La doctora Carriol no necesitaba preocuparse. El pasajero atado en el asiento trasero no crearía ningún problema a su fascinado guardián ni a Billy. Permanecía quieto con la cabeza colgando para abajo y los ojos cerrados. Se diría que esperaba algo.
Pasaban los kilómetros y en el perlado cielo del amanecer, la tierra iba adquiriendo contornos, pequeñas ciudades y pueblecitos, campos y carreteras sin coches, manchas de agua de arroyos y canales y la vista ocasional de un bote de pescadores, daba a la escena el aspecto de que todo estaba presente, excepto la gente.
Billy estudió el mapa de vuelo, abriéndolo sobre sus rodillas, dio una vuelta de reconocimiento alrededor de la isla, y luego voló para encontrar la casa. Estaba situada al Norte, en un claro, rodeada de una brillante vegetación, de árboles y una gran cantidad de narcisos amarillos.
Era una casa de aspecto interesante, pensó Billy. Era de piedra gris, con el techo gris y un patio en el frente. Observó el patio con curiosidad, preguntándose por qué lo habrían hecho de esa forma. Tal vez, el soldado se lo explicaría más tarde. Aterrizó a unos cinco metros de las rejas dobles de madera, que cortaban la pared del patio por la mitad, formando la única entrada de la casa, como si hubiera estado fortificada contra un bloqueo.
– ¡Muy bien, aquí es! -gritó-. Pero date prisa, soldado, ¿quieres? Tengo muy poco combustible.
El soldado se desabrochó el cinturón y se inclinó sobre el doctor Christian, tocándole suavemente.
– ¡Señor, doctor Christian! Hemos llegado. Si le saco las correas, ¿cree que podrá salir?
El doctor Christian abrió los ojos, volvió la cabeza para mirar fijamente al soldado y asintió con gravedad. Cuando sus pies tocaron la tierra, se tambaleó y cayó, pero el soldado le cogió por detrás antes de que su cuerpo cayera al suelo.
– Despacio, señor. Apóyese aquí un minuto mientras abro las verjas, ¿de acuerdo?
El soldado se agachó, empujó las verjas y retrocedió satisfecho, al ver que se abrían. Regresó hasta el helicóptero y tomó al doctor Christian del brazo, sujetándole con fuerza para apartarlo de la hélice y luego le empujó hacia las verjas.
– ¡Date prisa! -gritó Billy-. No me importa parar esto, pero tenemos que llegar a Hatteras.
El soldado se apresuró y el doctor Christian le siguió obediente. Por delante de ellos, cruzando el patio, se elevaba un pasaje abovedado de tres metros y medio de alto, que terminaba en un túnel corto y ancho en la puerta de enfrente. Sin aminorar la marcha, el soldado dejó al doctor frente al escalón de la puerta y golpeó.
– ¡Eh! -gritó-. Ya hemos llegado. -Tomó el pomo de bronce y empujó. La puerta se abrió sin ningún ruido, dejando a la vista un gran pasillo muy blanco y sin adornos con el suelo embaldosado de mármol blanco y negro, con rayas rojas en los ángulos. Era un lugar realmente desnudo, pensó el soldado, porque esa simplicidad no le era familiar.
– ¡Le deseo mucha suerte, doctor! -dijo el soldado, dándole una amistosa palmada en la espalda, que le hizo tambalearse hasta el vestíbulo, donde se detuvo mirando a su alrededor, como en un sueño.
– Tiene que entrar, doctor -dijo el soldado-. Le están esperando dentro.
El soldado dio la vuelta y se dirigió velozmente hacia el helicóptero. Como era muy cuidadoso y estaba bien entrenado, se detuvo para cerrar bien la verja y subió al helicóptero, que salió en el momento en que Billy consideró que su pasajero ya estaba seguro.
– ¿Todo bien? -gritó a Billy, mientras se disponía a disfrutar el resto de lo que podía ser su primer vuelo en helicóptero o el último, ya que su escuadrón siempre se movilizaba en camiones.
