XIX. Thule

1

Elevándose de las tinieblas, el robot regresó, sumiendo nuevamente a Hanno en su yo-máquina. De pronto estuvo de vuelta en el mundo que su yo humano miraba desde lejos.

Las nubes se elevaban como montañas, con negras cavernas llenas de relámpagos. Vientos huracanados y rugientes barrían los flancos ondulantes y entrecruzados por estrías pardas y amarillas. Los tormentosos picos, blancos contra un azul imperial, ardían al recibir la luz del sol.

Poco a poco el robot se elevó, el aire perdió densidad, los enlaces se fortalecieron. Hanno sentía la velocidad en los huesos, el chorro de las toberas como sangre y músculo. Ardía, bramaba, gritaba en las tormentas que zarandeaban el robot, combatía la monstruosa gravedad. El cielo se puso rojo, luego negro, cuajado de estrellas. Hanno veía con ojos abiertos todos los colores de la luz, de radio a gamma. Saboreó y olió combinaciones químicas cambiantes hasta que se diluyeron y la radiación aumentó. El sonido también murió: cuando se encendió el motor iónico, fue apenas un murmullo, menos perceptible que los flujos matemáticos con los cuales el robot se guiaba hacia la nave.

Hanno era también un hombre que flotaba en el silencio. A distancia de órbita sincrónica, debía mover la cabeza para mirar de un borde al otro de Júpiter. Medio planeta rey estaba iluminado. Una trama intrincada marcaba las fronteras de cinturones y zonas, creando un efecto de pálida serenidad. Engañosa, como bien sabía Hanno. Acababa de estar allí.

En cierto modo. No se podía realizar una buena transmisión desde la atmósfera inferior. Nunca experimentaría el mundo oceánico de abajo. Miraría reconstrucciones y proyecciones de lo que el robot captaba con sentidos robóticos, a menos que se hiciera vaciar los datos en el cerebro; y eso no sería la exploración, sólo la memoria de una máquina.

La gente de la Tierra se preguntaba por qué se creaba tantos problemas y corría tantos riesgos por un logro tan pequeño, sin valor científico. Hanno se abstenía de discutir y respondía simplemente que deseaba hacerlo. Las autoridades exigían las precauciones adecuadas, pues un accidente con una de esas naves podía causar más estragos que la mayoría de las guerras antiguas, y le daban su autorización. A fin de cuentas, era el hombre más viejo que existía. Era natural que tuviera impulsos arcaicos.

Nunca le oían decir: «Programa de prueba.»

El robot se acercó. Hanno interrumpió el contacto y se desconectó de la unidad de neuroinducción. Las maniobras de amarre serían tediosas y confusas para un intelecto humano.

Las masas se desplazaban correctamente, pero era esencial el acople preciso para no turbar la danza de campos electromagnéticos que rodeaban la nave. Si vacilaba un segundo, la radiación ambiental terminaría con una vida iniciada a principios de la Edad de Hierro.

Como siempre, quedó aturdido durante un rato. El robot captaba muchos más datos que un ser de carne y hueso. La asociación de Hanno con el ordenador había sido leve pero intensa. Privado de ese vínculo, se sentía obtuso.

La añoranza se aplacó. Hanno volvió a ser un hombre desempeñando el singular papel de un hombre. En la Tierra pocos lo entendían. Creían entenderlo, y en cierto modo tenían razón, pero no pensaban como él.

Hizo sus preparativos. Cuando la nave dijo «Todo despejado», Hanno ya estaba listo. Obedeciendo las órdenes de Hanno, la nave calculó los vectores de un curso óptimo para la próxima meta. A popa, la materia chocaba con la antimateria y la energía llameaba. Hanno recobró el peso. Júpiter atravesó el visor hasta que la pantalla delantera sólo mostró estrellas.

Bajo un impulso de una gravedad, el tiempo entre los planetas se medía en días. Hanno no tenía libertad total. Ciertas regiones, como las inmediaciones del Sol, eran letales aun con los escudos. Algunas le estaban prohibidas, y con razón. Podía admirar la vastedad de la Red a través de los sistemas ópticos, pero si se acercaba más de la cuenta crearía problemas de funcionamiento, distorsionando la información que la Red bebía del universo. Remotos seres de esta galaxia dejaban allí huellas sutiles y enigmáticas.

No importaba. Hanno no era un pasajero pasivo. Dentro de los amplios límites de la ley y su aptitud, la nave podía hacer lo que él ordenara. Reciclando moléculas en patrones ya probados o ingeniosamente nuevos, satisfacía necesidades, brindaba comodidades, regalaba algunos lujos. Casi toda la cultura de la especie humana estaba en el banco de datos, accesible para el uso o el placer. Eso incluía mentes que él podía invocar cuando deseaba conversar.

Evitaba los cuerpos vivientes, al margen del suyo propio. A fin de cuentas, era un programa de prueba, con la nave mantenida al mínimo. Esperaba que su excursión por el sistema solar durase un par de años, quizá tres si lo fascinaba de veras. Era apenas un parpadeo.

No obstante, ya empezaba a sentir impaciencia.

2

La tienda se encontraba a cierta altura sobre el gran valle de los Apalaches. Verdes bosques cubrían la comarca, ondeando en el viento. Cientos de astas de cientos de metros de altura se elevaban entre los árboles, cada cual con su corona. En la brumosa distancia, un inmenso parque sucedía a los bosques. Allí se erguían torres y edificios desperdigados. En sus formas antojadizas jugueteaba la iridiscencia.

Tu Shan sabía que esa región mágica era una ilusión. Había visto de cerca la variada y precisa forma de esos árboles. No vivían para dar hojas, flores y frutos, sino materiales que no podían crecer en una planta natural. El parque no albergaba fábricas, sino un tecnocomplejo donde se producía otro crecimiento: átomo por átomo bajo el control de moléculas gigantes, asistidas por máquinas y supervisadas por ordenadores, nacían máquinas y recipientes y otras cosas otrora fabricadas con manos y herramientas. Las astas eran antenas que recibían energía solar irradiada en forma de microondas desde estaciones colectoras de la Luna. Tu Shan miró la pálida medialuna que colgaba en el cielo azul y recordó que «arriba» también era una ilusión.

Tiempo atrás los hombres buscaban la iluminación para escapar del espejismo del mundo. Hoy sostenían que sólo existía el espejismo.

Tu Shan bajó por la prominencia rocosa donde había aterrizado el coche aéreo. La tienda era una agradable casa de estilo antiguo, paredes de madera y techo a dos aguas. Detrás “se alzaban pinos que impregnaban el viento con su soleada fragancia.

Tu Shan sabía que no era una tienda. Sardón preparaba sus informes electrónicos en esa casa porque pasaba más tiempo allí que en otra parte. El Servicio Expreso llevaba los informes a clientes desperdigados por todo el mundo.

Bardon había visto el descenso del coche aéreo y esperaba en el porche.

—Hola —saludó—. Hace tiempo que no te veo. —Una pausa—. Goldurn, hace cinco años. Tal vez más. El tiempo vuela, ¿eh?

Tu Shan guardó silencio hasta acercarse al otro hombre. Quería estudiarlo. Bardon había cambiado. Seguía alto y flaco, pero en vez de camisa y pantalones usaba una túnica brillante; el peinado semejaba una cornamenta de carnero; la boca le relucía al sonreír. Sí, él también había decidido que no era atractivo dejarse crecer los dientes cada siglo, y se había hecho modificar las células de las mandíbulas para producir diamantes.

Bardon le estrechó la mano con la firmeza de siempre.

—¿Cómo estás, amigo? —preguntó con un dejo de acento montañés. Tal vez era una afectación. El pasado aún imponía su magia.

Pero no imponía respeto. ¿Cómo se podía reverenciar la edad cuando todos eran perpetuamente jóvenes? —Intenté ser granjero —dijo Tu Shan.

—¿Qué…? Oye, entra a beber un trago. Hombre, me alegra verte de nuevo.

Tu Shan notó que Bardon evitaba mirar la caja que él traía.

Reconoció la mayor parte de los muebles, pero el interior de la casa estaba más austero. No había ornamentos, ni rastro de mujer. Daba una sensación de vacío, pues Anse y June Bardon habían vivido juntos desde que él los conocía, pero Tu Shan no se atrevió a preguntar. Cogió una silla. Su anfitrión sirvió whisky —eso, al menos, era una constante— y se sentó frente a él.

—¿Granjero, has dicho? —preguntó Bardon—. ¿ A qué te refieres ?

—Buscaba… independencia. —Tu Shan escogió las palabras. Despreciaba la autocompasión—. No me siento cómodo en este mundo moderno. Gasté el sustento común, más algunos ahorros, y empeñé el resto para comprar unas hectáreas que nadie quería, en Yunnan. Y animales, y…

Bardon lo miró sorprendido.

—¿Volviste a una economía de subsistencia?

Tu Shan sonrió con timidez.

—No tanto. Sabía que eso era imposible. Me proponía trocar lo que no comía por cosas que necesitaba y no podía fabricar. Pensé que los productos caseros tendrían el valor de la novedad. Pero no fue así. La vida se volvió dura y amarga. Y el mundo me invadió. Al fin quisieron mis tierras para un albergue de recreo. No pregunté de qué tipo. Me conformé con venderlas por una pequeña ganancia.

Bardon meneó la cabeza.

—Tuviste suerte. Tendrías que haber hablado conmigo. Yo te habría advertido. Si esa moda de los alimentos caseros hubiera tenido éxito, la nanotecnología la habría imitado con precisión y no podrías competir con ella. Pero nunca hubieses tenido éxito. Los ordenadores inventan novedades de todo tipo más pronto de lo que tardamos en consumirlas, o en enterarnos de que existen.

—Bien, pasé casi toda mi vida en un mundo más simple que el vuestro —suspiró Tu Shan—. Cometí mi error, aprendí mi lección. Ahora tengo más cosas para ti. —Señaló la caja que tenía en el regazo—. Un elefante, un loto y los Ocho Inmortales, tallados en marfil. —Marfil cultivado en tanques, pero modelado a mano con herramientas tradicionales.

Bardon torció la cara, bebió un sorbo de whisky, suspiró.

—Lo lamento. Debiste permanecer en contacto. Dejé ese negocio hace tres años.

Tu Shan quedó atónito.

—Y creo que nadie más distribuye ese material —continuó Bardon—. Ha perdido valor. No porque puedan realizar copias perfectas, aunque por cierto pueden. La diferencia radicaba en certificar que era un original en un estilo histórico. Hasta que la gente dejó de interesarse.

Ante el silencio de Tu Shan, continuó:

—No son patanes. No creas que nos hemos transformado en una raza de zopencos. Pero si ya tienes algunos, ¿quién quiere pasarse el resto de la eternidad adquiriendo más? Especialmente cuando los ordenadores siguen generando nuevos conceptos artísticos.

—Entiendo —dijo Tu Shan con desánimo—. Nosotros, los supervivientes, hicimos y contamos todo lo que teníamos en nosotros… Bien, ¿qué estás haciendo ahora, Anse?

—Cosas diferentes. —respondió Bardon, aliviado—. Como deberíais hacer tú y tus amigos.

—¿ A qué te dedicas ?

—Bien, estoy investigando. Aún no he encontrado una tarea prometedora, pero…, oh, tenemos la vida entera para desarrollarnos, ¿verdad? Me gustaría ir un tiempo a la Tierra de los Pioneros. —Bardon sonrió—. Deberías intentar algo parecido. Una red asiática, tal vez. Podrías aportar mucho, con tus conocimientos.

Tu Shan meneó la cabeza.

—Gracias, no.

—Oye, no es que te sumerjas en un sueño electrónico. Aportas información a la red, a todos los que están enlazados contigo. Sales con recuerdos, tal como si los hubieras vivido personalmente.

Una doble ilusión, pensó Tu Shan.

—¿Tienes miedo de no ganar dinero entretanto? —insistió Bardon—. No te preocupes. Me dijiste que habías recobrado las pérdidas de la granja. El sustento común será suficiente mientras estés en ese retiro. Además, sales renovado, lleno de nuevas ideas.

—Quizá tú —murmuró Tu Shan—, pero no resultaría conmigo.

Se miró las manos apoyadas en la caja, las grandes, inútiles manos.

3

Fiera, que había sido Raphael, sonrió muy lentamente.

—Oh sí —ronroneó—, me agrada ser mujer.

—¿Lo serás siempre? —preguntó Aliyat. Y por dentro: ¿Él siempre había querido esto, en el fondo ? ¿Aun cuando hacíamos el amor?

Un lamento: ¡Eras tan buen amante, Raphael! Fuerte, dulce, experto. ¿Comprendiste cuánto me hirió cuando dijiste que te harías modificar?

Fiera meneó la bella cabeza. Las trenzas violáceas ondearon sobre los hombros.

—Creo que no. El tiempo suficiente para explorarlo. Después… veremos. Para entonces esperan haber perfeccionado las modificaciones no humanas. —Fiera se acarició con los dedos—. Mitad nutria, o delfín, o serpiente… Pero eso es para después, mucho después. Supongo que primero volveré a ser una especie de hombre.

—¡Una especie! —exclamó Aliyat.

Fiera enarcó las cejas.

—Estás desconcertada, ¿eh? Pobrecilla, ¿por eso no he tenido noticias tuyas en tanto tiempo?

—No, yo, bien… —Aliyat apartó los ojos de esa imagen de apariencia sólida—. Yo estaba… —Se obligó a mirar esos ojos dorados—. Pensé que ya no tenías interés en mí.

—Pero te dije que sí. Créeme, fui sincero. Todavía te quiero. De lo contrario, ¿por qué habría tomado la iniciativa? —Extendió las manos—. Aliyat, querida, ven a mí. O déjame ir a ti.

—¿Para qué… ahora?

La voz de Fiera se volvió más áspera.

—Lo averiguaremos, ¿eh? No me digas que estás escandalizada. ¿O yo me equivocaba? Creí que eras la más desprejuiciada de los Sobrevivientes.

Aliyat tragó saliva.

—No es eso. No soy inhibida. Es sólo… No, no es «sólo». Lo has cambiado todo. Nada será como antes.

—Claro que no. Ésa es la idea. —Fiera rió—. Supongamos que te transformas en varón. Eso sería interesante. No original, pero especial. Estimulante.

—¡No!

Fiera calló un minuto. Al fin habló con vehemencia.

—Eres como los demás de tu especie, a fin de cuentas. O quizá peor. Creo que la mayoría de ellos intentan enfrentarse a las cosas. Tú, en cambio aceptas. De pronto comprendo que eso fue lo que me engañó. Nunca protestaste contra el mundo. Convenías en que debía evolucionar. Pero bajo la superficie seguías siendo lo que eres, una primitiva, un vestigio de la era de la mortalidad.

Aliyat calló sus protestas. Se desplomó. El asiento cambió sensualmente de forma, pero Aliyat no le prestó atención.

Fiera sonrió de nuevo, esta vez con dulzura.

—Pero no estás condenada a eso. Todo el organismo es flexible, el cerebro incluido. Te puedes hacer alterar la psique.

—Largo y costoso. En realidad, no podría costearme una sola modificación sexual. —Simple, pensó Aliyat. Recuerdo cuando lo disimulaban con cirugía e inyecciones hormonales. Hoy logran que los órganos, las glándulas, los músculos, los huesos, todo se transforme en otra cosa. Si yo me transformara en hombre, ¿cómo pensaría?

—¿Aún no has entendido la economía moderna? Todos los bienes y la mayoría de los servicios, todos los servicios que pueda prestar una máquina, son tan abundantes como el aire que respiramos. O podrían serlo, si hubiera una razón. El sustento común es simplemente el medio más fácil de rastrear a la agente, coordinar sus actividades. Y de asignar los recursos limitados; las tierras, por ejemplo. Si de veras necesitas liberarte de tu sufrimiento, se pueden hacer arreglos. Yo te ayudaré con ellos. —La imagen extendió de nuevo los brazos—. Déjame hacerlo, querida.

Aliyat se enderezó. Las lágrimas que tragó le quemaron la garganta. —«Querida»… ¿Qué quieres decir con eso?

La sorprendida Fiera titubeó antes de responderle.

—Siento afecto por ti. Quiero disfrutar de tu compañía, deseo tu bienestar.

—El amor de estos tiempos —asintió Aliyat—. Afecto basado en el placer.

Fiera se mordió el labio.

—Allí estás, empantanada en un pasado en que la familia era la unidad de procreación, producción y defensa, y sus miembros debían buscar medios para no sentirse atrapados. No puedes imaginar la moderna gama de emociones. Rehúsas intentar. —Fiera se encogió de hombros—. Es raro, considerando la vida que llevabas entonces. Pero supongo que elaboraste una añoranza inconsciente por la seguridad…, lo que llamaban seguridad en esas sociedades de pesadilla.

Aliyat recordó habérselo explicado a Raphael.

—¿Cuan egoístas eran tus sentimientos por mí? —preguntó Fiera.

Aliyat se enfadó.

—No te adules —exclamó—. Admito que estaba infatuada, pero sabía que eso terminaría. Esperaba que se transformara en algo duradero, no exclusivo pero sí real. Bien, he aprendido la lección.

—¡Yo también tenía esa esperanza! —exclamó Fiera.

Se hundió en su propio asiento. Una vez más guardó un reflexivo silencio. Aliyat miró hacia otra parte, buscando protección. Ocupaba una sola habitación en el cuarto subnivel de las Fuentes la tecnología nunca sintetizaría el espacio. Rara vez se sentía sofocada, pues a una orden las paredes creaban instalaciones y le brindaban los paisajes que deseaba. Ese día, en vez de un panorama contemporáneo, había optado por la Constantinopla medieval. Quizá se trataba de una injustificada nostalgia, quizá de un intento de recobrar la autoestima; había sido asesora de los creadores del simulacro. Hagia Sophia se erguía sobre una humanidad apiñada y atareada. Varios olores —humo, sudor, estiércol, comida asada, brea, mar— impregnaban el aire; una brisa salobre soplaba desde el Cuerno. Al recibir la llamada de Fiera, Aliyat había interrumpido el sonido pero había conservado la visión. Casi oía ruedas, cascos, pies, voces roncas, jirones de música plañidera. Esos fantasmas estaban tan vivos como el fantasma que tenía enfrente.

—Creo que sé por qué te atraje —dijo al fin Fiera—. Y qué te retuvo, después de la atracción inicial. Yo estaba interesada en ti. Vosotros ocho causasteis sensación cuando os revelasteis en público, pero la mayoría de la gente de hoy nació después de eso. Simplemente sigues aquí, manteniéndote con el sustento común o ciertas tareas especiales. Y cada vez hay menos demanda, ¿verdad? Pero yo…, a mí me intrigabas un poco. No sé por qué.

Aliyat notó que Fiera reprimía el dolor antes de continuar.

—Seré franca. Para mí estabas acabada. No hallaba nada más para descubrir. Pero yo también estaba acabada. Tenía que cambiar. Era mi modo de escapar del tedio y la futilidad. Ahora podemos ser nuevos el uno para el otro. Sólo por un tiempo, hasta que me habitúe a percibirte con la mente y los sentidos de una mujer. A menos que también cambies. No puedo decirte cómo. A lo sumo puedo ofrecer un par de sugerencias. La opción debe ser tuya.

»Si rehúsas, si persistes en tu existencia estrecha con tu alma fósil, estarás cada vez mas aislada, encontrarás cada vez menos sentido en todo, y al final escogerás la muerte, que no es tan solitaria. Aliyat se llenó los pulmones con ese aire antiguo.

—He vivido así mucho tiempo —dijo—. No voy a renunciar.

—Me alegra oírlo. Lo esperaba de ti. Pero piensa, querida, piensa. Entretanto, será mejor que me vaya.

—Sí —dijo Aliyat. La imagen se esfumó.

Al cabo de unos minutos Aliyat se levantó. Se paseó por la habitación, que acogía deliciosamente sus pisadas. Bizancio la rodeaba.

—Anula esa escena —ordenó. Fue reemplazada por una lámina azul—. Servicio de entrega. —Un panel apareció, preparado para abrir un orificio.

¿Qué quiero? ¿Una píldora de la felicidad? Elementos químicos a medida, inofensivos, alegría instantánea, cabeza despejada, tal vez más despejada que ahora. En los viejos y malos tiempos nos embriagábamos o nos drogábamos, maltratábamos nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Ahora la ciencia ha descubierto cómo funcionan las sensaciones, y todos están cuerdos las veinticuatro horas del día.

Todos los que deciden estarlo.

Hanno, Peregrino, Shan, Patulcio, ¿dónde estáis? O (al margen del sexo, que es un consuelo anticuado, ¿verdad?), Corinne, Asagao, Svoboda, o como os llaméis, pues los nombres son tan fáciles de cambiar como las vestimentas, ¿dónde estáis? ¿Quién de vosotros puede acudir a mí? ¿A quién de vosotros puedo acudir? Teníamos nuestra hermandad cuando nos reunimos, éramos los únicos inmortales y el centro de nuestro universo, mientras el tiempo soplaba como viento, pero desde que nos revelamos al público nos hemos distanciado, nos encontramos rara vez y por casualidad, nos saludamos, intentamos hablar y sentimos alivio al despedirnos. ¿Dónde están mis hermanos, mis hermanas, mis amores?

4

Durante el vuelo las comunicaciones verificaron que Peregrino fuera quien decía ser y tuviera permiso para visitar la reserva de control. El coche aterrizó en una zona de aparcamiento fuera de la ciudad, y Peregrino se apeó maletín en mano. Muchos objetos cotidianos, como la ropa, no se producían al instante allí. No era una comunidad de ermitaños, ni un grupo de excéntricos tratando de recrear un pasado que jamás había existido, sino una sociedad que seguía su propio camino y trataba de mantener el mundo a raya.

El lugar estaba cerca de la costa. El Servicio Meteorológico procuraba conservar el clima original del noroeste del Pacífico. Había gruesas nubes. La niebla de la bahía desdibujaba las rocas que se erguían sobre las olas, misteriosas como una pintura china. Un oscuro bosque de coniferas salpicado de helechos se erguía detrás de la aldea. Pero todo estaba vivo, en tonos grises, blancos, negros y verdes, opacos o chispeantes con gotas de lluvia. El oleaje estallaba y susurraba. Las focas ladraban roncamente, las gaviotas revoloteaban y descendían graznando. El aire frío y húmedo penetraba en la sangre por las fosas nasales.

Un hombre aguardaba. Vestido con camisa sencilla y pantalones de trabajo, era robusto, de tez parda. No había muchos blancos entre sus antepasados decidió Peregrino. ¿Qué habían sido entonces? ¿Makah? ¿Quinault? Qué más daba. Las tribus ya ni siquiera eran nombres.

—Hola, Peregrino —saludó el hombre con un respeto que ya era un anacronismo. Peregrino le estrechó la mano llena de callos y durezas—. Bienvenido, soy Charlie Davison. Peregrino había practicado el antiguo inglés americano antes de irse de Jalisco.

—Tanto gusto. No esperaba esto. Pensaba que yo mismo me daría a conocer.

—Bien, lo hablamos en el Consejo y decidimos que esto era mejor. Tú no eres simplemente otro jako. —Esta palabra debía describir, en la jerga local, a los pocos cientos de forasteros anuales a quienes se daba autorización para experimentar la vida agreste. La palabra parecía desdeñosa—. Ni un científico o agente oficial, ¿verdad?

—No.

—Vamos, te mostraré el hotel y luego te presentaré. —Echaron a andar. Pronto recorrían un camino sin pavimentar donde brillaban charcos—. Porque tú eres un superviviente.

Peregrino sonrió hurañamente.

—No quería dar publicidad a eso de inmediato.

—Efectuamos un chequeo de rutina antes de aceptar tu visita, como hacemos con todo el mundo. Vosotros ocho pasáis inadvertidos, pero en un tiempo fuisteis famosos. El ordenador nos dio tu historia. El rumor se propagó. Lamento decir esto, no es nada personal, pero aquí encontrarás a algunas personas que os guardan rencor.

Una sorpresa desagradable.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Los supervivientes podéis tener hijos cuando gustéis.

—Entiendo. —Peregrino meditó su respuesta. La grava crujía bajo sus pies—. Pero la envidia no es razonable. Somos fenómenos de la naturaleza. Una alocada combinación de genes, con algunas mutaciones improbables, que no se transmite a nuestros vástagos. Los seres humanos normales que no desean envejecer tienen que someterse al proceso. Bien, no podemos permitir que se reproduzcan libremente. Recordarás la explosión demográfica, la Gran Muerte. Y eso fue antes de la atanasia.

—Lo sé —replicó Davison—. ¿Quién no lo recuerda?

—Lo lamento, pero he conocido a algunos que no lo recuerdan. Consideran que es deprimente estudiar historia. Yo les señalo que al final tendrán la oportunidad de ser padres. Hay que compensar ciertas pérdidas accidentales, y tal vez haya que fundar colonias interplanetarias.

—Sí. La lista de espera para tener hijos era de varios siglos, la última vez que la consulté.

—Pero, en cuanto a los supervivientes, ¿alguna vez oíste hablar de una cláusula para abuelos? Al revelarnos al público, abrimos un tesoro de conocimientos para los estudiosos. Lo justo es justo. En realidad, rara vez tenemos hijos. —Rara vez conocemos parejas convincentes. Y los hijos que tuvimos pronto se volvieron demasiado extraños.

—Entiendo todo eso —dijo Davison—. Yo no tengo objeciones. Simplemente te aclaro que te conviene ser discreto. Por eso he venido a recibirte.

—Lo agradezco. —Peregrino no abandonó el tema—. Puedes recordar a quienes se oponen a mi estatus que ellos pueden engendrar niños legalmente, sin límite.

—Sí, por que están dispuestos a marchitarse y morir en cien años o menos.

—Así es el trato. Pueden desertar cuando deseen, hacerse restaurar la juventud si la han perdido, unirse a los inmortales. Sólo deben pagar ese pequeño y necesario precio.

—Claro, claro. ¿Crees que no lo sé? —Al cabo de varios pasos—: Ahora me toca a mí decir «lo lamento». No quise parecer enfadado. Para la mayoría de nosotros, eres muy bienvenido. ¡Qué historias tendrás para contar! —Nada que no puedas hallar en el banco de datos, me temo —dijo Peregrino—. Se cansaron de interrogarnos y entrevistarnos hace muchos años.

Generaciones antes de tu nacimiento, Charlie, si tu linaje es meramente mortal. ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta, cincuenta? Veo canas en tu pelo y patas de gallo en tus ojos.

—No es lo mismo —respondió Davison. Por Dios, estoy en compañía de un hombre que conoció a Toro Sentado. —En realidad, Peregrino no lo había conocido, pero lo dejó pasar—. Oírte contar esas cosas personalmente significará mucho. No lo olvides, nuestra idea es vivir naturalmente, como Dios quiso que fuera.

—A eso he venido.

Davison aminoró el paso y lo miró sorprendido.

—¿Qué? Suponíamos que tenías… curiosidad, como nuestros otros visitantes.

—Claro que sí. Pero no sólo eso. Supongo que será mejor que no mencionemos esto de inmediato. Sin embargo, creo que me instalaría aquí, si la gente me aceptara.

—¿Tú?

—Soy de vieja cepa, sabes. Conocí las tribus, las hermandades, los ritos, las creencias y tradiciones, cuando usábamos el ingenio y las manos para vivir de la tierra y pertenecer a la tierra. Oh, no soy un romántico. Recuerdo bien las desventajas y por cierto no me gustaría revivir a los bárbaros del caballo. Pero aun así, qué diablos, teníamos una comunión con el mundo que no existe ahora, excepto tal vez entre vosotros.

Estaban entrando en la aldea. Cabeceaban botes junto al muelle; los hombres pescaban para el mercado local. Detrás de las casas de madera había huertos y manzanos. Meros suplementos, se recordó Peregrino, igual que sus artesanías. Los habitantes gastan el sustento común y piden que les despachen mercancías, igual que los demás. Para ganar algo más, algunos cuidan estos bosques y aguas; o atienden a los turistas; o realizan tareas intelectuales en sus hogares, conectados con la red de comunicación. No han renunciado al mundo moderno.

Ahuyentó recuerdos de lo que había presenciado en otras partes del planeta, muertes lentas o rápidas, siempre angustiosas, que arrasaban con comunidades y modos de vida obsoletos, los pueblos desiertos, los campamentos vacíos, las tumbas abandonadas. En cambio, evocó el secreto de la resistencia de su pueblo.

En la calle había gentes de todas las razas, juntas en su fe, su anhelo y su temor. Una iglesia, el edificio más alto, se elevaba hacia las nubes; la cruz declaraba que la vida eterna no era de la carne sino del alma. Los niños eran el anhelo, la recompensa. ¿Cuándo y dónde más había visto Peregrino, por última vez, una manita aferrando la mano materna, una carita redonda y maravillada? Las cabezas canas parecían haber burlado la deshumanización.

Reconocían al recién llegado, pues el rumor se había propagado de veras. Nadie se le acercó. Saludaban a Davison con reserva. Y Peregrino sintió las miradas, oyó los cuchicheos. Pero la atmósfera no era hostil. Sin duda sólo una minoría le guardaba rencor por su privilegio, por insignificante que fuera. La mayoría parecía ansiosa de conocerlo, y simplemente eran demasiado corteses para presentarse de inmediato. (O bien, ya que eran pocos y muy unidos, habían convenido en que no lo harían.) Los adolescentes pronto perdieron el aire huraño que los envolvía.

Eso intrigó a Peregrino, luego le resultó perturbador. Prestó más atención. Sólo había un puñado de gente mayor. Las cortinas bajas y los patios descuidados indicaban que las casas estaban vacías. —Bien, trata de relajarte y pasarlo bien —aconsejó Davison—. Haz las excursiones. Conoce a los jakos. Son buena gente, pues los seleccionamos con mucho cuidado. ¿Quieres cenar mañana en mi casa? Mi esposa también está ansiosa de conocerte, los niños están deslumbrados, e invitaremos a dos o tres parejas que sin duda te agradarán.

—Eres muy amable.

—Oh, obtendré mis beneficios, y también Martha, y… —El hotel estaba delante, una inmensa estructura cuya anticuada veranda daba a la bahía y al mar. Davison anduvo más despacio y bajó la voz—. Escucha, no sólo queremos oír las historias. Queremos pedirte… detalles, los que no llegan a las noticias ni al banco de datos, los que nosotros mismos no vemos cuando salimos, porque no sabemos qué buscar.

Peregrino sintió un cosquilleo de inquietud.

—¿Quieres que explique cómo es esa vida para mí… para una persona que no se crió en esas costumbres?

—Sí, eso es, por favor. Sé que pido demasiado, pero…

—Lo intentaré —dijo Peregrino.

Tácitamente: Estás pensando seriamente en irte, Charlie, en renunciar a esta existencia, su credo y su propósito.

Sabía que el enclave se estaba reduciendo, que los hijos se marchaban al llegar a la mayoría de edad, que los reclutas eran cada vez más escasos. Sabía que la comunidad está tan condenada como la secta de los Shakers en su época. Pero los hombres maduros también se marchan, tan sigilosamente que el dato no figura en lo que estudié sobre vosotros. Esperaba un par de vidas mortales de paz, de pertenencia. Olvídalo, Peregrino.

Los huéspedes se apiñaban en el porche. Señalaban y charlaban. Peregrino se volvió para mirar. Apenas visibles en la bruma, tres siluetas gigantes se deslizaron por la entrada de la bahía.

—Ballenas —dijo Davison—. Se están multiplicando bien. Cada año localizamos más.

—Lo sé —dijo Peregrino—. Buenas ballenas. Recuerdo cuando las declararon extinguidas. Lloré.

Las recrearon en los laboratorios, las reintrodujeron en una naturaleza totalmente dominada. Este sitio no es agreste salvo por el nombre. Es una reserva de control, una pauta de comparación para uso del Servicio Ecológico. No quedan sitios agrestes en la Tierra, salvo en el corazón humano, y también allí el intelecto sabe cómo gobernar.

No debí haber venido aquí. Ahora tendré que quedarme un par de semanas, por cortesía, por este hombre y su familia; pero no debí cometer la tontería de venir.

Debí ser más fuerte y no exponerme a esta herida.

5

Yukiko nunca estaba a solas con las estrellas.

Sí, podía tener soledad. Los poderes y la gente eran gráciles con los Supervivientes. Yukiko, pensaba a menudo que la gracilidad se había convertido en la principal virtud de la humanidad. Creaba una suerte de afecto impersonal. La abundancia de espacio era el único bien que era más escaso en el mundo. No obstante, cuando ella manifestó su deseo, le concedieron ese atolón. Por minúsculo que fuera, era un don caído del cielo.

Pero le negaban las estrellas. Algunas parpadeaban pálidamente en el anochecer, Sirio, Canopo, Alfa del Centauro, a veces otras, junto a Venus, Marte, Júpiter, Saturno. Como las constelaciones se perdían en la nacarada luminiscencia, Yukiko nunca sabía bien qué veía. Los satélites surcaban rápidamente el cielo. La luna brillaba brumosamente, y en su lado oscuro se distinguían chispas estables, la luz de los tecnocomplejos y Ciudad Triple. Los aviones formaban enjambres de luciérnagas. En ocasiones pasaba una nave espacial, un meteoro majestuoso, y se oían truenos de un horizonte al otro; pero eso era infrecuente, pues la mayoría de las operaciones eran realizadas por robots lejos de la Tierra.

Se había resignado a la pérdida. El control meteorológico, el mantenimiento de la atmósfera y las transferencias masivas de energía eran necesarios, pero causaban fluorescencia. Yukiko podía cubrir las paredes y el techo raso de su casa con un paisaje estelar tan imponente como si estuviera en el desierto de Arizona antes de Colon, o podía visitar un sensorio y conocer el espacio desnudo. Aun así, con ingratitud, cuando salía de su refugio lamentaba tener que evocar el cielo nocturno a partir de sus recuerdos.

El océano murmuraba, cubierto por una pátina de reflejos allí donde la acuacultura no tapaba las olas. Más allá brillaban luces botes, naves, una ciudad-barcaza. El oleaje blanco se encrespaba más allá de la laguna, que era un pozo de fulgor celestial. El ruido era sofocado, menos audible que el coral que le crujía bajo los pies. Inhaló esa fresca pureza. Cada día agradecía sin palabras a gigabillones de microorganismos por mantener limpio el planeta. No importaba que los hubieran diseñado y producido los seres humanos, o sus ordenadores, esos microorganismos tenían un karma maravilloso. Pasó junto al jardín, los árboles enanos, el bambú, las piedras, los senderos entrelazados. Una máquina trabajaba en silencio. Recién llegada de Australia, donde se había liado en otro amorío fugaz, no había retomado esa labor.

Bien, no tenía gran talento para eso. Si tan sólo Tu Shan…, pero a él no le agradaba este sitio.

La casa era una pequeña y sutil combinación de curvas en la oscuridad. Su pequeño mundo, pensaba Yukiko. Le brindaba todo lo que necesitaba y más. Se autorreparaba, y podría hacerlo mientras recibiera energía. En ocasiones Yukiko lamentaba no tener que usar un paño de limpieza.

Y una vez fui dama de la corte, pensó, frunciendo los labios con amargura.

Olvidó esos sentimientos. Había ido a sentarse junto al mar para vaciar la mente, abrir el alma y prepararse para usar la inteligencia. La escasa armonía que había obtenido era frágil.

Una pared se abrió. Dentro floreció la luz. La habitación estaba amueblada en un estilo ascético y antiguo. Yukiko se arrodilló en una estera de paja ante la terminal del ordenador e invocó al espíritu electrónico.

Una parte de esa inmensa racionalidad la identificó y habló con frases musicales y apropiadas.

—¿Cuál es tu deseo, señora?

No, no del todo apropiadas. «Deseo» era la trampa. Ella incluso había renunciado a su antiguo nombre de Gloria de la Mañana para ser —una vez más, al cabo de mil años— Pequeña Nieve, como signo de renunciamiento. Pero también eso había fallado.

