TERCERA PARTE

1

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Eso, hermanos míos, era lo que me preguntaba a la mañana siguiente, de pie fuera del edificio blanco que estaba como encajado en la vieja staja, vestido con mis platis nocturnos de dos años antes, a la luz gris del amanecer, con una malenca bolsa donde tenía mis pocas vesches personales y algo de dinero amablemente donado por las vonosas Autoridades para ayudarme a empezar la nueva vida.

El resto del día anterior había sido muy agotador, con las entrevistas grabadas para los telenoticiosos y las fotografías flash flash flash y nuevas demostraciones de cómo me repugnaba la ultraviolencia, y toda esa basura calosa. Y luego me tumbé en la cama, y en seguida, según me pareció, me despertaron para decirme que me fuese, que me marchase, que no querían ver más a Vuestro Humilde Narrador, oh hermanos míos. Y ahí estaba yo muy muy temprano en la mañana, con ese dinero malenco en el carmano izquierdo, haciendo sonar las monedas y preguntándome:

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Desayuno en un mesto, pensé, pues todavía no había comido en la mañana, ya que todos los vecos habían tenido tantas ganas de tolchocarme mostrándome el camino de la libertad. Sólo había piteado una chascha de chai. Esa staja se alzaba en un sector muy tétrico de la ciudad, pero por todas partes había malencos cafés para obreros, y pronto descubrí uno, hermanos míos. Era muy caloso y vonoso, con una lamparilla en el techo y la suciedad de las moscas como oscureciendo la luz, y algunos rabotadores tempranos que sorbían chai y devoraban unas salchichas repulsivas, atragantándose con trozos de klebo, trag trag trag, y luego crichando más. Los servía una débochca muy calosa, pero que tenía unos grudos muy bolches, y algunos de los vecos que estaban allí comiendo trataban de tocarla, y hacían ja ja ja y ella respondía je je je, y el espectáculo me dio náuseas, hermanos. Pero pedí unas tostadas y jalea y chai, todo muy cortésmente y con mi golosa de caballero, y me senté en un rincón oscuro a comer y pitear.

Mientras estaba en eso, entró un malenco enanito, vendiendo las gasettas de la mañana, un prestúpnico grasño y deforme con lentes gruesos de armazón de acero, los platis del color de un budín de grosellas starrio y rancio. Cuperé una gasetta, con la idea de meterme otra vez en la chisna normal videando lo que pasaba en el mundo. Me pareció que era una gasetta del gobierno, pues en la primera página sólo se hablaba de la necesidad de que los vecos volviesen a elegir al gobierno en la próxima elección general, que según decían se haría en unas dos o tres semanas. Había slovos muy sonoros acerca de lo que el gobierno había hecho, hermanos míos, en el último año o cosa así, con el aumento de las exportaciones, y la política exterior realmente joroschó y el mejoramiento de los servicios sociales y toda esa cala. Pero de lo que en realidad más se alababa el gobierno era de que en los últimos seis meses había mejorado la seguridad en las calles para todos los liudos amantes de la paz que andaban de noche, y esto gracias al aumento de los sueldos de la policía y al hecho de que la policía procedía ahora con mano dura contra los jóvenes matones, los ladrones, los pervertidos y toda esa cala. Lo que interesó bastante a Vuestro Humilde Narrador. Y en la segunda página de la gasetta había una fotografía borrosa de alguien que me pareció muy conocido, y que en definitiva no era otro que yo yo yo. Tenía una cara sombria y como atemorizada, pero eso era realmente por los fogonazos que hacían pop pop todo el tiempo. Debajo de mi foto se decía que yo era el primer graduado del nuevo Instituto Estatal de Recuperación de Criminales, curado de los malos instintos en sólo una quincena, y ahora un buen ciudadano temeroso de la ley y toda esa cala. Después vi que había un artículo muy elogioso sobre la Técnica de Ludovico, y de lo inteligente que era el gobierno, y toda esa cala. Después venía otra foto de un veco que me pareció conocido, y era este ministro del Inferior o Interior. Parece que había estado vanagloriándose un poco, y pronosticando una época sin delitos, en la que nadie tendria miedo a los cobardes ataques de los jóvenes matones y pervertidos y ladrones y toda esa cala. Así que hice ajjjjj y tiré al suelo la gasetta, y fue a cubrir las manchas de chai derramado y los gargajos horribles de los vonosos animales que venían al cafetín.

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Lo que ahora me proponía hacer, hermanos, era irme a casa y darles una bonita sorpresa a papapa y a ma, yo, el único hijo y heredero de regreso al seno de la familia. Allí podria recostarme en la cama de mi propia y malenca madriguera, y slusar un poco de buena música, y al mismo tiempo podria pensar lo que haria yo con mi chisna. El Encargado de Egresos me había dado el día anterior una larga lista de los empleos que yo podía probar, y había telefoneado a diferentes vecos acerca de mí; pero yo no queria, hermanos míos, ponerme a rabotar en seguida. Ante todo un malenco descanso, sí, y un poco de trabajo mental en la cama, oyendo la buena música.

Así que tomé el ómnibus al centro de la ciudad, y luego el que va a la avenida Kingsley, porque el edificio 18A está ahí cerca. Créanme, hermanos, si les digo que el corazón me hacía clop clop clop a causa de la excitación. Todo estaba tranquilo, pues era temprano y una mañana de invierno, y cuando entré en el vestíbulo del edificio no había ningún veco por ahí, sólo las chinas y los vecos nagos de la Dignidad del Trabajo. Lo que me sorprendió, hermanos, fue el modo como los habían limpiado, de modo que ya no les salían slovos sucios de las rotas a los Trabajadores Dignificados, ni se veían tampoco las partes indecentes del cuerpo que los málchicos de mente sucia aficionados al lápiz habían dibujado en los plotos desnudos. Y también me llamó la atención que el ascensor funcionara. Vino zumbando cuando apreté el nopca eléctrico; entré y me sorprendió de nuevo videar que todo estaba limpio dentro de la jaula.

Subí al décimo piso, y allí vi el 10-8 como estaba antes, y la ruca me tembló y se estremeció cuando saqué del carmano el pequeño quilucho . Metí firmemente el quilucho en la cerradura y lo hice girar; luego abrí y entré y me encontré con tres pares de glasos sorprendidos y casi atemorizados que me miraban, y eran pe y eme que estaban tomando el desayuno, pero también otro veco al que nunca había videado en toda mi chisna, un veco bolche y grueso en camisa y tirantes, muy en su casa, hermanos, tragando el chai con leche y munchmunchmunch los huevos y las tostadas. Y este veco extraño fue el primero que habló:

– ¿Quién es usted, amigo? ¿Dónde consiguió esa llave? Afuera, antes de que le aplaste la cara. Salga y golpee. Explique qué lo trae, pronto.

Pe y eme se quedaron como petrificados, y pude videar que no habían leído la gasetta, y recordé entonces que la gasetta llegaba cuando papapa ya había salido para el trabajo. Pero entonces eme dijo: -Oh, te fugaste. Huiste. ¿Qué haremos ahora? Vendrá la policía, oh oh oh. Oh, muchacho perverso y malvado, que así -nos avergüenzas. -Y créanlo o bésenme los scharros, comenzó la función de buuu buuu. Así que empecé a explicar la cosa, podían telefonear a la staja si querían, y mientras tanto el desconocido estaba ahí sentado, frunciendo el ceño y mirando como si pudiera aplastarme el litso con el puño peludo, bolche y carnoso. Así que dije:

– ¿Qué le parece si me contesta unas cuantas, hermano? ¿Qué está haciendo aquí y por cuánto tiempo? No me gustó el tono de lo que acaba de decir. Andese con cuidado. Vamos, hable. -Era un veco de tipo obrero, muy feo, de unos treinta o cuarenta años, y ahora me miraba con la rota abierta, sin goborar slovo . Entonces mi pe dijo:

– Todo esto es un poco desconcertante, hijo. ¿Por qué no nos escribiste que venías? Creímos que pasarían por lo menos cinco o seis años antes que te soltaran. No quiero decir -agregó, y su tono era muy sombrío- que no nos agrade mucho verte otra vez, y además libre.

– ¿Quién es éste? -pregunté-. ¿Por qué no me habla? ¿Qué hace aquí?

– Es Joe -dijo mi ma-. Ahora vive aquí. Es nuestro pensionista. Oh, Dios Dios Dios.

– Tú -intervino este Joe-, sé bastante de ti, muchacho. Sé lo que hiciste, y que les destrozaste el corazón a tus pobres y doloridos padres. Así que regresaste, ¿eh? Volviste para amargarles otra vez la vida, ¿no? Tendrás que pasar sobre mi cadáver, porque me han permitido ser un hijo más que un inquilino. -Yo casi hubiese podido smecarme a todo trapo al oír eso si el viejo rasdrás interior no me hubiese provocado una sensación de náusea, porque este veco parecía tener casi la misma edad que mi pe y mi eme, y ahí estaba tratando de abrazar a mi llorosa ma con una ruca protectora de hijo, oh hermanos míos.

– Ajá -dije, y sentí que yo mismo estaba próximo a llorar-. De modo que así son las cosas. Bien, le doy cinco largos minutos para sacar de mi cuarto todas sus horribles y calosas vesches. -Y me fui al cuarto, y este veco era un malenco demasiado lento para detenerme. Cuando abrí la puerta se me fue a la alfombra el corazón, pues videé que ya no era más mi cuarto, hermanos. Habían quitado de las paredes todas mis banderas, y este veco había puesto fotografías de boxeadores, y también un equipo sentado con las rucas cruzadas y al frente como un escudo de plata. Y entonces videé qué otra cosa faltaba. Mi estéreo y mis estantes de discos ya no estaban allí, ni el cofre cerrado que guardaba las botellas y las drogas y dos jeringas brillantes y limpias.- Alguien estuvo haciendo un trabajo vonoso y sucio -criché-. ¿Qué hizo con mis vesches personales, horrible bastardo? -Le estaba hablando a Joe, pero fue mi pe el que contestó:

– La policía se lo llevó todo, hijo. ¿Sabes?, el nuevo reglamento acerca de la indemnización a las víctimas.

Me costó mucho no enfermarme de veras, pero la golová me dolía de lo peor, y sentía la rota tan seca que me vi obligado a beber scorro un trago de la botella de leche que estaba sobre la mesa, y este Joe dijo: -Modales de cerdo sucio.

– Pero la ptitsa murió -dije-. Ésa murió.

– Fue por los gatos, hijo -dijo mi pe con gesto dolorido-, que no tenían quien los cuidara hasta que se leyera el testamento, de manera que había que alimentarlos. Por eso la policía vendió tus cosas, ropas y todo, para que los cuidasen. Así es la ley, hijo. Pero a ti nunca te preocupó mucho la ley.

Aquí tuve que sentarme, y este Joe dijo: -Pide permiso antes de sentarte, cerdo sin educación -y yo le respondí scorro con-: Cierra tu sucio y gordo agujero -y me sentí enfermo. En seguida procuré mostrarme razonable y cordial, en bien de mi salud, así que les dije-: Ése es mi cuarto, ¿verdad? Ésta es mi casa también. ¿Qué opinan ustedes, pe y eme? -Pero los dos parecían contrariados, mi eme un poco conmovida, el litso todo arrugado y húmedo por las lágrimas, y luego mi pe dijo:

– Hay que pensarlo, Alex. No podemos echar a Joe, así de buenas a primeras, ¿no es cierto? Quiero decir que Joe tiene un contrato de trabajo, creo que por dos años, y nosotros llegamos a un arreglo, ¿no es verdad, Joe? Quiero decir, hijo, pensamos que estarías mucho tiempo en la cárcel, y ese cuarto de nada servía. -En el litso se le veía que estaba un poco avergonzado. Así que me limité a sonreír y medio asentí.

– Ya video todo -dije-. Ustedes se acostumbraron a un poco de paz y a un poco de dengo extra. Así son las cosas. Y el hijo que tuvieron no es ni fue otra cosa que una molestia terrible. -Y entonces, hermanos míos, créanme o bésenme los scharros, me eché a llorar, y a sentirme muy compadecido de mí mismo. Así que mi pe dijo:

– Bien, ya ves, hijo, Joe pagó el alquiler del mes próximo. Es decir, no importa lo que hagamos, pero no podemos decirle a Joe que se marche, ¿no es así, Joe? -Y este Joe contestó:

– Yo tengo que pensar en ustedes dos, que han sido para mí como un padre y una madre. ¿Sería justo o equitativo que me fuese y los dejase a merced de las dulces atenciones de este joven monstruo, que nunca fue un verdadero hijo? Ahora está llorando, pero eso no es más que maña y trampa. Que se vaya y busque un cuarto por ahí. Que comprenda sus errores, y que un mal muchacho como él no merece una mamá y un papá como los que tuvo.