– ¡Supongo que sí! ¡Eh, muchacho, ¿de qué está hecho el suelo del patio? -preguntó Billy.
El soldado le miró y luego lanzó una carcajada.
– ¡Caramba! Iba tan de prisa que ni me di cuenta.
Se dirigieron hacia Hatteras, que no estaba muy lejos de allí. Debajo de ellos, se deslizaban las brillantes aguas transparentes de Pamlico Sound.
– ¡Eh! -rugió el soldado de repente, mirando hacia abajo con terror-. ¿Qué diablos es eso? ¿Son pescados?
Un banco de peces de negras siluetas se movía bajo la superficie del agua, no tan rápido como ellos, pero sí muy ligero, como si oyeran desde el agua el ruido del aparato que volaba sobre ellos.
Billy y el soldado estaban tan ocupados intentando averiguar si eran tiburones, ballenas o delfines, que no se dieron cuenta de que una de las hélices se desprendía y se alejaba volando hasta caer en el agua. El helicóptero también cayó y se zambulló en el agua en medio de una nube de algas, arena y polvo, desapareciendo de la costa, mientras el agua se agitaba como un gato satisfecho, lamiéndose el cuerpo.
El vestíbulo estaba muy frío y el resplandor del color blanco hizo que el doctor Christian cerrara los ojos por un momento, antes de levantar la cabeza para mirar. Encima de su cabeza, el techo era una gran bóveda de vidrio, que permitía la entrada de una pálida luz y formaba listas de sombras negras, que se mezclaban con las formas geométricas del suelo. No había escalera, sólo había cuatro arcadas con gruesas puertas de madera, que parecían oscuras por su antigüedad. Al final del vestíbulo había un nicho blanco con una estatua de bronce de dos metros de alto. Era una copia del Praxíteles, del período Victoriano: Hermes con el infante Dionisios. La hermosa y enigmática cara del dios miraba hacia la nada, porque no tenía ojos y en su brazo descansaba el encantador niño, también ciego. Frente a ellos había una pequeña pileta de agua cuadrada en la que flotaba un lirio azul oscuro, con el cáliz amarillo y tres ojos verdes.
– ¡Pilatos! -exclamó el doctor, produciendo eco con su voz-. ¡Pilatos, estoy aquí! ¡Pilatos!
Pero nadie acudió. Nadie contestó. Las puertas oscuras permanecieron cerradas y las dos estatuas siguieron ciegas e inmóviles y la flor se estremeció por la vibración del aire.
– ¡Pilatos! -aulló y el eco repitió su grito-. ¿Por qué te lavas las manos detrás de mí? -preguntó tristemente a la estatua y luego se dirigió hacia la puerta, que seguía abierta.
En el pasillo miró de reojo, buscando a los guardias con cota de malla, sandalias y escudos, pero ellos también le evitaban.
– ¿Se están escondiendooo? -gritó y luego trató de convencerlos-. ¡Vamos, vamos, salgan! -dijo, riéndose.
Eran unos legionarios cobardes, pensó. Sabían lo que iba a suceder y por eso se escondían. Nadie quería cargar con la culpa, ni los judíos ni los romanos. Y el problema siempre fue ése, nadie quiso nunca cargar con la culpa. Y al final, como siempre, se lo dejaban todo a él. Él debía cargar con todo. Debía cargar el mundo y tomarlo en su espalda, llevar su cruz y morir por su horrible peso.
Salió al patio, que era desnudo, gris y austero. Las paredes eran grises, al igual que el cielo y el suelo, eran diferentes tonos de gris. ¡Ah, pero el mundo era siempre así! Se plantó en el centro del mundo y le pareció tan gris como lo fuera al principio. Era el color del nocolor, el color de la pena, de la desolación, el color del mundo entero.
– ¡Soy gris! -anunció hacia el cielo.
Pero el ser gris no contestó, era mudo.
– ¿Dónde están mis perseguidores? -gritó.
Pero no hubo respuesta. Nadie acudió.
