XIV. Hombres de paz

1

La casa del rancho era pequeña, una cabaña de tepe de una habitación, y por eso mismo más fácil de defender. Las dos ventanas tenían gruesos postigos interiores y cada pared un par de troneras para las armas. La rodeaban estacas, seis en fondo, al estilo de los hombres en el oeste de la Texas ganadera, los hombres que no habían muerto ni huido.

—Cielos, ojalá nos hubiéramos largado a tiempo —dijo Tom Langford—. Tú y los niños, al menos.

—Calla —replicó la esposa—. No podías administrar esto sin mí, y si renunciábamos, hubiéramos perdido todo aquello por lo que hemos trabajado. —Se inclinó sobre la mesa cubierta de armas y municiones para palmearle el brazo. Un rayo de sol atravesó una tronera del lado oeste y cruzó la penumbra transformándole el pelo en bronce—. Sólo debemos resistir hasta que Bob traiga ayuda. A menos que los pieles rojas desistan antes.

Langford prefirió no preguntarse si el vaquero habría logrado escapar. Si los comanches lo habían visto y habían enviado perseguidores con caballos frescos, ya debía de haber perdido el cuero cabelludo. Imposible saberlo. Aunque desde allí se veía hasta muy lejos, durante el día, los atacantes habían aparecido al alba, cuando la gente empezaba las faenas, y habían llegado con increíble celeridad. De los peones, sólo Ed Lee, Bill Davis y Carlos Padilla habían llegado a la casa junto con la familia, y una bala había destrozado el brazo izquierdo de Ed.

Susie curó y entablilló el brazo como pudo cuando los guerreros recularon ante los disparos y se perdieron de vista. Ahora Ed tenía a Nancy Langf ord en el regazo. La niña de tres años lo abrazaba aterrada. Bill vigilaba la punta norte, Carlos el sur, mientras Jim iba de este a oeste con el orgullo y la avidez de sus siete años. El olor penetrante de la pólvora aún flotaba en el aire, y llegaba humo desde el establo. Era el único edificio de madera, y los indios lo habían incendiado. Los defensores oían el crepitar de las llamas a lo lejos, como un ruido de pesadilla.

—¡Regresan! —gritó Jim.

Langford cogió un Winchester de la mesa y dio un brinco hacia la pared oeste.

—Bill, ayuda a la señora a recargar —dijo Lee a sus espaldas—. Carlos, quédate con Tom. Jim, haz la ronda y dime dónde me necesitan. —La voz estaba impregnada de dolor pero el hombre podía disparar un Colt.

Langford miró por la tronera. La luz del sol alumbraba la tierra desnuda. Los cascos de los caballos levantaban un polvo rojizo y arremolinado. Tuvo un cuerpo cobrizo en la mira, pero de golpe el pony viró y del jinete sólo se vio una pierna. Un truco indio, colgarse del otro flanco. Pero un comanche sin caballo era sólo la mitad de sí mismo. El rifle de Langford soltó un estampido y le golpeó el hombro. El pony corcoveó, relinchó, rodó y pataleó. El guerrero logró saltar y se perdió en el polvo y la confusión. Langford comprendió que era un tiro perdido, y escogió el siguiente blanco con cuidado. Las balas tenían que durar.

Los jinetes nunca tomarían esa casa. Lo habían aprendido la primera vez. Daban vueltas y vueltas, gritando y disparando. Cayó uno, otro, otro. Yo no les acerté, pensó Langford. Fue Carlos. Un verdadero tirador. Valiente, además. Podría haberse escabullido cuando atacaron los comanches, pero se quedó con nosotros. Bien, nunca he despreciado a un hombre por ser mexicano.

—¡Aquí vienen a pie! —gritó Jim.

Sí, desde luego, los bravos a caballo cubrían con sus disparos a los que trepaban entre las estacas. Langford miró hacia atrás. Bill Davis se había levantado de la mesa para unirse a Ed Lee en el norte. El peón negro no era el mejor tirador de Estados Unidos, pero sus blancos estaban cerca, detenidos por la barrera, desdeñosos de la muerte. Descerrajó un tiro tras otro. Susie le alcanzó un rifle recargado, cogió el arma vacía, entregó a Ed una pistola nueva. Gritos, trepidar de cascos, estampidos, todo seguía sin cesar. Uno no tenía miedo, no había tiempo para eso, pero en alguna parte se preguntaba si existía otra cosa o alguna vez existiría.

De pronto todo terminó. Los salvajes recogieron a sus muertos y heridos y se retiraron de nuevo.

En el silencio que siguió, el reloj sonó como un martillo clavando la tapa de un ataúd. Era un gran reloj de péndulo, el único tesoro que Susie había querido traer de la casa de sus padres. La esfera relucía en la humareda azul. Langford entornó los ojos, irritados por el humo de la pólvora, y soltó un silbido. Sólo diez minutos desde el comienzo del ataque. ¿ Sólo, santo Dios ?

Nancy se había arrastrado hasta un rincón. Se había puesto en cuclillas abrazándose el cuerpo. Su madre fue a ofrecerle el consuelo que podía.

2

El invierno aún se respiraba en el viento de las praderas altas. Esta estribación no era tan sombría como el Llano Estacado, por donde habían venido los viajeros, pero las lluvias de primavera todavía no habían empezado en serio y sólo un toque de verdor salpicaba la extensa y reseca pradera. Los árboles —sauces o álamos apiñados junto a los escasos arroyos, algún roble solitario— alzaban las ramas desnudas hacia un cielo desteñido. Pero abundaba la caza. No había búfalos, excepto los huesos blancos dejados por cazadores blancos; los búfalos escaseaban cada vez más. Sin embargo, por doquier había antílopes, pécaris y liebres, con lobos y pumas que se alimentaban de ellos. En los cañones había alces blancos y osos. La partida de Jack Tarrant no había visto ganado desde antes de partir de Nuevo México. Dos veces se habían topado con ranchos abandonados. El terror rojo había despertado en toda su vieja furia mientras los estados se desangraban entre sí, y el ejército aún debía someter a muchos rebeldes, siete años después de Appomattox.

El brillo del sol impedía ver el este. Al principio, Tarrant no vio lo que señalaba Francisco Herrera Carrillo.

—Humo —dijo el comerciante en español—. No proviene de ningún campamento.

Era un hombre moreno de rasgos afilados; aun durante el viaje mantenía la mandíbula rasurada, el bigote recortado, las ropas pulcras, como para recordar al mundo que entre sus antepasados había conquistadores españoles.

Tarrant se le parecía un poco, con la nariz grande y aquilina, los ojos ligeramente oblicuos. Al cabo de un momento también distinguió la mancha que se extendía sobre el cielo.

—No proviene de ningún campamento, pues resulta visible por debajo del horizonte —convino lentamente también en español—. ¿Qué es, pues? ¿Un incendio en la hierba?

—No, tendría más extensión. Un edificio. Creo que hemos encontrado a los indios.

Corpulento y pelirrojo, el garfio asomando de la manga derecha, Rufus Bullen apuró el paso para alcanzarlos.

—¡Dios! —gruñó. Su inglés resultaba gangoso porque le faltaban dos dientes. Nadie salvo Tarrant parecía haber notado que otros nuevos ya estaban naciendo en las encías—. ¿Qué han incendiado, un rancho?

—¿Qué otra cosa? —replicó Herrero, siempre en español—. Hace tiempo que no vengo por esta comarca, pero si no recuerdo mal y estoy bien orientado, aquélla es la propiedad de Langford. O lo era.

—Pero ¿qué esperamos? No podemos permitir… —Rufus calló, y se encogió de hombros—. Inutilis est —masculló.

—Llegaríamos demasiado tarde, y no podemos hacer nada contra un grupo de guerreros —le recordó Tarrant, también en latín.

Herrera se encogió de hombros. Se había habituado a que estos yanquis usaran esa lengua. (Reconocía algunas palabras por la misa, pero muy pocas, porque además no la hablaban como los curas.) De todos modos, lo que se proponían hacer era una locura.

—Desean hablar con los comanches, ¿verdad? —observó—. No podrán hacerlo si luchan contra ellos. Vamos, comamos algo y continuemos la marcha. Si tenemos suerte, aún estarán allí cuando lleguemos. Sus hijos Miguel y Pedro, jóvenes pero experimentados, se habían despenado al alba para trabajar. Una cafetera humeaba y dos sartenes chisporroteaban en la parrilla sobre una fogata de estiércol de búfalo —que todavía abundaba— y mezquite. Con la prisa que llevaban ambos hombres, sin tiempo libre para cazar, el único tocino que quedaba era grasa para cocinar, pero tenían suficiente maíz para hacer tortillas y dos días atrás el padre había tenido la buena suerte de cazar un pécari, aunque estaba a cierta distancia. Todo comanchero era, necesariamente, un buen tirador.

Los viajeros comieron muy deprisa, levantaron el campamento, hicieron sus necesidades, dejaron el jabón y las navajas para después, montaron y se pusieron en marcha. Herrera marchaba al trote, a veces al paso. Los dos a quienes guiaba habían aprendido a seguirle el ritmo. Aunque parecía lento, los caballos iban descansados y recorrían muchos kilómetros por día. Además, sólo llevaban un par de ponis cada uno y tres muías de carga.

El sol ascendió, el viento se calmó. La tibieza del aire arrancó dulzones aromas de sudor a las monturas. Los cascos repiqueteaban, el cuero crujía. Las hierbas altas y secas susurraban. Por un momento el humo se elevó a mayor altura, pero pronto se disolvió y se esfumó. Alas igualmente negras sobrevolaban el lugar.

—Un campamento comanche se reconoce de lejos —señaló Herrera—. Los buitres esperan las sobras.

Era difícil distinguir si Rufus se había puesto rojo de furia. A pesar del sombrero, tenía la manca tez irritada y cuarteada.

—¿Cuerpos muertos? —rezongó en español, un idioma que más o menos manejaba.

—O huesos y entrañas —le replicó Herrera—. Siempre fueron cazadores, cuando no están en guerra. —Hizo una pausa—. Los blancos destruyen al búfalo que les da sustento.