– Muy bien -dije, poniéndome de pie, y las lágrimas seguían corriéndome-. Ahora sé cómo están las cosas. Nadie me quiere ni me desea. He sufrido y sufrido y sufrido y todos quieren que siga en lo mismo. Ahora lo entiendo.

– Hiciste sufrir a otros -observó este Joe-. Es justo que ahora tú también sufras. Me han contado todo lo que hiciste, sentado aquí por la noche a la mesa familiar, y bastante que me impresioné. Cuando conocí tu historia, me sentí enfermo de veras.

– Quisiera -dije- estar otra vez en la prisión. La vieja y querida staja. Ahora me marcho. No volverán a videarme. Seguiré mi propio camino, muchas gracias. y que les pese en la conciencia.

– No lo tomes así, hijo -contestó mi pe, y mi eme empezó otra vez buuujuuujuuu, con el litso todo retorcido y realmente feo, y este Joe le volvió a poner la ruca sobre los hombros, y la palmeaba y le decía vamos vamos vamos como verdadero besuño. y fui vacilando hacia la puerta y salí, dejándolos que se las arreglaran a solas con esa culpa horrible que ellos sentían, oh hermanos míos.

2

lteando por la calle como sin rumbo fijo, hermanos, en esos platis nocturnos que llamaban la atención de los liudos cuando me cruzaba con ellos, sintiendo mucho frío también, pues era un día de invierno bastardo, lo único que yo deseaba era alejarme de todo y no tener que pensar más en ninguna vesche. Así que tomé el ómnibus al centro, y luego volví caminando hacia la plaza Taylor, y allí estaba la disquería MELODÍA a la que yo solía favorecer con mis inestimables compras, oh hermanos míos, y parecía más o menos el mismo tipo de mesto, y al entrar esperé videar allí al viejo Andy, el veco calvo y muy delgado, siempre servicial, a quien yo había cuperado discos en otras épocas. Pero Andy no estaba ahora, hermanos, y sólo se oían los gritos y las crichadas de los málchicos y las ptitsas nadsats -adolescentes- que slusaban una nueva y horrible canción pop y también la bailaban, y el veco que estaba detrás del mostrador no era mucho más que un nadsat también él, y hacía sonar los huesos de la ruca y smecaba como besuño. Así que me acerqué y esperé hasta que se dignó verme, y ahí le dije:

– Quiero oír una grabación de la Cuarenta, de Mozart. -No sé por qué me vino eso a la golová, pero así fue. El veco del mostrador me dijo:

– ¿La Cuarenta qué, amigo?

– Sinfonía. Sinfonía Número Cuarenta en sol menor.

– Ooooh -dijo uno de los nadsats que bailaban, un málchico con el pelo sobre los glasos-. Sinfona. ¿No es gracioso? Quiere una sinfona.

Sentí por dentro que el rasdrás me dominaba, pero tenía que andar con cuidado, así que les sonreí al veco que ocupaba el lugar de Andy y a todos los nadsats danzantes y crichantes. El veco del mostrador dijo: -Amigo, métase ahí en esa cabina y le mandaré algo.

Así que fui a la cabina malenca donde uno podía slusar los discos que quería comprar, y el veco me puso un disco, pero no era la Cuarenta sino la Praga -el veco había sacado lo primero de Mozart que encontró en el estante, pensé- y eso empezó a rasrecearme de veras, y tenía que cuidarme por miedo al dolor y a las náuseas, pero lo que yo había olvidado era algo que no debía de haber olvidado, y ahora me dieron ganas de acabar de una vez. Era que esos brachnos doctores habían dispuesto las cosas de modo que cualquier música que me emocionara tenía que enfermarme, lo mismo que si videara o quisiera recurrir a la violencia, y esto porque todas esas películas de violencia tenían música. Y recordé especialmente la horrible película nazi con la Quinta de Beethoven, último movimiento. Y ahora descubría que el hermoso Mozart se había convertido también en algo horrible; salí corriendo de la tienda mientras los nadsats smecaban y el veco del mostrador crichaba: -iEh eh eh!- Pero no le hice caso y me fui, y tambaleándome como un ciego, crucé la calle y di vuelta la esquina, hacia el bar lácteo Korova. Yo sabía qué me hacía falta.

El mesto estaba casi vacío, porque todavía era de mañana. También me pareció extraño, todo pintado con vacas rojas mugientes, y detrás del mostrador un veco que yo no conocía. Pero cuando pedí: -Un moloco-plus, grande- el veco de litso flaco recién afeitado supo lo que yo quería. Me llevé el vaso grande de leche a uno de los pequeños cubículos del mesto, todos con una cortina que lo aislaba del mesto principal, y allí me senté en el sillón afelpado, y bebí y bebí. Cuando acabé de beber sentí que ocurrían cosas. Tenía los glasos fijos en el malenco trozo de papel de plata de un atado de cancrillos tirado en el suelo, porque, hermanos, la limpieza de este mesto no era tan joroschó. Y este pedazo de papel de plata empezó a crecer y crecer y crecer y era tan brillante y amenazador que tuve que bizquear los glasos. Se agrandó tanto que al fin fue no sólo todo el cubículo donde yo estaba sino todo el Korova, la calle, la ciudad. Al fin ocupó el mundo entero, hermanos, y era como un océano que inundaba todas las vesches que existieron o alguna vez fueron concebidas. Me slusaba la propia voz haciendo chumchums especiales, y goborando slovos como «Desiertos muertos y amados, rotas que no tienen apariencias variformes», y toda esa cala. Entonces la visión nació de todo este papel de plata y después aparecieron colores que nadie había videado antes, y alcancé a videar un grupo de estatuas muy muy lejos, que se acercaban más y más y más, todas muy iluminadas, y la luz brillante venía de arriba y también de abajo, oh hermanos míos. Este grupo de estatuas representaba a Bogo y todos los sagrados ángeles y santos, muy resplandecientes como de bronce, con barbas y alas bolches que se agitaban y producían una especie de viento, así que en realidad no podían ser de piedra o bronce, y además los glasos se les movían y estaban vivos. Estas figuras grandes y bolches se acercaron más y más y más, y al final pareció que me iban a aplastar, y alcancé a slusar mi golosa que decía «Eeeeee». Y sentí que me libraba de todo -platis, cuerpo, cerebro, nombre, todo- y me sentía realmente joroschó, como en el paraíso. Se oyó entonces como un chumchum de cosas apretadas y aplastadas, y Bogo y los ángeles y los santos medio menearon las golovás al mirarme, como si quisieran goborar que todavía no había llegado el momento y que era necesario probar otra vez, y entonces se oyeron burlas y risas y derrumbe, y la luz cálida y grande se enfrió, y así me encontré en el mismo lugar de antes, el vaso vacío sobre la mesa, y yo quería llorar y sentía como que la muerte era la única solución a todo.

Y así fue, y pude videar muy claro lo que tenía que hacer, pero no sabía bien cómo hacerlo, porque antes nunca se me había ocurrido una idea como ésa, oh hermanos míos. En mi bolsita de vesches personales yo llevaba la britba filosa, pero comencé a sentirme muy enfermo cuando pensé que yo mismo me haría suiiis, y que luego me saldría el crobo rojo rojo. Yo quería algo que no fuera violento, y que me hiciera dormir dulcemente, y que ahí acabase Vuestro Humilde Narrador, y no más problemas. Se me ocurrió que si iba a la biblio pública, a la vuelta de la esquina, podría encontrar un libro sobre el mejor modo de snufar sin dolor. Me imaginé muerto, y cómo sufrirían todos, pe y eme y ese Joe podrido y caloso que era un usurpador, y también el doctor Brodsky y el doctor Branom y el ministro del Interior Inferior, y todos los demás vecos. Y también el gobierno vonoso que tanto se vanagloriaba. Así que salí al frío del invierno, y ya era de tarde, casi las dos, como pude videar en el bolche cuentatiempo público, así que mi viaje al paraíso con el viejo moloco-plus tuvo que llevarme más tiempo de lo que yo me había imaginado. Bajé por el bulevar Marghanita, y luego entré por la avenida Boothby, doblé otra vez y encontré la biblio pública.

El mesto, starrio y caloso, tenía dos partes, una para los libros que prestaban, y otra para leer, con atriles de gasettas y revistas, y yo no recordaba haber estado allí sino cuando era un málchico malenco, a la edad de seis años. Los vecos, muy starrios, tenían en los plotos un vono de vejez y pobreza; estaban de pie frente a los atriles de las gasettas, resoplando y eructando y goborando entre dientes, y volviendo las páginas para leer con tristeza las noticias, o sentados a las mesas mirando las revistas o fingiendo leerlas, algunos dormidos y uno o dos roncando de veras gronco. Al principio casi no pude recordar qué quería, y después comprendí un poco impresionado que había iteado aquí buscando el modo de snufar sin dolor, así que me acerqué al estante de las vesches de consulta. Había muchos libros, pero ninguno tenía un título, hermanos, que me sirviera realmente. Saqué un libro de medicina, pero cuando lo abrí estaba lleno de dibujos y fotografías de heridas y enfermedades horribles, y ahí nomás empecé a sentirme un poco enfermo. Así que lo devolví a su sitio y retiré el libro grande que llaman Biblia, creyendo que me haría sentir un poco mejor, como había ocurrido en los viejos tiempos de la staja (en realidad no había pasado tanto tiempo, pero ahora me parecía que era mucho), y me acerqué vacilando a una silla. Pero lo único que encontré fueron cosas acerca de castigar setenta veces siete, y la historia de un montón de judíos que se maldecían y tolchocaban unos a otros, y todo eso me trajo náuseas otra vez. Así que casi me echo a llorar, y un cheloveco muy starrio y raído sentado enfrente me preguntó:

– ¿Qué pasa, hijo? ¿Qué problema es ése?

– Quiero snufar -dije-. Ya tengo suficiente, eso me pasa. La vida es demasiado para mí.

Un veco starrio que leía a mi lado dijo: -Shhhh- sin apartar los glasos de una besuña revista, llena de vesches bolches y geométricas. El otro cheloveco dijo:

– Eres demasiado joven para eso, hijo. Caramba, tienes la vida por delante.

– Sí -dije con amargura-. Como un par de grudos artificiales. -El veco que leía la revista dijo «Shhhh» otra vez, pero ahora levantó los glasos y algo nos hizo clic en las golovás. Videé quién era. Y el otro dijo con voz muy gronca:

– Por Dios, nunca olvido una forma. Jamás olvido la forma de nada. Por Dios, cerdo inmundo. Ahora te tengo. -Sí, cristalografía. Eso era lo que había retirado de la biblio aquella vez. Los dientes postizos aplastados verdaderamente joroschó. Los platis desgarrados. Los libros rasreceados, y todos eran de cristalografía. Hermanos, se me ocurrió que lo mejor era salir de allí realmente scorro. Pero el starrio y viejo cheloveco se había puesto de pie, crichando como besuño a todos los starrios y viejos tosedores que miraban las gasettas frente a la pared, y a los que dormitaban sobre las revistas en las mesas.- Lo tenemos -crichó-. El cerdo perverso que destruyó los libros de cristalografía, obras raras, obras que es imposible conseguir de nuevo. -Y todo lo decía con un chumchum realmente enloquecido, como si el viejo veco hubiese perdido de veras la golová.- Un ejemplar especial de esas bandas de jóvenes bestias cobardes -crichó-. Aquí, entre nosotros, y en nuestro poder. Él y sus amigos me golpearon, me patearon y derribaron. Me desnudaron y destrozaron la dentadura. Se rieron viendo cómo yo sangraba y gemía. Y me despidieron a patadas, mareado y desnudo. -Como ustedes saben, hermanos, eso no era del todo cierto. Le dejamos algunos platis, y no estaba completamente nago.

Entonces yo criché: -Eso fue hace más de dos años. Después me castigaron y he aprendido la lección. Vean allí… mi foto está en los diarios.

– Castigo, ¿eh? -dijo un dedón que parecía un ex soldado-. Habría que exterminarlos a todos ustedes. Como si fueran una plaga maligna. Sí, no me vengan con castigos.