Caminó estremeciéndose dentro de su pijama de seda. Nadie había pensado en ponerle un abrigo. Y las costras de sangre seca que tenía en el muslo empezaron a sangrar nuevamente y sus pies desnudos fueron dejando huellas sanguinolentas. Las huellas iban de la pared al patio y al pasillo, en una caminata sin destino, que guiaba su mente perturbada.
– ¡Soy un hombre! -Aulló y gimió, sollozando sin consuelo-. ¿Por qué no me cree nadie? ¡Sólo soy un hombre!
Caminó de un lado para otro. Y a cada paso exclamaba en voz alta:
– ¡Soy un hombre! Pero nadie contestaba, nadie acudía.
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué? -Trató de recordar el resto de la frase, pero no pudo y decidió que no importaba demasiado. Volvió a formular la simple pregunta-: ¿Por qué? Pero nadie respondió.
Al lado de una pared de la casa, había una pequeña choza de piedra, con la puerta de madera cerrada. Y súbitamente, supo que allí estaban todos escondidos. Todos los judíos y los romanos. Se dirigió directamente a la puerta, abriéndola y entró con gesto triunfante. -¡Les he atrapado! ¡Les he atrapado!
Pero no había nadie escondido allí. La cabaña estaba casi vacía. Tenía algunos estantes con herramientas, varios martillos, un gran mazo, un juego de cinceles, dos serruchos, dos gruesos pedazos de cadena, un hacha, rollos de alambre, clavos, soga, una gran navaja abierta y otro rollo de soga más fina. También había utensilios de jardinería, pero mucho más viejos que las herramientas, reliquias de la época en que la casa conociera las risas de muchos niños. Y contra la pared más alejada de la puerta, había unas seis o siete tablas de madera, del mismo tamaño: dos metros y medio de largo, treinta centímetros de ancho y quince de espesor.
Había encontrado el lugar donde el jardinero guardara sus tesoros en otros tiempos, donde los dueños de la casa habían guardado esas tablas de madera, por si el suelo del patio necesitaba reparaciones, porque estaba hecho con antiguos durmientes de ferrocarril, formando un diseño muy hermoso.
El doctor Christian miró de reojo a los tablones y comprendió. Para él no habría el consuelo de la compañía, ni una cruz bien hecha ni alguien que le ayudara a colocarse en ella. Estaba condenado a hacerlo todo él solo. La ausente y silenciosa multitud le había sentenciado a crucificarse él mismo.
Arrastró las tablas y las colocó formando una T. Luego sacó los clavos largos, el mazo, los martillos, el hacha, los cinceles y los dos serruchos. Su idea era unir los dos durmientes, cruzándolos para formar una T, clavando unos clavos. Pero no pudo hacerlo.
Durante cinco minutos se quedó allí, gimiendo y aullando, tirándose del pelo y frotándose las orejas, la nariz y la boca.
Luego empezó a cortar con el serrucho más grande para hacer una muesca en la tabla. Le costaba mucho trabajo y tenía dolores. Decidió que con el hacha podría hacerlo más rápidamente. La levantó y dio un golpe. La cabeza salió despedida del mango y cayó a unos pasos de donde estaba él. Para él no habría ninguna tarea fácil. Debía escoger siempre los caminos más difíciles. Volvió a usar el martillo y los cinceles para sacar los pedazos de madera hasta formar una punta delgada de unos treinta centímetros de largo y seis centímetros de espesor en la tabla.
La segunda tabla le dio un poco más de trabajo, porque tenía que cavar una ranura de treinta centímetros de ancho en el medio para poder encajar la otra tabla. Y seguía teniendo fuertes dolores, que le subían por las axilas y le aumentaban cada vez que golpeaba con el martillo. Le corría el sudor por los ojos, le sangraban los dedos y sabía que si miraba sus pies, podría ver sus huesos, pero no quería mirar.
