SEGUNDA PARTE

1

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Hermanos míos y mis únicos amigos, aquí empieza la parte realmente dolorosa y casi trágica de la historia, en la staja (la prisión del Estado) número 84F. Ustedes no tendrán muchas ganas de slusar toda la cala y el horrible rascaso de mi pe que alzaba las rucas gastadas y crobosas contra el injusto Bogo que está en el Cielo, y cómo mi eme retorcía la rota haciendo ouuu ouuu ouuu, mostrando el dolor de una madre ante la pérdida del hijo único, fruto de sus entrañas, de modo que todos estaban deprimidos realmente joroschó . Luego vino el magistrado starrio y muy severo en el tribunal de primera instancia, y goboró algunos slovos muy duros contra vuestro Amigo y Humilde Narrador, después de toda la cala y las grasñas mentiras que dijeron P. R. Deltoid y los militsos, Bogo los confunda, y me tuvieron un tiempo en custodia, entre perversos vonosos y prestúpnicos. Y luego siguió el proceso en el tribunal superior, con jueces y un jurado, y por cierto que hubo algunos slovos muy muy feos, pero las golosas eran muy solemnes, y luego goboraron Culpable, y mi eme hizo mucho bujujú bujujú cuando dijeron catorce años, oh hermanos míos. Y aquí estaba yo ahora, dos años desde el día que me metieron en la staja 84F, vestido a la última moda de la prisión, que era un traje enterizo de un hediondo color cala , y el número cosido a la altura del grudo , justo encima del viejo tic-tac, y también en la espalda, de manera que yendo o viniendo yo era siempre 6655321, ya no vuestro drugito Alex.

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

No había sido edificante, de veras que no, verse metido dos años en este grasño agujero del infierno, el zoo humano, pateado y tolchocado por guardias brutales y matones, junto a criminales vonosos y degenerados, algunos verdaderos pervertidos, muy dispuestos a aprovecharse de un málchico joven y rozagante como vuestro narrador. Además, había que rabotar en el taller haciendo cajas de cerillas, iteando iteando iteando en el patio, decían que para hacer ejercicio; y por la tarde algún veco starrio de tipo profesoral nos hablaba sobre los abejorros, o la Vía Láctea, o las Excelsas Maravillas del Copo de Nieve, y esto último me hacía smecar bastante, porque me recordaba la tolchocada y Puro Vandalismo que le aplicamos al veco a la salida de la biblio pública en aquella noche invernal; cuando mis drugos no eran todavía traidores y yo me sentía como feliz y libre. Luego, un día, pe y eme vinieron a visitarme, y me dijeron que Georgie estaba muerto. Sí, muerto, hermanos míos. Muerto como cala de perro en el camino. Georgie había llevado a los otros dos a la casa de un cheloveco muy rico, y lo habían derribado a puntapiés y a tolchocos, y luego Georgie empezó a rasrecear los almohadones y las cortinas, y el viejo Lerdo destrozó algunos adornos muy preciosos, como estatuas y cosas así, y el cheloveco rico y apaleado se había puesto realmente besuño , y se lanzó sobre ellos con una barra de hierro muy pesada. El rasdrás le había dado la fuerza de un gigante, y el Lerdo y Pete habían conseguido escapar por la ventana, pero Georgie tropezó en la alfombra, y entonces la terrible barra de hierro se alzó y cayó sobre la golová, y ahí terminó el traidor Georgie. El starrio asesino quedó libre por defensa propia, lo que era realmente justo y adecuado. Muerto Georgie, aunque había pasado más de un año desde el día que me atraparon los militsos, todo parecía justo y adecuado, y como obra del Destino.

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Yo estaba en la capilla, pues era domingo por la mañana, y el chaplino de la prisión estaba goborando la Palabra del Señor. Mi raboto era tocar el starrio estéreo, poniendo música solemne antes y después, y también en la mitad, cuando se cantaban himnos. Yo estaba al fondo de la capilla (había cuatro en la staja 84F) cerca de donde los guardias, los chasos, estaban apostados con los rifles y las quijadas sucias y bolches, azules y brutales, y podía videar a todos los plenios sentados, slusando el Slovo del Señor, vestidos con aquellos horribles platis color cala, y emitiendo una especie de vono maloliente, no esa suciedad de los cuerpos sin lavar, no un olor a roña, sino un verdadero vono nauseabundo que sólo tienen los criminales, hermanos míos, como un vono mohoso, grasiento y desesperado. Y se me ocurrió que quizá yo también tenía este vono, pues había llegado a ser un auténtico plenio, aunque todavía muy joven. De manera que para mí era muy importante, oh hermanos míos, salir lo más pronto posible de ese zoo hediondo y grasño. y como podrán videar si siguen leyendo, no pasó mucho tiempo antes que lo consiguiera.

– ¿Y ahora qué pasa, eh? -dijo el chaplino de la prisión por tercera vez-. ¿Se estarán la vida entera en instituciones como ésta, entrando y saliendo, entrando y saliendo, aunque la mayoría estará más adentro que afuera, o se proponen escuchar la Divina Palabra y comprender los castigos que esperan al pecador recalcitrante en el más allá así como también en este mundo? Un montón de condenados idiotas, todos ustedes, vendiendo el derecho de primogenitura por un plato de lentejas. La emoción del robo, de la violencia, las tentaciones de una vida fácil, ¿valen la pena cuando tenemos pruebas innegables, sí, sí, pruebas incontrovertibles de que hay un infierno? Lo sé, lo sé, amigos míos, he tenido visiones de un lugar más sombrío que cualquier prisión, más ardiente que todas las llamas del fuego humano, donde las almas de los pecadores y de los criminales recalcitrantes como ustedes, y no se burlen, malditos sean, no se rían, criminales como ustedes aúllan en una agonía infinita e insoportable, la nariz sofocada por el olor de la podredumbre, la boca atosigada por la basura ardiente, la piel que se les cae a tiras y se les pudre, y una bola de fuego que arde quemándoles las entrañas desgarradas. Sí, sí, sí, lo sé.

En este punto, hermano, un plenio que estaba cerca del fondo dejó oír un chumchum de música labial -prrrrrp- y los chasos bestias se pusieron a trabajar sin demora, corriendo realmente scorro a la escena del chumchum, descargando feos golpes y tolchocando a derecha ya izquierda. Al fin los chasos cayeron sobre un plenio pobre y tembloroso, muy flaco, malenco y starrio, y lo sacaron a la rastra, pero el plenio no paraba de crichar: -No fui yo, vean, fue él. -Nadie le hizo caso. Lo tolchocaron a fondo y al final lo sacaron de la capilla, mientras el veco crichaba como un besuño.

– Escuchemos ahora la Palabra del Señor -dijo el chaplino . Recogió el libraco y pasó las páginas, lamiéndose los dedos: splush splush. Era un bastardo bolche, grande y corpulento, de litso muy rojo, pero me tenía simpatía, pues yo era joven y me mostraba muy interesado en el libraco. Se había dispuesto, como parte de lo que llamaban mi educación, que yo leería el libro, y también que podía tocar el estéreo de la capilla mientras leía, oh hermanos míos. Y eso era realmente joroschó. Me encerraban en la capilla y me permitían slusar música sagrada de J. S. Bach y G. F. Handel, y yo leía las historias de esos stanios yajudos que se tolchocaban unos a otros, y luego piteaban el vino hebreo y se metían en la cama con esposas que eran casi doncellas, todo realmente joroschó. Eso me encendía la sangre, hermano. Yo no copaba mucho de la parte final del libro, que se parece más a toda la goborada de los predicadores, y no tiene peleas ni el viejo unodós unodós. Pero un día el chaplino me dijo, apretándome fuerte con la ruca bolche y carnuda: -Ah, 6655321, piensa en el sufrimiento divino. Medita en eso, muchacho. -Y el chaplino despedía todo el tiempo ese vono a licor escocés, y luego se metió en la pequeña cantora para pitear un poco más. De modo que leí todo lo que había acerca de la flagelación y la coronación de espinas, y después la vesche de la cruz y toda esa cala, y así llegué a videar que allí había algo de veras. Mientras el estéreo tocaba trozos del hermoso Bach, yo cerraba los glasos y me videaba ayudando y hasta ordenando la tolchocada y la clavada también, vestido con una toga que era el último grito de la moda romana. Como ven, mi permanencia en la staja 84F no fue toda tiempo perdido, y el propio director se puso contento cuando supo que la religión me gustaba tanto, y que yo había puesto en ella todas mis esperanzas.

Ese domingo por la mañana el chaplino leyó un pasaje del libro acerca de los chelovecos que slusaban el slovo y se les importaba un cuerno, y dijo que eran como un domo levantado sobre arena, y después venía la lluvia golpeando y el viejo bum-bum rajaba el cielo, y ahí se terminaba el domo. Pero se me ocurrió que únicamente un veco muy estúpido podía levantar un domo sobre arena, y qué montón de drugos aprovechados y malos vecinos debía de tener un veco como ése, pues nadie le explicaba qué estúpido era construir esa clase de domo. Entonces el chaplino crichó: -Bien, ustedes. Terminaremos con el himno número 435, del Himnario de los Prisioneros. -Se oyó pum y plop y jush juish jush mientras los plenios recogían, soltaban y lamivolvían las páginas de los roñosos y malencos himnarios, y los guardias prepotentes crichaban: -Dejen de hablar, bastardos. Te estoy mirando, 920537. -Por supuesto, yo ya tenía preparado el disco en el estéreo, y la sencilla música de órgano se inició con un grouuuouuuouuu. Y los plenios empezaron a cantar y las voces eran de veras horribles:

Somos un té flojo, recién hervido,

si nos revuelven nos coloreamos.

No conocemos el alimento de los ángeles

y largo es este momento de prueba.

Todos aullaron y gimieron esos slovos estúpidos mientras el chaplino los fustigaba gritando: -Más fuerte, malditos, levanten la voz -y los guardias crichaban-: Espera que ya te echaré las manos encima, 7749222- y -Ya verás luego, roña. -Al fin todo terminó y el chaplino dijo: -Que la Sagrada Trinidad os guarde por siempre, y os haga buenos, amén -y un hermoso trozo de la Segunda Sinfonía de Adrian Schweigselber, elegido por vuestro Humilde Narrador, oh hermanos, sonó en los parlantes. Qué manada, pensé de pie al Iado del starrio estéreo de la capilla, videándolos salir con mucho arrastre de pies, haciendo muuuu y aaaa como animales, y apuntándome con los grasños dedos, pues se decía que yo gozaba de cierto favoritismo. Cuando se fue el último, las rucas colgándole como un mono, y el guardia que había quedado en la capilla lo siguió asestándole un tolchoco bastante fuerte en la golová, y una vez que apagué el estéreo, el chaplino se me acercó fumando un cancrillo, todavía con los platis starrios de ceremonia, todo puntilla y blanco como una débochca.

– Gracias como siempre, pequeño 6655321 -me dijo-. ¿Y qué noticias tienes hoy para mí?

Como yo bien sabía, este chaplino quería llegar a ser un cheloveco muy grande y santo en el mundo de la Religión Carcelera, y deseaba obtener un testimonio realmente joroschó del director, y por eso de tanto en tanto se le acercaba y le goboraba discretamente acerca de los sombríos complots que se cocinaban entre los plenios, y gran parte de toda esa cala la recibía de mí. Mucho era puro invento, pero había cosas ciertas, como por ejemplo la vez que llegó a nuestra celda por las cañerías cnoc cnoc cnocicnocicnoc cnoenoc que el gran Harriman pensaba escaparse. Quería tolchocar al guardia a la hora de comer, y después se escaparía con los platis del otro. La idea era tirar al diablo la horrible pischa que nos daban en el comedor; y yo sabía el plan, y lo pasé. Luego, el chaplino lo transmitió, y fue elogiado por el director, quien dijo que tenía mucho Espíritu Público y un Oído Agudo. Esta vez le dije, y no era cierto:

– Bueno, señor, por los caños llegó la noticia de que entró irregularmente una partida de cocaína, y de que el centro de distribución se instalará en una celda del bloque 5. -Imaginé todo mientras caminábamos, como había hecho otras veces, pero el chaplino de la prisión se mostró muy agradecido y dijo: -Bien, bien, bien. Se lo comunicaré a Él mismo -así se refería siempre al director. Luego dije:

– Señor, he hecho todo lo posible, ¿verdad? -Cuando yo goboraba con los vecos de autoridad mi golosa era siempre muy cortés y de caballero.- Me he esforzado,¿verdad?

