escriba, lo seguiré rompiendo una noche tras otra, hasta que encuentre el tono. Saber no me falta. Lo que tengo que decir está bien pensado y estudiado. Pero, las palabras… todo es cuestión de palabras, de tono.
– ¿Y la cátedra? ¿Qué va a hacer de la cátedra?
– De momento, seguir en ella. Más adelante, Dios dirá.
Don Enrique buscaba un lugar donde dejar la ceniza del puro.
– No haga usted eso. Un cigarro de esta calidad conserva la ceniza hasta el final. Fíjese en el mío.
– ¿Y el pulso? Si le tiembla el pulso, ¿qué pasa?
El Decano levantó en alto el cigarro, cogido con dos dedos.
– Mi pulso no tiembla jamás, aunque tenga que matar a un hombre.
El cigarro se mantenía inmóvil.
Don Enrique lo miró fijamente.
Luego dijo:
– Mi pulso temblaría, aunque sólo fuese para matar a un mosquito. Páseme el cenicero.
El Decano empujó hacia él un recipiente de barro, redondo, rojizo, con cuatro o cinco colillas.
Don Enrique sacudió la ceniza del puro, un cilindro gris de pocos centímetros de largo.
– Se rinde usted fácilmente. Si yo fuera como usted, seguiría pensando en otras interpretaciones de la Historia. Pero, ya ve, renuncio a ellas, o, al menos, a su expresión científica. Lo dejo en manos de usted, es decir, en buenas manos. Cuando usted publique un libro, será como si yo lo hubiera escrito, o, más bien, un libro que yo hubiera escrito de haber seguido mi camino. Pero he encontrado este otro: acaso un día volvamos a coincidir, acaso yo logre decir en una novela lo que usted dirá en su obra maestra. ¿Por qué no? Son dos modos de expresión distintos, el científico y el poético, pero ambos llevan al mismo fin…
Don Enrique le interrumpió:
– ¿La verdad?
El Decano se echó a reír.
– ¡No sea usted ingenuo! Nadie alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera hallarla, ni usted mismo lo esperará cuando haya estudiado y pensado unos años más. Y si cree en la verdad de lo que piensa y de lo que escribe, peor para usted. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con mis novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin embargo, tanto usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no analiza las razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el pensamiento no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos, alcanzaremos, usted por su camino, yo por el mío.
Se detuvo, de pronto. Miró detrás de don Enrique, hacia la ventana abierta.
– ¡Quieto! ¡No se mueva!
Se levantó rápidamente, se asomó, escrutó en la oscuridad hacia arriba y hacia abajo.
– Juraría que alguien nos estaba escuchando. Vi una cabeza rapada y roja, un rostro pecoso.
Don Enrique se le acercó, después de haber sacudido la ceniza del cigarro. El Decano mantenía el suyo. Don Enrique miró también.
– No veo a nadie.
– Yo, tampoco. Pero juraría que una cabeza rojiza, pelada, nos estaba escuchando. ¿No tenemos un alumno así? ¿O es una alumna?
– ¿Quiere que vaya a mirar? Si había alguien de esas señas, o me lo tropezaré al salir, o lo descubriré.
– Como usted quiera.
Don Enrique salió. El Decano permaneció junto a la ventana, el cigarro con la ceniza entera en la mano. Vio pasar a don Enrique, hacia arriba y hacia abajo. Salió, poco después, de las sombras.
– No he visto a nadie.
– Quizá haya sido una ilusión mía. ¡Lo que le estaba diciendo es tan personal! No dé la vuelta. ¿Por qué no sube por aquí? Yo puedo ayudarle.
Tendió los brazos hacia fuera, don Enrique se agarró a sus manos y trepó hasta el repecho. Se puso en pie y saltó.
– Gracias por la ayuda. Si lo pienso, no hubiera sido capaz.
– Todavía soy fuerte para ayudar a un hombre a trepar a una ventana.
– ¿Tiene usted por ahí un papel? Me he embarrado los pies, y le voy a manchar la alfombra.
– Espere que se lo traigo.
Don Enrique no se había movido. Se limpió los zapatos con el papel, y lo echó a la papelera.
Luego, recobró su asiento.
– Este incidente estúpido -dijo el Decano- ha soplado sobre mi inspiración y la ha ahuyentado. Ya no me oirá usted más tonterías, y, para tonterías, las del Director del Colegio, que estará a punto de llegar. ¿Le ayudo a ponerse el abrigo?
– Como usted quiera.
Se levantaron. Don Enrique apretó su cigarro contra el fondo del cenicero y lo abandonó allí.
El Decano apoyó el suyo cuidadosamente, con unos centímetros de ceniza, gris casi blanca. Se adelantó a don Enrique, cogió el abrigo y le ayudó a ponérselo. Con la gorra, le entregó la caja de bombones y los papeles.
– No olvide usted esto. Para Francisca, con mis respetos, por haberle retenido a usted más tiempo del debido. No olvide los papeles de ese capítulo, quizá mañana por la mañana, después de clase, pueda usted corregir el último folio. Yo le esperaré en el Decanato, como siempre…
Le tendió la mano.
Don Enrique se había detenido, la gorra en la mano y el paquete bajo el brazo, junto a la puerta.
El Decano había cogido una tetera antigua y le echaba una cucharada de té.
– Al Director le invito a una taza cada noche. No le gusta, pero lo encuentra una bebida muy intelectual. La preparación ya la tengo convenida con el camarero. Seguramente espera mi llamada. No hace falta que usted lo avise. En cambio… ¿Dónde diablos habrán metido la taza? La mujer que me arregla el cuarto pone las cosas cada día en un sitio distinto. ¿Ve usted una taza por ahí?
Don Enrique echó un vistazo: había una taza en una esquina vacía del anaquel de los libros. Alargó la mano y la cogió.
– Aquí está. Al menos, una. En un lugar absurdo.
– Con una, basta. Yo ya tomé café, si no recuerdo mal, y estoy fumando un puro. Se beberá el té él solo, el Director. Póngala aquí, junto a la tetera.
El camarero llamó a la puerta.
El Decano le mandó pasar. Le entregó la tetera.
– Como siempre.
– Sí, señor.
Se retiró el camarero.
– Ahora váyase usted también, don Enrique, no sea que se me ocurra alguna novedad y vuelva a retenerlo.
– Hasta mañana.
– Los bombones, ya sabe, a Francisca, con mis respetos.
– Ella le dará personalmente las gracias.
Vino el camarero con la tetera, le mandó que la dejase en la bandeja, junto a la taza.
– ¿Va usted a estar despierto cuando venga el Director?
– Tengo esa orden.
– Dígale de mi parte que le espero.
El camarero se retiró.
Don Enrique salió. El Decano abrió una alacena, sacó una botella, mediada, de whisky, se sirvió generosamente en un vaso y le echó un poco de agua. Se sentó y empezó a beber, mientras fumaba cuidadosamente el medio puro que le quedaba, la ceniza incólume. Así estuvo un corto rato. Calmosamente: chupada, sorbito. Acabó casi al mismo tiempo la bebida y el cigarro. Éste lo dejó en el cenicero, sin soltar la ceniza. Se desentendió del vaso. Cerró los ojos, pero en seguida los abrió sobresaltado. Miró la hora.
Francisca se había acurrucado en un rincón del sofá: una manta oscura le cubría las piernas.
Abrió los ojos cuando se oyó cerca el motor del balilla, pero no se movió hasta que los pasos de su marido resonaron en la entrada.
Entonces, dio un salto y corrió hacia la puerta. Enrique se había quitado el sombrero y lo colgó en una percha.
– Ayúdame a quitarme el abrigo y toma esto, es de parte del Decano.
– ¿Bombones? ¿Otra vez bombones?
Francisca había besado a su marido mientras le ayudaba. Ahora, al pasar, encendió una luz y el salón quedó iluminado. Frente al sofá, el fuego de la chimenea parecía más mortecino. Enrique trajo dos leños secos y los arrojó sobre las brasas. En cuclillas atizó durante un rato, hasta que se levantó una llamita leve, que rozó los troncos. Francisca había abierto la caja de bombones y mordía uno.
– ¿Quieres?
Ofreció a su marido el que tenía entre los dientes, Enrique se levantó y la miró; luego se inclinó un poco y recibió la oferta.
– ¿Sabes que encontré al Decano un poco raro? Por lo pronto me devolvió el trabajo de ayer, con el pretexto de que la última página está un poco oscura. Lo cual se compagina mal con su decisión de que sea yo solo, y no los dos, quien firme el libro. ¿No soy así el responsable de cualquier oscuridad?
Francisca se había sentado en el sofá, y buscaba en la cartera de Enrique los papeles.
– ¿Dónde los has metido? Aquí no están.
– Quizá en el bolsillo del abrigo. Mira, a ver…
Francisca se levantó y miró en el abrigo.
– Sí, aquí están.
– Lo que él encuentra oscuro es la última página.
Enrique se sentó en el sofá, al lado de ella. Puso una mano encima de los papeles que Francisca ya hojeaba.
– Deja eso ahora. ¿Te dije que lo encontré raro?
– Sí.
– Se comió él solo dos raciones de lamprea, y terminó con tarta de almendra. Un disparate, a su edad, por muy buen estómago que tenga; además, me llevó por primera vez a su casa.
– ¿Cómo es?
– Como otra cualquiera del Colegio, lo mismo que la que yo ocupé cuando lo de las oposiciones, ya sabes. Un poco más lujosa y con muchos libros. Les eché un vistazo. ¡Cuántos de los que tanto hemos deseado! Me dijo que me regalaría todos los que necesitase. Y muchas cosas más, bastante raras. Que se va a dedicar a la novela histórica.
– ¿A estudiarla?
– A escribirlas, y eso es lo raro.
Enrique se levantó y se acercó a la chimenea.
– Me temo que esta noche le coja un entripado y mañana no pueda ir a clase. Está explicando “Tutankamen en Creta”. Menos mal que lo he leído.
Metió la mano en el bolsillo y sacó avíos de fumar. Francisca le detuvo.
– No fumes ahora. Métete en la cama, te llevaré una taza de té y fumarás después. Estás un poco frío.
– Sí. Hace una humedad condenada.
Se oyeron ruidos y voces de estudiantes que llegaban tarde y discutían con el portero. Se oyó también el ruido de un automóvil, que se detuvo un momento y luego paró el motor. Voces en tono natural, hacia la entrada del colegio, fuera. Se batió una puerta. Otro rato, breve, de silencio. Llamaron.
– ¡Señor Decano, señor Decano!
El Director abrió la puerta, pero no entró. A alguien que le acompañaba, dijo:
– Espere. Aquí ha pasado algo.
Se acercó. Encontró al Decano en el suelo, espatarrado, con los brazos en cruz, un cordón de batín flojamente arrollado al cuello, como si el cuerpo al caer lo hubiera arrastrado consigo.