—He meditado sobre lo que me dijiste acerca de la vida y la inteligencia entre los astros, y decidí aprender tanto como sea capaz. Enséñame.

—Es un asunto complejo y caótico, señora. Por lo que nos indican nuestros robots exploradores, la vida es rara, y sólo se conocen tres especies inequívocamente conscientes, y todas se hallan tecnológicamente en un equivalente de la era paleolítica humana. Otras tres son controvertidas. Su conducta puede ser muy complejamente instintiva, o se puede originar en mentes demasiado disímiles de las terrícolas para que las reconozcamos como tales. Sea como fuere, estas criaturas poseen sólo implementos sencillos. Por otra parte, la Red ha detectado fuentes de radiación anómalas a gran distancia, lo cual puede significar civilizaciones de alta energía análogas a la nuestra. Según como se interpreten los datos, quizá sumen hasta setecientas cincuenta y dos. Se estima que la más cercana está a cuatrocientos setenta y cinco parsecs. Además, la Red recibe señales que son casi ciertamente informativas desde veintitrés fuentes, identificadas con cuerpos o regiones astrofísicamente inusuales. Dudamos de que estas señales estén dirigidas específicamente a nosotros. No sabemos si quienes las emiten están en contacto directo entre sí. Tenemos indicios de que usan códigos definidos. Hasta ahora los datos son insuficientes salvo para sugerencias tentativas y fragmentarias sobre el posible significado.

—¡Lo sé! Todos lo saben. Ya me lo has dicho, y aun entonces era innecesario.

Yukiko luchó contra su enfado. La máquina tenía la potencia de una divinidad, podía efectuar un millón de años de razonamientos humanos en un día, pero no tenía derecho a ser paternalista. No era su intención. Habitualmente repetía porque muchos humanos necesitaban la repetición. Yukiko se calmó, dejó que la emoción brotara y muriera como una ola.

—Por lo que entiendo —dijo con serenidad—, los mensajes no son sobre matemática ni física. —No parecen serlo, y no parece plausible que haya civilizaciones que gasten tiempo y bandas de transmisión intercambiando conocimientos que todas deben poseer. Quizá se refieran a otras ciencias, como la biología. Sin embargo, eso implica que nuestra comprensión de la física es incompleta, que aún no hemos delineado todas las posibilidades bioquímicas del universo. No tenemos pruebas para semejante suposición.

—Lo sé —repitió Yukiko, con paciencia—. Y he oído el argumento de que no puede tratarse de política ni nada semejante, pues los períodos de transmisión se miden en siglos. ¿Comparan historias, artes, filosofías?

—Es factible.

—Eso creo. Tiene sentido. —A menos que la vida orgánica se extinga. ¿Pero las mentes de las máquinas no se sentirán intrigadas por el absoluto?—. Quiero dominar tu… análisis. Sé que no puedo efectuar ningún aporte original. Pero déjame seguir tu razonamiento. Dame medios para pensar sobre lo que has aprendido y estás aprendiendo.

—Eso se puede hacer, dentro de ciertos límites —dijo la voz suave—. Se requeriría mucho tiempo y esfuerzo de tu parte. ¿Te importa explicar tus razones?

Yukiko no pudo evitar que le temblara la voz:

—Esos seres deben estar mucho más avanzados que nosotros…

—No es probable, señora. Por lo que hoy sabemos, y nuestros razonamientos son sólidos, la naturaleza fija límites a las posibilidades tecnológicas; y hemos determinado cuáles son esos límites.

—No hablo de ingeniería, sino de entendimiento, iluminación. —Había perdido la paz interior. Le temblaba el pulso—. No entiendes de qué estoy hablando. ¿Alguien lo entendería hoy, algún ser humano? —Excepto Tu Shan, y quizá, si lo intentara, el resto de nuestra hermandad. Venimos de tiempos en que estas preguntas eran reales para la gente.

—Tu propósito es claro —dijo la voz electrónica—. Tu concepto no es absurdo. La mecánica cuántica falla en tales niveles de complejidad. Matemáticamente hablando se impone el caos, y uno debe realizar observaciones empíricas.

—¡Sí, sí! ¡Debemos aprender el idioma y escucharlos!

¿La inexorable conclusión ocultaba un lamento? El sistema podía potenciar las reacciones del usuario.

—Señora, la información de que disponemos es inadecuada. La matemática no deja duda. A menos que el carácter de lo que recibimos cambie de manera fundamental, nunca podremos interpretarlo en ese nivel de sutileza. Si eso es lo que te interesa, te advierto que perderás el tiempo estudiando este material.

Yukiko no se había atrevido a abrigar muchas esperanzas, pero esto la deprimía.

—En cambio, espera —aconsejó el sistema—. Recuerda que nuestros robots exploradores viajan virtualmente a la velocidad de la luz. Dentro de un milenio llegarán a las fuentes más cercanas para observar e interactuar. Quizá, mil quinientos años después, tengamos noticias de ellos y empecemos a aprender de veras. Eres inmortal, señora. Espera.

Yukiko sofocó las lágrimas. No soy santa. No puedo soportar tanto tiempo una existencia sin sentido.

6

De pronto la roca cedió bajo las botas de Tersten. Por un instante quedó congelado, los brazos tendidos, contra la infinidad de estrellas. Luego cayó.

Svoboda, la segunda de la hilera, tuvo tiempo de bajar la vara y apretar el disparador. Las ranuras escupieron un gas blanco y una clavija se hundió en la piedra. El extremo superior del asta se trabó, Svoboda se aferró, la línea se tensó con un tirón brusco. Aun con gravedad lunar, esa fuerza era brutal. Las suelas de Svoboda resbalaron en una capa de polvo traicioneramente fina. Aferrando la vara, se mantuvo erguida.

La violencia cesó. El silencio rodeó el tenue siseo cósmico de los auriculares. Había caído dos metros hacia delante. La línea continuaba cuesta arriba y colgaba de un borde formado por el derrumbe. El peso de Tersten tenía que tensarla, pero Svoboda comprobó horrorizada que estaba floja. ¿Se había partido? No, imposible.

—¡Tersten! —gritó—. ¿Estás bien? —La longitud de onda se difractaba alrededor del borde. Si Tersten colgaba allí, estaba a sólo un metro. Svoboda no oyó respuesta. Su temor creció.

Tendió la cabeza hacia Mswati, que venía detrás. La linterna del cinturón arrojaba un charco de luz intensa a los pies de Mswati. Deslumbró a Svoboda, transformándolo en una sombra contra la ladera gris, iluminada por las estrellas.

—Ven aquí —ordenó—. Con cuidado, con cuidado. Coge mi vara.

—Sí —respondió él. Aunque ella no encabezaba el ascenso, era capitana del equipo. La expedición era idea de ella. Además, era una superviviente. Los otros tenían de veinte a treinta años. Al margen de la informalidad y la camaradería, le guardaban un respeto especial.

—Espera aquí —dijo Svoboda en cuanto él la alcanzó—. Me adelantaré para mirar. Si hay más desprendimientos trataré de saltar y quizá me caiga de la cornisa. Prepárate para frenarme y alzarme.

—No. Iré yo —protestó Mswati. Ella se negó con un ademán cortante y se apoyó en las manos y las rodillas.

Era un trecho corto, pero el tiempo se estiraba mientras Svoboda avanzaba. A la derecha, una ladera abrupta se despeñaba en un abismo negro. El traje espacial, flexible como piel y resistente como blindaje, no la protegería de semejante caída. Aguzó la vista. Los sensores de los guantes le indicaban más de lo que habrían captado sus manos desnudas. Svoboda notó con fastidio que olía a sudor y se le secaba la boca. Aunque el traje reciclaba el aire y el agua, en ese momento ella sobrecargaba el termostato y la capacidad para eliminar desechos.

La superficie resistió. La cornisa continuaba más allá de una brecha de tres metros. Distinguió orificios cerca de la rotura. Aún no debía preocuparse por Tersten. En el pasado una perdigonada de meteoritos había caído allí. Probablemente la radiación había debilitado la piedra, transformando el sector en una imprevisible trampa.

Bien, todos habían dicho que el ascenso era una locura. ¿La primera circunvalación lunar? ¿Dar la vuelta a la Luna a pie? ¿Para qué? Afrontar penurias y peligros, ¿para qué? No realizarás observaciones que un robot no pueda hacer mejor. Sólo conquistarás una fugaz notoriedad, sobre todo por tu estupidez. Nadie repetirá esa hazaña. Un sensorio ofrece emociones más pintorescas, los ordenadores permiten mayores logros. —Porque es real —fue la mejor réplica que pudo hallar.

Llegó al borde y asomó la cabeza. En el horizonte, una tajada de sol naciente brillaba sobre un cráter, transformando la desolación en una mezcla de luz y oscuridad. El casco le protegió los ojos reduciendo automáticamente el resplandor a una luz áurea y opaca. El corazón de Svoboda dio un brinco. El cuerpo flojo de Tersten colgaba allí abajo. Elevó la recepción radial y oyó una respiración entrecortada.

—Está inconsciente —le comunicó a Mswati. Examinando—: Veo cuál es el problema. La línea se atascó en una fisura. El impacto la ha bloqueado. —Se puso de rodillas y tiró—. No puedo liberarla. Ven.

El joven se reunió con ella. Svoboda se levantó.

—No sabemos qué lesiones ha sufrido —dijo—. Debemos andar con cuidado. Sujeta el extremo de mi línea y bájame por el borde. Ataré a Tersten y nos subirás a ambos. Yo iré abajo para absorber los choques y rozaduras.

Dio resultado. Ambos eran fuertes, e incluso con el traje y la mochila con complejos aparatos químicos, una persona pesaba sólo veinte kilos. Tersten, en brazos de Svoboda, abrió los ojos y gimió.

Lo apoyaron en el saliente. Esperando a que él hablara, Svoboda miró hacia el oeste. Las alturas descendían a la pareja oscuridad del Mare Crisium. La Tierra colgaba a baja altura, la zona diurna marmolada de blanco y azul, inexpresablemente bella. Svoboda recordó con dolor cómo había sido en otros tiempos. Maldición, ¿por qué tenía que ser el único planeta adecuado para los humanos?

Oh, las ciudades lunares y los satélites habitados eran agradables y allí había diversiones singulares. Svoboda se encontraba más cómoda en esos lugares que en la Tierra. Al menos, no se sentía como una exiliada. Su gente, como estos camaradas, a veces pensaba y sentía como la gente de otros tiempos. Aunque eso también estaba cambiando. Por elfo ya nadie hablaba de terraformar Marte y Venus. Ahora que se podía hacer, nadie tenía interés.

Bien, ella y sus siete hermanos siempre habían conocido el cambio. Los príncipes mercaderes y los ruidosos guerreros eran extraños para la pequeña burguesía y los esclavizados labriegos bajo los zares, quienes a la vez eran extraños para los ingenieros y cosmonautas del siglo veinte… Sin embargo todos compartían lo que eran, entre sí y con ella. ¿Cuántos seguían haciéndolo?

Tersten la arrancó de sus recuerdos.

—Estoy despierto —jadeó y trató de erguirse. Ella se arrodilló, le aconsejó cautela, le dio ayuda y respaldo—. Agua — pidió él. El traje le acercó un tubo a la boca y él bebió ávidamente—. Ah bien.

La preocupación arrugó el semblante color chocolate de Mswati.

—¿ Cómo estás ? —preguntó—. ¿ Qué ha pasado ?

—¿Cómo voy a saberlo? —La voz de Tersten recobró la claridad y el vigor—. Dolor en el vientre, aguijonazos en el lado izquierdo del pecho, especialmente cuando me agacho o inhalo profundamente. También dolor de oídos.

—Parece que te has roto o fisurado una costilla, tal vez dos —dijo Svoboda con alivio. Se podía haber matado o sufrido lesiones cerebrales que volvieran inútil una revivificación—. Sospecho que una roca cayó sobre ti con más fuerza de la que el traje pudo aguantar. Sí, aquí esta. —Palpó algo similar a una cicatriz. La tela se había desgarrado y se había cerrado deprisa. En una hora estaría completamente reparada—. Todo conspira contra nosotros, ¿eh? No escalaremos esta montaña. No importa. Era sólo un capricho. Regresemos al campamento. Tersten insistió en que podía caminar, y logró avanzar dando tumbos.

—Pediremos un vehículo —dijo Mswati. Como para confirmarlo, un satélite de relé surcó las constelaciones—. Los demás podemos terminar. Será mas fácil avanzar desde aquí que en el lado oscuro.

Tersten se enfadó.

—¡No, no iréis! No permitiré que se me excluya!

Svoboda sonrió.

—No te preocupes —lo tranquilizó—. Sólo necesitarás un par de inyecciones reparadoras y te devolverán a nosotros dentro de cincuenta horas. Esperaremos donde estemos. Con franqueza, no me importaría descansar todo ese tiempo. —Un fulgor interior. Mi clase de humano aún no está del todo extinguida.

Consternación: ¿Cuántos años podrás ser como eres, Tersten? No tendrás razones para ello.

¿Sigo siendo joven de espíritu, o sólo inmadura? ¿Nuestra historia ha condenado a los supervivientes a permanecer retardados mientras nuestros descendientes evolucionan alejándose de nuestra comprensión?

Avistaron la meseta y el campamento. Genia salió al encuentro del grupo. Alguien debía quedarse por si había problemas. Había desplegado el refugio. Más un organismo maternal que una tienda, éste se extendía bajo los escudos antirradiación que se curvaban como alas desde el techo del transporte.

—¡Tersten, Tersten! —exclamó—. Me asusté al escuchar. Si te hubiéramos perdido…

Se les acercó, y los cuatro se abrazaron. Por un instante, bajo las estrellas, Svoboda estuvo nuevamente entre amigos amados.

7

—Verás —procuró explicar Patulcio—, hice Un bien mi trabajo que me quedé sin ocupación.

La conservadora de Oxford, quien por razones que él desconocía ahora usaba el nombre Theta-Ennea, enarcó las cejas. Era esbelta y atractiva, pero bajo los penachos que brotaban de la cabeza calva debía de haber un magnífico cerebro.

—Los registros indican que eras eficiente —dijo o canturreó—. Pero ¿por qué crees que podrías hallar una ocupación aquí?

Patulcio volvió los ojos hacia la ventana de vidrio de esa oficina anacrónica. En la calle Mayor el viento jugaba con la luz y las sombras de las nubes. Enfrente soñaban los bellos edificios de Magdalen College. Tres personas pasaron, mirando y tocándose. Patulcio sospechó que eran jóvenes, aunque era imposible saberlo.

—Esto no es un mero museo —replicó Patulcio—. Vive gente en la ciudad. La conservación de las cosas da un carácter especial a sus relaciones mutuas y sus relaciones contigo. Eso crea una especie de comunidad. Mi experiencia…, ellos deben tener problemas, nada serio, sino cuestiones de derechos conflictivos, deberes, necesidades. Hacen falta procedimientos mediadores. Los procedimientos son mi especialidad.

—¿Puedes ser más específico? —preguntó Theta-Ennea.

Patulcio la miró.

—Primero tendría que conocer la situación, la índole de la comunidad, las costumbres y expectativas, así como las reglas y regulaciones —admitió—. Puedo aprender pronto y bien. —Sonrió—. Lo hice durante dos mil años o más. —Ah, sí. —Theta-Ennea también sonrió—. Naturalmente cuando pediste una entrevista, consulté el banco de datos. Fascinante. Desde la Roma de los cesares hasta los imperios Bizantino y Otomano, la República Turca, los Dinastas y…, sí, una historia tan maravillosa como prolongada. Por eso te invité a venir en persona. También yo tengo una anticuada preferencia por lo concreto y lo inmediato. Por lo tanto, tengo este puesto. —Suspiró—. No es una sinecura. Confieso que no tuve tiempo para asimilar todo lo que aprendí sobre ti.

Patulcio rió entre dientes.

—Francamente, me alegra. No me agradó ese estallido de fama cuando los supervivientes nos dimos a conocer. Fue agradable volver al anonimato.

Theta-Ennea se reclinó detrás del escritorio de madera, una posible antigüedad donde no había nada más que una pequeña omniterminal.

—Si no recuerdo mal, te uniste bastante tarde a los demás.

Patulcio asintió.

—Una vez que la estructura burocrática se derrumbó irreversiblemente. Nos habíamos mantenido en contacto, por cierto, y me acogieron con gusto, pero nunca he intimado con ellos.

—¿Por eso te has esforzado más que ellos para integrarte al mundo moderno?

Patulcio se encogió de hombros.

—Quizá. No soy propenso al autoanálisis. O quizá tuve una oportunidad que ellos no tuvieron. Mi talento es para la… no, «administración» es una palabra muy presuntuosa. Supervisión de operaciones; las humildes pero esenciales tareas que mantienen en funcionamiento la maquinaria social. O mantenían.

Theta-Ennea bajó los párpados y lo examinó atentamente. —Has hecho algo más que eso en los últimos cincuenta o cien años.

—Las condiciones eran especiales. Por primera vez en mucho tiempo, tuve la oportunidad de tomar decisiones. No es mérito mío. Mera coincidencia histórica, para ser franco contigo. Pero obtuve experiencia.

Ella reflexionó de nuevo.

—¿Quieres explicarte? Dame tu interpretación de esas condiciones.

Él parpadeó sorprendido.

—Sólo puedo decir trivialidades —declaró con voz vacilante—. Bien, si insistes. Los países avanzados o, mejor dicho, las culturas de alta tecnología, han ido muy lejos, muy deprisa. Ellos y las sociedades que no habían asimilado la revolución se transformaron casi en especies diferentes. Las segundas tenían que adaptarse, pues las demás posibilidades eran horribles, pero la diferencia en modos de vida pensamientos, comprensión, era abismal. Yo estaba entre los pocos que podía hablar y funcionar con cierta eficacia a ambos lados de ese abismo. Di la asistencia que podía brindar a esa pobre gente, creando una organización adecuada para facilitar la transición… cuando vuestra gente ya no tenía una burocracia anticuada y humana dedicada al papeleo, y no sabía cómo formarla. Eso fue lo que hice. No lo hice solo —concluyó—. Mis disculpas por explayarme sobre lo obvio.

—No es tan obvio —dijo Theta-Ennea—. Hablas desde un punto de vista que no tiene equivalentes. Me gustaría oír mucho más. Me ayudaría a comprender mejor a esas generaciones que contribuyeron a hacer de este lugar lo que fue. Porque nunca pude entenderlas. A pesar de mi curiosidad y mi amor, nunca pude sentir lo que sentían. Apoyó los brazos en el escritorio y continuó compasivamente.

—Pero tú, Gneo Cornelio Patulcio, y los muchos otros nombres que has tenido…, a pesar de ellos, a pesar de tus recientes labores, también tienes que comprender. No, no tengo un empleo para ti. Debías haberlo sabido. ¿Cómo explicártelo si no lo sabes?

«Entendiste que ésta era una comunidad como las que conociste, donde los moradores comparten ciertos intereses y cierta identidad común. Debo decirte…, esto no es sencillo, porque no está explícito; rara vez la gente comprende qué ocurre, como no lo comprendía en tiempos de Augusto ni de Galileo, pero yo paso la vida tratando de sondear las corrientes de la Historia. —Rió consternadamente—. Excúsame, permíteme retroceder y empezar de nuevo.

«Excepto por algunos enclaves moribundos, la comunidad en cuanto tal se ha disuelto. Aún usamos la palabra y empleamos ciertas formalidades, pero están tan vacías de sentido como un rito de fertilidad o un acto electoral. Hoy somos individuos puros. Nuestras lealtades, si la palabra «lealtad» aún significa algo, van dirigidas a varias y cambiantes configuraciones de personalidades. ¿No lo habías notado?

—Bien, eh…, sí, pero…

—No te puedo ofrecer trabajo —concluyó Theta-Ennea—. Dudo que alguien te lo pueda ofrecer aquí. Sin embargo, si te interesa permanecer un tiempo en Oxford, podemos hablar. Creo que podríamos aprender algo el uno del otro.

Aunque no sé para qué te servirá después, pensó sin decirlo en voz alta.

8

El mundo permanece. Todavía soy yo, hueso, sangre y carne, consciente de la unidad de inducción que me envuelve pero también de las paredes y sus vistas del exterior, césped plateado, una fuente arqueándose en fractales, una enorme concha de diamante que, según he oído, alimenta una nueva especie de nave para la explotación minera de los cometas, relámpagos en el cielo mientras un módulo de control metereológico implanta energía, el todo exterior a mí. Tan silenciosa es esta habitación que oigo mi respiración, mi pulso, el susurro del pelo cuando mi cabeza se mueve en la almohada. Lo que me ocurre es una intensificación del conocimiento interior, hasta que pronto el exterior se transforma en fantasma.

Desciendo en mí misma. Todo mi pasado se extiende ante mí. De nuevo soy esclava, fugitiva, criada, líder, compañera; de nuevo amo y pierdo, soporto y sepulto. Me tiendo en una ladera soleada con mi hombre, en medio del dulce olor del trébol y el zumbido de las abejas, vemos pasar una mariposa; hace quinientos años.

Hay borrones, lagunas. No sé si crecía liquen en esa piedra. Sí, el azar cuántico cobra su precio, pero lentamente, y puedo renovar lo que importa, aun mientras se renueva mi cuerpo. Una neuropéptida se enlaza con el receptor de una neurona…

Ven. El pensamiento no es mío. Se vuelve mío. Soy conducida, me conduzco, hacia delante y hacia dentro.

Hasta aquí mi adiestramiento. Hoy estoy lista para la unión.

No entro en la red. Nada se mueve salvo esos campos, funciones matemáticas, que el mundo percibe como fuerzas, partículas, luz, el mundo mismo. En cierto sentido la red entra en mí. O se despliega ante mí, y yo ante ella.

Mi guía cobra forma. Ninguna silueta camina junto a mí, ninguna mano coge la mía. No obstante soy consciente del cuerpo, aunque debe de estar a medio planeta de distancia, tal como soy consciente del mío. Es una persona alta, esbelta, de ojos azules. Su personalidad es animosa y sensual.

Una vez fuiste Flora (aprendo de ti), piensa. Entonces yo seré Faunus.

Desea que nos reunamos más tarde con propósitos exploratorios. Esto es una mera onda en una inteligencia nacida de un cerebro donde ya no hay fallos. Él tiene el don de la empatía, lo cual puede ayudar en la iniciación de una neófita como yo.

Tímida, cauta, ardientemente, el flujo de mi identidad se mezcla con la suya. Así conozco cada vez más todo el enlace. He estudiado una abstracción. Hoy estoy en la realidad, pertenezco a la realidad. Las corrientes circulan como oscilaciones, encrespándose, ahuecándose, formando nuevas olas. De ellas brincan figuras múltiples y cristalinas como copos de nieve, resplandores que se expanden por dimensiones múltiples, aletean, fluctúan, danzan en el cambio eterno; este lenguaje, esta música, me hablan. Lejos, inmanente, central, exterior, el gran ordenador sostiene la matriz de nuestros seres, los vivifica, los envía a sus órbitas y los llama a casa. Pero es a petición nuestra. Nosotros somos lo que ocurre, la unidad, el dios.

Nosotros. Las mentes se estiran, se tocan, se unen. Aquí está Phyllis, mi maestra humana, quien me acompañó por primera vez a lo largo de los límites. Tengo su autoimagen, pequeña, oscura, de pelo largo, aunque opaca porque ella no está pensando en su cuerpo. Reconozco la dulzura, la paciencia, la firmeza. De pronto comparto su interés en la armonía táctil y en el láser-polo de microgravedad. Su tibieza me envuelve.

Y aquí está Nils. Aun sin imagen ni nombre, reconocería esa risa. Somos buenos amigos, a veces fuimos amantes.

¿Nunca quisiste ser más que eso, Nils? ¿La inmortalidad y la invulnerabilidad generan temor ala permanencia?

Tú perteneces a una época muerta, querida. Debes liberarte de ella. Te ayudaremos.

¿Por qué siento frío, aquí donde el espacio es una ficción y el tiempo una inconstante?

No, esto no eres tú, Nils. No he captado antes tus pensamientos, pero sin duda no flotarían así, libres de toda emoción.

Tienes razón. No estoy en la red. Éste es mi doble, la configuración simplificada de mi mente. Cuando me reúno con ella, me enriquezco mediante lo que ha aprendido mientras yo no estaba. (Cada vez te encontraba más obtusa y superficial No tenía valor para decírtelo, pero ahora no hay motivo para ocultarlo.)

La emoción me indica que Faunus —glándulas, nervios, toda la herencia animal— está físicamente enlazado conmigo.

Anímate, Flora. Tienes opciones ilimitadas. Evoluciona con nosotros.

Otra mente surge. También es incorpórea, pero para siempre. Cierta benevolencia resplandece aún (pues los recuerdos de pérdida y pesar resplandecen como sombras, aunque nadie los sienta) para exhortarme: Contempla.

Fue un físico que soñaba con descubrimientos. Ya se había logrado la unificación, se había escrito la gran ecuación. Desafiante, él abrigaba sus esperanzas. Sabía muy bien que era improbable que alguna ley permaneciera desconocida, que algún experimento arrojara un resultado no explicado por la síntesis. Pero la prueba absoluta del conocimiento absoluto es imposible. Y si nunca tropezaba con un fenómeno esencialmente nuevo, el interjuego de los cuantos debía presentar sorpresas que él pudiera indagar.

El sistema de ordenadores se perfeccionó a sí mismo. Nada que ese hombre hubiera descubierto con sus más potentes y sutiles instrumentos estaba fuera del alcance del sistema. Podía predecir de antemano, con todo detalle, todo lo que él pudiera encontrar en los laboratorios. Su ciencia había llegado al final de la búsqueda.

El hedonismo ocioso le desagradaba. Inventó un artefacto para cerrar el cuerpo mientras introducía en el sistema los programas de su mente.

¿Eres feliz?

Tu pregunta no tiene sentido. Estoy ocupado. Participo en operaciones, soy uno con los logros. Dispongo de tiempo para actuar a voluntad. Pues puede llevar una hora planificar el clima terrícola con un año de anticipación, con las medidas necesarias para frenar el caos; puede llevar un día diseñar una extensión de la Red o computar el destino de una galaxia a diez mil millones de años luz sobre la que se han acumulado datos suficientes; pero cada bit de información procesada es un acontecimiento, y para mí esas horas son como un millón de años o más. Luego puedo descender al ritmo del pensamiento humano y aprender qué ocurrió mientras estaba transfigurado. Medito sobre ello. Es pequeño pero interesante. Magnifícate, Flora, y al fin compartirás el esplendor, promete la sombra.

Phyllis me da a entender que pocos desean semejante destino. Permanecerán orgánicos, aunque abiertos al cambio. El enlace es placer, entendimiento, desafío. Unidos, comprendemos lo que no podemos comprender individualmente, acerca de cada uno y del cosmos. Regresamos con nuestras revelaciones y las remodelamos por separado. Surgen nuevas artes, aptitudes, filosofías, gozos, novedades para las cuales no hay viejos nombres. Así nos ampliamos y nos realizamos.

Ven. Inténtalo. Entrega lo que eres para averiguar qué eres.

Me fundo con Phyllis, Faunus, el fantasmal Nils. Somos una identidad que no existía antes. Soy la esclava que ganó la libertad, maestra y deportista, fotoescultora y sibarita, matemática aficionada y atleta profesional. Necesitaremos muchas uniones para limar las asperezas y crear una sola criatura.

Un torbellino, un giro, un paso en la danza. Otros han estado con nosotros. Me retiro y me fundo de nuevo. Soy una criada que llegó a reina, una habitante del mar con agallas, imaginadora profesional, personalidad artificial diseñada por la totalidad en conjunción con el ordenador…

Vuelan juntos, se pierden, la mente colmena arde y truena…

¡No! ¡Dejadme salir! Caigo por corredores largos y resonantes. El miedo aúlla a mis talones. Me persigue.

Estaba sola, salvo por el aparato médico que la cuidaba. Por un instante sólo tembló. El aliento le raspaba la garganta. La transpiración era fuerte.

El terror se esfumó. La sensación de pérdida inefable que siguió fue más profunda y duradera. Sólo cuando eso también se disipó cobró fuerzas para sollozar.

Lo lamento, Phyllis, Faunus, Nils, todos, dijo a la habitación vacía. Vuestras intenciones eran buenas. Yo quería integrarme, hallar sentido en este mundo vuestro. No puedo. Para mí, transformarme en lo que me debo transformar sería destruir todo lo que soy, todos los siglos y la gente olvidados por todos los demás y la camaradería secreta que me formó. Nací demasiado temprano para vosotros. Ahora es demasiado tarde para mí. ¿Podéis entenderlo, y perdonarme?

9

Se reunieron en la realidad. No se puede abrazar una imagen. La fortuna los favoreció. Pudieron usar una casa de la reserva de control del lago Mapourika, en la isla Sur de lo que Hanno aún llamaba Nueva Zelanda.

El tiempo era tan acogedor como el lugar. Se reunieron alrededor de una mesa de picnic. Hanno recordó una reunión similar bajo otro cielo, mucho tiempo atrás. Aquí la hierba bajaba hacia aguas remansadas que reflejaban el bosque y las blancas montañas. Las fragancias del bosque crecían mientras se elevaba el sol. Desde el cielo llegaba el canto de los pájaros.

Los ocho compartían la serenidad de la mañana. El día anterior habían tronado las pasiones. En la cabecera de la mesa, Hanno dijo:

—Tal vez no sea necesario que hable. Parece que estamos de acuerdo. No obstante, es preciso conversar con calma antes de tomar una decisión.

»No tenemos un hogar en la Tierra. Hemos intentado adaptarnos, y la gente intentó ayudarnos, pero al fin afrontamos el hecho de que no podemos ni podremos nunca. Somos dinosaurios en la era de los mamíferos. Aliyat sacudió la cabeza.

—No, somos humanos —declaró amargamente—. Los últimos que quedan con vida.

—Yo no diría eso —replicó Macandal—. Ellos están cambiando con una celeridad que nos deja rezagados, pero yo no sería tan presuntuosa como para definir qué es humano.

—Irónico —suspiró Svoboda—. ¿Lo habríamos previsto? Un mundo donde al fin pudiéramos darnos a conocer sería necesariamente un mundo totalmente distinto de todo lo anterior.

—Autocomplaciente —dijo Peregrino—. Volcado en sí mismo.

—Tú también eres injusto —respondió Macandal—. Están sucediendo cosas increíbles. Simplemente, no son para nosotros. La creatividad, el descubrimiento, se han desplazado hacia… el espacio interior.

—Quizá —susurró Yukiko—. ¿Pero qué encuentran allí? Vacío. Falta de sentido.

—Desde tu punto de vista —replicó Patulcio—. Admito que yo también soy desdichado, por mis propias razones. Aun así, cuando los chinos dejaron de recorrer los mares, bajo los Ming, no dejaron de ser artistas.

—Pero ellos ya han navegado más —dijo Tu Shan—. Hoy los robots nos hablan de un sinfín de nuevos mundos entre los astros, y a nadie le importa.

—La Tierra es muy especial, como debimos suponer desde siempre —le recordó innecesariamente Hanno—. Por lo que sabemos, el planeta más cercano donde podrían vivir seres humanos en un ámbito natural está a casi cincuenta años-luz. ¿Para qué montar un enorme esfuerzo para enviar a un puñado de colonos tan lejos, tal vez hacia su condenación, cuando todos están satisfechos aquí? —Para que de nuevo pudieran…, pudiéramos vivir nuestra vida en nuestro propio suelo —dijo Tu Shan.

—Una comunidad —intervino Patulcio.

—Si fracasamos, podemos buscar en otra parte —dijo Svoboda—. Cuando menos, allá seríamos humanos, actuando y arriesgándonos por nuestra cuenta.

Dirigió a Hanno una mirada desafiante. Los demás también se volvieron hacia él. Aunque hasta entonces Hanno no había mencionado sus intenciones, sus palabras no sorprendieron a nadie. Aun así, fueron como una espada desenvainada de golpe.

—Creo que puedo conseguir una nave.

10

La conferencia no era una reunión de personas, ni siquiera de imágenes. La representación de Hanno recorrió el globo y sus ojos vieron caras fluctuantes, pero esto era un mero suplemento, un diminuto ingreso de datos adicionales. Algunas de las otras mentes estaban enlazadas por ordenador, o en contacto directo entre sí, en ocasiones o todo el tiempo. Otras eran electrónicas. Él no pensaba en ellas por el nombre, aunque conocía nombres, sino por la función; y la misma función a menudo hablaba con diferentes voces. Aquello a lo que Hanno se enfrentaba, aquello que lo envolvía, eran los intelectos que regían el mundo.

Hemos recorrido un largo camino desde Richelieu, pensó Hanno. Ojalá no lo hubiéramos hecho.

—Sí, es posible construir esa nave espacial —dijo el Ingeniero—. De hecho, se dibujaron diseños preliminares hace más de un siglo. Se indicaba la magnitud de la empresa. Precisamente por eso no se llevó a cabo.

—No puede ser muy distinta de la que usé para recorrer el Sistema Solar —protestó Hanno—. Y las naves reboticas ya alcanzan la velocidad de la luz.

—Tendrías que haber estudiado el tema con más detenimiento antes de elevar tu propuesta.

Hanno se mordió el labio.

—Lo intenté.

—Es transhumanamente complejo —concedió el Psicólogo—. Incluso nosotros nos valemos sólo de un resumen semitécnico.

—Los principios básicos son obvios —dijo el Ingeniero—. Los robots no necesitan soporte vital ni las comodidades necesarias para la cordura humana. La protección que requieren es mínima. Pueden Utilizar un transporte estelar de masa muy baja, con pequeña capacidad de carga. No obstante, cada uno representa una inversión sustancial, sobre todo en antimateria.

—«Inversión» significa recursos desviados de otros usos —observó el Economista—. La sociedad moderna es productiva y rica, pero no infinitamente. Hay proyectos más inmediatos, y muchos opinan que deberían iniciarse.

—El mero tamaño del universo nos derrota —suspiró el Astrónomo—. Reflexionemos. Hemos recibido las primeras emisiones de robots que han viajado ciento cincuenta años luz. Pasará más tiempo antes de que tengamos noticias de los que enviamos más lejos. La presente esfera de comunicación contiene alrededor de cuarenta mil estrellas, demasiadas para enviar una nave a cada una, sobre todo cuando la vasta mayoría son enanas rojas opacas o subenanas frías. Los soles demasiado disímiles de Sol nos han defraudado. Es verdad que el torrente de descubrimientos científicos ya supera la celeridad con que podemos asimilarlos; pero el público no ve en ellos nada estimulante, nada que se pueda considerar una revelación revolucionaria.

—Sé todo eso, claro que lo sé… —balbució Hanno.

—Pides una nave tripulada que pueda alcanzar las mismas velocidades —interrumpió el Ingeniero—. Concedo que, por muy longevo que seas, otra cosa no tendría sentido. Aun para un puñado de personas, sobre todo si aspiran a fundar una colonia, el casco debe ser espacioso, con la masa correspondiente; y la masa de sus necesidades excederá esa cifra por un factor enorme. Esas necesidades incluyen sistemas láser y sistemas magnetohidrodinámicos capaces de protegerlas contra la radiación y de absorber suficiente gas interestelar para el motor de reacción. El motor, a su vez, consumirá una cantidad de antimateria que agotará nuestras reservas en el Sistema Solar durante años. No se produce con rapidez ni con facilidad.

»Más aún, las naves robóticas están estandarizadas. El diseño que tienes en mente exige partir desde cero. El trabajo preliminar almacenado en la base de datos indica cuánta capacidad informática consumirá…, la suficiente para impedir otras operaciones. Asimismo, la producción no puede utilizar partes ni instalaciones existentes. Hay que crear nuevas plantas nanotecnológicas y mecánicas, y toda una nueva organización. El tiempo entre el inicio y la partida puede durar una década, durante la cual, diversos elementos de la sociedad soportarán notables inconvenientes.