– Creo -dijo el chaplino- que en general te has portado bien, 6655321. Colaboraste, y creo que has mostrado verdaderos deseos de reformarte. Si sigues así, conseguirás fácilmente que te reduzcan la pena.

– Pero, señor -lo interrumpí-, ¿qué puede decirme de eso que se comenta ahora? ¿Qué hay de ese nuevo tratamiento que permite salir en seguida y garantiza que uno nunca vuelve?

– Oh -dijo el chaplino , de pronto muy cauteloso-. ¿Dónde oíste eso? ¿Quién te contó?

– Esas cosas se comentan, señor -dije-. A veces hablan dos guardias, y uno no puede dejar de oír lo que dicen. O uno recoge un pedazo de diario en los talleres, y hay un artículo que lo explica todo. ¿Qué le parece si me propone para ese asunto, señor, si me permite la audacia de insinuárselo?

Se podía videar que el chaplino pensaba en el asunto mientras fumaba el cancrillo, preguntándose qué podría decirme, y lo que yo sabría de esa vesche. Al fin habló, pero sin dejar de mostrarse cauteloso: -Supongo que te refieres a la técnica de Ludovico.

– Ignoro cómo la llaman, señor -dije-. Sólo sé que a uno lo saca rápidamente de aquí, y aseguran contra toda posible vuelta.

– Así es -dijo el chaplino, mirándome y frunciendo el ceño-. Así es, 6655321. Por supuesto, no ha pasado de la etapa experimental. Es algo muy sencillo, pero muy drástico.

– ¿Pero no la están usando aquí, señor? -pregunté-. Esos nuevos edificios blancos en la pared sur. Vimos cómo los construían mientras hacíamos gimnasia.

– Todavía no se la ha aplicado -dijo el chaplino-, por lo menos en esta prisión, 6655321. Él mismo tiene graves dudas acerca del asunto, y he de confesar que yo las comparto. El problema es saber si esta técnica puede hacer realmente bueno a un hombre. La bondad viene de adentro, 6655321. La bondad es algo que uno elige. Cuando un hombre no puede elegir, deja de ser hombre. -Hubiera seguido dándome más montones de la misma cala, pero alcanzamos a slusar el grupo siguiente de plenios, que bajaba clanc clanc los escalones de hierro en busca de un pedazo de Religión. El chaplino dijo: -Hablaremos de este asunto. Ahora, mejor sigue con tu trabajo. -Así que me acerqué al estéreo y puse el coral preludio Wachet Auf de J. S. Bach, y aquellos criminales y pervertidos, grasños, vonosos y bastardos, entraron atropellándose como un montón de monos domados, y los chasos atrás, como perros que ladraban y atropellaban. Y poco después el chaplino de la prisión les decía:

– ¿Y ahora qué pasa, eh? -y así la escena comenzó a repetirse.

Esa mañana tuvimos cuatro lonticos de religión carcelera, pero el chaplino no me dijo una palabra más acerca de la técnica de Ludovico, fuera lo que fuese, oh mis hermanos. Cuando terminé mi raboto con el estéreo, se limitó a goborarme unos pocos slovos de agradecimiento, y luego me privodaron de regreso a la celda del bloque 6, que era mi muy roñoso y estrecho hogar. El chaso en realidad no era un veco muy malo, y cuando abrió la puerta no me tolchocó ni pateó, y se limitó a decirme: -Aquí estamos, hijito, de regreso en el viejo agujero. -Y así volví con mis nuevos drugos, todos muy criminales pero, Bogo sea loado, ninguno inclinado a las perversiones del cuerpo. Ahí estaba Zofar en su camastro, un veco muy delgado y pardusco, que hablaba y hablaba y hablaba con una golosa áspera, de modo que nadie se molestaba en slusarlo. Lo que ahora estaba diciendo al aire era: -Y entonces uno no podía conseguir un poggy (quién sabe qué era eso, hermanos), aunque estuviese dispuesto a pagar diez millones de archibaldos, y entonces qué hago, eh, me voy a lo del Turco y le digo que esa mañana conseguí este s p rugo, saben, ¿y qué puede hacer él? -En realidad, lo que hablaba era el lenguaje de los viejos criminales. También estaba allí la Pared, que tenía un solo glaso, y se arrancaba pedazos de las uñas de los pies en honor del domingo. Y el Gordo Judío, un veco muy grasiento y ancho que parecía como muerto, tirado en el camastro. Además, era la celda de Jojohn y el doctor. Jojohn era menudo, ágil y seco, y se había especializado en ataques sexuales, y el doctor afirmaba que podía curar la sífilis, y la gonorrea, pero sólo inyectaba agua, y así había matado a dos débochcas; bueno, ¿acaso no había prometido quitarles esa pesada carga? Realmente, eran una pandilla grasña y terrible, y no me gustaba convivir con ellos, oh hermanos míos, tanto como ahora no les agrada a ustedes, pero no sería por mucho tiempo.

Bueno, quiero que sepan que cuando construyeron la celda la hicieron para tres personas, y ahora éramos seis, apretados como sardinas. Y así eran las celdas de todas las prisiones en esa época, mis hermanos, una vergüenza de cala, pues no había lugar para que un cheloveco estirase las piernas. Y no me creerán si les digo que ese domingo brosaron a otro plenio . Sí, ya habíamos recibido la horrible pischa de budín de carne y guiso vonoso, y estábamos fumando tranquilamente un cancrillo en nuestros camastros, cuando nos echaron encima a este veco. Era un veco starrio y lengua larga, y comenzó a crichar antes que hubiésemos tenido tiempo de videar la situación. Trató de mover los barrotes, al mismo tiempo que crichaba: -Exijo mis podridos derechos, esto es el colmo, es una maldita imposición, eso mismo es. -Pero vino uno de los chasos y le dijo que tenía que arreglárselas como pudiera, y compartir un camastro, si alguien se lo permitía, pues de lo contrario tendría que echarse en el suelo.- y -concluyó el guardia-, las cosas serán siempre peores, nunca mejores. Qué nuevo mundo están preparándose ustedes.

2

Bueno, la entrada de este nuevo cheloveco fue realmente el comienzo de mi salida de la vieja staja, porque era un plenio tan podrido y camorrista, con una mente muy sucia y torcidas intenciones, que ese mismo día nachinaron los problemas. También era muy prepotente, y comenzó a miramos a todos con un litso burlón, y a hablarnos con golosa alta y orgullosa. Aclaró que era el único prestúpnico joroschó de todo el zoológico, y afirmó que había hecho esto y aquello, y liquidado a diez militsos con un golpe de la ruca, y toda esa cala. Pero nadie se dejó impresionar mucho, oh hermanos míos. De modo que se las tomó conmigo, porque yo era el más joven, y quiso demostrarme que por esa razón tenía que ser yo y no él quien sasnutara en el suelo. Pero todos los demás me defendieron, y cricharon: -Déjalo en paz, grasño brachno -y entonces el cheloveco empezó a quejarse de que nadie lo quería. Pero esa misma naito descubrí que este horrible plenio estaba acostado conmigo en el camastro, el más bajo de una fila de tres, y también muy estrecho, y estaba goborándome sucios slovos de amor y acariciándome esto y aquello. De modo que me puse realmente besuño y le tiré un golpe, aunque no pude videar tan joroschó, pues apenas había una lucecita roja en el pasillo. Pero sabía que era él, el bastardo vonoso, y cuando la dratsa se armó realmente, y se encendieron las luces, pude videar el horrible litso y el crobo que le salía de la rota donde yo le había clavado la ruca .

Por supuesto, lo que entonces sluchó fue que mis compañeros de celda se despertaron y se unieron a la pelea, tolchocando un poco a ciegas en la semioscuridad, y el chumchum pareció despertar a todo el pabellón, de modo que se podían slusar los gritos y los golpes de los recipientes de hojalata contra la pared, como si todos los plenios de todas las celdas hubieran creído que se iniciaba una gran fuga, oh hermanos míos. Se encendieron las luces y vinieron los chasos vestidos con camisa, pantalones y gorros, sacudiendo los bastones. Pudimos videarnos los litsos enrojecidos, y los puños que se alzaban, y todos crichaban y maldecían. Entonces formulé mi queja, y todos los chasos dijeron que de cualquier modo Vuestro Humilde Narrador era el que había empezado, pues no tenía ni un arañazo, salvo el crobo colorado de ese horrible plenio; le caía de la rota, donde yo le había clavado la ruca. Me puse realmente besuño. Dije que no dormiría allí otra naito si las autoridades de la cárcel estaban dispuestas a permitir que esos prestúpnicos horribles, vonosos y pervertidos se me echaran encima cuando yo no podía defenderme. -Espera hasta la mañana -me dijeron-. ¿Su alteza quiere un cuarto privado con baño y televisión? Bien, ya lo arreglaremos por la mañana. Pero ahora, pequeño drugo, hunde la golová ensangrentada en la poduchca de paja, y que nadie nos venga con problemas. ¿De acuerdo?

Y los chasos se marcharon después de formular severas advertencias a todos, y poco después se apagaron las luces y yo dije que me quedaría sentado el resto de la naito, pero primero le hablé a ese horrible prestúpnico: -Anda, ocupa mi camastro si quieres. Ya no me interesa. Pusiste ahí el ploto horrible y vonoso y ahora todo huele a cala. -Pero entonces intervinieron los otros. El Judío Gordo dijo, todavía sudando por la bitba en la oscuridad:

– No tienes que hacer eso, hermano. No le aflojes a este maricón. -Y el nuevo le contestó:

– Cierra la trampa, yid -queriendo decirle que se callara, pero era una cosa muy insultante. El Judío Gordo ya iba a largarle un tolchoco, y el doctor dijo:

– Vamos, caballeros, no queremos problemas, ¿verdad? -y hablaba con la golosa refinada, pero este nuevo prestúpnico realmente se la estaba buscando. Se videaba que se creía un bolche veco muy importante, y que no le correspondía, por dignidad y posición, compartir una celda con otros seis y tener que dormir en el suelo. Miró al doctor burlonamente:

– Oh, así que no quieres más problemas, ¿no es así, Archibolas? -Entonces habló Jojohn, magro, enjuto y nudoso:

– Si no podemos dormir, seamos educados al menos. Nuestro nuevo amigo necesita una lección. -Aunque se especializaba en ataques sexuales, Jojohn sabía goborar bien, en un tono discreto y preciso. El plenio nuevo le contestó:

– Ca co cu, terrorcito de mi alma. -Y ahí empezó todo, pero con cierta extraña discreción, porque nadie elevaba mucho la golosa. Al principio el nuevo plenio crichó un poco, pero la Pared le daba puñetazos en la rota mientras el Judío Gordo lo sostenía contra los barrotes, para que pudieran videarlo a la malenca luz roja que venía del pasillo, y él decía oh oh oh. No tenía mucha fuerza, y los tolchocos que devolvía eran muy débiles, y supongo que eso le venía de hacer mucho chumchum con la golosa y de darse aires. De todos modos, al ver el viejo crobo colorado que le brotaba a la luz roja, sentí que la vieja alegría se me movía subiendo por las quischcas , y dije:

– Déjenmelo, salgan, déjenmelo ahora, hermanos. -Y el Judío Gordo contestó:

– Sí, muchacho, es lo justo. Dale, Alex. -Y todos miraron mientras yo castigaba al prestúpnico en la semioscuridad. Lo llené de golpes, bailando alrededor a pesar de que yo tenía los botines desatados, y después le hice una zancadilla y cayó pum pum al suelo. Entonces le tiré una patada realmente joroschó a la golová, y el plenio dijo ooohhh, y largó un ronquido como un veco que duerme, y el doctor intervino:

– Muy bien, creo que esa lección bastará -dijo, y entornó los ojos para videar al veco golpeado que estaba en el suelo-. Tal vez ahora está soñando que en el futuro lo mejor será comportarse bien. -Todos volvimos a nuestros camastros, pues nos sentíamos muy cansados. Lo que soñé, oh hermanos míos, era que yo estaba en una orquesta muy grande, con centenares de músicos, y el director era una mezcla de Ludwig van y G. F. Handel, y parecía muy sordo y ciego y cansado del mundo. Yo estaba con los instrumentos de viento, pero lo que tocaba era como un fagot blanco y rosado, hecho de carne y que me salía del ploto, justo en medio de la barriga, y cuando soplaba tenía que smecar ja ja ja muy alto, porque me hacía como cosquillas, y entonces Ludwig van G. F. se irritaba y se ponía besuño. Acercaba la rota a mi litso y me crichaba fuerte en el uco, y yo me despertaba sudando. Por supuesto, el chumchum muy alto resultó ser el timbre de la prisión que hacía brrr brrr brrr. Era una mañana de invierno, y yo tenía los glasos pringosos de sueño, y cuando los abrí me dolieron mucho por la luz eléctrica que habían encendido en todo el zoo. Bajé los ojos y vi al nuevo prestúpnico sobre el suelo, ensangrentado y sucio, y todavía fuera fuera fuera de combate. Recordé la noche anterior, y la idea me hizo smecar un poco.

Pero cuando bajé del camastro y lo moví con mi noga desnuda, tuve una sensación de fría rigidez, de modo que me acerqué a la litera del doctor y lo sacudí; siempre le costaba mucho despertarse por la mañana. Pero esta vez salió del camastro bastante scorro, y lo mismo hicieron los otros, excepto la Pared, que dormía como un muerto. -Muy lamentable -dijo el doctor-, seguramente fue un ataque al corazón. -Luego continuó, recorriéndonos con los ojos:- Realmente, no debieron pegarle así. La verdad, no fue una idea muy buena. -Pero Jojohn dijo:

– Vamos, doc, tú también le diste unos buenos puñetazos. -Entonces el Judío Gordo se volvió hacia mí:

– Alex, fuiste demasiado impetuoso. Ese puntapié final fue una cosa muy fea. -Al oír esto sentí que el rasdrás me nublaba los glasos, y dije:

– ¿Quién empezó todo, eh? Yo entré al final, ¿no es así? -Señalé a Jojohn y dije: -Fue idea tuya. -La Pared lanzó un ronquido, y yo añadí: -Despierten a ese brachno vonoso. Él le trabajó la rota mientras el Judío Gordo lo sostenía contra los barrotes.

– Nadie niega haberle dado algunos golpecitos suaves -comentó el doctor-, para enseñarle una lección, por así decirlo, pero es evidente que tú, querido muchacho, con el vigor y aún diría la irresponsabilidad de la juventud, le diste el cup de gras. Qué lástima.

– Traidores -grité-. Traidores y mentirosos -pues yo videaba que era todo como dos años antes, cuando mis supuestos drugos me habían abandonado a las rucas brutales de los militsos. En este mundo no se podía confiar en nadie, hermanos míos, eso estaba muy claro. Y entonces Jojohn fue a despertar a la Pared, que se mostró muy dispuesto a jurar que Vuestro Humilde Narrador era el auténtico culpable de los tolchocos sucios y toda esa brutalidad. Cuando vinieron los chasos, y después el jefe de los chasos y al fin el propio director, todos mis drugos de la celda hacían chumchum contando cómo yo había ubivado a ese pervertido cuyo ploto croboso estaba arrumbado en el piso como un saco de cartófilos .

Fue un día muy extraño, hermanos míos. Se llevaron al ploto muerto, y luego todos los prisioneros tuvieron que quedarse encerrados hasta nueva orden, y no se repartió la pischa, ni siquiera un tazón caliente de chai. Cada uno sentado en su camastro, y los chasos que se paseaban por los corredores, y de tanto en tanto crichaban: -jCállense!- o -¡A cerrar esa trampa! -si slusaban siquiera un murmullo de cualquiera de las celdas. Luego, a eso de las once hubo un movimiento general y cierta excitación, y como un vono de miedo que venía de fuera de las celdas, y entonces aparecieron el director y el jefe de los chasos, y varios chelovecos muy bolches, de aspecto importante, y todos caminaban muy scorro y goboraban como besuños . Pareció que iban derecho hacia el extremo del bloque, y después se los slusó regresar, pero ahora iban más despacio, y se slusaba al director, un veco gordo y sudoroso, de cabellos rubios, que decía slovos como: -Pero, señor…- y -Bien, ¿qué puede hacerse, señor? -etc. Entonces el montón de vecos se detuvo frente a nuestra celda, y el jefe de los chasos abrió la puerta. En seguida se videaba quién era el veco realmente importante, un tipo muy alto, de glasos azules, con platis de veras joroschós, el traje más hermoso, hermanos míos, que yo haya visto nunca, absolutamente el último grito. Apenas echó una mirada a los pobres plenios, mientras decía con una golosa muy agradable y educada: -El Gobierno no puede continuar aplicando teorías penales pasadas de moda. Amontonamos a los criminales en una cárcel, y vea lo que ocurre. Sólo se consigue criminalidad concentrada, delitos en el mismo lugar del castigo. Pronto necesitaremos todo el espacio disponible en las cárceles, para los criminales políticos. -Yo no ponimaba nada de todo esto, hermanos, pero en fin de cuentas el veco no goboraba conmigo. Luego agregó: -El problema de los delincuentes comunes como esta turba repugnante -hermanos, hablaba de mí, y también de los otros, que eran verdaderos prestúpnicos, y además traicioneros- puede resolverse mejor sobre una base puramente curativa. Hay que destruir el reflejo criminal. El plan puede aplicarse en un año. Ya ven que para esta gente el castigo no significa nada. Más aún, parece que les agrada, y se matan unos a otros. -Aquí fijó en mí los severos glasos azules. Así que me animé a hablar:

– Con todo respeto, señor, me opongo firmemente a lo que acaba de decir. Señor, no soy un delincuente común, ni soy repugnante. Los otros pueden ser repugnantes, pero no yo.

El jefe de los chasos se puso púrpura, crichando : -Cierra esa maldita trampa. ¿No sabes a quién le hablas?

– Está bien, está bien -dijo el veco importante. Luego se volvió al director y continuó: -Empezaremos con este joven. Es audaz y perverso. Lo pondremos mañana en manos de Brodsky, y ustedes podrán observar también. El sistema funciona, no se preocupen. Lo cambiaremos tanto a este joven y maligno granuja que no podrán reconocerlo.

Y esos slovos tan duros, hermanos, fueron el comienzo de mi libertad.

3

Esa misma tarde fui arrastrado limpia y gentilmente por unos chasos brutalmente tolchocadores a videar al director en su propia oficina: el sagrado santuario de lo sagrado. El director me miró con aire de fatiga y dijo: -Supongo que no conoces al hombre que vino esta mañana, ¿no es así, 6655321? -Y sin esperar mi respuesta continuó: -Era nada menos que el ministro del Interior, el nuevo ministro del Interior, y lo que llaman una escoba muy nueva. Bien, estas ridículas ideas modernas se aplicarán al fin, y órdenes son órdenes, aunque puedo decirte en confianza que no las apruebo. En efecto, las rechazo vigorosamente. Mi fórmula es ojo por ojo. Si alguien te pega, tú le devuelves el golpe, ¿no es así? Entonces, ¿por qué el Estado castigado gravemente por esa chusma brutal que son todos ustedes no ha de devolver el golpe? Pero la nueva idea es decir no. La nueva idea es la de convertir lo malo en bueno. Y eso me parece una grave injusticia, ¿eh?

Dije entonces, procurando mostrar respeto y aquiescencia:

– Señor. -El jefe de los chasos, rojo y corpulento, de pie detrás de la silla del director, crichó entonces:

– Cierra esa sucia trampa, basura.

– Está bien, está bien -dijo el director, cansado y desinflado-. Te reformarán, 6655321, mañana irás a ver a este Brodsky. Creen que podrás dejar la custodia en poco más de una quincena. Luego saldrás otra vez a recorrer el mundo ancho y libre, y ya no serás un número. Supongo -dijo como rezongando- que la idea te agrada… -No le contesté, y el jefe de los chasos crichó:

– Contesta, roñoso cerdo, cuando el director hace una pregunta.

De modo que dije: -Oh, sí, señor. Muchas gracias, señor. Realmente me he portado lo mejor posible. Estoy muy agradecido a todos.

– No lo estés -casi suspiró el director-. Esto no es una recompensa. Está muy lejos de serIo. Ahora bien, tienes que firmar este formulario. Dice que estás dispuesto a aceptar la conmutación del resto de tu condena sometiéndote a lo que aquí llaman, qué expresión ridícula, Tratamiento de Recuperación. ¿Firmarás?

– Claro que firmaré -dije-, señor. Y muchísimas gracias. -Así que me dieron un lápiz tinta y firmé mi nombre, muy elegante y con muchos adornos. El director dijo:

– Bien, supongo que eso es todo. -El jefe de los chasos observó:

– El capellán de la prisión quiere hablarle al preso, señor. -De modo que me sacaron al corredor y me llevaron hacia la capilla, y todo el tiempo uno de los chasos me tolchocaba en la espalda y la golová, pero con aire muy distraído y como al descuido. Y así atravesé la capilla, acercándome a la pequeña cantora del chaplino, y me hicieron entrar. El chaplino estaba sentado frente a su escritorio, y el rico vono de los cancrillos caros y el escocés se olía fuerte y claro. El chaplino me dijo:

– Ah, pequeño 6655321, siéntate. -Y a los chasos: -Esperen afuera, ¿quieren? -Y eso hicieron. Luego me habló con aire de mucha sinceridad, y me dijo: -Quiero que comprendas una cosa, muchacho, y es que no tengo nada que ver en todo esto. Si hubiese servido de algo habría protestado, pero no servía.

Está el problema de mi propia carrera, está el problema de la debilidad de mi voz comparada con el grito poderoso de ciertos elementos privilegiados de la comunidad. ¿Hablo claro? -No, no hablaba claro, hermanos, pero yo asentí.- En todo esto hay problemas éticos muy complicados -continuó el chaplino-. Hacen de ti un buen chico, 6655321. No volverás a tener ganas de cometer actos de violencia, ni ningún tipo de delitos contra la paz del Estado. Espero que lo hayas comprendido.+

Confío en que tendrás ideas absolutamente claras al respecto.

