Por la ventana del cuarto del hotel se veían los Cantones y, a la izquierda, la masa oscura de un jardín. Llovía menudo, como si una cortina tenue velase el paisaje.
Francisca miró su reloj: faltaba todavía media hora para la continuación de la vista. Se puso el impermeable, cogió un paraguas diminuto y descendió las escaleras hasta el vestíbulo. El empleado de recepción la saludó y ella contestó con voz bien audible. Luego, salió a la calle y abrió el paraguas.
Esperó a que pasasen unos coches entre el Obelisco y el hotel.
Cuando pudo pasar al otro lado de la calle y pisó la ancha acera, se cuidó de que su paraguas no tropezase con cualquiera de los que venían en dirección contraria: mujeres casi todas, trabajadoras seguramente, arrebujadas en mantones oscuros, de los que sacaban las manos que sostenían el paraguas.
Si alguna tropezaba, decía un “Perdone” apresurado y seguía adelante, con su prisa. A Francisca le sobraban minutos. Iba tranquila, mirándolo todo para no abstraerse. Así llegó a las puertas de la Audiencia. Subió las escaleras con tranquilidad, atravesó el vestíbulo, creyó ver al Rector, que hablaba con alguien, y se alejó para no ser vista ni saludada. Cuando entró en la sala, no halló a nadie. Se sentó en un rincón, el más lejos del estrado.
Empezaba a llegar gente. Francisca se dejó arrastrar por una especie de inconsciencia que lo filtraba todo: hasta el nombre de su marido cuando un ujier anunció audiencia pública en la causa que se seguía contra don Fulano de Tal por asesinato. Entraron el Fiscal y el Defensor: un abogado joven, de escasa experiencia y mucho saber, según le habían dicho a Francisca cuando se lo recomendaron, visto que los perros viejos no querían hacerse cargo del caso.
Entró el Tribunal, y Francisca se puso maquinalmente de pie, pero tardó en sentarse: había visto a su marido, en el banquillo, esposado, entre dos guardias civiles. “Causa que se sigue contra…” En días anteriores habían desfilado los testigos; ella misma había tenido que declarar acerca del supuesto amor del Decano: al Fiscal parecía interesarle mucho aquel detalle, que ella negaba. “¿Conocía hace mucho al Decano?” “Diez años. Quizá más.” Lo había conocido en Barcelona, cuando él era profesor recién llegado y ella alumna del montón. Era ella quien había orientado la atención del Decano hacia Enrique. “¿Y en tanto tiempo…?” “No, jamás.” El Decano, no obstante, había influido en el destino de la pareja.
Ella hubiera preferido ir a Cambridge, adonde él había sido invitado a raíz de la publicación, en inglés, de uno de sus ensayos. Sí, todavía no había empezado la guerra: esto fue por el treinta y ocho. Pero el Decano se había opuesto. “Ya veremos cuando termine esto de aquí, algo harán de nosotros.” Al Decano lo habían trasladado de Universidad, y él había impuesto a Enrique como auxiliar. “Nosotros no formamos parte de la sociedad universitaria. Allí hay castas y jerarquías. Nuestra relación con ella era a través del Decano, que nos instaba a participar. Pero nosotros vivíamos para nuestro trabajo…” El Decano no era indiferente a las mujeres. Le gustaban las jovencitas, y se envanecía de que sus alumnas estuviesen enamoradas de él. “Chicas muy guapas y más jóvenes que yo. Cualquiera de ellas le hubiera hecho caso entusiasmada. Chicas verdaderamente guapas”, y había echado hacia afuera el busto y la cabeza, para que todo el mundo viera que ella no era guapa, ni tampoco una chica. “Una mujer sabe siempre cuando un hombre la ama”, había repetido. “¿Y, usted, le amaba a él?” “Yo, señor Fiscal, soy mujer de un solo hombre.” El Fiscal había hecho dos o tres preguntas más, rozando lo escabroso, pero ella le había detenido con el gesto y la mirada: “Para lo que sucede a oscuras no tengo palabras.” Un rumor del público había recibido la respuesta, y el Fiscal había cambiado el tercio.
Ahora iniciaba el discurso de acusación. Francisca intentó ver a Enrique, pero las cabezas, muy juntas, de dos mujeres se lo estorbaron. El planteamiento del Fiscal era muy obvio. Enrique había obrado movido por los celos; su arrebato no le había impedido planear el crimen, llevado a cabo metódicamente, pero también con cierta ingenuidad, pues si bien el acusado había logrado sus fines, habían quedado de él tal cantidad de pistas que las conclusiones caían por su propio peso: el acusado había reconocido y aceptado la compra del veneno, la salida de la habitación del Decano, su paseo por el exterior, su entrada por la ventana e incluso la presencia de sus huellas dactilares en la taza que contenía el veneno, aunque había dado de todo ello una explicación coherente. ¿Qué menos que esa coherencia podía esperarse de la declaración de un hombre culto como lo era sin duda el acusado?
Pero ciertas explicaciones pecaban de ingenuidad, de inverosimilitud.
El Fiscal se detuvo un buen rato en la adquisición del veneno, en su custodia cuidadosa durante todo un verano. “Ni siquiera su mujer conocía ni pudo sospechar de su existencia.” La adquisición del veneno, reconocida y fantásticamente explicada por el profesor “que se sienta en el banquillo” era el punto principal en que se basaba la acusación, sostenida luego por las huellas dejadas en el barro y en la taza del té.
El Fiscal hablaba como si el caso que explicaba estuviese muy por debajo de sus posibilidades dialécticas. No obstante, el doctor Losada, cuando inició la defensa, elogió la “clara, apabullante oratoria del señor Fiscal, ante cuya maestría se descubría y reconocía su escasa práctica forense. Sin embargo…” El doctor Losada era joven, elegante, espigado. Su borla de doctor era única en la sala.
Hablaba con dificultad aparente: frases cortas, interrupciones muy breves, algún que otro “¡hum!”, algún que otro silencio. A aquellos cuya mente todavía se mecía en los períodos anchos, armoniosos y un poco despectivos del Fiscal, parecía la oratoria torpe de un principiante. “Sin embargo…” Alguien se sentó al lado de Francisca. Ella miró de reojo, sonrió y se echó un poco a un lado.
El Juez le dijo:
– Quiero escuchar a este pollo. Es primerizo, pero, según me dicen, muy inteligente.
– Como tal me lo recomendaron. Y a mí me lo pareció por las preguntas que me hizo.
– Sin embargo, señores magistrados, una pieza tan hermosa e irreprochable tiene el defecto de que su punto de partida es discutible. No quiero decir que sea falso, no lo diré todavía, pero sí lo suficientemente dudoso como para servir de cimiento a una pieza tan indiscutible por su lógica, tan terrible en sus conclusiones. Señores de la sala…
Tosió otra vez. El Presidente del Tribunal cuchicheó brevemente con su compañero de la derecha; después, con el de la izquierda.