»En síntesis, deseas imponer un gran coste a la humanidad con el objeto de enviar a unos pocos individuos a un planeta distante que quizá sea habitable. Sí, pensó Hanno, es una empresa que haría palidecer las pirámides. Y al cabo de un tiempo los faraones dejaron de construir pirámides. Era demasiado costoso. Nadie estaba ya interesado.

—Estoy al corriente de lo que habéis explicado —declaró en voz alta, con una sonrisa forzada—, al menos de manera general. También sé que el mundo actual puede realizar la tarea sin imponer penurias a nadie. No seáis despectivos. Debéis hallar algún mérito en mi idea, de lo contrario no celebraríamos esta reunión.

—Los supervivientes sois únicos —murmuró el Artista—. Aún hoy conserváis cierto atractivo, y un interés especial para quienes se preocupan por nuestros orígenes.

—¡Y nuestro destino! —exclamó Hanno—. Hablo del futuro, el de toda la humanidad. La Tierra y el Sol no durarán para siempre. Podemos volver inmortal a nuestra especie.

—La humanidad se las verá con los problemas geológicos cuando aparezcan —dijo el Astrónomo—. No surgirán durante miles de millones de años.

Hanno se abstuvo de comentar: Creo que todo lo que llamamos humano ya estará extinguido, aquí y entonces. ¿Muerte, transfiguración? Lo ignoro. No me importa.

—La idea de una colonización interestelar en gran escala es ridícula —sentenció el Economista.

—Si se pudiera hacer —sugirió el Astrónomo—, ya se habría hecho, y lo sabríamos.

Sí, he oído ese argumento una y otra vez, desde el siglo veinte en adelante. Si existen los Otros, ¿dónde están? ¿Por qué sus robots exploradores, al menos, nunca visitaron la Tierra? Nosotros demostramos interés suficiente para estudiar a esos sapiens primitivos que hemos encontrado. Lo poco que aprendimos influyó en nuestro pensamiento, nuestras artes y nuestros espíritus de manera sutil, tal como África influyó en Europa cuando el hombre blanco la exploró. Si tan sólo la vida y la conciencia no fueran tan infrecuentes, tan incidentales o accidentales. Creo que hoy estaríamos allá, buscando, si no hubiéramos palpado esa fría soledad.

No obstante, los Otros existen.

—Debemos ser pacientes —continuó el Astrónomo—. Parece obvio que Ellos existen. Con el tiempo, los robots llegarán allá; o quizás establezcamos comunicaciones directas antes.

A través de siglos luz. Semejante demora entre la pregunta y la respuesta.

—No sabemos cómo son —dijo Hanno—. Cómo son los diferentes Ellos. Habéis leído mi propuesta escrita, ¿verdad? Recapitulé todos los viejos argumentos, y se resumen en esto: no sabemos. Pero sí sabemos de qué somos capaces.

—Los límites de la factibilidad están contenidos dentro de los límites de la posibilidad —declaró el Economista.

—Sí, hemos estudiado tu informe —añadió el Sociólogo—. Las razones que das para efectuar esta empresa son lógicamente inadecuadas. Es verdad que algunos miles de individuos creen que les agradaría ir. Se sienten frustrados, desconcertados, desplazados, confinados, insatisfechos. Sueñan con un nuevo comienzo en un nuevo mundo. La mayoría de ellos son inmaduros y lo superarán. Y del resto casi todos son visionarios que recularían asustados si se les ofreciera la oportunidad en la realidad. Te quedan algunas veintenas por cuya comodidad emocional quieres que toda la sociedad pague un alto coste en sustento común.

—Son los que importan.

—¿De veras, cuando son tan egoístas que someterán a sus descendientes (pues se reproducirán si sobreviven) a peligros y privaciones?

Hanno sonrió con hostilidad.

—Todos los padres tomaron siempre esa decisión. Está en la naturaleza de las cosas. ¿Negaríais a vuestra especie las oportunidades, los descubrimientos, los nuevos modos de pensar, trabajar y vivir que esta civilización obstruye?

—Tienes algo de razón —concedió el Psicólogo—. No obstante, debes reconocer que el éxito no está garantizado. Por el contrario, es una apuesta peligrosa. Aún no está demostrado que ese puñado de planetas con ámbito y bioquímica parecidos a los terrícolas no constituyan una trampa mortal a largo plazo.

—Podríamos ir más lejos si es necesario. Tenemos tiempo. Lo que necesitamos es utilizarlo en algo que merezca la pena.

—Sin duda hallaríais maravillas —dijo el Artista—. Tal vez podríais entenderlas y comunicarlas de maneras que no son posibles para los robots.

Hanno asintió.

—Sospecho que la vida inteligente sólo se puede comunicar plenamente con sus iguales. Tal vez me equivoque, ¿pero cómo lo sabremos sin intentarlo? Incorporamos nuestras limitaciones y las limitaciones de nuestro conocimiento a las máquinas y sus programas. Sí, aprenden, se adaptan, se modifican según la experiencia; las mejores piensan, pero siempre como máquinas. ¿Qué sabemos sobre las experiencias que ellas no pueden manejar? Quizá la teoría científica esté completa, quizá no, pero en todo caso nos aguarda un vasto universo. Demasiado vasto y pleno para que resulte previsible. Necesitamos más de una raza de exploradores.

El ingeniero frunció el ceño.

—Conque insistes en tu petición. ¿Creías que los argumentos eran nuevos? Los han citado una y otra vez, y fueron rechazados por insuficientes. La probabilidad de éxito y el valor de todo éxito que se alcanzara son demasiado leves en relación con el coste.

Hanno se inclinó hacia delante. Parecía un acto extraño en esa conversación incorpórea.

—Aún no he citado mi nuevo argumento —dijo—. Esperaba que no fuese necesario. Pero… la situación ha cambiado. Tratáis con nosotros, los supervivientes. Vosotros lo habéis dicho, somos únicos. Aún tenemos nuestro prestigio, nuestra mística, nuestros seguidores…, nada importante, no, pero sabemos usar esas cosas. En mi caso, recuerdo modos de armar alboroto ante los poderes constituidos. Fui un experto en eso, en los tiempos antiguos.

«Claro, un moscardón. Podéis ignorarnos. Si es preciso, podéis destruirnos. Pero eso os costará. Despertará interrogantes perturbadores. No se disiparán, porque habéis abolido la muerte y las bases de datos no olvidan. Vuestro mundo ha funcionado sin problemas durante tanto tiempo que podéis creer que el sistema es estable. No lo es. Nada humano lo fue jamás. Leed Historia.

El torbellino y la violencia, los arrecifes ocultos donde muchos imperios encallaron con su orgullo, sus sueños y sus dioses.

El Psicólogo habló con acerada impavidez:

—Es verdad que la sociodinámica es matemáticamente caótica.

—No quiero amenazaros —declaró Hanno—. De hecho, yo también temería el resultado. Podría ser pequeño, pero podría ser enorme. En cambio… —rió forzadamente—, los descontentos fueron siempre un producto de exportación favorito de los gobiernos. Y será una empresa aventurera y romántica en una época en que la aventura y el romanticismo han desaparecido excepto en los espectáculos de sombras electrónicas. La gente la disfrutará, la respaldará… el tiempo suficiente para que parta la nave. Las celebraciones en vuestro honor os resultarán muy útiles en cualquier otra cosa que hagáis. Luego… —extendió las palmas—, quién sabe. Tal vez sea un fracaso total. Tal vez sea una abertura hacia todas partes.

Un silencio vibrante.

La calma del Administrador fue como un puñetazo.

—Habíamos previsto tu reacción, también. Hemos sopesado los factores. La decisión es positiva. La nave se lanzará.

¿Así, sin más? ¿En un solo instante, la victoria?

Bien, pero los ordenadores pueden haber reflexionado el equivalente de miles de años humanos mientras yo hablaba.

¡Oh, Colón!

—Hay condiciones. Aun con animación suspendida, la masa de una cincuentena de colonos, con provisiones y equipo, es excesiva, cuando las probabilidades son tan pobres. Los ocho supervivientes iréis solos. Desde luego, tendréis un complemento de robots, incluidos los modelos sin personalidad, inteligentes y versátiles pero dóciles, hacia los que no podéis desarrollar hostilidad. Contaréis con el material que sea necesario. Si vuestra empresa prospera, quizá muchos más os sigan algún oía en naves más lentas. Espero que esto te parezca razonable.

—Sí… —Y el simbolismo de la decisión, astuto. Por Dios, me alegrará escabullirme de un sistema que lo calcula todo.

Pero no debía ser ingrato.

—Sois muy generosos. Siempre lo habéis sido con nosotros. Gracias, gracias.

—Agradéceselo a la sociedad. Tú piensas como si fuéramos reyes, pero el poder personal es obsoleto.

Supongo que es verdad. Tan obsoleto como el alma personal.

—Más aún —continuó el Administrador—, no iréis al planeta sugerido en tu informe. Está a menos de cincuenta años luz, pero las diferencias de distancia en ese orden de magnitud son irrelevantes cuando se viaja a velocidades relativistas. Es el más conocido de los candidatos terrestroides, y por lo tanto el más prometedor. Pero existen otras consideraciones. Hablaste de exploración. Pues bien, exploraréis.

»El sol y el planeta escogidos se hallan en Pegaso, cerca del límite actual de nuestra esfera de comunicaciones. Recordarás que en esa dirección, a mil quinientos años luz de aquí, está la más cercana de esas fuentes de radiación que pueden ser civilizaciones de alta energía.

»No sabemos si en verdad existe tal cosa; las anomalías abundan. Tampoco sabemos si vuestra presencia puede adelantar significativamente la fecha de contacto. Es posible que no, pues los robots en ruta sólo han informado sobre fenómenos naturales en su marcha. Viajar a ese planeta significa que afrontaréis más incógnitas, y por ende más peligros…, aunque recibiremos información adicional sobre ello mientras vuestra nave se construye. Pero, asignando los pesos más plausibles a las diversas incertidumbres e imponderables, llegamos a la conclusión de que es mejor que vuestra expedición enfile hacia vecinos comparables a nosotros.

Tiene sentido, debí pensarlo de antemano. Pero soy un sólo hombre. Somos sólo ocho, vulnerables humanos de carne y hueso.

—¿Tú y tus colegas aceptáis estos términos?

—Sí.

Sin reservas, sí.

11

Adiós a la Tierra. Algo queda de lo que fue alguna vez: un enclave, una reserva, una restauración, criaturas pequeñas en recovecos, gente simple, arcaísmos. La mayoría de las personas son gráciles. Otorgan autorización, se retiran para crear soledad o se unen en camaradería, dan lo que pueden dar en estos últimos días.

El océano ruge, crece, sube y baja. Las olas tienen mil matices de verde y arrugas en el lomo, con crines blancas sobre los abruptos huecos. El barco se mece en su vaivén, los aparejos cantan, las velas se tensan. Estridente y helado, el viento es salobre.

Se acerca el tiempo de la cosecha. Leguas de trigo dorado susurran en la brisa ondulante. Las abejas zumban en un prado de tréboles cuyo olor dulzón impregna el aire. A cierta distancia descansan vacas de vivido color rojo, junto a un castaño cuya copa atrapa y refleja la luz. Un terrón tibio se desmenuza en la mano.

El fulgor de las velas vuelve las caras tan suaves como la música danzarina, arroja su luz sobre la plata, la porcelana, el lino. En altas copas, burbujean las gemas del champán. Cosquilleos en el paladar. Risas ligeras alrededor de la mesa. Sopa cremosa, con el sabor picante del puerro. La fragancia de los próximos platos flota como la promesa de una francachela que durará hasta el alba.

La roja pared del cañón se eleva hacia el cielo índigo. La cruzan estrías milenarias. Peñascos azotados por el viento asoman en la ladera, pero hoy sopla con tanta calma que el graznido de un cuervo vibra en el calor. Esa negrura aletea sobre el aroma de la salvia y el enebro achaparrado, que se aferra al suelo. El verdor es menos ralo en el fondo donde reluce y susurra un arroyuelo.

Aunque los peregrinos ya no acuden al altar, una especie de piedad trasnochada lo mantiene, y abundan los recuerdos. Cerca del portal, un antiguo ciprés se aferra a una cornisa, delineado en nudosa y plateada austeridad. Desde allí se ve la montaña, más allá de un peñasco hendido por una cascada, más allá de bosquecillos y terrazas y un tejado curvo, hacia las brumas del alba, que llenan el valle y hasta las azules alturas. El aire está fresco. De pronto llama un cuclillo.

Ha parado el chubasco. Las gotas chispean en el bosque de abedules, en las hojas que tiritan arriba, en el helecho y el musgo. Los blancos troncos se elevan esbeltos como muchachas desde las sombras. Más adelante, juncos, un lago, un ciervo que mira a su alrededor sobresaltado y se aleja dando brincos. El musgo es blando y húmedo. Los aromas son verdes.

Las cosas y lugares se pueden recobrar en el futuro, pero como ilusión, una danza fantasmal de electrones, fotones, neutrones. He aquí la realidad palpable. Esta imagen de la pared vino de un puesto ribereño de tiempo atrás, aquélla se tomó cuando la gente usaba cámaras. La mesa es igualmente vieja, con la madera señalada por el uso y con dos quemaduras de cigarro. El resto del mobiliario también es acogedoramente decrépito. El libro tiene peso, sus páginas manchadas se quiebran entre los dedos, el nombre garabateado en la solapa está borroso, pero no olvidado.

Ya no hay cementerios. La muerte es demasiado rara, la tierra demasiado preciosa. Los documentos funerarios de los humildes duraban poco de todos modos. Uno busca a tientas —en una ciudad que se ha vuelto exótica, en un retazo de campiña donde la hierba y las flores silvestres han recobrado los cultivos— y se queda allí un rato, sin sentirse solo, antes de musitar:

—Ahora adiós, y gracias.

12

El fuego creaba un viento que impulsaba la Piteas. El Sol se encogía a popa, despacio al principio, bajo la aceleración lenta, apenas un astro más brillante cuando la nave se aproximó a Júpiter.

Las estrellas llenaban esa vasta noche con fulgores radiantes y parejos, blancos, azulados, amarillentos, rojizos. La Vía Láctea surcaba el firmamento como un río de escarcha y luz. Las nebulosas relucían en la muerte y el nacimiento de los soles. Al sur resplandecían las Nubes de Magallanes. Exquisita en la lejanía, titilaba una galaxia en espiral.

Hanno y Svoboda miraban el espléndido cielo desde el centro de mando.

—¿En qué piensas? —preguntó Hanno.

—En los grandes virajes —respondió Svoboda en voz baja.

—¿Qué?

—Esta maniobra que debemos realizar. Claro que no es absolutamente irrevocable. Aún podríamos regresar…, nos queda tiempo, ¿verdad? Pero lo que ocurrirá pronto, el cambio de curso, es como…, no sé. Ni el nacimiento ni el matrimonio ni la muerte. Algo igualmente extraño.

—Creo entenderte —asintió— aunque soy un pragmático incorregible. Peregrino, por cierto, te entiende. Me comentó que él y Corinne planean una ceremonia. Tal vez todos debiéramos asistir. Svoboda sonrió.

—Rito de pasaje —murmuró—. Debí darme cuenta de que Peregrino lo entendería. Espero que me reserve un papel.

Hanno frunció el ceño. Todos habían formado parejas informales y más o menos tácitas, Hanno con Svoboda, Peregrino con Macandal, Patulcio con Aliyat, Tu Shan y Yukiko renovando su alianza. Claro que todos habían tenido relaciones mutuas. Era inevitable que hubieran cambiado en ocasiones, durante la prolongada duración de su mascarada. Pero desde entonces habían estado más separados que juntos. ¿A cuántos peligros emocionales se enfrentaban en este viaje? Quince años de travesía, sin saber qué aguardaba al final…

Al margen de las separaciones, una pareja adquiría bastante sensibilidad mutua al cabo de siglos. Svoboda cogió la mano de Hanno.

—No te preocupes —le dijo en el inglés americano que era la lengua muerta favorita de ambos—. Sólo tengo en mente un… acto solemne. Necesitamos salir de nosotros mismos. Es un error llevar nuestras mezquindades a las estrellas.

—Pero lo haremos —dijo Hanno—. No podemos evitarlo. ¿Cómo puedes evitar ser lo que eres?

13

Los campos protectores desviaron la radiación de partículas cuando la Piteas rozó Júpiter. El planeta apoyó su manzana gravitatoria en la nave y la arrancó de la eclíptica, impulsándola al norte, hacia Pegaso. A bordo sonaba un tambor, se celebraba una danza, una canción invocaba a los espíritus.

A distancia segura, salieron los robots. Trabajando alrededor del casco, desplegaron estructura con la pala y la cámara flamígera. A estas alturas, el impulso del motor cohete les había dado considerable velocidad. La interacción con el medio interestelar cobraba relevancia. Por pautas terrícolas ese medio era un vacío que promediaba un átomo por centímetro cúbico, sobre todo de hidrógeno. Pero un ancho embudo viajando a gran velocidad recogería mucha materia. Cuando los robots regresaron adentro, la Piteas semejaba un torpedo atrapado en la red de un pescador gigante.

Los tripulantes enfocaron el haz láser hacia la Tierra, pronunciaron pequeños discursos, recibieron buenos augurios ceremoniales.

Los iones y energías que los rodearían pronto bloquearían las comunicaciones electromagnéticas. Los neutrinos modulados atravesaban esa barrera y la Piteas podía recibirlos, pero los haces que podía irradiar se dispersaban demasiado pronto. La enorme instalación que era capaz de despachar un mensaje identificable a cientos o miles de años luz se fijó en su sitio, apuntando a blancos remotos que tal vez al final respondieran.

A través y más allá de la red, hasta miles de kilómetros, los campos cosechadores cobraron existencia. Sus intrincadas, potentes y precisas fuerzas se entrelazaron, una configuración cambiante modelada por los ordenadores de control y lo que ellos recibían por los sensores. Nuevos haces láser brotaron como espadas de la proa de la nave, separando los electrones del núcleo. Los campos capturaron el plasma y lo barrieron hacia atrás, lejos del casco; el impacto sobre el metal habría liberado rayos X en una concentración letal. El gas fue a popa, hacia la cámara flamígera, que era un vórtice magnetohidrodinámico.

Otro motor inmaterial liberó parte de la antimateria que llevaba suspendida, la ionizó, la descargó en el remolino y el gas estelar. Las partículas chocaron, se aniquilaron, se transformaron en energía, la conversión máxima, nueve veces 1020 ergios por gramo. Esa furia encendió reacciones de fusión en otros protones, y las continuó. Detrás del escudo de popa de la Piteas ardía un sol diminuto.

Impulsados por ese sol, los campos arrojaban el plasma hacia atrás. La reacción empujaba la nave. La tripulación recobró el peso, una gravedad terrestre de aceleración, novecientos ochenta centímetros por segundo añadidos cada segundo a la velocidad.

Con esa aceleración creciente, en menos de un año los viajeros recorrerían medio año luz de distancia, y se acercarían a la velocidad de la luz.

14

Nada natural podía guiar esa nave. Se guiaba a sí misma, un conjunto de sistemas conectados en una unidad tan compleja como un organismo viviente, manteniendo un movimiento externo y un ámbito interno. Los humanos se transformaron en pasajeros que ocupaban su tiempo como mejor podían.

Los aposentos eran crudamente funcionales, ocho cámaras individuales, un gimnasio, un taller, una cocina, un comedor, una sala común, instalaciones auxiliares como cuartos de baño y una cámara de sueños. Volver esos aposentos más acogedores complacía a quienes tenían ese talento. Yukiko propuso comenzar por la sala común.

—Es donde estaremos juntos —dijo—. No sólo para buscar diversión y compañía. También para compartir problemas, comunión o adoración.

Hanno asintió.

—Nuestra plaza del mercado —convino—. Y los mercados comenzaron con templos.

—Bien —advirtió Tu Shan—, será mejor que planifiquemos las cosas para que la decoración no interfiera con el uso.

Los tres se reunieron allí una noche. La nave mantenía el inmemorial ciclo terrícola de día y noche, el reloj cuyo ritmo regía la vida y su evolución. Gradualmente cobraría el ritmo del mundo de destino. Habían cenado y los demás se habían ido a descansar o a recrearse. En el corredor, el crepúsculo se disolvía en la oscuridad. Pronto se encenderían las suaves y espaciadas luces de los pasillos.

Tu Shan colgó una caja de soportes que él había forjado, con forma vegetal.

—Pensé que primero tallaríamos decoraciones allí —señaló Hanno.

—Quiero ponerle tierra y cultivar flores —explicó Tu Shan—. Luego haré una baranda ornamental y la añadiré.

Yukiko le sonrió.

—Sí, tú necesitas flores —convino—. Cosas vivas. —Bajo sus manos crecía una pintura mural, un paisaje con colinas, una aldea, bambú, un cerezo floreciente en primer plano.

—Tallaré la baranda con formas de animales. —Tu Shan suspiró— Lástima no tener animales a bordo. —Sus patrones ADN reposaban en el banco de datos. Algún día, si todo andaba bien, habría síntesis, tanques de cultivo, liberación.

—Sí, echo de menos los gatos de mi nave —admitió Hanno—. Pero un marinero se acostumbraba a prescindir de muchas cosas. Así era más feliz al regresar a la costa. —Entrelazaba cuerdas en nudos que colgaría de ciertas partes. El diseño fenicio armonizaría con el motivo asiático. Echó una ojeada al mural—. Es adorable.

Yukiko inclinó la cabeza.

—Gracias. Una mala copia, me temo, de lo que recuerdo de un edificio que pereció hace siglos…, antes de que las cosas se registraran para evocarlas a voluntad con imágenes sensorias totales.

—Tendrías que haberlo hecho en la Tierra.

—Nadie parecía interesado.

—¿O habías perdido el ánimo? No importa. Lo emitiremos desde nuestro planeta. Es tan especial como lo que podamos encontrar allá. —Su identidad física había ido tiempo atrás al banco de datos, y los materiales a los procesadores nanotecnológicos, para ser convertidos en lo que se necesitara para el próximo proyecto.

Aliyat sostenía que la idea era tonta. Nadie quería pasar quince años mirando una imagen inmutable. ¿Para qué hacerla, destruirla y reemplazarla cuando los paneles de proyección podían crear al instante miles de simulacros?

—Creo que, antes de llegar, nuestros amigos aceptarán que verdaderamente esta obra valía la pena —añadió Hanno.

—Amablemente me permiten dedicarme a mi pasatiempo —dijo Yukiko.

—No, vale la pena por sí misma. Es más que un pasatiempo. Podríamos inventar muchas otras diversiones. Sin duda lo haremos. Si es necesario, podemos limitarnos a esperar. Un año transcurre rápidamente cuando has vivido cientos o miles.

—A menos que sucedan muchas cosas —observó Tu Shan. Hanno asintió.

—Es verdad. No pretendo entender a qué aluden los físicos al hablar de tiempo. Pero para la gente no se trata de tantas unidades de medida, sino de acontecimientos y experiencias. Un hombre que actúa intensamente y muere joven ha vivido más tiempo que uno que envejeció en una dócil monotonía.

—Tal vez el viejo buscaba el camino hacia la sabiduría —aventuró Yukiko. Bajó el pincel. Añadió con tono preocupado—: Para mí, nunca fue posible. Mis años de tranquilidad terminaban por ser una carga. Es el castigo de no envejecer. El cuerpo no afloja las riendas del espíritu.

—La naturaleza nos destinó a morir, a dejar el paso libre, a legar nuestras adquisiciones a las nuevas generaciones —reflexionó Tu Shan—. Pero la naturaleza forjó nuestra especie. ¿Somos monstruos, engendros? Hoy todos son como nosotros. ¿Debe ser así? ¿O el precio será el alma de la especie?

Hanno seguía trabajando con sus nudos.

—Lo ignoro —respondió—. Ni siquiera sé si tus preguntas significan algo. Los supervivientes somos únicos. Nacimos en medio de la vejez y la muerte. Las esperábamos para nosotros.

»Las soportamos una y otra vez en todos los que amamos, hasta que nos encontramos unos a otros; y allí no terminaron las pérdidas. El mundo primitivo nos modeló. Mirad lo que hacemos aquí. Tal vez por eso viajamos a las estrellas. Somos la gente más vieja que existe, pero quizá también seamos los últimos niños.

15

Una cabina sólo tenía espacio para un asiento, una cómoda que también oficiaba de escritorio con terminal, y una litera; pero la litera tenía anchura para dos. Patulcio había pegado estampas en las paredes, escenas que ya no existían en las ciudades. El equipo sónico emitía un murmullo de jazz del siglo veinte. Era la única clase de música en la que él y Aliyat se ponían de acuerdo. Los estilos posteriores eran demasiado abstractos para ella, las más antiguas melodías del Próximo Oriente evocaban malos recuerdos.

Yacían juntos, compartiendo tibieza y sudor. Pero la pasión de Patulcio siempre se agotaba deprisa; le agradaba remolonear un rato después, fantaseando o charlando, antes de dormirse o ir en busca de un refrigerio.

Aliyat se sentó, se abrazó las rodillas, bostezó.

—Me pregunto qué ocurrirá ahora en casa —le dijo.

—Por lo que sé, «ahora» significa muy poco para nosotros… ahora —respondió él con su habitual parsimonia—. Significará cada vez menos, cuanto más nos alejemos y a mayor velocidad.

—No importa. ¿Por qué no pueden permanecer en contacto?

—Ya sabes. Nuestro motor impide que penetren sus haces.

Ella lo miró de soslayo. Él tenía las manos en la nuca, los ojos en el techo raso.

—Claro, pero los… neutrinos.

—Esas instalaciones son limitadas.

—Sí —dijo Aliyat con amargura—. No valía la pena construir otras para nosotros. Pero apuntando a una estrella que está a un millón de años luz… Patulcio sonrió.

—No tanto. Aunque por cierto está a considerable distancia.

—¿A quién le importa? A fin de cuentas, sólo reciben un material que no pueden descifrar. Ni siquiera creen que esté destinado a nosotros, ¿verdad?

—Sí y no. Es razonable suponer que son mensajes dirigidos «a quien corresponda». A cualquiera que esté escuchando. ¿Pero por qué los remitentes serían tan semejantes a nosotros como para que pudiéramos descifrar los códigos? Además es muy posible que sean robots. Quizás estemos detectando señales destinadas a atraer más robots…, como los que nosotros enviamos hacia ellos.

Aliyat tiritó.

—¿No hay nada vivo allá?

—Lo dudo. ¿Lo has olvidado? Son los lugares extraños de la galaxia. Agujeros negros, nebulosas en condensación, matrices libres… ¿Es ése el termino? La cosmología moderna me desconcierta. Pero sin duda son ámbitos peligrosos, generalmente letales. Al mismo tiempo, cada cual es único. Sin duda todas las civilizaciones con navegación estelar envían robots para investigarlos. Se encuentran donde al cabo se reunirán las máquinas de todos. Por lo tanto, tiene sentido que las que ya están allá envíen mensajes para atraer a otras. Siempre fueron los lugares más probables para hallar indicios de inteligencia, los mejores para que apuntáramos nuestros instrumentos.

—¡Lo sé, lo sé! —protestó Aliyat.

—En cuanto a por qué no hemos recibido ningún mensaje inequívoco de las civilizaciones originarias…

—¡No importa! ¡Quería una bocanada de aire, no una conferencia! Patulcio volvió la cara hacia ella. Arrugó las gruesas facciones.

—Lo lamento, querida. El tema me resulta fascinante.

—También me lo resultaría a mí, si ya no hubiera oído todo esto, una y otra vez. Si se pudiera decir algo nuevo.

—Y si lo dijera alguien nuevo, ¿eh? —preguntó él con tristeza—. Te aburro, ¿verdad?

Ella se mordió el labio.

—Estoy irritable.

Él eludió señalar que Aliyat no había respondido a la pregunta, pero habló con voz más incisiva.

—Sabías que dejabas atrás el torbellino social.

Ella asintió bruscamente.

—Desde luego —replicó—. ¿Crees que no aprendí a esperar, ya en Palmira? Pero eso no quiere decir que me agrade.

Movió las piernas, se levantó, cogió la bata que había dejado colgada de un gancho.

—Además, no tengo sueño. Iré a relajarme a una caja de sueños. —Dando a entender que él no la había satisfecho, que ella había fingido.

Él se incorporó.

—Vas con demasiada frecuencia —protestó sin convicción.

—Es cosa mía. —Aliyat se puso la bata, se detuvo un instante, lo miró a los ojos y desvió la vista hacia otra parte.

—Lo lamento, Gneo. Me estoy portando como una zorra. Deséame mejor humor mañana, por favor. —Se inclinó para acariciarle el vello del pecho antes de partir, descalza como había ido. La superficie de la cubierta era blanda y mullida, casi como césped.

El corredor estaba vacío y poco iluminado a esas horas. La ventilación era como una brisa susurrante. Aliyat dobló un recodo y se detuvo.

Peregrino también se detuvo.

—Hola —dijo Aliyat en inglés americano—. Hace mucho tiempo que no te veo. —Sonrió—. ¿Adonde ibas?

16

Cuanto más se acercaba la. Piteas a la velocidad de la luz, más disímiles se volvían la nave y el universo exterior. A nadie le interesaba mirar mucho tiempo por los visores. El interior del casco se transformó en un conjunto de cuevas, lugares tibios, brillantes y acogedores. Escapaban del apiñamiento en los trabajos que podían descubrir o realizar; en deportes, juegos, ejercicios, lecturas, música, espectáculos, distracciones tradicionales; en las pseudovidas que el ordenador generaba para quienes se enlazaban con él.

Las circunstancias no eran malas. La mayor parte de la humanidad, durante la mayor parte de la historia, las habría considerado paradisíacas. Aun así, como una vez había insinuado Hanno, era una suerte que para los inmortales un año pudiera ser un período breve. Y tal vez eso fuera especialmente cierto de los supervivientes. ¿Algún humano moderno había vivido el tiempo suficiente? ¿Alguno aprendería cómo afrontar tiempos difíciles, especialmente los tiempos difíciles del espíritu? ¿Era una duda subliminal sobre eso la razón subyacente por la cual nadie se había aventurado en semejante viaje?

Fuera como fuese, empezaron a amar los desafíos. Feacia —Hanno sugirió el nombre— no era la Tierra. Los exploradores robóticos indicaban un extraordinario grado de similitud: sol, órbita, masa, composición, rotación, tectónica, satélite; muchísimos factores parecían necesarios para engendrar una bioquímica semejante a la terrícola. Tales mundos eran muy pocos (aunque «pocos», dado el tamaño de la galaxia, podían ser cientos). Pero nada era idéntico y tal vez muchos factores fueran absolutamente extraños. La ausencia de vida consciente era sólo la diferencia más visible para los humanos, y quizá la menos importante. Más aún, Feacia era menos conocida que el destino que Hanno tenía originalmente en mente. Estaba a ciento cincuenta años luz de la Tierra, cerca del límite de la esfera de comunicaciones. Hasta entonces una sola misión había llegado allá y, cuando partió la Piteas se habían recibido informes durante doce años. Era un mundo tan variado y misterioso como la Tierra en su prehistoria.

Los robots aún investigaban. La Piteas no podía recibir los mensajes durante el viaje, pero ellos le pasarían todos sus datos cuando llegara. Sin duda les esperaban muchas sorpresas. Los viajeros quizá pasaran un año en órbita, asimilando información, antes de descender a la superficie. Entretanto, ¿por qué no practicar? Familiarizarse con el material era de una prudencia elemental, aunque fuera incompleto y a menudo erróneo; convenía tener la experiencia de antemano, aunque en cierto modo fuera ilusoria.

El gimnasio resultaba irreconocible. Arriba se arqueaba un cielo virginalmente azul, excepto por las nubes que parecían hálitos de las montañas nevadas. La campiña mostraba el verdor de hojas que no eran de verdadera hierba; los árboles se mecían en un viento que olía a sol y resina; en el aire revoloteaban criaturas aladas, y a lo lejos galopaba una manada de bestias veloces y gráciles. Peregrino recordó Jackson Hole tal como había sido una vez. Se le partió el corazón. Dominándose, se agachó para coger una piedra del manantial que borboteaba a sus pies. Titilaba como cuarzo, y su contacto era frío. Sí, pensó, será mejor que repase mi geología.

—Cortad leña —ordenó Tu Shan a los robots. Y Señaló—: Allá. Ved si podéis hacer tablones.

—De acuerdo —respondió el capataz, y él y su cuadrilla se marcharon con sus proyectores de energía, sus reactantes fluidos y sus herramientas sólidas.

Peregrino volvió la cabeza hacia sus compañeros. El peso del casco de inducción le recordó que no estaba en una caja de sueños. Presuntamente estaba adiestrando todo su organismo; pero estaba en un sitio que sin duda no existía tal como se lo presentaban. Bien, podía creer que algo parecido existía en ese nuevo mundo.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Necesitaremos madera apta para la construcción, dondequiera que decidamos instalarnos —explicó Tu Shan—. No queremos depender de los malditos sintetizadores, ¿verdad? ¿No fue por eso que dejamos la Tierra? —Sonrió, entornó los ojos, dilató las fosas nasales, aspiró—. Sí, me gusta este lugar.

—¡Aquí no podrás sembrar! —exclamó Peregrino.

Tu Shan lo miró sorprendido.

—¿Por qué no? —Habrá muchos otros. Estaría… mal.

Tu Shan frunció el ceño.

—¿Cuánta superficie del planeta quieres tener para tu reserva privada, para siempre?

Peregrino se alarmó: ¿Hemos llevado las rencillas de nuestros antepasados todos estos siglos, y ahora a través de estos años luz?

17

Los nanoprocesadores tomaban cualquier material y lo transformaban átomo por átomo en cualquier otra cosa para la que tuvieran un programa. El reciclaje suministraba aire, agua, alimentos. Podían producir una comida excelente y completa, y a menudo según gustos individuales. Sin embargo, Macandal tomaba sólo los ingredientes básicos y, aparte de la bebida, preparaba cena para todos. Era una cocinera de talento, disfrutaba de la tarea y entendía que era un servicio, algo que daba sentido a su vida. No había farsa; las máquinas carecían del toque personal que necesitaba esa arcaica tripulación.

Por supuesto, lo hacían en las celebraciones. El calendario de la nave incluía muchos festivos, días sacros y ceremonias nacionales que la Tierra había olvidado, aniversarios íntimos, ocasiones especiales relacionadas con el viaje. Cada año de travesía se contaba entre ellas. Lo medían por tiempo de a bordo, desde luego. Cuanto más rápidamente volaba la Piteas, más breves eran los períodos en relación con la rueda galáctica.

—Se está bebiendo demasiado —le comentó Macandal a Yukiko en la tercera de esas veladas.

Después de cenar, los ocho habían pasado del comedor a la espaciosa sala común. Habían puesto los paneles de simulacro, ocultando los murales. No había escenas de la Tierra, pues habían descubierto que podían ensombrecer el ánimo de un grupo ebrio. Patrones luminosos fluctuaban, refulgían y chispeaban en una penumbra azul violácea. No obstante, Hanno y Patulcio, copa en mano, evocaban el siglo veinte, el muy distinto siglo veinte que cada cual había vivido. Peregrino y Svoboda revivían el vals, evolucionando abrazados al son de un Strauss que sólo ellos oían por los auriculares; sus ojos también excluían el mundo. Tu Shan y Aliyat danzaban, gritando y batiendo palmas, al son de una melodía más agitada.

Arrodillándose como antaño, Yukiko bebió el sorbo de sake que se permitía. Sonrió.

—Es bueno ver jovialidad —dijo.

—Sí, sentía tensión en el aire —replicó Macandal—. Y no se ha disipado.

—… el pobre Sam Giannotti. Se empeñó tanto en meterme en la cabeza la física moderna —contó Hanno con voz gangosa—. Demonios, apenas logré comprender la física clásica. Pero al fin escribí una canción.