– Parece muerto.
Volvió a la puerta, la cerró tras de sí.
– ¡Que llamen inmediatamente a la policía y que traigan también al juez!
Le escuchaba el portero, un camarero, una criada.
– Que nadie entre en el cuarto del señor Decano, hasta que venga la policía. Avíseme en cuanto llegue.
– ¿Le decimos que hay un muerto?
– Sí, digan que hay un muerto, que vengan en seguida.
El Director subió las escaleras hasta su despacho con la cabeza baja, de circunstancias. La enderezó al entrar y encontrarse solo. El teléfono al que llamó comunicaba: esperó un rato, luego llamó al Rector. Se puso la criada. Le dijo con quien quería hablar, que era urgentísimo.
– Soy el Director del Colegio Mayor. Venga en seguida: el Decano de Historia acaba de aparecer muerto en su cuarto. A primera vista parece un suicidio, pero, no sé por qué, lo encuentro algo raro. Sí, el cordón con el que se ahorcó se soltó al caer el cuerpo. Ya está avisada la policía.
El Rector le respondió que iría en seguida, en cuanto encontrara un taxi.
El Comisario llegó: apenas había salido de su despacho el Director del Colegio. Venía acompañado de dos inspectores jóvenes que se quedaron a la puerta.
El Comisario se identificó: era un cuarentón bien conservado, un poco calvo y un poco gris el pelo que le quedaba. Al abrirse el abrigo, se le vio en la solapa una estrella de alférez. Venía fumando una pipa muy profesional.
– Me han ido a buscar a casa por el asunto éste. Menos mal que aún no me había acostado…
Estaban en el vestíbulo, en círculo: el portero, dos camareros y una camarera huidiza.
– El Director, ¿es usted?
– Profesor Viñals, de la Facultad de Derecho. Este es el portero de noche, estos dos, camareros de guardia. Puede usted preguntar lo que quiera.
– Ante todo, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde está el muerto?
Iba a hablar un camarero, pero el Director le detuvo con un gesto.
– El muerto es el Decano de la Facultad de Historia, don Federico Daoíz Perales. Quizás le conociera usted…
– No le conocía, pero he oído hablar de él. Un sabio, ¿no?
– De eso tenía reputación. Yo puedo añadirle que era un genio. He hablado mucho con él, casi todas las noches. Solíamos tomar juntos una taza de té. Precisamente hoy…
El Comisario le interrumpió.
– ¿Puede usted enseñarme el cadáver?
– Muy cerca de aquí en esta misma planta. Como le iba diciendo…
– Espere a que yo le pregunte. ¿Dónde está?
– Aquí, como le decía… Es esta planta. Sígame.
El Director del Colegio torció hacia la habitación del Decano. Le siguió el Comisario. Los demás, mudos, no se movieron. El Director, al salir, les había dicho:
– Ustedes, esperen.
Abrió la puerta de la habitación. El cuerpo del Decano seguía en el suelo.
– Ahí lo tiene. Nadie ha entrado, ni nadie ha tocado nada. Está como yo le vi cuando abrí la puerta.
– Usted, ¿para qué abrió la puerta?
– Le dije antes que solíamos tomar juntos una taza de té. Hoy me había citado para mi regreso. Estaba muy tranquilo: nadie diría que iba a suicidarse.
– ¿Por qué supone usted que se suicidó?
– No hay más que ver, esa cuerda alrededor del cuello. No parece verosímil que don Enrique se la haya puesto, ¿me comprende?
– ¿Don Enrique? ¿Quién es don Enrique?
– Don Enrique Flórez su auxiliar, un muchacho muy despierto, según dicen. Estaba con él cuando yo entré a decirle…
– Todavía no le he preguntado por lo que le dijo. Hábleme de ese don Enrique.
– Sé poco de él. Todo el mundo le tenía por su sucesor. Don Enrique va a hacer oposiciones, y el Decano aspiraba a una cátedra de Madrid. Era lógico, un hombre como él…
– Tampoco le he preguntado lo que era lógico. Para sacar las consecuencias lógicas estoy yo aquí.
El Comisario había entrado en la habitación. Inspeccionó el cuello del Decano, le abrió los ojos, cogió con mucho cuidado la taza del té y la dejó en el mismo sitio. Después examinó los objetos de la mesa…
– ¿Fumaba, el Decano?
– Él, sí. Yo, no. Ese puro con toda la ceniza quemada es el suyo. Presumía de no soltar la ceniza hasta arrojar la colilla. El otro medio puro y la ceniza en varios pedazos debe de ser de don Enrique. No sabía fumar puros, a lo que se ve.
– ¿Y este vaso?
– No lo sé. El Decano, a veces, bebía. Un poco de whisky con agua. Pero hoy no le vi con el vaso.
El Comisario cogió el vaso, lo olió y lo devolvió a su sitio.
– ¿Y esa ventana abierta?
– El Decano solía abrirla: la calefacción del colegio le resultaba muy fuerte. Aquí, en el Colegio, tenemos muy buena calefacción.
– ¿Vivía hacía mucho el muerto en este Colegio?
– Desde que lo destinaron a esta Universidad, el curso pasado, cuando se abrieron los estudios. Venía algo así como castigado.
El Comisario torció el morro.
– ¿Un rojo?
– No tanto como rojo, pero tampoco muy adicto al régimen. Un intermedio de esos, ya sabe usted. Un intelectual de los que no emigraron.
– Ya.
Se volvió hacia el Director.
– Voy a dar una vuelta por los alrededores. ¿Han avisado a alguien más?
– Al juez, por supuesto, y también al Rector, como es natural.
– Al juez es natural que se le avise. Al Rector… no tiene jurisdicción penal, ¿lo sabía usted?
– Pero es el Rector, y el muerto era un Decano… El Decano de Filosofía y Letras, nada menos.
El Comisario se ponía los guantes y se acomodó la bufanda.
– ¿Y cómo hicieron Decano a un rojo?
– Ya le dije que no lo era del todo. Un desafecto. Nada indicado para Rector, pero un Decano, ¿qué más da?
El Comisario guardó la pipa en el bolsillo del abrigo y se lo abrochó. Se puso el sombrero.
– ¿Por dónde se sale?
– ¿Quiere que le acompañe? Esto está en obras, hay zanjas y montones de barro.
– Gracias. Llevo mi linterna -respondió el Comisario, secamente.
Salió, atravesó el grupo del vestíbulo, dijo algo a los inspectores que guardaban la puerta y se perdió en la oscuridad. Al primer tropezón, encendió la linterna, iluminó el suelo, siguió el camino de unas huellas, pasó delante de la ventana abierta del Decano, volvió, examinó el alféizar y la pared, hasta el suelo. Tomó una muestra del barro pegado a la cal y la guardó en un papel de fumar que sacó de un bolsillo. Al entrar de nuevo en el Colegio, los inspectores no se habían movido, pero uno de ellos, señalando un coche apagado, le dijo que el Juez acababa de llegar, y que el automóvil que se acercaba sería seguramente el del Rector. El Comisario le dio las gracias.
– Ustedes no se muevan de ahí. Identifiquen a todo el mundo.
– Sí, señor Comisario.
El juez se hallaba reunido con el Director del Colegio y los demás, en mitad del vestíbulo.
Hablaba el Director, explicaba las costumbres del Decano muerto.
– ¿Y a usted le cogió de sorpresa el suicidio?
– Señor Juez, hay personas de las que no sorprende nada, ni aun esa determinación fatal. Pero el Decano no tenía, que se sepa, motivos para tomarla. Era un hombre alegre, seguro de sí mismo. Si me dijeran que había matado a alguien, lo creería. Pero suicidarse…
– Sin embargo, -dijo el Juez-, usted me dijo que se había suicidado.
– Es lo que me pareció a primera vista.
Terció el Comisario.
– Buenas noches, señor Juez. No nos hallamos ante un caso de suicidio, sino de asesinato.
El Director del Colegio quedó con la boca abierta y los ojos muy grandes.
– ¿Un asesinato? ¿Aquí, en mi colegio?
El Comisario cogió del brazo al Juez y lo empujó.
– Venga conmigo, señor Juez.
Se dirigió a los demás.
– Que no se mueva nadie de aquí. Quizás el señor Juez quiera hacer alguna pregunta. Yo, por supuesto, les haré algunas.
Entraron en la habitación del Decano. El aire se había enfriado. Ninguno de los dos se quitó el abrigo.
– ¿Cierro la puerta? -preguntó el Comisario.
– A esa gente no puede parecerle mal.
– Lo digo por si viene el Rector.
– El Rector poca vela tiene en este entierro.
– En realidad, señor Juez, lo que se dice vela en el entierro… él llevará la más grande.
La puerta cerrada, el Comisario saltó por encima del cadáver; el Juez se limitó a rodearlo por la parte de la cabeza. No puso atención, pisó el cordón, el Comisario gritó:
– ¡Cuidado! Si hay que sacar fotografías, ese cordón, como usted verá…
– Sí.
El cordón se había movido unos milímetros. El Comisario se arrimó al anaquel de libros, de espaldas a ellos, mientras el Juez husmeaba aquí y allá.
– Está claro, -dijo después de un rato-. Se trata de un suicidio.
– ¿Tiene usted mucha práctica en estos casos?
– No. Mi carrera es corta. Hasta ahora, algunos robos, algunas peleas. ¿Y usted?
– Yo tampoco tengo mucha práctica pero he leído novelas policíacas que son el mejor libro de texto y que suplen la experiencia. Están escritas por gente enterada, con más medios que nosotros, y, sobre todo, con más experiencia en cierta clase de crímenes, diríamos complicados. Aquí no pasamos del crimen pasional o de la reyerta entre payos y gitanos. Esos libros ilustran. En el frente, como usted sabe, hubo períodos de calma. Yo los aproveché leyendo.
Como quien no quiere la cosa se había desabrochado el abrigo, y mostraba la estrella de alférez de su solapa. El Juez no hizo ningún comentario.
– Por eso me inclino por la versión del asesinato.
– ¿Tiene usted algún motivo especial? ¿Hay algo en lo que yo no me haya fijado? El cadáver no presenta en el cuello ninguna rozadura, de modo que ese cordón es o parece un lujo inútil. Este hombre ingirió una cantidad de veneno que le causó la muerte. La autopsia y el análisis de ese té nos darán la respuesta. Todo me parece pensado, muy pensado, muy preparado. Fíjese, por ejemplo: si el veneno es de los de efecto inmediato, como parece, el muerto debía haber caído hacia atrás, y la taza que sostenía, ésa de ahí encima, debería haber caído y derramado el resto del té. Es muy probable, además, que se hubiera roto pues sin duda es de porcelana fina, incluso de marca. Al aparecer en su sitio, y el cadáver caído hacia adelante hay que suponer que el suicida mantuvo el buche de té en la boca sin tragarlo, hasta que dejó la taza en su sitio y él se colocó de espaldas a la mesa. Así se explica la posición en la que se le ha hallado. Es lo que se me ocurre.
