Tercera parte El encuentro con Eddie el Loco

26 • Paja Uno

PAJA UNO: Mundo parcialmente habitable del sector Trans-Saco de Carbón. Primario: enana amarilla G-2 aproximadamente a diez parsecs de Nueva Caledonia, sector central de la zona Trans-Saco de Carbón. Denominado generalmente la Paja del Ojo de Murcheson (q.v.) o la Paja. Masa 0,91 Sol; luminosidad 0,78 Sol.

Paja Uno tiene una atmósfera parcialmente tóxica, respirable con ayuda de filtros comerciales y de los normales de la Marina. Contraindicada en caso de afecciones cardíacas o de problemas enfisemáticos. Oxígeno: 16 por ciento. Nitrógeno: 79,4 por ciento. CO2: 2,9 por ciento. Helio: 1 por ciento. Compuestos hidrocarbúricos, incluidas acetonas: 0,7 por ciento.

Gravedad: 0,780 normal. El radio del planeta es de 0,84 y la masa de 0,57 normal Tierra; planeta de densidad normal. Período: 0,937 años normales, o 8.750,005 horas. El planeta se halla inclinado en 18 grados con eje semiprincipal de 0,93 UA (137 millones de kilómetros). Temperaturas frías, polos inhabitables y cubiertos de hielo. El clima de las regiones ecuatoriales y tropicales varía de templado a caliente. El día local es de 27,33 horas.

Hay una luna, pequeña y próxima. Es de origen asteroidal y la cara posterior tiene un cráter indentado característico, típico de los planetoides del sistema pajeño. El generador de fusión y la estación energético-radial de base lunar son fuentes esenciales de la civilización de Paja Uno.

Topografía: 50 por ciento de océano, excluidas las extensas capas de hielo. La superficie es lisa en la mayor parte del área terrestre. Hay cadenas montañosas bajas y muy erosionadas. Los bosques son muy escasos. Las tierras cultivables son objeto de una explotación extensiva.

Las características más sobresalientes son formaciones circulares visibles en todas partes. Las más pequeñas están tan erosionadas que apenas es posible detectarlas; y las mayores sólo pueden verse orbitando.

Aunque los rasgos físicos de Paja Uno tienen cierto interés, sobre todo para ecólogos interesados por los efectos de la vida inteligente en planetografía, el mayor interés de la Paja reside en sus habitantes…


Dos exploradores convergieron ante el transbordador y subieron a bordo figuras enfundadas en trajes espaciales. Los humanos y los pajeños examinaron la nave y los tripulantes que se habían trasladado a ella para ponerla en órbita se la entregaron de nuevo gustosos a los guardiamarinas y volvieron a la MacArthur. Los guardiamarinas ocuparon con impaciencia sus puestos en la cabina de control y examinaron el paisaje que se extendía debajo.

—Tenemos que decirles que todos los contactos con ustedes se harán a través de esta nave —dijo Whitbread a su pajeña—. Lo siento, pero no podemos invitarles a subir a bordo de la MacArthur.

La pajeña de Whitbread se encogió de hombros de modo muy humano para expresar su opinión sobre aquellas órdenes. La obediencia no le planteaba ninguna tensión, ni a ella ni a su humano.

—¿Qué harán con el transbordador cuando se vayan?

—Es un obsequio —contestó Whitbread—. Quizás le sirva para un museo. Hay cosas que el capitán quiere que sepan sobre nosotros…

—Y cosas que quiere ocultar. Lo comprendo.

Desde la órbita el planeta era todo círculos: mares, lagos, el arco de una cadena montañosa, la línea de un río, una bahía… Había una, erosionada y enmascarada por un bosque. Habría sido indetectable de no ser porque quedaba exactamente al otro lado de una cadena montañosa, quebrando la espina dorsal de un continente, lo mismo que el pie de un hombre aplasta una serpiente. Más allá, un mar del tamaño del Mar Negro mostraba una isla llana en su centro exacto.

—El magma debe de haber ascendido donde el asteroide rompió la corteza —dijo Whitbread—. ¿Se imaginan el ruido que debió de hacer? La pajeña de Whitbread asintió.

—No me extraña que trasladasen ustedes todos los asteroides a los puntos troyanos. ¿Fue ésa la razón, verdad?

—No lo sé. Nuestros archivos no alcanzan hasta esa época. Supongo que los asteroides debían de ser más fáciles de minar. Y que sería más fácil construir una civilización sobre ellos, una vez agrupados.

Whitbread recordó que la Colmena era piedra fría sin rastro de radiación.

—¿Cuánto hace que sucedió todo eso?

—Oh, por lo menos diez mil años. ¿Hasta qué fecha alcanzan vuestros archivos más antiguos?

—No sé. Podría preguntarlo.

El guardiamarina miró hacia abajo. Estaban cruzando el límite de iluminación, que era una serie de arcos. El lado nocturno brillaba con una galaxia de ciudades. La Tierra había debido tener aquel mismo aspecto durante el Condominio; pero los mundos del Imperio jamás habían estado tan densamente poblados.

—Mira allí delante —indicó la pajeña de Whitbread, señalando el fleco de una llama en el borde del planeta—. Ésa es la nave de transferencia. Ahora podremos mostraros nuestro mundo.

—Creo que vuestra civilización es mucho más antigua que la nuestra —dijo Whitbread.


El equipo y los efectos personales de Sally estaban empaquetados y dispuestos en el vestíbulo del transbordador, y su minúsculo camarote parecía desnudo y vacío. Sally observaba ante la escotilla, la cabeza de flecha dorada de la MacArthur que iba aproximándose. Su pajeña no miraba.

—Yo, ejem, tengo una pregunta un poco delicada —dijo la Fyunch(click) de Sally.

Sally se volvió. Fuera, la nave pajeña se había colocado en posición paralela y se aproximaba una nave pequeña procedente de la MacArthur.

Adelante.

—¿Qué hacen las humanas cuando no quieren tener hijos?

—Oh, querida —dijo Sally, riendo.

Era la única mujer entre casi un millar de hombres… y en una sociedad orientada hacia el varón. Sabía todo esto antes de ir, pero aún echaba de menos lo que ella consideraba charlas de muchachas. El matrimonio y los niños, y las tareas domésticas y los escándalos: formaban parte de la vida civilizada. No se había dado cuenta de hasta qué punto la formaban hasta que la sorprendió la rebelión de Nueva Chicago, y ahora tenía aún más nostalgia. A veces, desesperada, había hablado de recetas de cocina con los cocineros de la MacArthur como mísero sustituto, pero la única inteligencia femenina, además de la suya, en años luz a la redonda era… su Fyunch(click).

—Fyunch(click) —le recordó la alienígena—. No habría tocado el tema pero creo que debo saberlo… ¿Ha tenido usted niños a bordo de la MacArthur?

—¿Yo? ¡No! —Sally rió de nuevo—. ¡Ni siquiera estoy casada!

—¿Casada?

Sally habló a la pajeña sobre el matrimonio. Procuró no olvidar ningún supuesto básico. Resultaba difícil recordar que la pajeña era una alienígena.

—Esto debe de sonar un poco raro —concluyó.

—Como diría el señor Renner, «ven, no te ocultaré nada». —La imitación era perfecta, incluidos los gestos—. Las costumbres humanas me parecen extrañas. Dudo que adoptemos ninguna de ellas, dadas las diferencias psicológicas.

—Bueno… sí.

El matrimonio es para tener niños. ¿Quién cuida a los niños nacidos sin matrimonio?

—Hay centros de caridad —contestó hoscamente Sally. Le resultaba difícil ocultar su disgusto.

—Supongo que usted nunca… —La pajeña se detuvo delicadamente.

—No, por supuesto que no.

—¿Cómo no? Yo no pregunto por qué no, sino cómo.

Bueno, ya sabes que hombres y mujeres tienen que tener relaciones sexuales para hacer un hijo, lo mismo que ustedes… he examinado todo su cuerpo.

—Así que si no hay matrimonio, simplemente no… no hay unión…

—Así es. Por supuesto, una mujer puede tomar pildoras si le gustan los hombres y no quiere tener hijos.

—¿Pildoras? ¿Cómo funcionan? ¿Hormonas? —La pajeña parecía interesada, aunque algo distante.

—Eso mismo. —Habían hablado ya de las hormonas. También la psicología pajeña empleaba activadores químicos, pero su composición era muy distinta.

—Pero una mujer decente no las utiliza —sugirió la pajeña de Sally.

—No.

—¿Y cuándo se casará usted?

—Cuando encuentre el hombre adecuado. —Lo pensó un instante, vaciló y añadió—: Quizás le haya encontrado ya. —Y el maldito idiota puede estar casado ya con su nave, añadió para sí.

—¿Por qué no se casa con él, entonces? Sally se echó a reír.

—No quiero hacer nada precipitadamente. Puedo casarme cuando quiera. —Su cultivada objetividad le hizo añadir—: Bueno, cuando quiera dentro de los cinco años próximos. Si para entonces no me he casado seré una solterona.

—¿Solterona?

—La gente lo consideraría raro. —Curiosa ahora, preguntó—: ¿Y si una pajeña no quiere tener hijos?

—Nosotros no tenemos relaciones sexuales —dijo melindrosamente la pajeña de Sally.

Hubo un clunk casi inaudible cuando la nave superficie-órbita se situó al lado.


El vehículo de aterrizaje era una cabeza de flecha roma forrada de material ablativo. La cabina del piloto era una gran transparencia envolvente, y no había más ventanas. Cuando Sally llegó a la salida con su pajeña, se asombró al ver inmediatamente delante de ella a Horace Bury.

—¿Baja usted a Paja Uno, excelencia? —preguntó Sally.

—Sí, señora.

Bury parecía tan sorprendido como Sally. Al entrar en el tubo de conexión descubrió que los pajeños habían utilizado un viejo truco de la Marina: el tubo estaba presurizado con una presión inferior en el extremo inicial, de modo que los pasajeros pasaban flotando. El interior era sorprendentemente grande, con espacio para todos: Renner, Sally Fowler, el capellán Hardy (Bury se preguntó si el capellán volvería a la MacArthur cada domingo), el doctor Horvath, los guardiamarinas Whitbread y Staley, y dos suboficiales a los que Bury no reconoció; iba además un alienígena con cada humano, salvo tres. Consideró la distribución en los asientos con una ironía que sólo parcialmente ocultaba sus temores: cuatro delante, con un asiento pajeño al lado de cada uno de los asientos humanos. Cuando se fijaron a ellos, la ironía pareció aumentar. Les faltaba uno.

Pero el doctor Horvath pasó a la cabina de control y ocupó un asiento próximo al del piloto Marrón. Bury se colocó en la primera fila, donde sólo había dos asientos, y una pajeña ocupó el otro. El miedo se agolpó en su garganta. Alá es clemente, Él es único… ¡no! No había nada que temer y él no había hecho nada peligroso.

Y sin embargo… él estaba allí y la alienígena estaba a su lado, mientras tras él, en la MacArthur, cualquier accidente podría llevar a los oficiales de la nave a descubrir lo que había hecho con su traje de presión.

Un traje de presión es el artefacto más ligado a la identidad personal que puede poseer un hombre del espacio. Es mucho más personal que una pipa o un cepillo de dientes. Sin embargo, los demás habían expuesto sus trajes a los manejos de los Marrones invisibles. Durante el largo viaje hasta Paja Uno, el teniente Sinclair había examinado las modificaciones que habían introducido los Marrones.

Bury había esperado. Se enteró a través de Nabil de que los Marrones habían duplicado la eficacia de los sistemas de reciclaje. Sinclair había devuelto los trajes de presión a sus propietarios… y había comenzado a modificar de modo similar los trajes de los oficiales.

Uno de los tanques de aire del traje de Bury estaba trucado. Contenía medio litro de aire presurizado y dos miniaturas en animación suspendida. Los riesgos eran graves. Podían descubrirlo. Las miniaturas podían morir por las drogas de congelación y sueño. Algún día podría necesitar el aire que no había allí. Pero Bury siempre se había mostrado dispuesto a correr riesgos si los beneficios eran suficientes.

Cuando llegó el aviso, pensó que no había duda, que le habían descubierto. Había aparecido un suboficial de la Marina en la pantalla de su camarote, diciendo, «llamada para usted, señor Bury», y, sonriendo aviesamente, había conectado. Antes de que le diese tiempo a sorprenderse, Bury se encontró frente a un alienígena.

—Fyunch(click) —dijo el alienígena; ladeó la cabeza y los hombros—. Parece usted sorprendido. Supongo que conoce el término. Bury se había recobrado enseguida.

—Por supuesto. Pero no sabía que estuviese estudiándome un pajeño. —No le gustaba gran cosa la idea.

—No, señor Bury, acaban de asignarme a usted. Señor Bury, ¿ha pensado usted venir a Paja Uno?

—No, dudo que me permitan dejar la nave.

—El capitán Blaine ha dado permiso, si usted quiere ir. Señor Bury, estimaríamos mucho sus comentarios sobre las posibilidades de relaciones comerciales entre los pajeños y el Imperio. Parece probable que resulten provechosas para ambas partes.

¡Sí! Por las barbas del Profeta. Una oportunidad como aquélla… Bury había aceptado enseguida. Nabil podía ocuparse de los Marrones ocultos.

Pero ahora, sentado a bordo de la nave de aterrizaje, le resultaba difícil controlar sus temores. Miró al alienígena que estaba a su lado.

—Soy el Fyunch(click) del doctor Horvath —dijo la pajeña—. Relájese usted. Estos vehículos están bien diseñados.

—Ah —exclamó Bury, y se relajó.

Lo peor había pasado horas atrás. Nabil habría introducido ya sin ningún problema el falso tanque en la cámara neumática principal de la MacArthur con centenares más, y allí estaría seguro. La nave alienígena era, sin duda, superior a los artefactos humanos similares, aunque no fuese más que por el deseo de los pajeños de evitar riesgos a los embajadores humanos. Pero no era aquel descenso lo que mantenía el miedo agolpado en su garganta…

Sintió un leve balanceo. El descenso había empezado.


Para sorpresa de todos, el viaje fue aburrido. Hubo cambios esporádicos de gravedad, pero ninguna turbulencia. Por tres veces distintas sintieron clunks casi subliminales como si estuviesen bajando el tren de aterrizaje, y una sensación de balanceo. La nave se había detenido.

Salieron a una cámara presurizada. El aire era bueno pero sin aroma, y sólo podían ver la gran estructura hinchada que les rodeaba. Miraban hacia atrás, hacia la nave, sin el menor recato.

Tenía ahora la forma de un deslizador con alas como de gaviota. Los bordes de la disparatada cabeza de flecha habían desarrollado una desconcertante variedad de alas y aletas.

—Un viaje increíble —dijo Horvath jovialmente al unirse a ellos—. Cambia de forma todo el vehículo. No hay bisagras en las alas, las aletas salen como si estuviesen vivas… ¡Los huecos de los propulsores se abren y se cierran como bocas! Tendrían que haberlo visto. Si el teniente Sinclair desciende alguna vez, tendrán que darle el asiento de la ventanilla —exclamó. No advirtió las miradas furiosas.

Al fondo del edificio se abrió una cámara neumática y entraron tres pajeños del tipo Marrón-y-blanco. El miedo se agolpó de nuevo en la garganta de Bury cuando se separaron, uniéndose cada uno de ellos a los tres oficiales de la Marina, mientras el otro se acercaba directamente a él.

—Fyunch(click) —dijo.

Bury notaba la boca muy seca.

—No tema —dijo el pajeño—. No puedo leer su pensamiento. Era sin lugar a dudas lo peor que podía decir el pajeño si deseaba tranquilizar a Bury.

—Me han dicho que es la profesión de ustedes. El pajeño se hecho a reír.

—Es mi profesión, pero no puedo hacerlo. Lo único que puedo saber es lo que usted me muestre.

Aquello no correspondía en absoluto a la impresión que tenía Bury. El pajeño debía de haber estudiado a los humanos en general; sólo eso.

—Usted es macho —advirtió.

—Soy joven. Los otros eran hembras cuando llegaron junto a la MacArthur. Señor Bury, tenemos vehículos fuera y un lugar de residencia para usted, muy cerca. Venga a ver nuestra ciudad, y luego podremos hablar de negocios.

Le cogió un brazo con sus dos pequeños brazos derechos; aquel contacto le resultaba muy extraño. Bury se dejó conducir a la cámara neumática.

«No tenga miedo. No puedo leer su pensamiento», había dicho, leyendo su pensamiento. En varios mundos redescubiertos del Primer Imperio se hablaba de individuos que eran capaces de leer el pensamiento, pero no se había comprobado ningún caso concreto, gracias a la misericordia de Alá. Aquel ser afirmaba que no sabía leer el pensamiento; y era un ser muy extraño. El contacto con él no le producía repugnancia, aunque las gentes de la cultura de Bury detestaban que las tocasen. Pero Bury había visto demasiadas costumbres extrañas y había conocido a demasiados pueblos y razas para preocuparse de sus prejuicios infantiles. Sin embargo, aquel pajeño resultaba tranquilizadoramente extraño… y Bury no había oído que ningún Fyunch(click) actuase de aquel modo. ¿Estaba intentando tranquilizarle?

Sólo podría haberle tentado la esperanza de beneficio; beneficio sin techo, sin límite, beneficio sin esfuerzo. Ni siquiera la terraformación de los mundos de Nueva Caledonia, que hiciera el Primer Imperio, había exigido el poder industrial necesario para mover los asteroides hasta los puntos troyanos de Paja Beta.

—Un buen producto comercial —decía el pajeño— no debe ser grande y aparatoso. Nosotros podríamos indicar artículos que son escasos aquí y abundan en el Imperio; y a la inversa. Y obtener grandes beneficios…

Se unieron a los otros en la cámara neumática. Grandes ventanas mostraban el aeropuerto.

Bury asintió. Alrededor del pequeño campo había rascacielos, altos y cuadrados, muy juntos, con sólo un cinturón de verde saliendo de la ciudad hasta el este. Un accidente de aviación sería un desastre; pero los pajeños no construían aviones que pudiesen tener accidentes.

Había tres vehículos de superficie, limusinas, dos de pasajeros y otro para equipajes, y los asientos humanos ocupaban dos tercios del espacio de cada uno. Bury pensó que a los pajeños no les importaba amontonarse. En cuanto se sentaron los conductores, que eran Marrones, pusieron en marcha los vehículos. Éstos corrían silenciosamente, con una suave sensación de poder, y el viaje era sumamente agradable. Los motores estaban emplazados en los altos neumáticos globulares, muy parecidos a los de los coches de los mundos del Imperio.

Altos y feos edificios se alzaban sobre ellos hasta el cielo. Las negras calles eran anchas y estaban atestadas; los pajeños conducían alocadamente. Pequeños vehículos se pasaban unos a otros en intrincados caminos circulares con centímetros de margen. El tráfico no era del todo silencioso. Había un apagado pero firme ronroneo que quizás fuese producto de todos los centenares de motores funcionando a la vez, y a veces se oían cartas de sonidos agudos que muy bien podían ser maldiciones.

Cuando los humanos dejaron de preocuparse de un posible choque, advirtieron que todos los demás conductores eran también Marrones. La mayoría de los coches llevaban un pasajero, a veces Marrón-y-blanco, a veces blanco puro. Estos Blancos eran mayores que los Marrones-y-blancos y tenían la piel más limpia y sedosa; eran los que maldecían mientras sus conductores guardaban silencio.

Horvath, el Ministro de Ciencias, se volvió a los humanos que iban sentados detrás de él.

—Me he fijado en los edificios al descender… hay jardines en las terrazas de todos. Bueno, señor Renner, ¿se alegra de haber venido? Esperábamos que viniese un oficial de la Marina, no contábamos con usted.

—Pareció más razonable enviarme a mí —dijo Kevin Renner—. Yo era el oficial disponible a bordo, como dijo el capitán. No tendré que trazar rutas ni rumbos durante un tiempo.

—¿Y por eso le enviaron a usted? —preguntó Sally.

—No, creo que lo que realmente convenció al capitán fue que chillé y grité y amenacé con retener la respiración. Lo cierto es que tenía muchas ganas de venir. Y vine.

Sally, al ver cómo el oficial se inclinaba hacia delante en su asiento, pensó en el perro que saca la cabeza por la ventanilla de un coche al viento.

Apenas sí habían advertido los caminos que subían por las fachadas de los edificios, en los que se podía ver perfectamente a los peatones. Había más Blancos y Marrones-y-blancos, y… otros.

Un ser alto y simétrico caminaba como un gigante entre los Blancos. Debía de tener unos tres metros de altura y una cabeza pequeña sin orejas que parecía sumergida bajo los voluminosos músculos de los hombros. El impresionante ser llevaba dos cajas inmensas debajo de los brazos. Caminaba como una apisonadora, firme e imparable.

—¿Que es eso? —preguntó Renner.

—Obrero —contestó la pajeña de Sally—. Porteador. No muy inteligente…

Había otro ser que Renner miraba con detenimiento, pues su piel era de un color rojo orín, como si hubiese estado sumergida en sangre. Era del tamaño de su propia pajeña, pero con una cabeza más pequeña, y cuando alzaba y flexionaba las manos derechas mostraba dedos tan largos y delicados que Renner pensó en las arañas amazónicas. Tocó el hombro de su Fyunch(click) y señaló.

—¿Y eso?

—Médico. Emm Dee —dijo la pajeña de Renner—. Nosotros somos una especie diferenciada, como habrá comprendido ya. Ellos son todos parientes, como si dijéramos…

—Ya. ¿Y los Blancos?

—Son los que dan órdenes. Había uno a bordo de la nave, ya debe de saberlo.

—Ya, lo sospechábamos. —Al menos el Zar. ¿En qué otra cosa acertaría?

—¿Qué piensa usted de nuestra arquitectura?

—Fea. Espantosamente industrial —dijo Renner—. Ya suponía que sus ideas de belleza serían distintas a las nuestras, pero… ¿tienen ustedes una norma de belleza?

—Bueno, no le ocultaré nada. La tenemos. Pero no se parece a la de ustedes. No entiendo aún por qué a los humanos les gustan los arcos y las columnas…

—Simbolismo freudiano —dijo Renner. Sally carraspeó.

—Eso es lo que dice siempre la pajeña de Horvath, pero yo nunca he oído una explicación coherente —dijo la pajeña de Renner—. Aparte de eso, ¿qué piensa usted de los vehículos?

Las limusinas eran totalmente distintas a los vehículos de dos pasajeros que pasaban junto a ellos. Tampoco había dos biplazas que fuesen iguales; los pajeños no parecían haber descubierto las ventajas de la producción en serie. Pero todos los demás vehículos que habían visto eran pequeños, como un par de motocicletas, mientras que los humanos iban en unos vehículos majestuosos y aerodinámicos de suaves curvas, brillantes y pulidos.

—Son muy bellos —dijo Sally—. ¿Los diseñaron para nosotros?

—Sí —contestó su pajeña—. ¿Acertamos?

—Plenamente. Nos halaga mucho —dijo Sally—. Debió de ser un gasto considerable…

Renner miró a su lado y se quedó mudo de asombro.

Había habido castillos como aquél en los Alpes tiroleses de la Tierra. Aún estaban allí, respetados por las bombas; pero Renner sólo había visto copias en otros mundos. Ahora un castillo de cuento de hadas, de altas torres, se alzaba entre los cuadrados edificios de la ciudad pajeña. En un extremo había un alto minarete circundado de un pequeño balcón.

—¿Qué lugar es ése? —preguntó Renner.

—Vivirán ustedes ahí —contestó la pajeña de Sally—. Es un edificio presurizado y hermético, con garaje y coches a su disposición.

—Son ustedes unos magníficos anfitriones —dijo Horace Bury, rompiendo el admirado silencio.


Le llamaron desde el principio el Castillo. No había duda de que había sido diseñado y construido exclusivamente para ellos. Había sitio suficiente para unas treinta personas. Su belleza y su lujo seguían la tradición de Esparta… con unas cuantas notas sorprendentes.

Whitbread, Staley, Sally y los doctores Hardy y Horvath sabían controlarse. Retuvieron la risa cuando sus Fyunch(click) les mostraron sus respectivas habitaciones. Los técnicos especiales Jackson y Weiss se vieron forzados al silencio y se les advirtió que no dijesen tonterías. El pueblo de Horace Bury tenía estrictas tradiciones de hospitalidad; además, para él todas las costumbres eran extrañas salvo las levantinas.

Pero el pueblo de Renner respetaba la franqueza; y la franqueza, según él había descubierto, hacía la vida más fácil a todos. Salvo en la Marina. En la Marina había aprendido a mantener la boca cerrada. Afortunadamente su Fyunch(click) tenía puntos de vista similares a los suyos.

Revisó el apartamento que le habían asignado. Cama doble, vestidor, un gran armario, un sofá y una mesita de café; todo recordaba vagamente las cosas que les había enseñado a los pajeños. Era cinco veces mayor que su cabina de la MacArthur.

—Magnífica habitación —dijo muy satisfecho; olfateó: no olía a nada—. Hicieron un gran trabajo con el filtrado de aire.

—Gracias.

La ventana iba del suelo al techo, de pared a pared. La ciudad se alzaba sobre él; la mayor parte de los edificios que se veían eran mayores que el Castillo. Renner descubrió que estaba mirando directamente hacia una calle de la ciudad con un magnífico crepúsculo en el que se dibujaban todos los matices del rojo. Los peatones eran una apresurada horda de masas coloreadas, predominantemente Rojos y Marrones, pero también algunos Blancos. Miró un rato y luego se volvió.

Había una alcoba junto a la cabecera de su cama. Miró dentro. Contenía un vestidor y dos muebles de extraño aspecto que Renner reconoció. Recordaban lo que la Marrón había hecho con la cama del camarote de Crawford.

—¿Dos? —preguntó.

—Nos asignarán un Marrón.

—Le enseñaré una palabra nueva. Se llama «intimidad». Se refiere a la necesidad humana…

—Sabemos lo que es la intimidad —dijo la pajeña—. ¡No estará usted sugiriendo que deba aplicarse entre un hombre y su Fyunch(click)! Renner asintió solemnemente.

—Pero… Pero… Renner, ¿es que no tiene usted respeto a la tradición?

—¿Cómo?

—No, no lo tiene. Maldita sea. Muy bien, Renner. Pondremos una puerta aquí. ¿Con cierre?

—Sí. Y he de añadir que probablemente los demás piensen lo mismo, lo digan o no.

La cama, el sofá, la mesita, no mostraban ninguna de las innovaciones pajeñas conocidas. El colchón quizás fuese demasiado duro, pero qué demonios. Renner echó una ojeada al cuarto de baño y se echó a reír. El inodoro era como los de caída libre, parecido a los del transbordador, tenía una cisterna dorada, tallada en forma de cabeza de perro. La bañera era… extraña.

—Tengo que probar esa bañera —dijo Renner.

—Ya me dirá lo que le parece. Hemos visto algunas fotografías de bañeras entre las imágenes que nos enseñaron, pero parecen ridículas, dada la anatomía humana.

—Desde luego. Nadie ha diseñado nunca una bañera decente. ¿No había inodoros entre las imágenes que visteis?

—Aunque parezca extraño, no.

—Vaya, vaya —dijo Renner; e hizo un boceto de uno. Cuando acabó, su pajeña dijo:

—¿Cuánta agua utilizan?

—Mucha. Demasiada para las naves espaciales.

—Bueno, veremos lo que se puede hacer.

—Ah, y es mejor que pongan otra puerta entre el cuarto de baño y la sala.

—¿Más intimidad?

.


La cena aquella noche fue como una cena solemne del viejo hogar de Sally en Esparta, pero extrañamente modificada. Los criados (silenciosos, atentos, respetuosos, guiados por el anfitrión, que, por deferencia al rango, era la pajeña del doctor Horvath) eran obreros de un metro y medio de altura. La comida procedía de la MacArthur, salvo un aperitivo, un fruto parecido al melón, endulzado con una salsa amarilla.

—Les garantizamos que no es venenoso —aseguró la pajeña de Renner—. Hemos encontrado algunos alimentos que podemos garantizar, y estamos buscando más. Pero en cuanto al gusto, tendrán que ir probando.

La salsa mataba el sabor amargo del melón y la combinación resultaba deliciosa.

—Esto quizás sea explotable comercialmente —dijo Bury—. Sería mejor que nos lleváramos las semillas, no el melón mismo. ¿Es difícil el cultivo?

—En absoluto, aunque requiere una técnica especial —respondió el pajeño de Bury—. Les daremos la oportunidad de examinar el suelo. ¿Ha visto usted más cosas que le parezcan adecuadas para el comercio?

Bury frunció el ceño y miró su plato. Nadie había reparado en aquellos platos. Todo era oro: platos, cubiertos, incluso las botellas de vino, aunque imitaban el más fino cristal. Pero no podían ser de oro, porque no conducían el calor; y eran simples copias de los utensilios de plástico de caída libre del transbordador de la MacArthur, e incluso llevaban estampadas las mismas marcas de fábrica.

Todos esperaban la respuesta de Bury. Las posibilidades comerciales influirían profundamente en la relación entre Paja y el Imperio.

—En el recorrido hasta el Castillo estuve buscando artículos de lujo entre ustedes. No vi ninguno salvo en los objetos diseñados concretamente para los seres humanos. Quizás no pudiese identificarlos.

—Conozco la palabra, pero nosotros no nos ocupamos gran cosa de los lujos. Nosotros (hablo, claro está, en nombre de los que dan órdenes) insistimos más en el poder, el territorio y el mantenimiento de una casa y una dinastía. Lo que nos interesa es proporcionar un puesto adecuado en la vida a nuestros hijos.

Bury archivó la información: «Hablo en nombre de los que dan órdenes». Estaba tratando, pues, con un criado. No. Un agente. Debía tener en cuenta eso. Y determinar hasta qué punto eran válidas las promesas de su Fyunch(click).

Sonrió y dijo:

—Qué lástima. Los artículos de lujo son excelentes para el comercio. Supongo que comprenderá mi problema al buscar artículos comerciales si le digo que para mí apenas si sería provechoso comprarles oro.

—Eso mismo había pensado yo. Tenemos que ver si encontramos algo más valioso.

—¿Obras de arte, quizás?

—¿Arte?

—Permítame —dijo la pajeña de Renner; pasó a hablar su lenguaje, con sonidos muy rápidos y agudos, durante unos veinte segundos y luego miró a su alrededor, a los reunidos—. Perdón, pero era más rápido así.

—Entendido —dijo el pajeño de Bury—. ¿Querrían ustedes los originales?

—A ser posible.

—Desde luego. Para nosotros la copia es tan buena como el original. Tenemos muchos museos; organizaremos algunas visitas.

Se hizo evidente que aquellas visitas les complacían mucho a todos.


Cuando volvieron de la cena, Whitbread casi se echó a reír al ver que ya había una puerta en el cuarto de baño. Su pajeña se dio cuenta y dijo:

—El señor Renner dijo algo sobre la intimidad. —Señaló luego la puerta que ahora cerraba su alcoba.

—Oh, no era necesario eso —dijo Whitbread. No estaba acostumbrado a dormir solo. ¿Quién hablaría con él hasta que se durmiese de nuevo si se despertaba en mitad de la noche?

Alguien llamó a la puerta. El técnico especial Weiss; de Tabletop, recordó Whitbread.

—Señor, ¿puedo hablar con usted en privado?

—Desde luego —dijo la pajeña de Whitbread, y se retiró a la alcoba. Los pajeños habían entendido muy pronto la idea de intimidad. Whitbread pasó a Weiss a la habitación.

—Señor, tenemos un problema —dijo Weiss—. Jackson y yo, quiero decir. Bajamos a ayudar, ya sabe, a transportar el equipaje y limpiar y cosas así.

—Bien. No tendrán que hacer nada de eso. Todos tenemos asignado un Ingeniero.

—Lo sé, señor, pero es más que eso. Jackson y yo tenemos asignado un Marrón cada uno. Y, y…

—Y los Fyunch(click).

—Exactamente.

—Bueno, hay ciertas cosas de las que no se puede hablar. —Los dos suboficiales estaban estacionados permanentemente en la cubierta hangar y no sabían gran cosa sobre la tecnología del Campo.

—Sí, señor, sabemos eso. No se puede contar historias de guerra, ni se puede hablar de las armas ni del impulsor de la nave.

—Muy bien. Por lo demás, están ustedes de vacaciones. Viajando en primera clase, con un criado y un guía nativo. Disfruten. No digan nada por lo que el Zar pudiera mandar colgarles, no se molesten en preguntar dónde está el barrio libertino de la ciudad, y no se preocupen por los gastos. Diviértanse, y recen porque no les envíen de nuevo arriba en el próximo vehículo.

—De acuerdo, señor —Weiss sonreía abiertamente—. ¿Sabe? Por eso ingresé en la Marina. Mundos extraños. Esto es lo que nos prometen los reclutadores.

—«Lejanas ciudades doradas…» También a mí me lo prometieron.

Después de esto Whitbread se acercó al ventanal. La ciudad brillaba con un millón de luces. La mayoría de los vehículos pequeños había desaparecido, pero las calles seguían vivas, con inmensos y silenciosos camiones. Los peatones habían disminuido. Whitbread localizó a un ser alto y flaco que corría entre los Blancos como si éstos fuesen objetos estacionarios. Se situó detrás de un inmenso porteador y desapareció.

27 • Recorrido turístico

Renner se levantó antes de amanecer. Mientras se bañaba en la extraña bañera, los pajeños eligieron ropa para él. Dejó que los pajeños eligiesen las prendas a su gusto. Se pondría lo que le dijeran; aquéllos podrían ser los últimos criados no militares que tuviese en su vida. Su arma personal estaba discretamente metida entre su ropa, y después de pensárselo mucho, Renner la metió bajo una chaqueta civil hecha de unas fibras de maravilloso brillo. No es que desease llevar el arma, pero las normas eran las normas y había que cumplirlas.

Todos los demás estaban desayunando, contemplando el amanecer a través del gran ventanal. Era como el crepúsculo: se apreciaban en él todos los matices del rojo. El día de Paja Uno tenía unas cuantas horas más que el de la Tierra. De noche permanecían levantados más tiempo; dormían más tiempo por las mañanas, y cuando se levantaban, aún no había amanecido.

El desayuno consistió en huevos cocidos, grandes y de forma notablemente ovoidal. Dentro de la cascara era como si el huevo hubiese estado previamente batido, con una cereza marrasquina enterrada en el centro. A Renner le dijeron que no merecía la pena probar aquella especie de cereza, y no lo hizo.

—El museo está sólo a unas manzanas de aquí —dijo la pajeña del doctor Horvath, frotándose las manos derechas con viveza—. Iremos andando. Supongo que querrán ustedes ropas de abrigo.

Los pajeños tenían siempre aquel problema: ¿qué par de manos utilizar para imitar los gestos humanos? Renner temía que la pajeña de Jackson acabase psicótica. Jackson era zurdo.

Fueron caminando. En las esquinas soplaba una brisa fría. El sol era grande y mate; podía mirarse hacia él perfectamente a aquella hora temprana del día. A dos metros por debajo de ellos, pasaban infinidad de coches pequeños. El olor del aire de Paja Uno les llegaba débilmente a través de los filtros de los cascos, y lo mismo el suave rumor de los coches y la rápida algarabía de las voces pajeñas.

El grupo de humanos avanzaba, ignorado entre las multitudes de pajeños de todos los colores. Luego, un grupo de peatones de piel blanca se quedó a la vuelta de la esquina examinándolos desde lejos. Hablaban con tonos musicales y miraban con curiosidad.

Bury parecía incómodo; procuraba colocarse en el centro del grupo. No quería que le miraran, pensó Renner. El piloto vio de pronto que le examinaba fijamente una Blanca muy embarazada; la masa del feto destacaba sobre las complejidades de la principal articulación de la espalda. Renner le sonrió, y le volvió la espalda. Su Fyunch(click) canturreó en tonos bajos, y la Blanca se aproximó más, y luego media docena de Blancos pasaron una docena de pequeñas manos sobre sus vértebras.

—¡Bien! Un poco más abajo —decía Renner—. Magnífico, rasque exactamente ahí. Ahhh.

Cuando los Blancos se fueron, Renner se apresuró a unirse a los demás. Su pajeña caminaba a su lado.

—Espero que no se me contagie su falta de respeto —dijo su Fyunch(click).

—¿Por qué no? —preguntó Renner, muy serio.

—Cuando se vayan nos darán otro trabajo. No, no se alarme. Si ustedes son capaces de satisfacer a la Marina, no creo que yo tenga mayor problema para satisfacer a los que dan órdenes.

Hablaba en un tono voluntarioso, pensó Renner… pero no estaba seguro. Si los pajeños tenían expresiones faciales, él aún no las sabía distinguir.

El museo estaba bastante lejos. Era, como los demás edificios, alto y cuadrado, pero la fachada era de cristal, o algo parecido.

—Tenemos muchos sitios que se ajustan a vuestra palabra «museo» —decía la pajeña de Horvath—, en ésta y en otras ciudades. Éste es el que quedaba más cerca y está dedicado a pintura y escultura.

Pasó ante ellos uno de aquellos porteadores de tres metros de altura y otro metro más encima debido a la carga que llevaba en la cabeza. Era una hembra; Renner se dio cuenta por el bulto alargado de la preñez que destacaba en la parte superior de su abdomen. Tenía unos ojos suaves de animal, sin conciencia, y pasó ante ellos sin disminuir un instante la marcha.

—El estar embarazada parece que no afecta mucho a la mujer pajeña —observó Renner.

Hombros y cabezas marrones y blancos se volvieron hacia él.

—No, claro que no —dijo la pajeña de Renner—. ¿Por qué habría de afectarle?

Sally Fowler intentó explicar minuciosamente lo inútiles que eran las hembras humanas preñadas.