—A veces pienso que les tiene simpatía —murmuró Tarrant.

—He tratado con ellos desde que tenía la edad de Pedro, al igual que mis padres antes que yo —dijo Herrera—. Uno liega a entenderlos, quiéralo o no.

Tarrant asintió. Hacía un siglo que los comancheros operaban desde Santa Fe, desde que De Anza había detenido a las tribus y había logrado una paz duradera porque los indios le tenían respeto. Era sólo una paz con los neomexicanos. Los españoles de otras partes, otros europeos, los mexicanos que gobernaron después, los americanos —texanos, confederados, nordistas— que despojaban a los mexicanos, ésos seguían siendo su presa; y había habido tanto derramamiento de sangre y crueldad por ambas partes que una tregua entre los comanches y los texanos era tan impensable como una tregua entre los comanches y los apaches.

Tarrant trató de concentrarse en el caballo. Él y Rufus habían adquirido bastante destreza para cabalgar al estilo de las praderas, pero a fin de cuentas eran marinos. ¿Por qué su búsqueda no los habría conducido al Pacífico Sur, o a las costas de Asia, o a cualquier otra parte que no fuera este desierto sin límites?

Bien, quizá la búsqueda tocara a su fin. Por mucho que antes hubiera pensando en ello, le aceleraba la sangre y le hacía cosquillear la espalda. ¡Oh Hiram, Psammetk, Piteas, Althea, Athenais-Aliyat, cardenal Armand Richelieu, Benjamín Franklin, cuan lejos de vosotros me ha llevado el Río! Y todos los de menor importancia, incontables, perdidos en el polvo, totalmente olvidados salvo por los destellos de su memoria, un camarada de décadas o un compañero de juerga en una taberna, una esposa y los hijos que le había dado o una mujer con quien había compartido una sola noche…

El grito de Herrera lo arrancó del trance.

—¡Alto! —exclamó, y lanzó un torrente de palabras extrañas.

Rufus se llevó la mano izquierda a la pistola. Tarrant lo disuadió con un gesto. Los jóvenes pararon las bestias de carga. Miraban a todas partes. Esto era nuevo para ellos y estaban nerviosos. A pesar de los peligros que había corrido, a Tarrant se le puso carne de gallina.

Dos hombres habían salido de un cerro cubierto de matorrales, desde donde debían de estar observando. Sus potros, con mataduras, cubrieron la distancia en pocos instantes. Controlaban el galope apretando las rodillas y tirando del cabestro; sentados sobre mantas, parecían parte de las bestias, centauros. Eran corpulentos, patizambos, morenos; iban vestidos con taparrabos, perneras y mocasines. El pelo negro les colgaba en trenzas gemelas. Tenían las anchas caras pintadas con el rojo y el negro de la muerte. Habían dejado atrás las Viseras de cuero, y el bonete de guerra de las praderas del norte era desconocido aquí. Un hombre llevaba una cinta con plumas. Otro llevaba una gorra hirsuta o casco de donde surgían cuernos de búfalo. Portaba un rifle de repetición Henry. Una canana le cruzaba, el pecho. Su acompañante calzó una flecha en un arco corto. Los arqueros eran raros últimamente, o eso había oído Tarrant. Tal vez ese guerrero era pobre, o quizá prefería el arma ancestral. No importaba. Esa punta de hierro podía atravesar las costillas llegando al corazón, y más flechas aguardaban en la aljaba.

Herrera siguió hablando. Cuernos de Búfalo gruñó. El arquero aflojó la cuerda. Herrera se volvió en la silla hacia sus clientes. —La lucha no ha terminado —les dijo—, pero el Kwerhar-rehnuh nos recibirá. El jefe Quanah en persona está aquí. —El sudor le brillaba en la cara. Se había puesto un poco pálido. Añadió en inglés, pues muchos comanches sabían algo de español—: Mucho cuidado. Están muy furiosos. Pueden matar fácilmente a un hombre blanco.

3

Los edificios del rancho ya eran visibles. Tarrant pensó que parecía más pequeño y solitario en medio de esa inmensidad. Reconoció la casa de los dueños, una barraca y tres edificios más pequeños. Eran de tepe y habían sufrido pocos daños. El establo estaba reducido a cenizas y fragmentos carbonizados; la familia, sin duda, había invertido mucho dinero y esperanzas en hacerse llevar esa madera. Los indios habían empujado un par de carretas hacia las llamas. El gallinero estaba vacío y destrozado. Los cascos habían pisoteado árboles jóvenes destinados a crecer para ofrecer refugio contra el sol y el viento.

Los indios habían acampado cerca de un esquelético molino que bombeaba agua para un bebedero. Eso los ponía fuera del alcance de los rifles de la casa y quizás impedía que espiaran sus movimientos. Unos treinta tipis exhibían sus coloridos conos de cuero de búfalo en lo que había sido tierra de pastoreo. Ante una fogata central, mujeres con vestidos de piel de ante preparaban novillos descuartizados para comer. Eran pocas. Los bravos sumaban un centenar. Remoloneaban, dormitaban, jugaban a los dados, limpiaban los rifles o afilaban los cuchillos. Algunos estaban sentados con rostro adusto frente a viviendas dentro de las cuales sonaban lamentos; lloraban a sus parientes muertos. Unos pocos, montados, vigilaban los muchos caballos que pastaban a lo lejos. Esos caballos capaces de alimentarse con hierba invernal eran tan recios como sus amos.

Los recién llegados causaron alboroto en el campamento. La mayoría de la gente se acercó para curiosear. La estoica parquedad de los indios era un mito, a menos que estuvieran enfermos o agonizando. Entonces el guerrero se enorgullecía de no gritar aunque sus captores o las mujeres de sus captores le infligieran la tortura más prolongada y cruel. Era terrible caer en manos de semejantes personas.

Cuernos de Búfalo gritó, abriendo paso a través del gentío. Herrera saludó a los hombres que conocía. Las sonrisas y ademanes de bienvenida tranquilizaron a Tarrant. Si sabían cuidarse, quizá sobrevivieran. A fin de cuentas, la hospitalidad era sagrada para esta gente.

Cerca del molino de viento había un tipi con signos pintados que, según Herrera, eran poderosos. Un nombre demasiado digno para abandonar su puesto por mera curiosidad estaba fuera, los brazos cruzados. Los viajeros pararon los caballos. Tarrant comprendió que estaba frente a Quanah, jefe guerrero medio blanco de los Kwerhar-rehnuh. El nombre de esa banda significaba «Antílopes» una designación curiosa para los señores del Llano Estacado, los más feroces de esos comanches a quienes Estados Unidos aún debía conquistar.

Pintado con rayas de color amarillo y ocre que parecían relámpagos, usaba sólo un taparrabo y mocasines, con un cuchillo Bowie enfundado en el cinturón. Pero sus rasgos eran inequívocos. De la raza de la madre heredaba la nariz recta y la alta estatura del musculoso cuerpo. Sin embargo, era aún más moreno que la mayoría de ellos. Miraba a los extranjeros con la calma de un león.

Herrera lo saludó respetuosamente en la lengua de los nermernuh, el Pueblo. Quanah inclinó la cabeza.

—Bienvenidos —saludó, y en un español fluido, aunque con acento, pidió que desmontaran y entraran.

Tarrant se sintió muy aliviado. En Santa Fe había aprendido algo del lenguaje de signos de los indios de la pradera, pero lo usaba con torpeza, y Herrera le había dicho que, de todos modos, pocos comanches lo dominaban. El traficante le había explicado que quizá Quanah no se dignara hablar español con americanos. También chapurreaba el inglés, pero no se crearía dificultades innecesarias hablando en ese idioma.

—Muchas gracias, señor —dijo Tarrant en español, para establecer que él estaba al mando. Se preguntó si tendría que haber usado el honorífico «Don Quanah».

Herrera dejó las monturas a cargo de sus hijos y entró con el jefe, Tarrant y Rufus en el tipi. Dentro sólo había mantas de dormir; era un campamento de guerreros. La luz resultaba tenue después del resplandor de fuera, y el aire olía a cuero y humo. Los nombres se sentaron en círculo con las piernas cruzadas. Dos esposas sé marcharon, apostándose en la entrada por si las necesitaban.

Quanah no estaba dispuesto a fumar la pipa de la paz, pero Herrera había dicho que estaría bien invitarlo a cigarrillos. Tarrant los ofreció mientras hacía las presentaciones. Hábilmente zurdo, Rufus sacó una caja de cerillas del bolsillo, prendió una y encendió el tabaco. Que un hombre de aspecto tan formidable los sirviera honraba a ambos cabecillas.

—Hemos realizado un fatigoso viaje con el deseo de encontrarte —dijo Tarrant—. Pensábamos que los Antílopes estarían en su territorio, pero ya se habían marchado, así que tuvimos que preguntar a todos los que encontramos, y a la Tierra misma, adonde habían ido.

—Entonces no estás aquí para comerciar —dijo Quanah, mirando a Herrera.

—El señor Tarrant me contrató en Santa Fe para que lo guiara hasta aquí, cuando supo que podría hacerlo —respondió el traficante—. He traído rifles y municiones. Uno será un obsequio para ti. En cuanto al resto, bien, sin duda has capturado muchas cabezas de ganado.

Rufus resopló ruidosamente el aire. Era sabido que los rancheros de Nuevo México querían ganado y lo compraban sin hacer preguntas. Los comancheros lograban que pequeños destacamentos de indios arrearan las cabezas que habían capturado en Texas hasta ese mercado, a cambio de armas. Tarrant apoyó una mano en la rodilla del pelirrojo y masculló en latín, para aplacarlo:

—Cálmate, ya lo sabías.

—Acampa con nosotros —le invitó Quanah—. Creo que estaremos aquí hasta mañana por la mañana.

—¿Dejarás en paz a la gente de aquella casa? —preguntó Rufus con tono esperanzado.

Quanah frunció el ceño»

—No. Nos han matado guerreros. El enemigo jamás se jactará de habernos desafiado y haber quedado con vida. —Se encogió de hombros—. Además, necesitamos un descanso, ya que hemos viajado mucho, y así combatiremos mejor a los soldados más tarde.