– ¿Y la presencia de una persona?, ¿no ha pensado en ello?
– No.
– Fíjese en ese cenicero. Está claro que dos personas distintas fumaron sendos puros. Uno estaba tranquilo, dueño de sí mismo. El otro, nervioso. El primero mantuvo la ceniza sin separarla del puro hasta el final. El otro la sacudió cuatro o cinco veces, exactamente cinco, fíjese usted. Y al final restregó la colilla para apagarla, en tanto que el primero se limitó a dejarla en el cenicero, con la ceniza adherida, como lo está aún. Se me ocurre que la víctima estaba tranquila y el asesino inquieto. Un asesino principiante, un chapucero.
– También pudo haber sido al revés.
– Eso lo comprobaremos luego, en los interrogatorios. Un hombre que es capaz de fumarse un cigarro grande sin que se le caiga la ceniza, no mantiene oculta su habilidad. Pero hay algo más que no tiene usted por qué saber, pero que yo sé porque tuve tiempo de inspeccionar el exterior. Hay unas pisadas que van y vienen y que terminan al pie de esa ventana. También en la pared hay desconchados, como si alguien hubiera trepado por ella y restos de barro de los que he tomado muestras -sacó del bolsillo un papel doblado y se lo enseñó, abierto, al Juez-. La presencia de una segunda persona explica muchas cosas, además de ese cordón que no llegó a lastimar el cuello, y que fue puesto por alguien tan ignorante que no sabe que, en un caso como éste, la última palabra la tiene siempre la autopsia.
– ¿Ya tiene usted el nombre de esa segunda persona?
– Por lo pronto hay alguien que fue el último en estar con el Decano. Un auxiliar suyo, o ayudante, o cosa así. Habrá que interrogarlo, aunque, de momento, no lo tenga en mi lista de sospechosos. De momento. Pero eso no descarta que pudiera existir una tercera persona. Lo que se dice el primer sospechoso incógnito. Y quien dice una tercera, dice una cuarta.
– …y una quinta…
– ¿Por qué no? Estamos en el momento de las hipótesis. La nueva ocurrencia corrige la anterior y la sustituye.
– En este caso…
– En este caso, usted anunció una hipótesis, y yo le corregí con la mía. Claro que yo jugaba con ventaja: tenía más datos que usted.
– Sí. Ya me di cuenta.
El Comisario se abrochó la gabardina: la estrella de alférez desapareció bajo las anchas solapas.
– Entonces, si le parece, yo daría esto por terminado. Hay que interrogar a esa gente de ahí fuera; usted tendrá que disponer el levantamiento del cadáver, y eso de la autopsia. Yo, por mi parte, tengo trabajo para el laboratorio.
– El Catedrático de Medicina Legal le echará una mano, si lo necesita. Se me ofreció alguna vez.
– Esa gente de la Universidad son unos chapuceros. Yo me arreglaré con mis medios. Máquina fotográfica… ¿Se fijó en que hay muchas huellas? Escayola para esas pisadas, y un recipiente inocuo para recoger el té. Me falta algo… algo que tenía que estar por aquí y que todavía no he encontrado, ¿usted vio por ahí un papel de botica, doblado o aplastado? A ver… miraré en el cesto de los papeles, aunque me parece bastante ingenuo tirarlo aquí. ¿Ve usted? -mostró al Juez un papel doblado, con la marca de una farmacia conocida-. Aquí está. Lo que le dije antes, un chapucero.
– ¿Quién? ¿El boticario?
– Ya se lo dije, el asesino. Un principiante. En su vida había leído una novela policíaca, lo ignora todo de las huellas dactilares y de los restos que fue dejando. En realidad, para saber de quién se trata, bastará que en el laboratorio descubran en este papel restos de cianuro, y que el farmacéutico diga a quién se lo vendió. Estas cosas quedan registradas, aunque el asesino no lo sepa, pero el boticario no puede haberlo olvidado. Se registran, por mandato legal, de modo que no puede parecerle mal a nadie. Para eso se registran. ¿Usted no lo sabía?
– Sí, lo sabía, naturalmente…
– Es que como no vi que se preocupase por el veneno… Cianuro de potasa, estoy seguro. Un veneno de principiantes. Si el asesino hubiera leído algo…
– Si no fuera un principiante, nos daría más quebraderos de cabeza.
– También tiene usted razón.
El Comisario se acercó a la puerta e hizo girar el picaporte.
Pero se detuvo, volvió sobre sus pasos, y de la papelera sacó un trozo de periódico arrugado, lo abrió, lo examinó.
– ¿Ve usted? La segunda persona, o la tercera, en todo caso el que entró por la ventana, se limpió el barro de los pies con este periódico. Algo del barro habrá quedado ahí debajo de la ventana. Lo mandaré recoger…
Guardó el trozo de periódico.
– ¿Salimos?
– Usted, sí, si quiere. Cierre la puerta. Yo quedaré aquí un rato, viendo esto. Atienda al Rector, si vino ya o cuando venga. Y cuidado con la cuerda…
El Comisario había salido y cerró la puerta. El Juez realizó una nueva inspección, demorada.
Movió la cabeza dos o tres veces. Por último, salió también.
El Rector, apartado, hablaba con el Director de las cosas del Colegio. El Comisario había hecho instalar una mesa, se había sentado detrás de ella, e interrogaba al portero.
– ¿Faltó usted mucho rato de su puesto?
– Lo que se tarda en ir al retrete.
– ¿No vio usted salir a nadie?
– A Don Enrique, un rato después. Llevaba puesto el abrigo y el sombrero, y debajo del brazo, una caja grande, chata, bien envuelta, y unos papeles. Los papeles, los iba doblando, como para guardarlos en el bolsillo. Poco después se oyó el ruido de un coche.
– ¿El de don Enrique?
– No lo sé bien, pero puede que sí. No me fijé demasiado.
El Comisario quedó un momento callado.
– ¿Puedo retirarme?
– Espere que yo se lo mande.
– Sí, señor.
El Comisario parecía meditar, o examinar la próxima pregunta. El Juez se le acercó.
– ¿Algo nuevo?
– Cosas de trámite, nada más. Hasta ahora, cualquiera puede ser el asesino, incluso este portero. ¿Qué hizo usted desde que salió don Enrique hasta que se descubrió el cadáver?
El portero se había aturullado: daba vueltas a los dedos de la mano izquierda con la derecha.
– Yo, señor Comisario…
El Comisario se echó atrás en la silla riendo. El portero cogió al vuelo el sombrero que caía.
– Se le caía el sombrero…
– Gracias. Póngalo ahí. Y no pase cuidado, hombre, que, de momento, está usted fuera de toda sospecha. Puede volver a su rincón.
– Gracias, señor Comisario.
El policía se volvió hacia el Juez:
– Carente de motivos. Todo asesinato tiene un motivo, y hay que buscarlo.
– En alguna parte he leído que el crimen perfecto carece de motivos. Y todo crimen acaba descubriéndose, aunque muchas veces los autores, o el autor, no lleguen a dominio público… por cualesquiera razones.
El policía se aproximó al Juez, confidencial.
– ¿Sabe usted, o sospecha, que podemos hallarnos ante un caso de crimen político?
– Ni lo sabía, ni lo sospecho.
– El Decano era un rojo conocido. No podemos descartar ese detalle. Una cosa sería si le mató uno de los suyos, otra si le mató uno de los nuestros.
– ¿Los nuestros? ¿Quiénes son los nuestros? Para mí no hay más que delincuentes o inocentes. El matiz político no hace al caso.
Se acercaban el Rector y el Director del Colegio. El Juez se levantó; el Comisario lo hizo también, unos segundos después. El Director del Colegio los presentaba. El Rector parecía muy impresionado. El muerto, famoso profesor en España y en el Extranjero, era una de las glorias de la Universidad que él tenía el honor inmerecido de presidir… Aunque el auxiliar del difunto, y su presunto sucesor, don Enrique Flórez, no le fuese a la zaga, pero es todavía una promesa.
El Comisario se había entretenido en cargar la pipa, en encenderla. Echó al aire una buena bocanada.
– ¡No sabe usted, señor Rector, que ese presunto sucesor del asesinado, es también nuestro único presunto asesino… al menos de momento!
El Rector le miró de soslayo, con fingida consternación.
– ¡El profesor Flórez! ¡Se refiere usted al profesor Flórez!
– ¿Le conoce usted?
– Personalmente, no. Alguna vez le he visto y le he oído, de lejos, en un Claustro. Don Enrique Flórez según lo que sé de él es incapaz de matar un mosquito… si hay por medio un mosquitero o un insecticida. Todas las muertes de que sería capaz don Enrique Flórez son muertes dialécticas.
– Pues ésta habrá sido una de ellas.
– Según me ha dicho el Di… el señor Director, parece que hay venenos por medio, y un cordón al cuello del Decano.
– Lo del cordón no está claro todavía. Lo del veneno es más verosímil. Cianuro potásico.
– De mi farmacia no salió, eso puedo asegurárselo, -dijo el Rector bastante apurado. Y se retiró unos pasos atrás, disculpándose con que no quería estorbar los trámites de la Justicia. El Comisario se sentó de nuevo, y se puso el sombrero. La pipa continuaba entre sus dientes, y de vez en cuando dejaba salir de la boca un humillo perfumado.
– ¿El señor Juez quiere asistir a mis interrogatorios o se desentiende?
Por respuesta, el Juez recabó una silla y se sentó al costado de la mesa. El Comisario interrogó a dos camareros. En el entretanto, vinieron gentes del laboratorio y fotógrafos, a los que dio instrucciones. El Juez se levantó con el pretexto de inspeccionar el trabajo de los subalternos. Hizo alguna indicación acerca de las fotografías que había que tomar, y desde dónde. Corrigió la prisa del que guardaba en un frasco los restos de té y envolvía la taza y el plato.
Cuando volvió al vestíbulo, el Comisario interrogaba a dos estudiantes, alumnos, al parecer, del Decano. Uno se había puesto un abrigo por encima del pijama; el otro, de gafas muy destacadas, un albornoz rojo fuerte. A ninguno de los dos estudiantes parecía verosímil que el Decano se hubiera suicidado, pero tampoco hallaban muy explicable el asesinato. “Como no haya sido por sus ideas políticas…”, dijo uno de ellos.
– ¿Qué quiere usted decir con eso de las ideas políticas? -preguntó, muy a tiro, el Comisario.
– Lo único que quiero decir es que el señor Decano no estaba muy de acuerdo con el régimen. Era monárquico.