El trabajo era una terapia, una panacea. El trabajo alejaba el dolor de la mente, daba orden a la confusión y respuesta a los objetivos. El trabajo era la verdadera integridad. La maldición del trabajo era la mayor de las bendiciones.
Trabajó gimiendo, llorando, vagando en un abismal océano de dolor.
Y finalmente consiguió tener las dos tablas listas. Las juntó clavando dos largos clavos, aunque cada golpe le provocaba una curva de agonía, cuya duración le parecía eterna. Y golpeó con tal fuerza que cuando acabó, se dio cuenta de que había clavado la cruz al suelo. Sollozó, arrodillado, balanceándose, pero al cabo de un rato se calmó y consiguió aplicar la misma voluntad que usaba cuando caminaba durante el invierno. Colocó la cabeza del hacha para hacer palanca y liberó la cruz del suelo.
Se dio cuenta de que no tenía dónde colocarla. No había ningún legionario para cavar un agujero. No había ningún lugar donde colocarla, para que aguantara su propio peso. Pensó…, y decidió que si había hecho su propia cruz, tenía que haber un lugar para ponerla.
Encontró la respuesta al comienzo del túnel que conducía a la puerta de entrada. En medio de la arcada había un gran gancho de hierro, donde quizás en la época de los reyes del tabaco, colgaba un caldero.
Regresó hasta donde estaba la cruz, tomó la cabeza del hacha y calzó la hoja entre los dos clavos que unían la cruz. Pero cuando la volvió a golpear, la cabeza del hacha se hundió tan profundamente, que nada volvería a sacarla.
Cortó la soga con la navaja, hizo un nudo y lo pasó por el agujero en la cabeza del hacha. La anudó varias veces y luego usó el resto de la soga para arrastrar su cruz y empujó para levantarla.
Necesitaba una silla, no podría seguir adelante sin una silla. Debía ir a la casa, pasando por una de las oscuras puertas de madera. Allí estaba el comedor y había una mesa de refectorio negra, con bancos negros de madera. Pero pesaba demasiado y no podría arrastrarlos para su propósito, especialmente en ese momento, en que su energía iba declinando.
Finalmente, en la quinta habitación que entró, descubrió lo que buscaba, un taburete bajo, muy grande y cuadrado, de cuarenta centímetros de alto. No creía que pudiera alcanzar el gancho, pero lo sacó afuera, haciendo un gran esfuerzo. No podía darse por vencido. Gimiendo y resoplando, acudió a sus últimas reservas, apretando los puños contra su delgado cuerpo, mientras lágrimas de angustia le corrían por la cara.
Colocó el taburete debajo del gancho en la entrada del pasillo. Trepó y pasó la soga por la curva del gancho.
La cruz se movió cuando tiró de la soga y logró enderezarla. Se detuvo para atarla y luego bajó del taburete, pero se cayó y se agarró al palo vertical de la cruz, hasta quedar tirado en el suelo mirando hacia arriba.
– ¡Soy un hombre! -dijo de mala gana y volvió a levantarse.
Fue al cobertizo y tomó el rollo de soga, los clavos y la navaja… Regresó a la cruz y clavó dos clavos en cada punta de la tabla horizontal, calculando el largo de sus brazos para que los clavos sobresalieran y quedaran a la altura de sus muñecas. Luego pasó un lazo entre los clavos.
Casi estaba listo. Se hallaba de nuevo en el mismo camino en el que seguramente había estado dos mil años antes. El peso de un hombre no puede ser aguantado con simples clavos. La piel y los huesos se desgarrarían y los romanos no cometían errores físicos tan simples como ése. Los clavos se utilizaban para inmovilizar al condenado, pero en realidad los ataban. Así que decidió que iba a atarse.
Se quitó el pijama con un doloroso gemido de triunfo por haber demostrado a los que le observaban ocultos que un hombre podía realizar lo imposible. Había demostrado eso al Pilatos y a su pequeño ejército de soldados romanos, a los sacerdotes y al pueblo. Ahora podían verle y observar cómo un hombre, como cualquier otro, podía organizar su propia muerte.
