Capítulo 9

La noche del viernes 29 de octubre del 2032, el doctor Christian accedió a la fama. Toda la primera edición de su libro quedó agotada en el término de un mes y el libro continuó vendiéndose a un ritmo de cien mil ejemplares diarios. Todo el mundo, llevaba consigo el volumen de letras rojas atravesadas por el plateado rayo y lo leían por todas partes.

A petición del público, el programa de Bob Smith de esa noche, volvió a emitirse a la semana siguiente, después de una impresionante campaña publicitaria, y esa noche, todo el país lo vio. El programa no tuvo pérdidas en esa primera audición, pero el Ministerio del Medio Ambiente se hizo cargo de los gastos.

Y muy pronto, ese rostro hundido de ojos oscuros y mirada penetrante, apareció en las portadas de todas las revistas y periódicos; lo estamparon en camisetas y la primera edición de un póster, en el que se leía la palabra CREDO, se vendió en un sólo día.

El doctor Moshe Chasen había conseguido esquivar a sus colegas, la noche en que el doctor Christian se presentó en el programa, pero sabía que eso sólo posponía el inevitable enfrentamiento. Cuando llegó a su oficina el lunes siguiente, encontró dos notas sobre su despacho. Se rascó la cabeza, suspirando, y después invitó a la doctora Hemingway y al doctor Abraham a tomar un café en su despacho.

– ¿Viste el programa del viernes pasado, Moshe? -preguntó el doctor Abraham antes de sentarse.

– Sí, lo vi -contestó el doctor Chasen-. La doctora Carriol me mandó decir que me resultaría muy interesante.

– ¡Aja! -comentó la doctora Hemingway- Así que la doctora Carriol estaba enterada, ¿verdad?

El doctor Chasen se reclinó entonces contra su sillón, e imitó a la doctora Carriol, alzando las cejas todo lo que pudo y arrastrando sus palabras.

– Mi querida Millie, ¿cuándo has pescado a nuestra jefa distraída?

Eso hizo callar a ambos, porque era una pregunta difícil de contestar.

– Lo único que pasa -continuó diciendo el doctor Chasen, en un tono que indicaba que le inspiraban lástima-, es que ella es muy amiga del editor de «Atticus» y ellos contrataron al doctor Christian. Supongo que «Atticus» le pidió a Judith que leyera libro del doctor, cuando éste aún no era más que un manuscrito.

– De modo que el programa del viernes no te sorprendió, ¿verdad? -preguntó el doctor Abraham, todavía escéptico.

– En absoluto.

– Entonces, ¿por qué no nos avisaste? -quiso saber la doctora Hemingway.

El doctor Chasen esbozó una malvada sonrisa.

– No pude resistir la tentación de no avisarles. Lo que me sorprende es que no le vieran ustedes mismos cuando estuvo aquí, en el Ministerio, hace algunos meses.

Ambos se irguieron en sus asientos.

– ¿Aquí? -chilló el doctor Abraham.

– Así es. Después de que Judith leyera el libro, le invitó a venir para que cambiara impresiones conmigo sobre el tema de la reubicación.

Eso les dejó completamente desilusionados y clavaron sus miradas en el doctor Chasen, con la expresión de dos niños, que acaban de descubrir demasiado tarde que se han perdido un reparto de chocolatinas.

– Nunca pensé que fueras tan reservado -dijo el doctor Abraham con voz temblorosa.

«Pues yo soy -pensó el doctor Chasen-, y no te hubiera hablado de su visita al Ministerio, si no supiera que es probable que alguien le haya visto y que podrías enterarte. Simplemente, acabo de ofrecerte una explicación que debes aceptar, te guste o no».

– Pero la Operación fue un ejercicio, ¿verdad? -preguntó la doctora Hemingway.

– Sí, Millie, lo fue -la tranquilizó el doctor Chasen.

El doctor Abraham sacudió la cabeza con poca convicción.

– No sé -dijo-. En todo esto, hay algo que me huele a gato encerrado.

El doctor Joshua Christian pasó una semana en Atlanta, confinado en algunos de los edificios que rodeaban a la plaza de los Medios de Comunicación. Conversó con Daniel Connors y con Marlene Feldman, con Bob Smith, con Dominic d'Este, Benjamín Steinfeld, Wolf Man Jack VI y, por radio, con Reginald Parker y Mischa Bronsky. Concedió extensas entrevistas a todos los periódicos y revistas importantes y firmó libros en las principales librerías de la ciudad. Los tiempos habían cambiado y, en ese momento, Atlanta era la ciudad más influyente del país y eclipsaba a Nueva York como capital cultural de la nación. Ello se debía a que ya tenía más de cinco millones de habitantes y era el centro de una amplia constelación de reubicaciones de la Zona A y la Zona B.


Joshua adquiría cada vez más fuerza. Judith Carriol se sorprendió incluso al notar la escasa oposición que encontraban sus ideas. Teóricamente, podía pensarse que eso se debía a que no renegaba de Dios y, por lo tanto, no podía ser acusado de malvado o corrupto, salvo por aquellos que creían que su fe era la única que tenía importancia ante Dios. Pero interiormente ella consideraba que el verdadero motivo de su positivo e instantáneo efecto sobre la gente se debía a su extraordinaria fuerza interior. Aparecía en la televisión o en la radio, rodeado de gente y conseguía infiltrarse hasta lo más hondo de sus almas. Lograba que la gente creyera en lo que decía, abriéndose paso a través de sus emociones, los instintos, el dolor y la sensación de soledad de sus oyentes. El concepto de verdad universal era algo que siempre la había intrigado y fascinado al mismo tiempo. Él era capaz de proyectar ese concepto sin que Judith lograra desentrañar su naturaleza.

Sin embargo, Atlanta fue sólo el principio de la gira publicitaria del doctor Christian. Judith Carriol, en representación del Ministerio del Medio Ambiente y Elliot MacKenzie, en representación de «Atticus Press», se encargaron de planificarla. Tenían la sensación de que el doctor Christian debía ser visto por el mayor número de gente posible. Así que, a diferencia de las giras de otros autores, que se basaban en las presentaciones en los medios de comunicación masiva, la gira del doctor Christian incluyó deliberadamente un gran número de apariciones en público en los mayores centros de reubicación, en las ciudades más importantes y en las zonas de más influencia. Tras dos experiencias levemente desagradables, que tuvieron lugar en Atlanta, las sesiones de firmas de libros fueron abandonadas. Atrajo a tal multitud a las librerías que se creó una caótica situación y tuvieron que sacarle de allí apresuradamente. Entonces, se organizaron presentaciones formales, que se anunciaban como conferencias y a las que sólo se podía asistir retirando previamente una entrada, que era gratuita pero que había que reservar con antelación.

Nadie, incluyendo a la doctora Carriol, hubiera imaginado la fortaleza, que soportó el doctor Christian durante la agobiante gira publicitaria. Porque, en esos casos, la novedad se desgastaba rápidamente para dar paso al nerviosismo. Sin embargo, ella se había preparado lo mejor posible para ello, realizando algunas investigaciones preliminares. Conversó con escritores importantes, con estrellas de cine y con los representantes de las tres firmas más conocidas de relaciones públicas. Y todos le dijeron lo mismo: que las giras publicitarias agobiaban rápidamente al personaje promocionado y que éste pronto empezaba a enloquecer por los breves contactos que se veía obligado a establecer con tanta gente, que le hacía siempre las mismas preguntas, hasta el punto de que, a veces, la estrella de la gira terminaba haciendo su equipaje y regresando a su casa sin previo aviso y sin pedir disculpas.

Sin embargo, el doctor Joshua Christian no daba señales de tedio, extenuación o desilusión. Seguía hablando con cualquiera que quisiera hablar con él, recibía con alegría a la gente que le reconocía y que le acosaba, firmaba alegremente ejemplares de su libro cada vez que se lo pedían, manejaba con tacto y serenidad a los locos o antagonistas ocasionales que se le presentaban y era brillante con los periodistas.

Pero la gira publicitaria se iba alargando cada vez más. A medida que su libro iba adquiriendo más fama y su nombre alcanzaba las proporciones de una estrella nacional, «Atticus» recibía solicitudes de todas las ciudades, requiriendo su presencia. Elliot MacKenzie iba rechazando esas peticiones, consciente del esfuerzo que suponía el constante contacto con el público, hasta que recibió un mensaje de Washington, indicándole que el doctor Christian debía visitar los lugares que requerían su presencia, siempre que le fuera posible. La doctora Carriol recibía, dos veces por semana, noticias de «Atticus», que le comunicaban que había que añadir dos o tres ciudades más a la agenda inicial.