– Y, usted, ¿cómo lo sabe? ¿Lo decía en clase?
– Esas cosas se notan, aunque no se mencionen.
El Comisario hizo un jeribeque en el aire con la pipa y volvió a dejarla en los labios.
– Por ausencia o por presencia, ¿no?
– Usted lo sabrá.
El Comisario pareció que iba a replicar, pero retiró el gesto, se levantó de la mesa.
– Puede retirarse.
El Juez medio se levantó en el asiento.
– Yo quisiera hablar con usted -dijo al de los dos que más había hablado, al del albornoz rojo-. ¿Le importa que le robe un rato a su sueño?
– ¡Para lo que voy a dormir…!
El Juez le cogió del brazo y lo llevó aparte. Le preguntó si a aquellas horas se podía tomar algo.
El estudiante dijo que quizá, que toda vez que aquellas eran horas extraordinarias, en una situación extraordinaria, que sí… Se apartó del Juez, habló al oído a uno de los camareros, que dormitaba de pie, el camarero se acercó al Juez y éste pidió dos whiskies.
– A estas horas es lo menos dañino.
Pero en el bar no había whisky, y el camarero sugirió que podía servirse del del Director, que total… El estudiante consultó al Juez con una mirada; el Juez le respondió con un gesto de indiferencia. El estudiante lo interpretó como señal de asentimiento, y dijo que sí al camarero. El Director puso su whisky a disposición de los presentes, e invitó por su cuenta al Rector y al Comisario, pero el Rector no bebía, seguía hablando de las cosas del Colegio.
Se oyó fuera el ruido de un coche, era una ambulancia. El Juez dirigió las operaciones de levantamiento del cadáver, y cuando se lo hubieron llevado, anunció en voz alta que cada cual era libre de ir a dónde fuese. Uno, a uno, fueron desfilando: el Rector, el Director, los camareros, el Comisario y sus inspectores guardianes… Quedaba sólo el portero. El Juez ordenó que se retirase después de haber cerrado, pero el portero era a la vez vigilante nocturno, y aquél era su puesto. Finalmente quedó él en su puesto, y, en un rincón, con los vasos de whisky intactos, el Juez y el estudiante del albornoz rojo vivo.
– ¿Usted era alumno del Decano? Perdone que le llame así, pero no me acostumbro a llamarle el muerto o el difunto.
– Se llamaba don…
– Sí. Creo haberlo oído. Usted, ¿era su alumno?
– Sí, este curso por segunda vez. Era un profesor extraordinario. Una de esas personas que atraen y le tienen a uno sujeto al banco sólo por la fuerza de su palabra. Sabía mucho, pero, cómo lo decía… No crea exagerar. Aunque dijera tonterías, daba gusto oírle. Llegaba siempre sin abrigo y sin sombrero, seguramente los dejaba en el decanato. Llegaba, digo, se sentaba en una esquina de la mesa, y sentarse es un decir, se apoyaba, se dirigía a nosotros, nunca a uno determinado. Solía encender un pitillo, si no venía fumando. Este curso lo dedicaba a la literatura histórica, novelas y dramas, quiero decir. Habló primero de Shakespeare, después, de Lope de Vega y de Schiller. Finalmente empezó con las novelas, las más conocidas, las que leyó todo el mundo: Bulwer Lytton, Merejowsky, Victor Hugo… Una novela de Merejowsky la comparó con Ibsen: se veía su simpatía por Juliano el Apóstata. Y en esto estaba.
– Y a don Enrique, ¿lo ha escuchado usted?
– También. Es otra cosa. Si lo comparamos con don Federico, éste sabía más que él, pero don Enrique es más profundo, más serio. Don Enrique llegaba a clase como pidiendo perdón, sacaba media docena de fichas, las leía y las comentaba. La diferencia mayor era cuando uno y otro ponían diapositivas. El Decano hablaba a oscuras; don Enrique permanecía callado, después de habernos ilustrado sobre los detalles en que debíamos fijarnos. Luego, al hacerse la luz, los comentaba. Siempre como si le diera vergüenza. Solía, a veces, preguntar si el Decano había tratado el mismo tema, aunque fuera de refilón, y si advertíamos algún desacuerdo… No recuerdo que lo hubiera más que una vez: se apresuró a rectificar su propio pensamiento, pidiendo perdón por el desliz… Hubo muchos testigos de esto, yo soy uno de ellos, y le aseguro que lo que decía don Enrique de su cosecha, era más profundo, aunque menos brillante…
– Si se demostrara que don Enrique mató al Decano, ¿usted lo creería?
– No, aunque…
– ¿Aunque, qué…?
El estudiante pareció meditar la respuesta. Echó al coleto un buen trago de whisky, carraspeó.
– Mire, señor Juez: ese mundo de los sabios no es como el nuestro. Se rigen por otras leyes y por otros valores. Por eso, a nadie sorprende que tanto el uno como el otro no fuesen del régimen. Aunque más alejado don Enrique que el Decano. Esto no quiere decir que yo crea que lo mató por razones políticas, no. A nadie le cabrá en la cabeza que don Enrique haya matado a alguien, un tipo pusilánime… Sin embargo, hay otra clase de razones. Para nosotros no lo serán, para ellos, sí. Imagine usted que don Enrique tenía hecha una idea del Decano, no tanto de lo que era como de lo que debía ser, y que un día descubre que el Decano va por otro camino, que él, don Enrique, no encuentra apropiado, o lo encuentra peligroso para la figura intelectual de su maestro…, pongamos por caso, y eso pudiera deducirlo perfectamente alguien que le hubiera escuchado durante este curso, imagine que proyecta abandonar la Filosofía de la Historia por la novela histórica. No es que el Decano lo haya anunciado, es un decir. Entonces, su discípulo favorito, su hijo intelectual, al ver que la figura ideal se tuerce, va y lo mata, para que al menos conserve la figura que tuvo hasta ahora mismo. Pero también pudiera suceder lo contrario, aunque éste no sea el caso, porque el muerto es el Decano y don Enrique… Se lo digo para que vea cuántas hipótesis son posibles, aunque yo no crea en ninguna.
– ¿Ni siquiera en ésa que acaba de exponer?
– Ya le dije que yo no creo que don Enrique haya matado a don Federico.
– Entonces, ¿cómo se explica…?
– La muerte del Decano no tiene explicación a no ser que se trate de un suicidio.
– Es lo que a mí se me ocurrió, pero hay tantos detalles en contra… ¿Usted tiene alguna razón especial para creer en el suicidio?
– Yo, no; pero no existe nadie que alguna vez no haya tenido una razón para suicidarse.
– ¿Usted, por ejemplo?
– Yo igual que cualquiera. Se tienen motivos aunque se ignoren. No los tiene, por desconocimiento, quien no se mira al interior.
– ¿Qué edad tiene usted?
– Veintiocho años, y, detrás de mí, una guerra que hice valerosamente y en la que no creía.
El Juez se levantó. Sin decir nada, se puso el abrigo y el sombrero. Tendió la mano al estudiante.
– Muchas gracias. Es posible que alguna vez le llame para seguir charlando.
– Como usted quiera. Ya sabe dónde encontrarme.
Se puso también de pie. Al alejarse el Juez, encendió un cigarrillo y empezó a subir las escaleras. Había dejado el whisky sin terminar, volvió sobre sus pasos, apuró el vaso y repitió el ascenso.
El Juez buscó su coche y se marchó.
Hacía una mañana oscura y fría.
Habían encendido la luz del zaguán y las de las esquinas; por los ventanales del claustro se veía caer la lluvia sobre los macizos: mansa, pero a veces agitada por una ráfaga breve. Los estudiantes rodeaban a otro, mayor que ellos, que explicaba la aparición del Decano, muerto, en su habitación del Colegio Mayor. Daba detalles, y a la pregunta inevitable de “¿Quién fue?”, salida de todos los labios, respondía encogiéndose de hombros o con un “No se sabe” apenas mascullado. Relataba las pesquisas de la policía, los interrogatorios del Comisario-jefe, que aquella mañana se había personado en el Colegio y había preguntado a todos: estudiantes y camareros, pero también a las chicas del servicio y al mismo Director. Apareció Lisardo saliendo de su cuchitril y le preguntaron si vendría don Enrique, ese al menos. Lisardo se encogió de hombros, pero a uno que hablaba y aseguraba a los recién llegados que el Decano había sido asesinado, le dijo, pasando y sin esperar respuesta: “Estoy tan seguro de que no lo mató nadie como de que no lo maté yo”; y se perdió en las tinieblas finales del claustro, hacia Derecho. Nadie dio a sus palabras otro valor que el de una mera opinión. Cuando llegó don Enrique, le rodearon los estudiantes, le acosaron a preguntas. Por fin pudo decir: “¿Saben que soy el único sospechoso? La policía acaba de estar en mi casa, me han tomado las huellas dactilares y qué sé yo cuántas cosas más… Efectivamente, yo soy la última persona que vio al Decano vivo, pero eso no quiere decir que lo haya matado. ¿Por qué, para qué? Ustedes conocen mi respeto por él, todo lo que le debo… Estoy tan desolado como ustedes, más que ustedes, y ustedes lo comprenderán…” En la cara de don Enrique estaban escritos la sorpresa y el miedo.
Entró en su aula, metió la cabeza entre las manos, los alumnos se fueron acomodando en silencio.
“Comprenderán ustedes que no sepa de qué hablarles…” A la misma hora, los Decanos entraban juntos en el Rectorado: el de Medicina, el de Farmacia, el de Derecho, el de Ciencias.
El Rector les esperaba, con cara de circunstancias.
– Estoy desolado. ¡Un escándalo como éste, en la Universidad, donde jamás pasó nada semejante!
Los decanos se acomodaban en los sillones tapizados de terciopelo rojo. Uno sacó tabaco y ofreció.
– Y no por falta de ganas, puedes creerme. Yo mismo me desharía de buena gana de algún colega…
– ¡Bueno, hombre! ¡A todo el mundo le estorba alguien! Pero de eso a matar… Hay muchas maneras de deshacerse de un enemigo.
– Maneras administrativas. Pero alguno estorba aquí y en Pekín. Yo, a más de uno, le deseo la muerte.
– ¡A ver si has sido tú el que mató a don Federico!
– Ni lo conocía. Por lo que me dijeron de él, no era hombre simpático. Siempre esquivé que me lo presentaran. Lo he visto y lo he oído cuando todos vosotros: en los claustros. Y no puede decirse que fuera muy elocuente.
– Tenía fama de serlo.
– En sus clases. A nosotros nos despreciaba…
El Rector alzó una mano, una mano crispada.
– Por favor… No os he llamado para esto. Tenéis que daros cuenta… Mi situación. Yo tengo que presidir el entierro…
– Lo harás muy bien, con tu acostumbrado empaque. Y si alguno de éstos quiere acompañarte… Yo, no, por supuesto. Acabo de coger una gripe…
El Decano de Medicina simuló un estornudo.