—Es una de las razones de que las sociedades se orienten en función del varón. Y…

Aún seguía perorando sobre los problemas del embarazo cuando llegaron al museo.

La puerta no llegaba más que hasta la nariz de Renner. Los techos eran más altos; le rozaban el pelo. El doctor Horvath tenía que agachar la cabeza.

Y la luz era demasiado amarilla.

Y los cuadros estaban colocados demasiado bajos.

Las condiciones de visión no eran ideales. Además, los colores de los propios cuadros lo eran aún menos. El doctor Horvath y su pajeña hablaron animadamente después de que el doctor indicara que azul más amarillo equivale a verde para el ojo humano. El ojo pajeño estaba diseñado como el ojo humano, como un ojo de pulpo, en realidad: un globo, unas lentes adaptadas y nervios receptores por detrás. Pero los receptores eran distintos.

Sin embargo, los cuadros impresionaban. En la sala principal (que tenía techos de tres metros y contenía cuadros mayores) el grupo se detuvo ante una escena de calle. En el cuadro un Marrón-y-blanco se habían subido a un coche y al parecer arengaba a un enjambre de Marrones y Marrones-y-blancos, mientras tras él ardía el rojo cielo crepuscular. Todas las expresiones mostraban la misma suave sonrisa, pero Renner percibía violencia y se acercó más. Muchos de los que escuchaban llevaban herramientas, siempre en las manos izquierdas, y algunas estaban rotas. La propia ciudad ardía.

—Se llama «Volved a vuestras tareas». Se habrán dado cuenta de que el tema de Eddie el Loco se repite constantemente —dijo la pajeña de Sally. Y continuó su camino antes de que pudiesen pedirle que explicase algo más.

El cuadro siguiente mostraba a un cuasipajeño, alto y delgado, de pequeña cabeza y largas piernas. Salía corriendo de un bosque, hacia el observador, y su aliento dejaba tras él un rastro de humo blanco.

—El mensajero —dijo la pajeña de Hardy.

El siguiente era otra escena al aire libre: un grupo de Marrones-y-blancos comiendo alrededor de una llameante hoguera. Ojos de animales brillaban rojos alrededor de ellos. El paisaje era todo un rojo oscuro; y sobre ellos brillaba, contra el Saco de Carbón, el Ojo de Murcheson.

—No podéis saber lo que piensan y sienten mirándolos, ¿verdad? Nos lo temíamos —dijo la pajeña de Horvath—. Comunicación no verbal. Las señales son distintas para nosotros.

—Eso supongo —dijo Bury—. Todos los cuadros serían vendibles, pero no hay ninguno que sea excepcional. Serían sólo curiosidades… aunque muy valiosas como tales, debido al inmenso mercado potencial y a la oferta limitada. Pero no establecen una comunicación. ¿Quién los pintó?

—Éste es muy antiguo. Puede verse que se pintó en la pared del mismo edificio, y…

—Pero ¿qué tipo de pajeño lo pintó? ¿Un Marrón-y-blanco? Hubo una carcajada descortés entre los pajeños.

—Todas las obras de arte las hacen los Marrones-y-blancos —explicó el pajeño de Bury—. Nuestra especialidad es la comunicación. El arte de comunicación.

—Pero ¿nunca tiene nada que decir un Blanco?

—Claro que sí. Pero tiene un Mediador que lo dice por él. Nosotros traducimos, comunicamos. Muchos de estos cuadros son argumentos, expuestos visualmente.

Weiss había seguido al grupo, sin decir nada. Renner se fijó en él. En voz baja, le preguntó:

—¿Algún comentario? Weiss se rascó la mandíbula.

—Señor, no había estado en un museo desde la escuela de graduados… Pero ¿no se hacen algunos cuadros sólo para que hagan bonito?

—Bueno…

Sólo había dos retratos en todas las salas. Ambos eran de Marrones-y-blancos, y ambos mostraban al sujeto de cintura para arriba. Los pajeños debían de elaborar expresiones no con la cara sino con el cuerpo. Aquellos retratos estaban extrañamente iluminados y los brazos extrañamente distorsionados. A Renner le parecieron dos sujetos malvados.

—¿Malvados? ¡No! —dijo la pajeña de Renner—. Gracias a éste se construyó la cápsula de Eddie el Loco. Y éste fue el que inventó, hace mucho tiempo, un idioma universal.

—¿Aún se utiliza?

—Aún sigue utilizándose, sí. Pero se fragmentó, por supuesto. Con los idiomas pasa eso. Sinclair, Potter y Bury no hablan el mismo idioma que usted. A veces los sonidos son similares, pero las señales no verbales son muy distintas.

Renner volvió a encontrarse con Weiss cuando estaban a punto de entrar en la sala de escultura.

—Tenía usted razón. En el Imperio hay cuadros que sólo pretenden ser bonitos. Aquí no. ¿Se dio cuenta de la diferencia? No hay un solo paisaje en el que no aparezcan pajeños. Casi ningún retrato, y aquellos dos eran figuras de perfil. De hecho, todo parece tomado de perfil. —Se volvió para llamar a su pajeña—. ¿No es así? Aquellos cuadros que me señalaba, hechos antes de que vuestra civilización inventase la cámara. No eran representaciones directas.

—Renner, ¿sabe usted cuánto trabajo lleva un cuadro?

—Nunca he probado a pintar. Pero puedo imaginármelo.

—¿Puede imaginarse entonces que alguien vaya a trabajar tanto si no tiene algo que decir?

—¿Y qué me dice de «Las montañas son bellas»? —sugirió Weiss. La pajeña de Renner se encogió de hombros.


Las estatuas eran mejores que los cuadros. No se planteaba en ellas el problema de los colores y de la luz. La mayoría eran pajeños; pero no sólo había retratos. ¿Una cadena de pajeños de tamaño decreciente; un porteador, tres Blancos, nueve Marrones y veintisiete miniaturas? No, eran todos de mármol blanco y tenían la forma de los que tomaban decisiones. Bury los contempló imperturbable y dijo:

—Creo que necesitaría que alguien me explicase todo esto para poder venderlo. E incluso para poder regalarlo.

—Así es —dijo su pajeño—. Pues bien, éste, por ejemplo, alude a una religión del último siglo. El alma del padre se divide para convertirse en los hijos, y luego otra vez para los nietos, hasta el infinito.

Otra escultura consistía en un grupo de pajeños en arenisca roja. Tenían dedos largos y flacos, demasiados en la mano izquierda, y el brazo derecho era comparativamente pequeño. ¿Médicos? Los estaba matando una especie de hilo de cristal verde que se movía entre ellos como una guadaña: un arma de láser, manejada por alguien situado fuera de la escena. Los pajeños se mostraban reacios a hablar sobre aquella escultura.

—Un acontecimiento desagradable de la historia —dijo el pajeño de Bury, y eso fue todo.

Otra escultura mostraba la lucha entre unos cuantos Blancos de mármol y otro grupo de individuos de un tipo inidentificable, todo en arenisca roja. Los Rojos eran delgados y amenazadores, e iban armados con algo más que su dotación de dientes y garras. En el centro de la lucha había una extraña máquina.

—Vaya, éste es interesante —dijo la pajeña de Renner—. Por tradición un Mediador (uno de nuestro propio equipo) debe solicitar cualquier tipo de transporte que necesite a uno de los que toman decisiones. Hace mucho tiempo, un Mediador utilizó su autoridad para ordenar que construyeran una máquina del tiempo. Puedo mostrarles la máquina, si quieren utilizarla; está al otro lado de este continente.

—¿Y esa máquina del tiempo funciona?

—No funciona, Jonathon. Nunca llegó a terminarse. Su Amo quebró intentando acabarla.

—Oh —dijo Whitbread mostrando su desilusión.

—Nunca llegó a probarse —dijo la pajeña—. La teoría básica ha sido desechada.

La máquina parecía un pequeño ciclotrón con una cabina dentro… casi parecía correcta, como generador de un Campo Langston.

—Eso me interesa mucho —dijo Renner a su pajeña—. ¿Podéis solicitar cualquier transporte, en cualquier momento?

—Así es. Nuestro trabajo es la comunicación, pero nuestra principal tarea es evitar las luchas. Sally nos ha hablado de vuestros, digamos, problemas raciales, incluyendo las armas y el reflejo de rendición. Nosotros los Mediadores nacimos de eso. Podemos explicar los puntos de vista de unos seres a otros. La incomunicación puede adquirir a veces proporciones peligrosas; normalmente justo antes de una guerra, con una repetición estadística tan persistente que no puede ser coincidencia. Si uno de nosotros puede disponer siempre de transporte (e incluso de teléfonos o radios) la guerra resulta mucho más improbable.

Había expresiones de asombro entre los humanos.

—Magnífico —dijo Renner; luego, añadió—: Me preguntaba si podríais pedir la MacArthur.

Por ley y tradición, sí. En la práctica, no se nos ocurriría siquiera.

—Comprendo. Esos seres que combaten alrededor de la máquina del tiempo…

—Demonios legendarios —explicó el pajeño de Bury—. Defienden la estructura de la realidad.

Renner recordó antiguos cuadros españoles que databan de la época de la Peste Negra en Europa, cuadros de hombres y mujeres vivos a los que atacaban malévolos muertos resucitados. Junto a los blancos, aquellos seres de arenisca roja tenían el mismo aspecto increíblemente flaco y huesudo de una malevolencia casi palpable.

—¿Y por qué la máquina del tiempo?

—El Mediador consideró que cierto incidente de la historia se había producido por falta de comunicación. Decidió corregirlo —la pajeña de Renner se encogió de hombros… con los brazos; un pajeño no podía alzar los hombros—. Eddie el Loco. Así era la sonda de Eddie el Loco. Quizás un poco más utilizable. Un vigilante del cielo (un meteorólogo, especialista también entre otros campos) encontró pruebas de que había vida en un mundo de una estrella próxima. Inmediatamente este Mediador, Eddie el Loco, quiso entrar en contacto con aquel mundo. Comprometió un enorme volumen de capital y de potencial industrial, tanto como para que afectara a la mayoría de nuestra civilización. Consiguió que se construyese la sonda, la dotó de una vela de luz y utilizó una batería de cañones láser para…

—Eso me suena a algo conocido.

—Exactamente. La sonda de Eddie el Loco se lanzó en realidad hacia Nueva Caledonia, mucho más tarde, y con un piloto distinto. Nosotros suponíamos que después nos localizaríais.

—Y así fue. Desgraciadamente el tripulante había muerto. Pero llegó hasta nosotros. Pero ¿por qué seguís llamándole la sonda de Eddie el Loco? Bueno, no importa —dijo Renner. Su pajeña reía entre dientes.

Había dos limusinas esperándoles a la salida del museo y habían levantado una escalera que conducía hasta la calle. Muchos pequeños automóviles biplazas pasaban bordeando la escalera sin disminuir la marcha y sin chocar.

Staley se detuvo al fondo de la escalera.

—¡Señor Renner! ¡Mire!

Renner miró. Junto a un gran edificio blanquecino se había detenido un vehículo; las calles no tenían bordillos. El chófer Marrón y su pasajero de pelo blanco descendieron y el Blanco caminó con viveza hasta doblar la esquina. El Marrón sacó dos palancas ocultas en la parte delantera y las aplicó a un lado del coche. Éste se desinfló como un acordeón, convirtiéndose en un objeto de medio metro de anchura. El Marrón se volvió luego y siguió al pajeño Blanco.

—¡Se pliegan! —exclamó Staley.

—Claro que sí —dijo la pajeña de Renner—. ¿Cómo sería si no el tráfico? Vamos, montemos en nuestros coches. Así lo hicieron.

—No viajaría en una de esas pequeñas trampas mortales ni aunque me diesen todo el capital que tiene Bury.

—Son muy seguros —dijo la pajeña de Renner—. Es decir, no se trata de que el vehículo sea seguro, los que son seguros son los conductores. Por una parte, los Marrones no tienen mucho instinto territorial. Por otra, siempre andan pendientes de su coche, para que nada falle.

La limusina arrancó. Tras ellos aparecieron Marrones que empezaron a desmontar las escaleras.

Los edificios que les rodeaban eran siempre bloques cuadrados, las calles una especie de rejilla rectangular. Para Horvath la ciudad era claramente una ciudad hecha, proyectada, no algo que hubiese crecido naturalmente. Alguien la había planeado y había ordenado construirla desde los cimientos. ¿Serían todas así? La ciudad no reflejaba en absoluto la compulsión innovadora de los Marrones.

Y sin embargo, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que sí se percibía, de que estaba presente. No en las cuestiones básicas, pero sí en cosas como la iluminación de la calle. En unos sitios había anchas fajas electrolumínicas a lo largo de los edificios. En otros había objetos semejantes a globos flotantes, pero el viento no los movía. Por todas partes se veían tubos que corrían a lo largo de los lados de las calles, o por el centro; o no había nada en absoluto que apareciese a la luz del día.

Y aquellos coches como cajas… todos eran sutilmente distintos, en el diseño de las luces o en las señales de las reparaciones, en la forma que tenían de plegarse los coches aparcados.

Las limusinas se detuvieron.

—Ya llegamos —dijo la pajeña de Horvath—. El zoo. La Reserva de Formas de Vida, para ser más exactos. Verán que está proyectado más en función de la comodidad de sus habitantes que en función de los espectadores.

Horvath y los demás miraron a su alrededor, desconcertados. Les rodeaban altos edificios rectangulares. No se veía por ninguna parte espacio abierto.

—A nuestra izquierda. ¡El edificio, señores, el edificio! ¿Hay alguna ley que prohiba instalar un zoo dentro de un edificio?

El zoo resultó tener seis plantas, con techos insólitamente altos para los pajeños. Era difícil determinar qué altura exacta tenían los techos. Parecían tan altos como el cielo. En la primera planta el techo era un despejado cielo azul, con pequeñas manchas de nubes y un sol de mediodía.

Cruzaron una vaporosa selva que parecía cambiar constantemente a medida que la cruzaban. Los animales no podían alcanzarles, pero resultaba difícil darse cuenta de que no podían. No parecían advertir que estaban en cautividad.

Había un árbol que parecía un inmenso látigo, con el mango profundamente hundido en la tierra, y que se extendía luego en una masa de hojas redondas. Un animal que era como un pajeño gigante miraba fijamente a Whitbread. Tenía agudas garras en las dos manos derechas y entre sus labios destacaban unos afilados colmillos.

—Era una variante del tipo porteador —dijo la pajeña de Horvath—, pero nunca pudimos domesticarlo. Supongo que se dan cuenta de por qué.

—¡Este ambiente artificial es asombroso! —exclamó Horvath—. Nunca he visto nada igual. Pero ¿por qué no construir parte del zoo al aire libre? ¿Por qué crear un ambiente cuando existe ya en la realidad?

—No sé exactamente por qué lo hicieron. Pero al parecer funciona.

El segundo piso era un desierto de seca arena. El aire era seco y balsámico, el cielo azul suave, y se oscurecía en amarillo marrón por el horizonte. En la arena crecían plantas carnosas sin espinas. Algunas tenían la forma de matas de azucenas. Muchas mostraban señales del mordisqueo de dientes. Pronto encontraron al animal propietario de aquellos dientes. Parecía un castor blanco sin pelo con dientes cuadrados y saltones. Les observó tranquilamente mientras pasaban.

En el tercer piso, llovía permanentemente. Los relámpagos relumbraban, a ilusorios kilómetros de distancia. Los humanos decidieron no entrar, pues no tenían ropa para protegerse de la lluvia. Los pajeños medio se disculparon, medio se enfadaron. No se les había ocurrido que la lluvia pudiese molestar a los humanos. A ellos les gustaba.

—Seguirá pasándonos constantemente —predijo la pajeña de Whitbread—. Os estudiamos, pero no os conocemos. Y vosotros estáis perdiéndoos algunas de las formas vegetales más interesantes del planeta. Quizás otro día, cuando suspendan la lluvia…

El cuarto piso no tenía nada de silvestre. Había incluso casitas redondeadas en cerros ilusoriamente distantes. Pequeños árboles en forma de sombrilla daban frutos rojos y azulados bajo un liso disco verde de follaje. Tras uno de ellos había un par de protopajeños. Eran pequeños, redondeados y barrigudos, y sus brazos derechos parecían haber encogido. Miraron al grupo de visitantes con ojos tristes; luego uno de ellos cogió un fruto azulado. Su brazo izquierdo era lo suficientemente largo para alcanzarlo.

—Otro miembro invisible de nuestra especie —dijo la pajeña de Horvath—. Extinto ahora, salvo en las reservas de formas de vida.

Parecía querer alejarse rápidamente de ellos. Encontraron a otra pareja en una parcela de melones del mismo tipo que los que habían comido los humanos para cenar, según indicó Hardy.

En un campo grande y herboso pacía plácidamente un grupo de seres de pezuñas y pelo lanudo. Uno de ellos hacía guardia, volviéndose constantemente para vigilar a los visitantes.

—Parece usted desilusionado. ¿Por qué? —dijo una voz detrás de Whitbread.

Whitbread se volvió sorprendido.

—¿Desilusionado? ¡No! Es fascinante.

—Me equivoqué —dijo su pajeña—. Me gustaría hablar unas palabras con el señor Renner. ¿Le importa dejarnos?

El grupo se había desparramado. No había posibilidad de perderse allí y todos disfrutaban del placer de sentir la hierba bajo los pies: largas y rizadas hojas verdes más esponjosas que la hierba ordinaria, muy parecidas a las alfombras vivas de las casas de la aristocracia y de los comerciantes ricos.

Renner miraba tranquilamente a su alrededor cuando sintió que se posaban en él unos ojos.

—¿Sí?

—Señor Renner, me da la sensación de que le desilusiona a usted un poco nuestro zoo.

Whitbread pestañeó. Renner frunció el ceño.

—Sí, y no entiendo por qué. No tendría por qué sentir esto. Es un mundo totalmente ajeno, expuesto aquí en beneficio nuestro. Whitbread, ¿siente usted lo mismo?

Whitbread asintió a regañadientes.

—¡Vaya! Eso es. Se trata de un mundo ajeno, expuesto aquí en beneficio nuestro, ¿no? ¿Cuántos zoos ha visto usted, en cuántos mundos? Whitbread calculó mentalmente, y dijo:

—Seis incluyendo la Tierra.

—Y eran todos como éste, salvo que la ilusión es mejor. Nosotros esperábamos algo de una magnitud completamente distinta. Y no lo es. No es más que otro mundo distinto, salvo por los pajeños inteligentes.

—Parece razonable —dijo la pajeña de Whitbread. Quizás su voz tuviese un tono excesivamente forzado y los humanos recordaban que los pajeños no habían visto jamás un mundo distinto.

—Una lástima, sin embargo —añadió la pajeña—. Staley parece muy interesado. Y lo mismo Sally y el doctor Hardy. Pero ellos son profesionales.

Sin embargo, el piso siguiente fue una sorpresa.

El primero en salir del ascensor fue el doctor Horvath. Se quedó petrificado. Era una calle ciudadana.

—Creo que nos hemos equivocado… de puerta… —por un instante creyó que había perdido la razón.

La ciudad estaba desierta. Había unos cuantos vehículos en las calles, pero eran vehículos abandonados y destrozados, algunos con señales de fuego. Varios edificios se habían derrumbado, llenando la calle de montañas de escombros. Una masa móvil de color negro avanzó hacia ellos y se desvió luego en un enjambre, huyendo hacia los agujeros oscuros de una ladera de escombros, hasta que desapareció por completo.

A Horvath se le pusieron los pelos de punta. Cuando una mano alienígena tocó su codo, dio un salto.

—¿Qué pasa, doctor? Ustedes deben de tener también animales que han evolucionado para vivir en las ciudades.

—No —dijo Horvath.

—Las ratas —dijo Sally Fowler—. Y hay un tipo de insectos que viven sólo en los seres humanos. Pero creo que eso es todo.

—Nosotros tenemos muchos más —dijo la pajeña de Horvath—. Quizás podamos mostrarles unos cuantos. Aunque son muy asustadizos.

Desde lejos, los pequeños animales negros eran indiferenciables de las ratas. Hardy sacó una foto de un enjambre que corría a ocultarse. Esperaba que la foto resultase sensacional. Había un gran animal, muy liso, casi invisible, al que no distinguieron hasta que estuvieron delante de él. Era del color y de la forma del ladrillo por el que trepaba.

—Como un camaleón —dijo Sally. Luego tuvo que explicar cómo eran los camaleones.

—Ahí hay otro —dijo la pajeña de Sally, señalando a un animal color hormigón que subía por una pared gris—. No le moleste. Tiene dientes.

—¿Y dónde consiguen alimentos?

—En los jardines de las azoteas. Aunque también pueden comer carne. Y hay un insectívoro…

Les llevó hasta una azotea que quedaba a dos metros por encima del nivel de la calle. Había árboles frutales y verduras que crecían desordenadamente, y un pequeño bípedo sin brazos que sacaba una lengua retráctil de más de un metro de longitud. Parecía como si tuviese la boca llena de nueces.

En el sexto piso hacía un frío terrible. El cielo era gris plomo. La nieve giraba en torbellinos a lo largo de un infinito de heladas tundras. Hardy quería quedarse, pues había mucha vida en aquel infierno helado; a través del hielo crecían matorrales y árboles pequeños, y había un ser grande y pacífico que les ignoró, una especie de conejo de las nieves saltarín y peludo, con orejas en forma de plato y sin patas delanteras. A Hardy tuvieron que sacarle de allí casi por la fuerza; pues si se hubiese quedado mucho tiempo se habría congelado.


En el Castillo les esperaba la cena: alimentos procedentes de la MacArthur y rodajas de un cactus pajeño verde y plano de unos setenta y cinco centímetros de anchura por tres de grosor. La gelatina roja que contenía sabía casi a carne. A Renner le gustó, pero los otros no fueron capaces de comerlo. Del resto comieron como hambrientos, charlando animadamente entre bocado y bocado. Debía de ser el día de mayor duración lo que les despertaba aquel apetito.

—Tenemos cierta idea de lo que quiere ver un turista en una ciudad extraña —dijo la pajeña de Renner—, al menos sabemos lo que aparece en vuestras películas de viajes. Museos. Los edificios del gobierno. Monumentos. Piezas arquitectónicas únicas. Quizás las tiendas y los clubs nocturnos. Sobre todo, la forma de vivir de los nativos. —Hizo un gesto de disculpa—. Hemos tenido que omitir parte de esto. No disponemos de clubs nocturnos. El alcohol en cantidades pequeñas no nos produce ningún efecto. En cantidades grandes resulta mortal para nosotros. Tendréis oportunidad de oír nuestra música, pero, francamente, no creo que os guste.

»El gobierno es la asamblea de los Mediadores cuando se reúnen para hablar. Podría estar en cualquier sitio. Los que toman decisiones viven donde les parece, y en general se consideran obligados a respetar los acuerdos de sus Mediadores. Veréis algunos de nuestros monumentos. En cuanto a nuestra forma de vida, ya habéis tenido cierto tiempo para estudiarla.

—¿Y cómo vive el Blanco? —preguntó Hardy; luego su boca se abrió en un ruidoso bostezo.

—Tiene usted razón —dijo su pajeña—. Tenemos que llevarles a ver la residencia familiar de un miembro de la especie que da órdenes. Creo que podemos conseguir un permiso…

Los pajeños trataron del asunto.

—Yo también creo que podremos —dijo la pajeña de Sally—. Ya veremos. Bueno, creo que debemos retirarnos ya.

El cambio de tiempo había afectado a los humanos. Los doctores Horvath y Hardy bostezaron, pestañearon, parecieron sorprenderse, se excusaron y se fueron. Bury aún se sentía con fuerzas. Renner le preguntó qué rotación tenía su planeta. El, por su parte, llevaba suficiente tiempo en el espacio como para adaptarse a cualquier programa.

Pero el grupo se disgregaba. Sally dio las buenas noches y subió las escaleras, tambaleándose claramente. Renner sugirió que cantasen un poco, pero al no obtener el apoyo de nadie, renunció a la idea.

Torre arriba subía una escalera espiral. Renner penetró por un pasillo, movido por la curiosidad. Al llegar a una cámara neumática comprendió que debía conducir al balcón, el anillo liso que rodeaba la torre. No le importaba probar el aire de Paja Uno. Se preguntó si el balcón estaría realmente destinado al uso… y luego recordó un anillo que rodeaba una esbelta torre, y se preguntó si no estarían los pajeños jugando con el simbolismo freudiano.

Probablemente lo estuviesen haciendo. Siguió su camino, hasta su habitación.


Renner pensó al principio que se había equivocado de cuarto. La composición de colores era asombrosa: naranja y negro, completamente distintos de los apagados y pálidos marrones de la mañana. Pero el traje de presión que colgaba de la pared era el suyo, tenía el mismo diseño y los distintivos del rango en el pecho. Miró a su alrededor, intentando determinar si le gustaba el cambio.

Era el único cambio… no, la habitación era más cálida. La noche anterior hacía demasiado frío. Cruzó la habitación y comprobó en la alcoba donde dormían los pajeños. Sí, allí dentro hacía más frío.

La pajeña de Renner, apoyada en el quicio de la puerta, le observaba con la sonrisa habitual. Renner sonrió también, tímidamente. Luego continuó su inspección.

El cuarto de baño… el inodoro era distinto. Exactamente como el que él había dibujado. Pero no tenía agua. No tenía cisterna.

Pero qué demonios, sólo había un medio de probar un inodoro.

Cuando miró la taza vio que estaba resplandecientemente limpia. Echó en ella un vaso de agua y vio que corría sin dejar una gota. La superficie de la taza evitaba todo roce.

Tengo que decirle esto a Bury, pensó. Había bases en lunas sin aire, y mundos donde el agua, o la energía para reciclarla, eran escasas. Mañana. Tenía demasiado sueño.


El período de rotación de Levante era de veintiocho horas y 40,2 minutos. Bury se había adaptado bastante bien al día ordinario de la MacArthur, pero siempre era más fácil adaptarse a un día más largo que a uno más corto.

Esperó mientras su Fyunch(click) enviaba a su Marrón por café. Esto le hizo echar de menos a Nabil… y preguntarse si el Marrón sería más hábil que Nabil. Había subestimado gravemente el poder de los Marrones-y-blancos. Al parecer su pajeño podía tripular cualquier vehículo de Paja Uno, estuviese construido ya o no; aun así, actuaba como agente de alguien a quien Bury nunca había visto. La situación era compleja.

El Marrón regresó con café y con otra jarra, algo que tenía un tono marrón pálido y que no humeaba.

—¿Venenoso? Muy probablemente —dijo su Fyunch(click)—. Los contaminantes podrían perjudicarle, o las bacterias. Es agua, del exterior.

Bury no tenía la costumbre de ir con demasiada rapidez al negocio. Consideraba que a un comerciante demasiado ansioso podían engañarle mucho más fácilmente. No tenía conciencia de los miles de años de tradición que había tras esta opinión suya. En consecuencia, él y su contacto pajeño hablaron de muchas cosas…

—«De zapatos y naves y cera, de coles y reyes» —citó, e identificó cada una de estas cosas, por las que el pajeño mostró evidente interés. Al pajeño le interesaban sobre todo las diversas formas de gobierno de los humanos.

—Pero no creo que deba leer a ese Lewis Carroll —dijo— hasta que sepa mucho más de la cultura humana.

Luego Bury planteó otra vez el tema de los artículos de lujo.

—Los artículos de lujo. Sí, estoy de acuerdo, en principio —dijo el pajeño de Bury—. Si un artículo de lujo es fácilmente transportable, puede rendir aunque sólo sea por la disminución de los gastos de combustible. Eso debe regir incluso con su Impulsor de Eddie el Loco. Pero en la práctica existen restricciones entre nosotros.

Bury había pensado ya en unas cuantas.

—Dígame cuáles —pidió.

—El café. Los tés. Los vinos. Supongo que usted comercia también en vinos…

—Mi religión prohibe el vino. —Bury comerciaba indirectamente en el transporte de vinos de un mundo a otro, pero no creía que los pajeños quisiesen comerciar con vino.

—No importa. Nosotros no toleramos el alcohol, y no nos gusta el sabor del café. Puede que pase lo mismo con otros productos parecidos, aunque quizás merezca la pena probar.

—¿Y ustedes no comercian con artículos de lujo?

—No. Con poder sobre otros, seguridad, permanencia de costumbres y dinastías… Como siempre, hablo en nombre de los que dan órdenes. Cubrimos esos campos, en su nombre, pero también nos ocupamos de la diplomacia. Comerciamos con bienes duraderos, artículos de primera necesidad, trabajos técnicos… ¿Qué piensa usted de nuestras obras de arte?

—Podrían venderse a buen precio, hasta que se hiciesen corrientes. Pero creo que donde mejor podría desarrollarse nuestro comercio es en el campo de las ideas y de los proyectos.

—¿Sí?

—El inodoro de superficie antiadhesiva, y el principio que hay tras él. Varios superconductores, que construyen ustedes mejor que nosotros. Vimos una muestra en un asteroide. ¿Pueden ustedes reproducirlo?

—Estoy seguro de que los Marrones encontrarán el medio —contestó el pajeño—. En eso no habrá problema. Ustedes, desde luego, tienen mucho que ofrecer. Terreno, por ejemplo. Querremos comprar terreno para nuestras embajadas.

Probablemente se lo ofrecerían gratis, pensó Bury. Pero para aquella raza la tierra debía de tener un valor literalmente incalculable; sin los humanos jamás tendrían más de la que tenían por el momento. Y querrían tierra para asentamientos. Aquel mundo estaba superpoblado. Bury había visto las luces urbanas desde la órbita, un campo de luz alrededor de océanos oscuros.

—Tierra —repitió— y cultivos. Hay cultivos que crecen bajo soles muy parecidos a éste. Sabemos que pueden ustedes comer algunos de ellos. ¿Podrían cultivarse aquí con más eficacia que los productos del planeta? Los alimentos nunca resultan comercialmente productivos por los gastos de transporte, pero puede que las semillas sí.

—Supongo que tendrán ustedes también ideas que pueden vendernos.

—No lo sé. Vuestra inventiva es enorme y admirable. El pajeño hizo un gesto cortés.

—Gracias. Pero no hemos hecho todo lo que se puede hacer. Tenemos un Impulsor de Eddie el Loco, por ejemplo, pero el generador del campo de fuerza que protege…

—Si me fusilasen, perderían ustedes al único comerciante de este sistema.

—Por Alá… quiero decir, ¿están las autoridades del Imperio tan decididas a guardar sus secretos?

—Quizás cambien de idea cuando conozcamos mejor a los pajeños. Además, yo no soy físico —dijo Bury suavemente.

—Ah. Bury, no hemos agotado el tema del arte. Nuestros artistas tienen libertad total y acceso inmediato a los materiales, y muy poca supervisión. En principio, el intercambio de obras de arte entre Paja y el Imperio facilitaría la comunicación. Aún no hemos intentado nunca dirigir nuestro arte a una mente alienígena.

—Los libros y las cintas pedagógicas del doctor Hardy contienen muchas de nuestras obras de arte.

—Debemos estudiarlas —el espejo de Bury bebió pensativo un trago de su agua sucia—. Hablemos del café y del vino. Mis compañeros han percibido… ¿cómo lo expresaría?… una fuerte inclinación cultural hacia el vino entre los científicos y los oficiales de la Marina humanos.

—Sí. Lugar de origen, fechas, marcas, capacidad para soportar la caída libre, qué vino va con cada comida —Bury hizo un gesto agrio—. Son cosas de las que oigo hablar, pero de las que prácticamente no sé nada. Me parece irritante y muy poco práctico el que algunas de las naves avancen con aceleración constante sólo para impedir que una botella de vino sedimente. ¿Por qué no se puede centrifugar el líquido tranquilamente después de desembarcar?

—¿Y el café? Todos toman café. El café varía según su origen, el suelo en que se cría, el clima, el método de tostado. Sé que es así. He visto vuestros almacenes.

—Tengo mucha mayor variedad a bordo de la MacArthur. Sí… y hay mucha diferencia también entre los bebedores de café. Diferencias culturales. En un mundo de origen norteamericano como Tabletop no soportarían la pócima oleaginosa que prefieren en Nuevo París, y les parece mucho más dulce y fuerte el café de Levante.

—Ah.

—¿Ha oído hablar del Blue Mountain de Jamaica? Crece en la misma Tierra, en una gran isla: la isla nunca fue bombardeada, y las mutaciones fueron eliminadas en los siglos que siguieron al derrumbe del Condominio. No puede comprarse. Las naves de la Marina lo llevan al palacio imperial de Esparta.

—¿Cómo sabe?

—Como ya he dicho, está reservado para la Casa Real… —Bury vaciló—. Muy bien. Pero ya me conoce. No volvería a pagar ese precio, pero no lo lamento.

—La Marina le menosprecia a usted por su falta de conocimientos en cuestión de vinos. —El pajeño de Bury no parecía sonreír; su suave expresión era la de un comerciante, se ajustaba a la del propio Bury—. Una estupidez por su parte, desde luego. Si supiesen todo lo que hay que saber sobre el café…

—¿Qué quiere decir?

—Tiene usted reservas de café a bordo. Enséñeles sobre el café. Utilice sus reservas para ese fin.

—¡Mis reservas no durarían una semana con los oficiales de un crucero de combate!

—Debería usted mostrarles que hay una similitud entre su cultura y la de ellos. ¿O no le agrada esta idea? No, Bury, no estoy leyéndole el pensamiento. Usted detesta a la Marina; tiende a exagerar las diferencias entre ellos y usted. ¿Cree que ellos piensan de igual modo? Le repito que no estoy leyendo su pensamiento.

Bury reprimió la furia que sentía crecer en su interior… y en aquel momento se dio cuenta. Supo por qué el alienígena seguía repitiendo aquella frase. Era para desconcertarle. En un marco comercial.

Bury desplegó una amplia sonrisa.

—Una semana de buena voluntad quizás merezca la pena. De acuerdo, seguiré su consejo cuando vuelva a la nave. Alá sabe que tienen mucho que aprender sobre el café. Quizás pueda enseñarles incluso a utilizar correctamente sus filtros.

28 • Charla de café

Rody y Sally estaban solos, sentados en la cabina de control del capitán. Las pantallas de intercomunicación estaban apagadas, y el tablero de situación que había sobre el escritorio de Rod mostraba un limpio esquema de luces verdes. Rod estiró sus largas piernas y bebió un trago de su bebida.

—¿Se da cuenta de que es casi la primera vez que estamos solos desde que salimos de Nueva Caledonia? Es magnífico. Ella sonrió, insegura.

—Pero no tenemos mucho tiempo… los pajeños esperan que regresemos, y además tengo que dictar mis notas… ¿Hasta cuándo estaremos en el sistema pajeño, Rod?

—Eso depende del almirante —dijo Blaine, encogiéndose de hombros—. El Virrey Merrill quería que regresáramos lo más pronto posible, pero el doctor Horvath quiere saber más, reunir más datos. Y yo también. Sally, aún no tenemos nada significativo que comunicar! Ni siquiera sabemos si los pajeños constituyen o no una amenaza para el Imperio.

—¿Por qué no deja de actuar como un oficial de la Marina y vuelve a ser usted mismo, Rod Blaine? No hay el menor indicio de que los pajeños sean hostiles. No hemos visto signo alguno de armas, ni de guerra, ni nada parecido…

—Lo sé —dijo Rod agriamente—. Y eso me preocupa. Sally, ¿ha oído hablar de alguna civilización humana que no tuviera soldados?

—No, pero los pajeños no son humanos.

—Ni lo son las hormigas, pero tienen soldados… Quizás tenga razón, quizás sea la influencia de Kutuzov. Por cierto, quiere más informes. ¿Sabe que todos los datos se transmiten tal como llegan a la Lenin en una hora?

Hemos enviado hasta muestras de artefactos pajeños, y algunas de las cosas modificadas por los Marrones…

Sally se echó a reír. Por unos instantes, esto pareció molestar a Rod, pero luego se rió también.

—Lo siento, Rod. Sé que ha debido de ser doloroso decirle al Zar que tenía Marrones en su nave… ¡pero era divertido!

—Sí. Divertido. De todos modos, enviamos todo lo que podemos a la Lenin… ¡Y usted me cree a mí paranoico! Kutuzov lo inspecciona todo en el espacio, ¡Y luego lo sella en recipientes llenos de cifógino y los aparca fuera de su nave! Creo que tiene miedo a la contaminación. Oh, maldita sea Rod se volvió a la pantalla cuyo timbre sonaba—. Aquí el capitán —dijo.

—El capellán Hardy quiere verle, capitán —dijo el centinela—. Vienen con él el señor Renner y los científicos.

Rod suspiró y lanzó una mirada desesperada a Sally.

—Mándeles pasar y avise a mi camarero. Supongo que querrán tomar algo.

Lo hicieron. Por último, se sentaron todos y la cabina se llenó a rebosar. Rod saludó al personal de la expedición pajeña y luego cogió unas hojas que tenía sobre la mesa.

—Primera pregunta: ¿necesitan tener con ustedes soldados de la Marina? Tengo entendido que no tienen nada de hacer.

—Bueno, no importa que estén allí —contestó el doctor Horvath—. Pero ocupan un espacio que podrían utilizar con más provecho los miembros del equipo científico.

—En otras palabras, no —dijo Rod—. Muy bien. Les dejaré decidir qué miembros del equipo científico deben reemplazarles, doctor Horvath. Punto siguiente: ¿necesitan ustedes infantes de marina?

—Cielo santo, ninguno —protestó Sally. Miró rápidamente a Horvath, que asintió—. Capitán, los pajeños no tienen nada de hostiles; hasta nos han construido un castillo. ¡Es maravilloso! ¿Por qué no baja usted a verlo?

