—Saludos del almirante, y que vaya usted a su oficina inmediatamente —comunicó el brigadier Staley.
El comandante Roderick Blaine echó una nerviosa ojeada al puente, donde sus oficiales dirigían las reparaciones con voces bajas y urgentes, cirujanos ayudando en una difícil operación. El compartimiento de gris acero era una confusión de actividades, que aunque fuesen ordenadas cada una de ellas independientemente, daban una impresión general de caos. Las pantallas del sector de timonel mostraban el planeta de abajo y las otras naves en órbita junto a la MacArthur, pero habían sido retirados los paneles de los cuadros de mando por todas partes, y se veían los instrumentos de control de su interior, y los técnicos trabajaban con instrumentos electrónicos de colores codificados para sustituir todo lo que pareciese dudoso. Resonaban a través de la nave golpes y chirridos en los lugares donde los del grupo de ingeniería de la tripulación trabajaban en el casco.
Se veían por todas partes las huellas del combate, horribles quemaduras donde el Campo Langston protector de la nave se había sobrecargado momentáneamente. Un agujero irregular mayor que el puño de un hombre atravesaba por completo un cuadro de mandos, y dos técnicos parecían permanentemente instalados en el sistema por una red de cables. Rod Blaine contempló las manchas negras de su traje de combate. Aún persistía el olor a vapor metálico y a carne quemada en su olfato, o en su cerebro, y volvía a ver el fuego y el metal fundido brotar del casco y caer sobre él. Aún tenía el brazo izquierdo vendado sobre el pecho con una venda elástica, y podía seguir la mayoría de las actividades de la semana anterior por las manchas que llevaba.
¡Y llevo a bordo sólo una hora!, pensó. Con el capitán fuera, y todo este caos. ¡No puedo irme ahora! Se volvió al brigadier.
—¿Ahora mismo?
—Sí, señor. La señal indicaba que era urgente.
No había nada que hacer, entonces, y cuando el capitán volviese a bordo sería un infierno para Rod. El teniente Cargill y el ingeniero Sinclair eran hombres competentes, pero Rod era oficial ejecutivo y el control de los daños era responsabilidad suya, aunque hubiese estado fuera de la MacArthur cuando ésta había recibido la mayoría de los impactos.
El asistente de Rod carraspeó discretamente y señaló el uniforme sucio.
—Señor, ¿tendremos tiempo de ponerlo más decente?
—Buena idea.
Miró el tablero de posición para asegurarse. Sí, aún faltaba media hora para que pudiese tomar un vehículo para descender a la superficie del planeta. Descender antes no le llevaría más deprisa a la oficina del almirante. Sería un alivio desprenderse de aquellas ropas de trabajo. No se las había quitado desde que le habían herido.
Tuvieron que enviar por un cirujano para desvestirle. El médico examinó la tela blindada embebida en su brazo izquierdo y murmuró:
—No se mueva, señor. Este brazo está hecho un buen guiso. —Su tono era desaprobatorio—. Debería haberse internado hace una semana.
—Imposible —replicó Rod.
Una semana antes la MacArthur había estado combatiendo con una nave de guerra rebelde, que la había alcanzado más veces de lo que debiera antes de rendirse. Después de la victoria Rod tuvo que hacerse cargo de la nave enemiga, y allí no había servicios para un tratamiento adecuado. Cuando le retiraron la venda olió algo peor que sudor de una semana. Aquel olor podía ser de gangrena.
—Sí señor. —El médico retiró más vendas. La tela sintética era dura como el acero—. Ahora tendrá que someterse a cirugía, comandante. Para que puedan trabajar los estimuladores regenerativos hay que quitar todo esto. Y mientras esté usted internado podremos arreglar esa nariz.
—Me gusta mi nariz —le dijo Rod fríamente.
Se tocó el apéndice, ligeramente torcido, y recordó la batalla en la que se lo había roto. Rod consideraba que le hacía más viejo, lo que no estaba mal a los veinticuatro años normales; y era la enseña de un triunfo ganado, no heredado. Rod estaba orgulloso de sus antecedentes familiares, pero había veces que la reputación de los Blaine resultaba algo difícil de mantener.
Por fin le retiraron las vendas y le aplicaron numbitol en el brazo. Los camareros le ayudaron a ponerse un uniforme de un azul polvoriento, faja roja, cordón dorado y charreteras; estaba todo arrugado, pero era mejor que los monos de monofibra. La rígida chaqueta le hacía daño en el brazo pese a la anestesia, pero descubrió que podía apoyar el antebrazo en la culata de la pistola.
Una vez vestido subió al trasbordador de desembarco de la bodega hangar de la MacArthur, y el piloto condujo el vehículo a través de las grandes puertas del ascensor volante sin eliminar el giro de la nave. Era una maniobra peligrosa, pero ahorraba tiempo. Se encendieron los retros, y el pequeño planeador alado se hundió en la atmósfera.
NUEVA CHICAGO: Mundo habitado, Sector Trans-Saco de Carbón, aproximadamente a veinte parsecs de la Capital Sectorial. El primario es una estrella amarilla F9 llamada comúnmente Beta Hortensis.
La atmósfera es muy parecida a la normal de la Tierra y respirable sin ayudas o filtros. La gravedad media es de 1,08. El radio planetario es de 1,15, y la masa de 1,12 según medida terrestre, lo que indica que se trata de un planeta de densidad superior a la normal. Nueva Chicago tiene una inclinación de cuarenta y un grados con un eje semimayor de 1,06 UA, moderadamente excéntrico. Las variaciones resultantes de las temperaturas estacionales han confinado las áreas habitadas a una faja relativamente estrecha en la zona sur templada.
Hay una luna a distancia normal, llamada comúnmente Evanston. El origen del nombre es oscuro.
Nueva Chicago tiene un setenta por ciento de mar. La tierra firme es predominantemente montañosa, con continua actividad volcánica. Las grandes industrias metalúrgicas del período del Primer Imperio fueron casi todas destruidas en las Guerras Separatistas; la reconstrucción de una base industrial ha ido desarrollándose satisfactoriamente desde que Nueva Chicago fue admitida en el Segundo Imperio en el 2940 d. de C.
La mayoría de los habitantes residen en una sola ciudad, que lleva el mismo nombre del planeta. Los otros centros de población están muy esparcidos, y ninguno de ellos tiene más de cuarenta y cinco mil habitantes. La población total del planeta era, según el censo del año 2990, de 6,7 millones de habitantes. Hay explotaciones mineras de hierro y ciudades metalúrgicas en las montañas, y extensos asentamientos agrícolas. El planeta es autosuficiente en la producción de alimentos.
Nueva Chicago posee una creciente flota mercante, y está localizado en un punto que resulta muy conveniente como centro de comercio interestelar del Sector Trans-Saco de Carbón. Está gobernado por un general gobernador y un consejo nombrado por el Virrey del Sector Saco de Carbón; hay también una asamblea elegida y han sido admitidos dos delegados en el Parlamento Imperial.
Rod Blaine miraba ceñudo las palabras que fluían a través de la pantalla de su computadora de bolsillo. Los datos físicos eran actuales, pero todo lo demás estaba anticuado. Los rebeldes habían cambiado incluso el nombre de su mundo, de Nueva Chicago había pasado a ser Señora Libertad. Su gobierno se reorganizaría por completo. Desde luego perdería sus delegados; podía perder incluso el derecho a una asamblea elegida.
Apartó el instrumento y miró hacia abajo. Estaba sobre una zona montañosa, y no vio signo alguno de guerra. Gracias a Dios, no se habían producido bombardeos en la zona.
Sucedía a veces: una fortaleza urbana se resistía con el auxilio de defensas planetarias basadas en satélites. La Marina Espacial no tenía tiempo para asedios prolongados. La política imperial era acabar con las rebeliones con el menor coste posible de vidas… pero acabar con ellas. Un planeta rebelde podía verse reducido a resplandecientes campos de lava, con la supervivencia de sólo unas cuantas ciudades rodeadas de las negras cúpulas de los Campos Langston; y luego ¿qué? No había naves suficientes para transportar alimentos a través de las distancias interestelares. Después vendrían las plagas y el hambre.
Sin embargo, pensaba Rod, era el único medio posible. Él había jurado fidelidad al ingresar en el servicio imperial. La humanidad debía agruparse en un solo gobierno, por la persuasión o por la fuerza, para que no volviesen a repetirse los centenares de años de Guerras Separatistas. Todos los oficiales imperiales habían podido ver los horrores que acarreaban tales guerras; por eso las academias estaban localizadas en la Tierra y no en la Capital.
Al aproximarse a la ciudad vio los primeros indicios del combate. Un anillo de tierras devastadas, fortalezas destruidas, cintas de hormigón del sistema de transporte rotas; luego la ciudad casi intacta, pues había permanecido al abrigo del círculo perfecto de su Campo Langston. La ciudad había padecido daños menores, porque, una vez retirado el Campo, había cesado toda resistencia efectiva. Sólo los fanáticos siguieron luchando contra la Infantería de Marina Imperial.
Pasaron sobre las ruinas de un alto edificio descabezado por la caída de una nave de aterrizaje. Alguien debía de haber disparado sobre los infantes de marina y el piloto no había querido que su muerte resultase inútil…
Rodearon la ciudad, aminorando para poder aproximarse a los muelles de aterrizaje sin destrozar todas las ventanas. Los edificios eran viejos, la mayoría construidos con tecnología hidrocarbónica, supuso Rod, con fajas arrancadas y sustituidas por estructuras más modernas. De la ciudad del Primer Imperio que se había alzado allí no quedaba nada.
Cuando descendieron al puerto situado sobre la Casa del Gobierno, Rod vio que no era preciso aminorar la velocidad. La mayoría de las ventanas de la ciudad estaban ya rotas. Había multitudes por las calles, y los únicos vehículos que se movían eran los transportes militares. Algunos ciudadanos permanecían ociosos, otros entraban y salían corriendo de las tiendas. Infantes de la Marina Imperial con su uniforme gris montaban guardia tras las alambradas electrificadas antidisturbios que rodeaban la Casa del Gobierno. El vehículo de Rod tomó tierra.
Blaine fue conducido rápidamente a la planta del general gobernador. No había una sola mujer en el edificio, aunque las oficinas del gobierno imperial estaban normalmente llenas de ellas, y Rod echó de menos a las chicas. Llevaba demasiado tiempo en el espacio. Dio su nombre al tieso infante de marina que hacía de recepcionista y esperó.
No se dedicó a pensar en la inmediata entrevista, y pasó el rato contemplando las paredes blancas. Todos los cuadros decorativos, el mapa estelar en tres dimensiones con banderas imperiales flotando sobre las provincias, todo el equipamiento normal de una oficina de general gobernador de un planeta de primera clase, habían desaparecido, dejando feas huellas en la pared.
Por fin el guardia le introdujo en la oficina. El almirante Vladimir Richard George Plejanov, vicealmirante del Negro, Caballero de San Miguel y San Jorge, se sentaba a la mesa del general gobernador. No había señal alguna de Su Excelencia el señor Haruna, y Rod pensó por un instante que el almirante estaba solo. Advirtió luego la presencia, junto a la ventana, del capitán Cziller, su superior inmediato en la MacArthur. Todos los elementos transparentes estaban rotos, y había profundas señales en las paredes revestidas. Muebles y adornos habían desaparecido. Hasta el Gran Sello (corona y nave espacial, águila, hoz y martillo) faltaba de la mesa cubierta con duraplast. Rod no recordaba haber visto nunca una mesa de duraplast en la oficina de un general gobernador.
—Se presenta el teniente Blaine, cumpliendo sus órdenes, señor.
Plejanov devolvió el saludo con aire ausente. Cziller siguió mirando por la ventana. Rod mantuvo un aire de rígida atención mientras el almirante le contemplaba con la misma expresión. Por último dijo:
—Buenos días, teniente.
—Buenos días, señor.
—No lo son en realidad. Creo que no he vuelto a verle a usted desde la última vez que visité Crucis Court. ¿Cómo está el marqués?
—Bien la última vez que estuve en casa, señor.
El almirante cabeceó y continuó contemplando a Blaine con aire crítico. No ha cambiado, pensó Rod. Un hombre de gran competencia, que combatía su tendencia a engordar haciendo ejercicio en alta gravedad. La Marina Espacial enviaba a Plejanov cuando se suponía que el combate iba a ser duro. Nunca se dio el caso de que excusara a un oficial incompetente, y corría el rumor de que había tumbado en una mesa al príncipe coronado (ahora emperador) y le había dado una zurra cuando Su Alteza servía como brigadier en la nave Platea.
—Tengo aquí su informe, Blaine. Tuvo usted que abrirse paso hasta el generador del campo rebelde. Perdió usted una compañía de infantes de la Marina Imperial.
—Así es, señor. —Los fanáticos rebeldes habían defendido la estación del generador, y la batalla había sido feroz.
—¿Y qué demonios hacía usted combatiendo en tierra? —preguntó el almirante—. Cziller le dio a usted un crucero capturado para escoltar a nuestros vehículos de asalto. ¿Tenía usted órdenes de descender a tierra?
—No las tenía, señor.
—¿Acaso supone que la aristocracia no está sometida a la disciplina de la Marina Espacial?
—Por supuesto que no, señor.
Plejanov ignoró la respuesta.
—Y luego tenemos ese trato que hizo usted con un jefe rebelde. ¿Cómo se llamaba? —Plejanov miró sus papeles—. Stone. Jonas Stone. Inmunidad frente a cualquier posible proceso. Reintegro de propiedades. Pero qué demonios, ¿acaso se imagina que cualquier oficial tiene autoridad para hacer tratos con rebeldes? ¿O acaso tenía encomendada usted alguna misión diplomática que yo desconozca, teniente?
—No, señor. —Rod apretó con fuerza los labios contra los dientes. Deseó gritar, pero no lo hizo. Al diablo con la tradición de la Marina Espacial, pensó. Gané la maldita guerra.
—Veamos, ¿tiene usted una explicación? —exigió el almirante.
—Sí, señor.
—Bien, hable.
Rod habló con voz tensa y forzada.
—Verá, señor. Mientras mandaba la nave Defiant, recibí una señal de la ciudad rebelde. Por supuesto el Campo Langston de la ciudad estaba intacto, el capitán Cziller, a bordo de la MacArthur, estaba totalmente ocupado con las defensas planetarias del satélite, y el cuerpo principal de la flota se hallaba enzarzado en una lucha general con las fuerzas insurrectas. El mensaje estaba firmado por un caudillo rebelde. El señor Stone prometió admitir en la ciudad fuerzas imperiales a condición de obtener inmunidad completa frente a cualquier juicio y restauración de sus propiedades personales. Daba un tiempo límite de una hora, e insistía en que un miembro de la aristocracia sirviese como fiador. Si se atendía a su oferta, la guerra terminaría en cuanto los infantes de marina entrasen en las instalaciones del generador del campo de la ciudad. Al no haber posibilidad de consulta con una autoridad superior, bajé yo mismo con las fuerzas de desembarco y di al señor Stone mi palabra de honor personal.
—Su palabra —dijo Plejanov, frunciendo el ceño—. Como Lord Blaine. No como oficial de la marina.
—No había otro medio, almirante.
—Comprendo. —Plejanov parecía ahora pensativo.
Si no cumplía la palabra dada por Blaine, Rod acudiría a todos los medios, a la Marina Espacial, al gobierno… Por otra parte, el almirante Plejanov tendría que explicarse ante la Cámara de los Pares.
—¿Qué le hizo pensar que la oferta era sincera?
—Señor, estaba en código imperial y suscrita por un oficial del servicio secreto de la marina.
—Así que arriesgó usted su nave…
—Ante la posibilidad de acabar con la guerra sin destruir el planeta. Sí, señor. He de señalar que el mensaje del señor Stone describía el campo prisión de la ciudad donde mantenían encerrados a los oficiales imperiales y a diversos ciudadanos.
—Comprendo —las manos de Plejanov se movieron en un súbito gesto de cólera—. Muy bien. Yo no quiero saber nada con los traidores, ni siquiera con uno que nos ayude. Pero respetaré su pacto, y eso significa que tengo que dar aprobación oficial a su desembarco. No tiene por qué gustarme lo que ha hecho, Blaine, y no me gusta. Fue una estupidez.
Pero resultó, pensó Rod. Continuaba tenso, pero sintió que el nudo de su estómago se aflojaba.
—Su padre corrió riesgos estúpidos —gruñó el almirante—. Estuvo a punto de conseguir que nos mataran a todos en Taniz. Es asombroso que su familia haya sobrevivido a través de once marqueses, y lo será aún más si llega hasta doce. Está bien, siéntese.
—Gracias, señor. —Rod se sentó rígido y tenso, su voz fríamente cortés. La cara del almirante se relajó un poco.
—¿Nunca le dije que su padre fue mi oficial al mando en Taniz? —preguntó en tono más cordial Plejanov.
—No, señor. Me lo dijo él. —Aún no había cordialidad alguna en la voz de Rod.
—Fue además el mejor amigo que tuve en la Marina Espacial, teniente. Su influencia me situó donde estoy, y él solicitó que usted estuviese bajo mi mando.
—Sí, señor. —Lo sabía. Pero en aquel momento se preguntaba por qué.
—Le gustaría a usted preguntarme qué espero que usted haga, ¿no es así, teniente?
—Sí, señor —Rod se estremeció de sorpresa.
—¿Qué habría sucedido si la oferta del rebelde no hubiese sido sincera? Si hubiese sido una trampa…
—Los rebeldes podrían haber destruido mi comando.
—Sí —la voz de Plejanov era aceradamente tranquila—. Pero consideró usted que valía la pena correr el riesgo porque tenía la posibilidad de poner fin a la guerra con pocas bajas por ambos bandos. ¿No es así?
—Así es, señor.
—Y si morían los infantes de marina, ¿qué habría podido hacer mi flota? —el almirante aporreó con sus puños la mesa—. ¡No habría tenido ninguna elección posible! —bramó—. ¡Cada semana que mantengo esta flota aquí es una oportunidad más para que los exteriores ataquen a uno de nuestros planetas! No habría tiempo para enviar a por otro transportador de fuerzas de asalto y a por más infantes de marina. Si hubiese perdido usted su comando, yo habría barrido este planeta reduciéndolo de nuevo a la edad de piedra, Blaine. ¡Aristócrata o no, no vuelva a colocar a nadie jamás en una situación así! ¿Ha comprendido?
—Sí, señor, he comprendido… —Tenía razón. Pero… ¿Qué habrían podido hacer los infantes de marina con el campo de la ciudad intacto? Rod bajó los ojos. Algo. Habrían hecho algo. Pero ¿qué?
—La cosa salió bien —dijo fríamente Plejanov—. Quizás tuviese usted razón. Quizás no la tuviese. Si hace usted otra cosa parecida, le degradaré. ¿Está claro? —Alzó un documento impreso, copia del expediente de Rod—. ¿Está la MacArthur preparada para el espacio?
—¿Cómo dice, señor? —la pregunta había sido formulada en el mismo tono que la amenaza, y Rod tardó unos instantes en accionar sus engranajes mentales—. Para el espacio, señor. No para un combate. Y no me gustaría que fuese muy lejos sin un reajuste general.
En la frenética hora que había pasado a bordo, Rod había realizado una inspección general, y ésa era una de las razones de que necesitara un afeitado. Ahora se sentía inquieto y sorprendido. El capitán de la MacArthur seguía junto a la ventana, evidentemente escuchando, pero no había dicho una palabra. ¿Por qué no le había preguntado el almirante a él?
Mientras Blaine seguía preguntándose todo esto, habló Plejanov despejando sus dudas.
—Bueno, Bruno, tú eres Capitán de la Flota. ¿Qué dices?
Bruno Cziller se volvió. Rod se quedó asombrado: Cziller no llevaba ya la pequeña reproducción en plata de la MacArthur que indicaba que era su jefe. En vez de ella brillaban en su pecho el cometa y el sol del Estado Mayor de la Marina Espacial, y anchas fajas de almirante.
—¿Cómo está usted, teniente? —preguntó formulariamente Cziller; luego sonrió; aquella sonrisa oblicua era famosa en la MacArthur—. Tiene usted un aspecto magnífico. Al menos por el lado derecho. Bueno, estaba usted en la nave hace una hora. ¿Qué daños descubrió en ella?
Confuso, Rod fue informando del estado de la MacArthur según sus comprobaciones, y de los arreglos y reparaciones que había ordenado. Cziller asentía y hacía preguntas. Por último dijo:
—Y cree usted que está preparada para salir al espacio, pero no para la guerra, ¿no es cierto?
—Así es, señor. No podría enfrentarse a una nave grande, de ningún modo.
—Eso es cierto. Almirante, quiero recomendarle lo siguiente: el teniente Blaine está en condiciones de ascender y podemos darle la MacArthur para que vaya a repararla a Nueva Escocia y siga luego hasta la Capital. Puede llevarse con él a la sobrina del senador Fowler.
¿Darle la MacArthur? Rod le oyó confusamente, asombrado. Tenía miedo a creerlo, pero allí estaba la oportunidad de demostrarles algo a Plejanov y a todos los demás.
—Es muy joven. Demasiado. Nunca debería permitírsele tomar el mando de esa nave —dijo Plejanov—. Aun así, probablemente sea la mejor solución. No creo que haya ningún problema en el viaje a Esparta por Nueva Caledonia. La nave es suya, capitán. —Al ver que Rod no decía nada, Plejanov le gritó—. Mire, Blaine. Queda ascendido a capitán y tomará el mando de la MacArthur. Mi secretario le dará instrucciones escritas de aquí a medía hora.
Cziller sonrió oblicuamente.
—Diga algo —sugirió.
—Gracias, señor. Yo… yo creí que le desagradaba.
—No esté tan seguro de lo contrario —dijo Plejanov—. Si tuviese otra alternativa sería usted ayudante de alguien. Quizás resulte usted un buen marqués, pero no tiene carácter para la Marina. Supongo que eso no importa mucho; de todos modos su carrera no es la Marina Espacial.
—Ya no, señor —dijo cuidadosamente Rod.
Aún le dolía dentro. El Gran George, que había destacado en el levantamiento de pesos a los doce años y poseía ya una gran corpulencia antes de los dieciséis… su hermano George había muerto en una batalla al otro lado del Imperio. Rod estaría planeando su futuro, o pensando voluntariamente en su casa, y el recuerdo llegaba como si alguien hubiese punzado su alma con una aguja. Muerto. ¿George?
A George correspondía heredar las fincas y los títulos. Rod sólo deseaba hacer carrera en la Marina con la posibilidad de convertirse algún día en Gran Almirante. Ahora… habían transcurrido menos de diez años y debía ocupar su puesto en el Parlamento.
—Tendrá usted dos pasajeros —dijo Cziller—. A uno lo conoce ya. Conoce usted a la señorita Sandra Bright Fowler, ¿verdad? La sobrina del senador Fowler…
—La conozco, señor. Hace años que no la veo, pero su tío cena muy a menudo en Crucis Court… Además la encontré en el campo prisión. ¿Cómo está?
—No muy bien —contestó Cziller; su sonrisa se desvaneció—. La enviamos a casa, y no tengo ni que decirle que debe tratarla con la mayor delicadeza. Viajará con usted hasta Nueva Escocia, o hasta la Capital incluso, si ella quiere. Queda al criterio de ella. Su otro pasajero, sin embargo, es una cuestión diferente.
Rod le miró atentamente. Cziller miró a Plejanov, que asintió, y continuó:
—Su excelencia, el comerciante Horace Hussein Bury, magnate, presidente del Consejo de Autonética Imperial, y figura importante de la Asociación de Comerciantes Imperiales. Viajará con usted hasta Esparta, y no debe moverse de la nave, ¿comprende?
—Bueno, no exactamente, señor —contestó Rod. Plejanov lanzó un bufido.
—Cziller lo ha dicho bastante claro. Pensamos que Bury está detrás de esta rebelión, pero no hay pruebas suficientes para una detención preventiva. Apelaría al Emperador. Pues bien, le enviaremos a Esparta para que curse su apelación. Eso es lo que la Marina considera más adecuado. Pero ¿a quién debo enviar con él, Blaine? Posee millones. Más aún. ¿Cuántos hombres podrían dar un planeta entero corno soborno? Bury podría ofrecer uno.
—Yo… Sí, señor —dijo Rod.
—Y no se muestre tan desconcertado, demonios —aulló Plejanov—. No he acusado de corrupción a ninguno de mis oficiales. Pero lo cierto es que usted es más rico que Bury. Ni siquiera puede tentarle. Es mi principal razón para darle el mando de la MacArthur, así no tendré que preocuparme de mi próspero amigo.
—Comprendo. Gracias de todos modos, señor. —Y le demostraré que no es un error.
Plejanov asintió como si leyese los pensamientos de Blaine.
—Usted podría ser un buen oficial. Ésta es su oportunidad. Necesito que Cziller me ayude a gobernar este planeta. Los rebeldes mataron al general gobernador.
—¿Mataron al señor Haruna? —Rod estaba asombrado; recordaba al viejo caballero, con bastante más de cien años, cuando fue a casa a visitar a su padre—. Era un viejo amigo de mi padre.
—No fue al único que mataron. Pusieron las cabezas clavadas en picas a la salida de la Casa del Gobierno. Alguien pensó que eso forzaría a la gente a apoyar la lucha durante más tiempo. Les daría miedo rendirse. Bueno, ahora tienen una razón para tener miedo. El trato que usted hizo con Stone. ¿Hay alguna otra condición en ese trato?
—Sí la hay, señor. Quedará rescindido si se niega a cooperar con los servicios secretos. Tiene que dar el nombre de todos los conspiradores. Plejanov miró significativamente a Cziller.
—Que sus hombres se ocupen de eso, Bruno. Es un punto de partida. Muy bien, Blaine, disponga su nave y salga. —El almirante se levantó; la entrevista había terminado—. Tenemos mucho trabajo por delante, capitán. Empecemos.
Horace Hussein Chamun al Shamlan Bury Índico el último de los artículos que se llevaría con él y despidió a los criados. Sabía que esperarían a la salida de su suite para repartirse las riquezas que él dejaba atrás, pero le divertía hacerles esperar. Serían mucho más felices con la emoción del robo.
Una vez solo en la habitación se sirvió un gran vaso de vino. Era un vino de poca calidad introducido después del bloqueo, pero él apenas si lo advertía. El vino estaba oficialmente prohibido en Levante, lo que significaba que los traficantes pasaban cualquier producto alcohólico a sus clientes, incluso a los ricos como la familia Bury. Horace Bury nunca había llegado a apreciar realmente los licores caros. Los compraba para mostrar su riqueza, y para entretenerse; pero para él cualquier cosa servía. El café era una cuestión distinta.
Era un hombre bajo, como la mayoría en Levante, de piel oscura y nariz prominente, ojos negros y ardientes, rasgos afilados, gestos rápidos y un temperamento violento que sólo percibían sus más íntimos allegados. Solo ya, se permitió un gesto colérico. Sobre la mesa tenía un documento enviado desde el despacho del almirante Plejanov, e interpretó fácilmente las frases formulariamente corteses que le invitaban a abandonar Nueva Chicago y lamentaban el que no hubiese ningún pasaje civil disponible. La Marina sospechaba, y él sentía que un frío remolino de cólera amenazaba con dominarle a pesar del vino. Se mantenía tranquilo exteriormente, sin embargo, sentado ante su mesa.
¿Qué tenía contra él la Marina? Los servicios secretos tenían sospechas, pero ninguna prueba. Era el odio habitual de la Marina Espacial a los comerciantes imperiales, debido, pensaba, a que algunos miembros del estado mayor de la Marina eran judíos, y todos los judíos odiaban a los levantinos. Pero la Marina no podía tener ninguna prueba, porque si no no le invitarían a bordo de la MacArthur como huésped. Le pondrían grilletes. Eso significaba que Jonas Stone aún guardaba silencio.
Y debía seguir guardándolo. Bury le había pagado cien mil coronas con promesa de más. Pero no tenía confianza alguna en Stone: dos noches antes, Bury había visto a determinados hombres en la parte baja de la calle Kosciusko y les había pagado cincuenta mil coronas, por lo que esperaba que muy pronto Stone guardara silencio eterno. Podría susurrar secretos en su tumba.