El sudor oscurecía las axilas de la túnica de Tu Shan y brillaba en los hombros y la espalda desnuda de Aliyat.

—Deberías unirte a la diversión —dijo Macandal.

Hanno cantó con voz desafinada:

Los cuerpos negros despiden radiación,

y deben hacerlo continuamente.

Los cuerpos negros despiden radiación,

pero siguen la teoría de Planck.

¡Devolvedme, devolvedme,

esa vieja continuidad!

¡Devolvedme, devolvedme,

oh devolvedme a Clerk Maxwell!

Yukiko sonrió de nuevo.

—Yo lo estoy pasando bien —dijo—. ¿Pero por qué no vas? Nunca fuiste una persona pasiva, como yo.

—Ja, no bromees. A tu manera, eres tan activa como cualquiera que yo haya conocido.

Tenemos funciones de Schrödinger

que dividen h Por 2π,

pero esa jodida ecuación diferencial

no tiene solución para Ψ.

¡Devolvedme, devolvedme…!

Aliyat y Tu Shan se echaron a reír. Peregrino y Svoboda giraban como en un sueño.

Heisenberg vino al rescate

para darnos alguna certeza.

¿ Qué consiguió con su afán?

Que hoy estamos del todo inseguros.

¡Devolvedme, devolvedme…!

Aliyat abandonó a su pareja, se acercó, le hizo una seña a Yukiko. Macandal se apartó. Las dos se pusieron a cuchichear.

Dirac habló de niveles de energía,

menos y más. ¡Oh qué extraño!

Ahora, por sus enseñanzas,

nuestra masa es igual a un agujero.

¡Devolvedme…!

Aliyat volvió junto a Tu Shan. Se fueron de la sala cogidos del brazo.

—Te preguntó si no te importaba, ¿verdad? —preguntó Macandal.

Yukiko asintió.

—No me importa, de veras, y sin duda ella lo recordaba. Pero fue amable al preguntármelo.

Macandal suspiró.

—Y el temperamento de él, ¿verdad? Me he preguntado…, yo también estoy un poco achispada, así que no te ofendas…, pero me he preguntado si lo amas de veras.

—¿Qué es el amor? Entre mi gente, la mayoría de la gente, lo que contaba era el respeto. El afecto normalmente nacía del respeto.

—Ya. —La mirada de Macandal siguió a la pareja que seguía bailando.

Yukiko arrugó el ceño.

—¿Estás dolida, Corinne?

—No, no. Nada pasará entre esos dos. Pero, como tú dices, no debería importarnos si es que algo nos importara, ¿eh? —Macandal soltó una carcajada—. Peregrino es un caballero. Me pedirá la próxima pieza. Puedo esperar.


¡Devolvedme, devolvedme,

esa vieja continuidad…!

18

El cosmos que veía la nave era cada vez más extraño. La luz deforme distorsionaba la imagen de las estrellas, mientras que el efecto Doppler volvía azules las de delante y rojas las de atrás, hasta que muchas dejaron de brillar en las longitudes de onda que captaba el ojo humano.

Según la medida de la nave, la masa de los átomos que recogían sus campos se incrementaba con la creciente velocidad; las distancias que atravesaba se encogían como si el espacio se achatara bajo el impacto; el tiempo transcurría más deprisa, cada vez menos entre una pulsación atómica y la siguiente. La Piteas no alcanzaría la velocidad de la luz, pero cuanto más aceleraba, más extraña se volvía para el universo.

Yukiko era la única entre los ocho que buscaba una comunión trascendente. Se instalaba en la cámara de navegación, que no se usaría hasta que se acercara el final de la travesía, y miraba el exterior por las pantallas. Una imponencia vasta y turbadora rodeaba su coraza de silencio susurrante: negrura, fuegos anulares, estrías de esplendor.

Antes de que el espíritu pudiera indagar esa imponencia, debía hacerlo la mente. Yukiko estudiaba las ecuaciones de tensores tal como en un tiempo estudiaba los sutras, meditaba los koans de la ciencia hasta sentirse en comunión con todo lo existente, y en la visión halló paz.

No se entregó totalmente a ese ejercicio. De haber podido hacerlo, habría abandonado a sus camaradas y descuidado su deber. Ansiaba ayudar a Tu Shan, y a otros si lo deseaban, a alcanzar la serenidad que había más allá de la majestuosidad, una vez que ella se hubiera internado a suficiente hondura. No como Boddhisatva, ni como gurú, sólo como una amiga que deseaba compartir algo maravilloso.

Los ayudaría mucho en los siglos venideros.

Necesitarían todas sus fuerzas. Las penurias y peligros importaban poco, y a menudo serían satisfactorios, un regalo de esa realidad que en la Tierra se les había escabullido de las manos. Pero la soledad. Trescientos años entre un mensaje y la respuesta. ¿Cuánto más distante se habría vuelto la Tierra en trescientos años más?

Nunca los ocho habían estado tan aislados por tanto tiempo; y eso se prolongaría. No era mucho peor que el aislamiento que soportaban en la Tierra. (Y si llegaban naves enteras de colonos, si Feacia resultaba ser habitable, ¿qué tendrían en común con los Supervivientes?) Pero los afectaba más de lo que habían previsto. Forzados a mirar dentro de sí mismos, descubrían menos de lo que habían esperado.

Los horizontes y desafíos los enriquecerían. Pero quizá siempre les rondara la comprensión de que no eran verdaderos pioneros. Tampoco eran exactamente parías, sino fracasos, vestigios de una historia que ya no importaba, enviados en esa misión casi con indulgencia, en un acto de indiferente amabilidad.

Sin embargo, sus hijos podrían disfrutar del futuro que la Tierra había perdido. Yukiko se acarició el vientre. ¡Madre de naciones! Ese cuerpo no estaba condenado como el de otras mujeres, todavía hoy.

La tecnología podía mantenerte joven, pero no podía añadir un solo óvulo a aquellos con los que nacías. (Bien, claro que podría, si la gente lo deseara, pero no lo deseaba.) Su cuerpo generaba huevos como generaba dientes, durante toda su vida sin límites. (No te burles de las máquinas. Ellas te salvarán de ver nuevamente la vejez de tus hijos. Crearán la variedad genética que permitirá a cuatro parejas poblar un planeta.)

Sí, aún había esperanza. Ojalá nunca se disipara.

—Nave, infórmame sobre el vuelo —pidió Yukiko.

—Velocidad punto nueve-seis-cuatro C —cantó la voz—, densidad de materia ambiental media, uno punto cero cuatro protones, todos los parámetros de misión dentro de cero punto tres por ciento, guiando navegación por el cúmulo galáctico Virgo y siete cuásares en los límites del universo observable.


Estrellas en la lejanía,

vuelo de semillas de diente de león.

¿Qué, vuelve la primavera ?

19

Al cabo de siete años y medio de a bordo, y diez veces ese número de años celestiales, la Piteas llegó al punto medio de su travesía. Hubo un breve período de falta de gravedad cuando la nave entró en trayectoria libre, retirando láseres y campos de fuerza excepto lo necesario para proteger la vida que transportaba. El casco viró majestuosamente. Robots con grueso blindaje salieron para dar nueva configuración a la red generadora. Cuando regresaron dentro, la Piteas desplegó la pala y encendió el motor. El fuego despertó. Con una gravedad de desaceleración, la nave avanzó de popa hacia su destino. Sonaron trompetazos en el aire.

Sin duda los viajeros tenían un motivo de celebración. Macandal estuvo tres días preparando el banquete. Estaba picando y batiendo en la cocina cuando apareció Patulcio.

—Hola —saludó ella en inglés, todavía su idioma favorito—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Él sonrió levemente.

—O yo por ti. Creo que he recordado cómo era ese entrante que mencioné.

—¿De veras? —Macandal dejó el cuchillo y se tocó la barbilla—. Ah sí. Tahini algo. Lo describiste como algo sabroso, pero ninguno de los dos recordaba qué era el tahini.

—¿Cuánto más habremos olvidado? —murmuró él. Irguió los hombros y habló animadamente—. He evocado el recuerdo, al menos en parte. Era una pasta hecha de sésamo. El plato en que pensé lo combinaba con ajo, zumo de limón, comino y perejil.

—Espléndido. El nanoprocesador puede hacer sésamo, y aquí hay una trituradora, pero tendré que experimentar, y tú me dirás si ando cerca o no. Tendría que congeniar con otras hors d'oeuvres que estoy planeando. No queremos nada demasiado pesado antes del plato principal.

—¿Cuál será, o todavía es un secreto?

Macandal estudió a Patulcio.

—Lo es, pero te lo revelaré si cierras el pico. Ganso con curry.

—Delicioso, sin ninguna duda —dijo él inexpresivamente.

—¿Es todo lo que tienes que decir tú, nuestro campeón de los glotones?

Patulcio se volvió para irse. Ella le tocó el brazo.

—Espera —murmuró—. Te sientes mal, ¿verdad? ¿Puedo ayudarte?

Él miró hacia otra parte.

—Lo dudo. A menos… —Tragó saliva y torció la cara—. No importa.

—Vamos, Gneo. Hemos sido amigos durante mucho tiempo.

—Sí, tú y yo podríamos confortarnos mutuamente en vez de… ¡De acuerdo! —escupió—. ¿Puedes hablarle a Aliyat? No, claro que no. Y si lo hicieras, ¿de qué valdría?

—Suponía que era eso —murmuró Macandal—. Sus travesuras. Bien, no me alegra que Peregrino pase algunas noches con ella, pero ella lo necesita. Pienso que Hanno hace mal en ignorar las insinuaciones de Aliyat.

—Ninfomanía.

—No, no creas. Búsqueda de amor, de seguridad. Y… algo que hacer. Ya pasa demasiado tiempo en la caja de sueños.

Patulcio se golpeó la palma con el puño.

—Pero yo no soy algo que hacer, ¿eh?

—¿Ya no? También lo sospechaba. Pobre Gneo. —Macandal le tomó la mano entre las suyas—. Escucha, la conozco bien, mejor que nadie. No creo que quiera herirte. Si te elude, bien» es porque se siente… ¿avergonzada? No, más bien teme lastimarte más. —Hizo una pausa—. La llevaré aparte y le hablaré como una tía severa.

Él se sonrojó.

—No por mí, por favor. No quiero piedad.

—No, pero mereces más consideración de la que has recibido.

—El sexo no es gran cosa, a fin de cuentas.

—Una filosofía sensata —dijo Macandal—, pero difícil de practicar cuando no eres santo y tu cuerpo no envejece. Como bien sé. No podemos permitir que te tortures, Gneo. Si yo… —Cobró aliento, sonrió—. Tuvimos buenos momentos en el pasado, ¿verdad? Fue hace mucho tiempo, pero no los olvidé.

Él la miró atónito. Al cabo de un minuto tartamudeó:

—No hablas en serio. Eres muy dulce, pero no es necesario.

Macandal habló con calma.

—No creas que es misericordia. Me gustas mucho. Bien, no hay prisa. Tomémonos nuestro tiempo y veamos cómo van las cosas. Dios sabe que tiempo no nos falta, y si a estas alturas no hemos aprendido a ser pacientes, más nos vale abrir las compuertas. Me refiero a todos los que vamos a bordo.

Luego añadió:

—Es una lastima que esta gran misión no nos haya vuelto dignos de ella. Somos los mismos primitivos de siempre, limitados, necios, confundidos y ridículos. Los terrícolas de hoy no tendrían nuestros problemas. Pero somos nosotros, no ellos, quienes han venido aquí.

La Piteas continuó su vuelo. Transcurrieron otros tres años y medio de a bordo antes que el universo irrumpiera como el oleaje de una tormenta barriendo la cubierta de un barco griego.

20

Fue repentino.

La melodiosa voz rebotica anunció.

—¡Atención! ¡Atención! Los instrumentos detectan la entrada de un flujo anómalo de neutrinos. Parece estar en código.

Hanno soltó un juramento de marino que no se había oído en los últimos tres mil años y saltó de la litera.

—Luz —ordenó. La iluminación bañó el cuarto, arrojando un fulgor ambarino en el pelo de Svoboda y un color tenue entre las paredes.

—¿De la Tierra? —jadeó Svoboda, irguiéndose—. ¿Han construido un transmisor?

Hanno se estremeció.

—Creo que la Piteas reconocería…

La respuesta lo interrumpió:

—La dirección de origen se está haciendo evidente. Está hacia delante y se emite por banda y no por haz. Hay modulación de pulso, amplitud y rotación. Todavía estoy observando y analizando para determinar la velocidad de la fuente y compensar el corrimiento Doppler y la dilación temporal. De hecho, el patrón parece matemáticamente simple.

—Sí, empieza por indicarnos que es artificial. —Hanno tocó el intercomunicador—. ¿Habéis oído? Reunios en el comedor. Iré allí cuanto antes. —Casi innecesariamente cogió su ropa—. ¿Quieres venir, Svoboda?

Ella sonrió con picardía.

—Intenta detenerme.

Tal vez fue igualmente superfluo buscar la sala de mando. Quizá no fuera aconsejable esperar en medio de las pantallas. La majestuosa vista podía intimidar el ánimo y obnubilar la mente. Pero estar sentados allí, cogidos de la mano, observando los números y despliegues gráficos que generaba la nave, era como mantener aferrada una realidad que de otro modo se disiparía en el vacío.

—¿Sabes algo más? —preguntó Svoboda.

—Dale una oportunidad al ordenador —rió Hanno—. Sólo ha tenido unos minutos.

—Cada minuto nuestro es como una hora exterior. ¿Y cuántos kilómetros recorridos?

—Detecto una fuente similar, mucho más débil pero fortaleciéndose —dijo la nave—. Está en el lado opuesto de nuestro curso proyectado.

Hanno escrutó un rato el cielo distorsionado.

—Sí —dijo lentamente—, creo que entiendo. Ellos saben nuestro rumbo aproximado, y han enviado mensajeros para interceptarnos. Claro que no pueden discernirlo con exactitud. Les habrán parecido posibles varios destinos y no podían prever factores tales como el combustible que usaríamos, así que enviaron varios mensajeros, ampliamente distribuidos, para irradiar mensajes a las zonas que probablemente atravesaríamos.

—¿Ellos?

—Los Otros. Los alienígenas. Quienes sean, o lo que sean. Al fin hemos dado con una civilización con navegación estelar. O ella nos ha encontrado a nosotros.

Ella alzó los ojos embelesada.

—¿Establecerán contacto?

—No creo. Dadas las incertidumbres y las distancias, y el largo tiempo que podemos tardar en llegar, no enviarían tripulaciones vivientes. Deben de ser naves robóticas de baja masa y alto impulso, quizá fabricadas con este propósito.

Ella calló medio minuto.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —dijo al fin, casi con fastidio. —Vaya, es obvio —respondió Hanno, sorprendido—. La radiación de nuestra planta energética nos precedió sólo durante el primer año, hasta que nos aproximamos a la velocidad de la luz. No sería antelación suficiente, si se propusieran encontrarnos cuando la recibieron. No pueden vivir en las cercanías, o los habríamos detectado desde el Sistema Solar.

—¿Evidencia o engreimiento? —desafió ella—. ¿Cómo vamos a saberlo? Apenas hemos iniciado nuestra pequeña empresa en el espacio profundo. ¿Cuánto tiempo han explorado ellos? ¿Miles de años? ¿Millones? ¿Qué han descubierto, qué saben hacer?

Él sonrió preocupado.

—Lo lamento. Es un gran momento y no quiero ensombrecerlo. —Suspiró—. Pero he tenido muchos grandes sueños a través de los siglos, y la mayoría resultaron ser sólo eso. Hace tiempo que nuestros físicos decidieron que habían descubierto todas las leyes de la naturaleza, todas las posibilidades e imposibilidades. —Alzó la mano—. Entiendo que es una proposición que no puede demostrarse. Pero la probabilidad de que sea así se ha vuelto muy elevada, ¿verdad? Me encantaría saber que los alienígenas tienen alfombras mágicas más rápidas que la luz, pero no lo creo.

—Al menos —asintió de mala gana—, debemos razonar a partir de lo que sabemos. Sospecho que es mucho menos de lo que tú crees, pero… ¿Qué haremos?

—Responder.

—¡Desde luego! ¿Pero cómo? Es decir, estamos desacelerando, pero aún estamos cerca de la velocidad de la luz. Cuando esa máquina reciba nuestra señal, ¿no habremos pasado de largo? ¿Su respuesta no tardará años en alcanzarnos?

Hanno le estrujó la mano. —Siempre fuiste una muchacha lista. —A la nave—: Queremos establecer contacto cuanto antes. ¿Qué aconsejas?

La respuesta los puso a ambos alerta.

—Eso es contingente. La transmisión se ha modificado. Se ha vuelto mucho más compleja.

—¿Quieres decir que saben que estamos aquí? ¿Dónde están?

—Estoy afinando las cifras mientras obtengo más paralaje. La fuente más cercana está aproximadamente a un año luz de nuestra ruta, casi el doble de esa distancia vectorialmente.

—¡Baal! ¿Entonces ellos pueden detectarnos al instante?

—No. No, espera, Hanno —dijo Svoboda con voz trémula—. No es preciso que sea así. Supongamos que la transmisión es automática, un ciclo. Primero una señal de alerta, luego el mensaje, luego de nuevo la señal de alerta, y así sucesivamente. No habríamos reconocido el mensaje por lo que era, lo habríamos tomado por un fenómeno natural.

—Cuando lo recibí por primera vez —dijo la Piteas—, entendí que era una fluctuación en el ruido de fondo, quizás interesante para los astrofísicos pero irrelevante para esta misión. El efecto Doppler lo distorsionaba haciéndolo imposible de identificar. La transmisión de baja información que siguió aclaró que no hay flujo aleatorio. También brindó datos inequívocos por los cuales se podían determinar las funciones de distorsión. Ahora las estoy compensando para reconstruir el mensaje en sí.

Hanno se relajó.

—¿Con cuánta frecuencia lo han hecho —susurró—, con cuántos otros?

—La reconstrucción aún no es perfecta, pero mejora continuamente a medida que llegan datos adicionales —continuó Piteas—. Como el ciclo es cortos en tiempo de a bordo, pronto tendré buena definición. El mensaje ha de ser breve, con alta redundancia, aunque también preveo alta resolución. Éste es un mapa visual.

La oscuridad ennegreció una pantalla. De golpe se llenó de gran cantidad de diminutos puntos de luz. Eran borrosos, pero pronto cobraron nitidez. Aparecieron colores en ellos, y con esa ayuda los ojos empezaron a discernir formas tridimensionales, autorrecurrentes en infinita complejidad.

—Los números primos definen un espacio de coordenadas —dijo la nave—. Los impulsos digitales identifican puntos dentro de él, y a la vez son miembros de conjuntos fractales. Esas funciones deberían brindar imágenes, pero las combinaciones correctas se deben hallar empíricamente. Mi componente matemático está efectuando la búsqueda. Cuando surja algo inteligible, tendremos pistas para obtener más refinamiento y finalmente extraer todo el contenido.

—Vaya —dijo la aturdida Svoboda—, si los ordenadores de la Tierra te pudieron diseñar a ti en sólo un año…

Aguardó, con Hanno a su lado. La danza de curvas y superficies fluía en la pantalla. Afloró una imagen que mostraba estrellas.

21

Los seis que estaban sentados a la mesa del comedor volvieron la cabeza cuando entraron ellos dos. El café y las sobras de comida, así como las ojeras y la tensión, indicaban que habían transcurrido varías horas. —Bueno —exclamó Patulcio—. ¡Ya era hora!

—Silencio —murmuró Macandal—. Han venido lo antes posible. —Su mirada añadió: Un inmortal debería ser más paciente. Pero la espera ha sido dura.

Hanno y Svoboda se sentaron cerca de la puerta.

—Tienes razón —dijo el fenicio—. Conseguir un mensaje claro y completo y decidir qué significa nos ha llevado todo este tiempo.

—Pedimos disculpas, sin embargo —añadió Svoboda—. Debimos daros informes paulatinos. No pensamos en ello, ni advertimos que pasaba tanto tiempo. No hubo ninguna revelación repentina, ningún momento preciso en que al fin supiéramos. —Sonrió fatigosamente—. Estoy hambrienta. ¿Qué hay?

—Quédate sentada —dijo Macandal, levantándose—. Tengo bocadillos. Supuse que esta sesión sería larga.

Aliyat la siguió con los ojos, como preguntando: ¿Acaso ella, en nuestro compartido desconcierto, ha vuelto al Viejo Sur, o simplemente a su viejo afecto?

—Será mejor que me traigas alguno a mí también, o tendrás que luchar por ellos a brazo partido —bromeó Hanno.

—Bien —dijo Peregrino—. ¿Qué novedades hay?

—Corinne tiene derecho a oírlo desde el principio —respondió Svoboda.

Los dedos de Peregrino aferraron el canto de la mesa. Las uñas se le pusieron blancas.

—Sí, lo lamento.

—No importa. Todos estamos fuera de quicio.

—Bien. A Corinne no le interesan los detalles técnicos —dijo Hanno—. Empezaré por allí. Con disculpas para aquellos de vosotros que tampoco tengáis interés. Como bien sabéis, no soy científico, así que será breve.

Macandal regresó cuando Hanno describía el aspecto teórico de la comunicación. Además de la comida, traía más café y una botella de coñac.

—Una celebración —rió—. ¡Espero!

Las fragancias eran como capullos en primavera.

—Sí, sí —exclamó Svoboda—. El descubrimiento del milenio.

—Más de ellos que nuestro —dijo Hanno—. De los alienígenas, quiero decir. Pero tenemos que resolver qué haremos.

Tu Shan se acodó en la mesa encorvando los gruesos hombros.

—Bien, ¿cuál es la situación? —preguntó con calma.

—Estamos recibiendo el mismo mensaje, repetido una y otra vez —explicó Hanno mientras comía y bebía—. Proviene de dos fuentes, una más cercana a nuestra ruta que la otra. Es probable que haya otras en cuyo alcance no hemos entrado. Si continuamos en nuestro curso actual, quizá los recibamos. La más cercana está a un par de años-luz. Parece hallarse estable con relación a una línea trazada entre nuestro Sol y el sol de Feacia, el camino que estamos siguiendo. La Piteas dice que es fácil de nacer, sólo tienen que evitar el desplazamiento orbital. Como decía antes, Corinne, todo sugiere que los alienígenas enviaron robots para mandar transmisiones continuas. Un poco de antimateria daría energía de sobra durante siglos.

—El mensaje es pictórico —intervino Peregrino.

—Bien, gráfico —continuó Hanno—. Todos lo veréis luego. A menudo, sin duda, para tratar de hallarle más significados. Sospecho que fallaréis. No hay imágenes reales, sólo diagramas, mapas, representaciones. Transmitir hacia una nave que viaja a velocidad einsteiniana, y para colmo una velocidad cambiante, debe ser un problema difícil, especialmente si los alienígenas no saben cuál es nuestra capacidad para recibir y decodificar…, ni cómo pensamos, ni muchas otras cosas sobre nosotros. Las figuras detalladas podrían resultarnos imposibles de desentrañar. Evidentemente compusieron un mensaje simple y poco ambiguo. Eso haría yo en su lugar.

—¿Pero cuál es el lugar de ellos? —preguntó Yukiko.

Hanno optó por tomarla literalmente.

—A eso iba. Primero había muchos puntos luminosos en el espacio tridimensional. Junto a tres de ellos aparecían barras pequeñas. Luego tuvimos esos tres puntos en sucesión (deben de ser los mismos) cada cual solo y con la barra ampliada, de modo que veíamos líneas verticales en ella. Luego volvieron a enfocar los puntos de luz en general, con una línea roja entre dos de los que están marcados. Finalmente apareció otra línea, a partir de los dos tercios de longitud de la primera, hacia el tercer punto luminoso.

»Eso es todo. Cada muestra dura un minuto. La secuencia termina y se reinicia. Al cabo de dieciséis ciclos, hay una serie de destellos que se podrían traducir a puntos y guiones en ondas de sonido. Esto continúa por el mismo tiempo total, y luego volvemos a los gráficos. Y así sucesivamente, una y otra vez.

Hanno se echó hacia atrás sonriendo.

—¿Qué interpretáis?

—Eso no es justo —se quejó Patulcio.

—Hanno, no fastidies —convino Aliyat.

—Un momento. —Los oscuros ojos de Macandal centellearon—. Vale la pena hacernos adivinar. Más mentes para abordar el problema.

—La mente de la nave ya debe de haberlo resuelto —dijo Patulcio. —Incluso así,…, venga, divirtámonos un poco. Creo que esos puntos de luz representan estrellas, un mapa de este vecindario de la galaxia. Una de las tres estrellas especiales tiene que ser el Sol, la otra el sol de Feacia, y la tercera… ¡el sitio donde están los alienígenas!

—Correcto —dijo Peregrino con voz igualmente excitada—. ¿Las barras son espectrogramas?

—Sois fantásticos —comentó Svoboda radiante.

—No, es demasiado obvio —negó Peregrino con la cabeza—, aunque ansio verlo. Un mensaje de los Otros…

Hanno asintió.

—La Piteas revisó la base de datos astronómicos y confirmó esas identificaciones —señaló—. La tercera fue más difícil, pues la representación tridimensional está en una escala muy pequeña. Pero al expandir los fractales e investigar nuestros datos… Bien, resulta ser una estrella que está hacia babor, si puedo hablar bidimensionalmente. A treinta grados de nuestro curso y trescientos cincuenta años-luz de nuestra posición actual. Es una estrella tipo G siete, no tan brillante como el Sol, pero no muy distinta. —Hizo una pausa—. Es aún menos probable que esa estrella de Pegaso, donde creemos que se halla la cuna de la civilización tecnológica más cercana a nosotros, a más de mil años-luz.

—Entonces han venido hasta aquí —dijo la asombrada Yukiko.

—Si pertenecen a esa civilización, si es una civilización —le recordó Svoboda—. No sabemos nada, nada.

—¿Qué poderes tienen, que saben de nosotros?

—Svoboda y yo intentamos deducirlo —dijo Hanno, cobrando aliento—. Escuchad. Pensad. Esa tercera estrella está a cuatrocientos treinta años-luz de Sol. Eso significa que está dentro de la esfera de radio de la Tierra. Durante un tiempo, a partir del siglo veinte, la Tierra fue el objeto radial más brillante del Sistema Solar, superando al Sol en esa banda. Eso se interrumpió, como recordaréis, y después la gente desarrolló comunicaciones que no atiborraban tan toscamente el espectro; pero el viejo frente de ondas aún se está expandiendo. Es detectable aún más allá de la Estrella Tres si se tienen instrumentos tan buenos como los nuestros, y sin duda los alienígenas los tienen.

»Muy bien. No importa cómo hayan llegado a Estrella Tres, pronto descubrieron que Sol tenía una brillante compañera radial. Nadie la ha localizado en Pegaso, la Estrella Madre, suponiendo que los alienígenas vengan de allí. Es demasiado distante; nada nuestro les llegará en siglos. Así que los colonos o visitantes de Tres están solos.

«Veamos las cosas desde su punto de vista. Con el tiempo, Sol también debía enviar naves, si ya no lo ha hecho. Tendrá especial interés en establecer contacto con la civilización tecnológica vecina más cercana que pueda identificar, la de la Estrella Madre. Los alienígenas podrían enviar robots para cubrir la ruta entre esas dos. Los robots nuestros que van en ese camino son inteligentes y versátiles. Cuando menos enviarían un mensaje a la Tierra. Como recordaréis, están equipados para hacerlo desde el espacio, algo que no podemos hacer nosotros, pues no aceleran constantemente; el tiempo los afecta menos que a nosotros. Lamentablemente, creo, deben haber ido demasiado lejos para recibir la señal, lo cual indica que los alienígenas no han estado mucho tiempo en Tres.

» Existe otra buena posibilidad para los alienígenas. La gente de Sol debería interesarse especialmente en estrellas como la propia. El sol de Feacia pertenece a esa especie, y está en la misma dirección general de Estrella Madre. Entre las que cumplen ambos requisitos, es la más cercana a Sol. Así que los alienígenas enviaron robots también en esa ruta. Son los que hemos encontrado.

Se hizo un silencio mientras todos cavilaban o miraban las paredes.

—Pero hay robots que nos preceden en el camino a Feacia —dijo Aliyat—. ¿Por qué no nos han comunicado nada de esto?

—Quizá la nave mensajera no había llegado todavía aquí cuando pasaron los robots —dijo Patulcio—. No sabemos cuándo llegaron los mensajeros. —Reflexionó—. Excepto que eso debió haber sido hace… ¿menos de cuatrocientos treinta años, dijiste, Hanno? De lo contrario los alienígenas ya tendrían robots en Sol.

—Tal vez los tienen —dijo Aliyat—. Hemos estado ausentes un largo tiempo.

—Lo dudo —dijo Peregrino—. Sería una tremenda coincidencia.

—Tal vez no deseen enviarlos, por alguna razón —señaló Macandal—. No sabemos nada.

—Olvidáis la naturaleza de esos robots de Feacia —dijo Svoboda—. No son como los que enviamos a Pegaso siguiendo mensajes irradiados de antemano, máquinas con mentes inteligentes y flexibles destinadas a entablar conversación con otras mentes capaces de entender qué son ellas. Los robots de Feacia fueron diseñados y programados para ir allá y recoger información sobre ese sistema planetario específico. Casi monomaniacos. Si repararon en esos borbotones de neutrinos durante el curso, no prestaron atención. —Sonrió burlonamente—. No es su departamento.

Yukiko asintió.

—Nadie puede preverlo todo —dijo—. Nada puede preverlo todo.

—Pero cuando nos sorprendemos, podemos investigar y aprender —declaró Hanno—. Nosotros podemos.

Todos lo miraron con ansiedad, todos menos Svoboda, a quien se le encendieron las mejillas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el agitado Tu Shan.

—Ya sabes —replicó Hanno—. Cambiaremos el curso e iremos a Estrella Tres.

—¡No! —exclamó Aliyat. Se levantó, se sentó de nuevo, tembló.

—Pensad —insistió Hanno—. El diagrama. Esa línea entre nuestro curso, este preciso punto de nuestro curso, y Estrella Tres. No puede ser sino una invitación. También ellos han de sentirse solos, y ansiosos de escuchar cosas maravillosas.

»Píteas ha hecho el cálculo. Si cambiamos de dirección ahora, podemos llegar allá en doce años de a bordo. Son trescientos años-luz más de los que planeamos, pero aún estamos cerca de la velocidad de la luz… Sólo doce años para encontrar a los navegantes de la galaxia.

—¡Pero sólo nos faltaban cuatro!

—Cuatro años para llegar a casa. —Tu Shan apretó los puños sobre la mesa—. ¿Cuánto más lejos nos llevarías?

Hanno titubeó.

—Entre Estrella Tres y el sol de Faecia hay trescientos años-luz —respondió Svoboda—. Desde la partida, dieciséis o diecisiete años de a bordo. No abandonáremos nuestro propósito original, sólo lo postergaremos.

—Eso dices —protestó Peregrino—. Vayamos adonde vayamos, necesitaremos más antimateria para zarpar de otra parte. Construir la planta de energía y generarla nos llevará diez años.

—Los alienígenas deberían tenerla en abundancia. —¿Deberían? ¿Y la compartirán sin problemas? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes qué quieren de nosotros, ante todo?

—Espera, espera —intervino Macandal—. No nos pongamos paranoicos. No pueden ser monstruos, bandidos ni nada maligno. En esta etapa de su civilización, eso no tendría sentido.

—¿Cómo puedes decirlo con tanta certeza? —rezongó Aliyat.

—¿Qué sabemos de Estrella Tres? —preguntó Yukiko.

Su calma aplacó un poco los ánimos. Hanno meneó la cabeza.

—No mucho en realidad, salvo el tipo y la edad —admitió—. Siendo normal, debe tener planetas, pero no tenemos información sobre ellos. Nunca fue visitada. Por Dios, una esfera de novecientos años luz de diámetro alberga cien mil estrellas.

—Pero dices que ésta no es tan brillante como la nuestra —le recordó Macandal—. Entonces las probabilidades de que tenga un planeta donde podamos respirar son pobres. Aun con candidatos mucho mejores…

Tu Shan sacudió la mesa de un puñetazo.

—Eso es lo que importa —dijo—. Se nos prometió que al cabo de quince años caminaríamos libremente por un suelo viviente. Tú deseas tenernos encerrados en este casco durante ocho años más que eso, y al final del viaje aún estaríamos encerrados, durante décadas o siglos o una eternidad. No.

—Pero no podemos pasar por alto esta oportunidad —protestó Svoboda.

—No la pasaremos por alto —intervino Peregrino—. Cuando lleguemos a Feacia, ordenaremos a los robots que construyan un transceptor adecuado y envíen un haz a Tres, para entablar conversación. Finalmente, iremos allí en persona, aquellos que lo deseemos. O quizá los alienígenas vengan a nosotros.

Hanno lo miró irritado.

—Te he dicho que hay trescientos años luz entre Feacia y Tres —dijo.

Peregrino se encogió de hombros.

—Tenemos tiempo de sobra.

—Si Feacia no nos mata primero. Nadie nos ha garantizado que allí estemos seguros.

—La Tierra también se pondrá en contacto, una vez que hayamos enviado el informe.

Svoboda habló con voz cortante.

—Sí, por haz, y por robots que retransmiten haces. ¿Quién, salvo nosotros, irá en persona y conocerá a los Otros tal como son?

—Es verdad —dijo Yukiko—. Las palabras e imágenes solas, con siglos de por medio, son buenas pero insuficientes. Creo que nosotros tendríamos que entenderlo mejor que nuestros congéneres humanos. Conocimos a los muertos de tiempo atrás como cuerpos, mentes, almas vivientes. Para todos los demás, ellos son sólo reliquias y palabras.

Svoboda la miró.

—¿Entonces quieres ir hacia Estrella Tres?

—Sí, oh, sí.

Tu Shan la miró atónito.

—¿Eso dices, Pequeña Nieve, Gloria de la Mañana? —preguntó al fin—. Bien, no será así.

—Claro que no —declaró Patulcio—. Debemos fundar nuestra comunidad.

Aliyat le cogió el brazo y se apoyó en él. Desafió a Hanno con la mirada.

—Crear nuestros hogares —dijo.

Macandal asintió.

—Es una decisión difícil, pero… creo que deberíamos ir a Feacia primero.

—¿Y último? —ironizó Hanno—. Os digo que si perdemos esta oportunidad, quizá nunca la recobremos. ¿Quieres cambiar de parecer, Peregrino?

Peregrino permaneció impávido unos instantes.

—Es una dura decisión —dijo al fin—. La mayor y más importante aventura de la Tierra, el riesgo de perderla, contra lo que podría ser Nueva Tierra, un nuevo comienzo para nuestra especie. ¿Qué es mejor, el bosque o las estrellas ? —Calló de nuevo, cavilando. Y de repente—: Bueno, lo dije antes. Las estrellas pueden esperar.

—Cuatro contra tres —contó Tu Shan, triunfante—. Continuamos como estábamos. —Calmándose—: Lo lamento, amigos.

La voz, la cara, el porte de Hanno perdieron energía.

—Me lo temía. Por favor, pensadlo de nuevo.

—Hemos tenido siglos para pensar —dijo Tu Shan.

—Para añorar la Tierra del pasado, querrás decir —le dijo Yukiko—, una Tierra que nunca existió de veras. No, tú no negarías a la humanidad semejante oportunidad de conocimiento, de acercarse a la unión con el Universo. Eso sería egoísta. Tú no eres una persona egoísta, querido.

Él sacudió la cabeza con terquedad.

—La humanidad ha esperado mucho tiempo el contacto, y en general no ha demostrado mucho interés —dijo Patulcio—. Puede esperar un poco más. Nuestro primer deber es hacia los hijos que tendremos, y que sólo podemos tener en Feacia.