– Oh, me gustará ser bueno, señor -contesté, pero por dentro, hermanos, smecaba realmente joroschó. Dijo el chaplino:

– Algunas veces no es grato ser bueno, pequeño 6655321. Ser bueno puede llegar a ser algo horrible. Y te lo digo sabiendo que quizá te parezca una afirmación muy contradictoria. Sé que esto me costará muchas noches de insomnio. ¿Qué quiere Dios? ¿El bien o que uno elija el camino del bien? Quizás el hombre que elige el mal es en cierto modo mejor que aquel a quien se le impone el bien. Son problemas profundos y difíciles, pequeño 6655321. Pero lo único que deseo decirte ahora es esto: si en algún momento del futuro evocas esta situación y me recuerdas, a mí, el más bajo y humilde servidor de Dios, te ruego que no me juzgues en tu corazón, ni creas de algún modo que soy parte en eso que te estará ocurriendo. Y ahora, hablando de ruegos, advierto con tristeza que ya no servirá de mucho rogar por ti. Estás entrando en una región nueva, fuera del alcance de la plegaria. Una cosa terrible, si bien se mira. Y sin embargo, en cierto sentido, al aceptar que te priven de la capacidad de tomar una decisión ética, en cierto sentido realmente has elegido el bien. O por lo menos eso quisiera creer. Eso quisiera creer, Dios nos asista a todos, 6655321. -Y aquí se echó a llorar. Pero yo no le presté mucha atención, hermanos, y me limité a smecar discretamente por dentro, porque uno podía videar que había estado piteando el viejo whisky; y en seguida el chaplino retiró una botella de un estante del escritorio y empezó a servirse una dosis bolche, realmente joroschó en un vaso muy grasiento y grasño. Tragó el líquido, y luego dijo: -Tal vez todo marche bien, ¿quién sabe? La voluntad de Dios sigue caminos misteriosos. -Y empezó a cantar un himno con golosa rica y sonora. Se abrió la puerta y los chasos me tolchocaron de vuelta a la celda vonosa; pero el viejo chaplino continuó entonando el himno.

Bien, a la mañana siguiente tuve que decirle adiós a la vieja staja, y me sentí un malenco triste, como siempre le ocurre a uno cuando tiene que irse de un lugar al que ya se acostumbró. Pero no fui muy lejos, oh hermanos míos. A puñetazos y puntapiés me llevaron al nuevo edificio blanco que se levantaba después del patio donde hacíamos ejercicio. Era una construcción muy nueva y tenía un olor nuevo, pegajoso y frío que lo estremecía a uno. Me quedé de pie en el horrible y bolche vestíbulo desnudo y mi sensible cluvo olfateó otros vonos nuevos. Eran como vonos de hospital, y el cheloveco a quien me entregaron los chasos tenía puesta una chaqueta blanca, como un empleado de hospital. Firmó el recibo por mí, y uno de los chasos brutales que me había llevado dijo: -Cuidado con éste, señor. Un bruto bastardo ha sido y será, pese a todos los halagos y lisonjas al capellán de la prisión y la lectura de la Biblia. -Pero este nuevo cheloveco tenía glasos azules joroschó que reían cuando goboraba.

– Oh, no creemos que haya problemas -contestó-. Seremos amigos, ¿verdad? -Y me sonrió con los glasos y la rota grande y bien formada, de subos blancos y brillantes, y la verdad que simpaticé casi en seguida con este veco. En fin, me pasó a un veco de menos categoría también cortés y de chaqueta blanca, que me llevó a un dormitorio agradable, limpio y blanco, con cortinas y una lámpara de noche, y una sola cama, todo para Vuestro Humilde Narrador. Lo cual me provocó una smecada interior de veras joroschó , porque se me ocurrió que yo era un málchico realmente afortunado. Me dijeron que me quitase los horribles platis de la prisión, y me dieron un hermoso piyama, oh hermanos míos, todo verde, la cima de la moda en ropa de dormir. También me dieron una bata bonita y caliente, y un par de hermosos tuflos para meter las nogas desnudas, y yo pensé: -Bueno, Alex, antes el pequeño 6655321, sin duda te está cambiando la suerte. Aquí lo pasarás realmente bien.

Después que me dieron una buena chascha de café de veras joroschó y algunas viejas gasettas y revistas para mirar mientras piteaba, vino el primer veco de blanco, el que había firmado el recibo por mí, y dijo: -Ajá, de modo que estás aquí -lo que era decir una vesche muy tonta, pero no sonaba tonta, porque el veco era muy simpático-. Yo soy el doctor Branom -explicó-. Soy el ayudante del doctor Brodsky. Con permiso, te haré un breve examen general de rutina. -Y sacó el viejo esteto del carmano derecho.- Tenemos que estar seguros de que te encuentras bien, ¿verdad? Sí, en efecto, tenemos que estar seguros. -Y allí estaba yo, tendido en la cama, afuera la chaqueta del piyama, y él hacía esto y aquello, y lo otro. Le dije:

– ¿Qué es exactamente ese tratamiento, señor? -Oh -dijo el doctor Branom, mientras el frío esteto me recorría la espalda-, en realidad es muy sencillo. Te haremos ver algunas películas.

– ¿Películas? -repetí, pues apenas podía creer lo que oían mis ucos, oh hermanos míos, como ya todos habrán adivinado-. ¿Quiere decir, señor -insistí-, que será como ir al cine?

– Se trata de películas especiales -explicó este doctor Branom-. Películas muy especiales. La primera sesión será esta tarde. Sí -dijo, enderezándose, porque estaba inclinado sobre mí-, parece que estás en muy buenas condiciones. Quizás un poco subalimentado. Culpa de la comida de la prisión. Ponte otra vez la chaqueta del piyama. Después de cada comida -dijo, sentándose al borde de la cama- te daremos una inyección en el brazo. Facilitará las cosas. -Me sentía realmente agradecido a este doctor Branom tan amable, y le dije:

– ¿Vitaminas, señor?

– Algo por el estilo -contestó, con una sonrisa muy joroschó y cordial-. Un pinchazo en el brazo después de cada comida.

El doctor Branom se marchó. Me quedé tendido en la cama pensando que estaba en un verdadero paraíso, y me dediqué a leer algunas de las revistas que me habían dejado: Deportes Mundiales, Sinyma (ésta dedicada a películas) y Metas. Luego, volví a recostarme y cerré los glasos y pensé qué agradable era volver a ser libre, Alex, quizá con un trabajito lindo y fácil durante el día, porque ahora era demasiado viejo para la vieja scolivola, y después tal vez juntara una nueva banda para la naito, y el primer raboto sería echarle la mano al Lerdo y a Pete, si ya no los habían apresado los militsos. Esta vez tendría mucho cuidado de que no me lovetaran. Me daban otra oportunidad, a pesar de que había matado, y no era justo que me dejara lovetar de nuevo, después que se tomaban tanto trabajo para mostrarme las películas que harían de mí un muchacho realmente bueno. En realidad, yo estaba smecando realmente joroschó de la inocencia de los tipos, y seguía smecando cuando me trajeron el almuerzo en una bandeja. El veco era el mismo que me había llevado al malenco dormitorio cuando llegué por primera vez al mesto, y me dijo:

– Es bueno saber que alguien se siente bien. -En la bandeja habían puesto una pischa realmente apetitosa: dos o tres lonticos de carne asada y caliente, y unos cartófilos aplastados y salsa, y después crema helada y una linda chascha de chai caliente. Hasta me mandaron un cancrillo para fumar y una caja de cerillas con una cerilla adentro. Esto parecía la buena vida, oh hermanos míos. Y después, cuando ya me había pasado una media hora dormitando en la cama, entró una enfermera, una débochca joven y bonita, con unos grudos de veras joroschó (no había visto ptitsas así durante dos años), y traía una bandeja y una hipodérmica. Le dije:

– Ah, las viejas vitaminas, ¿no es cierto? -y le mandé un silbidito, pero no me hizo caso. Lo único que hizo fue clavarme la aguja en el brazo izquierdo, y svizzzz entró la vitamina. Y la débochca se fue, clac clac clac sobre las nogas de taco alto. Entonces apareció el veco de chaqueta blanca que parecía un enfermero trayendo una silla de ruedas. Me sentí un malenco sorprendido, y dije:

– ¿Qué pasa, hermano? Seguro que puedo caminar adonde tenga que ir. -Pero el veco replicó:

– Mejor lo llevo. -Y en efecto, oh hermanos míos, cuando bajé de la cama me sentí un malenco débil. Era la desnutrición de que había hablado el doctor Branom, esa horrible pischa de la cárcel. Pero las vitaminas después de las comidas me pondrían bien. De esto no hay ninguna duda, pensé.

4

Entonces, hermanos, me llevaron a un sitio que no se parecía a los sinys que yo conocía. Es cierto que una pared estaba completamente cubierta con papel plateado, y enfrente tenía agujeros cuadrados para el proyector, y había altavoces de estéreo distribuidos por todo el mesto. Pero sobre la pared de la derecha había un banco con cosas que parecían medidores, y en medio del cuarto, frente a la pantalla, algo parecido a la silla de un dentista, y de allí salía toda clase de alambres, y casi tuve que arrastrarme desde la silla de ruedas al asiento, con la ayuda de otro veco enfermero de chaqueta blanca. Entonces vi que debajo de los agujeros de proyección había como un vidrio opaco, y me pareció que detrás se movían sombras de personas, y que se slusaba a alguien que tosía cashl cashl cashl. Pero en eso pude darme cuenta de que yo estaba de veras muy débil, y pensé que era el cambio de la pischa de la prisión y la nueva pischa, muy alimenticia, y las vitaminas que me habían inyectado. -Bueno -dijo el veco que había empujado la silla de ruedas-, lo dejo ahora. La función empieza apenas llega el doctor Brodsky. Espero que le guste. -Para ser sincero, hermanos, en realidad no me sentía con ganas de videar películas esa tarde. No tenía ganas, y nada más. Hubiera preferido de veras una linda y tranquila spachca en la cama, linda y tranquila y completamente odinoco. Estaba muy caído.

Y ahora un veco de chaqueta blanca me ató la golová a una especie de apoyo, y todo el tiempo cantaba una vonosa y calosa canción pop. -¿Para qué es esto? -pregunté. Y el veco replicó, interrumpiendo un instante la canción, que era para mantenerme fija la golová y obligarme a mirar la pantalla-. Pero -dije- yo quiero mirar la pantalla. Me trajeron aquí para videar películas, y eso es lo que haré. -Y entonces el otro veco de chaqueta blanca (eran tres, uno de ellos una débochca sentada frente al banco, moviendo las llaves) medio smecó al oír eso, y dijo:

– Nunca se sabe. Oh, nunca se sabe. Confíe en nosotros, amigo, es mejor así. -Y entonces descubrí que me estaban atando las rucas a los brazos del sillón, y las nogas a una especie de apoyapiés. La vesche me pareció un poco besuña, pero no me resistí. Yo estaba dispuesto a aguantar muchas cosas, oh hermanos míos, si me prometían que iban a dejarme libre en dos semanas. Pero una vesche no me gustó, y fue cuando me aplicaron broches sobre la piel de la frente, levantándome los párpados, y arriba arriba cada vez más arriba, y yo no podía cerrar los glasos por mucho que quisiera. Traté de smecar y dije: -Tiene que ser una película realmente joroschó si tanto les preocupa que la vea. -Y riéndose dijo uno de los vecos de chaqueta blanca:

Joroschó es la palabra, amigo. Una joroschó de horrores. -Y ahí nomás me pusieron un casquete sobre la golová, y pude videar toda clase de cables que salían del casquete, y luego me aplicaron como una ventosa en la barriga, y otra en el viejo tic-tac, y también de las ventosas salían cables. Entonces se oyó el chumchum de una puerta al abrirse, y era que llegaba un cheloveco muy importante, pues se videó que los otros vecos de chaqueta blanca se ponían muy tiesos. Eso fue cuando conocí a este doctor Brodsky. Era un veco malenco , muy gordo, de pelo todo rizado, y unos ochicos muy gruesos sobre la nariz carnuda. Alcancé a videar que llevaba un traje realmente joroschó , del todo a la última moda, y despedía un vono delicado y sutil como de sala de operación. Con él estaba el doctor Branom, sonriéndome, como para darme confianza.- ¿Todo listo? -preguntó el doctor Brodsky con golosa muy profunda. Entonces pude slusar unas voces que decían listo listo listo desde cierta distancia, después más cerca, y se oyó un discreto chumchum de zumbido, como si hubiesen encendido algo. Y entonces se apagaron las luces, y ahí estaba Vuestro Humilde Narrador y Amigo sentado solo en la oscuridad, incapaz de mover ni cerrar los glasos, ni ninguna otra cosa. Y entonces, hermanos míos, comenzó la función con una música muy gronca para dar atmósfera; venía de los altavoces áspera y muy discordante. Y sobre la pantalla comenzó la película, pero sin título ni indicaciones. Todo sucedía en una calle, y podía haber sido cualquier calle de cualquier ciudad, y era una naito de veras oscura, y los faroles estaban encendidos. Era cine muy bueno, profesional, y nada de esos pestañeos y cortes que uno videa en esas películas sucias que pasan en la casa de alguien, en una calle apartada. La música no paraba, bump bump bump, y la atmósfera era siniestra. En eso apareció un viejo bajando por la calle, muy starrio, y sobre este veco starrio saltaron dos málchicos vestidos a la última moda, lo que se usaba entonces (todavía los pantalones estrechos, pero ya no corbatín, sino más bien una verdadera corbata), y empezaron a divertirse. Se slusaban bien los gritos y los gemidos del veco, con mucho realismo, y también la respiración pesada y el jadeo de los dos málchicos que lo tolchocaban. Hicieron una verdadera pasta con este veco starrio, crac crac crac con las rucas cerradas, y le arrancaron los platis y acabaron pateándole el ploto nago (que yacía colorado de crobo en el grasño barro del albañal) y después escaparon muy scorro. Entonces apareció en primer plano la golová del veco starrio castigado, y el crobo le brotaba con un hermoso color colorado. Es raro que los colores del mundo real parezcan reales de verdad sólo cuando se los ve en la pantalla.

Bueno, mientras miraba empecé a darme cuenta de que no me sentía del todo bien, y pensé que era la desnutrición y mi estómago que no estaba preparado para la rica pischa y las vitaminas. Pero traté de olvidarme, y me concentré en la película siguiente, que empezó en seguida, hermanos míos, sin tiempo ni para respirar. Esta vez trataba de una joven débochca a quien le daban el viejo unodós unodós primero un málchico después otro después otro después otro, y ella crichando muy gronco por los altavoces, y al mismo tiempo se oía una música muy patética y trágica. Todo era real, muy real, aunque si uno pensaba bien en el asunto, no se podía imaginar que una liuda aceptara que le hiciesen eso en una película, y si esto lo filmaban en nombre de la moral o el Estado no se podía imaginar que lo permitiesen sin intervenir. De modo que tenía que ser un trabajo muy hábil, lo que llaman armar, o montar, o cualquier otra vesche por el estilo. Porque era muy real. Y cuando le llegó el turno al sexto o séptimo málchico, que se burlaba y smecaba y se disponía a hacer la cosa, y la débochca crichaba como besuña en la banda de sonido, comencé a sentirme mal. Me dolía todo el cuerpo, y tenía ganas de vomitar y al mismo tiempo no tenía ganas, y empecé a sentirme nervioso, oh hermanos míos, pues estaba atado y rígido en el sillón. Cuando terminó la escena, slusé la golosa de este doctor Brodsky que decía desde el tablero de mando: -¿Reacción alrededor de doce punto cinco? Promisorio, promisorio.

Sin parar pasamos a otro lontico de película, y esta vez era nada más que un litso humano, una cara humana muy pálida que estaba sujeta, y a la que le hacían diferentes vesches podridas. Yo transpiraba un poco por el dolor en las tripas, y la sed horrible, y la golová que me hacía zrob zrob zrob, y se me ocurrió que si no videaba esa película tal vez no me sentiría tan enfermo. Pero no podía cerrar los glasos, y aunque trataba no conseguía sacarlos de la línea de fuego de la película. Así que tuve que seguir videando lo que pasaba, y oyendo las más atroces crichadas que salían de ese litso. Sabía que no podía ser realmente real, pero eso no cambiaba las cosas. Yo estaba retorciéndome, pero no podía vomitar, y vi primero una britba que arrancaba un ojo, después cortaba la mejilla, y luego hacía raj raj raj aquí y allá, mientras el crobo colorado inundaba el lente de la cámara. En eso comenzaron a arrancarle los dientes con un par de pinzas, y la crichada y la sangre eran terroríficas. Aquí slusé la voz del doctor Brodsky que decía: -Excelente, excelente, excelente.

El siguiente lontico de película mostraba una vieja que tenía un negocio, y un montón de málchicos que la pateaban entre risas groncas, y después destrozaban el negocio y lo incendiaban. Se podía videar a la pobre ptitsa starria tratando de arrastrarse fuera de las llamas, gritando y crichando, pero como le habían roto una pierna a patadas, no podía moverse. Así que las llamas la envolvían, y uno podía videarle el litso doloroso como pidiendo ayuda entre el fuego, y que después desaparecía tragado por las llamas, y entonces se slusaba el más gronco , doloroso y doliente grito que haya lanzado nunca una golosa humana. Y entonces supe que iba a vomitar, de modo que criché:

– Quiero vomitar. Por favor, déjenme vomitar. Por favor, tráiganme algo para vomitar. -Pero este doctor Brodsky replicó:

– Pura imaginación. No tiene por qué preocuparse. Ya viene otra película. -Tal vez quiso hacer una broma, porque oí como una smecada en la oscuridad. Y entonces tuve que empezar a videar una película repugnante sobre la tortura japonesa. Era en la guerra de 1939-1945, y aparecían soldados clavados a los árboles, y debajo encendían fuego, y después les cortaban los yarblocos, e incluso se videaba cómo le cortaban la golová a un soldado de un sablazo; la cabeza rodaba, y la rota y los glasos parecían seguir vivos, y el ploto del soldado continuaba corriendo, y del cuello le brotaba una fuente de crobo , y al final se derrumbaba, y todo el tiempo los japoneses se reían como locos. Los dolores en la barriga, y la cabeza, y la sed que yo sentía eran terribles, y todo parecía venir de la pantalla. Así que criché :

– iParen la película! iPor favor, paren eso! iNo puedo soportar más! -Y la golosa de este doctor Brodsky dijo:

– ¿Que paremos? ¿Que paremos, dijiste? Caramba, si apenas hemos comenzado. -Y él y los otros smecaron de veras.

5

No quiero explicarles, oh hermanos, qué otras horribles vesches me obligaron a videar esa tarde. Las mentes de este doctor Brodsky y el doctor Branom y los otros de chaquetas blancas, y recuerden que estaba esta débochca manejando las llaves y mirando los medidores, deben haber sido más calosas y sucias que cualquier prestúpnico de la propia staja. Porque no me parece posible que a un veco se le ocurriese siquiera hacer películas con lo que me obligaban a videar, atado al sillón y los glasos abiertos a la fuerza. Lo único que yo podía hacer era crichar muy gronco que pararan, que pararan, y así en parte ahogaba el ruido de los que dratsaban y peleaban, y también de la música que acompañaba todo. Ya se imaginan qué alivio fue cuando vi la última película y este doctor Brodsky dijo, con una golosa aburrida y somnolienta: -Creo que es suficiente para el Día Uno, ¿no le parece, Branom? -Y se encendieron las luces, y la golová me palpitaba como un motor bolche y grande que fabrica dolores, y tenía la rota toda seca y calosa, y la sensación de que podía vomitar hasta el último pedazo de pischa que había comido, oh hermanos míos, desde el día que me destetaron.- Muy bien -dijo este doctor Brodsky-, pueden llevarlo a la cama. -Me dio unos golpecitos en el plecho y dijo: -Bien, bien. Un comienzo muy promisorio -sonriendo con todo el litso, y se alejó seguido por el doctor Branom; pero antes de irse el doctor Branom me echó una sonrisa muy druga y simpática, como si él no tuviese nada que ver con esta vesche, y lo hiciese obligado como yo.

En fin, me soltaron el ploto atado al sillón y la piel encima de los glasos, así que pude abrirlos y cerrarlos de nuevo, y bien que los cerré, oh hermanos míos, por el dolor y los latidos de la golová, y luego me pusieron en la vieja silla de ruedas, y sentí que me llevaban a mi malenco dormitorio, y el subveco que empujaba el carrito canturreaba una podrida canción pop, de modo que casi rugí: -Cállate de una vez -pero se limitó a smecar y dijo: -No te preocupes, amigo -y siguió cantando más fuerte. Me pusieron en la cama, pero yo seguía bolnoyo y no podía dormir, aunque pronto empecé a sentirme un malenco mejor, y ahí nomás me trajeron un chai caliente con mucho moloco y sacarro, y al pitearlo comprendí que la horrible pesadilla era cosa pasada y concluida. En eso entró el doctor Branom, todo simpatía y sonrisas, y me dijo:

– Bien, según mis cuentas ahora comienzas a sentirte mejor, ¿no es así?

– Señor -respondí con voz cansada. No entendí muy bien de qué goboraba con ese asunto de las cuentas, porque sentirse mejor después de estar bolnoyo es asunto de uno, y nada tiene que ver con cuentas. El doctor Branom se sentó, muy amable y drugo, en el borde de la cama, y me dijo:

– El doctor Brodsky está muy contento contigo. Tuviste una reacción muy positiva. Por supuesto, mañana habrá dos sesiones, por la mañana y por la tarde, y supongo que luego te sentirás un poco decaído. Pero si queremos curarte tenemos que ser duros.

– ¿Quiere decir que tendré que aguantar…? Es decir, ¿otra vez esas…? Oh, no -dije-. Fue horrible.

– Por supuesto que fue horrible -sonrió el doctor Branom-. La violencia es algo muy horrible. Eso precisamente es lo que estás aprendiendo ahora. Tu cuerpo lo está aprendiendo.

– Pero -dije- no entiendo nada. No entiendo por qué me sentí tan enfermo. Antes no me enfermaba nunca. Todo lo contrario. Quiero decir, que si lo hacía o miraba, me sentía realmente joroschó. No veo ahora por qué o cómo o qué…

– La vida es algo maravilloso -observó el doctor Branom con una golosa muy solemne-. ¿Quién conoce realmente esos milagros que son los procesos de la vida, la estructura del organismo humano? Por supuesto, el doctor Brodsky es un hombre notable. Lo que ahora te ocurre es lo que debiera ocurrirle a cualquier organismo humano normal y sano que observa las fuerzas del mal, el trabajo del principio de destrucción. Estamos curándote, te estamos devolviendo la salud.

– No me parece -dije-, y no entiendo nada. Lo que ustedes consiguieron es que me sienta muy enfermo.

– ¿Te sientes enfermo ahora? -preguntó, siempre con la vieja sonrisa druga en el litso-. Estás bebiendo té, descansando, charlando tranquilamente con un amigo… ¿no es cierto que te sientes bien?

Busqué como escuchando y tanteando dolores y malestares en la golová y el ploto, claro que con algún temor, pero era cierto, hermanos; me sentía realmente joroschó, y hasta tenía ganas de comer. -No sé -dije-. Seguro que hacen algo para que me sienta enfermo. -Y fruncí el ceño, tratando de recordar.

– Esta tarde te sentiste mal -dijo el doctor Branom- porque estás mejorando. El hombre sano siente náusea y miedo cuando se encuentra con cosas odiosas. Te estás curando, eso es todo. Y mañana a la misma hora te sentirás mejor todavía. -El doctor Branom me dio una palmadita en la noga y salió de la habitación, y yo traté de descifrar lo mejor posible toda la vesche. Pensé que tal vez eran los cables y las otras vesches que me habían puesto en el ploto los que me provocaban esos malestares, y que en realidad todo era un truco. Seguía pensando en el asunto y preguntándome si valdría la pena resistirse al día siguiente, cuando me quisieran atar al sillón, armando una buena dratsada con todos, porque yo tenía mis derechos, cuando vino a verme otro cheloveco . Era un veco starrio y sonriente, Encargado de Egresos según dijo, y traía un montón de papelitos.