El Fiscal, que se había quitado el birrete, se lo puso, pero se lo volvió a quitar y lo dejó en la esquina de su mesa, frente a la borla doctoral del Defensor. La actitud del Fiscal era cada vez más altiva…
– Señores de la sala, nada más lejos de mi ánimo que dudar del testimonio de un eclesiástico, que nos ha dicho sencillamente lo que escuchó de labios de su amigo, el difunto Decano. Es de la veracidad de éste de lo que dudo, y para ello voy a atenerme, no a unas palabras volanderas, sino a un documento al que, no me explico cómo, el señor Fiscal prestó escasa atención, por no decir que no le prestó ninguna, ya que no aparece citado en la hermosa pieza acusatoria que acabamos de oírle. Me refiero a esos textos que el difunto Decano entregó a su amigo el eclesiástico como obra propia, y que según otra declaración aquí escuchada no lo era. Yo he leído con atención escrutadora esos textos, que contienen ideas sobre la Historia Antigua, cuyo valor y pertenencia no importan ahora, no importan aquí, sino su naturaleza. Son ideas, como dije, ideas sin datos. Y me permito recordar a los señores del Tribunal otra de las declaraciones aquí escuchadas, la de un alumno distinguido de la Facultad de Historia, que obra al folio noventa y cinco del sumario y que voy a resumir, pues lo prefiero a que el Secretario lo lea, pero que no tengo inconveniente en que sea leído caso de que mi resumen no convenza, por error o por excesiva síntesis, a los señores magistrados o al señor Fiscal. Según este resumen, preguntado el testigo por las clases que dictaban el difunto y su presunto asesino, respondió que las del primero era una brillante acumulación de datos, con sus fuentes y su bibliografía puntuales y precisas, en tanto que el segundo, me refiero al acusado, no solía aducir un solo dato, sino unas ideas tales que los datos traídos por el Decano cobraban vida, dejaban de ser una acumulación para ser un sistema coherente y vivo. La lectura de esos textos a que hice referencia, los capítulos entregados como obra propia por el difunto Decano a su amigo el eclesiástico, son precisamente eso, un sistema de ideas que nos permite contemplar la Historia Antigua, precisamente hasta la revolución religiosa de Amenofis, como un todo coherente. No quiero decir que sea verdad lo que dicen. ¡Dios me libre de creencia semejante!, sino afirmar su totalidad y coherencia, lo que me hace creer que pertenecen al estro del acusado, y no al del difunto. Quiero hacer constar, señores magistrados, que no considero superior a ninguno de los procedimientos docentes aludidos, sino legítimos en la misma medida. Lo que sí intentaba, y creo haberlo logrado, es precisar una diferencia de mentalidades que nos permite atribuir la paternidad de los textos a una persona o a otra. Es así que el difunto Decano se hizo pasar por autor de esos textos sin serlo; luego, mintió, y el hecho de que haya mentido una vez nos permite sospechar, si no creer, que lo haya hecho otras veces. Señores magistrados, señor Fiscal, no admito como motivo último del caso que nos ocupa, los celos del acusado, puesto que no existían. Lo cual, sin embargo, no desbarata ni mucho menos el sutil razonamiento del señor Fiscal. A lo único a que le obliga es a buscar otro motivo.
Bebió un largo sorbo de agua, se limpió la frente con el pañuelo.
Los magistrados manifestaban su atención a la perorata; el Fiscal había abandonado su actitud despectiva y escuchaba también. El Juez susurró al oído de Francisca.
– Esto va bien, este chico sabe lo que hace.
– Lo único que veo es que sigue un camino distinto.
El doctor Losada buscaba algo en el bolsillo. Sacó unos papeles doblados, los consultó.
– Creo haber mostrado cómo las mentalidades del Decano y del acusado, eran diferentes. Creo haber mostrado que los papeles entregados al padre franciscano por el Decano como escritos por éste lo habían sido en realidad por el acusado, o, más exactamente, pensados por él y escritos por su esposa, pero este último detalle es inoperante para mis fines. Lo que ahora pretendo es llevar la atención del Tribunal, y, ¿cómo no?, del señor Fiscal, hacia un objeto que se ha nombrado aquí, pero al que nadie se ha referido de una manera concreta, y menos como pieza que pueda aportar algo, alguna claridad a este proceso. Comenzaré diciendo que semejante claridad no me ha iluminado todavía, ya que el objeto en cuestión me es desconocido, salvo en el hecho, al parecer probable, de su existencia. Me refiero, como ya habrán adivinado los señores del Tribunal, como a la perspicacia del señor Fiscal no se le habrá escapado, a ese escrito que el Decano dijo haber enviado como depósito a la Real Academia de la Historia.
El doctor Losada había dicho las últimas palabras casi silabeándolas. Al terminarlas, sobrevino uno de sus silencios, más estratégico esta vez que de afectada torpeza. Hubo un ligero murmullo.
El Presidente de la Sala cuchicheó con sus compañeros, el Fiscal, que había escuchado tenso, se echó hacia atrás y sonrió. Su expresión era nuevamente triunfal y despectiva.
– Invito a sus señorías a seguir mi pensamiento, espero que lógico, o al menos entretenido. Voy a referirme a un detalle que, aunque figura en el sumario, no ha sido mencionado, ni siquiera aludido, por el señor Fiscal. Es posible que sea importante, es posible que no lo sea. En todo caso, merece, a mi juicio, más atención de la que se le ha prestado. El ya mentado padre franciscano, tanto en su declaración prestada ante el señor Juez que incoó el proceso, como en la que prestó ante este Tribunal, dijo y repitió que el Decano le había hablado de unos papeles, enviados por él mismo en depósito a la Real Academia de la Historia, con los cuales intentaba precaverse de un posible plagio o, más exactamente, que servirían, una vez publicados, para denunciar un plagio cometido. Ni los señores magistrados, ni el señor Fiscal ni yo conocemos el contenido exacto de esos papeles. ¿Qué podría demostrarse con ellos? ¿Que el Decano era incapaz de cualquier pensamiento especulativo? ¿Que era capaz, para nuestra sorpresa, y que por tanto mi razonamiento anterior estaba equivocado? No lo sabemos. Y pienso que sin el conocimiento de esa pieza, que puede ser de convicción, este juicio no puede seguir adelante.
El Fiscal se levantó con solemnidad, con empaque. Dijo “Con la venia” con voz segura, y se dirigió al Defensor:
– ¿Debo entender que su señoría solicita un aplazamiento de la causa?
– No, en modo alguno. Lo que yo solicito es que una copia de los papeles entregados por el señor Decano a la Real Academia de la Historia figure en el sumario, bajo el debido secreto. Si la diligencia de mi petición implica que esta vista se suspenda, no es culpa mía.
Apartó la mirada del Fiscal, y se dirigió a los Magistrados.
– Mi petición está hecha, señores de la Sala.
El Presidente se puso en pie.
– Este Tribunal se retira a deliberar. Volveremos en el momento oportuno.
Se levantó el Tribunal. El público se puso en pie. El Tribunal salió de la sala. Un ujier advirtió a la gente que no se moviese. Regresó el Tribunal.
Cuando todo el mundo estuvo sentado, el Presidente anunció que se suspendía la causa por tiempo indefinido, y que se publicaría oportunamente su continuación. Salió el Tribunal, salieron, por su orden, el Fiscal y el Defensor, salió el público. Francisca se encontró en un ancho vestíbulo acompañada del Juez.
– No entiendo lo que se propone este joven abogado.
Se acercó el abogado y saludó con una inclinación de cabeza.
Francisca los presentó.
– ¿Cree usted verdaderamente que esos papeles, una vez conocidos, van a alterar el fallo del Tribunal?
– No tengo la menor idea de lo que contienen, ni si de si servirán o no de algo. Acudir a ellos fue una ocurrencia momentánea. Quería ganar tiempo.
– ¿Para qué?
– Yo mismo no lo sé, pero sospecho que el tiempo es nuestro único aliado. Por lo pronto, he logrado que el Tribunal, y el propio Fiscal, duden de los celos como motivo. Habrá que buscar otro. ¿Lo encontrarán, quizá en esos papeles? En tal caso, me habría salido el tiro por la culata, pero no lo creo. Lo peor que puede suceder es que esos papeles no nos sirvan de nada, pero habremos ganado unas semanas.
– ¿Muchas?