Rod rió ásperamente.

—Órdenes del almirante. Además, no puedo dejar bajar a ningún oficial que sepa construir un Campo Langston. —Se señaló a sí mismo—. El almirante y yo estamos de acuerdo en un punto: si ustedes necesitan ayuda, dos infantes de marina de nada servirán… y no me parece una buena idea dar a los pajeños la oportunidad de convertir a esos Fyunch(click) en un par de guerreros. Esto se relaciona con el punto siguiente. Doctor Horvath, ¿le parece satisfactorio el comportamiento del señor Renner? Quizás deba pedirle que abandone el camarote mientras usted habla.

—Por Dios, el señor Renner ha sido un gran colaborador. Capitán, ¿se aplica su restricción a mi gente? ¿Se me prohibe llevar, por ejemplo, un físico a Paja Uno?

—Sí.

—Pero el doctor Buckman cuenta con ir. Los pajeños llevan mucho tiempo estudiando el Ojo de Murcheson y el Saco de Carbón… ¿Cuánto, señor Potter?

El guardiamarina se agitó incómodo antes de contestar.

—Miles de años, señor —respondió por último—. Sólo que…

—¿Qué, señor? —instó Rod. Potter era un poco tímido, y tenía que superarlo—. Hable.

—Sí, señor. Hay vacíos en sus observaciones, capitán. Los pajeños nunca han mencionado el hecho, pero el doctor Buckman dice que es evidente. Se diría que a veces pierden el interés por la astronomía, y el doctor Buckman no puede entenderlo.

—No me extraña —rió Rod—. ¿Hasta qué punto son importantes esas observaciones, señor Potter?

—Para la astrofísica, quizás muy importantes, capitán. Han estado observando la supergigante durante toda su historia mientras pasaba a lo largo del Saco de Carbón. Se convertirá en supernova y luego en agujero negro, y los pajeños dicen que saben cuándo.

El guardiamarina Whitbread rompió a reír. Todos se volvieron a mirarle. Whitbread apenas si podía controlarse.

—Perdón, señor… Pero yo estaba allí cuando Gavin le habló a Buckman de ellos. El Ojo estallará el 27 de abril del año 2774020 d. C, entre las cuatro y las cuatro y media de la mañana, según dicen. Creí que el doctor Buckman se iba a morir del susto. Inmediatamente comenzó a hacer comprobaciones. Estuvo treinta horas…

Sally se echó a reír también.

—Y su Fyunch(click) estuvo a punto de morir con ese régimen —añadió—. Cuando su propia pajeña se fue, hizo que la pajeña del doctor Horvath le tradujese.

—Sí, pero descubrió que tenían razón —les dijo Whitbread; el guardiamarina carraspeó e imitó la seca voz de Buckman—: Han acertado, señor Potter. Tengo observaciones y cálculos que lo demuestran.

—Se está convirtiendo usted en un gran actor, señor Whitbread —dijo el primer teniente Cargill—. Lástima que sus trabajos en astrogación no muestren esos progresos. Capitán, me parece que el doctor Buckman puede obtener aquí todo lo que necesita. No hay razón alguna para que vaya al planeta pajeño.

—De acuerdo. Doctor Horvath, la respuesta es no. Además… ¿quiere usted realmente pasarse una semana con Buckman? No hace falta que me conteste —añadió—. ¿A quién elegirá?

Horvath caviló un momento.

—De Vandalia, supongo.

—Sí, por favor —dijo enseguida Sally—. Necesitamos un geólogo. He intentado extraer muestras minerales, y no pude aclarar nada sobre la composición de Paja Uno. No hay más que ruinas sobre ruinas.

—¿Quiere decir usted que no tienen rocas? —preguntó Cargill.

—Tienen rocas, teniente —contestó ella—. Granito y lava y varios tipos de basalto, pero no están donde estaban cuando se formó el planeta. Todas han sido utilizadas para hacer paredes o losas o techos. Encontré muestras originales en un museo. Pero no saqué gran cosa de ellas.

—Un momento —dijo Rod—. ¿Quieren decir que salen ustedes y cavan al azar, y que dondequiera que excaven no encuentran más que restos de una ciudad? ¿Incluso en las tierras de cultivo?

—Bueno, no tuvimos tiempo de hacer muchas excavaciones. Pero donde yo cavé siempre había otra cosa debajo. ¡No había modo de llegar al final! Capitán, había una ciudad como la de Nueva York del año 2000 bajo un montón de cabañas de adobe sin instalaciones sanitarias. Creo que tuvieron una civilización que se desmoronó, quizás hace dos mil años.

—Eso explicaría los lapsos en las observaciones —dijo Rod—. Pero… parecen más adelantados que eso. ¿Por qué se desmonoraría aquella civilización? ¿Por qué lo permitirían ellos? —Miró a Horvath, que se encogió de hombros.

—Yo tengo una idea —dijo Sally—. Los contaminantes del aire… ¿No hubo un problema con la contaminación de los motores de combustión interna en la Tierra durante el Condominio? ¿Y si los pajeños tenían una civilización basada en combustibles fósiles y se les agotaron? ¿No retrocederían entonces a la edad de hierro hasta crear de nuevo energía de fusión y física plasmática? Parecen andar terriblemente escasos de yacimientos radiactivos.

Rod se encogió de hombros.

—Un geólogo ayudaría mucho, no hay duda… y es mucho más necesario que esté allí que el que lo esté el doctor Buckman. ¿Quedamos de acuerdo entonces, doctor Horvath?

El Ministro de Ciencias asintió hoscamente.

—Aun así, he de decir que no me gusta que la Marina interfiera en nuestro trabajo. Dígaselo, doctor Hardy. Esto debe acabar.

El capellán lingüista pareció sorprenderse. Estaba sentado al fondo de la habitación y escuchaba atento y silencioso.

—Bueno, estoy de acuerdo en que un geólogo será más útil en la superficie del planeta que un astrofísico, Horvath. Y… capitán, me encuentro en una posición única. Como científico, no puedo aprobar en absoluto las restricciones que se nos imponen en nuestras relaciones con los pajeños. Como representante de la Iglesia, tengo una tarea imposible. Y como oficial de la Marina… no puedo evitar dar la razón al almirante.

Todos se volvieron sorprendidos hacia el capellán.

—Estoy asombrado, doctor Hardy —dijo Horvath—. ¿Ha visto usted la más leve prueba de actividades bélicas en Paja Uno?

Hardy juntó las manos cuidadosamente y habló por encima de las puntas de los dedos.

—No. Y eso, Anthony, es lo que me preocupa. Nosotros sabemos que los pajeños han tenido guerras: la clase de los Mediadores se creó evolutivamente, puede que con la intención de ponerles fin. No creo que lo lograran siempre. Entonces, ¿por qué los pajeños nos ocultan sus armas? Es evidente que por la misma razón que nosotros ocultamos las nuestras; pero consideremos lo siguiente: nosotros no ocultamos el hecho de que tenemos armas, ni siquiera su naturaleza general. ¿Por qué lo hacen ellos?

—Probablemente les avergüence —contestó Sally; pestañeó al sentir la mirada de Rod—. No quiero decir exactamente eso, pero están civilizados desde antes que nosotros, y tal vez les avergüence su pasado violento.

—Posiblemente —advirtió Hardy; olisqueó pensativo su brandy—. Y posiblemente no, Sally. Tengo la impresión de que los pajeños ocultan algo importante… y nos lo ocultan delante de nuestras propias narices, como si dijéramos.

Hubo un largo silencio. Horvath resopló sonoramente. Por último, el Ministro de Ciencias dijo:

—¿Y cómo podrían hacerlo, doctor Hardy? Su gobierno es un conglomerado de negociaciones informales de los representantes de la clase que da órdenes. Al parecer cada ciudad es autónoma. Paja Uno no tiene apenas gobierno planetario… ¿Creen que pueden conspirar contra nosotros así? No parece muy fácil.

Hardy volvió a encogerse de hombros.

—Por lo que hemos visto, doctor Horvath, tiene razón sin duda. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que nos ocultan algo.

—Nos lo han enseñado todo —insistió Horvath—. Incluso las casas de los que dan órdenes, en las que normalmente no hay visitas.

—Sally estaba llegando precisamente a eso cuando ustedes llegaron —dijo rápidamente Rod—. Me parece fascinante… ¿Cómo vive la clase oficial pajeña? ¿Como la aristocracia imperial?

—Es una suposición bastante acertada —exclamó Horvath: dos martinis secos le habían animado considerablemente—. Había muchas similitudes… aunque los pajeños tienen una idea del lujo totalmente distinta a la nuestra. Algunas cosas en común había, sin embargo. Tierra. Criados. Ese tipo de cosas. —Horvath tomó otro trago y siguió con el tema:

»En realidad, visitamos las casas de dos individuos. Uno vivía en un rascacielos cerca del Castillo. Parecía controlar todo el edificio: tiendas, industria eléctrica, centenares de Marrones y Rojos y Obreros y… bueno, docenas de otras castas. El otro, sin embargo, el agricultor, era muy parecido a un noble rural. La fuerza de trabajo vivía en largas hileras de casas, y entre las hileras de casas había campos. El «noble» vivía en el centro de todo aquello.

Rod pensó en su propia casa familiar.

—Crucis Court estaba rodeada de aldeas y campos… pero, por supuesto, todas las aldeas se fortificaron después de las Guerras Separatistas. Y lo mismo la Corte, en realidad.

—Curioso que diga usted eso —musitó Horvath—. Había también una especie de edificio fortificado rectangular junto a la casa del noble. Con un gran atrio en medio. En realidad, los rascacielos residenciales no tenían ventanas en las plantas bajas y tenían grandes jardines en las terrazas. Eran autosuficientes. Parece muy militar. No tendremos que informar de esta impresión al almirante, ¿verdad? Seguro que le parecería un indicio de tendencias militaristas.

—¿Está usted seguro de que no es así? —pregunto Jack Cargill—. Por lo que he oído, todos los de la clase que da órdenes tienen una fortaleza autosuficiente. Huertos en las terrazas. Marrones para arreglar toda la maquinaria… lástima que no podamos traer a algunos para que ayuden a Sinclair.

—Cargill percibió la hosca mirada de su capitán y añadió rápidamente—: Bueno, lo cierto es que el agricultor podría haber corrido mejor suerte en un combate, pero los dos lugares parecían fortines. Y lo mismo todos los demás palacios residenciales de que tengo noticia.

El doctor Horvath había estado luchando por controlarse, mientras Sally Fowler intentaba sin éxito ocultar lo mucho que le divertía la escena. Por fin, rompió a reír.

—Teniente Cargill, los pajeños dominan la navegación espacial y la energía de fusión desde hace siglos. Si sus edificios tienen aún aspecto de fortaleza, debe de ser la tradición… Usted es el especialista militar, ¿qué protección podría significar frente a armas modernas convertir las casas en fortines como ésos?

Cargill hubo de guardar silencio, pero su expresión mostraba que no le habían convencido.

—¿Decía usted que procuraban que sus casas fuesen autosuficientes?

—preguntó Rod—. ¿Incluso en la ciudad? ¡Qué tontería! ¿Y el agua?

—Llovía mucho —dijo Renner—. Tres días de cada seis. Rod miró al piloto jefe. ¿Hablaba en serio?

—¿Sabía usted que hay pajeños zurdos? —continuó Renner—. Todo invertido. Dos manos izquierdas de seis dedos, un gran brazo derecho, y la protuberancia del cráneo a la derecha.

—Tardé una media hora en darme cuenta —dijo Whitbread riéndose—. Aquel pajeño actuaba como el antiguo de Jackson. Debía de tener instrucciones.

—Zurdos —dijo Rod—. ¿Por qué no?

—Al menos habían cambiado de tema. Los camareros trajeron la comida y todos callaron. Cuando acabaron de comer era hora de bajar a Paja Uno.

—Quiero hablar un momento con usted, señor Renner —dijo Rod cuando el piloto jefe iba a marcharse. Esperó hasta que se fueron todos, salvo Cargill—. Necesito un oficial ahí abajo, y usted es el único del que puedo desprenderme que cumple las condiciones del almirante. Pero aunque no tenga usted armas, más que las personales, y no disponga de ningún infante de marina, esto es una expedición militar, y si llega el momento, está usted al cargo.

—De acuerdo, señor —dijo Renner; parecía desconcertado.

—Si tuviese usted que disparar contra un hombre, o contra un pajeño, ¿lo haría?

—Lo haría, señor.

—Ha contestado usted muy deprisa, señor Renner.

—Lo pensé con mucha calma, hace tiempo, cuando decidí incorporarme a la Marina. Si me hubiera considerado entonces incapaz de disparar contra otro, no habría ingresado en el cuerpo.

Blaine asintió.

—Siguiente pregunta: ¿puede usted apreciar la necesidad de una acción militar a tiempo para hacer algo? ¿Aunque lo que hiciese fuese desesperado?

—Eso creo, capitán. ¿Puedo decir algo? Deseo volver, y…

—Diga lo que sea, señor Renner.

—Capitán, el Fyunch(click) que tenía usted se volvió loco.

—Tuve conocimiento de ello —dijo fríamente el capitán Blaine.

—Creo que el hipotético Fyunch(click) del Zar se volvería loco mucho más deprisa. Lo que usted quiere es el oficial a bordo de esta nave menos inclinado a la forma militar de pensar.

—Suba a bordo, señor Renner. Y buena suerte.

—Gracias, capitán. —Renner no hizo el menor intento de ocultar su sonrisa mientras salía del camarote.

—Lo hará bien, capitán —dijo Cargill.

—Eso espero, Número Uno. Jack, ¿cree usted que fue nuestra actividad militar lo que volvió loca a la pajeña?

—No lo creo, señor. —Cargill parecía seguro.

—¿Qué fue entonces?

—No lo sé, capitán. No sé demasiado sobre esos monstruos de ojos saltones. Sólo hay una cosa de la que estoy seguro, y es que están aprendiendo más sobre nosotros que nosotros sobre ellos.

—Oh, vamos, Número Uno. Llevan a los nuestros adonde los nuestros dicen. Según Sally les hacen reverencias… pero en fin, para ellos eso no es tan difícil… Bueno, lo cierto es que dice que son muy amables y que siempre cooperan. No ocultan nada. A usted siempre le han dado miedo los pajeños, ¿verdad? ¿Tiene idea de por qué?

—No, capitán —Cargill miró fijamente a Blaine y decidió que su jefe no estaba acusándole de burlarse—. Simplemente todo esto no me huele bien. —Miró su computadora de bolsillo para saber la hora—. Tengo que darme prisa, capitán. Debo ayudar al señor Bury en ese asunto del café.

—Bury… Jack, tenía ganas de hablar con usted sobre esto. Su pajeño vive ahora en la nave embajadora. Bury se ha trasladado al transbordador. ¿De qué demonios hablan?

—¿Qué quiere decir, señor? Están negociando acuerdos comerciales…

—Ya, pero Bury sabe mucho sobre el Imperio. Economía, industria, tamaño general de la flota, cuántos enemigos tenemos; Bury sabe todo eso y mucho más.

Cargill rió entre dientes.

—Él no dejaría que su mano derecha supiese cuántos dedos hay en la izquierda, capitán. ¿Cree usted que iba a darle algo gratis el pajeño? Además, estoy casi seguro de que no dirá nada que usted no aprobase.

—¿Por qué está tan seguro?

—Le dije que habíamos puesto micrófonos en todos los rincones del transbordador, señor —la sonrisa de Cargill creció aún más—. Sabe, claro, que no podemos escuchar todas las grabaciones simultáneamente, pero… —Rod volvió a reír.

—Espero que resulte. Está bien, es mejor que se vaya usted a la Tertulia de Café… ¿Seguro que no le importa ayudarme en esto?

—Capitán, la idea fue mía. Si Bury puede enseñar a los cocineros a hacer mejor café en las alertas de combate, podría hasta modificar la opinión que tengo de él. ¿Por qué se le mantiene prisionero en esta nave? No lo sé exactamente…

—¿Prisionero? Teniente Cargill…

—Capitán, no hay miembro de la tripulación que no se dé cuenta de que resulta extraño que ese hombre esté a bordo. Según los rumores está implicado en la rebelión de Nueva Chicago, y usted tiene que llevarle ante el Almirantazgo. ¿Es así, verdad?

—Alguien anda hablando demasiado, Jack. No quiero hablar de este asunto.

—Por supuesto, capitán. Tiene usted órdenes, capitán. Pero me he dado cuenta de que no lo desmiente. En fin, comprendo. Su familia es más rica que el propio Bury… Me pregunto cuántos hombres de la Marina se venderían… Me daría miedo tener prisionero a un tipo que puede comprar un planeta entero.

Y dicho esto, Cargill salió rápidamente por el pasillo que conducía a la cocina principal de la nave.


La noche anterior la conversación que había seguido a la cena había desembocado en el tema del café, y Bury había perdido su distanciamiento aburrido habitual para hablar por extenso sobre el tema. Les había hablado de la histórica especie cafetera Moka-Java, que aún se daba en lugares como Makasar, y la feliz mezcla de Java puro y el grúa que se destilaba en el Mundo del Príncipe Samuel. Conocía la historia del Blue Mountain jamaicano, aunque, según dijo, nunca lo había probado. Cuando terminaron el postre, sugirió que «catasen café» a la manera que se cataba el vino.

Había sido una culminación magnífica de un banquete excelente, con Bury y Nabil moviéndose como nigromantes entre filtros y agua hirviendo y etiquetas escritas a mano. Los huéspedes se divirtieron mucho, y esto convirtió a Bury en un hombre distinto; nadie había pensado que pudiese tener una afición como aquélla.

—Pero el secreto básico es mantener el equipo muy limpio —había dicho—. Los aceites amargos del café de ayer se acumularán en la cafetera, sobre todo en el filtro.

Al final Bury se ofreció a inspeccionar al día siguiente los servicios de elaboración de café de la MacArthur. Cargill, que consideraba vital el café en una nave de guerra, tanto como los torpedos, aceptó la colaboración muy gustoso. Mientras observaba al barbudo comerciante examinar el gran filtro, se sirvió una taza.

—Desde luego la máquina está bien conservada —dijo—. Muy bien conservada. Está absolutamente limpia y no se recalienta el café demasiado a menudo. Para café normal es excelente, teniente.

Desconcertado, Jack Cargill se sirvió una taza y lo probó.

—Vaya, esto es mejor que el brebaje que tomamos en la sala de oficiales.

Hubo entre los cocineros miradas de reojo. Cargill las advirtió. Advirtió también otra cosa. Pasó un dedo por un lado del colador y descubrió una capa marrón y oleosa.

Bury repitió el gesto, olisqueó el dedo y se tocó con él la punta de la lengua. Cargill probó el aceite en la mano. Era como todo el mal café que había tragado por miedo a caer dormido de guardia. Volvió a examinar el filtro y la manecilla de la espita.

—Las miniaturas —gruñó Cargill—. Hay que desmontarla.

Vaciaron la máquina y la desmontaron… en la medida en que pudieron. Piezas hechas para atornillarse estaban ahora fundidas en una sola unidad. Pero el secreto del filtro mágico parecía ser la permeabilidad selectiva. Dejaba pasar los aceites más viejos.

—A mi empresa le gustaría comprar este secreto a la Marina —dijo Bury.

—Nos gustaría tenerlo para vendérselo. Está bien, Ziffren, ¿cuánto tiempo lleva esto así?

—¿Señor? —el cocinero parecía pensarlo—. No sé, señor. Puede que dos meses.

—¿Estaba así antes de que esterilizásemos la nave y acabásemos con las miniaturas? —preguntó Cargill.

—Oh, sí, señor —contestó el cocinero. Pero lo dijo vacilando, y Cargill abandonó la cocina con el ceño fruncido.

29 • Relojeros

Cargill fue hasta la cabina de Rod.

—Creo que tenemos otra vez Marrones, capitán. —Explicó por qué.

—¿Ha hablado usted con Sinclair? —preguntó Rod—. Demonios, número Uno, el almirante se va a volver loco. ¿Está usted seguro?

—No, señor. Pero me propongo descubrir la verdad. Capitán, estoy seguro de que miramos en todas partes cuando limpiamos la nave. ¿Dónde pueden haberse ocultado?

—Preocúpese de eso cuando sepa que les hemos cogido. Vale, llévese al ingeniero jefe y revise de nuevo la nave, Jack. Y esta vez asegúrese bien.

—Muy bien, capitán.

Blaine se volvió a las pantallas de intercomunicación y las activó. Todos los datos recopilados sobre las miniaturas fueron pasando por la pantalla. No era gran cosa.

La expedición a Paja Uno había visto miles de miniaturas en la Ciudad Castillo. La pajeña de Renner les llamaba «Relojeros», y actuaban como ayudantes de los «Ingenieros» Marrones. Los pajeños grandes insistían en que los relojeros no eran inteligentes sino que heredaban la capacidad para manejar herramientas y equipo, así como el típico instinto de obediencia pajeña a las castas superiores. Había que entrenarlos, pero de eso se ocupaban los relojeros adultos. Como otras castas subordinadas, eran una forma de riqueza, y la capacidad para mantener a un gran servicio de relojeros, ingenieros y otras formas inferiores era un indicio de la importancia de un Amo. Esto último era una conclusión del capellán Hardy, aún no del todo confirmada.

Al cabo de una hora, llamó Cargill.

—Les hemos encontrado, capitán —dijo agriamente el primer teniente—. En el transformador-aspirador de aire de la cubierta B… ¿Se acuerda de aquella cosa medio fundida que Sandy reparó?

—Sí.

—Bueno, ya no está en el pasillo. Sandy dice que es posible que no funcione ya, y está investigando… pero para mí es suficiente. Les hemos encontrado.

—Avise a los infantes de marina, Número Uno. Yo voy al puente.

—De acuerdo, señor.

Cargill volvió al convertidor de aire. Sinclair había quitado la tapa y murmuraba para sí mientras examinaba la maquinaria.

El interior había cambiado. Había sido remodelado todo él. No estaba ya el segundo filtro que había instalado Sinclair, y el filtro que quedaba estaba tan modificado que era irreconocible. De un lado salía gas de un saco de plástico que sobresalía hinchado; el gas era muy volátil.

—Vaya —murmuró Sinclair—. Y los otros signos típicos, teniente Cargill. Los tornillos fundidos. Faltan piezas… lo mismo de siempre.

—Así que se trata de los Marrones.

—Sin duda —dijo Sinclair—. Creímos que los habíamos matado hace un montón de meses… y según mis notas esto se inspeccionó la semana pasada. Entonces estaba normal.

—Pero ¿dónde se ocultaron? —preguntó Cargill; el ingeniero jefe guardaba silencio—. ¿Y ahora qué, Sandy? Sinclair se encogió de hombros.

—Yo diría que deberíamos mirar en la cubierta hangar. Es el lugar menos utilizado de la nave.

—De acuerdo. —Cargill activó de nuevo el intercomunicador—. Capitán, iremos a revisar la cubierta hangar… pero me temo que no hay duda. Tenemos Marrones vivos a bordo de esta nave.

—Haga esa revisión, Jack. Yo voy a informar a la Lenin. —Rod respiró pesadamente y apretó los brazos de su silla de mando como si estuviese a punto de entrar en combate—. Póngame con el almirante.

Aparecieron en la pantalla los toscos rasgos de Kutuzov. Rod informó apresuradamente.

—No sé cuántos son, señor —concluyó—. Mis oficiales están buscando más rastros.

Kutuzov asintió. Hubo un largo silencio mientras el almirante miraba fijamente a un punto situado sobre el hombro izquierdo de Blaine.

—¿Ha seguido usted mis órdenes sobre comunicaciones, capitán? —preguntó finalmente.

—Sí, señor. Control continuo de todas las emisiones que salen y entran en la MacArthur. Hasta ahora no hay nada.

—Nada que sepamos —corrigió el almirante—. Debemos suponer que, efectivamente, no ha habido nada, pero es posible que esas criaturas se hayan comunicado con otros pajeños. Si lo han hecho, no tenemos ya ningún secreto a bordo de la MacArthur. Si no lo han hecho… Capitán, ordenará usted a la expedición que vuelva inmediatamente a la MacArthur, y lo dispondrá usted todo para salir hacia Nueva Caledonia en cuanto estén a bordo. ¿Entendido?

—Entendido, señor —dijo Blaine.

—¿No está usted de acuerdo?

Rod caviló un momento. Tan sólo había pensado en los gritos de Horvath y de los demás cuando se lo dijese. Y, sorprendentemente, estaba de acuerdo.

—Lo estoy, señor. No veo una solución mejor. Pero supongo que puedo exterminar a las miniaturas, señor…

—¿Puede usted saber que lo ha hecho, capitán? —preguntó Kutuzov—. Ni usted ni yo estaremos seguros. Cuando salgamos de este sistema podremos desmontar la MacArthur pieza a pieza, sin temor a que se comunique con otros. Mientras estemos aquí, la amenaza es constante, y es un riesgo que no quiero correr.

—¿Y qué les digo a los pajeños, señor? —preguntó Rod.

—Les dirá usted que hay una enfermedad súbita a bordo de su nave, capitán. Y que tiene que regresar al Imperio. Debe decirles que su comandante lo ha ordenado sin dar más explicaciones. Si después es necesario dar mas explicaciones, ya tendrá tiempo de prepararlas el Ministerio de Asuntos Exteriores. De momento, bastará con esto.

—De acuerdo, señor. —La imagen del almirante se desvaneció; Rod llamó al oficial de vigilancia—. Señor Crawford, esta nave saldrá en viaje de regreso dentro de unas horas. Avise a los jefes de departamento y póngame luego con Paja Uno; quiero hablar con el señor Renner.


Sonó una amortiguada alarma en el Castillo. Kevin Renner alzó la vista soñoliento y vio a su pajeña en la pantalla intercomunicadora que había dentro de uno de los cuadros decorativos de la pared.

—Le llama el capitán —dijo la pajeña.

Renner echó una ojeada a su computadora de bolsillo. Era casi mediodía en la MacArthur pero medianoche en Ciudad Castillo. Soñoliento, se bajó de la cama y se acercó a la pantalla. La expresión de la cara de Blaine le puso inmediatamente alerta.

—¿Qué pasa, capitán?

—Hay una pequeña emergencia a bordo, señor Renner. Tendrá que pedirles a los pajeños que nos envíen todo nuestro personal. Incluido usted.

—El doctor Horvath no querrá ir, señor —dijo Renner; su mente pensaba aceleradamente. Había algo muy raro en todo aquello, y si él podía darse cuenta, también lo harían los pajeños.

La imagen de Blaine cabeceó.

—Tendrá que hacerlo, sin embargo, señor Renner. Haga lo que le digo.

—De acuerdo, señor. ¿Y nuestros pajeños?

—Bueno, pueden subir al transbordador con ustedes —dijo Blaine—. La cosa no es tan grave. Es sólo una cuestión de OC.

Renner tardó un segundo en captar esto. Cuando lo hizo ya había recuperado el control de sí mismo. O al menos eso esperaba.

—De acuerdo, capitán. Enseguida iremos para allá.

Volvió a su litera y se sentó cuidadosamente en el borde. Mientras se ponía las botas, intentaba pensar. Quizás los pajeños no conociesen el código de la Marina, pero OC significaba máxima prioridad militar… y Blaine lo había dicho de un modo excesivamente casual.

—Fyunch(click) —le dijo su pajeña—. ¿Qué pasa?

—No lo sé —contestó Renner. No mentía.

—Y no quiere saberlo —dijo la pajeña—. ¿Tiene usted problemas?

—Tampoco lo sé —dijo Renner—. Ya oyó usted al capitán. Ahora, ¿cómo voy a despertarlos a todos a medianoche?

—Yo puedo encargarme de eso —dijo la pajeña de Renner.


Normalmente la cubierta hangar se mantenía en vacío. Las puertas eran tan inmensas que era inevitable alguna filtración. Más tarde, Cargill supervisaría la operación de someter a presión la cubierta hangar; pero de momento él y Sinclair realizaron su inspección en vacío. Todo parecía en orden, cuando entraron.

—¿Qué haría usted si fuese un pajeño miniatura?

—Colocaría los botes en el casco y utilizaría la cubierta hangar como tanque de combustible.

—Hay naves así. Sin embargo, es un trabajo de mucha envergadura para un enjambre de Marrones.

Cargill se acercó a las puertas del hangar. No estaba seguro de lo que buscaba, ni de por qué se había puesto a mirar hacia abajo, hacia sus pies. Tardó un momento en comprender que algo pasaba.

La hendidura que separaba las dos inmensas puertas rectangulares… no estaba allí.

Cargill miró a su alrededor, desconcertado. No había nada. Las puertas formaban parte del casco. Los motores de las bisagras, que pesaban varias toneladas cada uno, habían desaparecido.

—¿Sandy?

—¿Sí?

—¿Dónde están las puertas?

—Bueno, estamos delante de ellas… es increíble.

—Nos han sellado dentro. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cómo pudieron trabajar en el vacío?

Sinclair volvió corriendo a la cámara neumática. Los controles de la puerta de la cámara de aire…

—Los instrumentos indican verde —dijo Sinclair—. Todo va bien, que sepamos. Si los Marrones pueden alterar los instrumentos, pudieron tener la cubierta hangar bajo presión hasta unos momentos antes de que llegáramos nosotros.

—Prueba las puertas —Cargill empujó una de las abrazaderas retráctiles.

—Según los instrumentos, las puertas se abren. Se abren del todo… —Sinclair se volvió. Nada. Una gran extensión de suelo pintado de beige tan sólido como el resto del casco.

Oyó la maldición de Cargill. Vio bajar a Cargill de la inmensa abrazadera retráctil y caer sobre lo que había sido una puerta del hangar. Vio a Cargill caer a través del suelo como a través de la superficie de una laguna.


Tuvieron que sacar a Cargill fuera del Campo Langston. Estaba hundido hasta el pecho en informes y negras arenas movedizas, y seguía hundiéndose, las piernas muy frías, el corazón latiendo muy lentamente. El Campo absorbía todo movimiento.

—Debería haber usado la cabeza —dijo al darse la vuelta—, eso es lo que dicen todos los manuales. Dormir el cerebro antes de que se pare el corazón. Pero ¡Dios mío! ¿Cómo podía pensarlo?

—¿Qué pasó? —preguntó Sinclair.

Cargill abrió la boca, la cerró, la abrió de nuevo, consiguió sentarse.

—No encuentro palabras. Fue como un milagro. Como si caminase sobre el agua y de repente me arrebatasen mi santidad. Sandy, fue realmente terrible.

—Parece también un poco extraño.

—Desde luego. Vio usted lo que hicieron, ¿no? ¡Esos pequeños cabrones están rediseñando la MacArthur! Las puertas aún siguen allí, pero ahora las naves pueden pasar a través de ellas. En caso de emergencia no hay siquiera que evacuar la cubierta hangar.

—Se lo diré al capitán —dijo Sinclair. Se volvió al intercomunicador.

—¿Dónde demonios se esconden? —exclamó Cargill. Los soldados de ingeniería que le habían ayudado le miraban con los ojos en blanco. Y lo mismo Sinclair.

—¿Dónde? ¿En qué lugar no miramos?

Aún sentía frío en las piernas. Se las frotó. En la pantalla pudo ver la expresión afligida de Rod Blaine. Cargill se puso de pie trabajosamente. Cuando lo hizo sonaron las alarmas en toda la nave.

—ESCUCHEN. ESCUCHEN. ALERTA. HAY INTRUSOS. TODO EL PERSONAL DE GUERRA DEBE PONERSE LA ARMADURA DE COMBATE. LOS INFANTES DE MARINA DEBEN PRESENTARSE EN LA BODEGA HANGAR CON ARMAS MANUALES Y ARMADURA DE COMBATE.

—¡Las armas! —gritó Cargill.

—¿Qué quiere decir? —dijo Sinclair. La imagen de Blaine se centró sobre el primer teniente.

—¡Los cañones, capitán! No miramos en los cañones. Maldita sea, soy un pobre estúpido, ¿pensó alguien en los cañones?

—Quizás —aceptó Sinclair—. Capitán, le suplico que envíe por los hurones.

—Demasiado tarde —dijo Blaine—. Hay un agujero en su jaula. Lo he comprobado ya.

—Maldita sea —dijo Cargill; lo decía reverentemente—. Malditos sean. —Se volvió a los infantes de marina armados que se concentraban en la cubierta hangar—. Síganme.

Había estado tratando a las miniaturas como si fuesen animales domésticos escapados. Pero ahora habían pasado a ser enemigos infiltrados.

Avanzaron apresuradamente hasta la torreta más próxima. Un soldado se levantó sorprendido de un salto de su puesto cuando el primer teniente, el ingeniero jefe y el escuadrón de infantes de marina con armadura de combate entraron en su sala de control.

Cargill examinó el panel de instrumentos. Todo parecía normal. Vaciló, realmente asustado, cuando iba a abrir el registro de inspección.

Las lentes y los anillos focales habían desaparecido en la Batería número 3. El espacio interior estaba lleno de Marrones. Cargill dio un salto hacia atrás horrorizado… y un hilo de láser chocó contra su armadura de combate. Maldiciendo, arrebató un tanque de cifógeno al infante de marina más próximo y lo echó en el hueco. No fue necesario abrir el grifo.

El tanque fue calentándose en su mano, y un rayo láser lo atravesó sin alcanzarle a él. Cuando el silbido se apagó, estaba rodeado de niebla amarilla.

El espacio interno de la Batería 3 estaba lleno de miniaturas muertas y de huesos. Había esqueletos de ratas, fragmentos de aparatos eléctricos, botas viejas… y Marrones muertos.

—Tenían aquí dentro un rebaño de ratas —gritó Cargill—. Luego debieron de comerse todo el rebaño, al aumentar tanto de número. Han estado devorándose unos a otros, además…

—¿Y las otras baterías? —preguntó Sinclair asombrado—. Será mejor que nos apresuremos.

Se oyó un grito en el pasillo exterior. El soldado que había sido desplazado de su puesto cayó hacia la cubierta. En su cadera apareció una brillante mancha roja.

—En el ventilador —gritó.

Un cabo disparó contra la rejilla. Brotó humo de su armadura de combate y saltó hacia atrás.

—¡Me alcanzaron, maldita sea! —miraba incrédulo un limpio agujero que tenía en el hombro mientras otros tres soldados disparaban lásers manuales contra una forma que se desvanecía rápidamente. En algún otro lugar de la nave sonó una alarma.

Cargill cogió el intercomunicador.

—Capitán…

—Lo sé —dijo Blaine rápidamente—. Los hay por toda la nave. En este momento han aparecido en una docena de sitios en los que hay lucha.

—Dios mío, señor, ¿qué hacemos?

—Envíe a sus hombres a la Batería número 2 para que despejen aquella zona —ordenó Blaine—. Y luego habrá que ir al control de daños —se volvió hacia otra pantalla—. ¿Alguna instrucción más, almirante?

El puente era todo actividad. Uno de los timoneles, que vestía armadura, saltó de su asiento y se volvió rápidamente.

—¡Hacía allí! —gritó. Un centinela apuntó desesperado con su arma alterada por un Marrón.

—No controla usted ya su nave —dijo llanamente Kutuzov.

—No, señor. —Blaine jamás había tenido que hacer una confesión tan desagradable.

—BAJAS EN EL PASILLO VEINTE —anunciaban desde el puente.

—Sección científica —dijo Rod—. Que todos los soldados de ese sector ayuden a los civiles a ponerse los trajes de presión. Es posible que tengamos que gasear toda la nave…

—Capitán Blaine, nuestra tarea primaria es regresar al Imperio con la máxima información.

—Sí, señor…

—Lo cual significa que los civiles que hay a bordo de su nave son más importantes que un crucero de combate. —Aunque Kutuzov estaba tranquilo, había en su boca un gesto de disgusto—. Y en orden de importancia seguirán los artefactos pajeños aún no trasladados a la Lenin. Capitán, ordenará usted, por lo tanto, que todos los civiles salgan de su nave. Tendré los botes de la Lenin fuera de nuestro campo protector. Enviará usted a dos oficiales de confianza para acompañar a los civiles. Dispondrá también el envío a la Lenin de todos los artefactos pajeños que considere importantes. Debe intentar recuperar el control de su nave siempre que las acciones que emprenda no contradigan estas órdenes… pero además debe actuar rápidamente, capitán, porque a la primera señal de cualquier transmisión desde su nave que no sea por medio del circuito seguro que enlaza conmigo, destruiré la MacArthur.

Blaine asintió fríamente.

—Entendido, señor.

—Entonces, está claro. —La expresión del almirante no cambió—. Y actúe deprisa, capitán Blaine.

—¿Y qué me dice del transbordador? —preguntó Rod—. Señor, tengo que hablar con el transbordador…

—Yo me encargaré de avisar al personal del transbordador, capitán. No. No habrá ninguna transmisión desde su nave.

—De acuerdo, señor. —Rod miró a su alrededor, en el puente. Todos miraban a su alrededor. Los soldados prepararon sus armas, mientras uno de los suboficiales se ocupaba de una escotilla caída.

Dios mío, ¿podré confiar en el intercomunicador?, se preguntaba Rod. Comunicó las órdenes a un mensajero y envió a tres soldados para acompañarle.

—Llama el señor Renner, señor —anunció el altavoz del puente.

—No conteste—masculló Blaine.

De acuerdo, señor.

La batalla por la MacArthur proseguía.

30 • Pesadilla

Había una docena de humanos y dos Marrones-y-blancos a bordo del transbordador. Los pajeños del resto del grupo que estaba en tierra habían informado directamente a la nave embajadora, pero los Fyunch(click) de Whitbread y de Sally se habían quedado a bordo.

—No hay problemas —dijo la pajeña de Whitbread—. Hemos estado viendo al que toma decisiones todos los días.