Sí, comprendió Tarrant, no se trataba de una expedición de pillaje, sino de una campaña en una guerra. Sus averiguaciones indicaban que un chamán kiowa, Profeta Búho, había exhortado a un gran ataque conjunto que expulsaría para siempre al blanco de las llanuras; y el año anterior se habían cometido tantas atrocidades que el gobierno de Washington había cejado en sus esfuerzos por la paz. En otoño, Ranald Mackenzie había llevado a los soldados negros del Cuarto de Caballería hasta la región para combatir contra los Antílopes. Quanah encabezó una sagaz y combativa retirada —Mackenzie mismo recibió una herida de flecha—, hacia el Llano Estacado, hasta que el invierno obligó a los americanos a recular. Ahora Quanah regresaba.

La mirada severa se fijó en Tarrant.

—¿Qué quieres de nosotros?

—Yo también traigo obsequios, señor. —Ropa, mantas, joyas, bebida. Aunque no estaba involucrado en el conflicto, Tarrant no se resignaba a llevar armas, y Rufus no lo habría aceptado—. Mi amigo y yo somos de una tierra distante… California, junto a las aguas occidentales. Sin duda has oído hablar de ellas. —Y añadió deprisa, pues ese territorio pertenecía al enemigo—: No tenemos rencillas con nadie aquí. Las razas no están condenadas a conflictos de sangre. —Un riesgo que debía correr—: Tu madre perteneció a nuestro pueblo. Antes de partir, me enteré de lo que pude acerca de ella. Si tienes alguna pregunta, intentaré responderla.

Se impuso un silencio. El bullicio de fuera parecía lejano. Herrera parecía intranquilo, mientras que Quanah fumaba sin inmutarse.

—Los texanos nos las robaron, a ella y a mi pequeña hermana —dijo al fin el jefe—. Mi padre, Peta Nawkonee el jefe de guerra, la lloró hasta que recibió una herida en batalla, la cual se infectó y lo mató. He oído decir que ella y la muchacha han muerto.

—Tu hermana murió hace ocho años —replicó Tarrant—. Tu madre murió poco después. También ella sufría el pesar y la añoranza. Ahora descansan en paz, Quanah.

Había sido muy fácil averiguar la historia. Había causado sensación y aun hoy se recordaba. En 1836 un grupo de indios atacó Parker's Fort, un asentamiento en el valle del Brazos. Abatieron a cinco hombres y los mutilaron a la manera india, preferiblemente antes de la muerte. Violaron a la abuela Parker después de que una lanza la clavó en el suelo. Dos mujeres de las varias que violaron sufrieron heridas igualmente graves. Se llevaron a otras dos, junto con tres criaturas. Entre ellos estaba Cynthia Anne Parker, de nueve años.

Finalmente se rescató a las mujeres y a las criaturas pagando rescate. Aunque ésta no era la primera vez que los comanches tomaban mujeres como esclavas, la historia de lo que habían sufrido esas dos sintetizaba el destino de centenares; y los Texas Rangers cabalgaban con el deseo de venganza en el corazón.

Cynthia Anne tuvo mejor suerte. La adoptaron y criaron como hija de los nermernuh. Olvidó el inglés y su primera infancia, se convirtió en Antílope y al fin en madre. Por lo que se sabía, su matrimonio había sido feliz; Peta Nawkonee amaba a su esposa y no quiso a ninguna mujer después de ella. La perdió en 1860, cuando Sul Ross encabezó una expedición de los Rangers en represalia por una incursión y atacó el campamento comanche. Los hombres habían salido a cazar. Los Rangers dispararon a las mujeres y los niños que no lograron escapar, y a un esclavo mexicano a quien Ross confundió con el jefe. Justo a tiempo, un hombre vio, a través de la suciedad y la grasa, que el pelo de una squaw era rubio.

Ni el clan Parker ni el estado de Texas escatimaron esfuerzos, pero fueron vanos. Ella era Naduah, quien sólo echaba de menos al Pueblo y la pradera. Una y otra vez intentó escapar, y sus parientes tuvieron que custodiarla. Cuando la enfermedad la privó de su hija, aulló, se abrió cortes en las carnes, se sumió en el silencio y se mató de hambre.

En las praderas, su hijo menor pereció miserablemente. La enfermedad siempre acechaba a los indios: tuberculosis, artritis, parásitos, oftalmía, la sífilis y la viruela que traían los europeos, una letanía incesante de males. Pero su hijo mayor prosperó, reunió un grupo de guerreros y llegó a jefe de los Antílopes. Rehusó firmar el tratado de la Cabaña de Medicinas, que llevaría a las tribus a una reserva. En cambio, sembró el terror en la frontera. Era Quanah.

—¿Has visto sus tumbas? —preguntó con voz firme.

—No —dijo Tarrant—, pero si deseas puedo visitarlas para decirles que las amas.

Quanah fumó un rato más. Al menos no llamó embustero al blanco.

—¿Por qué me buscas? —preguntó al fin.

El pulso de Tarrant se aceleró.

—No te busco a ti, jefe, aunque grande es tu fama. He recibido noticias sobre alguien que te acompaña. Si he oído bien, es oriundo del norte y ha viajado mucho y mucho tiempo, más tiempo del que nadie recuerda, aunque no envejece. El suyo ha de ser un extraño poder. En tu campamento, los nermer-nuh que se quedaron nos informaron que venía con esta partida. Mi deseo es hablar con él.

—¿Por qué? —La pregunta directa, tan poco india, revelaba tensión bajo la superficie de hierro de Quanah.

—Creo que se alegrará de hablar conmigo.

Rufus chupó el cigarrillo con fuerza. El garfio le temblaba sobre el regazo. Quanah impartió una orden a las squaws. Una de ellas se fue. Quanah se volvió hacia Tarrant.

—He mandado a buscar a Dertsahnawyeh, Peregrino —dijo, añadiendo la traducción española de ese nombre. Y continuó—: ¿Esperas que él te enseñe su medicina?

—He venido para averiguar qué es.

—Creo que no podría decírtelo aunque lo deseara, y no creo que lo desee.

Herrera miró de soslayo a Tarrant.

—Usted sólo me dijo que deseaba averiguar qué había detrás de esos rumores —dijo—. Es peligroso entrometerse en cuestiones de los guerreros.

—Sí, me considero un científico —replicó Tarrant y dirigiéndose a Quanah—: Un hombre que busca la verdad oculta detrás de las cosas. ¿Por qué brillan el sol y las estrellas? ¿Cómo llegaron a existir la Tierra y la vida? ¿Qué ocurrió realmente en el pasado?

—Lo sé —replicó el jefe—. Así los blancos han hallado modos de hacer muchas cosas terribles, y el ferrocarril corre por donde pastaba el búfalo. —Una pausa—. Bien, supongo que Dertsahnawyeh sabe cuidarse solo —y añadió con crudeza—: En cuanto a mí debo pensar cómo capturar esa casa.

No había mas que decir.

Una sombra oscureció la entrada al tiempo que un hombre entraba en el tipi. Aunque iba vestido como el resto, no llevaba pintura de guerra. Tampoco era un nativo de estas tierras, sino alto, esbelto, de tez más clara. Cuando vio quienes estaban con Quanah, dijo suavemente en inglés:

—¿Qué quieres de mí?

4

Tarrant y Peregrino caminaban por la pradera. Rufus los seguía a un par de pasos. La luz se derramaba desde el vasto cielo y el suelo despedía tibieza. El pasto seco crepitaba. El campamento y los edificios pronto desaparecieron detrás de los tallos altos y prados. Rectas volutas de humo se elevaban hacia los buitres.

La revelación fue extrañamente tranquila, aunque quizá no era extraño. Habían esperado mucho tiempo. Tarrant y Rufus habían sentido que la esperanza se transformaba gradualmente en certidumbre. Peregrino había alimentado una paz interior para la cual toda sorpresa era como un soplo de aire. Así soportó su soledad, hasta dejarla atrás.

—Nací hace casi tres mil años —dijo Tarrant—. Mi amigo tiene la mitad de esa edad.

—Nunca conté el tiempo hasta hace poco —dijo Peregrino. Bien podían usar ese nombre, entre los muchos que tenía—. Y desde entonces he calculado quinientos o seiscientos años.

—Antes de Colón… ¡Qué cambios habrás visto!

Peregrino sonrió como un hombre plantado ante una tumba.

—Tú has visto más. ¿Has encontrado a otros como nosotros, además del señor Bullen?

—Una mujer, una vez, pero desapareció. No sabemos si aún vive. Salvo por ella, eres el primero. ¿Tú has encontrado a alguno?

—No. Lo intenté pero desistí. Por lo que sabía, estaba solo. ¿Cómo me seguiste el rastro?

—Es una larga historia.

—Tenemos mucho tiempo.

—Bien… —Tarrant extrajo un saquito de tabaco de los pantalones y, de la camisa, la pipa de escaramujo que no habría sido prudente fumar frente a Quanan—. Comenzaré diciendo que Rufus y yo llegamos a California en 1849. ¿Has oído hablar de la Fiebre del Oro? Amasamos una fortuna. No como mineros, sino como comerciantes.

—Tú lo hiciste, Hanno —dijo Rufus—. Yo sólo seguí tus pasos.

—Y fuiste útil en muchísimos aprietos —declaró Tarrant—: Al final desaparecí unos años, luego reaparecí en San Francisco con mi alias actual y compré un barco. Siempre he amado el mar. Ahora tengo varias naves; la empresa ha prosperado.

Cargó la pipa y la encendió.

—Cada vez que pude costearlo, contraté hombres para buscar indicios de los inmortales —continuó—. Desde luego, no les explico qué están buscando. En general, los de nuestra especie logran sobrevivir conservando el anonimato. En la actualidad soy un millonario excéntrico interesado en las genealogías. Mis agentes creen que soy un ex mormón. Ellos deben localizar a individuos que se parecen mucho a otros y se perdieron de vista, y que pueden reaparecer como dueños de una bonita suma…, ese tipo de cosas. Con los ferrocarriles y los buques de vapor, al fin pude extender mi red por todo el mundo. Desde luego, aún no es muy grande, y la trama es muy tosca, y por eso no he pescado nada, salvo algunas pistas falsas.