– Está bien, está bien -dije-. Todos tienen derecho a opinar. Perdónenme todos, ahora tengo que marcharme. -Y empecé a salir de este mesto de viejos besuños. Aspirina, no se necesitaba más. Se podía snufar con cien aspirinas. Aspirina que se compraba en la vieja farmacia. Pero el veco de la cristalografía crichó:

– No lo dejen ir. Ahora le enseñaremos cómo se castiga, basura criminal. Agárrenlo. -Y créanme, hermanos, o hagan la otra vesche, dos o tres de estos starrios tembleques, de unos noventa años por cabeza, me aferraron con las viejas rucas temblorosas, y casi me derribó el vono de vejez y enfermedad que despedían estos chelovecos medio muertos, casi me enfermó de veras. El veco de los cristales estaba ahora sobre mí, y había empezado a acariciarme el litso con malencos y débiles tolchocos, y yo trataba de apartarme y de itear, pero esas rucas starrias que me sujetaban eran más fuertes de lo que yo había creído. En eso otros vecos starrios vinieron cojeando desde los atriles de las gasettas para darle lo suyo a Vuestro Humilde Narrador. Crichaban vesches como «Mátenlo, aplástenlo, asesínenlo, rómpanle los dientes» y toda esa cala, y videé bastante claro lo que ocurría. La vejez tenía la oportunidad de cobrárselas a la juventud, eso era lo que ocurría. Pero algunos decían: -Pobre viejo Jack, casi mató al pobre viejo Jack, puerco asesino -y así sucesivamente, como si todo hubiera ocurrido ayer. Supongo que así era para ellos. Ahora una multitud de viejos sucios, agitados y vonosos trataba de alcanzarme con las débiles rucas y las viejas y afiladas garras, crichando y jadeando, y el drugo de los cristales siempre al frente, tirándome un tolchoco tras otro. Y yo no me atrevía a hacer una sola y solitaria vesche, oh hermanos míos, porque era mejor recibir golpes que enfermarse y sentir ese horrible dolor; aunque, por supuesto, la violencia de los vecos me hacía sentir como si la náusea estuviese espiando desde la esquina, para videar si había llegado el momento de salir al descubierto y dominar la situación.

En eso apareció un veco empleado, un tipo jovencito, que crichó: -¿Qué pasa aquí? Basta ya. Esto es una sala de lectura. -Pero nadie le hizo caso. Así que el veco empleado anunció:- Bien, llamaré a la policía. -Y al oír esto yo criché, y nunca lo hubiera creído en toda mi chisna:

– Sí, sí, sí, llámelos, protéjame de estos viejos locos. -Observé que el veco empleado no tenía muchas ganas de meterse en la dratsada ni de salvarme de la rabia y la locura de esos vecos starrios; de modo que enderezó para la oficina, o para el lugar donde estaba el teléfono. Ahora los viejos jadeaban mucho, y me pareció que si les daba un empujón se irían al suelo, pero me dejé sujetar, muy paciente, por todas esas rucas starrias, cerrando los glasos y sintiendo los débiles tolchocos en el litso, y slusando también las viejas golosas jadeantes y agitadas que crichaban: -Puerco joven, asesino, matón, bandido, liquídenlo. -En eso recibí un tolchoco realmente doloroso en la nariz, así que me dije al diablo al diablo, abrí los glasos y empecé a pelear para librarme, lo que no fue difícil, hermanos, y me fui corriendo y crichando a la especie de vestíbulo que estaba fuera de la sala de lectura. Pero los starrios vengadores vinieron detrás, jadeando como moribundos, alzando las garras animales que trataban de clavarse en Vuestro Amigo y Humilde Narrador. Allí tropecé y caí al suelo, y me patearon otra vez, y entonces slusé las golosas de unos vecos jóvenes que crichaban: -Está bien, está bien, basta ya -y comprendí que había llegado la policía.

3

Yo estaba aturdido, oh hermanos míos, y no podía videar muy claro, pero me parecía que había conocido antes en algún mesto a estos militsos. El que me sostenía, diciendo: -Vamos, vamos, vamos- en la puerta principal de la biblio pública, era un litso nuevo, aunque parecía muy joven para estar con los militsos. Pero los otros dos tenían unas espaldas que yo había videado antes, estaba seguro. Repartían golpes a los chelovecos starrios y lo hacían con mucho placer y alegría, y los malencos látigos silbaban, y las golosas crichaban: -Vamos, muchachos desobedientes. Esto les enseñará a no provocar desórdenes perturbando la paz del Estado, individuos perversos-. Así empujaron de regreso a la sala de lectura a los starrios vengadores, jadeantes, gimientes y casi moribundos; luego se volvieron, smecando todavía, luego de tanta diversión, y me videaron. El mayor de los dos exclamó:

– Bueno bueno bueno bueno bueno bueno bueno. El pequeño Alex en persona. Tanto tiempo que no nos videamos, ¿eh, drugo? ¿Cómo te va? -Yo estaba aturdido, y el uniforme y el schlemo me impedían videar quién era, aunque el litso y la golosa me parecían conocidos. Entonces volví los glasos hacia el otro, y sobre ese de litso sonriente y besuño, no tuve dudas. Entonces, todo entumecido y cada vez más aturdido, volví los ojos al que decía bueno bueno bueno. Reconocí nada menos que al gordo y viejo Billyboy, mi antiguo enemigo. El otro, por supuesto, era el Lerdo, que había sido mi drugo y también el enemigo del gordo cabrón Billyboy, pero que ahora era un militso con uniforme y schlemo, y látigo para mantener el orden. Exclamé:

– Oh, no.

– Sorprendido, ¿eh? -y el viejo Lerdo largó la vieja risotada que yo recordaba tan joroschó.- Ju ju juju.

– Imposible -dije-. No puede ser. No lo creo.

– La evidencia de los viejos glasos -sonrió Billyboy-. No nos guardamos nada en la manga. Aquí no hay trucos, drugo. Empleo para dos que ya están en edad de trabajar. La policía.

– Ustedes son muy jóvenes -dije-. Demasiado jóvenes. No aceptan militsos de esa edad.

– Éramos jóvenes -dijo el viejo militso Lerdo. Yo no podía creerlo, realmente no podía.- Eso éramos, joven drugo. Y tú siempre fuiste el más joven. Y aquí estamos ahora.

– No, es imposible -dije. Y entonces Billyboy, el militso Billyboy en quien yo no podía creer, dijo al joven militso que me sujetaba, y a quien yo no conocía.

– Rex, será mejor si cambiamos un poco el sistema, me parece. Los muchachos serán siempre muchachos, como ha ocurrido toda la vida. No es necesario que vayamos ahora a la estación de policía, y todo lo demás. Este joven ha vuelto a los viejos trucos, los que nosotros recordamos muy bien, aunque tú, naturalmente, no los conoces. Atacó a los ancianos y los indefensos, y ellos tomaron las correspondientes represalias. Pero tenemos que decir nuestra palabra en nombre del Estado.

– ¿Qué significa todo esto? -pregunté, porque casi no podía creer lo que llegaba a mis ucos-. Hermanos, fueron ellos los que me atacaron. Ustedes no querrán ayudarlos, no pueden. No puedes, Lerdo. Fue un veco con quien jugamos una vez en otra época, y ahora ha buscado una malenca venganza después de tanto tiempo.

– Lo de tanto tiempo es cierto -dijo el Lerdo-. No recuerdo muy joroschó aquellos días. Y además, no vuelvas a llamarme Lerdo. Llámame oficial.

– Bueno, basta de recuerdos -dijo Billyboy asintiendo. No era tan gordo como antes-. Los málchicos perversos que manejan las britbas filosas… bueno, hay que tenerlos a raya. -Y los dos me sujetaron muy fuerte y casi me sacaron en andas de la biblio. Afuera esperaba un auto de los militsos, y el veco que llamaban Rex era el conductor. Me tolchocaron al meterme en el asiento de atrás, y no pude dejar de pensar que en realidad todo parecía una broma, y que en cualquier momento el Lerdo se quitaría el schlemo de la golová y largaría el jajajaja. Pero no lo hizo. Dije, tratando de dominar el straco dentro de mí:

– Y al viejo Pete, ¿qué le pasó? Triste lo de Georgie. Slusé lo que le pasó.

– Pete, ah, sí, Pete -dijo el Lerdo-. Me parece recordar el nombre. -Vi que estábamos saliendo de la ciudad, y pregunté:

– ¿Adónde se supone que vamos?

Billyboy volvió la cabeza en su asiento para decir: -Todavía hay luz. Un pequeño paseo por el campo, desnudo en el invierno, pero solitario y hermoso. No siempre conviene que los liudos de la ciudad videen demasiado los castigos sumarios. Las calles tienen que mantenerse limpias, y de distintos modos. -Y Billyboy miró de nuevo hacia adelante.

– Vamos -dije-. No entiendo. Los viejos tiempos están muertos y enterrados. Ya me castigaron por lo que hice. Y me han curado.

– Eso mismo nos leyeron -contestó el Lerdo-. El jefe nos leyó todo. Dijo que era un sistema magnífico.

– Te lo leyeron -le dije, con un poco de malignidad-. Hermano, ¿de modo que eres todavía muy lerdo para leer solo?

– Ah, no -dijo el Lerdo, muy suavemente, como lamentándolo-. No debes hablar así. No hables más así, drugo. -Y me descargó un bolche tolchoco en el cluvo, y el crobo rojo rojo comenzó a salirme goteando goteando de la nariz.

– Nunca me gustaste -dijo con amargura, limpiándome el crobo con mi ruca-. Siempre me sentí odinoco.

– Aquí, aquí -dijo Billyboy. Estábamos en el campo, y solamente se veían los árboles desnudos y como unos pájaros lejanos y escasos, y a la distancia una máquina agrícola que hacía chumchum. Anochecía ya, pues estábamos en pleno invierno. No se veían liudos ni animales. Solamente los cuatro-. Afuera, querido Alex -dijo el Lerdo-. Aquí te levantaremos un malenco sumario.

Y mientras duró todo, el veco conductor se quedó sentado frente al volante del auto, fumando un cancrillo y leyendo un malenco librito. Tenía encendidas las luces del auto para poder videar, pero no se dio por enterado de lo que Billyboy y el Lerdo le hacían a Vuestro Humilde Narrador. No daré detalles, pero todo fue jadeos y porrazos contra este fondo de máquinas agrícolas que zumbaban y el tuituituitititi en las ramas nagas. Se podía videar un hilo de humo a la luz del auto; y el conductor volvía tranquilamente las páginas. Y estuvieron sobre mí todo el tiempo, oh hermanos míos. Luego, Billyboy o el Lerdo, no podría decir cuál de los dos, observó: -Ya es bastante, drugo, me parece, ¿no crees? -Así que me dieron un tolchoco final en el litso cada uno y caí y quedé tendido en la hierba. Estaba frío, pero yo no lo sentía. Después se limpiaron las rucas y volvieron a ponerse los schlemos y las túnicas, que se habían quitado, y regresaron al auto.- Te videaremos otra vez, Alex -dijo Billyboy, y el Lerdo largó una de sus risotadas de payaso. El conductor terminó la página que había estado leyendo y apartó el libro; luego el auto arrancó y todos se alejaron en dirección a la ciudad, y mi drugo y mi ex enemigo agitaron las manos como despedida. Pero yo me quedé allí, deshecho y agotado.

Después de un rato comencé a sentir dolores en todo el ploto, y entonces llovió y era una lluvia helada. No había liudos a la vista, ni luces de casas. ¿Adónde podía ir, si no tenía hogar ni dengo en los carmanos? Lloré por mí mismo, ju ju juuuu. Luego me levanté y eché a caminar.

4

Hogar, hogar, hogar, un hogar era lo que yo quería, y a un HOGAR llegué, hermanos. Caminé en las sombras, no hacia la ciudad, sino buscando el lugar de donde venía el chumchum de una máquina agrícola. Así llegué a una especie de aldea, y se me ocurrió que ya la había videado antes, pero eso era tal vez porque todas las aldeas se parecen, principalmente en la oscuridad. Aquí había casas, y una especie de mesto para beber, y justo al final de la aldea una malenca casita odinoca, y entonces pude videar el nombre brillando en la oscuridad. HOGAR, decía. Yo estaba empapado en lluvia helada, así que mis platis ya no parecían a la última moda, sino unos trapos miserables y patéticos, y mi lujosa gloria era una pasta húmeda y calosa sobre mi golová, y estaba seguro de que tenía cortes y raspones en todo el litso, y sentía dos subos flojos cuando me los tocaba con la yasicca. Y me dolía todo el ploto y tenía mucha sed, de modo que caminaba abriendo la rota a la lluvia fría, y el estómago me gruñía grrrr todo el tiempo, pues no había recibido pischa desde la mañana, y aun entonces no mucha, oh hermanos míos.

HOGAR, decía, y tal vez aquí encontrase un veco que me prestara ayuda. Abrí la puerta del jardín y a los tumbos recorrí el sendero, y parecía que la lluvia se convertía en hielo, y luego llamé a la puerta con un golpe leve y patético. No vino ningún veco, así que golpeé un malenco más largo y más fuerte, y entonces oí el chumchum de unas nogas que se acercaban.

Se abrió la puerta, y una golosa de hombre dijo: -Sí, ¿quién es?

– Oh -dije- por favor, socorro. La policía me golpeó y me dejó para que me muriese en el camino. Por favor, deme algo para beber y un sitio al Iado del fuego, se lo ruego, señor.