Y esa semana se convertía en dos, en tres y en cuatro… Llevaban ya un mes de gira y el doctor Christian seguía haciendo gala de su fortaleza y Judith Carriol pensaba, con cansancio y horror, que ese hombre sería capaz de seguir indefinidamente. Cuando abandonaron Atlanta, la publicidad seguía haciéndose eco de la noticia. A veces, debían visitar varias ciudades en el mismo día y cada noche les recogía un helicóptero y les trasladaba a otra ciudad, donde dormían breves horas en camas extrañas, y a las ocho de la mañana del día siguiente, iniciaban los compromisos del nuevo día, que se alargaban hasta que el helicóptero venía de nuevo a buscarles.

Los compromisos del doctor Christian, fuera de las grandes ciudades, consistían básicamente en dictar conferencias, lo cual le producía un enorme placer. Hablaba durante quince minutos aproximadamente, sin repetir jamás en un pueblo lo que había dicho en el otro y después dedicaba, por lo menos, una hora a responder las preguntas del público. Su necesidad de estar en contacto con la gente asustaba a la doctora Carriol porque, al igual que los demás, desconocía esa faceta de su carácter. No satisfecho con el contacto que establecía con el público durante el período de preguntas y respuestas, se negaba a mantenerse alejado de las multitudes que, constantemente, pugnaban por acercarse a él y, en una ocasión, llegó a increpar a un policía, que intentaba ayudarle ordenando a la multitud que se alejara. Sin temer jamás que alguien pudiera hacerle daño, llegaba al salón de conferencias y en seguida se mezclaba con la multitud, que le aguardaba conversando y haciendo preguntas, como si se encontrara en una fiesta, por increíble que pudiera parecer la comparación. La doctora Carriol estaba absolutamente harta de tener que ser amable con hordas de desconocidos, con los que debía conversar de temas intrascendentes y sólo deseaba un poco de paz, tranquilidad y tiempo para sí misma. No comprendía que Joshua Christian pudiera mantener ese buen humor que tanto se parecía a la euforia. Por lo visto, cuando se trataba de gente, Joshua Christian era una fuente inagotable de recursos.

Sin embargo, no todas sus presentaciones en público se desarrollaban sin problemas. El doctor Christian se negaba a preparar sus discursos, alegando que, si no eran espontáneos, perderían su efecto sobre el público. Pero eso le hacía ser un poco incoherente y, a veces, no demasiado lógico, porque le resultaba imposible reprimir las enloquecidas emociones que brotaban de su ser. Afortunadamente, la Televisión y la Radio le tranquilizaban un poco, porque, por lo menos allí, no se apartaba del tema y contestaba coherentemente a las preguntas que se le formulaban. La doctora Carriol sólo anhelaba tener la suficiente fortaleza para poder seguirle a lo largo del ancho país.

Mientras el doctor Christian continuaba su extensa y triunfante gira por los Estados Unidos, su editor empezaba a pensar cuándo podría empezar su gira por Sudamérica y Europa. En ambos continentes el libro se vendía fabulosamente bien, a pesar de las inevitables traducciones y las diferencias ideológicas. Los rusos habían protestado un poco al principio, pero después se callaron y empezaron a calcular cuántos ejemplares debían editar para hacerlo circular a través de todos los estados soviéticos. En ese inmenso país, el frío de los glaciares era peor que en otras partes y el concepto de Dios, cuya existencia podía convivir con la filosofía marxista, no era una idea desdeñable en absoluto.

La familia Christian seguía cada paso de la gira nacional de Joshua, advirtiendo cómo la atención del país se centraba en él. Al principio, los hermanos varones hicieron esfuerzos por mostrarse algo indiferentes, pero después de una semana sucumbieron y sé unieron a la alegría general y al orgullo, que las mujeres de la familia transpiraban por todos sus poros.

– ¡Es maravilloso! -exclamó Martha, después de ver el programa de Bob Smith.

– ¡Por supuesto que es maravilloso! -arguyó mamá, llena de satisfacción.

– ¡Es maravilloso! -exclamó Martha, después de ver El Foro del Domingo, la audición de Benjamín Steinfeld.

– Yo nunca lo puse en duda -añadió mamá.

La única que se mantenía en silencio era Mary. La pena que sentía no era fácil de clasificar, porque no se trataba de simples celos; ella creía que sufría porque, de alguna manera, siempre era Joshua el que le impedía ser feliz. Pero cuando abrió el cilindro enviado por «Atticus», que contenía un póster de su hermano y una camiseta con su nombre impreso, sintió que ésa era la gota que desbordaba el vaso. Ocultó sus emociones, el póster y la camiseta hasta ese día y esa noche, después de la cena, los arrojó sobre la mesa sin decir una sola palabra y se reclinó contra el respaldo de su sillón, temblando.

Nadie se alegró demasiado, ni siquiera mamá. Andrew mostró abiertamente su disgusto y James, su perplejidad.

– Supongo que esto era inevitable -concluyó Andrew, después de un largo silencio. Se encogió de hombros-. Me pregunto qué pensará Joshua.

– Conociéndolo, estoy segura de que ni siquiera se ha dado cuenta de eso. Podría estar rodeado de gente que llevara esas camisetas, sin reparar en ellas -añadió Miriam-. Nunca nota las cosas que se refieren a él. Como ya sabéis, tiene una extraordinaria habilidad para borrar de su vista todo lo que tenga algo que ver con él.

– Tienes toda la razón del mundo -convino James.

– Pero si eso es una virtud -dijo mamá, con voz temblorosa.

Pero fue la cara de Martha lo que hizo que Mary perdiera los estribos. La pobre Martha se moría de ganas de apoderarse del póster, pero no se atrevía a hacerlo.

– ¡Esto es repugnante! -dijo Mary, poniéndose en pie de un salto-. ¡No son más que unos imbéciles, unos idiotas! ¿No os dais cuenta de que os están utilizando? ¡Nos están utilizando! A ellos, Joshua no les importa. Le sacarán lo que puedan y tú, Mirry, tienes razón, él está ciego. ¡Es un burro que le tirará del carro, mientras le pongan una zanahoria delante de las narices! ¿No os dais cuenta de hasta qué punto lo están utilizando? ¡A él y a todos nosotros! Y cuando hayan terminado con él -se secó las lágrimas con gesto impaciente-, le apartarán a un lado de un puntapié. ¡Es una vergüenza! -Se volvió hacia Martha, furibunda-. ¿Cuándo crecerás, maldita sea? ¿Crees que él te quiere? ¿Crees que, a excepción de mamá, él quiere a alguno de nosotros? ¡No, no nos quiere nada! ¿Por qué no amas a alguien que te corresponda con su amor? Te pregunto: ¿por qué?

Trató de apoderarse del póster para romperlo, pero Martha lo tomó antes, lo enrolló y se lo pasó a mamá con reverente gesto.

– Vete a la cama, Mary -dijo Andrew con tono de cansancio.

Ella se quedó allí un instante más, mirándoles; después se volvió y salió, sin ninguna prisa, pues no estaba dispuesta a proporcionarles esa satisfacción.

– ¡Ay!, ¿por qué será tan difícil esta chica? -preguntó mamá, angustiada y a la vez indefensa, porque no comprendía lo que le pasaba a Mary y, por lo tanto, no sabía qué podía hacer para ayudarla.

– Tienes celos de Joshua -dictaminó James-. Siempre los ha tenido. ¡Pobre Mary!

– Bueno -dijo mamá, tomando la camiseta y metiéndola dentro del cilindro del póster-, supongo que lo mejor que podemos hacer con esto es quemarlo.

Martha se levantó.

– Dámelos, yo los llevaré al incinerador -dijo con un tono que no admitía réplica.

Pero Andrew estiró el brazo y tomó el rollo de manos de mamá.

– No, de eso me encargaré yo -decidió-. Tú, mi querida ratita, puedes ir a prepararme una taza de chocolate caliente. -Alzó las cejas y miró a James y a Miriam-. ¡Estoy seguro de que a las plantas no les importará recibir un golpecito de calor, proporcionado por Joshua!

Ésa fue quizá la reacción más depresiva que tuvo la familia Christian ante la repentina fama de Joshua. Y fue seguida, poco tiempo después, por otra reacción, esta vez eufórica, provocada por la llegada de Elliot MacKenzie a la casa para hacerles una propuesta.

Saboreó la excelente comida que le ofreció la señora Christian y, durante ese tiempo, se dedicó a observar a los diferentes miembros de la familia, preguntándose cómo podían pertenecer a la misma familia esos plácidos seres, rubios y apuestos y Joshua, con su tez oscura y su carácter turbulento.