—Hasta hoy —dijo Peregrino.

Tarrant asintió.

—Un investigador mío que andaba por Santa Fe oyó rumores acerca de un hechicero que vivía entre los comanches y no pertenecía a ellos.

»Por la descripción parecía un sioux o un pawnee, pero había conquistado mucha autoridad y… lo habían nombrado antes, en otra parte, en diferentes épocas y lugares. Ninguna persona civilizada habría armado el rompecabezas. ¿Quién tomaría en serio las fantasías de los salvajes? Oh, perdona, no quise ofender. Tú sabes cómo piensan los blancos. Mi agente creyó que no valía la pena seguir el rastro. Lo consignó en un par de frases de su informe tan sólo para demostrarme que era aplicado.

»Eso fue el año pasado. Decidí hacer el seguimiento. Tuve suerte y encontré a dos personas de edad, un indio y un mexicano, que recordaban… Bien, si ese hombre existía, al parecer se había unido a Quanah. Esperaba hallar a los comanches en cuarteles de invierno, pero tuvimos que rastrearlos. —Tarrant apoyó la mano en el hombro de Peregrino—: Y aquí estamos, hermano.

Peregrino se detuvo. Tarrant lo imitó. Ambos se miraron de hito en hito. Rufus se mantuvo a la zaga. Al fin Tarrant sonrió adustamente y murmuró:

—Te preguntas si miento, ¿verdad?

—¿Cómo sabes que yo digo la verdad? —replicó el indio.

—Tienes mucho tacto para decir las cosas. Bien, con el transcurso del tiempo he escondido pruebas, así como piezas de oro para emergencias, aquí y allá. Ven conmigo y te mostraré suficientes. O, simplemente, puedes observarme veinte o treinta años. Yo te daré el sustento. Por otra parte, ¿por qué diablos inventaría yo una historia semejante?

Peregrino asintió.

—Te creo. ¿Pero cómo sabes que yo no me propongo estafarte?

—No podrías haber previsto mi llegada, y dejaste una pista durante muchos años. No a propósito. Ningún blanco que no supiera qué buscar habría sospechado jamás. Las tribus… ¿qué opinan de ti?

—Depende. —Peregrino recorrió con los ojos la extensión donde la hierba se mecía sobre los cráneos de búfalo, hasta más allá del horizonte. Al fin habló despacio, en un inglés muy cauteloso, a menudo deteniéndose para formar una oración antes de pronunciarla—. Cada cual vive en su propio mundo, y esos mundos cambian deprisa.

»Al principio fui chamán entre mi gente. Pero adoptaron el caballo y todo lo que eso implicaba. Los abandoné y vagabundeé, invierno tras invierno, verano tras verano. Trataba de hallar el sentido de toda mi experiencia. A veces me asentaba un tiempo, pero siempre era doloroso ver lo que sucedía. Incluso probé suerte entre los blancos. En una misión recibí el bautismo, aprendí español e inglés, a leer y escribir. Luego me interné en territorio de mexicanos y anglos. Fui cazador, trampero, carpintero, vaquero, jardinero. Hablé con todos los que podían hablar conmigo, y leí cada palabra impresa que encontraba. Pero tampoco sirvió de nada. No me encontraba cómodo.

«Entretanto, una tribu tras otra era exterminada por la enfermedad o la guerra, o sometida y encerrada en una reserva. Si los blancos querían más tierras, expulsaban a los pieles rojas. Vi a los cherokees en el final de su Senda de Lágrimas…

La voz tranquila y descriptiva enmudeció. Rufus se aclaró la garganta.

—Bien, así es el mundo —rezongó—. Yo he visto sajones, vikingos, cruzados, turcos, guerras de religión, brujas quemadas… —Y en voz más alta—: He visto lo que hacen los indios cuando llevan las de ganar.

Tarrant le impuso silencio con un gesto y preguntó a Peregrino.

—¿Qué te trajo aquí?

El otro suspiró.

—Al fin llegué a la tardía deducción de que esta vida que continuaba sin cesar, sin dejar más que tumbas, debía de tener un propósito, una utilidad. Y tal vez eso estaba en mi larga experiencia, en mi inmortalidad, que haría que la gente me escuchara. Tal vez pudiera ayudar a mi pueblo, a toda mi raza, antes de que se extinguiera, ayudarla a salvar algo para un nuevo comienzo.

»Hace unos treinta años regresé. En el sureste las tribus tenían probabilidades de durar más tiempo. Los nermernuh (¿sabes que «comanche» viene del español, verdad?) habían expulsado a los apaches. Habían combatido a los kiowas y los habían transformado en aliados; durante trescientos años habían resistido contra los españoles, los franceses, los mexicanos, los texanos, y habían llevado la guerra a territorio enemigo. Ahora los americanos se proponen aplastarlos para siempre. Merecen algo mejor, ¿no crees?

—¿Y qué estás haciendo? —La pregunta de Tarrant pareció revolotear como esas alas negras en el cielo.

—A decir verdad, estuve primero entre los kiowas —dijo Peregrino—. Tienen mente más abierta que los nermernuh, incluso en cuanto a la longevidad. Los comanches creen que un hombre verdadero muere joven, en la batalla o la cacería, mientras es fuerte. No confían en los viejos y los tratan mal. No como mi gente, hace mucho… Yo dejé que mi reputación creciera con el tiempo. Fue una ayuda que supiera tratar a los heridos y enfermos. Nunca me di aires de profeta. Esos predicadores locos han causado la muerte de millares, y el fin aún no llega. No, simplemente iba de tribu en tribu, y llegaron a pensar que yo era sagrado. Hice lo que pude en materia de curación y asesoramiento. Siempre he aconsejado la paz. Es una larga historia. Al fin me uní a Quanah, porque se estaba convirtiendo en el último gran jefe. Todo dependerá de él.

—¿Has dicho paz? —Y lo que podamos salvar para nuestros hijos. Los comanches no tienen ningún legado de sus antepasados, nada en lo que puedan creer de veras. Eso los tiene a mal traer. Los vuelve presa fácil de los.

Personajes como Profeta Búho. Encontré una nueva: entre los kiowas y la estoy trayendo a los nermer-nuh. ¿Conoces el cacto peyote? Abre un camino, aquieta el corazón…

Peregrino se detuvo. Una risa le aleteó en la garganta.

—Bien, no me proponía hablar como un misionero.

—Me alegrará escucharte más tarde —dijo Tarrant, mientras pensaba: He visto ir y venir tantos dioses. ¿Qué más da uno más?—. Me interesan tus ideas para lograr la paz. Te he dicho que tengo dinero. Y siempre me las he ingeniado para manejar ciertos hilos. ¿Comprendes? Algunos políticos me deben favores. Puedo comprar a otros. Elaboraremos un plan. Pero primero debemos sacarte de aquí, regresar a San Francisco, antes de que te metan una bala en los sesos. ¿Por qué diablos viniste con estos guerreros?

—Ya te he dicho que debo lograr que me escuchen —explicó fatigosamente Peregrino—. Es un trabajo difícil. Ante todo, recelan de los viejos, y ahora que su mundo se despedaza temen una magia tan extraña como la mía y… Tienen que comprender que no soy cobarde, que estoy de su lado. No puedo abandonarlos ahora.

—¡Un momento! —ladró Rufus.

Lo miraron fijamente. Rufus se plantó con las piernas separadas, el sombrero echado hacia atrás, la cara roja y curtida. El garfio que había perforado a sus enemigos lucía repentinamente frágil bajo ese cielo.

—Un minuto. Jefe, ¿en qué estás pensando? Lo primero que debemos hacer es salvar a esos rancheros. Tarrant se humedeció los labios.

—No podemos —respondió con desgana—. Somos dos contra un centenar. A menos… —Miró a Peregrino.

El indio meneó la cabeza.

—En esto el Pueblo no me escuchará —les dijo con voz opaca—. Sólo perdería la poca influencia que tengo.

—¿No podemos pagar rescate por la familia? He oído que los comanches a menudo venden a los prisioneros. He traído mercancías, además de los presentes. Y Herrera me dará su ganado si le prometo una paga en oro.

Peregrino reflexionó.

—Bien, tal vez.

—Eso es como dar a esos demonios recursos para matar más blancos —protestó Rufus.

—Me decías que estas cosas no son nuevas en la Tierra —dijo Peregrino con incisiva amargura.

—Pero los bárbaros de Europa eran blancos. Incluso los turcos… Oh, olvídalo. Cabalgas con estos animales…

—Basta, Rufus —intervino Tarrant—. Recuerda a qué vinimos. No es de nuestra incumbencia salvar a unos pocos que dentro de un siglo ya estarán muertos. Veré si puedo hacerlo, pero Peregrino es nuestro verdadero hermano. Cálmate.

Rufus dio media vuelta y se alejó. Tarrant lo siguió con los ojos.

—Se le pasará —aseguró—. Malhumorado y no muy inteligente, pero me ha sido fiel desde antes de la caída de Roma.

—¿Por qué se preocupa por personas efímeras como insectos? —dijo el chamán.

La pipa de Tarrant se había apagado. La encendió de nuevo mirando las volutas de humo.

—También los inmortales reciben la influencia del medio —le dijo—. Estos últimos doscientos años hemos vivido principalmente en el Nuevo Mundo. Primero Canadá, cuando era francés, pero luego nos mudamos a las colonias inglesas. Más libertad y más oportunidades, si eras inglés, como por supuesto alegábamos ser. Luego fuimos americanos; lo mismo.

»A él le afectó más que a mí. Yo he tenido esclavos, y acciones de un par de plantaciones, pero nunca pensé mucho en ello. Siempre había dado por sentada la esclavitud, y era una desgracia que le podía ocurrir a cualquiera, al margen de las razas. Cuando terminó la guerra de Secesión y muchas otras cosas, para mí fue otra vuelta en la rueda de la historia. Como propietario de naves en San Francisco no necesitaba esclavos.

