LIBRO VII

1 La fiesta de primavera.

Cuando despuntó el día, con una luz rosácea y dorada iluminando la tierra, los ciudadanos de Kalaman fueron despertados por un tañir de campanas. Los niños saltaron del lecho para invadir las habitaciones de sus padres y rogarles que se levantaran, a fin de gozar juntos de aquella jornada tan especial. Aunque algunos gruñeron y fingieron cubrirse los rostros con el embozo en su mayoría se desperezaron sonrientes, no menos entusiasmados que sus hijos.

Era aquél un día memorable en la historia de Kalaman. No sólo se celebraba la anual Fiesta de Primavera, sino que también se festejaba la victoria de los ejércitos de los Caballeros de Solamnia. Sus tropas, acampadas en los llanos que rodeaban la amurallada ciudad, harían su entrada triunfal en la urbe a mediodía, guiadas por su general, una Princesa elfa, que se había convertido en una figura legendaria.

Al asomarse el sol por detrás de los muros, el cielo que cubría Kalaman se llenó del humo de las fogatas donde se guisaban los suculentos manjares y, pronto, los aromas del chisporroteante jamón, de los panecillos recién horneados, del tocino frito y de los exóticos cafés expulsaron de los cálidos lechos incluso a los más perezosos. De todos modos se habrían despertado pues casi de inmediato los alborozados niños atestaron las calles. Se relajó la disciplina para el mejor disfrute de la Fiesta de Primavera; tras un largo invierno de confinamiento en las casas, los pequeños podían al fin campar por sus respetos durante el día. Por la noche se multiplicarían las cabezas magulladas, las rodillas surcadas de arañazos y los dolores de vientre a causa del exceso de golosinas ingeridas, pero todos recordarían el evento como algo glorioso.

A media mañana la fiesta se hallaba en pleno apogeo. Los buhoneros cantaban las excelencias de sus variopintos artículos, exhibidos en puestecillos de vivos colores, mientras los ingenuos perdían sus ahorros en juegos de azar, los osos danzantes evolucionaban en las calles y los ilusionistas arrancaban gritos de admiración tanto a los jóvenes como a los viejos.

A mediodía estalló un nuevo repicar de campanas, y, al instante, se despejaron las avenidas. Los ciudadanos se apiñaron en las aceras cuando se abrieron solemnemente las puertas para dar paso a los Caballeros de Solamnia en su regio desfile.

Un murmullo expectante flotó entre la muchedumbre. Las miradas confluyeron en el centro de la calzada y, a codazos unos y estirando la cabeza los más altos, todos se dispusieron a ver a los caballeros y muy especialmente a la elfa de la que tantas historias se habían narrado en los últimos tiempos. Cabalgaba sola, en primera fila, a la grupa de un caballo blanco de pura raza. El gentío, ansioso por ovacionar a su heroína, enmudeció, de pronto, a causa del sobrecogimiento que les producía la belleza y actitud majestuosa de aquella mujer. Ataviada con una refulgente armadura de plata enriquecida mediante una primorosa filigrana de oro, Laurana condujo a su corcel hacía el interior del burgo. Una delegación infantil había ensayado a conciencia para alfombrar el suelo de flores al paso del general, pero la chiquillería estaba tan maravillada frente a la estampa que ofrecía la hermosa elfa en su centelleante armadura que aferraron sus multicolores ramilletes y no arrojaron ni uno solo.

Detrás de la doncella de áureos cabellos avanzaban dos personajes que obligaron a no pocos espectadores a lanzar gritos de sorpresa, un kender y un enano, montados juntos a lomos de una vieja jaca provista de un cuerpo tan ancho como un barril. El kender parecía pasarlo bien vociferando y saludando a la gente con exageradas gesticulaciones. Pero el enano, a horcajadas tras su espalda, lo agarraba por el cinto como si le fuera en ello la vida, tan inseguro que se diría que un simple estornudo lo arrojaría por los aires.

Seguía a esta curiosa pareja un jinete elfo, tan semejante en sus rasgos a la doncella que nadie necesitaba del susurro de su vecino para comprender que eran hermanos. A su lado cabalgaba otra muchacha también elfa con una extraña melena argéntea y los ojos de un azul intenso, que parecía sentirse incómoda entre la muchedumbre. Desfilaban a escasa distancia los Caballeros de Solamnia, unos setenta y cinco hombres fornidos, resplandecientes en sus bruñidas armaduras. El gentío comenzó a gritar a su llegada, a la vez que ondeaba banderas al viento.

Algunos de los caballeros intercambiaron sombrías miradas al sentirse así agasajados, pensando que si hubieran entrado en Kalaman un mes antes habrían recibido una acogida muy distinta. Pero ahora eran héroes; tres siglos de odio, hostilidad y falsas acusaciones habían sido barridos de las mentes de aquellas gentes, que vitoreaban a quienes les habían salvado de los horrores infligidos por los ejércitos de los Dragones.

Marchaban tras los caballeros varios millares de soldados pedestres y, cerrando la comitiva para deleite de los ciudadanos, atravesaron el cielo numerosos dragones. No eran las temidas escuadras de animales rojos y azules que habían hecho cundir el pánico durante la estación invernal, sino criaturas de cuerpos dorados, argénteos y broncíneos que eclipsaron al sol con sus fúlgidas alas al trazar círculos y piruetas en ordenada formación. Se erguían sobre sus sillas varios jinetes, y las hojas dentadas de las Dragonlance despedían cegadores destellos en la luz matutina.

Concluido el desfile, los ciudadanos se congregaron para oír las palabras que en honor de los héroes pronunció el máximo mandatario del lugar. Laurana se ruborizó cuando este último afirmó que ella era la única responsable del hallazgo de las Dragonlance, del regreso de los Dragones del Bien y de las formidables victorias de su ejército. Trató de desmentir tales asertos señalando a su hermano y a los Caballeros de Solamnia, pero las ovaciones del gentío ahogaron su voz. Miró Laurana en actitud impotente a Michael, representante del Gran Señor Gunthar Uth Wistan, que había llegado poco antes desde Sancrist. Michael se limitó a sonreír y exclamar por encima del griterío:

—Deja que aclamen a su héroe, o debería decir heroína. Se lo merecen. Han vivido todo el invierno atenazados por el pánico, aguardando el día en que los dragones perversos aparecerían en el horizonte para destruirles. Sin embargo ahora contemplan a una bella joven, surgida de la leyenda, que viene a salvarlos.

—¡Pero eso no es cierto! —protestó Laurana, acercándose a Michael para que pudiera oírla. Sus brazos estaban llenos de rosas de invierno, cuya fragancia resultaba sofocante pero no osó ofender a nadie y prefirió conservarlas—. Yo no he surgido de ninguna fábula, sino del fuego, la oscuridad y la sangre. Ponerme al mando de las tropas fue una estratagema política de Gunthar, ambos los sabemos. Además, si mi hermano y Silvara no hubieran arriesgado sus vidas para devolvernos a los Dragones del Bien desfilaríamos por estas calles encadenados por los ejércitos de la Reina Oscura.

—¡Bah! Lo que a ellos favorece también es bueno para nosotros —susurró Michael, mirando de soslayo a la Princesa elfa mientras respondía a los vítores de la multitud—. Hace unas semanas ni siquiera habríamos podido mendigar al Señor de la Ciudad un mendrugo de pan seco y ahora, gracias a ti, Aureo General, ha aceptado albergar a los soldados en la urbe, suministrarnos alimento y caballos y en definitiva darnos cuanto necesitemos. Los jóvenes pelean por enrolarse en nuestras filas, que se incrementarán en más de mil contingentes antes de que partamos hacia Dargaard. y has elevado la moral de nuestros combatientes. Recuerda en qué estado se hallaban los caballeros de la Torre del Sumo Sacerdote, y observa el cambio que se ha obrado en su actitud.

«En efecto, les vi divididos en facciones rivales, sumidos en el deshonor, porfiando y confabulándose unos contra otros. Fue preciso que muriera un hombre noble y valiente para que volvieran a unirse», —pensó Laurana con tristeza. —La muchacha cerró los ojos. La barahúnda, el aroma de las rosas —que evocaban en su memoria la imagen de Sturm—, el agotamiento de la batalla y el calor que emanaba del sol primaveral se entremezclaron para aplastarla en una ola sofocante. Tan intenso era su mareo que temió desmayarse, si bien esta idea se le antojó, divertida. ¿Qué impresión causaría a los presentes que el Aureo General se desmoronase como una flor marchita?

De pronto rodeó su talle un fuerte brazo.

—Resiste, Laurana —dijo Gilthanas sosteniéndola. Silvara estaba a su otro lado y recogió las rosas, a punto de desprenderse de su debilitado pecho. La Princesa elfa saco fuerzas de flaqueza y, tras emitir un suspiro, abrió los ojos para dedicar una sonrisa al Señor de la Ciudad, que concluía en aquel instante su segundo discurso entre atronadores aplausos.

«Estoy atrapada», comprendió Laurana. Tendría que permanecer en su puesto el resto de la tarde repartiendo sonrisas y saludos, soportando encendidas arengas en las que ensalzarían su heroísmo una y otra vez, cuando lo que en realidad deseaba era acostarse en una alcoba fresca y umbría para descansar al menos durante unas horas. Todo aquello era una mentira, una vergonzosa patraña. ¡Si supieran la verdad quienes ahora la admiraban! ¿Por qué no se levantaba y confesaba que estaba tan asustada en las interminables batallas que tan sólo recordaba los detalles en sus pesadillas? ¿Por qué no les decía que era un simple comodín de los Caballeros de Solamnia, y que el auténtico motivo de su presencia allí era que, como una niña consentida, había huido un día del hogar paterno para perseguir a un semielfo que ni siquiera la amaba? ¿ Cuál sería la reacción de los ciudadanos ante tales confesiones?

—Y ahora —la voz del Señor de Kalaman resonó en la enfervorizada batahola—, es para mí un honor y un gran privilegio presentaros a la mujer que ha cambiado el rumbo de esta guerra, que ha puesto en fuga a los Dragones del Mal obligándoles a abandonar las llanuras para salvar sus vidas, que con ayuda de sus tropas ha capturado al perverso Bakaris, Comandante de los ejércitos de los Dragones, y que inscribirá su nombre junto al de Huma como uno de los más bravíos guerreros de Krynn. Dentro de una semana cabalgará hacia el alcázar de Dargaard para exigir la rendición de la mandataria enemiga conocida por el sobrenombre de la «Dama Oscura»...

Las aclamaciones del gentío ahogaron su voz. Hizo una pausa, acompañada de un ademán grandilocuente, antes de estirar la mano hacia atrás y arrastrar a Laurana junto a sí.

—¡Lauralanthalasa, de la casa real de Qualinesti! —anunció.

Tan ensordecedor era el griterío que pareció reverberar contra los altos muros de piedra. Laurana contempló aquel mar de bocas abiertas y ondeantes banderolas, y comprendió apesadumbrada que no era el relato de su miedo lo que la muchedumbre quería oír. «Ya tienen bastante con el suyo —se dijo—. Nada quieren saber de muerte y negrura. Esperan historias de amor, de esperanza y de Dragones Plateados. Como todos nosotros.»

Respirando hondo Laurana se volvió hacia Silvara para, una vez recuperadas las flores, alzarlas en el aire e iniciar su discurso frente a la jubilosa audiencia.

Tasslehoff Burrfoot disfrutaba de lo lindo. No le había resultado difícil eludir la vigilante mirada de Flint y deslizarse de la plataforma en la que le habían ordenado permanecer con los otros dignatarios. Mezclado con el gentío, podía, al fin, explorar de nuevo aquella interesante ciudad. Tiempo atrás había visitado Kalaman con sus padres y guardaba entrañables recuerdos de su mercado al aire libre, del puerto donde se hallaban ancladas numerosas naves de blanco velamen y en definitiva de las múltiples maravillas que encerraba el lugar.

Deambuló ocioso entre la festiva muchedumbre, espiándolo todo con sus curiosos ojos sin cesar de embutir objetos en sus bolas. ¡Qué descuidados eran los habitantes de Kalaman! Los saquillos de dinero habían adquirido en este burgo la extraña costumbre de caer de los cintos de las personas en las palmas abiertas de Tas. Tantos anillos y bagatelas fascinantes descubrió que imaginó que la calzada estaba cubierta de joyas en lugar de adoquines.

El kender se sintió transportado al reino mismo de la felicidad cuando se tropezó con un puesto de cartografía cuyo dueño, para colmo de dichas, había ido a contemplar el desfile. Estaban sus compuertas atrancadas con candado, y un gran rótulo donde se leía la palabra «Cerrado» se balanceaba colgado de un gancho.

«Qué lástima, pero estoy seguro de que a su propietario no le importará que inspeccione sus mapas», pensó. Estirando la mano, manipuló la pieza metálica con su proverbial destreza y esbozó una sonrisa. Unos pequeños tirones y se abriría sin oponer resistencia. «No debe preocuparle mucho mantener a raya a los curiosos cuando pone un candado tan frágil. Sólo me asomaré al interior para copiar algunos documentos y actualizar así mi colección», se dijo a sí mismo.

De pronto Tas sintió la presión de una mano en su hombro. Indignado de que alguien osara importunarlo en un momento como aquél, el kender dio media vuelta para enfrentarse a una extraña figura que se le antojó vagamente familiar. Vestía una gruesa túnica cubierta por una no más liviana capa, pese a que el día primaveral no hacía sino caldearse a medida que avanzaba. Incluso tenía las manos envueltas en retazos de tela que parecían vendas. « Vaya, un clérigo», pensó, molesto y preocupado.

—Os pido disculpas —susurró Tas al individuo que lo mantenía sujeto—. No pretendo ser grosero, pero...

—¿Burrfoot? —interrumpió el clérigo con una gélida voz que delataba cierto problema de pronunciación—. ¿El kender que lucha junto al Aureo General?

—En efecto —respondió Tas, halagado al saberse reconocido. Ese soy yo. Hace ya tiempo que cabalgo en las filas de Laura... es decir, del Aureo General. Veamos, creo que todo empezó el pasado otoño. Sí, la conocimos en Qualinesti poco después de escapar de los carromatos de los goblins, y esto último sucedió algo más tarde de que matáramos a un Dragón Negro en Xak Tsaroth. ¡Ah, qué bella historia! —había olvidado por completo los mapas—. Estábamos en aquella antiquísima ciudad que se había hundido en una caverna y se hallaba atestada de enanos gully. Nos guiaba una enana llamada Bupu, que había sido hechizada por Raistlin...

—¡Silencio! —lo atajó el clérigo a la .. vez que su vendada mano iba del hombro de Tasslehoff al cuello de su camisa y, aferrándolo con gran habilidad, lo retorcía en una súbita sacudida que izó al kender por los aires. Aunque las criaturas de esta raza suelen ser inmunes al miedo, Tas juzgó su imposibilidad de respirar como una sensación de lo más incómoda.

—Escúchame atentamente —ordenó el individuo con voz siseante, zarandeando al asombrado kender como haría un lobo a la avecilla apresada para romperle el cuello—. Eso está mejor, quédate quieto y te dolerá menos. Tengo un mensaje para el Áureo General —su voz era queda pero letal—. Está aquí. —Tas notó que una mano áspera embutía algo en el bolsillo de su zamarra—. Asegúrate de entregárselo esta misma noche, cuando se encuentre sola. ¿Has comprendido?

Asfixiado como estaba Tas no pudo despegar los labios ni tan siquiera asentir, pero parpadeó dos veces. La encapuchada cabeza se inclinó, dejó caer al kender y se alejó rauda y sigilosa por una calle.

Mientras se esforzaba por recuperar el resuello el turbado Tasslehoff contempló a la figura que caminaba con rumbo desconocido, ondeando al viento los pliegues de su capa. Palpó entonces el pergamino que el desconocido había introducido en su bolsillo, al mismo tiempo que la silbante voz evocaba desagradables recuerdos en su mente: la emboscada en el camino de Solace, criaturas encapuchadas con aspecto de clérigos... ¡pero no lo eran! Tas se estremecía. ¡Un draconiano aquí, en Kalaman!

Meneando la cabeza, el kender se volvió de nuevo hacia el puesto de cartografía. Pero se había disipado el placer que sintiera antes de aquel encuentro, ni siquiera se animó cuando se liberó el candado en su pequeña mano.

—¡Eh, tú! —ordenó una voz—. ¡Abandona ahora mismo este lugar!

Un hombre corría hacia él, resoplando y con el rostro enrojecido. Probablemente se trataba del cartógrafo.

—¡No era necesario precipitarse! —dijo el kender sosegado—. Eres muy amable de acudir a abrirme, pero puedo hacerlo yo mismo.

—¡Abrirte! —rugió el otro, presa de un iracundo temblor en la mandíbula—. ¡Ladronzuelo! Suerte que he llegado a tiempo...

—Gracias de todos modos— Tas depositó el candado en la palma del hombre y se alejó, eludiendo con ademán distraído el furibundo esfuerzo del cartógrafo para apresarle—. Debo irme, no me encuentro bien. Por cierto, ¿sabías que se ha roto tu candado? No sirve para nada. Ten más cuidado de ahora en adelante, nunca se sabe quién puede husmear en tu puesto. No, no me des las gracias. Ahora no tengo tiempo. Adiós.

Tasslehoff siguió caminando, mientras resonaban a su espalda gritos de «¡Al ladrón! ¡Atrapadle!» Apareció en escena un guardián ciudadano, que al cruzarse con él lo obligó a penetrar en una carnicería para evitar que lo atropellara. El kender meneó la cabeza en un gesto desaprobatorio frente a la corrupción del mundo, y examinó su entorno con las esperanzas de atisbar al culpable. No vio a nadie interesante, de modo que reanudó la marcha no sin preguntarse indignado cómo se las había arreglado Flint para perderle de nuevo.


Laurana cerró la puerta, dio vuelta a la llave y se apoyó aliviada en la gruesa hoja de madera gozando de la paz, el silencio y la acogedora soledad de su dormitorio. Tras arrojar la llave sobre la mesa caminó cansina hacia el lecho, sin tomar la precaución de encender una vela. Los rayos de la argéntea luna se filtraban por la vidriera cromada de la larga y angosta ventana.

Abajo, en las estancias inferiores del castillo, se oían todavía las alegres voces de la fiesta que había abandonado. Era casi medianoche, y había pasado horas tratando de escapar. Al fin Michael intervino en su favor, aludiendo al agotamiento que le causaran las numerosas batallas libradas induciendo a los nobles de la ciudad de Kalaman que la dejaran retirarse.

Le dolía la cabeza por la viciada atmósfera, el intenso aroma de los perfumes y el exceso de vino. Comprendió que no debería haber bebido tanto pues dos copas de alcohol solían bastar para marearla y, además, ni siquiera le gustaba. Pero la migraña era más fácil de soportar que el mal que atenazaba su corazón.

Se desmoronó sobre la cama y pensó aturdida en levantarse para cerrar los postigos, pero el brillo de la luna se le antojó reconfortante. Laurana detestaba acostarse en la oscuridad, donde creía ver criaturas que la acechaban entre las sombras dispuestas a arrojarse sobre ella. «Debo desnudarme —se dijo—, el vestido se arrugará y me lo han prestado.

Alguien llamó a la puerta.

Laurana se incorporó con sobresalto, despertando de su momentáneo sopor, pero al reconocer su alcoba lanzó un suspiro y volvió a cerrar los ojos. Sin duda sus visitantes creerían que dormía y se alejarían sin molestarla.

Los nudillos volvieron a aporrear la madera, esta vez con más insistencia.

—Laurana.

—Lo que tengas que comunicarme puede esperar hasta mañana, Tas —respondió, tratando de no delatar su enojo.

—Es importante, Laurana —se obstinó el kender—. Me acompaña Flint.

Se oyó un forcejeo al otro lado de la puerta.

—¡Vamos, díselo!

—¡Ni hablar! Es asunto tuyo y...

—Pero aquel individuo me aseguró que era de la máxima Urgencia que...

—De acuerdo, enseguida os atiendo —se resignó Laurana y, abandonando el lecho a regañadientes, tanteó la mesa en busca de la llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta en par en par.

—¡Hola, Laurana! —le saludó jovialmente Tas a la vez que entraba en la estancia —. ¡Nos han obsequiado con una espléndida bienvenida! Nunca antes había probado el pavo asado...

—¿Qué sucede, Tas? —le interrumpió la muchacha con un suspiro, cerrando la puerta a su espalda.

Al ver su rostro pálido y contraído Flint pellizcó al kender en el brazo. Dedicando al enano una mirada llena de reproche Tas revolvió el interior del bolsillo de su lanuda zamarra y extrajo un pergamino, anudado mediante una cinta azul.

—U-un clérigo, o al menos eso aparentaba s-ser, me ordenó que te entregara esto —balbuceó Tasslehoff.

—¿Eso es todo? —preguntó Laurana impaciente, arrancando el rollo de la mano del kender—. Sin duda se trata de otra proposición de matrimonio, he recibido una veintena en la última semana y me abstengo de mencionar las invitaciones a entrevistas más singulares.

—¡Oh, no! —protestó Tas, ahora con voz grave—. No es nada de eso, Laurana. En realidad quien te envía este mensaje es... —se interrumpió.

—¿Cómo puedes saberlo? —inquirió ella clavando en el kender una mirada penetrante.

—Verás, le di un vistazo antes de... —admitió avergonzado. Pero pronto recuperó la confianza y añadió—: Sólo lo hice porque no quería importunarte con una visita sin importancia.

Flint no pudo contener un resoplido.

—Gracias —dijo la joven y, mientras desplegaba el pergamino, se acercó a la ventana donde la luz lunar bastaría para permitirle su lectura.

—Será mejor que te dejemos sola —propuso Flint en actitud ceñuda, empujando al reticente kender hacia la puerta.

—¡No, aguardad! —suplicó Laurana con un hilo de voz.

Flint se apresuró a volverse al sentir el desmayo de la muchacha.

—¿Estás bien? —preguntó, corriendo en su ayuda en el instante mismo en que se desplomaba sobre una silla—. ¡Tas, ve en busca de Silvara!

—No, no traigáis a nadie. Enseguida me repondré. ¿Conocéis su contenido? —Al hablar tendió la mano para entregarles el inquietante mensaje.

—Intenté comunicárselo a Flint —respondió Tasslehoff dolido—, pero se negó a escucharme.

Con trémulo gesto, Laurana agitó el pergamino frente al enano. Este último lo asió y lo leyó en voz alta.

«Tanis el Semielfo recibió una herida en la batalla del alcázar de Vingaard. Aunque en un principio creyó que era leve, ha empeorado tanto que ni siquiera los magos de Túnica Negra pueden socorrerle. Ordené su traslado al alcázar de Dargaard, donde me será más fácil cuidar de él. Tanis conoce la gravedad de su estado y solicita hallarse a tu lado cuando muera, para poder explicarte lo sucedido y descansar en paz.