¿Quedaban más cabos sueltos?, se preguntó. No. Lo que ha de suceder sucederá, alabado sea Dios… sonrió. Aquel pensamiento brotaba de modo espontáneo, y se despreciaba a sí mismo por aquella superstición estúpida. Que su padre alabase a Dios por sus éxitos; la fortuna sonreía al hombre que no dejaba nada en manos del azar; como él, que había dejado muy pocas cosas al azar en sus noventa años normales.
El Imperio había llegado a Levante diez años después de nacer Horace, y al principio su influencia fue muy escasa. En aquellos tiempos la política interior era distinta y el planeta ingresó en el Imperio con unas condiciones casi iguales a las de los mundos más avanzados. El padre de Horace Bury pronto comprendió que el imperialismo podía ser rentable. Pasó a ser uno de los elementos utilizados por los imperiales para gobernar el planeta, y amasó una inmensa fortuna: vendió audiencias con el gobernador, y traficó con la justicia como con berzas en la plaza del mercado, pero siempre cuidadosamente, siempre dejando que otros afrontasen la cólera de los hombres del servicio interior.
Su padre fue cuidadoso con las inversiones y utilizó su influencia para conseguir que Horace Hussein se educase en Esparta. Le había puesto incluso un nombre sugerido por un oficial de la Marina Imperial; sólo más tarde se enteraron de que Horace era bastante común en el Imperio y que además resultaba un poco cómico.
Bury ahogó el recuerdo de sus primeros días en las escuelas de la Capital con otro vaso de vino. ¡Había aprendido! Y ahora invertía el dinero de su padre y el suyo propio. Horace Bury no era un personaje del que uno pudiera reírse. Le había costado treinta años, pero sus agentes habían conseguido localizar al oficial que le había puesto aquel nombre. Las grabaciones de su agonía estaban ocultas en la casa que tenía Bury en Levante. Él había sido el último en reír.
Ahora compraba y vendía hombres que reían por él, compraba votos en el Parlamento, naves, y había comprado casi aquel planeta de Nueva Chicago. El control de Nueva Chicago daría a su familia influencia allí, más allá del Saco de Carbón, donde el Imperio era débil y se descubrían todos los meses nuevos planetas. Un hombre podía encontrar… ¡Cualquier cosa!
El ensueño había ayudado. Ahora citaba a sus agentes, el hombre que estaba al cargo de sus intereses allí, y Nabil, que le acompañaría como criado en la nave. Nabil era un hombre bajo, mucho más que Horace, más joven de lo que parecía, con una cara de hurón que podía adoptar miles de expresiones, y muy hábil con el puñal y el veneno, cuyo uso había aprendido en diez planetas. Horace Hussein Bury sonrió. Así que los imperiales le mantendrían prisionero a bordo de sus naves… Mientras las naves no se dirigiesen a Levante, les dejaría. Pero cuando llegasen a un puerto de gran tráfico, podría resultarles difícil hacerlo.
Rod trabajó durante tres días en la MacArthur. Hubo que reemplazar muchas piezas y materiales destruidos. Había pocos repuestos y la tripulación de la MacArthur se pasó horas en el espacio canalizando las naves de la flota de guerra de la Unión que orbitaban Nueva Chicago.
Lentamente la MacArthur fue quedando en perfectas condiciones de combate. Blaine trabajó con Jack Cargill, primer teniente y ahora segundo de a bordo, y con el teniente Jock Sinclair, ingeniero jefe. Como muchos otros oficiales de ingeniería, Sinclair era de Nueva Escocia. Su fuerte acento era común entre los escoceses en todo el espacio. Lo habían conservado orgullosamente como un distintivo durante las Guerras Separatistas, aun en planetas donde el gaélico era un idioma olvidado. Rod sospechaba para sí que los escoceses estudiaban aquel idioma en sus horas libres para que resultase ininteligible al resto de la humanidad.
Se soldaron las placas del casco, utilizando enormes fragmentos de armadura de las naves de guerra de la Unión. Sinclair hizo maravillas adaptando a la MacArthur el equipo disponible de Nueva Chicago, un repuesto de piezas que difícilmente se ajustaban al diseño original de la nave. Los oficiales de puente trabajaban noches y noches intentando explicar y traducir los cambios a la computadora principal de la nave.
Cargill y Sinclair estuvieron a punto de darse de puñetazos discutiendo algunas de las adaptaciones, sosteniendo Sinclair que lo importante era que la nave estuviese lista para el espacio, e insistiendo el teniente en que nunca podría controlar las reparaciones de las instalaciones de combate porque ni Dios sabía lo que se había hecho en la nave.
—No me agrada oír esa blasfemia —decía Sinclair cuando Rod se acercó a ellos—. ¿No es suficiente que tenga que soportar lo que se ha hecho ya a la nave?
—¡No, a menos que quieras hacer también tú de cocinero, chapucero maniático! Esta mañana no hubo manera de hacer funcionar la cafetera. Uno de tus artilleros se apoderó del calentador microndular. Ahora, por amor de Dios, haz que lo devuelva…
—Muy bien, te lo devolveré cuando me encuentres piezas para la bomba que estoy reemplazando. A ti, claro, te da igual que la nave pueda luchar de nuevo o no. Para ti, es más importante el café.
Cargill tomó aliento y luego continuó:
—La nave puede luchar —dijo en lo que parecía una discusión de niños— hasta que alguien le hace un agujero. Entonces hay que arreglarla, Ahora suponte que yo tuviese que reparar esto —dijo, indicando con la mano algo que Rod estaba casi seguro que era un extractor-transformador de aire—. Ahora esta maldita cosa está toda medio fundida. ¿Cómo voy a saber yo lo que está dañado? ¿O si está dañado? Supón…
Pero en ese momento Rod consideró que era mejor intervenir. Envió al ingeniero jefe a un extremo de la nave y a Cargill al otro. No resolverían su disputa hasta que la MacArthur no quedase totalmente reparada en los talleres de Nueva Escocia.
Blaine pasó una noche internado bajo el control del teniente médico. Salió con el brazo inmovilizado en un gran envoltorio como una almohada. Estuvo receloso y especialmente alerta durante los días siguientes, pero nadie llegó a reírse, al menos lo bastante alto como para que él lo oyera.
Al tercer día de hacerse cargo del mando, Blaine hizo una inspección. Se paralizaron todos los trabajos y se dio rotación a la nave. Luego Blaine y Cargill la recorrieron.
Rod sintió la tentación de aprovecharse de su experiencia anterior en la MacArthur. Conocía todos los lugares donde podía esconderse en pleno trabajo un oficial ejecutivo perezoso. Pero era su primera inspección, la nave acababa de ser reparada de los daños del combate, y Cargill era un oficial demasiado bueno para dejar pasar algo que pudiese haber corregido. Blaine hizo un recorrido general, comprobando las cosas más importantes y dejando a Cargill que le guiase. Mientras lo hacía, decidió mentalmente no permitir que aquello fuese un precedente. Cuando hubiese más tiempo, volvería a revisar la nave y lo comprobaría todo.
En el espaciopuerto de Nueva Chicago aguardaba una compañía completa de infantes de marina. Como el general del Campo Langston de la ciudad había caído, habían cesado por completo las hostilidades. En realidad, la mayoría de la agotada población parecía dar la bienvenida a las fuerzas imperiales con un alivio más convincente que los desfiles y los vítores. Pero la rebelión de Nueva Chicago había sido una gran sorpresa para el Imperio; no sería difícil que se repitiese pronto.
Así pues, los infantes de marina patrullaban el espaciopuerto y guardaban las naves imperiales, y Sally Fowler sintió sus miradas mientras caminaba con sus criados bajo la ardiente luz del sol hacia la nave. No la molestaron. Era la sobrina del senador Fowler. Sólo podían contemplarla.
Encantadora, pensaba uno de los soldados. Pero sin expresión. Sería lógico pensar que se siente feliz de poder salir de este inmundo campo prisión, pero no lo parece. El sudor goteaba firmemente por las costillas del hombre, y pensó: Ella no suda. Fue tallada en hielo por el mejor escultor de todos los tiempos.
El vehículo era grande, y estaba vacío en sus dos tercios. Los ojos de Sally se posaron sobre dos hombres bajos y oscuros (Bury y su criado, y no había duda alguna sobre quién era quién) y cuatro hombres más jóvenes que mostraban temor, ansiedad y desconcierto. Mostraban a las claras que eran de las zonas más remotas de Nueva Chicago. Nuevos reclutas, pensó.
Ocupó uno de los últimos asientos del fondo. No tenía ganas de hablar con nadie. Adam y Annie la miraron con expresión preocupada, y luego se sentaron enfrente. Ellos sabían.
—Es bueno poder irse —dijo Annie.
Sally no contestó. No sentía nada en absoluto.
Tenía esa sensación desde que los soldados imperiales habían irrumpido en el campo de concentración. Con ellos había llegado buena comida, un baño caliente, ropas limpias y respeto hacia ella… y sin embargo nada de esto la había afectado. Nada sentía. Aquellos meses en el campo de concentración habían quemado algo en su interior. Quizás de manera permanente, pensaba. Aquello le molestaba remotamente.
Cuando Sally Fowler dejó la Universidad Imperial de Esparta con su título de doctora en antropología, convenció a su tío de que en vez de enviarla a la escuela graduada la enviase de viaje por el Imperio, para visitar las provincias recién conquistadas y estudiar directamente las culturas primitivas. Escribiría incluso un libro.
—Después de todo —había insistido—, ¿qué voy a hacer aquí? Donde me necesitan es allí, más allá del Saco de Carbón.
Sally tenía una imagen mental de su triunfal regreso, con publicaciones y artículos eruditos, consiguiendo un puesto destacado en su profesión en vez de esperar pasivamente a que algún joven aristócrata se casase con ella. Sally se proponía casarse, pero no mientras no dispusiese de algo más que su herencia. Quería ser algo por sí misma, servir al reino en algo más que darle hijos para que muriesen en naves de combate.
Sorprendentemente, su tío había aceptado. Si Sally hubiese sabido algo más de la gente que lo que enseña la psicología académica, podría haber comprendido por qué, Benjamín Bright Fowler, el hermano más joven de su padre, no había heredado nada, había obtenido su puesto dirigente del Senado a base de coraje y habilidad. Como no tenía hijos consideraba como hija suya a la única superviviente de su hermano, y estaba harto de las jóvenes cuyo único mérito eran sus parientes y su dinero. Sally y una compañera de clase habían salido de Esparta con los criados de Sally, Adam y Annie, hacia las provincias, para estudiar las culturas humanas primitivas que la Marina Espacial descubría constantemente. Algunos planetas llevaban trescientos años o más sin que los visitase ninguna nave, y las guerras habían reducido hasta tal punto sus poblaciones que los supervivientes habían retrocedido a la barbarie.
Camino de un mundo colonia primitivo, hicieron una parada en Nueva Chicago para cambiar de nave, cuando estalló la revolución. Dorothy, la amiga de Sally, estaba fuera de la ciudad aquel día, y nunca más se volvió a saber de ella. Los guardias de la Unión del Comité de Salud Pública habían sacado a Sally de sus habitaciones del hotel, y le habían quitado cuanto tenía de valor y encerrado en el campo prisión.
Durante los primeros días la situación en el campo era más o menos aceptable. Nobleza imperial, funcionarios civiles y antiguos soldados imperiales hacían el campo más seguro que las calles de Nueva Chicago. Pero día a día aristócratas y funcionarios del gobierno fueron retirados del campo y no volvió a vérseles, añadiéndose a la mezcla delincuentes comunes. Adam y Annie la localizaron, y los otros habitantes de su tienda eran ciudadanos imperiales, no delincuentes. Sally sobrevivió primero días, luego semanas y por último meses de presión bajo la noche negra interminable del Campo Langston de la ciudad.
Al principio había sido una aventura, aterradora, desagradable, pero nada más. Luego comenzaron a disminuir la raciones, y siguieron disminuyendo, y los prisioneros empezaron a pasar hambre. Hacia el final los últimos signos de orden habían desaparecido. No se cumplían las normas sanitarias. Cadáveres hinchados yacían en montones junto a las verjas días y días hasta que venían a por ellos los escuadrones encargados de recoger a los muertos.
Aquello se convirtió en una pesadilla interminable. Su nombre apareció en la verja: el Comité de Salud Pública la reclamaba. Los otros compañeros juraron que Sally Fowler había muerto, y, como los guardianes raras veces entraban en la zona de los prisioneros, pudo librarse del destino que tuvieron otros miembros de las familias gobernantes.
Cuando las condiciones empeoraron, Sally encontró una nueva fuerza interior. Intentó convertirse en un ejemplo para el resto de los de su tienda. Todos la consideraban su jefe, con Adam como su primer ministro. Si ella lloraba, cundía el pánico. Y así, a los veintidós años normales de edad, el pelo negro convertido en una maraña, la ropa sucia y rota y las manos ásperas y sucias, Sally no podía siquiera refugiarse en un rincón y llorar. Lo único que podía hacer era soportar la pesadilla.
En la pesadilla se oyeron rumores de naves imperiales en el cielo sobre la cúpula negra… y rumores de que los prisioneros serían sacrificados antes de que las naves pudiesen penetrar. Sally había sonreído fingiendo no creer posible tal cosa. ¿Fingiendo? Una pesadilla no era algo real.
Luego habían irrumpido los infantes de la Marina Imperial, dirigidos por un hombre alto cubierto de sangre, con las maneras de la Corte y un brazo en cabestrillo. La pesadilla había terminado entonces, y Sally esperaba despertar. La habían limpiado, alimentado, vestido… ¿Por qué no despertaba? Sentía su alma envuelta en algodón.
La aceleración le oprimía el pecho. Las sombras en la cabina eran afiladas corno cuchillas. Los reclutas de Nueva Chicago se apretujaban en las ventanillas, charlando. Debían de estar ya en el espacio. Pero Adam y Annie la observaban con ojos preocupados. Estaban gordos cuando llegaron por primera vez a Nueva Chicago. Ahora la piel de sus caras colgaba en pliegues. Sally sabía que le habían dado gran parte de sus propios alimentos. Sin embargo parecían haber sobrevivido mejor que ella.
Me gustaría poder llorar, pensó. Debería llorar. Por Dorothy. Esperaba que ellos le dijesen que Dorothy había aparecido. Nada. Desapareció en el sueño.
Una voz grabada dijo algo que ni siquiera intentó escuchar.
Luego sintió que la opresión del pecho desaparecía y que estaba flotando.
Flotando.
¿Iban a dejarla realmente marchar?
Se volvió bruscamente hacia la ventana. Nueva Chicago brillaba como cualquier mundo semejante a la Tierra, sus rasgos distintivos indiferenciables ya. Mares resplandecientes, tierras, todos los matices del azul, se combinaban con el blanco escarcha de las nubes. Su tamaño iba disminuyendo. Sally apartó la vista ocultando la cara. Nadie debía ver aquel gesto feroz. En aquel momento podría haber ordenado que destruyesen por completo Nueva Chicago.
Después de la inspección, Rod dirigió las ceremonias del culto en la bodega hangar. Cuando acabaron el último himno el vigía de control anunció que los pasajeros llegaban a bordo. Blaine se ocupó de que la tripulación volviese a su trabajo. No habría domingos libres mientras la nave no estuviese en perfectas condiciones de combate, dijesen lo que dijesen las tradiciones del servicio sobre domingos en órbita. Blaine escuchó a los hombres mientras pasaban, atento a cualquier indicio de descontento. Pero oyó, por el contrario, conversaciones normales, y sólo los refunfuños esperados.
—Muy bien, sé perfectamente lo que es una paja —decía Stoker Jackson a su compañero—. Puedo entender lo que es tener una paja en un ojo. Pero, en nombre de Dios, ¿cómo puedo tener en un ojo una viga? Tú me dijiste eso, pero ¿cómo puede meterse una viga en el ojo de un hombre sin él saberlo? Es absurdo.
—Claro, claro. ¿Qué es una viga?
—¿Qué es una viga? Ah, ya, tú eres de Tabletop, ¿verdad? Bueno, una viga es madera cortada…, madera. Viene de un árbol. Un árbol, es decir, un gran…
Las voces se perdieron. Blaine siguió caminando rápidamente hacia el puente. Si Sally Fowler hubiese sido la única pasajera se habría sentido feliz de encontrarla en la bodega hangar, pero deseaba que aquel Bury comprendiese su relación inmediatamente. No quería que pensara que el capitán de una de las naves de guerra de Su Majestad salía a recibir a un comerciante. Desde el puente Rod observó las pantallas mientras el vehículo cuneiforme se situaba en la misma órbita y era remolcado a bordo, penetrando en la MacArthur entre las grandes alas rectangulares de las puertas del hangar. Su mano se posó junto a los marcadores del intercom. Aquellas operaciones eran complicadas.
Recibió a los pasajeros el brigadier Whitbread. El primero fue Bury, seguido de un hombre pequeño y oscuro que el comerciante no se molestó en presentar. Ambos llevaban ropa razonable para el espacio, pantalones bombachos con apretadas bandas en los tobillos, túnicas con cinturón, todos los bolsillos con cremallera o cerrados con velero. Bury parecía irritado. Maldijo a su sirviente, y Whitbread registró pensativo sus comentarios, proponiéndose hacerlos pasar más tarde por el cerebro de la nave. El brigadier envió al comerciante al interior con otro oficial de más baja graduación, pero esperó a la señorita Fowler para acompañarla él mismo. Había visto fotografías de ella.
Acomodaron a Bury en los compartimentos del capellán, y a Sally en la cabina del primer teniente. La razón ostensible de que ella tuviese habitaciones mayores era que Annie, su criada, tendría que compartir su camarote. Los criados varones podían acomodarse con la tripulación, pero las mujeres, aunque fuesen tan mayores como Annie, no podían mezclarse con los hombres. Los tripulantes que llevaban mucho tiempo alejados de los planetas desarrollaban nuevos criterios estéticos. Jamás molestarían a la sobrina de un senador, pero con una criada era distinto. Todo parecía razonable, y si la cabina del primer teniente estaba próxima a las habitaciones del capitán Blaine, mientras que la del capellán estaba una planta más abajo y tres mamparos después, nadie podía quejarse.
—Los pasajeros están a bordo, señor —informó el brigadier Whitbread.
—Bien. ¿Están todos cómodos?
—Bueno, la señorita Fowler lo está, señor. El oficial Allot acompañó al comerciante a su cabina…
—Me parece muy bien.
Blaine se retrepó en su asiento de mando. Lady Sandra (no, ella prefería que la llamaran Sally, según recordaba) no le había parecido que estuviese demasiado bien los breves momentos que la había visto en el campo prisión. Por lo que Whitbread decía, debía de haberse recuperado un poco. Rod había querido ocultarse cuando la reconoció saliendo de una tienda en el campo prisión. Estaba cubierto de sangre y polvo… y luego ella se había aproximado. Caminaba como una dama de la Corte, pero estaba flaca, hambrienta, y tenía grandes ojeras oscuras. Y aquellos ojos. Bueno, en dos semanas habría podido recuperarse, y ahora se libraba de Nueva Chicago para siempre.
—Supongo que le habrán mostrado las estaciones de aceleración a la señorita Fowler —dijo.
—Lo he hecho, señor —contestó Whitbread. Y las prácticas de gravedad nula, pensó.
Blaine miró divertido a su brigadier. Leía sus pensamientos fácilmente. Bien, podía tener sus esperanzas, pero el rango tiene sus privilegios. Además, él conocía a la chica, la había conocido cuando ella tenía diez años.
—Llaman de la Casa del Gobierno —informó el vigilante. La alegre y despreocupada voz de Cziller llegó hasta él.
—¡Hola, Blaine! ¿Preparado para salir?
El capitán de la flota estaba retrepado en una silla, soplando y chupando una enorme y recia pipa.
—Sí, señor. —Rod iba a decir algo más, pero se detuvo.
—¿Están bien acomodados los pasajeros? —Rod podría haber jurado que su antiguo capitán estaba riéndose de él.
—Lo están, señor.
—¿Y su tripulación? ¿Ninguna queja?
—Sabe usted muy bien… Todo saldrá bien señor. —Blaine ahogó su cólera; le resultaba difícil enfadarse con Cziller, que, después de todo, le había entregado su nave, pero…—. No andamos sobrados de gente, pero nos las arreglaremos.
—Escuche, Blaine, no lo hice por pura diversión. Pero es que no disponemos de los hombres necesarios para gobernar aquí, y tendrá usted tripulantes antes que nosotros. He enviado hacia su nave veinte reclutas, jóvenes locales que piensan que les gustará el espacio. En fin, quizás les guste. A mí me gustó.
Bisoños que no sabían nada y a los que habría que enseñárselo todo, pero los oficiales podían ocuparse de eso. Veinte hombres significarían una ayuda. Rod se sintió un poco mejor.
Cziller hurgó entre sus papeles.
—Y le devolveré un par de escuadrones de sus infantes de marina, aunque dudo mucho que encuentren ustedes enemigos con los que combatir en Nueva Escocia.
—Está bien, señor. Gracias por dejarme a Whitbread y a Staley.
Salvo aquellos dos, Cziller y Plejanov se habían quedado con todos los brigadieres de a bordo y también con muchos de los mejores oficiales. Pero le habían dejado los mejores de todos. Bastaban aquellos para que todo siguiera en marcha. La nave vivía, aunque muchas literas pareciesen indicar que habían perdido la batalla.
—De nada. Es una buena nave, Blaine. Lo más probable es que el almirante no le deje a usted seguir al mando de ella, pero quizás tenga suerte. Ya me ve a mí gobernando un planeta prácticamente sin nada. ¡No hay siquiera dinero! ¡Sólo vales del gobierno! Los rebeldes se apoderaron de todas las coronas imperiales y emitieron papel impreso. ¿Cómo demonios vamos a conseguir poner en circulación dinero real?
—Es un problema, señor.
Como capitán, Rod era teóricamente del mismo rango que Cziller. El nombramiento del almirante era sólo pura fórmula, para que los capitanes más veteranos que Cziller pudiesen, sin embarazo, cumplir sus órdenes como capitán de la flota. Pero Blaine aún tenía que pasar ante un comité de ascenso, y era lo bastante joven para que le preocupase aquella prueba. Quizás en seis semanas volviera a ser teniente.
—Una cosa —dijo Cziller—. Le dije hace un momento que no había nada de dinero en el planeta, pero eso no es del todo exacto. Tenemos aquí algunos hombres muy ricos. Uno de ellos es Jonas Stone, el hombre que entregó la ciudad a sus infantes de marina. Dice que logró ocultar su dinero a los rebeldes. En fin, ¿por qué no? Era uno de ellos. Pero hemos encontrado a un simple minero que murió de una borrachera con una fortuna en coronas imperiales. No podrá decirnos de dónde sacó el dinero, pero creemos que procede de Bury.
—Comprendo, señor.
—Así que vigile a Su Excelencia. Bueno, tendrá sus despachos y los nuevos miembros de su tripulación a bordo en el plazo de una hora. —Cziller miró su computadora—. Digamos cuarenta y tres minutos. Podrá usted marcharse tan pronto como estén a bordo.
Cziller se guardó en el bolsillo la computadora y comenzó a hurgar en su pipa, mientras continuaba:
—Dele recuerdos míos a MacPherson en los Talleres, y tenga en cuenta una cosa: si el trabajo se demora, y se demorará, no envíe informes al almirante. Lo único que conseguirá así es sacar de quicio a MacPherson. En vez de eso, invite a Jamie a bordo y beba whisky con él. No puede aguantar usted tanto como él, pero si lo intenta conseguirá más que con el memorándum.
—Sí, señor —dijo Rod, vacilante.
Comprendía de pronto hasta qué punto no estaba preparado para mandar la MacArthur. Conocía los aspectos técnicos, probablemente mejor que Cziller; pero en cuanto a las docenas de pequeños trucos que uno sólo podía aprender con la experiencia…
Cziller debió de leer sus pensamientos. Era una virtud que todos los oficiales que estaban bajo sus órdenes le habían atribuido.
—Relájese, capitán. No le reemplazarán antes de que llegue a la Capital, y por entonces llevará ya mucho tiempo a bordo de la vieja Mac. Y no malgaste su tiempo preparando los exámenes de ascenso. No le hará ningún bien.
Cziller dio una chupada a su inmensa pipa y dejó que una espesa nube de humo brotase de su boca.
—Tiene usted mucho que hacer —prosiguió—, no quiero entretenerle. Pero cuando llegue a Nueva Escocia, procure fijarse en el Saco de Carbón. Hay pocas vistas en la galaxia que lo igualen. La Cara de Dios lo llaman algunos.
La imagen de Cziller se desvaneció, y su oblicua sonrisa pareció quedar en la pantalla como la del gato de Cheshire.
La MacArthur se alejó de Nueva Chicago a una gravedad estándar. Por toda la nave los tripulantes procuraban cambiar la orientación abajo-es-afuera de la órbita cuando el giro proporcionaba la gravedad por la arriba-es-delante del vuelo energético. A diferencia de las naves mercantes que solían deslizarse largas distancias desde los planetas más internos a los puntos del Salto Alderson, las naves de guerra solían acelerar constantemente.
A dos días de Nueva Chicago, Blaine celebró un banquete.
La tripulación colocó manteles y candelabros, pesados cubiertos y cristalería tallada, hechos por hábiles artesanos de media docena de mundos; un tesoro que pertenecía, no a Blaine, sino a la propia MacArthur. El mobiliario estaba todo fuera de su posición de giro alrededor de los mamparos exteriores y reinstalado en los posteriores… salvo la gran mesa de giro, que habían adosado a lo que era ahora la pared cilíndrica de la sala de oficiales.
A Sally Fowler aquella mesa curvada le había molestado. La había visto dos días antes, cuando la MacArthur aún estaba bajo giro y el mamparo exterior era una cubierta, también curvada. Blaine advirtió su alivio cuando la vio descender por la escalera.
Observó la ausencia de un alivio similar en Bury, que parecía afable, y muy tranquilo y satisfecho. Había pasado tiempo en el espacio, dedujo Blaine. Posiblemente más tiempo que él.
Era la primera oportunidad que tenía de recibir oficialmente a los pasajeros. Mientras se sentaba en su sitio a la cabecera de la mesa, observando a los camareros con sus vestidos de un blanco impecable que traían el primer plato, Blaine reprimió una sonrisa. La MacArthur tenía de todo salvo comida.
—Me temo que la cena no va a estar a tono con el servicio —dijo a Sally—. Pero, en fin, ya veremos lo que encontramos.
Kelley y los camareros habían conferenciado con el oficial jefe de cocina toda la tarde, pero Rod no esperaba gran cosa.
Había comida en abundancia, por supuesto. Alimentos típicos del espacio: bioplasma, filetes de levadura, maíz de Nueva Washington; pero Blaine no había tenido ninguna oportunidad de entrar en las cabinas almacenes en Nueva Chicago, y sus propios suministros habían sido destruidos en la lucha con las defensas planetarias rebeldes. El capitán Cziller había sacado, por supuesto, sus artículos personales. Se las había arreglado también para llevarse al cocinero principal y al cañonero de la tórrela número tres, que había servido como cocinero del capitán.
Trajeron el primer plato, una fuente enorme con una gran tapa que parecía de oro batido. Dragones dorados se cazaban entre sí alrededor del perímetro, mientras flotaban sobre ellos benignamente los hexagramas de la buena suerte del I Ching. Fuente y tapa, de estilo Xanadu, valían tanto como uno de los botes de la MacArthur. El artillero Kelley se colocó detrás de Blaine, un mayordomo perfecto con su traje blanco y su faja escarlata.
Resultaba difícil reconocerle como el hombre que podía hacer desmayarse con una reprimenda a los nuevos reclutas, como el sargento que había dirigido a los infantes de marina de la MacArthur en la lucha contra la Guardia de la Unión. Kelley levantó la tapa con un gesto teatral.
—¡Magnífico! —exclamó Sally.
Si se trataba sólo de un cumplido, lo hacía muy bien. Kelley resplandeció. En la fuente apareció una reproducción en pasta de la MacArthur y la fortaleza de negras cúpulas contra la que había luchado, todos los detalles esculpidos con tanto cuidado como en una obra de arte del Palacio Imperial. Las otras fuentes eran lo mismo, así que, aunque ocultaban pastel de levadura y otras lindezas parecidas, el efecto fue un banquete. Rod consiguió olvidar sus preocupaciones y disfrutar de la cena.