La puerta se abrió del todo, y vi una luz cálida y un fuego que hacía cracl cracl cracl. -Entre -dijo el veco-, no importa quién sea. Dios lo asista, pobre víctima, y veamos qué le pasa. -Entré tambaleándome, y esta vez, hermanos, no representaba una escena, porque me sentía realmente acabado. Este veco bondadoso me pasó las rucas por los plechos y me llevó al cuarto donde ardía el fuego, y entonces comprendí en seguida por qué el slovo HOGAR sobre la entrada me había parecido tan familiar. Miré al veco y él me miró con bondad, y entonces lo recordé bien. Por supuesto, él no podía recordarme, porque en aquellos tiempos yo y mis supuestos drugos hacíamos todas nuestras bolches dratsadas, juegos y crastadas con máscaras que eran disfraces realmente joroschós. Era un veco más bien bajo, de mediana edad, treinta, cuarenta o cincuenta años, y llevaba ochicos .- Siéntate al Iado del fuego -dijo-, y te traeré un poco de whisky y agua caliente. Dios mío, alguien estuvo golpeándote con verdadera saña. -Y me echó una mirada compasiva a la golová y el litso.

– La policía -dije-, la horrible e inmunda policía. -Otra víctima -dijo el veco, medio suspirando-.

Otra víctima de los tiempos modernos. Te traeré un poco de whisky, y después trataremos de limpiarte las heridas. -Eché una ojeada a la habitación malenca y cómoda. Ahora estaba casi totalmente llena de libros, y había una chimenea y un par de sillas, y no se sabía por qué, pero uno videaba que allí no vivía una mujer. Sobre la mesa había una máquina de escribir y un montón de papeles, y recordé que este veco era un veco escritor. La naranja mecánica, sí, así se llamaba. Extraño que me hubiese quedado en la memoria. Pero yo no debía abrir la rota, pues ahora necesitaba ayuda y bondad. Los horribles y grasños brachnos de aquel terrible mesto blanco me habían hecho así, obligándome a necesitar bondad y ayuda, e imponiéndome el deseo de dar yo mismo bondad y ayuda, si alguien quería recibirlas.

– Aquí estamos, pues -dijo este veco, volviendo. Me dio un vaso caliente y estimulante para pitear, y me sentí mejor, y el veco me limpió después las cortaduras en el litso. Luego dijo-: Ahora un buen baño caliente, yo te lo prepararé, y después me cuentas todo lo que pasó, mientras yo te sirvo una buena cena caliente. -Oh, hermanos míos, podría haber llorado ante tanta bondad, y creo que él alcanzó a videarme las viejas lágrimas en los glasos, porque dijo. -Bueno bueno bueno -al mismo tiempo que me palmeaba el plecho .

En fin, subí y me di el baño caliente, y el veco me trajo un piyama y una bata para que me los pusiese, todo calentado al Iado del fuego, y un par de tuflos muy gastados. Y ahora, hermanos, aunque tenía dolores y puntadas por todas partes, me pareció que pronto me sentiría mucho mejor. Bajé las escaleras y vi que el veco había preparado la mesa en la cocina con cuchillos y tenedores, y una magnífica hogaza de klebo, y también una botella de salsa, y en seguida sirvió un lindo plato de huevos fritos, lonticos de jamón y salchichas gordas y grandes, y unas bolches tazas de chai con leche. Era bueno estar sentado ahí al calor, y comiendo, y descubrí que tenía mucha hambre, así que después de los huevos y el jamón comí un lontico tras otro de klebo con maslo y jalea de frambuesas de un frasco grande y bolche. -Mucho mejor -dije-. ¿Cómo podré pagarle todo esto?

– Creo que ya sé quién eres -dijo el veco-. Si eres quien creo, amigo, has venido al sitio que te conviene. ¿No apareció tu foto en los diarios esta mañana? ¿No eres acaso la pobre víctima de esa horrible técnica nueva? Si es así, te envió la providencia. Torturado en la prisión, y luego arrojado a la calle para que te torture la policía. Mi corazón está contigo, pobre muchacho. -Hermanos, yo no entendía ni un slovo, aunque tenía la rota bien abierta para responder a todas las preguntas.- No eres el primero que viene apremiado por las dificultades -dijo el veco-. La policía trae a menudo a sus víctimas a las afueras de esta aldea. Pero es providencial que tú, que eres también una víctima de otra clase, hayas venido aquí. ¿Tal vez me conoces?

Tenía que andar con mucho cuidado, oh hermanos. -Oí hablar de La naranja mecánica -le contesté-. No la leí, pero me hablaron del libro.

– Ah -dijo el veco, y el litso le resplandeció como el sol en toda la gloria de la mañana-. Ahora, háblame de ti.

– No hay mucho que decir, señor -empecé, muy humilde-. Me metí en una travesura tonta e infantil, y mis llamados amigos me convencieron o más bien me obligaron a entrar en la casa de una vieja ptitsa; una dama, quiero decir. No queríamos hacer nada malo. Por desgracia, la dama hizo trabajar demasiado su buen corazón cuando quiso expulsarme, a pesar de que yo estaba muy dispuesto a salir por las buenas, y luego murió. Me acusaron de ser la causa de su muerte. Y entonces, señor, me mandaron a la cárcel.

– Sí sí sí, continúa.

– Luego, el ministro del Inferior o el Interior me eligió para que probasen conmigo esta vesche nueva de Ludovico.

– Cuéntame todo lo que sepas -pidió el veco, inclinándose hacia adelante con ansiedad, los codos de la tricota manchados con la jalea de frambuesa, pues habían rozado el plato que yo dejé a un costado. Así que le conté todo, le expliqué la cosa de cabo a rabo, hermanos míos. El veco estaba muy deseoso de saberlo todo, los glasos le relucían y tenía las gubas entreabiertas, mientras la grasa de los platos se ponía cada vez más dura dura dura. Cuando terminé de hablar el veco se levantó de la mesa, asintiendo varias veces y diciendo hum hum hum, mientras recogía los platos y otras vesches y los depositaba en la pila para lavarlos. Le dije:

– Con mucho gusto me ocuparé de eso, señor.

– Descansa, descansa, pobre muchacho -contestó él, y abrió el grifo, de modo que todo se llenó de vapor-. Hay pecado supongo, pero el castigo fue del todo desproporcionado. Te han convertido en algo que ya no es una criatura humana. Ya no estás en condiciones de elegir. Estás obligado a tener una conducta que la sociedad considera aceptable, y eres una maquinita que sólo puede hacer el bien. Comprendo claramente el asunto… todo ese juego de los condicionamientos marginales. La música y el acto sexual, la literatura y el arte, ahora ya no son fuente de placer sino de dolor.

– Así es, señor -dije, mientras fumaba uno de los cancrillos con filtro de corcho de este hombre bondadoso.

– Siempre se exceden -dijo el veco, secando un plato con aire distraído-. Pero la intención esencial es el pecado real. El hombre que no puede elegir ha perdido la condición humana.

– Eso es lo que dijo el chaplino, señor -observé-. Quiero decir, el capellán de la prisión.

– ¿Eso dijo? ¿De veras? Sí, es natural. ¿No es la actitud que corresponde, en un cristiano? Bien, ahora -continuó el veco, frotando el plato que estaba secando desde hacía diez minutos- haremos que algunas personas vengan a verte mañana. Creo que nos serás útil, pobre muchacho. Me parece que ayudarás al derrocamiento de este gobierno que nos aplasta. Convertir a un joven decente en un mecanismo de relojería no es ciertamente un triunfo para ningún gobierno, excepto si se siente orgulloso de su propia capacidad de represión.

El veco seguía secando el mismo plato. Yo dije:

– Señor, usted sigue secando el mismo plato. Estoy de acuerdo con usted, señor, en lo de sentirme orgulloso. Este gobierno parece muy inclinado a vanagloriarse.

– Oh -dijo él, como si videara por primera vez el plato, y depositándolo en la mesa-. Todavía no estoy muy práctico -explicó- en las tareas domésticas. Mi mujer lo hacía todo, y así yo podía dedicarme a escribir.

– ¿Su mujer, señor? -pregunté-. ¿Acaso lo abandonó? -Realmente deseaba tener noticias de la mujer, pues la recordaba muy bien.

– Sí, me abandonó -dijo el veco, con golosa más fuerte y amarga-. Sí, murió. Fue violada y golpeada brutalmente. La impresión fue terrible para ella. Ocurrió en esta misma casa -continuó, y le temblaban las rucas, que sostenían la bayeta-, en ese cuarto, al Iado. He tenido que endurecerme para continuar viviendo aquí, pero ella hubiese deseado que yo siguiese en el sitio donde todavía perdura su fragante recuerdo. Sí sí sí. Pobre muchachita. -Pude videar claramente, hermanos míos, lo que había ocurrido aquella naito lejana, y al videarme en esa escena, sentí náuseas de nuevo, y la golová empezó a dolerme. El veco videó que pasaba algo, porque el litso se me quedó sin el crobo rojo rojo, muy pálido, y él podía videármelo bien.- Ahora, vete a la cama -me dijo bondadosamente-. Tengo lista la habitación de los huéspedes. Pobre pobre muchacho, seguramente ha sido terrible. Una víctima de los tiempos modernos, lo mismo que ella. Pobre pobre pobre muchacha.

5

Hermanos, dormí toda la noche realmente joroschó, sin ninguna clase de sueños, y la mañana amaneció clara y fría, y sentí el agradable vono del desayuno que estaba friéndose allá abajo. Me llevó cierto tiempo saber dónde estaba, como ocurre siempre, pero pronto recordé, y entonces me sentí caliente y protegido. Pero mientras estaba tendido en la cama, esperando que me llamaran a desayunar, pensé que tenía que conocer el nombre de este veco bondadoso, protector y casi maternal, así que caminé por el cuarto con las nogas desnudas buscando La naranja mecánica, que seguramente tenía escrito el imya del veco, ya que él era el autor. En mi dormitorio no había más que una cama, una silla y una lámpara, de modo que caminé hasta una puerta que daba al dormitorio del veco, y allí vi a la mujer en la pared, una bolche foto ampliada, de modo que me sentí un malenco enfermo recordando. Pero también había dos o tres estantes de libros, y tal como lo había pensado, encontré un ejemplar de La naranja mecánica, y en el lomo del libro, como en la columna vertebral, estaba el imya del autor: F. Alexander. Gran Bogo, pensé, es otro Alex. Recorrí las hojas del libro, de pie, en piyama y con las nogas desnudas, pero no sentía nada de frío pues la casita estaba tibia. Yo no podía entender de qué trataba el libro. Parecía escrito en un estilo muy besuño, de Ah Ah y Oh Oh y toda esa cala, pero lo que se sacaba en limpio era que ahora estaban convirtiendo en máquinas a todos los liudos, y que en realidad todos -usted y yo y él y bésame los scharros- tenían que ir creciendo de manera natural, como una fruta. Según parece, F. Alexander pensaba que todos crecemos en lo que él llamaba el árbol del mundo y el jardín del mundo, que el mismo Bogo o Dios había plantado, y así estábamos allí, porque Bogo o Dios nos necesitaba para satisfacer el amor ardiente que tenía por nosotros, o alguna cala por el estilo. No me gustó el chumchum de todo eso, oh hermanos míos, y me pregunté hasta qué punto estaría besuño este F. Alexander, quizá porque la mujer había snufado. Pero en eso me llamó desde abajo con una golosa de tipo en sus cabales, con mucha alegría y amor y toda esa cala, y abajo fue Vuestro Humilde Narrador.

– Has dormido mucho -dijo el veco, mientras sacaba con una cuchara los huevos pasados por agua y retiraba las tostadas oscuras de la tostadora-. Ya son casi las diez. Ya llevo varias horas trabajando.

– ¿Escribiendo otro libro, señor? -pregunté.

– No, no, ahora no se trata de eso -dijo, y nos acomodamos cordiales y drugos, y se oyó el viejo crac crac crac de los huevos y el crac crunch crunch de las tostadas oscuras, y frente a nosotros había bolches tazas de chai con mucha leche-. No, estuve telefoneando a varias personas.

– Creí que no tenía teléfono -dije, metiendo la cuchara en el huevo, sin pensar en lo que decía.

– ¿Por qué? -preguntó, como un animal scorro con una cucharita en la ruca.- ¿Por qué creíste que no tenía teléfono?

– Nada -repliqué-, por nada, por nada. -Y entonces, hermanos, me pregunté si yo recordaba bien la primera parte de aquella naito lejana, cuando yo me acerqué con el viejo cuento, pidiendo telefonear al doctor y ella me contestó que no tenían teléfono. El veco me smotó con mucha atención, pero después fue bueno otra vez y alegre, comiendo cucharadas de huevo. Mientras masticaba munch munch me dijo:

– Sí, he telefoneado a varias personas que se interesarán en tu caso. Comprenderás ya que puedes ser un arma muy poderosa, que impida el retorno de este gobierno malvado en la próxima elección. Ya sabes que el gobierno está muy orgulloso hablando de cómo ha resuelto el problema de la delincuencia en los últimos meses. -El veco me miró otra vez con mucha atención por encima del huevo humeante, y de nuevo me pregunté si estaba tratando de videar el papel que yo había tenido alguna vez en su chisna. Pero continuó hablándome:- Han incorporado a la policía matones jóvenes. Esas nuevas técnicas de condicionamiento debilitan la voluntad del individuo. -Y hermanos, mientras el veco me decía todos esos slovos tan largos, tenía en los glasos una mirada de loco o besuño.- Lo mismo ya hicieron en otros países -dijo-. Se empieza de a poco. Antes que sepamos lo que pasa estaremos todos sometidos al aparato totalitario. -Y yo pensaba: «Caramba, caramba, caramba» mientras comía los huevos y mordía crunch crunch las tostadas.