»Pero Rufus tiene un alma primitiva. Quiere algo a lo cual aferrarse…, algo que los inmortales no podemos tener, ¿verdad? Ha profesado una docena de creencias cristianas. La última vez se convirtió en una ceremonia baptista, y aún evoca muchas cosas. Antes y después de la guerra tomó en serio lo que oía acerca del derecho y el deber de la raza blanca de dominar a las de color. —Tarrant rió sin alegría—. Además, no ha visto una mujer desde que salimos de Santa Fe. Se decepcionó al descubrir que en el Llano Estacado las mujeres comanches no son tan complacientes con los forasteros como en el norte. Quizás haya mujeres blancas en esa cabaña. Rufus no sabe que él mismo las desea… Oh, se conformaría con ser respetuoso y galante y recibir miradas de adoración, pero la idea de que las viole un piel roja tras otro es más de lo que puede soportar.

—Quizá tenga que soportarlo —dijo Peregrino.

—Sí, quizá. —Tarrant hizo una mueca—. Admito que no me gusta la idea, ni la de pagar el rescate con armas. No soy tan insensible como… como debo aparentar que soy. —Creo que no ocurrirá nada durante horas.

—Bien. Debo entregar mis presentes a Quanah, someterme a las formalidades… Quiero que me asesores, pero no enseguida. Caminemos. Tenemos mucho de qué hablar. Tres mil años.

5

Los guerreros formaron un círculo. Ahora callaban con dignidad felina, pues ésta era una ocasión ceremonial. El sol poniente sacaba lustre al pelo color obsidiana y a la piel color caoba, encendía llamas en los ojos.

Entre sus hombres, delante del tipi, Quanah recibió los presentes de Tarrant. Dio un discurso en la lengua de su padre, prolongado y sin duda con muchas imágenes, al estilo de sus antepasados. Cuando concluyó, Peregrino, de pie junto al visitante, dijo en inglés:

—Te da las gracias, te llama amigo, y mañana escogerás entre sus caballos el que más te agrade. Un gesto generoso muy en un hombre que está en pie de guerra.

—Sí, lo sé —dijo Tarrant. A Quanah, en español—: Gracias, gran jefe. ¿Puedo pedir un favor, en nombre de la amistad que tan benévolamente nos ofreces?

Herrera, unos pasos atrás, se sobresaltó, se puso tenso y entornó los ojos. Tarrant no había ido a verlo al regresar, sino que había juntado los presentes y había enfilado directamente allí. La noticia se difundió deprisa y Herrera, al ver que se reunían los bravos, había ido por cortesía y por prudencia. —Adelante —dijo el impasible Quanah.

—Deseo comprar la libertad de esas personas que has sitiado. Serán inútiles para ti. ¿Para qué gastar más tiempo y hombres por ellas? Nos las llevaremos nosotros. A cambio pagaremos un buen precio.

Un agitado murmullo corrió entre los comanches. Los que entendían les susurraban a los que no entendían. Las manos se cerraron sobre las lanzas o los rifles.

Un hombre que estaba cerca del jefe soltó una retahíla de palabras rudas. Era esbelto. Tenía muchas cicatrices y más arrugas en el rostro que las habituales aun entre los indios viejos. Otros mascullaron como asintiendo. Quanah impuso silencio alzando la mano.

—Wahaawmaw dice que tenemos que vengar a nuestros caídos —le comunicó a Tarrant.

—Ellos cayeron honorablemente.

—Se refiere a todos nuestros caídos, durante todos los años y generaciones, las muertes que hemos sufrido.

—Ignoraba que tu gente pensaba así.

—Wahaawmaw era un niño en el campamento donde los rangers capturaron a la madre de Quanah —explicó Peregrino—. Encontró un escondite y escapó a la matanza, pero ellos dispararon a su madre, a su hermano y a dos hermanas pequeñas. Hace poco perdió a la esposa y un hijo pequeño; los soldados usaron una pieza de artillería. Lo mismo ha ocurrido, en varios lugares, a muchos que están aquí.

—Lo lamento —declaró Tarrant—. Pero esas personas no tienen nada que ver con ello y yo…, bien, tengo muchos objetos preciosos como los que he dado al jefe. ¿No son mejores que unos pestilentes cueros cabelludos?

Wahaawmaw pidió derecho a hablar. Continuó varios minutos, gruñendo, susurrando, alzando las manos y gritando al cielo en una cólera rugiente. Cuando terminó y se cruzó de brazos, Peregrino apenas necesitó traducir.

—Dice que esto es un insulto. ¿Los nermernuh van a vender su victoria por mantas y alcohol? Arrebatarán un abundante botín a los texanos, y también los cueros cabelludos.

Había advertido a Tarrant que esperara este desenlace, de modo que Tarrant miró directamente a Quanah y dijo:

—Tengo una oferta mejor. Traemos rifles con nosotros, cajas llenas de cartuchos, cosas que tu gente necesitará tanto como los caballos, si va a la guerra. ¿Cuánto a cambio de esas pobres vidas?

Herrera avanzó un paso.

—No, espere —dijo.

Quanah lo detuvo.

—¿Están con tu equipaje? En tal caso, bien. De lo contrario, es demasiado tarde. Tu compañero ya ha convenido en cambiar las suyas por ganado.

Tarrant se quedó atónito. Wahaawmaw, que debía de haber entendido de qué hablaban, soltó un graznido burlón.

—Pude habértelo dicho— explicó Herrera, en medio del creciente alboroto.

Quanah ordenó silencio mientras Peregrino susurraba al oído de Tarrant.

—Veré si puedo persuadirlos de modificar el trato. Pero pon freno a tus esperanzas.

Inició su discurso. Sus compañeros respondieron en tono similar. En general hablaban con serenidad. Siempre costaba alcanzar un consenso. No tenían gobierno. Los jefes civiles eran poco más que jueces, mediadores, y aun los jefes de guerra sólo mandaban durante la batalla. Quanah esperó a que terminara el debate. Hacia el final, Herrera quiso decir algo. Poco después, Quanah pronunció lo que consideraba el veredicto y el asentimiento circuló entre sus seguidores como una marea. Ya atardecía cuando Wahaawmaw clavó en Tarrant una mirada triunfal.

—Lo has adivinado, ¿verdad? —explicó tristemente Peregrino—. No dio resultado. Aún no han conseguido suficiente sangre, y están sedientos de ella. Wahaawmaw afirma que traería mala suerte dar cuartel, y muchos están dispuestos a creerle. Pueden usar media docena para arrear el ganado del rancho y llevarlo a Nuevo México. Les agrada ese viaje. Y el comanchero les ha dicho que no es hombre de renunciar a lo pactado. Eso los ha puesto quisquillosos en cuanto a su honor. Además… Quanah no presentó ningún argumento, pero saben que tiene una idea para tomar la casa y que le gustaría probarla, y sienten curiosidad. —Calló unos instantes—. He hecho todo lo posible, de verdad.

—Desde luego —respondió Tarrant—. Gracias.

—Quiero que sepas que a mí tampoco me agrada lo que ocurrirá. Alejémonos y no regresemos hasta la mañana…, con Rufus, si lo desea.

Tarrant meneó la cabeza.

—Creo que será mejor que me quede. No te preocupes. He visto bastantes saqueos en el pasado.

—Supongo que sí —dijo Peregrino.

La reunión se disolvió. Tarrant presentó sus respetos a Quanah y caminó entre filas de guerreros, que lo miraban con aire hosco o burlón, hacia el campamento de Herrera. Estaba a varios metros del tipi más cercano. El neomexicano se demoró hablando con algunos hombres.

Sus hijos habían encendido una fogata. Preparaban la cena antes de que llegara el rápido anochecer de la pradera. Largos rayos de sol temblaban en el humo. Las mantas para dormir aguardaban. Rufus estaba sentado con una botella en el puño. Alzó los ojos cuando se acercó Tarrant y preguntó innecesariamente, ya que lo había visto todo:

—¿Qué ha ocurrido?

—No hay trato. —Tarrant se sentó en el pasto pisoteado y tendió la mano—. Beberé un sorbo de whisky. No mucho, y será mejor que tú te cuides. —Sintió la grata mordedura del alcohol en el gaznate—. He fracasado. Peregrino no abandonará a los comanches, y los comanches no aceptan el rescate. —Describió la situación en pocas palabras.

—Ese hijo de perra —jadeó Rufus.

—¿Quién? ¿Quanah? Será un enemigo, pero es honesto.

—No. Herrera. Él podía haber…

El traficante llegó en ese momento.

—¿He oído mi nombre? —preguntó.

—Ahá —gruñó Rufus, y se puso de pie, botella en mano—. Vípera es —masculló en latín. Y continuó en inglés—: Eres una víbora. Un mexicano grasiento. Podías haberle vendido a Hanno…, podías haber vendido al jefe esas armas y…

Herrera se llevó la mano derecha al Colt. Sus hijos se pusieron alerta, desenvainando los cuchillos.

—No podía cambiar un trato que ya estaba hecho —dijo. El español era un idioma demasiado suave para comunicar toda su frialdad—. No a menos que ellos aceptaran, y ellos rehusaron. Eso habría perjudicado mi reputación y mi negocio.

—Seguro, mestizo, siempre estás dispuesto a vender hombres blancos, mujeres blancas, venderlos por… dinero. Dinero de sangre. —Rufus escupió a los pies de Herrera.

—No hablaremos de sangre —dijo con calma el traficante—. Yo sé quién era mi padre. Y lo vi llorar cuando los yanquis nos arrebataron la tierra. Ahora debo cederles el paso en las calles de Santa Fe. El cura me dice que no debo odiarlos, ¿pero debo preocuparme por ellos?

Rufus gruñó y atacó con el garfio. Herrera retrocedió a tiempo. Desenfundó la pistola. Tarrant se levantó de un salto y agarró el brazo de Rufus antes que el pelirrojo intentara desenfundar. Lentamente, los muchachos envainaron los cuchillos.

—Compórtate —jadeó Tarrant—. Siéntate.