– Joshua tardará meses en recorrer los Estados Unidos -anunció Elliot MacKenzie, frente a su taza de café-, y yo tengo un importante mercado en el exterior, concretamente en Europa y en Sudamérica. Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda e Italia están pidiendo constantemente una visita de Joshua, al igual que los países al sur de Panamá.

Ellos le escuchaban atentamente, sintiéndose orgullosos y un tanto intrigados.

– De todos modos, se me ha ocurrido una idea, que me gustaría contarles -continuó diciendo-, aunque no tienen que contestarme en seguida. Ustedes siempre han apoyado a Joshua, son una familia unida y supongo que conocen bien a Joshua, su trabajo y sus ideas, mejor que cualquier otra persona en el mundo. -Hizo una pausa y se volvió hacia James-. James, Miriam, ¿qué os parecería la idea de hacer una gira por Europa, en representación de Joshua? Sé que Miriam es una excelente lingüista y eso les proporcionaría grandes ventajas. No será lo mismo que si fuera Joshua personalmente pero, sinceramente, no creo que eso tenga demasiada importancia. -Se volvió hacia Andrew-. Si te interesa, también tengo un objetivo para ti: Sudamérica. Tú y Martha podríais representar a Joshua en esta gira. Sé que tú hablas español fluidamente, pero antes de viajar tendrías que hacer un curso de portugués para desenvolverte bien en el Brasil.

– ¿Y cómo sabe usted los idiomas que hablamos? -preguntó Martha, clavando en él una mirada tan penetrante que le hizo moverse incómodo en su sillón.

– Me lo contó Joshua, una noche que vino a comer a casa. Como ya sabrán, está profundamente orgulloso de todos ustedes. Y estoy seguro de que le encantaría que ustedes le representaran en otros países.

– Es una decisión delicada -contestó James, lentamente-. Generalmente siempre contamos con Joshua para tomar decisiones. ¿No podríamos ponernos en contacto con él, aunque sea por teléfono, para saber qué opina?

– Bueno, no quisiera quebrantar la voluntad de Joshua pero, francamente, me parece que ahora está demasiado agobiado de trabajo y sería mejor que no le molestáramos -contestó Elliot MacKenzie con diplomacia.

– Iré yo -exclamó Mary, abruptamente.

Ambos hermanos se volvieron para mirarla, estupefactos.

– ¿Tú? -preguntó James.

– Sí, yo. ¿Por qué no?

– Para empezar, porque Andrew y yo estamos casados y nuestras esposas pueden ayudarnos. Y, además, conocemos los idiomas necesarios.

– ¡Por favor! ¡Déjenme ir! -pidió ella en un susurro.

Andrew lanzó una carcajada,

– Mary, todavía no hemos decidido si vamos a ir o no. Pero James tiene razón. Si va alguien, tendremos que ser nosotros, los casados. Tú y mamá deberéis quedaros aquí para encargaros de todo. -Miró a Martha, con expresión pensativa. Su mujer tenía los ojos bajos y el rostro inexpresivo-. Debo confesar que es una proposición muy tentadora, Elliot -dijo, sonriendo al editor de «Atticus»-. Un par de meses en Sudamérica le pueden sentar muy bien a mi mujer.

La madre del doctor Christian se reunió con él en Mobile, Alabama. Ella justificó su inesperada aparición, alegando que el súbito acceso a la fama del jefe de la familia había detenido el trabajo en la clínica.

– ¡Oh, no puedes imaginarte lo que ha sido! -le comentó a su hijo mayor-. ¡Gente por todas partes! Y no creas que vienen en busca de un tratamiento; vienen simplemente a conocer nuestras casas, a tomar una taza de café y conversar con nosotros, porque somos familiares tuyos. ¡Es como moverse con un millón de pollitos paseándose por toda la casa! Pero no te preocupes, querido -añadió, con gran sinceridad, al ver su rostro silencioso-, porque ya hemos encontrado otro trabajo. El señor Mackenzie ha decidido enviar a James y a Miriam a Europa, porque allí también han publicado tu libro y todo el mundo reclama a gritos tu presencia. Tú no puedes ir, porque tienes trabajo aquí y, de todos modos, no sabes idiomas. Y como Andrew habla español, el señor Mackenzie le ha enviado a él y a Martha a Sudamérica. También allí se ha publicado el libro. Así que me quedé sola y sin trabajo. James, Miriam, Andrew y Martha ya se han ido a Nueva York para que les preparen y ya no volverán a Holloman antes del viaje. Entonces le dije a Mary que tendría que hacerse cargo de las casas y de las plantas, porque yo he decidido acompañarte en tu gira.

La inmovilidad de Joshua se transformó en una fuerte desazón.

– ¡Pero… mi trabajo! -jadeó.

Su madre siguió parloteando nerviosamente.

– Bueno, querido, tu trabajo continúa, pero ya no es posible seguirlo haciendo en Holloman. Se llevará a cabo a lo largo de todo el país y de otros países. ¡Puedes estar seguro de que James y Andrew trabajarán muy duro por ti en el extranjero! Verás, cuando el señor Mackenzie regresó a Nueva York, tuvimos una reunión familiar y decidimos que, en estas circunstancias, lo mejor que podíamos hacer era ayudarte a promocionar el libro.

– ¿Qué he hecho? -preguntó, sin dirigirse a nadie en particular.

La doctora no había podido evitar que su madre le suministrara esa catarata de informaciones, aunque ella hubiera preferido que Joshua lo ignorara en aquellos momentos. Se sentía impotente y furiosa, pero pensó que era mejor mantener la boca cerrada hasta que decidiera callarse. Y entonces trató de entrar en escena para reparar el daño.

– Estás cumpliendo con tu deber -dijo, en tono tranquilizador-. ¡Joshua, estás haciendo lo que siempre deseaste hacer! Estás ayudando activamente a millones de personas para que superen la depresión que sufren hace varias décadas. En el país reina un nuevo estado de ánimo y te lo debemos enteramente a ti.

Él volvió hacia ella su angustiado rostro, preocupado, casi desesperado.

– ¿De veras crees eso Judith?

Ella tomó sus manos entre las suyas y las apretó con fuerza.

– ¡Querido yo nunca te engañaría en algo tan importante! ¡Estás a punto de lograr un importante milagro!

– ¡Pero yo no soy ningún mago! ¡No soy más que un hombre que hace todo lo que puede!

– Sí, ya lo sé. Lo dije metafóricamente.

Ella lanzó un pequeño suspiro, exasperada y frustrada al mismo tiempo.

– Escucha, en el plazo de un mes, has pasado de ser un perfecto desconocido a ser un personaje famoso. ¿Cómo podías imaginarte lo que iba a suceder? ¡Nadie podía adivinarlo, ni siquiera yo! Decididamente, nunca se me ocurrió pensar lo que podría pasar en Holloman. Pero aunque la clínica esté cerrada, tú sigues avanzando a una velocidad vertiginosa.

– Entonces, ¿crees de verdad que éste es el trabajo de mi vida? ¡Pero, Judith, todo esto no es real! ¡Esto no puede durar! ¡Nunca pensamos que esto duraría demasiado tiempo! La clínica… -Se detuvo, porque la emoción le impedía seguir hablando.

– Joshua, cuando todo esto haya terminado, podrás volver a abrir la clínica. Lo que ha sucedido en Holloman, tampoco durará eternamente. James y Andrew regresarán, volveréis a reuniros de nuevo, abriréis la clínica y todo volverá a la normalidad. Por supuesto, nunca te verás enteramente libre de los efectos de tu libro, pero supongo que no es eso lo que quieres. ¡Podrás continuar con tu trabajo en Holloman! Las noticias que te acaba de dar mamá te parecen catastróficas, porque te hacen pensar que si hubieras estado allí, no hubiera sido necesario cerrar la clínica. ¡Debes tranquilizarte y pensarlo todo! La vida que vives en este momento es la más irreal del mundo: no paras de viajar, conoces gente nueva constantemente y tienes que dar cada vez más de ti. Pero te recuerdo que nunca pensamos que esto iba a ser fácil, Joshua. ¿Por qué no das un poco más de tiempo a las cosas? Trabaja durante este período de transición y después podrás reorganizarte. Tú mismo afirmas en tu libro que cambiar es reorganizarse y que esa reorganización requiere tiempo, paciencia y trabajo.

Él intentó reír, pero sólo consiguió emitir un sonido poco convincente.

– El problema es que yo no llevo a la práctica lo que predico. Sólo consigo escuchar mis palabras dentro de mi propia cabeza, que a estas alturas empieza a ser un lugar muy poco tranquilo.