Quizás lo hubiese. El transbordador estaba atestado, y el taxi para la MacArthur no había llegado.

—¿Qué les pasará? —preguntó—. Lafferty, póngame usted en comunicación con ellos.

Lafferty, el piloto del transbordador, llevaba varios días sin hacer prácticamente nada. Utilizó el rayo comunicador.

—No contestan, señor —dijo. Parecía desconcertado.

—¿Está usted seguro de que el aparato funciona?

—Funcionaba hace una hora —contestó Lafferty—. Vaya… aquí hay una señal. Es de la Lenin, señor.

Apareció en la pantalla la cara del capitán Mijaílov.

—Rueguen, por favor, a los alienígenas que abandonen esa nave —dijo.

Los pajeños parecían al mismo tiempo divertidos, sorprendidos y un poco ofendidos. Se fueron mirando de reojo y bastante desconcertados. Whitbread se encogió de hombros, pero Staley no. Cuando los pajeños estaban en el puente de cámara neumática, Staley cerró la puerta tras ellos.

Entonces apareció Kutuzov.

—Señor Renner, debe usted enviar a todo el personal a bordo de la Lenin. Llevarán trajes de presión y uno de mis botes les recogerá. Los civiles cruzarán una línea y a partir de entonces obedecerán órdenes del piloto de mi bote. Deben llevar aire suficiente para una hora de espacio. No debe usted intentar ponerse en comunicación con la MacArthur. ¿Comprendido?

—Comprendido, señor —balbució Renner.

—Y no admitirá usted alienígenas hasta nuevo aviso.

—Pero ¿qué puedo decirles, señor? —preguntó Renner.

—Les dirá usted que el almirante Kutuzov es un paranoico, señor Renner. Ahora cumpla sus órdenes.

—De acuerdo, señor. —La pantalla se apagó; Renner parecía pálido; ahora está leyendo el pensamiento también él…

—Kevin, ¿qué pasa? —preguntó Sally—. Despertarnos en mitad de la noche y hacernos venir aquí… y ahora Rod no contesta y el almirante quiere arriesgar nuestras vidas y ofender a los pajeños. —Su tono era el de la sobrina del senador Fowler; una dama imperial que había intentado cooperar con la Marina y ya estaba harta.

El doctor Horvath estaba aún más indignado.

—No quiero participar en esto, señor Renner. No tengo ninguna intención de ponerme un traje a presión.

—La Lenin está acercándose a la MacArthur —dijo Whitbread; estaba mirando por la escotilla—. El almirante ha sacado los botes…

Todos se volvieron a mirar. Lafferty enfocó el telescopio del transbordador y transmitió los resultados a las pantallas del puente de la nave. Al cabo de un rato comenzaron a avanzar por el espacio hacia los botes de la Lenin unas figuras, que luego se apartaron para dejar a otros ocupar sus puestos.

—Están abandonando la MacArthur —dijo Staley con incredulidad izó la vista, su rostro anguloso congestionado—. Y uno de los botes de la Lenin se dirige hacia aquí. Señores, tendrán que darse prisa. Creo que no queda mucho tiempo.

—Ya se lo he dicho, yo no voy —insistió el doctor Horvath.

Staley sacó la pistola. En la cabina creció la tensión.

—Doctor, ¿recuerda las órdenes que el Virrey dio al almirante Kutuzov? —preguntó Renner cuidadosamente—. Si no recuerdo mal, dijo que era preferible destruir la MacArthur a que los pajeños obtuvieran cualquier información importante. —La voz de Renner era fría, casi burlona.

Horvath intentó decir algo más. Parecía incapaz de controlarse. Por último se volvió, sin decir palabra, al armario donde estaba su traje de presión. Sally le siguió momentos después.


Horace Bury se había ido a su camarote después de la demostración con la cafetera. Le gustaba trabajar de noche hasta muy tarde, y dormir la siesta, y aunque no tenía en qué trabajar por el momento, seguía con aquel hábito.

Le despertaron las alarmas de la nave. Alguien estaba ordenando a los soldados que se pusiesen el uniforme de combate. Esperó, pero durante un largo rato no sucedió nada más. Luego llegó el hedor. Era un olor sofocante; no recordaba nada parecido. Quintaesencia destilada de máquinas y olor corporal… y cada vez era más intenso.

Sonaron más alarmas.

—PREPÁRENSE PARA VACÍO INTENSO. TODO EL PERSONAL DEBE PONERSE LOS TRAJES DE PRESIÓN. TODO EL PERSONAL MILITAR SE PONDRÁ LA ARMADURA DE COMBATE. PREPÁRENSE PARA VACÍO INTENSO.

Nabil lloraba dominado por el pánico.

—¡Imbécil! ¡Tu traje! —gritó Bury, y corrió a por el suyo. Sólo después de respirar el aire normal de la nave volvió a escuchar las alarmas.

Las voces tenían un sonido extraño. No llegaban a través del intercomunicador, estaban… hablando a gritos por los pasillos.

—LOS CIVILES DEBEN ABANDONAR LA NAVE. QUE SE PREPARE PARA ABANDONAR LA NAVE TODO EL PERSONAL CIVIL.

No había duda. Bury casi sonreía. ¿Sería un simulacro? Pero la confusión parecía excesiva. Oyó pasar un escuadrón de soldados con armadura de combate, las armas dispuestas. La sonrisa se esfumó y Bury miró a su alrededor para ver qué posesiones podría salvar.

Se oyeron más gritos. Apareció un oficial en el pasillo exterior y comenzó a gritar con voz innecesariamente alta. Los civiles debían abandonar la MacArthur. Podría llevar una bolsa cada uno de ellos pero tendrían que tener una mano libre.

¡Por las barbas del Profeta! ¿Cuál podía ser el motivo de todo aquello? ¿Habrían salvado el metal aurífero asteroidal, el superconductor de calor?

Desde luego, no salvarían la preciosa cafetera que se limpiaba automáticamente. ¿Qué salvaría él?

La gravedad de la nave disminuyó notablemente. Giraban dentro de ella los motores eliminando la rotación. Bury se apresuró a reunir los artículos que necesitaba cualquier viajero sin considerar su precio. Podrían adquirir nuevamente las cosas superfluas, pero…

Las miniaturas. Tenía que sacar aquel tanque de aire de la cámara neumática D. ¿Y si le asignasen a una cámara neumática distinta?

Empaquetó sus cosas rápidamente. Dos maletas, una de ellas para que la llevara Nabil. Ahora que tenía órdenes, Nabil actuaba con bastante rapidez. Fuera se oían más gritos confusos, y pasaban constantemente los soldados. Todos llevaban armas y armadura de combate.

El traje comenzó a hincharse. La nave perdía presión, y Bury perdió toda esperanza de que se tratase de un simulacro o un ejercicio. Parte del equipo científico no podía soportar el vacío intenso… y nadie había ido a la cabina para comprobar su traje de presión. La Marina no arriesgaba las vidas de los pasajeros en un simple ejercicio de entrenamiento.

Entró un oficial en el pasillo. Bury oyó su áspera voz hablando en tono mortalmente frío. Nabil permanecía vacilante y Bury se acercó a él y conectó el sistema de comunicaciones de su traje.

—TODO EL PERSONAL CIVIL DEBE DIRIGIRSE A LA CÁMARA NEUMÁTICA MÁS PRÓXIMA EN EL FLANCO DE ESTRIBOR —decía aquella voz sin emociones; la Marina siempre hablaba así cuando había auténtico peligro; esto convenció del todo a Bury—. LA EVACUACIÓN DE CIVILES SE REALIZARÁ SÓLO A TRAVÉS DE LAS CÁMARAS DE ESTRIBOR. Si NO ESTÁ SEGURO DE LA DIRECCIÓN QUE DEBE SEGUIR, PREGUNTE A CUALQUIER OFICIAL O A CUALQUIER SOLDADO. ACTÚEN CON CALMA, POR FAVOR. HAY TIEMPO SUFICIENTE PARA EVACUAR A TODO EL PERSONAL. —El oficial pasó flotando y penetró en otro pasillo.

¿Estribor? Bien. Inteligentemente, Nabil había ocultado el tanque en la cámara neumática más próxima. Bendito sea Alá… Aquella cámara quedaba del lado de estribor. Avanzó hacia su criado y comenzó a arrastrarse apoyándose en una agarradera tras otra. Nabil avanzaba grácilmente; había adquirido mucha práctica durante el tiempo que llevaban confinados.

En el pasillo, había una confusa multitud. Bury vio tras él un escuadrón de infantes de marina que penetraba en el pasillo. Miraban hacia atrás y disparaban en la misma dirección de la que venían. Respondió otro fuego y brotó sangre brillante formando glóbulos decrecientes al correr sobre el acero de la nave.

Arriba parpadeaban las luces.

Un suboficial bajó flotando por el pasillo y cayó detrás de ellos.

—No se detengan, no se detengan —murmuró—. Dios bendiga a los muchachos.

—¿Contra qué disparan?—preguntó Bury.

—Miniaturas —masculló el suboficial—. Si toman este pasillo, vayase rápidamente, señor Bury. Esos cabrones tienen armas.

—¿Son Marrones? —preguntó incrédulo Bury—. ¿Marrones?

—Sí, señor. Hay una auténtica plaga de esos pequeños hijos de puta en la nave. Cambiaron las plantas aéreas para que se ajustaran a ellos… Continúe, señor. Por favor. Los muchachos no podrán contenerles mucho tiempo.

Bury se agarró a un soporte y se lanzó hasta el final del pasillo, donde le sujetó diestramente un técnico espacial. ¿Marrones? Pero si habían limpiado la nave de ellos…

En la cámara neumática había una auténtica multitud. Seguían llegando civiles y personal de la Marina no combatiente. Bury se abrió camino a empujones hasta el depósito. Menos mal. Aún seguía allí. Lo cogió y se lo entregó a Nabil. Nabil lo fijó en el traje de su amo.

—Eso no será necesario, señor —dijo el oficial.

Bury comprendió que estaba oyéndole a través de la atmósfera. Allí había presión… pero no habían atravesado ninguna puerta de presión… ¡Los Marrones! Ellos habían construido la barrera de presión invisible que tenía en su nave la minera. ¡No podía desprenderse de aquello!

—Uno nunca sabe —murmuró Bury dirigiéndose al oficial. Éste se encogió de hombros e introdujo a otros dos en el mecanismo de ciclaje. Luego le tocó a Bury. El oficial les hizo una seña para que pasasen.

La cámara cicló. Bury tocó a Nabil en el hombro y le hizo una señal. Nabil fue, arrastrándose por el cable, hacia el negro exterior. Delante sólo había negrura, sin estrellas, sin nada. ¿Qué había allí fuera? Bury se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Alabado sea Alá, él es el único… ¡No! Llevaba el tanque sobre los hombros… ¡Dentro de él había dos criaturas en animación suspendida! Eran de un valor incalculable. ¡Su tecnología era superior a todo lo que había hecho el Primer Imperio! Un río interminable de nuevos inventos y proyectos y mejoras. Sólo que… ¿Qué clase de botella mágica había abierto?

Cruzaban el agujero del Campo de la MacArthur, que estaba estrechamente controlado. Fuera se veía sólo la negrura del espacio, y delante una forma negra más oscura. Otros cables llevaban a ella desde otros agujeros del campo de la MacArthur. Y minúsculas arañas corrían a través de ellos. Detrás de Bury había otro hombre con traje espacial y detrás de aquél, otro más. Nabil y los demás estaban delante de él y… sus ojos se ajustaban ahora rápidamente. Podía ver matices rojo intenso del Saco de Carbón, y el borrón que había delante debía de ser el Campo de la Lenin. ¿Iba a tener que recorrer arrastrándose por el cable todo aquello? No, había botes fuera, las arañas espaciales se amontonaron en ellos.

El bote se acercaba. Bury se volvió para echar una mirada de adiós a la MacArthur. En el transcurso de su larga existencia había dicho adiós a innumerables casas temporales. La MacArthur no había sido la mejor de ellas.

Pensaba en la tecnología que estaba destruyéndose. La maquinaria perfeccionada por los Marrones, la cafetera mágica. También lamentaba un poco lo sucedido. La tripulación de la MacArthur le estaba sinceramente agradecida por la ayuda que les había prestado con el café, y su demostración le había hecho muy popular entre los oficiales. Había ido bien… quizás… Quizas en la Lenin…

Ahora la cámara neumática era pequeña. Una hilera de refugiados le seguía a lo largo del cable. No podía ver el transbordador donde debía de estar su pajeño. ¿No volvería a verle?

Contemplaba directamente al individuo de traje espacial que iba detrás de él. No llevaba equipaje, y estaba adelantando a Bury porque tenía las dos manos libres. En su placa facial brillaba la luz de la Lenin. Cuando Bury observaba, la cabeza de la figura se movió ligeramente y la luz relumbró directamente sobre la placa facial.

Bury vio que por lo menos tres pares de ojos le miraban fijamente. Atisbo las pequeñas caras.

Más tarde Bury pensaría que nunca en su vida había pensado tan deprisa como entonces. Contempló por un instante a la figura que se acercaba a él mientras su mente giraba en un torbellino, y luego… Pero los hombres que oyeron su grito dijeron que era el alarido de un loco, o de un hombre al que están desollando vivo.

Luego Bury les lanzó su cartera.

En su grito siguiente articuló palabras:

—¡Están dentro de ese traje! ¡Están ahí dentro! —hurgaba ahora en su espalda, soltando el tanque de aire. Colocó el cilindro sobre su cabeza, con ambas manos, y lo tiró también.

El traje de presión recogió su cartera, torpemente. Un par de miniaturas que había en los brazos intentaban maniobrar con los dedos… perdieron el punto de apoyo, intentaron recuperarlo. El cilindro metálico golpeó en la placa facial, astillándola.

Luego el espacio se llenó de pequeños cuerpos móviles, que agitaban seis miembros mientras un globo espectral de aire se los llevaba. Con ellos iba otra cosa, algo que tenía forma de balón de fútbol. Algo que Bury pudo reconocer. Era lo que habían utilizado para engañar al oficial de la cámara neumática. Una cabeza humana cortada.

Bury descubrió que estaba flotando a tres metros del cable. Inspiró profundamente, tembloroso. Bueno: había tirado el tanque de aire correcto. Bienaventurado sea Alá.

Esperó hasta que una masa de forma humana salió del bote de la Lenin con propulsores dorsales para remolcarlo. El contacto le hizo estremecerse. Quizás el hombre se preguntase por qué Bury miraba con tanta ansiedad su placa facial. Quizás no.

31 • Derrota

La MacArthur se balanceó bruscamente. Rod accionó el intercomunicador y gritó:

—¡Teniente Sinclair! ¿Qué demonios está haciendo?

La respuesta era casi inaudible.

—Eso no lo estoy haciendo yo, capitán. No tengo el menor control de los propulsores de situación y apenas del resto.

—Oh, Dios mío —exclamó Blaine.

La imagen de Sinclair se desvaneció de las pantallas. Se apagaron también otras pantallas. De pronto el puente quedó a oscuras. Rod probó los circuitos alternos. Nada.

—Computadora desactivada —informó Crawford—. No recibo nada.

—Intente por la línea directa. Póngame con Cargill —dijo Rod.

—Está en línea, capitán.

—Jack, ¿cuál es la situación ahí atrás?

—Mala, capitán. Estoy cercado aquí dentro, y no tengo comunicaciones más que por líneas directas… y no todas.

La MacArthur se balanceó de nuevo al suceder algo en la parte posterior.

—¡Capitán! —informó nervioso Cargill—. ¡Según informa el teniente Piper los Marrones están luchando entre sí en la cocina principal! ¡Una verdadera batalla campal!

—Demonios, ¿cuántos monstruos de ésos tenemos a bordo?

—¡No lo sé, capitán! Puede que centenares. Deben de haber vaciado todos los cañones de la nave, y además se han propagado por todas partes. Están… —la voz de Cargill se cortó.

—¡Jack! —gritó Rod—. Operador, ¿tenemos una línea alternativa con el primer teniente?

Antes de que pudieran contestarle, volvió a aparecer Cargill.

—Están muy cerca, capitán. Han salido dos miniaturas armadas de la computadora auxiliar de control de fuego. Los matamos.

Blaine pensaba con vertiginosa rapidez. Estaba perdiendo todos sus circuitos de mando, y no sabía cuántos hombres le quedaban. La computadora estaba embrujada. Aunque recuperasen el control de la MacArthur, era muy posible que no pudiese utilizarse en el espacio.

—¿Aún sigue usted ahí, Número Uno?

—Aquí sigo, señor.

—Voy a bajar a la cámara neumática a hablar con el almirante. Si no le llamo en el plazo de quince minutos, abandone la nave. Quince minutos, Jack. No lo olvide.

—No lo olvidaré, señor.

—Y puede usted empezar a reunir a la tripulación. Sólo las escotillas de estribor, Jack… es decir, si la nave sigue orientada en la misma posición. Los oficiales de las cámaras tienen órdenes de cerrar los agujeros del Campo si la posición cambia.

Rod avanzó hacia su tripulación del puente y comenzó a abrirse camino hacia las cámaras neumáticas. Reinaba gran confusión en los pasillos. Algunos estaban llenos de nubes amarillas… cifógeno. Había tenido la esperanza de acabar con los pajeños utilizando gases, pero no había resultado y no sabía por qué.

Los infantes de marina habían arrancado una serie de mamparos y habían construido barricadas con ellos. Parapetados tras ellas, esperaban atentos, con las armas listas.

—¿Han salido ya los civiles? —preguntó Rod al oficial que estaba al cargo de la cámara.

—Sí, señor. Eso creo. Capitán, mandé a los hombres que hiciesen una pasada por esa zona, pero no me gustaría arriesgarme a enviar más. Los Marrones se han concentrado en el sector de los civiles… como si estuviesen viviendo allí o algo parecido.

—Puede que así fuese, Piper —dijo Blaine.

Avanzó hasta la cámara neumática y orientó su traje hacia la Lenin. El láser de comunicación parpadeó y Rod colgó en el espacio, sujetándose firmemente para mantener abierto el circuito de seguridad.

—¿Cuál es su posición? —preguntó Kutuzov. A regañadientes, sabiendo lo que significaría, Rod se lo explicó.

—¿Qué acción me recomienda? —preguntó el almirante.

—La MacArthur quizás no pueda volver nunca a navegar, señor. Creo que tendré que abandonarla en cuanto haga una incursión para rescatar a los tripulantes que hayan podido quedar atrapados.

—¿Dónde estará usted?

—Al mando del grupo de rescate, señor.

—No —la voz era tranquila—. Acepto su recomendación, capitán, pero le ordeno que abandone su nave. Reseñe esta orden, comandante Borman —añadió dirigiéndose a alguien de su puente—. Debe usted dar la orden de abandonar la nave, ceder el mando a su primer teniente e informar a bordo del transborbador Número 2 de la Lenin. Inmediatamente.

—Señor… Señor, solicito permiso para permanecer en mi nave hasta que mi tripulación esté segura.

—Solicitud denegada, capitán —respondió implacable el almirante—. Aprecio su valor, capitán. ¿Tiene usted el suficiente para vivir cuando pierda su mando?

—Señor… —¡Oh, maldita sea! Rod se volvió hacia la MacArthur, rompiendo el circuito de seguridad. Había lucha en la cámara neumática. Varias miniaturas habían disuelto el mamparo que había frente a la barricada de los infantes de marina y éstos disparaban por el hueco. Blaine rechinó los dientes y apartó la vista del combate—. ¡Almirante, no puede usted ordenarme que abandone a mi tripulación y huya!

—¿Que no puedo? ¿Le cuesta trabajo admitirlo, capitán? ¿Cree que murmurarán de usted durante el resto de su vida, tiene miedo a eso? ¿Y me dice usted eso a mí? Cumpla las órdenes, capitán Blaine.

—No las cumpliré, señor.

—¿Desobedece usted una orden directa, capitán?

—No puedo aceptar esa orden, señor. La MacArthur es aún mi nave.

Hubo una larga pausa.

—Su respeto a la tradición de la Marina es admirable, capitán, pero estúpido. Es posible que sea usted el único oficial del Imperio que pueda idear una defensa contra esta amenaza. Sabe usted más sobre los alienígenas que ningún otro oficial de la flota. Ese conocimiento vale más que su nave. Vale más que todos los hombres que hay a bordo de su nave, ahora que han sido evacuados ya los civiles. No puedo permitirle morir, capitán. Tendrá usted que abandonar esa nave aunque para ello tenga que enviar un nuevo oficial para hacerse cargo del mando.

—Nunca me encontraría, almirante. Excúseme, señor, tengo que hacer.

—¡Un momento! —hubo otra pausa—. Está bien, capitán. Haré un trato con usted. Si se mantiene en comunicación conmigo, le permitiré que se quede a bordo de la MacArthur hasta que decida usted abandonarla y destruirla. En el instante en que pierda usted la comunicación conmigo dejará de estar al mando de la MacArthur. ¿Será necesario que envíe ahí al teniente Borman?

Lo malo, pensó Rod, es que tiene razón. La MacArthur está condenada. Cargill puede sacar a la tripulación igual que yo. Puede que yo sepa algo importante. Pero ¡es mi nave!

Aceptaré su proposición, señor. De todos modos, puedo dirigir las operaciones mucho mejor desde aquí. No hay comunicaciones en el puente.

—Está bien. Entonces tengo su palabra, —El circuito se apagó. Rod se volvió a la cámara neumática. Los infantes de marina habían triunfado en su escaramuza, y Piper le hacía señas. Rod subió a bordo.

—Aquí el teniente Cargill —dijo el intercomunicador—. ¿Capitán?

—Sí, Jack…

—Estamos abriéndonos paso hasta el lado de estribor, capitán. Sinclair tiene a sus hombres preparados para salir. Dice que no puede defender las salas de motores sin refuerzos. Y un mensajero me dice que hay civiles atrapados en la sala de suboficiales de estribor. Hay con ellos un escuadrón de infantes de marina, pero la lucha es muy dura.

—Hemos recibido órdenes de abandonar la nave y destruirla, Número Uno.

—Está bien, señor.

—Tenemos que rescatar a esos civiles. ¿Puede usted mantener una ruta desde el mamparo 160 hacia adelante? Quizás yo pueda ayudar a que los científicos lleguen hasta allí.

—Creo que podremos, señor. Pero, capitán, ¡no puedo llegar a la sala del generador del Campo! ¿Cómo destruiremos la nave?

—Me cuidaré también de eso. Haga lo que le digo, Número Uno, deprisa.

—De acuerdo, capitán.

Destruir la nave. Le parecía irreal. Inspiró vigorosamente. El aire del traje tenía un agudo sabor metálico. O quizás no fuese el aire.


Transcurrió casi una hora hasta que uno de los botes de la Lenin se situó junto al transbordador. Le oyeron aproximarse en silencio.

—Retransmisión desde la MacArthur a través de la Lenin, señor —dijo el piloto. La pantalla se iluminó.

La cara de la pantalla tenía los rasgos de Rod Blaine, pero no era su cara. Sally no le reconoció. Parecía más viejo y tenía los ojos… muertos. Les miró fijamente y ellos le miraron también. Por último, Sally dijo:

—Pero ¿qué pasa, Rod?

Blaine la miró a los ojos y luego desvió la vista. Su expresión no había cambiado. A Sally le recordó algo encerrado en una botella en el Museo Imperial.

—Señor Renner —dijo la imagen—, envíe a todo el personal a través del cable al bote de la Lenin. Deben abandonar el transbordador. Recibirán órdenes del piloto del bote. Obedezcan al pie de la letra. No tendrán una segunda oportunidad, así que no discutan. Hagan lo que les diga.

—Un momento —gritó Horvath—. Yo… Pero Rod le cortó.

—Doctor, por razones que ya entenderá usted más tarde, no le explicaremos nada. Debe hacer simplemente lo que le dicen.

Volvió a mirar a Sally. Sus ojos cambiaron, sólo un poco. Quizás hubiese en ellos preocupación. Algo, una pequeña chispa de vida, brilló un instante en ellos. Ella intentó sonreír, pero fracasó.

—Por favor, Sally —dijo él—. Siga exactamente las instrucciones del piloto de la Lenin. Nada más. Salgan. Inmediatamente.

Todos permanecieron inmóviles. Sally se volvió con un suspiro hacia la cámara neumática.

—Vamos —dijo. Intentó sonreír de nuevo, pero sólo consiguió parecer más nerviosa.

La cámara neumática de estribor había sido conectada de nuevo a la nave embajadora. Salieron por la escotilla de babor. La tripulación del bote de la Lenin había tendido ya cables hasta el transbordador. El bote era casi un hermano gemelo del transbordador de la MacArthur, un vehículo de techo liso con un escudo delantero como una pala cargadora colgando por debajo del morro.

Sally se deslizó grácilmente por el cable hasta el transbordador de la Lenin y luego cruzó cautelosamente la escotilla. Cuando entró en la cámara neumática, se detuvo. El mecanismo cicló, y ella sintió de nuevo la presión. Su traje era de un tejido que se ajustaba como una piel suplementaria. Lo cubría una prenda amplia y protectora. El único espacio que había dentro del traje que no llenaba ella era el casco que se unía al tejido en el cuello.

—Será necesario hacer una inspección, señor —dijo un oficial de voz gutural. Miró a su alrededor: en la cabina neumática, junto a ella, había dos infantes de marina armados. No la apuntaban con sus armas… al menos claramente. Permanecían alerta, y tenían miedo.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Todo a su tiempo, señora —dijo el oficial.

La ayudó a soltarse el estuche de las botellas de aire de su traje. Era un recipiente de plástico transparente. El oficial miró el interior del casco de ella después de quitárselo y lo colocó con las demás cosas.

—Gracias —murmuró—. Ahora continúe, por favor. Los otros vendrán después.

Renner y el resto del personal militar fueron tratados de otro modo.

—Desnúdense —dijo el oficial—. Del todo, por favor.

Los infantes de marina ni siquiera tuvieron el detalle de desviar sus armas. Sólo les permitieron seguir adelante cuando se desnudaron del todo; Renner tuvo incluso que poner su anillo en el recipiente de plástico. Otro oficial le indicó la armadura de combate, y dos soldados le ayudaron a ponérsela. Ahora no había ya armas a la vista.

—Es el striptease más idiota que he visto —dijo Renner al piloto; éste asintió—. ¿Le importaría decirme qué es lo que pasa?

—Ya se lo explicará su capitán, señor—dijo el piloto.

—¡Más Marrones! —exclamó Renner.

—¿Es eso, señor Renner? —le preguntó Whitbread, que estaba detrás de él. El guardiamarina se ponía la armadura de combate de acuerdo con las instrucciones. No se atrevía a preguntar a ningún otro, pero con Renner le resultaba más fácil hablar.

Renner se encogió de hombros. La situación tenía un aire irreal. El transbordador estaba lleno de infantes de marina y de armaduras… muchos eran infantes de marina de la MacArthur, El artillero Kelley miraba impasible junto a la cámara neumática, apuntando con su arma a la puerta.

—Ya están todos —proclamó una voz.

—¿Dónde está el capellán Hardy? —preguntó Renner.

—Con los civiles, señor —contestó el piloto—. Un momento, por favor. —Accionó el tablero de comunicaciones. La pantalla se iluminó con la cara de Blaine.

—Circuito seguro, señor—comunicó el piloto.

—Gracias, Staley.

—¿Sí, capitán? —contestó el guardiamarina.

—Señor Staley, este transbordador pronto volverá a la Lenin. Los civiles y la tripulación del transbordador, salvo el piloto Lafferty, pasarán al crucero de combate, donde serán inspeccionados por seguridad personal. Después de que ellos se hayan ido, se hará usted cargo del mando del transbordador Número 1 de la Lenin y se dirigirá hacia la MacArthur. Debe usted abordar la MacArthur por el lado de estribor, inmediatamente después de la sala de suboficiales de estribor. Su misión será crear un conflicto que distraiga al enemigo y que le haga concentrar todas las fuerzas que tenga en esa zona, con el fin de ayudar a un grupo de civiles y de infantes de marina atrapados en la sala de suboficiales para que puedan escapar. Enviará usted a Kelley y a sus hombres a la sala de oficiales con traje de presión y armaduras de combate para veinticinco hombres. El equipo está ya a bordo. Envíe, pues, a ese grupo. El teniente Cargill ha asegurado el camino a partir del mamparo 160.

—Entendido, señor —Staley parecía no creerlo. Se quedó casi rígido, muy atento, pese a la ausencia de gravedad del transbordador.

Blaine casi sonrió. Al menos hubo un leve movimiento en sus labios.

—El enemigo, señor, son varios centenares de miniaturas de pajeños. Tienen armas manuales. Algunos tienen máscaras antigás. No están bien organizados, pero son muy peligrosos. Debe usted comprobar que no quedan pasajeros ni tripulantes en la sección de estribor de la MacArthur. Cumplida esta misión, conducirá usted a un grupo hasta la cocina de la tripulación para rescatar la cafetera. Pero asegúrese de que está vacía, señor Staley.

—¿La cafetera? —preguntó Renner, asombrado. Whitbread movió la cabeza tras él y murmuró algo a Potter.

—La cafetera, señor Renner. Ha sido modificada por los alienígenas y la técnica utilizada puede ser de un gran valor para el Imperio. Verá usted otros objetos extraños, señor Staley. Utilice su criterio y elija los que le parezcan más adecuados… pero en ningún caso seleccione usted algo que pudiese contener un alienígena vivo. Y vigile a sus hombres. Las miniaturas han matado a varias personas y, utilizando sus cabezas como camuflaje, se han introducido en armaduras de combate. Asegúrese de que un hombre con la armadura es un hombre, señor Staley. No les hemos visto intentarlo hasta ahora con un traje de presión ajustado, pero tengan mucho cuidado.

—Lo tendré, señor —aseguró Staley—. ¿Podemos recuperar el control de la nave?

—No. —Blaine luchaba claramente por controlarse—. No tiene usted mucho tiempo, señor. Cuarenta minutos después de que entre usted en la MacArthur, active todos los sistemas de destrucción convencionales, luego conecte el cronometrador de aquel torpedo que preparamos. Pase a informarme una vez hecho esto en la entrada principal de babor. Cincuenta y cinco minutos después de que entre usted, la Lenin comenzará a disparar contra la MacArthur irremisiblemente. ¿Ha entendido?

—Perfectamente, señor —contestó Horst Staley. Miró a los otros. Potter y Whitbread le miraron inseguros.

—Capitán —dijo Renner—. Señor, le recuerdo que yo soy aquí el oficial más veterano.

—Lo sé, Renner. También tengo una misión para usted. Debe volvercon el capellán Hardy al transbordador de la MacArthur y ayudarle a recuperar el equipo y las notas que necesite. Irá otro de los botes de la Lenin con ese objeto, y encargúese de que todo quede empaquetado en un recipientesellado que llevará el bote.

—Pero… señor, ¡yo debería dirigir el grupo de abordaje!

—Usted no es un oficial de combate. ¿Recuerda lo que me dijo ayer?

Renner lo recordaba.

—No le dije que fuese un cobarde —replicó.

—Lo sé perfectamente. También sé que probablemente sea usted el oficial más impredecible que tenemos. Al capellán se le ha dicho únicamente que hay una epidemia a bordo de la MacArthur, y que volvemos al Imperio antes de que se extienda. Ésa será la versión oficial para los pajeños. Quizás no la crean, pero Hardy tendrá más posibilidades de convencerles si está convencido él mismo. Pero, de todos modos, tiene que estar con él alguien que conozca la verdadera situación.

—Uno de los guardiamarinas…

—Señor Renner, vuelva a bordo del transbordador de la MacArthur. Staley, tiene usted ya sus órdenes.

—Entendido, señor.

Renner se fue, fuera de sí.


Tres guardiamarinas y una docena de soldados colgaban de las redes de choque en la cabina principal del transbordador de la Lenin. Se habían ido los civiles y la tripulación regular, y el bote se apartaba de la masa negra de la Lenin.

—Muy bien, Lafferty —dijo Staley—. Vamos al lado de estribor de la MacArthur. Si no nos atacan, se colocará en posición para el abordaje, junto a los depósitos situados después del mamparo 185.

—De acuerdo, señor.

Lafferty no reaccionó de forma apreciable. Era un hombre huesudo, un sencillo habitante de Tabletop. Tenía el pelo rubio ceniza y lo llevaba muy corto, y su cara era toda planos y ángulos.

La red de choque estaba diseñada para grandes impactos. Los guardiamarinas colgaban como moscas en una monstruosa tela de araña. Staley miró a Whitbread. Whitbread miraba a Potter. Ambos apartaron la vista de los soldados que había tras ellos.

—De acuerdo. Vamos —ordenó Staley. El vehículo arrancó.


El auténtico casco defensivo de toda nave de guerra es el Campo Langston. Ningún objeto material podía soportar el calor calcinante de las bombas de fusión y de los láser de alta energía. Dado que nada puede traspasar el Campo, y que el fuego defensivo de la nave evapora cualquier cosa que esté debajo, el casco de una nave de guerra es una piel relativamente fina. Es, sin embargo, sólo relativamente fina. Una nave debe ser lo suficientemente rígida para soportar la alta aceleración y el salto.

Pero algunos compartimientos y depósitos son grandes, y en teoría pueden ser aplastados por un choque, si es bastante fuerte. En la práctica… Que Staley, que hurgaba frenéticamente en su memoria, pudiese recordar, nadie había llevado nunca a un grupo de combate a bordo de una nave de aquel modo. Estaba en el Libro, sin embargo. Se podía llegar a bordo de una nave averiada con el Campo intacto embistiendo de frente. Staley se preguntó qué loco condenado lo habría intentado por primera vez.

La gran burbuja negra que cerraba la MacArthur se convirtió en una sólida pared negra sin movimiento visible. Luego, el escudo en forma de palas cargadoras se alzó. Horst observó cómo el negror crecía en la pantalla visual delantera por encima del hombro de Lafferty.

El transbordador se lanzó hacia atrás. Un instante de frío cuando pasaron a través del Campo, luego el rechinar del metal. Se detuvieron.

Staley soltó su red de choque.

—Actuemos —ordenó—. Kelley, tenemos que abrirnos camino a través de esos depósitos.

—De acuerdo, señor.

Los soldados pasaron rápidamente. Dos apuntaron con un gran cortador de láser al metal que había sido en tiempos pared interior de un depósito de hidrógeno. Unos cables unían el arma con el transbordador.

La pared del depósito cayó, y parte de ella estuvo a punto de aplastar a los soldados. Brotó más aire, en un silbido, y fueron cayendo, como hojas otoñales, miniaturas de pajeños muertas.

Las paredes del pasillo habían desaparecido. Donde había habido una serie de compartimentos, no había ahora más que un montón de ruinas, mamparos destrozados, maquinaria surrealista, y miniaturas muertas por todas partes. Parecía que ninguno tuviese traje de presión.

—Dios mío —murmuró Staley—. Bueno, Kelley, adelante con esos trajes. Vamos.

Se lanzó hacia delante por encima de las ruinas, hasta llegar a la puerta del siguiente compartimiento de atmósfera aislada.

—¿Cuál es la presión al otro lado? —preguntó; cogió la caja de comunicaciones del mamparo y conectó el micrófono de su traje—. ¿Hay alguien ahí?

—Aquí el cabo Hasner, señor —contestó rápidamente una voz—. Tenga cuidado ahí, esa zona está llena de miniaturas.

—Ya no —contestó Staley—. ¿En qué situación se encuentra usted ahí?

—Aquí hay nueve civiles sin traje, señor. Quedan tres soldados vivos. No sabemos cómo sacar a los científicos sin trajes.

—Nosotros traemos trajes —dijo Staley—. ¿Podrá usted proteger a los civiles hasta que traspasemos esta puerta? Estamos en vacío.

—Sí, señor. Espere un minuto.

Algo giró. Los instrumentos mostraban que la presión disminuía al otro lado del mamparo. Luego giraron las abrazaderas. La puerta se abrió y apareció una figura cubierta de armadura de combate dentro de la sala de suboficiales. Detrás de Hasner, otros soldados enfilaron sus armas hacia Staley cuando entró. Tras ellos… Staley lanzó un gemido.

Los civiles estaban al otro lado del compartimiento. Llevaban las batas blancas habituales del equipo científico: Staley reconoció al doctor Blevins, el veterinario. Los civiles hablaban entre ellos…

—¡Pero aquí dentro no hay aire! —gritó Staley.

—Aquí no, señor —dijo Hasner—. Una especie de caja establece como una cortina allí, señor Staley. El aire no puede atravesarla, pero nosotros sí.

Kelley lanzó un gruñido y dirigió a su escuadrón hacia la sala de suboficiales. Entregaron los trajes a los civiles.

Staley hizo un gesto de asombro.

—Kelley, hágase cargo aquí. Que siga adelante todo el mundo… ¡Y llévese con usted esa caja si puede moverla!

—Se mueve —dijo Blevins; hablaba por el micrófono del casco que Kelley le había entregado, pero aún no se lo había puesto—. Puede conectarse y desconectarse, además. El cabo Hasner mató algunas miniaturas que estaban manipulándola.

—Muy bien. Nos la llevaremos —dijo Staley—. Que vayan saliendo, Kelley.

—¡Señor! —el soldado cruzó apresuradamente a través de la barrera invisible; tuvo que empujar—. Es igual que… como una especie de Campo, señor Staley. Sólo que no tan denso.

Staley carraspeó y se acercó a los otros guardiamarinas.

—La cafetera —dijo; parecía como si no lo creyera—. Lafferty. Kruppman. Janowith. Ustedes vendrán con nosotros. —Volvió de nuevo a las ruinas que había más allá.