»Quiero proponerte lo siguiente: Tienes prisionero a uno de mis oficiales, Bakaris, que fue capturado cerca de las Montañas Vingaard. Estoy dispuesta a realizar un intercambio entre Tanis el Semielfo y este fiel servidor de mi ejército. La operación se llevará a cabo mañana al amanecer, en una arboleda situada detrás de la muralla de la ciudad. Espero que acudas con Bakaris, y si desconfías de mis intenciones pueden también acompañarte los amigos de Tanis, Flint Fireforge y Tasslehoff Burrfoot. ¡Pero nadie más! El portador de esta nota aguarda junto a la puerta con instrucciones de recogerte a la salida del sol. Si no advierte nada sospechoso en tu actitud, te escoltará hasta el lugar donde se encuentra el semielfo. De lo contrario nunca verás Tanis vivo.

»Te hago este ofrecimiento porque somos dos mujeres que se comprenden mutuamente.

»Kitiara.»

Se produjo un tenso silencio, que rompió Flint al emitir un receloso suspiro mientras enrollaba de nuevo el pergamino.

—¿Cómo puedes mantener la calma? —exclamó Laurana exasperada, arrancando la misiva de la mano del hombrecillo—. Y tú —sus ojos se clavaron ahora en Tasslehoff—, ¿por qué no me informaste de inmediato? ¿Cuánto tiempo hace que conoces estas nuevas? Leíste que él se moría, y te quedaste tan... tan...

La muchacha hundió el rostro entre sus palmas abiertas.

Tas la contempló boquiabierto y, pasado el primer instante de desconcierto, decidió hablar.

—Laurana, no creerás de verdad que Tanis...

La Princesa elfa levantó la cabeza y miró de hito en hito a los dos compañeros, con una extraña nebulosa empañando sus oscuros ojos.

—No creéis ni una sola palabra de lo que hay escrito en este papel, ¿me equivoco? —preguntó dubitativa.

—No, no te equivocas —confesó Flint.

—No —corroboró el kender—. ¡Es una estratagema! Me lo dio un draconiano y, además, Kitiara es ahora una Señora del Dragón. ¿Qué haría Tanis en semejante compañía?

Laurana apartó abruptamente el rostro. Tasslehoff calló y lanzó una mirada de soslayo a Flint, cuyo rostro parecía haber envejecido de forma súbita.

—Empiezo a comprender —declaró el enano sin delatar sus sentimientos—. Te vimos hablar con Kitiara en el muro de la Torre del Sumo Sacerdote. No sólo discutíais sobre la muerte de Sturm, ¿verdad?

Laurana asintió sin despegar los labios, fijos sus ojos en las manos que reposaban en su regazo.

—No quise revelároslo —murmuró con una voz apenas audible—, no perdía la esperanza de que... Kitiara dijo que había dejado a Tanis en un lugar llamado Flotsam para ocuparse de todo durante su ausencia.

—¡Embustera! —se apresuró a imprecar Tas.

—No —la joven Princesa meneó la cabeza—. Tiene razón cuando afirma que somos dos mujeres que se comprenden mutuamente. No mintió, lo sé muy bien. En la Torre mencionó el sueño. ¿Lo recordáis? —añadió alzando el rostro.

Flint asintió turbado, mientras Tasslehoff cruzaba las piernas y volvía a separarlas en actitud nerviosa.

—Sólo Tanis podía haberle relatado aquel sueño que todos compartimos —prosiguió Laurana, venciendo el nudo que se había formado en su garganta—. En aquella imagen onírica se me aparecieron juntos, del. mismo modo que presentí la muerte de Sturm. Todas las predicciones se hacen realidad...

—No estoy de acuerdo —la interrumpió Flint, aferrándose a los hechos tangibles como se asiría un náufrago a un listón de madera—. Tú misma dijiste que habías presenciado tu muerte en el sueño, poco después de la de Sturm, y sin embargo estás viva. Ni tampoco fue despedazado el cuerpo del caballero.

—Es evidente que yo no he sucumbido como preconizaba tu sueño —agregó Tas—. He forzado numerosas cerraduras, o por lo menos unas cuantas, y ninguna de ellas estaba envenenada. Además, Laurana, Tanis nunca...

Flint lanzó a Tasslehoff una muda advertencia, y este último se sumió en el silencio.

—Sí, lo haría. Ambos lo sabéis. La ama. —Tras una breve pausa, la muchacha declaró—: Acudiré a esa cita y entregaré a Bakaris.

Flint suspiró. Presentía esta reacción.

—No te precipites en tu juicio, Flint —lo atajó ella—. Si Tanis recibiera un mensaje comunicándole que estabas a punto de morir, ¿cómo crees que actuaría?

—Ésa no es la cuestión —farfulló el interpelado.

—Si tuviera que penetrar en los Abismos y luchar contra mil dragones, no dudaría en enfrentarse a ellos para ayudarte. ..

—Quizá no lo haría —respondió Flint con cierta brusquedad—. No si fuera el general de un ejército, si tuviera responsabilidades o dependieran de él cientos de seres vivos. Sabría que podía contar con mi comprensión.

Tan imperturbable, fría y pura se tomó la expresión de Laurana que su rostro parecía esculpido en mármol.

—Nunca solicité esas responsabilidades, no las deseaba. Fingiremos que Bakaris ha escapado...

—¡No cedas, Laurana! —le suplicó Tas—. El fue el oficial que devolvió los mutilados cuerpos de Derek y del Comandante Alfred cuando estábamos en la Torre del Sumo Sacerdote, el oficial a quien heriste en el brazo con la flecha. ¡Te odia, Laurana! Observé cómo te miraba el día en que lo capturamos.

Flint frunció el entrecejo.

—Los nobles y tu hermano siguen abajo. Discutiremos el mejor modo de llevar este asunto...

—No pienso discutir nada —lo atajó una vez más la resuelta joven, alzando el mentón con un ademán imperativo que el enano conocía bien—. Yo soy el general y tomaré mis propias decisiones.

—Deberías buscar el consejo de alguien... Laurana contempló al hombrecillo entre amarga y divertida.

—¿De quién? ¿De Gilthanas quizá? ¿Qué iba a decirle, que Kitiara y yo queremos intercambiar amantes? No, no revelaré el secreto a ningún mortal. A fin de cuentas, ¿qué harían los caballeros con Bakaris? Ejecutarlo según el ritual de sus ancestros. Me deben algo por cuanto he hecho, y me tomaré a ese oficial como recompensa.

—Laurana —Flint intentaba desesperadamente traspasar aquella gélida máscara—, existe un protocolo que debe respetarse en el intercambio de prisioneros. Tienes razón, eres el general, ¡pero no estoy seguro de que hayas comprendido la importancia de tu cargo! Viviste en la corte de tu padre el tiempo suficiente para... —Acababa de cometer un grave error. Lo supo en el momento en que la frase brotó de sus labios, y gruñó para sus adentros.

—¡Ya no estoy allí! —exclamó, enfurecida, Laurana—. ¡Y en cuanto al protocolo, por lo que a mí concierne puede tragárselo el Abismo! —Poniéndose en pie fijó en Flint una indiferente mirada, como si acabaran de presentárselo. En aquel instante el enano la recordó tal como la había visto en Qualinesti la noche en que había abandonado su hogar para seguir a Tanis movida por un pueril enamoramiento.

—Gracias por traerme el mensaje, pero tengo mucho que hacer antes de que amanezca. Si profesáis algún afecto a Tanis, os ruego que volváis a vuestras habitaciones y no comentéis con nadie cuanto hemos hablado.

Tasslehoff consultó a Flint con los ojos, sinceramente alarmado. Ruborizándose, el enano se apresuró a limar asperezas como mejor pudo.

—Te ruego, Laurana, que no tomes a mal mis palabras. Si tu decisión es irrevocable, puedes contar con mi ayuda. Me he comportado como un abuelo gruñón y maniático, pero sólo porque me preocupo por ti aunque seas nuestro general. Deberías dejar que te acompañe, tal como sugiere la nota...

—¡Y yo también! —vociferó Tas indignado.

Flint le clavó una furibunda mirada, que pasó inadvertida a la muchacha. La expresión de Laurana se dulcificó al decir:

—Lamento mi rudeza y agradezco vuestro ofrecimiento. Sin embargo, creo que es preferible que vaya sola.

—No —se obstinó Flint—. Quiero a Tanis tanto como tú. Si existe la posibilidad de que esté muriendo... —se ahogó su voz y tuvo que hacer una pausa para enjugarse las lágrimas antes de tragar saliva y continuar deseo hallarme a su lado.

—Ése es también mi anhelo —farfulló el kender, ya apaciguado.

—De acuerdo —Laurana sonrió con tristeza—. No puedo reprochároslo, y sé que él se alegrará de veros.

Parecía estar totalmente convencida de su próximo encuentro con Tanis, así lo leyó el enano en sus ojos. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.

—¿Y si es una trampa, una emboscada?

La expresión de Laurana volvió a congelarse. Sus ojos se encogieron en rendijas fulgurantes, y la sugerencia de Flint se perdió en su crespa barba. Miró a Tas, quien meneó la cabeza.

El anciano hombrecillo emitió un hondo suspiro.

2 El precio del fracaso.

—¡Ahí está, señor! —dijo el dragón, un enorme monstruo rojo de refulgentes ojos negros y una envergadura de alas tan dilatada como las sombras de la noche—. El alcázar de Dargaard. Esperad, podréis verlo con total claridad a la luz de la luna... cuando salgamos del banco de nubes.

—Lo veo —respondió una voz cavernosa.

El dragón, al oír la punzante ira que festoneaba las palabras del hombre, inició su raudo descenso trazando interminables espirales mientras tanteaba las corrientes de aire entre las montañas. El animal espió con cierto nerviosismo la fortaleza rodeada por las rocosas brechas de las aserradas montañas, en busca de un lugar donde pudiera posarse suavemente. Nada bueno podía sacarse de zarandear a Ariakas.

En el extremo septentrional de las Montañas Dargaard se erguía su destino: el alcázar del mismo nombre, tan oscuro y ominoso como propagara la leyenda. En un tiempo, cuando el mundo era aún joven, el alcázar de Dargaard había engalanado los altos picos de los cerros, alzándose sus claros muros sobre el peñasco con una grácil belleza sólo comparable a los pétalos de una rosa abiertos al rocío. Pero ahora, pensó apesadumbrado Ariakas, la flor se había agostado. El Señor del Dragón no era un hombre poético, ni tampoco se dejaba influir por las imágenes que ofrecía la naturaleza vista desde el aire. Sin embargo, el castillo desmoronado, ennegrecido por el fuego, que se divisaba sobre la roca se asemejaba tanto a una rosa marchita en un socarrado arbusto que no pudo por menos que contemplar su desolado contorno. Las lóbregas celosías que se extendían entre las ruinosas torres ya no formaban el cuerpo de la flor, sino que más bien se asemejaban a la red del insecto cuya ponzoña la había matado.

El enorme Dragón Rojo trazó un último círculo. El muro sur, que rodeaba el patio, se había desplomado un millar de pies por el precipicio durante el Cataclismo, dejando paso franco a las puertas del alcázar. Lanzando un hondo suspiro de alivio el animal oteó el liso suelo de baldosas únicamente surcado por ocasiones hendiduras en la piedra y, en consecuencia, idóneo para un perfecto aterrizaje. Incluso los dragones, que apenas conocían el temor en el mundo de Krynn, preferían evitar la ira de Ariakas.

En el patio se desplegó una febril actividad, que recordaba a la de un hormiguero turbado por la repentina proximidad de una avispa. Los draconianos vociferaban y apuntaban hacia el cielo, mientras el capitán de la guardia nocturna corría entre las almenas sin cesar de asomarse al interior de la plaza. y tenían buenas razones para tal desasosiego. Una escuadra de Dragones Rojos estaba aterrizando en el patio, uno de ellos montado por un oficial cubierto en la inequívoca armadura de su rango. El capitán observó inquieto cómo el jinete saltaba de la silla antes de que se detuviera su cabalgadura. El dragón agitó furiosamente las alas para no golpear al oficial, levantando una nube de polvo a su alrededor que se confundió con la que también provocó el hombre en la iluminada noche, al atravesar con ademán resuelto el espacio que le separaba dé la puerta. El eco de sus pisadas resonó en las piedras como un tañido de muerte.

Cuando imprimió esta imagen en su mente, el capitán ahogó una exclamación; había reconocido al oficial. Dando media vuelta, con tanta premura que casi tropezó con un draconiano, recorrió la fortaleza sin cesar de lanzar imprecaciones contra éste en busca de Garibanus, comandante en funciones.

Ariakas descargó su acerado puño sobre la puerta principal del alcázar con un golpe atronador que alzó un remolino de astillas. Los draconianos corrieron a abrir y retrocedieron con abyecto servilismo cuando el Señor del Dragón irrumpió en el interior acompañado por una ráfaga de aire frío que apagó las velas e hizo oscilar las llamas de las antorchas.

Lanzando una fugaz mirada tras la brillante máscara de su yelmo, Ariakas vio un amplio vestíbulo circular cubierto por un vasto techo abovedado. Dos gigantescas escalinatas de trazo curvado se alzaban a ambos lados de la entrada, y conducían hasta un balcón que circundaba la planta superior. Al examinar su entorno sin reparar apenas en los viles draconianos, Ariakas vio aparecer a Garibanus por una puerta próxima a la parte superior de la escalera, abotonando sus calzones a la vez que se embutía una camisa por la cabeza. El capitán de la guardia permanecía tembloroso a su lado y señalaba con el índice al Señor del Dragón.

No le resultó difícil a Ariakas adivinar de qué compañía disfrutaba unos momentos antes el comandante en funciones. Aparentemente reemplazaba al perdido Bakaris en más de una faceta.

«¡De modo que es ahí donde está ella!», exclamó para sus adentros, sin poder reprimir un gesto de satisfacción. Atravesó acto seguido el vestíbulo y emprendió el ascenso de la escalera, saltando los peldaños de dos en dos mientras los draconianos se apartaban como ratas asustadas. El capitán de la guardia desapareció, y Garibanus sólo cobró la bastante compostura para dirigirse a Ariakas cuando éste había salvado la mitad de la escalada.

—S-señor —balbuceó, introduciendo el repulgo de la camisa bajo el cinto de sus calzones antes de bajar presuroso a su encuentro—. V-vuestra visita es un honor inesperado.

—No creo que inesperado sea la palabra —respondió el mandatario con una voz que sonaba extrañamente metálica en las profundidades de su yelmo.

—Quizá no —dijo Garibanus esbozando una débil sonrisa.

Ariakas continuó el ascenso, fija la mirada en una de las puertas del piso. Comprendiendo el destino inmediato de su señor, Garibanus se interpuso en su camino.

—Señoría —dijo en tono de disculpa—, Kitiara se está vistiendo. No tar ...

Sin despegar los labios, sin ni siquiera hacer una pausa en su resuelta marcha, Ariakas cerró su enguantada mano Y propinó un severo golpe al comandante en la caja torácica. Se produjo un sonido silbante similar al de un fuelle al expulsar el aire, sucedido por un estrépito de huesos quebrados y un seco crujido cuando la fuerza de la embestida arrojó el cuerpo del soldado contra el muro que jalonaba la escalera, situado a diez yardas de distancia. El maltrecho individuo se deslizó en silencio hasta el inicio de la escalera, el Señor del Dragón no lo advirtió. Sin volver la vista atrás culminó el ascenso, prendidos los ojos de la puerta que había llamado su atención.

Ariakas, comandante en jefe de los ejércitos de los Dragones e informador personal de la Reina de la Oscuridad era un hombre brillante, poseedor de un singular talento en los asuntos militares. Casi había obtenido el mando del continente de Ansalon y en privado empezaba a hacerse llamar « Emperador». Su reina estaba muy complacida con sus servicios, prodigándole obsequios y magnas recompensas.

Pero ahora sentía que su bello sueño de grandeza se escurría entre sus dedos como el humo de las fogatas otoñales. Le habían comunicado que sus tropas huían en desbandada de las llanuras de Solamnia abandonando la plaza de Palanthas, retirándose del alcázar de Vingaard y desbaratando sus planes de sitiar Kalaman. Los elfos se habían aliado con las fuerzas de los humanos en las Islas Ergoth. Los Enanos de las Montañas habían surgido de su sede subterránea en Thorbardin y, si los informes no mentían, se habían asociado a sus antiguos enemigos, los Enanos de las Colinas, y a un grupo de refugiados en un intento de ahuyentar de Abanasinia a los ejércitos de los Dragones. Silvanesti había recobrado la libertad, un Señor del Dragón había perdido la vida en el Muro de Hielo y, a juzgar por los rumores, los abyectos enanos gully gobernaban Pax Tharkas.

Mientras evocaba en su memoria tales eventos Ariakas encendió su ánimo hasta convertirse en una furia viviente. Pocos sobrevivían al enojo de este personaje, pero nadie lo había hecho a su furia.

El estratega heredó su elevado rango de su padre, que había sido un hechicero de reconocido ascendiente sobre la Reina de la Oscuridad. Pese a contar tan sólo cuarenta años, Ariakas ostentaba su cargo desde hacía casi veinte pues su progenitor había tenido una muerte precoz a manos de su propio hijo. En su más tierna infancia el ahora alto dignatario había visto cómo su padre asesinaba brutalmente a su madre, quien había tratado de huir con su retoño antes de que se convirtiera en un ser cruel y pervertido como su esposo.

Aunque siempre trató a su padre con aparente respeto, Ariakas no olvidó el espantoso fin de la mujer que le diese la vida. Estudió con ahínco, despertando en su vigilante predecesor un desmedido orgullo. Muchos se preguntaron si tan exaltada emoción le abandonó cuando sintió las primeras punzadas del cuchillo que clavó en su cuerpo aquel muchacho de diecinueve años para vengar su vil homicidio, con los ojos fijos, sin embargo, en el asiento honorífico que su padre ocupaba en la corte de la Reina de la Oscuridad.

Tan ominoso suceso no supuso una gran tragedia para ésta, quien no tardó en descubrir que el joven Ariakas era idóneo para reponer la pérdida de su servidor favorito. No sentía una gran inclinación hacia los usos clericales, pero sus dotes de mago le valieron el ingreso en la Orden de la Túnica Negra y las recomendaciones de los brujos perversos que lo educaron. Aunque superó las terribles Pruebas en las Torres de la Alta Hechicería, las artes arcanas no figuraba entre sus aficiones. Rara vez las practicaba, y nunca vistió los ropajes que denotaban su autoridad como conocedor de los más esotéricos ritos.

La auténtica pasión de Ariakas era la guerra. Fue él quien concibió la estrategia que permitiría a los Señores de los Dragones y sus ejércitos subyugar casi en su totalidad el continente de Ansalon. Fue él quien consiguió que apenas se tropezaran con resistencia, pues había propugnado la necesidad de actuar con rapidez para aniquilar a los divididos humanos, elfos y enanos antes de que pudieran unirse. En el próximo verano, y de acuerdo con sus previsiones, Ariakas debía gobernar Ansalon sin oposición por parte de amigos ni rivales. Los Señores de los Dragones que imponían su voluntad en otros continentes de Krynn le profesaban una envidia manifiesta... y también cierto temor. Sabían que aquella criatura ambiciosa no se conformaría con un solo reino, y lo cierto era que había puesto los ojos en el oeste, en la ribera opuesta del Mar de Sirrion.

Pero el imprevisto giro de la guerra no preconizaba ahora sino el desastre.

Al posar la mano en el picaporte del dormitorio de Kitiara, Ariakas halló la puerta atrancada. Pronunció con entero aplomo una palabra en el lenguaje de la magia y la madera estalló por los aires, en una lluvia de chispas luminosas y llamas azules que le franquearon el acceso a la alcoba con la mano cerrada sobre la empuñadura de su espada.

Kit estaba tendida en el lecho. En cuanto vio a Ariakas se levantó, a la vez que cubría su contorneado cuerpo con una bata de tonalidades argénteas. Pese a su iracundo humor, el mandatario no pudo por menos que admirar a aquella mujer que, entre sus numerosos oficiales, se había ganado su confianza más que ningún otro. Aunque su llegada la había cogido desprevenida, y sabía que su vida corría serio peligro por haberse dejado derrotar, se enfrentó a él con serenidad. Ningún destello de miedo iluminaba sus oscuros ojos, ningún susurro escapó de sus labios.

Su actitud sólo sirvió para enfurecer aún más a Ariakas, al recordarle la decepción que le había causado. Se desprendió sin pronunciar palabra de su yelmo y lo arrojó al otro lado de la estancia donde se estrelló contra una cómoda de madera labrada astillándola como si fuera de vidrio.

Cuando contempló el desnudo rostro de Ariakas, Kitiara perdió momentáneamente el control y se acurrucó en la cama sin cesar de estrujar con nerviosismo las cintas de su bata.

Pocos eran los que podían mirar el semblante de Ariakas sin amedrentarse. Era la suya una faz desprovista de toda emoción humana, e incluso su ira se manifestaba tan sólo en una ligera vibración del músculo que recorría su mandíbula. Su larga melena negra ondeaba en torno a sus lívidos rasgos, mientras que la barba de un día asumía matices azulados en su lisa piel. Y, en cuanto a sus negros ojos, eran gélidos como un lago cubierto de hielo.

Ariakas se plantó de un salto en uno de los lados del lecho y, rasgando los cortinajes que lo envolvían, estiró la mano y agarró el cabello corto y crespo de la joven para, acto seguido, arrastrarla fuera de las sábanas y lanzarla contra el pétreo suelo.

Kitiara cayó con violencia, emitiendo una queda exclamación de dolor. Pero se recobró enseguida, y empezaba a incorporarse en actitud felina cuando la voz de su oponente la paralizó.

—Ponte de rodillas, Kitiara —dijo. Despacio y con deliberación, desenvainó su refulgente espada mientras hablaba—. Ponte de rodillas e inclina la cabeza, como los condenados en el patíbulo. Porque yo soy tu verdugo, Kitiara. Así pagan su fracaso los oficiales asignados a mi mando.

La muchacha adoptó la postura indicada, pero alzó la mirada hacia él. Al advertir cómo ardía en sus ojos la llama del odio, Ariakas agradeció el contacto de su arma. Una vez más se sentía obligado a admirarla; incluso en presencia de un fin inminente no asomaba el temor en sus facciones. Éstas sólo reflejaban el desafío de su alma.

Enarboló su acero, pero no descargó el golpe mortal. Unos gélidos dedos aprisionaron la muñeca con que lo sostenía.

—Creo que antes deberías escuchar la explicación del reo —declaró una voz cavernosa.

Ariakas era un hombre fuerte. Podía arrojar una lanza con suficiente ímpetu como para que atravesara de parte a parte el cuerpo de un caballo, o romper el cuello de cualquier adversario mediante un simple giro de su mano. Sin embargo, no logró deshacerse de la fría garra que estrujaba su muñeca. Al fin, con un grito agónico, dejó caer la espada, que se estrelló estrepitosamente contra el suelo.

Todavía turbada, Kitiara se incorporó y ordenó a su esbirro con un gesto inequívoco que soltara a Ariakas. El dignatario dio media vuelta, al mismo tiempo que alzaba el brazo para invocar la magia que había de reducir a cenizas a su osado agresor.

De pronto se detuvo. Perdido el resuello, retrocedió y el hechizo que se disponía a formular se desvaneció de su mente.