– ¿Y qué tengo que ver con todo eso, señor? -pregunté.

– Tú -replicó, siempre con una mirada besuña – eres el testigo viviente de estos proyectos diabólicos. La gente, la gente común tiene que enterarse y comprender. -El veco se levantó de la silla y se puso a recorrer la cocina, de la pila a la alacena, diciendo con voz muy gronca:- ¿Querrán todos que sus hijos se conviertan en lo que tú eres, pobre víctima? ¿No terminará decidiendo el propio gobierno qué es y qué no es delito, y destruyendo la vida y la voluntad de quien se atreva a desobedecer? -F. Alexander se tranquilizó un poco, pero no regresó al huevo.- Escribí un artículo -dijo- esta mañana, mientras dormías.

Se publicará en un día o dos, con una foto que mostrará la dolorosa expresión de tu rostro. Tienes que firmarlo tú, pobre muchacho, para que se sepa lo que te hicieron.

– ¿Y usted, qué saca de todo esto, señor? -pregunté-. Quiero decir, aparte el dengo que le darán por el artículo, como usted lo llama. Es decir, ¿por qué se opone tanto a este gobierno, si puedo tener el atrevimiento de preguntárselo?

F. Alexander se aferró al borde de la mesa y dijo, apretando los subos, calosos y todos manchados con el humo de los cancrillos: -Alguien tiene que luchar. Hay que defender las grandes tradiciones libertarias. No soy hombre de partido, pero si veo la infamia procuro destruirla. Los partidos nada significan. La tradición de libertad es lo más importante. La gente común está dispuesta a tolerarlo todo, sí. Es capaz de vender la libertad por un poco de tranquilidad. Por eso debemos aguijonearla, pincharla… -Y aquí, hermanos, el veco aferró un tenedor y descargó dos o tres tolchocos sobre la pared, de modo que el tenedor se dobló todo. Después, lo arrojó al suelo. Con voz bondadosa dijo:- Come bien, pobre muchacho, pobre víctima del mundo moderno -y pude videar bastante claro que la golová no le funcionaba muy bien-. Come, come. Puedes comerte también mi huevo. -Pero yo dije:

– Y yo, ¿qué saco de todo esto? ¿Me curarán lo que me hicieron? ¿Podré volver a slusar la vieja sinfonía Coral sin sentir náuseas? ¿Podré vivir otra vez una chisna normal? ¿Qué me pasará, señor?

El veco me miró, hermanos, como si no hubiera pensado en eso, y de todos modos no tenía mucha importancia comparado con la Libertad y toda esa cala, y me miró sorprendido porque había dicho lo que dije, como si pensara que yo era egoísta porque quería algo para mí. Luego contestó: -Oh, como ya te dije, eres una prueba viviente, pobre muchacho. Termina el desayuno y ven a ver lo que escribí, porque aparecerá en La Trompeta Semanal con tu propio nombre, infortunada víctima.

Bueno, hermanos, lo que él había escrito era una cosa muy larga y dolorida, y mientras la leía yo lo sentía mucho por el pobre málchico que goboraba de sus sufrimientos y de cómo el gobierno le había carcomido la voluntad, y de que todos los liudos no debían permitir que un gobierno tan podrido y perverso gobernase de nuevo, y entonces, claro, comprendí que ese pobre y doliente málchico era nada menos que Vuestro Humilde Narrador. -Muy bueno -dije-. De veras joroschó. Bien escrito, oh señor. -Y entonces el veco volvió a mirarme con mucho cuidado y dijo:

– ¿Qué? -Era como si nunca me hubiese slusado antes.

– Oh -dije-, es lo que llamamos el habla nadsat. Todos los adolescentes lo usan, señor. -Así que este veco se fue a la cocina a lavar los platos, y yo me quedé con los platis de dormir y los tuflos prestados, esperando que me hicieran lo que tenían que hacerme, porque personalmente no se me ocurría nada, oh hermanos.

Mientras el gran F. Alexander estaba en la cocina, se oyó dingalingaling en la puerta. -Ah -crichó él, y apareció secándose las rucas-, ha de ser esa gente. Iré a atender. -Así, que abrió y los dejó pasar, y se oyó un confuso jajaja de charla y hola y qué malo está el tiempo y cómo andan las cosas, y entonces se metieron en el cuarto donde estaba el fuego encendido, y el libro y el artículo sobre lo mucho que había sufrido yo, y me videaron y dijeron Aaaaaah. Eran tres liudos, y F. Alex me dijo los imyas. Z. Dolin era un veco que jadeaba y resoplaba, y tosía cashl cashl cashl con un pedazo de cancrillo en la rota, derramándose ceniza sobre los platis y después se la limpiaba con rucas muy impacientes. Era un veco redondo y malenco, de grandes ochicos de marco grueso. Después estaba qué sé yo cuántos Rubinstein, un cheloveco muy alto y cortés, con golosa de verdadero caballero, muy starrio y con una barba en punta. Y finalmente D. E. da Silva, un tipo con movimientos muy scorros y fuerte vono a perfume. Todos me miraron de veras joroschó y parecieron muy contentos con lo que veían. Z. Dolin dijo:

– Perfecto, perfecto, ¿eh? Este muchacho puede ser un instrumento perfecto, ¿eh? Hasta convendría que pareciera todavía más enfermo y estúpido que ahora. Cualquier cosa por la causa. Seguramente se nos ocurrirá algo.

No me gustó lo de estúpido, hermanos, y dije: -¿Qué pasa, bratitos ? ¿Qué le están preparando a este druguito? -Y entonces F. Alexander murmuró:

– Es extraño, ese tono de voz me da escalofríos. Quizá nos hemos conocido antes. -Y frunció el ceño, tratando de recordar. Yo tendría que andar con cuidado, oh hermanos míos. D. E. da Silva dijo:

– Sobre todo asambleas públicas. Será tremendamente útil exhibirlo en reuniones públicas. Por supuesto, hay que considerar la presentación en los diarios. Tocaremos el tema de la vida arruinada. Tenemos que inflamar los sentimientos. -Mostró los subos desparejos, muy blancos contra el litso de piel oscura, y me pareció que debía ser medio extranjero. Yo le dije:

– Nadie me quiere aclarar lo que sacaré de todo esto. Torturado en la cárcel, echado de mi casa por mis propios padres y ese inquilino roñoso y prepotente, golpeado por los viejos y casi muerto por los militsos… ¿qué será de mí?

El veco Rubinstein me respondió:

– Muchacho, ya verás que el Partido no olvida. Oh, no. Al final descubrirás una pequeña sorpresa muy aceptable. Espera y verás.

– Sólo reclamo una vesche -criché- y es estar normal y sano como en los tiempos starrios, tener mi malenca diversión con verdaderos drugos, y no los que se llaman así y en realidad no son más que traidores. ¿Pueden darme eso, eh? ¿Hay un veco que pueda hacerme como era antes? Eso quiero, y eso necesito saber.

Cashl cashl cashl tosió este Z. Dolin. -Un mártir de la causa de la Libertad -dijo-. Tienes que hacer tu parte, y no olvidarlo. Entretanto, te cuidaremos. -Y comenzó a palmearme la ruca izquierda como si yo fuese un idiota, sonriéndome como besuño. Yo criché:

– Dejen de tratarme como si quisieran aprovecharse de mí y nada más. No soy un idiota ni haré lo que ustedes me manden, estúpidos brachnos. Los prestúpnicos comunes son estúpidos, pero no soy común ni lerdo de entendederas, ¿me slusan?

– Lerdo -dijo F. Alexander, casi musitando-. Lerdo. Yo he oído ese nombre. Lerdo.

– ¿Eh? -dije-. ¿Qué tiene que ver el Lerdo con todo esto? ¿Qué sabe usted del Lerdo? -y luego exclamé:- Oh, que Bogo nos ayude. -No me gustaba la expresión de los glasos de F. Alexander. Me acerqué a la puerta, porque quería subir, ponerme los platis y dejar la casa.

– Casi podría creerlo -dijo F. Alexander, mostrando los subos manchados, y una expresión enloquecida en los glasos-. Pero cosas así son imposibles. Cristo, si así fuera lo mataría, lo aplastaría, por Dios que sí.

– Vamos -dijo D. B. da Silva, calmándolo, golpeándole el pecho como si fuese un perrito-. Eso es historia antigua. Fue otra gente. Ahora hemos de auxiliar a esta pobre víctima. Es necesario, en beneficio del futuro y la Causa.

– Voy a buscar mis platis -dije al pie de la escalera-, quiero decir la ropa, y luego me marcho odinoco. Quiero decir que estoy agradecido a todos, pero tengo que vivir mi propia chisna. -La verdad, hermanos, quería salir de ahí de veras scorro. Pero Z. Dolin dijo:

– Ah, no. Te tenemos, amigo, y no pensamos dejarte. Ven con nosotros, ya verás que todo se arregla. -Y se acercó para aferrarme otra vez el brazo. Hermanos, pensé luchar, pero la idea de pelear provocó el malestar y en seguida la náusea, de modo que me quedé quieto. y entonces vi otra vez los glasos como enloquecidos de F. Alexander, y dije:

– Lo que ustedes digan, porque me tienen en sus rucas. Pero empecemos y terminemos de una vez, hermanos. -La verdad, ahora quería salir de ese mesto llamado HOGAR. Estaba empezando a no gustarme ni un malenquito la mirada de los glasos de F. Alexander.

– Bien -dijo este Rubinstein-. Vístete y salgamos. -Lerdo lerdo lerdo -murmuraba F. Alexander-.

¿Qué o quién era este Lerdo? -Subí de veras scorro y me vestí en dos segundos justos. Luego salí con estos tres y me metí en un auto. Rubinstein a un lado y Z. Dolin haciendo cashl cashl cashl al otro, y D. B. da Silva manejando, y fuimos a la ciudad y a un edificio que en realidad no estaba muy lejos del bloque donde yo había vivido.- Vamos, muchacho, baja -dijo Z. Dolin, tosiendo de modo que el cancrillo que tenía en la rota le brilló como un horno malenco-. Aquí te instalarás. -Entramos, y en la pared del vestíbulo había otra de esas vesches de la Dignidad del Trabajo, y subimos en el ascensor, y nos metimos en una casa que era como todas las casas de todos los bloques de la ciudad. Muy muy malenca, con dos dormitorios y un cuarto para vivir-comer-trabajar, pero aquí la mesa estaba cubierta de libros y papeles y tinta y botellas y toda esa cala.- Éste es tu nuevo hogar -dijo D. B. da Silva-. Instálate, muchacho. Comida encontrarás en la alacena. Hay piyamas en un cajón. Descansa, descansa, espíritu perturbado.

– ¿Eh? -pregunté, porque no ponimaba muy bien lo que me decía.

– Perfectamente -dijo Rubinstein, con golosa starria-. Ahora te dejamos. Tenemos que hacer. Después vendremos a verte. Pasa el tiempo la mejor posible.

– Una cosa -tosió Z. Dolin cashl cashl cashl-. Habrás observado lo que se movió en la torturada memoria de nuestro amigo. F. Alexander. ¿Tal vez, por casualidad…? Quiero decir, ¿tú…? En fin, ya sabes lo que quiero decir. No ahondaremos el asunto.

– Ya he pagado -repliqué-. Bogo sabe bien que pagué por todo. Pagué no sólo por mí sino por esos brachnos que se decían mis drugos. -Me sentía irritado, y empecé a tener náuseas.- Me recostaré un poco -dije-. Pasé cosas terribles, de veras.

– Así es -dijo D. B. da Silva, exhibiendo los treinta subos-. Descansa.

Y se marcharon, hermanos. Fueron a ocuparse de sus asuntos, que según me pareció eran la política y toda esa cala, y yo me recosté, completamente odinoco y muy tranquilo. Ahí estaba acostado, con la corbata suelta. También me había descalzado los sabogos , y me sentía muy aturdido y sin saber qué clase de chisna me esperaba. Y toda clase de cosas me pasaban por la golová, cosas de los diferentes chelovecos que había conocido en la escuela y en la staja, y de las diferentes vesches que me habían ocurrido, y de que en todo el bolche mundo no había un solo veco en quien uno pudiese confiar. Y entonces medio me dormí, hermanos.