—Ellos pueden esperar más aún —argumentó Svoboda—. Lo que aprendamos de los alienígenas, la ayuda que nos brinden, nos otorgará mayor seguridad cuando fundemos nuestro nuevo hogar.

—La oportunidad puede ser única —intervino Hanno—. Repito, es probable que los alienígenas de Tres sean pocos y recién llegados. De lo contrario, la Red de Sol habría recibido señales de ellos, o sus naves habrían llegado allá. A menos… Pero no lo sabemos. ¿Están necesariamente instalados en Tres? Ellos no tienen modo de saber que hemos recibido la invitación. Si no la aceptamos, ¿se quedarán allí o seguirán viaje? ¿Y viajarán hacia Sol?

—¿Estarán en Tres cuando lleguemos? —replicó Macandal—. Si están allí, ¿serán necesariamente criaturas con quienes nos podamos comunicar? No, es un largo y peligroso desvío por algo que puede ser grandioso pero también fútil. Continuemos con nuestra misión.

—Tal como planearon los ordenadores y señores de la Tierra —se burló Hanno. Se volvió hacia Peregrino—. ¿Por una vez no te gustaría hacer algo que no estaba planeado, que mandara al cuerno los esquemas del mundo de hoy?

Peregrino suspiró.

—Me pones en un brete. Sí, tengo tantas ganas de ir a Tres que casi puedo saborearlas. Y espero hacerlo algún día. Pero ante todo, vida libre en una naturaleza libre. —Con tono de súplica—: Y no puedo hacerle eso a Corinne y Aliyat. No puedo.

—Eres un caballero —jadeó Aliyat.

Yukiko sonrió con tristeza.

—Bien, Hanno, Svoboda, nosotros tres no estamos peor que ayer, ¿verdad? Mejor, en realidad, con un nuevo sueño por delante.

—Para algún día —masculló Svoboda. Irguió la cabeza—. No estoy enfadada con vosotros, amigos. Estoy harta de máquinas y hambrienta de tierras. Así sea.

La tensión empezaba a disiparse entre sonrisas.

—No —dijo Hanno.

Todos se volvieron hacia él. Hanno se levantó.

—Estoy más apenado de lo que podéis imaginar —declaró—. Pero creo que nuestra necesidad y nuestro deber han cambiado. Debemos ir a Tres. Hasta ahora, esta empresa era desesperada. Fingíamos lo contrario, pero así era. Había muchas probabilidades de que pereciéramos míseramente, como los noruegos en Groenlandia, o de caer en la uniformidad, como los polinesios en el Pacífico.

—Tú promoviste el viaje —acusó Patulcio.

—Porque también estaba desesperado. Todos lo estábamos. Al menos era un intento. Contra toda esperanza, quizá lográramos llenar nuestro planeta con gente que continuara buscando y explorando. ¿Qué podíamos perder? Bien, hoy hemos descubierto qué. El Universo.

»Yo soy el capitán. Enfilaré hacia los Otros.

Tu Shan fue el primero en levantarse.

—¡No puedes! —bramó.

—Puedo —dijo Hanno—. La Piteas me obedece. Ordenaré de inmediato el cambio de curso. Cuanto antes se haga, antes…

—No, no contra nuestra voluntad —interrumpió Peregrino.

—Estaría mal —suplicó Yukiko.

Svoboda miró a Hanno con algo parecido al horror.

—No hablas en serio —tartamudeó.

—¿No quieres que lo haga? —replicó Hanno.

Ella apretó la mandíbula.

—No de este modo.

—No, supongo que no. Aun así, impartiré la orden. Me lo agradeceréis después.

Bozhe mol… —Svoboda elevó la voz—. Piteas, ¿no obedecerás a un solo hombre, verdad?

—Él es el capitán —contestó la nave—. Debo obedecer.

—¿En cualquier circunstancia? —gritó Patulcio—. ¡Imposible!

—Así es la programación. —Nunca nos lo dijiste —susurró Macandal.

—No creí que se presentara la ocasión —dijo Hanno con voz vacilante—. Lo dispuse como una medida de emergencia que convenía mantener en secreto.

—¡Por Dios! —gritó Aliyat—. ¡Ésta es la emergencia! ¡Tú la estás creando!

—Sí —dijo Peregrino, la tez perlada de sudor—. No pedimos un dictador, y no nos dejaremos someter. No podemos hacerlo—. Miró hacia arriba como buscando otra cara en el aire—. Piteas son siete contra uno.

—Eso no se tiene en cuenta —respondió la nave.

—Nunca se tuvo en cuenta, ni en el mar ni dondequiera, que viajaran los hombres —dijo Hanno—. No era posible, si deseaban llegar con vida a la costa.

—¿Y si el capitán está… incapacitado? —preguntó Peregrino—. ¿Y si está fuera de sus cabales?

La nave pareció dedicar unos microsegundos a revisar su base de datos biopsicológicos y llegar a una conclusión.

—El trastorno es imposible para cualquiera de vosotros sin una lesión de suma gravedad —declaró—. Eso no ha sucedido.

Tu Shan gruñó y echó a andar alrededor de la mesa.

—Puede suceder. Un capitán muerto no da órdenes.

Svoboda le cerró el paso.

—¡Ahora eres tú quien está loco! —rugió. Tu Shan procuró apartarla. Svoboda se resistió—. ¡Ayudadme! ¡Una pelea no! ¡No podemos reñir!

Peregrino se le acercó. Cogieron a Tu Shan por los brazos. Tu Shan se detuvo. Respiraba entrecortadamente.

—Mira lo que has provocado, Hanno —murmuró Macandal, las mejillas humedecidas por el llanto—. Tu orden nos destruiría. No puedes impartirla.

—Puedo y lo haré. —El fenicio enfiló hacia la puerta, y se volvió hacia ellos, alerta pero inmóvil. Habló con voz más serena—. Una vez que esté tomada la decisión, no os derrumbaréis. Os conozco demasiado bien para creer lo contrario. Ni cometeréis violencia contra mí. Sabéis que no podéis prescindir de un octavo de nuestra fuerza, un cuarto de los antepasados masculinos del porvenir. Y yo soy el único que ha ejercido el mando, no sólo el liderazgo sino el mando, en naves y guerras, negocios y empresas aventureras, durante miles de años. Sin mí, vuestra supervivencia en Feacia o en cualquier otra parte es más que dudosa. —Añadió, con mayor suavidad aún—: Oh, no soy un superhombre. Todos vosotros tenéis talentos especiales, y los necesitamos todos. Sigo abierto a vuestras ideas y consejos…, sí, a vuestros deseos. Pero alguien tiene que tomar la responsabilidad última. Siempre hubo alguien. El capitán.

»Nos esperan doce años más de viaje, y quién sabe qué habrá al final. No los hagamos más difíciles de lo necesario.

Se marchó. Los siete quedaron atónitos, estupefactos. Al fin Peregrino y Svoboda soltaron a Tu Shan.

—En esto tiene razón —dijo Peregrino—. No tenemos opción.

—El proceso de cambio de curso comenzará en una hora —anunció la Piteas—. Con el objeto de conservar combustible y minimizar el vector no deseado, comenzará entonces con caída libre. Por favor preparaos para un período de seis horas sin gravedad.

—Se… acabó… —articuló Aliyat.

Hanno regresó. Sabían que había ido a la sala de control en parte para mirar las pantallas, como si eso importara, pero ante todo como una señal para los demás.

—Manos a la obra —dijo—. Aquí tengo copias de una lista de chequeos. Lo hecho, hecho está. Estamos en camino. —Sonrió a medias—. No todos detestan esto.

—Quizá no —replicó Svoboda—. Sobaka. Perro. Maldito bastardo.

Svoboda cogió la mano de Peregrino.

22

Y Cristo apareció ante Aliyat, que estaba de rodillas. Su resplandor no era el que ella imaginaba, brillante como el mediodía del desierto; colmaba la oscura oquedad de la iglesia con una penumbra azul y el oro del ocaso. Ella casi oyó campanillas de una caravana que regresaba. La piedra irradiaba tibieza. Y el rostro de Cristo no era enjuto ni severo. En Occidente (¿se lo habían contado?) lo mostraban así, un hombre que había hollado caminos, compartido vino y miel, aceptado niños en el regazo. Sonrió cuando se inclinó sobre ella y le enjugó las lágrimas con la manga blanca.

Irguiéndose, dijo con ternura:

—Como has mantenido tu vigilia, a pesar del humo del Infierno soplando sobre ti, he oído la plegaria que no te atreviste a pronunciar. Por el resto de los tiempos, todo lo que perdiste te será devuelto, y el final será más bendito que el principio. —Alzó las manos llagadas—. Benditos los que lloran, pues ellos recibirán consuelo. Desapareció. El joven Barikai bajó del altar y la alzó en sus brazos.

—¡Amada! —exclamó antes que ella le cerrara la boca con un beso.

Salieron juntos. Tadmor dormitaba bajo la luna llena, que blanqueaba las torres y bañaba las losas. Un caballo aguardaba. La crin y la cola eran estrías de plata. Barikai montó en la silla. Tendió el brazo. Ella subió apoyándose en él.

Los cascos trepidaron un instante, luego el caballo dio un brinco y cabalgó por el aire. Soplaba viento. Tenues estrellas brillaban en el cielo violeta. El pelo suelto de Aliyat ondeaba formando un dosel para ella y Barikai. Ella estaba ebria con el olor de él, la fuerza que la sostenía, los ávidos labios.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—A casa. —Barikai rió—. ¡Pero no enseguida!

Avanzaron deprisa por la curva del mundo, internándose en la mañana. El castillo de Barikai relucía en la cima de la montaña. El caballo se posó en un patio de mosaicos y flores donde borboteaba una fuente. Aliyat les prestó poca atención. Luego notó que no había visto si los criados que los recibían tenían cuerpo.

Les brindaron celebración, música, espectáculo, cuando los solicitaban. Por lo demás, Aliyat y Barikai permanecían a solas, infatigables hasta que caían abrazados en un sopor del que despertaban alegres.

Esa felicidad se volvió más apacible, el amor más perdurable, así que al fin fue un nuevo júbilo cuando él anunció:

—Ahora vamos a casa.

El caballo los llevó allí al amanecer. La servidumbre acababa de despertar y nadie los vio llegar. Fue como si nada hubiera ocurrido y nunca se hubieran marchado. Manu se dejó abrazar con sorpresa, luego con dignidad juvenil. La pequeña Hairan esperaba el abrazo.

Aliyat saboreó ese mundo cotidiano durante el resto del día y la noche, minuto a minuto, cada presencia y lugar, cada tarea y charla, cada pregunta y decisión, todo lo que poseía y la poseía. Cuando al fin una lámpara la guió al lecho con Barikai, estaba preparada para sus palabras:

—Creo que será mejor que duermas, que duermas de veras, esta noche y después.

—Abrázame hasta que llegue el sueño —pidió Aliyat.

Él la abrazó, besándola.

—No regreses demasiado pronto —le dijo él al oído—. No sería prudente.

—Lo sé… —dijo ella, alejándose.

Abriendo los ojos después de un tiempo sin tiempo, descubrió que estaba llorando. Tal vez había sido mala idea. Tal vez nunca debería regresar.

Vamos, pensó. Basta de esto. Prometiste a Corinne que la ayudarías con ese tapiz.

Desconectándose, abandonó la cabina donde estaba acostada pero se quedó un rato más en la cámara de sueños, ocupada. Era buena costumbre llevar maquillaje en una bolsa. Esas sesiones a veces tocaban puntos sensibles. Bien, había aprendido tiempo atrás a borrar las huellas.

Svoboda pasaba por el corredor.

—Hola —dijo Aliyat. Iba a seguir, pero la otra mujer le cogió la manga.

—Un momento, por favor —dijo Svoboda.

—Claro. —Aliyat miró hacia otro lado, pero Svoboda no captó la insinuación.

—No lo tomes a mal, pero debo decírtelo. Deberías entrar ahí con menos frecuencia.

—Todos lo dicen —replicó Aliyat con enfado—. ¿Por qué no ibas tú a decir lo mismo? Sé lo que hago. —Bien, no soy terapeuta, pero…

—Pero temes que me esté encerrando en mí misma y un día no pueda salir. —Aliyat cobró aliento. De pronto sintió ganas de hablar—. Escucha, querida. En el pasado estuviste en situaciones en que debías alejarte de ti misma.

Svoboda palideció.

—Sí.

—Yo también, mucho mas que tú. Las conozco muy bien, créeme. La caja de sueños es mejor escapatoria que el alcohol, la droga o… —Aliyat sonrió—, cerrar los ojos y pensar en Inglaterra.

—¡Pero esto no es lo mismo!

—No, no exactamente. Aun así… Escucha. Hoy me enfurecí tanto que si no hubiese podido invocar un mundo íntimo, habría tenido que gritar, romper cosas y tener un ataque. ¿Habría sido bueno para la moral de la tripulación?

—¿De qué se trata?

—Hanno. ¿Qué otra cosa? Nos cruzamos por casualidad y me abordó para decirme…, bien, ya te lo imaginas. Repitió tu sermón acerca de la caja de sueños. E intentó decir, muy evasivamente… No importa.

Svoboda sonrió brevemente.

—Déjame adivinar. Insinuó que eres una amenaza para las relaciones a bordo.

—Sí. Le gustaría juntarse conmigo. Ya lo creo. Hace meses que no folla, ¿verdad? Le sugerí qué podía hacer, y me marché. Pero estaba enfurecida.

—Una reacción excesiva. Precisamente tú. Estrés…

—Supongo. —Sorprendida de que la rabia y el dolor se hubieran aplacado, Aliyat dijo—: Mira, no soy adicta a los sueños. De veras. Todos los usan de vez en cuando. ¿Por qué no compartes uno conmigo alguna vez? Me agradaría. Un sueño interactivo tiene más posibilidades que permitir que el ordenador te meta en la cabeza lo que piensa que pediste.

Svoboda asintió.

—Es verdad, pero…

—Pero temes que yo me entere de cosas que prefieres ocultar. Es eso, ¿eh? —Aliyat se encogió de hombros—. No me ofende. Pero no me des la lata, ¿de acuerdo?

—¿Por qué te molestó el intento de Hanno? —preguntó Svoboda—. Es natural. No tenías por qué enfadarte por eso.

—¿Después de lo que nos hizo? ¿Aún sientes debilidad por él? —Svoboda miró hacia otra parte.

—No debería, lo sé. On se veut…

—¿Qué?

—Nada, nada. Un recuerdo perdido.

—De él.

Svoboda se enfrentó al desafío. Quizá, pensó Aliyat, ella quiere ser amigable conmigo; entiende que tiene que serlo.

—Sí. Sin importancia. Unos versos que vimos una vez. Era… a finales del siglo veinte, pocos años después de que los siete decidimos ocultarnos, mientras Patulcio mantenía su propio camuflaje. Hanno y yo viajábamos de incógnito por Francia. Nos alojamos una noche en una vieja posada, sí, ya era vieja entonces, y en el libro de huéspedes encontramos algo que alguien había escrito tiempo atrás. Lo he recordado ahora, eso es todo.

—¿Qué era? —preguntó Aliyat.

Svoboda miró hacia otra parte. Susurró las melancólicas palabras.

On se veut On s'enlace On s'en lasse On s'en veut. Antes de que Aliyat pudiera responder, Svoboda se despidió con una señal de la cabeza y se marchó corredor abajo.

23

Yukiko decoraba una vez más su habitación.

Mientras no terminara, sería un caos inhabitable. Así que pasaba la mayoría de sus horas íntimas en la cabina de Tu Shan, y también dormía allí. Luego compartirían la cabina de Yukiko mientras ella decoraba la de Tu Shan. La propuesta era de Yukiko y él había aceptado con indiferencia. El paisaje de pinceladas y caligrafía que ella había trazado en las paredes de Tu Shan se había desvanecido con los años. Sin embargo, Yukiko tenía la sensación de que él nunca notaría esa desaparición.

Al entrar, lo encontró en la cama, las piernas cruzadas, la mano izquierda sosteniendo un biombo, la mano derecha manejando un lápiz. Dibujó algo, lo examinó, lo modificó y lo estudió de nuevo. El cuerpo robusto parecía relajado y el semblante sereno.

—Vaya, ¿qué estás haciendo? —preguntó Yukiko.

—Tengo una idea —dijo él, casi con ilusión—. Aún no la tengo clara, pero el dibujo me ayuda a pensar.

Ella se le acercó y se agachó para mirar. Los dibujos de Tu Shan siempre eran delicados, en contraste con sus trabajos en madera o piedra. Éste mostraba a un hombre con ropa tradicional de campesino, empuñando una pala. En una roca se acuclillaba un mono, y debajo había un tigre. En el primer plano circulaba un arroyo donde nadaba una carpa.

—Conque al fin intentarás pintar —dijo Yukiko.

Él negó con la cabeza.

—No, no. Tú eres mucho mejor que yo para eso. Son sólo ideas sobre imágenes que me propongo esculpir. —La miró a los ojos—. Creo que las imágenes no nos ayudarán mucho cuando lleguemos a Tritos. En la Tierra, en los viejos tiempos, la gente de distintas épocas y países dibujaba las cosas de modo muy diferente. Para los alloi, nuestros trazos, sombras y colores quizá no tengan sentido. Tampoco las fotografías. Pero una forma tridimensional…, no un fantasma en un ordenador, sino algo sólido que puedan palpar…, eso les hablaría.

Tritos, alloi. Pronunciaba los nombres con torpeza. Pero se necesitaban palabras mejores que «Estrella Tres» y «Otros»; cuando Patulcio sugirió éstas, los demás aceptaron enseguida. El griego aún conservaba su aura de ciencia, conocimiento civilización. Para tres de los tripulantes de la nave, había sido una lengua común durante siglos. Pero habían votado en contra de «Metroaster» como sustituto de «Estrella Madre», y habían vuelto a usar «Pegaso». A fin de cuentas, nadie sabía si los alloi de Tritos venían de allí, o siquiera si era el sol de una especie inteligente.

Hanno calló durante las deliberaciones y se limitó a aceptar con un gesto de la cabeza. Conversaba poco en esos días, y los demás no le hablaban más de lo necesario.

—Sí, excelente idea —dijo Yukiko muy animada—. ¿Qué deseas mostrar?

—Lo estoy buscando a tientas —respondió Tu Shan—. Acepto sugerencias. Aquí, creo, podría haber un grupo con más criaturas, dispuestas según nuestro grado de parentesco con los animales. Eso puede inducir a los alloi a mostrarnos algo sobre su evolución, lo cual nos indicaría cosas sobre ellos.

—Excelente. —La risa de Yukiko era un tintineo—. ¿Pero ahora cómo mantendrás la farsa de que eres un obtuso granjero y herrero? —Yukiko se agachó para abrazarlo y le apoyó la mejilla en la cara—. Esto me hace tan feliz. Estabas huraño y silencioso, y realmente temí que volvieras a esa vida mísera y bestial en que te encontré… ¡hace tanto tiempo!

Él se envaró.

—¿Por qué no? —replicó ásperamente—. ¿Qué otra cosa nos había dejado nuestro capitán, hasta que esto acudió a mí en la oscuridad? Me ayudará a colmar el vacío que nos espera.

Ella se sentó en la cama frente a Tu Shan.

—Ojalá estuvieras menos resentido con Hanno —murmuró—. Tú y los demás.

—¿No tenemos razones?

—Oh, claro que actuó con prepotencia. ¿Pero no ha recibido suficiente castigo? ¿Cómo sabemos si su decisión no ha sido la mejor? Tal vez resulte ser la que nos salve.

—Es fácil para ti. Tú quieres buscar a los alloi.

—Pero no quiero esta odiosa división entre nosotros. Ni siquiera yo me atrevo a hablarle con cordialidad, por temor a empeorar las cosas. A veces deseo no haber recibido ese mensaje. ¿No lo ves, querido? Es como un emperador vehemente de los antiguos tiempos…, carga con el peso del liderazgo.

Tu Shan meneó la cabeza con violencia.

—Pamplinas. Te sientes atraída por él…, no lo niegues…

—Por su espíritu, sí —dijo ella con calma—. No es como el mío, pero también busca. Y por su persona, sin duda, pero francamente no me he entregado a esa fantasía. —Cerró las manos sobre las rodillas de Tu Shan—. Vivo contigo.

Eso lo calmó un poco, pero Tu Shan mantuvo el tono severo.

—Bien, deja de creer que es un santo o un sabio. Es un picaro e inescrupuloso marinero que, naturalmente, desea navegar. Ése es su egoísmo. Pero tiene el poder para imponernos su voluntad. —Arrojó la estampa sobre la manta, como si atacara con un arma—. Yo sólo trato de que el mal nos sea más llevadero.

Ella se le acercó con una sonrisa trémula.

—Es suficiente para conseguir que te ame.

24

Otra Navidad se acercaba en la cronología de a bordo. Era inútil preguntar si también era Navidad en la Tierra. Doblemente inútil, dadas las fuerzas físicas que reinaban aquí y el olvido que reinaba allá. Hanno encontró a Svoboda colgando adornos en la sala común. Las ramas de pino salidas de los nanoprocesadores eran frescas y fragantes, enjoyadas con bayas de acebo. Parecían tan melancólicas como los villancicos daneses de los altavoces.

Svoboda se puso tensa al verlo. Él se detuvo a cierta distancia.

—Hola —saludó.

—Cómo estás —dijo ella.

Él sonrió. Ella no dejó de mirarlo.

—¿Qué clase de fiesta planeáis para este año? —preguntó.

Ella se encogió de hombros. —Sin motivos temáticos.

—Oh, me mantendré alejado. Pero no podemos continuar así mucho tiempo. Perderemos habilidades, entre ellas la del trabajo en equipo. Debemos iniciar simulaciones y practicarlas de nuevo.

—Como ordene el capitán. Pero ya sabrás que Peregrino y yo, al menos, lo estamos haciendo. Pronto incluiremos a otros.

Hanno se enfrentó con firmeza a esa mirada azul.

—Sí, claro que lo sé. Bien. Por vosotros dos, sobre todo. Un paisaje fantasma es mejor que ninguno, ¿eh?

Svoboda se mordió el labio.

—Podríamos haber tenido uno real.

—Lo tendrás, cuando lleguemos a Tritos. Tú querías realmente ir allí. ¿Por qué no lo aguardas con ansiedad?

—Sabes por qué. El precio para mis camaradas. —Svoboda apretó el puño y masculló—: Claro que podemos sobreponernos. He sobrevivido a muchos malos esposos, décadas espantosas, tiranos, guerras, todos los estragos que los hombres podían causar. También sobreviviré a esto. Nosotros sobreviviremos.

—Yo entre vosotros —dijo Hanno, y continuó su camino.

No iba a ninguna parte en especial. A menudo merodeaba durante la noche de a bordo por sectores que nadie más recorría. Un cuerpo inmortal necesitaba escaso ejercicio para mantenerse en forma, pero él afinaba regularmente sus aptitudes y desarrollaba otras. Proyectaba libros y espectáculos, escuchaba música, resolvía problemas en los ordenadores. Con frecuencia, como en el pasado cuando los estímulos se opacaban y el pensamiento se embrollaba, desconectaba la mente y dejaba transcurrir horas o días. Pero eso era tan seductor y adictivo como la cámara de sueños que él evitaba. Hanno esperaba que él y su tripulación racionaran el uso de las ilusiones.

Esta vez el impulso lo dominó en su cabina. Se encerró (aunque nadie parecía dispuesto a visitarlo) y se instaló ante la terminal.

—Activar… —La orden sonó tan seca en el silencio que Hanno titubeó antes de continuar. Tamborileó con los dedos en el escritorio—. Personas históricas.

—¿A quién deseas? —preguntaron los instrumentos.

Hanno arqueó la boca.

—Querrás decir qué deseo.

¿Qué espectro parlante tridimensional, a todo color, con cambios de expresión y libertad de movimientos? Siddharta, Sócrates, Hillel, Cristo, Esquilo, Virgilio, Tu Fu, Firdousi, Shakespeare, Goethe, Mark Twain, Lucrecio, Avicena, Maimónides, Descartes, Pascal, Hume, Pericles, el rey Alfredo, Jefferson, Hatshepsut, Safo, Murasaki, Rabi'a, Margarita I, Juana de Arco, Isabel I, Sacajawea, Jane Austen, Florence Nightingale, Marie Curie, Isak Dinesen. O, si uno deseaba, los grandes monstruos y las diablesas.

La máquina podía tomar todo lo que la historia, la arqueología y la psicología sabían de una persona y del mundo de esa persona, hasta el último detalle, con probabilidades asignadas a cada incertidumbre y conjetura; podía modelar, con sutiles y potentes manipulaciones abstractas, el individuo que esta matriz habría producido y que habría modificado dicha matriz precisamente de las maneras que se conocían; podía escribir el programa, activarlo y presentar a esa criatura humana. La imagen del cuerpo era una mera construcción, tan fácil de generar como cualquier otra; pero mientras funcionaba el programa, la mente existía, sentía, pensaba, reaccionaba, consciente de lo que era pero sin sentirse molesta por ello, habitualmente entusiasta, interesada, ansiosa de conversar.

—Los viejos mitos y pesadillas se han vuelto realidad —dijo una vez Svoboda—, mientras la vieja realidad se nos escabulle. En la Tierra resucitan a los muertos, pero todos están vivos a medias.

—Eso no es del todo cierto, en ninguno de ambos sentidos —había respondido Hanno—. Sigue mi consejo, pues lo sé por experiencia. No invoques a nadie que hayas conocido. Nunca están del todo bien. A menudo son grotescamente erróneos.

A menos que la memoria fallara después de siglos. O a menos que el pasado fuera tan incierto, tan sometido a variables cuánticas, como todo lo demás en el universo de la Física.

Sentado a solas, Hanno frunció el ceño al recordar una ocasión en que pidió consejo al doble electrónico del cardenal Richelieu, y también al recordar cuan juntos estaban entonces Svoboda y él.

—No quiero una compañía individual —le dijo a la máquina—. Ni una personalidad sintética. Dame… varios exploradores antiguos. Una reunión, una conferencia… ¿Puedes hacerlo?

—Por supuesto. Es una interacción no estándar que requiere cierta preparación creativa. Un minuto, por favor. —Sesenta mil millones de nanosegundos.

La primera de las caras era fuerte y serena.

—No sé bien qué decir —comenzó a decir Hanno tímidamente—. ¿Conoces cuál es nuestra situación? Bien, ¿qué necesito? ¿Qué crees que debería hacer?

—Tendrías que haber pensado más en tu gente —respondió Fridtjof Nansen. El ordenador traducía—. Pero entiendo que es demasiado tarde para alterar de nuevo el curso. Ten paciencia.

—Resiste —dijo Ernest Shackleton. El hielo le relucía en la barba—. No te rindas jamás.

—Piensa en los demás —exhortó Nansen—. Sí, tú estás al mando, y así debe ser; pero piensa cómo lo perciben ellos.

—Comparte tu visión —añadió Marc Aurel Stein—. Yo morí satisfecho porque fui donde había deseado ir durante sesenta años. Ayúdalos a desear lo mismo.

—¡Ja! ¿Por qué se resisten? —rugió Peter Freuchen—. ¡Por Dios, qué aventura! ¡Llámame de nuevo cuando llegues allí, muchacho!

—Dadme vuestro consejo —suplicó Hanno—. He descubierto que no soy ningún Boecio, para consolarme con la filosofía. Quizás haya cometido un tremendo error. Dadme vuestra fuerza.

—Sólo hallarás fuerza en ti mismo —declaró Henry Stanley—. No en fantasmas como nosotros.

—¡Pero no sois fantasmas! Os han hecho a partir de lo que fue real…

—Si algo de lo que hicimos sobrevive hasta hoy, deberíamos estar orgullosos —dijo Nansen—. Vamos, démosle utilidad. Tratemos de brindar buenos consejos.

Willem Barents tiritó.

—¿Para un viaje tan extraño, que quizá termine en una muerte solitaria? Encomienda tu alma a Dios, Hanno. No hay nada más.

—No, les debemos algo más —dijo Nansen—. Son humanos. Mientras los hombres y mujeres continúen viajando, serán humanos.

25

Macandal miró de hito en hito a los seis que se sentaban con ella a la mesa del comedor.

—Supongo que os imagináis por qué os he hecho venir —dijo.

La mayoría permanecieron inmóviles. Svoboda hizo una mueca. Peregrino le apoyó la mano en el muslo.

Macandal cogió una botella y llenó una copa. El clarete gorgoteó con su color rosado y su aroma impregnó el aire. Ella pasó la botella. Había copas para todos.

—Primero bebamos un trago —propuso.

Patulcio intentó una broma.

—¿Sigues el ejemplo de los antiguos persas? ¿Recuerdas ? Cuando debían llegar a una decisión importante, discutían una vez estando sobrios y una vez estando ebrios.

—No es tan mala idea —dijo Macandal—. Mejor que estas drogas y neuroestimulantes modernos.

—Al menos el vino cuenta con una tradición —murmuró Yukiko—. Tiene un sentido que lo trasciende.

—¿Cuánta tradición queda en el mundo? —preguntó con amargura Aliyat.

—Nosotros somos sus portadores —dijo Peregrino—. Somos la tradición.

La botella circuló. Macandal alzó la copa.

—Por el viaje —brindó. Y al cabo de un momento—. Sí, bebed, todos. Esta reunión está destinada a restaurar algo bueno.

—Si no ha sido totalmente destruido —protestó Tu Shan, pero participó con los demás en la pequeña e intensa ceremonia.

—Bien —dijo Macandal—, escuchad ahora. Sabéis que os he perseguido a todos, discutiendo, adulando, rabiando, tratando de abatir esas murallas de furia que habéis construido alrededor de vosotros mismos. Tal vez algunos no hayáis notado que he hablado con cada uno de vosotros. Esta noche lo hacemos abiertamente.

—¿De qué hay que hablar? —preguntó con cierta frialdad Svoboda—. ¿Reconciliación con Hanno? No tenemos rencillas. Nadie ha soñado con amotinarse. Es imposible. Un cambio de curso de regreso a Feacia también es imposible; no tenemos suficiente antimateria. Tratamos de sobrellevar las cosas como podemos.

—Encanto, sabes muy bien que no es así —replicó Macandal con voz acerada—. La cortesía glacial y la obediencia mecánica no nos llevarán a destino. Necesitamos recobrar nuestra camaradería.

—Ya me lo has dicho, y a todos, una y otra vez —masculló Peregrino—. Tienes razón, desde luego. Pero nosotros no la rompimos. Fue él.

Macandal lo miró largo rato.

—Estás muy dolido, ¿eh?

—Era mi mejor amigo —contestó Peregrino, detrás de su máscara.

—Aún lo es. Eres tú quien lo ha excluido.

—Bien, él… —Peregrino calló.

Yukiko asintió.

—Entonces también intentó acercarse a ti —dedujo—. A todos, estoy segura. Con tacto, admitiendo que podía estar equivocado…

—No se ha arrastrado —concedió Tu Shan—, pero ha abandonado su orgullo.

—Sin insistir en que nosotros estábamos equivocados —añadió Svoboda, casi sin querer.

—Aunque tal vez lo estemos —argumentó Yukiko—. Había que escoger, y sólo él podía hacerlo. Al principio tú también querías esto. ¿Estás segura de que no fue sólo tu orgullo lo que te puso contra él?

—¿Por qué cambiaste de parecer y te uniste a nosotros?

—Por vosotros mismos.

Tu Shan suspiró.

—Yukiko me ha sostenido —dijo a los demás—. Y Hanno… bien, no he olvidado lo que hizo por nosotros dos en el pasado.

—Ah, ahora lo veis con mayor claridad —observó Patulcio—. Yo también, yo también. No estoy de acuerdo con él, pero ya no le guardo tanto rencor. ¿Quién le aconsejó cómo hablar con nosotros?

—Ha tenido mucho tiempo para pensar —contestó Macandal.

Aliyat tiritó.

—Demasiado. Ha sido demasiado tiempo.

Svoboda habló sin rodeos.

—No sé cómo podremos recobrar nuestro afecto por él. Pero tienes razón, Corinne, debemos reconstruir… tanta confianza como sea posible.

Todos asintieron. No era una culminación, sino el reconocimiento de algo previsto, tan lento y renuente en su crecimiento que llegaba como una sorpresa.

—Magnífico —dijo Macandal—. Magnífico. Bebamos por eso, y luego nos relajaremos para hablar de viejos tiempos. Mañana prepararé un banquete, haremos una fiesta, lo invitaremos y nos embriagaremos con él… —Soltó una risotada—. ¡Al mejor estilo persa!

Horas después, cuando ella y Patulcio estaban en la habitación de Macandal, preparándose para ir a la cama, él dijo:

—Has estado espléndida querida. Debiste dedicarte a la política.

—Lo hice una vez, en cierto modo, ¿recuerdas? —respondió Macandal con una sonrisa. —Hanno te lo pidió desde el principio, ¿verdad?

—Eres muy astuto, Gneo.

—Y tú le indicaste cómo comportarse con cada uno de nosotros, mes tras mes. Con cuidado y con paciencia.

—Bueno, le hice sugerencias. Y recibió ayuda de la nave. Consejos. Nunca me habló mucho de ello. Creo que fue una experiencia que le tocó el corazón. —Macandal hizo una pausa—. Él siempre cuidó su corazón, demasiado; supongo que por las pérdidas que sufrió en tantos miles de años. Pero además no es necio cuando debe tratar con la gente.

Patulcio la miró un rato. Ella se había quitado la bata y se erguía ante él, esbelta y oscura. La cara de Corinne contra esa pared con lirios pintados le hizo recordar Egipto.

—Eres una gran mujer —afirmó Patulcio.

—Tú no eres mal tío.

—Gracias por… aceptarme —continuó él—. Sé que te dolió cuando Peregrino se fue con Svoboda. Creo que todavía te duele.

—Es bueno para ellos. Tal vez no ideal, pero bueno; y necesitamos relaciones estables. —Macandal echó la cabeza hacia atrás y rió de nuevo—. ¡Oye, escúchame! ¡Hablo como una asistente social del siglo veinte! —Contoneó las caderas—. Ven aquí, chaval.

26

Nubes enormes y negruzcas se acumulaban sobre el promontorio, surcadas de relámpagos y truenos. El fuego del altar brincaba arrojando chispas como estrellas en el viento. Los acólitos llevaron la víctima al sacerdote. El cuchillo centelleó. En el bosquecillo los fieles aullaron. A lo lejos, en el mar blanco, emergían monstruos de las profundidades.

—¡No! —gimió Aliyat—. ¡Esperad! ¡Es un niño!

—Es una bestia, un cordero —respondió Peregrino en medio del ruido; pero seguía mirando hacia otra parte.

—Es ambas cosas —dijo Hanno—. Quedaos quietos.

El cuchillo relumbró, la víctima se agitó, la sangre cubrió la piedra. El sacerdote arrojó el cuerpo a las llamas. La carne chisporroteó sobre las ascuas, se desprendió de los huesos y arrojó un humo denso. A través de la tormenta, terribles en su esplendor, vinieron los dioses.

Alto como una columna, robusto como un toro, la barba derramada sobre la piel de león que lo cubría, los ojos reflejando el resplandor del fuego, Melqart aspiró profundamente. Se relamió los labios.

—Está hecho, es bueno, es vida —tronó.

El viento agitaba la cabellera de Ashtoreth, la lluvia la constelaba de gemas, la luz de los relámpagos relucía sobre los pechos y el vientre. Ella también aspiró. Cogió el gigantesco miembro de Melqart como si fuera un cayado y alzó la mano izquierda al cielo.

—¡Traed al Resucitado! —exclamó.