Se erguía frente a él una criatura de su misma estatura, ataviada con una armadura tan antigua que evocaba la época ya remota del Cataclismo. Caracterizaba aquel metálico uniforme a los Caballeros de Solamnia y en su pectoral se perfilaba el símbolo de la Orden de la Rosa, apenas visible a causa de los estragos del tiempo. La figura que lo portaba no se cubría con ningún yelmo, ni presentaba arma alguna. Sin embargo Ariakas, al contemplarla, dio un nuevo paso atrás. No se hallaba frente a un ser vivo.

El rostro de aquel ser era translúcido, se podía ver a través de su contorno el muro del fondo de la estancia. Una pálida luz oscilaba en sus cavernosos ojos, que miraban hacia la lejanía como si también pudieran traspasar el opaco cuerpo de su oponente.

—¡Un Caballero de la Muerte! —susurró sobrecogido el mandatario.

Se acarició la maltrecha muñeca, insensibilizada por el helor que le transmitiera aquel morador de reinos privados del calor de la carne viviente. Más asustado de lo que osaba admitir, Ariakas se agachó para recoger su espada mientras farfullaba un encantamiento para desvirtuar los efectos de tan mortífero contacto. Cuando volvió a incorporarse lanzó una mirada de reproche a Kitiara, quien lo observaba con una maliciosa sonrisa.

—¿Esta criatura está a tu servicio? —preguntó ásperamente.

—Digamos que hemos llegado a un acuerdo para prestarnos ayuda recíproca —respondió ella encogiéndose de hombros.

Ariakas la contempló con recelosa admiración y, dirigiendo al Caballero de la Muerte una mirada de soslayo, envainó su acero.

—¿Suele frecuentar tu dormitorio? —siguió inquiriendo. Ahora su muñeca era presa de un punzante dolor. ...

—Va y viene a su antojo ——contestó Kitiara. Recogió en actitud despreocupada los pliegues de su bata en torno a su cuerpo, al parecer más para protegerse del fresco aire primaveral que en una reacción pudorosa y, con un escalofrío, se pasó la mano por su rizado cabello y añadió—: A fin de cuentas, éste es su castillo.

Ariakas guardó silencio, perdida en lontananza su mirada a la vez que su mente rememoraba antiguas leyendas.

—¡Soth! —exclamó, de pronto, volviéndose hacia la sombría figura—. El Caballero de la Rosa Negra.

El aludido hizo una leve reverencia en señal de asentimiento.

—Había olvidado la vieja historia del alcázar de Dargaard —susurró Ariakas sin apartar sus ahora reflexivos ojos de Kitiara—. Posees más temple del que nunca te concedí, señora, si te has atrevido a fijar tu residencia en un lugar maldito. Según la leyenda, el caballero Soth dirige una tropa de guerreros espectrales...

—Una fuerza muy eficaz en la batalla —le interrumpió la joven con un bostezo y, acercándose a una mesa situada junto a la chimenea, levantó una jarra de cristal tallado—. Su mero roce —prosiguió sonriente— puede hacer que... pero sin duda conoces sus efectos sobre quienes desconocen las artes mágicas necesarias para defenderse contra él. ¿Un poco de vino?

—¿Dónde están las elfas oscuras, los espíritus femeninos que siempre le siguen? —inquirió Ariakas observando de nuevo la faz translúcida del caballero.

—En algún lugar del castillo. —Kit volvió a estremecerse y, llenando una copa, se la tendió—. Lo más probable es que no tardes en oírlas. Como sin duda imaginas, Soth nunca duerme y sus damas le ayudan a pasar las largas veladas. —Por un instante la muchacha palideció, y se llevó a los labios la copa que ofreciera a su huésped. Pero la posó en la mesa sin sorber su contenido, presa su mano de un ligero temblor—. No resulta agradable —sentenció, antes de cambiar de tema—. ¿Qué has hecho con Garibanus?

Sin pensar siquiera en refrescar su reseca garganta con el tino, Ariakas contestó en ademán displicente:

—Lo dejé en la escalera.

—¿Muerto? —indagó Kitiara, al mismo tiempo que vertía el rojizo líquido de la jarra en una copa vacía para de nuevo obsequiar al Señor del Dragón.

—Quizá. Se interpuso en mi camino. ¿Acaso te importa?

—Su compañía era... entretenida —confesó Kitiara—. Ha ocupado el lugar de Bakaris en varios aspectos.

—¡Ah, sí! Bakaris —Ariakas engulló al fin el recio mosto—. Tengo entendido que tu primer oficial fue capturado como un necio cuando tus tropas se dieron a la fuga.

—Tú lo has dicho, era un necio —respondió lacónica Kitiara—. Se obstinó en montar a lomos de un dragón pese a estar aún tullido.

—Conozco la historia. ¿Qué le ocurrió en el brazo?

—La mujer elfa le clavó una de sus flechas en la Torre del Sumo Sacerdote. Cometió un error, y ha pagado por él. Le había retirado del mando, nombrándole miembro de mi guardia personal, pero insistió en redimirse.

—No pareces lamentar su pérdida —apuntó el dignatario ti observar la actitud de la muchacha. Su bata, anudada sólo en el cuello, apenas ocultaba su cimbreante cuerpo.

—No, Garibanus es un espléndido substituto —admitió Kit—. Espero que no le hayas matado, será un auténtico fastidio tener que buscar a otro para que viaje a Kalaman mañana.

—¿Qué vas a hacer en Kalaman, prepararte para una rendición incondicional frente a la mujer elfa y los caballeros? —preguntó con amargura Ariakas, despertando de nuevo su ira bajo los efectos del vino.

—No —contestó Kitiara, antes de sentarse en una silla rente al irritado oficial y clavarle una fría mirada—. Me preparo para aceptar su rendición.

—¡Ja! —se mofó Ariakas—. No son imbéciles. Creen estar ganando, y no se equivocan. —Enrojeció su rostro cuando levantó la jarra y la vació en su copa—. Debes la vida a tu Caballero de la Muerte, Kitiara, pero sólo por esta noche. No siempre estará junto a ti como un fiel paladín.

—Mis planes están obteniendo mejores resultados de lo que nunca imaginé —afirmó con voz queda la interpelada sin dejarse desconcertar por la furibunda mirada de Ariakas—. Si te he engañado a ti, mi señor, no me cabe la menor duda de que también el enemigo ha caído en la trampa.

—¿Puedo saber de qué modo me has engañado? —inquirió él en una actitud tan serena como mortífera—. ¿Pretendes insinuar que no estás perdiendo la batalla en todos los frentes, que no serás pronto expulsada de Solamnia? ¿Quieres hacerme creer que las lanzas Dragonlance y los Dragones del Bien no nos han infligido una ignominiosa derrota? —Elevaba su voz a cada palabra que pronunciaba.

—¡Así es! —lo espetó Kitiara, encendidos sus ojos en un inefable fuego. Estirando el cuerpo sobre la mesa, la muchacha agarró la mano de Ariakas en el instante en que éste se disponía a levantar la copa—. En cuanto a los dragones bondadosos, mis espías me han asegurado que su regreso se debe a la intervención de un Príncipe elfo y de un reptil plateado. Al parecer lograron introducirse en el templo de Sanction y descubrieron lo que allí se hacía con sus huevos. ¿De quién fue la culpa? ¿Cómo pudieron burlar la vigilancia? La custodia de ese lugar era tu responsabilidad...

Furioso, Ariakas liberó su mano de la firme garra de Kitiara. Arrojó entonces la copa de vino contra una pared de la estancia y se puso en pie para enfrentarse a tal acusación.

—¡Por los dioses, has ido demasiado lejos! —vociferó, quedando casi sin aliento.

—No adoptes conmigo tan absurda postura —le advirtió Kit y, levantándose a su vez, atravesó la habitación—. Sígueme al gabinete de guerra y te explicaré mis planes.


Ariakas contempló el mapa de la zona septentrional de Ansalon, y admitió:

—Podría funcionar.

—Funcionará —recalcó Kitiara, bostezando y desperezándose en lánguido ademán—. Mis tropas han huido de las huestes enemigas como conejos asustados. Peor para ellos si los caballeros no han sido lo bastante astutos para advertir que siempre se dirigían hacia el sur, ni para preguntarse por qué mis fuerzas parecían fundirse y desvanecerse en el aire.

Mientras hablamos, mis ejércitos se están concentrando en un protegido valle que se encuentra detrás de estas montañas. Dentro de una semana un contingente de varios millares de guerreros marchará sobre Kalaman. La pérdida de su Aureo General destruirá su moral, y la ciudad capitulará sin ofrecer la más mínima resistencia. Desde allí recuperaré la tierra que creen habernos arrebatado. Concédeme el mando de las tropas que ahora guía ese inútil de Toede, envíame las ciudadelas voladoras que te he pedido, y todos en Solamnia quedarán convencidos de haber sido arrasados por un nuevo Cataclismo.

—Pero la mujer elfa.

—No debemos preocuparnos por ella, caerá en la trampa —le aseguró Kitiara.

—Me temo que ése es el punto flaco de tu estrategia —declaró Ariakas meneando la cabeza—.¿Qué me dices del semielfo? ¿Puedes garantizarme que no interferirá?

—Lo que él pueda hacer carece ahora de importancia. Es la mujer quien cuenta, y está enamorada.—La Señora del Dragón se encogió de hombros—. Borra esa mueca de tu rostro, Ariakas, lo que afirmo es la pura verdad. Laurana confía demasiado en mí y muy poco en Tanis el Semielfo. Así sucede siempre cuando alguien quiere a otro, el ser amado es el que nos aparece como el menos fiable; fue una suerte que Bakaris cayera en sus manos.

Al percibir una leve alteración en su voz el dignatario lanzó una penetrante mirada a su oponente, pero ésta había apartado el semblante y lo mantenía oculto. Al instante comprendió que no se sentía tan segura como aparentaba, y supo que le había mentido. ¡El semielfo! ¿Por qué no quería hablar de él? ¿Dónde estaba aquel individuo? Ariakas había oído hablar de él, aunque nunca lo había visto. Especuló sobre la posibilidad de presionarla en ese punto, mas pronto cambió de opinión. Era mejor guardar para sí el conocimiento de que le ocultaba algo, pues de este modo ejercería cierto poder frente a tan peligrosa mujer. Dejaría que se relajase en su supuesta complacencia.

—¿Qué harás con la elfa? —preguntó con un fingido bostezo para respaldar su indiferencia. Sabía que ella esperaba tal reacción por su parte, de todos era conocida la pasión que profesaba por las doncellas rubias y delicadas.

—Lo lamento, amigo mío —dijo Kitiara enarcando las cejas y espiándole con gesto socarrón—, pero Su Alteza Oscura ha exigido que se le entregue la dama. Quizá te la ceda cuando haya terminado con ella.

Ariakas se estremeció antes de comentar despreciativamente:

—¡Bah! Entonces no me servirá para nada. Dásela a Soth, tu secuaz. Si mis recuerdos son exactos, solían gustarle las mujeres elfas.

—En efecto —susurró Kit. De pronto sus ojos se encogieron en meras rendijas, a la vez que alzaba la mano—. Escucha —añadió con un hilo de voz.

Ariakas guardó silencio. Al principio no oyó nada, pero de modo gradual penetró en sus tímpanos un extraño sonido. Era un hondo lamento, como si un centenar de mujeres se hubieran reunido para llorar a sus muertos. Los ecos quejumbrosos aumentaron, rasgando la quietud de la noche.

El Señor del Dragón se sobresaltó al percibir el temblor de sus manos. Alzó la vista hacia Kitiara, percatándose de la palidez que asomaba debajo de su tez curtida. Tenia los ojos muy abiertos pero cuando se sintió observaba los entornó y, tras tragar saliva, humedeció sus resecos labios.

—Terrible, ¿verdad? —farfulló con voz entrecortada.

—Me enfrenté a muchos horrores en las Torres de la Alta Hechicería, mas eran menudencias comparados con esto. ¿Qué significan tan pavorosos murmullos? —preguntó el mandatario.

—Sígueme —le invitó Kit poniéndose en pie—. Si tienes el temple necesario, te mostraré la escena.

Abandonaron juntos el gabinete de guerra y Kitiara guió al Señor del Dragón por los sinuosos corredores del castillo hasta alcanzar de nuevo su dormitorio. Una vez situados en la galería que jalonaba el espacioso vestíbulo del techo abovedado, Kit advirtió a su acompañante:

—Intenta permanecer en la sombra.

Ariakas pensó que no era precisa tal recomendación mientras continuaba su sigiloso avance por el pasillo abierto. Asomándose a la barandilla de la galería el férreo dignatario se sobrecogió ante la espantosa visión que se reveló a sus ojos y, sudoroso, se retiró con toda la rapidez que pudo hacia la penumbra de la alcoba de Kitiara.

—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó cuando la muchacha entró tras él y cerró la puerta en silencio—. ¿ Sucede lo mismo todas las noches?

—Sí —fue la trémula respuesta. La joven respiró hondo Y cerró unos momentos los ojos para recobrar el control de sus nervios—. En ocasiones creo haberme acostumbrado, y cometo el error de contemplar de nuevo lo que ahora también tú has visto. El cántico no es desagradable...

—Yo lo encuentro fantasmagórico —replicó Ariakas a la vez que se enjugaba el frío sudor que iluminaba su rostro—. De modo que Soth se sienta en su trono todas las veladas, rodeado por sus guerreros espectrales y por las tenebrosas mujeres de su séquito para arrullarse en su horrible melodía.

—Siempre entonan la misma canción —explicó Kitiara. Con aire ausente, asió la jarra de vino vacía y volvió a posarla en su bandeja—. Aunque su pasado lo atormenta, no puede sustraerse a él. Suele pasar horas meditando, preguntándose qué podría haber hecho para eludir el triste destino que lo obliga a deambular permanentemente por su reino sin un minuto de descanso. Las sombrías elfas, que desempeñaron un importante papel en su caída, reviven su historia con él. Cada noche se repite la escena, y yo me veo obligada a escuchar sus lamentos.

—¿Conoces la letra del cántico?

—Casi tan bien como él mismo. —Un escalofrío paralizó la sonrisa que trató de dedicar a su huésped—. Ordena que nos traigan otra jarra de vino y, si tienes tiempo, te relataré los hechos.

—Tengo tiempo —le aseguró Ariakas arrellanándose en su silla—. Aunque debo partir al amanecer si quieres que te envíe las ciudadelas.

Kit esbozó de nuevo aquella inefable sonrisa que tantos hombres juzgaban cautivadora.

—Gracias, mi señor —musitó—. No volveré a defraudarte.

—Espero que no —respondió fríamente Ariakas—, porque si lo haces su sino —inclinó la cabeza en dirección al vestíbulo, donde los lamentos se habían convertido en un sonoro y ensordecedor aullido— se te antojará benigno comparado con el tuyo.

El Caballero de la Rosa Negra

—Como sabes —empezó Kitiara—, Soth fue un noble y leal Caballero de Solamnia. Pero también fue un hombre apasionado, carente de disciplina, y ésa fue la causa de su declive.

»Soth se enamoró de una bella doncella elfa, discípula del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Estaba entonces desposado, pero su mujer se desvaneció de sus pensamientos en cuanto contempló la hermosura de la muchacha. Rompiendo sus sagrados votos de esposo y caballero se abandonó por completo a su pasión para, valiéndose del engaño, seducir a su amada y traerla al alcázar de Dargaard con encendidas promesas de matrimonio. Su cónyuge desapareció en circunstancias siniestra.

»Si son ciertas las estrofas de la canción, la muchacha elfa permaneció fiel al caballero incluso después de descubrir su terrible felonía. Suplicó a la diosa Mishakal que concediera a su amado la oportunidad de redimirse y, al parecer, sus oraciones tuvieron respuesta. Se concedió al caballero Soth el poder de evitar el Cataclismo, aunque al hacerlo debía sacrificar su propia vida.

»Fortalecido por el tierno afecto de la muchacha que había subyugado, Soth partió hacia Istar con la intención de detener al Príncipe de los Sacerdotes y rehabilitar su maltrecho honor.

»Pero el caballero fue interceptado en el camino por unas mujeres elfas, todas ellas discípulas del mandatario de Istar que, sabedoras de su crimen, amenazaron con arruinarle. Para debilitar los efectos del amor de su hermana de raza lo convencieron de que le había sido infiel durante su ausencia.

»Las pasiones de Soth se adueñaron por completo de él, destruyendo su cordura. Presa de unos feroces celos regresó al alcázar de Dargaard e, irrumpiendo en el vestíbulo, acusó a la muchacha inocente de haberlo traicionado. En aquel momento se produjo el Cataclismo. La gran lámpara del techo se precipitó desde su suporte y consumió en incontrolables llamas tanto a la joven elfa como a su pequeño hijo. Antes de morir, la que fuera leal amante envolvió al caballero en una maldición por la que lo condenaba a una vida eterna y pavorosa. Soth y sus seguidores perecieron también en el incendio para renacer más tarde en la espectral forma que ahora presentan.»

—Así que eso es lo que rememora —susurró Ariakas aguzando el oído.


Cántico de las elfas espectrales

Y en el clima de los sueños,

cuando la recuerdes, cuando se propague el universo onírico

y la luz parpadee,

cuando te acerques al confín del sol y la bondad..

Nosotras avivaremos tu memoria,

te haremos experimentar todo aquello de nuevo,

a través de la eterna negación de tu cuerpo.

Porque al principio fuiste oscuro en el seno vacuo de la luz

y te extendiste como una mancha, como una úlcera.

Porque fuiste el tiburón que en el agua remansada

comienza a moverse.

Porque fuiste la escamosa cabeza de una serpiente,

sintiendo para siempre el calor y la forma.

Porque fuiste la muerte inexplicable en la cuna,

la traición hecha hombre.

Y aún más terrible que todo esto fuiste,

pues atravesaste un callejón de visiones

incólume, inmutable.

Cuando aullaron las mujeres desgarrando el silencio,

partiendo la puerta del mundo

para dar paso franco a indecibles monstruos...

Cuando un niño abrió sus entrañas en parábolas de fuego,

en las fronteras

de dos reinos ardientes...

El mundo se dividió, deseoso de engullirte,

deseoso de entregarlo todo

para extraviarte en la noche.

Todo lo atravesaste incólume, inmutable,

pero ahora los ves

engarzados por nuestras palabras, en tu renacimiento

al pasar de la noche a la consciencia de tu existencia en la noche,

y sabes que el odio es la paz del filósofo,

que su castigo es imperecedero,

que te arrastra entre meteoros,

entre la transfixión del invierno,

entre rosas marchitas,

entre las aguas del tiburón,

entre la negra compresión de los océanos,

entre rocas, entre el magma...

hasta ti mismo, un absceso intangible

que reconoces como la nada,

la nada que volverá una y otra vez

bajo las mismas reglas.

3 La trampa

Bakaris dormía en su celda con intervalos de vela. Aunque jactancioso e insolente durante el día, torturaban sus noches sueños eróticos en los que se le aparecía Kitiara entremezclados con pesadillas donde presenciaba su ejecución a manos de los Caballeros de Solamnia... o acaso era su ejecución a menos de Kitiara. Nunca lograba determinar, cuando se despertaba chorreando sudor frío, qué había sucedido. Acostado en su calabozo en las silenciosas horas nocturnas e incapaz de vencer su insomnio, Bakaris maldecía a la mujer elfa que había sido la causante de su derrota, y una y otra vez planeaba su venganza, si aquella detestable criatura caía en su poder.

Estaba Bakaris pensando en todo esto durante su consumidor duermevela, cuando el ruido de una llave en el cerrojo de su celda lo obligó a incorporarse. Casi había amanecido, y se aproximaba la hora de las ejecuciones. ¡Quizá los caballeros venían a buscarle!

—¿Quién es? —preguntó con tono abrupto.

—Silencio —le ordenó una voz—. No correrás ningún peligro si guardas silencio y haces lo que se te diga.

Bakaris se sentó atónito en su catre. Había reconocido la voz, ¿cómo no? Noche tras noche le había hablado en sus anhelantes ensoñaciones. ¡La mujer elfa! El oficial distinguió otras dos figuras en la penumbra; eran de pequeña talla, y comprendió que se trataba del enano y del kender. Siempre acompañaban a la elfa.

Se abrió la puerta y la mujer se deslizó hasta el interior. Se cubría con una holgada capa y sostenía otra en la mano.

—Apresúrate —le urgió—. Ponte esta prenda.

—No hasta saber qué pretendes —replicó Bakaris receloso, aunque su corazón danzaba de júbilo.

—Vamos a cambiarte por... otro prisionero —explicó Laurana.

El oficial frunció el ceño, no quería delatar su ansiedad.

—No te creo —declaró, volviendo a tumbarse en el catre—. Es una trampa...

—¡Poco me importa lo que creas! —lo interrumpió Laurana con impaciencia—. Vendrás con nosotros aunque tenga que dejarte antes inconsciente. No me preocupa tu estado mientras pueda exhibirte ante Ki... ante la persona que quiere verte.

¡Kitiara! De modo que era ella quien le reclamaba. ¿Qué se proponía, a qué jugaba? Bakaris vaciló, no confiaba en Kit más que ella en su propia lealtad. Era muy capaz de utilizarle para conseguir sus propósitos, sin duda era lo que estaba haciendo ahora, pero quizá él podría utilizarla a su vez. ¡Si supiera a qué se debía aquel extraño canje! El rostro pálido, rígido de Laurana disipó sus cavilaciones, pues resultaba evidente que estaba resuelta a cumplir su amenaza. No tenía otra alternativa que ceder a sus deseos.

—Me temo que no me queda más elección que obedecer —dijo.

La luna se filtraba a través de los barrotes de la ventana en la mugrienta celda, iluminando el rostro de Bakaris. Había permanecido varias semanas confinado, pero ignoraba cuántas porque había perdido el sentido del tiempo. Cuando estiró la mano para recoger la capa sus ojos se cruzaron con los de la mujer elfa, que lo miraba con obstinada frialdad sólo teñida por un destello de repugnancia.

Consciente de su importante papel en aquella confabulación, Bakaris elevó la mano sana y se rascó la crecida barba.

—Su señoría sabrá disculparme —comentó sarcástico—, pero los celadores de vuestro establecimiento no han hallado oportuno proporcionarme una cuchilla con la que rasurarme. Conozco el disgusto que causa a los de vuestra raza la visión del vello facial.

Bakaris comprobó sorprendido que sus palabras herían a Laurana. El rostro de la muchacha palideció, sus labios se tornaron blancos como la nieve. Sólo un supremo esfuerzo le permitió controlarse.

—¡Muévete! —lo apremió con voz ahogada.

Al oírla, el enano entró en el calabozo empuñando su hacha guerrera.

—El general no ha podido hablar más claro —declaró—, de modo que no te entretengas. No entiendo cómo nadie puede cambiar tu miserable carcasa por Tanis...

—¡Flint! —lo silenció Laurana en un tenso ademán.

De pronto se hizo la luz. El plan de Kitiara tomó forma en el pensamiento del oficial.

—¡Así que vais a canjearme por Tanis! —exclamó sin cesar de observar el semblante de Laurana. No advirtió ninguna reacción, la elfa se mantuvo tan impávida como si hubiera mencionado a un extraño en lugar de al hombre que, según Kitiara, se había adueñado de sus más tiernos sentimientos. Lo intentó de nuevo, tenía que verificar su teoría—. De todos modos yo no lo definiría como un prisionero, a menos que se llame así a los cautivos del amor. Sin duda Kit se ha cansado de él, ¡pobre infeliz! Le echaré de menos, son muchas las cosas que unos unen...