– ¿Veis? Una gripe oportuna.
– No se trata de eso. Es que, si no se arregla lo contrario, el entierro será civil. Hay sospechas de que nuestra colega se haya suicidado. Y eso siempre es un engorro. Hay que hablar con el arzobispo, que, a lo mejor, no da el permiso para que lo entierren en sagrado… Un verdadero engorro. A no ser que…
– ¿Qué? -preguntaron a un tiempo los cuatro Decanos.
– Que ciertas sospechas se confirmen… Un auxiliar anda por el medio. ¿Recordáis? Aquel larguirucho, enlutado, que se sentaba siempre al lado de don Federico… Su propio auxiliar. ¡Y menudo jaleo el que armó para traerlo! Dicen de él que es más que una promesa. Claro que si mató a don Federico… Veinte años no hay quién se los quite.
– Por lo menos, veinte, si al Tribunal no le duele el estómago aquel día. El máximo serían treinta, descartada la pena capital, que, yo no sé por qué, se pide cada vez menos en delitos de esta clase.
– Vamos a suponer que no aparecen implicaciones políticas.
En este momento sonó el teléfono. El Rector corrió a él.
– Pásemelo en seguida -le oyeron decir; y se volvió a los Decanos-. Es el Comisario de Policía. Quedó en llamarme. -Tapaba el micrófono con la mano: lo llevó a la oreja-. Sí, diga… Yo soy. ¿Cómo está, señor Comisario?… Yo, esperando sus noticias… Sí, sí… ¡No sabe usted el peso que me quita de encima! Sí, hágalo cuanto antes… No, a nosotros no nos importa: es un auxiliar temporal, casi no forma parte de la familia universitaria… Sí, gracias.
Colgó el aparato y se volvió a los Decanos.
– Todo resuelto. La Policía presentará ahora mismo en el Juzgado acusación formal de asesinato contra el auxiliar ése…
El padre Fulgencio terminó aquella misa que había dicho de prisa, con cierto cargo de conciencia como si se hubiera saltado rúbricas y hubiera consagrado sin convicción. Despachó a dos o tres beatas que le esperaban para confesarse, las despachó con un “Esperen o váyanse”. Al salir, tomó del perchero un paraguas, que no era el suyo habitual, que quizás le resultase un poco grande, pero le daba lo mismo. En la calle orvallaba, un orvallo frío que le estremeció hasta los huesos, un momento. En realidad, no era de los días más fríos, sino un poco fresco. Echó a andar, el paraguas abierto, que no le cubría de la lluvia la punta de los dedos. A la derecha le quedaba la facultad de Medicina, con grupos de estudiantes a la puerta, entrantes o salientes de alguna clase temprana.
Al llegar a la plaza, una bocanada de aire le arremolinó las faldas del hábito: se armó un pequeño lío, al arreglárselas, porque una de las manos tenía que sostener el paraguas abierto. Por fin pudo escapar a la ventolera y subir bajo el arco, donde no llovía pero era tan corto de trayecto que no consideró imprescindible cerrar el paraguas.
Unas calles más arriba, entró en el Juzgado y pidió ver al Juez.
Le mandaron esperar y, después de un rato, un alguacil le vino con el recado de que el Juez tenía muchas ocupaciones urgentes, y que le rogaba volver al día siguiente.
“Dígale que tengo algo importante que decirle acerca de la muerte del señor Decano.” El alguacil salió con el recado y volvió pasado un momento con la respuesta. “Que espere unos cinco minutos.” Fueron pocos. Al cabo de tres o cuatro, el mismo Juez salió a recibirle, le saludó y le mandó entrar. El despacho del Juez era de una tremenda vulgaridad: una mesa como todas, unas estanterías de pino sin pintar cargadas de legajos, tres o cuatro sillas, jirones de humedad en la pared encalada. El Juez le señaló el lugar más cómodo y le pidió que se sentase. “Lo que viene usted a decirme, ¿es una declaración o una confidencia?” “Es una confidencia que puedo convertir en declaración, si usted así lo ordena.” “Empiece.” El Juez se sentó al otro lado de la mesa y encendió un pitillo, después de haber ofrecido al fraile y que éste lo aceptase…
– No sé cómo empezar, pero hay que empezar de alguna manera. El Decano y yo éramos amigos. No me pregunte usted por qué. Nos separaban muchas cosas, pero la simpatía, usted lo sabe, es inexplicable. A mí me era simpático, y supongo que yo le era simpático a él. Lo conocí a principios del curso pasado, y hemos tenido muchas y muy largas conversaciones. Él sin salirse de su ateísmo yo encastillado en mi fe. Ni él pretendía convencerme ni yo a él, pero nos escuchábamos. Hablábamos casi siempre de Historia, de la manera de entenderla. Sólo a finales de junio, cuando se iba de vacaciones, me dijo un día: “¿Sabe usted que alguien quiere matarme?” No sé lo que entonces le contesté y no volvió a mencionar el caso. Pero la primera vez que nos vimos, durante este curso, volvió a referirse al peligro en que se encontraba y al riesgo que corría, siempre sin datos concretos, siempre puras conjeturas y suposiciones. A mí no me sorprendía que aquella mente, más poética e imaginativa que científica, hubiera imaginado una historia en la que él mismo creyera. Pero ayer me dejó preocupado. Dijo que le matarían esa noche y que venía a despedirse. También me entregó unos papeles, un capítulo de una obra que estaba escribiendo y del que, no sé por qué, me hizo depositario. Aquí lo traigo.
Hizo una pausa, dejó encima de la mesa del Juez un buen montón de folios. El Juez aprovechó la pausa para preguntarle:
– Y, en tantas ocasiones de conversación, ¿nunca le dio el nombre del presunto asesino?
– Si no me lo hubiera dicho, mi testimonio no serviría de nada. Quizás tampoco sirva así, pero yo cumplo con mi conciencia al venir a hablar con usted. La persona de quien el Decano esperaba la muerte era su auxiliar, el profesor…
El Juez murmuró un apellido.
– No. Él no le llamaba así. Él le llamaba don…
– ¿Enrique?
– Sí, eso. Don Enrique, nunca por el apellido, nunca sin el don. Como si le tuviera respeto, o como si la amistad entre ambos no hubiera llegado aún a ese momento en que se olvidan los protocolos.
– Sin embargo, se conocían hace mucho tiempo.
– Eso, no lo sé.
– Yo lo he averiguado. Don Enrique fue su discípulo en la Universidad de Barcelona. El decano le dirigió la tesis doctoral, y sacó a oposición la plaza de auxiliar para que don Enrique la ocupase. Fue una oposición reñida. La Facultad tenía otros candidatos. Don Enrique se impuso por su saber: al final, todo el mundo lo admitió. Y vino a vivir aquí, con su mujer, para seguir preparando su oposición a cátedras supervisado por el Decano, que veía en él su continuador.
El fraile hizo ademán de interrumpirle, pero esperó a que el Juez terminase. Entonces, preguntó:
– ¿Ha dicho usted con su mujer? ¿Sabe que el Decano, ayer tarde, me confesó que estaba enamorado de ella? Puede ser un motivo.
El Juez apuntó algo en un papel.
– ¿Enamorado de ella?
– Así me lo dijo, sin que yo se lo preguntase. Me lo dijo sin venir a cuento, desde mi punto de vista; pero se conoce que no era lo mismo desde el punto de vista de él. Me dijo que me cuidase de ella si a su marido le metían en la cárcel, y añadió que estaba enamorado de ella, aunque ella lo ignorase.
– ¿Usted la conoce?
– No, ¿y usted?
– Tampoco. Pero, tendré que conocerla. Ella no puede testificar contra su marido, pero sí a su favor. Y, en cualquier caso, una entrevista con ella puede ser interesante.
El Juez permaneció callado, como meditando, unos instantes.
– En todo caso, eso que acaba usted de revelarme cambia bastante el aspecto de las cosas. Un motivo, como usted dijo. Aparece un motivo. Pero aún así…
Levantó la cabeza y miró al fraile fijamente.
– ¿Le dije que en ningún momento creí en la culpabilidad de don Enrique? Puedo añadirle que, a pesar de todo, sigo sin creerlo… No sé. Cuadra tan bien con todos los detalles, son tantas las razones que se acumulan contra don Enrique, que me parecen excesivas.
– Entonces, ¿usted qué cree?
– No tengo razones, sino algo tan deleznable como una intuición. Pero, a pesar de las pruebas, estoy convencido de que se trata de un suicidio. Y, después de lo que usted me ha dicho, más.
El fraile se había santiguado, y había dicho por lo bajo: “Jesús María…”
– Uno de los argumentos más penetrantes del Comisario de Policía es el de que había dos cigarros en el cenicero. El uno, con la ceniza intacta; el otro, con la ceniza sacudida en varias ocasiones. El Comisario de Policía atribuye el segundo al asesino, cuyo nerviosismo le llevaba a sacudir la ceniza constantemente, en tanto que el otro, el muerto, tranquilo e ignorante del peligro, mantuvo los nervios calmados hasta el final. Pero, según su declaración, el Decano esperaba ser asesinado anoche, y precisamente por don Enrique. ¿Es verosímil esa tranquilidad en un hombre que sabe, o al menos teme, ser asesinado?
– Invierta usted las conjeturas. El que mantuvo los nervios fue el asesino.
– Ya las invierto, y no descarto su idea. Sin embargo…
– ¿No le convence?
– No, y no sabría decirle por qué.
El fraile se levantó.
– En ese caso, todo lo que yo pudiera contarle, sobra.
– Pero no se vaya aún.
– ¿Puedo servirle en algo, o de algo?
– Usted conocía al Decano; yo, no. Y son muchas las lagunas que sus confidencias pueden cubrir. Mi cabeza sólo contiene unas cuantas ideas prendidas con alfileres. Los hechos las contradicen. Espero muy pronto el informe de la policía con datos objetivos, y aunque ya pueda adivinarlos, su presencia en un papel oficial me obligará… No sabe usted la fuerza que tienen unas palabras en un papel oficial, con un sello oficial y la firma de alguien preparado y con autoridad. Por eso necesito sus declaraciones.
– De poco pueden servirle. Yo nunca creí al Decano hombre capaz de suicidarse. Es más: si se demostrara que es un suicida, me costaría trabajo creerlo. Sus grandes proyectos intelectuales no eran los del hombre que sabe cuándo va a morir. Más bien los de quien espera, o desea, larga vida. Claro que su pasividad ante la idea del asesinato… Pero no era algo seguro, inevitable, sino una especie de fantasía…
– …que como usted sabe, más bien se trataba de una adivinación.