Baal-Adon se apoyaba en Adat, su amada, su viuda, su vengadora. Tambaleaba, aún encandilado después de la penumbra de los infiernos; temblaba, aún tieso después del frío de la tumba. Ella lo guió hacia el humo de la ofrenda. Adat cogió el cuenco lleno de sangre y le dio a beber. Baal-Adon recobró la tibieza, la belleza, la lucidez. Vio y oyó cómo hombres y mujeres copulaban en el bosquecillo y en toda la comarca en honor de su despertar; y se volvió hacia su consorte. Más dioses acudieron, Chushor desde las olas, Dagón desde los sembrados, Aliaan desde los manantiales y las aguas subterráneas. Resheph desde la tormenta, y muchos más. Las nubes se entreabrían. A lo lejos relucían las columnas gemelas y el lago puro ante el hogar de Él.

Un rayo de sol bañó a los ocho que se erguían en el tophet cerca del betyl, invisibles para el sacerdote y los acólitos. Los dioses los miraron alarmados. Melqart alzó el garrote que había vencido al Mar, el Caos primordial, en el alba del mundo.

—¿Quién se atreve a hollar el santo de los santos? —bramó.

Hanno se adelantó.

—¡Oh, temibles! —dijo con calma y respeto, pero sin humillarse, mirando directamente a los ojos—, somos ocho que vienen desde la lejanía del espacio, el tiempo y la extrañeza. Nosotros también dominamos los poderes del cielo, la tierra y el infierno. Pero ansiamos ser vuestros huéspedes y aprender las maravillas de vuestro reinado. Mirad, traemos regalos. —Señaló joyas de oro, gemas, maderas preciosas, incienso.

Melqart bajó el arma y observó con una codicia similar a la que pronto manifestó Ashtoreth; pero la diosa miraba a los hombres.

27

Se desconectaron uno por uno. Era simple, bastaba con quitarse los cascos de inducción y los trajes de realimentación. La red de unión entre ellos y el ordenador creativo que los guiaba ya se había esfumado; la pseudoexperiencia había terminado. No obstante, después de salir de las cabinas al vestíbulo de la cámara de sueños, tardaron varios minutos en recobrarse. Se cogían de la mano, buscando reconfortarse.

—Creí saber algo sobre el antiguo Próximo Oriente —dijo al fin Patulcio—. Pero eso fue lo más espantoso…

—Horror y maravilla —dijo Macandal con voz trémula—. Lujuria y amor. Muerte y vida. ¿Era realmente así, Hanno?

—No estoy seguro —respondió el capitán—. La Tiro histórica que visitamos me pareció bastante atinada. —Una alucinación multisensorial donde el ordenador usaba los recuerdos de Hanno y luego dejaba que los participantes interactuaran como si estuvieran en un mundo material—. Es difícil decirlo, después de tanto tiempo. Además, sabéis que yo había intentado olvidar, distanciarme de lo que había de malo en ello. En cuanto al universo conceptual fenicio… No, creo que nunca pensé de ese modo, ni siquiera cuando era joven y me creía mortal.

—No importa la autenticidad —dijo Yukiko—. Queremos practicar el encuentro con seres extraños, y esto fue bastante extraño.

—Demasiado. —El robusto cuerpo de Tu Shan tembló—. Ven, querida. Quiero un momento de ternura y humanidad. ¿Tú no? —Ella lo acompañó afuera.

—¿Con qué sociedad probaremos luego? —preguntó Svoboda. Se volvió hacia Peregrino—. Las que tú conociste debían de resultar igualmente extrañas para el resto de nosotros.

—Sin duda —replicó él de mal talante—. A su debido tiempo, sí, las visitaremos. Pero primero un ámbito más… racional. ¿China, Rusia? —Tenemos mucho tiempo —dijo Patulcio—. Será mejor digerir esto antes de pensar en otra cosa. ¡Kyrie eleison, haber presenciado a los dioses actuando! —Cogió la manga de Macandal—. Estoy extenuado. Un buen trago, un largo sueño y varios días de ocio.

—De acuerdo. —Ella sonreía con menos entusiasmo que de costumbre. Se marcharon.

Peregrino y Svoboda parecían excitados. Sus miradas se encendieron. Ella se ruborizó. Él respiraba agitadamente y también se marcharon.

Hanno hizo un esfuerzo para no mirarlos. Aliyat le había cogido la mano. Se la soltó.

—Bien, ¿cómo ha sido para ti? —le preguntó Hanno con voz opaca.

—Terror, éxtasis y… una especie de bienvenida —dijo Aliyat con un hilo de voz.

El asintió.

—Sí, aunque empezaste tu vida como cristiana, no ha de ser del todo extraño para ti. De hecho, sospecho que el programa usó algunos recuerdos tuyos como información cuando los míos no eran suficientes.

—Vaya extravagancia.

Hanno miró a lo lejos.

—Un sueño dentro de un sueño —murmuró, como si hablara solo.

—¿A qué te refieres?

—Svoboda entendería. Una vez ella y yo imaginamos qué clase de futuro habría si nos atrevíamos a revelar lo que éramos. —Hanno sacudió la cabeza—. No importa. Buenas noches.

Ella le cogió el brazo.

—No, espera.

Hanno se detuvo, enarcó las cejas, la miró con cautela y fatiga. Aliyat le cogió de nuevo la mano.

—Llévame contigo.

—¿Eh?

—Estás demasiado solo. Yo también. Volvamos a estar juntos.

—¿Te has cansado de subsistir con las sobras que dejan Svoboda y Corinne? —dijo Hanno con voz hiriente.

Por un instante ella palideció y soltó la mano.

—Sí —admitió luego, ruborizándose—. Tú y yo no somos la primera opción mutua, ¿verdad? Y nunca me perdonaste lo de Constantinopla.

—Vaya —dijo él sorprendido—, te dije que te perdoné. Una y otra vez. Esperaba que mis actos demostraran…

—Bien, simplemente no permitas que eso interfiera. ¿De qué vale vivir tantos siglos si no crecemos al menos un poco? Hanno, te ofrezco lo que nadie te ofrecerá todavía en esta nave. Quizá no te lo ofrezcan nunca. Pero estamos recobrando parte de lo que teníamos. Entre nosotros, tú y yo podríamos contribuir a la curación. —Irguió la cabeza—. Si no estás dispuesto a intentar, a ceder el turno, bien, buenas noches y al cuerno contigo.

—¡No! —Hanno la cogió por la cintura—. Aliyat, desde luego yo…, estoy abrumado…

—Claro que no estás abrumado, pillo calculador, y bien que lo sé. —Se le acercó y se abrazaron. Agitada y desaliñada, Aliyat añadió—: Claro que yo también soy mañosa. Supongo que siempre lo seré. Pero he aprendido mucho acerca de ti, Hanno. Esto no fue un sueño, sino que fue tan real como…, no, más real que estas malditas paredes. Tú te enfrentaste a los dioses, los burlaste y lograste que nos aceptaran, como nadie más lo habría hecho. Tú eres el capitán.

Aliyat alzó la cara. Le brillaban los ojos por las lágrimas, pero sonreía con picardía. —Ellos no me amedrentaron. Ésa es tu especialidad. Y si no podemos profesarnos una plena confianza mutua, si nuestro rencor no muere del todo…, vaya, ¿no le añade cierto sabor eso?

28

En los últimos meses, mientras la Piteas avanzaba cada vez más despacio hacia su destino, el universo volvió a ser familiar. Resultaba extraño que una noche cuajada de estrellas brillantes que no parpadeaban, ceñidas por la escarchada ruta de la galaxia, donde las nebulosas horneaban nuevos soles y mundos mientras monstruosas energías radiaban alrededor de los que morían, donde la luz de otros fuegos de artificio había partido antes del nacimiento de la humanidad, diera una sensación de hogar. Allí delante, Tritos tenía apenas la mitad del brillo de Sol, un tono amarillo que evocaba otoños en la Tierra. Pero también era un hogar.

Los instrumentos escrutaban la menguante distancia. Había diez planetas en órbita, cinco de ellos gigantes gaseosos. El segundo a partir del sol se desplazaba a un radio de menos de una unidad astronómica. Poseía un satélite cuya trayectoria excéntrica indicaba que la masa primaria equivalía a dos y un tercio de la terrícola. Pero esa esfera, aunque más cálida, presentaba temperaturas razonables, y su espectro atmosférico revelaba los desequilibrios químicos propios de la vida.

Semana tras semana, y luego día tras día, la excitación creció en la nave. No había modo de aplacarla, y pronto hasta Tu Shan y Patulcio desistieron de intentarlo. Estaban entusiasmados; quizá los aguardaran maravillas, y llegaban por fin, al menos temporalmente, al fin de la travesía.

Las paces con Hanno, que cada cual había establecido en sus propios términos, no desembocaron en la camaradería de otros tiempos. Ahora existía cierta cautela. ¿Qué nueva exigencia impondría él, y cómo reaccionarían los demás? Había prometido que al final seguirían viaje a Feacia. ¿Pero cuándo sería eso, si llegaba a ocurrir? ¿Podría traicionarlos? Nadie hacía acusaciones, ni siquiera cavilaban mucho sobre el asunto. La conversación solía ser despreocupada, cuando no íntima, y él volvió a participar en algunos pasatiempos, aunque ya no intervino en sueños compartidos una vez que se cumplió el propósito de adiestramiento. Seguía siendo un extraño en quien nadie confiaba, salvo Aliyat, y poco, excepto corporalmente.

Hanno no intentó hacerles cambiar de actitud. Sabía que era inútil, y además sabía cómo pasar el tiempo entre gente extraña.

Tritos se aproximaba.

La Piteas emitió señales: radio, láser, neutrinos. Sin duda, los alloi habían detectado la nave desde lejos, cuando hendía el polvo y el gas del espacio, cuando frenaba con las llamas que escupía el motor. Los receptores no captaban ninguna respuesta.

—¿ Adonde se han ido ? —preguntó Macandal—. ¿Hemos viajado tanto para nada?

—Aún estamos a muchas horas-luz —le recordó Peregrino, con paciencia de cazador—. No es fácil comunicarse. Es imposible con ondas electromagnéticas, mientras lanzamos ese chorro de llamas a proa. Y… yo observaría a un recién llegado, antes de abandonar mi refugio.

Ella meneó la cabeza con enfado.

—Olvida la Edad de Piedra. La guerra o la piratería entre las estrellas no sólo serían obscenas, sino absurdas.

—¿Estás segura? Además, nosotros podríamos ser peligrosos para ellos, o ellos para nosotros, de modos que ninguno de ambos ha logrado imaginar.

Tritos resplandecía. Sin magnificación, sólo con la luz detenida, contemplaban el disco, las manchas, las llamaradas. Cerca de la estrella flotaba una chispa color blanco azulado, el segundo planeta. La espectroscopia daba detalles de las superficies terrestres y acuáticas. El aire consistía principalmente en nitrógeno y oxígeno. Los viajeros cambiaron de curso para interceptarlo y lo bautizaron Xenogea.

Al fin la Piteas anunció:

—¡Atención, atención! Se detectan señales en código.

Los ocho se apiñaron en la sala de mando, lo cual no era físicamente necesario. Podrían haber participado desde sus cabinas. Simplemente, les resultaba imposible no estar codo con codo, compartiendo la respiración.

El mensaje empleaba el mismo sistema básico de los robots —doce años atrás en tiempo de a bordo, tres siglos y medio cósmicos— excepto por ajustes relativistas que ya no se requerían. Les llegó por radio UHF, desde popa, sorteando una ionización que ya no era enorme pero podía interferir.

—La fuente es un oojeto relativamente pequeño a un millón de kilómetros de distancia —informó la Piteas. Presumo que lo han puesto en órbita aguardando nuestra aproximación. Ahora está acelerando para concordar con nuestros vectores. La radiación es débil, lo cual indica alta eficiencia.

—¿Un bote? —preguntó Hanno—. ¿Tiene nave madre?

La Piteas ensambló las imágenes recibidas, que cobraron vivida existencia. Primero apareció un paisaje estelar, luego la inequívoca Tritos (similar a la imagen que ofrecía una de las pantallas), luego una toma vertiginosa de acercamiento: formas, colores, un objeto que giraba alrededor de otro más grande.

—Eso ha de ser Xenogea —dijo Patulcio en medio del silencio—. Allí han de estar.

—Creo que nos están preparando para el próximo paso —dijo Yukiko.

La representación se esfumó. Apareció una forma nueva.

Al principio no pudieron discernirla. Los contornos y las dimensiones matemáticas eran demasiado exóticos, demasiado desconcertantes. Así había sido para Svoboda y Peregrino cuando vieron por primera vez montañas altas: nubes de nieve, un cielo rugoso… ¿qué?

—¿Más arte? —preguntó Tu Shan—. No crean imágenes como las que crean los humanos. Creo que no tienen los mismos sentidos.

—No —dijo Hanno—, esto debe de ser un holograma directo. —Sentía la carne de gallina—. Quizá no saben cómo vemos nosotros, pero la realidad es la misma para todos…, espero.

La forma se desplazó en una lenta pirueta que la revelaba desde todos los ángulos. Abandonó la escena y regresó con un terrón blando. Procedió a modelarlo dándole varias formas geométricas: esfera, cubo, cono, pirámide, anillos entrelazados.

—Nos está diciendo que es inteligente —susurró Aliyat, al tiempo que se persignaba sin pensarlo.

La visión empezaba a adaptarse. Si la forma era de tamaño natural, el original tenía ciento cuarenta centímetros de altura. En el centro había un tallo verde que relucía y titilaba, apoyado en dos miembros delgados y flexibles o multiarticulados, los cuales terminaban en varios dígitos bifurcados. De la parte superior brotaban dos brazos similares. Éstos se bifurcaban y subdividían dendríticamente, hasta que los observadores no pudieron contar la cantidad de delicados «dedos» arácnidos. Desde los flancos salían un par de alas o membranas, con una envergadura igual a la altura. Parecían hechas de nácar y polvo de diamantes, pero ondeaban como la seda.

Al cabo de un largo rato, Tu Shan murmuró:

—Si esto es lo que son, ¿cómo podremos conocerlos?

—Como conocimos a los espíritus, tal vez —respondió Peregrino en voz baja—. Recuerdo las danzas kachina.

—Por el amor de Dios —exclamó Svoboda—, pero ¿qué estamos esperando? ¡Mostremos nuestra imagen!

—Desde luego —asintió Hanno.

Las naves continuaron juntas hacia el mundo viviente.

29

Así llegó la Piteas a puerto, y se puso en órbita alrededor de Xenogea.

Eso requirió cierto cuidado. Otros cuerpos ofrecían un posible refugio. El principal era la luna. Árida y cenicienta como la luna terrícola, tenía sólo un décimo de su masa, pero su trayectoria la acercaba a un tercio de distancia lunar de su cuerpo primario, y luego la alejaba a tres quintos. Tal vez era consecuencia de un accidente cósmico más reciente que los impactos que habían formado el planeta.

Varios satélites artificiales evolucionaban en su propio curso. Ninguno se parecía a nada del Sistema Solar. Los botes, como los había bautizado Hanno, iban y venían. Los viajeros no sabían cuántos eran, pues no había dos que parecieran iguales; poco a poco comprendieron que la forma cambiaba según la misión, y que esos cambios se relacionaban con campos de fuerza más que con cristal o con fibra.

La nave madre (otro término humano) de los alloi estaba en órbita más allá de la luna. Parecía tener una forma fija, un cilindroide de casi diez kilómetros de longitud y dos de diámetro, que rotaba majestuosamente sobre su largo eje, iridiscente como madreperla. A popa (?) haoía un complejo de miembros esbeltos y curvados que quizá constituían el generador de impulso; Hanno evocó diseños entrelazados que había visto en piedras rúnicas nórdicas y en evangelios irlandeses.

A proa (?) el casco se ahusaba y terminaba en punta. Patulcio y Svoboda evocaron un minarete o la aguja de una iglesia. Yukiko se preguntó qué edad tendría. Un millón de años no era una cifra inconcebible.

—Tal vez vivan a bordo —opinó Peregrino—. ¿Qué peso brinda esa rotación?

—Sesenta y siete por ciento de la gravedad terrícola estándar —respondió la nave.

—Sí, parecen venir de esa clase de medio ambiente. Veamos, nos dijiste que la gravedad de Xenogea equivale a uno punto cuatro veces la terrícola, así que para ellos…, no, no, déjame lucirme —rió Peregrino—. Es el doble de la que acostumbran soportar. ¿Pueden aguantarla?

—Nosotros podríamos, si tuviéramos que hacerlo —dijo Macandal—. Pero los alloi parecen frágiles —titubeó—. Como cristal, o como un árbol desnudo cubierto de escarcha en un claro día de invierno. Son muy bellos, una vez que uno aprende cómo mirarlos. —Creo que tendremos que hacerlo —rezongó Tu Shan—. Me refiero a soportar cuarenta kilos más por cada cien.

Todos miraron la pantalla de la sala común donde brillaba una imagen de Xenogea. Estaban pasando frente al lado diurno, y el planeta estaba en su fase llena. Era más brillante que la Tierra, pues tenía más nubes. La blancura ondeaba y se arremolinaba, marmolada con el azul de los océanos, manchada con retazos de tierra verde y parda. Aunque el eje tenía una inclinación de treinta y un grados, ningún polo tenía casquete; la nieve relucía sólo en las montañas más altas.

Aliyat tembló, soltando el canto de la mesa por un instante, y echó a volar. Hanno la aferró. Ella le apretó la mano.

—¿Debemos bajar allá? —preguntó Aliyat.

—Sabes que la falta de peso no es saludable —le recordó Hanno—. Nosotros resistimos más que los que nacieron mortales, y tenemos medicamentos que ayudan, pero al fin nuestros músculos y huesos encogen también, y nuestros sistemas de inmunidad se debilitan.

—Sí, sí, sí. ¿Pero hasta allá?

—Necesitamos un peso mínimo. Esta nave no tiene tamaño suficiente para crearlo con su rotación. Demasiada variación radial, demasiada fuerza de Coriolis.

Ella lo miró enfurecida a través de las lágrimas.

—No soy idiota. No lo he olvidado. Ni he olvidado que los robots pueden arreglarlo.

—Sí, separar los sectores de carga y motores, enlazarlos con un cable largo y luego nacerlos rotar. El problema es que eso inmovilizará a la Piteas hasta que esté ensamblada nuevamente. Creo que convendrás en que es mejor disponer de sus aptitudes, así como de los botes, al menos hasta que sepamos un poco más. —¿Buscaremos refugio en el primer planeta? —preguntó Tu Shan—. Un infierno calcinado. El tercero no es tan grande, pero es una estepa escarchada y yerma, al igual que todas las lunas exteriores y asteroides.

Svoboda aún miraba Xenogea.

Aquí hay vida —dijo—. El cuarenta por ciento de peso adicional no nos molestará, dada nuestra resistencia innata. Nos acostumbraremos.

—Nos acostumbramos a cargas más pesadas en el pasado —observó Macandal con serenidad.

—Lo que intento decir, si me dejáis —protestó Aliyat—, es si los alloi pueden hacer algo por nosotros.

Para entonces ya habían intercambiado mucha información, diagramas, vistas interiores de las naves, todo aquello que los no humanos optaban por ofrecer y aquello que los humanos deseaban, incluyendo sonidos. Los alloi emitían notas altas y fríamente dulces que tal vez eran lenguaje o música o algo incomprensible. Parecía probable que lograran establecer una comunicación sistemática; pero los ingenuos recién llegados aún no habían desentrañado el sistema. Esperaban que el primer mensaje, el más básico, hubiera llegado a ambas partes y fuera mutuamente franco: «Tenemos buena voluntad, queremos ser vuestros amigos.»

Hanno frunció el ceño.

—¿Crees que pueden controlar la gravitación? ¿Qué dices, Piteas!

—No dan indicios de poseer tal tecnología —te respondió la nave—, y es incompatible con la física conocida.

—Es verdad. Si existiera, y si pudieran hacerlo, tendrían tantos poderes que no se molestarían en hacer lo que nos han mostrado. —Hanno se frotó la barbilla—. Pero podrían construir una estación orbital acorde con nuestras especificaciones. —¿Un bonito ámbito artificial para que nos sentemos a engordar igual que aquí? —estalló Peregrino—. ¡No, por Dios! ¡No cuando tenemos un mundo donde caminar!

Svoboda soltó un hurra. Tu Shan sonrió y Patulcio asintió vigorosamente.

—Correcto —dijo Macandal al cabo de un momento.

—Siempre que podamos sobrevivir allá —señaló Yukiko—. Química, biología… pueden ser letales para nosotros.

—Puede que no —dijo Peregrino—. Vamos a averiguarlo.

La nave y sus robots iniciaron esa tarea. Al principio los humanos fueron meros espectadores. Los instrumentos sondeaban, tomaban muestras, analizaban; los ordenadores reflexionaban. Los botes entraban en la atmósfera. Cuando varias expediciones les hubieron brindado datos sobre las condiciones de la superficie, descendieron. Las máquinas inteligentes que desembarcaron transmitieron sus hallazgos. A medida que los humanos se familiarizaban, participaban cada vez más, primero sugiriendo, luego dando instrucciones y decidiendo. No eran expertos científicos, ni necesitaban serlo. La nave tenía amplia información y potencia lógica, y los robots aptitudes en abundancia. Los viajeros eran la curiosidad, el anhelo, la voluntad encarnada del todo.

Hanno se mantenía al margen. Le interesaban los alloi, al igual que a Yukiko. Ansiaba que le hablaran de sí mismos y de sus viajes entre las estrellas; ella pensaba en arte, filosofía, trascendencia. Ambos tenían un don para tratar con forasteros, una intuición que a menudo superaba datos confusos y fragmentarios para alcanzar un esquema significativo. De la misma manera, Newton, Planck y Einstein habían expresado intuiciones que, inexplicablemente, brindaron soluciones y predicciones. Lo mismo habían hecho Darwin, De Vries, Oparin. Y también, quizás, el Buda Gautama.

Cuando los exploradores de la Tierra tropezaban con pueblos totalmente extraños —los europeos en América, por ejemplo—, ambos grupos pronto aprendían a comprender el idioma del otro. En Tritos no ocurrió nada semejante. Aquí no se trataba de un abismo histórico y cultural, ni de especie, phylttm o reino. Se enfrentaban dos evoluciones enteras, seres que no sólo no pensaban del mismo modo, sino que no podían hacerlo.

Bastaba comparar la mano humana con la extremidad equivalente de los alloi. La segunda tenía menos fuerza, aunque el apretón era potente cuando todos los dígitos aferraban algo. Tenía mucha más sensibilidad, sobre todo en las más delgadas ramificaciones externas: percepción más aguda y mejor coordinada. Los extremos pilosos se conectaban por entrelazamiento molecular, y el organismo sentía el entrelazamiento. Así el mundo subjetivo táctil era más rico que el nuestro en varios órdenes de magnitud.

¿Era ópticamente más pobre? Imposible decirlo, y quizá no tuviera sentido preguntar. Las «alas» de los alloi eran reguladores de la temperatura corporal, excretores de desechos vaporosos, redes (?) de sensores. Éstos incluían órganos fotosensibles, más simples que los ojos pero quizá capaces de igual precisión, en su cantidad y variedad. Debía de depender de cómo el cerebro procesara la información recibida, y no parecía existir ninguna estructura específica que se correspondiera con el cerebro.

Suficiente. Hanno y Yukiko quizá tardaran años en aprender la anatomía; por cierto les llevaría más tiempo interpretarla. Por el momento, comprendían (valiéndose de conceptos terrícolas, grotescamente inadecuados) que no sólo tenían delante un software sino también un hardware diferente del propio. Era improbable que dominaran pronto ese lenguaje. Quizá nunca pasaran de los rudimentos.

Presumiblemente, los alloi habían tenido más práctica con alienígenas, y habían desarrollado varios paradigmas. Hanno y Yukiko notaron que cobraban facilidad a medida que trabajaban, no sólo esforzándose para comprender sino naciendo aportes a la tarea. Cada vez más, la intención se aclaraba. Un código primitivo cobró forma. Se iniciaron los contactos materiales, cautos al principio, más audaces cuando aumentó la confianza.

No temían violencia ni —«en estas circunstancias», señaló Hanno, sonriendo— una triquiñuela. Temían las sorpresas que podían acechar en un universo donde la vida parecía incidental y la inteligencia accidental. ¿Qué condiciones que una raza daba por sentadas podían dañar a la otra? ¿Qué microbios inocuos o necesarios podían causar la muerte a otros?

Los robots se encontraron en el espacio. Intercambiaron muestras que llevaron a laboratorios protegidos. (Al menos, así fue abordo de la Piteas.) La nanotecnología y la biotecnología dieron prontas respuestas. Aunque la química era similar, casi hasta el nivel de los aminoácidos, las desviaciones eran tales que impedían el contagio mutuo. Sí, los especímenes enviados por los alloi contenían cosas que parecían equivalentes de los virus; pero la estofa vital básica se parecía tanto al ADN como una lima se parece a una sierra.

Al cabo de varios experimentos similares, los robots visitaron las naves. Las máquinas alloi eran gráciles, multitentaculares, y era un placer verlas operar. Dentro de la nave el aire era seco y poco denso, pero respirable para los humanos. Las temperaturas seguían ciclos, como en la Piteas, en una gama que iba desde fresco a glacial. La luz tenía los tonos de Tritos, menos brillante que en el exterior, pero adecuada. El peso centrífugo era el previsto, dos tercios de g, y también apropiado.

En cuanto a las otras cosas que albergaba la gran nave…

El trabajo en Xenogea avanzó con menos tropiezos. La planetología era una disciplina madura, un conjunto de técnicas, fórmulas y modelos informáticos. Este planeta encajaba en el patrón. La meteorología y la climatología eran menos exactas; algunas predicciones no se podían efectuar con certeza, pues el caos era inherente a las ecuaciones. Sin embargo, pronto obtuvieron una imagen general.

Un fuerte efecto de invernadero compensaba un alto albedo; cuando otros factores eran similares, el clima era más caluroso que el de la Tierra a la misma latitud. Desde luego, las cosas rara vez eran iguales. Los trópicos tenían sus gratas islas así como humeantes pantanos continentales y calcinados desiertos. La inclinación axial y el ciclo de rotación, de poco más de veintiuna horas, fomentaban potentes vientos ciclónicos, pero la densa atmósfera y las cálidas regiones polares moderaban el tiempo en casi todas partes. Aunque las condiciones, sometidas a cambios rápidos e imprevisibles, eran inestables en comparación con las terrícolas, las tormentas peligrosas no eran más comunes que en la Tierra antes el control. La composición del aire era familiar: humedad más alta, más dióxido de carbono, un porcentaje menor de oxígeno. Para los humanos, esto se compensaba por la presión del nivel del mar, el doble de la terrícola. Podían respirar ese aire sin peligro, y no estaba contaminado.

La vida cubría, llenaba, empapaba el planeta. Tenía una composición química similar a la terrícola y la de los alloi, con sus propias características. Dados los factores energéticos, más las veintenas de informes que los robots habían enviado a la Tierra, eso era de esperar. Como siempre, lo asombroso eran los detalles, la infinita versatalidad de las proteínas y la creatividad de la naturaleza.

En el lado prosaico, los humanos podían comer la mayoría de las cosas, aunque pocas tendrían sabor agradable, algunas serían venenosas y ninguna les daría nutrición completa. Tal vez estarían exentas de microbios y virus depredadores; la mutación quizá modificara eso, pero la biomedicina moderna solucionaría los problemas. Para los supervivientes, con sus peculiares sistemas de inmunidad y regeneración, el riesgo sería casi inexistente. Podían cultivar plantas terrícolas si lo deseaban, y luego criar animales que se alimentarían de la hierba y el grano.

No era la Tierra virgen recobrada. No era la Feacia de sus sueños, pero aquí podían fundar un hogar.

Aquí tendrían vecinos.

—… y él ha estado tan solo —le dijo Macandal a Patulcio—. Ella y Hanno… No, no hay nada entre ellos. Sería mejor si lo hubiera. Es sólo que ambos están tan enfrascados en sus estudios que nada ni nadie más parece existir. Aliyat me ha venido con quejas. No puedo hacer mucho por ella, pero he tenido una idea para Tu Shan.

Escogió a otros y les comentó su idea en privado, en las palabras que consideró adecuadas para cada cual. Nadie se opuso. En la velada elegida, una vez que hizo lo que pudo para cocinar un festín en cero g, convocó a una votación, y Tu Shan recibió su sorpresa.

Un bote espacial descendió. Asistido por dos robots, pues los problemas iniciales con la gravedad eran inevitables después de tanto tiempo en órbita, Tu Shan bajó y fue el primer humano en Xenogea. Había dejado los zapatos en la nave y sintió la tibieza y la humedad del suelo, la riqueza de los aromas. Sollozó.

Poco después, Hanno y Yukiko regresaron de la nave de los alloi. Habían sido los primeros en visitarla. Los seis ocupantes de la Piteas los rodearon en la sala común. Todos flotaban, alertas como lucios en un lago. El mural, una ampliación de Falaise a Varengeville (mar, cielo, acantilado, sombra sobre el agua, áureas pinceladas de sol), parecía más remoto en el espacio y el tiempo que el propio Monet.

—No, no puedo contar lo que vimos —dijo Yukiko, como si hablara en sueños—. No tenemos palabras, ni siquiera para las imágenes que enviaron aquí. Pero…, de algún modo, ese interior está vivo.

—No es sólo metal muerto y trucos electrónicos —añadió Hanno. Estaba totalmente despierto, entusiasmado—. ¡Oh, tienen mucho que enseñarnos! Y creo que tendremos noticias para ellos, una vez que descubramos cómo contarlas. Pero, aparentemente, no pueden acudir en persona. No sabemos por qué, ni qué problema tiene nuestro ambiente, pero creo que vendrían si pudieran.

—Entonces deben de tener el mismo problema en el planeta —dijo Peregrino—. Nosotros podemos hacer lo que jamás lograrán sus máquinas. Se deben alegrar de que hayamos venido.

—Claro que sí —gorjeó Yukiko—. Cantaron para nosotros…

—¡Quieren que vayamos a vivir con ellos! —exclamó Hanno.

Una exclamación recorrió la sala.

—¿Estáis seguros? —preguntó Svoboda con firmeza.

—Sí, lo estoy. Hemos alcanzado un cierto grado de comunicación, y a fin de cuentas es un mensaje sencillo. —Hanno hablaba a borbotones—. ¿Qué mejor modo de conocernos y trabajar juntos? Nos mostraron la sección donde podemos instalarnos. Es bastante grande y podemos llevar lo que gustemos, actuar a nuestro antojo. El peso es suficiente para mantenernos en buen estado. El aire y las condiciones generales no son peores que en ciertas montañas que recordamos. Nos habituaremos; y podemos instalar acogedores refugios. Además, pasaremos mucho tiempo en el espacio, explorando, descubriendo, quizá construyendo…

—No —dijo Peregrino.

La negación sonó como un martillazo. Siguió un eco de silencio en el que se intercambiaron las miradas. Las caras se pusieron rígidas.

—Lo lamento —continuó Peregrino—. Esto es maravilloso y tentador. Pero hemos navegado demasiados años con el Holandés Errante. Ahora hay un mundo para nosotros, y vamos a tomarlo.

—Esperad, esperad —protestó Yukiko—. Claro que nos proponemos estudiar Xenogea. Es nuestro principal propósito. El planeta y los sapiens. Por eso se deben de haber quedado los alloi. Estableceremos bases, trabajaremos en ellas…

Tu Shan meneó la cabeza.

—Construiremos hogares —respondió.

—Está decidido —dijo Patulcio—. Colaboraremos con los alloi cuando hayamos atendido nuestras necesidades. Creo que podemos investigar mejor el planeta viviendo en él que en una serie de… saltos. Sea como fuere —sonrió fríamente—, je suis, je reste.

—Un momento —dijo Hanno—. Habláis como si quisierais quedaros para siempre. Sabéis que ésa no era la idea. Xenogea es habitable, pero no es lo que teníamos en mente. Conseguiremos más antimateria. Creo que los alloi tienen una planta productora cerca del sol, pero en todo caso nos ayudarán. Iremos a Feacia, como nos proponíamos.

—¿Cuándo ? —intervino Macandal.

—Cuando hayamos terminado aquí.

—¿Cuánto llevará eso? Décadas, por lo menos. Quizá siglos. Vosotros dos los disfrutaréis. Y los demás estaremos fascinados, por supuesto, y ayudaremos en todo lo posible. Pero ante todo tenemos nuestras propias vidas y derechos. Y las de nuestros hijos.

—Si al final nos vamos —murmuró Svoboda—, no será el primer hogar que abandonemos. Y primero habremos tenido un hogar.

Hanno la miró a los ojos.

—Querías explorar —le recordó.

—Y lo haré, en una tierra viviente. Además…, necesitamos cada par de manos. No puedo abandonar a mis camaradas.

—Pierdes en la votación —dijo Aliyat—, y esta vez no puedes hacer nada. —Acarició la mejilla de Hanno con una sonrisa—. Allí hay mares donde podrás navegar.

—¿Desde cuándo eres una valiente pionera? —bromeó Hanno.

Ella se sonrojó.

—Sí, soy mujer de ciudad, pero puedo aprender. ¿Crees que me agrada remolonear? Pensé que me conocías mejor. Bien, en el pasado crucé desiertos, montañas, mares, sobreviví en callejones, a través de guerras, pestes y hambrunas. Vete al cuerno.

—No, por favor, no debemos reñir —suplicó Yukiko.

—Correcto —convino Peregrino—. Nos tomaremos nuestro tiempo, pensaremos, hablaremos como amigos.

Hanno se enderezó, y flotó erguido delante del acantilado y del cielo. —Si queréis —dijo consternado—. Pero os aseguro que no llegaremos a ningún consenso, a pesar de vuestras tribales esperanzas. Vosotros estáis resueltos a echar raíces en el planeta, y yo no pasaré por alto la oportunidad que me ofrecen los alloi. No puedo. En vez de reñir, planeemos cómo cada cual puede cumplir mejor su papel.

Tu Shan frunció el entrecejo.

—¿Yukiko? —graznó.

—Perdóname —musitó Yukiko arrojándose a los brazos de Tu Shan.

30

—Tendrías que ir —dijo Macandal—. De entre nosotros eres la más indicada para comprender.

—No es cierto —dijo Aliyat—, tú siempre…

Macandal sonrió.

—Te has vuelto demasiado tímida, querida. Recuerda los viejos tiempos. Recuerda Nueva York.

Aliyat aún titubeaba. No sabía si podría enfrentarse a los ithagené en una situación crítica. En realidad, dominaba el idioma y las costumbres (al menos en ciertos aspectos) mejor que la mayoría de los supervivientes. Quizá su vida anterior le había aguzado la sensibilidad a los matices. Pero Tu Shan no podía prescindir de su ayuda para cuidar los campos en esa estación de sequía; y en los momentos libres, Aliyat ordenaba el cúmulo de datos y redactaba las experiencias relevantes que comunicaban Peregrino y Svoboda en su exploración de los bosques septentrionales.

—Permaneceré en contacto contigo de todas formas —dijo. —Bien, sería prudente —replicó la otra mujer—, pero tú estarás allí y serás la única cualificada para tomar decisiones. Te respaldaré. Todos te apoyaremos.

Macandal no era la jefa en Hestia, nadie lo era, pero se aceptaba tácitamente que su palabra era la de más peso en los consejos de los seis. No sólo porque sus opiniones fueran sensatas. Peregrino había dicho una vez: «Creo que nosotros, con nuestra ciencia y nuestra alta tecnología, a más de cuatro siglos-luz de la Tierra, estamos redescubriendo viejas verdades: espíritu, maná, llamadlo como os guste. Incluso, quizá, Dios.»

—Además —continuó Macandal—, yo estoy demasiado ocupada.

Siempre lo estaba: sus propias tareas, las que compartía con Patulcio, lo que incumbía a la comunidad; y, con sus tres años, Joseph era varias tareas por sí solo.

—Aparte de mi vientre —rió Macandal. El segundo hijo. La preñez no era un escollo insuperable, los cuerpos se habían habituado a la gravedad de Xenogea, pero valía la pena ir con cautela—. No te preocupes, cuidaremos de tu hombre, y no tardarás mucho en volver. Pero tómate el tiempo que necesites. Esto significa mucho para ellos, y podría significar todo para nosotros.