– Es tarde, Joshua -dijo ella, con inconsciente solicitud-. Mañana debemos levantarnos a las seis de la mañana, porque participarás en un programa que se emite a la hora del desayuno. Ve a acostarte.

Él obedeció, sintiendo que esa noche ya no le acompañaba esa sensación de euforia. Por primera vez desde el principio de la gira, la doctora Carriol supo que Joshua estaba deprimido. Maldijo a su madre interiormente, preguntándose por qué el instinto maternal de algunas mujeres no les permitía ver más allá de su propio útero. Y, mientras la doctora Carriol hacía desesperados esfuerzos por enmendar los errores de su madre, ella permanecía allí sentada y sorprendida, mirando alternativamente a ambos como si no comprendiera lo que estaba sucediendo.

Era obvio que no entendía nada, porque cuando él se puso en pie para abandonar la habitación, ella se dispuso a seguirle para llenarle de mimos.

Con un gesto bastante brusco, la doctora Carriol estiró una mano para detenerla.

– ¡Ah, no! ¡Usted no se va! Antes, tenemos que hablar de algunas cosas -dijo con aire severo, arrastrándola hacia su habitación. Era evidente que su madre no había pensado en su alojamiento o tal vez pretendiera compartir el dormitorio con su querida Judith. No comprendía cómo había logrado hacer el trayecto hasta Mobile. Sin duda, no había sido con ayuda de «Atticus». Y lo había hecho, aun sabiendo que no era correcto. La doctora Carriol la miró con amargura.

– ¿Qué sucede, Judith? -preguntó con voz temblorosa-. ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?

– Lo último que Joshua necesitaba es que usted le contara que habían cerrado la clínica y que sus hermanos viajarían a países extranjeros.

– ¡Pero si es la verdad! ¿Por qué no podía decírselo? -lloriqueó.

– Tenía tiempo más que suficiente para contárselo cuando regresara a Holloman, después de la gira. ¿Por qué cree que no se lo conté yo? En este momento, Joshua está sometido a increíbles tensiones. Viaja sin descanso, duerme poco, y consume sus energías hablando con la gente, firmando cientos de ejemplares de su libro, estrechando su mano con la de la gente… ¿Por qué ha venido? ¿No comprende que su presencia es una carga más que él deberá soportar?

Su madre jadeaba y su pecho se estremecía.

– ¡Soy su madre! Y he sido enteramente responsable de él desde que cumplió los cuatro años. ¡Sé perfectamente bien que está sujeto a una enorme tensión y por eso vine! ¡Créame, doctora Carriol, no seré una carga!

– ¡Oh, por amor de Dios! ¡No haga teatro conmigo! -exclamó la doctora Carriol con cansancio-. Sabe perfectamente de qué le estoy hablando. ¡Sea sincera! Se quedó sentada allí, contemplando las ruinas de su clínica, mientras sus hijos se alejaban para realizar apasionantes tareas en lugares excitantes y usted quedaba al margen de todo. Si realmente estuviera preocupada por el bienestar de Joshua, hubiera enviado a Mary y se hubiera quedado en Holloman para cuidar la fortaleza familiar. Pero siempre se aprovechan de la pobre Mary, simplemente porque es buena. ¡Sea sincera! Usted sintió que la dejaban de lado y se moría de curiosidad. Su hijo preferido se había hecho famoso y como usted le considera obra suya decidió que también tenía derecho a gozar de una parte de la fiesta. Sabe que es una mujer muy hermosa y joven y que la gente no dejará de mirarla. La admirarán y la felicitarán por ser la madre de Joshua, con lo cual considerará que le están concediendo una parte del mérito.

– ¡Judith!

– Mire, a mí no me impresiona en absoluto que usted se haga la mártir, así que no se tome esa molestia. Yo soy la que debe cuidarle en esta enloquecida gira por el país y lo peor que puede pasarle a él es que tenga que ocuparse de usted, cuando se dedique a destruir todo lo que él está haciendo, hablando de la suerte de haber tenido cuatro hijos, mientras él intenta convencer a la gente de que el número ideal es uno. Se angustiará al verla tan cansada y se preocupará por si usted se aburre o se siente relegada a un segundo plano. ¡Ésa es la pura verdad!

El único refugio eran las lágrimas, que ella empezó a derramar y eran lágrimas sinceras porque, ciertamente, ella no se había preguntado los motivos que la habían llevado a reunirse con su hijo y, en ese momento, alguien en quien ella confiaba y admiraba, se los señalaba con desastrosa claridad. Se sentía destrozada y avergonzada, en parte, por no haber pensado en Mary, la solterona de la familia, a la que nadie le prestaba atención y que nunca podía disfrutar de las cosas agradables que sucedían.

– Mañana a primera hora regresaré a casa y enviaré a Mary en mi lugar -decidió con voz apesadumbrada.

– No, ya es demasiado tarde para eso. Ya está aquí y aquí se quedará -decidió la doctora Carriol con cansancio y resignación-. Pero le advierto una cosa: ¡Manténgase en segundo plano! No abra la boca, pero tampoco la mantenga cerrada con expresión de mártir. Conténtese con lucirse y no haga absolutamente nada que pueda aumentar la ansiedad de Joshua.

– ¡No lo haré, Judith! ¡Te prometo que no lo haré! -dijo, volviendo a alegrarse-. Y les seré útil, de veras. Puedo lavar toda la ropa de Joshua y también la tuya.

La doctora Carriol lanzó una carcajada, que la sorprendió a ella misma.

– ¡Oh, por favor! ¡No hay tiempo ni condiciones para lavar! Viajamos tan rápido que ni siquiera podemos utilizar los lavaderos de las habitaciones y éstas son demasiado frías para lavar en ellas, así que no lavamos. Todos los días el piloto, mientras nos espera, compra la ropa limpia que necesitamos y también la que necesita él. Y ya que usted se une a nuestro grupo, le aconsejo que le proporcione a Billysus medidas, antes de que se le acabe la ropa limpia porque, de lo contrario, tendrá que usar su ropa interior sucia.

La señora Christian se ruborizó por completo.

La doctora Carriol se dio por vencida.

– Bueno, creo que será mejor que le ceda mi habitación -dijo, levantando su única maleta, que ni siquiera había abierto-. Yo iré a recepción a pedir otra. ¿Dónde está su maleta?

– Abajo -susurró, sintiéndose terriblemente culpable.

– Se la haré subir. Buenas noches.

Cuando llegó su maleta, se acostó, llorando desconsoladamente,

El doctor Christian también se había acostado, pero ni las lágrimas ni el sueño hubieran conseguido tranquilizarle. Toda la intensa felicidad de aquel mes parecía haberse esfumado de repente. Le había resultado plenamente reconfortante moverse libremente entre tanta gente destrozada por el dolor, observando sus rostros mientras le escuchaban, convencido de que no se había equivocado y de que realmente podía ayudarlos. Los días transcurrían en medio de una actividad llena de alegría; él no necesitaba reservar sus energías, porque éstas fluían a través de su ser como ríos de fuego imposibles de detener. Atravesar el aire con Billy, el inteligente y servicial piloto, era una maravillosa aventura. La gente no cesaba de hacer preguntas, a las que Joshua respondía mágicamente, gracias a Judith, que parecía haberse convertido en su hada madrina. ¡Había resultado todo tan fácil! Se sentía como una foca condenada a vivir en tierra firme que por fin encuentra el agua. Se hallaba en su elemento, contento y feliz. La gente no le rechazaba, sino que le recibía con los brazos abiertos.

Él había hablado de un cambio, de unas pautas, de planes, de las posibilidades del futuro, de las incertidumbres del presente y de la inmortalidad del pasado. Cerró sus ojos doloridos para pensar, preguntándose si ese problema no formaría también parte de los planes, si esa dirección no tendría por objeto guiar sus pasos ignorantes. Él mismo, deliberadamente, había alterado sus condiciones de vida. Y, cuando éstas han sido alteradas, debe surgir algo completamente distinto.

Intentaba ser optimista y se decía que era maravilloso que James y Miriam, Andrew y Martha pasaran a ser una parte activamente positiva de la novedad. Siempre le habían apoyado, de modo que era normal que siguieran haciéndolo, en esas condiciones alteradas. Formaba parte del destino, de un dibujo que iba tomando forma con tantas sutiliza y de forma tan secreta, que él todavía no era capaz de apreciar de forma global. Pero estaba seguro de poder hacerlo en un futuro cercano.

Se esforzó por dormir. «¡Oh, sueño, por favor, cierra mis ojos! ¡Cicatriza mi dolor! ¡Muéstrame que soy mortal!» Pero el sueño se encontraba muy lejos, perdiéndose en las mentes de aquellos a quienes ayudaba.