Al otro extremo había una puerta doble aislante en el pasillo, y Staley indicó a Whitbread que la abriera. Los cierres cedieron fácilmente, y se amontonaron en la pequeña cámara neumática para atisbar a través del grueso cristal el principal pasillo de conexión de estribor.

—Parece bastante normal —murmuró Whitbread.

Lo parecía. Cruzaron la cámara neumática en dos ciclos y siguieron impulsándose con las abrazaderas de las paredes del pasillo hasta la entrada del comedor principal de la tripulación.

Staley miró a través del grueso cristal el compartimiento comedor.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasa, Horst? —preguntó Whitbread. Pegó su casco al de Staley. En el compartimiento había docenas de miniaturas. La mayoría llevaban armas láser y estaban disparándose entre sí. No había orden de ningún tipo en aquella batalla. Parecía como si cada una de las miniaturas disparase contra todas las demás, aunque quizás se tratase sólo de una primera impresión. El compartimiento estaba lleno de una niebla rosada: sangre pajeña. Fájenos muertos y heridos flotaban en una danza loca mientras la habitación parpadeaba con líneas de luz verdeazulada.

—No entremos —murmuró Staley; recordó que hablaba a través de la radio de su traje y alzó la voz—. Nunca saldríamos vivos de ahí. Olvidemos la cafetera. —Siguieron a través del pasillo buscando más supervivientes humanos.

No había ninguno. Staley les condujo de vuelta hacia el comedor de la tripulación.

—Kruppman —aulló—, coja a Hanowith y sitúe este pasillo en vacío. Queme los mamparos, utilice granadas… cualquier cosa, pero déjelo todo en vacío. Y luego salga rápidamente de esta nave.

—De acuerdo, señor.

Cuando los soldados doblaron una esquina del pasillo de acero, los guardiamarinas perdieron contacto con ellos. Las radios de los trajes sólo funcionaban en la línea de visión. Sin embargo, aún podían oírse. La MacArthur resonaba por todas partes. Agudos chillidos, repiqueteo de metal roto, zumbidos… todo aquello resultaba extraño.

—Ya no es nuestra —murmuró Potter.

Hubo un silbido. El pasillo estaba en vacío. Staley arrojó una granada contra el mamparo del comedor y retrocedió doblando una esquina. Relampagueó la luz un instante, y Staley volvió de nuevo a disparar su láser manual en el punto aún llameante del mamparo. Los otros dispararon con él.

La pared comenzó a hincharse y luego reventó. El aire silbó en el pasillo, con una nube de pajeños muertos. Staley giró los cierres de la entrada de la cámara, pero no pasó nada. Implacablemente, quemaron el mamparo hasta que el agujero fue lo bastante grande para permitirles entrar.

No había huella de miniaturas vivas.

—¿Por qué no hacemos lo mismo en toda la nave? —preguntó Whitbread—. Podríamos recuperar el control.

—Quizás —convino Staley—. Lafferty, coja la cafetera y llévela por el lado de babor. Deprisa, le cubriremos.

Lafferty se lanzó pasillo adelante en la misma dirección por la que habían desaparecido los soldados.

—¿No sería mejor que fuésemos con él? —preguntó Potter.

—El torpedo —aulló Staley—. Tenemos que detonar el torpedo.

—Pero, Horst —protestó Whitbread—. ¿No podemos hacernos con el control de la nave? No he visto miniaturas con trajes de vacío.

—Pueden construir esas cortinas de presión mágicas —le recordó Staley—. Además, tenemos órdenes.

Indicó que siguieran, y ellos se lanzaron por delante de él. Ahora que la MacArthur estaba vacía de humanos, se apresuraban, abriéndose paso con granadas y rayos láser. Potter y Whitbread se estremecían al pensar los daños que estaba sufriendo la nave. Sus armas no estaban destinadas a destrozar una nave espacial en perfecto funcionamiento.

Los torpedos estaban en el lugar previsto: Staley y Whitbread habían formado parte del grupo que los había soldado al otro lado del generador del Campo. Pero… el generador había desaparecido. Una cubierta hueca ocupaba su lugar.

Potter buscaba los cronómetros que debían disparar el torpedo.

—Espere —ordenó Staley; encontró un cable de intercomunicación y conectó a él su traje.

—Aquí el guardiamarina Horst Staley en el compartimiento del generador del Campo. ¿Hay alguien ahí?

—Sí, señor Staley —contestó una voz—. Un momento, señor, aquí está el capitán —el capitán Blaine tomó la palabra. Staley explicó la situación.

—El generador del Campo ha desaparecido, señor, pero el Campo parece tan fuerte como siempre…

Hubo una larga pausa. Luego, Blaine lanzó un juramento, pero se controló.

—Llevan ustedes retraso ya, señor Staley. Tenemos órdenes de cerrar los agujeros del Campo y subir a bordo de los botes de la Lenin en el plazo de cinco minutos. Jamás conseguirán salir antes de que la Lenin abra fuego.

—No, señor. ¿Y qué debemos hacer? Blaine vaciló un momento.

—Tendré que comunicar esto al almirante. Quédense donde están. Un súbito estruendo les lanzó al aire. Luego hubo un silencio y Potter dijo innecesariamente:

—Estamos bajo presión. Los Marrones deben de haber reparado alguna puerta.

—Entonces pronto estarán aquí —dijo Whitbread—. Ya verán lo que es bueno —esperaron—. ¿Qué hará el capitán? —añadió Whitbread.

No había respuesta posible y se quedaron esperando, tensos e inquietos, con las armas preparadas, mientras oían que a su alrededor la MacArthur volvía a la vida. Sus nuevos amos se aproximaban.

—No me iré sin los guardiamarinas —decía Rod al almirante.

—¿Esta usted seguro de que no pueden llegar a la cámara neumática de babor? —preguntó Kutuzov.

—Tardarían más de diez minutos, almirante. Los Marrones controlan esa parte de la nave. Tendrían que abrirse camino luchando.

—¿Qué sugiere entonces?

—Déjeles utilizar los botes salvavidas, señor —contestó Rod.

Había botes salvavidas en varias partes de la nave, y una docena de ellos estaban situados a menos de veinte metros del compartimiento del generador del Campo. Eran esencialmente motores de combustible sólido con cabinas hinchables, proyectados para permitir a un refugiado sobrevivir unas cuantas horas en el caso de que la nave sufriese daños imposibles de reparar… o estuviese a punto de explotar. Ambas cosas podían aplicarse a la situación de la MacArthur.

Las miniaturas deben de haber instalado instrumentos de registro y transmisiones en los botes salvavidas —dijo Kutuzov—. Un medio de proporcionar a los pajeños grandes todos los secretos de la MacArthur. —Habló con algún otro—. ¿Cree usted posible eso, capellán?

Blaine oyó hablar al fondo al capellán Hardy.

—No, señor. Las miniaturas son animales. Siempre me lo han parecido. Y eso dicen los pajeños adultos. Y todas las pruebas justifican la hipótesis. Sólo serían capaces de eso si los dirigiesen adecuadamente… Y, almirante, si hubiesen estado tan ansiosos por comunicarse con los pajeños, puede usted estar seguro de que ya lo habrían hecho.

Da —murmuró Kutuzov—. No merece la pena sacrificar a esos oficiales por nada. Capitán Blaine, deles orden de que utilicen los botes salvavidas. Pero adviértales que no debe salir con ellos ninguna miniatura. En cuanto salgan, vendrá usted inmediatamente a bordo de la Lenin.

Entendido, señor —Rod suspiró aliviado y conectó el intercomunicador con la línea del compartimiento del generador.

—Staley, el almirante dice que pueden utilizar ustedes los botes salvavidas. Procuren que no haya en ellos miniaturas, les registrarán a ustedes antes de que suban a bordo de uno de los botes de la Lenin. Conecten los detonadores de los torpedos y salgan de ahí. ¿Entendido?

—De acuerdo, señor. —Staley se volvió a los otros guardiamarinas—. Los botes salvavidas —gritó—. Rápido…

Alrededor de ellos parpadeó una luz verde.

—¡Bajen los visores! —gritó Whitbread.

Se lanzaron detrás de los torpedos mientras el rayo escudriñaba el compartimiento. Abrió agujeros en los mamparos; luego atravesó las paredes del compartimiento, y por último el propio casco. Salió silbando el aire y el rayo dejó de moverse, pero permaneció fijo allí, arrojando energía a través del casco contra el Campo que se extendía más allá.

Staley alzó su visor solar. Estaba oscurecido con depósitos metálicos de plata. Siguió cuidadosamente el rayo para localizar su origen.

Era una gran arma manual de láser. Para manejarla debían de hacer falta doce miniaturas por lo menos. Algunas de ellas, muertas y secas, colgaban de las abrazaderas manuales dobles.

—Vamonos —ordenó Staley. Insertó una llave en el cierre del panel del torpedo. Potter hizo lo mismo a su lado. Giraron las llaves… les quedaban diez minutos para escapar. Staley comunicó por el intercom:

—Misión cumplida, señor.

Cruzaron la puerta abierta del compartimiento y pasaron al pasillo posterior principal dirigiéndose a popa, impulsándose en las agarraderas de las paredes. Las carreras con gravedad nula eran un juego muy popular, aunque un tanto ilegal, entre los guardiamarinas, y en aquel momento se alegraron de la práctica que habían adquirido. Tras ellos, el cronómetro continuaría su tic-tac…

—Debe de ser aquí —dijo Staley.

Lanzó un rayo contra la puerta, luego abrió un hueco del tamaño de un hombre en el casco exterior. Silbó el aire… las miniaturas les habían encerrado de nuevo en la hedionda atmósfera de Paja Uno, pese a haber llegado después. Colgaban en el vacío agujas de hielo.

Potter localizó los controles de hinchado del bote salvavidas y rompió el cristal que lo cubría con la culata de la pistola. Se apartaron esperando que se hincharan los botes salvavidas. Pero en vez de hincharse se alzó el suelo. Detrás de la cubierta se almacenaba una hilera de conos, de dos metros de diámetro de base cada uno y de unos ocho metros de longitud.

—El Marrón asesino ataca de nuevo —dijo Whitbread.

Los conos eran todos idénticos y parecían recién fabricados. Las miniaturas parecían haber trabajado durante semanas bajo la cubierta, destrozando los botes salvavidas y el resto del equipo para reemplazarlos por… aquellas cosas. Todos los conos tenían una silla de choque retorcida en el extremo mayor y una especie de cohete en la punta.

—Examina esos chimes, Potter—dijo Staley—. Comprueba si hay algún Marrón oculto en ellas.

No parecía haberlos. Salvo el casco cónico, que era sólido, todo lo demás era estructura abierta. Potter estuvo tanteando y mirando mientras sus amigos hacían guardia.

Buscaban una abertura en el cono cuando captó un movimiento con el rabillo del ojo. Cogió una granada de su cinturón y se volvió. Un traje espacial flotaba… junto a la pared del pasillo. Sostenía un pesado láser con ambas manos.

El nerviosismo de Staley se reveló en su voz.

—¡Eh! ¡Identifíquese!

El otro alzó el arma. Potter lanzó una granada.

La explosión se vio taladrada por una intensa luz verde que iluminó espectralmente el pasillo y atravesó uno de los botes salvavidas cónicos.

—¿Era un hombre? —gritó Potter— ¿Qué era? ¡Los brazos se doblaban al revés! Las piernas se proyectaban hacia adelante… ¿Qué era?

—Un enemigo —dijo Staley—. Creo que lo mejor será que salgamos de aquí. Que subamos a bordo de los botes mientras podamos.

Y se subió en el extraño asiento de uno de los conos intactos. Los otros eligieron inmediatamente un asiento cada uno.

Horst descubrió un tablero de control sobre una barra y lo hizo girar hasta situarlo frente a él. No había indicadores por ninguna parte. Inteligentes o no, parecía que todos los pajeños pudiesen descubrir el funcionamiento de una máquina sólo con mirarla.

—Probaré con el botón cuadrado grande —dijo Staley con firmeza. Su voz parecía extrañamente hueca a través de la radio del traje. Pulsó el botón.

Una sección del casco se desprendió bajo él. El cono se balanceó como una honda. Los cohetes llamearon un instante. Frío y negror… y luego salió del Campo.

Salieron del Mar Negro otros dos conos. Horst dirigió frenéticamente la radio de su traje hacia la acechante masa negra de la Lenin situada a no más de un kilómetro de distancia.

—¡Aquí el guardiamarina Staley! Los botes salvavidas han sido modificados. Somos tres, y estamos solos a bordo de ellos…

Un cuarto cono brotó de la negrura. Staley se volvió en su asiento. Parecía un hombre…

Tres armas manuales dispararon simultáneamente. El cuarto cono relampagueó y se fundió, pero ellos siguieron disparando largo rato.

—Uno de los… —Staley no sabía qué informar. Su circuito quizá no fuese seguro.

—Le tenemos a usted en las pantallas, guardiamarina —dijo una voz de fuerte acento—. Apártense de la MacArthur y esperen a que los recojan. ¿Han completado su misión?

—Sí, señor —Staley miró su reloj—. Faltan cuatro minutos, señor.

—Entonces dense prisa —ordenó la voz.

Pero ¿cómo? se preguntaba Staley. Los controles no tenían ninguna función obvia. Mientras buscaba frenéticamente, se encendió su cohete. Pero… él no había tocado nada.

—Mi cohete funciona de nuevo —dijo la voz de Whitbread. Parecía tranquilo… mucho más tranquilo de lo que estaba Staley.

—También el mío —añadió Potter—. A caballo regalado no le mires el diente. Estamos separándonos de la nave.

El rumor continuaba. Aceleraban todos casi a gravedad normal, con Paja Uno en un inmenso y creciente verde a un lado. Al otro, el negro profundo del Saco de Carbón, y el negro aún más intenso de la Lenin. Los botes aceleraron durante largo rato.

32 • La Lenin

El joven guardiamarina ruso tenía un aire orgulloso. Su armadura de combate estaba inmaculada y todo su equipo se ajustaba exactamente al Libro.

—El almirante les ordena que acudan al puente —dijo en un ánglico intachable.

Rod Blaine le siguió indiferente. Flotaron por la cámara neumática de la cubierta hangar número dos de la Lenin hasta una algarabía de saludos de los infantes de marina de Kutuzov. El recibimiento con todos los honores debidos a un capitán de visita no hizo más que aumentar su dolor. Rod había dado sus últimas órdenes, y había sido el último en abandonar su nave. Ahora era un observador, y probablemente fuese la última vez que le rindieran aquellos honores.

A bordo del crucero de guerra todo parecía demasiado grande, aunque él sabía que era sólo una ilusión. Los compartimentos y pasillos de las grandes naves estaban regularizados, con pocas excepciones, y muy bien podría encontrarse a bordo de la MacArthur. Los tripulantes de la Lenin ocupaban sus puestos de combate, y las puertas aislantes estaban cerradas y aseguradas. Había infantes de marina apostados en los controles de paso más importantes pero, aparte de eso, no vieron a nadie, y Rod se alegró de ello. No hubiese sido capaz de enfrentarse a ninguno de los miembros de su antigua tripulación. Ni a los pasajeros.

El puente de la Lenin era enorme. Estaba acondicionado como nave insignia, y además de las pantallas y de los puestos de mando de la propia nave, había una docena de literas para el Estado Mayor del almirante. Rod respondió maquinalmente al saludo del almirante y se hundió agradecido en el asiento. Ni siquiera preguntó dónde estaba el teniente Borman, lugarteniente de Kutuzov y jefe de su equipo. Estaba solo con el almirante en la estación de mando.

La MacArthur aparecía en media docena de las pantallas que había ante él. El último de los botes de la Lenin se alejaba de ella. Staley debe de haber cumplido su misión, pensó Rod. Sólo le quedan ya unos minutos de vida a la MacArthur. Cuando estalle estaré liquidado. Un capitán recién ascendido que pierde su nave en su primera misión… Ni siquiera la influencia del marqués podría borrar aquello. Sintió en su interior un odio ciego contra la Paja y todos sus habitantes.

—¡Maldita sea, deberíamos ser capaces de arrebatársela a ese puñado de… de condenados animales! —estalló.

Kutuzov le miró sorprendido. Sus pobladas cejas se fruncieron, luego se relajaron levemente.

Da. Si eso es todo lo que son. Pero supongo que serán más que eso. En cualquier caso, es demasiado tarde.

—Lo sé, señor. Ya han activado los torpedos.

Dos bombas de hidrógeno. El generador del Campo se evaporaría en milésimas de segundo y la MacArthur… se estremeció al pensarlo. Cuando las pantallas relampagueasen, habría desaparecido. Alzó la vista bruscamente.

—¿Y mis guardiamarinas, almirante? Kutuzov lanzó un gruñido.

—Han desacelerado hasta una órbita más baja y se encuentran más allá del horizonte. Enviaré un bote a por ellos en cuanto termine todo.

Extraño, pensó Rod. Pero no podían venir directamente a la Lenin por órdenes del almirante, y los botes no les proporcionarían verdadera protección cuando estallase la MacArthur. Lo que habían hecho era una precaución innecesaria, pues los torpedos no liberarían una gran fracción de su energía de rayos X y neutrones, pero era comprensible la precaución.

Los cronómetros llegaron silenciosamente al cero. Kutuzov estuvo observando hoscamente otro minuto. Luego otro.

—Los torpedos no estallan —dijo acusadoramente.

—Es cierto, señor —Rod se sentía absolutamente hundido. Y ahora…

—Capitán Mijailov, prepare, por favor, la batería principal para disparar contra la MacArthur. —Kutuzov volvió su mirada sombría hacia Rod—. Me desagrada esto, capitán. Quizás no tanto como a usted, pero me desagrada. ¿Prefiere dar usted mismo la orden? Capitán Mijailov, ¿no le importa?

—No, almirante.

—Gracias, señor —Rod respiró profundamente; un hombre debe matar a su propio perro—. ¡Fuego!


Las batallas espaciales son una visión muy agradable. Las naves se aproximan como lisos huevos negros, sus impulsores radiando luz deslumbradora. Los centelleos de los negros flancos registran las explosiones de los torpedos que han escapado a la destrucción del penetrante color de los lásers secundarios. Las baterías principales vierten energía en los respectivos Campos, y líneas de verde y rubí reflejan polvo interplanetario.

Gradualmente, los Campos comienzan a brillar: rojo apagado, amarillo más claro, verde resplandeciente, a medida que se cargan de energía. Los huevos coloreados están ligados por hilos rojos y verdes de las baterías, y los colores cambian.

Tres líneas verdes ligaron a la Lenin y la MacArthur. No sucedió nada más. El crucero de batalla no se movió y no hizo ninguna tentativa de responder al fuego. Su Campo comenzó a adquirir un brillo rojo, que fue apagándose en amarillo donde los rayos convergían en mitad de las naves. Cuando se hiciese blanco se sobrecargaría y la energía almacenada sería liberada… hacia dentro y hacia fuera. Kutuzov observaba con creciente desconcierto.

—Capitán Mijailov. Por favor retrocedamos un poco. —Las arrugas de la frente del almirante se hicieron más profundas cuando el Impulsor de la Lenin la separó suavemente de la MacArthur.

La MacArthur tenía una tonalidad verde con desvaídos puntos azules. La imagen retrocedía en las pantallas. Los puntos calientes se desvanecieron al desparramarse ligeramente los lásers. A mil kilómetros de distancia, la nave brillaba intensamente en los telescopios.

—Capitán, ¿estamos quietos respecto a la MacArthur? —preguntó Kutuzov.

Da, almirante.

—Parece aproximarse.

Da, almirante. Su campo se está expandiendo.

—¿Expandiendo? —Kutuzov se volvió a Rod—. ¿Tiene usted alguna explicación?

—No, señor. —Rod no quería otra cosa que el olvido; hablar era dolor, calvario inevitable; pero… intentó pensar—. Los Marrones deben de haber reconstruido el generador, señor. Y siempre mejoran lo que reconstruyen.

—Es lástima destruirla —murmuró Kutuzov—. Expandiéndose así, con esa superficie de radiación tan grande, la MacArthur podría enfrentarse con cualquier nave de la flota…

El Campo de la MacArthur había pasado a ser violeta, e inmenso. Llenaba las pantallas, y Kutuzov ajustó la suya multiplicando el aumento por un factor diez. La nave era un gran globo violeta recorrido por hilos verdes. Esperaron, fascinados. Pasaron diez minutos. Quince.

—Ninguna nave había sobrevivido tanto tiempo en violeta —murmuró Kutuzov—. ¿Está usted seguro aún de que tratamos sólo con animales, capitán Blaine?

—Los científicos están convencidos, señor. Y me convencieron a mí —añadió lentamente—. Me gustaría que estuviese aquí ahora el doctor Horvath. Kutuzov lanzó un gruñido como si le golpearan en el vientre.

—Ese imbécil. Pacifista. No entendería lo que viese. Permanecieron observando en silencio durante otro minuto, hasta que sonó una llamada en el intercomunicador.

—Almirante, hay señal de la nave embajadora pajeña —anunció el oficial de comunicaciones. Kutuzov frunció el ceño.

—Capitán Blaine, contestará usted a esa llamada.

—¿Cómo dice, señor?

—Conteste a la llamada de los pajeños. Yo no debo hablar directamente con ningún alienígena.

—De acuerdo, señor.

Su cara era como la de cualquier pajeño, pero se sentaba incómodamente erguido, y Rod no se sorprendió al oírle decir:

—Soy el Fyunch(click) del doctor Horvath. Tengo malas noticias para usted, capitán Blaine. Por cierto que agradecemos el aviso que nos dio… no entendemos por qué quiere usted destruir su nave, pero si hubiésemos estado allí…

—Estamos combatiendo una plaga. Quizás destruyendo la MacArthur podamos cortarla. Eso esperamos. Perdone, pero estamos muy ocupados en este momento. ¿Cuál es su mensaje?

—Sí, por supuesto. Capitán, los tres pequeños vehículos que escaparon de la MacArthur intentaron volver a entrar en Paja Uno. Lo siento, pero no sobrevivieron.

El puente de la Lenin pareció convertirse en niebla.

—¿Aterrizar con botes salvavidas? Es una estupidez. No deberían…

—No, no intentaron aterrizar. Les localizamos a mitad de camino… Capitán, tenemos imágenes de ellos. Ardieron completamente…

—¡Maldita sea! ¡Estaban seguros!

—Lo sentimos mucho.

La cara de Kutuzov era una máscara.

—Imágenes—murmuró por fin.

Rod asintió. Se sentía muy cansado.

—Nos gustaría ver esas imágenes —dijo al pajeño—. ¿Está usted seguro de que no sobrevivió ninguno de mis jóvenes oficiales?

—Completamente seguro, capitán. Lo sentimos mucho. Naturalmente, no teníamos idea de que fuesen a intentar una cosa así, y, dadas las circunstancias, no pudimos hacer nada.

—Claro, por supuesto. Gracias. —Rod apagó la pantalla y desvió la vista hacia la batalla que tenía lugar frente a él.

—Así que no hay ningún cadáver ni restos de naufragio —murmuró Kutuzov—. Muy conveniente.

Tocó un botón del brazo de su silla de mando y dijo:

—Capitán Mijailov, envíe, por favor, un transbordador para que busque a los guardiamarinas. —Se volvió a Rod—. No encontrarán nada, por supuesto.

—No cree usted a los pajeños, ¿verdad, señor? —preguntó Rod.

—¿Y usted, capitán?

—Yo… yo no sé, señor. No veo qué podemos hacer.

—Ni yo, capitán. El transbordador buscará y no encontrará nada. No sabemos en qué punto intentaron descender. El planeta es grande. Aunque sobreviviesen y estuviesen libres, podríamos buscar días y días sin encontrarles. Y si están prisioneros, nunca les encontraremos. —Lanzó un nuevo gruñido y habló por su circuito de mando—. Mijailov, ocúpese de que el transbordador busque bien. Y utilice torpedos para destruir esa nave, por favor.

—De acuerdo, señor.

El capitán de la Lenin hablaba quedamente en su puesto, al otro lado del gran puente. Una hilera de torpedos partieron hacia la MacArthur. No podrían atravesar el Campo; la energía almacenada allí los fundiría inmediatamente. Pero estallaron todos a la vez, una salva perfecta y cronometrada, y alrededor de la superficie violeta brillante de la MacArthur se alzó un gran oleaje de luz multicolor. Puntos blancos brillantes aparecieron y desaparecieron.

—Penetración en nueve puntos —anunció el oficial artillero.

—¿Penetración en qué? —preguntó Rod inocentemente. Era aún su nave, y estaba defendiendo su vida valerosamente…

El almirante resopló. La nave estaba a quinientos metros de la infernal superficie violeta; los brillantes relampagueos podían incluso haberla alcanzado, o podían haber errado el tiro por completo.

—Que los cañones continúen disparando. Lancen otra andanada de torpedos —ordenó Kutuzov.

Otra hilera de luminosos dardos salió hacia la MacArthur. Todos explotaron a lo largo de la temblorosa superficie violeta. Se marcaron en ella más puntos y hubo una oleada desbordante de llamas violeta.

Y luego la MacArthur apareció tal como era. Un globo de fuego violeta de un kilómetro de diámetro, cruzado por hilos de luz verde.

Un camarero entregó a Rod una taza de café. Este lo bebió con aire ausente. El sabor era horrible.

—¡Disparen! —ordenó Kutuzov; miraba furiosamente y con odio a las pantallas—. ¡Fuego!

Y de pronto sucedió. El Campo de la MacArthur se expandió enormemente, se volvió azul, amarillo… y se desvaneció. Los localizadores automáticos giraron y el aumento de las pantallas creció. La nave estaba allí.

Era toda ella un resplandor rojo, y muchas de sus partes se habían fundido. No debería estar allí. Cuando un Campo queda destruido, todo lo que hay dentro de él se evapora…

—Deben de estar asados ahí dentro —dijo mecánicamente Rod.

Da. ¡Fuego!

Las luces verdes brotaron otra vez. La MacArthur pareció cambiar y burbujear, expandirse, convertirse en aire en el espacio. Un torpedo se acercó casi con lentitud hasta ella y estalló. Las baterías de láser dispararon. Cuando Kutuzov ordenó finalmente que el fuego cesase, no quedaba más que vapor.

Rod y el almirante estuvieron largo rato mirando las pantallas vacías. Por último, el almirante apartó la vista.

—Llame a los botes, capitán Mijailov. Volvemos a casa.

33 • Aterrizaje

Tres pequeños conos, cayendo. En cada uno de ellos anida un hombre, como un huevo en una copa.

Horst Staley iba a la cabeza. Podía ver delante una pequeña pantalla cuadrada, pero la visión posterior dependía exclusivamente de él. Estaba desprotegido para el espacio salvo por el traje de presión. Se volvió y vio que otros dos conos con una llama en el vértice le seguían. En algún punto situado muy lejos, detrás del horizonte, estaba la MacArthur y la Lenin. No había ninguna posibilidad de que la radio de su traje alcanzase tan lejos, pero de todos modos la activó y habló.

No hubo respuesta.

Todo había sucedido muy deprisa. Los conos habían disparado retrocohetes, y cuando llamó a la Lenin era ya demasiado tarde. Quizás el personal de comunicaciones estuviese ocupado en otra cosa, quizás él hubiese sido lento… Horst se sintió de pronto solo.

Seguía cayendo. Los cohetes iban apagándose.

—¡Horst! —era la voz de Whitbread. Staley contestó.

—¡Horst, estos vehículos descienden hacia el planeta!

—Sí. No hay modo de evitarlo. ¿Qué podemos hacer?

En el fondo, no esperaba una respuesta. En solitario silencio, tres pequeños conos caían hacia el planeta verde claro. Luego: reentrada.

No era para ninguno de ellos la primera vez. Conocían los colores del campo plasmático que se crea delante del morro de la nave. Los colores difieren según la composición química del casco ablativo. Pero esta vez estaban prácticamente desnudos. ¿Habría radiación? ¿Calor?

La voz de Whitbread llegó hasta Staley por encima de las interferencias.

—Estoy intentando pensar como un pajeño, y no es fácil. Ellos conocen nuestros trajes. Saben cuántas radiaciones evitan. ¿Cuántas creen que podemos soportar? ¿Y el calor?

—He cambiado de idea —oyó decir Staley a Potter—. No voy a bajar.

Staley intentó ignorar su risa. Estaba al cargo de tres vidas, y se lo tomaba muy en serio. Intentó relajar sus músculos y esperó calor, turbulencias, radiaciones indetectables, movimientos del cono, incomodidad y muerte.

El paisaje se extendía bajo él difuminado por las distorsiones plasmáticas. Mares redondos y arcos de ríos. Vastas extensiones urbanas. Montañas coronadas de hielo y rascacielos; la ciudad seguía llenando las lomas hasta los picos nevados. Una gran extensión de océano… ¿flotarían aquellos condenados conos? Más tierra. Los conos iban reduciendo la velocidad, los perfiles del terreno eran cada vez más claros. Ahora azotaba el viento a su alrededor. Barcas en un lago, pequeñas manchas, hordas de ellas. Una extensión de bosque verde, rodeado y cruzado por carreteras.

El borde del cono de Staley se abrió y brotó una especie de paracaídas. Staley se hundió profundamente en el asiento modificado. Durante un instante no vio más que cielo azul. Luego hubo un «zump» estremecedor. Lanzó mentalmente una maldición. El cono se tambaleó y se derrumbó de lado.

En los oídos de Staley sonó la voz de Potter.

—He encontrado los controles de vuelo. Mire a ver si encuentra una manilla deslizante que hay hacia el centro, si es que estos animales la han hecho igual. Ése es el control de propulsión, y moviendo todo el tablero de control sobre su apoyo, el cohete se inclina.

Lástima que no lo hubiese descubierto antes, pensó Staley.

—Acérquese a la superficie y manténgase volando sobre ella. Quizás se acabe el combustible. ¿Encontró usted el mecanismo que acciona el paracaídas, Potter?

—No. Cuelga debajo de mí. La llama del cohete debe de haber quemado el suyo ya. ¿Dónde está usted?

—Estoy debajo. Déjeme librarme de esto…

Staley abrió la red de choque y se levantó. Sacó sus armas y abrió un agujero en la pared para examinar el espacio de abajo. Una espuma extraña llenó el compartimiento.

—Cuando descienda, asegúrese de que no hay Marrones a bordo del bote salvavidas —ordenó ásperamente.

—¡Maldita sea! Casi lo estropeo todo —dijo la voz de Whitbread—. Estas cosas son tan…

—¡Le veo, Jonathon! —gritó Potter—. Manténgase en el aire e iré por usted.

—Luego busque mi paracaídas —ordenó Staley.

—No le veo. Podemos estar a veinte kilómetros de distancia. Su señal es muy débil —contestó Whitbread.

Staley se puso de pie trabajosamente.

—Lo primero es lo primero —murmuró.

Examinó cuidadosamente el bote salvavidas. No había ningún lugar donde pudiera ocultarse una miniatura y sobrevivir a la penetración en el planeta, pero lo examinó de nuevo todo para asegurarse. Luego cambió de frecuencia e intentó llamar a la Lenin… no esperaba respuesta y no llegó. Las radios de los trajes sólo operaban en la línea visual y eran por diseño poco potentes, porque si no el espacio se llenaría con la charla de los hombres de los trajes. Los botes salvavidas rediseñados no tenían nada que pudiese parecer una radio. ¿Cómo pretendían los Marrones que llamasen los supervivientes pidiendo ayuda?

Staley se levantó titubeante, aún no adaptado a la gravedad. A su alrededor todo eran campos cultivados, alternando hileras de matas color púrpura de un fruto parecido a la berenjena con coronas de hojas oscuras que le llegaban hasta el pecho, y matas bajas llenas de semillas. Las hileras continuaban hasta el infinito en todas direcciones.

—Aún no le hemos localizado, Horst —informó Whitbread—. Esto no nos lleva a ninguna parte. Horst, ¿ve usted un edificio grande y bajo que brilla como un espejo? Es el único edificio que se ve.

Staley lo localizó; era un objeto metálico y brillante más allá del horizonte. Quedaba bastante lejos, pero era el único hito que destacaba.

—Ya lo veo.

—Iremos hacia él y nos reuniremos allí.

—Está bien. Espérenme.

—Vamos hacia allá, Gavin—dijo Whitbread.

—De acuerdo—fue la respuesta.

Hubo más conversación entre los otros dos, y Horst Staley se sintió solo, muy solo.

—¡Ay! ¡Mi cohete se ha apagado! —gritó Potter. Whitbread vio cómo el cono de Potter caía hacia tierra. Cayó invertido, vaciló unos instantes y luego se derrumbó sobre las plantas.

—¿Todo bien, Gavin?

Una serie de sonidos desconcertantes. Luego Whitbread oyó:

—Bueno, a veces me duele el codo derecho cuando hace mal tiempo… Es una lesión del fútbol. Llegue hasta donde pueda, Jonathon. Me reuniré con los dos en el edificio.

—De acuerdo. —Whitbread lanzó el cono hacia adelante, impulsado por el cohete. El edificio estaba aún lejos de él.

Era grande. Al principio no tenía ninguna referencia que le permitiese establecer una escala; ahora llevaba diez minutos o más volando hacia él.

Era una cúpula con los costados rectos que se fundían en un techo bajo y redondeado. No tenía ventanas, y ningún otro rasgo salvo un hueco rectangular que podía haber sido una puerta, ridiculamente pequeña en aquella inmensa estructura. El brillo de la luz del día en el techo era más potente; tenía una luminosidad de espejo.

Whitbread fue descendiendo lentamente. Había algo sobrecogedor en aquel edificio asentado en mitad de campos de cultivo interminables. Sentía esto con más intensidad que el temor a que su motor pudiese arder, y su primer impulso de situarse sobre aquella estructura se debilitó.

El cohete se mantenía en marcha. Las miniaturas quizás hubiesen cambiado la composición química del combustible sólido. Los pajeños jamás construían dos cosas idénticas. Whitbread aterrizó junto a la entrada rectangular. Allí la puerta se elevaba acechante sobre él. El edificio le había convertido en un enano. Le había empequeñecido.

—Aquí estoy —dijo en un susurro, y luego se echó a reír—. Hay una puerta. Es muy grande y está cerrada. Es raro… no hay ningún camino que llegue aquí, y los cultivos crecen hasta el borde mismo de la cúpula.

—Quizás aterricen los aviones en el techo —dijo Staley.

—No lo creo, Horst. El techo es redondo. No creo que haya muchos visitantes. Debe de ser una especie de almacén. O quizás haya dentro una máquina que funcione sola.

—Será mejor tener cuidado con eso. Gavin, ¿está usted bien también?

—Sí, Horst. Llegaré al edificio en media hora. Allí le veré.


Staley se preparó para una larga caminata. No pudo encontrar ninguna ración de emergencia en el bote salvavidas. Se lo pensó un rato antes de quitarse la armadura de combate y el traje de presión que llevaba debajo. Allí no había ningún secreto. Cogió el casco y se lo fijó en el cuello, sellándolo; luego lo dispuso como filtro de aire. Después quitó la radio del traje y se la colgó del cinturón, haciendo antes un intento de conectar con la Lenin.

No hubo respuesta. ¿Qué más? La radio, la bolsa de agua, el arma. Con eso tendría suficiente.

Staley miró detenidamente hacia el horizonte. Sólo se veía aquel edificio, no había pérdida. Empezó a andar hacia él, animado por la baja gravedad, y pronto comenzó a dar grandes zancadas.

Media hora después vio al primer pajeño. Estaba prácticamente a su lado cuando se dio cuenta: era una criatura diferente a todas las que había visto hasta entonces, y su altura era la misma de las plantas. Trabajaba entre los surcos, desmenuzando la tierra con las manos, arrancando hierbas que iba colocando cuidadosamente en montones. Le vio aproximarse. Cuando llegó a su lado, el pajeño volvió a su trabajo.

No era exactamente un Marrón. Las manchas de la piel eran más densas, y tenía mucho más pelo en los tres brazos y en las piernas. La mano izquierda era más o menos igual que la de un Marrón, pero las derechas tenían cinco dedos cada una, más una pequeña protuberancia, y los dedos eran cuadrados y cortos. Las piernas eran gruesas y los pies grandes y planos. La cabeza, como la de un Marrón, con la frente inclinada bruscamente hacia atrás.

Si Sally Fowler tenía razón, aquello significaba que el área parietal era casi nula.

—Hola —dijo de todos modos Horst. El pajeño volvió la vista hacia él un segundo y luego arrancó una hierba.

Luego vio más. Le miraban sólo lo suficiente para asegurarse de que no pretendía destruir plantas; comprobado esto perdían todo interés por él. Horst siguió caminando bajo la luminosa claridad del día hacia el edificio de brillo espejeante. Estaba mucho más lejos de lo que había pensado.


El guardiamarina Jonathon Whitbread esperaba. Había esperado mucho y muchas veces desde su ingreso en la Marina; pero sólo tenía diecisiete años normales, y esperar nunca resulta fácil a esa edad.

Se sentó junto a la punta del cono, lo bastante alto como para que la cabeza sobresaliera por encima de las plantas. En la ciudad los edificios habían bloqueado su visión de aquel mundo. Ahora divisaba bien el horizonte. El cielo era marrón en toda su extensión, con algunos matices azules directamente arriba. Las nubes volaban hacia el este en formaciones cerradas, y sobre él se extendían unos cuantos cúmulos de un blanco sucio.

El sol estaba también exactamente sobre él. Pensó que debía de estar cerca del ecuador, y recordó que Ciudad Castillo estaba mucho más al norte. No podía apreciar el mayor tamaño del disco solar, porque no podía mirarlo directamente; pero era mejor para mirar de cerca que el pequeño sol de Nueva Escocia.

Le dominaba la sensación de encontrarse en un mundo ajeno, pero no veía nada notable a su alrededor. Sus ojos se fijaron en el edificio de superficie especular. Se acercó a examinar la puerta.