– Dos, tres, ¿quién sabe?
– Imagino -dijo el Juez- que con esos papeles el Decano habrá pretendido solamente quedar bien… a veinte años vista.
– El Decano no era idiota. Este asunto se caracteriza por su confusión. ¿No habrá sido el propio Decano quien lo proyectó así? ¿No estaremos obedeciéndole?
– Eso sólo sería admisible si previamente pensamos y aceptamos que el Decano se suicidó.
– Si estoy aquí, si hice lo que hice y dije lo que dije, se debe solamente a mi convicción de que el Decano se suicidó. Es la última alternativa para quien como yo está convencido de la inocencia del acusado.
– ¿Y una tercera persona? ¿La descarta usted? -Intervino Francisca-. Mi marido, en su declaración, habló de cierto pelirrojo… que él no vio, que sólo vio el Decano, y que bien pudo ser una de sus invenciones.
– Usted y yo estamos convencidos de que el caso es de suicidio, no de asesinato.
– Con ciertas diferencias de matiz, las que me hacen ver la confusión en que todos estamos metidos. Pero existe una importante diferencia: usted ha terminado su intervención, yo no hice más que aplazar la mía. Usted, pese a creer en la inocencia del acusado, ha instruido irreprochablemente un sumario que le sirve de base al Fiscal para su acusación y que a mí me sirve de poco en mi defensa. No le culpo. Usted ha hecho todo lo que el Decano pensaba que haría, usted le ha obedecido sin saberlo, aun creyéndolo culpable. Pero yo, sin comerlo ni beberlo, me encuentro envuelto en cierta maraña… de la que sólo puedo salir de la mano del acusado, libre de toda sospecha. Y esto sólo llegará por caminos extraordinarios. Lo normal sería demostrar la falta de rigor de las pruebas, pero para ello sería necesario que el Tribunal y el Fiscal creyeran en la veracidad del acusado cuando acepta su materialidad y las explica a su modo. Yo le creo, y por eso estoy convencido de su inocencia; pero ellos le creen culpable a priori, y su declaración la escuchan como justificación infantil…
Hizo una pausa, cambió de brazo la toga. El vestíbulo se había ido vaciando.
– Un lío, un verdadero lío armado por una mentalidad retorcida, e interpretado por unas mentes maduras y poco imaginativas, unas mentes que prefieren la apariencia lógica de una cadena de datos…
Se interrumpió. Dio un puñetazo en el aire.
– ¡También esto estaba previsto! Nada de mentalidad infantil, aunque sí retorcida…
Miró alrededor.
– Estamos llamando la atención. ¿Por qué no nos reunimos en un café y continuamos?
Quedaron de acuerdo. El café estaba muy cerca del hotel de Francisca, nada más cruzar la calle. Escogieron una ventana por la que verían llegar al doctor Losada, que se había demorado adrede, con el pretexto de guardar la toga. Le vieron llegar, apresurado bajo la lluvia fina, sin paraguas. Antes de sentarse, sacudió el agua del abrigo, y lo colgó. Se disculpó por la tardanza.
– Me encontré con el Fiscal. Me preguntó que qué me proponía. Le dije sencillamente: ganar tiempo, y me respondió que no estaba para perder el suyo, pero no me trató mal. Hasta me dio unas palmadas.
Se movía con calma. Tardó en pedir un café con leche al camarero que se acercó, en sentarse. Todavía esperó unos minutos antes de ir al grano: lo que se tarda en comentar la lluvia, en probar el café, en encender un pitillo. El Juez parecía impaciente; Francisca no se movió, ni alteró la inexpresividad de su rostro.
– Todo depende de que se crea o no en la sinceridad del acusado. Nosotros tres creemos; los magistrados y, con toda seguridad, el Fiscal, se han dejado llevar por el valor objetivo de las pruebas. Si son tan concluyentes, ¿para qué meterse en un berenjenal de interpretaciones? Sólo una prueba contundente en contra podría ponerlos de nuestra parte; pero, ¿dónde está esa prueba? Yo no la tengo, ni ustedes, ni nadie. Por otra parte, ¿qué clase de prueba puede ser? ¿La aparición del verdadero asesino? ¿Cómo va a aparecer, si no existe? Convénzase usted, Francisca: si su marido no mató al Decano, no lo mató nadie, o, lo que es lo mismo, se suicidó. Es una conclusión racional, si creemos en la sinceridad de su marido; si creemos en su inocencia. Pero eso nos lleva a creer también en que el suicida quiso que alguien pagase por un crimen que no cometió.
– Le dije alguna vez que no veo la razón por la que el Decano quisiera que el acusado fuese mi marido. No hay que pensar en una venganza, porque no había nada de que vengarse.
– ¿Y ese amor que el Decano decía sentir por usted?
– Usted mismo ha demostrado que mentía.
– Que yo lo haya demostrado no quiere decir que no sea cierto. Del mismo modo que para ellos, a nosotros nos sirve de causa o motivo. Si admitimos que el Decano estaba enamorado de usted, todo tiene sentido, todo encaja, ¿se dan ustedes cuenta?
– Pero eso no es cierto. Yo le aseguro a usted…
– Ya sé lo que me va a decir, ya se lo oí otras veces. Y la creo.
El abogado se llevó a los labios la tacilla del café y bebió un sorbo.
Dejó el coche frente a la puerta de la cárcel, sacó la maleta.
Con ella cargada, entró en el edificio y durante un rato se entregó a la operación, ya casi rutinaria, de cambiar la maleta nueva por la otra, nueva también, pero con la ropa sucia y los envases vacíos de la comida enlatada. Un funcionario inspeccionó, maquinal, el contenido de la maleta que acababa de entregar: ropa limpia, comida enlatada. “Está bien, señora. Hasta otro día.” “Hasta luego -respondió ella- hoy tengo comunicación”. “No se retrase, entonces. Ya sabe que luego hay mucha cola.” “No se preocupe. Vendrá conmigo el abogado.” El funcionario consultó unos papeles.
“Sí. A las once en punto”. Francisca era discreta en materia de propinas: ni ella parecía enterarse, ni el propinado. Salió de la cárcel, metió en el coche la maleta, condujo hasta el camino y de allí hasta cerca de la torre, que quedaba encima, batida por el viento; dejó el coche en lugar abrigado, y se acercó al parapeto, donde quedó debruzada. Casi a sus pies rugía la mar, y en las costas lejanas una rompiente blanca marcaba los contornos; también en el medio de aquel enorme espacio saltaba el agua en espuma, quizá una peña. Las anchas ondas venían de lejos, se estrellaban en el acantilado, o seguían hasta las playas remotas. Hacia la derecha, un poco de luz alteraba el gris azulado de la mar, de los cielos. Francisca se dejó llevar por la contemplación. No pensaba. Cerca de ella, una pareja de gaviotas volaba alto, rozaba la superficie de la mar en rápida caída, volvía a subir chillando.
A su lado se acodó el doctor Losada. Había llegado, silenciosamente desde su coche, aparcado allí cerca, también al abrigo.
Francisca se volvió hacia él, no todo el cuerpo, sólo la cara. El doctor Losada venía metido en una gabardina de corte militar; llevaba boina en vez de sombrero: la dejó sobre las piedras del parapeto, pulidas por el tiempo, por el agua, por el viento. A su lado dejó un paraguas plegado.
– ¿Cómo ha venido usted tan pronto? No le esperaba aún.
– Pensé que el tiempo nos haría falta. No es tan temprano como usted cree. Mirar la mar como usted la miraba hace perder la noción de cualquier otra realidad.