El grupo de Joshua Christian se trasladó hasta San Luis. Su madre se portó maravillosamente bien y se ganó inmediatamente el cariño de Billy, cuando fue a entregarle, avergonzada, sus medidas.

– ¿Qué color le gusta? -susurró él.

Ella le dedicó una tierna sonrisa.

– Blanco, por favor.

En San Luis surgió una de las más encantadoras alegorías, con las que el doctor Christian animaba sus charlas. Afortunadamente, quedó reservada para la posteridad en el vídeo, porque ocurrió durante el programa matinal de una de las televisiones regionales.

La animadora era delgada, exageradamente efusiva y no cesaba de hablar. Era bonita, rubia y bastante joven. El doctor Christian era el invitado más importante que había entrevistado en su vida y los nervios le hicieron ser un poco impertinente. Y como no podía competir con él en el plano intelectual, dirigió sus dardos a su masculinidad, a su virilidad y a su falta de hijos.

– Doctor, resulta muy interesante la forma en que usted defiende a los que han obtenido el permiso para tener un segundo hijo -dijo para iniciar la conversación-. Pero para usted es muy fácil ser magnánimo, ¿verdad? Porque usted no está casado, ni tiene hijos y jamás podrá sentir lo que siente una madre. ¿Cree honestamente que está en condiciones de condenar la actitud de las mujeres que no han obtenido el permiso de la OSH y que atacan con ello despiadadamente a aquellas que sí lo han obtenido?

Él sonrió y se reclinó suspirando hacia atrás con los ojos cerrados; luego los abrió dirigiéndole una mirada que le llegó hasta el fondo del alma.

– El peor aspecto del sorteo de la OSH es el test de bienes materiales al que deben someterse todos los que hacen la solicitud. ¿Quién puede afirmar de qué grupo de la comunidad saldrán los mejores padres? Supongo que hay ciertas condiciones económicas necesarias, sobre todo ahora que la educación tras la Escuela Secundaria es tan excesivamente cara. Pero no podemos dirigir una nación únicamente con graduados, especialmente, teniendo en cuenta que la edad media de los obreros del país es mucho mayor que la edad media de los maestros o técnicos. Es preciso que hayan tantos electricistas y carpinteros como sociólogos y cirujanos.

»El test de bienes materiales ha añadido un elemento de rencor al sorteo de la OSH, Aquellos que no obtienen el permiso siempre pueden lanzar falsas acusaciones de soborno, confabulación, de utilización de influencias…, o cualquier cosa. Porque el test de bienes materiales excluye a aquellos cuya posición financiera o social no les permite ejercer influencias.

La animadora del programa empezaba a ponerse nerviosa. Su brillante mirada y su pose inquieta la delataban. Él alzó levemente el tono de voz para mostrar la desaprobación que sentía.

– Pero eso no era lo que me había preguntado, ¿no es cierto? Usted me preguntó con qué derecho critico la manera en que los solicitantes poco afortunados tratan a los que han tenido más suerte, de lo cual se deduce que usted aprueba el test de bienes materiales. Tolera también esa desechable actitud, maligna y vengativa.

Se inclinó hacia delante, apoyando los brazos sobre sus rodillas y clavó la mirada en las manos que mantenía entrelazadas entre sus piernas. Habló en voz muy baja, pero audible.

– ¿Qué derecho tengo? -preguntó-. Desde luego, no puedo ser madre, pero soy padre de dos gatos, el número máximo que la ley me permite tener. Les hice castrar a ambos cuando eran muy pequeños, porque no deseaba presentar ninguna solicitud para ser criador. Soy padre de un gato macho llamado Hannibal y de una gata hembra llamada Dido. Son unas criaturas encantadoras. Me quieren muchísimo. Pero, ¿sabe usted a qué dedican casi todo su tiempo? No se lavan, ni cazan ratones, ni duermen durante horas. Mis gatos escriben. Cada uno lleva un libro y no paran de garabatear en él. Una anotación típica de Hannibal podría ser ésta: «Esta mañana Joshua le dio la comida a Dido antes que a mí. Cuando llegó Joshua a la hora de comer, ella recibió cuatro caricias y yo tres. Esta noche la ha tomado en sus rodillas y me ha ignorado por completo. Y ella durmió en su cama, mientras que yo dormía en una silla.» Las notas de Dido para ese mismo día serían éstas: «Esta mañana, Hannibal recibió más comida que yo. Después de comer, Joshua le acarició seis veces y a mí, ninguna. Después de cenar, le tuvo sobre sus rodillas durante una media hora. Y cuando se fue a acostar, le colocó sobre una silla especial y yo no tuve más remedio que dormir en la cama.» Mis gatos hacen esas cosas todos los días. Desperdician su vida observándose el uno al otro, para ver cuánta atención le presto al otro. ¡Me observan… hasta el menor detalle! Y anotan en sus libros cada ofensa, real o imaginaria.

Levantó la cabeza, mirando directamente a la cámara.

– De modo que, puedo soportar estas mezquindades de mis gatos, justamente porque son gatos. Pertenecen a una forma de vida inferior a la mía. Sus costumbres y su ética se basan en el instinto de la autoconservación. En el cerebro de un felino no cabe otra imagen que no sea la propia. Y, cuando se trata de amor, ese mismo instinto le hace apuntar todas las ofensas recibidas.

En ese momento, aumentó el tono de su voz, paralizando a la infeliz animadora del programa.

– ¡Pero nosotros no somos gatos! -rugió-. ¡Somos criaturas de un nivel más elevado que los gatos! ¡Poseemos sentimientos que podemos controlar o aprender a controlar! ¡Podemos aplicar la lógica a nuestras bajas emociones para anularlas! Nuestros cerebros son suficientemente amplios para que entren en ellos muchas cosas aparte de nosotros mismos. ¡Y les advierto una cosa! Si somos tan ruines de espíritu que sólo sabemos medir el amor a través de las ofensas que anotamos cuidadosamente, entonces, no somos mejores que los gatos. ¡Cualquier relación de amor o de cariño, sea entre marido y mujer, padres e hijos, amigos, vecinos ciudadanos o seres humanos…, cualquier relación que lleve la cuenta de lo que recibe a cambio de lo que da, está maldita y está condenada al fracaso! ¡Así es como piensan los animales! -Y se volvió hacia su entrevistadora, con tanta rapidez, que ella se movió para esquivarlo-. Según mi humilde opinión, eso está por debajo de nuestra dignidad como hombres y mujeres. Entristecerse por la alegría de otro y castigar a esa persona por su alegría, eso es el peor pecado, ¿me ha oído bien? Y no se lo estoy diciendo a usted únicamente, se lo digo a todos: ¡libérense de ese sentimiento!

La cadena «ABC» compró el vídeo a la televisión local y se exhibió esa noche en el telediario para todo el país. La emisión produjo dos resultados inmediatos. El primero fue una reunión de jefes directivos del Congreso y del Presidente para que la Oficina del Segundo Hijo aboliera de inmediato el test de bienes materiales. El segundo fue una oleada de cartas dirigidas al doctor Christian por amantes de los gatos, alegando que los gatos eran seres mucho mejores, cariñosos y más dignos de amor que cualquier ser humano, incluyendo al doctor Christian. Pero hubo otros dos resultados que se notaron con mayor lentitud. Socialmente, la gente perdió la costumbre de acosar a los padres de dos hijos y la alegoría de los gatos pasó a formar parte del mito del doctor Christian, mientras que otras cosas, mucho más importantes, quedaron totalmente olvidadas.

– ¡Yo nunca supe que tuvieras gatos! -gritó la doctora Carriol al doctor Christian en el helicóptero que les conducía de San Luis a Kansas City.

– No los tengo -contestó él, riendo.

Ella se abstuvo de hacer comentarios.

– Ahora comprendo por qué mamá parecía tan estupefacta -comentó después-. ¡Pero debo admitir que se hizo cargo de la situación perfectamente! ¡Mamá! -gritó, inclinándose hacia delante para que la oyera desde el asiento delantero-. No sabía que fueras una actriz tan espléndida. Cuando terminó el programa, oí cómo le daba toda clase de detalles a esa pobre muchacha sobre Hannibal y Dido. Uno es rubio y el otro es atigrado.

– Bueno, en principio pensé que debían ser siameses -contestó mamá, volviéndose para sonreír a su hijo-. Pero después pensé que si alguna vez Joshua tenía gatos, éstos jamás serían de raza. Le encanta adoptar a pobres y vagabundos.

– Sin duda, te van a hacer muchas más preguntas sobre Hannibal y Dido, Joshua. ¿Qué vas a decir?