—Y ¿qué hará usted ahora, señorita? —preguntó Sinclair—. ¿Ha estado alguna vez en Nueva Escocia?
—No, ya que viajo, en principio, por motivos profesionales, teniente Sinclair. No sería halagador para su planeta natal el que yo lo hubiese visitado, ¿verdad? —sonrió, pero había años luz de espacio en blanco tras sus ojos.
—¿Y por qué no habría de halagarnos su visita? No habría lugar en el Imperio que no se sintiese honrado.
—Gracias…, pero soy una antropóloga especializada en culturas primitivas. Y Nueva Escocia no es precisamente eso —le aseguró.
El acento del teniente despertaba en ella su interés profesional. ¿Hablan así realmente en Nueva Escocia? Este hombre habla como un personaje de una novela preimperio. Pero pensó esto muy cuidadosamente, sin mirar a Sinclair mientras lo hacía. Percibía perfectamente el desesperado orgullo del ingeniero.
—Bien dicho —aplaudió Bury—. Me he encontrado con gran cantidad de antropólogos últimamente. ¿Es una nueva especialidad?
—Sí. Lástima que no fuésemos más antes. Hemos destruido todo lo que era bueno en tantos lugares incorporados al Imperio. Ojalá no se repitan esos errores.
—Supongo que debe de ser un gran choque —dijo Blaine— verse incluido de pronto en el Imperio, le guste a uno o no, sin previo aviso; incluso aunque no haya más problemas. Quizás debiera haberse quedado usted en Nueva Chicago. El capitán Cziller dijo que tenían muchos problemas para gobernar el planeta.
—Me resultaría imposible. —Ella miró sombríamente su plato, y luego alzó los ojos con una sonrisa forzada—. Nuestra primera norma es que debemos sentir simpatía hacia la gente que estudiamos. Y odio ese planeta —añadió con agria sinceridad. La emoción la hacía sentirse mejor. Incluso el odio era mejor que… el vacío.
—Sí, claro —asintió Sinclair—. A cualquiera le pasaría después de meses en un campo de concentración.
—Es aún peor que eso, teniente. Dorothy desapareció. Era la chica que venía conmigo. Simplemente… desapareció. —Hubo un largo silencio que llenó de embarazo a Sally—. No me permitan que estropee la fiesta.
Blaine buscaba algo que decir y Whitbread le dio su oportunidad. Al principio Blaine sólo vio que el joven brigadier andaba haciendo algo en el borde de la mesa… pero ¿qué? Estaba tanteando el mantel, probando su resistencia. Y antes había estado mirando la cristalería.
—Sí, señor Whitbread —dijo Rod—. Es muy fuerte. Whitbread alzó la vista, ruborizándose, pero Blaine no se proponía poner nervioso al muchacho.
—El mantel, los cubiertos, la vajilla, la cristalería, tienen que ser muy resistentes —dijo dirigiéndose a todos los comensales—. El material corriente no soportaría el primer combate. Nuestra cristalería es especial. Es material extraído del parabrisas de un vehículo averiado del Primer Imperio. O al menos eso me contaron. No somos ya capaces de construir materiales tan fuertes. El mantel no es en realidad tela; es fibra artificial, también del Primer Imperio. Las tapas de las fuentes son acero-cristal electroplacado sobre oro batido.
—El cristal fue lo que primero me llamó la atención —dijo Whitbread respetuosamente.
—Lo mismo me pasó a mí, hace algunos años —dijo Blaine con una sonrisa.
Eran oficiales, pero eran también muy jóvenes aún, y Rod recordó la época en que se hallaba en situación similar. Trajeron más platos, mientras Kelley orquestaba la cena. Por último se despejó la mesa quedando sólo el café y los vinos.
—Señor Vice —dijo protocolariamente Blaine.
Whitbread, tres semanas más bisoño que Staley, alzó su vaso.
—Capitán, señora. Por su Majestad Imperial. —Los oficiales alzaron los vasos para brindar por su soberano, tal como habían hecho los hombres de la Marina durante dos mil años.
—Debe permitirme usted que le enseñe mi planeta natal —dijo Sinclair, ansiosamente.
—Desde luego. Gracias. Aunque no sé cuánto tiempo pararemos allí. —Sally miró interrogante a Blaine.
—Ni yo. Tenemos que hacer una reparación general, y no sé el tiempo que tardarán los técnicos en los talleres.
—Bueno, si no es demasiado tiempo, me quedaré a esperar. Dígame, teniente, ¿hay mucho tráfico de Nueva Escocia a la Capital?
—Más que entre la mayoría de los mundos de este sector del Saco de Carbón y la Capital, aunque eso no sea decir mucho. Hay pocas naves con servicios decentes para pasajeros. Quizás el señor Bury pueda decirle más. Sus naves trabajan también en Nueva Escocia.
—Pero, tal como dice usted, no transportan pasajeros. Nuestro negocio es reducir el comercio interestelar, ¿sabe? —Bury vio miradas quisquillosas; luego continuó—: Autonética Imperial se dedica al transporte de fábricas reboticas. Siempre que podemos hacer algo más barato en un planeta, instalamos fábricas. Nuestra competencia principal son los cargueros mercantes.
Bury se sirvió otro vaso de vino, eligiendo cuidadosamente uno del que Blaine había dicho que tenían poca reserva. (Debe de ser bueno; si no su escasez no habría preocupado al capitán.)
—Por eso estaba yo en Nueva Chicago cuando estalló la rebelión.
Cabeceos de aceptación de Sinclair y de Sally Fowler; Blaine siguió inmóvil e imperturbable; Whitbread hizo un gesto a Staley —espera que te cuente—, con lo que indicó a Bury más de lo que éste deseaba saber. Sospechas, pero nada confirmado, nada oficial.
—Tiene usted una vocación fascinante —dijo a Sally antes de que el silencio pudiese prolongarse—. Háblenos más de su profesión. ¿Ha visto usted muchos mundos primitivos?
—Ninguno —dijo ella quejumbrosamente—. Sé de ellos sólo por los libros. Teníamos que haber ido a visitar Arlequín, pero la rebelión…
—Yo estuve una vez en Makasar —dijo Blaine. La cara de Sally se iluminó instantáneamente.
—Había todo un capítulo dedicado a ese mundo. Muy primitivo, ¿verdad?
—Aún lo es. No había una gran colonia allí con que empezar. Todo el complejo industrial quedó destruido en las Guerras Separatistas, y nadie visitó el planeta en cuatrocientos años. Cuando llegamos nosotros, tenían una cultura Edad de Hierro. Espadas. Cotas de mallas. Barcos de madera.
—Pero ¿cómo era la gente? —preguntó Sally muy interesada—. ¿Cómo vivían?
Rod se encogió de hombros, embarazado.
—Estuve allí sólo unos días. Apenas tuve tiempo de ver cómo era aquello. Fue hace años, yo tendría la edad de Staley. Recuerdo sobre todo que anduve buscando una buena taberna. —Después de todo, deseó añadir, no soy un antropólogo.
La conversación se desvió. Rod se sentía cansado y esperaba una oportunidad que le permitiese dar por concluida la cena sin brusquedades. Los otros parecían enraizados en sus asientos.
—Ustedes estudian la evolución cultural —dijo amistosamente Sinclair—, y quizás esté bien que lo hagan. Pero ¿no podría darse también evolución física? El Primer Imperio era muy grande y estaba muy disperso, había espacio suficiente casi para cualquier cosa. ¿No podremos encontrar en algún sitio, en algún rincón olvidado del viejo Imperio, un planeta lleno de superhombres?
Ambos brigadieres parecieron de pronto mostrarse muy atentos. Bury pregunto:
—¿Que dirección seguiría la evolución fisica de los humanos, señorita?
—Según nos enseñaron, no es posible la evolución de los seres inteligentes —dijo ella—. Las sociedades protegen a sus miembros más débiles. Las civilizaciones suelen fabricar sillas de ruedas y gafas y auriculares para sordos en cuanto disponen de herramientas para hacerlo. Cuando una sociedad hace la guerra, los hombres suelen pasar por una prueba de aptitud antes de que se les permita arriesgar sus vidas. Supongo que esto ayuda a ganar la guerra —sonrió—. Pero deja muy pocas posibilidades de que sobrevivan los más aptos.
—Pero supongamos —sugirió Whitbread—, supongamos que una cultura hubiese retrocedido mucho más atrás que la de Makasar… Que hubiese retrocedido hasta el salvajismo total: bastones y fuego. Entonces tendría que haber evolución, ¿no es así?
Tres vasos de vino habían borrado el pesimismo y la inercia de Sally, que parecía ansiosa por hablar de cuestiones profesionales. Su tío le decía a menudo que hablaba demasiado para una dama, y ella intentaba controlarse, pero el vino siempre le producía aquel efecto… el vino y un público atento. Se sentía bien, después de semanas de vacío.
—Desde luego —dijo—. Hasta una sociedad evoluciona. Existe selección natural hasta que hay un número suficiente de humanos que se agrupan para protegerse mutuamente frente al medio. Pero no es bastante. Señor Whitbread, hay un mundo en el que practican el infanticidio ritual. Los mayores examinan a los niños y matan a los que no se ajustan a sus normas de perfección. No es evolución, exactamente, aunque podrían conseguirse así algunos resultados… pero no ha transcurrido aún tiempo suficiente.
—Hay gente que selecciona caballos mediante una crianza especial. Y perros —comentó Rod.
—Sí. Pero no han conseguido nuevas especies. Nunca. Y las sociedades no pueden mantener reglas constantes el tiempo suficiente para que se produzcan cambios reales en la raza humana. Tendría que transcurrir un millón de años… Por supuesto, ha habido intentos deliberados de crear superhombres. Como en el Sistema Sauron.
Sinclair lanzó un gruñido.
—Esos salvajes —escupió—. Fueron ellos los que iniciaron las Guerras Separatistas y casi nos matan a todos. —Se detuvo de pronto, al ver que el brigadier Whitbread carraspeaba.
Sally intervino rápidamente.
—Ése es otro sistema por el que no puedo sentir simpatía. Aunque ahora sean fieles al Imperio…
Miró a su alrededor. Todos tenían una expresión extraña, y Sinclair intentaba ocultar la cara detrás del vaso de vino que sostenía. El rostro anguloso del brigadier Horst Staley parecía como tallado en piedra.
—¿Que pasa? —preguntó Sally.
Hubo un largo silencio. Por último habló Whitbread:
—El señor Staley es del Sistema Sauron, señorita.
—Vaya… cuánto lo siento —balbució Sally—. Creo que he metido la pata… en realidad, señor Staley, yo…
—Si mis jóvenes caballeros no pueden soportar esa presión, no los necesito en mi nave —dijo Rod—. Y no ha sido usted la única que ha metido la pata —miró significativamente a Sinclair—. No juzgamos a los hombres por lo que sus mundos natales hicieron hace cientos de años. —Maldita sea; esto suena a pura fórmula—. ¿Hablaban ustedes sobre la evolución?
—Sí… teóricamente es algo que queda casi eliminado en las especies inteligentes —dijo ella—. Las especies evolucionan para ajustarse al medio. Una especie inteligente cambia el medio para ajustarlo a ella. Tan pronto como una especie se hace inteligente, debe dejar de evolucionar.
—Lástima que no dispongamos de más elementos de comparación —dijo suavemente Bury—. Sólo contamos con unos cuantos datos teóricos.
Explicó una larga historia sobre un improbable ser inteligente octopoide que se encuentra con un centauro, y todos rieron.
—Bueno, capitán, fue una cena magnífica —concluyó.
—Sí. —Rod se levantó y ofreció su brazo a Sally; los otros se levantaron también.
Sally guardó silencio mientras él la acompañaba por el pasillo hasta su camarote, y sólo intercambiaron una despedida cortés al separarse. Rod volvió al puente. Había que grabar más reparaciones en el cerebro de la nave.
El viaje hiperespacial puede ser extraño y decepcionante.
Se tarda un tiempo inconmensurablemente corto en viajar entre las estrellas; pero cuando la ruta sigue sólo un camino crítico entre cada par de estrellas (nunca una línea absolutamente recta, pero aproximándose lo bastante para visualizarla como tal) y los puntos terminales del camino están lejos de las distorsiones de espacio causadas por estrellas y grandes masas planetarias, sucede que una nave dedica la mayor parte de su tiempo a desplazarse de un punto terminal al otro.
Y, aún peor, no todo par de estrellas se halla unido por líneas de este género. Los caminos corren a lo largo de líneas de flujo termonuclear y equipotencial, y la presencia de otras estrellas en el plano geométrico puede impedir que exista ese camino. De las líneas que existen, no todas se hallan registradas en los mapas. Son difíciles de encontrar.
Los pasajeros de la MacArthur descubrieron que viajar a bordo de una nave de guerra imperial era algo parecido a la cárcel. Los tripulantes tenían tareas que realizar y reparaciones que hacer incluso cuando no estaban de servicio. Los pasajeros se hacían compañía mutua y gozaban de la vida social que permitía la rutina de la Marina. No había espacio para los servicios de recreo de las lujosas naves de pasajeros.
Resultaba aburrido. Cuando la MacArthur se disponía a emprender su último Salto, los pasajeros pensaban en su llegada a Nueva Caledonia como la liberación de una cárcel.
NUEVA CALEDONIA: Sistema estelar situado detrás del Saco de Carbón con una estrella primaria F8 catalogada como Murcheson A. La lejana binaria, Murcheson B, no forma parte del sistema de Nueva Caledonia. Murcheson A tiene seis planetas de cinco órbitas, con cuatro planetas internos, un vacío relativamente grande en el que se encuentran los restos de un planeta que no llegó a formarse, y otros dos planetas exteriores en una relación troyana. Los cuatro planetas internos se llaman Conchobar, Nueva Irlanda, Nueva Escocia y Fomor, según el orden de separación del sol, al que se conoce localmente como Cal, o Viejo Cal, o el Sol. Los dos planetas de la parte media están habitados; fueron terraformados por los científicos del Primer Imperio después de que Jasper Murcheson, que estaba emparentado con Alejandro IV, convenciese al Consejo de que el sistema de Nueva Caledonia era el lugar más adecuado para construir una universidad imperial. Se sabe hoy que a Murcheson le interesaba más que nada disponer de un planeta habitado próximo a la supergigante roja llamada Ojo de Murcheson, y como no estaba satisfecho del clima de Nueva Irlanda exigió también la terraformación de Nueva Escocia.
Fomor es un planeta relativamente pequeño, casi sin atmósfera, y con muy pocas características interesantes. Posee, sin embargo, varios hongos biológicamente relacionados con los hongos encontrados en el Sector Trans-Saco de Carbón, y su sistema de transmisión a Fomor ha originado una polémica interminable en el Diario de la Sociedad Imperial de Xenobiólogos, pues no existe ninguna otra forma de vida nativa en Nueva Caledonia.
Los dos planetas exteriores ocupan la misma órbita y se llaman Dagda y Mider, siguiendo la nomenclatura mitológica celta del sistema. Dagda es un gigante gaseoso, y el imperio mantiene estaciones de combustible en las dos lunas del planeta, Angus y Brigit. Se advierte a las naves mercantes que Brigit es una base de la Marina Espacial a la que no pueden acercarse sin permiso.
Mider es una fría bola de metal, ampliamente excavada, y problemática para los cosmólogos porque su proceso de formación no parece ajustarse a ninguna de las dos principales teorías opuestas sobre el origen de los planetas.
Nueva Escocia y Nueva Irlanda, los únicos planetas habitados del sistema, tenían amplias atmósferas de vapor de agua y metano cuando los descubrieron, pero sin oxígeno libre. Elementos biológicos en cantidades masivas los convirtieron en mundos habitables a un coste considerable; Murcheson perdió al final su influencia en el Consejo, pero la inversión era ya tan grande que el proyecto se llevó a la práctica en su totalidad. En menos de cien años de trabajo intensivo las colonias cupuladas se convirtieron en colonias abiertas, uno de los mayores triunfos del Primer Imperio.
Ambos mundos quedaron parcialmente despoblados durante la Guerra Separatista, incorporándose Nueva Irlanda a las fuerzas rebeldes mientras Nueva Escocia permanecía inquebrantablemente fiel. Después de que se interrumpiese el viaje interestelar en el sector Trans-Saco de Carbón, Nueva Escocia continuó la lucha hasta su redescubrimiento por el Segundo Imperio. Como consecuencia, Nueva Escocia es la capital del sector.
La MacArthur traqueteó y volvió a la existencia pasada la órbita de Dagda. Durante largos instantes sus tripulantes siguieron sentados en sus puestos de transición hiperespacial, desorientados, luchando por superar la confusión que sigue siempre al viaje instantáneo.
¿Por qué? Un sector de física de la Universidad Imperial de Segismundo sostiene que el viaje hiperespacial no exige tiempo cero sino tiempo trans-finito, y que esto produce esa confusión característica en hombres y en el equipo de computación. Otras teorías afirman que el Salto produce un estiramiento o un encogimiento del espacio local, que afecta a los nervios, y también a los elementos de computación; o que no todas las partes de la nave aparecen al mismo tiempo; o que inercia y masa varían a un nivel subatómico después de la transición. Nadie lo sabe con certeza, pero el efecto es real.
—Piloto —dijo Blaine pesadamente. Sus ojos se centraron poco a poco en los indicadores del puente.
—Sí, diga, señor —aunque con voz confusa e indecisa, el piloto respondió de forma automática.
—Ponga rumbo a Dagda. Inmediatamente.
—Así lo haré, señor.
En los primeros tiempos del viaje hiperespacial las computadores de la nave habían intentado acelerar inmediatamente después del Salto. No se tardó en descubrir que su confusión era aún mayor que la de los hombres, y se decidió desconectar todo el equipo automático para la transición. En los marcadores de Blaine se encendieron las luces en cuanto los tripulantes comenzaron a reactivar a la MacArthur y a comprobar sus sistemas.
—Haremos escala en Brigit, señor Renner —continuó Blaine—. Ajuste su velocidad. Señor Staley, usted ayudará al piloto jefe.
—De acuerdo, señor.
El puente volvió a la vida. Los tripulantes se incorporaron y reanudaron sus tareas. Los camareros sirvieron café una vez ajustadas aceleración y gravedad. Todos abandonaron los puestos hiperespaciales para volver a sus tareas de control, mientras los ojos artificiales de la MacArthur escrutaban el espacio buscando posibles enemigos. El indicador encendía una luz verde a medida que los tripulantes informaban de que la transición había sido satisfactoria.
Blaine asentía con satisfacción mientras iba tomando su café. Siempre era así, y después de centenares de transiciones aún seguía sintiendo lo mismo. Había algo básicamente erróneo en el viaje instantáneo, algo que dañaba los sentidos, algo que la mente no aceptaba por debajo del nivel del pensamiento. Los hábitos del Servicio hacían a los hombres continuar; también éstos estaban engranados a un nivel más profundo que las funciones intelectuales.
—Señor Whitbread, felicite en mi nombre al jefe de señales e informe, por favor, de nuestra presencia al Cuartel General de la flota de Nueva Escocia. Que Staley les dé nuestro rumbo y nuestra velocidad, y comunique a la estación de combustible de Brigit que nos dirigimos allí. Informe a la Flota de nuestro destino.
—De acuerdo, señor. ¿Señal en diez minutos, señor?
—Sí.
Whitbread se levantó de su silla de mando situada detrás del capitán y caminó tambaleándose hasta el timón.
—Necesitaré suministro completo de energía para una transmisión en diez minutos, Horst.
Se abrió paso desde el puente, recobrándose rápidamente. Los jóvenes solían recuperarse enseguida, lo que era una buena razón para dar el mando de las naves a oficiales jóvenes.
—ESCUCHEN, ESCUCHEN TODOS —dijo Staley; la llamada resonó por toda la nave—. ATENCIÓN. FIN DE LA ACELERACIÓN EN DIEZ MINUTOS. BREVE PERÍODO DE CAÍDA LIBRE EN DIEZ MINUTOS.
—Pero ¿por qué? —oyó Blaine.
Alzó la vista y vio a Sally Fowler a la entrada del puente. Su invitación a los pasajeros para que fuesen al puente cuando no hubiese ninguna emergencia había resultado positiva: Bury apenas si había hecho uso del privilegio.
—¿Por qué caída libre tan pronto? —preguntó ella.
—Necesitamos la energía para transmitir un mensaje —contestó Blaine—. A esta distancia necesitamos un gran volumen de energía para el rayo máser. Podríamos sobrecargar los motores si fuese necesario, pero es norma desconectar para las transmisiones si no hay urgencia.
—Oh.
Sally se sentó en la silla que acababa de abandonar Whitbread. Rod hizo girar su silla de mando para verla de frente, deseando de nuevo que alguien diseñase una prenda de caída libre para las mujeres que no cubriesen tanta parte de sus piernas, o que volviesen a ponerse de moda los antiguos pantalones cortos. Por entonces las faldas se llevaban en Esparta por debajo de las pantorrillas, y las provincias copiaban la moda de la capital. Para los viajes espaciales, los diseñadores hacían prendas tipo pantalón, bastante cómodas, pero holgadas y abultadas…
—¿Cuándo llegaremos a Nueva Escocia? —preguntó ella.
—Depende del tiempo que estemos en Dagda. Sinclair quiere hacer unos trabajos exteriores mientras estamos varados. —Sacó del bolsillo la pequeña computadora y anotó rápidamente en ella—. Veamos, estamos aproximadamente a unos mil quinientos millones de kilómetros de Nueva Escocia, esto significa sobre un centenar de horas de viaje. Unas doscientas horas, aproximadamente, con el tiempo que pasemos en Dagda. Y el tiempo que nos lleve llegar allí, naturalmente. No es tanto, en realidad; queda a unas veinte horas.
—Así que estaremos aún un par de semanas por lo menos —dijo ella—. Yo creía que una vez que llegásemos aquí… —Se interrumpió, riendo—. Es una estupidez. ¿Por qué no se inventa algo que permita utilizar el Salto en el espacio interplanetario? Resulta ridículo, cruzamos cinco años luz en tiempo cero y luego tardamos semanas en llegar a Nueva Escocia.
—¿Tan pronto se ha cansado de nosotros? Es peor que eso, en realidad. El Salto consume una parte insignificante de nuestro hidrógeno… Bueno, no tan insignificante, pero no es gran cosa comparado con el que tendremos que consumir para llegar a Nueva Escocia. No tengo bastante combustible a bordo para ir directamente, en realidad tardaría por lo menos un año, pero hay más que suficiente para hacer un Salto. Todo lo que se necesita es energía suficiente para entrar en el hiperespacio.
Sally cogió una taza de café que le ofrecía el camarero. Estaba acostumbrándose a aquel café de la Marina, que no se parecía a ningún otro de la galaxia.
—Así que tendremos que tener paciencia —dijo ella.
—Eso me temo. He hecho viajes en los que era más rápido pasar a otro punto Alderson, hacer un salto, desviarse a un nuevo sistema, saltar a otro punto, seguir haciendo esto hasta volver al sistema original en un punto distinto… hacer todo eso resultaba más rápido que, simplemente, cruzar el sistema original por el espacio normal. Pero esta vez no, la posición geométrica no es la adecuada.
—Qué lástima —dijo ella riendo—. Veríamos más sectores del universo por el mismo precio.
No dijo que se sentía aburrida; pero Rod pensó que lo estaba, y que poco podía hacer él para impedirlo. No disponía de tiempo para dedicárselo a ella, y no había gran cosa que ver en el viaje.
—ATENCIÓN. ATENCIÓN. PREPÁRENSE PARA CAÍDA LIBRE. Ella apenas si tuvo tiempo para abrocharse el cinturón.
El jefe de comunicaciones, Lud Shattuck, atisbo por su punto de mira, realizando ajustes increíblemente precisos con sus nudosos dedos, increíblemente precisos para aquellos torpes apéndices. Fuera del casco de la MacArthur, un telescopio se movió bajo la dirección de Shattuck hasta dar con un pequeño punto de luz. Se movió luego hasta centrar perfectamente el punto. Shattuck lanzó un gruñido de satisfacción y accionó una palanca. Una antena de máser se ajustó al telescopio mientras la computadora de la nave deducía dónde estaría el punto de luz cuando llegase el mensaje. Un mensaje codificado brotó del carrete de su cinta, mientras los motores posteriores de la MacArthur fundían hidrógeno en helio. La energía recorrió las antenas, energía modulada por la pequeña cinta del cubículo de Shattuck, dirigiéndose hacia Nueva Escocia.
Rod cenaba solo en su camarote cuando llegó la respuesta. El ayudante de guardia miró el encabezamiento y se puso inmediatamente en contacto con Shattuck. Cuatro minutos después el brigadier Whitbread llamaba a la puerta de su capitán.
—¿Sí? —contestó Rod irritado.
—Hay un mensaje del almirante Cranston, señor…
Rod alzó la vista molesto. No quería comer solo, pero los oficiales habían invitado a cenar a Sally Fowler (después de todo, era su turno), y si Blaine se hubiese invitado a cenar con sus oficiales, habría ido también el señor Bury. Y ahora hasta aquella triste cena en soledad se veía interrumpida.
—¿No puede esperar?
—Es prioridad OC, señor.
—¿Prioridad máxima para nosotros? ¿OC? —exclamó Blaine bruscamente, olvidando la gelatina proteínica—. Léamelo, señor Whitbread.
—Sí, señor. A MACARTHUR DE FLOTAIMP. NUEVA ESCOCIA OC OC 8175…
—Omita los códigos de verificación, brigadier. Ya me imagino que los ha comprobado.
—Desde luego, señor. Bueno, continúo señor, fecha, código… SE DIRIGIRÁ USTED CON MÁXIMA VELOCIDAD POSIBLE REPITO MÁXIMA VELOCIDAD POSIBLE A BRIGIT PARA REPONER COMBUSTIBLE CON PRIORIDAD DOBLE STOP REPONDRÁ USTED COMBUSTIBLE EN MÍNIMO TIEMPO STOP.
»LA MACARTHUR SE DIRIGIRÁ LUEGO…bueno, señor, nos dan una coordenada del sistema de Nueva Caledonia… O CUALQUIER OTRO VECTOR QUE ELIJA PARA INTERCEPTAR E INVESTIGAR OBJETO MISTERIOSO QUE HA ENTRADO EN SISTEMA NUEVA CALEDONIA EN ESPACIO NORMAL REPITO ESPACIO NORMAL STOP OBJETO SIGUE VECTOR GALÁCTICO… aquí nos dan un rumbo de la ruta general del Saco de Carbón, señor… A VELOCIDAD APROXIMADA DE SIETE POR CIENTO LA DE LA LUZ STOP VELOCIDAD OBJETO DISMINUYE RÁPIDAMENTE STOP SEGÚN ASTRÓNOMOS UNIVERSIDAD IMPERIAL ESPECTRO DEL INTRUSO ES ESPECTRO SOL NUEVA CALEDONIA AZUL CAMBIADO STOP CONCLUSIÓN OBVIA ES QUE INTRUSOS UTILIZAN COMO PROPULSOR VELA DE LUZ STOP.
»ASTRÓNOMOS UNIVERSIDAD IMPERIAL SEGUROS OBJETO ES ARTEFACTO CONSTRUIDO POR SERES INTELIGENTES STOP PERO NINGUNA COLONIA HUMANA CONOCIDA PARECE SER ORIGEN OBJETO INTRUSO STOP.
«ENVIAMOS CRUCERO LERMONTOV COMO AYUDA PERO NO PUEDE LLEGAR A IGUALAR VELOCIDAD INTRUSO HASTA SETENTA Y UNA HORAS DESPUÉS
TIEMPO MÍNIMO QUE VELOCIDAD MACARTHUR SE AJUSTE CON OBJETO STOP ACTÚEN CON PRECAUCIÓN STOP DEBEN SUPONER INTRUSO HOSTIL HASTA QUE DEMUESTRE LO CONTRARIO STOP TIENE USTED ÓRDENES DE MANTENER MÁXIMAS PRECAUCIONES PERO DE NO INICIAR HOSTILIDADES REPITO NO INICIAR HOSTILIDADES STOP.