Ahora sí se produjo una reacción. Vio cómo su oponente apretaba sus delicadas mandíbulas, a la vez que sus hombros temblaban bajo la capa. Sin pronunciar palabra Laurana dio media vuelta y salió de la celda.

Bakaris supo que había acertado. Aquel misterio estaba relacionado con el barbudo semielfo, aunque no logró desentrañarlo hasta el fondo. Tanis abandonó a Kit en Flotsam.¿Acaso había vuelto a su encuentro? ¿Había regresado junto a ella? Guardó silencio, arropándose en la capa. En realidad no le importaba. Utilizaría esta información para perpetrar su venganza. Al recordar la expresión contraída de Laurana bajo la luz de la luna Bakaris dio gracias a la Reina Oscura por los favores que le prodigaba, en el momento en que el enano lo sacaba a empellones de la fría celda.


El sol aún no había asomado por levante, aunque una borrosa línea rosada en el horizonte preconizaba el amanecer. Reinaba la oscuridad en la ciudad de Kalaman, callada y solitaria tras una jornada de continua algazara. Todos dormían, e incluso los centinelas bostezaban en sus puestos cuando no caían en un invencible sopor que se reconocía por sus sonoros ronquidos. Fue fácil para las cuatro embozadas figuras recorrer las calles sin ser vistas hasta alcanzar una puerta lateral de la muralla.

—Éste es el acceso a una escalera que conduce a la cúspide del muro, de allí a un pasillo que jalona las almenas y por último a otro tramo descendente en el lado exterior—susurró Tasslehoff, revolviendo una de sus bolsas en busca de sus herramientas para forzar la cerradura.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Flint, también con voz queda, mientras lanzaba una nerviosa mirada a su alrededor.

—Visitaba Kalaman con frecuencia cuando era niño —explicó Tas. Una vez hubo encontrado el estrecho alambre que había de servirle en su propósito, sus pequeñas pero hábiles manos lo introdujeron en el ojo metálico. Mis padres solían traerme, y siempre entrábamos y salíamos por este conducto.

—¿Por qué no utilizabais la puerta principal? ¿Os parecía quizá demasiado sencillo? —gruñó Flint.

—¡Date prisa! —ordenó Laurana, presa de una incontenible impaciencia.

—Nos habría gustado hacerlo —dijo Tas sin cesar de manipular el alambre—. ¡Ya está! —exclamó de pronto y, retirando el fino instrumento, lo devolvió cuidadosamente al saquillo. Empujó entonces la vieja puerta, mientras continuaba—: ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Nos habría causado un gran placer poder utilizar el acceso principal, pero los kenders tenían prohibido entrar en la ciudad.

—¡Eso no os impidió visitarla! —replicó el enano, siguiendo a Tas hasta un angosto tramo de escaleras de piedra. Apenas prestaba atención al kender, pues estaba demasiado ocupado en espiar los movimientos de Bakaris. A su entender se comportaba con excesiva docilidad, y por otra parte Laurana se había encerrado en sí misma y sólo despegaba los labios para proferir desabridas órdenes.

—Verás, lo cierto es —contestó Tas mientras escalaba los empinados peldaños con su proverbial buen humor— que los habitantes de la ciudad siempre pasaron por alto ciertas irregularidades. Quiero decir que era absurdo incluir a los kenders en la misma lista que a los goblins y, sabedores de este hecho, no nos molestaban una vez en el interior. Pero mis padres juzgaban una incorrección discutir con los guardianes, que estaban obligados a detenemos, y para evitar situaciones incómodas decidieron valerse de este discreto acceso lateral. Resultaba más fácil para todos. Ya estamos arriba. Abrid esa puerta, no suelen cerrarla con llave. ¡Cuidado! Hay un centinela, tendremos que esperar hasta que se aleje.

Acurrucándose junto a la pared, se refugiaron en las sombras mientras el soldado avanzaba a trompicones por el corredor. Se diría que iba a dormirse en plena ronda. Al fin desapareció y el sigiloso grupo recorrió el mismo pasillo que dejara minutos antes el centinela para atravesar una nueva puerta en el extremo opuesto, bajar a toda prisa un tramo de escalera y encontrarse al otro lado de la muralla.

Estaban solos. Flint examinó su entorno, mas no descubrió vestigios de vida en la media luz que procedía al alba. Al sentir un ligero estremecimiento se arropó en la capa, presa de una creciente aprensión. ¿Y si Kitiara decía la verdad? No era imposible que Tanis estuviese con ella, quizá moribundo como afirmaba.

Irritado contra sí mismo, se obligó a desechar tan lóbregos pensamientos. Casi esperaba que les hubieran tendido una trampa. Aunque le resultaba difícil dejar de cavilar, le ayudó a liberarse de sus vagos temores un áspera voz que resonó en el aire, tan cercana que sustituyó su inquietud por un aterrorizado sobresalto.

—¿Eres tú, Bakaris?

—Sí. Me alegro de volver a verte, Gakhan.

Flint giró la cabeza, aún turbado, y vio surgir una oscura figura de las sombras de muro. Se cubría con una gruesa capa y con ropajes de abundantes pliegues, que le recordaron la descripción hecha por Tas del draconiano.

—¿Portan otras armas? —preguntó Gakhan dirigiendo una recelosa mirada al hacha de Flint.

—No —contestó lacónicamente Laurana.

—Regístralos —ordenó el recién llegado a Bakaris.

—Cuentas con mi palabra de honor —protestó la muchacha, más enojada a cada instante—. Soy una Princesa de Qualinesti...

El oficial dio un paso hacia ella, mientras declaraba:

—Los elfos respetan un código del honor muy particular, o al menos así lo afirmaste la noche en que traspasaste mi brazo con tu maldita flecha.

Laurana se ruborizó, mas no despegó los labios ni retrocedió ante su avance.

Plantándose frente a ella, Bakaris alzó el miembro tullido con la mano izquierda para a continuación dejarlo caer.

—Destruiste mi carrera, mi vida.

—He dicho que no estoy armada —insistió Laurana en una rígida postura donde no se adivinaba la más mínima emoción.

—Puedes registrarme a mí si lo deseas —se ofreció Tas, interponiéndose de forma accidental entre Bakaris y la joven—. ¡Mira! —Volcó el contenido de una de sus bolsas a, los pies de Bakaris.

—¡Maldito seas! —lo imprecó el oficial, golpeando el kender en un lado de su cabeza.

—¡Flint! —advirtió Laurana al enano con los dientes apretados, pues había visto su rostro encendido de ira. Al oír su orden, el hombrecillo hizo un esfuerzo para contenerse y no correr en auxilio de su amigo.

—Lo lamento —dijo Tas mientras buscaba sus pertenencias, esparcidas por el suelo.

—Si tardáis mucho no necesitaremos alertar a la guardia —les recordó Laurana fríamente, resuelta a no temblar cuando sintiera el desagradable contacto de aquel individuo—. El sol brillará en el cielo y nos descubrirán de inmediato.

—La mujer elfa tiene razón, Bakaris —intervino Gakhan con su sibilante voz de reptiliano—. Quítale el hacha al enano y vayámonos cuanto antes.

Tras contemplar el ya claro horizonte y al encapuchado draconiano, Bakaris clavó en Laurana una agresiva mirada y se apresuró a arrancar el arma del brazo de Flint.

—No supone ninguna amenaza. ¿Qué podría hacernos un anciano como él? —farfulló el oficial una vez cumplido su deber.

—Muévete —apremió Gakhan a Laurana, ignorando a Bakaris—. Encamínate a esa arboleda y permanece oculta. No trates de llamar la atención de los centinelas; soy mago y mis hechizos resultan mortíferos. La Dama Oscura me dio instrucciones de respetar tu vida, general, pero nada me dijo respecto a tus amigos. Procura no olvidarlo.

Siguieron a Gakhan por la lisa explanada que circundaba la muralla en pos del bosquecillo, cobijándose en las sombras siempre que les era posible. Bakaris andaba junto a Laurana, quien mantenía la cabeza erguida con el firme propósito de no reconocer ni siquiera su presencia. Al llegar al límite de la arboleda Gakhan señaló con el dedo hacia su interior y anunció:

—Aquí están nuestras monturas.

—¡No os acompañaremos a ninguna parte! —se rebeló la Princesa elfa, mirando alarmada a las criaturas que el otro indicaba.

Al principio Flint creyó que se trataba de pequeños dragones, pero quedó sin resuello cuando se acercaron a los animales.

—¡Salamandras aladas! —exclamó con un hilo de voz.

Pertenecientes a la familia de los dragones, las salamandras de Krynn eran menos corpulentas y pesadas que éstos, razón por la que los secuaces de la Reina de la Oscuridad las utilizaban a menudo para llevar mensajes como hacían los príncipes elfos con los grifos. Carentes de la inteligencia de los máximos exponentes de su raza, estos reptiles se distinguían por su naturaleza cruel y destructiva. Las que ahora se hallaban posadas entre los árboles espiaban a los compañeros con los ojos enrojecidos y sus colas de escorpión enroscadas en actitud amenazadora. Su apéndice, terminado en una punta venenosa, podía matar a un enemigo en pocos segundos.

—¿Dónde está Tanis? —preguntó Laurana.

—Ha empeorado —respondió tajante Gakhan—. Si quieres verle, debes ir con nosotros al alcázar de Dargaard.

—No. —Laurana hizo ademán de retroceder, pero al instante sintió cómo la mano de Bakaris se cerraba firme sobre su brazo.

—No se te ocurra pedir ayuda —la amenazó—, pues si lo haces morirá uno de tus amigos. Bien, parece que vamos a realizar un corto viaje a Dargaard. Tanis es un amigo entrañable, y lamentaría mucho que no pudiera reunirse contigo como es su deseo. —Se volvió entonces hacia el draconiano para ordenarle—: Gakhan, regresa a Kalaman y notifícanos cuál es la reacción de sus habitantes cuando descubran que su general ha desaparecido.

Gakhan titubeó, mientras estudiaba cauteloso a Bakaris con sus ojos reptilianos. Kitiara le había advertido de que algo anormal podía suceder, y al instante comprendió lo que se proponía el oficial: perpetrar su propia venganza. Podía detenerle sin dificultad, pero existía la posibilidad de que durante el molesto forcejeo uno de los prisioneros escapase y corriese en busca de ayuda. Estaban demasiado cerca de la muralla de la ciudad para actuar libremente. ¡Maldito Bakaris! Gakhan emitió un gruñido, pues sabía que no tenía más alternativa que obedecer y esperar que Kitiara hubiera previsto esta contingencia. Encogiéndose de hombros, el draconiano se reconfortó a sí mismo con la idea de qué destino aguardaba al oficial cuando se presentase ante la Dama Oscura.

—Como quieras, comandante —susurró en actitud sumisa y, tras inclinarse en una reverencia, se desvaneció en las sombras. El grupo vio cómo su ágil figura se deslizaba entre los árboles en dirección a Kalaman. El semblante de Bakaris se tiñó de una ansiedad desconocida, a la vez que las marcadas líneas que rodeaban su barbuda boca crecían en crueldad.

—Vamos, general—instó a Laurana, empujándola hacia las salamandras aladas.

No obstante, en lugar de avanzar la muchacha elfa dio media vuelta para enfrentarse al siniestro individuo.

—Responde sólo a una pregunta —dijo a través de sus níveos labios—. ¿Es cierto que Tanis está con Kitiara? Según el mensaje fue herido en el alcázar de Vingaard y ahora... agoniza.

Al ver la angustia que reflejaban sus ojos, no por su propia suerte sino por la del semielfo, Bakaris sonrió. Nunca había pensado que la venganza proporcionase tanta satisfacción.

—¿Cómo voy a saberlo? He pasado todo este tiempo confinado en tus hediondos calabozos. Pero se me hace difícil creer que le hayan herido, pues Kitiara nunca permitió que interviniera en la liza. Las únicas batallas que ha librado son las del amor...

Laurana ladeó la cabeza. El oficial se apresuró a apoyar la mano en su brazo en un gesto de fingida compasión, pero la Princesa se desembarazó indignada y dio media vuelta para mantener el rostro oculto.

—¡Mientes! —espetó Flint a Bakaris—. Tanis nunca permitiría a Kitiara que le tratase como a una simple marioneta...

—Tienes razón, enano —rectificó el oficial, comprendiendo que no debía extralimitarse en sus embustes si no quería ser descubierto—. Lo cierto es que él nada sabe de todo esto. La Dama Oscura lo envió a Neraka hace varias semanas para preparar nuestra audiencia con la soberana.

—Tanis siempre había sentido un gran afecto por Kitiara —declaró Tas solemnemente dirigiéndose a Flint—. ¿Recuerdas aquella fiesta en «El Último Hogar»? Se celebraba la mayoría de edad de Tanis, que se había convertido en un adulto según las leyes de los elfos... ¡Vaya, aquélla sí que resultó una juerga divertida! Caramon recibió una jarra de cerveza en plena cabeza cuando agarró a Tika, y Raistlin por culpa del exceso de vino, conjuró mal su hechizo de fuego y quemó el mandil de Otik. Mientras Kit y Tanis permanecían abrazados en un rincón, junto al hogar...

Bakaris lanzó al kender una mirada de disgusto. Le molestaba evocar el apego que sintiera su amante por el semielfo incluso en un época remota.

—Ordena a tu subordinado que guarde silencio, general —rugió Bakaris—, o lanzare contra él a una de las salamandras. La Dama Oscura se sentirá tan satisfecha con dos rehenes como con tres.

—De modo que hemos caído en una trampa —balbuceó Laurana contemplando aturdida su entorno—. Tanis no esta moribundo, ni siquiera se halla en el lugar al que nos llevas. ¡He sido una necia!

—No te acompañaremos —declaro Flint. Había plantado firmemente los pies en el suelo.

Bakaris lo observó unos instantes con frialdad antes de decir:

—¿Has visto alguna vez cómo estos animales hunden su aguijón en la carne de sus victimas hasta matarlas?

—No —respondió Tas interesado—, pero he presenciado el ataque de un escorpión. Supongo que es algo parecido, aunque por supuesto no siento el menor deseo de comprobarlo —añadió al advertir el endurecimientoque se operaba en las facciones de Bakaris.

—Cabe la posibilidad de que oigan vuestros alaridos los centinelas de las murallas, pero para entonces será demasiado tarde —comentó Bakaris a Laurana, quien le miró como si le hablara en una lengua incomprensible.

—He sido un necia —repitió la muchacha, absorta en sus propios pensamientos.

—¡Procuncia una solo palabra, Laurana y pelearemos! —ofreció Flint testarudo.

—No —respondió ella con un hilo de voz que le asemejaba a un niño asustado—. No arriesgaré vuestras vidas. Ha sido mi estupidez la que nos ha colocado en esta situación, y debo pagar yo por ella. Bakaris, llévame contigo y deja libres a mis amigos.

—¡Ya basta! —espetó el oficial impaciente—. ¡No soltaré a ninguno de los tres! —Trepando a la grupa de una de las salamandras, tendió su mano a Laurana—. Sólo hay dos animales, de modo que viajaremos por parejas.

Desprovisto su rostro de toda expresión, la muchacha aceptó la ayuda de Bakaris y se encaramo a la montura. El oficial rodeo su talle con el brazo sano, esbozando una siniestra sonrisa mientras la apretaba.

Al sentir su contacto la faz de Laurana recupero el color perdido. Enfurecida, trato de desprenderse de su abrazo.

—Asi estarás más segura, general —le susurró el adyecto oficial al oído—. No quiero que te caigas.

La muchacha se mordió el labio y fijó la vista en lontananza, en un denodado esfuerzo para contener las lágrimas.

—¿Siempre huelen tan mal estas criaturas? —inquirió Tas, escudriñando a la salamandra con repugnancia mientras ayudaba a montar a Flint—. Creo que deberíais persuadirlas de que se bañen...

—Cuidado con la cola —les advirtió Bakaris—. Las salamandras no suelen matar a menos que reciban una orden concreta, pero son muy picajosas y se enfurecen por tonterías.

—C-comprendo —balbuceó Tas—. No era mi intención insultarlas. Estoy seguro de que pasado el primer efecto se acostumbra uno a sus efluvios.

Obedientes a la señal de Bakaris los animales desplegaron sus correosas alas y levantaron el vuelo, aunque despacio bajo tan inusitada carga. Flint se agarró al kender sin cesar de observar a Laurana que, junto al oficial, había tomado la delantera. El enano vio impotente cómo en diversas ocasiones aquel ser repugnante se inclinaba hacia la Princesa y ella le rechazaba con brusquedad. Su semblante se tomó ceñudo ante tan desagradable espectáculo.

—¡Ese Bakaris proyecta alguna felonía! —farfulló el enano.

—¿Qué decías? —preguntó Tas girando la cabeza.

—¡Que debemos desconfiar de Bakaris! Estoy convencido de que actúa por cuenta propia en lugar de seguir órdenes. Al otro individuo, Gakhan, no le gustó en absoluto que le mandara alejarse.

—¿Cómo? ¡El viento me impide oírte!

—¡No importa, olvídalo!—De pronto el enano se sintió mareado, apenas podía respirar. Tratando de desechar todo pensamiento sobre su estado contempló las copas de los árboles que, a sus pies, emergían de las sombras iluminadas por el sol naciente.

Tras una hora de vuelo en línea recta Bakaris hizo un gesto con la mano y las salamandras empezaron a trazar lentos círculos, en busca de un lugar despejado donde aterrizar sobre la boscosa ladera. El oficial atisbó al fin un lugar despejado, aunque apenas visible, entre la arboleda procedió a dar instrucciones a su animal. Una vez en el suelo, el jinete saltó de su montura.

Flint estudió el paraje presa de un vago temor. No habla vestigios de fortaleza alguna, ni tampoco de vida. Se hallaban en un pequeño claro, rodeado de altos pinos cuyas vetustas y gruesas ramas se entremezclaban en una maraña tal que impedían el paso de la luz solar. A su alrededor la espesura vibraba con los movimientos de inefables sombras, mientras que en un extremo del claro Flint distinguió la boca de una cueva cavada en la rocosa pared del risco.

—¿Dónde estamos? —preguntó Laurana con voz resuelta—. ¿Por qué nos detenemos? No nos hallamos en las inmediaciones del alcázar de Dargaard.

—Astuta observación, general —respondió Bakaris—. El alcázar se encuentra a una milla montaña arriba, pero todavía no nos esperan. La Dama Oscura desayuna tarde y sería una descortesía molestarla a una hora tan temprana, ¿no te parece? —Miró entonces a Tas y Flint para ordenarles—: Vosotros dos, no desmontéis.

El kender, que se disponía a bajar a tierra, se paralizó al escuchar las instrucciones de su aprehensor.

Situándose junto a Laurana, Bakaris apoyó la mano en la testuz de la salamandra. Los ojos sin párpados del animal seguían todos sus movimientos con la misma expectación con que un perro espía el momento de recibir su comida.

—Venid, señora —dijo el oficial con una amabilidad letal mientras se inclinaba hacia la rehén, que permanecía sobre su montura observándole con actitud desdeñosa—. Tenemos tiempo para regalamos con un... pequeño almuerzo.

Los ojos de la elfa lanzaron chispas fulgurantes, a la vez que se llevaba la mano al cinto con tanta convicción como si su espada se hallase en el lugar acostumbrado.

—¡Apártate de mí! —vociferó haciendo gala de una presencia de ánimo que hizo titubear a Bakaris si bien éste, recobrada su siniestra sonrisa, levantó el brazo y la sujetó por la muñeca.

—No, señora, no te conviene luchar. Fíjate en las salamandras y en tus amigos. Una palabra mía y sucumbirán a una muerte espantosa.

Contrayendo el rostro, la Princesa elfa contempló la cola de escorpión del reptil manteniéndose en equilibrio sobre la espalda de Flint. El animal se estremecía ante la perspectiva de aniquilar a una nueva víctima.

—¿No, Laurana...! —empezó a protestar el enano con un grito agónico, pero ella le dio a entender mediante un fulgurante destello de sus ojos que todavía era su general. Vaciada su faz de todo indicio de vida, permitió que Bakaris la ayudase a descender.

—Pensé que tendrías apetito —dijo el oficial en actitud complaciente.

—¡Deja que se vayan! —exigió Laurana—. Es a mí a quien quieres.

—Cierto —respondió él, a la vez que la rodeaba por la cintura—. Pero al parecer su presencia garantiza tu buen comportamiento.

—¡No te preocupes por nosotros, Laurana! —gruñó Flint.

—¡Cállate, enano! —le espetó furioso el oficial y, arrojando a la muchacha contra el cuerpo de la salamandra, se volvió para mirar a los compañeros. La sangre de Flint se heló en sus venas cuando descubrió la locura que albergaban los ojos de su oponente.

—C-creo que será mejor obedecerle —titubeó Tas tragando saliva—. Si no lo hacemos lastimará a Laurana.

—Tampoco hay que exagerar —replicó Bakaris con una carcajada—. Seguirá siendo útil a Kitiara para cualquier plan que haya concebido su diabólica mente. Pero no te muevas, enano, podría perder el control —amenazó al oír la iracunda aunque ahogada exclamación del hombrecillo. Se dirigió entonces a Laurana, en estos términos—: Estoy seguro de que a Kit no le importará que antes de entregarle a esta dama me divierta un poco con ella. No, no desfallezcas...

Era aquélla una ancestral táctica defensiva de los elfos. Flint la había visto practicar a menudo y se puso en tensión, presto para actuar mientras los ojos de la muchacha se desorbitaban y su cuerpo se desmoronaba.

Instintivamente, Bakaris se estiró para sostenerla.

—¡No, no te desmayes! Me gusta tratar con mujeres pletóricas de vida... ¡Ay!

Con una fuerza inusitada en una mujer, Laurana le propinó una patada en el estómago, con tal violencia que le dejó sin resuello. Retorciéndose de dolor, el oficial cayó hacia adelante en el momento en que la joven alzaba la rodilla y le dada un nuevo golpe en el mentón. Al ver a Bakaris desplomado sobre el polvo, Flint agarró al sobresaltado kender y se deslizó por el flanco de la salamandra.

—¡Corre, Flint! —lo apremió Laurana alejándose de su reptil y del individuo que gemía en el suelo—. Internaos en el bosque.

Pero Bakaris, desfigurado por la furia, extendió la mano y atrapó el tobillo de la muchacha, quien tropezó y cayó de bruces sin cesar de agitar las piernas en un intento de deshacerse de las garras de su adversario. Flint se armó con una arma arbórea y saltó sobre Bakaris cuando éste trataba de ponerse en pie pese al forcejeo de su cautiva. Sin embargo, el oficial oyó el grito de guerra del enano y, dándose la vuelta, le asestó una contundente bofetada con el dorso de su mano a la vez que, en un mismo impulso, agarraba el brazo de Laurana y la obligaba a incorporarse. Girando de nuevo el rostro lanzó una furibunda mirada a Tas, que había corrido junto a su inconsciente amigo.