De pie en el suelo, terminó de levantar su cruz y cuando estuvo totalmente derecha, el borde inferior del madero vertical quedó apoyado en el suelo. Se encaramó al taburete, sosteniendo la soga con la mano. La cruz estaba en perfecto equilibrio y no necesitó sostenerla mientras se paraba sobre el taburete Los brazos horizontales de la cruz encajaban a ambos lados de la arcada y, aunque no lo había calculado, el hecho de que encajara le pareció una evidencia más de que todo había sido planeado. Tiró de la soga para tensarla y luego se ató con un nudo corredero, que luego anudó. Pero no cortó la soga restante, que todavía colgaba del lazo que sujetaba la cruz al gancho.
Esta vez había colocado el taburete de madera rozando al madero vertical. Pasó la soga por debajo de su brazo izquierdo, lo ató a la tabla vertical e hizo lo mismo con el brazo derecho. Hizo varios nudos a la soga.
Se volvió para que su espalda quedara contra la cruz y miró hacia el patio. Luego dobló las rodillas y pasó la cabeza por el lazo, sosteniéndolo con el mentón antes de enderezarse. Con los brazos abiertos, deslizó las manos entre los lazos de las puntas, del madero horizontal, que eran demasiado flojos para mantener sus brazos en el momento en que apoyara todo el peso de su cuerpo. Pero también había razonado esa posibilidad con la más insana lógica de la locura. Sus dedos tiraron de las sogas hasta quedar firmemente atadas.
– ¡En tus manos encomiendo mi espíritu! -gritó con voz ronca y dio un puntapié a la banqueta.
Todo el peso de su cuerpo se apoyó en las sogas, de la garganta y de las muñecas. El dolor no era tan terrible, pensó. No era peor que cuando apretaba sus brazos y oprimía los forúnculos llenos de pus, ni peor que el beso de Judas Carriol, ni peor que esas interminables caminatas.
Era mucho más fácil de soportar que el dolor que su misión le había proporcionado, mucho más llevadero que la angustia de su vocación, la larga agonía de su vida mortal. ¡No, el dolor no era tan intolerable como todo eso!
– ¡Soy un hombre! -trató de decir, pero como era un hombre no pudo, porque la soga le impedía hablar y apenas le dejaba pasar el aire a sus fatigados pulmones.
Su atormentada vista le hizo ver que el patio estaba lleno de gente. Su madre estaba allí, hermosa, arrodillada mirándole, con la marmórea inmovilidad de un dolor perfecto. También estaban James, Andrew, Miriam, Martha y Mary, pobre Mary. Vio a Tibor Reece y a su lado a un hombre muy gordo y supo que era Harold Magnus, al senador Hillier, al mayor O'Connors y a todos los gobernadores. Y a Judas Carriol, que sonreía mientras agitaba serpentinas plateadas. Las puertas se abrieron con gran estruendo y aparecieron todos los hombres, mujeres y niños del mundo, con las manos tendidas hacia él, pidiéndole que les salvara.
– ¡Pero yo no puedo salvarles! -les decía su mente delirante-. ¡Nadie puede salvaros! ¡Yo soy solamente uno de ustedes! Soy un hombre. ¡Sálvense ustedes mismos! Háganlo y sobrevivirán. Hagan eso y la raza del hombre sobrevivirá para siempre. -Ésa fue su última frase consciente: para siempre.
Murió, no por la cuerda que le apretaba el cuello, sino por el peso de su cuerpo, que le arrastraba hacia abajo tan pesadamente, que le iba acercando cada vez más a la muerte, mientras iba partiendo la consciencia. La presión era tan fuerte que no permitía que el aire entrara en sus pulmones. Se hundió en un dulce sueño. Era un hombre gris con una cruz gris, en un rinconcito gris de un gran mundo gris.
Caía una lluvia grisácea que lavó la sangre que manchaba su cuerpo, dando un resplandor a su descolorida piel gris.
Había permanecido en la isla exactamente tres horas.