—¡No con éstos! —barbotó Rufus en latín. Se zafó—. Y tú, Hanno. ¿No recuerdas? Como esa mujer que salvamos, allá en Rusia. Y ése era un solo hombre que después no le habría abierto el vientre, ni la habría entregado a mujeres con cuchillos y antorchas… —Se alejó de todos sin soltar la botella.

Algunas miradas lo siguieron.

—Déjelo en paz —dijo Tarrant a Herrera—. Pronto volverá a sus cabales, y añadió sin gran sinceridad—: Gracias por tu paciencia.

6

Durante la tarde, Tom Langford se animó a salir dos veces. Cuando vio el campamento, entró deprisa y atrancó la puerta.

—Sospecho que intentarán un ataque nocturno —dijo al atardecer—. De lo contrario, ¿por qué se demoran tanto? Tal vez de nuevo al amanecer, pero podría ser a cualquier hora. Tendremos que mantenernos alerta. Si los rechazamos de nuevo, quizá se marchen. Los indios no saben cómo sostener un sitio.

Bill Davis se echó a reír.

—No valemos la pena —opinó. —Los vecinos vendrán, indudablemente, a ayudarnos —aventuró Carlos Padilla en español.

—Sí pero quién sabe cuándo —suspiró Langford—. Suponiendo que Bob haya logrado pasar, los vecinos están muy desperdigados. Quizás haya un destacamento de caballería en las cercanías.

—Estamos en manos de Dios —declaró Susie. Sonrió a su esposo—. Y en las tuyas, querido, y son manos bien fuertes.

Ed Lee se movía y gemía en la cama de los Langford. La herida le había producido fiebre. Los niños estaban agotados.

Primero comieron la cena, habichuelas frías, pan, la leche que les quedaba. No tenían leña, y el agua era escasa. Langford pidió a su esposa que dijera la oración de gracias. A nadie le molestó que Carlos se persignara. Luego los hombres fueron uno por uno detrás de una cortina que Susie había puesto en un rincón para ocultar el cubo que todos debían compartir. Langford lo había vaciado en sus dos salidas. Esperaba que nadie más tuviera ganas de defecar hasta que los indios se hubieran largado. Sería desagradable, en ese encierro con una mujer y una niña. El retrete era de tepe, y aún debía de estar en pie. De lo contrario, usarían la protección de la hierba alta, la libertad de esos acres por los cuales luchaba.

Cayó la noche. Una sola vela ardía en la mesa entre las armas. Los Langford y los peones montaban guardia, dos turnándose para mirar por las troneras mientras otros dos dormitaban en el suelo o junto al pobre Ed. Las estrellas cubrían el retazo de cielo que podían ver. El suelo era una negrura grisácea. La pálida luna sería de escasa ayuda cuando despuntara poco antes que el sol. Entretanto, persistían el frío y el silencio.

Una vez la esposa susurró desde su lado de la habitación:

—¿Tom? —¿Sí? —Él le echó una ojeada. En la penumbra no veía la suciedad, el agotamiento, las mejillas huecas y las ojeras. Veía a la muchacha de sus días de noviazgo, desde cuyo porche había regresado a casa embelesado.

—Tom, si… si logran entrar y tienes la oportunidad… —Ella contuvo el aliento—. ¿Me dispararías primero?

—¡Claro que no! —exclamó él, horrorizado.

—Por favor. Te lo agradecería.

—Podrías vivir, querida. Venden prisioneros a nuestra gente.

Ella miró el suelo y luego, recordando su deber, espió por la tronera.

—No querría vivir. No después…

—¿Piensas que te abandonaría? Supongo que no me conoces tan bien como creía.

—No, pero tú… Yo estaría sin ti en la Tierra. ¿Por qué no juntos en el Cielo, al mismo tiempo?

Langford sabía que los pieles rojas no le perdonarían la vida. A menos que tuviera suerte, no sería un hombre cuando muriese. Aunque los cuchillos y el fuego, o estar sujeto en una estaca al sol con los párpados cortados, no lo dejarían en condiciones para pensar mucho en eso.

—Bien, quizá consigas salvar a los niños.

Ella agachó la cabeza.

—Sí. Lo lamento. Lo había olvidado. Sí, pensaba de forma egoísta.

—Oh, no te preocupes, cariño —dijo él tratando de aparentar alegría—. No ocurrirá nada malo. La semana próxima nuestra mayor preocupación será cómo evitar el jactarnos a voz en grito.

—Gracias, querido. —Ella miró hacia fuera.

La noche avanzó. La habían dividido en cuatro turnos de guardia, y todos estarían despiertos antes del alba, cuando el ataque era más probable. Cuando el reloj de péndulo dio las tres de la mañana, los Langford terminaron su segundo turno, despertaron a los peones y se acostaron, él en el suelo, ella junto a Ed. Si el hombre herido despertaba de su profundo sueño, ella se daría cuenta y lo atendería. Los otros hombres dispararían mejor cuanto más descansados estuvieran.

Un escopetazo despertó a Langford.

Bill chocó contra la pared y cayó. La bala había atravesado la cabaña y le había dado en la espalda. A la luz de las velas y entre las sombras fluctuantes, su sangre era más negra que su tez.

Carlos se agazapó en el lado norte, apuntando el rifle en vano. Dos anchos cañones entraron por las troneras del oeste. Uno escupió humo y se retiró, reemplazado al instante por otro. Entretanto rugió la segunda arma.

Langford saltó hacia la cama y hacia Susie. En su aturdimiento comprendió. Tres o cuatro enemigos se habían arrastrado al amparo de la noche, despacio, deteniéndose a menudo, sombras en la oscuridad, hasta atravesar las estacas y llegar bajo los aleros. Luego habían insertado las armas, tal vez esperando disparar a alguien en el ojo.

No importaba. Disparando a ciegas, moviendo los cañones a izquierda y derecha, hacían imposible la defensa.

Aumentaron los alaridos. Un estruendo sacudió la puerta. Langford supo que no eran tomahawks, sino un hacha de cortar leña, tal vez suya. Los paneles se astillaron. Una ráfaga apagó la vela. Langford disparó una y otra vez, pero no veía bien. El percutor tocó una cámara vacía. ¿Dónde diablos estaban las armas cargadas? Oyó un grito de Susie. Tal vez tenía que haber guardado una bala para ella. Demasiado tarde. La puerta había caído y la oscuridad estaba llena de guerreros.

7

El bullicio los despertó. Tarrant y los Herrera se levantaron empuñando las armas. Había un tumulto entre los tipis.

—El ataque —dijo el traficante entre los alaridos y disparos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Tarrant—. ¿Otro ataque frontal, en medio de la noche? Una locura.

—No sé —dijo Herrera. El ruido alcanzó un rápido crescendo. Herrera mostró los dientes, un destello opaco bajo las estrellas—. Victoria. Están tomando la casa. ¿Adonde va? —exclamó cuando vio que Tarrant se agachaba para ponerse las botas—. Quédese aquí. Podrían matarlo.

—Tengo que ver si puedo hacer algo.

—No puede. Yo me quedo, no por miedo sino para no ver lo que vendrá a continuación.

—Me dijo que no le importaba —replicó Tarrant.

—No mucho —admitió Herrera—. Pero sería maligno regodearse, y no tengo ánimo para eso. No, mis hijos y yo rezaremos por ellos. —Le aferró la manga. Uno dormía con la ropa puesta en un lugar como ése—. Quédese. Usted me cae bien.

—Tendré cuidado —prometió Tarrant, y echó a andar.

Bordeó el campamento comanche. Cada vez se encendían más antorchas. Se mecían, dejando una estela de chispas en su apresurada marcha. Su luz opacaba el resplandor escarchado de millares de estrellas. No obstante, Tarrant tenía luz suficiente para ver por dónde andaba.

¿ Dónde diablos estaba Rufus ? Quizá roncando en la pradera junto a la botella vacía. Qué más daba. Por mucho que se dominara, un hombre blanco se arriesgaba cuando se mostraba a hombres rojos sedientos de sangre.

¿Por qué él, Hanno, Lugo, Cadoc, Jacques Lacy, William Sawyer, Jack Tarrant, mil alias distintos, actuaba así? Sabía que no podría salvar a los rancheros, ni se proponía intentarlo. Debían perecer como muchísimos más habían perecido antes y perecerían en el futuro, una y otra vez. La historia los tragaba y los escupía y pronto la mayoría se pudrían en el olvido, como si no hubieran existido jamás. Quizá los cristianos tenían razón y la humanidad era así, tal vez estaba en la naturaleza de las cosas.

Su intención era práctica. No había sobrevivido tanto tiempo ocultándose de lo terrible. Por el contrario, se mantenía alerta, para saber adonde saltar cuando llegaba la estocada. Esta noche observaría desde los bordes. Si los indios sentían el impulso de eliminarlos también a ellos, podría disuadirlos, con la ayuda de Peregrino y aun de Quanah, antes de que se descontrolaran. Por la mañana emprendería el regreso a Santa Fe.

El jefe se erguía cerca de la cabaña, un hacha de mango largo sobre el hombro. La luz de las antorchas le salpicaba la cara y el cuerpo pintarrajeados, la toca con cuernos; Quanah parecía una imagen trémula entrando y saliendo del infierno. Los bravos eran más borrosos, fragmentos de noche que se apiñaban, bailaban, bramaban, agitaban las lanzas como banderas. Las squaws estaban con ellos, empuñando cuchillos o estacas afiladas. La puerta era un bostezo.

Delante había un pequeño espacio vacío. Había tres muertos despatarrados en el umbral. El brazo izquierdo del blanco estaba astillado, alguien le había cortado el cuello sin detenerse a pensar en la diversión. Las puntas de las costillas sobresalían del boquete de la espalda del negro. Un tercero parecía mexicano, aunque tenía tantos tajos y magullones que costaba estar seguro; había caído peleando.