—La dama y yo vamos a entrar en la cueva —declaró Bakaris con un hondo suspiro al mismo tiempo que daba un tirón al brazo de su víctima tan brutal que ésta emitió un grito de dolor—. Un sólo movimiento, kender, y le romperé ese precioso miembro. Una vez en el interior no quiero ser molestado. Llevo una daga en el cinto y pienso mantenerla atravesada sobre la garganta de la señora. ¿Has comprendido, pequeño necio?

—S-sí —tartamudeó Tasslehoff—. Nunca se me ocurriría interferirme. M-me quedaré aquí con Flint.

—No te adentres en la espesura, está guardada por patrullas de draconianos.—Mientras hablaba Bakaris empezó a arrastrar a Laurana hacia la gruta.

—N-no señor —susurró Tas, arrodillándose al lado del enano con los ojos muy abiertos.

Satisfecho, Bakaris lanzó una última e iracunda mirada al sumiso kender antes de empujar a la muchacha hacia la cueva.

Cegada por las lágrimas, Laurana dio un traspiés. Como si necesitara recordarle que la tenía atrapada Bakaris retorció de nuevo su brazo, causándole un sufrimiento indescriptible. No había manera de liberarse de la inquebrantable garra de aquel individuo así que, sin dejar de maldecirse por haber caído en su trampa, Laurana trató de vencer su miedo y pensar con claridad. La experiencia que la aguardaba sería dura, la mano de su verdugo era fuerte, y su olor a humano evocaba en su memoria el de Tanis en medio de una angustia insuperable.

Adivinando sus elucubraciones, Bakaris la atrajo hacia él para frotar su hirsuta mejilla contra el suave rostro de la muchacha.

—Serás otra de las mujeres que haya compartido con el semielfo –farfulló con voz ronca...pero un instante después su voz se quebró en un balbuceo agónico.

La mano de Bakaris se cerró en torno al brazo de la joven con una presión difícil de resistir, para unos segundos más tarde aflojarse y soltar a su presa. Laurana se apresuró a escabullirse, resuelta a interponer cierta distancia y poder así encararse con él.

Brotaba la sangre entre los dedos del oficial, que habían palpado el costado en el lugar donde el pequeño cuchillo de Tasslehoff aún sobresalía de la herida. Desenvainando su propia daga, el abyecto individuo se abalanzó sobre el desafiante kender.

Algo estalló en las entrañas de Laurana, liberando una furia y un odio que ignoraba albergar. Desprovista de todo sentimiento de temor, y de la más ínfima inquietud sobre su propia suerte, sólo alimentaba una idea en su mente matar a aquel fanfarrón espécimen de la raza humana.

Con un grito salvaje se lanzó contra él, derribándolo. El agredido gruñó, antes de inmovilizarse a sus pies. Laurana luchó con denuedo para arrebatarle el arma pero pronto comprobó que su cuerpo permanecía inerte y se levantó despacio, temblando, como reacción a los tensos momentos anteriores.

Durante unos segundos no vio nada a través de la rojiza niebla que empañaba sus ojos. Cuando ésta se despejó, presenció cómo Tasslehoff giraba la carcasa de Bakaris. Estaba muerto, perdida su mirada en el cielo y con el rostro contraído en una honda expresión de dolor y sorpresa. Su mano aún aferraba la daga que había clavado en su propio vientre.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó estremeciéndose de ira y repugnancia.

—Al arrojarle al suelo le has hecho caer sobre su acero —explicó Tas con calma.

—Pero antes...

—Lo he traspasado con mi cuchillo —dijo el kender tras recuperar la diminuta arma—. ¡Y pensar que Caramon me aseguró que no serviría para nada a menos que me tropezase con un conejo rebelde! Estoy ansioso por contárselo. Verás, Laurana —añadió con triste acento—, todo el mundo desprecia a los miembros de mi raza. Bakaris debería haber registrado mis saquillos cuando se lo ofrecí, pero la confianza le perdió. Me ha gustado esa estratagema del desmayo.¿Acaso...?

—¿Cómo está Flint? —interrumpió la muchacha, que no quería recordar la terrible experiencia vivida. Sin saber qué hacía ni por qué, desprendió la capa de sus hombros y la extendió sobre el rostro barbudo de su enemigo—. Tenemos que salir de aquí.

—Se repondrá —la tranquilizó Tas observando al enano, que ya había empezado a gemir y agitar la cabeza—. ¿Qué pasará con las salamandras aladas? ¿Crees que nos atacarán?

—Lo ignoro —contestó Laurana. Dirigió una furtiva mirada a los animales, que espiaban su entorno atenazadas por un visible desasosiego pues no acertaban a comprender lo sucedido—. Se rumorea que no son demasiado inteligentes, y que tan sólo actúan por iniciativa ajena. Quizá si no hacemos ningún movimiento brusco logremos escapar por el bosque antes de que adivinen la muerte de su amo. Ayuda a Flint.

—Vamos, Flint —urgió el kender mientras tiraba del brazo de su compañero——. Debemos huir cuan...

No concluyó la frase a causa del desgarrado grito que resonó en sus tímpanos, un grito tan preñado de terror que puso al kender los pelos de punta. Alzando los ojos, vio que Laurana contemplaba a una figura, al parecer, surgida de la cueva. Al advertir su presencia, azotó a Tas la más terrible sensación que había experimentado en su vida. Los pálpitos de su corazón se aceleraron, al mismo tiempo que se le helaban las manos y se formaba un nudo en su garganta, impidiéndole respirar.

—¡Flint! —consiguió exclamara través de su estrangulamiento.

El enano, percibiendo un tono en la voz del kender que nunca había oído antes, se esforzó en incorporarse.

Tas sólo pudo extender el índice, y Flint centró su aún nublada visión en el punto que señalaba su amigo.

—¡En el nombre de Reorx! —farfulló—. ¿Qué es eso?

La figura avanzó con paso resuelto hacia Laurana quien, hechizada ante su dominio, permanecía rígida como una estatua. Pertrechaba tras una antigua armadura, la aparición se asemejaba a un Caballero de Solamnia, si bien el metal de su atavío estaba ennegrecido como si el fuego hubiera intentado quemarlo. Una luz anaranjada destellaba a través del yelmo, un yelmo que parecía sostenerse en el aire sin cobijar ningún rostro.

Cuando la figura extendió su armado brazo, Flint esbozó una exclamación de pánico. Aquel miembro no se terminaba en una mano, de tal modo que el caballero atrapó a Laurana con aire en lugar de dedos. Sin embargo, ella profirió un alarido de dolor, cayendo de rodillas frente a la fantasmal criatura. Inclinó la cabeza y perdió el conocimiento a causa del gélido contacto del espectro, que se apresuró a liberar su presa para dejar que se deslizase inerte hasta el suelo. El supuesto caballero se agachó despacio, alzando a la muchacha en volandas.

Tas hizo ademán de moverse pero la criatura lo envolvió en su centelleante luz y el kender se paralizó, contemplando mudo aquella llama anaranjada que reemplazaba a los ojos en su invisible rostro. Ni él ni Flint podían apartar la mirada, pese a que su terror era tan intenso que el enano temió perder la razón. Sólo la inquietud que despertaba Laurana en su ánimo le permitió conservar la compostura, mientras se repetía una y otra vez que tenía que hacer algo para salvarla. No obstante su tembloroso cuerpo rehusada obedecer a sus impulsos. La ígnea mirada del caballero había arrasado la voluntad de ambos.

—Volved a Kalaman —ordenó una voz cavernosa—, y decid a quien pueda interesarle que tengo a la mujer elfa. La Dama Oscura llegará mañana a mediodía para discutir las condiciones de la rendición de la ciudad.

El caballero dio media vuelta y, con su vibrante armadura, atravesó el cadáver de Bakaris como si ya no existiera antes de desaparecer entre las oscuras sombras de bosque con la inerte Laurana en los brazos.

En el instante en que se desvaneció el espectro se deshizo su encantamiento. Tas, débil y mareado, empezó a temblar de forma incontrolable mientras Flint intentaba ponerse en pie.

—Voy a perseguirle —susurró el enano, aunque sus manos se entrechocaban con tal violencia que apenas pudo alzarse del suelo.

—N-no —balbuceó Tasslehoff, contraído y pálido su rostro como si aún se hallara en presencia del caballero—. Sea quien fuere esa criatura no podemos enfrentarnos a ella. Un miedo invencible se ha apoderado de mí, Flint! —el kender meneó la cabeza en actitud desesperada—. Lo lamento, pero no puedo luchar contra ese... fantasma. Debemos regresar a Kalaman, quizá allí nos brinden ayuda.

Tas echó a correr hacia la espesura dejando a Flint absorto en la contemplación del lugar por donde había desaparecido Laurana, enfurecido e indeciso a un tiempo. Al fin surcaron su rostro las arrugas de la agonía y farfulló:

—Tienes razón, tampoco yo sería capaz de encararme con ese ser. Ignoro su procedencia, pero desde luego no pertenece a este mundo.

Antes de abandonar el paraje, Flint dirigió una última mirada a Bakaris, que yacía bajo la capa de Laurana. Una punzada de dolor traspasó su corazón, pero trató de desechar todo sentimiento para decirse con una súbita certeza. —mintió acerca de Tanis, al igual que Kitiara. ¡Sé que no está con ella! – el enano cerró el puño y añadió.— Desconozco el paradero del semielfo, pero algún día me enfrentaré a él y me veré obligado a confesarle...que que he fallado. Me confió la custodia de la Princesa y he permitido que me la arrebaten.

La llamada de Tas le devolvió al presente. Suspirando, empezó a caminar tras el kender con la visión empañada a la vez que se frotaba el brazo izquierdo.

—¿Cómo explicárselo? —gemía en plena carrera— ¿cómo?

4 Interludio de paz.

—Escúchame —dijo Tanis lanzando una iracunda mirada al hombre que, impasible, se hallaba sentado frente a él—. Quiero respuestas. Nos arrojaste deliberadamente al remolino. ¿Por qué? ¿Conocías la existencia de este lugar? ¿Dónde estamos? ¿Qué ha sido de los otros?

Berem se hallaba delante de Tanis, acomodado en una silla de madera tallada donde se distinguían figuras de aves y otros animales con un diseño muy popular entre los elfos. A Tanis le recordaba el trono de Lora en el predestinado reino de Silvanesti. Sin embargo, tal semejanza no calmó su enfurecido talante y, tras su máscara de indeferencia, también Berem ocultaba una vaga inquietud. Sus manos, demasiado jóvenes para el cuerpo de un hombre de mediana edad, pellizcaban sin tregua los andrajosos pantalones y sus ojos paseaban nerviosos por el singular entorno.

—¡Responde, maldita sea! —lo imprecó Tanis a la vez que, abalanzándose sobre él, lo agarraba por la camisa y lo arrancaba de su asiento. Cuando sus firmes manos rodearon la garganta del piloto del Perechon una voz le advirtió:

—¡No, Tanis!—Era Goldmoon, que se levantó como una exhalación y posó la mano en el brazo del semielfo. Pero este había perdido el control, su faz estaba tan desfigurada por el miedo y la ira que resultaba casi irreconocible. En un frenético esfuerzo para evitar el desastre la mujer de las Llanuras arañó los dedos que apresaban a Berem—. ¡Riverwind, detenlo!

El interpelado asió a Tanis por las muñecas y lo apartó del piloto, sujetándolo entre sus fuertes brazos.

—¡Déjalo, Tanis!

Durante unos segundos el semielfo forcejeó, mas al fin se agotaron sus energías y emitió un trémulo suspiro.

—Es mudo —le recordó Riverwind con tono firme— Aunque quisiera responderte no puede hablar.

—Sí puedo.

Los tres se paralizaron, acertando tan sólo a mirar sobresaltados al Hombre de la Joya Verde.

—Puedo hablar —insistió éste en lengua común. Con aire ausente procedió a acariciarse el cuello, donde las marcas de los dedos de Tanis se destacaban rojizas sobre su curtida piel.

—Entonces ¿por qué finges lo contrario? —inquirió Tanis respirando hondo.

—Nadie hace preguntas a un mudo —fue la escueta respuesta de Berem, que seguía frotándose la garganta con la mirada prendida del semielfo.

Tanis hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma y reflexionar sobre aquel misterio. Consultó con los ojos a la pareja de las Llanuras. Mientras Riverwind fruncía el ceño y meneaba la cabeza, Goldmoon se encogía de hombros. Tras unos instantes de vacilación, acercó otra silla de madera a fin de sentarse frente a Berem pero, descubriendo que el respaldo estaba resquebrajado, procuró no apoyarse.

—Berem —el semielfo hablaba despacio en un intento de refrenar su impaciencia—, nos has confiado tu secreto. ¿Significa eso que vas a contestarnos?

El piloto escudriñó el rostro de su oponente antes de asentir en silencio.

—¿Por qué?

—Tenéis que ayudarme a salir de aquí, no puedo quedarme en este lugar —dijo Berem humedeciendo sus labios y lanzando una nueva mirada a su alrededor.

Tanis sintió un escalofrío, pese a la tibia temperatura que reinaba en la estancia.

—¿Acaso corres algún riesgo, o son nuestras vidas las qué peligran? ¿Dónde nos encontramos?

—Lo ignoro. No sé dónde estamos, pero presiento que debo marcharme. ¡He de regresar! —Su voz era la de una criatura indefensa.

—¿Por qué motivo? Los Señores de los Dragones te persiguen. Uno de ellos —Tanis tosió, pero venció el acceso Y continuó con cierta ronquera— uno de esos Señores me confesó que tú eras la clave de la victoria de la Reina de la Oscuridad. ¿Por qué, Berem? ¿Qué tienes para que te busquen de un modo tan desesperado?

—¡No lo sé! —exclamó el piloto cerrando el puño—. Lo único que puedo afirmar es que me acechan sin tregua. ¡He huido de ellos durante años! Nunca tuve un momento de respiro.

—¿Cuánto tiempo ha durado esa pesadilla, Berem? —siguió indagando el semielfo, ya apaciguado.

—¡Lustros, decenios, siglos! —farfulló él con voz entrecortada—. No sabría contarlos. —Lanzó un suspiro, y pareció volver a sumirse en su tranquila complacencia—. Tengo trescientos veintidós años... ¿o son trescientos veinticuatro? —Se encogió de hombros—. A lo largo de todo ese tiempo la Reina ha tratado incesantemente de capturarme.

—¡Mas de tres siglos! —se asombro Goldmoon—. ¡Pero si eres humano! No es posible.

—Sí, pertenezco a la raza humana —asintió Berem centrando su mirada en la mujer de las Llanuras—. Sé que es imposible, y lo cierto es que he muerto... muchas veces.—Ahora sus azules ojos se clavaron en Tanis—. Tú me viste perecer en Pax Tharkas. Te reconocí cuando subiste a bordo del Perechon para negociar con la capitana.

—Creímos que habías sucumbido en el desprendimiento de las rocas —rememoró el semielfo—. Pero volvimos a verte vivo en el banquete nupcial. Sturm y yo mismo...

—Sí, también yo me percaté de vuestra presencia. Por eso huí, temía enfrentarme a más preguntas —Berem meneó la cabeza—. ¿Cómo podía explicaros mi supervivencia cuando incluso yo ignoraba el motivo? Lo único que sé es que muero y vuelvo a renacer —hundió el rostro entre sus manos—, sin obtener nunca la paz que anhelo.

Tanis estaba completamente desconcertado. Mientras se rascaba la barba contemplaba con fijeza a aquel hombre, diciéndose que había mentido. No en la historia que acababa de relatarles sobre el continuo resurgir de sus propias cenizas, ese fenómeno lo había presenciado el semielfo, pero si la Reina Oscura había movilizado a todas las fuerzas de las que podía prescindir en la guerra para dar con él, se antojaba inverosímil que desconociera sus motivos.

—Berem, ¿cómo se incrustó la joya verde en tu carne?

—No lo sé —respondió el interpelado con voz tan queda que apenas lo oyeron. Consciente de la singularidad de esta circunstancia, apretó la mano contra su pecho como si le oyera la gema—. Forma parte de mi cuerpo, al igual que los huesos y la sangre. Creo que es la causante de que vuelva a la vida una y otra vez.

—¿Podrías arrancártela? —preguntó Goldmoon, sentándose en un cojín junto al piloto y posando suavemente la mano en su brazo.

Berem agitó la cabeza con tal violencia que su cano cabello le cubrió los ojos.

—Lo he intentado—farfulló— en numerosas ocasiones pero sería más fácil desprender el corazón de las arterias.

Tanis se estremeció, presa de una creciente impaciencia. ¡No les prestaba la menor ayuda! Ignoraba dónde habían ido a parar después del naufragio, y esperaba que Berem se lo revelase. De nuevo examinó su entorno. Se hallaban en una estancia de algún antiguo edificio, iluminada por una luz misteriosa que parecía provenir del musgo que cubría los muros cual un inmenso tapiz. Los muebles, tan añejos como la sala, estaban en condición ruinosa pese a que en su época debieron poseer una gran riqueza. No había ventanas, ni se oía ruido en el exterior. Ni siquiera acertaba a calcular cuánto tiempo habían permanecido en aquel lugar cerrado, pues sólo rompían la monotonía los inquietos intervalos de sueño y sus frugales comidas a base de unas extrañas plantas.

Tanis y Riverwind exploraron el edificio, mas no descubrieron salida alguna ni indicios de vida. El semielfo incluso se preguntaba si una criatura invisible les había envuelto en un hechizo para impedir su huida, pues cada vez que se aventuraban por los sombríos pasillos trazaban una elipse inexplicable que los conducía, de nuevo, al punto de partida.

Tampoco recordaban con exactitud lo ocurrido después de que la nave se zambullera en el remolino. Tanis tenía grabado en su memoria el estrépito de las planchas de madera, la visión de un mástil que se rompía mientras las velas se rasgaban a su alrededor. Había oído gritos y contemplando cómo el cuerpo de Caramon era arrastrado por una ola gigantesca junto a Tika, cuyos rojizos tirabuzones se agitaron en las aguas antes de desaparecer. Kitiara y su montura se perfilaban también en su mente, las huellas de los arañazos del dragón trazaban aún surcos en la piel de su brazo. De pronto, otra ola se abalanzó sobre ellos... el semielfo contuvo la respiración hasta creerse a punto de estallar a causa del punzante dolor de sus pulmones pensó en ese instante que la muerte sería la solución más fácil, si bien luchó para asirse a un listón de madera. Logró salir a la superficie en el embravecido mar, pero fue succionado de nuevo en el torbellino y supo que había llegado su fin...

Sin embargo, despertó en esa extraña sala, empapada su ropa de agua salada, y no tardó en comprobar que Riverwind, Goldmoon y Berem estaban a su lado.

Al principio el piloto parecía sentir pánico de la presencia de los compañeros. Se agazapó en un rincón y rechazó sus intentos de aproximársele. Con su proverbial paciencia la mujer de las Llanuras le habló y le proporcionó alimento, hasta que sus atenciones se ganaron la voluntad de aquel singular humano. Tanis comprendió que también su anhelo de salir de aquel lugar había contribuido a hacerle cambiar de actitud.

Cuando empezó a interrogar a Berem, el semielfo estaba persuadido de que éste había conducido deliberadamente la nave hacia el remolino porque conocía la existencia del edificio donde ahora se encontraban.

Su expresión entre perpleja y asustada, no obstante, ponía de manifiesto que tampoco Berem tenía la menor idea de su actual paradero. El mero hecho de que hubiera accedido a hablar con ellos constituía una innegable evidencia de que sus revelaciones eran ciertas. Se hallaba sumido en la desesperación, quería huir a cualquier precio... ¿por qué?

—Berem, escucha. —El semielfo rompió el silencio, a la vez que recorría la estancia y dejaba que el Hombre de la Joya Verde lo siguiera con la mirada—. Si huyes de la Reina de la Oscuridad, éste parece un escondrijo idóneo.

—¡No! —protestó Berem incorporándose en su silla.

—¿Por qué razón? —Tanis se giró bruscamente—. ¿Qué te impulsa a querer salir de aquí? ¿A qué viene esa obstinación en regresar donde pueden encontrarte?

Berem se convulsionó, sentándose de nuevo.

—¡No conozco este edificio, lo juro! Pero he de regresar porque mi destino es otro. Busco algo y hasta que no lo encuentre viviré en una continua zozobra.

—¿Qué es ese algo? —Su tono era ahora imperioso. Sintió la mano de Goldmoon sobre la suya y comprendió que su exasperación se hallaba cerca de la locura, pero todo aquello resultaba demasiado frustrante. ¡Tener a su alcance aquello por lo que la Reina Oscura habría dado su reino para obtenerlo e ignorar de qué se trataba!

—No puedo decírtelo —balbuceó Berem.

Tanis respiró hondo y cerró los ojos. Deseaba recobrar la calma, mas el incontenible tamborileo de su cabeza le producía la sensación de estar próxima a estallar en pedazos. Poniéndose en pie, Goldmoon posó ambas manos sobre sus hombros a la vez que le susurraba unas frases de alivio en las que sólo acertó a oír el nombre de Mishakal. Al fin cedió la tensión, aunque su lucha interna le había dejado en un estado de total agotamiento.

—De acuerdo, Berem —suspiró el semielfo—, te ruego que me disculpes. No volveré a indagar en tu secreto. Háblame de ti. ¿De dónde eres?

El piloto titubeó. Sus ojos se encogieron y su semblante sufrió una contracción que no pudo por menos que sorprender a Tanis.

—Yo nací en Solace. ¿Y tú? —insistió con aire casual, sin dejar de observarlo.

—No creo que hayas oído hablar de mi pueblo natal. Está situado en las inmediaciones de...de... —Tragó saliva, antes de aclararse la garganta y añadir—: Neraka.

—¿Neraka? —Tanis consultó a Riverwind con los ojos.

El hombre de las Llanuras meneó la cabeza.

—Tiene razón —admitió—. Nunca oí mencionar ese paraje.

—Tampoco yo —apostilló Tanis—. Es una lástima que Tasslehoff no esté aquí. Sus mapas nos ayudarían. Berem por que...

—¡Tanis! —vociferó Goldmoon.

El semielfo se sobresaltó ante tan imperiosa llamada, estirando la mano hacia su cinto en un reflejo instintivo. Sin embargo, ninguna espada pendía de el. Recordó vagamente haber luchado con ella en el agua al sentir que su peso lo arrastraba sin remisión. Aunque se maldijo a sí mismo por no haber encargado a Riverwind la custodia de la puerta, no le restaba sino contemplar inerme al hombre ataviado de rojo que se erguía en el dintel.

—Hola —les saludó el desconocido en lengua común.

La túnica roja avivó en su mente la imagen de Raistlin con tal fuerza que se nubló su visión. Por un momento creyó que se trataba de él, hasta que se desempeñaron sus ojos y advirtió que este mago era mucho más anciano. Además, su rostro rebosaba amabilidad.

—¿Dónde estamos? —le imprecó, más que le preguntó, el semielfo—. ¿Quién eres? ¿Por qué nos han traído a este lugar?

—Kreeaquekh—dijo el hombre disgustado y, dando media vuelta, se alejó.

—¡Maldita sea! —Tanis saltó en el aire, resuelto a atrapar al desconocido y arrastrarlo de nuevo al interior de la estancia. Le detuvo una firme mano en su hombro.