– Mi mar no es así. Es más abarcable, más humana; pero cuando se enfurece, también es grandiosa…
– A veces, hasta se humaniza, y sonríe.
El viento empujó la boina hasta el borde del parapeto: la mano rápida del doctor Losada la atrapó antes de que volase, y le puso encima el paraguas. Ella había adelantado la suya, aunque a destiempo.
– Si vamos a hablar convendrá hacerlo dentro de un coche, el suyo o el mío. Propongo el más grande, por razones de espacio.
– ¿Y por qué no aquí?
– Aquí hace mucho viento, tenemos que gritar para oírnos.
– Vamos al coche de usted.
Entraron en él. Quedaba justo detrás del de Francisca, pegado a la misma pared de piedra.
– Aquí dentro, el viento es como una música que pasa. Nos oímos perfectamente, sin necesidad de gritar.
– Y, usted, ¿qué espera que le diga?
– Que el Decano estaba enamorado de usted.
– No era eso, exactamente. Me perseguía, eso sí, que no es lo mismo. Hace mucho tiempo, desde que me casé con Enrique. Una persecución tenaz, más de actos que de palabras. Actos cuyo significado yo sabía, que para otros podían pasar por inocuos. Por ejemplo, esos bombones que me envió por mi marido, el día mismo de su muerte.
– ¿Los recibió usted como una despedida?
– No. No podía sospechar que aquella noche misma…
Miraba hacia la mar a través del parabrisas. Volvió la cabeza violentamente.
– Miento. Aquella noche, no. Aquella noche creí que mi marido… aquella noche y parte del día siguiente. Fue la convicción del Juez la que me devolvió la mía propia.
– Su marido, ¿estaba enterado?
– Yo no se lo dije jamás, pero él lo adivinó. Recientemente. Pero no le guardaba rencor. Él lo explicaba, con otras cosas, como extravíos del genio. Fíjese bien: he dicho “con otras cosas”, nunca ésa precisamente. Era algo de lo que hablábamos sin mencionarlo, un sistema de referencias complicado.
El doctor Losada se rió.
– ¿De qué se ríe?
– De su manera de hablar, tan culta. “Un sistema de referencias complicado.” ¿Se da cuenta?
– No. Es mi manera de hablar.
– Yo entiendo lo que quiere decir. Continúe.
– Por unas horas creí que había sido mi marido. Por unas horas. Cuando presté declaración, ya no lo creía. No puede acusarme de perjurio.
– No pienso hacerlo. Tenga en cuenta que esta conversación sólo tiene valor personal. Ni siquiera la escucha el abogado de su marido, aunque al doctor Losada no le vendría mal saber ciertas cosas.
– ¿Más de las que sabe? De mi marido no puede esperar nada que enturbie la figura de su admirado maestro.
– ¿Y esas cosas de que ustedes hablaban?
– Confidencias matrimoniales que yo le he desvelado, pero no para que las use.
– Entiendo.
Hubo una pausa. Ella miraba a la mar, él la miraba a ella.
– ¿Vamos hacia la cárcel? Va siendo la hora.
– Cuando usted quiera. Yo iré delante.
Francisca salió del coche y entró en el suyo. Lo puso en marcha. El coche del abogado Losada iba detrás.
Se habían reunido en el despacho del Presidente de la Sala.
Estaba el Tribunal completo; estaban el Fiscal y el Defensor; estaba un Notario de la ciudad, que había llegado el primero. Encima de la mesa, aislado, inquietante, un paquete postal de tamaño folio. Todos miraban al paquete. El Notario dijo:
– Puesto que estamos todos, podemos, si a ustedes les parece… -consultó su reloj-. Precisamente, dentro de media hora, tengo citada en mi despacho a una señora soltera, y digo señora por la edad, que quiere cambiar el testamento. Mucho me temo que sea el primero de una serie de cambios, pero esto no altera la hora de la cita.
El Presidente del Tribunal le ofreció una plegadera.
– ¿Le basta este chisme?
– Preferiría unas tijeras.
El Presidente rebuscó en un cajón.
– Tome.
Con las tijeras en una mano, el Notario cogió el paquete y lo sopesó en el aire.
– Esto no contiene más que papel -dijo.
– No esperábamos que contuviera otra cosa -le respondió el Abogado; y a la vista de los rostros serios, se mordió los labios.
El Notario había comenzado por cortar la cuerdecilla roja que ataba el paquete; luego, con la plegadera, comenzó a abrirlo por los bordes. El contenido venía metido en un sobre, firmado por el Decano y lacrado. El Notario advirtió en voz alta de estas circunstancias. Cuando todos se dieron por enterados, abrió el sobre con la plegadera y metió la mano solemnemente. Sacó un nuevo paquete, envuelto en papel más liviano. Al Abogado se le escapó decir: “Es como una caja china”, y el Presidente del Tribunal le miró severamente. El Notario había ya roto el envoltorio del último paquete, y sacó un fajo de papeles, del mismo tamaño, ordenados. Bien agarrados, los blandió.
– Vean ustedes…
Los dejó encima de la mesa. El Presidente del Tribunal fue el primero en hojearlos.
– Pero…, esto son…
Miró a la concurrencia, mientras con un dedo enérgico y un tanto retórico señalaba los papeles extraídos del paquete.
– Vea usted, señor Notario, el primero. Vean también ustedes, señores.
– Atestiguo que son recortes de periódicos -cogió el fajo y lo hojeó-. Recortes cualesquiera, cuidadosamente cortados, eso sí, pero sin relación entre ellos. Periódicos de Madrid y regionales, incluso locales. Pueden ustedes examinarlos.
Ofrecía el mazo. Cuatro manos tendidas, cuatro manos que se retiraron cada una con su poquito de recortes, cuatro manos que volvieron al aire, con sus folios, y los devolvieron al montón…
– Pero, ¿no hay una sola hoja escrita, al menos una?
– Véalo usted, señor Presidente, véalo usted mismo. No hay más que papeles de periódicos, sin una sola palabra escrita, sin numerar. Y los recortes, como ya dije no guardan relación entre sí.
El Presidente dijo con voz seca:
– Señor Notario, haga usted sus diligencias y que se devuelvan estos papeles al lugar de origen. Enviaré al Secretario para que levante acta, y que se una a la causa… o…
Se detuvo, devolvió los papeles a la mesa y salió: la puerta no hizo ruido al cerrarse.
El Notario había empezado a escribir. Llegó el Secretario, silencioso. El Fiscal dijo en voz baja al doctor Losada:
– ¿Le parece que nos veamos luego? Podríamos tomar café juntos.
– Dígame el lugar y la hora.
– Después de comer, como a las cuatro. Y el lugar…
Pareció pensarlo, vacilar…
– Un lugar no muy conocido, donde podamos estar a solas. ¿Qué le parece el Casino?
– ¿El Casino? ¿A ésa hora?
– Hay rincones silenciosos y recatados. Espéreme en el bar…
Llegaban voces lejanas, y el ruido del bar. El ancho ventanal se abría a una calle muy transitada. Más allá, los jardines.
– Acerque su sillón al mío… Así. Dejé encargado café para los dos. ¿Quiere usted alguna copa?
El doctor Losada dijo que no con la cabeza, y añadió:
– Ya he tomado un sorbo de ron.
– Pues yo acostumbro a tomar coñac. He pedido una copa para mí. Era por si usted quería acompañarme…
Se acercaba el camarero con la bandeja. Acomodó el pedido en la mesita baja, el coñac delante del Fiscal.
– ¿Quiere usted traerle al señor una copa de ron? La misma marca que tomó en la barra.
– Sí, señor Fiscal.