Cuando me desperté pude slusar música que atravesaba la pared, de veras gronca , y eso fue lo que terminó de despertarme. Era una sinfonía que conocía realmente joroschó pero no había slusado durante muchos años, la Tercera Sinfonía del veco danés Otto Skadelig, una pieza muy gronca y violenta, sobre todo el primer movimiento, justo lo que estaban tocando ahora. Slusé unos dos segundos, interesado y gustoso, y de pronto todo se me vino encima, empezó el dolor y la náusea, y el gemido me salía de lo más profundo de las quischcas. Y ahí estaba yo, que tanto había querido la música, arrastrándome fuera de la cama y gimiendo oh oh oh, y después bang bang bang en la pared, mientras crichaba: -¡Basta, basta, paren eso! -Pero siguió, y parecía que más fuerte. Y yo seguí golpeando la pared hasta que me quedaron los nudillos todos pelados y manchados de crobo rojo rojo, y crichaba y crichaba, pero la música no paraba nunca. Entonces pensé que tenía que escapar, así que salí del malenco dormitorio y fui scorro a la puerta de entrada, pero la habían cerrado con llave por fuera y no conseguí salir. Y mientras tanto la música se hacía cada vez más gronca, como si tuvieran la intención de torturarme, oh hermanos míos. De modo que me metí los dedos en los ucos, hasta el fondo, pero los trombones y los timbales resonaban bastante groncos. Así que les criché otra vez que parasen y otra vez golpes y golpes y golpes en la pared, pero no conseguí nada.- Oh, ¿qué puedo hacer? -jujujué para mí mismo-. Oh, Bogo del Cielo, Señor, ayúdame. -Recorría todas las habitaciones, queriendo escapar del dolor y las náuseas, tratando de no oír la música y sintiendo el gemido que me venía de las tripas, y entonces, arriba de la pila de libros y papeles y de toda esa cala que estaba sobre la mesa, vi lo que tenía que hacer y lo que yo había querido hacer hasta que me lo impidieron los vecos de la biblio pública y después el Lerdo y Billyboy disfrazados de militsos, y lo que yo había querido hacer era eliminarme, snufar, desaparecer para siempre de este mundo perverso y cruel. Lo que vi fue el slovo MUERTE en la tapa de un folleto, aunque sólo se trataba de las palabras MUERTE AL GOBIERNO. Y como si hubiera sido el Destino había otro folleto malenco que mostraba una ventana abierta en la tapa, y decía: «Abra la ventana al aire fresco, a las nuevas ideas, a un nuevo modo de vivir». Y entonces comprendí que era como decirme que acabase todo saltando. Tal vez un momento de dolor, y después el sueño para siempre siempre siempre.

La música seguía brotando de todos los bronces y tambores y violines, a kilómetros de distancia, a través de la pared. La ventana del dormitorio estaba abierta. Me acerqué, y vi que había bastante altura hasta los autos y los ómnibus y los chelovecos que caminaban abajo. Criché al mundo: -Adiós, adiós, que Bogo los perdone por haber arruinado una vida. -Me subí al reborde, y la música seguía sonando a mi izquierda, y cerré los glasos y sentí el viento frío en el litso, y salté.

6

Salté, oh hermanos míos, y pegué fuerte en la vereda, pero no snufé, oh no. Si hubiese snufado no estaría aquí para escribir lo que escribí. Parece que no salté desde una altura suficiente para matarme. Pero me rompí la espalda y las muñecas y las nogas y sentí un dolor muy bolche antes de desmayarme, hermanos, y vi los litsos sorprendidos y desconcertados de los chelovecos de la calle que me miraban desde arriba. Y justo antes de desmayarme videé muy claro que en todo el horrible mundo no había un solo cheloveco que me apoyase, y que la música a través de la pared había sido preparada por los que se suponía eran mis nuevos drugos, y que querían una vesche así para imponer la política que a ellos les interesaba, horrible y vanidosa. Todo eso se me pasó por la golová en un millonésimo de minuta antes que desaparecieran el mundo y el cielo y los litsos de los chelovecos que me miraban desde arriba.

Cuando volví a la chisna, después de un hueco negro negro que a lo mejor duró un millón de años, yo estaba en un hospital, todo blanco y con ese vono de los hospitales, todo ácido y pulido y limpio. Esas vesches antisépticas que usan en los hospitales tendrían que tener un vono de veras joroschó a cebollas fritas o a flores. Muy despacio empecé a entender quién era yo, y me tenían todo envuelto en cosas blancas, y no podía sentir nada en el ploto, ni dolor ni sensación ni otras vesches. Me habían vendado la golová, y tenía como unos pedazos de tela pegados al litso, y las rucas también todas vendadas, y pedacitos de madera atados a los dedos, algo así como si fueran flores que hay que tener derechas, y mis pobres y viejas nogas también estaban estiradas, y por todos lados vendas y jaulas de alambre, y en la ruca derecha, cerca del plecho, el crobo rojo rojo goteaba de un frasco boca abajo. Pero yo no sentía nada, oh hermanos míos. Había una enfermera sentada al lado de mi cama, y leía un libro impreso con letras muy oscuras, y se podía videar que era un cuento porque había un montón de comas invertidas, y mientras leía respiraba fuerte uh uh uh por la emoción, así que seguramente era un cuento acerca del viejo unodós unodós. Esta enfermera era una débochca de veras joroschó, con una rota muy roja y largas pestañas en los glasos, y debajo del uniforme muy almidonado se podía videar que tenía unos grudos realmente joroschó. Así que le dije: -¿Qué tal, hermanita? Ven y acuéstate un ratito con tu malenco drugo en esta cama. -Pero los slovos no me salieron nada joroschó, era como si yo tuviera la rota toda rígida, y sentí con la yasicca que algunos de mis subos ya no estaban. Pero la enfermera pegó un salto y el libro cayó al suelo, y ella dijo:

– Oh, recuperó el sentido.

Era mucho hablar para una malenca ptitsa como ella, y quise decírselo, pero los slovos no se formaron, y sólo salió algo como er er er. La enfermera se marchó y me dejó odinoco, y entonces pude videar que estaba en un malenco cuarto para mí solo, y no en una de esas salas largas como la que conocí cuando era málchico muy pequeño, llena de vecos starrios moribundos que tosían, de modo que uno deseaba sanarse pronto. Difteria era lo que yo tenía entonces, oh hermanos míos.

Según parece ahora no podía mantenerme consciente mucho tiempo, pues volví a dormirme casi en seguida, muy scorro, pero dos minutos más tarde tuve la seguridad de que esta ptitsa enfermera había vuelto con varios chelovecos de chaquetas blancas, y que me videaban con el ceño muy fruncido, haciendo hum hum hum frente a Vuestro Humilde Narrador. Y estoy seguro que con ellos estaba el viejo chaplino de la staja goborando: -Oh, hijo mío, hijo mío -y despidiendo un vono muy rancio de whisky y diciendo luego:- Pero no quise quedarme allí, oh no. De ningún modo podía aceptar lo que estos brachnos les están haciendo a los pobres prestúpnicos. Así que me fui y ahora predico sermones denunciando todo, mi pequeño y bienamado hijo en J. C.

Más tarde desperté de nuevo, y alrededor de la cama estaban los tres, los vecos de la casa de donde yo había saltado, es decir D. E. da Silva, qué sé yo cuántos Rubinstein y Z. Dolin. -Amigo -estaba diciendo uno de esos vecos, pero no pude videar o slusar joroschó quién era-, amiguito -seguía diciendo la golosa-, la gente arde de indignación. Has destruido las posibilidades de reelección de esos horribles e infatuados villanos. Has prestado un buen servicio a la Libertad. -Traté de decir:

– Si hubiese muerto habría sido todavía mejor para ustedes, brachnos políticos, ¿verdad, drugos falsos y traidores? -Pero lo único que me salió fue er er er. Entonces me pareció que uno de los tres desplegaba un montón de recortes de gasettas, y pude videarme en una horrible fotografía, todo cubierto de crobo y tendido en una camilla que llevaban dos vecos, y me pareció recordar algo así como fogonazos que seguramente eran de los vecos fotógrafos. Con un glaso pude leer los titulares de los recortes, que temblaban en la ruca del cheloveco, cosas como NIÑO VÍCTIMA DEL CRIMINAL PLAN DE REFORMA y GOBIERNO ASESINO, y aparecía la foto de un veco que me pareció conocido, y decía QUE LO ECHEN, y seguro que era el ministro del Inferior o Interior. En eso la ptitsa enfermera dijo:

– No tienen que excitarlo tanto. No hagan nada que lo ponga nervioso. Ahora, vamos, salgan de aquí. -Intenté hablar:

– Que los echen -pero otra vez salió er er er. En fin, los tres vecos políticos se marcharon. Y yo también me fui, pero de regreso a mi mundo, a la oscuridad total que se interrumpía únicamente con sueños raros que yo no sabía si eran sueños o no, oh hermanos míos. Por ejemplo, se me ocurrió que todo mi cuerpo o ploto se vaciaba de algo que era como agua sucia, y que después lo llenaban con agua limpia. Y después tenía sueños realmente hermosos y joroschós, y estaba en el auto de un veco que yo había crastado, y recorría el mundo odinoco, atropellando liudos y oyéndolos crichar que se morían, y yo no sentía náuseas ni dolor. Y también otros sueños en que les hacía el viejo unodós a las débochcas, obligándolas a tirarse en el suelo y que me la aguantaran bien, y todos alrededor mirando, golpeando las rucas y vivando como besuños. Y ahí me desperté otra vez y eran mi pe y mi eme que venían a videar al hijo enfermo, y mi eme hacía bujú realmente joroschó. Yo ya podía goborar mucho mejor, y les dije:

– Bueno bueno bueno bueno bueno, ¿qué pasa? ¿Qué les hace pensar que son bienvenidos? -Mi papá dijo con un aire medio avergonzado:

– Saliste en los diarios, hijo. Dicen que te hicieron mucho daño. Explican que el gobierno te obligó a que trataras de matarte. Y en cierto modo también fue culpa nuestra, hijo. En fin, tu casa es tu casa, hijo. -Y mi ma seguía haciendo bujuju, y fea como bésame los scharros . De modo que les dije:

– ¿Y cómo está el nuevo hijo, Joe? Bien, sanito y próspero, espero y deseo. -Mi ma dijo:

– Oh, Alex, Alex. Ouuuuuu. -Y mi papapa continuó:

– Una cosa muy triste, hijo. Tuvo problemas con la policía y lo golpearon.

– ¿De veras? -dije-. ¿De veras? Un cheloveco tan bueno y tan virtuoso… Sinceramente, estoy sorprendido.

– No se metía con nadie -dijo mi pe-, y la policía le dijo que no se quedara allí. Estaba en una esquina, hijo, esperando a una chica. Y le dijeron que se moviera, y él dijo que tenía derecho a estar allí, y entonces se le fueron encima y lo golpearon mucho.

– Terrible -dije-. De veras terrible. ¿y dónde está ahora el pobre chico?

– Ouuuuu -sollozó mi ma-. Volvió a su caaaaasa. -Sí -dijo papá-. Volvió a su pueblo para curarse.

Aquí tuvieron que darle el empleo a otro.

– Así que ahora -dije- ustedes quieren que yo vuelva a casa, y que todo quede como antes.

– Sí, hijo -contestó mi papapa-. Por favor, hijo. -Lo pensaré -dije-. Lo pensaré con mucho cuidado.

– Ouuuuu -seguía mi ma.

– Oh, basta -dije-, o te daré algo apropiado para chillar y crichar. Un buen puntapié en los subos, eso es lo que necesitas. -Y cuando se lo dije, hermanos míos, me sentí de veras un malenco mejor, como si el crobo rojo rojo y nuevo me estuviese subiendo y bajando por todo el ploto. Realmente, tenía que pensarlo. Era como si para sentirme mejor tuviese que sentirme peor.

– No le hables así a tu madre, hijo -dijo mi papapa-. Después de todo, ella te trajo al mundo.

– Sí -contesté-, y qué grasño mundo vonoso. -Cerré fuerte los glasos, como si me dolieran, y dije:- Ahora váyanse. Pensaré en eso de volver. Pero las cosas tendrán que ser muy distintas.

– Sí, hijo -contestó mi pe-. Lo que tú digas.

– Tendrán que entender de una vez -continué- quién es el amo.

– Ouuuuu -seguía mi ma.

– Muy bien, hijo -dijo mi papapa-. Las cosas se harán como tú digas. Pero ahora cúrate.

Cuando se marcharon me quedé tendido y pensé un poco en diferentes vesches, como diferentes visiones que me pasaban por la golová, y cuando volvió la ptitsa enfermera y me arregló las sábanas de la cama, le dije:

– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

– Cerca de una semana -dijo ella.

– ¿Y qué me hicieron?

– Bueno -explicó ella-, tenía muchas fracturas y golpes, conmoción grave, y había perdido mucha sangre. Tuvieron que arreglarle todo eso, ¿no es así?

– Pero -dije- ¿me hicieron algo en la golová? Quiero decir, ¿estuvieron toqueteándome adentro en el cerebro?