– ¿Adónde irás cuando salgas de aquí? -En realidad, no había pensado en esa clase de vesche, y sólo ahora comenzaba a entender que muy pronto sería un málchico suelto y libre; y entonces vi que eso ocurriría sólo si yo aceptaba todo, y no empezaba a dratsar, crichar, y rehusarme, y esas cosas.

– Oh, iré a casa -dije-. De vuelta con pe y eme.

– ¿Con quién? -Claro, el veco no conocía la jerga nadsat , así que le aclaré:

– Con mis padres, en la vieja y querida casa de vecindad.

– Comprendo -dijo-. ¿Cuándo fue la última vez que te visitaron?

– Un mes -contesté- más o menos. Suspendieron un tiempo las visitas porque una ptitsa le pasó un poco de pólvora a un prestúpnico. y castigaron también a los inocentes, lo cual fue una jugada calosa. Así que desde hace un mes no tengo visitas.

– Comprendo -dijo el veco-. ¿Y saben tus padres de tu traslado y tu próxima libertad? -Ese slovo libertad tenía un svuco realmente hermoso.

– No -contesté, y luego-: Será toda una sorpresa para los dos, ¿verdad? Yo entro por la puerta y digo: «Aquí estoy, otra vez un veco libre».Sí, realmente joroschó.

– Bien -dijo el Encargado de Egresos-, lo dejaremos así. Lo importante es que tengas dónde vivir. Bueno, está también el problema del trabajo ¿no? -y me mostró una larga lista de empleos posibles, pero yo pensé que para eso había tiempo de sobra. Primero un lindo y malenco descanso. Podía buscarme una crastada apenas saliera y llenarme así los carmanos, pero tendría que hacerlo con mucho cuidado y completamente odinoco. Ya no confiaba en los supuestos drugos. Así que le dije a este veco que dejáramos estar un poco la cosa, y que ya volveríamos a goborarla. El veco dijo bien bien bien y se preparó para salir. Descubrí que era un tipo muy raro de veco, pues en ese momento soltó una risita y luego dijo: -¿Te gustaría darme un puñetazo en la cara, antes que me vaya? -Me pareció que yo no había slusado bien, y le pregunté:

– ¿Qué?

– ¿No te gustaría -aquí otra risita- darme un puñetazo en la cara? -Lo miré con el ceño fruncido, muy asombrado, y pregunté:

– ¿Por qué?

– Oh -dijo-, sólo para ver cómo andas. -Y me acercó mucho el litso, con una sonrisa satisfecha en toda la rota. Así que levanté el puño y se lo descargué sobre el litso, pero el veco se apartó realmente scorro, siempre sonriendo, y mi ruca pegó al aire. Me pareció muy extraño, y fruncí el ceño mientras él se alejaba, smecando a todo trapo. Y entonces, hermanos míos, me sentí otra vez realmente enfermo, lo mismo que durante la tarde, aunque sólo un par de minutos. Se me pasó scorro, y cuando trajeron la cena descubrí que tenía buen apetito, y que estaba dispuesto a devorarme el pollo asado. Pero era curioso que el cheloveco starrio me hubiese pedido un tolchoco en el litso. Y más raro todavía que yo hubiese sentido ese malestar.

Pero lo peor de todo fue que esa noche, cuando me quedé dormido, oh hermanos, tuve una pesadilla, y como todos se imaginarán soñé con una de esas escenas de película que yo había visto a la tarde. Un sueño o una pesadilla es en realidad una película dentro de la golová, excepto que entonces parece que uno puede caminar y participar en todo. Y eso es lo que me ocurrió. Era la pesadilla de una de las películas que me habían mostrado al final de la tarde, acerca de los málchicos smecantes que le hacían la ultraviolencia a una joven ptitsa, y la ptitsa crichaba mientras le salía el crobo rojo rojo, con todos los platis rasreceados realmente joroschó. Yo participaba de la vesche , smecando y siendo el líder de todo, vestido a la última moda nadsat. Pero en lo mejor de la dratsada y los tolchocos me sentí como paralizado y quise vomitar, y todos los demás málchicos smecaron realmente gronco . De modo que dratsé para volver a despertar, chapoteando en mi propio crobo, y había litros y galones, y al final me encontré en este dormitorio, en la cama. Quería vomitar, así que me levanté temblando para salir al corredor donde estaba el viejo WC. Pero ¿saben?, hermanos, habían cerrado la puerta del dormitorio con llave. Y al volverme videé por primera vez que había barrotes en la ventana. Y entonces, cuando extendí la ruca para retirar la bacinilla guardada en la malenca mesa de noche, al Iado de la cama, videé que no tenía modo de escapar de todo esto. Pero todavía no me atrevía a meterme de nuevo en la golová dormida. Pronto descubrí que, después de todo, no deseaba vomitar, pero me sentía puglio ante la idea de acostarme de nuevo en la cama. En fin, poco después me dormí, y ya no volví a soñar.

6

– Basta, basta, basta -crichaba yo sin parar-. Paren eso, grasños bastardos, que ya no aguanto. -Hermanos, era el día siguiente, y había hecho de veras lo posible por la mañana y la tarde, siguiéndoles el juego, sentado en esa silla de tortura como un málchico joroschó amable y bien dispuesto, mientras pasaban en la pantalla sucias escenas de ultraviolencia, y yo tenía los glasos bien abiertos para videarlo todo, y el ploto, las rucas y las nogas atados al sillón, de modo que no podía moverme. Lo que ahora me obligaban a videar no era en realidad una vesche que antes me hubiese parecido muy mala; sólo eran tres o cuatro málchicos crastando una tienda y llenándose de dinero los carmanos, al mismo tiempo que jugaban con la ptitsa starria y crichante de la tienda, y la tolchocaban y le hacían brotar el crobo rojo rojo. Pero el latido y el bum bum bum bum en mi golová y las ganas de vomitar y la sed asquerosa y raspante en la rota, todo eso era peor que el día anterior. -Oh, basta, basta -exclamé-. No es justo, sodos vonosos -y traté de despegarme de la silla, pero no era posible, yo estaba allí como clavado.

– Excelente -crichó este doctor Brodsky-. Está yendo muy bien. Una más y hemos terminado.

Bueno, otra vez la starria guerra de 1939-1945, y era una película toda manchada, con rayas y grietas, y se podía videar que había sido hecha por los alemanes. Comenzaba con las águilas alemanas y la bandera nazi y esa cruz toda retorcida que a los málchicos de la escuela les gusta dibujar, y había oficiales alemanes muy altaneros y nadmeños caminando por calles polvorientas, entre agujeros de bombas y edificios caídos. Después se vieron unos liudos fusilados contra la pared, oficiales dando órdenes y también horribles plotos nagos tirados en las alcantarillas, todos como jaulas de costillas peladas y las nogas blancas y delgadas. Después aparecían otros liudos que crichaban, pero eso no se oía en la banda de sonido, oh hermanos -el único sonido era la música-, y los oficiales los tolchocaban mientras se los llevaban a la rastra. Y en eso, a pesar de todo el dolor y las náuseas, comprendí que la música que resonaba y crepitaba en la banda de sonido era de Ludwig van, el último movimiento de la Quinta Sinfonía, y entonces criché como un besuño: -¡Basta! -criché-. Basta, sodos grasños y asquerosos. ¡Un pecado, sí, eso, eso, un sucio e imperdonable pecado, brachnos! -No suspendieron en seguida la filmación, porque sólo faltaban un minuto o dos- unos liudos apaleados y crobosos, más pelotones de fusilamiento, luego la vieja bandera nazi y FIN. Pero cuando se encendieron las luces, este doctor Brodsky y también el doctor Branom estaban de pie frente a mí, y el doctor Brodsky decía:

– ¿Qué decías acerca del pecado, eh?

– Eso -dije, sintiéndome muy enfermo-. Usar de ese modo a Ludwig van. Él no le hizo daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música. -Y entonces me sentí realmente enfermo, y tuvieron que traerme un recipiente que tenía forma de riñón.

– La música -dijo el doctor Brodsky, como hablándose a sí mismo-. De modo que le gusta la música. No sé nada de música, excepto que intensifica bien las emociones. Bueno, bueno. ¿Qué opina, doctor Branom?

– No puede evitarlo -replicó el doctor Branom-. El hombre destruye lo que ama, como dijo el poeta-prisionero. Quizás hemos encontrado el factor personal de castigo. Esto seguramente complacerá al director.

– Denme de beber -dije-. Por amor de Bogo. -Suéltenlo -ordenó el doctor Brodsky-. Tráiganle una jarra de agua helada. -Así que los subvecos se lanzaron a cumplir las órdenes, y poco después yo estaba piteando galones y más galones de agua, y era una felicidad, oh hermanos míos. El doctor Brodsky dijo:

– Pareces un joven bastante inteligente. Además, se diría que tienes cierto gusto. El único inconveniente es esa inclinación a la violencia, ¿no es así? Violencia y robo, y el robo como forma de la violencia. -Yo no goboré una sola palabra, hermanos. Todavía me sentía enfermo, aunque ahora un malenco mejor. Pero había sido un día espantoso.- Bien -continuó el doctor Brodsky-, ¿qué piensas de todo esto? Dime, ¿qué crees que te estamos haciendo?

– Me hacen enfermar, me siento mal cada vez que veo esas sucias películas perversas. Aunque en realidad no es por las películas. Creo que si dejara de verlas no volvería a enfermarme.

– Justo -dijo el doctor Brodsky-. Asociación, el método educativo más antiguo del mundo. ¿Y cuál es la verdadera causa de que te sientas mal?

– Esas vesches grasñas y podridas que me han puesto en la golová y el ploto -repliqué-. Eso es.

– Muy curioso -comentó el doctor Brodsky- ese dialecto de la tribu. ¿Sabe usted de dónde viene, Branom?

– Fragmentos de una vieja jerga -dijo el doctor Branom, que ya no tenía un aire tan amistoso-. Algunas palabras gitanas. Pero la mayoría de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal.

– Bien bien bien -dijo el doctor Brodsky, un poco impaciente, como si el asunto ya no le interesara-. Bien -repitió, volviéndose hacia mí-, no son los cables. Nada tiene que ver con los cables que te conectamos al cuerpo. Sólo sirven para medirte las reacciones. ¿De qué se trata, pues?

Claro, entonces videé qué schuto besuño había sido, no dándome cuenta de que todo venía de las hipodérmicas en la ruca. -Oh -criché-, oh, ahora lo video todo. Un truco sucio, vonoso y caloso. Una traición, sodos , y no me la harán otra vez.

– Mejor que protestes ahora -dijo el doctor Brodsky-. Así lo aclararemos todo en seguida. Podríamos meterte en el cuerpo esta sustancia de Ludovico por distintos medios. Oralmente por ejemplo. Pero el método subcutáneo es el mejor. Por favor, no te resistas. No tiene objeto. No nos vencerás.

Grasños brachnos -dije, medio lloriqueando. Y continué: -No me importa lo de la ultraviolencia y toda esa cala. Puedo aguantarlo. Pero no es justo meterse con la música. No es justo que me enferme cuando estoy slusando al hermoso Ludwig van y G. F. Handel, y otros. Todo lo cual demuestra que ustedes son un perverso montón de sodos , y nunca los perdonaré.