Esos tres eran bastardos con suerte. Dos squaws aferraban a un niño y una niña que chillaban encegados por el miedo. Un blanco alto estaba sentado, Tos hombros encorvados. La sangre le formaba un pegote en el pelo, le manchaba la ropa, goteaba en la tierra. Estaca aturdido. Dos guerreros sujetaban los brazos de una mujer joven que se contorsionaba, pateaba, maldecía e invocaba a su Dios.

Un hombre se apartó del gentío. Una antorcha lo alumbró un instante y Tarrant logró reconocer a Wahaawmaw. Se había colgado el rifle para tener las manos libres. Empuñaba un cuchillo en la derecha. Soltó una risotada, cogió el vestido de la mujer con la izquierda, lo rasgó. La tela se abrió. Hubo un resplandor blanco, y una repentina hilera de gotas de sangre. Sus captores la tendieron de espaldas. Wahaawmaw se llevó la mano al taparrabo. El prisionero se movió, graznó, trató de levantarse. Un bravo le asestó un culatazo en el estómago y el hombre se arqueó vomitando.

Resonó un gruñido de oso pardo. Desde atrás de la cabina embistió Rufus, Colt en mano, agitando el garfio. Dos indios rodaron con la cara destrozada Rufus enfiló hacia la mujer. Los hombres que la sujetaban se levantaron. Rufus disparó a uno en la frente. Al otro le arrancó un ojo con el garfio, y el hombre retrocedió chillando. Pateó la entrepierna de Wahaawmaw. El guerrero se tambaleó y cayó contorsionándose junto al blanco. Trató de ahogar un grito, pero no pudo contenerlo.

La llama de las antorchas devolvía a la barba de Rufus su color genuino. Se plantó con las piernas a ambos lados de la mujer, balanceándose, ebrio como una cuba pero con el Colt amartillado.

—De acuerdo, cerdos mugrientos —tronó—, llenaré de plomo al primero que se mueva. Ella se irá en libertad, y…

Wahaawmaw se incorporó y rodó. Rufus no llegó a verlo. Tenía demasiado que observar.

—¡Cuidado! —gritó Tarrant sin poder contenerse. Los alaridos de los indios le ahogaron la voz. Wahaawmaw se descolgó el rifle y disparó desde el suelo.

Rufus se tambaleó, soltó la pistola. Wahaawmaw disparó de nuevo. Rufus se derrumbó. Su cuerpo cayó sobre la mujer y la aplastó contra el suelo.

Tarrant se abrió paso a codazos. Llegó al claro y cayó de rodillas junto a Rufus.

—O sodalis, amice perennis…

Borbotones de sangre manchaban la boca y la barba roja. Rufus jadeaba… Por un instante pareció sonreír, aunque Tarrant no podía ver bien bajo el fluctuante resplandor de las antorchas o la luz de las estrellas. Abrazó ese corpachón de donde se escapaba la vida.

Sólo entonces notó que se había hecho el silencio. Miró hacia arriba. Quanah se erguía sobre él, el hacha tendida como un techo o un escudo de piel de búfalo. ¿Había ordenado silencio a su gente? La multitud era un borrón, lejos de él y los muertos, los heridos, los cautivos. Aquí y allá una llamarada alumbraba una cara o arrancaba un destello a un par de ojos.

Tarrant apartó a Rufus de la mujer. Ella se movió, abrió los ojos, gimió.

—Calma —murmuró Tarrant. Ella se incorporó, avanzó a gatas hacia el marido. Las squaws habían soltado a los niños, que ya estaban junto a ella. Él había recobrado el conocimiento. Al menos, pudo sentarse erguido y abrazar a los suyos.

Los guerreros heridos por Rufus se habían reunido con la multitud, excepto el muerto y Wahaawmaw quien se había levantado pero se apoyaba en el rifle, temblando, aferrándose la dolorida entrepierna Tarrant también se levantó. Quanah bajó el hacha. Ambos se miraron.

—Esto es malo —dijo al fin el jefe—. Muy malo.

Un capitán de Fenicia sabía aprovechar cada oportunidad, por mala que fuera la situación.

—Sí —respondió Tarrant—. Uno de tus hombres ha matado a uno de tus huéspedes.

—Él, tu hombre, irrumpió entre los nuestros causando muerte.

—Tenía derecho a hablar, a ser oído en tu consejo. Cuando tus nermernuh le cerraron el paso, quizá con intención de atacarlo, actuó en defensa propia. Estaba bajo tu protección, Quanah. En el peor de los casos, pudiste hacerlo capturar por detrás, con tantos hombres a tu mando. Creo que lo habrías hecho de haber tenido la oportunidad, pues todos te llaman hombre de honor. Pero esa criatura le disparó primero.

Wahaawmaw gruñó con furia. Tarrant no sabía cuánto habría entendido. El argumento era débil, casi ridículo. Quanah podía desecharlo de inmediato. Sin embargo…

Peregrino se adelantó. Era unos cinco centímetros más alto que el jefe. Llevaba un manojo de hierbas medicinales y una vara de la que colgaban tres colas de búfalo, cosas que debía de haber traído desde el tipi. La multitud cuchicheaba, las antorchas chisporroteaban. Dertsahnawyeh, el que no moría, tenía poder para inspirar reverencia en el corazón más fiero.

—Quédate donde estás, Jack Tarrant —dijo en voz baja—, mientras Quanah y yo hablamos.

El jefe asintió. Impartió órdenes. Wahaawmaw protestó pero obedeció perdiéndose entre la multitud. Varios guerreros se acercaron, rifle en mano, para vigilar a los blancos. Quanah y Peregrino se perdieron en la noche.

Tarrant se acercó a los prisioneros y se agachó.

—Escuchad —dijo en voz baja—, tal vez logremos liberaros. Callad, no digáis nada. Los indios han recibido una sorpresa que los ha aplacado un poco, pero no hagáis nada para recordarles que desean destruiros.

—Entendido —dijo el hombre, con claridad aunque no con firmeza—. Pase lo que pase, os debemos nuestras plegarias, a ti y a tu socio.

—Él acudió corno un caballero del rey Arturo —logró susurrar la mujer.

Acudió como un idiota borracho, pensó Tarrant. Podría haberlo disuadido si lo hubiera sabido. Lo habría hecho. Oh, Rufus, viejo amigo, siempre odiaste estar solo, y ahora lo estás para siempre.

El hombre tendió la mano.

—Tom Langford —dijo—. Mi esposa Susan. Nancy. Jimmy… James —corrigió pues a pesar del polvo, las lágrimas y una magulladura, el niño había mirado al padre reprochándole el diminutivo. Tarrant quiso reír.

Se contuvo, se presentó y concluyó:

—Será mejor que no hablemos más. Además, los indios esperan que yo atienda a mi muerto.

Rufus estaba a tres metros de los Langford. Podría haber estado a tres mil kilómetros. Tarrant no podía lavarlo, pero enderezó el cuerpo, le cerró los ojos, sujetó la mandíbula con un pañuelo. Le sacó el cuchillo y se abrió tajos en la cara, los brazos y el pecho. La sangre brotaba y goteaba, nada serio pero suficiente para impresionar a los curiosos. Así lloraban ellos a los muertos, no el hombre blanco. Sin duda, el muerto era muy importante, y merecía ser vengado con cañones y sables a menos que apaciguaran a sus amigos. Al mismo tiempo, el amigo que estaba aquí no lloraba por él, y eso también era turbador. Poco a poco, los nermernuh regresaron a la placidez del campamento.

Bien, Rufus tuviste mil quinientos años, y disfrutaste cada uno de tus días. Tuviste mujeres, luchas, canciones, festines, borracheras y aventuras, trabajaste con tesón cuando hubo que hacerlo y fuiste una magnífica protección cuando la necesité, y un buen esposo y padre, con tu estilo rezongón, cada vez que sentaste cabeza por un tiempo. Pude haber prescindido de tus estúpidas bromas y cuando estábamos solos tanto tiempo tu conversación era tan aburrida que dolía, y si a veces salvaste mi vida, yo también me la jugué para sacarte a menudo del atolladero y… mi mundo ha perdido mucho sabor esta noche, Rufus. Mucho amor.

Un alba falsa enfrió el este, Quanah y Peregrino fueron borrosos hasta que llegaron de vuelta a la cabaña. Tarrant se levantó. Los guardias se apartaron con respeto. Desde el suelo los agotados Langford miraban con ojos inflamados. Los niños dormían con sueño inquieto.

Tarrant aguardó.

—Está decidido —dijo Quanah. La voz profunda tronó como los cascos en las praderas. El aliento flotaba en el frío con blancura de fantasma—. Sepan todos los hombres que los nermernuh son generosos. Respetarán mis deseos en este asunto. Tú, el traficante y sus hijos podéis iros. Podéis llevaros a estos cautivos. Ellos van a cambio de tu camarada. Él mismo se provocó la muerte, pero como era nuestro huésped, sea ése su precio, porque los nermernuh valoran el honor. No dañaremos su cuerpo, sino que le daremos sepultura decente para que su espíritu pueda llegar al otro mundo. He dicho.

Tarrant sintió un escalofrío. Había temido algo peor que esto. Logró mantener la compostura y dijo: —Te lo agradezco mucho, y diré a mi gente que el alma Quanah es grande.

Quizá lo decía en serio. Por un instante el jefe olvidó su pomposidad.

—Da las gracias a Peregrino. Él me persuadió. Largaos antes del amanecer.

Hizo una seña a los guardias, quienes lo siguieron hacia el campamento comanche.

Un mortal se habría desmoronado al aliviarse la presión, se habría puesto histérico o se habría desmayado. Un inmortal tenía más reservas, más resistencia. No obstante, Tarrant habló con voz temblorosa.

—¿Cómo lo conseguiste, Peregrino?

—Llevé tu argumento tan lejos como pude. —De nuevo el indio se tomó su tiempo para construir y sopesar cada oración en inglés—. Quanah no estaba dispuesto a aceptar. No es un demonio, sabes; está luchando por la vida de su pueblo. Pero también debe convencer a los demás. Yo tuve que… usar todos mis amuletos, invocar a los espíritus, y al fin dije que si no te liberaba me marcharía. Él valora mis consejos tanto como mi… medicina. Luego no fue difícil convencerlo de que también liberase a esta familia. Le ayudaré a convencer a los guerreros de que fue buena idea.