Volvió pronto el camarero, y dejó el ron delante del doctor Losada; un ron oscuro… Cuando el camarero estuvo lejos, dijo el Fiscal:
– El Presidente estaba hecho una furia. Echaba chispas contra usted. Habló del tiempo perdido, ¡quince días nada menos! ¡Total para nada!
– ¿Para nada? ¿Es que no tiene imaginación?
– En la Audiencia, querido amigo, la imaginación está de más. Lo que hacen falta son razones…
– En este caso, con la razón no iremos a ninguna parte. Es decir, la razón nos llevará a donde estamos: la condena de un inocente.
– ¿Está usted tan seguro?
– Lo estaba ya. Ahora lo estoy más. Y espero que usted haya cambiado también.
– Explíquese.
– ¿Necesita explicación? ¿No es ya evidente?
– La evidencia no la veo por ninguna parte.
– ¿Qué esperaba usted de esos papeles?
– La pregunta debería hacerla yo. Usted fue el que los sacó a colación… debería decir de quicio.
– Yo no esperaba nada concreto, más bien lo esperaba todo… o casi todo. Lo que se encerraba en el paquete no me ha sorprendido. Figuraba entre las posibilidades calculadas, precisamente entre las más lógicas.
– ¿No esperaba usted una confesión del Decano?
– No, en absoluto.
– Yo, sí. También sería lógica: una confesión al cabo de veinte años, cuando ya nada tenía remedio…
– Cuando veinte años de presidio habrían destrozado la mente del acusado… en el caso de que hubiera sobrevivido. Que esta es otra: el acusado no resistirá la condena arriba de un par de años. A pesar de los cuidados que su mujer pueda proporcionarle ahora, ha decaído bastante. Usted lo vio el otro día, pero yo lo sé además por mis visitas a la cárcel y por el médico. El acusado es un hombre débil, toda su fuerza se le va por la cabeza…
El Fiscal había tomado el café, y ahora tomaba el coñac a sorbitos. Había encendido un puro pequeño y fino, alternaba la chupada del puro con los sorbos de coñac.
– Según todos los barruntos, tendremos que deplorar la muerte de esa cabeza pensante pasado cierto tiempo. Yo tendré que repetir mi acusación, y mucho me temo que usted no convenza a la sala… hoy predispuesta ya contra usted.
– Lo que yo esperaba de esta entrevista era convencerlo a usted. Lo espero todavía.
– ¿Cómo? ¿Con un montón de recortes de periódico?
– Un montón de recortes que no significan nada… o lo significan todo. Depende de cómo se los mire.
– ¿Y usted espera que los mire como usted?
– Al menos, de manera parecida.
El doctor Losada no había probado el ron. Alargó la mano para tomar la copa, y el Fiscal pudo ver, en el puño de la camisa, un gemelo de oro, sencillo de dibujo. “Éste es un señorito, pensó: un señorito que ha leído mucho, pero que carece de la menor práctica forense.” Se dispuso a escucharlo, con la ayuda del coñac, con la ayuda del cigarro, quizá también con la ayuda de un remoto sueño que se insinuaba, allá lejos. El doctor Losada había bebido de un trago media copa de ron. Sacó un pañuelo impecable y se limpió los morros.
– ¿Admite usted que, a primera vista, todo aparece confuso? Teniendo en cuenta, por supuesto, la declaración del fraile.
– Admito, al menos, que sólo teniendo en cuenta la declaración del fraile, todo aparece confuso. Si prescindimos de ella…
– Pero, ¿podemos prescindir de ella? ¿Podemos honradamente hacerlo?
– El Comisario de policía estableció un sistema racional sin tener en cuenta la declaración del fraile.
– De ahí se derivan todos los errores que venimos padeciendo. La declaración del fraile no es ociosa, sino todo lo contrario. Yo la considero fundamental. Yo encuentro en ella los puntos de apoyo de mi razonamiento.
– La declaración del fraile se refiere a palabras. El razonamiento del Comisario se apoya en hechos.
– ¿Da usted a los hechos mayor jerarquía que a las palabras?
– Cuando existen hechos y palabras, sí.
– Detrás de las palabras del fraile podemos ver hechos, tan significativos como los otros, aunque distintos, ¡ya lo creo!, completamente distintos.
– Veámoslos.
– Y no por orden. Por ejemplo, ¿cómo puede un hombre, que dice temer ser asesinado, aceptar tranquilamente la muerte, sin la menor rebeldía? ¿No lo encuentra usted extraño? Un hombre que teme ser asesinado se revuelve contra la idea misma, no la acepta con mansedumbre, como hecho inevitable, como si se tratara del día sucediendo a la noche. Sin embargo, es un hecho que el Decano se condujo como quien está seguro de su muerte. Nunca se puede estar tan seguro, ni aun en caso de suicidio, pero es indudable que la mayor seguridad sobreviene en el caso de que sea uno mismo el que proyecta su propia muerte. El Decano tenía esa seguridad. Si abandonamos un momento la declaración del fraile y examinamos la de mi defendido, ¿no le sorprende el hecho de que el Decano haya cenado una ración doble de lamprea? Una ración doble es difícil de digerir incluso para un muchacho, cuanto más para un cuarentón como era el Decano. Pidió una ración doble de lamprea porque no tenía miedo a su digestión, porque se sabía muerto a la hora de digerirla. Igual sucede con todos los excesos de aquella noche. La autopsia habla de una cantidad de alcohol, whisky creo, ingerida también, una cantidad capaz de emborrachar a cualquiera. ¡El Decano borracho! Ni aun a la hora de acostarse, ni aun a solas. Y, sin embargo, aquella noche…
– ¿Adonde intenta usted llevarme? -le interrumpió el Fiscal.
– No lo sé. Mi razonamiento no busca un fin premeditado. Razono en voz alta y le hago a usted testigo. ¿Dónde estábamos? No lo sé. Me ha hecho usted perder el hilo, pero no importa, porque hay muchos otros puntos de partida. Podemos, por ejemplo, examinar el hecho por el que estamos aquí reunidos: ese montón de recortes de periódico que hemos hallado. No hay duda de que este descubrimiento, este examen, no había sido tenido en cuenta por el autor de los hechos. No habría resistido a la tentación de añadir un escrito, cualquier cosa, que nos hubiera despistado aún más. Pero él no contó con que sus recortes fueran descubiertos antes de tiempo. ¿Qué podría añadir a un proceso cerrado, acaso por la muerte, una declaración póstuma? ¿La rehabilitación de mi defendido? Para él, carece de sentido. Para su mujer… un consuelo póstumo, muchos años pasados… ¿Un consuelo, y no una rabia? ¿Es usted capaz de imaginar el estado de ánimo de esta mujer, que recibe de viuda la rehabilitación de un hombre que no puede resucitar? Y aunque supongamos, que ya es mucho suponer, que mi defendido viviera todavía, ¿cuál sería su situación? Desde luego, perdido como historiador y como hombre, el presidio nos devolvería una piltrafa sin otro porvenir que rumiar su amargura, en el mejor de los casos curarla, ayudado por su mujer…
– Entonces, usted supone que el Decano montó toda esta máquina complicada y confusa sólo para aniquilar intelectualmente al acusado.
– Es una conclusión válida.
– ¿Y el suicidio? ¿Cómo explica usted el suicidio?, ¿no le dice nada el que tanto el acusado como su mujer no crean en suicidio alguno?
– Nunca he conocido de cerca a un suicida, y menos en un caso como éste, en que el suicidio carece de motivos, al menos aparentes. Por más vueltas que le doy…
El Fiscal sacudió la ceniza del puro, dio una chupada a lo que quedaba de él, dejó la colilla en el cenicero.