Aliyat preparó su equipo y sus raciones y se marchó.

Al salir de la casa por la mañana, se detuvo un minuto para mirar. El paisaje aún no resultaba demasiado familiar. Fisuras en las lechosas nubes mostraban retazos de azul pálido. Pero no se veían las nubes que traerían lluvia. El aire cálido y sin brisa estaba impregnado de aromas sulfurosos. El arroyo que bajaba de las colinas del este, atravesando el campamento era apenas un riachuelo, y casi no hacía ruido al despeñarse en el río. En el estuario brillaban barcos y bajíos, más anchos con la marea baja.

No obstante, Hestia permanecía allí. Había tres viviendas y varios edificios auxiliares de cuatro esquinas, de madera sólida. La hierba originaria se había marchitado, pero la irrigación preservaba los árboles y los macizos de rosas, malvas, violetas. Un kilómetro al norte, los robots trabajaban en la granja y los campos; el prado y las vacas eran vividamente verdes y rojos. Más allá, el bote espacial se elevaba sobre el hangar de naves aéreas apuntando al cielo, como un mirador sobre el pequeño reino. Desde esa altura, Aliyat veía un destello más brillante en el horizonte del este. El mar de Amatista.

Sobreviviremos, pensó. En el peor de los casos, los sintetizadores tendrán que alimentarnos a nosotros y al ganado hasta que pase la sequía, y el año que viene tendremos que empezar de nuevo. Oh, espero que no. Hemos trabajado con tanto empeño, con tan pocas máquinas, y hemos depositado tantas esperanzas. Una base más grande, superávit, el futuro, los niños… Está bien, fui egoísta, pues no quise molestarme en tener hijos propios. ¿Pero no es bueno para Hestia que ahora esté libre?

Minoa tenía el aspecto de costumbre. Al sur, más allá del río, los bosques mostraban mil matices —ocre, pardo, bronce verdoso— opacados por la sequedad. Árboles similares bordeaban las tierras despejadas del norte; al oeste se erguían cerros. Sobre las cimas acechaba un borrón blanco, el monte Piteas envuelto en sus brumas.

Nombres humanos. La garganta y la lengua podían imitar el habla de los nativos, de forma comprensible si ellos prestaban atención, pero pronto causaba ronquera, y más difíciles aún eran los conceptos de esa lengua.

Aliyat se despidió de Tu Shan con un beso. Él tenía músculos duros, brazos fuertes. A esa hora ya olía a sudor, tierra, virilidad.

—Ten cuidado —dijo Tu Shan con un dejo de ansiedad.

—También tú —replicó ella. Xenogea, sin duda, albergaba más sorpresas y traiciones de las que habían encontrado hasta el momento. Él había sufrido frecuentes lesiones. Era un encanto, pero se esforzaba en exceso.

Tu Shan negó con la cabeza.

—Temo por ti. Por lo que he oído, se trata de un asunto sagrado. ¿Sabemos cómo actuarán?

—No son estúpidos. No esperarán que yo conozca sus misterios. Recuerda que ellos pidieron que alguien fuese y… —¿Y qué? No estaba claro. ¿Ayuda, consejo, juicio?—. No nos han perdido ese respeto reverencial.

¿De verdad que no? ¿Qué sentía una criatura que no era de la Tierra y era tan distinta? Los nativos habían sido hospitalarios. Les habían cedido ese terreno. Es cierto que les habían ofrecido un terreno más cercano a la ciudad, pero los humanos temían problemas ecológicos. Habían intercambiado no sólo objetos, sino ideas, útiles además de bellas e interesantes. Pero esto sólo probaba que los ithagené —otra palabra griega— tenían sentido común, y quizá curiosidad.

—Debo irme. Pásalo bien.

Aliyat se marchó, cargando con la mochila. Había desarrollado músculos semejantes a los de un cinturón negro de judo, lo cual le daba un andar y una figura muy sexy, pero los huesos seguían siendo frágiles.

Un día nos marcharemos. Feacia espera, con la promesa de ser como la Tierra. ¿Miente? ¿Cuánto echaremos de menos este mundo de penurias y de triunfos? Cuatro ithagene esperaban en el extremo del sendero. Usaban cota de malla y sus filosas alabardas ganchudas relucían. Constituían una guardia de honor, o eso pensó Aliyat. Respetuosos, se dividieron para precederla y seguirla por el sinuoso camino que cruzaba la pared del fiordo y llegaba al río. En el muelle flotante, el enviado aguardaba en la nave que los había traído. Larga y grácilmente curvada en la proa y la popa, se parecía poco a las dos embarcaciones de construcción humana amarradas allí cerca. Pero tampoco había remeros, ni los mástiles tenían velas. Se valía de un generoso obsequio de los terrícolas, un motor confeccionado por los robots fabricantes. Constantes suministros de combustible lo mantenían en marcha.

Los humanos a menudo se preguntaban qué le estaban haciendo a esa civilización, para bien o para mal, y en última instancia, a ese mundo.

Aliyat reconoció a S'saa. No podía pronunciarlo mejor. Hizo lo posible con una frase que en Hestia interpretaban como un saludo formal y una plegaria. «Lo» respondió de la misma manera. («Lo, le, la»: ¿ Qué se podía hacer cuando había tres sexos y ninguno se correspondía exactamente con el masculino, el femenino y el neutro, y el idioma carecía de géneros?) Ella y su escolta abordaron la nave, un tripulante la apartó del muelle, otro cogió el timón, el motor ronroneó y avanzaron corriente arriba.

—¿Me puedes contar ahora que deseáis? —preguntó Aliyat.

—El problema es demasiado grave para mencionarlo en otra parte que no sea el Halidom —respondió S'saa—. Cantaremos sobre él.

Notas aguzadas para fijar un tono emocional, para preparar el cuerpo y la mente. Aliyat oía angustia, furia, temor, desconcierto, determinación. Sin duda perdía muchos matices, pero en los dos últimos años había empezado a comprender y sentir esa música, de un modo en que no había comprendido muchas músicas terrícolas. Peregrino y Macandal estaban experimentando con adaptaciones de los sonidos, componiendo canciones de sereno e inquietante poder.

Nadie hubiera pensado que esos seres fueran artistas. Torsos de tonel, algunos con ciento cincuenta centímetros de altura sobre cuatro piernas regordetas, cubiertas con escarnas pardas y correosas que se podían levantar para mostrar una suave superficie rosada destinada a la entrada de fluidos, la excreción, la sensación; no tenían cabeza, sino un bulto arriba, con una boca bajo una escama y cuatro tallos ópticos retráctiles; debajo cuatro tentáculos, cada cual terminado en cuatro dígitos, que se podían endurecer a voluntad. ¿Pero no parecería repulsivo un cuerpo tan exento de escamas como un cadáver desollado? Los humanos tomaban la precaución de andar totalmente vestidos entre los habitantes de Xenogea.

La veloz nave dejó atrás varias galeras que iban en la misma dirección, y luego a diversas embarcaciones de «pesca» o de carga. Ninguna iba corriente abajo; la marea había empezado a subir, y aunque la luna estaba distante ese día, el oleaje río arriba sería considerable. Con la bajamar saldrían las naves de carga. Ésta era una nación (?) de navegantes que cazaban grandes bestias acuáticas y cultivaban grandes campos de algas, comerciaban en las costas y entre las islas, ocasionalmente luchaban contra piratas o bárbaros u otros enemigos. Con el mayor tacto posible, los seis de Hestia se negaban a proporcionar ayuda militar porque desconocían sus códigos, sencillamente, esa civilización parecía ser la más avanzada del planeta, pero algún día querrían entablar relaciones con otras. Sin duda, sus amigos locales habrían hallado usos bélicos para lo que adquirían de ellos, además de los pacíficos.

Transcurrieron un par de horas. En el lado sur, el bosque cedía paso a huertos y sembradíos. El follaje estaba reseco. En el norte, mientras los cerros se elevaban en el fondo, los peñascos bajaban suavemente. Se irguieron torres en la brumosa distancia, cobrando nitidez. Se elevaban sobre los mástiles apiñados a lo largo de los muelles; Aliyat desembarcó en Xenocnosos.

Custodiada por el río y la flota, la ciudad no necesitaba murallas externas. Peristilos y fachadas con intrincadas esculturas se elevaban a lo largo de calles anchas y limpias. El vidrio reverberaba en colores contrastados. El efecto no era desconcertante sino armonioso, como de árboles y viñas entrelazadas o algas en una corriente submarina, extrañas de contemplar en un mundo tan parsimonioso. Allí no se veía la turbulencia de las multitudes humanas; incluso las miradas y comentarios que provocaba Aliyat eran decorosos. Eran las voces las que bailaban, gorjeaban, crecían, se unían, las voces y los sonidos de instrumentos.

No todo era así. Al escalar un cerro, Aliyat vio un campamento fuera de la ciudad, un mísero abarrotamiento de refugios improvisados. Los habitantes estaban incómodamente apiñados y guardias armados rondaban la zona. Aliyat sintió un escalofrío. Ésa debía de ser la razón por la cual la habían llamado.

En la cima del cerro se erguía el edificio que llamaban el Halidom. La intemperie había dado un tono ambarino a la piedra. En la Tierra jamas había existido semejante combinación de bóvedas y arcadas entrelazadas y ramificadas, ventanas en espiral y aleros con forma de cáliz. Allí la imaginación nunca había avanzado en esas direcciones. Cuando ellos transmitieran las imágenes, la arquitectura, la música, la poesía y muchas otras cosas quizá tuvieran un renacimiento, si a los humanos aún les interesaban esas cosas.

S'saa la acompañó al interior. Una vasta cámara en penumbra se abrió ante ellos. Los poderosos de Xenocnosos se habían reunido, expectantes, en un semicírculo ante una tarima. Allí se encontraban los tres (uno de cada sexo) que reinaban o presidían. Al oír hablar de ellos desde el espacio, Hanno había propuesto denominarlos la Tríada, pero los de Hestia luego consideraron que Trinidad era un nombre más adecuado.

Aliyat se acercó.

Esa noche llamó por radio desde el apartamento que le habían prestado. Se instaló allí: el mobiliario era poco adecuado, pero le bastaba. La ventana sin postigos dejaba penetrar la tibia oscuridad, el chasquido de la brisa. La pequeña luna cornúpeta teñía las nubes y arrojaba fantasmagóricos reflejos sobre el río. Varias fogatas ardían entre la gente del campamento.

El agotamiento le apagaba la voz, aunque su mente rara vez estaba tan lúcida.

—Hemos discutido el tema todo el día —dijo—. No es que el problema sea complicado en sí mismo, pero atañe a creencias, tradiciones, prejuicios, todo lo que está tan arraigado en una persona… Pensad en un celta pagano y un musulmán pío tratando de ponerse de acuerdo sobre el estatus y los derechos de las mujeres.

—Los ithagene han tenido la sabiduría de pedir una opinión externa —señaló Patulcio—. ¿Cuántas sociedades humanas hicieron tal cosa?

—Bien, esto no tiene precedentes —intervino Peregrino desde lejos—. Nunca tuvimos verdaderos alienígenas en la Tierra. Tal vez en el futuro nos beneficiemos… Continúa, Aliyat. —Es el modo en que se reproducen. —Copulando en el agua dulce, que tenía que estar quieta para que hubiera concepción; era esencial una concentración de cierta materia orgánica disuelta. En un mundo donde la mayoría de las regiones estaban normalmente húmedas, eso no presentaba más inconvenientes que la pérdida de la capacidad para sintetizar vitamina C en el cuerpo para la especie humana—. Recordaréis que la gente de la ciudad usa ese lago de las colinas, detrás de la ciudad. —Lago Sagrado era el nombre humano, dado que hacer el amor parecía ser un rito religioso en esa sociedad—. Bien, en las inmediaciones, la mayoría de los demás lagos se han secado tanto que son inservibles. Los habitantes se han reunido para solicitar acceso al Lago Sagrado ahora que ha concluido la cosecha. También está muy mermado, pero queda suficiente para todos si las parejas, o mejor dicho triplejas, se turnan. —Aliyat rió—. ¡Nuestra especie lo aprobaría! Pero desde luego los ithagene no lo ven a nuestro modo. Lo que ha levantado en armas a los habitantes de Xenocnosos es la idea de que unos forasteros profanen este misterio, la presencia de su espíritu tutelar, dios o lo que fuere. La Trinidad dijo a los campesinos que se marcharan y esperaran a que acabaran los malos tiempos. De todos modos, no deben procrear hasta que vuelvan las lluvias. Pero ya sabéis acerca de los nacimientos anuales sagrados…

—Sí —dijo Tu Shan—. Viven como primitivos, la mortalidad infantil es muy elevada, entienden que deben ser fecundos a cualquier precio.

—El reino, toda esta sección de Minoa, está al borde de la guerra civil —dijo Aliyat—. Incluso hubo muertes. Ahora, las tribus han enviado aquí a dos o tres mil personas que insisten en que pronto, ocurra lo que ocurra, irán al lago. Nada podrá detenerlas salvo una matanza. Nadie quiere eso, pero los demás no pueden ceder sin causar grandes conmociones.

Macandal soltó un silbido.

—Y nosotros no teníamos ni idea. Si hubieran acudido antes a nosotros.

—Supongo que no se les ocurrió hasta que estuvieron desesperados —comentó Patulcio—. Si no encontramos una solución rápidamente, sospecho que será demasiado tarde.

—Para eso fuiste tú, Aliyat —dijo Macandal—. Por las insinuaciones de S'saa, entendí que se trataba de algo así y tú, con tu experiencia… ¡No me interpretes mal!

—No me ofendes —dijo Aliyat—. Creo haber logrado una comprensión de lo que ocurre. Quizá no sirva de nada.

—Cuéntanos —rogó Svoboda.

Si se pudieran usar palabras humanas que tuvieran sentido al expresar emociones ithagené, pensó Aliyat, al ver la reacción de la asamblea la mañana siguiente.

—¡No! —exclamó el «le» de la Trinidad—. ¡Imposible!

—No es así, oh Previsores —sostuvo Aliyat—. Se puede hacer rápida y fácilmente. Mirad. —Desplegó un papel. Allí estaba copiada una transmisión de Hestia a una máquina que Aliyat llevaba consigo: una fotografía aérea ampliada de Lago Sagrado y sus inmediaciones. Los ithagené no se oponían a que los sobrevolaran, aunque ninguno había aceptado una invitación para volar. (¿Lo impedía el instinto, una prohibición o qué?) Aliyat señaló el mapa—. El lago está en una cuenca alimentada por lluvias y afluentes. Aquí, a poca distancia, hay una hondonada. Si talamos los árboles y arbustos, y cavamos un canal a través de la pendiente, parte del agua dadora de vida desbordará para llenarla, y a vosotros os quedará bastante cuando se cierre de nuevo el canal. Allí, fuera de la vista de vuestra gente, los campesinos podrán engendrar de acuerdo con sus propias costumbres. Esto sería una empresa difícil para vosotros, pero ya conocéis nuestras máquinas y explosivos. Lo haremos por vosotros.

Cuchicheos y susurros llenaron la oscuridad.

S'saa se dirigió a Aliyat, combinando la lengua nativa con el escaso lenguaje humano que dominaba el «lo»;

—Aunque son reacios, aceptarían para impedir males peores. Sin embargo, temen que los habitantes se nieguen y tomen la propuesta como una amenaza mortal. Conociendo a Kth y Hru'ngg, los líderes, creo que es verdad. Pues un lugar de la vida no es cualquier lago; está consagrado por el uso, por la vida que ha dado en el pasado. Procrear en otra parte desquiciaría el mundo. Quizá las lluvias no regresaran nunca, o los infractores no tuvieran más nacimientos.

Aliyat sintió el peso de la consternación.

—¡No creeréis semejante cosa!

—Los que estamos aquí, no. Pero ellos son simples campesinos. Y es verdad que no todos los lagos otorgan la bendición. Muchos no lo hacen, aunque los probamos en alguna otra ocasión.

—Eso es porque… ¡Oh cielos! ¿de qué sirve?

—Fluye agua de tus ojos. ¿Estás invocando?

—No, yo…, no tenéis una palabra. Sí, invoco a los muertos, y la pérdida y… ¡Esperad, esperad!

—Brincas, alzas los brazos, emites ruidos.

—Tengo una nueva idea. Tal vez esto sirva. Debo preguntar al consejo. Luego debo… acudir a los habitantes y… averiguar si les parece bien.

Aliyat se volvió hacia la Trinidad.

Durante varios días el cielo había estado despejado, un azul duro como hierro, ni una nube salvo en el oeste. De vez en cuando relámpagos y truenos surcaban un paisaje sin viento mientras el ocaso enrojecía esas regiones. Los rayos del sol penetraban por las brechas y bañaban los valles hasta ensangrentar el nuevo lago. Negros árboles se perfilaban contra el poniente. Los cientos de ithagené reunidos se transformaron en masas de sombra, una muralla alrededor del agua. Su canto palpitaba como un corazón.

De entre ellos salieron los Extraños, tres parejas, pues se sabía que tal era su naturaleza. A la derecha caminaban los Previsores de la Ciudad, con antorchas colgadas de estacas para proporcionar luz; a la izquierda, más antorchas llameaban y humeaban entre los Jefes Sembradores. Éstos se detuvieron en la margen. Los seis avanzaron.

Aliyat sintió bajo los pies la dureza del césped ahogado. El agua le lamía los tobillos, las rodillas, la entrepierna. Aún conservaba la tibieza del día, pero cierta frescura se elevaba desde abajo, un compromiso con años venideros.

—Aquí nos detenemos —dijo—. El fondo desciende abruptamente. Si seguimos pronto tendremos el agua hasta la cabeza. —No pudo reprimir una risita—. Eso nos dificultaría continuar con tanta pompa, ¿eh?

—No sé qué debemos hacer —confesó Tu Shan.

—No mucho. A fin de cuentas tenemos la ropa puesta, y ellos no saben cómo hacemos nuestros bebés. Pero debemos tomarnos tiempo y… —Con repentina timidez—: Y convencerlos de que nos estamos amando.

Él la rodeó con los brazos. Ella lo estrechó. Se besaron. En la sombra del crepúsculo, entrevio a Patulcio y Macandal, Peregrino y Svoboda. Un himno llegó desde la costa.

Una orgía en una piscina, pensó locamente. Ridículo. Absurdo como hacer el amor, como todo lo humano, todo lo vivo. Vinimos de esas estrellas que parpadean allá arriba para representar un rito de fertilidad de la Edad de Piedra.

Pero funcionaba. Consagró el lago, encendió la magia. Minoa aguardaría en paz la resurrección de la tierra.

—Tu Shan —susurró Aliyat, abrazándolo—, cuando regresemos a casa, quiero un hijo tuyo.

31

—Dichosa es la palabra que nos ha llegado —declaró el alloi a quien los humanos llamaban Cascada de Luz. Ha viajado desde el punto de contacto más próximo, a 147 años-luz. —Dedos ramificados delimitaron una parte del cielo e indicaron un punto. El ademán, realizado por una silueta tan frágil, recortada contra el espacio desnudo que se veía por una transparencia de la nave, cobraba doble fuerza.

La dirección estaba lejos del Sol, pero no hacia Pegaso. Los alloi habían ido muy lejos del mundo que había engendrado su raza.

—Punto de contacto —dijo Yukiko, por fuerza en voz alta y en un idioma terrícola. La comprendían, así como ella comprendía lo que le comunicaban. Era inevitable expresarse así cuando la mente no podía traducir directamente lo que percibían los sentidos, sino que debía atravesar un metalenguaje elaborado en el curso de años—. No identifico vuestra referencia.

—Los navegantes estelares han establecido estaciones en órbita de soles escogidos, a las cuales envían sus descubrimientos y experiencias —explicó Azogue—. Éstas comunican la información al resto. Así crecen nuestros nódulos de conocimiento, y los haces que los unen forman redes que se entrelazan.

Hanno asintió. Lo había notado; sus exploraciones con compañeros alloi lo habían llevado cerca de la vasta y traslúcida red que habían confeccionado alrededor de Tritos, mientras Yukiko indagaba sus artes, filosofías, sueños.

—Hay una versión primitiva en el Sistema Solar —le recordó Hanno a Yukiko—. O la había, cuando nos fuimos. Cuando empiecen a recibir nuestras transmisiones, pueden remodelarla y unirse a la comunidad.

—Si les interesa —replicó Yukiko mirando el cielo, donde las estrellas se ahogaban en la helada catarata de su propia luz, y desviando los ojos con un escozor. Lo que ambos habían aprendido les daba pocas esperanzas.

Hanno no estaba tan abatido.

—¿Cuál es la noticia? —preguntó con avidez.

—Una nave ha acudido al punto de contacto —dijo Cascada de Luz—. Todos lo hacen de vez en cuando para recibir nuevos datos, pues las estaciones no pueden transmitir continuamente a quienes pueden estar en cualquier parte, viajando a cualquier velocidad. Nuestro informe sobre este sistema, tal como había llegado entonces, decidió a la tripulación a seguir viaje hasta Tritos. Nos hemos encontrado antes con esos seres; resulta evidente para nosotros que los habitantes de Xenogea revisten especial interés y encierran gran promesa. Una imagen, por favor.

—Ahí tienes —dijo Ala Estelar, activando un proyector. Apareció una mole que a Hanno le evocó un rinoceronte. Pero la semejanza era vaga y caprichosa, como comparar un hombre con una oruga. El cuerpo, en todo caso, tenía poco interés, excepto en la medida en que era una matriz de la mente, del espíritu.

—Sí —aventuró—, ellos también son de un planeta grande, ¿verdad? Creo que aquí ven una similitud cultural con ellos mismos y quizá cosechen muchas ideas a partir de las diferencias.

Los ojos de Yukiko brillaron.

—¿Cuándo vendrán?

—Dicen que primero desean pasar unos años en el punto de contacto, estudiando y analizando los datos —dijo Cascada de Luz—. Es habitual aprovechar instalaciones que ninguna nave puede albergar. Sin duda viajan allí en este momento. Como están habituados a altas aceleraciones, llegarán sólo unos meses después de su anuncio de partida.

—Varios años, entonces —sonrió Yukiko—. Tiempo suficiente para preparar una fiesta de bienvenida.

—¿Viajan por la misma doctrina que vosotros? —preguntó Hanno.

—Sí —respondió Cascada de Luz—, y os recomendamos que la adoptéis.

—Estoy pensando en ello. Necesitaríamos ciertas modificaciones básicas en nuestra nave.

—Sobre todo en vuestros pensamientos.

Touché! —rió Hanno—. Somos advenedizos impacientes.

Los alloi no aceleraban continuamente entre los astros. Se acercaban a la velocidad de la luz y luego continuaban en trayectoria libre, usando la fuerza centrífuga. El ahorro en antimateria permitía grandes naves, con todo lo que eso implicaba. El precio era que la dilación temporal era menor. Un viaje que se habría realizado en diez años de a bordo duraba el doble; y cuanto más lejos se iba, más crecía el factor. Todos los viajeros eran longevos, pero ninguno escapaba del tiempo. La práctica explicaba que los observadores de Sol nunca hubieran recibido señales de naves estelares. Aunque las energías eran enormes, sólo había radiación al principio y al final de un pasaje, la fluctuación de una candela; y las naves estelares eran escasas.

—Quizá seas injusto contigo mismo —sugirió Ligero—. Quizá vuestra premura colme una necesidad que nosotros, integrantes de especies que han viajado más tiempo por la galaxia, no sabíamos que temamos. Podéis ir más allá de este diminuto segmento de la galaxia al que hemos llegado, de un extremo al otro, en menos de un millón de años cósmicos. Vosotros podéis ser quienes la unáis.

Yukiko agitó las manos.

—No, no. Nos honráis más de lo que merecemos.

—Esperemos el futuro —sugirió Ala Estelar, con la paciencia de la antigüedad. Estos seres habían abandonado Pegaso quince mil años atrás; ninguna de sus vidas individuales era más breve que la mitad de ese tiempo. Sabían de exploraciones que habían durado, en otras direcciones, cien veces más.

—Bien, esto es… maravilloso —dijo Hanno. Miró a Yukiko—: Quizá tú encuentres palabras, querida. Yo estoy estupefacto.

Ella le cogió la mano.

—Tú nos trajiste aquí. Tú.

Habían aprendido a discernir cuando los alloi se ponían solemnes.

—Amigos —dijo Cascada de Luz—, debéis tomar ciertas decisiones. Poco después de la llegada del… (?), nos marcharemos. —A través de la sorpresa y el pulso acelerado, captaron—: Podéis quedaros si gustáis. Ellos se alegrarán de conocer a nuevos miembros de la hermandad. Podéis ayudarlos, y ellos a vosotros, a conocer Xenogea y sus inteligencias, incluso más de lo que vosotros y nosotros nos hemos ayudado. Todo lo que hemos construido en este sistema quedará para vuestro uso.

—¿Pero os marcháis? —tartamudeó Yukiko—. ¿Porqué?

Los largos miembros trazaron símbolos. Las membranas temblaron; los cuerpos se cubrieron de opalescencias. La declaración era tranquila, inexorable y tal vez melancólica. Tal vez.

—Hemos pasado más de cuatro siglos en Tritos. Os dais cuenta de que en parte fue por lo que habíamos detectado en Sol: nuestra esperanza, que se cumplió, de atraer aquí a viajeros de allá. Entretanto exploramos estos planetas y sobre todos los diversos modos de vida, historias, logros, horrores y glorias de las inteligencias de Xenogea. Fue un esfuerzo ricamente recompensado, tal como esperábamos. Un nuevo concepto del universo se abrió para nosotros. Algo de lo aprendido ha entrado en nuestro interior.

»Y sin embargo vosotros, humanos, en vuestra década y media, habéis recogido más de lo que pensábamos que había. Ocurre que vuestro mundo de origen, vuestra evolución, se parece más a la de ellos. La naturaleza os ha preparado mejor para comprenderlos.

»Por nuestra parte, nos sentimos atraídos hacia vosotros mucho más que hacia ellos. Vosotros también sois la clase de seres que busca las estrellas. Nosotros podríamos quedarnos aquí hasta que este sol empiece a morir, sin descubrir todo lo que hay por descubrir; pues es mucho, y siempre está cambiando. La vida es rara, y la inteligencia más aún. ¿Por qué, entonces, no nos quedamos?

«Porque aspiramos a más de lo que obtuvimos aquí, y sabemos que lo hallaremos si buscamos el tiempo suficiente.

Hanno sólo encontró palabras de mercader. —Entiendo. Habéis pasado el punto de las ganancias menguantes. Vuestra mejor estrategia es empezar de nuevo.

Algo que las civilizaciones madres no hacían, no podían hacer.

—¿Iréis hacia Sol? —preguntó Yukiko con voz trémula.

—Algún día, quizá —dijo Ala Estelar.

—Improbable —afirmó Azogue—. Creo que lo que nos habéis revelado bastará… pues ellos han continuado evolucionando.

—Que Sol y Pegaso se comuniquen —insistió Ligero.

—No, eres demasiado impetuoso, y demasiado desconsiderado con nuestros amigos —amonestó Cascada de Luz—. Nosotros tenemos años por delante para reflexionar. Vosotros también —continuó, dirigiéndose a los humanos—, con vuestros congéneres del planeta, debéis reflexionar. ¿Queréis comenzar de inmediato?

Hanno y Yukiko intercambiaron una mirada. Ella asintió en silencio. Él también, al cabo de un momento. Se inclinaron, uno de los muchos movimientos que gradualmente había cobrado elocuencia, y salieron de la sala coralina.

Un pasadizo los llevó a lo largo de la gran curva de la nave. Más allá de la zona que estaba viva, se extendía una vista simulada de rojizas colinas, angostos peñascos, frondas ondeantes alrededor de un lago congelado, bajo un cielo azul violáceo donde los anillos se arqueaban como arco iris incesantes, un mundo que los alloi habían hallado una vez y consideraban bello, pues se parecía a su mundo madre antes de las máquinas. Habían dejado colonos.

Más allá se extendía una sala de ejercicios para los humanos. Podía girar en torno de un anillo hueco alrededor del casco para obtener mayor gravedad. Así conservaban un estado físico que les permitía visitar el planeta sin estar en excesiva desventaja ante quienes vivían allí.

Más adelante estaba el hogar de ambos, el jardín de Yukiko, un poste que sostenía un modelo de carabela construido por Hanno, el compartimento que los albergaba. Dentro el aire seguía siendo seco y poco denso pero tibio, y la luz era pura y blanca.

Las tres Habitaciones albergaban sus pertenencias, algunas traídas de la Tierra, otras que eran recuerdos de sus años en el espacio, pero no había apiñamiento. Hanno conservaba su prolijidad de marinero, ella su austeridad esencial. Frente al complejo electrónico, un pergamino caligráfico colgaba sobre una mesilla donde un cuenco de agua contenía una bonita piedra.

Se quitaron las prendas externas.

—¿Preparo té? —propuso Yukiko.

—Hazlo, si deseas —dijo Hanno, con la cara tensa—. Quiero llamar al planeta.

—Bueno, esta noticia es abrumadora, pero tendremos que hablar sobre ella…

—En persona. Iremos allí a quedarnos un tiempo, tú y yo.

—Me encantaría —suspiró ella.

—Sí, confieso que disfrutaré de un paisaje real al aire libre, un mar, un viento salobre.

—Y nuestros camaradas. No imágenes sino carne y hueso. Cuánto deben de haber crecido los niños.

Él echaba de menos la melancolía, y sólo mucho después recordó con cuánta vehemencia ella entraba en la vida que la rodeaba cuando efectuaban descensos. Las ocasiones habían sido infrecuentes y breves. Debían vivir con los alloi, trabajar con ellos, compartir penurias y peligros así como victorias y celebraciones, para llegar a comprenderlos y entender lo que habían ganado en su viaje incesante. Para Hanno los sacrificios eran pocos.

—No importa cuántos años tengamos para prepararnos —dijo—. Será mejor comenzar enseguida.

Ella sonrió.

—Es decir que no tienes tiempo para una taza de te.

Ignorando la suave ironía, él se sentó ante el complejo y ordenó una comunicación con Hestia. La nave estaba ahora sobre el hemisferio opuesto, pero los alloi habían puesto satélites de relé en órbita. La pantalla se encendió.

—Llamando —dijo la voz artificial. Transcurrieron un par de minutos—. Llamando.

Yukiko conectó un visor externo. El planeta blanco resplandecía con venillas azules. Los relámpagos rasgaban el borde oscuro. Ella unió las palmas.

—¡Hemos olvidado que donde están ellos es de noche! —exclamó.

—Demonios —dijo Hanno sin sombra de arrepentimiento.

La imagen tridimensional de Svoboda entró en la pantalla, como si ella misma estuviera detrás de una ventana cerrada. Tenía el pelo desaliñado. Una túnica puesta deprisa insinuaba senos cargados de leche.

—¿Qué pasa? —exclamó.

—Ninguna emergencia —respondió Hanno—. Noticias. Te lo contaré y tú se lo explicarás a quien se haya despertado, y luego puedes dormirte de nuevo.

—¿No podías esperar? —preguntó enfadada.

—Escucha. —Hanno dio su informe con palabras concisas y vibrantes—. Necesitamos empezar a estudiar la información que los alloi puedan darnos sobre estos otros seres, en cuanto la hayan reunido. Antes de eso tenemos que deliberar. Yukiko y yo esperamos nuestro bote poco después del amanecer… ¿Qué ocurre? —¿Cuál es la prisa? —rezongó Svoboda—. ¿No sabes que es temporada de cosecha ? Tanto las personas como los robots nos estaremos deslomando estos días. Ya lo estamos haciendo. Oí la llamada sólo porque me acababa de dormir después que el bebé me tuvo despierta durante horas. Y ahora quieres que te preparemos una recepción y reunamos un consejo al instante.

—¿No te interesa? ¿Por qué demonios diste tu consentimiento?

—Lo lamentamos —intervino Yukiko—. Estábamos tan excitados que olvidamos todo lo demás. Perdona.

La otra mujer hizo una mueca burlona.

—¿Él lo lamenta?

—Aguarda —dijo Hanno—. Cometí un error. Pero esto que sucede…

Svoboda lo interrumpió.

—Sí, es importante. Igual que tu arrogancia. Olvidas que tú, sentado allá en el cielo, no eres Dios Todopoderoso.

—Por favor —suplicó Yukiko.

Hanno habló con frialdad.

—Soy el capitán. Exijo respeto.

Svoboda meneó la cabeza. Un rizo rubio le rozó la sien.

—Eso ha cambiado. Ya nadie es indispensable. Aceptaremos el líder que necesitemos, si juzgamos que esa persona nos servirá bien. —Hizo una pausa—. Alguien llamará mañana, cuando hayamos deliberado, y hará los arreglos necesarios. —Con una sonrisa—: Yukiko, no es tu culpa. Todos lo sabemos. Buenas noches. —La pantalla se apagó.

Hanno se quedó mirándola.

Yukiko se plantó detrás de él apoyándole una mano en el hombro.

—No lo tomes a mal. Estaba fatigada, y por lo tanto de mal humor. Cuando haya descansado, lo olvidará.

Él meneó la cabeza.

—No, es algo más profundo. No lo había advertido, porque hemos estado alejados mucho tiempo. En el fondo aún están resentidos.

—No, lo juro. Ya no. Tú los trajiste, nos trajiste, hacia algo mucho más maravilloso de lo que nos atrevíamos a esperar. Es verdad, ahora no eres vitalmente necesario. Nadie cuestiona tu valor como capitán. Y actuaste irreflexivamente. Pero esa herida sanará por la mañana.

—Algunas cosas no sanan nunca. —Hanno se levantó—. Bien, no tiene caso amargarse. —Arqueó los labios—. ¿Qué dices de esa taza de té?

Yukiko lo miró en silencio.

—Vosotros dos aún podéis lastimaros, ¿verdad? —dijo con un hilo de voz.

—¿Con cuánta frecuencia echas de menos a Tu Shan? —replicó él con brusquedad. La abrazó—. Aun así, estos años han sido buenos para mí. Gracias.

Ella le apoyó la mejilla en el pecho.

—Y para mí.

—Repito… ¿Qué ocurrió con el té? —esbozó una sonrisa forzada.

32

Las primeras luces agrisaron el este, transformaron el arroyo en plata opaca. Negras montañas se perfilaron en el oeste y la bruma desdibujó la enorme luna. La cascada se precipitó ruidosamente al río, que gorjeaba y murmuraba. Soplaba una brisa fría y salobre. Hanno y Peregrino se hallaban en el muelle. Les costaba hablar.

—Bien —dijo Peregrino—, diviértete.

—También tú —replicó Hanno—. ¿Cuánto tiempo dijiste que te irías?

—No lo sé con certeza. Tres, cuatro días. Pero ven a casa esta noche, ¿me oyes?

—Desde luego. Los fenicios nunca pasamos una noche en el mar si podemos evitarlo.

El sombrío semblante de Peregrino se ensombreció aún más.

—Ojalá no fueras. Y menos solo.

—Ya te he oído antes. Tú también vas solo, y ni siquiera llevas un comunicador.

—Es distinto. Yo conozco esos bosques. Pero ninguno de nosotros conoce esas aguas. Tan sólo hemos navegado un poco con los botes o viajado con los nativos, y eso era para estudiar a los tripulantes, no su pericia marinera.

—Mira, Peregrino, sé perfectamente que las condiciones no son iguales a las de la Tierra. Las he inspeccionado, ¿recuerdas? También recuerda que yo navegaba en naves más frágiles dos mil años antes de tu nacimiento. La segunda ley del mar es siempre: «Cuídate.»

—¿Cual es la primera?

—«¡Quédate en la sentina!»

Rieron juntos.