– Por eso tomó tantas precauciones. Él temía que le robaran sus ideas. Me fue dando las páginas de su libro por si se lo robaban. Envió a lugar seguro no sé qué papeles, pero imagino que serán notas, esquemas, esbozos… Lo que se puede saber de antemano de una obra en marcha que uno teme que le roben… Yo doy mucha importancia a esos papeles que envió a la Academia de la Historia.
– Unos papeles que no se podrán leer hasta que pasen veinte años. ¿Qué habrá sido de nosotros para entonces? Yo espero vivir veinte años. Y usted, que es más joven que yo…
– ¿Cree usted que dentro de veinte años tendremos el mismo interés que ahora? ¿No le parece a usted mucho tiempo?
– Veinte años, más o menos, será la condena que caiga sobre don Enrique por un crimen no demasiado claro. De otro modo, si él confiesa podrán ser más.
– Imagine usted que don Enrique es inocente.
– Me cuesta trabajo imaginarlo.
– Haga un esfuerzo. Veinte años de prisión le habrán destrozado, habrán hecho de él un pingajo humano. Saldrá de la cárcel con deseos de venganza… ¿contra quién? ¿Contra los jueces que le hayan condenado? No contra mí, por supuesto, que no seré más que el instructor del sumario, sino contra… Los jueces que le juzgarán ya habrán muerto, o estarán jubilados… En fin, que el porvenir de don Enrique, inocente o culpable, no es envidiable.
– ¿Es ese sentimiento lo que le lleva a creerlo inocente?
– No. La salida de don Enrique de la cárcel se me acaba de ocurrir ahora.
– ¿Y modifica en algo su actitud?
El fraile metió las manos en las bocamangas y bajó la cabeza.
– Odia el delito y compadece al delincuente.
El Juez se levantó con energía.
– Pero antes hay que dejar bien claro que el delincuente lo es.
Entró un hombrecillo con manguitos y visera de carey. No fue a los anaqueles, sino directamente al Juez. Le tendió un sobre grande, que el juez recogió.
– Esto acaban de traer de la Comisaría.
– Gracias.
– No me dé las gracias, señor Juez. Cumplo, se lo he dicho muchas veces.
El hombrecillo salió, renqueando. El Juez pidió permiso para abrir el sobre, sacó un montón de folios, les fue echando un vistazo. Luego, se los tendió al fraile.
– Si le faltan a usted argumentos sólidos, ahí los tiene.
El fraile los rechazó con un movimiento de la mano.
– Yo no voy a juzgar. Yo no necesito esa clase de argumentos. Y aprovecho para dejarle a usted con ellos.
Se levantó para marcharse.
Cogió el paraguas. El juez se había levantado también y le tendía la mano.
– Vuelva usted por aquí, padre. A su manera, también usted está metido en esto.
– ¿Tendré que declarar?
– No lo creo. Espero que el sumario pueda pasarse sin su declaración, que, por otra parte, no añade nada a lo que se dice en estos pliegos. Pero, si usted lo desea…
– Tendré que consultarlo con mi conciencia. No crea que su convicción no me ha afectado.
– Tanto, por lo menos, como a mí la de usted.
Se dieron la mano. El Fraile salió. El Juez, vuelto a su asiento, recabó el informe de la policía y se enfrascó en su lectura.
Había pasado cosa de media hora. El vejete de los manguitos entró después de haber llamado, pero antes de que el Juez le diera permiso.
– Está aquí el profesor ése, don Enrique.
– Hágalo pasar.
Salió el vejete. Apenas tardó un minuto en aparecer don Enrique en la puerta, el sombrero en las manos, la cara asustada.
– Pase. Pase y siéntese.
Don Enrique entró, pero quedó de pie al lado de la silla.
– Siéntese.
– No sé si debo…
– Siéntese, se lo ruego.
Don Enrique, con el abrigo puesto, se sentó. Puso cuidadosamente el sombrero encima de las rodillas y miró al Juez.
– He recibido el papel citándome para esta hora. He venido puntual.
– ¿Sabe para qué lo he llamado?
– Me lo supongo. Soy la última persona que vio vivo al Decano, al menos eso creo, y…
– ¿Sabe también que sobre usted caen las sospechas?
– Lo temía. Esta mañana, muy temprano, estuvo en mi casa la policía. Me tomaron las huellas dactilares, sacaron una muestra del barro de mis zapatos, y los compararon con unos moldes de pisadas que traían. Naturalmente coincidieron. Yo salí al campo, pasé por delante de la ventana del Decano, trepé por ella…
– ¿Es cierto que, hace un par de meses, compró usted en una farmacia muy conocida una cantidad de veneno? Cianuro, concretamente.
– Sí. El Decano se quejaba de las visitas nocturnas de una rata enorme, que le producía miedo y asco. Me pidió que le comprara algo para matarla.
– ¿Por qué compró cianuro, y no otro veneno menos melodramático? Estricnina, por ejemplo. Parece más adecuada para matar a una rata.
– No entiendo de venenos, y el cianuro me sonaba.
– ¿Sabía usted que los farmacéuticos están obligados a llevar un registro de todos los venenos que expenden, y a quién?
– No lo sabía, pero lo encuentro razonable.
– ¿No le extraña, pues, que su nombre figure en ese registro?
– Lo encuentro explicable; más aún, natural.
– ¿Y que constituya una prueba contra usted? El Decano, según la autopsia, murió por ingestión de cianuro.
Don Enrique bajó la cabeza.
– No sé qué responder. Yo no maté al Decano.
– El cual, según todos los indicios, murió asesinado. Envenenado, exactamente.
– Insisto en que, a pesar de esos indicios, yo no lo maté.
– ¿Cree usted que un ahorcamiento posterior puede borrar las causas verdaderas de una muerte?
– A lo que se me alcanza, una autopsia bien hecha revela con exactitud las verdaderas causas de una muerte.
– ¿Cree usted en la precisión de una autopsia verificada en la Facultad de Medicina en presencia del forense?
– No tengo motivos para dudar de su veracidad.
El juez se desabrochó la zamarra y se abanicó con un papel cogido de la mesa.
– Hace calor, ¿verdad?
– Al lugar en que yo estoy no llegan los efectos de la estufa. Yo tengo frío.
– ¿Usted conocía bien al Decano?
– Nunca se puede decir que se conoce a una persona. Pero, dentro de lo relativo, creía conocerle bastante bien.
– ¿Se le pasó por la cabeza que se haya suicidado?
– No, en absoluto. No le creí jamás un hombre de esos… Por otra parte, carecía de motivos. Tenía cuarenta años y con una buena reputación en el extranjero. Se le citaba, se le invitaba a los congresos…
– Luego, ¿usted cree que fue asesinado?
– Sí, por alguien que no se me ocurre quién pueda ser, pero lo bastante listo como para que todo haga creer que el autor fui yo.
– No ha terminado usted de relatarme sus relaciones con el Decano.
– ¿Qué quiere que le diga? Le debo todo lo que soy y lo que podré ser y hacer. Fue mi maestro y mi amigo.
– ¿Coincidían ustedes en política?
– Él era monárquico.
– ¿Usted, no?
– Yo soy diez o doce años más joven que él.
– ¿Debo interpretar esa respuesta como que usted es más afín a los de ahora?
– Interprétela como que mis ideas políticas diferían de las suyas.
– ¿Se siente capaz de matar a un enemigo político?
– No.
– ¿Y a un maestro al que admira y que presenta síntomas de, digamos, traicionarse a sí mismo?
– Cada cual tiene su destino y, a veces, lo que parece una traición es una forma de fidelidad.
– No me ha respondido usted.
– Le he dado a entender que respeto la voluntad de cualquier hombre por cuanto necesito que respeten la mía.
– ¿Tenía usted una imagen de su maestro que pudiéramos llamar ideal?
– La imagen que tenía de él está hecha de realidades, no de esperanzas ni de conjeturas.
– ¿Qué piensa usted que sucederá ahora con esa imagen?
– Por lo que a mí respecta, será mi meta, y en todo momento confesaré lo que le debo.
– ¿Aunque se demostrase que esas pistas que conducen a usted como asesino, fueron preparadas por él, y que en realidad se suicidó?
Don Enrique se levantó y quedó rígido. El sombrero le cayó de las manos, pero no se agachó para recogerlo.
– Eso no sucederá nunca; pero, aunque sucediera, mi deuda con el profesor difunto la he proclamado y seguiré proclamándola.
El Juez se levantó también.
– Hay una acusación contra usted, y tengo que detenerlo. Ahora llamaré al Secretario, que le tomará la declaración formal. Limítese a responder a lo que le pregunten. Dispone usted de cuatro días para demostrar su inocencia y verse libre de nosotros. Si en ese tiempo no lo hace, el sumario irá a la audiencia, y a usted lo cambiarán de cárcel. Puede usted buscar un abogado que le ayude. Sea con él sincero, pues, de lo contrario, poco podrá hacer…
El alguacil de la capa parda y la gorra de plato entró sin llamar en el despacho del Juez.
– Está ahí esa señora.
– Acompáñela y quítese la gorra mientras esté ella delante.
– Es que, señor Juez, hace tanto frío…
Salió y volvió al cabo de un momento, con la gorra quitada. Se hizo a un lado mientras dejaba pasar a la señora: fea, de ojos azul intenso, muy hermosos; vestida con un abrigo negro. Se quedó en la puerta y dijo:
– Buenos días.
El Juez se levantó y la mandó pasar. Le indicaba la silla al otro lado de su mesa. Ella adelantó unos pasos, pero no se sentó.
– ¿Puedo quitarme el abrigo?
Señaló la estufa.
– Si usted me da un poco de calor…
El Juez, sin responderle, empujó con un pie la estufa, hasta enfocar de pleno la segunda silla.
– ¿Así?
– Puede que esté bien -se sentó-. Sí, está bien, gracias. Me ha mandado usted llamar. Soy la mujer de…
– Sí, ya la supongo. Le agradezco que haya venido. Por ser usted la esposa legítima del encausado, no tiene usted obligación de testificar, y menos en contra. Esto va a ser una conversación, no una declaración. Claro que puede usted negarse…
– Estoy dispuesta. Me llamo Francisca y soy la esposa legítima de, como usted dice, el encausado. Puede preguntarme lo que quiera.
El Juez, desde su asiento, la miró largamente. Al quitarse el abrigo, había aparecido vestida de un traje sastre, gris, con una blusa camisera y una cinta de terciopelo o de seda mate en lugar de corbata. No era agradable, y sus ojos vivos, oscuros, miraban con una insistencia molesta.
– La primera pregunta que quiero hacerle no se la haría delante de su marido. El Decano, antes de morir, confesó a alguien que estaba enamorado de usted.
Francisca rió con risa sorda, poco grata.
– Eso es mentira.
– ¿Cómo lo sabe?