– ¡Oh, me limitaré a pasarle las preguntas a mamá! Acabo de nombrarla especialista en ese tema.

– ¡Gatos que escriben las ofensas que reciben! ¿De dónde sacaste eso?

– De un amigo -contestó él tranquilamente, negándose a dar más explicaciones.

En Mobile y San Luis se fue perfilando lo que la doctora Carriol calificó como la tercera faceta en la cambiante personalidad del doctor Christian. La primera faceta era el doctor de Holloman. La segunda fue el doctor feliz, entregándose totalmente a la gente, en el mes que siguió a la publicación del libro. La tercera fase era la de un ser perplejo y levemente aturdido, pero capaz todavía de conseguir los efectos de la segunda faceta. Esa última faceta era más introvertida, más huraña, más mística. Pero su conocimiento de las tres facetas dé su personalidad no la preparó para la aparición de la cuarta, que les aguardaba en una sala de espera, a meses de distancia, en el frío e impenetrable futuro.

Él nunca había hablado de lo que sintió al enterarse del cierre de la clínica de Holloman, de los viajes de sus hermanos y cuñadas por diversos países para representarlo. La única forma que tenía ella de medir la importancia que él otorgaba a esos hechos era la reacción que había tenido cuando su madre le diera la noticia. En este instante, había mostrado claramente el impacto recibido, su consternación y su desaliento. La doctora Carriol ignoraba si le había causado verdadero dolor. Dedujo que el problema era que, al igual que la mayoría de gente que llega súbitamente a la fama, él nunca pensó en las consecuencias que tendría esa fama, en su vida personal y en la de sus seres queridos. Sin duda, había supuesto que cuando se calmara el tumulto provocado por la edición del libro, podría volver libremente y en silencio a su vida anterior. El doctor Christian era una persona humilde por naturaleza y se juzgaba a sí mismo con una buena dosis de escepticismo. Tal vez pensara que su éxito sería modesto o, en el mejor de los casos, contundente pero efímero, una fama que crecería con rapidez para apagarse y morir al cabo de poco tiempo. Pero él se había convertido de la noche a la mañana, no en un objeto de adulación basado en la fantasía, sino en un maestro reverenciado, respetado y agradecido. Y eso exigía un proceso de adaptación muy diferente.

Existían motivos más que suficientes para explicar la aparición de la tercera faceta de su personalidad que la doctora Carriol denominaba la de super gurú. Y en realidad también había motivos para que más tarde apareciera la cuarta faceta.

El doctor Christian había abandonado toda clase de autoanálisis. Las circunstancias le habían convertido simplemente en una esponja que absorbía las emociones intensas y penetrantes que recibía constantemente.

Durante las primeras semanas se desenvolvió mejor, sin duda, porque su propia imagen se encontraba parcialmente anestesiada por el impacto que le producía viajar tan rápido y conocer rostros y lugares tan distintos. Entonces había salido de sí mismo y había disfrutado de la experiencia. Recordó esa época y a ese hombre feo, delgado y parecido a un espantapájaros, que siempre estaba rodeado de gente. Pero la alegría de su sorprendente éxito, más allá del placer de ver cumplidas sus aspiraciones, le aguardaba un pozo de tristeza… Le decían que era el hombre más apuesto del mundo, que era un ser lleno de magnetismo, de carisma, un ser con poderes hipnóticos, electrizante y poderoso y… Los adjetivos y las metáforas caían por todos los rincones de su cerebro, mientras él trataba de asimilarlo todo porque, en realidad, él siempre había ignorado su fuerza interior.

Parecía que sus sentimientos, sus pensamientos y sus cambios de personalidad fueran dirigidos desde afuera, sin que su voluntad interviniera conscientemente. Las oleadas de ese mar de idolatría en las que nadaba tan a gusto le llevaban de un lado a otro y eran demasiado fuertes para que él pudiera luchar contra ellas. Simplemente trataba de mantenerse a flote.

Ese día tenía dos compromisos con dos cadenas de Radio, que se encontraban a cuatro manzanas de distancia una de otra. Cuando el doctor Christian salió de la primera de ellas, la «WKCM», su coche se encontraba estacionado frente a la puerta principal. En todas las ciudades que visitaba ponían a su disposición un coche del gobierno, amplio y cómodo, del cual se borraba antes cuidadosamente todo rastro de su actividad habitual.

Su madre había adquirido la costumbre de salir dos o tres minutos antes de que acabara la conferencia para estar ya instalada en el coche cuando su hijo llegara. La doctora Carriol tenía la misión de dirigir al doctor Christian con rapidez y determinación entre los grupos de gente que siempre se reunían frente a las emisoras y, gracias a esta escolta, lo único que el doctor podía hacer era sonreír y saludar a sus admiradores, antes de ser introducido en el automóvil, que en el acto se alejaba del lugar.

Pero esa mañana, Joshua no subiría al automóvil. En el exterior, frente a la emisora, le aguardaba un gentío, gracias al detallado itinerario del conferenciante, publicado por el periódico local, junto con un artículo de primera página sobre la visita del doctor Christian a la ciudad de Kansas. Los policías le habían abierto un amplio camino entre las trescientas o cuatrocientas personas que, de otro modo, le hubieran bloqueado el acceso al automóvil. Hacía un frío espantoso, casi veinticinco grados bajo cero y soplaba un fuerte viento, a pesar de lo cual la multitud aguardaba en la salida.

La doctora Carriol contempló la multitud a través del cristal de la puerta de la entrada y enlazó sus dedos con firmeza alrededor del brazo del doctor Christian.

– Vamos, debemos darnos prisa -dijo, abriendo la puerta y empujándole hacia el coche.

La multitud lanzó un suspiro cuando le vio aparecer. Algunas personas comenzaron a llamarle por su nombre y a tenderle las manos para tocarle. Pero él no era ninguna estrella de cine y ellos lo sabían. Nadie intentó adelantarse, ni se abrió paso a empujones, ni inició un movimiento que pudiera haber terminado en una avalancha.

Al llegar al lado del coche, él se paró y se liberó, molesto de las manos de la doctora Carriol.

– Debo hablar con esta gente -dijo, volviéndose hacia la izquierda, donde el gentío era más numeroso.

La doctora Carriol volvió a agarrarle el brazo y él se soltó nuevamente.

– Estoy decidido a hablarles -advirtió.

– ¡Es imposible, Joshua! -exclamó ella, sin importarle que la oyeran-. Dentro de cinco minutos tienes un compromiso con la «WKCK»!

Él lanzó una carcajada y, acercándose a un policía, le dio una palmada en la espalda, que fue casi una caricia.

– Agente, a usted no le importa si yo hablo con esta buena gente, ¿verdad? -preguntó. Se dirigió hacia la multitud-. ¿Dónde queda la «WKCK»? -gritó.

Una docena de voces le contestó y el policía se hizo a un lado.

El doctor Christian rió, abriendo los brazos en toda su amplitud.

– ¡Vamos! ¡Caminen conmigo hasta la «WKCK»! -gritó.

El gentío se cerró a su alrededor, pero de forma respetuosa, encantados de poder caminar a su lado. El policía, estupefacto, decidió seguir al doctor Christian y a la multitud que se alejaban.

La doctora Carriol se encontró sola en medio de la calle.

La madre del doctor bajó la ventanilla del coche y sacó la cabeza.

– ¡Judith, Judith!, ¿qué pasa?

La doctora Carriol giró sobre sus talones y se acercó al coche, hizo un movimiento negativo con la cabeza, al ver que el chófer se disponía a bajar y subió al asiento posterior sin ayuda.

– Llévenos a la «WKCK», por favor -dijo secamente. Después se volvió hacia su madre-. Por increíble que parezca, ha decidido caminar. ¡Con este frío! Quiere hablar con esa gente. Y llegará tarde. ¡Mierda!

Efectivamente, Joshua llegó con media hora de retraso. Pero había adquirido tal reputación que la emisora no tuvo inconveniente en modificar su programación. El doctor Christian anuló la próxima entrevista con un periódico y prefirió caminar con la multitud, cada vez más numerosa, que le escoltó desde la segunda emisora de radio hasta el Ayuntamiento, donde debía pronunciar un discurso durante una comida. A medida que la «WKCK» iba difundiendo el poco ortodoxo comportamiento del doctor Christian, corría la voz y llegaba gente de todas partes.

Impotente, la doctora Carriol alimentaba su furia en segundo plano, con la pobre madre del doctor como único auditorio, pero como Judith Carriol no acostumbraba a hablar en vano, la madre se limitó a escuchar su amenazador silencio, que la hacía estremecerse.