«DESEARÍA ESTAR AHÍ CZILLER STOP BUENA SUERTE STOP CRANSTON FIN TRANSMISIÓN. Bueno, eso es todo, señor.
Whitbread estaba sin aliento.
—Eso es todo. Eso es mucho, señor Whitbread. —Blaine accionó el intercom—. Sala de oficiales.
—Sala de oficiales, capitán —contestó el brigadier Staley.
—Póngame con Cargill.
El primer teniente parecía irritado. Blaine estaba interrumpiendo su fiesta. Rod sintió cierta satisfacción interna al hacerlo.
—Jack, vaya al puente. Quiero que este pájaro se mueva. Tenemos un tiempo mínimo para llegar a Brigit, quiero decir mínimo. Aunque agote todo el combustible, debemos llegar allí lo antes posible.
—Desde luego, señor. A los pasajeros no va a gustarles.
—Dígales… bueno, salude de mi parte a los pasajeros; se trata de una emergencia de la flota. Lo siento por su fiesta, Jack, pero acomode a sus pasajeros en lechos hidráulicos y ponga en movimiento la nave. Yo estaré en el puente dentro de un minuto.
—Desde luego, señor —el intercom quedó en silencio un instante, luego la voz de Staley resonó por toda la nave—. ATENCIÓN. ATENCIÓN. PREPÁRENSE PARA ACELERACIÓN PROLONGADA POR ENCIMA DE LAS DOS GRAVEDADES. QUE LOS JEFES DE SECCIÓN INDIQUEN CUÁNDO ESTÁN PREPARADOS PARA AUMENTAR LA ACELERACIÓN.
—Muy bien —dijo Blaine; se volvió a Whitbread—. Introduzca los datos de ese condenado vector en la computadora y veamos de dónde vienen los intrusos.
Comprendió que su nerviosismo se traslucía e hizo un esfuerzo para calmarse. Intrusos… ¿alienígenas? ¡Dios santo, vaya situación! Verse ante la posibilidad de un contacto con alienígenas estando al mando de su primera nave, en su primer viaje como comandante.
—Veamos de dónde vienen… —repitió.
Whitbread se aproximó al tablero de mando próximo a la mesa de Blaine. La pantalla se iluminó violentamente, luego aparecieron números.
—¡Por Dios, Whitbread, no soy matemático! ¡Expréselo en forma gráfica!
—Disculpe, señor.
Whitbread accionó de nuevo los mandos. La pantalla se convirtió en un volumen negro lleno de burbujas y líneas de luz coloreadas. Las burbujas grandes eran estrellas, coloreadas según su género; los vectores de velocidad eran finas líneas verdes, los de aceleración de color azul, y las rutas proyectadas eran curvas de un rojo apagado. La larga línea verde…
Blaine contempló la pantalla con incredulidad, luego se pasó el dedo por la protuberancia de la nariz.
—De la Paja. Bueno, esto va a ser un infierno. De la Paja, en el espacio normal.
No había ninguna línea de comunicación conocida hasta la estrella del intruso. Ésta colgaba aislada, una mancha amarilla junto a la supergigante Ojo de Murcheson. En la cabeza de Rod danzaron visiones de octopoides.
¿Y si fuesen hostiles?, pensó de pronto. Si la MacArthur tenía que combatir con una nave alienígena, necesitaría más reparaciones. Reparaciones que habían aplazado para hacerlas en órbita o varados, y ahora tendrían que hacerlas a dos gravedades. Pero de un modo u otro tendrían que hacerlo.
Blaine se abrió paso rápidamente hasta el puente y se acomodó en la silla de mando. Una vez allí puso en marcha el intercom. Un asombrado brigadier Whitbread le miró en la pantalla, desde la cabina del capitán.
—Léamelo, señor —dijo Blaine.
—¿Cómo? ¿Qué dice, señor?
—Tiene usted abiertos los reglamentos por la sección de normas sobre contacto con alienígenas, ¿no es así? Lea, por favor. —Blaine recordaba haber leído aquellas normas mucho tiempo atrás, por pura curiosidad más que nada. Lo hacían la mayoría de los cadetes.
—Desde luego, señor. —Se veía claramente que Whitbread se preguntaba si el capitán le habría leído el pensamiento, luego pareció concluir que aquello era prerrogativa del capitán; este incidente se convertiría en una leyenda—. «Sección 4500: Primer contacto con seres inteligentes no humanos. Nota: Se considera seres inteligentes a las criaturas que utilizan instrumentos y sistemas de comunicación de forma voluntaria y premeditada. Subnota: se advierte a los oficiales que deben utilizar su criterio a la hora de aplicar la definición. Las ratas colmeneras de Makasar, por ejemplo, emplean instrumentos y sistemas de comunicación en sus habitáculos, pero no son seres inteligentes.
«Sección 1: Los oficiales que se encuentren con seres inteligentes no humanos deben comunicar la existencia de estos alienígenas al mando más próximo de la Flota. Todas las demás tareas se considerarán secundarias frente a ésta. Sección 2: Una vez cumplido el objetivo descrito en la sección primera, los oficiales procurarán establecer comunicación con los alienígenas, teniendo en cuenta, sin embargo, que no están autorizados a hacerlo arriesgando la unidad a su mando, a menos que así se lo ordene una autoridad superior. Aunque los oficiales no deben iniciar hostilidades, se considerará en principio hostiles a las criaturas inteligentes no humanas. Sección 3…»
Whitbread fue interrumpido por el último aviso de aceleración. Blaine hizo un gesto de reconocimiento al oficial y se acomodó en su asiento. De todos modos, las normas probablemente no fuesen de gran utilidad. Se referían sobre todo a contactos iniciales sin aviso previo, y en este caso el mando de la Flota sabía muy bien que la MacArthur iba a interceptar una nave alienígena.
La gravedad de la nave se elevó lo bastante lentamente para dar tiempo a la tripulación a ajustarse, todo un minuto para elevarse a tres gravedades. Blaine sintió que se asentaban en su silla de aceleración doscientos sesenta kilos. Los tripulantes estarían moviéndose por toda la nave con la minuciosa atención que uno presta cuando levanta pesos, pero no era una aceleración inmovilizadora. Al menos para un joven. Para Bury sería duro, pero el comerciante no tendría problemas si permanecía en su lecho de gravedad.
Blaine se sentía muy a gusto en su silla. Tenía un cabezal, controles manuales, una pequeña repisa y podía hacerla girar de modo que controlase todo el puente sin esfuerzo; tenía incluso un tubo personal de desagüe. Las naves de guerra estaban diseñadas para largos períodos de alta gravedad.
Blaine accionó los controles de su pantalla y apareció sobre él un gráfico en tres dimensiones. Accionó la palanca de aislamiento para que no pudiese verle el resto de la tripulación. A su alrededor los oficiales del puente atendían a sus deberes: Cargill y el piloto jefe, Renners, estaban junto a la estación de astrogación, el brigadier Staley se sentaba junto al piloto, para ayudarle si era necesario, pero sobre todo porque quería aprender a manejar la nave. Los largos dedos de Blaine se movieron sobre los controles de la pantalla.
Una larga línea verde de velocidad, un corto vector de color azul señalando en dirección opuesta… con una pequeña bola blanca en medio. Vaya. El intruso venía directamente de la dirección de la Paja y desaceleraba directamente en el sistema de Nueva Caledonia… y era algo mayor que el satélite de la Tierra. Un objeto en forma de nave habría sido un punto sin dimensiones.
Era una buena cosa que Whitbread no se hubiese dado cuenta de esto. Habría murmuraciones, correrían cuentos entre los tripulantes, los bisoños se asustarían… Blaine sintió también el sabor metálico del miedo. Dios santo, qué grande era.
—Pero necesitaban sin duda una cosa de ese tamaño —murmuró Rod.
¡Treinta y cinco años luz a través del espacio normal! Ninguna civilización humana había conseguido una cosa así. De todos modos, ¿cómo esperaba el almirante que la «investigase»? Y mucho menos que la interceptase… ¿debería abordarla con infantes de marina?
¿Qué demonios sería una vela de luz?
—Rumbo a Brigit trazado, señor —anunció el piloto jefe Renner. Blaine salió de su ensueño y accionó de nuevo los controles de sus pantallas. Apareció el rumbo en un gráfico bajo los cuadros de cifras.
—Aprobado —dijo laboriosamente. Luego volvió a situar aquel objeto increíblemente grande en su pantalla. Bruscamente, sacó su computadora de bolsillo y tecleó apresurado. Fluyeron por su superficie palabras y números mientras él asentía…
Por supuesto la presión de la luz podía utilizarse como medio de propulsión. De hecho la MacArthur hacía exactamente eso, utilizando fusión hidrogénica para generar fotones y emitirlos en un cono de luz enormemente ampliado. Un espejo reflector podía utilizar la luz exterior como propulsión y duplicar su eficacia. Naturalmente el espejo debía ser lo mayor y lo más ligero posible, y reflejar a ser posible toda la luz que cayese sobre él.
Blaine sonrió para sí. ¡Había estado preparándose para atacar un planeta capaz de recorrer el espacio como una nave con su crucero de combate a medio reparar! Naturalmente la computadora había pintado un objeto de aquel tamaño como un globo. En realidad, probablemente fuese una lámina de tejido plateado de miles de kilómetros de anchura, fijada con obenques ajustables a la masa que sería la nave propiamente dicha.
En realidad, con un albedo de uno… Blaine trazó un rápido esquema. La vela de luz necesitaría unos ocho millones de kilómetros cuadrados de área. Si fuese circular, tendría unos tres mil de anchura…
Utilizaba la luz como fuerza impulsora, así que… Blaine extrajo la deceleración de la nave intrusa, la comparó con la luz total reflejada, dividió… vela y peso total formaban una masa de unos cuatrocientos cincuenta mil kilos.
Aquello no parecía peligroso.
De hecho, no daba la sensación de una nave espacial en funcionamiento, ni que pudiese recorrer treinta y cinco años luz por el espacio normal. Los pilotos alienígenas se volverían locos con tan poco espacio… a menos que fuesen muy pequeños o que les gustase el hacinamiento, o hubiesen pasado varios centenares de años viviendo en globos hinchados de finas y delicadas paredes… no. Había demasiado pocos datos y demasiado campo para la especulación. Aun así no podía hacer otra cosa. Se rascó su protuberante nariz.
Cuando se disponía a despejar las pantallas, lo pensó mejor y aumentó la ampliación. Estuvo contemplando el resultado largo rato y luego lanzó un suave juramento.
La nave intrusa se encaminaba en línea recta hacia el sol.
La MacArthur desaceleró a casi tres gravedades en órbita directa alrededor de Brigit; luego descendió al Campo Langston protector de la base, un pequeño dardo negro hundiéndose hacia una almohada tremendamente blanca, los dos unidos por un hilo de blanco intenso. Si el Campo no absorbiese la energía de empuje, el impulsor principal habría abierto enormes cráteres en aquella luna que era como una bola de nieve.
El personal de la estación de aprovisionamiento se apresuró a realizar sus tareas. En los complejos depósitos de la MacArthur fue derramándose hidrógeno líquido, electrolizado del pulposo hielo de Brigit y destilado después de su licuefacción. Al mismo tiempo Sinclair condujo fuera a sus hombres. Los tripulantes se desparramaron por la nave para aprovechar la baja gravedad del vehículo en aquella posición. Los contramaestres chillaban a los encargados de suministros al ver que Brigit iba quedándose sin piezas de repuesto.
—El teniente Frenzi pide permiso para subir a bordo, señor —dijo el oficial de guardia. Rod frunció el ceño.
—Que suba. —Se volvió a Sally Fowler, que estaba sentada en el asiento de observación del brigadier.
—Piense que tendremos que acelerar a gravedades elevadas durante todo el camino para poder interceptarles… Ya sabe lo que eso significa. Además, ¡es una misión peligrosa!
—Bah. Sus órdenes fueron llevarme a Nueva Escocia —replicó ella—. Nada decían de dejarme sobre una bola de nieve.
—Aquéllas fueron órdenes generales. Si Cziller hubiese sabido de este grave riesgo, nunca la habría dejado subir a bordo. Como capitán de esta nave me corresponde decidir, y digo que no voy a llevar a la sobrina del senador Fowler a un posible combate.
—Oh —lo pensó un momento; el enfoque directo no había resultado—. Rod, escuche. Por favor. Considera usted esto una tremenda aventura, ¿verdad? ¿Qué cree que siento yo? Sean alienígenas o sean sólo colonos perdidos que intentan encontrar de nuevo el Imperio, éste es mi campo. Es lo que yo he estudiado, y soy el único antropólogo que hay a bordo. Usted me necesita.
—Podemos arreglárnoslas solos. Es demasiado peligroso.
—Pero deja usted que el señor Bury siga a bordo.
—No es que le deje. El almirante me ordenó concretamente mantenerle en la nave. No tengo otra alternativa con él, pero sí con usted y con sus criados…
—Si se trata de Adam y de Annie, si está preocupado por ellos, los dejaremos aquí. De todos modos no podrían soportar la aceleración. Pero yo puedo soportar cualquier cosa que pueda soportar usted, mi señor capitán Roderick Blaine. Le he visto después de un Salto hiperespacial, desconcertado, mirando a su alrededor sin saber qué hacer, y yo fui capaz de salir de mi cabina y llegar caminando hasta aquí, hasta el puente. ¡No me trate, pues, como a un ser desvalido! Y deje que me quede aquí, porque si no…
—Si no ¿qué?
—Nada, por supuesto. Sé que no puedo amenazarle con nada. Pero ¿querrá hacerme ese favor, Rod? —Lo intentaba todo; incluso bajar los ojos, y esto fue demasiado para Rod, que rompió a reír.
—El teniente Frenzi, señor —anunció el infante de marina que estaba de centinela a la entrada del puente.
—Entre, Romeo, entre —dijo Rod con más cordialidad de la que sentía.
Frenzi tenía treinta y cinco años, diez más que Blaine, que había servido a sus órdenes durante tres meses y había sido el período más triste que recordaba. Frenzi era un buen administrador, pero un oficial espantoso.
El recién llegado miró por todo el puente, la mandíbula inferior muy adelantada.
—Hola, Blaine. ¿Dónde está el capitán Cziller?
—En Nueva Chicago —dijo Rod complacido—. Ahora estoy yo al mando de la MacArthur. —Se volvió para que Frenzi pudiese ver los cuatro anillos en ambas mangas.
Frenzi arrugó la cara.
—Felicidades. —Hubo una larga pausa—. Señor.
—Gracias, Romeo. Aún me cuesta trabajo acostumbrarme también a mí.
—Bueno, saldré y diré a los hombres que no se apresuren con el combustible, ¿verdad? —dijo Frenzi. Se volvió para irse.
—¿Qué demonios quiere decir con eso? Tengo una prioridad doble A-l. ¿Quiere ver el mensaje?
—Lo he visto. Enviaron una copia a la estación, Blaine… perdón, capitán. Pero el mensaje indica claramente que el almirante Cranston cree que Cziller está aún al mando de la MacArthur. Con todo respeto, señor, creo que no habría enviado esta nave a interceptar a una posible nave alienígena si supiese que iba al mando de un… un joven oficial que es la primera vez que ostenta el mando de una nave. Señor.
Antes de que Blaine pudiese contestar, habló Sally.
—He visto el mensaje, teniente, e iba dirigido a la MacArthur, no a Cziller. Y concedía a la nave prioridad para reponer combustible. Frenzi la miró fríamente.
—La Lermontov será mucho más adecuada para esta operación, según creo. Perdone, capitán, pero he de volver a mi puesto. —Miró de nuevo hoscamente a Sally—. No sabía que empleasen mujeres sin uniforme como pilotos.
—Da la casualidad de que soy la sobrina del senador Fowler y estoy a bordo de esta nave por órdenes del Almirantazgo, teniente —dijo ella con acritud—. Me asombra su descortesía. Mi familia no está acostumbrada a un tratamiento como éste, y estoy segura de que mis amistades de la Corte se asombrarán de que un oficial del Imperio se comporte de modo tan grosero.
Frenzi enrojeció y miró a su alrededor muy nervioso.
—Discúlpeme, señora. No pretendía ofenderla, se lo aseguro… Me sorprendió su presencia aquí porque es poco frecuente que haya mujeres a bordo de las naves de guerra, y aún más tratándose de una joven dama tan atractiva como usted… Le ruego me perdone…
Su voz se fue perdiendo a medida que salía del puente.
—Bueno, ¿por qué no reacciona usted también así? —preguntó Sally sonoramente.
Rod sonrió y luego se levantó de un salto de su asiento.
—¡Comunicará a Cranston que soy yo quien manda la nave! Tardará aproximadamente una hora en llegar el mensaje a Nueva Escocia y la contestación tardará por lo menos otra. —Accionó los controles del intercom—.
ME DIRIJO A TODA LA TRIPULACIÓN. SOY EL CAPITÁN. DEBEMOS PARTIR EN CIENTO VEINTICINCO MINUTOS. DEBEMOS PARTIR EN CIENTO VEINTICINCO MINUTOS. Si NO ESTÁN USTEDES A BORDO LES DEJAREMOS ATRÁS.
—Ése es el sistema —gritó Sally animándole—. Déjele que envíe sus mensajes. —Mientras Blaine se volvía para dar prisa a la tripulación, ella abandonó el puente y fue a ocultarse en su camarote.
Rod hizo otra llamada.
—Teniente Sinclair. Comuníqueme si hay algún retraso ahí.
Si Frenzi intentaba retrasar las operaciones, podría destituirle. Desde luego que lo haría… hacía mucho que soñaba con darle una lección a Frenzi.
Llegaron los informes. Cargill llegó al puente con una serie de órdenes de transferencia y una expresión satisfecha. Los contramaestres de la MacArthur, con copias del mensaje de prioridad en la mano, habían ido a buscar a los mejores hombres de Brigit.
Nuevos y viejos tripulantes andaban por la nave, sacando el equipo dañado y colocando apresuradamente piezas de repuesto del depósito de suministros de Brigit, revisando o colocando y pasando en seguida a la tarea siguiente. Otras piezas de repuesto se almacenaban en cuanto llegaban. Más tarde podrían utilizarlas para reemplazar los instrumentos de Sinclair que parecían fundidos… si es que alguien podía descubrir un modo de desmontarlos. Era bastante difícil determinar lo que había dentro de una de aquellas cajas negras regularizadas. Rod localizó un calentador microondular e hizo que lo enviasen a la sala de oficiales; a Cargill le gustaría.
Cuando la reposición de combustible había casi concluido, Rod se colocó su traje de presión y salió. No era necesaria su inspección, pero el saber que el capitán estaba al tanto de todo estimulaba la moral de la tripulación. Allí fuera, Rod buscó a la nave intrusa.
La Cara de Dios le contemplaba desde el espacio.
El Saco de Carbón era una masa nebulosa de polvo y gas, pequeña desde aquella distancia pese a tener de veinticuatro a treinta años luz de espesor, pero densa y lo bastante próxima a Nueva Caledonia como para bloquear una cuarta parte del cielo. La Tierra y la Capital Imperial, Esparta, quedaban invisibles al otro lado. La esparcida negrura ocultaba la mayor parte del Imperio, pero constituía un fino y aterciopelado telón de fondo para dos estrellas próximas y luminosas.
Incluso sin ese telón de fondo, el Ojo de Murcheson era la estrella más brillante del cielo: una gran gigante roja a treinta y cinco años luz de distancia. La mancha blanca que había a un lado era su estrella compañera, una enana amarilla, más pequeña, más difusa y menos interesante: la Paja. Visto desde allí el Saco de Carbón tenía la forma de un hombre encapuchado, con cabeza y hombros; y la supergigante roja descentrada se convertía en un ojo atento y malévolo.
La Cara de Dios. Era una vista famosa en todo el Imperio, aquel panorama extraordinario del Saco de Carbón visto desde Nueva Caledonia. Pero allí, en el frío del espacio, resultaba distinto. En una fotografía parecía un saco de carbón. Allí era real.
Y algo que no podía ver avanzaba hacia él desde la Paja en el Ojo de Dios.
Una gravedad sólo… con sensaciones de náusea cuando la MacArthur enfiló el rumbo de intercepción previsto. La red elástica le mantuvo fijado a la silla de aceleración durante los escasos minutos de gravedad cambiante pero normal… minutos, sospechaba Rod, que pronto consideraría retrospectivamente con nostalgia.
Kevin Renner había tripulado un navío mercante interestelar antes de incorporarse a la MacArthur como piloto. Era un hombre delgado de rostro flaco, diez años más viejo que Blaine. Cuando Rod situó su silla de aceleración tras él, Renner ajustaba curvas en una pantalla visual; y su sonrisa satisfecha no correspondía a un hombre de la Marina.
—¿Ajustado el rumbo, teniente Renner?
—Sí, señor —contestó animosamente Kevin Renner—. ¡Directamente hacia el sol a cuatro gravedades!
Blaine rechazó el deseo de comprobarlo.
—Adelante.
Las alarmas de aviso sonaron y la MacArthur aceleró. La tripulación y los pasajeros sintieron que su peso se asentaba más profundamente en literas y sillas, y se prepararon para varios días de peso excesivo.
—Bromeaba usted, ¿verdad? —preguntó Blaine. El piloto le miró quisquillosamente.
—Ya sabe que se trata de un sistema de propulsión basado en la luz, ¿no?
—Naturalmente.
—Entonces mire allí. —Renner trazó una curva verde en la pantalla visual, una parábola que se elevaba agudamente hacia la derecha—. La luz solar por centímetro cuadrado que incide sobre una vela de luz decrece proporcionalmente al cuadrado de la distancia de la estrella. La aceleración varía en proporción directa a la luz solar reflejada desde la vela.
—Por supuesto, señor Renner. Explíquese.
Renner trazó otra parábola, muy parecida a la primera, pero azul.
—El viento estelar puede también impulsar una vela de luz. El empuje varía más o menos igual. La diferencia importante es que el viento estelar lo forman núcleos atómicos. Se fijan donde golpean la vela. El impulso se transfiere directamente… y es todo radial respecto al sol.
—No se puede virar por avante contra él —comprendió de pronto Blaine—. No puedes virar por avante contra la luz inclinando la vela; el viento estelar siempre te aleja en línea recta del sol.
—Exactamente. Así que, capitán, supongamos que penetramos en un sistema al siete por ciento de la velocidad de la luz y que queremos parar. ¿Qué haríamos?
—Soltar todo el peso posible —musitó Blaine—. Bueno… no veo dónde está el problema. Ellos deben de haber despegado de ese mismo modo.
—No lo creo. Se mueven demasiado aprisa. Pero aceptemos eso por un minuto. Lo que cuenta es que se mueven demasiado aprisa para parar, a menos que se aproximen mucho al sol, realmente mucho. Los intrusos se dirigen en realidad directamente hacia el sol. Probablemente la nave vire mucho después de que la luz solar la haya desacelerado lo suficiente… siempre que no se haya fundido o se hayan partido los obenques o se le haya rasgado la vela. Llegarán tan cerca que tendrán que desviarse en ángulo recto; no tienen elección.
—Ah —dijo Blaine.
—Ni que decir tiene —añadió Renner— que cuando ajustemos nuestro rumbo al suyo, también tendremos que movernos directamente hacia el sol…
—¿A un siete por ciento de la velocidad de la luz?
—A un seis. Los intrusos habrán disminuido un poco su velocidad por entonces. Nos llevará ciento veinticinco horas, con cuatro gravedades la mayor parte del tiempo, reduciendo un poco al final.
—Va a ser duro para todos —dijo Blaine, y de pronto se preguntó, con retraso, si Sally Fowler habría desembarcado realmente—. Sobre todo para los pasajeros. ¿No sería posible otro rumbo más fácil?
—Lo sería, señor —repuso instantáneamente Renner—. Puedo hacer lo mismo en ciento setenta horas sin llegar nunca a superar las dos gravedades y media… y ahorrar además algo de combustible, porque la sonda tendrá más tiempo para aminorar. El rumbo en que estamos ahora nos llevará a Nueva Irlanda con tanques secos, suponiendo que llevemos al intruso a remolque.
—Tanques secos. Pero a usted le gusta más este rumbo. Rod empezaba a detestar al piloto y aquella sonrisa que implicaba constantemente que el capitán había olvidado algo esencial y evidente.
—Dígame por qué —añadió.
—Pienso —dijo el piloto— que el intruso podría ser hostil.
—Sí. ¿Y qué?
—Si siguiésemos su mismo rumbo y nos dañasen los motores…
—Caeríamos en el sol a un seis por ciento de la velocidad de la luz. Comprendo. Así que usted pretende que les alcancemos lo más lejos posible de Cal, para tener un cierto margen de maniobra.
—Eso mismo, señor. Exactamente.
—Muy bien. Le gusta esto, ¿verdad, señor Renner?
—No me lo habría perdido por nada del mundo, señor. ¿Y a usted?
—Continúe, señor Renner.
Blaine guió su silla de aceleración hasta otra pantalla y comenzó a comprobar el rumbo del piloto. Le indicó que podía darles casi una hora de una sola gravedad inmediatamente antes de la intercepción, para que todos tuviesen posibilidad de recuperarse. Renner aceptó con un entusiasmo estúpido y se puso a trabajar en el cambio.
«Pueden serme muy útiles los amigos a bordo de mi nave —solía decir el capitán Cziller a sus oficiales— pero los cambiaría todos por un piloto competente.»
Renner era competente. Renner era también un sabihondo; pero era un buen arreglo. Rod se conformaría con un sabihondo competente.
A cuatro gravedades nadie caminaba, nadie alzaba nada. Las respuestas de la caja negra de la bodega seguían allí mientras la MacArthur continuaba con las chapuzas de Sinclair. La mayoría de los miembros de la tripulación trabajaban desde sus literas, o en sillas móviles, o no trabajaban.
En otras secciones se entretenían con complicados juegos de palabras, o especulaban sobre el próximo encuentro, o contaban historias. La mitad de las pantallas de la nave mostraban lo mismo: un disco como el sol, con el Ojo de Murcheson tras él y el Saco de Carbón como telón de fondo.
Los indicadores de la cabina de Sally reflejaban consumo de oxígeno. Rod dijo palabras de potente y malévola magia en voz alta. Estuvo a punto de llamarla luego, pero lo pospuso. En vez de llamarla a ella llamó a Bury.
Bury estaba en el baño de gravedad: una película de mylar sobre líquido muy elástica. Sólo se veían su cara y sus manos por encima de la curvada superficie. Su cara parecía vieja… mostraba casi su verdadera edad.
—Capitán, decidió usted no dejarme en Brigit. Ha preferido llevar a un civil a un posible combate. ¿Puedo preguntarle por qué?
—Desde luego, señor Bury. Supuse que le sería más incómodo quedar aislado en una bola de hielo sin ningún medio de transporte garantizado. Quizás me equivoqué.
Bury sonrió… o al menos intentó hacerlo. Todos los hombres de a bordo parecían tener doble edad de la que tenían, con cuatro gravedades pesando sobre la piel de sus rostros. Bury sonrió como si levantara un peso.
—No, capitán, no se equivocó usted. Vi sus órdenes en la sala de oficiales. Sí. Vamos al encuentro de una nave espacial no humana.
—Eso es lo que parece, desde luego.
—Quizás tengan cosas que intercambiar. Sobre todo si vienen de un mundo no terrestre. Ojalá. Capitán, ¿me mantendrá informado de lo que suceda?
—Probablemente no tenga tiempo —dijo Blaine, eligiendo la más cortés de las diversas respuestas que se le ocurrieron.
—Claro, por supuesto. No quería decir personalmente. Sólo quiero tener acceso a las informaciones sobre nuestro avance. A mi edad no me atrevo a moverme de esta bañera de goma mientras dure nuestro viaje. ¿Cuánto tiempo seguiremos a cuatro gravedades?
—Ciento veinticinco horas. Ciento veinticuatro ya.
—Gracias, capitán. —Bury se desvaneció de la pantalla.
Rod se frotó la nariz pensativo. ¿Conocía Bury su situación a bordo de la MacArthur? En realidad daba igual. Pasó al camarote de Sally.
Ésta parecía como si no hubiese dormido en una semana o no hubiese sonreído en años.
—Hola, Sally —dijo Blaine—. ¿Lamenta haber venido?