—Espera —le aconsejó Riverwind—. Cálmate, Tanis. Es un hechicero, no podrías luchar contra él aunque portases tu espada. Lo seguiremos, averiguaremos dónde va. Si ha embrujado este lugar, quizá tenga que levantar el encantamiento para salir también él.

—Tienes razón —reconoció el semielfo suspirando—. Lo siento, no sé qué ha podido ocurrirme. Estoy tan tenso como el cuero de los tambores. Sigámoslo, Goldmoon se quedará junto a Berem.

—¡No! —replicó el Hombre de la Joya Verde, antes de abandonar su silla y aferrarse a Tanis con tal fuerza que casi lo derribó en el impulso—. ¡No me dejes aquí, te lo suplico!

—Nadie va a dejarte —lo tranquilizó el semielfo luchando para liberarse de su agobiante abrazo—. De todos modos, quizá sea más prudente que nos mantengamos unidos.

Se precipitaron todos al mismo tiempo por el angosto pasillo para escudriñar su umbrío y solitario trazado.

—¡Ahí está! —anunció Riverwind con el índice extendido.

Bajo la tenue luz, vislumbraron el repulgo de la túnica roja detrás de un recodo. Despacio y sigilosos, iniciaron la marcha. El corredor conducía a otro de aspecto similar jalonado por varias puertas.

—Cuando reconocimos el lugar hace unas horas no vimos sino una pared sólida —se asombró Riverwind.

—O una sólida ilusión —rectificó el semielfo.

Se adentraron en el corredor y procedieron a inspeccionarlo llenos de curiosidad. Las diferentes estancias albergaban el mismo mobiliario, viejo y destartalado, que hallaran en la sala del pasillo vacío. También estaban desiertas, pero iluminadas por los extraños destellos del musgo. Quizá se trataba de una posada, aunque de ser así no la habitaba ningún otro huésped ni parecía haberla pisado criatura viviente durante siglos.

Atravesaron pasadizos ruinosos y vastos salones surcados por robustas columnas. No tenían tiempo para examinarlos al menos mientras rastrearan al hombre de la túnica roja, cuyo paso resultaba insospechadamente rápido y esquivo. Dos veces creyeron haberle perdido, para un instante más tarde divisar los ondeantes pliegues en una lejana escalera de caracol o en el extremo de un pasillo adyacente.

Al fin se detuvieron en una intersección, desde donde observaron que dos corredores partían en direcciones opuestas. Les embargó un sentimiento de desánimo al constatar que se había desvanecido el rastro del misterioso personaje.

—Nos dividiremos, pero no iremos lejos —decidió Tanis tras unos segundos de reflexión—. Volveremos a encontrarnos en este punto. Si lo ves, Riverwind, silba una vez; yo haré lo mismo.

Asintiendo, el hombre de las Llanuras y Goldmoon se internaron en uno de los corredores mientras Tanis, con Berem a sus talones, exploraba el otro.

No encontró nada. El pasillo desembocaba en una espaciosa estancia, alumbrada por los fantasmales resplandores que invadían todo el recinto. ¿Debía examinarla o retroceder? Vaciló unos instantes, mas al fin optó por asomarse al interior donde llamó su atención una gran mesa redonda. Sobre ella yacía desplegado un extraño mapa en relieve.

Tanis se apresuró a acercarse, comprobando que era una maqueta lo que se exponía a sus ojos. Cuando inclinó su cuerpo hacia adelante con la esperanza de encontrar alguna clave sobre el misterioso lugar en el que se hallaban, advirtió que estaba frente a la réplica en miniatura de una ciudad. Protegida por una cúpula de cristal transparente, la reproducción parecía tan detallada que el semielfo tuvo la rara sensación de que las construcciones eran más reales que el edificio que ahora los cobijaba.

«¡Cuánto le gustaría a Tas!», pensó tristemente imaginando el deleite del kender ante semejante filigrana.

Las casas respondían a un antiguo modelo arquitectónico: sus delicadas torres se alzaban hacia el cristalino cielo, los techos abovedados despedían destellos de luz blanca. Las ajardinadas avenidas, por su parte, estaban flanqueadas por amplios soportales y las calles formaban una gran telaraña al confluir en una plaza central.

Berem no cesaba de tirar de la manga de Tanis para indicarle que debían abandonar cuanto antes la estancia. Aunque podía hablar resultaba obvio que se había acostumbrado al silencio, o quizá lo prefería.

—Sólo unos minutos más —rogó el semielfo, reticente a partir. No había oído la señal de Riverwind y existía la posibilidad de que aquella maqueta les mostrase la salida del extraño lugar.

Aguzando la vista, descubrió en torno al centro de la urbe varios pabellones y palacios engalanados con columnatas. Las cúpulas de cristal de los invernaderos protegían a las flores de estío de las nieves invernales. Y, en medio de tanta belleza, se erguía un edificio que se le antojó familiar, pese a saber a ciencia cierta que nunca lo había visitado. ¿Cómo entonces podía reconocerlo? Rebuscó en su memoria sin cesar de estudiarlo, mas lo único que consiguió fue que se le erizase el cabello.

Parecía tratarse de un templo consagrado a los dioses y exhibía la más bella estructura que cabe imaginar, más asombrosa que la revestida por las Torres del Sol y de las Estrellas en los reinos elfos. Siete agujas surcaban el espacio en pos de infinito, como si loasen a las divinidades por su creación, si bien la del centro parecía traspasar la bóveda celeste por encima de las otras con una magnificencia que no denotaba alabanza, sino rivalidad. Confusos recuerdos de sus maestros elfos invadieron la mente de Tanis reavivando antiguas historias sobre el Cataclismo, sobre el Príncipe de los Sacerdotes. El semielfo se alejó de la miniatura casi sin resuello. Berem, al ver su ahogo, lo miró alarmado y lívido como la muerte.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz entrecortada, agarrándose a su compañero.

Tanis meneó la cabeza, incapaz de articular las palabras. Las terribles implicaciones que entrañaba hallarse en aquel lugar, los sucesos que podían derivarse, azotaban su mente como hicieran con su cuerpo las enrojecidas aguas del Mar Sangriento.

Perplejo, Berem estudió el centro de la maqueta. Sus ojos se abrieron, a la vez que emitía un alarido que en nada se asemejaba a cuantos Tanis oyera en el pasado. En un impulso incontrolable el Hombre de la Joya Verde se lanzó sobre la cúpula y empezó a golpearla como si pretendiera hacerla añicos.

—¡La Ciudad Maldita! —gimió.

Tanis dio un paso al frente para tranquilizarle pero oyó el sonoro silbido de Riverwind y, asiéndolo por los hombros, lo apartó del cristal.

—Lo sé —dijo—. Acompáñame, tenemos que salir de aquí.

¿Cómo lograrlo? ¿Cómo escapar de una ciudad que según los anales de la historia había sido borrada de la faz de Krynn? ¿Cómo abandonar una urbe que ahora yacía en las profundidades de Mar Sangriento? ¿Cómo..?

Cuando empujó a Berem hasta el exterior de la sala de la maqueta, Tanis elevó la vista hacia el arco de la puerta. Había unas frases grabadas en su desconchado mármol, frases que en otro tiempo describieron una de las maravillas del mundo y que ahora aparecían resquebrajadas y cubiertas de moho. Sin embargo, pudo leerlas.

Bienvenido visitante a nuestra hermosa ciudad.

Bienvenido a la ciudad elegida por los dioses.

Bienvenido, honorable huésped, a

Istar.

5 “Le maté una vez...”

—He visto lo que haces con él. ¡Pretendes asesinarle! —imprecó Caramon a Par-Salian.

Máximo dignatario de la Torre de la Alta Hechicería —la última de ellas que permanecía en pie y situada en el corazón del intrincado y sobrenatural bosque de Wayreth—, Par-Salian era el miembro más distinguido de la Orden arcana que por aquel entonces vivía en Krynn. Para un guerrero de veintidós años, sin embargo, aquel anciano marchito ataviado con alba túnica era poco más que un objeto que podía romper con sus manos desnudas. El joven Caramon había soportado terribles tensiones en los dos últimos días, y se había agotado su paciencia.

—No pertenecemos a un gremio homicida —replicó Par-Salian con su melodiosa voz—. Tu hermano sabía a qué se enfrentaba cuando decidió someterse a las Pruebas, era consciente de que la muerte es el precio del fracaso.

—No es cierto —farfulló Caramon enjugándose los ojos—. y si lo sabía, no le importaba. En ocasiones su devoción por la magia le nubla el entendimiento.

—¿Devoción? No creo que sea ése el término exacto.

—Sea como fuere, no comprendía lo que ibas a hacer con él. ¡Resulta todo tan grave!

—Por supuesto —respondió el mago sin un asomo de acritud en su voz—, ¿Qué ocurriría, guerrero, si te lanzases a la batalla sin saber utilizar tu espada?

—No desvíes la conversación.

—¿Qué ocurriría? —insistió Par-Salian.

—Sin duda me matarían —admitió el fornido joven, con la paciencia que debe asumirse para dirigirse a un anciano que se comporta de un modo pueril—. Y ahora...

—No sólo morirías sino que tus compañeros, aquéllos que dependieran de ti, podrían perder también la vida a causa de tu torpeza.

—Así es. —Aunque le habría gustado pronunciar una larga parrafada, enmudeció sin poder evitarlo.

—Veo que has comprendido —intervino de nuevo el hechicero—. No exigimos que todos los magos pasen esta Prueba. Muchos de ellos poseen aptitudes pero se contentan con invocar los encantamientos elementales aprendidos en las escuelas, que bastan para solucionar sus problemas cotidianos. No se plantean alcanzar cotas más altas, y los respetamos. Sin embargo, de vez en cuando, vienen al mundo criaturas como tu hermano, que ven en su don algo más que una herramienta útil en el devenir diario. Para él, la magia es sinónimo de vida. Sus aspiraciones no conocen límites, busca una sabiduría y un poder que pueden resultar peligrosos tanto para quien los practica como para sus seres más allegados. A él y a cuantos comparten tan altos ideales les obligamos, antes de entrar en el reino del auténtico poderío, a someterse a este penoso examen, a pasar las Pruebas. De ese modo nos desembarazamos de los incompetentes...

—Pues has hecho todo lo posible para «desembarazarte» de Raistlin —lo espetó Caramon—. No es un incompetente pero sí una criatura frágil, que quizá muera a causa de sus heridas.

—Tienes razón, guerrero, su capacidad ha sido constatada. Ha actuado con gran habilidad, derrotando a todos sus enemigos. Lo cierto es que se ha comportado como un auténtico experto, quizá incluso se ha sobrepasado en sus logros.—Par-Salian pareció reflexionar—. Me pregunto si alguna criatura se ha interesado suficientemente por tu hermano.

—Lo ignoro. —El tono del guerrero adquirió una nueva dureza, fruto de su resolución—. Pero no me importa. Lo único que sé es que voy a terminar con esta situación de una vez por todas.

—No puedes, no te lo permitirán. Además, no va a morir.

—Ninguno de vosotros osará detenerme —declaró Caramon con frialdad—. ¡Magia! Sencillos trucos para entretener a los niños. ¡El poder! No merece la pena dejarse matar por él...

—Tu hermano opina lo contrario. ¿Quieres que te demuestre hasta qué punto cree en la hechicería? Si lo deseas, puedo hacerte ver cuál es el poder que tanto menosprecias.

Ignorando a Par-Salian Caramon dio un paso al frente, decidido a poner fin al sufrimiento de Raistlin. Aquel paso fue el último, al menos durante un tiempo. Quedó inmovilizado, paralizado como si sus pies se hubieran incrustado en el hielo. El miedo también contribuyó a atenazarle, pues era la primera vez que le sumían en un hechizo y la impotencia que le producía sentirse totalmente a merced de otro resultaba mucho más penosa que tener que enfrentarse a media docena de goblins armados con hachas.

—Observa —le ordenó Par-Salian antes de entonar un extraño cántico—. Vas a presenciar la escena de lo que podría haber ocurrido.

De pronto Caramon se vio a sí mismo entrando en la Torre de la Alta Hechicería, y el asombro lo hizo parpadear. Cruzó las puertas y se introdujo en los fantasmales pasillos, en una imagen tan real que contempló alarmado su propio cuerpo temeroso de descubrir que se había desvanecido. Pero no, estaba allí como si poseyera el don de la ubicuidad y pudiera hallarse en dos lugares al mismo tiempo. ¡El poder! El guerrero empezó a sudar, a la vez que un escalofrío recorría todas sus vísceras.

Caramon, el Caramon de la Torre, buscaba a su hermano. Deambulaba por los corredores vacíos pronunciando el nombre de Raistlin, hasta que al fin lo encontró.

El joven mago yacía en el frío suelo de piedra, con un fino hilillo de sangre deslizándose por las comisuras de sus labios. Junto a él se distinguía el cuerpo de un elfo oscuro, muerto a causa de un encantamiento formulado por Raistlin. El precio de tal victoria había sido elevado. El hechicero parecía próximo a exhalar su último suspiro.

El guerrero corrió en pos de su hermano y elevó su enteco cuerpo en sus brazos. Ignorando las frenéticas súplicas que le dirigía el herido de ser abandonado a su suerte, Caramon emprendió la marcha hacia el exterior de la diabólica Torre. Sacaría a Raistlin de tan ominoso lugar aunque fuera su última hazaña.

Pero, en el instante en que alcanzaban la puerta que debía conducirlos a la vida, un espectro cobró forma ante ellos. "Otra prueba, pero no será Raistlin el encargado de salvarla», pensó desalentado Caramon. Depositando a su hermano en el suelo, el valeroso guerrero se aprestó a luchar contra aquel último desafío.

Lo que ocurrió entonces fue un total contrasentido. El Caramon espectador no podía dar crédito a sus ojos cuando vio a su réplica formular un hechizo mágico. Dejando caer la espada, su inefable reflejo elevó extraños objetos en sus manos y pronunció frases que no acertaba a comprender. Brotaron de sus dedos unos fulminantes rayos, que causaron la inmediata desaparición de su espectral oponente.

El auténtico Caramon miró atónito a Par-Salian, pero el mago se limitó a menear la cabeza y —sin despegar los labios— señaló con el índice la imagen que oscilaba frente a ellos. Asustado y confuso, el guerrero se concentró de nuevo en la escena.

Raistlin se incorporó despacio y le preguntó, mientras se apalancaba en la pared para no caer:

—¿Cómo lo has hecho?.

Desconocía la respuesta. ¿Cómo podía haber invocado un encantamiento que su hermano había necesitado años de intenso estudio para aprender? Pero el guerrero oyó a su doble farfullar una locuaz explicación, sin advertir el dolor y la angustia que se reflejaban en el rostro de su gemelo.

—¡No, Raist! —vociferó el verdadero Caramon—. ¡Ese viejo te ha tendido una trampa! Yo nunca te arrebataría tu magia, ¡nunca!

Pero aquel burdo doble del guerrero, fanfarrón y jactancioso, se acercó a su hermano resuelto a rescatarle, a salvarle de sí mismo.

Extendiendo las manos, Raistlin se dispuso a recibirle. No era la suya la actitud de quien estrecha a un ser querido en un abrazo sino la del ser humillado que planea una secreta venganza. Herido, enfermo y totalmente consumido por los celos el frágil mago empezó a entonar las frases de un hechizo, el último que le quedaban fuerzas para formular.

Unas ardientes llamas brotaron de los dedos de Raistlin, formando una hoguera en el aire que envolvió a su confiado gemelo.

Caramon contempló perplejo, horrorizado, cómo su propia imagen ardía en el poderoso fuego mientras su agotado hermano se derrumbaba de nuevo sobre el pétreo suelo.

—¡No, Raist!


Unas dulces manos acariciaron su faz. Oía voces que intercambiaban frases ininteligibles y, aunque podía entenderlas si quería, se negó a hacerlo. Tenía los ojos cerrados. Se habrían abierto de ordenarlo su voluntad, pero también se resistía a ver. Abrir los ojos, prestar oído a aquellas palabras, no harían sino agudizar su dolor.

—Necesito descansar —dijo, antes de sumirse de nuevo en las tinieblas.


Se acercaba a otra Torre, una mole diferente: la de las Estrellas en Silvanesti. Raistlin lo acompañaba, ataviado con la Túnica Negra. Ahora era él quien debía ayudar a su hermano. El corpulento guerrero estaba herido, la sangre manaba por una brecha que produjera en su costado una lanza destinada a arrancarle el brazo.

—Necesito descansar —repitió el maltrecho Caramon.

Raistlin lo ayudó a acomodarse con la espalda apoyada en la fría piedra de la Torre, y comenzó a alejarse lentamente.

—¡No, Raist! —suplicó el guerrero—. ¡No puedes dejarme aquí!

Al examinar su entorno el indefenso hombretón vio varias hordas de los mismos elfos espectrales que les habían atacado en Silvanesti acechando la ocasión propicia para saltar sobre él. Tan sólo les retenían los poderes mágicos de su hermano.

—¡Raist, no me abandones! —exclamó.

—¿Qué sensación te causa saberte débil y desamparado? —preguntó Raistlin en tonos apagados.

—Raist, hermano —Le maté una vez, Tanis, y puedo hacerlo de nuevo...

—¡No, Raist, te lo ruego!


—Por favor, Caramon...

—Era otra voz la que hablaba, tan dulce como las manos que le tocaban—. ¡Despierta! Vuelve, Caramon, vuelve a mí. Te necesito.

El guerrero rechazó tan desesperada demanda, y también las acariciantes manos. «No, no quiero regresar. No voy a hacerlo. Estoy agotado, herido, sólo el descanso puede ayudarme.»

Pero los amorosos dedos, la voz, le impedían abandonarse. Lo apresaban en una poderosa garra para arrancarle de las profundidades en las que intentaba zambullirse.


Se estaba precipitando en una oscuridad insondable de tonalidades purpúreas. Unos dedos esqueléticos se aferraban a él mientras decenas de cabezas sin ojos se arremolinaban en torno a su cuerpo, con las bocas abiertas en alaridos silenciosos, Respiró hondo y se hundió en un mar de sangre. Luchando para no asfixiarse, logró al fin salir de nuevo a la superficie para tomar aliento. ¡Raistlin! No, había desaparecido. Sus amigos, Tanis... También él se había esfumado, lo vio alejarse en pos de la nada arrastrado por una fuerza invencible. ¿La nave? Hecha añicos, desintegrada. Los marineros, despedazados como el Perechon, habían mezclado su savia vital con las aguas del Mar Sangriento.

¡Tika! Estaba a su lado, y la apretó contra sí. Apenas respiraba. Sin embargo, no pudo sostenerla. Las arremolinadas corrientes la desprendieron de su abrazo antes de enviar al guerrero hacia el fondo. Esta vez no alcanzó la superficie. Sus pulmones habían estallado en llamas, augurando una muerte certera... el descanso definitivo... dulce, reconfortante...

Pero las manos persistían en tirar de él hacia la ominosa superficie, en obligarte a inhalar el aire ardiente. «¡No, soltadme!»

De pronto otras manos se elevaron en las sanguinolentas aguas y, con pulso firme, lo llevaron de nuevo al abismo. Cayó más y más en la clemente penumbra. Resonaron en sus oídos unos susurros mágicos, un bálsamo que le permitía respirar, inhalar agua... y sus ojos se cerraron en una acogedora tibiez. Volvía a ser un niño.

Pero no del todo. Le faltaba su gemelo.

¡No! Despertar era la agonía, prefería flotar para siempre en su tenebroso sueño. Era mejor que el sufrimiento agudo y corrosivo.

Las manos apremiantes entraron una vez más en acción para interrumpir su sosiego, acompañadas por una voz que repetía su nombre.

—Caramon, te necesito...

Tika.


—No soy curandero, pero creo que se recuperará. Deja que descanse un rato.

Tika se apresuró a enjugarse las lágrimas, en un intento de aparentar fuerza y control de sí misma.

—¿Qué ocurrió? —preguntó con fingida serenidad, aunque sin poder contener un estremecimiento—. ¿Se lastimó cuando la nave se hundió en el remolino? Hace varios días que se halla en un triste estado, desde que nos encontraste.

—No creo que fuera ésa la causa. Si hubiera sufrido alguna herida física, los elfos marinos lo habrían sanado. Su condición se debe a un tormento interior. ¿Quién es ese Raist que no cesa de mencionar?

—Su hermano gemelo —respondió Tika balbuceante.

—¿Qué le sucedió? ¿Murió en el naufragio?

—No, pero no estoy segura de su paradero. Caramon le quería mucho y... Raistlin lo traicionó.

—Comprendo —asintió el hombre en actitud solemne—. Allí arriba abundan semejantes sucesos. ¿Y aún te extraña que haya elegido vivir aquí?

—Le has salvado la vida y todavía ignoro tu nombre —dijo Tika.

—Zebulah —se presentó él con una sonrisa—. Y no soy yo quien le ha salvado, sino tu amor.

Tika bajó la cabeza, dejando que sus pelirrojos bucles le ocultaran el rostro.

—Así lo espero—susurró—. ¡Le quiero tanto! Estaría dispuesta a morir si con ello pudiera sanarle.

Ahora que tenía la absoluta certeza de que Caramon recobraría la salud perdida, la muchacha centró su atención en aquel extraño. Era un humano de mediana edad, barbilampiño, con los ojos tan vivaces y francos como su sonrisa. Vestía una túnica roja, ajustada por un cinto del que pendían varios saquillos.

—Eres un mago —aventuró de pronto—. ¡Igual que Raistlin!

—Tu afirmación lo explica todo —declaró Zebulah—. Al entreverme en una nebulosa tu maltrecho amigo me ha confundido con su hermano.

—¿Qué haces aquí? —siguió inquiriendo la joven mientras observaba el extraño lugar por vez primera.

Por supuesto lo había visto cuando el hombre la trajo, pero su inquietud le había impedido fijarse. Advirtió ahora que se encontraba en una cámara de un edificio desmoronado y ruinoso. La atmósfera estaba tan caldeada que resultaba asfixiante, con un aire húmedo donde proliferaban las planas selváticas.

Se distinguían algunos muebles, tan antiguos y destartalados como la estancia en la que habían sido distribuidos sin orden ni concierto. Caramon yacía en un lecho de tres patas, sustituyendo a la que debiera ocupar la cuarta esquina una pila de libros cubiertos de moho. Finos riachuelos de agua, semejantes a lustrosas serpientes, se deslizaban por un muro de piedra que el musgo hacía refulgir de una manera harto singular. Todo resplandecía en destellos fantasmales, como esmeraldinos reflejos de la tupida capa vegetal que inundaba la pared y se había enseñoreado hasta de los más lóbregos rincones en un profuso abanico de formas y colores. Verde en la parte inferior, dorada un poco más arriba y de un rojo coralino en lo alto, trepaba en mágicas gradaciones para reptar por el techo abovedado sin ningún obstáculo a su expansión.

—¿Qué haces en este lugar? —murmuró y, por cierto, ¿dónde estamos?

—Estamos... donde estamos —fue la misteriosa respuesta de Zebulah—. Los elfos marinos os salvaron de parecer ahogados y yo me ocupé de acomodaros en esta cámara.