– ¿Qué es para mí el Decano? Poco más que un nombre. Digamos, unos datos en un proceso, muchas palabras sobre él, ninguna palabra de él, al menos directa, fidedigna. ¿Se da usted cuenta de que la hipótesis del suicidio tropieza con ese escollo? ¿Por qué iba a suicidarse el Decano? Era un hombre joven, triunfante. Ni siquiera padecía, que se sepa, de una enfermedad incurable…
– Que se sepa, usted lo dice. Pero no se sabe. La autopsia no dice nada al respecto: no se ha encontrado en su cuerpo ni siquiera el germen de un tumor… ¿Y motivos de otra clase? Psicológicos, por ejemplo.
– ¡Si nos metemos en psicologías, no saldremos jamás del barullo!
– Sin embargo, es el único camino que nos queda. Un camino con muchas bifurcaciones, eso lo reconozco. ¡Ah, si fuera un camino único y claro…!
– ¿Y usted pretende que le acompañemos por él? Quiero decir, los magistrados de la sala y yo…
– De momento, sólo usted. Ellos están lo bastante indignados contra mí como para no acompañarme de buen grado… Pero, usted… Usted parece distinto. Usted me ha invitado a este encuentro, y me ha dejado hablar.
– ¿Y no acabaré arrepentido?
– Cabe dentro de lo posible, pero eso sólo sucederá si le aburro. En mi mano está el no hacerlo.
Había terminado el café, había terminado el ron; con la copa en la mano, miró al Fiscal. Éste sonrió y encargó al camarero otra copa de ron. Apenas tardó en traerla.
– Tengo entendido que existen suicidas natos, gente que no concibe otra manera de morir que la traída por su mano y que se matan con el menor pretexto o a la menor ocasión, a veces ya de viejos, después de una larga vida escapando a la muerte que puede sobrevenirles por una enfermedad o por un accidente. Yo no sé si el Decano pertenecía a esta clase de hombres, no le conocí, no le vi jamás, no pude, por tanto, ver si era uno de esos hombres que llevan la muerte prendida en las pupilas. En cualquier caso me resultaría difícil explicar cómo, un hombre así, quiso endilgar su muerte a otro. Difícil dije, no imposible, aunque el razonamiento me saliese algo retorcido, inverosímil para quienes sólo ven lo verosímil en lo claro, en lo rectilíneo. Por lo que vamos viendo, sin embargo, el Decano era bastante complicado. Veamos el otro caso, el del que llamaríamos suicida ocasional. Según todos los barruntos, el Decano perteneció a esta clase. El suicidio era una de las muchas cosas que no figuraban en su programa de vida… hasta que se le apareció en el camino como única salida. ¿Única salida de qué? De su fracaso personal. Hemos quedado en que era incapaz de cualquier pensamiento especulativo, y, si nos cabía alguna duda, ese montón de periódicos lo muestra. Esos recortes hubieran sido durante años la amenaza. ¡Ah, el día en que se publiquen mis papeles!, venía a decir ese montón de recortes guardados en la Academia de la Historia, guardados durante años. Pero nosotros sabemos ya lo que contiene el famoso paquete, la inanidad de la amenaza. Pero dejemos esos papeles, quizás sólo de momento. A lo mejor volvemos a ellos. Ahora quiero llamar la atención de usted sobre un hecho, atestiguado de diferentes maneras por la declaración de un estudiante y por la de mi defendido. El estudiante declara que el Decano, de repente, dejó de contar la Historia en sus hechos y comenzó a explicar novelas históricas, comenzando por “Tutankamen en Creta”. Mi defendido, por su parte, declara que el Decano, la noche de autos, le confesó su decisión de dedicarse en lo sucesivo a la novela histórica como medio de penetrar más profundamente en la realidad del pasado. Bueno, no sé si son éstas exactamente sus palabras o algo equivalente. A mí lo que me importa es el hecho que enmascaran, pero me gustaría que fuese usted el que pronunciase la palabra exacta.
– ¿Juego? ¿Es esa palabra la que espera?
– No. Yo esperaba otra. Yo esperaba la palabra fracaso.
– ¿Por qué? Yo no la encuentro tan exacta. Más aún, a mí no me dice nada. ¿A qué llama usted fracaso? ¿A que el Decano se pasase el resto de su vida académica explicando novelas históricas? Sería, incluso, original. Yo conozco a un cierto número de catedráticos que no hacen ni siquiera eso. En mi universidad, durante mi licenciatura en Derecho, tuve un profesor de Economía política, hombre por otra parte de gran prestancia personal, rector de la universidad, muy elegante en los desfiles, que nos leía unos apuntes escritos a máquina y recordados por varias generaciones de estudiantes. No creo que se tuviese por fracasado. Tampoco se consideran tales los muchos rutinarios que tanto usted como yo podríamos citar. Repetirse un año y otro está entre lo aceptado, entre lo usual y corriente. Y el Decano parecía hombre ingenioso como para hacer lo que los demás, pero con más disimulo. Por lo pronto, existen novelas históricas suficientes como para entretener unos años de docencia.
Sobrevino un silencio. Tanto el Fiscal como el Defensor lo llenaron con sorbitos de sus copas.
Después, se miraron y rieron, pero no demasiado.
– Sin embargo, usted se tiene por un buen abogado, como yo me tengo por un buen Fiscal. Hay una enseñanza que prepara técnicos, y a éstos les da igual que se repita el profesor cada año, pues de una manera u otra le dice al alumno cosas que tiene que saber.
– Sí, pero el Decano no aspiraba a formar esa clase de alumnos. Para él, el modelo era… su presunto asesino, y a ése hace tiempo que no tenía nada que enseñarle.
– ¿Ni siquiera explicar la Historia por las novelas?
– Me temo que mi defendido se las sabe de memoria. Claro está que hablo por conjeturas, pero no creo equivocarme.
– Usted está muy seguro de sí mismo, ¿verdad?
– Sólo en el asunto que nos atañe, y aun eso no del todo.
– ¿Por qué, entonces, intenta convencerme de que mi dictamen es erróneo?
– Porque de eso sí que estoy seguro. Quizá sea mi única certeza.
– Hasta ahora, no me ha convencido.
– Ni lo intento. Es decir… lo intento por otra vía. Repitiendo ante usted mi propio razonamiento, con todas sus dudas y altibajos.
El Fiscal sorbió otro traguito de su copa. Luego dijo: -Prosiga.
– ¿Cómo quiere que lo haga, si no sé adonde había llegado? Acaso usted lo recuerde.
– Más o menos, andaba usted por otra clase de suicidas.
– Pura teoría. Le aseguro que es la primera vez que me veo obligado a pensar en ese tema. Pero, a veces, la teoría y la realidad coinciden. En este caso, por ejemplo…
Se detuvo. El Fiscal le miraba, expectante.
– O sin ejemplo. Estábamos hablando del Decano. Que si su estro se había apagado, que si no se sentía capaz de arrostrar, o de arrastrar, como usted prefiera, la vida del profesor rutinario… Hay, sin duda, un proceso psicológico que yo no soy capaz de imaginar, pero a cuyo final aparece la idea del suicidio. Con tiempo, tomado muy de lejos, calculado. Esto es fácil de deducir por la fecha de la adquisición del veneno, que podemos situar a finales del curso pasado. Hubo tiempo, mucho tiempo, para estudiar los detalles, para prepararlos.
El Fiscal le interrumpió:
– Esa hipótesis es aceptable, pero no explica por qué el Decano escogió como víctima a su amigo, a su discípulo brillante, a quien podía exhibir como su único triunfo visible. Tengo entendido que había unas oposiciones próximas, en las cuales el profesor auxiliar saldría catedrático. Un triunfo personal, sí, pero también de su maestro. Su maestro era el Decano. ¿Tiene usted una explicación de todo esto?