Pareció que los dos se quedaban pensativos. Luego, el doctor Brodsky observó: -Siempre es difícil poner límites. El mundo es uno, y es una la vida. La actividad más dulce y celestial participa en alguna medida de la violencia; por ejemplo, el acto amoroso, o la música. Hemos de correr ciertos riesgos, muchacho. Tú elegiste. -No entendí todos esos slovos, pero contesté:

– No necesitamos seguir, señor. -Astuto, yo había cambiado un malenco el tono.- Ya me demostraron que toda esta dratsada y la ultraviolencia y el asesinato están mal, mal, terriblemente mal. Aprendí la lección, señores. Ahora comprendo lo que nunca había visto antes. Estoy curado, gracias a Dios. -Y levanté piadosamente los glasos al techo. Pero los dos doctores menearon tristemente las golovás, y el doctor Brodsky dijo:

– Todavía no estás curado. Falta mucho por hacer. Sólo cuando tu cuerpo reaccione pronta y violentamente a la violencia, como si estuviera frente a una víbora, sin ayuda nuestra, sin medicinas, entonces podremos…

– Pero, señor -lo interrumpí-, señores, ya veo que está mal. Está mal porque va contra la sociedad, está mal porque todos los vecos de la tierra tienen derecho a vivir y a ser felices sin que los golpeen, tolchoquen y apuñalen. Aprendí mucho, de veras lo digo. -Pero el doctor Brodsky smecó ruidosamente, mostrando todos los subos blancos, y dijo:

– La herejía de la edad de la razón -o unos slovos por el estilo-. Veo lo que es justo y lo apruebo, pero hago lo que es injusto. No, no, muchacho, tienes que ponerte en nuestras manos. Pero alégrate. Pronto todo terminará. En menos de dos semanas serás un hombre libre. -Brodsky me dio unas palmaditas en el plecho.

Menos de dos semanas, hermanos y amigos míos, fue como toda una vida. Fue como vivir desde el principio al final del mundo. Catorce años completos en la staja hubiesen sido nada comparados con esto. Todos los días lo mismo. Cuando apareció la débochca con la hipodérmica, cuatro días después de esta goborada con el doctor Brodsky y el doctor Branom, no pude más y le dije: -Oh, no, nada de eso -y le di un tolchoco en la ruca, y la jeringa fue a parar tincle-tinc-tinc al suelo. Era para ver lo que harían. Lo que hicieron fue traer a cuatro o cinco subvecos realmente bolches de chaqueta blanca que me sujetaron a la cama, tolchocándome con los litsos sonrientes muy cerca del mío, y entonces la ptitsa enfermera dijo: -Perverso y malvado demonio -mientras me pinchaba la ruca con otra jeringa y me metía la sustancia de un modo brutal y malévolo. Y así, agotado, me llevaron en la silla de ruedas al siny de los infiernos.

Todos los días, hermanos míos, pasaban películas parecidas, todas con patadas y tolchocos y el crobo rojo rojo que goteaba de los litsos y los plotos y se derramaba sobre los lentes de la cámara. Los personajes eran casi siempre málchicos sonrientes y smecantes vestidos a la última moda nadsat; o dientudos torturadores japoneses, o nazis brutales que se libraban de las víctimas a tiros y patadas. Y todos los días empeoraban el deseo de querer morir y las náuseas, y los dolores y calambres en la golová y los subos, y esa sed terrible terrible. Hasta que una mañana quise fastidiar a los bastardos ras ras rasreceándome la golová contra la pared, y que los tolchocos me dejaran inconsciente, pero lo único que ocurrió fue que me enfermé al ver que esta clase de violencia era la misma de las películas, y lo único que conseguí fue agotarme, y entonces me dieron la inyección y me llevaron como siempre en el sillón de ruedas.

Y llegó la mañana en que me desperté y tomé el desayuno de huevos, tostadas y jalea, y chai con leche muy caliente, y entonces pensé: -Ya no falta mucho. Debo de estar cerca del final. Sufrí el máximo, y no puedo más. -Y esperé, esperé, hermanos, que la ptitsa enfermera trajese la jeringa, pero no apareció. Y en eso llegó el subveco de chaqueta blanca, y dijo:

– Hoy, viejo amigo, caminarás sobre tus piernas. -¿Caminaré? -pregunté-. ¿Adónde?

– Al lugar de siempre -dijo el veco-. Sí, sí, no te asombres tanto. Irás a ver las películas, conmigo por supuesto. Ya no irás más en la silla de ruedas.

– Pero -pregunté- ¿qué hay de esa horrible inyección que me dan todas las mañanas? -Hermanos, la novedad me tenía muy sorprendido, porque ellos habían mostrado mucho interés en meterme la vesche de Ludovico, como la llamaban.- ¿No volverán a inyectarme esa podrida sustancia en la pobre ruca dolorida?,

– Nunca más -casi smecó el enfermero-. Por los siglos de los siglos, amén. Ahora te las arreglarás solo, muchacho. Irás con tus propios pies a la cámara de los horrores. Pero todavía te atarán y te obligarán a ver. Vamos, pues, mi tigrecito. -Y tuve que ponerme la bata y los tuflos y bajar por el corredor al mesto de las películas.

Pero esta vez, oh hermanos míos, no sólo me sentí muy enfermo sino además muy asombrado. Lo pasaron todo de nuevo: la vieja ultraviolencia y los vecos con las golovás aplastadas y las ptitsas destrozadas y goteando crobo que crichaban pidiendo compasión, y las peleas y porquerías privadas e individuales de costumbre. Después aparecieron los campos de prisioneros y los judíos, y las grisáceas calles extranjeras atestadas de tanques y uniformes y vecos que caían barridos por las balas, que era el lado público del asunto. Y esta vez no había motivo para las náuseas, la sed y los dolores, excepto el hecho de que me obligaran a videar, pues seguían poniéndome los broches en los glasos, y habían asegurado las nogas y el ploto al sillón, pero ya no tenía los cables y demás vesches aplicados al ploto y la golová. De modo que lo que me estaba pasando era culpa de las películas que videaba, ¿no les parece? Excepto, por supuesto, hermanos, que esta vesche de Ludovico fuese como una vacuna, y que ahora me estuviese viajando por el crobo, y en ese caso me enfermaría siempre siempre siempre cada vez que videase una escena de ultraviolencia. Así que abrí la rota y empecé buuu buuuu buuu, y las lágrimas enturbiaron lo que yo estaba obligado a videar, pues tenía que ir pasando como por una cortina de gotas de rocío plateadas y que corrían y corrían. Pero los brachnos de chaqueta blanca vinieron scorro a limpiarme las lágrimas con unos tastucos, diciendo: -Bueno, bueno, vean qué chiquillo más llorón. -Y entonces todo reapareció claro ante mis ojos, los alemanes que empujaban a los judíos suplicantes y gimientes, vecos y chinas, y málchicos y débochcas, metiéndolos en los mestos donde los ahogarlan a todos con gas venenoso. Buuu juuu juuu otra vez, y en seguida estaban limpiándome las lágrimas, muy scorro, para que no me perdiera ni una vesche solitaria del espectáculo. Fue un día terrible y horrible, oh hermanos míos y únicos amigos.

Esa naito yo estaba tendido en la cama, completamente solo, después de mi cena de guiso de cordero, pastel de frutas y crema helada, y pensaba para mí: Demonios, demonios, demonios, habría tiempo aún si pudiese salir ahora. Pero yo no tenía armas. No me permitían usar britba, y día por medio me afeitaba un veco gordo y calvo que venía a mi cama antes del desayuno, y dos brachnos de chaqueta blanca estaban ahí cerca, videando si yo me comportaba como un buen málchico no violento. Me habían cortado y limado las uñas casi al ras, así que ni siquiera podía arañar. Pero todavía era muy scorro en el ataque, aunque, hermanos, me habían debilitado casi a una sombra de lo que había sido en mis buenos tiempos de málchico libre. Así que ahora bajé de la cama y fui a la puerta cerrada con llave y comencé a descargar golpes fuertes y joroschós, crichando a la vez: -Oh, socorro, socorro. Estoy enfermo, me muero. Doctor doctor doctor por favor, rápido. Oh, me muero. Socorro. -Tenía el gorlo de veras seco y dolorido antes que apareciese alguien. De pronto oí nogas que venían por el corredor y una golosa gruñona, y reconocí entonces la golosa del veco de chaqueta blanca que me traía la pischa y me escoltaba a mi condenación cotidiana. Gruñó a través de la puerta:

– ¿Qué es eso? ¿Qué pasa ahí? ¿Qué juego podrido te traes entre manos?

– Oh, me estoy muriendo -casi gemí-. Tengo un terrible dolor en el costado, aquí. Es apendicitis. Ooooohhh.

– Apendicitis, mierda -gruñó el veco, y entonces, oh hermanos, alcancé a slusar el clanc clanc de las llaves-. Si intentas una jugarreta, amigo, mis compañeros y yo te patearemos toda la noche. -El veco abrió la puerta y junto con él entró el dulce aroma de la promesa de libertad. Bueno, yo estaba detrás de la puerta cuando el veco la abrió, y pude videarlo a la luz del corredor buscándome con los glasos, un poco sorprendido. En eso alcé los dos puños para tolchocarlo fuerte en el cuello, y entonces, lo juro, cuando medio ya lo videaba de antemano tirado en el suelo gimiendo o fuera de carrera y comenzaba a sentir el goce que me subía de las tripas, la náusea cayó sobre mí como una ola y sentí un miedo horrible, como si realmente me fuese a morir. Me acerqué a la cama vacilando y haciendo urg urg urg, y el veco, que no estaba con la chaqueta blanca sino con una bata, videó clarito lo que yo había pensado pues me dijo:

– Bueno, siempre se aprende, ¿verdad? Siempre aparece algo nuevo, ¿no? Vamos, amiguito, levántate de la cama, y pégame. Realmente, me gustaría. Un buen golpe a la mandíbula. Oh, vamos, me muero de ganas. -Pero lo único que pude hacer, hermanos, fue quedarme tendido sollozando juuu juuu juuu.- Basura -rezongó burlón el veco-. Mierda. -Y me alzó por el cuello de la chaqueta del piyama, y yo estaba muy débil y agotado, y luego levantó y descargó la ruca derecha, de modo que recibí un lindo y viejo tolchoco justo en el litso.- Esto -dijo- es por sacarme de la cama, basura. -Y el veco se frotó las rucas una contra la otra suich suich suich y salió. Clic clac hizo la llave en la cerradura.

Y entonces, hermanos, tuve que hundirme en el sueño para escapar de la horrible y perversa impresión de que recibir un golpe era mejor que darlo. Si ese veco no se hubiese ido, yo tal vez le habría ofrecido la otra mejilla.

7

Hermanos, no podía creer a mis propios oídos. Me parecía que había estado en ese mesto vonoso toda una vida, y que me lo pasaría allí eternamente. Pero siempre había sido una quincena, y ahora decían que la quincena casi había terminado.

– Mañana, amiguito, fuera fuera fuera. -Y movieron el viejo pulgar, como apuntando a la libertad. Y el veco de chaqueta blanca que me había tolchocado, y que seguía trayéndome bandejas de pischa y me escoltaba todos los días a la tortura, me dijo luego: -Pero todavía te falta un día importante. Será el examen de salida. -Y el veco smecó con una sonrisa recelosa.

Supuse que esa mañana me llevarían como de costumbre al mesto de las películas en piyama, tuflos y bata. Pero no fue así. Me dieron la camisa y la ropa interior, y mis platis de la noche, y mis joroschós botas de patear, todo bien preparado y lavado o planchado o lustrado. Hasta me devolvieron la britba filosa que había usado en los buenos viejos tiempos en peleas y dratsas. Desconcertado, miré todo esto mientras me vestía, pero el veco de la chaqueta blanca se limitó a sonreír y no quiso goborar palabra, oh hermanos míos.