Cuando llegaron al hotel de Little Rock, la doctora Carriol pudo expresar su desagrado en la intimidad. El itinerario no seguía ningún orden, pues cada día se añadían nuevas ciudades; un día iban hacia el norte; al día siguiente, hacia el sur. Después de cantarle las cuarenta al doctor Christian, la doctora Carriol pensaba telefonear al señor Harold Magnus para decirle unas cuantas cosas. Porque aunque el doctor Christian pareciera dispuesto a tomar sobre sus hombros esa carga extra, los mejores funcionarios de la Cuarta Sección deberían empezar a planear inmediatamente una ruta lógica. Como Kansas y San Luis se encontraban demasiado al Sur, desde Little Rock la gira debía proseguir hacia el Sur y el Oeste, evitando así la peor zona, pues aquel invierno prometía ser terrible.

Pero había que seguir un orden. Su primer blanco era el doctor Christian.

Les habían cedido una suite para él en el hotel y dos habitaciones para las dos mujeres. Billy se alojaba en la planta baja, por propia decisión.

En cuanto su madre y el botones salieron de la sala de estar, Judith se preparó para la batalla.

– ¿Qué creías que estabas haciendo hoy, Joshua? -preguntó con tono imperioso.

Él se dirigía a su dormitorio, pero al oír la pregunta, se detuvo y la miró intrigado.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Me refiero al asunto de tu caminata! ¿Cómo pudiste mezclarte con el gentío? ¡Podían haberte pegado un tiro!

El rostro de él se aclaró.

– ¡Ah, te refieres a eso! No sé cómo no se me había ocurrido antes, Judith.

– ¿El qué?

– Caminar entre la gente. Es tan obvio que me daría bofetadas por no haberlo pensado antes. Es con la gente con quien debo trabajar. Ya sé que la Radio y la Televisión son estupendas por su alcance, pero ya cubrí las más importantes en Atlanta. Estas emisoras locales no son tan importantes como la propia gente del lugar. Hoy he hecho mejores obras, caminando y hablando con la gente que vino a verme personalmente, de las que hubiera conseguido en cien programas de emisoras locales.

Ella estaba estupefacta, pero no se le ocurrió absolutamente nada que decir. Se quedó simplemente allí parada, mirándole fijamente.

Él rió al ver su atónita expresión y se le acercó y tomó su barbilla entre sus manos.

– ¡Por favor, Judith, no lo estropees todo haciendo una escena! Ya sé que eres una enamorada de la puntualidad y que te gusta poner los puntos sobre las íes con muchísima anticipación. Pero si quieres que siga adelante con esta gira, debemos modificarla completamente. Lo comprendí cuando encontré a toda esa gente esperándome, congelada, a la salida de la «WKCK». Yo no me he embarcado en esta gira para aumentar la audiencia de los medios de comunicación, sino para ayudar a la gente. De modo que no comprendo por qué debo aislarme de ellos. Me parece una pérdida de tiempo mirar fijamente a las cámaras y hablar frente a los micrófonos. ¿Y por qué viajo en coche? ¡Oh, Judith!, ¿no lo entiendes? Ellos me estaban esperando a pesar del espantoso frío, esperando que hiciera exactamente lo qué hice, reconocer su presencia con algo más que una sonrisa o un saludo. Cuando empecé a caminar con ellos, parecían flores que renacen después de una tormenta de nieve. Hoy yo… yo sentí que había hecho algo realmente bueno por mi prójimo. Y luego no me sentí culpable por subir a un coche que ellos no tienen. Caminé con ellos, convirtiéndome en uno de ellos. Y… Judith, ¡me encantó!

La furia de ella se había esfumado, porque ante esa sensata explicación había perdido sentido. ¡Él era realmente grande! Su rostro tenía una mirada reconfortante, aunque no era atractivo.

– Sí -contestó ella, con un tono levemente triste-, lo comprendo, Joshua. Y sé que tienes razón.

Él se asombró al darse cuenta de que había ganado una batalla con tanta facilidad, pues esperaba que ésta fuera prolongada y, de repente, se quedó sin saber qué decir. Entonces la tomó en sus brazos y empezó a bailar por toda la habitación, riendo a pleno pulmón, mientras ella se debatía, lanzando grititos.

Su madre entró en el cuarto en ese momento y casi lloró de alegría al ver la escena. Todo estaba en orden y el resentimiento de Judith había desaparecido.

Al ver a su madre, Joshua recuperó la seriedad. Depositó rápidamente a la doctora Carriol en el suelo y se frotó las manos, incómodo.

– Acabo de ganar una batalla -explicó-. Mamá, a partir de ahora, recorreré a pie todas las ciudades que visitemos.

– ¡Dios mío! -exclamó mamá, desplomándose en un sillón.

– No te preocupes, no pretendo que Judith y tú caminéis también -aclaró él en tono tranquilizador-. Podéis seguirme con el coche.

La doctora Carriol reunió la dignidad que le quedaba para intentar un movimiento desde la retaguardia.

– Todo eso está muy bien, Joshua, pero debes ser un poco sensato -aconsejó-. Tendrás que aparecer en algunos programas de Radio y Televisión, y lo peor es que en todas las ciudades las principales cadenas de Televisión están en las afueras, a varios kilómetros de la ciudad. Así que tendrás que ceder y utilizar el coche para dirigirte a cualquier lugar que esté a más de un kilómetro y medio de distancia.

– No pienso utilizar el coche. Caminaré.

– ¡Debes ser razonable! Hace cinco semanas que empezamos esta gira por todo el país y, por lo menos, todavía nos quedan diez semanas más. Cada día se prolonga la gira, los directivos de la editorial deciden añadir cada día una y otra maldita ciudad. ¡Joshua, esto tiene que terminar lo más rápidamente posible, porque si no los dos moriremos extenuados! Yo estoy empezando a perder la guerra con Washington… -Se interrumpió, asustada ante su propia indiscreción, que él ni siquiera advirtió.

– ¡Esto no es una gira publicitaria! ¡Es el trabajo de mi vida! ¡He nacido para esto! ¡Fui arrancado de mi vida en Holloman para llevar a cabo esta misión! Creí que habías dicho que lo comprendías.

– Por supuesto que lo comprendo -contestó Judith-. ¡Tienes razón, Joshua! ¡Está bien! -Se llevó las manos a la cabeza-. Por favor, no digas una palabra más. Déjame pensar. ¡Tengo que pensar! -Se sentó en un sillón para recobrar la calma-. Muy bien, ahora estamos, en Little Rock y no podemos viajar hacia el Norte, porque el invierno se ha instalado allí como una venganza. Así que nos dirigiremos hacia el Sur. Tenemos que recorrer algunas ciudades de reubicados en Arkansas; después quedará Nuevo México, Arizona y California, lo que supondrá como máximo doce semanas más. Pero, en lugar de quedarnos un día en cada ciudad, permaneceremos dos días, para que puedas caminar sin extenuarte. Y cancelaremos por completo nuestros compromisos con las ciudades del Norte.

Esa última idea le horrorizó.

– ¡No! ¡No podemos hacer eso, de ninguna manera! Judith, debemos ir hacia el Norte y adentrarnos en el invierno, porque esa gente me necesita más que cualquier persona del Sur, ya sea reubicado o no. Las ciudades y los pueblos del Norte todavía no están muertos, Judith. Pero es obvio que morirán, después de la decisión que ha tomado Washington de reubicar a la gente seis meses en lugar de cuatro. Acaban de recibir la noticia. Piensa en la cantidad de personas que, en pleno invierno, tratan de enfrentarse a un hecho que, hasta ahora, nunca se había atrevido a imaginar. ¡Deben estar asustados, deprimidos, como si les hubieran partido su casa en dos! Iremos al Norte o a ninguna parte. Navidad, en Chicago y Año Nuevo en… ¡Qué sé yo!, en Minneápolis o en Omaha.

– ¡Joshua Christian, te has vuelto completamente loco! ¡Es imposible caminar allí en invierno! ¡Morirás congelado!

Mamá le rogó entre llantos que cambiara de idea, mientras que la doctora Carriol intentaba encontrar argumentos más lógicos.

Pero él hizo oídos sordos a las palabras de las dos. Iría al Norte o a ninguna parte. Estaba decidido a caminar.


Desde Little Rock se dirigieron hacia el Norte, internándose en el peor de los inviernos que el mundo hubiera conocido. Ya había nevado, incluso en la Costa del Golfo. Las ciudades del Norte se encontraban prácticamente enterradas en la nieve y debían soportar una nevada semanal. Pero Joshua caminó, a través de Cincinnati, Indianápolis, Fort Wayne. Y tenía razón. La gente salía a recibirlo y caminaba con él.