—Ya le dije que puedo soportar todo lo que pueda soportar usted —dijo sosegadamente Sally.
Se apoyó en los brazos de su asiento y se levantó. Extendió luego los brazos para demostrar su capacidad de movimiento.
—Tenga cuidado —dijo Blaine intentando mantener la voz serena—. No haga movimientos bruscos. Mantenga las rodillas derechas. Puede partirse la espalda sólo sentándose. Ahora permanezca erguida, pero extienda las manos hacia atrás. Apóyese en los brazos del asiento antes de intentar doblarse por la cintura…
Ella no creyó que fuese tan peligroso hasta que empezó a sentarse. Entonces sintió un nudo en los músculos de los brazos, brilló en sus ojos el pánico y se sentó con excesiva brusquedad, como si la gravedad de la MacArthur la hubiese chupado.
—¿Se ha hecho daño?
—No —contestó ella—. Sólo se ha dañado mi orgullo.
—Entonces no se mueva de esa silla. ¡Maldita sea! ¿Acaso me ha visto a mí ponerme de pie? No, ¿verdad? ¡Y no me verá!
—Está bien. —Sally giró la cabeza a un lado y a otro. Evidentemente se sentía mareada por el esfuerzo.
—¿Ha mandado marchar a sus criados?
—Sí. Tuve que engañarles… no habrían querido irse sin mi equipaje —rió, y era una risa de vieja—. Lo que llevo puesto es todo lo que poseo hasta que lleguemos a Nueva Caledonia.
—¿Dice que los engañó? Supongo que como me engañó a mí. Debí hacer que Kelley la desembarcara. —La voz de Rod era áspera. Sabía que parecería el doble de viejo, un inválido en una silla de ruedas—. En fin —añadió—, está usted a bordo. Ahora no puedo echarla.
—Piense que puedo ayudarle. Soy antropóloga —pestañeó ante la idea de intentar levantarse otra vez—. ¿Puedo comunicarme con usted a través del intercom?
—Le responderá el guardiamarina que esté de guardia. Si necesita usted hablar realmente conmigo dígaselo a él. Pero, Sally… éste es un navío de guerra. Esos alienígenas quizás no sean amistosos. ¡Recuerde, por amor de Dios, que mis oficiales de guardia no tienen tiempo para una discusión científica en mitad de un combate!
—Lo sé. Podría atribuirme por lo menos un poco de sentido común —intentó reír—. Aunque me dedique a ponerme de pie imprudentemente con cuatro gravedades.
—De acuerdo. Ahora hágame otro favor. Métase en su baño de gravedad.
—¿He de quitarme la ropa para eso?
Blaine no pudo ruborizarse; no afluía suficiente sangre a su cabeza.
—Es una buena idea, sobre todo si tiene hebillas. Apague el sistema visual del comunicador.
—De acuerdo.
—Y tenga cuidado. Puedo enviarle a algún tripulante casado para que le ayude a…
—No, gracias.
—Entonces espere. Tendremos unos cuantos minutos de gravedad más baja a intervalos. ¡No se levante de esa silla sola con esta gravedad!
No se sentía ni mucho menos tentada a hacerlo. Con una experiencia le bastaba.
—La Lermontov llama de nuevo —dijo Whitbread.
—Olvídelo. No conteste.
—De acuerdo, señor. No contestaremos.
Rod suponía lo que deseaban los de la otra nave. La Lermontov quería abordar primero al intruso… pero cuando la nave hermana de la MacArthur pudiese aproximarse a los alienígenas el sol estaría ya demasiado cerca. Era mejor interceptarla donde hubiese más espacio para maniobrar.
Al menos eso era lo que Rod decía. Podía confiar en Whitbread y en la gente de comunicaciones; las señales de la Lermontov no se reseñarían.
Tres días y medio. Dos minutos de una gravedad y media cada cuatro horas para cambiar la guardia, coger objetos olvidados, cambiar de posiciones; luego sonaban las señales y volvía el peso excesivo.
Al principio la proa de la MacArthur había tomado un ángulo de sesenta grados respecto a Cal. Tenían que ajustarse al rumbo de los intrusos. Logrado esto, la MacArthur giró de nuevo. Su proa enfiló hacia la estrella más brillante de los cielos.
Cal empezó a crecer. Cambió también de color, pero levemente. Nadie advertiría aquel tono azul a simple vista. Lo que los hombres veían en las pantallas era que la estrella más brillante se había convertido en un disco y crecía de hora en hora.
No aumentaba su brillo porque las pantallas lo mantenían constante; pero el pequeño disco solar iba haciéndose amenazadoramente grande, y quedaba situado directamente enfrente. Tras ellos había otro disco del mismo color, el blanco de una estrella F8. También ella crecía de hora en hora. La MacArthur estaba emparedada entre dos estrellas enfrentadas.
Al segundo día Staley llegó con un nuevo brigadier al puente, ambos en sillas de aceleración móviles. Salvo por una breve entrevista en Brigit, Rod no conocía al brigadier: Gavin Potter, un muchacho de dieciséis años de Nueva Escocia. Potter era alto para su edad. Parecía encogerse, como si temiese que fijaran la atención en él.
Blaine pensó que Potter estaba simplemente mirando la nave; una buena idea, pues si los intrusos resultaban ser hostiles, el muchacho tendría que moverse por la MacArthur y debía conocerla bien… posiblemente tuviese que hacerlo en la oscuridad y con gravedad variable.
Evidentemente Staley se proponía algo. Blaine lo comprendió al advertir que intentaba llamar su atención.
—¿Sí, señor Staley?
—Éste es el brigadier Gavin Potter, señor —dijo Staley—. Me ha dicho algo que creo que le gustaría a usted oír.
—Muy bien, adelante. —En alta gravedad se agradecía cualquier distracción.
—Había una iglesia en nuestra calle, señor. En un pueblo agrícola de Nueva Escocia. —La voz de Potter era suave y apagada, y hablaba cuidadosamente, intentando borrar el acento.
—Una iglesia —dijo Blaine animándose—. No una iglesia ortodoxa, supongo…
—No, no señor. Una Iglesia de Él. No hay muchos miembros. Una vez un amigo y yo nos colamos dentro, en plan de broma.
—¿Y les cogieron?
—Sé que cuento esto muy mal, señor. Lo siento, es que… había una gran imagen holográfica antigua del Ojo de Murcheson y el Saco de Carbón. La Cara de Dios, exactamente como en las postales. Sólo que era distinto en esta imagen. El Ojo era mucho más luminoso que ahora, y era verdeazul, no rojo. Con una mancha roja en el borde.
—Podría haber sido una imagen retocada —sugirió Blaine.
Sacó su computadora de bolsillo y marcó «Iglesia de Él» y luego extrajo la información. La caja estaba ligada a la biblioteca de la nave y comenzó a aparecer información en su superficie.
—La computadora dice que la Iglesia de Él cree que el Saco de Carbón, con ese Ojo rojo que aparece, es en realidad la Cara de Dios. ¿No lo retocarían para hacer el ojo más impresionante?
Rod continuó pareciendo interesado; era hora ya de decir algo sobre perder el tiempo cuando los guardiamarinas andaban por medio. Si estaban perdiendo el tiempo…
—Pero… —dijo Potter.
—Señor… —dijo Staley, inclinándose demasiado hacia adelante en su silla.
—Uno a uno. Diga, señor Staley.
—No sólo pregunté a Potter, señor. Hice comprobaciones con el teniente Sinclair. Él dice que su abuelo le contó que la Paja fue en tiempos más brillante que el Ojo de Murcheson, y de un verde claro. Y Gavin describe esa imagen holográfica de tal modo que… bueno, señor, las estrellas no irradian todas un color. Así que…
—Mayor motivo aún para pensar que la imagen fue retocada. Pero resulta curioso, con ese intruso viniendo directamente de la Paja…
—Luz —dijo Potter con firmeza.
—¡Vela de luz! —exclamó Rod comprendiendo de pronto—. Buena idea —toda la tripulación se volvió a mirar al capitán—. ¡Renner! ¿Decía usted que el intruso se movía a mayor velocidad de lo que debería moverse?
—Así es, señor —contestó Renner desde su puesto al otro lado del puente —. Si despegó de un mundo habitable y hubo de rodear la Paja.
—¿Podrían haber utilizado una batería de cañón láser?
—Desde luego, ¿por qué no? —Renner se volvió—. En realidad, se puede realizar el lanzamiento con una batería pequeña, y luego efectuar más descargas de láser cuando el vehículo vaya alejándose. De ese modo se consigue una ventaja tremenda. Si algo falla lo tienes siempre allí, en tu sistema, para repararlo.
—Es como dejar el motor en casa —exclamó Potter— y poder seguir utilizándolo.
—Bueno, hay problemas de eficacia. Depende de cómo pueda manejarse el rayo —contestó Renner—. Lástima que no pueda utilizarse también para frenar. ¿Tiene usted algún motivo para creer…?
Rod les dejó explicando al piloto las variaciones de la Paja. En cuanto a él mismo, no se preocupó particularmente del caso. Su problema era: ¿qué haría ahora el intruso?
Faltaban veinte horas para el encuentro cuando Renner llegó al puesto de Blaine y pidió permiso para utilizar las pantallas del capitán. Al parecer Renner no podía hablar sin una pantalla visual conectada a una computadora. Con sólo la voz se sentía como mudo.
—Mire, capitán —dijo, y visualizó sobre la pantalla un sector de la región estelar inmediata—. Los intrusos vienen de aquí. Los que lanzaron esa nave dispararon un cañón láser, o una serie de cañones láser (probablemente una serie de ellos en asteroides, con espejos para centrarlos) durante aproximadamente cuarenta y cinco años, para que el intruso tuviese un rayo sobre el que viajar. El rayo y el intruso vienen directamente de la Paja.
—Pero tendría que haber antecedentes —dijo Blaine—. Alguien habría visto que la Paja arrojaba un haz de luz coherente.
—¿Conoce usted los archivos de Nueva Escocia? —preguntó Renner encogiéndose de hombros—. No se distinguen por su calidad.
—Veamos.
Tardó sólo unos instantes en enterarse de que los datos astronómicos de Nueva Escocia eran inseguros, y que debido a ello no se incluían en la biblioteca de la MacArthur reseñas de los archivos.
—Bien, supongamos que tiene usted razón.
—Pero ésa es la cuestión: no es correcto, capitán —protestó Renner—. Vea, es imposible girar en el espacio interestelar. Lo que ellos tendrían que haber hecho —La nueva ruta se apartaba levemente de la Paja respecto a la primera. —De nuevo costean la mayor parte del camino. En este punto (el intruso habría estado bastante más allá de Nueva Caledonia) nosotros cargamos la nave hasta los diez millones de voltios. El campo magnético de fondo de la galaxia da a la nave una media vuelta, y la nave viene hacia el sistema de Nueva Caledonia desde atrás. Entre tanto, el que maneja el rayo lo ha apagado durante ciento cincuenta años. Ahora lo enciende de nuevo. La sonda utiliza el rayo para frenar.
—¿Está usted seguro de que el efecto funcionaría?
—¡Eso es física elemental! Y los campos magnéticos interestelares están claramente localizados, capitán.
—Bien, entonces, ¿por qué no lo utilizaron?
—No lo sé —exclamó Renner, con frustración—. Quizás simplemente no pensaran en eso. Puede que tuviesen miedo a que los láseres no se mantuvieran. Quizás no confiaran en los que se quedaron atrás para manejarlos. Capitán, sencillamente no sabemos bastante sobre ello.
—Lo sé, Renner. ¿Por qué devanarnos los sesos cavilando sobre esto? Con un poco de suerte, podremos preguntárselo muy pronto. Una lenta y reacia sonrisa se dibujó en la cara de Renner.
—Bueno, es pura verificación.
—Oh, vaya a dormir un poco.
El ruido de los altavoces despertó a Rod:
«CAMBIO DE GRAVEDAD EN DIEZ MINUTOS. PREPÁRENSE PARA PASAR A UNA GRAVEDAD EN DIEZ MINUTOS».
Blaine sonrió —¡una gravedad!— y sintió que la sonrisa era tensa. Faltaba una hora para alcanzar a los intrusos. Activó sus pantallas visuales y vio un rayo de luz en ambas direcciones. La MacArthur estaba emparedada entre dos soles. Ahora Cal era tan grande como El Sol visto desde Venus, pero más brillante; Cal era una estrella más cálida. El intruso era un disco más pequeño, pero aún más luminoso. La vela era cóncava.
Significaba una gran esfuerzo el simple acto de utilizar el intercom.
—Sinclair.
—Aquí ingeniería. Diga, capitán.
Rod observó satisfecho que Sinclair estaba en un lecho hidráulico.
—¿Cómo se mantiene el Campo, Sandy?
—Muy bien, capitán. Temperatura constante.
—Gracias —dijo Rod complacido.
El Campo Langston absorbía la energía; era su función básica. Absorbía incluso la energía cinética del gas en explosión o las partículas de radiación, con una eficacia proporcional al cubo de las velocidades de entrada. En combate, la furia infernal de los torpedos de hidrógeno y las energías fotónicas concentradas de los lásers golpeaban el Campo y eran dispersadas, absorbidas y contenidas. Al incrementarse los niveles energéticos, el Campo comenzaba a iluminarse, convirtiéndose su negro absoluto en rojo, naranja, amarillo, y siguiendo así el espectro hasta el violeta.
Ése era el problema básico del Campo Langston. Tenía que rechazar la energía; si el Campo se sobrecargaba, liberaba toda la energía almacenada en un fogonazo blanco y cegador, irradiando tanto hacia fuera como hacia dentro. Era la fuerza motriz de la nave la que tenía que impedir eso, y esa fuerza motriz se sumaba también a las energías almacenadas del Campo. Cuando el campo se calentaba demasiado, las naves morían. Rápidamente.
En general, una nave de guerra podía aproximarse infernalmente a un sol sin correr un peligro mortal, pues su Campo no se calentaba nunca más que la temperatura de la estrella. Ahora bien, con un sol delante y otro detrás, el Campo sólo podía irradiar hacia los lados, y esto había que controlarlo porque si no la MacArthur experimentaría aceleraciones laterales. Los costados estaban estrechándose y los soles creciendo y el Campo calentándose. Apareció en las pantallas de Rod una mancha de rojo. No era un desastre inminente, pero había que vigilar.
Volvió la gravedad normal. Rod salió rápidamente al puente e hizo una seña al brigadier de guardia.
—Llamada general. Ocupen los puestos de combate.
Las alarmas sonaron por toda la nave.
Durante ciento veinticuatro horas la nave intrusa no había mostrado la menor conciencia de que se aproximaba la MacArthur. Seguía sin mostrarla ahora; e iba aproximándose cada vez más.
La vela de luz era una vasta extensión de un blanco uniforme sobre las pantallas posteriores, hasta que Renner encontró un pequeño punto negro. Maniobró con él hasta obtener un gran punto negro, de bordes precisos, cuya sombra en el radar lo localizaba cuatro mil kilómetros más cerca de la MacArthur que la vela que había tras él.
—Ése es nuestro objetivo, señor —anunció Renner—. Probablemente lo hayan puesto todo en una cápsula, todo lo que no formaba parte de la vela. Un peso al extremo de los obenques para sujetar firmemente la vela.
—De acuerdo. Sigamos el rumbo, señor Renner. ¡Señor Whitbread!, felicite usted al encargado de señales, quiero que envíe mensajes claramente. Tantas bandas como pueda cubrir, con baja potencia.
—De acuerdo, señor. Registrando.
—Aquí la nave imperial MacArthur dirigiéndose a la nave de vela de luz. Enviamos nuestras señales de reconocimiento. Bienvenidos a Nueva Caledonia y al Imperio del Hombre. Queremos situarnos a su lado. Respondan por favor a nuestras señales. Utilicen ánglico, ruso, francés, chino o cualquier otro idioma que puedan utilizar. Si son humanos da igual de dónde vengan.
Faltaban quince minutos para el encuentro. La gravedad de la nave cambió, cambió de nuevo cuando Renner comenzó a igualar velocidades y posiciones con la cápsula de carga de la nave intrusa en vez de con la vela. Rod tardó unos instantes en contestar a la llamada de Sally.
—Sea breve, Sally. Por favor. Estamos en posición de combate.
—Sí, capitán, lo sé. ¿Puedo ir al puente?
—Lo siento, están ocupados todos los asientos.
—No me sorprende. Capitán, sólo quiero recordarle algo. No espere que sean tan inocentes.
—¿Qué quiere decir?
—No espere que sean primitivos simplemente porque no utilicen el Impulsor Alderson. No tiene por qué ser así. E incluso aunque fuesen primitivos, primitivos no significa simples. Sus técnicas y sus formas de pensamiento pueden ser muy complejas.
—Lo tendré en cuenta. ¿Algo más? Muy bien, continúe, Sally. Whitbread, cuando no tenga otra cosa que hacer, comunique a la señorita Fowler lo que pasa. —Cerró el intercom y contempló la pantalla sin dejar de hacerlo cuando Staley gritó.
La vela de luz de la nave intrusa se ondulaba. La luz reflejada corría a lo largo de ella en grandes y majestuosas ondas. Rod pestañeó, pero esto no le ayudó gran cosa; resultaba difícil precisar la forma de un espejo distorsionado.
—Ésa podía ser nuestra señal —dijo Rod—. Están utilizando el espejo para reflejar…
El brillo se hizo cegador, y todas las pantallas de aquel sector quedaron apagadas.
Los aparatos registradores delanteros funcionaban y registraban. Mostraban un gran disco blanco, la estrella de Nueva Caledonia, muy próxima, y aproximándose muy deprisa, a un seis por ciento de la velocidad de la luz; y la mostraban con la mayoría de la luz filtrada.
Por un instante mostraron también varias extrañas siluetas negras frente al fondo blanco. Nadie lo advirtió, en aquel terrible instante en que la MacArthur quedaba cegada; y en el instante siguiente las imágenes habían desaparecido.
En el asombrado silencio se oyó la voz de Kevin Renner:
—No tienen por qué gritar —se quejó.
—Gracias, señor Renner —dijo gélidamente Rod—. ¿Tiene usted más sugerencias, sugerencias más concretas?
La MacArthur se movía a impulsos erráticos, pero la vela de luz la seguía perfectamente.
—Sí, señor —dijo Renner—. Lo mejor sería que dejásemos de enfocar ese espejo.
—Control de daños, capitán —informó Cargill desde su estación posterior—. Estamos recibiendo gran cantidad de energía en el Campo. Demasiada y a una terrible velocidad, sin que parezca dispersarse. Si fuese una energía más concentrada nos habría hecho ya varios agujeros, pero, tal como llega, podremos soportarla unos diez minutos —dijo Renner—. Al menos hemos conseguido registradores de un lado del sol, y puedo recordar dónde estaba la cápsula…
—Eso no importa. Vamos a atravesar la vela —ordenó Rod.
—Pero no sabemos…
—Es una orden, señor Renner. Está usted en una nave de la Marina de Guerra.
—Desde luego, señor.
El Campo era de un rojo ladrillo cada vez más brillante; pero el rojo no significaba peligro. Por lo menos durante un rato.
Mientras Renner maniobraba, Rod dijo con tono indiferente:
—Supongo que piensa usted que los alienígenas utilizan materiales extraordinariamente fuertes. ¿Es así?
—Es una posibilidad, señor.
La MacArthur traqueteó; era ya inevitable. Renner parecía prepararse para un choque.
—Pero cuanto más fuertes son los materiales, señor Renner, menos pueden extenderse, para recoger el volumen máximo de luz solar en proporción al peso. Si tuviesen un hilo muy fuerte lo tejerían fino para conseguir más kilómetros cuadrados por kilo, ¿no es así? Incluso aunque después los meteoritos eliminaran unos cuantos kilómetros cuadrados de vela, aún sería útil, ¿no es cierto? Así que no hay duda de que lo habrán hecho justo lo suficientemente fuerte.
—Desde luego, señor —canturreó Renner. Conducía a cuatro gravedades, manteniendo a Cal directamente a popa; reía entre dientes como un ladrón, y no parecía ya prepararse para el choque.
Bueno, le convencí, pensó Rod; y se preparó para el choque.
El calor convirtió en amarillo el Campo Langston.
Luego, de pronto, el color proyectado por los aparatos registradores enfocados hacia el sol pasó a ser negro, salvo por el borde verde-caliente del propio Campo de la MacArthur, y una relumbrante y mellada silueta de blanco donde la MacArthur había atravesado la vela de la nave intrusa.
—Demonios, ¡ni siquiera lo sentimos! —rió Rod—. Señor Renner, ¿cuánto falta para que lleguemos al sol?
—Cuarenta y cinco minutos, señor. A menos que cambiemos el rumbo.
—Lo primero es lo primero, señor Renner. Debemos mantenernos alineados con la vela y permanecer aquí. —Rod activó otro circuito para comunicar con el oficial artillero—. ¡Crawford! Ponga un poco de luz en esa vela y veamos si podemos descubrir las conexiones de los obenques. Quiero cortar la cápsula que hace de paracaídas antes de que disparen contra nosotros.
—De acuerdo, señor. —Crawford parecía muy feliz ante la perspectiva. Había treinta y dos obenques en total: veinticuatro alrededor del borde del espejo circular y un anillo de ocho más próximos al centro. Las distorsiones cónicas del tejido indicaban dónde estaban. La parte posterior de la vela era negra; se convirtió en vapor bajo el ataque de las baterías delanteras de láser.
Luego la vela quedó desprendida, agitándose y ondulándose como si flotase hacia la MacArthur. La nave la atravesó de nuevo, y la vela de luz parecía sólo una extensión de papel de seda de varios kilómetros cuadrados…
Y la cápsula de la nave intrusa se había desprendido y caía hasta un sol F8.
—Treinta y cinco minutos para el choque —dijo Renner sin que se lo preguntaran.
—Gracias, señor Renner. Teniente Cargill, hágase cargo del control. Maniobre para remolcar esa cápsula.
Rod sintió una gran alegría interior ante el asombro de Renner.
—Pero… —dijo Renner, y señaló la creciente masa de Cal en las pantallas del puente.
Antes de que pudiese decir nada más, la MacArthur saltó hacia adelante a seis gravedades, sin ninguna transición suave esta vez. Los medidores de velocidad giraron alocadamente mientras la nave se lanzaba en línea recta hacia el luminoso sol.
—¿Capitán? —A pesar del zumbido de la sangre en los oídos, Blaine oyó la llamada de su ayudante desde el puente posterior—. Capitán, ¿qué daño podemos soportar?
Costaba trabajo hablar.
—Cualquiera con tal de que podamos volver a casa —balbució Rod.
—Bien. —Las órdenes de Cargill sonaron a través del intercom—. ¡Señor Potter! ¿Está la cubierta hangar preparada para el vacío? ¿Están dispuestas todas las compuertas?
—Sí, señor. —La pregunta no tenía sentido en condiciones de combate, pero Cargill era hombre cuidadoso.
—Abran las puertas del hangar —ordenó Cargill—. Capitán, podríamos perder las compuertas de la cubierta hangar.
—No se preocupe por eso.
—Estoy conduciendo la cápsula a bordo muy deprisa, no hay tiempo para igualar velocidades. Correremos el riesgo…
—Tiene usted el control, teniente. Cumpla sus órdenes.
Había en el puente una niebla roja. Rod pestañeó, pero aún seguía allí, no en el aire sino en sus retinas. Seis gravedades eran demasiado para un esfuerzo continuado. Si alguien se desmayaba… Se había esfumado la emoción que sentían antes.
—¡Kelley! —aulló Rod—. Cuando hagamos girar la nave, sitúe a los infantes de marina en la parte posterior y prepárese para interceptar cualquier cosa que salga de esa cápsula. Y procure usted darse prisa. Cargill no mantendrá la aceleración.
—De acuerdo, señor —dijo Kelley.
La cápsula estaba a tres mil kilómetros por delante, invisible incluso para la visión más clara, aunque creciendo constantemente en las pantallas del puente, constantemente pero poco a poco, con demasiada lentitud, mientras que Cal parecía crecer con demasiada rapidez.
Cuatro minutos en seis gravedades. Cuatro minutos de calvario, y luego sonaron las señales de alarma. Hubo un instante de grato alivio. Los infantes de marina de Kelley cruzaban la nave, hundiéndose en la gravedad baja y cambiante mientras la MacArthur viraba en redondo. No había lechos de aceleración allí atrás donde los infantes de marina cubrirían la cubierta hangar. Había cintas reticulares para que se colgasen los hombres en los pasillos, y había otra red como una tela de araña en el propio hangar de la que colgaban como moscas, con las armas dispuestas… ¿Dispuestas para qué?
Sonaron las alarmas, y los medidores de velocidad se movieron de nuevo cuando la MacArthur frenó hacia la cápsula. Rod encendió laboriosamente su pantalla. Allí estaba la cubierta hangar, fría y oscura, el confuso perfil de la superficie interna del Campo defensivo de la nave, de una increíble negrura. Está bien, pensó, no hay ningún almacenamiento significativo de calor. Había sitio suficiente para absorber la energía rotativa de la cápsula si es que tenía alguna, reduciéndose el impacto a algo que la MacArthur podía soportar.
Ocho minutos a seis gravedades era el máximo que la tripulación podría soportar. Luego la nave intrusa dejó de estar delante al girar la MacArthur y cayó hacia ella de costado. La aceleración aplastante cesó, luego hubo un lento impulso lateral cuando Cargill disparó las baterías de estribor para aminorar su avance directo hacia la cápsula.
Era cilíndrica, con un extremo redondeado hundiéndose a través del espacio. Cuando giró, Rod vio que el otro extremo estaba mellado por una infinidad de proyecciones… ¿treinta y dos proyecciones? Pero tenía que haber obenques partiendo de aquellos nudos, y no se veía ninguno.
La cápsula se movía hacia arriba, hacia la MacArthur, con excesiva rapidez, y era demasiado grande para poder entrar en la cubierta hangar. ¡Era un objeto inmenso, demasiado inmenso! ¡Y sólo podían frenarlo las baterías de estribor!
Allí estaba. La cámara de la cubierta hangar mostraba el extremo redondeado de la nave intrusa, mate y metálico, cruzando el Campo Langston, lentamente, disminuyendo la rotación, pero moviéndose aún respecto a la MacArthur. El crucero de combate giró hacia un lado, terriblemente, arrojando a la tripulación contra las cintas de sujeción, mientras el extremo redondeado de la cápsula crecía y crecía y… ¡CRANCH!
Rod sacudió la cabeza para despejarla de la niebla roja que se había formado de nuevo.
—Salgamos de aquí. ¡Señor Renner, tome el control!
Los medidores de velocidad saltaron antes de sonar las alarmas de aceleración; Renner debía de tener ajustado el rumbo previamente y debía de haber accionado los mandos en el instante mismo en que había recibido la orden de asumir el control. Blaine observó los controles a través de la roja niebla. Bien, Renner no intentaba nada espectacular; simplemente desviarse lateralmente del rumbo anterior de la MacArthur y dejar el sol a un lado. ¿Estaban desacelerando en el plano de los planetas de Cal? Sería difícil encontrarse con la Lermontov para obtener hidrógeno. Si no podían situar la nave en aquel rumbo, se encontrarían con los tanques vacíos… Torpemente, Blaine tocó los controles y observó cómo la computadora principal mostraba un esquema de rumbo. Sí. Renner había actuado adecuadamente, y con bastante rapidez.
Dejémosle hacer, pensó Rod. Renner es competente, es mejor astrogador que yo. Tendré tiempo para inspeccionar la nave. ¿Qué pasaría al subir a bordo ese objeto? Todas las pantallas que cubrían aquella zona estaban averiadas, con las cámaras quemadas o fundidas. Fuera no iban mucho mejor las cosas.
—Vuele a ciegas, señor Renner —ordenó Blaine—. Las cámaras se habrían fundido de todos modos. Espere hasta que nos alejemos de Cal.
—Informe de daños, capitán.
—Adelante, teniente Cargill.
—Tenemos al intruso atascado en las puertas del hangar. Está embutido allí. No creo que podamos darle la vuelta con aceleración normal. No dispongo de un informe completo, pero el hangar nunca volverá a ser el mismo, señor.