– Lo que hayan hecho -dijo la ptitsa- es para bien suyo.

Pero un par de días después vinieron dos vecos doctores, jovencitos y con sonrisas muy sladquinas , y traían un libro de imágenes. Uno de ellos dijo: -Queremos que mire estas cosas y nos cuente lo que piensa. ¿De acuerdo?

– ¿Qué pasa, druguitos? -pregunté-. ¿Qué nueva idea besuña se traen ahora? -Los dos se miraron con una sonrisa avergonzada y se sentaron a cada lado de la cama y abrieron el libro. En la primera página se videaba la fotografía de un nido con huevos.

– ¿Qué le parece? -preguntó uno de los vecos doctores.

– Un nido de pájaros -contesté-, lleno de huevos. Muy muy lindos.

– ¿Y qué le gustaría hacer con esos huevos? -preguntó el otro.

– Oh -dije-, romperlos. Juntarlos todos y tirarlos contra una pared o una piedra, y videar cómo se rompen realmente joroschó.

– Bien, bien -dijeron los dos, y volvieron la página. Era como el retrato de una de esas aves grandes y bolches llamadas pavos reales, con todas las plumas desplegadas, mostrando vanidosa todos los colorines-. ¿Sí? -dijo uno de estos vecos.

– Me gustaría -dije- arrancarle todas las plumas de la cola y slusar cómo cricha desesperado. Por ser tan vanidoso.

– Bien -dijeron los dos- bien bien bien. -Y siguieron volviendo las páginas. Eran como imágenes de débochcas de veras joroschó, y contesté que me gustaría aplicarles el viejo unodós unodós con mucha ultraviolencia. Había otras imágenes de chelovecos a quien les daban con la bota justo en el litso y el crobo rojo rojo por todas partes, y dije que me gustaría estar también en eso. Y había una imagen del viejo nago que era drugo del chaplino de la prisión, y se lo veía cargando la cruz y subiendo la colina, y yo expliqué que me gustaría manejar el viejo martillo y los clavos. Muy bien. Pregunté:

– ¿Qué significa todo esto?

– Hipnopedia profunda -o algún otro slovo por el estilo, dijo uno de los dos vecos-. Parece que está curado.

– ¿Curado? -pregunté-. ¿Atado así a esta cama y dicen que estoy curado? Bésenme los scharros, es lo que yo digo.

– Paciencia -aclaró el otro-. Ya no le falta tanto. Así que tuve paciencia y, oh hermanos míos, mejoré mucho, masticando huevos y lonticos de tostada y piteando tazones bolches de chai con leche, hasta que un día me dijeron que vendría a verme una visita muy muy muy especial.

– ¿Quién? -pregunté mientras me arreglaban la cama y me peinaban la lujosa gloria, pues ya me habían quitado la venda de la golová y el pelo había vuelto a crecer.

– Ya verá, ya verá -contestaron. Y por cierto que vi. A las dos y media de la tarde estaban allí todos los fotógrafos y los hombres de las gasettas con libretas y lápices y toda esa cala. La verdad, hermanos, casi tocaron trompetas y una fanfarria bolche por este veco grande e importante que venía a videar a Vuestro Humilde Narrador. Y claro que vino, y por supuesto no era otro que el ministro del Interior o el Inferior, vestido a la última moda y con la golosa ja ja ja muy de clase alta. Las cámaras hicieron flash flash cuando extendió la ruca para estrechar la mía. Le dije:

– Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejo druguito? -Parece que nadie ponimó eso, pero alguien me dijo con golosa áspera:

– Muchacho, demuestre más respeto al hablar con el ministro.

Yarblocos -respondí, gruñendo como un perrito-. Bolches y grandes yarblocos para ti.

– Está bien, está bien -dijo muy scorro el del Inferior Interior-. Me habla como a un amigo, ¿no es así, hijo?

– Yo soy el amigo de todos -dije-. Excepto de mis enemigos.

– ¿Y quiénes son tus enemigos? -preguntó el ministro, mientras todos los vecos de las gasettas dale que dale que dale al lápiz-. Cuéntanos, hijo mío.

– Todos los que me hacen daño -dije- son mis enemigos.

– Bien -dijo el Min del Int Inf, sentándose al Iado de mi cama-. Yo y el gobierno queremos que nos consideres amigos. Sí, amigos. Te hemos curado, ¿no es así? Te dimos el mejor tratamiento. Nosotros nunca quisimos que sufrieras, pero algunos sí lo quisieron, y todavía lo quieren. Y creo que sabes de quiénes hablo.

»Sí sí sí -dijo-. Hay ciertos hombres que quisieron utilizarte, sí, utilizarte con fines políticos. Les hubiera alegrado, sí, alegrado que murieses, y le habrían echado la culpa de todo al gobierno. Creo que sabes quiénes son esos hombres.

»Hay un hombre -continuó el Minitinf- llamado F. Alexander, un escritor de literatura subversiva que ha estado reclamando tu cabeza. Estaba como loco por atravesarte de una cuchillada. Pero ya no corres peligro. Lo hemos encerrado.

– Se suponía que era un drugo -dije-. Como una madre para mí fue lo que él fue.

– Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos -dijo el min muy scorro- creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho.

– O sea -dije- que alguien se lo explicó.

– Tenía esa idea -continuó el min-. Era una amenaza. Lo encerramos para su propia protección. Y también -dijo- para la tuya.

– Muy amable -dije-. Amabilísimo.

– Cuando salgas de aquí -dijo el min- no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos.

– ¿De veras?

– Siempre ayudamos a nuestros amigos, ¿no es así? -Y entonces me estrechó la mano y un veco crichó:- i Sonría! -y yo sonreí como besuño sin pensarlo, y entonces flash flash flash crac flash bang se tomaron fotos de mí y el Minintinf muy juntos y drugos-. Buen chico -dijo este gran cheloveco-. Buen chico. Y ahora, te haremos un regalo.

Hermanos, lo que trajeron entonces fue una gran caja brillante, y vi en seguida qué clase de vesche era. Era un estéreo. Lo pusieron al Iado de la cama y lo abrieron, y un veco lo enchufó en la pared. -¿Qué quiere oír? -preguntó un veco con ochicos en la nariz, y tenía en las rucas unos álbumes de música, hermosos y brillantes. ¿Mozart? ¿Beethoven? ¿Schoenberg? ¿Carl Orff?

– La Novena -dije-. La gloriosa Novena.

Y fue la Novena, oh hermanos míos. Todos empezaron a salir despacio y en silencio mientras yo descansaba, con los glasos cerrados, slusando la hermosa música. El min dijo: -Buen buen chico -palmeándome el plecho, y luego se fue. Sólo quedó un veco que dijo-: Firme aquí, por favor. -Abrí los glasos para firmar, sin saber qué firmaba, y sin que me importase tampoco, oh hermanos míos. Y así me quedé solo con la gloriosa Novena de Ludwig van.

Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum. Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo ya estaba curado.

7

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Estábamos yo, Vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, es decir Len, Rick y Toro, llamado Toro porque tenía un cuello bolche y una golosa realmente gronca que eran como las de un toro bolche bramando auuuuuuh. Estábamos sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer en esa bastarda noche de invierno, oscura, helada, aunque seca. Había muchos chelovecos puestos en órbita con leche y velocet , synthemesco y drencrom , y otras vesches que te llevaban lejos, muy lejos de este infame mundo real a la tierra donde videabas a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo, mientras chorros de luces te estallaban en el mosco. Estábamos piteando la vieja leche con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, pero ya os he contado todo esto.

Íbamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones muy anchos y un holgado y reluciente chaleco negro de piel sobre una camisa con el cuello desabrochado y una especie de pañuelo metido dentro. En esos tiempos también estaba de moda pasarse la britba por la golová y rasurar la mayor parte, dejando pelo sólo a los lados. Pero siempre era lo mismo para nuestras viejas nogas, unas grandes botas bolches, realmente espantosas, para patear litsos.

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Yo era el mayor de los cuatro y todos me consideraban el líder del grupo, pero a veces se me ocurría que a Toro le rondaba por la golová la idea de tomar el mando, y esto sólo porque era enorme y por la gronca golosa que le salía cuando estaba en pie de guerra. Pero todas las ideas venían de Vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba la vesche de que yo había sido famoso y habían publicado mi foto y artículos sobre mí y toda esa cala en las gasettas. Además yo tenía el mejor trabajo de los cuatro, en los Archivos Nacionales de Gramodiscos en el lado de la música, y cada fin de semana tenía los carmanos repletos de preciosos gollis , además de un montón de buenos discos gratis para el malenco estante de mi lado.

Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y málchicos que smecaban y piteaban y que interrumpían las goboraciones y la cháchara de los en-órbita barbotando cosas como «Gargariza los falatucos y el gusano se disemina en pequeñas bolas masacradas» y toda esa cala, uno podía slusar una canción pop en el estéreo, Ned Achimota cantando Ese día, sí, ese día. En la barra había tres débochcas vestidas a la última moda nadsat, esto es, pelo largo despeinado teñido de blanco y grudos postizos que sobresalían lo menos un metro y faldas muy cortas y ajustadas y ropa interior blanca y espumosa, y Toro repetía sin cesar: -Eh, podríamos meternos ahí, tres de nosotros. Al viejo Len no le interesa. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios. -Y Len repetía sin cesar:- Yarboclos yarboclos. ¿Qué ha sido del espíritu del todos para uno y uno para todos, eh, chico? -De pronto me sentí muy muy cansado y al mismo tiempo con una energía hormigueante, y dije:

– Fuera fuera fuera fuera fuera.

– ¿Adónde? -preguntó Rick, que tenía litso de rana.

– Oh, sólo a videar que sucede en el gran exterior -dije. Pero por alguna razón, hermanos míos, me sentí enormemente aburrido y algo desesperado, y esos días me había sentido así a menudo. De modo que me volví al cheloveco sentado junto a mí en el largo asiento de felpa que corría alrededor del mesto, un cheloveco somnoliento que barboteaba, y le aticé unos puñetazos en el estómago, ac ac ac, realmente scorro. Pero él ni los sintió, hermanos, y barbotó: «Carretea la virtud, ¿dónde en el extremo de las colas yacen las palopalomitas?» Así que nos largamos a la gran noche invernal.

Descendimos por el bulevar Marghanita y como no había militsos patrullando por allí, cuando encontramos a un starrio veco que venía del quiosco donde acababa de cuperar la gasetta le dije a Toro: -Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas. -En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes y videar cómo las cumplían. Toro se le echó encima y lo cracó , er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon, smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía.

– ¿Qué me dices de un delicioso vaso de algo que nos saque el frío, eh Alex? -propuso Toro. No estábamos lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos dijeron sí sí sí con la cabeza, pero todos me miraron para videar si eso estaba bien. Estuve de acuerdo, así que hacia allá iteamos. Dentro del antro esperaban aquellas starrias ptitsas o harpías o bábuchcas que recordaréis del principio y todas empezaron con lo de «Buenas noches, muchachos, Dios os bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros», esperando que nosotros dijéramos: «¿Qué vais a tomar, chicas?» Toro hizo sonar el colocolo y acudió un camarero frotándose las rucas en el delantal grasiento. -El dinero sobre la mesa, drugos -dijo Toro sacando un tintineante montón de dengo-. Escocés para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas, ¿eh?

Y entonces yo dije: -Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. -No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la golová el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mí, de atesorarlos por alguna razón.

Toro dijo: -¿Qué pasa, brato ? ¿Qué le sucede al viejo Alex?

– Ah, al demonio -dije yo-. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo.

– ¿Ganados? -dijo Rick-. ¿Ganados? No tienen por qué ganarse, como bien sabes, viejo drugo. Tomarlos, basta con tomarlos. -Y smecó realmente gronco y vi que tenía uno o dos subos menos estropeados.

– Ah -dije-, tengo que pensarlo. -Pero al videar la expresión de las viejas bábuchcas , que esperaban ansiosas un poco de alc gratis, encogí los plechos, saqué el dinero del carmano de los pantalones, billetes y monedas revueltos, y los dejé caer tintineando sobre la mesa.

– Escocés para todos, ¿verdad? -dijo el camarero, pero por alguna razón dije:

– No, muchacho, para mí será una cerveza pequeña, ¿de acuerdo?

– Esto no me gusta -dijo Len, y empezó a pasarme las rucas por la golová, como queriendo decir que yo tenía fiebre, pero le gruñí como un perro y se apartó scorro-. Está bien, está bien, drugo -dijo-. Como tú digas.

Pero Toro estaba smotando con la rota abierta algo que había salido de mi carmano junto con el precioso dinero que había dejado en la mesa.

– Bueno bueno bueno -dijo-. Y nosotros sin enterarnos.