Tenía sus buenos diez metros de altura. Si para Whitbread resultaba impresionante, debía de ser algo gigantesco para un pajeño. Pero ¿les impresionaba a los pajeños el tamaño? Whitbread creía que no. La puerta debía de tener alguna función… ¿Qué objeto podía tener diez metros de altura? ¿Maquinaria pesada? Aplicó su micrófono registrador a la suave superficie metálica. No se percibía ningún sonido.

A un lado del entrante que contenía la puerta había un tablero montado sobre un sólido muelle. Tras el panel había lo que parecía ser un cierre de combinación. Y nada más… Salvo que los pajeños suponían que cualquiera podía resolver sus enigmas con una ojeada. Una cerradura habría sido una señal de PROHIBIDO EL PASO. Aquello no lo era.

Probablemente se concebía para mantener fuerza… que no entraran ¿Quiénes? ¿Marrones? ¿Blancos? ¿Trabajadores y clases no inteligentes? Probablemente todo. Un cierre de combinación podía considerarse una forma de comunicación.

Potter llegó jadeando, con el casco casi empapado de sudor y una bolsa de agua colgando del cinturón. Giró el micrófono de su casco y desconectó la radio.

—Tuve que probar el aire de Paja Uno —dijo—. Ahora ya lo conozco. Bueno, ¿qué ha encontrado?

Whitbread se lo enseñó. Ajustó también su propio micrófono. No tenía objeto transmitir todo lo que decían.

—Vaya. Me gustaría que estuviese aquí el doctor Buckman. Ésos son números pajeños… sí, y el sistema solar pajeño, con el marcador donde debería estar la Paja. Déjeme ver…

Whitbread observó muy interesado mientras Potter examinaba el marcador. El neoescocés apretó los labios y luego dijo:

—Sí. La gigante gaseosa está 3,72 veces más lejos de la Paja que Paja Uno. Vaya, vaya. —Buscó en el bolsillo de la camisa y sacó la inevitable computadora de bolsillo—. Veamos… 3,88, base 12. ¿En qué sentido corre el marcador?

—Bueno, podría ser el nacimiento de alguien —dijo Whitbread.

Estaba contento de ver a Potter. Le alegraba ver a un ser humano allí. Pero sus manejos con los marcadores resultaban… inquietantes. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, el neoescocés giraba los marcadores…

—Me parece recordar que Horst nos dio órdenes respecto a este edificio. —Whitbread estaba inquieto.

—«Es mejor no jugar con eso.» Casi una orden. Tenemos que aprender el máximo posible sobre los pajeños, ¿no es así?

—Bueno… —Era un problema interesante—. Pruebe otra vez a la izquierda —sugirió Whitbread—. Pare ahí. —Whitbread accionó el símbolo que representaba Paja Uno. Se hundió con un clic—. Siga hacia la izquierda.

—De acuerdo. Los mapas astronómicos pajeños muestran los planetas girando en sentido contrario a las agujas del reloj.

En la tercera cifra la puerta comenzó a deslizarse hacia arriba.

—¡Es así! —gritó Whitbread.

La puerta se alzó hasta una altura de un metro y medio. Potter miró a Whitbread.

—¿Ahora qué? —preguntó.

—Está usted bromeando, supongo.

—Tenemos nuestras órdenes —dijo Potter lentamente.

Se sentaron entre las plantas y se miraron y luego miraron la cúpula. Dentro había luz, y podían ver fácilmente por debajo de la puerta. Allí dentro había edificios…

Staley llevaba tres horas caminando cuando vio el avión. Iba a mucha altura y a gran velocidad; hizo señas, sin esperanza de que le viese. No le vieron y continuó caminando.

Luego vio otra vez el avión. Estaba detrás, volaba, mucho más bajo, y tuvo la impresión de que había abierto las alas. Bajó aún más y se perdió tras las colinas redondeadas y bajas por las que había desaparecido antes. Staley se encogió de hombros. Encontrarían su paracaídas y su bote salvavidas si le seguían la pista. La dirección sería evidente. No había otro lugar donde ir.

A los pocos minutos apareció de nuevo el avión, a más altura. Parecía dirigirse en línea recta hacia él. Volaba ahora más despacio, buscando sin duda. Hizo de nuevo señas, aunque tuvo un impulso momentáneo de ocultarse, lo que era sencillamente absurdo. Necesitaba que le encontraran, aunque no tenía idea de lo que iba a decirles a los pajeños.

El avión pasó sobre él y luego quedó colgando en el cielo. Los tubos de los propulsores se curvaron hacia abajo y hacia adelante, y el aparato descendió con peligrosa rapidez y se posó entre las plantas. Dentro había tres pajeños, y salió rápidamente un Marrón-y-blanco.

—¡Horst! —dijo con la misma voz de Whitbread—. ¿Dónde están los demás?

Staley señaló hacia la cúpula redondeada. Aún quedaba a una hora de camino.

La pajeña de Whitbread pareció desmoronarse.

—Eso es terrible. Horst, ¿están aún alli?

—Desde luego. Estarán esperándome. Debe de llevar allí unas tres horas.

—Oh, Dios mío. Ojalá no hayan podido entrar. Whitbread no puede entrar allí. Vamos, Horst. —Señaló al avión—. Tendrá usted que ir un poco apretado.

Dentro había otro Marrón-y-blanco y el piloto, que era un Marrón. La pajeña de Whitbread canturreó algo que cubría cinco octavas, utilizando por lo menos nueve tonos. El otro Marrón-y-blanco hacía gestos frenéticos.

Dejaron sitio a Staley entre los intrincados asientos, y el Marrón accionó le controles. El aparato se elevó y se lanzó hacia el edificio.

—Quizás no hayan entrado —repitió la pajeña de Whitbread—. Ojalá.

Horst, incómodamente acuclillado, se preguntaba qué significaría aquello. No le gustaba nada.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó.

La pajeña de Whitbread le miró de un modo extraño.

—Quizás nada.

Los otros dos pajeños guardaban silencio.

34 • Transgresores

Whitbread y Potter estaban solos dentro de la cúpula. Lo contemplaban todo maravillados.

La cúpula era sólo cascara. Una sola fuente de luz, muy parecida a un sol vespertino, brillaba a media altura de ella. Los pajeños utilizaban aquel tipo de iluminación en muchos de los edificios que había visto Whitbread.

Bajo la cúpula había como una pequeña ciudad… pero no del todo. Nadie estaba en casa. No había ningún sonido, ningún movimiento, ninguna luz en las ventanas. Y los edificios…

En aquella ciudad no había coherencia alguna. Los edificios no guardaban la menor armonía entre sí. Whitbread pestañeó ante una estructura de columnas de muchas ventanas y limpias aristas que podía haber sido una catedral medieval aumentada, color jenjibre toda ella, con un millar de cornisas guardadas por lo que el pajeño de Bury había dicho que eran demonios pajeños.

Había allí un centenar de estilos arquitectónicos y por lo menos una docena de niéveles tecnológicos. Aquellas formas geométricas no podían haber sido construidas sin hormigón pretensado o algo aún más perfecto, por no hablar ya de los conocimientos matemáticos necesarios. Pero el edificio próximo a la puerta era de ladrillos de barro cocidos al sol. En un sitio había una sólida construcción rectangular con paredes de vidrio parcialmente plateado; en otro, las paredes eran de piedra gris, y las pequeñas ventanas no tenían cristal, sólo contras para proteger el interior de los elementos.

—Contras para la lluvia. Eso debía de estar aquí antes que la cúpula —dijo Potter.

—De eso no hay duda. La cúpula está casi nueva. Esa… catedral, podríamos decir, esa catedral del centro es tan vieja que está a punto de desmoronarse.

—Mire allí. La estructura parabólico-hiperboloidal sale en forma de voladizo de la pared. ¡Pero fíjese en la pared!

—Sí, debe de haber formado parte de otro edificio, Dios sabe lo viejo que es eso.

La pared era de por lo menos un metro de anchura, y mellada en los bordes y en la parte superior. Estaba hecha con bloques de piedra revestidos que parecían pesar unos quinientos kilos cada uno. Una planta parecida a la parra la había invadido, rodeándola y cubriéndole hasta el punto de que debía de ser la estructura de la planta la que mantenía la pared integrada y unida.

Whitbread se acercó y miró entre las hojas de la parrra.

—No hay cemento, Gavin. Los bloques se asientan sin mortero. Y sobre esa pared se sostiene todo el resto del edificio… que es de hormigón. Sus construcciones son realmente sólidas.

—¿Recuerda lo que dijo Horst sobre la Colmena de Piedra?

—Dijo que se veía que aquello era antiquísimo. Sí, lo recuerdo…

—Este lugar debe de resumir todas las distintas eras. Creo que se trata de un museo. ¿Un museo de arquitectura? Y han ido formándolo siglo tras siglo. Y por último debieron de construir esta cúpula para protegerlo de los elementos.

—Bueno…

—¿No lo cree?

—La cúpula tiene dos metros de grosor y es metálica. ¿Qué tipo de elementos…?

—Quizás los asteroides. No, eso es absurdo. Los asteroides los trasladaron hace eones.

—Creo que voy a entrar a echar una ojeada a esa catedral. Parece el edificio más viejo de todos.


No había duda de que la catedral era un museo. Cualquier hombre civilizado del Imperio se habría dado cuenta. Los museos son todos iguales.

Había cajas con tapa de cristal, y dentro objetos viejos, con placas que indicaban la fecha.

—Sé leer los números —dijo Potter—. Mira, tienen cuatro y cinco cifras. ¡Y su sistema es de base doce!

—Mi pajeña me preguntó una vez qué antigüedad registrada tenía nuestra civilización. ¿Cuál es la antigüedad de la suya, Gavin?

—Bueno, su año es más corto… Cinco cifras. Deben de indicar algún acontecimiento; hay un signo menos frente a cada una de ellas. Déjeme ver… —sacó su computadora y tecleó rápidas cifras—. Ese número sería setenta y cuatro mil y pico. Jonathon, las placas son casi nuevas.

—Los idiomas cambian. Quizás tradujesen las placas cada poco.

—Sí… sí. Conozco este signo. «Aproximadamente.» —Potter pasó rápidamente de caja en caja—. Aquí lo tenemos de nuevo. Aquí no… pero aquí sí. Jonathon, venga a ver esto.

Era una máquina muy antigua. Lo que había sido hierro en tiempos estaba ahora herrumbroso y carcomido. Había un dibujo que indicaba cómo debía de haber sido en tiempos. Un cañón.

—Fíjese en la placa. Este signo de doble aproximación significa una hipótesis científica. Me pregunto cuántas veces habrá sido traducida esta leyenda…

Fueron recorriendo sala tras sala. Encontraron una ancha escalera que llevaba hacia arriba; los escalones eran muy bajos, pero bastante anchos para los pies humanos. Arriba más salas, más artículos expuestos. Los techos eran bajos. La iluminación procedía de hileras de bombillas de filamento incandescente que se encendieron cuando ellos entraron y se apagaron cuando salieron. Las bombillas estaba cuidadosamente instaladas para que no pudiesen estropear el techo. El propio museo debía de ser una pieza histórica.

Las placas eran todas iguales, pero las vitrinas eran distintas. A Whitbread no le chocó. No había dos aparatos pajeños que fuesen exactamente iguales. Pero… casi se echó a reír.

Sobre una estructura escultórica de forma libre de un metal casi color melocotón había una burbuja de cristal de varios metros de longitud y dos de anchura. Ambas parecían recién hechas. En la estructura había una placa. Dentro, una caja de madera tallada, tamaño ataúd, blanqueada por la edad, cuya tapa era una herrumbrosa rejilla de alambre. Tenía una placa. Bajo el alambre oxidado, había una selección de cerámica de formas maravillosas, fina como cascara de huevo, unas piezas rotas y otras completas. Cada una de las piezas de la serie tenía una placa cronológica.

—Es como si las vitrinas que contienen las piezas fuesen también piezas históricas —dijo.

—Efectivamente —convino Potter, muy serio—. ¿Ve aquello de allí? La caja de la burbuja tiene unos dos mil años… no puede ser cierto, ¿verdad?

—No, a menos que… —Whitbread frotó con su anillo la burbuja cristalina—. Se rayan los dos. Zafiro artificial. —Lo intentó en el metal. El metal rayó la piedra—. Aceptaré los dos mil años.

—Pero la caja tiene unos dos mil cuatrocientos, y la cerámica tres mil. Observe cómo cambia de estilo. Esto es un reflejo de la ascensión y caída de una escuela concreta de cerámica.

—¿Cree usted que la caja de madera procede de otro museo?

—Sí.

Entonces fue Whitbread el que se rió. Continuaron. De pronto Whitbread señaló y dijo:

—Ve eso, es el mismo metal, ¿no? —La pequeña arma (tenía que ser un arma) llevaba la misma fecha que la burbuja de zafiro.

Más allá había una estructura desconcertante junto a la pared de la gran cúpula. La componía un entramado vertical de hexágonos, formado cada uno de ellos por piezas de acero de dos metros de longitud. Había gruesas estructuras de plástico en algunos de los hexágonos, y en otros fragmentos rotos.

Potter indicó la suave curva de la estructura.

—Esto era otra cúpula. Una cúpula esférica con tirantes geométricos. No queda mucho de ella… y de todos modos no podría cubrir todo el complejo.

—Tiene usted razón. No aguantó las inclemencias del tiempo, sin embargo. Mire lo retorcidos que están esos sectores, junto al borde. ¿Tornados? Esta parte del país parece lo suficientemente llana.

Potter tardó unos instantes en comprender. En Nueva Escocia no había tornados. Recordó sus lecciones de meteorología y asintió.

—Sí. Quizás. Puede ser.

Más allá de los fragmentos de la cúpula primitiva, Potter encontró una estructura de metal en proceso de disgregación dentro de lo que podría haber sido una cubierta de plástico. El propio plástico parecía gastado y rozado. Había dos fechas en la placa, ambas de cinco cifras. El dibujo que había junto a la placa mostraba un estrecho vehículo de superficie, de aspecto primitivo, con tres asientos en fila. Tenía el capot abierto.

—Combustión interna —dijo Potter—. Tenía entendido que Paja Uno disponía de muy poco combustible fósil.

—También Sally pensó eso. Su civilización debió de experimentar una caída busca al agotarse los combustibles fósiles. Qué extraño.

Pero lo más interesante estaba detrás de un gran marco encristalado, en una pared. Se encontraron de pronto contemplando una «torre» detrás de una placa de bronce tallada, muy antigua, que tenía una placa más pequeña.

Dentro de la «torre» había una nave de propulsión. Pese a los agujeros de los costados y a la herrumbre que la cubría casi por completo, conservaba aún su forma: un depósito alargado y cilindrico, de paredes muy delgadas, con una cabina situada detrás de un morro ligeramente en punta.

Se dirigieron a las escaleras. Tenía que haber otra ventana en la planta primera…

Y la había. Se arrodillaron para mirar el motor.

—No puedo… —dijo Potter.

—Estilo NERVA —dijo Whitbread; su voz era casi un susurro—. Atómico. Tipo muy primitivo. Se consigue haciendo pasar un combustible inerte a través de un núcleo de uranio, plutonio o algo parecido. Batería de fisión, precisión…

—¿Está usted seguro?

Whitbread miró de nuevo antes de asentir.

—Estoy seguro.

Después de la combustión interna habían pasado a la fisión; pero aún había sitios en el Imperio donde se empleaban los motores de combustión interna. La energía de fisión era casi un mito, y cuando miraron la fecha de la placa pareció caer sobre ellos de las paredes como una capa que los envolvió en un pesado silencio.


El avión aterrizó cerca de los anaranjados restos de un paracaídas y de un cono. La puerta abierta, un poco más allá, era una boca acusadora.

La pajeña de Whitbread saltó del avión y se acercó rápidamente al cono. Hizo una seña, y el piloto salió de la nave y se unió a ella.

—La abrieron —dijo la pajeña de Whitbread—. No creo que Jonathon fuese capaz de resolverlo. Debe de haber sido Potter. Horst, ¿hay alguna posibilidad de que no entrasen?

Staley negó con un gesto.

La pajeña hizo otra seña al Marrón.

—Vigila el avión, Horst —dijo la pajeña de Whitbread. Habló luego con el otro Marrón-y-blanco, que salió del avión y se puso a mirar al cielo.

El Marrón cogió el traje de presión vacío de Whitbread y una armadura. Trabajaba rápidamente, dando forma a algo para que ocupase el lugar del casco perdido y cerrando la parte superior del traje. Luego manipuló el regenerador de aire, modificando su interior con herramientas que sacó de una bolsa que le colgaba del cinturón. El traje se hinchó y se levantó. Luego el Marrón cerró el panel y el traje quedó erguido, como un hombre en el vacío. Ató unos cables para reducir los hombros e hizo un agujero en cada muñeca.

El hombre vacío alzó los brazos ante el silbido del aire que salía por los agujeros de las muñecas. Descendió la presión y los brazos cayeron. Otro silbido del aire y los brazos volvieron a levantarse…

—Esto tiene que servir —dijo la pajeña de Whitbread—. Dispusimos su traje del mismo modo, y elevamos la temperatura hasta el nivel normal de su cuerpo. Con suerte quizás disparen sin comprobar si usted está dentro o no.

—¿Disparar?

—No podemos contar con ello, sin embargo. Me gustaría que hubiese algún modo de hacerlo arder sobre un vehículo aéreo…

Staley movió el hombro de la pajeña. El Marrón le observaba con aquella semisonrisa que nada significaba. Sobre ellos se alzaba en vertical el sol del ecuador.

—Pero ¿por qué van a querer matarnos? —preguntó Staley.

—Todos ustedes están condenados a muerte, Horst.

—Pero ¿por qué? ¿Por la cúpula? ¿Hay un tabú?

—Sí, la cúpula. Tabú no. ¿Acaso nos toma por primitivos? Saben ustedes demasiado, eso es todo. Muertos no podrán contar nada. Ahora vamos, tenemos que encontrarles y sacarles de ahí.

La pajeña de Whitbread se agachó para pasar por debajo de la puerta. Innecesariamente: pero Whitbread se habría agachado. El otro Marrón-y-blanco la siguió silenciosamente, dejando fuera al Marrón, con su perpetua y suave sonrisa.

35 • Corre, conejo, corre

Vieron a los otros guardiamarinas cerca de la catedral. Las botas de Horst Staley repiqueteaban huecamente al aproximarse. Whitbread alzó los ojos, se fijó en la forma de caminar de la pajeña, y dijo:

—¿Fyunch(click)?

—Fyunch(click).

—Hemos estado explorando su…

—Jonathon, no tenemos tiempo —dijo la pajeña. El otro Marrón-y-blanco les miró con impaciencia.

—Estamos condenados a muerte por transgresión —dijo lisamente Staley—. No sé exactamente por qué. Hubo un silencio.

—¡Ni yo tampoco! —exclamó Whitbread—. Esto no es más que un museo…

—Sí —dijo la pajeña de Whitbread—. No tenían ustedes más remedio que aterrizar aquí. No se trata de mala suerte. Las miniaturas debieron de programar los conos de aterrizaje de modo que no cayeran al mar ni en las ciudades ni en las cimas de las montañas. Tenían que aterrizar en las tierras de cultivo. Y aquí es donde instalamos los museos.

—¿Aquí? ¿Por qué? —preguntó Potter; por su tono parecía como si lo supiese ya—. Aquí no hay gente…

—Así no los bombardearán.

El silencio era parte de la edad del lugar. ;

—Gavin —dijo la pajeña—, no parece muy sorprendido. Potter intentó rascarse la barbilla. Su casco se lo impidió.

—Supongo que no habrá ninguna posibilidad de convencerles de que no hemos descubierto nada…

—Desde luego que no. Llevan ustedes aquí tres horas.

—Más bien dos —interrumpió Whitbread—. ¡Horst, este lugar es fantástico! Museos dentro de museos; y los objetos se remontan a una antigüedad increíble… ¿Es ése el secreto? ¿El que la civilización es muy antigua aquí? No veo por qué tiene que ocultarlo…

—Han tenido ustedes muchas guerras —dijo lentamente Potter. El pajeño movió la cabeza y el hombro.

—Sí.

Grandes guerras.

Desde luego. También guerras pequeñas.

—¿Cuántas?

—¡Por amor de Dios, Potter! ¿Quién puede contarlas? Miles de Ciclos. Miles de retrocesos a la barbarie. Eddie el Loco intentando eternamente impedirlo. Bueno, en mi opinión toda la casta que toma decisiones se ha convertido en Eddie el Loco. Creen que podrán acabar con el régimen de Ciclos saliendo al espacio y estableciéndose en otros sistemas solares.

Horst Staley habló con voz lisa. Mientras lo hacía miraba cuidadosamente a su alrededor y su manos descansaban en la culata de su pistola.

—¿De veras? ¿Y qué sabemos que nos está prohibido saber?

—Se lo diré. Y luego intentaré llevarles vivos a nuestra nave… —Señaló al otro pajeño, que había permanecido impasible durante la conversación; habló con él brevemente—. Será mejor que la llaméis Charlie —dijo—. No podríais pronunciar su nombre. Charlie representa a uno de los que dan órdenes que está dispuesto a ayudarles. Quizás. Es la única oportunidad que tienen, de todos modos…

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Staley.

—Intentaremos llegar hasta el jefe de Charlie. Allí estarán protegidos. (Silbido, click, silbido.) Bueno, podemos llamarle Rey Pedro. Nosotros no tenemos reyes, pero él ahora es macho. Es uno de los miembros más poderosos de la casta, y después de que hable con ustedes probablemente esté dispuesto a ayudarles.

—Probablemente —dijo lentamente Horst—. Pero bueno, ¿qué secreto es ése que les da tanto miedo que descubramos?

—Más tarde. Tenemos que ponernos en marcha. Horst Staley sacó la pistola.

—No. Aún no. Potter, ¿hay algo en este museo que podamos utilizar para comunicarnos con la Lenin? Busque algo.

—Está bien, está bien… ¿Cree usted que debe utilizar esa pistola?

—¡Busque una radio!

—Escuche, Horst —insistió la pajeña de Whitbread—. Los que toman decisiones saben que han aterrizado ustedes cerca de aquí. Si intentan comunicarse desde aquí, les localizarán. Y si consiguen enviar el mensaje, destruirán la Lenin. —Staley intentó hablar, pero la pajeña continuó insistentemente—: No les quepa duda de que pueden hacerlo. No sería fácil. Ese Campo de ustedes es muy poderoso. Pero ya han visto lo que pueden hacer nuestros Ingenieros, y no han visto aún lo que pueden hacer los Guerreros. Ya han visto cómo ha quedado destruida una de sus mejores naves. Sabemos cómo hacerlo. ¿Creen ustedes que una pequeña nave de combate puede sobrevivir contra las flotas de aquí y de las estaciones asteroidales?

—Por favor, Horst, quizás tenga razón —dijo Whitbread.

—Tenemos que comunicárselo al almirante —Staley parecía vacilar, pero la pistola no temblaba—. Potter, cumpla sus órdenes.

—Tendrán ustedes oportunidad de llamar a la Lenin en cuanto sea seguro —insistió la pajeña de Whitbread; su voz fue casi estridente un instante pero luego recuperó la modulación—. Horst, créame, es el único medio. Además, serían incapaces de manejar solos un comunicador. Necesitan nuestra ayuda, y no vamos a ayudarles a hacer una estupidez. ¡Tenemos que salir inmediatamente de aquí!

El otro pajeño gorjeó. La pajeña de Whitbread contestó, e intercambiaron sonidos unos segundos.

—Si las tropas de mi propio Amo —tradujo la pajeña de Whitbread— no llegan, lo harán los Guerreros del Encargado del museo. No sé dónde estará el Encargado. Charlie tampoco lo sabe. Los Encargados son estériles, y no son ambiciosos, pero se muestran muy posesivos con lo que ya tienen.

—¿Nos bombardearán? —preguntó Whitbread.

—No mientras estemos aquí. Destrozarían el museo, y los museos son importantes. Pero el Encargado enviará tropas… si no llega primero mi propio Amo.

—¿Por qué no están aquí ya? —preguntó Staley—. No oigo nada.

—Por amor de Dios, ¡deben de estar ya a punto de llegar! Escuchen, mi Amo, mi viejo Amo, obtuvo jurisdicción sobre los estudios humanos. No cederá eso, así que no invitará a nadie más. Intentará por todos los medios que no intervenga nadie, y como sus propiedades se encuentran alrededor del Castillo, sus Guerreros tardarán un rato en llegar. Hay unos dos mil kilómetros.

—Su avión era rápido —dijo Staley.

—Un vehículo de emergencia para Mediadores. Los Amos tienen prohibido utilizarlos. La llegada de ustedes a nuestro sistema estuvo a punto de desencadenar una guerra de jurisdicciones, y trasladar a los Guerreros en un vehículo de ese género sería un acto muy grave…

—¿No tienen los que toman decisiones aparatos militares? —preguntó Whitbread.

—Por supuesto que sí, pero son más lentos. Podría ponerles a ustedes a cubierto de todos modos. Hay un subterráneo bajo este edificio…

—¿Subterráneo? —repitió Staley. Todo transcurría demasiado aprisa. Aunque era quien estaba al mando, no sabía qué hacer.

—Por supuesto. La gente visita museos de vez en cuando. Y se tarda un rato en llegar aquí con el tren subterráneo desde el Castillo. ¿Quién sabe lo que puede hacer entre tanto el Encargado? Hasta podría prohibirle a mi Amo que invadiera. Pero si lo hace, pueden estar seguros de que él les matará, para impedir que otros Amos luchen aquí.

—¿Ha encontrado algo, Gavin? —gritó Staley.

Potter apareció en la puerta junto a una de las columnas de cristal y acero.

—Nada que pueda utilizar como comunicador. Nada que esté seguro de que sea un comunicador. Y éste es todo el equipo más nuevo, Horst. Lo que hay en los edificios más viejos debe de estar todo oxidado.

—¡Horst, tenemos que salir de aquí! —insistió de nuevo la pajeña de Whitbread—. No hay tiempo para hablar.

—Esos Guerreros podrían venir en aviones hasta la estación más próxima y luego tomar el ferrocarril subterráneo desde allí —les recordó Whitbread—. Sería mejor que hiciésemos algo, Horst.

—Muy bien —aceptó Staley lentamente—. ¿Cómo salimos de aquí? ¿En su avión?

—No podemos ir todos en él —respondió la pajeña de Whitbread—. Pero podemos enviar a dos con Charlie y yo podría…

—No —el tono de Staley era concluyente—. Permaneceremos juntos. ¿No puede usted pedir un avión mayor?

—Ni siquiera estoy segura de que podamos escapar en éste. Tiene usted razón, sin duda. Lo mejor es que sigamos juntos. Bueno, no nos queda más salida que el ferrocarril subterráneo.

—Que puede estar lleno de enemigos en este instante.

Staley caviló un momento. La cúpula era una buena protección contra las bombas y el espejo una buena defensa contra los lásers. Podían resistir allí… pero, ¿cuánto tiempo? Comenzaba a sentir la inevitable paranoia del soldado en territorio enemigo.

—¿Adonde tenemos que ir para enviar un mensaje a la Lenin? —preguntó. Eso era evidentemente lo primero.

—Al territorio del Rey Pedro. Queda a unos mil kilómetros de distancia, pero es el único sitio donde pueden conseguir el equipo necesario para enviar un mensaje que no puedan detectar. Puede que hasta eso sea imposible, pero desde luego no hay otro sitio.

—Y no podemos ir en avión… Está bien. ¿Dónde está el subterráneo? Tendremos que preparar una emboscada.

—¿Emboscada? —la pajeña asintió—. Por supuesto. Horst, las tácticas de lucha no son mi especialidad. Los Mediadores no combaten. Yo sólo pretendo conducirles hasta el Amo de Charlie. Tendrán que procurar defenderse ustedes de los que intenten matarnos por el camino. ¿Qué armas tienen?

—Sólo armas manuales. No son muy potentes.

—Hay otras en el museo. Los museos son en parte para eso. No sé cuáles funcionarán.

—Merece la pena que lo comprobemos. Whitbread. Potter. Echen un vistazo a las armas. ¿Dónde está el subterráneo?

Los pajeños miraron a su alrededor. Charlie había entendido, evidentemente, lo que él había dicho, aunque no hablaba una palabra en ánglico. Las dos pajeñas intercambiaron sonidos unos instantes, y la de Whitbread señaló:

—Es allí.

Indicó el edificio en forma de catedral. Luego señaló las estatuas de «demonios» de las cornisas.

—Todo lo que se ve es inofensivo salvo ésos. Son de la clase de los Guerreros, son soldados, guardaespaldas, policías. Su oficio es matar, y lo hacen bien. Si ven algo como eso, corran.

—Nada de correr —murmuró Staley; apretó la pistola—. La veré abajo. —Llamó a los otros—. ¿Y nuestro Marrón?

—Yo le llamaré —dijo la pajeña de Whitbread. El Marrón entró con varios objetos, que entregó a Charlie. Las pajeñas los examinaron un momento, y la de Whitbread dijo:

—Los necesitarán. Son filtros de aire. Pueden quitarse los cascos y ponerse esas máscaras.

—Pero nuestras radios… —protestó Horst.

—Llévenlas también. El Marrón podrá transformar las radios más tarde. ¿Prefieren realmente llevar puestos esos malditos cascos? Las botellas de aire y los filtros no pueden durar mucho ya, de todos modos.

—Gracias —dijo Horst.

Cogió el filtro y se lo puso. Una suave copa cubrió su nariz, y fijó un tubo ligado a un tanque a su cinturón. Fue un alivio quitarse el casco, pero no sabía qué hacer con él. Por último lo ató también al cinturón, donde se balanceaba incómodamente.

—Bien, en marcha. —Era más fácil hablar sin el casco, pero tendría que acordarse de no respirar por la boca.

La rampa era una espiral descendente. Nada se movía bajo aquella iluminación sin sombras, pero Staley pensaba que constituían un blanco ideal para cualquiera que estuviese abajo. Echó de menos unas cuantas granadas y una compañía de infantes de marina. Pero en vez de eso estaban sólo él y sus dos colegas guardiamarinas. Y los pajeños. Mediadores. «Los Mediadores no luchan», había dicho la pajeña de Whitbread. Debía recordar eso. Imitaba tan bien a John Whitbread que tenía que contar los brazos para asegurarse de que hablaba con ella, pero ella no luchaba. Los Marrones no luchaban tampoco.

Avanzaba cautamente, precediendo a los alienígenas rampa abajo con la pistola en la mano. La rampa terminaba en una entrada, y se detuvo un momento. Más allá, el silencio era completo. Al diablo, pensó, y cruzó el umbral. Se vio de pronto solo en un ancho túnel cilindrico con vías en el suelo y una rampa suave a un lado. A su izquierda el túnel terminaba en una pared de roca. Por el otro lado parecía extenderse eternamente en la oscuridad. Había huellas en la roca del túnel que parecían costillas de una ballena gigante.

La pajeña llegó tras él y vio lo que estaba mirando.

—Aquí había un acelerador lineal, antes de que una civilización en ascenso lo robase para obtener metal.

—No veo ningún vehículo. ¿Cómo conseguiremos uno?

—Puedo solicitar uno. Todos los Mediadores podemos.

—Usted no. Charlie —dijo Horst—. ¿O saben también que forma parte de la conspiración?

—Horst, si esperamos un vehículo, vendrá lleno de Guerreros. El Encargado sabe que ustedes abrieron su edificio. No entiendo por qué no está aquí ya su gente. Probablemente haya un enfrentamiento jurisdiccional entre él y el Amo. La jurisdicción es algo muy importante para los que toman decisiones. Y además, el Rey Pedro procurará liar las cosas.

—No podemos escapar en avión. No podemos irnos andando por los campos. Y no podemos llamar un vehículo —dijo Staley—. Está bien. Pida un vehículo subterráneo para mí.

La pajeña lo dibujó en la pantalla de la computadora manual de Staley. Era una caja sobre ruedas, la forma universal de los vehículos que deben tener el máximo espacio útil posible y al mismo tiempo aparcar en un espacio limitado.

—Los motores están aquí, sobre las ruedas. Los controles pueden ser automáticos…

—No en un vehículo de guerra.

—En ese caso los controles están aquí delante. Y los Marrones y los Guerreros quizás hayan hecho todo tipo de cambios. Suelen hacerlo, ya sabe…

—Como una armadura. El cristal y los laterales blindados. Cañones de proa. —Los tres pajeños se irguieron y Horst escuchó atentamente. No oía nada.

—Pisadas —dijo la pajeña—. Whitbread y Potter.

—Puede. —Staley avanzó como un felino hacia la entrada.

—Tranquilícese, Horst. Puedo identificar los ritmos. Habían encontrado armas.

—Ésta es la mejor —dijo Whitbread; alzó un tubo con una lente en el extremo y una culata claramente adaptable a los hombros pajeños—. No sé cuánta energía acumula, pero conseguí agujerear de lado a lado una gruesa pared de piedra. Rayo invisible.

Staley cogió el arma.

—Esto es lo que necesitamos. Ya me explicarán cómo son las otras más tarde. Ahora entren y quédense aquí.

Staley se colocó donde terminaba la rampa de pasajeros, a un lado de la entrada del túnel. Nadie le vería hasta que saliese de aquel túnel. Se preguntaba cómo serían las armaduras pajeñas. ¿Servirían para rechazar un láser de rayos X? No se oía nada, ningún ruido, y Staley esperaba impaciente.

Es una estupidez, se decía. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Y si viniesen en aviones y aterrizasen fuera de la cúpula? Debería haber cerrado la puerta dejando allí alguien de guardia. En realidad, no era demasiado tarde para hacerlo.

Se volvió hacia los otros que estaban detrás de él, pero entonces lo oyó: un ronroneo suave que venía del fondo del subterráneo. Le tranquilizó, en realidad. Ya no tenía que tomar decisiones. Horst avanzó cautelosamente y colocó en mejor posición aquel arma que le resultaba tan poco familiar. El vehículo se acercaba muy deprisa…

Era mucho más pequeño de lo que Staley esperaba: era como un coche de juguete. Pasó silbando ante él. El viento azotó su cara. El vehículo se detuvo con un balanceo, mientras Staley esgrimía el arma como la vara de un mago. ¿Saldría algo por el otro lado al disparar? No. El arma funcionaba correctamente. El rayo era invisible, pero se pintaron sobre el vehículo líneas cruzadas de metal al rojo. Enfocó el rayo hacia las ventanas, por las que nada se veía, y hacia el techo, luego se asomó rápidamente al túnel y disparó por él.

Había otro vehículo. Staley retrocedió para cubrir la mayor parte de su cuerpo, pero continuó disparando, dirigiendo el arma al vehículo que llegaba. ¿Cómo diablos sabría cuándo se acababa la batería, o el elemento que producía los rayos? ¡Qué demonios, aquello era una pieza de museo! Pasó el segundo vehículo, y se marcaron sobre él rayas rojo cereza. Tras lanzarle una ráfaga más disparó otra vez hacia el túnel. No venía nadie.

No había tercer vehículo. Mejor. Disparó sistemáticamente contra el segundo. Algo le había detenido inmediatamente detrás del primero… ¿Quizás algún sistema destinado a evitar el choque? No podía saberlo. Corrió hacia los dos coches. Whitbread y Potter salieron para unirse a él.

—¡Les he dicho que se queden ahí!

—Perdone, Horst —se excusó Whitbread.

—Esto es una operación militar, señor Whitbread. Puede llamarme Horst cuando no estén disparando contra nosotros.

—Sí, señor. Quiero señalar que nadie ha disparado salvo usted.

De los coches llegaba un olor: carne quemada. Las pajeñas salieron de su escondite. Staley se aproximó cautelosamente a los vehículos y miró dentro.

—Demonios —dijo.

Examinaron los cuerpos con interés. No habían visto aquel tipo de pajeños más que en estatuas. Comparados con los Mediadores y los Ingenieros parecían nervudos y ágiles, como un intermedio entre podencos y dogos. Los brazos eran largos, con dedos cortos y gruesos y sólo un pulgar; el otro borde de la mano derecha era suave y calloso. El brazo izquierdo era más largo, con dedos como salchichas. Había algo bajo el brazo izquierdo.

Los demonios tenían dientes, largos y agudos, como auténticos monstruos de libros infantiles y leyendas semiolvidadas.

Charlie gorjeó algo dirigiéndose a la pajeña de Whitbread. Al no obtener respuesta repitió el gorjeo, más agudo, e hizo una seña al Marrón. El ingeniero se aproximó a la puerta y comenzó a examinarla detenidamente. La pajeña de Whitbread permanecía petrificada contemplando a los Guerreros muertos.

—¡Cuidado con las trampas! —gritó Staley; el Marrón no prestó ninguna atención y empezó a tantear cautelosamente la puerta—. ¡Cuidado!

—Habrán puesto trampas, pero el Marrón lo resolverá —dijo muy lentamente Charlie—. Le diré que tenga cuidado. —La voz era clara y sin ningún acento.

—Sabe hablar —dijo Staley.

—No bien. Es difícil pensar en vuestro lenguaje.

—¿Qué es lo que le pasa a mi Fyunch(click)? —preguntó Whitbread. En vez de contestar, Charlie gorjeó de nuevo. Los tonos se elevaron agudamente. La pajeña de Whitbread pareció estremecerse, y se volvió hacia ellos.

—Lo siento —dijo—. Son… Guerreros de mi Amo. Maldita sea, ¿qué estoy haciendo?

—Vamos, entremos ahí —dijo Staley nervioso.

Alzó su arma para taladrar un lateral del vehículo. El Marrón seguía inspeccionando la puerta, con mucha cautela, como si le diese miedo.