—Tuvo razón al decir que te diera las gracias a ti —dijo Tarrant—. Lo haré durante todos los siglos de vida que me queden.

La sonrisa de Peregrino era tenue como la luz del este.

—No es preciso. Tuve mis razones, y quiero una retribución.

Tarrant tragó saliva.

—¿Cuáles?

—Admito que tenía que salvarte —dijo Peregrino con voz más serena—. Quizá tú y yo seamos ahora los únicos inmortales del mundo. Debemos juntarnos alguna vez. Pero entretanto…

Peregrino cogió el brazo de Tarrant.

—Entretanto, aquí está mi gente —jadeó—. No nací entre ellos, pero son casi los últimos de nosotros que nacieron en esta tierra y todavía son libres. No lo serán por largo tiempo. Pronto serán vencidos. —Al igual que Tiro y Cartago, Galia y Britannia, Roma y Bizancio, los albigenses y los husitas, los vascos y los irlandeses, Québec y la Confederación—. Ayer te lo dije en la pradera. Debo quedarme con ellos hasta el final, razonar con ellos, ayudarlos a encontrar nueva fe y esperanza. De lo contrario se harán pedazos, como búfalos cayendo a un precipicio. Así que trabajaré entre ellos en busca de la paz.

»Quiero que hagas lo mismo. Como le dije a Quanah, dejar ir a unos pocos puede ganarnos cierta voluntad. Más morirán, horriblemente, pero aquí tienes un argumento favorable. Afirmas que eres rico y cuentas con el apoyo de hombres poderosos. Bien, mi precio por estas vidas es que trabajes por la paz, una paz que sea aceptable para mi gente.

—Haré lo posible —dijo Tarrant. Hablaba en serio. En todo caso, llegaría el día en que Peregrino podría pedirle cuentas.

Se aferraron la mano. El indio se alejó. El alba falsa se esfumó y pronto desapareció en las sombras.

—Seguidme —dijo Tarrant a los Langford—. Tenemos que partir de inmediato.

¿Qué cantidad de años había ganado Rufus para esos cuatro? ¿Unos doscientos?

8

Para ojos habituados al Lejano Oeste, las montañas Wichita no eran más que cerros, pero se elevaban abruptas y desnudas, aunque con las lluvias de primavera se volvían profundamente verdes y se constelaban de flores silvestres. En el valle, una casa grande y sus edificios auxiliares reinaban sobre sembrados, pastos, vacas, caballos.

La hierba húmeda resplandecía después de un chaparrón y flotaban nubes blancas cuando un carruaje alquilado se apartó de la carretera principal. para entrar en la calzada. Un jinete que inspeccionaba las cercas lo vio y se acercó para investigar. Dijo que el señor Parker no estaba allí. El cochero, que también era indio, explicó que en realidad su pasajero deseaba ver al señor Peregrino. Sorprendido, el jinete dio instrucciones y se quedó mirando el vehículo. Para él era casi tan extraño como los automóviles que veía en ocasiones.

Un camino lateral llevó al carruaje hasta una cabaña rodeada por canteros, con un huerto al fondo. En el porche, un hombre con pantalones abolsados y sandalias estaba leyendo. Tenía el pelo trenzado pero era demasiado alto y esbelto para ser un comanche. Cuando se acercó el carruaje, dejó el libro, bajó la escalera y esperó.

El carruaje se detuvo y bajó un hombre blanco. La ropa indicaba prosperidad sólo si uno miraba atentamente el paño y la confección. Por un instante ambos se quedaron inmóviles. Luego se estrecharon las manos y se miraron a los ojos.

—Al fin —saludó Peregrino con voz trémula—. Bienvenido, amigo.

—Lamento haber tardado tanto en venir —le respondió Tarrant—. Estaba en Oriente por negocios cuando tu carta llegó a San Francisco. Cuando llegué a casa, pensé que un telegrama podía llamar demasiado la atención. Tú me habías escrito años atrás, cuando te envié mi dirección, y esa sola carta despertó rumores. Así que simplemente cogí el primer tren hacia el este.

—Está bien, entra, entra. —Con la larga práctica, hablaba en inglés fluido—. Si tu cochero lo desea, puede continuar hasta la casa grande. Allí cuidarán de él. Puede llevarnos al pueblo… ¿Qué te parece pasado mañana? Debo encargarme de ciertas cosas, incluyendo mercancías que me gustaría hacer embarcar. Si no tienes objeciones.

—No, Peregrino. Lo que tú quieras. —Tras hablar con el otro hombre, Tarrant bajó un bolso del carruaje y acompañó a su anfitrión adentro.

La cabana tenía cuatro habitaciones, pulcras, limpias, soleadas, casi desnudas, excepto por una gran cantidad de libros, un gramófono, una colección de discos clásicos y, en el dormitorio, ciertos artículos religiosos.

—Dormirás aquí —dijo Peregrino—. Yo me instalaré en el patio. No, no digas nada. Eres mi huésped. Además, será como en los viejos tiempos. De hecho, lo hago a menudo.

Tarrant miró en torno.

—¿Vives solo, entonces?

—Sí. Me parecía mal casarme y tener hijos sabiendo que al fin inventaría una patraña para abandonarlos. La vida entre las tribus libres era diferente ¿y tú?

Tarrant frunció los labios.

—Mi última esposa murió el año pasado, joven. Tuberculosis. Probamos suene en un clima seco, hicimos lo posible, pero… Bien, no teníamos hijos, y ya es hora de que yo cambie de identidad. Me estoy preparando para ello. Se instalaron en la sala del frente en sillas de madera. Sobre la cabeza de Peregrino coleaba una cromolitografía, un autorretrato de Rembrandt. Aunque la copia era muy mala, los ojos conservaban esa pesadumbre mortal. Tarrant sacó una botella de whisky del bolso. Ilegalmente, llenó los dos vasos que había traído el anfitrión. También le ofreció habanos. Esas pequeñas gratificaciones brindaban cierta satisfacción.

—¿Y cómo te han ido las cosas? —preguntó Peregrino.

—He estado atareado. No sé a cuánto asciende mi fortuna, pues tendría que revisar los libros de varios alias. Pero es enorme, y mayor cada día. Te necesito, entre otras cosas, para que me ayudes a pensar en qué gastarla. ¿Y tú?

—Una vida apacible. Cultivo mi tierra, hago cosas en mi taller de carpintería, asesoro a mi congregación. Es una iglesia nativa, así que en verdad no soy como un pastor blanco. Enseño en la escuela. Lamentaré abandonarla. Ah y leo mucho, tratando de aprender acerca de tu mundo.

—Y supongo que eres el consejero de Quanah.

—Bien, sí. Pero no creo que yo sea el poder que hay detrás de su pequeño trono ni nada por el estilo. Lo hizo todo por sí mismo. Es un hombre notable. Entre los blancos habría sido un Lincoln o un Napoleón. Mi mayor mérito ha sido posibilitar ciertas cosas, facilitarlas. Pero fue él quien las hizo.

Tarrant asintió recordando. La gran alianza de los comanches, los kiowas, los cheyennes y los arapaho, con Quanah como gran jefe. El sangriento choque de Adobe Walls, el año de guerra y persecuciones que siguió. Los últimos supervivientes, encabezados por Quanah, yendo a la reserva en 1875. Las buenas intenciones de un agente de asuntos indígenas tres años después, cuando logró que los comanches salieran bajo escolta militar en una última cacería de búfalos y no quedaban búfalos. Y aun así, aun así…

—¿Dónde está ahora? —preguntó Tarrant.

—En Washington —dijo Peregrino, y notó la sorpresa del otro—. Va allí con frecuencia. Es el portavoz de todas las tribus. Y, bien lo lamento por McKinley, pero eso llevó a Theodore Roosevelt a la Casa Blanca. Él y Quanah se conocen, son amigos.

Fumó un rato en silencio. Los inmortales rara vez tienen prisa. Al fin continuó:

—Entre nosotros, Quanah es algo más que un rico granjero. Es un cabecilla y un juez, nos mantiene unidos. El peyote y las muchas esposas no son del agrado de los blancos, pero lo soportan porque no sólo nos permite continuar a nosotros, sino que así a ellos les permite tener la conciencia tranquila. No es un individuo recatado. Le gusta contar historias con un lenguaje que haría sonrojar a un marinero. Pero es… la reconciliación. Se hace llamar Quanah Parker, en memoria de su madre. Últimamente ha hablado de hacer trasladar aquí los huesos de ella y de su hermana, para que puedan descansar junto a los suyos. Oh, no me preocupo. Los indios tenemos un difícil camino por delante, y muchos caeremos. Pero Quanah nos puso en marcha.

—Y tú lo indujiste —dijo Tarrant.

—Bien, trabajé contra los profetas, usé mi escasa influencia para inculcar la paz al Pueblo. Y tú, por otra parte, cumpliste tu promesa.

Tarrant sonrió con picardía. Había costado. No sólo comprar a los políticos, sino comprar o presionar a hombres que a su vez cerrarían tratos con los adustos incorruptibles. Pero Quanah no había ido a la cárcel ni a la horca.

—Sospecho que eres demasiado modesto —dijo Tarrant—. No importa. Hicimos nuestra labor. Tal vez hayamos justificado nuestras largas vidas; no sé ¿Estás preparado para el viaje?

Peregrino asintió.

—Aquí no puedo hacer más que otros a quienes contribuí a preparar. Y hace más de un cuarto de siglo que estoy en esta reserva. Quanah me ha protegido, me mantuvo oculto en un rincón, exhortando a los de buena memoria, a no hablar de mí con los forasteros. Pero no es como la pradera. La gente se hace preguntas. Si la noticia llegara a los periódicos… Ah, esa preocupación ha terminado. Le dejaré una carta y mi bendición.

Miró hacia el oeste por la ventana. Se llevó a los labios la bebida de gente que antaño había sido bárbara que atacaban el sur y se retiraban al norte en una guerra tras otra, buscando libertad.

—Es hora de empezar de nuevo —dijo.

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