– ¿Cree usted que yo soy de esas mujeres de quienes van enamorándose los hombres? Míreme bien. Además, una mujer, aun fea como yo, sabe perfectamente cuándo un hombre la ama. No era el caso del Decano. Al Decano, un hombre guapo y bien plantado, le gustaban las jovencitas lindas y, cuanto más tontas, mejor. Yo, ni soy linda, ni soy tonta.
– El Decano le dejó a alguien la encomienda de que si a su marido le metían en la cárcel, pudiese usted ganar algún dinero.
Francisca volvió a reír, esta vez con risa apenas perceptible.
– Soy rica, aunque no demasiado, pero lo suficiente como para sostener con mi dinero un hogar modesto y un coche con escaso gasto. El sueldo de mi marido, cuya cuantía usted debe conocer, apenas si nos llegaba para pagar mensualmente los libros. Aunque pase lo peor, nunca recurriré a nadie para seguir subsistiendo.
– ¿A qué llama usted lo peor?
– A que mi marido sea castigado por un homicidio que no cometió.
El Juez le pasó por encima de la mesa un cuaderno de folios:
– Eche un vistazo a eso.
Francisca leyó, primero por encima, luego con atención. Devolvió los folios al juez.
– Asesinato, -dijo-. Está claro: la acusación es de asesinato.
– ¿Podría usted decirme algo de todo esto?
– Sí, pero sólo referente al veneno. Hace bastante tiempo, un par de meses o así. Mi marido me dijo que el Decano le había encargado hacerse con una sustancia que pudiera acabar con cierta rata… Yo le dije a mi marido que no se metiera en eso, pero, como se ve, no me hizo caso. Era natural: el Decano tenía sobre él más autoridad que yo. Ahora lo del veneno se vuelve contra él.
– La declaración de su marido coincide con lo que usted me dice, pero no se refiere para nada a usted.
– Es lógico. Y yo no le guardo rencor por no haberme hecho caso. Ha sucedido muchas veces, cuando al lado opuesto se hallaba el Decano.
– ¿Por qué dice usted en el lado opuesto?
– Es un modo de hablar, pero no caprichoso. El mundo, para mi marido, tenía dos partes. La una, la ocupaba el Decano por entero; en la otra estaba yo, y, conmigo, el resto del mundo.
– ¿Se llevaban ustedes mal?
– No. Admirablemente. Por otra parte, yo me siento responsable de esa afición de mi marido al Decano. Yo los puse en relación, pero nunca creí que Enrique pudiera alcanzar un sometimiento y una ceguera tales. Su identificación con el Decano llegó al punto de no darse cuenta de que quien pensaba era él, y no el Decano. El Decano era hombre agotado desde hace ya tiempo, pero mi marido no se dio cuenta. Uno dejó de pensar, pero pensaba el otro.
El Juez empujó hacia ella el montón de papeles dejado por el fraile.
– ¿Conoce usted eso?
A Francisca le bastó un vistazo.
– No sólo lo escribí yo materialmente, es decir, no sólo está mecanografiado por mí, sino que la prosa es mía. Mi marido no sabe escribir; yo, sí. Él piensa, yo escribo. Él garabatea borradores, yo doy forma a lo que contienen. Le puedo mostrar a usted los borradores de cada uno de esos capítulos. Esa obra la está escribiendo mi marido, bueno, quiero decir que la está pensando. Iban a firmarla los dos, pero anoche, precisamente anoche, el Decano le dijo a Enrique que no, que se publicaría sólo con su nombre, con el de Enrique, y que él, el Decano, se limitaría a ponerle un prólogo. A mí me pareció una decisión justa, pero a mi marido no le hizo feliz. Él seguía creyendo que la sustancia del libro pertenece al Decano. Pero hay algo más, o lo hubo. Mi marido me contó también que el Decano iba a dedicarse en lo sucesivo a la novela histórica.
– ¿Y eso le disgustó?
– ¿Por qué iba a disgustarle? La idea que se tiene de la Historia puede también expresarse por imágenes. Eso pensaba mi marido. Además, siendo una decisión de su maestro, jamás se atrevería a discutirla. La verdad es que me lo contó con alborozo. “Mira lo que se le ha ocurrido al Decano…” Era, según Enrique, una ocurrencia genial.
– Y, usted, ¿estaba de acuerdo?
– Yo esperaba hace tiempo algo parecido. Una ficción de genialidad no puede prolongarse indefinidamente. Hay que buscar una salida, y el Decano o la halló, o creyó hallarla, o fingió hallarla, en eso de la novela histórica. Nada más que ensayar el oficio de novelista consumiría unos años. ¿Lo imagina usted disculpándose? “No domino el diálogo, las descripciones me salen apelmazadas, vacilo al elegir lo verdaderamente significativo…” Un cambio en el medio de expresión tan radical como es el paso de la prosa conceptual a la narrativa…
El Juez la interrumpió:
– ¿No se le ocurre pensar que yo no entienda bien esos conceptos?
– Perdóneme. Seré más sencilla. Quería decir que el paso del ensayo histórico a la prosa narrativa es fácil, y que puede dar lugar a dilaciones y pretextos.
– Ahora entiendo, pero, ¿cómo se justifica todo esto en un hombre que piensa suicidarse? ¿No advierte usted una total incongruencia?
– Total.
– ¿Hasta el punto de hacerle pensar que el hombre que se comportó así no pensaba suicidarse?
– Es que yo no estoy totalmente convencida de que lo haya hecho.
– ¿Entonces…?
– De lo único que estoy segura es de que no lo hizo mi marido. Sin otras razones que mi propio sentimiento.
El Juez se levantó, permaneció de pie sin cambiar de sitio. Los ojos azul oscuro de Francisca se habían clavado en él.
– Yo pienso lo mismo que usted, pero necesito razones. Le he dado a su marido cuatro días para hallarlas. Esos cuatro días también son suyos, señora.
– Yo no investigo.
– Son los mismos de que dispongo yo. Un tiempo, escaso, sí, pero suficiente acaso. El Comisario de Policía seguramente lo encontrará excesivo. Él está tan convencido como nosotros, aunque no de lo mismo… No pienso en un Tribunal a quien haya que convencer, sino precisamente en él, en el Comisario.
Francisca cerró los ojos, y el Juez se sintió libre, pero sólo usó de su libertad para sentarse, al tiempo que Francisca se levantaba.
– ¿Me dará usted un permiso para ver a mi marido?
– Por supuesto. Un permiso para verle, para hablarle, para llevarle comida y ropa. Nuestra cárcel local no es de las modernas. Tendrá frío, la comida no será buena. ¿Necesita usted algo más?
– No. Creo que no.
El Juez cursó una cita para tomar café juntos al fraile, al Comisario, a Francisca. La cita era en el hotel España, en el reservado. Llegó primero el Juez, con el impermeable puesto. Después, el fraile, con un gran paraguas que venía plegando al entrar y que dejó en un rincón, escurriendo. A Francisca la precedió el rumor de su automóvil, que quedó allí mismo, arrimado a la casa contigua al hotel, casi metido en los soportales. El Comisario, último en llegar, venía muy profesional: la pipa, el sombrero gris mojado, la gabardina, húmeda por los hombros, las manos en los bolsillos.
Dijo algo así como “Buenas tardes a todos” y consumió un par de buenos minutos en quitarse la gabardina, en buscar un lugar donde colgarla, en hallar percha para su sombrero. Finalmente, se sentó.
Nadie le miró directamente. Todos le miraron de reojo.
El lugar era reducido y caliente, con un gran ventanal rejado de hierro y visillos de encaje.
Había una mesa baja en el centro, y asientos de sobra, sofás y sillones. Se acomodaron: Francisca al lado del Juez, el Comisario junto al fraile. El Juez sugirió que pidiesen, con el café, coñac caliente. El fraile nunca lo había tomado; el Comisario dijo que, aquello, el coñac caliente, en las trincheras, era el pan de cada día.
– Porque frío, lo que se dice frío, el que pasamos en Teruel. Esto de aquí no es nada. Sólo un poco de humedad…
Pero enseñó al fraile cómo, con sus manos puestas sobre la copa comba, debía conservar el calor.
– En realidad, para lo que les junté aquí…
El Comisario tenía la pipa en la mano izquierda, cogida por la cazoleta. Adelantó su largo brazo, aumentado por la pipa, hasta alcanzar la mitad de la mesa, como una nube que oscureciera las tazas de café, las copas de coñac humeante.
– Todos sabemos, señor Juez, para qué estamos aquí, aunque pienso que inútilmente, porque nadie va a convencer a nadie. Por lo menos es muy difícil que a mí me convenzan, aunque este padre nos revele lo que oyó en confesión, aunque esta señora nos asegure que su marido es inocente. ¿Qué va a decir ella?
– Por ejemplo, que es culpable -dijo Francisca; y el fraile se confesó no haber visto en su vida mirada de tanto desprecio como la dirigida por Francisca al Comisario. El Juez sintió el estremecimiento del fraile.
– ¿Por qué tiembla, padre? ¿Tiene frío?
– Esa mirada…
– Las clientes de su confesionario deben de ser gentes sencillas.
– Sí, no son grandes pecadoras.
– Su experiencia no le servirá mucho, en este caso.
– Nunca me he visto en otro igual. Esa clase de gente…, la que yo conozco no mira así…
El Comisario había vuelto a extender la mano, armada de la pipa, por encima de la mesa.
– Señor Juez, por fin sigue usted la pauta de las novelas policíacas. Lo que no entiendo es la presencia de este padre franciscano. Hasta ahora, no lo había visto ni sabido nada de él.
– Pero él tiene sus razones para venir, y vino. La presencia del padre está justificada, aunque sea un testimonio contra mi tesis y abone la de usted. El Decano dijo al padre que don Enrique lo mataría, e incluso fue a despedirse de él.
– ¿Quién de quién? -interrumpió el Comisario.
– El Decano del padre… Perdóneme si me expresé con ambigüedad. Quise decir precisamente eso: el Decano estuvo a despedirse del padre, porque, dijo el Decano, “esta noche me matará”.
– ¿Y existe alguna prueba, un testigo que lo haya oído, un papel? Porque, sin pruebas materiales, el mero testimonio del fraile no me sirve.
Dio una larga chupada a la pipa.
– Imagínense ustedes que los cuarenta mil habitantes de esta ciudad vinieran a decirme lo mismo. No harían más que reforzar mi convicción moral de que los datos objetivos de mi denuncia son justos y correctos. La convicción moral carece de valor probatorio y no puede escribirse, razonadamente, en un papel que hay que firmar. -Se volvió hacia Francisca-. Supongo, señora, que eso es lo que explica su presencia aquí: Su convicción moral de que su marido es inocente. ¿No se da cuenta, usted, que parece inteligente, de que cualquier mujer, en su caso, estaría igualmente convencida?