—¿Algo grave, Número Uno?
—No, señor. Podría darle toda la lista… problemas menores, cables desprendidos, equipo desconectado por el impacto… pero todo se resume en esto: si hay que luchar, podremos hacerlo.
—Excelente. Veamos ahora qué puede decirme de esos infantes de marina. Las líneas de comunicación con la estación de Kelley están al parecer averiadas.
—Lo están, señor.
Alguien tendría que moverse bajo seis gravedades para llevar aquella orden, pensó Blaine. Ojalá pueda hacerlo en una silla móvil. Un hombre podría soportar el esfuerzo, pero quedaría deshecho. ¿Merecía la pena? ¿Por información probablemente negativa? ¿Y si no fuese negativa?…
—El cabo Pietrov informando al capitán —fuerte acento de St. Ekaterina—. Ninguna actividad de los intrusos, señor.
—Aquí Cargill, capitán —añadió otra voz.
—Sí.
—¿Necesita usted a Kelley? El señor Potter ha conseguido contactar con Pietrov, pero hay un problema si tiene que ir más allá.
—Pietrov basta, Número Uno. Buen trabajo, Potter. Cabo, ¿puede usted ver al señor Kelley? ¿Se encuentra bien?
—El oficial artillero me ha hecho señales, señor. Está de guardia en la cámara neumática número dos.
—Bien. Informe inmediatamente de cualquier actividad de los intrusos, cabo.
Blaine desconectó cuando volvieron a sonar las señales de alarma. Cincuenta kilos desaparecieron de su pecho al aminorar la aceleración de la nave. Cosa curiosa ésta, pensó. Pasar de aproximarse demasiado a Cal y cocer a la tripulación a matarlos a todos simplemente por la presión de las gravedades.
En su estación delantera, uno de los timoneles se apoyó en la colchoneta de su litera. Su compañero se aproximó a él hasta tocar casco con casco. Desconectaron los micrófonos un instante y el soldado de primera clase Orontez dijo a su compañero:
—Mi hermano quería que le ayudase en su rancho acuático de Afrodita y a mí me pareció demasiado peligroso y me apunté a la Marina Espacial.
—Teniente Sinclair, ¿tenemos energía suficiente para enviar un mensaje a la flota?
—Desde luego, capitán, los motores funcionan perfectamente. El objeto no es tan inmenso como pensábamos. Y tenemos bastante hidrógeno.
—Bien.
Blaine llamó a la sala de comunicación para enviar su informe. Nave intrusa a bordo, cilíndrica, relación de ejes cuatro a uno. Metálica y uniforme en apariencia, pero es imposible inspeccionarla detenidamente hasta que cese la aceleración. Sugiero que la Lermontov intente recuperar la vela, que ha debido de desacelerarse rápidamente sin la cápsula. Calculamos llegar a Nueva Escocia… Podría sugerir también que la MacArthur se situase en órbita alrededor de la luna deshabitada de Nueva Escocia. No había a bordo ninguna prueba de vida o actividad alienígena, pero…
Era un «pero» muy grande, pensó Rod. ¿Qué era aquel objeto? ¿Se había arrojado sobre ellos deliberadamente? ¿Estaría tripulado, o qué especie de robot podía pilotarlo durante años luz de espacio normal? Fuese lo que fuese, o lo tripulase quien lo tripulase, allí estaba, en la bodega hangar de un crucero de combate, apresado… fin poco digno de un viaje de treinta y cinco años luz.
Y nada podía hacer para aclararlo. Nada en absoluto. La situación de la MacArthur no era tan crítica. Renner la mantenía bastante bien controlada. Pero ni Blaine ni Cargill podían abandonar su puesto, y no era cuestión de enviar a oficiales bisoños a investigar aquello.
—¿Ha terminado ya todo? —dijo quejumbrosa la voz de Sally—. ¿Todo bien?
—Sí. —Rod se estremeció involuntariamente al pensar lo que podría haber sucedido—. Sí, está a bordo y no sabemos de ella más que su tamaño. No responde a nuestras señales.
Pero ¿por qué sentía aquel cosquilleo de satisfacción ante la idea de que ella tuviese que esperar como los demás?
La MacArthur bordeó Cal, pasando tan cerca que sintieron una resistencia medible de la corona; pero Renner era un magnífico astrogador y el Campo aguantó perfectamente. Esperaron.
A dos gravedades Rod pudo salir del puente. Trabajosamente, se puso de pie, se trasladó a un vehículo y salió hacia la parte posterior. Los ascensores fueron bajándole a través de la nave, y fue parando en cada cubierta para comprobar que la tripulación aún seguía en su puesto pese a la tensión general. La MacArthur tenía que ser la mejor nave de la Marina… ¡Y lo sería!
Cuando llegó al puesto de Kelley en la cámara neumática del hangar aún no había ninguna novedad.
—Puede ver usted que hay escotillas o algo parecido allí, señor —dijo Kelley, señalando con un chorro de luz. Cuando la luz se separó de la nave alienígena Rod vio los restos de sus botes aplastados contra las planchas de acero.
—¿Y no ha hecho nada?
—Nada en absoluto, capitán. Penetraron, chocaron contra las paredes… la nave no entró deprisa pero sí con gran presión. Luego, nada. Ninguno de los que estamos aquí hemos conseguido ver nada, capitán.
—Bien, bien —murmuró Rod. Encendió su propia luz y la posó sobre el enorme cilindro. La mitad superior se desvaneció en el negro uniforme del Campo.
La luz recorrió una hilera de protuberancias cónicas; medían cada una sobre un metro de diámetro, y su longitud era tres veces mayor. Buscó, pero no había nada… no se veían los extremos de los obenques que podrían colgar de ellos, no había ninguna abertura visible en que pudiesen fijarse los obenques. Nada.
—Siga vigilando, Kelley. Quiero una vigilancia continua.
El capitán Rod Blaine volvió al puente sin más información que la que tenía y se sentó contemplando sus pantallas. Inconscientemente empezó a frotarse la nariz.
¿Qué demonios había capturado?
Blaine permanecía rígido y atento frente al gran escritorio. Howland Cranston, almirante de la flota, comandante en jefe de las fuerzas de Su Majestad más allá del Saco de Carbón, le miraba hosco desde el otro lado de una mesa de teca rosa con exquisitos grabados que habrían fascinado a Rod de tener libertad para examinarlos. El almirante indicó un montón de papeles.
—¿Sabe usted lo que es eso, capitán?
—No, señor.
—Peticiones de que sea usted expulsado del cuerpo. La mitad del profesorado de la Universidad Imperial. Un par de padres de la Iglesia y un obispo. El secretario de la Liga de la Humanidad. Todos los corazones compasivos de este lado del Saco de Carbón piden su cabellera.
—Comprendo, señor. —No se le ocurrió otra cosa. Permanecía atento y rígido, esperando a que todo acabase. ¿Qué pensaría su padre? ¿Comprendería alguien?
Cranston le miró de nuevo fijamente. No había en sus ojos expresión alguna. Su uniforme estaba lleno de condecoraciones que narraban la historia de un comandante que se había entregado por completo a su deber más allá de cualquier esperanza de supervivencia.
—El hombre que disparó contra el primer contacto alienígena de la raza humana —dijo Cranston fríamente—. Se apoderó de su nave. ¿Sabe usted que encontramos sólo un pasajero, y que estaba muerto? Fallo del sistema de vida, quizás. —Cranston cogió los papeles y los echó a un lado—. Malditos civiles, siempre acaban influyendo en la Marina. No me dejan elección.
»Muy bien, capitán Blaine. Como almirante de la Flota de este sector le confirmo desde este instante como capitán al mando del crucero de combate de Su Majestad MacArthur. Ahora siéntese. —Mientras Rod miraba desconcertado buscando una silla, Cranston gruñó—. A ver si aprenden esos cabrones. ¿Quiénes son ellos para decirme cómo debo dar órdenes? Blaine, es usted el oficial más afortunado del cuerpo. Un consejo habría confirmado de todos modos su ascenso, pero sin esto jamás le habrían dado esa nave.
—Comprendo, señor. —Era bastante cierto, pero eso no eliminó la nota de orgullo de la voz de Rod. ¡La MacArthur suya!—. Señor… ¿Han encontrado algo en la cápsula? Desde que la dejamos en órbita he estado en los talleres cuidándome de las reparaciones de la MacArthur.
—La hemos abierto, capitán. No acabo de creerme lo que encontramos, pero conseguimos entrar dentro. Encontramos esto. —Sacó una fotografía ampliada.
La criatura estaba extendida sobre una mesa de laboratorio. La escala que había al lado indicaba que era pequeño, un metro veinticuatro desde la parte superior de la cabeza a lo que Rod al principio creyó zapatos, concluyendo luego que eran pies. No había dedos en ellos, sino una banda de lo que podría haber sido cuerno en el borde delantero.
El resto era una confusa pesadilla. Dos brazos derechos muy delgados que terminaban en manos delicadas, cuatro dedos y dos pulgares opuestos en cada una. Del lado izquierdo un brazo inmenso y único, prácticamente un garrote de carne, bastante mayor que los dos brazos derechos juntos. La mano de aquel lado tenía tres gruesos dedos cerrados en una tenaza.
¿Defecto? ¿Mutación? La criatura era simétrica a partir de lo que parecía su cintura; de la cintura hacia arriba era… distinto.
El torso era grande y macizo. La musculatura, más compleja que la de los hombres. Rod no era capaz de discernir la estructura ósea.
Los brazos…, en fin, producían una sensación muy extraña. Los codos de los brazos derechos ajustaban demasiado bien, como copas de plástico. La evolución había hecho aquello. No era una criatura lisiada.
Lo peor era la cabeza.
Carecía de cuello. Los grandes músculos del hombro izquierdo ascendían suavemente hasta la cúspide de la cabeza del alienígena. El lado izquierdo del cráneo se inclinaba hacia el hombro y era mucho mayor que el derecho. No había oreja izquierda ni espacio para ella. Una gran oreja membranosa de duende decoraba el lado derecho, sobre un hombro flaco que podría haber pasado por humano si no hubiese un hombro similar más abajo y ligeramente por detrás del primero.
En cuanto a la cara, nunca había visto nada igual. En aquella cabeza no cabía propiamente una cara. Dos oblicuos ojos simétricos, desorbitados por la muerte, muy humanos, con cierto aire oriental. Boca inexpresiva; los labios levemente separados mostrando puntas de dientes.
—Bueno, ¿qué? ¿Le gusta?
—Siento que esté muerto —contestó Rod—. Le haría un montón de preguntas… ¿Sólo había éste?
—Sí. Sólo estaba él dentro de la nave. Ahora mire esto.
Cranston tocó una esquina de su mesa y se abrió un panel de control oculto. Se separaron unas cortinas en la pared a la izquierda de Rod y se apagaron las luces de la estancia. Se iluminó una pantalla de un blanco uniforme.
De pronto brotaron de los bordes sombras, agitadas al converger hacia el centro, y desaparecieron en el espacio de unos segundos.
—Sacamos esto de sus cámaras del lado del sol, las que no se quemaron. Pero lo pasaré más despacio.
Las sombras se movían espasmódicamente hacia dentro sobre un fondo blanco. Habría media docena cuando el almirante detuvo la proyección.
—¿Qué le parece?
—Bueno, son como… como eso —dijo Rod.
—Me alegro de que lo piense. Observe ahora.
Continuó la proyección. Las extrañas formas disminuían, convergían y desaparecían, no como si se perdiesen en el infinito, sino como si se evaporasen.
—Pero eso muestra que la vela de luz lanzó fuera de la cápsula a los pasajeros y los calcinó. ¿Qué sentido tiene esto?
—No lo tiene. Y en la Universidad pueden darle cuarenta explicaciones. De todos modos la imagen no es muy clara. Dése cuenta de lo deformados que están… tamaños distintos, formas distintas. No hay modo de saber si estaban vivos. Uno de los antropólogos piensa que son estatuas de dioses y que las arrojaron para evitar la profanación. Está a punto de convencer a los demás de esta teoría, aunque los hay que dicen que las imágenes son puro accidente, o formas proyectadas por el Campo Langston, o un a, falsificación.
—Comprendo, señor.
Aquello no necesitaba comentarios, y Blaine no los hizo. Regresó a su asiento y examinó de nuevo la fotografía. Un millón de preguntas… si el piloto no hubiese muerto… Al cabo de un rato el almirante gruñó:
—Muy bien. Aquí tiene una copia del informe sobre lo que encontramos en la cápsula. Llévesela a algún sitio y estúdiela. Tenemos una cita con el Virrey mañana por la tarde y él espera que usted sepa algo. Su antropóloga ayudó a redactar ese informe, puede discutirlo con ella si quiere. Más tarde podrá usted examinar la cápsula, la bajamos hoy. —Cranston rió entre dientes ante la sorpresa de Blaine—. ¿Le parece curioso que le metamos en eso? Usted fue el descubridor. Su Alteza tiene planes de los que usted forma parte. Ya le informaremos.
Rod saludó y salió de allí desconcertado, con el informe supersecreto bajo el brazo.
El informe contenía sobre todo interrogantes.
La mayor parte del equipo interno de la cápsula estaba en pésimas condiciones, restos de circuitos, cables sueltos, todo mezclado en un orden irracional. No había rastro alguno de los obenques, ningún instrumento para manejarlos, ninguna abertura en las treinta y dos proyecciones que había en uno de los extremos de la cápsula. El que todos los obenques formasen una molécula podría explicar por qué faltaban; podrían haberse disuelto, haberse alterado químicamente, al separarlos el cañón de Blaine. Pero ¿cómo controlaban la vela? ¿Podrían los obenques de algún modo contraerse y relajarse, como un músculo?
Una idea extraña, pero algunos de los mecanismos intactos eran también muy extraños. Las piezas de la cápsula no estaban hechas en serie. Dos instrumentos planeados para hacer casi el mismo trabajo podían ser levemente distintos o absolutamente diferentes. Engarces y abrazaderas parecían tallados a mano. La cápsula era una escultura además de una máquina.
Blaine leyó aquello, meneó la cabeza y llamó a Sally. Poco después Sally llegó a su cabina.
—Sí, yo escribí eso —dijo—. Resulta evidente. Todos los tornillos y tuercas de esa cápsula tienen un diseño específico. No es tan sorprendente si piensas que la cápsula pudo tener un objetivo religioso. Pero no hay motivos para pensarlo. ¿Sabes lo que es redundancia?
—¿En las máquinas? Dos instrumentos para hacer un trabajo. Por si falla uno.
—Bueno, al parecer los pajeños lo hacen de ambos modos.
—¿Fájenos?
—Teníamos que llamarles de alguna manera —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Los ingenieros pajeños hacen dos instrumentos para el trabajo, pero el segundo hace otros dos trabajos, y algunos de los soportes son también termostatos bimetálicos y generadores termoeléctricos al mismo tiempo. Rod, apenas si entiendo las palabras. Módulos; los ingenieros humanos trabajan con módulos, ¿no es así?
—Desde luego, para un trabajo complicado los utilizan.
—Pues los pajeños no. Todo es de una pieza, todo se relaciona con todo. Rod, es muy probable que los pajeños sean más inteligentes que nosotros. Rod lanzó un silbido.
—Eso es… aterrador. Un momento. Ellos no tienen el Impulsor Alderson, ¿verdad?
—No lo sé. Pero tienen cosas que no tenemos nosotros. Hay superconductores de biotemperatura —dijo ella, lentamente, como si hubiese memorizado las palabras— pintados a fajas.
»Luego hay esto. —Se aproximó más para volver las páginas—. Aquí, mira esta fotografía. Todos esos agujeros de meteoritos.
—Micrometeoritos, parecen.
—Bueno, sólo pueden pasar las barreras de defensa los de cuatro mil micrones. Pero no hemos podido encontrar ninguna barrera defensiva contra los meteoritos. No tienen Campo Langston ni nada parecido.
—Pero…
—Debe de haber sido la vela. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? El piloto automático nos atacó porque creyó que la MacArthur era un meteoro.
—¿Y el otro piloto? ¿Por qué…?
—El alienígena estaba en sueño congelado, por lo que parece. Los sistemas de apoyo de vida se estropearon cuando metimos la cápsula a bordo. Le matamos.
—¿Seguro?
Sally asintió.
—Demonios. La Liga de la Humanidad quiere mi cabeza en una bandeja con una manzana en la boca, y no se lo reprochó. Ay… —un lamento doloroso.
—Olvídalo —dijo Sally suavemente.
—Perdona. ¿Ahora qué?
—La autopsia. Ocupa la mitad del informe.
Volvió las páginas y Rod parpadeó. Sally Fowler tenía más aguante que la mayoría de las damas de la Corte.
La carne del pajeño era pálida; la sangre rosa, como una mezcla de savia de árbol y sangre humana. Los cirujanos le habían hecho una profunda incisión en la espalda, descubriendo los huesos desde la parte posterior del cráneo hasta la zona donde estaría el cóccix de un hombre.
—No comprendo. ¿Y la espina dorsal?
—No existe —dijo Sally—. Al parecer la evolución no ha inventado las vértebras en el mundo de los pajeños.
Había tres huesos en la espalda, sólidos los tres como fémures. El superior era una prolongación del cráneo, como si el cráneo tuviese un mango de veinte centímetros. La articulación de su extremo inferior quedaba al nivel del hombro; podía cabecear, pero no girar la cabeza.
El principal hueso de la espalda era mayor y más ancho. Terminaba en una articulación compleja y voluminosa, de aproximadamente el tamaño de la espalda. El hueso inferior se escindía en costillas y encajes para las piernas.
Había una médula espinal, una gran línea de conexión nerviosa, pero corría por encima de los huesos de la espalda y no a través de ellos.
—No podía volver la cabeza —dijo Rod en voz alta—. Tenía que doblarse por la cintura. Por eso es tan complicada la gran juntura, ¿verdad?
—Así es. Les vi probar esa juntura. Permite volver el torso y la cara directamente hacia atrás. ¿Impresionado?
Rod asintió y pasó página. En aquella imagen los cirujanos mostraban el cráneo.
No era extraño que la cabeza estuviese ladeada. No sólo era mayor el lado izquierdo del cerebro, por tener que controlar los brazos derechos tan sensibles y complejos neurológicamente, sino que los grandes tendones del hombro izquierdo se conectaban con nódulos del lado izquierdo del cráneo para mayor equilibrio.
—Todo gira alrededor de los brazos —dijo Sally—. Piensa en el pajeño como fabricante de herramientas y verás que tiene sentido. Los brazos derechos son para el trabajo delicado, como arreglar un reloj. El brazo izquierdo alza y sujeta. Probablemente pudiese alzar un vehículo aéreo por un lado con la mano izquierda y utilizar los brazos derechos para manipular los motores. ¡Y ese idiota de Horowitz creía que era una mutación! —Pasó más páginas—. Mira.
—Ya me di cuenta de eso. Los brazos ajustan demasiado bien.
Las fotografías mostraban los brazos derechos en varias posiciones; y no podían interferir uno con otro. Los brazos eran aproximadamente del mismo tamaño extendidos; pero el inferior tenía un largo antebrazo y un húmero corto, mientras en el superior antebrazo y húmero eran aproximadamente del mismo tamaño. Con los brazos en los costados, las puntas de los dedos del brazo superior colgaban justo por debajo de la muñeca del brazo inferior.
Siguió leyendo. La química del alienígena era algo distinta de la de los humanos, pero no tanto como para revolucionar la exobiología anterior. Toda la vida conocida era lo bastante familiar para que algunos teóricos sostuviesen que el origen de la vida era la dispersión de esporas por el espacio interestelar. La teoría no contaba con un apoyo generalizado, pero era defendible, y el alienígena no cambiaría las cosas.
Mucho después de que se fuese Sally, Rod seguía estudiando el informe. Cuando acabó, había tres hechos grabados en su mente:
El pajeño era un constructor de herramientas inteligente.
Había recorrido veinticinco años luz para encontrarse con la civilización humana.
Y Rod Blaine le había matado.
El palacio del Virrey dominaba la única ciudad importante de Nueva Escocia. Sally contempló con admiración la inmensa estructura y señaló emocionada la onda de colores que cambiaban a cada movimiento del planeador.
—¿Cómo consiguen ese efecto? —preguntó—. No parece una película de aceite.
—Son piedras legítimas de Nueva Escocia —contestó Sinclair—. Nunca verá rocas como éstas. No había vida aquí hasta que no sembró el planeta el Primer Imperio. El palacio es de roca de todos los colores, que está exactamente igual que cuando brotó del interior.
—Es maravilloso —le dijo ella.
La plaza era el único edificio que tenía a su alrededor espacio abierto. Los habitantes de Nueva Escocia se agrupaban en pequeños viveros, y desde el aire era fácil ver formas circulares como anillos crecientes de un tronco de árbol que indicaban la construcción de grandes generadores de campo para protección de la ciudad.
—¿No sería más fácil —preguntó Sally— trazar un plan urbanístico utilizando ángulos rectos?
—Sería más simple, sí —contestó Sinclair—. Pero han sido doscientos años de guerra. Pocos se arriesgaban a vivir sin la protección de un Campo… no es que no confiemos en la Marina y en el Imperio —añadió rápidamente—. Pero no es nada fácil abandonar hábitos tan antiguos. Preferimos vivir algo más apretados y poder defendernos mejor.
El planeador descendió en círculo sobre el tejado de lava del Palacio. Abajo las calles eran manchas de color. A Sally le sorprendió lo pequeña que era la capital de aquel sector del Imperio.
Rod dejó a Sally y a sus oficiales en un cómodo vestíbulo y siguió las indicaciones de un marcial infante de marina. La Cámara del Consejo era una mezcla de sencillez y esplendor, paredes de roca sin adornos contrastando con alfombras de lana y tapices. De las altas vigas colgaban estandartes de guerra.
El infante de marina indicó a Rod un asiento. Justo frente a él había un alto estrado para el Consejo, y encima el trono del Virrey que dominaba completamente la estancia; sin embargo, hasta el trono quedaba eclipsado por un inmenso sólido de Su Soberana e Imperial Alteza y Majestad, Leónidas IX, Emperador de la Humanidad por la gracia de Dios. Cuando había un mensaje del trono del mundo, la imagen revivía, pero ahora mostraba a un hombre de no más de cuarenta años que vestía el negro medianoche de almirante de la Flota, sin adornos de condecoraciones o medallas. Unos ojos oscuros miraban fijamente a todas las personas que había allí.
La estancia se llenó enseguida. Había miembros del parlamento del sector, oficiales de la marina y del ejército, civiles asistidos por angustiados funcionarios. Rod no sabía lo que le aguardaba, pero percibió miradas celosas de los que había tras de él. Era, con mucho, el oficial más joven de la primera fila de asientos. El almirante Cranston ocupaba uno situado dos más a la izquierda del de Blaine y saludó protocolariamente a su subordinado.
Se oyó un gong. El mayordomo de Palacio, negro carbón, látigo simbólico en la correa de su uniforme blanco, se acercó al estrado que había sobre ellos y golpeó el suelo con el cetro de su cargo. Una hilera de hombres penetró en la estancia, ocupando todos puestos en el estrado. Los consejeros imperiales eran menos impresionantes que sus títulos, concluyó Rod. La mayoría parecían hombres apresurados… pero muchos tenían el mismo aire del retrato del Emperador, la misma capacidad para mirar más allá que los que estaban en la estancia hacia algo que sólo podía sospecharse. Se sentaron impasibles hasta que sonó otra vez el gong.
El mayordomo hizo un gesto y golpeó tres veces el suelo con su cetro.
—Su EXCELENTÍSIMA ALTEZA STEFAN YURI ALEJANDROVITCH MERRILL, VIRREY DE Su MAJESTAD IMPERIAL MÁS ALLÁ DEL SACO DE CARBÓN. QUE DIOS CONCEDA SABIDURÍA A SU MAJESTAD ILUSTRÍSIMA.
Todos se levantaron. Mientras lo hacía, Rod pensaba en lo que estaba pasando. Sería fácil ser cínico. Después de todo, Merrill era sólo un hombre. Su Majestad Imperial era sólo un hombre. Hombres como los otros, pero tenían la responsabilidad del destino del género humano. El Consejo podía asesorarles. El Senado podía debatir. La Asamblea exigir y demandar. Sin embargo, una vez oídas todas las peticiones en conflicto, ponderados todos los consejos, alguien debía actuar en nombre de la Humanidad… No, el ceremonial de introducción no era exagerado. A quienes poseían aquel poder había que recordárselo.
Su Alteza era un hombre alto y flaco, de tupidas cejas. Llevaba el uniforme de gala de la Marina, con discos solares y cometas al pecho, condecoraciones ganadas en años de servicio. Cuando llegó a su trono, se volvió al sólido que había sobre él y se inclinó. El edecán dirigió el saludo de lealtad a la corona antes de que Merrill tomase asiento y saludase al Consejo.
El Duque Bonin, presidente supremo del Consejo, ocupaba su puesto en el centro de la gran mesa.
—Señores, por orden de Su Alteza se reúne el Consejo para considerar la cuestión de la nave alienígena procedente de la Paja. Quizás la sesión sea larga —añadió sin el menor sarcasmo.
—Todos tienen el informe de nuestra investigación de la nave alienígena. Puedo resumirlo en dos puntos significativos: los alienígenas no tienen ni el Impulso Alderson ni el Campo Langston. Por otra parte, parecen tener otras técnicas considerablemente más avanzadas que las que haya tenido nunca el Imperio… e incluyo en esto al Primero.
Hubo exclamaciones en la estancia. Muchos de los regidores del Imperio y la mayoría de sus súbditos otorgaban una reverencia casi mítica al Primer Imperio. Bonin cabeceó significativamente.
—Consideremos ahora lo que debemos hacer. Su excelencia el señor Traffin Geary, Ministro de Asuntos Exteriores del sector.
El señor Traffin era casi tan alto como el Virrey, pero ahí terminaba la semejanza. En vez de la figura delgada y atlética de Su Alteza, sir Traffin era como un barril.
—Alteza, caballeros. Hemos enviado un emisario a Esparta y enviaremos otro en esta misma semana. La cápsula era más lenta que la luz, y fue lanzada hace más de cien años. No hay peligro en unos cuantos meses. Propongo que preparemos una expedición a la Paja, pero que esperemos primero a recibir instrucciones de Su Majestad. —Geary se mordió truculentamente el labio inferior mientras contemplaba a los concurrentes—. Sospecho que esto sorprenderá a muchos de ustedes que conocen mi carácter, pero considero esta cuestión de suma importancia. Lo que decidamos afectará al destino del género humano.
Hubo murmullos de aprobación. El Presidente hizo un gesto al hombre que estaba a su izquierda.
—Señor Richard MacDonald Armstrong, Ministro de Guerra del sector.
En contraste con el volumen del señor Traffin, el Ministro de Guerra era casi diminuto, y sus pequeños rasgos ajustaban con su cuerpo, nada atlético; su piel daba una sensación de suavidad. Sólo los ojos eran duros, y parecían ajustarse a los del retrato que había sobre él.
—Entiendo muy bien la postura del señor Traffin —comentó Armstrong—. No me preocupa esta responsabilidad. Es para nosotros un gran consuelo saber que en Esparta los hombres más sabios de la raza corregirán nuestros fallos y errores.
No parece tener demasiado acento de Nueva Escocia, pensó Rod. Sólo un leve matiz; pero el hombre era evidentemente un nativo. Rod se preguntó si no sabrían todos hablar como los demás cuando querían hacerlo…
—Pero quizás no tengamos tiempo —dijo suavemente Armstrong—. Considerémoslo. Hace ciento trece años, como muestran muy bien nuestros archivos, la Paja resplandeció con tal brillo que eclipsó la luz del Ojo de Murcheson. Luego, un buen día, el brillo se apagó. No hay duda de que fue entonces cuando la cápsula pudo girar e iniciar la desaceleración en nuestro sistema. Los lásers que la lanzaron llevaban mucho tiempo activados. Los constructores tardaron por lo menos ciento cincuenta años en desarrollar una nueva tecnología. Piensen en eso, señores. En ciento cincuenta años los hombres de la Tierra pasaron de naves de guerra impulsadas por el viento a desembarcar en la Luna terrestre. De la pólvora a la bomba de hidrógeno. Y sólo ciento cincuenta años después, el Impulsor Alderson, el Campo, diez colonias interestelares, y el Condominio. Cincuenta años más tarde la Flota abandonó la Tierra para fundar el Primer Imperio. Eso es lo que pueden ser ciento cincuenta años para una raza en pleno desarrollo, señores. Con eso nos enfrentamos.