—¿Elfos marinos? Hasta que tú los mencionaste, ignoraba su existencia —admitió Tika lanzando una inquisitiva mirada a su alrededor, como si esperase descubrir a uno de ellos oculto en algún rincón—. Tampoco recuerdo que tales criaturas nos rescatasen. No se grabó en mi memoria más visión que la de una pez gigantesco y afable...

—No es necesario que escudriñes tu entorno, los elfos marinos no se revelarán a tus ojos. Recelan de los kreeaquekh o seres que respiran aire, como les llaman en su lengua. Aquel enorme pez al que acabas de aludir era uno de ellos, bajo la única forma en que se dejan ver por los kreeaquekh. Vosotros los denomináis delfines.

Caramon se agitó y gimió en su sueño. Posando la mano en su frente, Tika apartó los húmedos cabellos de su amado en un intento de aliviar su zozobra.

—Si desconfían de nuestra raza, ¿por qué nos rescataron? —indagó una vez se hubo tranquilizado el guerrero.

—¿Conoces a algún elfo terrestre? —preguntó a su vez Zebulah.

—Sí. —En aquel instante, la muchacha pensó en Laurana.

—En ese caso sabrás que para ellos la vida es un don sagrado.

—Comprendo —asintió Tika—. Y al igual que los elfos terrestres, los marinos prefieren renunciar al mundo antes que contribuir a conservarlo.

—Hacen cuanto pueden para ayudar a sus hermanos —le reprendió Zebulah con ostensible severidad—. No critiques aquello que no entiendes, muchacha.

—Lo lamento —se disculpó ella, ruborizándose, antes de cambiar de tema—. Pero tú eres humano. ¿Por qué...?

—¿Por qué estoy aquí? No tengo tiempo ni deseos de relatarte mi historia, pues queda patente por tu actitud que tampoco a mí me comprenderías. Ninguno de los otros lo ha hecho hasta ahora.

—¿Otros? —repitió Tika sobresaltada—. ¿Has visto a algunos tripulantes de nuestro barco, quizá a los amigos que nos acompañaban?

Zebulah se encogió de hombros y explicó:

—Siempre hay otros aquí abajo. Las ruinas son extensas, y en numerosos puntos albergan bolsas de aire. Instalamos a todos cuantos rescatamos en los cobijos más próximos, aunque nada puedo decirte de sus identidades. Si tus amigos navegaban en la misma embarcación lo más probable es que hayan perecido, y en ese caso los elfos marinos los habrán sepultado celebrando los ritos apropiados para liberar sus almas. —Zebulah se levantó—. Me alegro de que tu amante haya sobrevivido y además no debes preocuparte por vuestro sustento, la mayoría de las plantas que ves son comestibles. Si quieres, puedes explorar las ruinas. Las hemos protegido con un hechizo para evitar que nuestros visitantes se zambullan en las aguas y mueran ahogados. Fíjate bien en esta cámara, encontrarás otras similares con idénticos muebles...

—¡Espera! —exclamó Tika al ver que se disponía a partir—. No podemos quedarnos para siempre en las profundidades, hemos de volver a la superficie. Supongo que habrá algún modo de alcanzarla.

—Todos me preguntan lo mismo —farfulló Zebulah con un atisbo de impaciencia—. Y, francamente, estoy de acuerdo: debe existir una salida. De vez en cuando alguien la encuentra, si ,bien otros deciden quedarse y olvidar el mundo exterior. Ese es mi caso y el de varios amigos que viven aquí desde hace años. Te invito a que lo compruebes por ti misma. Inspecciona las ruinas a tu antojo, aunque recuerda que debes permanecer siempre en la zona que hemos acondicionado. —Concluido su discurso, se volvió hacia la puerta.

—¡Por favor, no te vayas aún! —Saltando de la desvencijada silla que ocupara durante su conversación, la muchacha corrió en pos del mago de la túnica roja—. Si te tropiezas con nuestros amigos, quizá puedas decirles que...

—Lo dudo —respondió Zebulah—. Lo cierto, y te ruego que no te ofendas, es que estoy harto de nuestra insípida cháchara. Cuanto más se prolonga mi estancia en estos parajes más me irritan lo kreeaquekh que, como tú, viven acosados por la prisa. Ningún lugar os satisface, no cesáis de deambular de un lado a otro sin hallar nunca la paz. Te aseguro que tu enamorado y tú seríais mucho más felices en este mundo que en el que llamáis vuestro, pero no, lucharéis hasta la muerte para hallar el camino de vuelta. ¿A qué os enfrentaréis si lográis regresar? ¡A la traición! —Lanzó una fugaz mirada al inerte Caramon.

—¡Hay una guerra ahí arriba! —vocifero Tika—. Cientos de criaturas sufren. ¿Acaso no te Importa?

—El sufrimiento es algo corriente en vuestro universo, nada puedo hacer para evitarlo—replicó Zebulah—. No, no me importa. ¿Dónde te ha llevado tu solidaridad? ¿Y a él? —Señaló a Caramon con gesto impaciente, antes de traspasar la puerta y cerrarla de un modo tan violento que se desprendieron numerosas astillas de su ya castigada hoja.

Tika le vio partir indecisa, preguntándose si no sería mejor echar a correr tras él y agarrarlo para que no escapara. Al parecer era su único nexo con la tierra firme, el único que podía ayudarles a abandonar este mundo submarino del que nada sabía.

—Tika...

—¡Caramon! —La muchacha olvidó a Zebulah y acudió junto al guerrero, que trataba penosamente de incorporarse.

—En nombre del Abismo, ¿dónde estamos? —preguntó examinando la estancia con los ojos desorbitados—. ¿Qué ha ocurrido? La nave...

—¿Te encuentras lo bastante restablecido para sentarte? —inquirió ella a su vez, ignorante de la respuesta—. Quizá sería más aconsejable que permanecieras acostado.

—Estoy bien —la espetó el guerrero pero, percatándose por el contraído semblante de la joven de su excesiva rudeza, se apresuró a estirar la mano y estrecharla entre sus brazos—. Lo siento, Tika, perdóname. Los acontecimientos me han desbordado...

—Lo comprendo —lo interrumpió ella conciliadora y, apoyando la cabeza en su pecho, le habló de Zebulah y los elfos marinos. Caramon la escuchaba aturdido, aunque poco a poco logró asumir cuanto le relataba. Al fin contempló la puerta con el ceño fruncido y declaró:

—¡Ojalá no hubiera estado inconsciente! Es más que probable que ese Zebulah conozca la salida, y yo le habría obligado a mostrárnosla.

—No estoy segura —intervino Tika vacilante—. Es un mago, como... —calló al darse cuenta de su imprudencia. Advirtiendo que el pesar empañaba los ojos de Caramon, se acurrucó en su regazo mientras le acariciaba el rostro——. Creo que en ciertos aspectos tiene razón —prosiguió—. Podríamos ser felices aquí. ¿Has pensado que ésta es la primera vez que estamos solos? Quiero decir que nunca antes habíamos gozado de una auténtica intimidad, en un lugar tranquilo y no desprovisto de belleza. La luz que dimana del musgo es suave, irreal, no penetrante y cegadora como la del sol. Escucha el murmullo de las aguas, parecen entonar un dulce cántico en nuestro honor. Tampoco me desagradan estos viejos muebles, ni tu singular cama...

Tika enmudeció al sentir el apretado abrazo del guerrero. Cuando los toscos labios rozaron sus rojizos cabellos, el amor que aquel hombre le inspiraba invadió sus entrañas, paralizándole el corazón en una mezcla de dolor y anhelo. Se colgó entonces de su robusto cuello para estrecharte contra su pecho y sentir así sus pálpitos al unísono.

—¡Oh, Caramon! —susurró casi sin resuello—. ¡Seamos dichosos! Sé que antes o después tendremos que partir, que buscar a los otros para regresar juntos a nuestro mundo. Pero, por el momento, disfrutemos de esta maravillosa soledad.

—¡Tika! —El guerrero la estrujó como si quisiera fundir sus cuerpos en uno, armonioso y vibrante—. Tika, te amo. —Hizo una breve pausa y añadió—: ¿Recuerdas que en una ocasión te dije que no podría hacerte mía hasta ser libre de entregarme por completo? Pues bien, aún no lo soy.

—¡Te equivocas! —replicó Tika furiosa, y se apartó para mirarle a los ojos—. Raistlin se fue, Caramon. Eres dueño de tu vida.

—Raistlin forma aún parte de mí —farfulló el guerrero meneando la cabeza—. Siempre será así, del mismo modo que él me lleva en su interior aunque no quiera. ¿Lo comprendes?

No, no lo comprendía, pero asintió y dejó caer la cabeza.

Sonriendo, Caramon exhaló un trémulo suspiro antes de posar la mano en la barbilla amada y levantar su rostro. Pensó que sus ojos eran hermosos, con los verdes iris salpicados de puntos castaños que refulgían a través de las lágrimas. Su tez estaba curtida por la continua exposición al aire libre, más pecosa que nunca. Aquellas pecas disgustaban a la muchacha, quien habría dado siete años de su vida para exhibir una piel limpia y tersa como la de Laurana sin embargo, Caramon se dijo mientras la contemplaba que veneraba cada una de aquellas manchas pardas, cada uno de los crespos bucles que se enredaban en sus manos.

Tika leyó el amor en sus ojos y contuvo el aliento. Ella estrechó de nuevo contra su cuerpo, susurrando con voz más queda que los acelerados latidos de su corazón:

—Te daré lo que pueda de mí mismo, Tika, si estás dispuesta a conformarte. Desearía, por tu bien, que fuera más.

—¡Te quiero! —fue cuanto pudo decir la muchacha, a la vez que le rodeaba el cuello con sus delicadas manos.

El guerrero insistió, pues quería asegurarse de que le había entendido.

—Tika... —empezó a decir.

—Silencio, Caramon...

6 Apoletta.

Tras una interminable persecución por las calles de una ciudad cuya desmoronada belleza se le antojó a Tanis preñada de horrores, penetraron en uno de los palacios de la plaza central. Después de atravesar un jardín agostado y un amplio vestíbulo, doblaron un recodo y se detuvieron. El hombre ataviado de rojo parecía haberse desvanecido en el aire.

—¡Una escalera! —anunció Riverwind. Acostumbrados ya sus ojos a la fantasmal luz, Tanis vio que se hallaban en la parte superior de un tramo de escaleras de mármol que descendía abruptamente, sin dejar adivinar su base. El grupo se precipitó en el rellano y, una vez más, atisbaron los ondeantes pliegues unos peldaños más abajo.

—Permaneced arrimados a la pared para que os cubran las sombras —advirtió Riverwind mientras los conducía hacia uno de los lados de aquella escalinata, tan ancha que habría admitido el paso de cincuenta hombres colocados uno al lado del otro.

Las borrosas y resquebrajadas pinturas que adornaban los muros conservaban aún tal exquisitez y realismo que a Tanis le asaltó la febril sensación de ser menos auténtico que las criaturas en ellas representadas. Quizá alguno de aquellos personajes desconocidos se hallaba en ese mismo lugar cuando la montaña de fuego destruyó el Templo del Príncipe de los Sacerdotes... Desechando tales pensamientos, el semielfo prosiguió la marcha.

Una vez recorridos veinte escalones llegaron a un ancho rellano, decorado con estatuas de plata y oro esculpidas en tamaño natural. Los peldaños continuaban descendiendo hasta un nuevo descansillo del que partía un tercer tramo y así sucesivamente hasta que todos se sintieron exhaustos y faltos de aire. Sin embargo, la rojiza túnica revoloteaba en su avance imparable y no podían perderla de vista.

Tanis notó un repentino cambio en la atmósfera, que se tornó más húmeda e impregnada de aromas marinos. Aguzó el oído, percibiendo el suave murmullo de las aguas al bañar la roca exterior. Riverwind tocó su brazo para tirar de él hacia las sombras. Habían alcanzado el final de la escalera y el hombre de rojo se encontraba ante ellos, en la base misma, asomado a una laguna de oscura superficie que se extendía en dirección hacia una espaciosa y lóbrega caverna.

El singular personaje se arrodilló junto a la orilla. Fue en ese instante cuando Tanis descubrió otra figura, que estaba en el agua. Vio sus cabellos resplandecientes bajo la luz de las antorchas, ribeteados de un tinte verdoso, y también dos flacos brazos blancos que descansaban en el último peldaño mientras que el cuerpo permanecía sumergido. La criatura tenía la cabeza acunada entre los entecos miembros, en un estado de total relajación. El humano de la túnica roja extendió una mano y rozó con suavidad a la figura del agua, que alzó el rostro al sentir su contacto.

—Me has hecho esperar —dijo una voz femenina cargada de reproche.

Tanis tragó saliva. ¡La mujer de las aguas había hablado en lengua elfa! Ahora podía contemplar su rostro de ojos almendrados y luminosos, orejas puntiagudas y suaves rasgos.

¡Una elfa marina!

Surcaron su memoria algunas leyendas que le contaran en la niñez, pero no intentó recordarlas porque deseaba escuchar la conversación del individuo ataviado de rojo y la mujer elfa, quien sonreía con afecto a su interlocutor.

—Lo lamento, querida —se disculpó él en tonos apagados. Se había sentado junto a su compañera y, por supuesto, utilizaba el idioma de los elfos—. Fui a visitar al hombre que te preocupaba. Se recuperará, aunque la muerte le ha rondado muy cerca. Tenías razón, estaba resuelto a renunciar a la vida a causa de la traición de su hermano, un hechicero que lo abandonó en un momento trascendental.

—¡Caramon! —susurró Tanis. Riverwind le lanzó una mirada inquisitiva, pues no había comprendido una sola palabra. El semielfo meneó la cabeza negativamente, porque no quería perder el hilo del diálogo.

—Queachkeecx—fue el despreciativo comentario de la mujer. Tanis quedó desconcertado, aquella palabra no pertenecía a su idioma.

—Sí —dijo el hombre frunciendo el ceño—. Una vez me aseguré de que ambos estaban a salvo, ya que como sabes había una muchacha con él, fui a ver a otro grupo de supervivientes. Uno de sus miembros, un barbudo semielfo, saltó sobre mí como si pretendiera devorarme de un bocado. Los restantes que logramos salvar se encuentran bien.

—Hemos sepultado a los muertos con toda la ceremonia que merecen —explicó ella a su vez. Tanis detectó en su voz una pesadumbre secular, el dolor que siempre causara a los elfos la pérdida del sagrado don de la existencia.

—Me habría gustado preguntarles qué hacían en el Mar Sangriento de Istar —continuó el misterioso humano—. Nunca oí hablar de un capitán de navío que fuera lo bastante temerario como para aproximarse al remolino. La muchacha me contó que había estallado la guerra en su mundo, así que quizá no tuvieron otra elección.

La elfa salpicó jugueteando a su compañero.

—¡Siempre habrá guerras allí arriba! Eres demasiado curioso, querido, a veces creo que te gustaría volver a tierra. Estoy segura de que has sentido esa tentación después de hablar con los kreeaquekh.

Tanis percibió un asomo de preocupación en el acento de la elfa, aunque seguía rociando a su amigo en lúdica actitud.

El personaje de la túnica roja se inclinó hacia adelante para besar el húmedo y verdoso cabello que refulgía bajo la oscilante antorcha del muro mas próximo.

—No, Apoletta. Dejemos que libren sus batallas y perpetren sus traiciones entre hermanos, dejemos que alberguen en sus huestes a impetuosos semielfos y alocados capitanes. Mientras me sirva mi magia viviré bajo las olas.

—Hablando de semielfos impetuosos, permitid que me presente —interrumpió Tanis en idioma elfo, a la vez que recorría el último tramo de escaleras en pos de la pareja. Riverwind, Goldmoon y Berem lo siguieron, aunque no habían entendido ni una palabra e ignoraban, por tanto, lo que había sucedido.

El hombre volvió alarmado la cabeza, mientras la elfa se zambullía en las aguas con tal rapidez que Tanis se preguntó por un instante si no habría imaginado su existencia. Ni un simple rizo en la superficie delataba el lugar que ocupara. Al llegar al último peldaño el semielfo sujeto la mano del mago, quien se disponía a lanzarse a la laguna tras la mujer desaparecida.

—Espera, no quiero devorarte —le suplicó—. Lamento haber actuado de un modo tan inconveniente en la estancia del musgo, y sé que también despertará tus recelos el hecho de que te hayamos espiado en las sombras. ¡Pero no teníamos otra alternativa! Soy consciente de que no lograré detenerte si invocas un hechizo, que puedes hacer que me consuma en llamas, caiga dormido en un letargo invencible o me vea envuelto en una telaraña. He frecuentado a numerosos magos y conozco su poder, pero ahora te ruego que me escuches. Puedes prestarnos una gran ayuda. Te he oído mencionar a nuestros amigos, un hombre corpulento y una muchacha. Según tus propias palabras él ha estado a punto de morir por la desesperación que le causó el comportamiento de su hermano. Pues bien, necesitamos encontrarles y te pido que nos reveles su paradero.

El asustado personaje titubeó mientras Tanis seguía hablando con cierta incoherencia, fruto de sus esfuerzos para retener a aquel humano que quizá podría serles útil.

—He visto a la muchacha que hablaba contigo y he prestado atención a todo cuanto decía. La he identificado como una elfa marina, ¿me equivoco? También tú has acertado, soy un semielfo: pero me he criado entre los elfos y estoy familiarizado con sus leyendas. Siempre creí que no eran más que fábulas, si bien los dragones personificaban para mí un concepto igualmente nebuloso antes de que se declarase una sangrienta guerra en la tierra a consecuencia de su aparición. Tienes razón, las lizas se suceden en nuestro mundo, pero ésta que ahora se desarrolla no quedará confinada en la superficie. Si la Reina de la Oscuridad obtiene la victoria no tardará en averiguar que los elfos marinos se cobijan en estos parajes y, aunque ignoro si hay dragones en el océano...

—Los dragones marinos existen, semielfo —le interrumpió una voz en el momento en que la mujer elfa volvía a aparecer en el agua y, avanzando entre destellos argénteos y verdosos, se deslizaba por la oscura laguna hacia la pétrea escalera. Una vez hubo llegado hasta ella apoyó las manos en un peldaño y estudió a Tanis con sus esmeraldinos ojos—. Se desvanecieron hace mucho tiempo del universo acuático. Sin embargo, hemos oído rumores de que los dragones terrestres han regresado de nuevo a Krynn. Al principio no les dimos ningún crédito, pues no podíamos concebir que hubiesen despertado. ¿ Quién fue el culpable de su retorno?

—¿Acaso importa? —replicó el semielfo sin un asomo de vehemencia—. Lo cierto es que han destruido Silvanesti, nuestro antiguo hogar, convirtiéndolo en una región de pesadilla. Los Qualinesti fueron expulsados de sus casas y esas bestias malditas siguen matando y arrasándolo todo. Nadie está a salvo de su Reina, la Reina de la Oscuridad, que tan sólo alimenta un propósito: dominar a toda criatura viviente. ¿Crees que estáis seguros ni siquiera aquí? Porque presumo que nos hallamos en las profundidades del mar. Corrígeme si me equivoco.

—Estás en lo cierto, semielfo —corroboró con un suspiro el hombre de la túnica roja—. Nos hallamos en el fondo del océano, en las ruinas de la ciudad de Istar. Los elfos marinos os rescataron y os trajeron a este rincón olvidado, como hacen con todos aquéllos cuyas naves se hunden en un naufragio. Sé dónde se alojan tus amigos y accedo a llevarte junto a ellos, pero ignoro qué más puedo hacer por vosotros.

—Sacarnos de aquí —intervino Riverwind, que por primera vez había entendido la conversación pues Zebulah había hablado en común—. ¿Quién es esta mujer, Tanis? Parece elfa.

—En efecto, es una elfa marina. Se llama... —Tanis se interrumpió.

—Apoletta —concluyó ella con una sonrisa—. Disculpad que no salga a saludaros como exige la cortesía, pero nosotros no solemos cubrir nuestros cuerpos como los kreeaquekh. En todos estos años no he logrado convencer a mi esposo de que abandone el hábito de embutirse en tan ridículos ropajes cuando emerge a tierra. Afirma que es una cuestión de pudor y yo, respetuosa con él y con vosotros, prefiero no abandonar las aguas para presentarme correctamente.

Ruborizándose, Tanis tradujo las palabras de la mujer elfa a los compañeros. Goldmoon abrió los ojos de par en par. Berem pareció no oír nada, absorto en una de sus ensoñaciones y apenas consciente de cuanto se hablaba a su alrededor. y Riverwind, por su parte, no se inmutó, como si cualquier fenómeno relativo a los elfos hubiera dejado de impresionarle.

—En cualquier caso, fueron los elfos marinos quienes nos salvaron —prosiguió Tanis—. Al igual que los otros miembros de su raza, consideran la vida como algo sagrado y ayudan a aquellos que se pierden o ahogan en el mar. Este hombre, esposo de Apoletta...

—Zebulah —dijo el interesado extendiendo la mano.

—Yo soy Tanis el Semielfo y viajo en compañía de Riverwind y Goldmoon de la tribu que-shu, además de Berem... —Balbuceó y guardó silencio, sin saber qué debía añadir.

Apoletta sonrió gentilmente, pero pronto se borró tan risueña expresión.

—Zebulah —ordenó—, ve en busca de los amigos del semielfo y tráelos aquí.

—Quizá deberíamos ir contigo ——ofreció Tanis—. Si pensaste que yo iba a devorarte, te aseguro que la reacción de Caramon puede ser mucho más violenta...

—No —rehusó la mujer elfa meneando la cabeza. El agua refulgía sobre su cabello e irradiaba destellos en su tersa y verdosa tez—. Si quieres envía a los bárbaros, semielfo, pero tú quédate. Tengo que hablarte y averiguar más pormenores sobre esa guerra que podría ponemos en peligro. Me entristece saber que los dragones han despertado. Si es cierto, temo que tienes razón en tus afirmaciones y que nuestro mundo haya dejado de ser seguro.

—No tardaré, querida —anunció Zebulah.

Apoletta tendió una mano a su esposo quien, elevándola, se la llevó a los labios para depositar en ella un cariñoso beso. Cuando empezaba a alejarse Tanis resumió el contenido de su conversación a Riverwind y Goldmoon, quienes de inmediato accedieron a correr en busca de Caramon.

Mientras seguían a Zebulah por las fantasmales y desiertas calles éste les relató la historia de la caída de Istar, sin cesar de mostrarles las ruinas que se encontraban en su camino como mudos testigos de lo ocurrido.

—Cuando los dioses arrojaron la montaña ígnea sobre Krynn —explicó— el derrumbamiento destruyó Istar, formándose un gigantesco cráter en la tierra. Las aguas inundaron entonces el espacio vacío, y así fue cómo se creó el que se ha dado en llamar Mar Sangriento. La mayoría de los edificios de la ciudad de Istar se desmoronaron pero algunos resistieron a la hecatombe, conservando en su seno pequeñas bolsas de aire. Poco después los elfos marinos descubrieron que éste era un lugar idóneo para albergar a los tripulantes de las naves naufragadas que lograban rescatar, y puedo aseguraros que muchos de ellos se instalaron como en sus propios hogares.

El mago hablaba con un mal disimulado orgullo que divertía a Goldmoon, aunque cuidó de no demostrar tal sentimiento frente a su amable informador. Era el orgullo de la posesión, como si las ruinas pertenecieran en exclusiva a Zebulah y fuera él quien las había reorganizado para su público disfrute.