– Sí, es evidente que estoy convencida de la inocencia de Enrique como cualquier mujer lo estaría de su marido, pero no creo que la naturaleza de la convicción fuera la misma.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Ni más ni menos que lo que dije. Si usted no lo entiende…
– ¡Pues claro que lo entiendo! -El Comisario, sin soltar la pipa, se rasco la cabeza-. Usted quiere decir; por ejemplo, que cuando el Decano murió, su marido estaba ya en casa.
– Podía decirlo, pero no lo digo, porque sé que eso no es probatorio. -Sorbió un poco de coñac-. En realidad, nada de lo que yo pueda decirle, es probatorio más que para mí, lo cual tiene más importancia de la que usted se cree. Saber, como sé, que mi marido no mató al Decano, me anima a destruir esas pruebas que usted tiene de que lo mató.
El Comisario rió por lo bajo, dejó la pipa entre los dientes, metió los dedos pulgares en las sisas del chaleco.
– ¿Cómo va usted a destruirlas, si están ahí? Son ya un papel que sigue su curso -miró descaradamente al Juez-, espero.
– Tiene que haber un modo…
– ¡Ah! Si lo hay, es cosa de usted encontrarlo. A mí me basta con lo que tengo.
– ¿Pero usted no se da cuenta, Comisario, de que sus pruebas son deleznables? -dijo, con cierta pasión en la voz, el Juez.
– Pues sea usted, y no la señora, quien las destruya.
– ¿Cómo me explica ese cordón inútil alrededor del cuello? ¿Y la posición del cadáver? ¿Cómo se explica que la taza no se haya roto?
– El asesino lo hizo todo.
– ¿Por qué, entonces, no borró sus propias huellas?
– Por torpeza: es un asesino primerizo.
– El testimonio del Padre, aquí presente, nos hará pensar en un asesinato premeditado.
– Sí, pero mal estudiado. Don Enrique había leído pocas novelas policíacas.
– Eso es cierto -interrumpió Francisca-. No creo que haya leído ninguna.
– Eso se advierte inmediatamente. Yo, que lo he interrogado, lo acredito: sus declaraciones carecen de la menor malicia, de las más elementales precauciones verbales. Dijo sí o no como lo diría un niño.
– ¿Y eso no le basta para creer en sus respuestas?
– Los niños también mienten, aunque se les coja inmediatamente en la mentira. Entonces, suelen callar. Don Enrique no calla, porque no es un niño. Repite: “Soy inocente.” ¿Y qué? Es lo que dicen todos los asesinos.
– ¿Lo sabe por experiencia, Comisario?
– Lo sé por haberlo leído.
– Todos hemos leído mucho, pero un asesinato, lo que se dice un asesinato, con sus dudas y sus problemas, es la primera vez que nos lo echamos a la cara.
– La doctrina, el saber por lecturas, suple a la experiencia.
– Pero, dígame, Comisario: ¿es lo mismo un personaje de novela que un ser vivo? Don Enrique es un hombre real, y si le condenan por un crimen que no ha cometido, lo pagará con años de una vida real.
– Todo eso está muy bien, señor Juez, pero los datos objetivos no dejan lugar a sentimentalismos. Los datos objetivos tienen el mismo valor en un libro de texto, en una novela, que en la realidad. Y, en este caso, los datos acusan a don Enrique… Además, yo no soy quien ha de juzgarlo, ni siquiera usted, sino un Tribunal de La Coruña, o en el Supremo, si recurren la sentencia, que la recurrirán, como todo el mundo. Los señores magistrados son los que han de estimar el valor de las pruebas, de los datos objetivos. -Se dirigió a Francisca-. Ya puede usted, señora, buscar un abogado listo, que haga eso que usted no es capaz de hacer.
El Comisario, visiblemente satisfecho, miraba a Francisca, pero cuando ella le devolvió la mirada, el Comisario apartó la suya.
– Lamento, señora, que en esta historia me haya correspondido el papel del malo, pero me gustaría que reconociese usted que es también el papel del justo.
– ¿Qué más me da, el justo o el malo, si ambos van contra mí? Y contra la verdad. Insisto en que mi marido no mató al Decano.
– Yo tengo unas pruebas, pero no quiero hacer uso de ellas. ¿Qué opina el Padre? Sus convicciones son del mismo orden que las de usted.
– Yo no estoy convencido de nada, -dijo el fraile-. Yo digo solamente que el señor Decano vino a despedirse de mí porque aquella noche don Enrique le mataría.
– ¿Y qué más le dijo, padre? Dígalo todo, no olvide nada de lo que me contó a mí.
– Me dijo -la voz le temblaba al fraile- que me cuidase de que a esta señora no le faltase trabajo…
– El Decano sabía perfectamente que yo no necesito trabajar…
– ¿Y qué más, padre?
– Que yo recuerde…
– Algo de unos papeles enviados.
– Sí, pero esto no creo que importe ahora. Me dijo que había enviado ciertos trabajos en depósito a la Academia de la Historia.
– ¿Y para qué? ¿Le dijo para qué? -Francisca había adelantado el torso, miraba fijamente al fraile. Éste reculó, intentó esconderse en la penumbra de un último plano.
– ¿Para qué? -insistió Francisca.
– Algo referente a su pensamiento, así como un resumen. Temía que se lo robasen. Pasados veinte años, al publicarse ese escrito, se vería que ciertas obras eran un plagio.
– ¿Las de mi marido? ¿Se refería a las de mi marido?
El fraile titubeó.
– Sí. Creo que se refería a él.
Francisca dejó caer los brazos, desalentada.
– Es diabólico, estúpidamente diabólico. O simplemente estúpido. ¿Sabe usted qué me pasa ahora mismo? -Se dirigía al Juez-. Pues que empiezo a creer que el Decano se haya suicidado.
El Comisario intervino:
– ¿Cómo es posible que haya usted llegado a semejante conclusión? No soy capaz de reproducir su razonamiento.
– Si piensa que yo no he compartido el suyo… Es evidente que nuestros cerebros funcionan de manera distinta: no hay más que ver sus conclusiones y las mías… -Se dirigió al Juez-: Perdón, las nuestras.
– Estoy de acuerdo en que nuestros cerebros funcionan de manera distinta, incluido el del señor Juez. Y no me niego a admitir que este último es un cerebro privilegiado, capaz de llegar a conclusiones sin pasar por trámites de razón. Creo que les llaman intuitivos, y es posible, señora, que el suyo sea de los tales. Pero, insisto, ignoro cómo funcionan, aunque sepa, como sé, que los cerebros racionales, como el mío, no alcanzan ciertas sutilezas. Por eso insisto en mi postura: conviertan su intuición en raciocinio y, si el razonamiento resultante es mejor que el mío, yo lo retiraré. Pero sería el primer caso: por eso estoy tranquilo, con esa tranquilidad del que sabe que su razón no se equivoca.
El Juez suspiró profunda, ruidosamente.
– Estamos perdiendo el tiempo, -dijo.
– Antes de separarnos yo quisiera añadir algo -intervino, con voz temblona, el fraile. Y el Juez y el Comisario le miraron al mismo tiempo como diciéndole: Hable.
– Lo que tengo que añadir a lo ya dicho, lo sabe el señor Juez, porque ya se lo dije a él, y quizás esta señora lo sepa también. Es evidente que tampoco tengo pruebas. -Miraba al Comisario-. El difunto Decano me dijo, Dios lo tenga en su gloria, esa misma tarde, la de autos… -miró, con cierta angustia, al Juez; éste le sonrióme dijo que estaba enamorado de esta señora.
Como violentándose mucho, señaló a Francisca con el dedo y retiró inmediatamente la mano. El Comisario rió de modo bien audible.
– ”Cherchez la femme!” -añadió, y se quedó mirando a Francisca.
Esta le hizo frente, le miró fijamente con sus ojos violeta, implacables.
– Eso es una estupidez, y si usted se deja guiar por todo lo que El Decano dijo antes de morir… bueno, llegará usted a donde ha llegado.
El Comisario sostuvo la mirada de Francisca y sonrió de añadidura.
– ”Cherchez la femme!” -repitió. Ya está claro lo que estaba oscuro. Ya tenemos el motivo.
– ¡Es una estupidez lo que usted piensa! -repitió Francisca; y se puso de pie, dio una vuelta sobre sí misma.
– Pues no está mal -murmuró el Comisario-. Las mujeres, ya se sabe, a oscuras todas son iguales.
– Es lo único razonable que ha dicho usted en toda la tarde.
– Un punto de razón puede servir de base a todo un razonamiento.
El fraile se había puesto de pie, y sacudía su gran paraguas.
Gotas de agua cayeron sobre la mesa. El fraile se disculpó.
– Con esta lluvia, ya se sabe…
– ¿Estará dispuesto a declarar si le llaman?
– Pues no faltaba más. Pero, antes, usted dijo…
– Lo que dije fue porque usted no había dicho todavía…
– Sí, comprendo.
– El señor Juez, aquí presente, le llamará a declarar. Y usted le contará…
– Sí, señor, sé lo que tengo que contarle.
Salieron emparejados adrede el Juez y Francisca. El Juez le dijo:
– Como usted habrá visto, el Comisario no comparte nuestras ideas sobre la intuición.
– Nosotros mismos no estamos muy de acuerdo.
– Pero siempre será más fácil que lleguemos a pensar lo mismo, puesto que coincidimos en lo fundamental. Sobre todo ahora que usted admite la posibilidad de que el Decano se haya suicidado.
– Lo dije en un momento de arrebato, pero, en el fondo, no estoy convencida. Nunca me pareció el Decano hombre capaz de suicidarse. Eso, como usted sabe, es algo que se lleva escrito.
– Yo, como no lo conocía, no tengo dificultad en admitirlo. De modo que en lo único en que estamos conformes…
– Es en que mi marido es inocente.
– Pero no por razones, ¿eh?
– Yo, por la muy importante de que no encaja en su personalidad. Conozco muy bien a mi marido.
– Yo, por la no menos importante, aunque completamente irracional, de que creo en el suicidio del Decano. Su marido, como si no existiera. Su inocencia sí es racional. Desde mi punto de vista, claro.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué podemos hacer?
– Usted, no lo sé. Yo, tomar declaración a todo el mundo, no sólo al fraile. A persona por día, se puede prolongar la instrucción del sumario bastante tiempo. Mientras tanto, su marido estará aquí, y usted podrá verlo diariamente y llevarle la comida. Pero llegará el día en que se lo lleven a La Coruña…
– ¿Me avisará?
– La tendré advertida.
Se habían parado junto a la columna de un soportal. Llovía mansamente. El cochecito de Francisca quedaba allí mismo. Ella preguntó al Juez si podía llevarle a alguna parte. “Vivo aquí cerca, y me gusta caminar bajo la lluvia”, respondió él. Se separaron.