—Permítame, señor.

—Whitbread parecía querer gastar una broma. Empuñaba una espada corta de gruesa empuñadura. Horst vio sorprendido cómo cortaba con ella un gran cuadrado de plancha del lateral del vehículo con un movimiento continuado de la hoja, casi sin esfuerzo.

—Creo que vibra —dijo.

A través de sus filtros de aire llegaban algunos olores. Debía de ser peor para los pajeños, pero no parecía importarles. Se amontonaron en el interior del segundo vehículo.

—Será mejor que miren esto —dijo la pajeña de Whitbread; parecía mucho más tranquila ya—. Conozcan a sus enemigos.

Gorjeó dirigiéndose al Marrón, que examinó detenidamente los controles del vehículo y luego se sentó en el asiento del conductor. Tuvo que sacar a un guerrero para hacerlo.

—Échenle un vistazo debajo del brazo izquierdo —dijo la pajeña de Whitbread—. Eso es un segundo brazo izquierdo, que es sólo un vestigio en la mayoría de las especies pajeñas. Es como una uña, como una… —lo pensó un momento—. Una garra. Afilada como un cuchillo. Y los músculos necesarios para manejarla.

Whitbread y Potter se estremecieron. Dirigidos por Staley, comenzaron a echar los cuerpos de los demonios por el agujero del coche. Los Guerreros parecían todos gemelos, todos idénticos salvo por las quemaduras de los rayos láser. Los pies terminaban en un material córneo agudo en el talón y en los dedos. Una patada, hacia adelante o hacia atrás, sería suficiente. Las cabezas eran pequeñas.

—¿Son seres inteligentes? —preguntó Whitbread.

—Para vuestras normas, sí, pero tienen muy poca inventiva —contestó la pajeña de Whitbread; hablaba como él cuando recitaba lecciones al primer teniente, un tono muy preciso pero sin sentimientos—. Pueden arreglar un arma, pero no saben idear modificaciones ni armas nuevas. Hay, además, una forma distinta de Médico, un híbrido entre el verdadero Médico y el Guerrero. Semiinteligente. Creo que pueden imaginarse su aspecto. Será mejor que dejen al Marrón comprobar las armas que cojan…

El vehículo comenzó a moverse sin previo aviso.

—¿Adonde vamos? —preguntó Staley.

La pajeña de Whitbread gorjeó de nuevo. Parecía el silbido de un pájaro.

—Ésa es la próxima ciudad que encontraremos siguiendo el subterráneo…

—Tendrán bloqueado el camino. O habrá un grupo armado esperándonos —dijo Staley—. ¿Qué distancia hay?

—Oh… cincuenta kilómetros.

—Recorreremos la mitad y pararemos —ordenó Staley.

—De acuerdo, señor —la voz de la pajeña se parecía aún más a la de Whitbread—. Les han subestimado, Horst. Es la única explicación posible. Nunca oí que un Guerrero muriese a manos de otro que no fuese un Guerrero. O un Amo, a veces; no muy a menudo. Hacemos que los Guerreros luchen entre sí. Así podemos mantener controlado su crecimiento.

—Ah —murmuró Whitbread—. ¿Y por qué no intentan simplemente que no procreen?

La pajeña se echó a reír. Era una risa curiosamente amarga, muy humana y muy inquietante.

—¿Nunca se preguntaron por qué murió la Ingeniera a bordo de su nave?

Todos contestaron a la vez:

—Sí.

—Por supuesto.

—Claro.

Charlie gorjeó algo.

—Pueden saberlo, no hay problema —dijo la pajeña de Whitbread—. Murió porque no había nadie que pudiese dejarla embarazada. —Hubo un largo silencio—. Ése es todo el secreto. ¿Aun no lo entienden? En todas las variedades de mi especie, las hembras tienen que quedar embarazadas después de haber sido hembras durante un tiempo. Niño, varón, hembra, preñez, varón, hembra, preñez. Y así sucesivamente. Y si cuando es hembra no queda embarazada en determinado período, muere. Incluso nosotros. Y nosotros los Mediadores no podemos procrear. Somos híbridos estériles.

—Pero… —Whitbread hablaba como un niño al que acabasen de decir quiénes son en realidad los Reyes Magos—. ¿Y cuánto tiempo viven los Mediadores?

—Unos veinticinco años de los vuestros. Quince años después de la madurez. Pero los Ingenieros, los Agricultores y los Amos (¡sobre todo los Amos!) tienen que procrear en un período de dos años de los vuestros. Esa Ingeniera que recogisteis debía de estar ya muy cerca del punto límite.

Continuaban avanzando en silencio por el subterráneo.

Pero… Dios mío —dijo lentamente Potter—. Eso es terrible.

—«Terrible». Maldita sea. Por supuesto que es terrible. Sally y su…

—¿Qué pasa con Sally? —preguntó Whitbread.

—Pildoras anticonceptivas. Le preguntamos a Sally Fowler qué hacía una humana cuando no quería tener hijos. Utiliza pildoras anticonceptivas.

Pero las chicas honradas no las utilizan. Lo que hacen es prescindir de las relaciones sexuales —dijo ferozmente.

El vehículo continuaba su camino. Horst iba sentado en la parte posterior, que era ahora la delantera, mirando atento con el arma dispuesta. Se giró un poco. Ambos pajeños miraban a los humanos con los labios un poco abiertos para mostrar los dientes, ampliando su sonrisa; pero la amargura de las palabras y del tono desmentía las miradas cordiales.

—¡Lo que hacen es prescindir de las relaciones sexuales! —dijo de nuevo la pajeña de Whitbread—. ¡Fyoofwffle(silbido)! Ahora ya sabéis por qué tenemos guerras. Guerras siempre…

—Explosión demográfica —dijo Potter.

—Sí. Cuando una civilización sale de la barbarie, los pajeños dejan de morirse de hambre… ¡Vosotros los humanos no sabéis lo que es la presión demográfica! Podemos controlar el crecimiento de las especies inferiores, pero ¿qué pueden hacer los que dan órdenes con los de su propia casta? ¡Lo más próximo al control de la natalidad que conocemos es el infanticidio!

—Y no podéis practicarlo —dijo Potter—. Un instinto así hay que eliminarlo de la raza. Así que al final todo se convierte en una lucha generalizada por apoderarse de los alimentos que existen.

—Exactamente. —La pajeña de Whitbread parecía ahora más tranquila—. Cuanto más elevada es la civilización, más prolongado es el período de barbarie. Y siempre aparece Eddie el Loco intentando modificar la ley de los Ciclos, y empeorando aún más las cosas. En este momento estamos muy próximos al colapso, caballeros, por si no lo han advertido. Cuando ustedes llegaron había una terrible lucha por problemas jurisdiccionales. Ganó mi Amo…

Charlie gorjeó y ronroneó un segundo.

—Sí. El Rey Pedro intentó eso, pero no pudo lograr suficiente apoyo. No era seguro que pudiese ganar en una lucha contra mi Amo. Lo que estamos haciendo ahora nosotros probablemente provoque esa guerra. No importa. Tenía que estallar tarde o temprano.

—¿Plantan ustedes cultivos en las azoteas por la presión demográfica? —dijo Whitbread.

—No, eso es simple sentido común. Como lo de instalar parcelas de tierra de cultivo en las ciudades. Siempre sobreviven algunos, para iniciar de nuevo el ciclo.

—Debe de ser duro, edificar una civilización sin disponer siquiera de materiales radiactivos —dijo Whitbread—. ¿Y han de pasar directamente a la fusión de hidrógeno cada vez?

—Claro. Veo que va entendiendo algo.

—No estoy seguro de entenderlo bien.

—Bueno, ha sido siempre así, durante toda la historia escrita. Mucho tiempo para nuestra medida. Salvo el período en que se descubrieron materiales radiactivos en los asteroides troyanos. Allí vivían unos cuantos grupos que trajeron la civilización aquí. Los materiales radiactivos habían sido explotados concienzudamente por otra civilización más antigua, pero todavía quedaba algo.

—Demonios —dijo Whitbread—. Pero…

—Pare el vehículo, por favor —pidió Staley.

La pajeña de Whitbread gorjeó y el vehículo se detuvo lentamente.

—Me pone nervioso seguir por aquí —dijo Staley—. Tienen que estar esperando. Los soldados que matamos no han comunicado nada …y si eran hombres de vuestro Amo, ¿dónde están los del Encargado? Además, quiero probar las armas de los Guerreros.

—Que las examine el Marrón —dijo la pajeña de Whitbread—. Pueden estar cargadas.

Aquellas armas tenían un aspecto mortífero. Y no había dos idénticas. El tipo más corriente era un lanzametralla, pero había también lásers manuales y granadas. Las culatas de las armas estaban individualizadas. Unas se apoyaban en el hombro superior derecho, otras en ambos. Los visores variaban también. Había modelos para zurdos. Staley recordó confusamente haber sacado un cadáver zurdo.

Había también un lanzacohetes de quince centímetros de apertura.

—Que revise esto —dijo Staley.

La pajeña de Whitbread entregó el arma al Marrón, aceptando a cambio un lanzametralla que metió debajo del asiento.

—Éste estaba cargado —el Marrón miró el lanzacohetes y gorjeó—. Está bien —dijo la pajeña de Whitbread.

—¿Y las municiones? —Staley las examinó. Había varios tipos distintos, y ninguna de las piezas era exactamente igual a otra. El pajeño gorjeó de nuevo.

—El cohete mayor estallaría si intentasen cargarlo —dijo la pajeña de Whitbread—. Quizás ellos acertasen en eso. De todos modos, prepararon trampas suficientes. Yo suponía que los Amos les consideraban a ustedes una especie de Mediadores ineptos. Era lo que pensábamos nosotros, al principio. Pero esas trampas significan que creen que pueden ustedes matar Guerreros.

—Vaya. Yo habría preferido que siguieran considerándonos unos ineptos. Además, estaríamos muertos sin las armas del museo. Por cierto, ¿por qué conservan armas utilizables en un museo?

—No ha entendido usted el objetivo de un museo, Horst. Es para la ascensión siguiente en los Ciclos. Los bárbaros empiezan a edificar otra civilización, y cuanto más deprisa puedan hacerlo, más tiempo transcurrirá hasta el colapso siguiente, porque su capacidad crecerá más deprisa que la población. ¿Entienden? Así, con los museos, los bárbaros pueden elegir elementos de una serie de civilizaciones previas, y las armas necesarias para poner en marcha una nueva. ¿Se fijó usted en el cierre?

—No.

—Yo sí —dijo Potter—. Es necesario tener ciertos conocimientos astronómicos para abrirlo. Supongo que es para impedir que los bárbaros dispongan de las armas y de las demás piezas del museo antes de que estén preparados.

—Exactamente. —El Marrón entregó un cohete de morro muy grande con un gorjeo—. Ha arreglado éste. Es seguro. ¿Qué es lo que planea hacer usted con él, Horst?

—Que me prepare más armas. Potter, usted llevará ese láser de rayos X. ¿A qué distancia estamos de la superficie?

—Bueno… la estación de —silbido de pájaro— está a sólo un tramo de escaleras de la superficie. En esta región el terreno es muy llano. Yo diría que estamos de tres a diez metros por debajo del nivel del suelo exterior.

—¿A qué distancia estamos de otro medio de transporte?

—Una hora de camino hasta… —silbido de pájaro—. ¿Piensa usted agujerear el túnel? ¿Sabe usted durante cuánto tiempo se ha estado utilizando este túnel?

—No. —Horst abrió la puerta lateral del vehículo. Caminó unos cuantos metros hacia atrás por el camino que habían recorrido. Las armas aún podían estar trucadas y matarles cuando intentasen utilizarlas.

El túnel se extendía en línea recta hasta el infinito delante de él. Lo habían marcado sin duda con un láser y excavado luego con un tipo de taladro capaz de fundir la roca.

La voz de la pajeña de Whitbread descendió por el túnel.

—¡Once mil años!

Staley disparó.

El proyectil alcanzó el techo, bastante abajo. Horst se encogió ante las vibraciones del impacto. Cuando se incorporó había mucho polvo en el túnel.

Sacó otro proyectil y disparó.

Esta vez brotó una rojiza luz del día. Se acercó a examinar el agujero. Sí, podían subir hasta allí.

Once mil años.

36 • Juicio

—Envíe el vehículo sin nosotros —dijo Horst.

La pajeña de Whitbread gorjeó y el Marrón abrió el tablero de control. Trabajaba a una velocidad vertiginosa. Whitbread recordó a la Minera asteroidal que había vivido y muerto eones atrás, cuando su hogar era la MacArthur y los pajeños eran seres desconocidos, cordiales y fascinantes.

El Marrón se apartó de un salto. El vehículo vaciló un segundo y luego aceleró suavemente. Caminaron hasta la rampa que Horst había formado y escalaron en silencio.

El mundo exterior lucía todos los matices del rojo cuando salieron. Surcos interminables de cultivos plegaban sus hojas ante la inminencia de la noche. Alrededor del agujero había un anillo de plantas que se inclinaban entremezcladas.

Algo se movió entre las plantas. Tres armas se alzaron. Alguien avanzó hacia ellos… y Staley dijo:

—Tranquilos. Es un Agricultor.

La pajeña de Whitbread se colocó entre los guardiamarinas, sacudiéndose la tierra con todas sus manos.

—Tiene que haber más por aquí. Quizás se pongan a tapar el agujero. Los Agricultores no son demasiado inteligentes. No tienen por qué serlo. ¿Qué pasa ahora, Horst?

—Caminaremos hasta que podamos encontrar un vehículo. Si veis aviones…

—Detectores de infrarrojos —dijo la pajeña.

—¿Hay tractores por estos campos? ¿Podríamos coger uno? —preguntó Staley.

—Están guardados ahora. No suelen trabajar de noche… Claro que los Agricultores pueden traer uno para rellenar ese agujero. Staley caviló un momento.

—En realidad será mejor prescindir de ellos. Un tractor destacaría demasiado. Ojalá parezcamos Agricultores en una pantalla infrarroja.

Caminaron. Tras ellos el Agricultor comenzó a enderezar las plantas y a alisar el suelo alrededor de sus raíces. Gorjeó algo, pero la pajeña de Whitbread no se molestó en traducir. Staley se preguntó vagamente si los Agricultores sabrían siquiera decir algo, o se limitarían a maldecir, pero no quería hablar en aquel momento. Tenía que pensar.

El cielo se oscureció. Sobre ellos brilló un punto rojo: el Ojo de Murcheson; y frente a ellos brillaban lejanas las luces de Silbido de Pájaro. Caminaron en silencio, los guardiamarinas alerta, con las armas dispuestas, los pajeños siguiéndoles, con un rítmico balanceo del torso.

Al rato Staley dijo a la pajeña:

—Me pregunto qué sacan ustedes en limpio personalmente de esto.

—Dolor. Esfuerzo. Humillación. Muerte.

—Ahí está. Por eso precisamente me pregunto por qué lo hacen.

—No, usted no, Horst. Usted sigue preguntándose por qué no lo hizo su Fyunch(click).

Horst la miró. El se había preguntado aquello. ¿Qué estaba haciendo su mente gemela mientras los demonios cazaban a su propio Fyunch(click) por todo un mundo? Esto le causó un sordo pesar.

—Los dos somos seres adictos al deber, Horst, su Fyunch(click) y yo. Pero el deber de su Fyunch(click) es para ella, digamos, su oficial superior. Gavin…

—Sí.

—Intenté hablar con su Fyunch(click) para que viniera, pero se le ha metido en la cabeza esa idea a lo Eddie el Loco de que podemos acabar con los Ciclos enviando nuestros excedentes de población a otras estrellas. Pero al menos tampoco ayudará a los otros a encontrarnos.

—Horst, su pajeña debe de saber exactamente dónde está usted, al suponer que yo llegué aquí; y estará segura de eso cuando sepa que han muerto los Guerreros.

—La próxima vez, será mejor tirar una moneda al aire, para elegir. Eso no puede predecirlo ella.

—Ella no ayudará. Un Mediador nunca ayudaría a cazar a su propio Fyunch(click).

—Pero ¿no tiene usted que obedecer las órdenes de su Amo? —preguntó Staley.

La pajeña balanceó rápidamente su cuerpo. Era un gesto que ellos no habían visto antes, y evidentemente no lo copiaban de nada humano.

—Escuche —dijo—. Los Mediadores nacimos para poner fin a las guerras. Representamos a los decisores. Hablamos en su nombre. Para hacer nuestro trabajo se necesita cierta independencia de juicio. Los ingenieros genéticos se esfuerzan por hallar un equilibrio. Con demasiada independencia dejamos de representar adecuadamente a los Amos. Entonces prescinden de nosotros y empiezan las guerras.

—Sí —intervino Potter—. Y una independencia escasa resulta insoportable, y estalla la guerra de todos modos… —Potter caminó en silencio un momento—. Pero si la obediencia es un elemento específico de la especie, no podrán ayudarnos solos. Tendrán que llevarnos a otro Amo porque no tienen elección.

Staley apretó con más fuerza el lanzacohetes.

—¿Es verdad eso?

—En parte —admitió la pajeña de Whitbread—. No tan absolutamente como piensan. Pero, sí, es más fácil elegir entre varias órdenes que intentar actuar sin ninguna.

—¿Y qué cree el Rey Pedro que hay que hacer? —preguntó Staley—. ¿Qué vamos a hacer?

El otro pajeño gorjeó. La pajeña de Whitbread le contestó. La conversación se prolongó varios segundos, lo que significaba mucho para los pajeños. La luz del crepúsculo se apagó, y el Ojo de Murcheson resplandeció cien veces más brillante que la luna llena terrestre. No había más estrellas en el Saco de Carbón. A su alrededor los campos de cultivo eran de un rojo oscuro, con agudas sombras negras de profundidad infinita.

—Sinceramente —dijo por fin Charlie—, mi Amo cree que debemos ser honrados con ustedes. Es mejor vivir con la ley vieja de los Ciclos que arriesgarse a la destrucción total y condenar a muerte a toda nuestra descendencia.

—Pero… —tartamudeó confuso Potter—, pero ¿por qué no pueden colonizar otras estrellas? En la galaxia hay sitio para todos. No atacarían al Imperio ¿verdad?

—No, nada de eso —protestó la pajeña de Whitbread—. Mi propio Amo no quiere más que comprar tierras para establecer bases en los mundos del Imperio y luego pasar al territorio exterior al Imperio. Después colonizaríamos mundos y habría intercambios comerciales. No creo que intentásemos compartir los mismos planetas.

—¿Entonces por qué…? —preguntó Potter.

—No creo que pudieseis construir tantas naves espaciales —interrumpió Whitbread.

—Las construiríamos en los mundos coloniales y luego las enviaríamos acá —contestó la pajeña—. Alquilaríamos también naves comerciales a hombres como Bury. Podríamos pagar más que nadie. Pero, en fin… no podría durar. Las colonias se independizarían, como si dijésemos. Tendríamos que empezar otra vez con nuevas colonias, más allá. Y habría problemas demográficos en todos los mundos en que nos estableciéramos. ¿Se imaginan la situación a los trescientos años?

Whitbread lo intentó. Naves, como ciudades volantes, millones de ellas. Y guerras separatistas como las que habían acabado con el Primer Imperio. Más y más pajeños…

—Centenares de mundos pajeños, ¡intentando todos enviar excedentes de población a otros mundos! ¡Millones y millones de Amos compitiendo por territorio y seguridad! Lleva tiempo utilizar vuestro Impulsor Eddie el Loco. Tiempo y combustible, buscar en cada sistema el siguiente punto Eddie el Loco. Llegaría un momento en que la Esfera Pajeña no bastaría. Tendríamos que invadir el Imperio de la Humanidad.

—Hum — murmuró Whitbread.

Los otros sólo miraban a la pajeña; luego continuaron todos hacia la ciudad. Staley con el gran lanzacohetes en brazos, como si su peso le confortase. De vez en cuando se llevaba la mano a la pistolera para tocar la tranquilizadora culata de su propia arma.

—Sería una decisión fácil — dijo la pajeña de Whitbread —. Habría envidia.

—¿De nosotros? ¿Por qué? ¿Por las pildoras anticonceptivas?

—Sí.

Staley se echó a reír.

—Aunque eso no sería el fin. Llegaría un momento en que habría una inmensa esfera de sistemas ocupados por los pajeños. Las estrellas del centro no podrían siquiera controlar a las lejanas. Lucharían entre sí. Guerra continua, civilizaciones constantemente desmoronándose. Sospechó que una técnica normal sería la de arrojar un asteroide contra un sol enemigo con la idea de repoblar el planeta cuando la llama se hubiese apagado. Y la esfera seguiría expandiéndose, dejando más sistemas en el centro.

—No creo que pudieseis derrotar al Imperio.

—¿Con el índice de natalidad de nuestros Guerreros? Bueno, quizás consiguiesen barrernos. Quizás conservasen algunos ejemplares para los zoos; eso sí, no tendrían que preocuparse de si procreábamos o no en cautividad. En realidad a mí me da igual. También habría muchas posibilidades de que nuestra civilización se desmoronase sólo por dedicar una parte excesiva de nuestra capacidad industrial a la construcción de naves espaciales.

—¿Si no planean una guerra contra el Imperio, por qué estamos los tres condenados a muerte? —preguntó Staley.

—Hay cuatro condenas a muerte. Mi Amo quiere mi cabeza tanto como las suyas, bueno, quizás no. Quieren los cuerpos para disección. Nadie mostró sorpresa.

—Están ustedes condenados a muerte porque tienen información suficiente para deducir todo esto sin ayuda, ustedes y los biólogos de la MacArthur. Hay muchos Amos más que apoyan la decisión de matarles. Tienen miedo de que si escapan ustedes ahora su gobierno nos considere una grave amenaza, una plaga que puede extenderse por la galaxia y con el tiempo destruir el Imperio.

—¿Y el Rey Pedro? ¿Él no quiere matarnos? —preguntó Staley—. ¿Por qué no?

Los pajeños gorjearon de nuevo. La pajeña de Whitbread habló por el otro.

—Puede decidir matarles. Tengo que ser franco en eso. Pero quiere volver a encerrar al genio en la botella… si hay medio de que humanos y pajeños puedan volver a donde estaban antes de que encontraran ustedes nuestra sonda Eddie el Loco, lo intentará. Los Ciclos son preferibles a… ¡A toda una galaxia de Ciclos!

—¿Y usted? —preguntó Whitbread—. ¿Cómo ve usted la situación?

—Como ustedes —dijo lentamente la pajeña—. Yo estoy cualificada para juzgar a mi especie sin apasionamiento. No soy un traidor. —Había súplica en la voz alienígena—. Soy un juez. Juzgo esa asociación de nuestras especies y considero que sólo podría traer envidia mutua, por las pildoras anticonceptivas de ustedes y por nuestra inteligencia superior. ¿Decía usted algo?

—No.

—Considero que la propagación de mi especie por el espacio entrañaría riesgos terribles y no acabaría con la ley de los Ciclos. Únicamente haría más terrible los colapsos. Nos multiplicaríamos más deprisa de lo que podríamos propagarnos, hasta que llegase el colapso para centenares de planetas al mismo tiempo…

—Pero —objetó Potter— ha llegado usted a su juicio desapasionado adoptando nuestro punto de vista… O más bien el de Whitbread. Imita usted hasta tal punto a Jonathon que los demás tenemos que contarle los brazos constantemente para saber quién es. ¿Qué sucedería si abandonase usted el punto de vista humano? Puede que su juicio… ¡Ujh!

El brazo izquierdo de la alienígena se posó sobre la pechera del uniforme de Potter y apretó con fuerza, arrastrando al guardiamarina hasta que su nariz le quedó a unos centímetros de la cara.

—No diga eso nunca —dijo—. Ni lo piense. La supervivencia de nuestra civilización, de cualquier civilización, depende de la justicia de mi clase. Nosotros comprendemos todos los puntos de vista y los juzgamos. Si otros Mediadores llegan a conclusiones distintas a la mía, allá ellos. Puede que sus datos sean incompletos, o sus objetivos distintos. Yo juzgo basándome en pruebas.

Le liberó. Potter retrocedió torpemente. Con los dedos de una mano derecha la pajeña apartó la pistola de Staley de su oreja.

—Eso era innecesario —dijo Potter.

—Conseguí llamar su atención, ¿no? Vamos, estamos perdiendo el tiempo.

—Un momento —Staley hablaba muy quedo, pero todos le oían bien en el silencio de la noche—. Iremos a ver a ese Rey Pedro, que puede dejarnos comunicar con la Lenin o no. Eso no es suficiente. Es necesario decirle al capitán lo que sabemos.

—¿Y cómo lo conseguirán? —prosiguió la pajeña de Whitbread—. Les aseguro que no les ayudaremos y no podrán hacerlo sin nosotros. Espero que no hayan pensado alguna estupidez como amenazarnos de muerte. ¿Creen que estaría aquí si me asustara eso?

—Pero…

—Horst, métase usted en su cabeza militar que la Lenin no está ya destruida sólo porque mi Amo y el Rey Pedro están de acuerdo en no destruirla. Mi Amo quiere que la Lenin vuelva con el doctor Horvath y el señor Bury a bordo. Si no nos hemos equivocado en nuestro análisis, serán muy persuasivos. Abogarán por el libre comercio y las relaciones pacíficas con nosotros…

—Ya —dijo Potter pensativo—. Y sin nuestro mensaje no habrá oposición… ¿Por qué no llama el propio Rey Pedro a la Lenin?

Charlie y la pajeña de Whitbread hablaron entre sí. Contestó Charlie.

—No tenemos ninguna seguridad de que el Imperio no venga a destruir los mundos pajeños en cuanto sepa la verdad. Y hasta que sea seguro…

—Por amor de Dios, ¿cómo puede estar seguro de algo así por el simple hecho de hablar con nosotros? —dijo Staley—. No estoy seguro yo mismo. Si Su Majestad me preguntase en este momento, no sabría qué decirle… por amor de Dios, sólo somos tres guardiamarinas de un crucero de combate. No podemos hablar en nombre del Imperio.

—¿Podríamos hacerlo? —preguntó Whitbread—. Empiezo a preguntarme si el Imperio podría destruirles…

—Por Dios, Whitbread —protestó Staley.

—Hablo en serio. Cuando la Lenin regrese e informe en Esparta, ellos tendrán ya el Campo. ¿No es así?

Ambos pajeños se encogieron de hombros. Los gestos eran exactamente iguales… y exactamente iguales al gesto que hacía Whitbread al encogerse de hombros.

—Los Ingenieros trabajarán en eso ahora que saben que existe —dijo la pajeña de Whitbread—. Aun sin él, tenemos cierta experiencia en guerras espaciales. Pero, continuemos. ¡Ustedes no saben lo cerca que estamos en este momento de la guerra! Si mi Amo creyese que han comunicado ustedes todo eso a la Lenin, ordenaría atacar la nave. Si el Rey Pedro no se convenciese de que hay un medio de conseguir que nos dejen ustedes en paz, podría dar la misma orden.

—Y si no nos apresuramos el almirante habrá emprendido el viaje de vuelta a Nueva Caledonia —añadió Potter—. Señor Staley, no tenemos elección. Hemos de encontrar al Amo de Charlie antes que los otros Amos nos encuentren. Es así de simple.

—¿Jonathon? —preguntó Staley.

—¿Quiere usted un consejo, señor? —la pajeña de Whitbread rió con gesto de desaprobación; Jonathon Whitbread la miró irritado, pero luego sonrió—. Pues bien, señor, yo estoy de acuerdo con Gavin. ¿Qué otra cosa podremos hacer? No podemos combatir contra todo un planeta, y no podemos improvisar un sistema seguro de comunicación porque no disponemos de elementos suficientes.

Staley bajó su arma.

—De acuerdo. Entonces sigamos —contempló su pequeño comando—. Somos una patética embajada de la especie humana.

Continuaron cruzando los campos oscuros hacia la ciudad de brillantes luces que había más allá.

37 • Lección de historia

Alrededor de la ciudad había un muro de tres metros de altura. Parecía de piedra o de plástico duro; era difícil distinguir la estructura a la luz rojinegra del Ojo de Murcheson. Tras el muro se distinguían grandes edificios oblongos. Se abrían sobre sus cabezas ventanas amarillas.

—Las puertas de la ciudad deben de estar bien guardadas —dijo la pajeña de Whitbread.

—Es de suponer —murmuró Staley—. ¿Vive aquí también el Encargado?

—Sí. En la estación del subterráneo. A los Encargados no se les permite tener tierras de cultivo propias. La tentación de explotar ese tipo de autosuficiencia podría ser excesiva hasta para un macho estéril.

—Pero ¿cómo llega uno a ser Encargado? —preguntó Whitbread—. Usted siempre está hablando de competencia entre Amos, pero ¿cómo compiten?

—¡Por amor de Dios, Whitbread! —explotó Staley—. Bueno, ¿qué vamos a hacer con ese muro?

—Tendremos que atravesarlo —dijo la pajeña de Whitbread; cuchicheó con Charlie un momento—. Hay alarmas, y habrá Guerreros de guardia.

—¿Podremos atravesarlo?

—Sería posible con un láser de rayos X, Horst.

—Demonios… ¿a qué tanto miedo?

—Es por las sublevaciones que provoca el hambre.

—Bueno, lo atravesaremos. ¿Hay algún lugar que sea más adecuado? Los pajeños se encogieron de hombros con los mismos gestos que Whitbread.

—Quizás medio kilómetro más allá. Allí hay una carretera rápida. Caminaron siguiendo el muro.

—Dígame, ¿cómo compiten? —insistió Whitbread—. No hay otra cosa de que hablar.

Staley murmuró algo, pero se mantuvo próximo para escuchar.

—¿Cómo compiten ustedes? —preguntó la pajeña de Whitbread—. Eficiencia. Nosotros tenemos Comerciantes, ya sabe. El señor Bury quizás se sorprendiese de lo astutos que son algunos de nuestros Comerciantes. Los Amos compran, en parte, responsabilidades… es decir, demuestran que pueden controlar el trabajo. Consiguen que otros miembros más poderosos de la casta de los decisores les apoyen. Lo negocian los Mediadores. Se redactan contratos y se registran; los contratos son promesas de servicios, y cosas parecidas… Y algunos de los decisores trabajan para otros. Nunca directamente. Pero pueden tener un trabajo del que se cuiden y consultar a un Amo más poderoso sobre la política a seguir. Un Amo gana prestigio y autoridad cuando otros decisores empiezan a pedirle consejo. Y por supuesto sus hijas ayudan.

—Parece complicado —dijo Potter—. No creo que hubiese nada en la historia humana similar a eso en ninguna época ni en ningún lugar.

—Es complicado, no hay duda —convino la pajeña de Whitbread—. Pero ¿cómo podría ser de otro modo? Los decisores han de tener independencia. Eso fue lo que volvió loco al Fyunch(click) del capitán Blaine. El capitán Blaine era el Amo absoluto de la nave… salvo cuando llegaban órdenes de la Lenin. Entonces el capitán tenía que someterse a ellas, como un corderito.

—¿Habla usted realmente del capitán de ese modo? —preguntó Staley a Whitbread.

—Me niego a contestar porque podrían meterme en el transformador de masa —dijo Whitbread—. Además, el muro da la vuelta…

—Es por aquí, señor Staley —dijo la pajeña de Whitbread—. Hay una carretera al otro lado.

—Atrás.

Horst alzó el lanzacohetes y disparó. A la segunda explosión la luz atraveso la pared. En la parte superior brillaron más luces. Algunas iluminaron los campos mostrando los cultivos que crecían al borde del muro.

—Vamos, deprisa —ordenó Staley.

Atravesaron el agujero y entraron en la carretera. Coches y vehículos mayores pasaban rápidamente, esquivándoles por centímetros; ellos permanecían pegados al muro. Luego los tres pajeños irrumpieron audazmente en la carretera.

Whitbread gritó e intentó coger a su Fyunch(click). Ésta se soltó impaciente y se puso a cruzar la calle. Los coches pasaban casi rozando, sin disminuir en absoluto la velocidad. Al otro lado los Marrones-y-blancos les hacían señas con los brazos izquierdos. Era una seña inconfundible: ¡Venid!

A través del agujero de la pared entró luz. Algo había allí fuera en los campos donde habían estado ellos. Staley indicó a los otros que cruzasen la calle y disparó a través del agujero. El cohete estalló a unos cien metros de distancia, y la luz se apagó.

Whitbread y Potter cruzaron la carretera. Staley cargó por última vez el lanzacohetes, pero decidió ahorrar el proyectil. Ya no pasaba ninguna luz a través del agujero. Entró en la carretera y empezó a caminar. El tráfico silbaba a su alrededor. Pese a que sentía un impulso irresistible de correr, logró avanzar lentamente, a una velocidad constante. Pasó a su lado un camión como un huracán instantáneo. Luego otro. Después de un período interminable llegó al otro lado, vivo.

No había aceras. Seguían acosados por el tráfico, apretados contra una pared grisácea construida con un material parecido al hormigón.

La pajeña de Whitbread dio unos pasos hacia el interior de la calle e hizo un extraño gesto con tres brazos. Un gran camión rectangular se detuvo con chirriar de frenos. La pajeña habló con los conductores y los Marrones se bajaron inmediatamente, fueron a la parte trasera del camión y empezaron a mover cajas del compartimiento de carga. El tráfico continuaba pasando sin disminuir en absoluto la velocidad.

—Esto nos permitirá llegar —dijo la pajeña de Whitbread—. Los Guerreros vendrán a investigar el agujero de la pared…

Los humanos entraron enseguida. El Marrón que les había seguido pacientemente desde el museo ocupó el asiento situado a la derecha del conductor. La pajeña de Whitbread ocupó el otro asiento del conductor, pero Charlie le dijo algo. Los dos Marrones-y-blancos silbaron y cuchichearon, y Charlie gesticuló con vehemencia. Por fin la pajeña de Whitbread pasó también al compartimiento de carga y cerró las puertas. Cuando lo hacía los humanos vieron a los conductores del camión que se alejaban caminando lentamente calle abajo.

—¿Adonde van? —preguntó Staley.

—Mejor aún, ¿por qué era la discusión? —preguntó Whitbread.

—Uno a uno, caballeros —dijo la pajeña de Whitbread.

El camión arrancó. Se oyó el ronroneo de los motores y el rumor de los neumáticos. Se filtraban también los ruidos de otros millares de vehículos.

Whitbread estaba metido entre duras cajas de plástico, con el mismo espacio que si estuviese en un ataúd. Le recordaba desagradablemente su situación. No era que los otros tuviesen más espacio, por lo que Jonathon se preguntaba si se les habría ocurrido también la analogía. Tenía la nariz a sólo unos centímetros del pecho.

—Los Marrones irán a una asociación de transportes e informarán que su vehículo fue solicitado por un Mediador —dijo la pajeña de Whitbread—. Y la discusión era sobre quién debía ir delante con el Marrón. Perdí yo.

—¿Y por qué se convirtió en una discusión? —preguntó Staley—. ¿No confían uno en otro?

—Yo confío en Charlie. Pero él no confía realmente en mí… quiero decir, no puede… He prescindido de mi propio Amo. Para Charlie soy un Eddie el Loco. Es preferible que vea las cosas por sí mismo.

—Pero ¿adonde vamos? —preguntó Staley.

—Al territorio del Rey Pedro. Es el mejor camino.

—No podemos seguir mucho tiempo en este vehículo —dijo Staley—. En cuanto estos Marrones informen, se pondrán a buscarlo… ha de haber policía, un medio de localizar un camión robado. También aquí se cometen delitos, ¿no?

—No como ustedes piensan. En realidad no hay leyes… pero hay miembros de la clase decisora que tienen jurisdicción sobre las propiedades y los objetos perdidos. Ellos pueden localizar el camión por un precio. Sin embargo, mi Amo tardará un tiempo en negociar con ellos. Primero tendrá que demostrar que me he vuelto loca.

—Supongo que no habrá un espaciopuerto aquí… —dijo Whitbread.

—De todos modos no podríamos utilizarlo —replicó Staley. Escucharon un rato el rumor del tráfico.

—Yo también pensaba en eso —dijo Potter—. Una nave espacial destaca demasiado. Si un mensaje desencadena un ataque contra la Lenin, es indudable que no nos dejarían regresar.

—¿Y cómo vamos a volver a casa? —preguntó Whitbread; no pretendía decirlo en voz alta.

—Es cuento ya sabido —dijo Potter con tristeza—. Sabemos ya más de lo que pueden permitirnos. Y lo que sabemos es más importante que nuestras vidas, ¿no es así, señor Staley?

—Desde luego.

—¿Nunca saben ustedes cuándo tienen que ceder? —preguntó desde la oscuridad la voz de Whitbread; al principio no se dieron cuenta de que era la pajeña quien hablaba—. El Rey Pedro puede dejarles vivir. Puede permitirles volver a la Lenin. Si se convence de que eso es lo mejor, puede arreglarlo. Pero no tienen ustedes medios de enviar un mensaje a esa nave sin su ayuda.

—¡Cómo que no! —exclamó Staley, elevando la voz—. Métase esto en la mollera. Ha sido usted sincera con nosotros… al menos eso creo. Seré sincero también. Si hay un medio de enviar un mensaje, lo enviaré.

—Y después de eso, que sea lo que Dios quiera —añadió Potter. Escucharon unos minutos el rumor del tráfico.

—No tendrá usted esa posibilidad, Horst —dijo la voz de Whitbread—. No hay amenaza que pueda obligarnos a Charlie o a mí a ordenar a un Marrón que construya el equipo que necesitan. No pueden utilizar nuestros transmisores aunque los localicen… ni siquiera yo podría hacerlo sin ayuda de un Marrón. Quizás no haya, además, los medios de comunicación adecuados en este planeta.