– No, por supuesto, ni creo que pueda hallarse, salvo una serie de conjeturas, buenas para una novela, pero no para convencerle a usted.
– ¿Es que usted intenta convencerme? ¿De qué?
– Ni yo mismo lo sé, pero supongamos que, con esta conversación, intento llevar a su ánimo la idea de que el aparente razonamiento irrefutable en que usted se basa, y que es el mismo en que se basa la denuncia del Comisario de policía, pierde todo valor en el momento en que se acepte como válida una sola de las declaraciones de mi defendido.
– ¿Como cuál?
– Pongamos la más difícil de aceptar, la compra del veneno.
El Fiscal se echó atrás en el sillón, sorbió de su copa el fondo que quedaba, sacó la pitillera, ofreció un cigarrillo. El abogado Losada lo aceptó, lo lió, lo encendió sin ofrecer de su fuego al Fiscal, que ya encendía el suyo.
– Es indudable que lo compró su defendido.
– Sí, pero, ¿para qué? Para que el Decano pudiese matar una fantástica rata de la que no volvió a hablarse, un veneno guardado en algún escondrijo durante todo el verano, porque se pensaba en utilizarlo más tarde.
– ¿Y usted cree que eso es sostenible?
– Ni más ni menos que la tesis oficial, la que usted hizo suya, porque, según ésta, el veneno fue guardado por mi defendido durante el mismo tiempo, en algún escondrijo, para usarlo llegado el momento. Lo cual basta para que el homicidio se convierta en asesinato, con larga premeditación. Todo un verano por medio, el final del curso pasado, el principio de este curso… Yo pienso que el Decano tuvo más oportunidades de esconder el veneno que mi defendido. No olvide que el Decano era soltero.
– Sí, pero vivía en un Colegio Mayor, donde las criadas que hacen la limpieza son por lo menos tan curiosas como una esposa legítima.
El abogado Losada no respondió, pero sonrió.
– Hablo por experiencia -concluyó el Fiscal y entonces el abogado rió francamente.
– Yo carezco de ella: soy soltero.
– Es una suerte que cualquier día tirará usted por la borda.
– Todavía no, aunque no le niego que pueda pasar. No olvide que soltero quiere decir solitario. Que es lo que era el Decano: un solitario, pero entrado en años. ¿Los cuarenta y tantos? Por esas kalendas andaba, y se me ocurre que es una mala situación… Vea usted por ejemplo: nos hemos deshecho demasiado rápidamente de la idea de que el Decano estuviese enamorado de Francisca. Para ser exacto y justo, soy yo mismo quien eliminó esa idea, pero eso no impide que, en privado, entre usted y yo, no vuelva a ella. ¿Será la única verdad dicha por el Decano? Usted sonríe, porque piensa que a Francisca no la puede amar más que un bicho raro, como su marido. Es una idea ligera sobre la que conviene volver o tenerla a la vista. Es fea, tiene mala figura, de acuerdo. Pero, ¿se ha fijado usted en sus ojos? Quizás sólo en que son penetrantes e implacables, pero, además, son bellos, de una belleza poco convencional, de acuerdo. Basta para que un hombre se enamore de ella, aunque ella misma no lo crea ni lo espere. ¿Por qué no ha de ser el Decano ese hombre? Si lo admitimos, hágame usted gracia de toda la motivación de celos. Hubiera sido más lógico deshacerse del marido, también de acuerdo, pero hay gente que prefiere suicidarse a cometer un homicidio, o un asesinato, que sería en este caso. Al Decano le bastó la satisfacción de pensar que, con un poco de suerte, su rival pasaría veinte o más años en la trena. Pero no descartó que su rival quedase en libertad, ¿qué se yo?, porque las pruebas contra él se juzgasen insuficientes, o porque un abogado ilustre lograba sacarlo libre… Todo eso lo tuvo en cuenta, y ahí viene ese depósito de recortes de papeles que tanto ha irritado a los señores magistrados. No es ninguna estupidez. ¿Imagina usted la angustia de mi defendido, trabajando durante veinte años con la amenaza a plazo fijo de una losa que lo aplastaría, de ese pensamiento del Decano en que se resumía… lo que no fue capaz de pensar?
– Lo cual sucederá inevitablemente si su defendido sale libre. No olvide nuestro compromiso, nuestro juramento de secreto acerca del contenido de ese paquete que acabamos de ver y que en poco tiempo se hallará otra vez en el archivo de la Academia de la Historia, amenazante.
– Ese riesgo no hay quién se lo evite a nuestro pobre amigo.
– ¿Nuestro? ¿Por qué dice nuestro?
– Mío, desde luego, aunque poco haya hablado con él… De usted… ¿no se siente ya un poco amigo?
El Fiscal no contestó. Echó una larga bocanada de humo que le cubrió el rostro un instante…
Había poca gente en la sala.
El Rector había enviado, si no como representante, como espía, al bedel de más galones en la bocamanga, y allí estaba, en un rincón, con la gorra encima del pupitre, como un letrado. De éstos había tres o cuatro, prontos para ver y dar posterior testimonio de cómo un colega joven e inexperto se retiraba con el rabo entre las piernas.
El Fiscal y el Defensor ocupaban sus lugares del estrado; el Defensor traía puesto el birrete, esta vez sin la borla de doctor. Una voz cansada, con carraspeos matutinos, anunció la llegada del Tribunal. La gente se puso en pie. Entraron los Magistrados, se sentaron por su orden. El Presidente agitó una campanilla: “Se abre la sesión. Continúa la causa contra don Fulano de Tal, acusado de asesinato. El Señor Fiscal tiene la palabra, a petición propia”, dijo el Presidente con voz seria, un poco abstracta.
– Con la venia de la sala -dijo el Fiscal.
Dispuesta a escuchar, Francisca, en segunda fila, no se movió, pero miró al Defensor. Éste parecía atareado con unos papeles.
– Comienzo dando gracias al Tribunal por haber concedido la moratoria que en su día solicitó, en esta misma sala y en el curso de esta causa, mi ilustre colega, el señor Defensor, no porque el examen solicitado de ciertos documentos haya servido para esclarecer algún punto concreto de la causa, sino porque pude disfrutar de un tiempo inesperado para releerla y meditarla.
Fue aquí cuando el Defensor miró a Francisca, cuando le hizo una señal que lo mismo podía ser de duda que de desaliento, y que ella interpretó como de duda, le miró y él respiró profundamente.
– Posiblemente llegará un tiempo en que los sumarios se entreguen al criterio de máquinas perfectísimas de cuya objetividad implacable dependan las acusaciones y los veredictos. Ese día se habrá retirado de cualquier proceso judicial toda posibilidad de que factores humanos, demasiado humanos, tuerzan la justicia de las acusaciones y, como resultado de ellas, se llegue a la realidad, profesionalmente repudiable y de consecuencias espantosas, que llamamos error judicial… Reconozco ante este público y este Tribunal que yo estuve a punto de incurrir en uno de ellos.
Hizo una pausa. Francisca y el Defensor volvieron a mirarse: el abogado Losada parecía perplejo.
– Pronto se levantará el secreto del sumario -continuó el Fiscal- y entonces quien lo lea podrá hallar en él un sistema de acusaciones perfectamente lógico, irreprochable tras cuya lectura cualquiera sin más que su leal saber y entender atribuiría al acusado la comisión del delito.
Hizo una pausa bastante teatral; miró al Defensor. Después, su mirada buscó en la sala a la mujer del acusado, y le sonrió, pero, en aquel momento, Francisca estaba entretenida con la corbata de su marido. Una de seda azul, con lunares, que ella misma le había regalado.