Al principio, la doctora Carriol hizo un valiente esfuerzo por caminar a su lado, al igual que mamá. Pero ninguna de las dos poseía reservas comparables a las suyas, porque no tenían ningún interés en acabar destrozadas Así que, mientras él caminaba, su madre y Judith hacían el recorrido en coche. Cuando no era posible, le esperaban en el hotel, cosiendo, leyendo, charlando. Y esperaban.

La nueva agenda extendió a tres días la permanencia en cada lugar, en vez de uno, como se había previsto. De este modo, la gira resultaba más llevadera para la madre y Judith, pero no para Joshua. Empezaron a dormir más horas, no cambiaban con tanta frecuencia de alojamiento y la doctora Carriol pudo abandonar la tarea de vigilar constantemente al doctor Christian durante sus presentaciones en Radio y Televisión, que habían quedado prácticamente anuladas del programa diario. Billy, el piloto, también agradeció esta nueva medida; él mismo se encargaba de las reparaciones del helicóptero y sabía que su pájaro seguiría surcando el cielo con absoluta normalidad.

Mientras tanto, el increíble doctor Christian se aproximaba al lago Michigan. Su aspecto había cambiado un poco. Seguía afeitándose la barba y el bigote y llevaba el cabello corto. Pero había abandonado su chaqueta sport y se vestía como un explorador del polo. Caminaba con mucha rapidez, cubriendo una distancia media de siete kilómetros y medio por hora, cuando las condiciones atmosféricas lo permitían. Y caminando a ese ritmo, nunca se encontraba rodeado de la misma gente; cada grupo le acompañaba unos ciento cincuenta metros y eran remplazados por otros, que le esperaban a lo largo de su ruta planificada.

Las autoridades de las ciudades se ocupaban de mantener limpias de nieve las carreteras que seguía el doctor Christian. Casualmente, cesaron las tormentas de nieve, que asolaban normalmente la región en esa época del año. Todo ello dio al doctor una falsa impresión de las condiciones generales que imperaban en el Norte en invierno y cuando llegó a Decatour, anunció que iba a prescindir del helicóptero.

– Voy a caminar de una ciudad a otra -decidió.

– ¡Dios mío, Joshua, no puedes! -gritó la doctora Carriol-. ¿Vas a caminar de Decatour a Gary en Navidad? ¡Morirás congelado! Y aunque llegaras a hacerlo, tardarías semanas en cubrir esa distancia. ¿Y si te sorprende una tormenta de nieve? ¿Por qué diablos crees que de repente disponemos de más tiempo? ¡Oh, Joshua, por favor, te pido que seas sensato!

– ¡Iré caminando! -repitió él.

– ¡Ah, no, no lo harás!

Esa última frase llegó a oídos de su madre que se encontraba en su habitación. Entró tímidamente en la sala donde ellos estaban, temerosa de lo que iba a oír pero convencida de que era peor quedarse en su cuarto, llena de dudas.

La doctora Carriol se volvió en seguida hacia ella.

– ¿Quiere saber lo que este… idiota pretende hacer? ¡Quiere ir caminando de Decatour hasta Gary! ¿Y si le sorprende una tormenta de nieve? ¿Pretende que le sobrevolemos durante todo el camino para recogerle en el momento menos pensado? Este hijo suyo no tiene una pizca de sentido común. ¡Hable usted con él! ¡Yo me doy por vencida!

Pero ella no habló. La imagen del cuerpo de su marido, congelado y perfectamente conservado, se le presentó tan claramente, como si fuese ayer cuando la avisaron para que fuera a reconocer el cadáver de su marido. Pero en su imaginación no veía el cadáver de su marido, sino el de Joshua.

Los recuerdos se arremolinaban en su mente, recuerdos de miles de mujeres como ella que iban de un cadáver rígido al otro, conteniendo los sollozos, y luego el repentino grito ante una identificación, la odiosa esperanza de que tal vez, después de todo, el ser querido estuviera atrapado todavía por la nieve en alguna granja solitaria. Hasta que llegaba el momento terrible y aparecía el rostro.

Entonces, su madre se dejó llevar por la histeria, chilló, aulló, se golpeó la cabeza contra las paredes y los muebles, como si estuviera poseída por una extraña fuerza. Ni su hijo ni la doctora Carriol podían acercarse a ella. Tuvieron que permanecer a un lado, dejando que se lastimara físicamente hasta que llegó la relativa calma entre enormes y tormentosos sollozos.

La escena hizo que Joshua recuperara la sensatez. En algún rincón de su memoria apareció la vaga sombra de su padre, que había muerto en una tormenta de nieve.

– Usaremos el helicóptero entre ciudades -decidió secamente y se dirigió a su habitación.

La doctora Carriol dio un suspiro de alivio y se dispuso a ocuparse de su madre. Pensó que esa actitud era muy típica de un hombre, a pesar de que Joshua era un hombre muy diferente a los demás.

El ataque de histeria había sido tan violento, que su madre todavía no se había recuperado, cuando la ayudaron a subir al helicóptero. No era fácil conseguir auxilio médico en ciudades desconocidas, en esas condiciones meteorológicas. Y, en realidad, tal vez fuera positivo que tuviera que afrontar ella sola todo su malestar físico. Cuando bajó del helicóptero en Gary, ya era capaz de hablar sin los ataques de hipo, que precedían a las tormentas de lágrimas.

– Joshua, querido, lo que puedes hacer tiene un límite -dijo a su hijo, mientras le ayudaba a cruzar el hielo-. No eres más que un hombre de carne y hueso. Así que lleva a cabo una parte sensata de lo que te gustaría hacer, ¡porque es lo único que puedes hacer!

– Pero no estoy llegando a los granjeros -exclamó él en tono de súplica.

– No a todos. Es sorprendente la cantidad de granjeros que consiguen llegar a las ciudades que tú visitas. No olvides que tu libro llega a las granjas y a todos aquellos lugares, a los que tú no podrías llegar, aunque vivieras doscientos años y no dejaras de caminar en todo ese tiempo.

El piloto les seguía a una distancia prudencial, asiendo el brazo de la doctora Carriol para que no resbalara en el hielo.

En cierto modo, formaba parte del grupo. Seguía perteneciendo a las Fuerzas Armadas con el grado de sargento mayor y tres años antes había sido destacado en la flotilla del Presidente. Cuando al doctor Christian le concedieron transporte gubernamental, Billy pasó a formar parte del grupo porque, además de piloto, era ingeniero. En esos tiempos era difícil encontrar repuestos y mecánicos para maquinarias tan sofisticadas como el motor de un helicóptero.

Billy descubrió que disfrutaba de su trabajo con ese enloquecido grupo. En lugar de sobrevolar la ciudad de Washington, transportando a las grandes personalidades de un lugar a otro, se encargaba de volar en helicóptero, de comprar ropa interior y de abrigo, de hacer de mecánico. Esa vida le parecía sin duda mucho más interesante. Desde que la madre del doctor se uniera al grupo, el doctor se había trasladado al asiento delantero de copiloto y, con la cercanía, se habían hecho amigos, a pesar de sus puntos de vista y antecedentes tan dispares.

Cuando se encontraban en tierra, Billy hacía una vida muy independiente. No cenaba con ellos, ni viajaba en el mismo coche, y, si podía evitarlo, no se alojaba en el mismo hotel que ellos. Dedicaba todo su tiempo a su hermoso pájaro. Esa noche advirtió que algo había sucedido, pero su natural discreción le impidió preguntar nada. Sin embargo, consideró que la extraordinaria doctora era como un integrante de las Fuerzas Armadas y se atrevió a hacerle una pregunta.

– Señora, ¿qué sucede?

Ella no intentó eludir la pregunta.

– El doctor Christian está adoptando actitudes un poco difíciles -contestó, pensando que ésa era una forma muy suave de explicar la verdad-. Pretendía caminar de Decatour hasta Gary.

– ¡Tonterías!

– ¡Ojalá fuesen tonterías! Probablemente, usted sabrá que el padre del doctor Christian murió en una tormenta de nieve. Así que cuando el doctor explicó a su madre que en el futuro pensaba caminar de una ciudad a la otra, ella sufrió un ataque de histeria. Y me alegro de ello, porque le hizo recobrar la sensatez. Por lo menos, eso espero.

Billy asintió.

– Gracias, señora. -Habían llegado al pequeño y poco acogedor edificio del helipuerto-. ¡Aquí estamos de nuevo! -exclamó casi para sus adentros-. En Gary, Indiana, en vísperas de Navidad. ¡Creo que yo también debo de estar un poco loco!

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