—Basta ya —dijo Staley—. Dominan ustedes perfectamente la técnica de las comunicaciones espaciales, y sólo hay unas bandas determinadas en el espectro electromagnético.

—Sin duda. Pero nada permanece invariable aquí. Si necesitamos algo, los Marrones lo construyen. Cuando ya no es necesario, hacen otra cosa con las piezas. Y ustedes quieren algo que comunique con la Lenin sin que nadie sepa del asunto.

—Correré el riesgo. Si podemos enviar un aviso al almirante, él conseguirá conducir la nave de vuelta a casa.

Horst hablaba con completa seguridad. Aunque la Lenin fuese sólo una nave, naves como aquéllas habían derrotado a flotas enteras. Frente a los pajeños, que no disponían del Campo, sería invencible. Horst se preguntaba por qué había llegado a dudar de eso. En el museo había piezas electrónicas, y con ellas podrían haber construido un transmisor de un tipo u otro. Era ya demasiado tarde; ¿por qué habrían hecho caso a la pajeña?

Continuaron durante casi una hora. Los guardiamarinas iban encogidos y amontonados entre las cajas, en la oscuridad. Staley sentía una opresión en la garganta y tenía miedo a seguir hablando. Podría haber un temblor en su voz, algo que comunicase sus temores a los demás, y no podía permitir que supiesen que tenía tanto miedo como ellos. Deseaba que pasase algo, que tuviesen que luchar, cualquier cosa…

El camión hacía de vez en cuando paradas. De pronto se balanceó y giró y luego se detuvo. Esperaron. La puerta corredera se abrió y apareció Charlie encuadrado en la luz.

—No se muevan —dijo. Detrás había Guerreros, con las armas dispuestas. Por lo menos cuatro.

Horst Staley lanzó un gruñido furioso. ¡Traicionados! Buscó la pistola, pero la posición en que estaba le impidió sacarla.

—¡No, Horst! —gritó la pajeña de Whitbread; cuchicheó, dirigiéndose a Charlie, que cuchicheó a su vez en respuesta—. No hagan nada —dijo la pajeña de Whitbread—. Charlie ha pedido un vehículo aéreo. Los Guerreros pertenecen al propietario del vehículo. No harán nada siempre que vayamos directamente de aquí al aparato.

—Pero, ¿quiénes son? —exigió Staley, sin soltar la culata de su pistola. En realidad no tenían ninguna posibilidad de lucha… los Guerreros habían tomado posiciones y estaban preparados; parecían además mortíferos y eficientes.

—Se lo aseguro —dijo la pajeña de Whitbread—. Son guardaespaldas. Todos los Amos tienen. Bueno, casi todos. Ahora salgan, despacio, y aparten las manos de sus armas. No les hagan pensar que se proponen atacar a su Amo. Si creen eso, nos matarán a todos.

Staley calculó sus posibilidades. Eran pocas. Si estuviesen con él Kelley y su infante de marina en lugar de Whitbread y Potter…

—De acuerdo —admitió—. Hagan lo que dice. —Lentamente, bajó del camión.

Estaban en una zona de almacenamientos de equipajes. Los Guerreros mantenían sus posiciones, inclinándose levemente hacia adelante sobre sus anchos y córneos pies. A Staley le recordaron luchadores de kárate. Percibió un leve movimiento junto a la pared. Había por lo menos dos Guerreros más, ocultos. Menos mal que no habían intentado luchar.

Los Guerreros les observaban atentamente; se situaron al final de la extraña procesión formada por un Mediador, tres humanos, otro Mediador y un Marrón. Tenían las armas dispuestas, aunque sin apuntar a nadie concretamente, y avanzaban en abanico.

—¿No llamará su decisor a su Amo cuando nos vayamos? —preguntó Potter.

Los pajeños cuchichearon entre sí. Los Guerreros no parecían prestarles ninguna atención.

—Charlie dice que sí. Que notificará la situación a mi Amo y al Rey Pedro. Pero nos proporciona un avión, ¿no?

El avión era una especie de cuña aerodinámica de cuyo cuidado se encargaban varios Marrones. Charlie habló con ellos y comenzaron a retirar asientos, doblar metal y modificar piezas a velocidad vertiginosa. Había varias miniaturas en el aparato. Staley las vio y maldijo, aunque en voz baja, esperando que los pajeños no supiesen por qué. Permanecían esperando junto al aparato, bajo la mirada vigilante de los Guerreros.

—Esto resulta casi increíble —dijo Whitbread—. ¿No sabe el propietario que somos fugitivos?

—Pero no sus fugitivos —dijo la pajeña de Whitbread—. El sólo se encarga de la sección de equipajes del aeropuerto (silbido de pájaro). Nunca se atrevería a asumir las prerrogativas de mi Amo. Habló además con el jefe del aeropuerto y ambos están de acuerdo en procurar que mi Amo y el Rey Pedro no luchen aquí. Prefieren que nos vayamos lo más deprisa posible.

—Son ustedes las criaturas más extrañas que pueda imaginarse —dijo Potter—. No entiendo cómo esta anarquía no termina en… —se detuvo, embarazado.

—Sí termina —dijo la pajeña de Whitbread—. Dadas nuestras características especiales, tiene que ser así. De cualquier modo, el feudalismo industrial funciona mejor que todas las demás soluciones que hemos ensayado.

Los Marrones hicieron señas. Cuando entraron en el avión había una sola silla adaptada a la constitución pajeña en la parte posterior de estribor. El Marrón de Charlie la ocupó. Delante había un par de asientos humanos; luego un asiento humano junto a un asiento pajeño. Charlie y otro Marrón atravesaron el comportamiento de carga hasta la sección del piloto. Potter y Staley se sentaron juntos sin hablar, dejando a Whitbread y a su pajeña juntos. Aquello le recordaba al guardíamarina un viaje más agradable que había realizado no hacía mucho.

El aparato desplegó un área increíble de superficie alada. Despegó lentamente, en vertical. Bajo ellos se balancearon hectáreas de ciudad, y en el horizonte se alzaron más kilómetros cuadrados de luces urbanas. Volaron sobre las luces, mientras se extendía interminable la ciudad con la gran faja oscura de terreno agrícola cada vez más lejana. Staley atisbo por la escotilla y creyó ver, lejos a la izquierda, el borde de la ciudad: más allá no había nada, oscuridad, pero lisa. Más tierras agrícolas.

—Decía usted que cada amo tiene Guerreros —dijo Whitbread—. ¿Por qué no vimos ninguno antes?

—En Ciudad Castillo no hay Guerreros —contestó la pajeña con evidente orgullo.

—¿Ninguno?

—Ninguno. En los demás sitios, todo propietario de territorio o todo jefe importante tiene una guardia personal. Hasta los decisores que son aún niños están protegidos por los soldados de su madre. Pero los Guerreros son demasiado claramente lo que son. Mi Amo y los decisores, preocupados por ustedes y por esta idea Eddie el Loco, consiguieron que el resto de los de Ciudad Castillo lo aceptasen, para que no supieran ustedes lo belicosos que somos.

Whitbread se echó a reír.

—¿Qué diría el doctor Horvath?

Su pajeña se echó a reír también.

—Él tenía la misma idea, ¿verdad? Ocultar las guerras de los humanos a los pacíficos pajeños. Podrían impresionarse demasiado. ¿No le he contado que la sonda de Eddie el Loco desencadenó una guerra por sí sola?

—No. La verdad es que no nos ha hablado usted de ninguna de sus guerras…

—En realidad, fue aún peor que eso. Creo que entenderá el problema. ¿Quién se haría cargo de los lásers de lanzamiento? Cualquier Amo o coalición de ellos podría utilizar luego los lásers para proporcionar más territorio a su clan. Si fuesen los Mediadores los encargados de la instalación, siempre acabaría apoderándose de ella uno de los decisores.

—¿Ustedes tienen que obedecer sin más al primer Amo que les dé una orden? —preguntó incrédulo Whitbread.

—¡Jonathon, por amor de Dios! Por supuesto que no. En primer lugar, ese supuesto Amo tendría orden de no hacerlo. Pero los Mediadores no saben gran cosa de táctica. No sabemos manejar batallones de Guerreros.

—Sin embargo, son los Mediadores los que gobiernan el planeta…

—Para los Amos. Tenemos que hacerlo. Si los Amos se reúnen para negociar ellos solos, la negociación siempre acaba en lucha. En fin, lo que finalmente sucedió fue que una coalición de Blancos obtuvo el control de los lásers y sus hijos quedaron como rehenes en Paja Uno. Todos eran bastante mayores y tenían bastantes hijos. Los Mediadores les mintieron en cuanto al impulso que necesitaría la sonda de Eddie el Loco. Según los Amos, los Mediadores hicieron estallar los lásers con cinco años de antelación. Inteligente, ¿verdad? Aun así…

—¿Aun así qué?

—La coalición logró salvar un par de lásers. Tenían con ellos Marrones. Tenían que tenerlos. Potter, usted es del sistema hacia el que se dirigió la sonda, ¿no? Sus antepasados debieron de dejar testimonio de lo poderosos que eran aquellos lásers de lanzamiento.

—Lo bastante para eclipsar con su luz el Ojo de Murcheson. Llegó incluso a formarse una nueva religión como consecuencia. Entonces nosotros teníamos nuestras propias guerras…

—Fueron lo suficientemente poderosos también para dominar aquella civilización. Lo que importa es que el colapso se produjo antes aquella vez, y no retrocedimos hasta la barbarie total. Los Mediadores lo planearon sin duda desde el principio.

—Demonios —murmuró Whitbread—. ¿Siempre trabajan ustedes así?

—¿Cómo, Jonathon?

—Esperando que todo se desmorone en cualquier momento. Utilizando el hecho.

—La gente inteligente hace eso. Todos, salvo los Eddie el Loco. Yo creo que el caso típico del síndrome de Eddie el Loco fue aquella máquina del tiempo. La vieron ustedes en una de las esculturas.

—Sí.

—Un historiador pensó que se había producido un acontecimiento histórico crucial unos doscientos años antes y que, si pudiese interferir en los acontecimientos de aquella época, toda la historia pajeña a partir de aquel punto sería paz idílica. ¿Se imaginan? Y además podía demostrarlo. Tenía datos, fechas, viejos documentos, tratados secretos.

—¿Y qué acontecimiento era?

—Hubo un… Emperador, un Amo muy poderoso. Todos sus parientes habían muerto y heredó jurisdicción sobre un inmenso territorio. Su madre había convencido a Médicos y Mediadores para que fabricasen una hormona parecida a las pildoras anticonceptivas de ustedes. Estimularía el cuerpo de un Amo de modo que pensase que era preñez. Una dosis masiva y luego se convertiría en macho. Macho estéril. Cuando murió su madre, los Mediadores utilizaron la hormona con el Emperador.

—¡Pero entonces tenían ustedes pildoras anticonceptivas! —exclamó Whitbread—. Pueden controlar con ellas el aumento de población…

—Eso fue lo que pensó aquel Eddie el Loco. Bueno, pues utilizaron la hormona durante unas tres generaciones. La población se estabilizó, desde luego. No había muchos Amos. Todo estaba en paz. Pero, claro está, la explosión demográfica seguía en los demás continentes. Los otros Amos se unieron e invadieron el territorio del Emperador. Tenían muchos Guerreros… y muchos Amos para controlarlos. Así acabó el Imperio. Nuestro constructor de la máquina del tiempo pensó que podría arreglar las cosas de modo que el Imperio controlase todo Paja Uno. —La pajeña de Whitbread bufó de disgusto—. Imposible. ¿Cómo va uno a convencer a los Amos de que se conviertan en machos estériles? A veces sucede, de todos modos, pero ¿quién lo aceptaría antes de tener hijos? Y es entonces únicamente cuando puede funcionar la hormona.

—Oh.

—Aunque el Emperador hubiese conquistado todo Paja Uno y estabilizado la población… y piense, Jonathon, que el único medio de hacer eso sería que los Amos controlasen a los procreadores sin tener por su parte hijos… y que, aunque lo hicieran, serían atacados por las civilizaciones asteroidales.

—¡Pero es un principio, hombre! —protestó Whitbread—. Tiene que haber un medio.

—Yo no soy un hombre, y no tiene por qué haber un medio. Y ésa es otra razón de que no desee que se establezca contacto entre su especie y la mía. Ustedes son todos como Eddie el Loco. Creen que no hay problemas sin solución.

—¡Todos los problemas humanos tienen por lo menos una solución final! —dijo Gavin Potter suavemente desde el asiento de atrás.

—Los humanos quizás —dijo la alienígena—. Pero ¿tienen alma los pajeños?

—No soy quién para decirlo —contestó Potter, agitándose incómodo en su asiento—. Yo no soy portavoz del Señor.

—Tampoco su capellán lo sabe. ¿Cómo espera descubrirlo? Haría falta ciencia revelada… inspiración divina, ¿no? Dudo que lo consiguiéramos.

—¿Entonces ustedes no tienen religión? —preguntó Potter, incrédulo.

—Hemos tenido miles, Gavin. Los Marrones y otras clases semiinteligentes no cambian gran cosa las suyas, pero cada civilización que crean los Amos produce una distinta. La mayoría son variantes de la teoría de la transmigración de las almas, insistiendo en la supervivencia a través de los hijos. Creo que entenderán fácilmente el motivo.

—No dice usted nada de los Mediadores —observó Whitbread.

—Ya se lo expliqué… nosotros no tenemos hijos. Hay Mediadores que aceptan la idea de la transmigración. Reencarnación como Amo. Esas cosas. Lo más parecido a nosotros de las religiones humanas, que yo sepa, es el budismo, la «escuela del pequeño vehículo». Hablé con el capellán Hardy de esto. Según él los budistas creen que pueden escapar un día a lo que llaman la Rueda de la existencia. Eso recuerda bastante a los Ciclos. No sé, Jonathon. Antes creía y aceptaba la reencarnación, pero… no se sabe nada en realidad, ¿no le parece?

—¿No tienen nada que se parezca al cristianismo? —preguntó Potter.

—No. Tuvimos profecías de un Salvador que pondría fin a los Ciclos, pero tuvimos de todo, Gabin. Y desde luego aún no ha llegado un Salvador.

Bajo ellos se extendía interminable la ciudad. Potter se echó atrás en la silla y se puso a roncar. Whitbread le miró con asombro.

—También ustedes deberían dormir —dijo la pajeña—. Llevan despiertos mucho tiempo.

—Tengo demasiado miedo. Ustedes se cansan antes que nosotros… y no duermen.

—También tengo miedo.

—Hermano, ahora sí que tengo miedo yo realmente. —¿Le llamé realmente hermano? No, le llamé hermano a ella. Al diablo—. Había más cosas en aquel museo de arte de las que vimos nosotros, ¿verdad?

—Sí. Cosas sobre las que no queríamos hablar con detalle. Como la Matanza de Médicos. Un suceso muy antiguo, ya casi leyenda. Otra especie de Emperador decidió eliminar a todos los Médicos. Y estuvo a punto de lograrlo. —La pajeña se estiró—. Es agradable poder hablar con usted sin tener que mentir. Mentir es contrario a nuestro carácter, Jonathon.

—¿Por qué quería acabar con los Médicos?

—¡Para reducir la población, por supuesto! No resultó, claro. Algunos Amos los mantenían en lugares secretos, y después del colapso siguiente…

—…pasaron a valer su peso en iridio.

—Se cree que fueron realmente la base del comercio. Como el ganado en Tabletop.

La ciudad quedó por fin atrás, y el aparato voló sobre océanos oscuros bajo la luz roja del Ojo de Murcheson. Brillaba en el horizonte la estrella roja en su ocaso, mientras se alzaban otras al este bajo el borde negruzco del Saco de Carbón.

—Si quisiesen derribarnos, éste sería el mejor sitio —dijo Staley—. Donde la caída del aparato no produciría ningún desastre. ¿Está usted segura de saber dónde vamos?

La pajeña de Whitbread se encogió de hombros.

—A la jurisdicción del Rey Pedro. Si podemos llegar allí.

Volvió la vista hacia Potter. El guardiamarina estaba encogido en su asiento, con la boca entreabierta, roncando suavemente. Las luces del aparato eran difusas y todo parecía en paz, siendo la única nota discordante el lanzacohetes que Staley llevaba en el regazo.

—Debería usted dormir un poco también.

—Sí. —Horst se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. Pero sus manos seguían apretando con firmeza el arma.

—Ni siquiera abandona la vigilancia cuando duerme —dijo Whitbread—. O por lo menos lo intenta. Supongo que Horst estará tan asustado como nosotros.

—Sigo preguntándome si esto servirá para algo —dijo la alienígena—. Estamos en realidad a punto de desmoronarnos. Se olvida usted de unas cuantas cosas más de aquel zoo, ¿sabe? Como el animal que se utiliza como alimento. Una variedad de pajeño, casi sin brazos, incapaz de defenderse de nosotros lo suficiente para sobrevivir. Otro de nuestros parientes, que se criaba para carne en una época vergonzosa, hace mucho tiempo…

—Dios mío —dijo Whitbread—. Pero ahora no harían ustedes nada parecido…

—Oh, no.

—¿Entonces por qué tienen aquellos ejemplares allí?

—Mera cuestión estadística; una coincidencia que quizás le parezca a usted interesante. No hay zoo en el planeta que no tenga ejemplares de Carnes. Y los rebaños crecen sin cesar…

—¡Dios mío! ¿Es que nunca dejan de pensar en el próximo colapso?

—No.


El Ojo de Murcheson se había desvanecido hacía mucho. Ahora el este era rojo sangre, en un crepúsculo que aún asombraba a Whitbread. En mundos habitables eran raros los crepúsculos rojos. Pasaban sobre una cadena de islas. Delante, hacia el oeste, brillaban luces donde aún estaba oscuro. Había un paisaje urbano como mil Espartas seguidas, entrecruzado sin cesar por fajas oscuras de tierra cultivada. En los mundos del hombre serían parques. Allí eran territorio prohibido, guardado por demonios deformes.

Whitbread bostezó y miró a la alienígena que iba a su lado.

—Creo que la llamé hermano, esta noche.

—Lo sé. Quería decir hermana, supongo. Para nosotros el género tambien es importante. Cuestión de vida o muerte.

—No estoy seguro de que quisiese decir eso tampoco. Quería decir amiga —explicó Whitbread con cierta torpeza.

—Fyunch(click) es una relación más íntima. Pero me alegro de ser su amiga —dijo la pajeña—. Me alegra haber tenido esta experiencia, de conocerle.

El silencio era embarazoso.

—Mejor será que despierte a los otros —dijo suavemente Whitbread.

El aparato efectuó un brusco giro y enfiló hacia el norte. La pajeña de Whitbread miró hacia la ciudad que se extendía debajo, luego al otro lado para asegurarse de la posición del sol, y luego abajo otra vez. Se levantó, fue al compartimiento del piloto y parloteó. Charlie contestó; charlaron un rato.

—Horst —dijo Whitbread—. Señor Staley. Despierten. Horst Staley se había obligado a dormir. Estaba aún rígido como una estatua, con el lanzacohetes sobre las piernas, agarrado con fuerza.

—¿Sí?

—No sé. Cambiamos de rumbo, y ahora… escuchen —dijo Whitbread. Los pajeños aún seguían parloteando. Sus voces aumentaban de volumen.

38 • Solución final

La pajeña de Whitbread volvió a su asiento.

—Ha empezado —dijo; ahora no hablaba como Whitbread; su voz era de alienígena—. La guerra.

—¿Quiénes la iniciaron? —preguntó Staley.

—Mi Amo y el Rey Pedro. Los otros aún no se han unido a la lucha, pero lo harán.

—¿Por nosotros? —preguntó incrédulo Whitbread. Estaba a punto de gritar. Aquella transformación de su Fyunch(click) le resultaba insoportable.

—Por la jurisdicción sobre ustedes —corrigió la pajeña; se estremeció, se relajó luego y súbitamente la voz de Whitbread habló desde unos semisonrientes labios alienígenas—. Todavía no es muy grave. Sólo Guerreros e incursiones. Todos quieren demostrar lo que pueden hacer, sin destruir nada realmente importante. Habrá muchas presiones de los otros decisores para que las cosas sigan así. No desean que se produzca el desastre.

—Demonios —dijo Whitbread, carraspeando—. Pero… Bienvenido a casa, hermano.

—¿Y en qué posición quedamos nosotros? —preguntó Staley—. ¿Adonde vamos, ahora?

—A un sitio neutral. El Castillo.

—¿El Castillo? —exclamó Horst—. ¡Es territorio de su Amo! —su mano estaba de nuevo muy cerca de la pistola.

—No. ¿Acaso creen que los otros iban a dar a mi Amo tanto control sobre ustedes? Los Mediadores que conocieron formaban todos parte de mi clan, pero el Castillo, concretamente, pertenece a un decisor que es estéril. Un Encargado.

Staley parecía desconfiar.

¿Y qué haremos allí?

La pajeña se encogió de hombros.

—Esperar y ver quién gana. Si gana el Rey Pedro, les enviará de vuelta a la Lenin. Quizás esta guerra convenza al Imperio de que es mejor dejaros solos. Quizás puedan ayudarnos ustedes, incluso. —La pajeña hizo un gesto de repugnancia—. Ayudarnos. Él es también Eddie el Loco. Nunca acabarán los Ciclos.

—¿Esperar? —murmuró Staley—. Yo no, desde luego. ¿Dónde está ese Amo suyo?

¡No! —gritó la pajeña—. Horst, no puedo ayudarle en algo así. Además, nunca lograrían pasar, se lo impedirían los Guerreros. Son muy hábiles, Horst, mucho más que sus infantes de marina y ¿qué son ustedes? Tres oficiales jóvenes sin apenas experiencia y con armas de un viejo museo.

Staley bajó los ojos. Frente a ellos estaba Ciudad Castillo. Vio el espaciopuerto, un espacio abierto entre muchos, pero gris, no verde. Más allá estaba el Castillo, una aguja rodeada de un balcón. Aunque pequeño, destacaba entre la fealdad industrial del interminable paisaje urbano.

En su equipaje había material de comunicación. Cuando Renner y los otros habían subido, el piloto jefe había dejado todo salvo sus notas y archivos en el Castillo. No había dicho por qué, pero ahora lo sabían: quería que los pajeños pensaran que iban a volver.

Quizás hubiese materiales suficientes para construir un buen transmisor. Algo que alcanzase a la Lenin.

¿Podemos aterrizar en la calle? —preguntó Staley.

—¿En la calle? —la pajeña pestañeó—. ¿Por qué no? Si Charlie acepta. El aparato es suyo.

La pajeña de Whitbread gorjeó. Hubo ronroneos y clicks de respuesta desde la cabina.

—¿Está convencida de que el Castillo es seguro? —preguntó Staley—. Whitbread, ¿confía usted en los pajeños?

—Confío en ésta. Pero quizás tenga algunos prejuicios, Hor… señor Staley. Tendrá que utilizar su propio criterio.

—Charlie dice que el Castillo está vacío, y aún sigue la prohibición contra los Guerreros en Ciudad Castillo —dijo la pajeña de Whitbread—. Dice también que el Rey Pedro está ganando, pero escucha únicamente informes de su bando.

—¿Aterrizará junto al Castillo? —preguntó Staley.

—¿Por qué no? Tenemos que enviar primero una señal a la calle para que los Marrones miren arriba. —La pajeña gorjeó de nuevo.

El estruendo de los motores se redujo a un susurro. El avión descendió casi en vertical abriendo de nuevo las alas. Pasó zumbando ante el Castillo, permitiéndoles ver sus balcones. Abajo bullía el tráfico, y Staley vio un Blanco en el paso de peatones en frente del Castillo. El Amo se perdió rápidamente en un edificio.

—No se ven Demonios —dijo Staley—. ¿Alguien ve Guerreros?

—No.

—No se ven.

—Yo tampoco veo.

El avión efectuó un brusco giro y descendió de nuevo. Whitbread miraba con ojos desorbitados las duras paredes de hormigón de los rascacielos. Buscaban todos Blancos (y Guerreros), pero no los veían.

El avión redujo la velocidad y cambió de posición a dos metros del suelo. Se deslizaron hacia el Castillo como una gaviota sobre el mar. Staley, pegado a la ventana, esperaba. Los coches avanzaron hacia ellos y les rodearon.

Comprendió que iban a chocar contra el Castillo. ¿Intentaba el Marrón abrirse paso embistiendo contra él como el transbordador de la MacArthur? El aparato se detuvo bruscamente entre rechinar de frenos y estruendos de inversores de impulsión. Estaban exactamente al pie del muro del Castillo.

—Vamos Potter, ayúdeme. —Staley cogió el láser de rayos X—. Vamos. —No podía abrir la puerta e hizo una seña a la pajeña.

La pajeña abrió la puerta. Había un espacio de dos metros entre la punta del ala y el muro, veinticinco metros en total. Aquella ala del aparato se había plegado un poco. La pajeña saltó a la calle.

Los humanos se lanzaron tras ella, Whitbread con la espada mágica en la mano izquierda. La puerta podía estar cerrada, pero no se resistiría a algo como aquello.

La puerta estaba cerrada. Whitbread esgrimió la espada, dispuesto a abrirse paso, pero su pajeña le hizo señas de que no lo hiciera. Examinó un par de marcadores instalados en la puerta, posó una mano derecha en cada uno de ellos, y mientras los manipulaba giró una palanca con el brazo izquierdo. La puerta se abrió suavemente.

—Es para que no entren los humanos —dijo. La zona de entrada estaba vacía.

—¿Hay medio de impedir que se abra esa maldita puerta? —preguntó Staley.

Su voz sonaba hueca; se dio cuenta de que habían desaparecido los muebles de la habitación. Al ver que no había respuesta, Staley pasó a Potter el láser de rayos X.

—Quédese de guardia aquí. Necesitará usted a los pajeños para que le digan si el que llega es enemigo o no. Vamos, Whitbread. —Se volvió y corrió hacia las escaleras.

Whitbread le seguía a regañadientes. Horst subía muy deprisa, y cuando llegaron a la planta donde estaban sus habitaciones Whitbread estaba sin aliento.

—¿Qué tiene usted contra los ascensores? —preguntó Whitbread. Staley no contestó. La puerta de la habitación de Renner estaba abierta, Y Horst se lanzó al interior.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasa? —Whitbread, jadeante, entró en la habitación. Vacía. Hasta las literas habían desaparecido. No había rastro del equipo que había dejado Renner.

—Esperaba encontrar algo para hablar con la Lenin —gruñó Staley—. Ayúdeme a mirar. Quizás almacenasen nuestro material por aquí.

Buscaron, pero no encontraron nada. En todas las plantas era igual: camas, muebles, todo lo habían retirado.

El Castillo era una cascara hueca. Volvieron escaleras abajo hacia la entrada.

—¿Estamos solos? —preguntó Gavin Potter.

—Sí —contestó Staley—. Y nos moriremos de hambre muy pronto si no sucede algo peor. Está todo vacío.

Las pajeñas se encogieron de hombros.

—Me sorprende un poco —dijo la pajeña de Whitbread; cuchicheó un momento con su compañera—. Tampoco ella sabe el motivo. Parece que el lugar no volverá a utilizarse…

—Bueno, desde luego deben de saber muy bien dónde estamos —gruñó Staley; cogió su casco del cinturón y conectó los conductores a su radio. Luego se puso el casco—. Aquí Staley llamando a Lenin. Lenin, Lenin, Lenin, aquí el guardiamarina Staley.

—Señor Staley, ¿dónde demonios está usted? —era el capitán Blaine.

—¡Capitán! ¡Gracias a Dios! Capitán, estamos atrapados en… Un momento, señor.

Las pajeñas cuchicheaban entre sí. La pajeña de Whitbread intentó decir algo, pero Staley no oía. Oía a una pajeña que hablaba con la voz de Whitbread…

—Capitán Blaine, ¿dónde consigue usted su whisky irlandés?

—¡Déjese de bromas e informe, Staley!

—Lo siento, señor. Tengo que saberlo. Ya entenderá usted por qué se lo pregunto. ¿Dónde consigue usted su whisky? Corto.

—¡Staley! ¡Estoy harto de chistes! Horst se quitó el casco.

—No es el capitán —dijo—. Es un pajeño con la voz del capitán. ¿De la especie de ustedes? —preguntó a la pajeña de Whitbread.

—Probablemente. Un truco estúpido. El Fyunch(click) de usted lo habría hecho mejor. Eso significa que no coopera demasiado con mi Amo.

—Hay un medio de defender este lugar —dijo Staley. Miró la entrada. Era de unos veinte metros por treinta, y sin nada especial. Los cortinajes y los cuadros que adornaban las paredes habían desaparecido.

—Vamos arriba —añadió—. Allí tendremos más posibilidades. Les condujo hasta la planta de las habitaciones, y tomaron posiciones al final del vestíbulo, desde donde podían cubrir la escalera y el ascensor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Whitbread.

—Ahora a esperar —dijeron ambas pajeñas al unísono. Pasó una hora larga.


Se apagaron los rumores del tráfico. Tardaron un minuto en advertirlo; luego se hizo evidente. Nada se movía fuera.

—Echaré una ojeada —dijo Staley. Fue a otra habitación y atisbo cauteloso por la ventana, muy desde dentro para que no le vieran.

Abajo, por la calle, pasaban Demonios. Avanzaban con paso rápido y ágil. De pronto esgrimieron sus armas y dispararon hacia el fondo de la calle. Horst se volvió y vio otro grupo que buscaba protección; un tercio de ellos quedaba muerto en la calle. A través de las gruesas ventanas se filtraba el rumor del combate.

—¿Qué pasa? —preguntó Whitbread—. Parecen disparos.

—Lo son. Dos grupos de Guerreros combatiendo. ¿Por nosotros?

—Desde luego —contestó la pajeña de Whitbread—. Se dan cuenta de lo que significa esto, ¿no? —La pajeña parecía muy resignada. Al ver que no había respuesta, dijo—: Significa que los humanos no regresarán. Se han ido.

—¡No lo creo! —gritó Staley—. ¡El almirante no nos abandonaría! Tomaría todo el planeta…

—No, no lo haría, Horst —dijo Whitbread—. Usted conoce sus órdenes. Horst sabía perfectamente que Whitbread tenía razón.

—¡Pajeña de Whitbread! —llamó—. Venga aquí y dígame de qué bando son los que combaten.

—No.

Horst se volvió.

—¿Qué significa ese no? ¡Necesito saber contra quién debo disparar!

—No quiero que me maten.

¡La pajeña de Whitbread era una cobarde!

—A mí no me han alcanzado los disparos, ¿verdad? No correrá ningún riesgo.

—Horst —dijo la voz de Whitbread—, si asoma usted un ojo cualquier Guerrero puede alcanzarle. Nadie desea que muera usted ahora. No han utilizado hasta ahora artillería, ¿verdad? Pero dispararían sobre mí.

—Está bien. ¡Charlie! Venga aquí y…

—No.

Horst ni siquiera maldijo. No cobardes, sino Marrones-y-blancos. ¿Le habría ayudado su propia pajeña?

Los Demonios se habían puesto todos a cubierto tras coches aparcados o abandonados, en portales, en las estrías de los laterales de un edificio. Pasaban de un escondrijo a otro rápidos como moscas. Pero siempre que un Guerrero disparaba, moría otro. No había habido demasiados disparos y sin embargo dos tercios de los Guerreros habían muerto. La pajeña de Whitbread conocía bien su puntería. Era inhumanamente certera.

Casi debajo de la ventana de Horst, yacía un Guerrero muerto que había perdido los brazos. Otro vivo, que esperaba un momento de calma, se lanzó de pronto a un lugar protegido más próximo… y el caído revivió. Luego todo sucedió demasiado deprisa para poder captarlo: el arma volando, los dos Guerreros chocando y luego desplomándose, muñecos rotos pateando aún y salpicando sangre.

Algo resonó abajo. Se oyó ruido en la escalera. En los escalones de mármol repiquetearon pezuñas. Gorjearon las pajeñas. Charlie silbó sonoramente, repitió el silbido. De abajo llegó una respuesta, luego una voz dijo en el ánglico perfecto de David Hardy:

—Serán bien tratados. Ríndanse inmediatamente.

—Hemos perdido —dijo Charlie.

—Tropas de mi Amo. ¿Qué hará usted, Horst?

Por toda respuesta Staley se acuclilló en un rincón con el rifle de rayos X dirigido a la escalera, e indicó frenéticamente a los otros guardiamarinas que se cubrieran.

Un pajeño Marrón-y-blanco apareció en la entrada. Tenía la voz del capellán Hardy, pero en modo alguno sus maneras. Sólo el ánglico perfecto y el tono retumbante. El Mediador iba desarmado.

—Vamos, sean razonables. Su nave se ha ido. Sus oficiales les creen muertos. No tenemos ningún motivo para hacerles daño. No nos obliguen a matarles por nada, salgan y acepten nuestra amistad.

—¡Vete al infierno!

—¿Qué adelantáis con eso? —preguntó el pajeño—. No pretendemos haceros ningún daño…

Se oían tiros abajo. Su estruendo retumbaba en las habitaciones vacías y en los vestíbulos del pasillo. El Mediador que tenía la voz de Hardy silbó y gorjeó dirigiéndose a los otros pajeños.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Staley; miró a su alrededor: la pajeña de Whitbread estaba acuclillada contra la pared, absolutamente inmóvil—. Dios mío, ¿y ahora qué?

—¡Déjala en paz! —gritó Whitbread; abandonó su puesto para situarse junto a la pajeña y le echó el brazo por encima del hombro—. ¿Qué haremos ahora?

Los ruidos del combate iban aproximándose, y de pronto aparecieron en el vestíbulo dos Demonios. Staley apuntó y disparó, abatiendo a un Guerrero. Comenzó a desplazar el rayo hacia el otro. Disparó el Demonio, y Staley se vio lanzado contra la pared del fondo del pasillo. Aparecieron en el vestíbulo más Demonios, y hubo un estruendo de disparos que mantuvo erguido a Staley durante un segundo. Su cuerpo parecía como mascado por dientes de dragón, y cayó, y quedó muy quieto.

Potter disparó el lanzacohetes. La bomba explotó al fondo del vestíbulo. Parte de las paredes cayeron, llenando el suelo de escombros y enterrando parcialmente al Mediador y a los Guerreros.

—Me parece que gane quien gane abajo, sabemos demasiado sobre el Campo Langston —dijo Potter lentamente—. ¿Qué piensa usted, señor Whitbread? Es usted el que manda ahora.

Jonathon despertó de su ensueño. Su pajeña seguía quieta e inmóvil…

Potter sacó la pistola y esperó. Se oyeron nuevos ruidos en el vestíbulo. Cesó el rumor del combate.

—Su amigo tiene razón, hermano —dijo la pajeña de Whitbread; miró la figura inmóvil de Fyunch(click) de Hardy—. Ése era un hermano también…

Potter lanzó un grito. Whitbread dio la vuelta.

Potter seguía de pie, como incrédulo, sin pistola, el brazo destrozado de la muñeca al codo. Miró a Whitbread con ojos empañados de un dolor apenas percibido y dijo:

—Uno de los muertos tiró una piedra.

Había más Guerreros en el vestíbulo, y otro Mediador. Avanzaban lentamente.

Whitbread enarboló la espada mágica que era capaz de cortar piedra y metal, y blandiéndola en arco cercenó el cuello de Potter… Potter, al que su religión prohibía el suicidio, como la de Whitbread. Se oyó un disparo cuando dirigía la hoja hacia su propio cuello, y dos proyectiles aplastaron sus hombros. Jonathon Whitbread se desplomó y quedó inmóvil.


No le tocaron al principio, salvo para retirarle las armas del cinturón. Esperaron a un Médico, mientras el resto rechazaba a las fuerzas atacantes del Rey Pedro. Un Mediador habló enseguida con Charlie y ofreció un comunicador… no había ya por qué luchar. La pajeña de Whitbread permanecía junto a su Fyunch(click).

El Médico tanteó los hombros de Whitbread. Aunque nunca había tenido un humano para diseccionarlo, sabía todo cuanto sabía un pajeño de fisiología humana, y sus manos estaban perfectamente formadas para hacer uso de un millar de Ciclos de instintos. Los dedos se movían suavemente sobre las pulverizadas articulaciones de los hombros, los ojos percibían que no había derrame de sangre. Las manos tanteaban la espina dorsal, aquel órgano maravilloso que el Médico sólo conocía por una reproducción.

Las frágiles vértebras del cuello habían estallado.

Proyectiles de alta velocidad —dijo al Mediador que esperaba—. El impacto ha destruido el notocordio. Esta criatura está muerta.

El Médico y dos Marrones trabajaron frenéticamente para construir una bomba sanguínea que regase el cerebro. Fue inútil. La comunicación entre Ingeniero y Médico fue demasiado lenta, el cuerpo era demasiado extraño y apenas había equipo a mano.

Llevaron el cadáver y la pajeña de Whitbread con él al espaciopuerto controlado por su Amo. A Charlie la devolverían al Rey Pedro, ahora que la guerra había acabado. Había que efectuar pagos, repararlo todo después del combate, indemnizar a todos los Amos perjudicados; tenía que haber unidad entre los pajeños cuando llegasen los próximos humanos.


El Amo nunca supo, ni sus hijas blancas lo sospecharon jamás. Pero entre sus otras hijas, las Mediadoras marrón-y-blanco que la servían, se murmuraba que una de sus hijas había hecho lo que ningún Mediador en todos los Ciclos. Cuando los Guerreros se lanzaban sobre aquel extraño humano, la pajeña de Whitbread le había tocado, no con las suaves manos derechas, sino con la poderosa mano izquierda.

Fue ejecutada por desobediencia y murió sola. Sus hermanas no la odiaban, pero no podían hablar con alguien que había matado a su propio Fyunch(click).

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