– Mi saber y mi entender son superiores a los de ese hombre hipotético al que acabo de referirme, por eso estoy aquí, pero mi lealtad no es relativa, ni depende de la cuantía de mi saber y de mi entender: mi lealtad es absoluta, y su objeto es la Justicia. Esa lealtad es la última razón de este discurso insólito en la persona de un Fiscal, cuya razón de ser es la de acusar, y no la de rectificar una acusación, que es lo que mueve mis palabras y la razón de su insolitez.
Los miembros del Tribunal cuchichearon, pero no dieron muestras de sorpresa. El abogado defensor había bajado la cabeza; Francisca parecía ahora pendiente de las palabras del Fiscal.
– No tengo inconveniente en describir ante esta Sala mi perplejidad y sus razones. Yo he releído el sumario completo, y lo he estudiado. A lo largo de este estudio se me planteó, como una inspiración, como una ocurrencia irracional, esta pregunta: ¿Y si el Acusado no hubiera mentido? Porque partíamos todos de que sus respuestas a las preguntas de la Policía, del Juez que instruyó el sumario, a las mías propias, eran, no sólo falsas, sino ingenuamente falsas. Es muy posible que la razón de esa pregunta que hice resida en esa palabra, ingenuidad. ¿Puede haber algo que sea ingenuamente falso? No responderé ahora esta cuestión, que excede mi propio tema. En aquel momento, mi respuesta fue negativa: las respuestas del Acusado, o eran ingenuas o eran falsas, no ambas cosas a la vez. Pero su ingenuidad saltaba a la vista, y muy pronto les cambié el adjetivo por otro más apropiado, el de sinceras. Si eran sinceras, ¿por qué no examinarlas con más cuidado? Fue lo que hice, y entonces descubrí que cualquiera de ellas que tomase como verdadera, destruía el razonamiento inconmovible, lógico, en que se apoyaban mis primeras conclusiones.
Una nueva pausa, brevísima; duró lo que la mirada de Francisca al abogado defensor.
– Sea éste el ejemplo: las pesquisas policiales, intachables, descubren en el barro unas huellas que, más tarde, se demuestra que pertenecen a los zapatos del Acusado. Éste no lo niega, pero da una explicación que puede ser satisfactoria. Lo mismo sucede con la más grave de las acusaciones: el acusado admite haber comprado el veneno, pero por encargo precisamente de la víctima. Ésta no puede atestiguarlo, es cierto. Pero, ¿por qué hemos de deplorar la ausencia de su testimonio, si el del Acusado tiene el mismo valor? Yo no digo que el sistema racional en que se basaba mi acusación sea falso; digo solamente que el sistema contrario, es decir, la declaración del Acusado, puede ser verdadero. ¿Por cuál de los dos inclinarme? El uno me solicita por su rigor; el otro, por su sinceridad. Ambos pueden también ser falsos, y en ese caso… Yo no soy el llamado a declarar la inocencia del acusado, pero retiro mis cargos contra él por falta de fe en las pruebas que podría aducir. No sé si el difunto, al que todos hemos llamado el Decano, fue asesinado o no. Los indicios no son suficientes para probarlo, o, al menos, a mí no me lo parecen. Esto es cuanto tenía que decir.
El Tribunal ofreció la palabra al abogado Defensor, pero éste se limitó a agradecer la oferta.
Francisca había cambiado de sitio: hablaba con su marido por encima del bicornio de un Guardia Civil.
Llovía, y la cuesta se hacía larga. El pequeño balilla sacaba toda la fuerza de su motor para subirla. Habían pasado Carral, embarrada: ahora sorteaban los baches y seguían ascendiendo. El limpiaparabrisas era una buena invención.
Francisca solicitó un pitillo.
– Enciéndemelo tú, -dijo a su marido; y éste encendió dos. Era el tercero que fumaba desde la salida de La Coruña. Pasó uno de ellos a Francisca; ella lo tomó con la mano derecha, lo llevó a los labios y ya no lo soltó. El agua pegaba fuerte en el metal de la carrocería y hacía un ruido graneado y monótono. El interior del coche se llenó pronto de humo-. Abre tú una rendija. La lluvia viene de mi lado.
Él obedeció.
Pasaron otro rato en silencio.
El coche, a veces, se paraba, y Francisca tenía que cambiar de marcha. No hablaron hasta remontar la cuesta.
– Si quieres, podemos tomar algo. Por ahí debe de haber un bar -dijo él, y señaló un grupo de casas que aparecía a la derecha.
– No, ya haremos nuestro té de costumbre. Si no calculo mal, llegaremos a la hora, a nuestra hora.
Llovía menos. Francisca cambió de marcha y arrojó al camino mojado la colilla, apagada hacía ya rato.
Miró al camino, desierto, por la ventanilla trasera. El cigarrillo de él había durado un poco más. Al agotarse, arrojó también la colilla.
– Y, durante este tiempo, ¿qué hacías a la hora de nuestro té?
– Sentarme en mi sitio de costumbre, tomar el té sorbito a sorbito y esperarte. Nunca dudé de que volverías.
– Gracias a ti.
– Gracias a ese abogado sin experiencia que me recomendó nuestra criada, cuando “el no” de los más famosos defensores me tenía desesperada.
– ¿Llegaste a estarlo?
– Llegué a creer que tú lo habías hecho, a pesar del Juez, a pesar de mi más íntima convicción -se volvió a su marido sin mover las manos del volante-. Cuanto más lo pensaba, más lógico me parecía que tú lo hubieras matado, precisamente para evitarme a mí que lo matase. Se me pasó muchas veces por la cabeza, como pasan otras ideas irrealizables. En fin, que no lo hubiera hecho.
– Yo, sí.
– ¿Tú? ¿Porqué?
– Por los mismos motivos. Si no lo hice, fue por no atreverme, no por lo que pudiera pasarme a mí, sino a ti. Pero lo habría hecho de otra manera, aunque no sé cuál. Muchas veces lo pensé, en la soledad de la cárcel. Allí, entre cuatro paredes, se me disparaba la imaginación. Después de muerto el Decano, proyectaba su muerte a mis manos, una muerte más inteligente, que la policía no hubiera sido capaz de descubrir. Aprendí mucho en la cárcel, interrogatorio tras interrogatorio. Lo de los policías es una rutina, tiene un truco que se descubre pronto. Un hombre inteligente puede engañarlos. Jamás se me hubiera ocurrido recurrir al veneno, ¡con lo fácil que era!
– Ahora ya sabemos que usar el veneno califica la muerte de asesinato.
– ¿Qué más me daba a mí, asesinato u homicidio? A lo que yo daba vueltas era a deshacerme del Decano para que te dejase en paz. ¿Quién lo habrá hecho?
– Nuestro abogado dice que fue un suicidio. Está moralmente persuadido, aunque no tenga pruebas.
– No le creo hombre de suicidarse. ¿Y tú?
– Pasan cosas raras. Hubo un tiempo en que no lo creía. Ahora, no sé por qué, me parece posible. Pero tampoco estoy segura.
Enrique sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos: ella soltó el volante y lo tapó con la mano.
– Ahora, no. Has fumado ya tres desde que salimos de La Coruña. Espera un poco. Dentro de una hora habremos llegado a casa. Te prepararé el té y fumarás después, como siempre, yo contigo, y echaremos la ceniza en el cenicero de siempre, no en esa horrible hojalata. Anda…
Enrique guardó el paquete de cigarrillos. Ella siguió adelante, con el cochecillo, por la carretera mojada.