Me llevaron muy amablemente al mismo viejo mesto, pero había algunos cambios. Habían puesto cortinas frente a la pantalla, y el vidrio opaco ya no estaba bajo los orificios de proyección, tal vez porque lo habían levantado o plegado a los costados como persianas. Y donde antes se oía solamente el ruido de toses cashl cashl cashl cashl y se veían como sombras de liudos ahora había un verdadero público, y en él algunos litsos que yo conocía. Estaba el director de la staja, y el hombre santo, el chaplino como le decían, y el jefe de los chasos, y ese cheloveco muy importante y bien vestido que era el ministro del Interior o Inferior. A los demás no los conocía. También estaban el doctor Brodsky y el doctor Branom, pero no llevaban chaqueta blanca, y se habían vestido ahora como visten los doctores que son importantes y quieren vestirse a la última moda. El doctor Branom estaba y nada más, pero el doctor Brodsky estaba y goboraba con palabras muy complicadas a todos los liudos reunidos. Cuando me videó venir dijo: -Ajá. Aquí, caballeros, presentamos al propio sujeto. Como ven, se encuentra en excelentes condiciones y bien alimentado. Acaba de dormir bien y de tomar un abundante desayuno, y no está drogado ni hipnotizado. Mañana lo devolveremos confiadamente al mundo, un chico tan decente como los que asisten a la escuela dominical, dispuesto a la palabra amable y la colaboración. Qué cambio, caballeros, comparado con el perverso granuja que el Estado condenó a sufrir un castigo estéril hace dos años, y que no cambió nada en ese período. ¿Dije que no cambió? No, no fue así. La prisión le enseñó la sonrisa falsa, las manos untuosas de la hipocresía, la sonrisa obsequiosa y baja. Le enseñó otros vicios, además de confirmar los que practicaba desde hacía tiempo. Pero, caballeros, basta de palabras. Los hechos hablan mejor que las palabras. Bien, acción. Atentos todos.

Yo estaba un poco aturdido por esta goborada, y trataba de entender qué Brodsky hablaba de mí. Entonces se apagaron todas las luces y se encendieron dos reflectores que venían de los orificios de proyección, y uno de ellos iluminaba directamente a Vuestro Humilde y Sufriente Narrador. Y la otra luz fue a fijarse sobre un cheloveco grande y bolche que yo jamás había videado antes. Tenía un litso grasiento, y mostacho, y como mechones de pelo pegados a la golová casi calva. Era de unos treinta, cuarenta o cincuenta años, es decir un starrio que andaba por esa edad. Se me acercó y el reflector lo acompañó, y poco después las dos luces eran una sola más grande. El veco me dijo con mucha burla: -Hola, montón de basura. Puff, no te lavas mucho, qué olor tienes. -Luego, como si estuviera dando pasos de baile, me pisó las nogas, la izquierda y también la derecha, y después me dio un arañazo en la nariz que me dolió como besuño y me llenó los glasos con las viejas lágrimas, y además me retorció el uco izquierdo como si fuera la perilla de una radio. Pude slusar risitas y un par de jajajas realmente joroschós que venían del público. La nariz, las nogas y las orejas me ardían y dolían como besuño, así que le dije:

– ¿Por qué me tratas así? Jamás te hice mal, hermano.

– Ah -dijo este veco-. Mira esto -arañazos a la nariz- y esto -retorcimiento de oreja-, y esto otro -feo pisotón en la noga derecha- pues no me gusta la gente como tú. Y si quieres responder de algún modo, empieza, por favor empieza. -Entonces comprendí que tenía que andar verdaderamente scorro y sacar la britba filosa antes que se me apareciese aquella náusea espantosa, convirtiendo la alegría de la batalla en el sentimiento de que era mejor contenerse. Pero, oh hermanos, cuando mi ruca buscó la britba en el carmano interior, mi glaso mental videó a este cheloveco insultante, y ahora me pedía compasión, y el crobo rojo rojo le corría por la rota, y apenas había aparecido esta imagen cuando llegaron las náuseas, la garganta seca y los dolores, y comprendí que tenía que cambiar muy scorro lo que sentía por este podrido veco, de modo que busqué cigarrillos o dinero en los carmanos, y entonces, oh hermanos míos, como no tenía ninguna de las dos vesches, le dije, medio tembleque y balbuceante:

– Me gustaría darte un cigarrillo, hermano, pero parece que no tengo. -Y el veco me dijo:

– Bah, bah, juuujuuu. Llora, chiquito. -Y ahí nomás me arañó otra vez la nariz con una uña bolche y dura, y pude slusar smecadas muy ruidosas de diversión que venían del público en la oscuridad. Le dije verdaderamente desesperado, procurando mostrarme amable con este veco insultante y agresivo, y parar así los dolores y las náuseas:

– Por favor, déjame hacer algo por ti. -Y rebusqué en mis carmanos; pero sólo encontré la britba filosa, así que la saqué y se la ofrecí, al mismo tiempo que le decía: -Por favor, toma esto, te lo ruego. Un regalito. Te pido que lo aceptes.

– Guárdate esos sobornos hediondos -dijo el veco-. No me convencerás de ese modo. -Me dio un golpe en la ruca y la britba filosa cayó al suelo. Así que le dije: -Por favor, tengo que hacer algo. ¿Te limpio las botas? Mira, me agacho para lamértelas. -Y entonces, hermanos míos, créanlo o bésenme los scharros , me arrodillé y saqué un kilómetro y medio de mi yasicca roja para lamerle las botas grasñas y vonosas. Pero el veco me contestó con una patada -no muy fuerte- en la rota. Entonces pensé que no vendrían las náuseas y el dolor si sólo le agarraba los tobillos con las rucas y lo mandaba al suelo a este grasño brachno . Así lo hice y el veco se llevó una real y bolche sorpresa, porque se fue al suelo entre las risas del podrido público. Pero al videarlo en el suelo sentí que me venía esa sensación horrible, de modo que le ofrecí la ruca para que se levantara scorro, y arriba fue el tipo. Y cuando se disponía a darme un tolchoco realmente feo y perverso en el litso el doctor Brodsky dijo:

– Está bien, suficiente. -Así que este veco horrible medio se inclinó y se alejó muy elegante, como un actor, mientras se encendían las luces encegueciéndome, y yo abría la rota aullando. El doctor Brodsky dijo al público: -Como ven ustedes, nuestro sujeto se siente impulsado hacia el bien porque paradójicamente se siente impulsado al mal. La intención de recurrir a la violencia aparece acompañada por hondos sentimientos de incomodidad física. Para aliviarlos, el sujeto tiene que pasar a una actitud diametralmente opuesta. ¿Alguna pregunta?

– El problema de la elección -dijo una golosa rica y profunda, y era el chaplino de la cárcel-. En realidad, no tiene alternativa, ¿verdad? El interés propio, el temor al dolor físico lo llevaron a esa humillación grotesca. La insinceridad era evidente. Ya no es un malhechor. Tampoco es una criatura capaz de una elección moral.

– Ésas son sutilezas -sonrió a medias el doctor Brodsky-. No nos interesan los motivos, la ética superior. Sólo queremos eliminar el delito…

– Y -agregó el ministro bolche y bien vestido- aliviar la espantosa congestión de las prisiones.

– Bien, bien -dijo alguien.

Hubo mucha goborada y discusión, y yo estaba allí, hermanos, casi completamente ignorado por esos brachnos ignorantes, así que criché:

– Yo, yo, yo. ¿Qué hay de mí? ¿Dónde entro en todo esto? ¿Soy un animal, o un perro? -Y así provoqué una goborada de veras fuerte, y todos me arrojaban slovos. Así que criché más fuerte todavía: -¿No soy más que una naranja mecánica? -No sé qué me llevó a usar esos slovos, hermanos, que se me vinieron a la golová sin pensarlo. Y no sé por qué, pero los hice callar a todos los vecos durante un minuto o dos. Entonces, un cheloveco starrio de tipo profesoral se puso de pie, y tenía un cuello que era como un montón de cables que le salían de la golová y le bajaban al ploto, y me dijo:

– No tienes por qué protestar, muchacho. Elegiste, y esto es el resultado de tu elección. Lo que venga ahora es lo que elegiste tú mismo. -Pero el chaplino de la prisión crichó:

– Oh, ojalá pudiera creerlo. -Y se podía videar que el director lo miraba como diciéndole que no ascendería en la religión carcelera tan alto como él creía. Aquí recomenzó la discusión a gritos, y entonces pude slusar el slovo Amor que iba de un lado para otro, y el propio chaplino de la prisión crichaba tan alto como los demás sobre el Amor Perfecto que Destruye el Miedo, y el resto de esa cala. Y aquí el doctor Brodsky dijo, sonriendo con todo el litso:

– Me alegro, caballeros, de que se haya suscitado esta cuestión del Amor. Ahora veremos en acción una forma del Amor que creíamos muerta, junto con la Edad Media. -Se apagaron las luces y otra vez se encendieron los reflectores, uno enfocado sobre vuestro pobre y doliente Amigo y Narrador, y en el pedazo iluminado por el otro rodó o se deslizó la más hermosa débochca joven que uno hubiera podido imaginar en toda la chisna. Es decir, tenía unos grudos realmente joroschós, que casi se videaban enteros, porque llevaba unos platis que bajaban y bajaban y bajaban por los plechos. Y tenía las nogas como Bogo en el Paraíso, y cuando caminaba uno sentía que se le revolvían las quischcas , aunque el litso era un litso dulce y cordial, joven e inocente. Se me acercó y era de luz, como la luz de la gracia celestial y toda esa cala, y lo primero que me vino a la golová era que quería tumbarla ahí mismo, sobre el suelo, para hacer el viejo unodós unodós realmente salvaje, pero scorro como un tiro me atacó la náusea, como un detective que hubiese estado vigilando desde la esquina y ahora viniese a hacer el arresto. Y el vono del agradable perfume de la débochca inició un movimiento en mis quischcas, y así entendí que tenía que pensar de otro modo en ella, antes que el dolor, la sed y la náusea horrible se me echasen encima verdaderamente joroschós. Así que criché:

– Oh, la más bella y dulce de las débochcas, pongo el corazón a tus pies para que lo pises. Si tuviera una rosa te la daría. Si el suelo estuviera mojado y caloso extendería mis platis para que caminaras encima y no mancharas tus nogas exquisitas con la roña y la cala. -Y mientras decía todo esto, oh hermanos míos, sentía que la náusea iba cediendo.- Permite -criché- que te venere y sea tu auxilio y protector en este mundo perverso. -Entonces me vino el slovo justo, y me sentí mejor, y le dije:- Déjame ser tu auténtico caballero -y otra vez me arrodillé, inclinado casi hasta rozar el suelo.

Y entonces me sentí de veras schuto y tonto, porque todo había sido teatro, y la débochca sonrió y se inclinó ante el público, y salió con paso ágil y elegante, y las luces se encendieron y se oyeron algunos aplausos. Y los glasos de algunos de los starrios vecos del público se les salían de las órbitas al mirar a esta joven débochca, y se videaba en ellos el deseo sucio e impío, oh hermanos míos.

– Será nuestro auténtico cristiano -estaba crichando el doctor Brodsky- dispuesto a ofrecer la otra mejilla, dispuesto a dejarse crucificar antes que a crucificar, que se enfermará ante la mera idea de matar siquiera a una mosca. -Y era cierto, hermanos, porque cuando dijo eso pensé en matar una mosca, y comencé a sentir una ligera náusea, pero ahogué la sensación imaginando que yo alimentaba a la mosca con pedacitos de azúcar, y la cuidaba como a un animalito regalón, y toda esa cala.- Recuperación -crichó el doctor Brodsky-. Alegría ante los Angeles del Señor.

– El hecho es -estaba diciendo con voz gronca el ministro del Inferior- que funciona.

– Oh -dijo el chaplino de la prisión, medio suspirando-, por cierto que funciona, Dios nos asista a todos.

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