»¡Yo digo que no podemos permitirnos esperar! —la voz del anciano atronó llenando la estancia—. ¿Esperar órdenes de Esparta? Con todos los respetos a los asesores de Su Majestad, ¿qué pueden decirnos ellos que no sepamos? Cuando puedan responder ya habremos enviado nosotros más informes. Quizás hayan cambiado ya las cosas aquí y no nos sirvan de nada sus instrucciones. ¡Es mejor que cometamos nuestros propios errores!
—¿Qué recomienda usted? —preguntó secamente el presidente del Consejo.
—He ordenado ya al almirante Cranston que reúna todas las naves de guerra que pueda desviar de las tareas de patrullaje y vigilancia. He enviado a Su Majestad una petición urgentísima de fuerzas adicionales para el sector. Ahora propongo que vaya a la Paja una expedición de la Marina y descubra lo que pasa allí mientras los talleres transforman el suficiente número de naves para asegurarnos que podremos destruir, en caso preciso, los mundos natales de los alienígenas.
Hubo exclamaciones en la estancia. Uno de los miembros del Consejo se levantó precipitadamente exigiendo atención.
—Doctor Anthony Horvath, Ministro de Ciencias —anunció el Presidente.
—Alteza, señores, me faltan palabras —comenzó Horvath.
—Ojalá fuese cierto —murmuró el almirante Cranston, que se sentaba a la izquierda de Rod.
Horvath era un hombre maduro, cuidadosamente vestido, de gestos precisos y palabras igualmente precisas, como si intentase decir exactamente aquello y nada más. Hablaba con mucho sosiego, pero sus palabras llegaban a todos los rincones de la estancia.
—Señores, no hay nada amenazador en esta cápsula. Llevaba sólo un pasajero, que no ha tenido ninguna posibilidad de informar a los que le enviaron. —Horvath miró significativamente al almirante Cranston—. No hay el menor indicio de que los alienígenas posean una tecnología que les permita viajar más rápido que la luz, ni la menor sugerencia de peligro; sin embargo el señor Armstrong habla de reunir a la Flota. ¡Actúa como si toda la Humanidad estuviese amenazada por un alienígena muerto y una vela de luz! Y yo pregunto: ¿es esto razonable?
—¿Qué es lo que usted propone, doctor Horvath? —preguntó el Presidente.
—Estoy de acuerdo con que se envíe una expedición. Estoy de acuerdo con el ministro Armstrong en que sería absurdo esperar que el Trono redactase instrucciones detalladas desde esa gran distancia de tiempo. Enviemos una nave de la Marina si eso hace que todos se sientan más tranquilos. Pero llenándola de científicos, personal del cuerpo diplomático, representantes de la clase comercial. Ir en son de paz lo mismo que ellos vinieron en son de paz. ¡No tratar a esos alienígenas como si fuesen simples piratas! No habrá otra oportunidad como ésta, señores. El primer contacto entre humanos y alienígenas inteligentes. Encontraremos, sin duda, otras especies inteligentes, pero nunca volveremos a encontrar la primera. Lo que hagamos ahora figurará en nuestra Historia para siempre. ¡No echemos un borrón en esta página!
—Gracias, doctor Horvath —dijo el Presidente—. ¿Más comentarios? Los hubo. Todos se pusieron a hablar a la vez hasta que por fin se restableció el orden.
—Caballeros, hemos de tomar una decisión —dijo el Duque Bonin—. ¿Qué aconsejan a Su Alteza? ¿Debemos enviar una expedición a la Paja o no?
Esto se resolvió rápidamente. Los grupos militares y científicos superaban en número sobradamente a los que apoyaban a sir Traffin. Se enviarían naves en cuanto fuese posible.
—Magnífico —dijo Bonin—. ¿Y el carácter de la expedición? ¿Militar o civil?
El edecán golpeó el estrado con su cetro. Todas las cabezas se volvieron hacia el alto trono en el que Merrill había permanecido sentado impasiblemente a lo largo del debate.
—Agradezco al Consejo su asesoramiento, pero no necesitaré ninguna sugerencia sobre esta última cuestión —dijo el Virrey—. Dado que se relaciona con la seguridad del Reino no puede plantearse ningún problema de prerrogativas de sector.
El imperioso parlamento quedó truncado cuando Merrill se pasó la mano por el pelo. La volvió rápidamente a su regazo al darse cuenta de lo que hacía. Asomó a su rostro una leve sonrisa.
—Aunque sospecho que la opinión del Consejo podría coincidir con la mía. Señor Traffin, ¿apoyaría su grupo una expedición puramente científica?
—No, Alteza.
—No creo necesario preguntar su opinión al señor Ministro de Guerra. El grupo del doctor Horvath quedaría en minoría en una votación, de todos modos. Como el planear una expedición de esta naturaleza no requiere la presencia del Consejo en pleno, veré inmediatamente en mi oficina al doctor Horvath, a sir Traffin, al señor Armstrong y al almirante Cranston. Almirante, ¿está aquí el oficial del que me habló?
—Sí, Alteza.
—Que venga también.
Merrill se levantó y abandonó su trono con tal rapidez que el edecán no tuvo ninguna posibilidad de cumplir con el ceremonial de su cargo. Golpeó con retraso el estrado con su cetro y miró al retrato imperial.
—POR DECISIÓN DE SU ALTEZA QUEDA DISUELTO ESTE CONSEJO. QUE DIOS CONCEDA GRAN SABIDURÍA A Su ALTEZA. DlOS SALVE AL EMPERADOR.
Mientras los demás abandonaban la Cámara, el almirante Cranston cogió a Rod por el brazo y le condujo a través de una puertecilla que había junto al estrado.
—¿Qué piensa usted de todo esto? —preguntó Cranston.
—Bueno, he estado en reuniones del Consejo en Esparta en las que creí que iban a acabar a puñetazos. El viejo Bonin sabe muy bien cómo debe dirigirse una reunión como ésta.
—Sí. Comprende usted entonces todo este tinglado político, ¿no? Supongo que lo entenderá mejor que yo. Quizás puede ser mejor candidato de lo que yo pensaba.
—¿Candidato para qué, señor?
—¿No le parece evidente, capitán? Sus superiores y yo lo decidimos anoche. Llevará usted la MacArthur hasta la Paja.
El Virrey Merrill tenía dos oficinas. Una era grande, ostentosamente amueblada, decorada con regalos y tributos de muchos mundos. Un sólido del Emperador dominaba la pared tras un escritorio de teca samualita taraceado con marfil y oro; floridas alfombras de hierba viva de Tabletop proporcionaban un piso suave y un aire purificado, y cámaras de visión tridimensional, invisibles y ocultas en las paredes de roca, servían a los medios de información que cubrían los acontecimientos oficiales.
Rod tuvo sólo una breve visión del lugar de esplendor de Su Alteza antes de que le condujesen a una habitación mucho más pequeña de simplicidad casi monástica. El Virrey se sentaba ante un inmenso escritorio de duroplast. Tenía el pelo revuelto. Se había abierto el cuello de la túnica uniforme y sus botas estaban apoyadas contra la pared.
—Ah. Adelante, pase, almirante. Veo que ha traído a su joven Blaine. ¿Qué tal, muchacho? No me recordarás. Sólo nos vimos una vez y entonces tú debías de tener dos o tres años. Yo apenas si me acuerdo. ¿Cómo está el marqués?
—Muy bien, Alteza. Estoy seguro de que le enviaría…
—Lo sé, lo sé. Buen hombre, tu padre. El bar está allá al fondo. —Merrill cogió un montón de papeles y los ojeó rápidamente—. Sobre lo que yo pienso… —Garrapateó una firma en el último de los papeles. El compartimiento de salida rechinó y los papeles se desvanecieron.
—Quizás debiese presentar al capitán Blaine a… —comenzó el almirante Cranston.
—Claro, desde luego. Ha sido un descuido mío. El doctor Horvath, el ministro Armstrong, sir Traffin, el capitán Blaine, de la MacArthur. Hijo del marqués de Crucis, ya saben.
—La MacArthur —dijo despectivamente el doctor Horvath—. Comprendo. Si Su Alteza me perdona, le diré que no entiendo por qué tiene que estar aquí.
—¿No lo entiende? —preguntó Merrill—. Use la lógica, doctor. ¿Sabe usted cuál es el motivo de esta reunión?
—No es que me agrade mucho la conclusión a la que llego, Alteza. Y aún no veo razón alguna por la que este… fanático militarista deba participar en el estudio de una expedición de tan gran importancia.
—¿Es eso una queja contra uno de mis oficiales, señor? —replicó el almirante Cranston—. Si es así, permítame que le diga…
—Basta ya —dijo Merrill. Echó otro grueso montón de papeles en el compartimiento de salida y los miró desvanecerse pensativo—. Doctor Horvath, supongo que planteará usted sus objeciones formalmente y que se atendrá a las consecuencias.
Era imposible determinar qué quería decir la suave sonrisa de Merrill.
—Mis objeciones son bien claras. Este joven quizás haya metido al género humano en una guerra con los primeros alienígenas inteligentes que hemos encontrado. Y el Almirantazgo no ha considerado necesario tomar medidas respecto a él, por lo que me opongo vigorosamente a que sea él quien establezca cualquier nuevo contacto con los alienígenas. ¿Es que no advierte usted, señor, la enormidad de lo que ha hecho?
—No, señor, no veo que tenga usted razón en lo que dice —intervino el Ministro de Guerra Armstrong.
—Esa nave recorrió treinta y cinco años luz. Por espacio normal. ¡Unos ciento cincuenta años de vuelo! Una hazaña que no podría igualar ni el Primer Imperio. ¿Y para qué? Para ser destrozado en su punto de destino, cañoneado y encerrado en la bodega de una nave de combate y… —el Ministro de Ciencia se quedó sin aliento.
—Blaine, ¿disparó usted contra la cápsula? —preguntó Merrill.
—No, Alteza. Dispararon ellos contra nosotros. Mis órdenes fueron interceptar e inspeccionar. Después la nave alienígena atacó a la mía, y yo separé la cápsula de la vela de luz que estaban utilizando como arma.
—Con lo que no le quedó más elección que transportarla a bordo o dejar que ardiese —añadió sir Traffin—. Un buen trabajo, sin duda.
—Pero innecesario. ¿Por qué tuvo que inutilizar la cápsula? —insistió Horvath—. ¿Por qué no tuvo el buen sentido de escudarse detrás de la vela y seguirles cuando dispararon sobre usted? ¡Pudo utilizar la vela como escudo! No tenía ninguna necesidad de matarle.
—Ese objeto disparó contra una nave de guerra imperial —estalló Cranston—. ¿Y cree usted que uno de mis oficiales iría a…? Merrill levantó la mano en un gesto de apaciguamiento.
—Tengo curiosidad por saber una cosa, capitán. ¿Por qué no hizo usted lo que sugirió el doctor Horvath?
—Yo… —Blaine se quedó rígido un instante, sus pensamientos girando en un torbellino—. Bueno, señor, teníamos poco combustible y estábamos demasiado cerca de Cal. Si hubiese seguido a la cápsula, habría acabado fuera de control y perdiendo todo contacto con ella, suponiendo que el impulsor de la MacArthur no incendiase la vela de todos modos. Necesitábamos la velocidad adecuada para salir del pozo de gravedad de Cal… y mis órdenes fueron interceptar. —Se detuvo un instante para pasarse un dedo por la nariz rota.
Merrill asintió con un gesto y dijo:
—Una pregunta más, Blaine. ¿Qué pensó usted cuando le encomendaron investigar una nave alienígena?
—Me emocionaba la posibilidad de un encuentro con ellos, señor.
—Caballeros, a mí este joven no me parece un xenófobo irracional. Pero cuando atacaron su nave, él la defendió. Doctor Horvath, si hubiese disparado contra la misma cápsula (no hay duda de que era el medio más fácil de asegurar que no dañase su propia nave), me encargaría personalmente de que fuese degradado y declarado indigno de servir a Su Majestad en ningún cargo. Pero en vez de hacer eso aisló cuidadosamente la cápsula de su arma y con gran riesgo para su propia nave la subió a bordo. Esa actuación me gusta, caballeros. —Se volvió a Armstrong—. Dickie, ¿quieres decirles lo que hemos decidido sobre la expedición?
—Sí, Alteza —el Ministro de Guerra carraspeó—. Dos naves. El acorazado Imperial Lenin y el crucero de combate MacArthur. La MacArthur será modificada para que se ajuste a las exigencias del doctor Horvath y llevará el personal civil de esta expedición. Incluiré científicos, comerciantes, funcionarios del Cuerpo Diplomático y el contingente de misioneros que Su Reverencia solicita, además de la tripulación. Será la MacArthur quien realice todos los contactos con la civilización alienígena.
Merrill cabeceó subrayando las palabras del ministro.
—El acorazado Lenin no subirá a bordo alienígenas en ninguna circunstancia, ni se expondrá a una captura. Quiero garantizar que recibamos algún informe directo de esta expedición.
—Un poco extremado, ¿no le parece? —dijo Horvath.
—No, señor —replicó sir Traffin enfáticamente—. Richard pretende ante todo que los alienígenas no tengan posibilidad alguna de obtener ni el Campo Langston ni el Impulsor Alderson, y yo estoy absolutamente de acuerdo.
—Pero si ellos… ¿y si capturan la MacArthur? —preguntó Horvath.
El almirante Cranston lanzó un chorro de humo azul de su pipa.
—En ese caso la Lenin destruirá a la MacArthur. Blaine asintió. Ya se había imaginado aquello.
—Se necesita un hombre muy especial para poder tomar esa decisión —comentó sir Traffin—. ¿A quién piensa dar el mando del Lenin?
—Al almirante Lavrenti Kutuzov. Enviamos ayer una nave correo en su busca.
—¡El carnicero! —Horvath posó el vaso en la mesa y se volvió hecho una furia al Virrey—. ¡Protesto, Alteza! ¡De entre todos los hombres del Imperio, ésa es la peor elección! Debe usted saber que Kutuzov fue el hombre que… que esterilizó Istvan. De todas las criaturas paranoicas del… Señor, le suplico que lo reconsidere. Un hombre como ése podría… ¿Es que no lo comprende? ¡Se trata de alienígenas inteligentes! ¡Podría ser el momento cumbre de la Historia, y quiere usted enviar una expedición mandada por subhumanos que piensan con sus reflejos! Es una locura.
—Mayor locura sería enviar una expedición mandada por individuos como usted —contestó Armstrong—. Y no pretendo insultarle, doctor, pero usted considera a los alienígenas como amigos, no ve los peligros. Quizás mis amigos y yo los veamos demasiado, pero es mejor equivocarse por más que por menos.
—El Consejo… —protestó débilmente Horvath.
—No es una cuestión del Consejo —proclamó Merrill—. Es algo que atañe a la Defensa Imperial. Está en juego la seguridad del Reino. Está claro lo que puede decir al respecto el Parlamento Imperial de Esparta. Como representante de Su Majestad en este sector, yo ya he decidido.
—Comprendo —Horvath se sentó un instante, luego volvió a la carga—. Pero dice usted que la MacArthur será modificada con fines científicos. Eso significa que podremos tener una expedición plenamente científica.
Merrill asintió.
—Sí. Esperamos que no tenga que intervenir Kutuzov. Su gente se cuidará de que no tenga que hacerlo. Por simple precaución. Blaine carraspeó suavemente.
—Hable, joven —dijo Armstrong.
—Me preguntaba quiénes iban a ser mis pasajeros, señor.
—Claro, por supuesto —contestó Merrill—. La sobrina del senador Fowler y ese comerciante. Creo que quieren proseguir la aventura…
—Conozco a Sally… quiero decir a la señorita Fowler —contestó Rod—. Ha rechazado dos posibilidades de regresar a Esparta, y acude diariamente al Cuartel General del Almirantazgo.
—Estudiante de antropología —murmuró Merrill—. Si desea ir, que vaya. No vendrá nada mal para demostrar a la Liga de la Humanidad que no se trata de una expedición punitiva, y no veo mejor medio de indicarlo. Será una excelente medida política. ¿Qué me dice de ese comerciante?
—No sé, señor.
—Comprueben si desea ir —dijo Merrill—. Almirante, no han conseguido una nave adecuada que se dirija a la capital, ¿verdad?
—Ninguna a la que pudiese confiarle a ese hombre —respondió Cranston—. Ya leyó usted el informe de Plejanov.
—Sí. Bueno, el doctor Horvath quería que fuesen comerciantes. Creo que Su Excelencia agradecerá la oportunidad de estar allí… bastará decirle que puede ser invitado uno de sus competidores. Irá, estoy seguro. No he visto nunca un comerciante que no estuviese dispuesto a cruzar el infierno para derrotar a sus competidores.
—¿Cuándo saldremos, señor? —preguntó Rod. Merrill se encogió de hombros.
—Eso depende de la gente de Horvath. Hay mucho trabajo que hacer. La nave Lenin deberá estar aquí en un mes. Recogerá de camino a Kutuzov. No veo por qué no puede usted iniciar el viaje tan pronto como considere que la MacArthur está lista.
El vehículo monorraíl avanzaba con un apagado silbido a ciento cincuenta kilómetros por hora. La multitud de pasajeros del sábado parecía tranquila y satisfecha. Apenas hablaba. En un grupo situado en la parte trasera, un hombre pasaba una botella. Pero ni siquiera este grupo resultaba ruidoso; únicamente sonreían más. Unos cuantos niños muy educados asomaban sus cabecitas por los asientos de ventanas para ver el exterior y señalaban y preguntaba en un dialecto incomprensible.
Kevin Renner se comportaba más o menos del mismo modo. Con la cabeza apoyada en la ventanilla de plástico claro, contemplaba un mundo extraño. Su flaco rostro esbozaba una sencilla sonrisa.
Staley estaba del lado del pasillo, sentado en posición de firme. Potter iba sentado entre los dos.
No estaban los tres de permiso; iban de servicio y podían llamarles en cualquier momento a través de sus computadoras de bolsillo. Los técnicos de los talleres de Nueva Escocia estaban reparando el hangar de la MacArthur y realizando otros trabajos en la nave bajo la supervisión de Sinclair. Sinclair podía necesitar, concretamente, a Potter en cualquier momento; y Potter era su guía nativo. Quizás Staley recordase esto; pero no había en su rígida postura ningún indicio de inquietud. Parecía satisfecho y feliz. Siempre se sentaba de aquel modo.
Potter era quien más hablaba y quien hacía todos los comentarios.
—¿Ha visto esos dos volcanes gemelos, señor Renner? ¿Ve esas estructuras como cajas que hay junto a la cima? Son unidades de control atmosférico. Cuando los volcanes arrojan gas, los encargados de mantenimiento lanzan proyectiles de algas modificadas en el vapor. De lo contrario, nuestra atmósfera se deterioraría rápidamente otra vez.
—Pero, durante las Guerras Separatistas, no habría modo de mantener el sistema en funcionamiento. ¿Cómo se las arreglaban?
—Muy mal.
Destacaban en el paisaje unas líneas azuladas y extrañas. Eran las manchas verdes de los campos cultivados junto a un paisaje sin vida, casi lunar, azotado por la erosión. Resultaba extraño ver aquel ancho río perderse entre meandros en el desierto saliendo de la zona cultivada. No había matorrales ni hierbas. Nada crecía espontáneamente. El bosquecillo por el que cruzaban ahora tenía los mismos linderos precisos y la misma disposición regular que las anchas fajas de parcelas floridas ante las que habían pasado antes.
—Llevan ya trescientos años en Nueva Escocia —dijo Renner—. ¿Por qué es todavía así? Yo creía que dispondrían ya de suelo vegetal aceptable en todas partes y que habrían echado semillas. Creí que parte del planeta estaría cubierto de vegetación en estado salvaje.
—¿Cuántas veces se convierte la tierra cultivada en naturaleza salvaje en un mundo colonial? A lo largo de nuestra historia los seres humanos se han propagado siempre más deprisa que el suelo vegetal. —Potter se irguió bruscamente—. Mirad allí delante. Estamos llegando a Parcela Quentin.
El vehículo aminoró suavemente la marcha. Se abrieron las puertas y salieron unos cuantos pasajeros. Los hombres de la Marina salieron también, con Potter a la cabeza. Potter rebosaba satisfacción. Aquél era su pueblo natal.
Renner se detuvo de pronto.
—¡Mirad, puede verse el Ojo de Murcheson de día! Era cierto. La estrella estaba muy alta, hacia el Este, y era una chispa roja visible en el azul del cielo.
—Pero no puede distinguirse la Cara de Dios.
Se volvieron cabezas hacia los hombres de la Marina. Potter dijo en un murmullo:
—Señor Renner, no debe llamarlo la Cara de Dios en este mundo.
—Vaya, ¿por qué no?
—Un eliano lo llamaría la Cara de Él. No se refieren nunca directamente a su Dios. Un buen miembro de la Iglesia no cree que haya nada más que el Saco de Carbón.
—Lo llaman la Cara de Dios en todas partes. Sean buenos miembros de la Iglesia o no.
—Pero es que en el resto del Imperio no hay elianos. Siguiendo este camino, llegaremos a la Iglesia de Él antes del oscurecer.
Parcela Quentin era un pueblecito rodeado de campos de trigo. La calle era un ancho paso de basalto con una ondulación en su superficie, como si se tratase de un río de lava petrificado. Renner supuso que el impulsor de una nave había actuado allí mucho tiempo atrás, marcando los caminos antes de que se alzase ningún edificio. Se veían en la superficie infinidad de fisuras. Con las casas de dos y tres plantas que se alineaban ahora a ambos lados, difícilmente podía repararse la calle del mismo modo.
—¿Cómo nacieron los elianos? —preguntó Renner.
—Hay una leyenda —dijo Potter, pero se detuvo—. Quizás no sea una leyenda. Lo que dicen los elianos es que un día la Cara de Dios despertó.
—¿Sí?
—Él abrió su único ojo.
—Eso encaja, si los pajeños utilizaron realmente un cañón láser para impulsar la vela de luz. ¿Cuánto hace de eso?
—Bueno —Potter se puso a pensarlo—. Fue durante las Guerras Separatistas. Ya saben que la guerra causó grandes daños aquí. Nueva Escocia permaneció fiel al Imperio, pero Nueva Irlanda no. Nuestras fuerzas estaban más o menos igualadas. Estuvimos combatiendo unos cincuenta años, hasta que no quedaron naves interestelares y cesó por completo el contacto con las estrellas. Luego, en 2870, penetró una nave en el sistema. Era la Ley Cráter, una nave mercante convertida en navío de guerra, con un Campo Langston en perfecto funcionamiento y un buen cargamento de torpedos. Aunque estaba averiada, era la nave más poderosa del sistema de Nueva Caledonia; habíamos caído muy bajo. Con su ayuda destruimos a los traidores neoirlandeses.
—Eso fue hace ciento cincuenta años. Lo cuenta usted como si lo hubiese vivido.
Potter sonrió.
—Aquí la historia se la toma uno de una forma muy personal.
—Lo comprendo —dijo Staley.
—Pedía usted fechas —dijo Potter—. Los archivos de la Universidad no dicen nada. Algunos de los datos archivados en las computadoras quedaron inutilizados por daños bélicos, como saben. Algo pasó en el Ojo, de eso no hay duda, pero debió de ser casi al final de la guerra. Si no, no habría causado tanta impresión, ¿comprenden?
—¿Por qué no? La Cara de… el Ojo es el objeto mayor y más luminoso de su cielo.
Potter sonrió satisfecho.
—No durante la guerra. He leído diarios. La gente estaba oculta bajo el Campo Langston de la Universidad. Cuando salían, veían el cielo como un campo de batalla, lleno de extrañas luces y de las radiaciones de las naves que explotaban. Sólo después de acabada la guerra empezó la gente a contemplar el cielo. Entonces los astrónomos intentaron determinar lo que había pasado en el Ojo. Y fue cuando Howar Grote Littlemead se vio asaltado por la inspiración divina.
—Decidió que la Cara de Dios era sólo lo que parecía.
—Sí, eso es. Y convenció a muchos. Hemos llegado, caballeros.
La Iglesia de Él era al mismo tiempo impresionante y mísera. El edificio era de piedra de cantera capaz de aguantar siglos; y los había aguantado, pero estaba gastada y quebrantada por las tormentas; había fisuras en dinteles y cornisas, por todas partes; e iniciales y obscenidades grabadas en las paredes con lásers y otros instrumentos.
El sacerdote era un hombre alto y grueso de aspecto suave y abatido. Pero fue inesperadamente enérgico en su negativa cuando le preguntaron si podían entrar. Y de nada sirvió que Potter indicase que había nacido en aquel mismo pueblo. La Iglesia de Él y sus sacerdotes habían sufrido mucho a manos de los habitantes de aquel pueblo.
—Veamos, razonemos —le dijo Renner—. No creerá usted que nos proponemos alguna profanación, ¿verdad?
—Ustedes no son creyentes. ¿Qué les trae por aquí?
—Sólo queremos ver la imagen del… de la Cara de Él en su gloria. Después de verla nos iremos. Si no nos deja entrar, podremos obligarle a través de los canales oficiales. Representamos a la Marina.
El sacerdote les miró burlón.
—Esto es Nueva Escocia, no una de esas colonias primitivas que no tienen gobierno, que tienen sólo astronautas blasfemos. Necesitarían una orden del Virrey para entrar aquí. Y no son ustedes más que turistas.
—¿Ha oído usted hablar de la cápsula alienígena? El sacerdote perdió parte de su seguridad.
—Sí —contestó.
—Creemos que fue lanzada mediante un cañón láser. Desde la Paja.
El sacerdote se quedó asombrado. Luego lanzó una sonora carcajada. Sin dejar de reír les pasó adentro. No les dijo una palabra, pero les condujo por las gastadas losas hacia la entrada del santuario principal. Luego se hizo a un lado para observar sus caras.
La Cara de Él ocupaba la mitad de la pared. Era una especie de imagen holográfica inmensa. Las estrellas que rodeaban el borde aparecían un poco borrosas, como si se tratase de una imagen holográfica muy vieja. Y producía la misma sensación de infinito de todas las imágenes holográficas.
El Ojo de aquella Cara brillaba con una luz de un verde puro de aterradora intensidad. Verde puro con una mancha roja.
—¡Dios mío! —exclamó Staley, y rápidamente añadió—: No lo digo en un sentido literal… Pero se necesitaría todo el poder de un mundo muy adelantado para producir toda esa luminosidad a treinta y cinco años luz de distancia.
—Creo que la recordaba mayor de lo que era —murmuró Potter.
—¡Ya lo han visto! —clamó el sacerdote—. ¿Creen todavía que puede tratarse de un fenómeno natural? ¿Han visto suficiente?
—Sí —dijo Renner, y se fueron.
Pararon fuera a la luz del crepúsculo. Renner movió la cabeza.
—Comprendo perfectamente a Littlemead —dijo—. Lo que me extraña es que no convenciese a todos los habitantes del planeta.
—Somos gente muy terca —dijo Potter—. Tu silueta en el cielo de la noche podría haber sido demasiado obvia, demasiado…
—¡Aquí estoy yo, estúpido! —indicó Renner.
—Ya. A los neoescoceses no nos gusta que nos traten como si fuésemos tontos, ni siquiera a propósito de Él.
Recordando el ruinoso edificio con su mísero interior, Renner dijo:
—La Iglesia de Él ha decaído mucho, al parecer, desde que Littlemead vio la luz.
—Sí. La luz desapareció en 2902. Hace ciento quince años. Ese acontecimiento está bien documentado. Fue el final de la astronomía aquí hasta que regresó el Imperio.
—¿Desapareció la Paja de forma brusca?
—Nadie lo sabe —dijo Potter, encogiéndose de hombros—. Debió de suceder por la otra parte del planeta. Hay que tener en cuenta que la civilización aquí no es más que una pequeña parcela que va expandiéndose por un mundo estéril. Cuando el Saco de Carbón se elevó aquella noche, se elevó como un hombre ciego. Para los elianos debió de ser como si Dios se hubiese echado a dormir otra vez.