– Dame eso -gruñí, y se lo arrebaté scorro. No me explicaba cómo había llegado allí, hermanos, pero era la fotografía que yo había recortado de una vieja gasetta, un bebé que gorjeaba gu gu gu mientras le babeaba leche de la rota y miraba arriba como smecando el mundo, y estaba todo nago y la carne toda como pliegues porque era un bebé muy gordo. Hubo un ja ja ja mientras querían arrebatarme el pedazo de papel y tuve que gruñirles de nuevo y agarré la foto y la rompí en pedazos diminutos que dejé caer como nieve. El whisky llegó al fin y las starrias bábuchcas dijeron: -Salud, muchachos, Dios los bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros- y toda esa cala. Y una de ellas toda líneas y arrugas, sin un subo en la vieja rota hundida, dijo: -No rompas el dinero, hijo. Si tú no lo necesitas, dáselo a otros -lo cual fue muy descarado y audaz. Pero Rick dijo:

– No era dinero, oh bábuchka. Era la fotografía de un pequeño y tierno bebé.

– Ya me estoy cansando -dije yo-. Sois vosotros los bebés, todos. Mofándose y riéndose y lo único que saben hacer es smecar y arrear tolchocos bolches y cobardes a la gente, cuando ellos no pueden devolverlos.

– Bueno -dijo Toro-, siempre te habíamos tenido por el rey en esas cuestiones y además el maestro. No te encuentras bien, eso es lo que te pasa, viejo drugo.

Videé el turbio vaso de cerveza delante de mí sobre la mesa y sentí como un vómito dentro de mí, así que exclamé -Aaaaah- y arrojé por todo el suelo la cala espumosa y vonosa. Una de las ptitsas starrias comentó:

– No quiere gastar.

– Mirad, drugos, escuchad me -dije-. Por alguna razón esta noche no estoy bien de humor. No sé por qué o cómo, pero así es la cosa. Vosotros tres salid por vuestra cuenta esta noche y yo me quedo fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar y hora, y espero estar mucho mejor.

– Oh -dijo Toro-, de veras que lo siento. -Pero se le videaba un brillo en los glasos, porque esa naito él podría llevar la batuta. Poder, poder, todos quieren poder.- Podemos posponer para mañana lo que teníamos en mente -dijo Toro-, esa crastada en las tiendas de la calle Gagarin. Diversión de película y dinero todo junto, drugo.

– No -dije yo-. No posponéis nada. Adelante como si nada y según vuestro propio estilo. Ahora, yo me iteo -añadí, y me levanté de la silla.

– ¿Adónde? -preguntó Rick.

– No lo sé -dije-. Necesito estar solo y aclarar unas cosas. -Era evidente que las viejas bábuchcas estaban realmente confundidas porque me marchara de aquel modo todo taciturno y no como el malchiquito animado y smecante que ellas recordaban. Pero dije:- Ah, al demonio, al demonio -y me largué odinoco a la calle.

Estaba oscuro y se estaba levantando un viento afilado como un nocho, y muy muy pocos liudos fuera. Por las calles circulaban coches patrulla cargados de brutales ras ras, y de cuando en cuando podía videarse en alguna esquina una pareja de militsos muy jóvenes que pateaban el suelo para defenderse del frío malévolo y exhalaban un aliento de vapor al aire invernal, oh hermanos míos. Supongo que en verdad se estaban acabando los tiempos de la ultraviolencia y el crastar, pues los ras ras trataban con brutalidad a quienes atrapaban, aunque se había convertido más bien en una especie de guerra entre nadsats desobedientes y ras ras, que podían ser más scorros con el nocho y la britba y con el bastón e incluso la pistola. Pero lo que me ocurría en aquellos tiempos era que eso no me importaba mucho. Era como si algo suave estuviese colándoseme dentro y no ponimaba por qué.

Tampoco sabía qué quería. Incluso la música que me gustaba slusar en mi malenca guarida era la que antes me habría hecho smecar, hermanos. Slusaba más malencas canciones románticas, lo que llaman Lieder , sólo una golosa y un piano, muy tranquilas y tiernas, muy diferente de cuando todo eran bolches orquestas y yo me tumbaba en la cama entre violines, trombones y timbales. Algo estaba ocurriendo en mi interior, y yo me preguntaba si sería alguna enfermedad o si lo que me habían hecho aquella vez estaba trastornándome la golová y me iba a volver realmente besuño.

Así pensando, con la golová gacha y las rucas en los carmanos del pantalón, recorrí la ciudad, hermanos, y al fin empecé a sentirme muy cansado y necesitado de una bolche chascha de chai con leche. Pensando en el chai tuve una súbita visión, como una fotografía de mí mismo sentado en un sillón ante un bolche fuego piteando chai, y lo más divertido y a la vez extraño era que yo parecía haberme convertido en un starrio cheloveco, de unos setenta años de edad, porque videé mi propio boloso , muy gris, y además llevaba patillas, que también eran muy grises. Pude videarme como un anciano sentado junto al fuego y entonces la imagen se desvaneció. Pero fue una experiencia como extraña.

Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y a través de los grandes cristales videé que estaba atestado de liudos apagados, corrientes, de litsos pacientes e inexpresivos, que no harían daño a nadie, todos sentados allí goborando quedamente y piteando unos tés y cafés inofensivos. Iteé en el interior, fui hasta la barra y pedí un buen chai caliente con mucha moloco, y luego iteé hasta una mesa y me senté a pitearlo. Una pareja joven ocupaba aquella mesa y bebían y fumaban cánceres con filtro, y goboraban y smecaban en voz baja, pero apenas reparé en ellos y seguí bebiendo y soñando y preguntándome qué era lo que estaba cambiando en mí y qué iba a ocurrirme. Sin embargo videé que la débochca de la mesa que estaba con el cheloveco era de película, no de la clase que querrías tumbar en el suelo para darle el viejo unodós, unodós, sino que tenía un ploto y un litso de primera, y una rota sonriente y un boloso muy muy brillante y toda esa cala. Y entonces el veco que la acompañaba, que llevaba un sombrero en la golová y estaba de espaldas a mí, volvió el litso para videar el bolche reloj de pared que había en el mesto, y entonces pude videar quién era y él videó quién era yo. Era Pete, uno de mis tres drugos de los días en que éramos Georgie, Lerdo, él y yo. Era Pete, que parecía mucho mayor aunque no podía tener entonces más de diecinueve años y llevaba un pequeño bigote y un traje corriente y el sombrero puesto.

– Bueno bueno bueno, drugo -dije-, ¿cómo te va? Hace mucho, mucho tiempo que no te videaba.

Y él dijo: -Eres el pequeño Alex, ¿verdad?

– El mismo -dije-. Ha pasado mucho, mucho tiempo desde aquellos buenos tiempos de antes, muertos y enterrados. Y el pobre Georgie, según me dijeron, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo, ¿y qué noticias tienes, viejo drugo?

– Qué manera de hablar más rara, ¿verdad? -dijo la débochca entre risitas.

– Éste es un viejo amigo -le dijo Pete a la débochca-. Se llama Alex. -Y volviéndose hacia mí añadió:- Te presento a mi mujer.

Me quedé boquiabierto. -¿Tu mujer? -balbucí-. ¿Mujer mujer mujer? Ah, no, eso no es posible. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drugo. Imposible, imposible.

La débochca que era la mujer de Pete (imposible, imposible) soltó otra risita y le dijo: -¿Tú también hablabas de esa manera?

– Bueno… -dijo Pete, y sonrió-. Tengo cerca de veinte años. Bastante viejo para casarse, y ya hace dos meses. Tú eras muy joven y muy adelantado, recuerda.

– En fin… -Seguía como pasmado.- Me cuesta de veras hacerme a la idea, viejo drugo. Pete casado. Vaya vaya vaya.

– Tenemos un piso pequeño -dijo Pete-. Gano muy poco en State Marine Insurance, pero las cosas mejorarán, seguro. Y Georgina…

– ¿Puedes repetir el nombre? -dije, con la rota aún abierta como un besuño. La mujer de Pete (mujer, hermanos) volvió a soltar otra risita.

– Georgina -dijo Pete-. Georgina también trabaja. De mecanógrafa, ¿sabes? Nos las arreglamos, nos las arreglamos. -Hermanos, no podía apartar los glasos de él, de verdad. Había crecido y tenía golosa de hombre crecido también.- Tienes que venir a vernos alguna vez -dijo Pete-. Sigues pareciendo muy joven a pesar de tus terribles experiencias. Sí sí, sí lo leímos todo. Pero, por supuesto, aún eres muy joven.

– Dieciocho -dije-. Recién cumplidos.

– Dieciocho, ¿eh? -dijo Pete-. Tan mayor ya. Bueno bueno bueno. Ahora tenemos que irnos -añadió, y le dedicó a su Georgina una mirada amorosa y oprimió una de sus rucas entre las suyas y ella le devolvió una mirada igual, oh hermanos míos-. Sí -dijo Pete mirándome-, vamos a una pequeña fiesta en casa de Greg.

– ¿Greg? -dije.

– Ah, claro -dijo Pete-, tú no conoces a Greg. Greg vino después de tu época. Entró en escena mientras estabas ausente. Organiza pequeñas fiestas, reuniones de copas y juegos de palabras sobre todo. Pero muy agradables, muy tranquilas. Inofensivas, si entiendes por dónde voy.

– Sí -dije-. Inofensivas. Sí, sí, video ese verdadero espanto. -Al oír esto la débochca Georgina se rió otra vez de mis slovos. Y luegos los dos itearon a sus vonosos juegos de palabras en casa del tal Greg, quienquiera que fuese. Y yo me quedé odinoco mirando mi chai con leche, frío a aquellas alturas, pensativo e inquieto.

Tal vez fuera eso, pensé. Tal vez me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de chisna que había llevado hasta entonces, hermanos. Acababa de cumplir dieciocho años. Con dieciocho ya no era tan joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había compuesto conciertos, sinfonías, óperas y oratorios y toda esa cala, no, no cala, música celestial. Y estaba también el viejo Felix M. con la obertura de su Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba ese poeta francés citado por el viejo Benjy Britt, que había escrito sus mejores poemas antes de los quince años, oh hermanos míos. Su primer nombre era Arthur. Dieciocho no era una edad tan tierna entonces. ¿Pero qué haría?

Mientras recorría las calles oscuras y bastardas de invierno después de itear del mesto de té-y-café, videé visiones parecidas a esos dibujos de las gasettas. Alex, Vuestro Humilde Narrador, regresaba a casa del trabajo para cenar un buen plato caliente, y una ptitsa acogedora lo recibía amorosamente. Pero no conseguía videarlo, hermanos, ni imaginar quién podía ser. Sin embargo, tuve la profunda certeza de que si entraba en la habitación próxima a aquélla donde ardía el fuego y mi cena caliente esperaba sobre la mesa encontraría lo que realmente deseaba, y de pronto todo cuadró, la fotografía recortada de la gasetta y el encuentro con Pete. Porque en esa otra habitación, en una cuna, mi hijo gorjeaba gu gu gu. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí un bolche agujero dentro de mi ploto, que me sorprendió incluso a mí. Comprendí lo que estaba sucediendo, oh hermanos míos. Estaba creciendo.

Sí sí sí, eso era. La juventud tiene que pasar, ah, sí. Pero en cierto modo ser joven es como ser un animal. No, no es tanto ser un animal sino uno de esos muñecos malencos que venden en las calles, pequeños chelovecos de hojalata con un resorte dentro y una llave para darles cuerda fuera, y les das cuerda grrr grrr grrr y ellos itean como si caminaran, oh hermanos míos. Pero itean en línea recta y tropiezan contra las cosas bang bang y no pueden evitar hacer lo que hacen. Ser joven es como ser una de esas malencas máquinas.

Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera un hijo se lo explicaría todo en cuanto fuese lo suficiente starrio para comprender. Pero sabía que no lo comprendería o no querría comprenderlo, y haría todas las vesches que yo había hecho, sí, quizás incluso mataría a alguna pobre starria forella entre cotos y coschcas maullantes, y yo no podría detenerlo. Ni tampoco él podría detener a su hijo, hermanos. Y así itearía todo hasta el fin del mundo, una vez y otra vez y otra vez, como si un bolche gigante cheloveco, o el mismísimo viejo Bogo (por cortesía del bar lácteo Korova) hiciera girar y girar y girar una vonosa y grasña naranja entre las rucas gigantescas.

Pero antes de nada, hermanos, estaba la vesche de encontrar una débochca que fuera madre de ese hijo. Tendría que ponerme en esa tarea al día siguiente, pensé. Era una ocupación nueva. Era algo que tendría que empezar, un nuevo capítulo que comenzaba.

Eso es lo que va a pasar ahora, hermanos, ahora que llego al final de este cuento. Habéis acompañado a vuestro druguito Alex allá donde ha ido, habéis sufrido con él y habéis videado algunas de las acciones más brachnas y grasñas del viejo Bogo, todas sobre vuestro viejo drugo Alex. Y todo se explicaba porque era joven. Pero ahora, al final de esta historia, ya no soy joven, ya no. Alex ha crecido, oh sí.


Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala.

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