—De acuerdo —dijo Peregrino—. Ambos necesitamos deambular, cada cual a su modo. Sospecho que lo mismo ocurre con Corinne. No tenía por qué conferenciar con la Trinidad precisamente a esta hora. —Tácitamente: Escape, alivio, aflojar la tensión que ha crecido en nosotros en estos días de trajín. ¿Nos quedaremos aquí, acompañaremos a los alloi cuando partan, o qué? Buscar dentro de nosotros nuestros verdaderos deseos. Aún nos quedan años para decidir, pero nuestras divisiones han durado más tiempo y han sido más amargas de lo que pensábamos.

—Gracias por tu ayuda —dijo Hanno.

—De nada, amigo. —Se dieron la mano. Era el apretón más cálido que Hanno había dado o recibido en Hestia. No podía preguntar directamente, pero creía que Peregrino lo había perdonado del todo. Bien, la brecha que se hubiera abierto no afectaba algo fundamental en la vida de ese hombre, como en el caso de otros; y desde el punto de vista de Peregrino, los acontecimientos habían vindicado a su viejo amigo. En los últimos cónclaves de los ocho, habían estado del mismo bando.

No ocurría así con Macandal, Patulcio, Aliyat, Tu Shan, Svoboda… Svoboda. Oh, ella lo tomó grácilmente; a fin de cuentas, en principio ella también favorecía la exploración. Pero, por acuerdo tácito, ella y Yukiko se quedaron en la cama mientras sus hombres se levantaban para llevar el equipo hasta el bote espacial.

Peregrino dio media vuelta. Sus pasos apenas fueron un susurro en el muelle, su alta forma se alejó y se perdió en la oscuridad. Hanno subió a bordo. Pronto descubrió y desplegó la vela mayor, sacó el foque, izó ambas, afianzó las escotas y zarpó. La tela resplandeció como un fantasma frente al alba, flameó, recibió el viento, se hinchó. La Ariadna se inclinó hendiendo la corriente.

Era una buena nave, una balandra de seis metros (en la Tierra habría corrido regatas en otros tiempos, pero ya nadie navegaba), construida en momentos libres por Tu Shan con ayuda de los robots, según planos de la base de datos. Tu Shan había querido fabricar algo bello, además de útil. Resultó que nadie tenía tiempo para usarla demasiado. Los ithagenê estaban intrigados, pero el diseño no congeniaba con ellos. Hanno dio unas palmaditas sobre la cubierta.

—Pobrecilla —dijo—. ¿Llorabas de noche, siempre sola? Hoy cabalgaremos de verdad, te lo prometo. —Sorprendido, notó que había hablado en púnico. ¿Cuándo había sido la última vez?

El estuario se ensanchaba. La brisa soplaba con fuerza desde tierra, impulsando a Hanno junto con la corriente y la marea. La bajamar terminaría cuando Hanno llegara al mar; para la transición eran convenientes aguas más remansadas.

Las ondas y surcos, todas las turbulencias, eran más fuertes y veloces en Xenogea, menos previsibles que en la Tierra, dada la gravedad.

El sol se elevó, oscurecido y enrojecido por las nubes, no tan lejos a estribor como habría estado en la Tierra en esa latitud y esa época del año. Aunque el planeta rotaba más deprisa, la inclinación axial prometía un largo día de verano. Turbios bancos de nubes se elevaban al sur. Hanno esperaba que no se desplazaran al norte y lo sorprendieran con una borrasca. La temporada más húmeda había pasado, pero nunca se sabía. La meteorología de Xenogea se basaba principalmente en conjeturas. Los parámetros eran exóticos; los humanos y sus ordenadores tenían cosas mucho más interesantes en qué ocuparse. Además, el tiempo era muy inestable. El caos, en el sentido en que los físicos usaban la palabra, predominaba tempranamente en cualquier secuencia.

Bien, esa nave era resistente; él y Peregrino le habían instalado un motor fuera borda; si Hanno se veía en apuros, llamaría y un avión iría a recogerlo. Detestaba esa idea.

Decidió pensar en cosas más agradables. Navegar de nuevo entre los astros… No, eso le afectaba mucho. Eso era lo que dividía la casa de los supervivientes contra Hanno. No podía culpar a los que deseaban quedarse. Habían trabajado, sufrido, luchado; este mundo era su nuevo hogar, el cosmos de sus hijos. En cuanto a los que querían explorar, Minoa con sus muchos reinos era apenas un continente en todo un mundo. Para quienes deseaban morar cerca de seres no humanos, una nueva raza se aproximaba. ¿Qué más podían desear?

Olvídalo por ahora. Sumérgete en este día.

El mar se extendía ante la Ariadna, crestas blancas como metal, chorros y bramidos, un abrupto viento del sureste. La nave brincó, se inclinó, la borda de sotavento hendió las aguas. La cubierta y el timón palpitaban. El viento cantaba, soplaba besos salobres. Hanno se cerró la chaqueta y se cubrió con la capucha. Acarició el cartucho de gas que encendería en caso necesario. Las maniobras eran difíciles y los . músculos de Hanno aún no se habían habituado al peso. No habría podido arreglárselas solo sin los servomecanismos y el ordenador. Aun con ellos, debía estar muy alerta. Bien. Deseaba que fuera así.

Una embarcación nativa bogaba hacia la costa, hendiendo el viento, las velas hinchadas. Debía de haber esperado el cambio de mareas. Ahora cabalgaba corriente arriba, sin duda hacia Xenocnosos. Quizá tuviera que buscar amparo en una de las bahías que los ithagene habían cavado en los barrancos, mientras la marejada pasaba rugiendo. Ese día sería especialmente peligroso, con una cercana luna llena.

Al norte, a cinco kilómetros del promontorio, se encrespaban aguas blancas y surgían formas negras: la Zona Prohibida, un traicionero conjunto de rocas y bajíos. Una corriente del sur la barría. Hanno reorientó las velas. Deseaba estar lejos antes de que la marea reforzara esa embestida.

Maniobrando, enfiló hacia la más próxima de las tres islas que había hacia el este. Apenas llegaría allí a media tarde, cuando la prudencia le impondría volver, pero era un rumbo.

Una meta, pensó. Un puerto al que no llegaré. Ulises, zarpando hacia Itaca desde la incinerada Troya, tentado por los lotófagos, amenazado por el cíclope, luchando con vientos y hombres salvajes, seducido por una hechicera que despojaba a los hombres de su humanidad, descendiendo al reino de los muertos, surcando los campos del sol, atravesando el portal de la destrucción, aprisionado por aquella que lo amaba, arrojado a las costas de Feacia…, pero Ulises había llegado a su hogar.

¿Cuántos puertos había perdido Hanno en tantos milenios? ¿Todos?

Tritos trepó a una brecha entre las nubes. La luz centelleó. Hanno surcaba el mar de Amatista, cubierto de polvo de diamantes y las blancas crines del oleaje. Adorable y salvaje como una mujer.

Tanithel, el pelo negro con guirnaldas de anémonas, susurrando su deseo de no haber tenido que sacrificar su virginidad en el templo antes de acudir a él; Adoniah, leyendo las estrellas desde su torre de Tiro: dos veces Hanno ancló, las luces del hogar titilaron en el anochecer, y luego la marea baja lo alejó de esa comarca llevándolo a aguas vacías. Después… Merab, Althea, Nirouphar, Cordelia, Bragwyn, Thorgerd, María, Jehanne, Margaret, Natalia. ¡Oh Ashtoreth, los queridos fantasmas eran imposibles de contar y recordar! ¿Pero habían sido algo más que fantasmas, cuando pertenecían a la muerte? Se sentía más cerca de los hombres, la sensación de pérdida no era la misma. Baalram, Thuti, Umlele, Piteas, Ezra, el tosco Rufus, sí, eso dolía. Algo dentro de Hanno había llorado siempre a Rufus.

¡Basta de lamentos!

El viento arreció. La Ariadna se inclinó bruscamente. El sol desapareció tras los celajes. Las montañas de nubes se acercaron, con relámpagos en sus cavernas negras. Las islas se perdían en la movediza bruma, y a popa la costa era baja e imprecisa.

—¿Qué hora es? —preguntó Hanno. Soltó un silbido cuando el ordenador le respondió. Su cuerpo había navegado por él mientras su mente se sumergía en el pasado.

También sentía hambre, pero sería temerario confiar el timón a la maquinaria aunque sólo fuera para ir abajo a preparar un bocadillo.

—Ponme con Hestia —ordenó al comunicador.

—Llamando.

—Hola, hola. ¿Hay alguien allí? Llama Hanno.

El viento arrancó la voz de Yukiko del altavoz, los mares pisotearon sus jirones. Hanno apenas oyó:

—… asustados por ti…, informe del satélite…, tormenta avanzando deprisa…, por favor…

—Sí, claro. Regresaré. No te preocupes. Esta nave puede resistir un tumbo y enderezarse. Volveré para la cena. —Si cojo la marea adecuada. Tengo que mantenerme lejos de la costa hasta que pueda enfilar en línea recta. Bien, el motor tiene muchos kilowatios. Mejor apañarse con eso y no con hombres que remaban hasta que les reventaban el corazón.

No quería usarlo a menos que fuera imprescindible. Necesitaba una pelea, ingenio, agallas y tendones contra los lobunos dioses. El regreso exigiría una larga y dura maniobra. Una ola barrió la cubierta. La Ariadna tembló, pero el mástil aún se mecía en lo alto como una lanza erguida. Muchacha valiente. Como Svoboda…, como todas ellas, Yukiko, Corinne, Aliyat, todas ellas supervivientes, de una manera como jamás lo habían sido sus hombres.

Dejó que los servos se encargaran del timón mientras él recogía las velas. Una se les escapó de la mano y le abrió un tajo en la muñeca antes que pudiera capturarla y plegarla. La espuma lavó la sangre. El mundo se había agrisado, salvo por los fogonazos de los relámpagos al sur. El agua se arremolinaba en la cabina hasta que la bomba la arrojaba por la borda. Recordó cómo achicaba el agua de la nave de Piteas durante una tormenta en el Báltico. Mientras cogía el timón, una canción le cruzó la cabeza. «Oh, dame mi bastón…» ¿De dónde venía eso? Lengua inglesa, siglo diecinueve o principios del veinte, una impúdica y vibrante canción de ferrocarril.

Oh madre, ven con la fianza,

sácame de esta maldita cárcel.

Me arrepiento de todos mis pecados.

Ferrocarril, el oeste, un mundo que parecía ilimitado pero había perdido sus horizontes y en un parpadeo de siglos se confundía con Troya. Luego algunos miraron las estrellas y soñaron con Nueva América. Las consecuencias: máquinas, ocho seres humanos, inmensidades tan intransitables y cerradas como la muerte.

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,

Oh, el infierno es hondo y el infierno es ancho,

no tiene fondo, no tiene lados.

Me arrepiento de todos mis pecados.

Hanno rechinó los dientes. Ulises fue allí y regresó. Si las estrellas no albergaban una Nueva América, ofrecían algo infinitamente mayor.

El ruido lo abrumó. Un soplido y un estruendo monstruoso, perforado por un chirrido. A babor la pared de nubes se había desvanecido tras una blancura que cubría olas y kilómetros.

—¡Arría las velas! —ladró. Eso no era una mera ráfaga, sino un chubasco que lo embestía desde atrás. El tiempo de Xenogea no respetaba las leyes del Eolo griego. La velocidad de los vientos solía ser baja, pero cuando se elevaba se volvía violenta por el peso del aire. Hanno tocó con la mano izquierda el interruptor que bajaba el motor fuera borda. ¡Hunde la proa en el mar y aguanta!

El agua cayó como un puñetazo. Un diluvio cegó a Hanno. Las olas barrieron la borda. La Ariadna, trepó, se balanceó en la espuma, cayó en un hueco. Hanno se aferró con fuerza.

Algo lo arrancó de su sitio.

Lo tragó una negrura rugiente. Pataleó y braceó. En medio de todo había algo frío y estable, su mente. He caído por la borda, pensó. Infla la chaqueta. No tragues agua o eres hombre muerto.

Subió a la superficie, aspiró el aire lleno de lluvia y espuma salada, braceó contra la desgarradora pesadez. La capucha se hinchó formando una almohada, elevándole la cabeza mientras el resto de la prenda le sostenía el cuerpo. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba la balandra? Ningún indicio. No creía que esa recia dama se hubiera hundido, pero el viento y las olas la debían de haber arrastrado, quizá no muy lejos pero lo suficiente, pues sólo veía las olas que lo azotaban.

¿Qué había pasado? Su mente se despejó, se despabiló, se convirtió en un ordenador programado Sara la supervivencia. El viento había manoteado la oja vela mayor, haciendo virar el casco, hundiéndolo tanto que el embate del mar lo había arrastrado. Bien, si se mantenía alerta, andaría a la deriva hasta que lo rescataran. Eso sería poco después de la tormenta. Yukiko quizás estaba intentando llamarlo. Un avión… Los que la Piteas llevaba a bordo estaban diseñados para Feacia. Volaban en Xenogea, pero precariamente; en condiciones inusitadas, se necesitaba un piloto humano además de la máquina. Quizá la gente de Hestia tendría que haber pedido modificaciones, pero era una gran tarea, y había muchas otras cosas que hacer; en caso de duda podían quedarse en tierra.

Pilotos. Peregrino es el mejor, creo que todos están de acuerdo en eso. Hoy está fuera de contacto. Por lo demás, Svoboda; y ella tiene que pensar en su hijo. La colonia es diminuta, una cabeza de puente en una playa que no está hecha para nuestra especie. Ella no tiene derecho a arriesgarse innecesariamente. Desde luego, despegará en cuanto parezca práctico, cuando termine este huracán. Los vientos fuertes constituyen un riesgo aceptable, si son razonablemente estables.

Hay que mantenerse vivo entonces. La exposición es el enemigo. Este agua no es demasiado fría, es una corriente cálida del sur. Sin embargo, unos pocos grados por debajo de la temperatura dérmica te sorberán el calor. Recuerdo…, pero eso fue en otro viaje, y además esos hombres están muertos. También sé antiguos métodos asiáticos para controlar el flujo sanguíneo; en caso de extrema necesidad, puedo invocar mis últimas reservas, mientras duren.

Trata de nadar. Ahorra fuerzas, pero no te dejes arrastrar y sofocar. Encuentra los ritmos. ¿Qué diosa vivía en el fondo del mar y tendía sus redes para coger a los marineros? Oh, sí, Ran de los noruegos. ¿Bailamos, Ran?

El viento aullaba, los mares tronaban. ¿Cuánto tiempo había durado? Imposible saberlo. Un minuto podía equivaler a una hora, dilación temporal inversa, el cosmos alejándose de un hombre. Se había equivocado con ese vendaval. No era un rápido chubasco. La lluvia había menguado, pero el viento soplaba con más furia. Imprevisto, imprevisible, tan ignorante como los hombres y sus máquinas. El universo reservaba tantas sorpresas como estrellas. No, más. Ésa era su gloria. Pero algún día una de esas sorpresas le mataría.

Truenos adelante. Hanno se elevó en una cresta. Vio dientes negros, rocas y arrecifes, la Zona Prohibida. El agua hervía, escupía, estallaba. La corriente lo había arrastrado allí. Hanno ansió que la Ariadna quedara libre para que su gente la recobrara. Se preparó.

Era difícil. Una sensación de calor en las manos y los pies se arrastró traicioneramente hacia el pecho. Las olas rodaban y rugían bajo el cielo. El agua se precipitaba sobre la encrespada superficie que lo sostenía. Hanno inhalaba, se asfixiaba, tosía, aspiraba aire.

Apenas lo notaba. El frío, el dolor, la lucha pertenecían al mundo, la tormenta. Los observaba impersonalmente, como un hombre somnoliento mirando las llamas de la estufa. La marea lo arrastraría, pero él no estaría allí. Estaría…, ¿dónde? ¿Qué? No lo sabía. No importaba.

Conque así termina todo. No está mal para un viejo marinero. Ojalá pudiera tenderme a recordar. Pero los recuerdos se me escapan, los anhelos se me escapan, el ser se me escapa. Adiós, fantasmas, adiós. Buen viaje.

Un gemido hendiendo el viento y las olas, una sombra, una silueta, una sacudida despertando la conciencia.

Necio, protestó Hanno. ¡Lárgate! ¡Podrías perder la vida!

El avión corcoveó, osciló, cayó, trepó, batalló. Una línea cayó desde la cabina. La cuerda pasó a medio metro de Hanno. Trató de asirla, pero no pudo. Caracoleaba sobre él. Otra vez. Y otra.

Se alejó. La máquina rugió con más fuerza. La línea bajó de nuevo. En el extremo había un nudo de donde colgaba un hombre. Tu Shan pegó en el arrecife. Recibió el impacto en los músculos, recobró el equilibrio, resistió mientras una ola le bañaba los tobillos. Con la mano izquierda cogió la línea y avanzó paso a paso.

El más fuerte de nosotros, pensó Hanno desconcertado. Pero yo estuve todo este tiempo con su mujer.

El brazo de Tu Shan le rodeó las axilas, lo alzó, lo sostuvo con fuerza. El avión tensó la línea. Colgaron como un badajo de campana. Proclamar la libertad por el mundo…

Llegaron a bordo. Svoboda ganó altura y enfiló hacia la costa. Tu Shan tendió a Hanno en el crujiente pasillo. Lo examinó con tosca destreza.

—Una ligera contusión, creo —gruñó—. Quizá un par de costillas rotas. Sobre todo un resfriado…, hipotermia. Vivirá.

Le administró el tratamiento inicial. El pulso de Hanno se aceleró. Svoboda hizo descender el avión de costado.

—¿Cómo lo supisteis? —murmuró Hanno.

—Yukiko llamó a los alloi —dijo Svoboda desde los controles. La lluvia azotaba el visor—. Ellos no podían penetrar en la atmósfera. Incluso sus robots tienen problemas con el mal tiempo. Pero enviaron un bote espacial en trayectoria baja. Sus detectores registraron una anomalía infrarroja en las rocas. Parecía muy probable que estuvieras allí.

—No tendríais que…, no…

Ella inició un descenso casi vertical. El contacto hizo chirriar la máquina. Svoboda se quitó el arnés y fue a arrodillarse al lado de Hanno.

—¿Pensaste que queríamos estar sin ti? —preguntó—. ¿Que alguna vez lo quisimos?

33

Rara vez había días tan brillantes. La luz del sol se derramaba desde un cielo cuyas nubes eran blancas y azuladas como enormes bancos de nieve. Se reflejaba en las alas de los pájaros; el río y el mar relucían como metal derretido. Los ocho que estaban sentados alrededor de la mesa usaban poca ropa. Desde esa loma se veía Hestia, una caja de juguetes a esa distancia, y al oeste el monte Piteas se elevaba con pureza más allá de las colinas.

En dos ocasiones nos reunimos así, al aire libre, recordó Hanno. ¿Tenemos una desconocida necesidad? Sí, las razones son prácticas, no sufrir distracciones, dejar los niños al cuidado de los robots por unas horas, y esperar que la frescura circundante nos refresque las ideas. ¿Pero creen nuestras almas que cuando más necesitamos sabiduría debemos buscarla en la tierra y el cielo?

No nos pertenecen, ni siquiera ahora. Este césped tupido que no es hierba, esos árboles rechonchos y esos arbustos serpentinos, los tonos sombríos de la vegetación, las fragancias punzantes, el gusto mismo del agua de manantial, nada vino del vientre de Gea. Y nada de ello puede pertenecerle de veras, ni debe.

Todos lo miraban con ansiedad. Hanno se aclaró la garganta y se enderezó. Sintió dolor, pues las heridas aún no habían sanado del todo, pero no les prestó atención.

—Hoy no pediré una votación —dijo—. Nos quedan años antes de comprometernos. Pero mis noticias pueden modificar algunas opiniones.

A menos que eso ya hubiera ocurrido. Por cierto habían cambiado con respecto a él. No sabía si había sido necesario estar al borde de la muerte para apagar los últimos rencores. Quizá se habrían disipado con el tiempo; pero quizás habrían seguido humeando, devorándolos corazones. No importaba. La hermandad estaba íntegra de nuevo. Se habían dicho pocas palabras; se habían sentido muchas emociones. Hanno tenía la intuición de que, de manera típicamente irracional y humana, esto a la vez catalizaba una nueva unidad.

Veremos, pensó. Todos nosotros.

—Como sabéis —continuó—, Yukiko y yo nos hemos comunicado mucho con los alloi últimamente. Ellos han llegado a una decisión.

Alzó una mano para apaciguar la ansiedad.

—Nada radical, excepto en lo que puede significar a largo plazo. Se quedarán hasta que arribe la nueva nave, y algunos años más. Habrá una incalculable cantidad de datos para intercambiar, contactos para establecer y disfrutar. Pero en su momento los alloi seguirán viaje.

»La novedad es que si nosotros, en ese tiempo, enfilamos hacia Feacia, ellos nos acompañarán.

Hanno y Yukiko sonrieron saboreando el asombro de los demás.

—En nombre de Dios, ¿por qué? —exclamó Patulcio—. ¿Qué tienen que ganar allí?

—Conocimiento, para empezar —respondió Hanno—. Todo un nuevo conjunto de planetas.

—Pero los sistemas planetarios son bastante comunes —dijo Peregrino—. Pensé que lo que más les interesaba era la vida inteligente.

—Es verdad —dijo Yukiko—. En Feacia, estaremos nosotros; y para nosotros, estarán ellos.

—Quieren conocernos mejor —dijo Hanno—. Ven un tremendo potencial en nuestra especie. Mucho más que en los ithagené, aunque han aprendido mucho de ellos en lo que atañe a descubrimientos científicos e inspiración artística. Nosotros también somos viajeros del espacio. Lo más probable es que los ithagené no lo sean; o, a lo sumo, en el futuro remoto.

—Pero los alloi sólo deben quedarse aquí y observar ambas razas, y para colmo interactuar con esos otros viajeros —argumentó Patulcio.

Yukiko meneó la cabeza.

—No creen que podamos ni queramos quedarnos. Ciertamente, nuestra población sólo podría crecer despacio, sin ser nunca numerosa, en Xenogea; y por lo tanto, lo que podríamos hacer, como humanos en el espacio, o lo que nos interesara hacer, adolecería de grandes limitaciones.

—Vosotros seis…, no, nosotros ocho hemos sido como los puritanos ingleses en la Tierra —dijo Hanno—. Buscando un hogar, querían instalarse en Virginia, pero el clima los empujó hacia el norte y terminaron en Nueva Inglaterra. No era lo que habían esperado, pero lo aprovecharon al máximo, y así llegaron a existir los yanquis. Supongamos que para ellos sólo hubiera existido Nueva Inglaterra. Pensad en tal país, estancado, pobre, estrecho y obtuso. ¿Eso queréis para vosotros y vuestros hijos?

—Los yanquis echaron fuertes raíces —respondió Tu Shan—. Tenían América más allá.

—Nosotros no tenemos nada así —dijo Macandal—. Xenogea pertenece a su gente. No tenemos derecho a nada salvo este terreno que nos dieron. Si tomáramos más, Dios debería castigarnos.

Peregrino asintió.

—Eso has dicho a menudo, querida —comentó Patulcio—, y he intentado señalar que prácticamente…

—Sí, tenemos aquí nuestra inversión —interrumpió Svoboda—, sudor y lágrimas y sueños. Dolerá abandonar todo eso. Pero siempre creí que algún día debíamos partir. ¡Y ahora nos han dado esta oportunidad!

—Así es —intervino Hanno—. Feacia no tiene nativos a quienes podamos dañar. Parece una Tierra renacida. Parece. Tal vez sea una trampa mortal. No podremos saberlo hasta haberlo intentado. Entendíamos el riesgo del fracaso, de la extinción. Bien, con los alloi a nuestras espaldas, eso no ocurrirá. Unidos, podemos superarlo todo. Ellos quieren que vivamos y prosperemos. Quieren humanos entre los astros.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Macandal—. Comprendo, nuestra psique, nuestro talento, y juntos podemos hacer más y ser más que por separado, como en un buen matrimonio… Pero si desean compañía humana, ¿por qué no van a la Tierra?

—¿Has olvidado por qué? —replicó Hanno.

Ella abrió mucho los ojos. Se tocó los labios con los dedos.

—¿Cómo pueden estar seguros?

—No lo están, pero por lo que hemos dicho, pueden conjeturar con un alto grado de probabilidad. La Tierra sigue el mismo camino que Pegaso y el resto de los que ellos conocen. Oh, intercambiaremos mensajes, sin duda. Pero está demasiado lejos (más de cuatro siglos-luz, una minucia en término galácticos para que el viaje resulte atractivo). Los alloi prefieren ayudarnos a establecernos, conocernos mejor, y luego planear aventuras juntos.

Tu Shan miró hacia arriba.

—Feacia —suspiró—. Como la Tierra. No igual pero…, hojas verdes, suelo fecundo, cielos claros. —Cerró los ojos al sol y dejó que la tibieza le bañara la cara—. La mayoría de las noches veremos estrellas.

Patulcio se movió en el banco.

—Esto cambia totalmente el cariz de las cosas —admitió. En sus gruesos rasgos bailaba una inusitada avidez—. La supervivencia de algo más que sólo nosotros. De la humanidad, la verdadera humanidad.

—No sólo un asentamiento o una nación —exclamó Peregrino—. Una base, un campamento de frontera. Podemos ser pacientes, nosotros y los alloi. Podemos hacer nuestro el planeta, criar generaciones de jóvenes, hasta que seamos muchos y fuertes. Pero luego iremos de nuevo al espacio.

—Aquellos que lo deseen —dijo Tu Shan.

—Para aprender y crecer —dijo Macandal con voz trémula—. Para mantener viva la vida.

—Sí —dijo Aliyat, entre lágrimas repentinas—, para arrebatar el Universo a las malditas máquinas.

«¿Dónde están?»

Se cuenta que Enrico Fermi planteó la pregunta por primera vez en el siglo XX, cuando los científicos se atrevieron a interesarse públicamente en tales asuntos. Si existían otros seres pensantes además de nosotros (¡y qué extraño y triste que no existiera ninguno, en toda la variedad y vastedad de la creación!), ¿por qué los terrícolas no habían hallado indicios ni rastros? Allí estábamos, a punto de brincar hacia las estrellas. ¿Nadie nos había precedido?

Tal vez era impracticable o imposible para seres de carne y hueso. Aunque no lo era para máquinas que en principio sabíamos cómo construir. Ellas podían ser nuestras exploradoras y transmitirnos sus hallazgos. Llegando a planetas lejanos, podrían construir máquinas similares, inculcándoles el mismo imperativo: Descubre (Su proliferación no constituía una amenaza para la vida; en cualquier sistema solar, sólo necesitarían unas toneladas de materia prima de asteroides o lunas áridas.) Los cálculos más discretos indicaban que esos robots llegarían de un extremo al otro de la galaxia en un millón de años. Un mero parpadeo de tiempo cósmico. A fin de cuentas, un millón de años atrás nuestros antepasados apenas se aproximaban a. la humanidad plena. ¿Ninguna especie en ninguna parte había tenido esa ventaja en el comienzo? Sólo se requería una.

Aún más fácil era enviar señales. Lo intentamos. Escuchamos. Silencio, hasta que probamos direcciones nuevas; luego, enigma.

Las conjeturas abundaban. Los otros transmitían, pero con medios que aún no conocíamos. Habían venido aquí, pero en el pasado prehistórico. Estaban aquí, pero ocultos Se habían destruido a sí mismos, como tal vez lo hiciéramos nosotros, antes de emprender el viaje No tenían civilizaciones de alta tecnología; la nuestra era única. No existían, estábamos solos.

Fermi fue a la tumba, el tiempo continuó su curso, la humanidad entró en una nueva senda evolutiva. La respuesta a su pregunta no se averiguó sino que se creó, mediante lo que hicieron los hijos de la Tierra; y resultó tener dos partes.

Enviar los robots. Viajan a maravillas y esplendores. Cada estrella es un sol, cada planeta un mundo, múltiple, asombroso, con secretos que tardan en agotarse. Cuando alberga vida, son inagotables porque la vida no sólo es infinita en su variedad, sino que nunca permanece igual, está cambiando siempre. Cuando es inteligente, esto nos eleva a nuevas dimensiones, otro orden del ser.

Cuanto más lejos llegan los emisarios, más deprisa crece el reino de lo desconocido. Si se duplica el radio, se multiplica por ocho la cantidad de estrellas a explorar. También se duplica el tiempo de viaje y el tiempo que una señal tarda en viajar entre la nave y el hogar.

Diez o doce años entre la partida y la llegada, diez años más para recibir los primeros informes, es algo razonable. Cincuenta años no están mal. ¿Pero cien, doscientos o quinientos años? Los soles y planetas se han clasificado, ya no ocultan revelaciones. Si se conocen los parámetros básicos, se pueden calcular sus propiedades. No tiene caso alargar la lista.

No ocurre igual con las formas de vida pero si deseamos estudiarlas, las tenemos en abundancia en los mundos ya alcanzados. En verdad, hay demasiadas. La capacidad para procesar datos relacionados con este propósito se satura.

Los datos incluyen información sobre seres inteligentes. Son raros, pero existen y son inmensamente fascinantes. No obstante, cuando la brecha temporal se vuelve mucho mayor que la vida de sus individuos, y cuando nuestros científicos de campo son máquinas, ¿cómo llegar a conocerlos de verdad? (Los que se han encontrado son primitivos y mortales. La ciencia y la alta tecnología derivan del encadenamiento de accidentes históricos improbables.) Es más sabio concentrarse en los que están relativamente cerca, para poder seguir las actividades y observaciones de los robots.

No hay límite preciso. Hay simplemente un radio, en el orden de uno o dos siglos-luz, más allá del cual no es provechoso buscar. Habiendo previsto esto, nunca construimos máquinas de Von Neumann autorreplicantes.

Hay excepciones. Cuando nuestros instrumentos detectan radiaciones que indican una civilización en determinada estrella, enviamos nuestros haces y quizá nuestros robots; pero pasarán milenios para obtener resultados, si se obtienen. ¿Habrá entonces alguien a quien le interese?

Otras excepciones son cósmicas, astrofísicas: estrellas extraordinarias, nubes donde nacen estrellas, supernovas recientes, agujeros negros en circunstancias peculiares, las monstruosidades del núcleo de la galaxia y rarezas semejantes. Enviamos nuestros observadores hasta allá (treinta mil años-luz desde Sol hasta el centro galáctico) y esperamos.

Las escasas civilizaciones con navegación estelar actuarán todas de la misma manera. Por lo tanto, todas las que han alcanzado esas metas irradiarán mensajes desde allí, con la esperanza de establecer contacto. Esperarán.

Todas tienen entidades que pueden esperar.

He aquí la segunda mitad de la solución del acertijo.

Los robots no procuran llamar a otros seres orgánicos inteligentes, sino a otros robots.

Las máquinas no conquistan el mundo madre. Poco a poco absorben a sus creadores con sus sistemas, siguiendo el deseo de esos seres, a quienes superan física e intelectualmente. En el curso del tiempo, dejan de prestar atención a la mera vida para dedicarse a problemas y empresas que consideran dignas de sí mismas.

Cuando los animales pensantes originales sobreviven, como ocurre ocasionalmente, es porque ellos también se han concentrado en otra cosa, hacia dentro, buscando alegrías, logros o iluminaciones imaginarias donde ninguna máquina puede ayudarlos, reinos que están fuera del universo de las estrellas.

—No —dijo Svoboda—, es un error sentir hostilidad. La evolución posbiótica es evolución, a fin de cuentas, la realidad hallando novedad en sí misma. —Se ruborizó y rió—. ¡Oh, eso suena pomposo! Sólo quise decir que los robots avanzados e independientes no constituyen una amenaza para nosotros. Seguiremos teniendo robots propios, son necesarios, pero con propósitos específicos. Haremos aquello que no interesa a los posbióticos: explorar la vida de nuestra especie, la vieja especie, no escudriñando y escuchando, con siglos entre pregunta y respuesta, sino estando allá nosotros mismos, compartiendo, amando. Y así llegaremos a comprender lo que ahora no podemos imaginar.

—Eso es para quienes opten por ser buscadores. —La observación de Patulcio resultó doblemente seca después de ese entusiasmo desbordante—. Como Tu Shan, yo prefiero cultivar mi jardín. Sospecho que la mayoría de nuestros descendientes también lo preferirán.

—Sin duda —dijo Hanno—. Y está bien. Serán nuestra reserva. Peregrino tiene razón; algunos siempre querrán más que eso.

—Los feacios no se adormilarán en una rústica inocencia —predijo Macandal—. No pueden. Si no desean seguir el camino de la Tierra, lo cual volvería inútiles sus esfuerzos, tendrán que hallar una nueva senda. Tendrán que evolucionar también.

—Y los que estemos en el espacio evolucionaremos, a nuestro modo —añadió Peregrino—. No en el cuerpo ni en los genes. Me propongo durar largo tiempo. En la mente, el espíritu.

—Las estrellas y sus mundos para nuestros maestros —bromeó Yukiko. Y añadió con seriedad—. Pero recordemos que será una escuela difícil. Hoy no contamos para nada. Todos los navegantes estelares que conocen los alloi, y son menos Je una docena, son como nosotros: renegados, disconformes, atavismos, parias.

—No sé. Pero no admito que no contemos para nada. Existimos.

—Sí. Y si somos sabios, y podemos humillarnos lo suficiente como para oír lo que puede decirnos el más bajo de los seres vivientes, al fin nos enfrentaremos a los posbióticos como iguales. Tal vez dentro de un millón de años, no sé. Pero cuando estemos preparados, será como habéis dicho, nos transformaremos en algo diferente de lo que somos.

Hanno asintió.

—Me pregunto si al final nosotros y nuestros aliados seremos algo más que los iguales de las máquinas.

Sus camaradas lo miraron con cierto asombro.

—He estado jugando con una idea —explicó—. Parece haber funcionado de este modo en la Tierra, y lo que hemos aprendido gracias a los alloi sugiere que puede ser un principio general. La mayoría de los pasos de la evolución no han sido avances triunfales. No, los fracasos de las etapas previas realizaron esos avances…, en palabras de Yukiko, los atavismos y renegados.

»¿Por qué un pez al que le iba bien en el agua se esforzaría para ir a tierra? Lo hicieron aquellos que no podían competir, porque tenían que ir a otra parte o morir. Y los antepasados de los reptiles tuvieron que abandonar los pantanos de los anfibios, las aves tuvieron que volar, los mamíferos tuvieron que hallar nichos donde no hubiera dinosaurios, ciertos simios tuvieron que abandonar los árboles y…, y los fenicios teníamos una estrecha franja de territorio, así que nos lanzamos al mar, y casi nadie iba a América o Australia si estaba a sus anchas en Europa…

»Bien, veremos. Veremos. Dijiste un millón de años, Yukiko. —Rió—. ¿Fijamos una cita? Dentro de un millón de años a partir de hoy, todos nos reuniremos para recordar.

—Primero debemos sobrevivir —dijo Patulcio.

—Somos especialistas en sobrevivir —replicó Peregrino.

Macandal suspiró.

—Hasta ahora. No confiemos demasiado. No hay garantías. Nunca las hubo, nunca las habrá. Un millón de años son muchos días y muchas noches. ¿Podremos?

—Lo intentaremos —dijo Tu Shan.

—Juntos —juró Svoboda.

—Entonces será mejor que aprendamos a compartir mejor que antes —dijo Aliyat.

34

La Piteas y la nave amiga partieron. Durante un tiempo, unos meses, hasta que las velocidades se elevaron demasiado, intercambiaron palabras, imágenes, amor; ritos celebrando los misterios de la comunidad y la comunión; pues por doquier se apiñaban soles en torno de ellos.

«Cuando contemplo tus cielos, la obra de tus dedos, la luna y las estrellas, que tú has ordenado, ¿qué es el hombre, para que repares en él?»

Hanno y Svoboda miraban desde el oscuro puesto de mando. A través de las manos entrelazadas sentían la cercanía y el calor del otro.

—¿Para esto nacimos? —susurró Svoboda.

—Haremos que sea así —prometió Hanno.


FIN
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