—¿Y qué hicieron?
—Howard Grote Littlemead tomó una sobredosis de somníferos. Los elianos dicen que aceleró su encuentro con Dios.
—Posiblemente para pedirle una explicación —dijo Renner—. Está usted muy callado, señor Staley.
Horst alzó los ojos con una expresión hosca.
—Son gente capaz de construir un cañón láser que cubra el cielo. Y vamos a llevar una expedición militar hasta allí.
Apenas si podían reunirse todos en el muelle del hangar. Las escotillas de lanzamiento cerradas (reparadas, pero con huellas de los daños anteriores) eran el único espacio abierto suficientemente grande para que pudieran reunirse los tripulantes de la nave y el personal científico, y aun así más bien faltaba espacio. El compartimiento del hangar estaba atestado de aparatos e instrumentos; vehículos extra de aterrizaje, equipo científico, suministros almacenados y numerosos recipientes cuyo contenido Blaine desconocía. La gente del doctor Horvath insistió en transportar casi todos los instrumentos científicos que utilizaban en sus diversas especialidades por si resultaban útiles; la Marina difícilmente podía discutir con ellos, pues no había precedentes de una expedición como aquélla.
Ahora el inmenso espacio estaba lleno a rebosar. El Virrey Merrill, el ministro Armstrong, el almirante Cranston, el cardenal Randolph y toda una hueste de funcionarios menores se distribuían confusamente por allí mientras Rod esperaba que sus oficiales pudiesen completar satisfactoriamente los preparativos del despegue. Los últimos días habían sido un torbellino de actividades inevitables, la mayoría sociales, con poco tiempo para la importante tarea de preparar su nave. Ahora, esperando las ceremonias finales, Rod pensaba que hubiese sido preferible eludir la vida social capitalina y permanecer a bordo de su nave como un ermitaño. Durante el año siguiente estaría bajo el mando del almirante Kutuzov, y sospechaba que éste no se sentía del todo complacido con su subordinado. El ruso se había mantenido ostentosamente al margen de las ceremonias que tenían lugar ante las puertas del hangar de la MacArthur.
Su presencia jamás pasaba desapercibida. Kutuzov era un hombre grande y corpulento con un sentido del humor escandaloso. Parecía como sacado de un libro de texto de la historia rusa y hablaba de un modo que ajustaba perfectamente con la imagen. Se debía en parte a su educación en St. Ekaterina, pero sobre todo a decisión propia. Kutuzov dedicaba horas al estudio de las antiguas costumbres rusas y adoptaba muchas de ellas como parte de la imagen que quería proyectar. El puente de su nave capitana iba decorado con iconos, en su cabina hervía un samovar de té y sus soldados recibían clases de lo que Kutuzov consideraba buenas imitaciones de danzas cosacas.
La opinión que se tenía en la Marina de aquel hombre era unánime: muy competente, rígidamente fiel a las órdenes que se le daban y, en consecuencia, carente de compasión humana hasta el punto de que hacía sentirse incómodos a todos los que le rodeaban. Cuando la Marina y el Parlamento aprobaron oficialmente la decisión de Kutuzov de ordenar la destrucción de un planeta rebelde (el Consejo Imperial había llegado a la conclusión de que aquella medida drástica había impedido la rebelión de todo un sector), Kutuzov fue invitado a todas las funciones sociales; pero nadie se sintió defraudado cuando rechazó las invitaciones.
—El principal problema son esas absurdas costumbres rusas —había dicho Sinclair cuando los oficiales de la MacArthur discutían sobre su nuevo almirante.
—No son tan distintas de las escocesas —había dicho el primer teniente Cargill—. Al menos no intenta obligarnos a todos a entender ruso. Habla ánglico bastante bien.
—¿Quiere decir con eso que nosotros los escoceses no hablamos ánglico? —protestó Sinclair.
—Piense lo que quiera —pero luego Cargill lo pensó mejor—. Por supuesto que no, Sandy. A veces cuando se excita no entiende usted nada… bueno, tomemos un trago.
Aquello, pensó Rod, era algo digno de ver, Cargill procurando ser amable con Sinclair. Por supuesto la razón era evidente. Con la nave en los talleres de Nueva Escocia bajo el control del jefe de taller MacPherson y sus hombres, Cargill hacía todo lo posible por no irritar al ingeniero jefe. Podría acabar eliminando su cabina o trasladándola de sitio, o cosas aún peores. Hablaba en aquel momento el Virrey Merrill. Rod salió de su ensueño y procuró escuchar entre la confusa algarabía de sonidos.
—Realmente no veo el objeto de todo esto, capitán. La ceremonia podría haberse celebrado en tierra… salvo su bendición, reverendo.
—Ya han salido otras naves de Nueva Escocia sin mis servicios —musitó el cardenal—. Quizás no fuese una misión tan importante para la Iglesia como ésta. En fin, eso será a partir de ahora problema del joven Hardy.
Indicó con un gesto al capellán de la expedición. David Hardy casi doblaba en edad a Blaine, y era del mismo rango, así que el calificativo de joven era bastante relativo.
—Bueno, ¿estamos dispuestos?
—Sí, Eminencia. —Blaine hizo un gesto a Kelley.
—¡TRIPULACIÓN DE LA NAVE, ATENCIÓN! —Las voces se apagaron, desvaneciéndose, lentamente más que de modo brusco, como habría sido si no hubiese civiles a bordo.
El cardenal sacó del bolsillo una fina estola, besó el borde y se la puso al cuello. El capellán Hardy le entregó el cubo de plata y un hisopo, un báculo con una esfera hueca en el extremo. El cardenal Randolph metió el hisopo en el cubo y roció luego a oficiales y tripulación.
—Tú me purificarás y quedaré limpio. Tú me lavarás y quedaré puro como nieve. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
—Como era en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén —respondió Rod automáticamente.
¿Creía en todo aquello? ¿O era sólo útil para la disciplina? No estaba seguro, pero le alegraba la presencia del cardenal allí. La MacArthur podría necesitar todas las ayudas que pudiese obtener…
El grupo de autoridades y funcionarios subió a un planeador atmosférico en cuanto sonaron las señales de aviso. La tripulación de la MacArthur se apresuró a abandonar la cubierta hangar, y Rod entró en una cámara neumática. Silbaron las bombas vaciando de aire el espacio del hangar, y luego se abrieron las grandes puertas dobles. A continuación, la MacArthur perdió su giro mientras los grandes volantes centrales giraban. Con sólo la tripulación normal de la Marina a bordo, podía lanzarse un vehículo de atmósfera a través de las puertas pese al giro, cayendo en la trayectoria curvada (respecto a la MacArthur) provocada por la aceleración de Coriolis; pero con el Virrey y el cardenal a bordo debía rechazarse aquella maniobra. El vehículo de desembarco se elevó suavemente a ciento cincuenta centímetros por segundo hasta salir de las puertas del hangar.
—Cierren y sellen —ordenó ásperamente Rod—. Prepárense para aceleración.
Se volvió y se lanzó en gravedad nula hacia su puente. Se abrieron tras él abrazaderas telescópicas a lo largo de la cubierta hangar… hasta que el vacío quedó parcialmente ocupado. El diseño del espacio de hangar de una nave espacial es una especialidad de gran complicación, puesto que han de lanzarse unidades de localización en cualquier momento, y el inmenso espacio vacío debe protegerse al mismo tiempo contra cualquier posible desastre. Ahora, con los vehículos extra de los científicos de Horvath, además de todo el equipo de la propia MacArthur, la cubierta hangar era una masa de naves, abrazaderas y recipientes.
El resto de la nave estaba igualmente atestado. En vez de la ordenada actividad habitual que seguía a los avisos de aceleración, los pasillos de la MacArthur hervían de personal. Algunos de los científicos habían empezado a colocarse la armadura de combate, confundiendo la alarma de aceleración con la señal de ataque. Otros se quedaban en puntos de paso importantes bloqueando el tráfico, sin saber qué hacer. Los oficiales les gritaban, incapaces de insultar a los civiles e incapaces también de hacer otra cosa.
Rod llegó por fin al puente, mientras tras él oficiales y brigadieres trabajaban despejando los pasillos e informando a todos que debían prepararse para la aceleración. En privado, Blaine no podía reprochar a su tripulación aquella incapacidad para controlar a los científicos, pero no podía tampoco ignorar el peligro. Además, si disculpaba a sus subordinados, nunca llegarían a controlar a los civiles. No podía, ciertamente, amenazar a un Ministro de Ciencia y a sus hombres por cualquier cosa; pero si era lo bastante duro con su propia tripulación, los científicos sin duda cooperarían para ahorrar a los hombres del espacio… Consideraba que era una teoría digna de tenerse en cuenta. Mientras observaba en un monitor de televisión a dos infantes de marina y a cuatro técnicos de laboratorio civiles amontonados contra los mamparos posteriores de la sala de oficiales, Rod maldijo silenciosamente y esperó que resultase. Alguna solución tenía que haber.
—Llaman del buque insignia, señor. Mantenga la conexión en Redpines.
—Entendido, señor Potter. Señor Renner, hágase cargo del control y siga al tanque número tres.
—De acuerdo, señor —dijo Renner—. Así que despegamos. Lástima que las ordenanzas prohíban el champán en un momento como éste.
—Creí que estaba usted muy ocupado, señor Renner. El almirante Kutuzov insiste en que mantengamos lo que él llama una formación correcta.
—Lo sé, señor. Analicé el asunto con el piloto jefe del Lenin anoche.
—Oh. —Rod se arrellanó en su silla de mando.
Sería un viaje difícil, pensaba. Todos aquellos científicos a bordo. El doctor Horvath había insistido en ir personalmente, y acabaría siendo un problema. La nave estaba tan llena de civiles que la mayoría de los oficiales de la tripulación se veían obligados a dormir en grupos en cabinas demasiado pequeñas; los oficiales más jóvenes dormían en hamacas en la sala artillera con los brigadieres; los infantes de marina se amontonaban en la sala de recreo, pues sus dormitorios estaban atestados de instrumentos científicos. Rod empezaba a desear que Horvath hubiese triunfado en su polémica con Cranston. Los científicos hubiesen preferido un carguero de asalto con sus enormes espacios de almacenaje.
Pero el Almirantazgo les había puesto el veto. La expedición estaría formada sólo por naves capaces de defenderse. Los vehículos cisterna acompañarían a la flota hasta el Ojo de Murcheson, pero no llegarían a la Paja.
Por deferencia a los civiles, se hizo el viaje a 1,2 gravedades. Rod padeció innumerables banquetes, medió en las discusiones entre científicos y tripulación, y frustró las tentativas del doctor Buckman, el astrofísico, de monopolizar el tiempo de Sally.
El primer Salto fue pura rutina. El punto de transferencia al Ojo de Murcheson estaba perfectamente localizado. Nueva Caledonia era un magnífico punto blanco luminoso un instante antes de que la MacArthur saltase. Luego apareció el Ojo de Murcheson como un amplio y rojo resplandor del tamaño de una pelota de béisbol sostenida a la distancia de un brazo.
La flota avanzó hacia él.
Gavin Potter había cambiado hamacas con Horst Staley. Le había costado una semana de trabajo hacer la colada de los dos, pero había merecido la pena. La hamaca de Staley daba directamente a una escotilla.
Naturalmente la escotilla quedaba debajo de la hamaca, en el suelo giratorio cilíndrico de la sala de artillería. Potter se tendía boca abajo en la hamaca para mirar por la escotilla, con una suave sonrisa en su alargado rostro.
Whitbread estaba tendido en su hamaca mirando hacia arriba. Llevaba varios minutos observando a Potter, y al fin dijo:
—Señor Potter.
El neoescocés sólo volvió la cabeza.
—Sí, señor Whitbread…
Whitbread continuó observándolo plácidamente, con los brazos doblados detrás de la cabeza. Se daba perfecta cuenta de que la obsesión de Potter con el Ojo de Murcheson no era asunto suyo. Incomprensiblemente, Potter conservaba la calma. ¿Cuánto necesitaría pincharle?
A bordo de la MacArthur sucedían cosas curiosas y divertidas, pero no había modo de que disfrutaran de ellas los brigadieres. Un brigadier fuera de servicio debía fabricarse sus propias diversiones.
—Potter, creo recordar que fue usted transferido a la MacArthur en Dagda, poco antes de que recogiésemos la cápsula.
La voz de Whitbread tenía un tono especial. Horst Staley, que también estaba fuera de servicio, se volvió en lo que había sido la hamaca de Potter interesado por la conversación. Whitbread lo advirtió sin que pareciese hacerlo.
Potter se volvió y pestañeó.
—Sí, señor Whitbread. Es cierto.
—Bueno, alguien tiene que decírselo, y no creo que se le haya ocurrido a nadie. Su primera misión a bordo de una nave espacial incluyó la caída en picado hacia el sol F8. Espero que esto no le diese una mala impresión del Cuerpo.
—En absoluto. Me pareció emocionante —dijo cortésmente Potter.
—El asunto es que un vuelo en picado hacia un sol es un acontecimiento sumamente raro. No sucede en todos los viajes. Creo que alguien debería decírselo.
—Pero, señor Whitbread, ¿no vamos a hacer exactamente eso?
—¿Cómo? —Whitbread no esperaba aquello.
—Ninguna nave del Primer Imperio encontró un punto de transferencia desde el Ojo de Murcheson a la Paja. Quizás no se esforzasen mucho en conseguirlo, pero podemos suponer que lo intentaron —dijo Potter muy serio—. Ahora bien, yo he tenido muy poca experiencia en el espacio, pero no soy un iletrado, señor Whitbread. El Ojo de Murcheson es una supergigante roja, una gran estrella vacía, tan grande como la órbita de Saturno en el sistema solar. Lo más razonable es que el Punto Alderson de la Paja esté dentro de la estrella, si es que existe. ¿No es cierto?
Horst Staley se incorporó sobre un codo.
—Creo que tiene razón. Eso explicaría por qué nunca se calculó el punto de transferencia. Todos sabían dónde estaba…
—Pero nadie quería ir a ver. Sí, por supuesto que tiene razón —dijo Whitbread hoscamente—. Y eso es lo que vamos a hacer nosotros precisamente. ¡Vaya! Ya estamos otra vez.
—Exactamente —dijo Potter; y, sonriendo suavemente, volvió a colocarse boca abajo.
—Es muy extraño —dijo Whitbread—. Dude de mí si cree que debe hacerlo, pero le aseguro que no tenemos que avanzar en picado hacia una estrella más que en dos de cada tres viajes. —Hizo una pausa—. E incluso eso es demasiado.
La flota se detuvo en el confuso borde del Ojo de Murcheson. No había ningún problema de órbita. A aquella distancia la gravedad del sol era tan débil que una nave habría tardado años en caer en él.
Las naves cisterna se situaron y empezaron a trasvasar combustible.
Entre Horace Bury y Buckman, el astrofísico, se había creado una curiosa y sutil amistad. Bury se asombraba a veces al pensarlo. ¿Qué quería Buckman de él?
Buckman era un individuo flaco, nudoso, de frágiles huesos. Tenía aspecto de olvidarse de comer varios días seguidos. Parecía no cuidarse de nadie ni de nada de lo que para Bury constituía el universo real. Gente, tiempo, poder, dinero, no eran más que medios que Buckman utilizaba para escudriñar la estructura y los movimientos de las estrellas. ¿Por qué buscaría, entonces, la compañía de un comerciante?
Pero a Buckman le gustaba hablar y Bury al menos tenía tiempo para escuchar. La MacArthur era como una colmena, llena de gente atareada. Y en la cabina de Bury había sitio para pasear.
O, especulaba cínicamente Bury, podía gustarle el café que él hacía. Bury tenía casi una docena de tipos diferentes de café, molinillo propio y filtros para hacerlo. Sabía muy bien la diferencia que había entre su café y el que se hacía para el resto de la tripulación.
Nabil les sirvió el café mientras observaban por la pantalla las maniobras de los vehículos cisterna. El que aprovisionaba a la MacArthur quedaba oculto, pero la Lenin y el otro vehículo parecían dos negros huevos alargados, ligados por un cordón umbilical de color plata, perfilados contra un fondo de un difuso escarlata.
—No tiene por qué ser tan peligroso —dijo Buckman—. Se lo está imaginando usted como si se tratase de un descenso hacia el sol, Bury. Y lo es, técnicamente. Pero todo ese vasto volumen no es mucho mayor, en masa, que Cal o que cualquier otra enana amarilla. Imagínesela como un vacío al rojo. Salvo la zona central, claro, que probablemente sea pequeña y muy densa.
—Aprenderemos mucho en este viaje —añadió.
Sus ojos brillaban, centrados en el infinito. A Bury, que le miraba de reojo, la expresión le parecía fascinante. La había visto antes, pero muy pocas veces. Indicaba a un hombre al que no se podía comprar con ninguna de las monedas de que disponía Horace Bury.
Bury no tenía más utilidad práctica para Buckman que Buckman para él. Bury se sentía tranquilo con Buckman, en la medida en que podía sentirse tranquilo con alguien. Y aquella sensación le gustaba.
—Creí que ya lo sabían ustedes todo sobre el Ojo —dijo.
—¿Se refiere a las exploraciones de Murcheson? Se han perdido demasiados datos, y algunos de los que se conservan son poco dignos de confianza. He mantenido en funcionamiento mis aparatos desde el Salto. La proporción de partículas pesadas en el viento solar es asombrosamente alta. Y helio… es tremendo. Pero las naves de Murcheson nunca entraron en el Ojo mismo, que yo sepa. Cuando lo hagamos aprenderemos realmente cosas. —Buckman frunció el ceño—. Espero que nuestros instrumentos puedan seguir funcionando. Tienen que atravesar el Campo Langston, claro. Es posible que tengamos que estar en esa niebla al rojo durante un período considerable. Si el Campo se deshace se perderá todo.
Bury le miró fijamente, y luego rompió a reír.
—¡Sí, doctor, de eso no hay duda!
Buckman pareció sorprendido y desconcertado. Luego dijo:
—Ah, ya veo lo que quiere decir. Que moriríamos todos, ¿verdad? No había pensado en eso.
Sonaron avisos de aceleración. La MacArthur penetraba en el Ojo.
La voz de Sinclair sonó en el oído de Rod.
—Ingeniería informa, capitán. Todos los sistemas funcionan. El Campo se mantiene perfectamente, no hace tanto calor como temíamos.
—Está bien —contestó Blaine—. Gracias, Sandy.
Rod observó los vehículos cisterna que retrocedían frente a las estrellas. Estaban ya a miles de kilómetros de distancia, visibles sólo a través de los telescopios, brillantes como puntos de luz.
La pantalla siguiente mostraba una masa blanca dentro de una niebla roja: la nave Lenin penetrando en el rojo resplandor. La tripulación de la Lenin buscaría el punto Alderson… si es que había tal punto.
—De todos modos no hay duda de que se producirán filtraciones en el Campo tarde o temprano —continuó la voz de Sinclair—. No hay lugar hacia donde desviar el calor, hay que almacenarlo. Esto no es como una batalla espacial, capitán. Pero podremos aguantar sin radiar la energía acumulada hacia otra parte por lo menos setenta y dos horas. Después de eso… no tenemos datos. Nadie ha intentado hasta ahora una locura así.
—Comprendo.
—Alguien tenía que hacerlo —dijo alegremente Renner.
Había estado escuchando desde su puesto del puente. La MacArthur avanzaba a una gravedad, pero la sutil fotosfera estaba ofreciendo más resistencia de la esperada.
—Murcheson debería haberlo intentado —añadió—. El Primer Imperio tenía mejores naves que nosotros.
—Quizás lo hiciesen —dijo Rod distraído. Observaba la Lenin, que parecía alejarse por delante de la MacArthur, y sintió una irritación irracional. La MacArthur debería haber ido primero…
Los oficiales veteranos dormían en sus puestos de servicio. Nada se podía hacer si el Campo absorbía demasiada energía, pero Rod se sentía mejor en su asiento de mando. Por último se hizo evidente que él no era necesario.
Llegó una señal de la Lenin y la MacArthur apagó sus motores. Sonaron señales de aviso, y la nave quedó bajo giro hasta que otros indicadores marcaron el final de desagradables cambios de gravedad. Tripulación y pasajeros salieron de las redes de seguridad.
—Olviden el indicador de abajo —ordenó Rod. Renner se puso de pie y se estiró ostentosamente.
—Ésa es la cuestión, capitán. Por supuesto tendremos que reducir la velocidad al hacerse más densa la fotosfera, pero no hay otra solución. Con la fricción disminuiría nuestra velocidad de todas formas. —Miró las pantallas y formuló preguntas con ágiles dedos—. El espacio no es tan denso como, por ejemplo, una atmósfera, pero sí mucho más que un viento solar Blaine podía ver esto por sí mismo. La Lenin aún seguía adelante en el límite extremo de detección, con los motores apagados. Era como una astilla negra en las pantallas, con un perfil difuso por los cuatro mil kilómetros de niebla al rojo.
El Ojo se espesaba alrededor de ellos.
Rod permaneció en el puente otra hora, luego se convenció de que estaba siendo injusto.
—Señor Renner.
—Diga, señor.
—Puede abandonar su puesto ya. Deje al señor Crawford que le sustituya.
—De acuerdo, señor.
Renner se dirigió a su cabina. Había llegado a la conclusión de que no era necesario en el puente cincuenta y ocho minutos antes. Ahora podría darse una ducha caliente y dormir algo en su litera, en vez de seguir clavado a aquella condenada silla.
El camino hasta su cabina estaba atestado, como siempre. Kevin Renner se abrió paso con terca determinación hasta que alguien chocó violentamente con él.
—¡Maldita sea! Perdone —masculló; observó al otro que recuperaba el equilibrio agarrándose a las solapas del uniforme de Renner—. Es usted el doctor Horvath, ¿verdad?
—Discúlpeme —el Ministro de Ciencias dio unos pasos atrás y se sacudió torpemente—. Aún no he logrado acostumbrarme a la gravedad. Ninguno de nosotros lo hemos logrado. Es el efecto Coriolis lo que nos fastidia.
—No. Son los codos —dijo Renner; recuperaba su humor habitual—. Hay seis veces más codos que personas a bordo de esta nave, doctor. Los he contado.
—Muy ingenioso, señor… Renner, ¿verdad? Piloto jefe Renner. Renner, este hacinamiento fastidia a mi personal tanto como a la tripulación. Si pudiésemos apartarnos de su camino, lo haríamos. Pero no podemos. Hay que reunir todos los datos sobre el Ojo. Jamás volveremos a tener una oportunidad semejante.
—Lo sé, doctor, y estoy de acuerdo. Ahora, si no le importa… —las visiones del agua caliente y la cama limpia retrocedieron cuando Horvath se agarró de nuevo a su solapa.
—Sólo un momento, por favor —Horvath parecía estar diciendo algo—. Señor Renner, usted estaba a bordo de la MacArthur cuando capturó la sonda alienígena, ¿verdad?
—Sí, claro, estaba.
—Me gustaría hablar con usted.
—¿Ahora? Pero, doctor, la nave puede necesitar de mí en cualquier momento…
—Lo considero urgente.
—Pero estamos cruzando la fotosfera de una estrella, supongo que se ha dado cuenta.
Y llevo tres días sin ducharme, como quizás haya advertido también… Renner miró de nuevo a Horvath y se resignó.
—Está bien, doctor —dijo—. Pero retirémonos del pasillo.
La cabina de Horvath estaba tan atestada como el resto de la nave, aunque al menos tenía paredes. Más de la mitad de la tripulación de la MacArthur habría considerado aquellas paredes un lujo inmerecido. Al parecer, Horvath, por la expresión disgustada y las disculpas que dio cuando entraron en la cabina, no pensaba igual.
Retiró la litera empotrándola en el mamparo y sacó dos sillas de la pared opuesta.
—Siéntese, Renner. Hay cosas sobre esa captura que siguen inquietándome. Espero que pueda usted darme una versión imparcial. Usted no es un miembro normal de la Marina.
El piloto no se molestó en desmentirlo. Había sido antes piloto de una nave mercante, y mandaría una cuando abandonase la Marina con mayor experiencia aún; y estaba deseando volver al servicio mercante.
—Dígame —preguntó Horvath, sentado en el borde mismo de la silla plegable—. ¿Fue absolutamente necesario el ataque a la sonda alienígena?
Renner rompió a reír.
Horvath lo aguantó, aunque daba la sensación de haber comido una ostra podrida.
—Está bien —dijo Renner—. No debería haberme reído. Usted no estaba allí. ¿Sabía usted que la sonda caía sobre Cal en desaceleración máxima?
—Desde luego, y me doy cuenta de que también usted estaba allí, pero ¿era realmente peligroso eso?
—Doctor Horvath, el capitán me sorprendió dos veces. Por completo. Cuando la sonda atacó, yo intentaba bordear la vela antes de que nos asáramos. Podría haberlo conseguido o no. Pero el capitán nos condujo a través de la vela. Fue una idea muy inteligente, algo en lo que yo debería haber pensado, y considero a ese hombre un genio. Es también un maníaco suicida.
—¿Que?
En la cara de Renner había miedo retrospectivo.
—Nunca debería haber intentado recoger la sonda. Habíamos perdido demasiado tiempo. Estábamos a punto de embestir contra una estrella. No creí que pudiésemos coger tan deprisa aquella condenada sonda…
—¿Hizo eso el propio Blaine?
—No. Delegó el trabajo en Cargill. Que es el que mejor maniobra en alta gravedad de toda la tripulación. Ahí está la cosa, doctor. El capitán escogió al mejor y le cedió su puesto.
—¿Y usted apoyaba todo lo que él hacía?
—Desde luego, plenamente.
—Bien, es cierto que consiguió cogerla. —Horvath parecía estar probando algo amargo—. Pero también disparó sobre ella. Fue el primero…
—Ellos dispararon primero.
—¡Era el mecanismo de defensa contra meteoritos!
—¿Y qué?
Horvath apretó los labios.
—Bien, doctor, suponga que deja usted su coche en una cuesta sin frenos y con las ruedas apuntando hacia abajo y suponga que rueda ladera abajo y mata a cuatro personas. ¿Qué piensa usted del caso desde un punto de vista ético?
—Me parece terrible, pero no sé qué quiere decir con eso, Renner.
—Los pajeños son por lo menos tan inteligentes como nosotros, ¿de acuerdo? Muy bien. Construyen un sistema de defensa contra meteoritos. Tienen obligación de comprobar si están disparando contra un meteorito o contra una nave neutral.
Horvath permaneció sentado y en silencio durante lo que pareció mucho tiempo, mientras Kevin Renner pensaba en la capacidad limitada de los tanques de agua caliente de la zona de oficiales. Aquella expresión agria era natural en Horvath, según pudo comprobar Renner; las líneas de su cara se ajustaban a ella de modo natural e inmediato. Por fin el Ministro de Ciencias dijo:
—Gracias, señor Renner.
—De nada —dijo Renner levantándose. Sonó la alarma.
—Oh, Dios mío. Eso es para mí —y salió rápidamente hacia el puente.
Estaban bastante dentro del Ojo: lo bastante para que el fino polvo estelar que les rodeaba resultase amarillo. Los indicadores del Campo se veían también amarillos, pero con un matiz verde.
Renner vio todo esto al mirar hacia la media docena de pantallas del puente. Miró los gráficos de sus propias pantallas; y no vio a la otra nave.
—¿Ha saltado la Lenin?
—Acaban de hacerlo —dijo el guardiamarina Whitbread—. Nosotros lo haremos ahora, señor.
El guardiamarina pelirrojo sonreía de oreja a oreja. Blaine se acomodó en el puente.
—Hágase cargo del control, señor Renner. El piloto debe estar ya en su puesto.
—De acuerdo, señor —Renner se volvió a Whitbread—. Le relevaré ya.
Sus dedos se movieron sobre clavijas y teclas, y luego pulsó una hilera de botones mientras los nuevos datos aparecían en su pantalla. Las alarmas fueron sonando en rápida sucesión: ESTACIONES DE SALTO, ESTACIONES DE COMBATE, AVISO DE ALTA ACELERACIÓN. LA MACARTHUR PREPARADA PARA LO DESCONOCIDO.