—Pero tú eres humano, no un elfo marino —declaró—. ¿Por qué te has quedado a vivir aquí?

El mago sonrió, mientras sus ojos navegaban entre los recuerdos del pasado.

—Era joven y ambicioso —confesó—, siempre atento a cualquier oportunidad de amasar fortuna. Mis artes arcanas me llevaron al fondo del océano en busca de los tesoros perdidos de Istar. Encontré múltiples riquezas, pero no de oro ni de plata.

»Una tarde vi a Apoletta que estaba nadando, La descubrí antes que ella a mí, y antes de que la muchacha atinara a cambiar de apariencia... Me enamoré al instante y tuve que batallar para ganarme su afecto. Ella no podía vivir en tierra firme y, después de permanecer tanto tiempo en medio de la paz y de la belleza que nos rodean, yo tampoco me vi con ánimos de instalarme de nuevo en un mundo que me era ya ajeno. Pero me agrada conversar con los miembros de vuestra especie, de modo que suelo deambular por las ruinas para ver a quién han traído los elfos.»

Goldmoon contempló los desvencijados edificios, aprovechando que Zebulah hacía una pausa para recobrar el aliento entre unas y otras historias.

—¿Dónde está el famoso templo en honor del Príncipe de los Sacerdotes? —inquirió.

Una sombra oscureció el semblante del mago. Su expresión jubilosa se trocó en un rictus de pesar teñido de ira.

—Lo lamento —se apresuró a disculparse la mujer de las Llanuras—. No era mi intención entristecerte.

—No te preocupes —la tranquilizó Zebulah con una leve sonrisa—. A decir verdad, me conviene recordar las tinieblas que envuelven el terrible pasado. En mis paseos diarios tiendo a olvidar que ésta fue una vez una ciudad poblada por criaturas que reían, lloraban, respiraban y, en definitiva, vivían. Había niños jugando en estas mismas calles la pavorosa noche en que los dioses derribaron la montaña de fuego.

Guardó silencio unos instantes, antes de continuar con un suspiro:

—Me preguntabas dónde se yergue el templo. En ninguna parte, debo responder. En el lugar donde el Príncipe de los Sacerdotes expuso sus arrogantes demandas a los dioses hay ahora un negro pozo. Aunque está lleno de agua, nadie puede vivir en su interior; se desconoce su profundidad, pues los elfos marinos no se aventurarían a explorarlo. Me he asomado a su opaca y remansaba superficie todo el tiempo que el terror me lo ha permitido, y no creo que sus tinieblas tengan fin. Es tan insondable como las entrañas del Mal.

Zebulah se detuvo en una de las sombrías callejas y escudriñó el rostro de Goldmoon, antes de consultarle:

—Los culpables fueron castigados pero, ¿por qué los inocentes? ¿Por qué habían de sufrir los seres bondadosos? Se ciñe a tu cuello el medallón de Mishakal, diosa de la curación. ¿Conoces el motivo? ¿Te lo explicó ella?

Goldmoon titubeó, sobresaltada por la pregunta, mientras buscaba en su alma una contestación satisfactoria. Su esposo permanecía a su lado, tan grave y silencioso como siempre, ocultando sus pensamientos.

—Es una cuestión que me he planteado en numerosas ocasiones —declaró al fin la mujer de las Llanuras, a la vez que se acercaba a su amado y posaba la mano en su brazo para asegurarse de su proximidad—. Soñé una noche que se me castigaba por mis dudas, por mi falta de fe, con la pérdida de aquél a quien he entregado mi corazón. —Riverwind la rodeó con su fornido brazo y la apretó contra sí—. Pero cuando me avergüenzo por mi desconfianza, recuerdo que fueron mis preguntas las que me llevaron hasta los antiguos dioses.

Calló unos instantes. Riverwind acarició sus cabellos y ella le dirigió una tierna sonrisa.

—No —admitió frente a Zebulah—, no tengo la respuesta a tan inextricable enigma. Sigo vacilando en mis creencias, enardeciéndome cuando veo el tormento de los inocentes y las injustas recompensas de los culpables. Pero ahora sé que mi ira es como el fuego que alimenta la forja, y que el hierro deforme de mi espíritu se templa en su calor para perfilarse como la brillante vara de acero que cobija mi fe. Esa vara fortalece mi frágil carne.

Zebulah estudió en silencio a Goldmoon erguida entre los restos de Istar, con su melena de oro y plata resplandeciente como el sol que nunca bañaría los desmoronados edificios. Los efectos de las lóbregas sendas recorridas se dibujaban en su bello rostro pero, lejos de desfigurarlo, los surcos del sufrimiento y la desesperación no hacían sino conferirle una hermosura aún más exquisita. Sus ojos irradiaban sabiduría, intensificada ahora por el júbilo que le producía el conocimiento de que una nueva vida palpitaba en su vientre.

La mirada del mago se desvió hacia el fornido luchador que con tanto amor abrazaba a la mujer. También se observaban en su faz las huellas de un largo y tortuoso camino. Aunque se mostraba inmutable y estoico, sus oscuros ojos y su afable actitud reflejaban los hondos sentimientos que le unían a su esposa.

«Quizá cometí un error cuando decidí quedarme bajo las aguas —pensó Zebulah, sintiéndose de pronto viejo y triste—. Quizá habría resultado útil si hubiera regresado a la tierra y transformado mi ira, como esta pareja, en una búsqueda inagotable de respuestas. Sin embargo, permití que la cólera corroyera mi alma hasta que me pareció más fácil ocultarme en las profundidades.»

—No debemos entretenernos —apuntó abruptamente Riverwind—. Caramon no tardará en abandonar su lecho para correr a nuestro encuentro, es posible que ya lo haya hecho.

—Sí —repuso Zebulah aclarándose la garganta—. Tenemos que irnos, aunque dudo que él y su compañera se hayan puesto en marcha. Estaba muy débil...

—¿Herido? —le interrumpió Goldmoon preocupada.

—No en su cuerpo —repuso el mago, a la vez que se dirigía a un ruinoso edificio por una calleja jalonada de escombros—. Es su alma la que ha sido lastimada, lo comprendí antes de que la muchacha me hablase del hermano gemelo.

Una línea oscura apareció con total nitidez en el entrecejo de Goldmoon, que había apretado los labios en una siniestra mueca.

—Discúlpame, Señora de las Llanuras —dijo Zebulah sonriendo—, pero veo arder en tus ojos ese fuego de fragua al que antes aludías.

—Creo haberte mencionado también mi fragilidad —se justificó ella, no sin un cierto rubor—. Debería aceptar a Raistlin y lo que hizo con su hermano como un designio de los dioses del Bien que mi pobre entendimiento no acierta a discernir. Si mi fe fuera firme me abstendría de cuestionar las acciones del hechicero, pero me temo que eso es imposible. Lo único que puedo hacer es rogar a las divinidades que lo mantengan lejos de mi camino.

—Yo no comparto esa postura —intervino Riverwind enfurecido—. No, no la comparto —repitió sombríamente.


Caramon estaba reclinado en su lecho, contemplando la negrura. Tika, acurrucada en sus brazos, dormía con placidez. Podía oír los latidos del corazón de la joven tan regulares como las bocanadas de aire que exhalaba. Empezó a acariciar la maraña de bucles pelirrojos que yacían esparcidos sobre su hombro, pero la muchacha se agitó al sentir su contacto y se contuvo, temeroso de despertarla. Tenía que descansar, sólo los dioses sabían cuánto tiempo había permanecido en vela para cuidarle. Nunca se lo revelaría, cuando se lo preguntó se limitó a reírse y reprenderle por sus ronquidos. Sin embargo, un temblor había entrecortado su risa, fue incapaz de mirarle a los ojos.

Caramon le dio una suave palmada en el hombro para calmarla y la acunó con ternura. Se sintió reconfortado al ver que se sumía de nuevo en un profundo sueño, y suspiró mientras pensaba que pocas semanas antes le había advertido que no aceptaría su amor hasta poder entregarse a ella en cuerpo y alma. Casi oía sus palabras: «Debo consagrarme por entero a mi hermano. Yo soy su fuerza.»

Ahora Raistlin se había ido, había hallado su propia fuerza. «Ya no te necesito», le había dicho a Caramon.

«Debería estar pletórico de felicidad. Amo a Tika y ella me corresponde. Somos libres de manifestar nuestros sentimientos, puedo comprometerme. Tendría que ocupar el primer lugar en mis cavilaciones, me da lo mejor de sí misma. Merece ser querida», así pensaba Caramon en la vista perdida en la penumbra.

«No era ése el caso de Raistlin, al menos así lo creían todos. ¡Cuántas veces oí cómo Tanis preguntaba a Sturm, sin percatarse de mi presencia, por qué soportaba sus sarcasmos, sus amargas recriminaciones, sus desabridas órdenes! Les he visto mirarme compasivamente.

Sé que me juzgan torpe comparado con Raistlin, y lo soy. Yo soy el buey que camina cansino, cargado de fardos, sin proferir una queja. Eso piensan de mí. ..

»No lo comprenden porque ellos no me necesitan. Ni siquiera Tika, al menos no del mismo modo que Raistlin. Nunca presenciaron cómo se despertaba, siendo niño, en medio de la noche presa del paroxismo. ¡Nos dejaban solos tan a menudo! No había nadie en la oscuridad, salvo yo dispuesto a tranquilizarle. Nunca recordaba sus pesadillas, pero eran espantosas. Su frágil cuerpo se estremecía de miedo, sus ojos se desorbitaban en la contemplación de horrores que sólo él veía. Se abrazaba a mí, sollozando, y yo le relataba historias o hacía sombras chinescas en la pared para aliviar su pánico. Mira, Raistlin, conejos, le decía mientras levantaba dos dedos y los movía como las orejas de estos animales.

»Pasado un rato, los temblores cedían a la sonrisa. Nunca fue muy dado a las manifestaciones de alegría, ni siquiera en su infancia, pero se relajaba.

»'Quiero dormir, estoy muy cansado —susurraba aferrado a mi mano Tú quédate despierto, Caramon, velando mi sueño. No permitas que se acerquen, que me atrapen.

» Yo le prometía entonces que lo haría, que me encargaría de que nadie lo lastimara. El esbozaba un amago de sonrisa y, exhausto, cerraba los ojos. Cumplía siempre mi palabra, custodiaba su descanso y me decía que quizá tenía el poder de ahuyentar a sus verdugos pues, mientras yo vigilaba, nunca se repetían las pesadillas.

»Incluso en la pubertad se despertaba gritando y estiraba la mano en busca de mi cuerpo. Siempre lo encontraba. ¿Qué va a hacer ahora solo, sin mi protección, cuando le asalte el pavor en la negrura?

»¿Qué haré yo sin él?»

Caramon entornó los ojos y, en silencio para no alertar a Tika, rompió a llorar.

7 Ayuda inesperada.

Y ésta es nuestra historia —concluyó Tanis.

Apoletta le había escuchado con suma atención, clavados sus verdes ojos en el rostro del semielfo. No le había interrumpido y, cuando terminó, permaneció silenciosa con los brazos apoyados en los peldaños más próximos a las tranquilas aguas, al parecer absorta en sus meditaciones.

Tanis no la molestó. La sensación de paz que dimanaba de la laguna lo reconfortaba, y la mera idea de regresar a aquel lejano mundo terrestre presidido por un sol justiciero y una barahúnda de ruidos discordantes se le antojaba pavorosa. ¡Qué fácil sería ignorarlo todo y quedarse bajo el mar, oculto para siempre en el sosiego!

—¿Qué me dices de él? —preguntó, de pronto, la elfa marina, señalando a Berem con un ademán de cabeza.

—Poca cosa, es un auténtico misterio —respondió a la vez que lanzaba a Berem una mirada de soslayo y se encogía de hombros. El Hombre de la Joya Verde contemplaba la penumbra de la caverna sin cesar de mover los labios, como si repitiera un cántico hasta la saciedad.

—Según la Reina de la Oscuridad —prosiguió el semielfo— él es la clave. Afirma que, si lo encuentra, nadie podrá arrebatarle la victoria.

—Siendo tú quien le ha descubierto —declaró Apoletta— se supone que el triunfo está en tus manos.

Tanis pestañeó, sobresaltado por tal aseveración. Rascándose la barba, se dio cuenta de que no se le había ocurrido esta posibilidad.

—Es cierto que está con nosotros —farfulló al fin— pero, ¿qué podemos hacer con él? ¿Qué tiene para que su presencia garantice la victoria de cualquiera de los litigantes?

—¿Acaso él no lo sabe?

—Me ha asegurado que no.

Apoletta estudió a Berem con el ceño fruncido.

—Juraría que miente —dijo tras una breve pausa— pero es humano y desconozco la intrincada mente de las criaturas de esta raza. En cualquier caso, existe una forma de averiguarlo: encaminaos al Templo de la Reina Oscura en Neraka.

—¡Neraka! —repitió Tanis perplejo—. Pero ésa... —Le interrumpió un alarido, tan preñado de pánico que estuvo a punto de arrojarse al agua. Se llevó la mano a la vaina vacía y, pronunciando un reniego, dio media vuelta convencido de tener que enfrentarse nada menos que a una horda de dragones.

Sólo vio a Berem, mirándole con los ojos desorbitados.

—¿Qué ocurre? —preguntó irritado al enigmático personaje—. ¿Has detectado algún peligro?

—No es eso lo que le ha perturbado, semielfo —dijo Apoletta observando a Berem con creciente interés—. Ha reaccionado así cuando he mencionado Neraka.

—¡Neraka! —la interrumpió aquel hombre insondable—. Anida allí un mal terrible. ¡No!

—Es tu patria natal —le recordó Tanis, dando un paso hacia él.

Berem negó con la cabeza.

—Pero si tú mismo nos lo contaste...

—Me equivoqué —susurró él—. No me refería a Neraka sino a... a... ¡Takar!

—Mientes, no cometiste ningún error. ¡Sabes que la Reina de la Oscuridad ha mandado erigir su gran templo en Neraka! —le imprecó Apoletta sin dar opción a una nueva negativa.

—¿De verdad? —Berem la miró con sus azules ojos en actitud inocente—. ¿Tiene la Reina Oscura un templo en Neraka? Allí no hay más que un pueblo, casi una aldea. El lugar donde nací. —De pronto se apretó el vientre con los brazos, como si un punzante dolor se hubiera apoderado de él—. Dejadme en paz —farfulló antes de, doblando el cuerpo, agazaparse en el suelo cerca de la orilla. Se inmovilizó en tan extraña postura mientras su vista se perdía en la oscuridad adyacente.

—¡Berem! —le reprendió Tanis exasperado.

—No me encuentro bien —se lamentó el hombre en tonos apagados.

—¿Cuál es su edad? —preguntó Apoletta.

—Afirma tener más de trescientos años —contestó el semielfo con patente enfado—. Si sólo creemos la mitad de sus palabras hemos de concederle ciento cincuenta, lo cual tampoco parece muy plausible en un humano.

—Verás —explicó la elfa marina—, el templo de Neraka constituye para nosotros un misterio insondable. Apareció de forma repentina después del Cataclismo, si nuestros cálculos son exactos. Y ahora me tropiezo con este hombre cuya historia se remonta al mismo tiempo y lugar.

—Es extraño —reconoció Tanis mirando de nuevo a Berem.

—Sí. Quizá se trata de una coincidencia pero, como dice mi esposo, rastrea las coincidencias hasta su mismo origen y descubrirás sus vínculos con el destino.

—Sea como fuere, no me imagino entrando en el templo de la Reina Oscura para preguntarle por qué revuelve el mundo en busca de un individuo con una joya verde incrustada en el pecho —dijo Tanis desalentado, tomando de nuevo asiento en la ribera.

—Lo comprendo —admitió Apoletta—. De todos modos me resulta difícil concebir que, tal como cuentas, haya adquirido tanto poder. ¿Qué han hecho los Dragones del Bien durante todo este tiempo?

—¡Los Dragones del Bien! —exclamó Tanis atónito—. ¿Quiénes son?

Ahora fue Apoletta quien le miró asombrada.

—Los Dragones Plateados, Dorados y Broncíneos, por supuesto. ¿Tampoco conoces la existencia de las lanzas Dragonlance? Sin duda las huestes argénteas os entregaron cuantas obraban en su poder.

—Insisto en que nunca tuve noticia de tales criaturas, salvo en un antiguo cántico dedicado a Huma. Y lo mismo debo decir de las Dragonlance. Las buscamos tantos meses sin éxito que empezaba a creer que sólo formaban parte de las leyendas.

—No me gusta el cariz que toman los acontecimientos. —La mujer elfa apoyó el mentón en sus manos, revelando un rostro pálido y contraído—. Algo va mal. ¿Dónde están los dragones benignos? ¿Por qué no luchan? Al principio desdeñé los rumores sobre el regreso de los reptiles marinos, pues sabía que los paladines del Bien nunca lo permitirían. Pero si estos últimos han desaparecido, según debo colegir por tus palabras, temo que mi pueblo corra un grave peligro. —Levantó la cabeza y aguzó el oído—. Espléndido, se acerca mi esposo en compañía de tus amigos. Ahora podremos regresar junto a los nuestros y discutir un plan de acción —concluyó, a la vez que se daba impulso para adentrarse en la laguna.

—¡Aguarda ! —la instó Tanis al oír también él ecos de pisadas en la marmórea escalera—. Tienes que mostrarnos la salida, no podemos quedamos en las profundidades.

—No conozco el camino de regreso —protestó Apoletta, trazando círculos en el agua con el fin de mantenerse a flote—. Ni tampoco Zebulah. Nunca nos preocupó.

—Podríamos deambular por estas ruinas durante semanas, o incluso para siempre. No estáis seguros de que algunos náufragos escapen de este lugar, ¿no es cierto? ¡Quizá mueran sin conseguirlo!

—Te repito que nunca nos inquietó esa cuestión.

—¡Pues ya es hora de deponer esa actitud indiferente!

Sus palabras resonaron en la caverna, con tal fuerza que Berem alzó los ojos y reculó alarmado. Apoletta frunció el ceño iracunda mientras Tanis suspiraba hondo y, avergonzado, se mordía, el labio.

—Lo lamento —comenzó a disculparse, pero se interrumpió al sentir la mano de Goldmoon posada en su brazo.

—Tanis, ¿qué sucede? —inquirió.

—Nada que pueda evitarse —respondió él entristecido, al mismo tiempo que forzaba la vista por encima de su hombro—. ¿Encontrasteis a Caramon y Tika? ¿Cómo están?

—Sí, dimos con ellos —susurró la mujer de las Llanuras.

Las miradas de ambos confluyeron en la escalera donde acababan de aparecer Riverwind y Zebulah seguidos por, Tika, quien examinaba su entorno llena de curiosidad. Caramon, que descendía en último lugar, caminaba en estado hipnótico. Su rostro desprovisto de expresión inquietó a Tanis, impulsándole a interrogar de nuevo a Goldmoon.

—No has contestado a mi segunda pregunta.

—Tika está bien. Caramon, en cambio... —meneó la cabeza sin acertar a concluir su frase.

Tika y Tanis intercambiaron unas palabras de bienvenida, felices por haberse reencontrado. Después el semielfo centró la vista en el guerrero y apenas pudo refrenar una exclamación de desánimo. No reconocía al jovial y activo hombretón en aquel ser con el rostro desfigurado por las lágrimas, de ojos hundidos y mortecinos.

Viendo la perplejidad de Tanis, Tika se acercó a Caramon y deslizó la mano bajo su brazo. Al sentir su contacto el guerrero pareció despertar de su ensimismamiento y sonrió a la muchacha, pero había algo en aquel esbozo de mueca, mezcla de dulzura y dolor, que el semielfo nunca había percibido.

Tanis volvió a suspirar. Se avecinaban nuevas complicaciones. Si los antiguos dioses habían regresado, ¿qué pretendían hacer con sus servidores? ¿Comprobar hasta qué punto podían soportar onerosas penalidades antes de sucumbir a causa de ellas? ¿Acaso les divertía verles atrapados en el fondo del océano? ¿Por qué no abandonar la lucha e instalarse allí? ¿Para qué molestarse en buscar la salida? Asentarse en las profundidades y olvidarlo todo, olvidar a los dragones, a Raistlin, a Laurana... a Kitiara.

—Tanis... —Goldmoon lo zarandeó sin violencia.

Se habían congregado en torno a él, esperando instrucciones. Empezó a hablar, pero se le quebró la voz y tuvo que toser para aclararse la garganta.

—¡No me miréis de ese modo! —les imprecó al fin con cierta rudeza—. Ignoro las respuestas. Al parecer estamos atrapados, no hay salida posible.

Seguían observándolo sin que en sus ojos se extinguiera la llama de la fe, de la confianza en él depositada. El semielfo se encolerizó...

—¡No esperéis que me erija de nuevo en vuestro cabecilla! —espetó al grupo—. os traicioné, ¿acaso lo habéis olvidado? Estamos aquí por mi culpa. ¡Yo soy el causante de nuestra desgracia! Buscad a otro para guiaros.

Volviendo la cabeza en un intento de ocultar las lágrimas que no podía contener, el semielfo se sumió en la contemplación de las oscuras aguas mientras luchaba consigo mismo a fin de recuperar la cordura. No se percató de que Apoletta seguía atenta sus movimientos hasta que sus palabras resonaron en la gruta.

—Quizá yo pueda ayudaros —dijo despacio la bella mujer.

—Apoletta, reflexiona —le rogó Zebulah con voz trémula a la vez que corría en dirección a la orilla.

—Ya lo he hecho —respondió ella—. El semielfo me ha indicado que deberíamos preocupamos por lo que ocurre en el mundo, y tiene razón. Podríamos tener el mismo destino que nuestros primos de Silvanesti, por idénticos motivos. Ellos prestaron oídos sordos a la realidad y permitieron que los hijos del Mal se introdujeran en sus tierras, pero nosotros debemos sacar partido de la advertencia que ahora nos ofrecen y luchar contra nuestros enemigos. Vuestra venida quizá nos haya salvado, semielfo —afirmó——. Os debemos algo a cambio.

—Ayúdanos a regresar a nuestro mundo —pidió Tanis.

Apoletta asintió con grave ademán. —Así lo haré. ¿Dónde queréis ir?

Tanis meneó la cabeza y suspiró. No lograba pensar con claridad.

—Supongo que cualquier lugar servirá para nuestros propósitos —musitó al fin.

—A Palanthas —intervino, de pronto, Caramon. Su voz agitó la superficie del agua.

Los otros le miraron en un tenso silencio. Riverwind frunció el entrecejo y adoptó una expresión sombría.

—No puedo llevaros a esa ciudad —se disculpó Apoletta, nadando una vez más hacia la ribera—. Nuestras fronteras se terminan en Kalaman. No osamos aventuramos pasado ese punto sobre todo si vuestras noticias son ciertas, pues más allá de esa urbe se encuentra el antiguo hogar de los dragones marinos.

Tanis se enjugó los ojos antes de volver de nuevo su faz hacia los compañeros.

—y bien, ¿alguna otra sugerencia?

Nadie despegó los labios hasta que Goldmoon dio un paso al frente y apoyando su acariciadora mano en el brazo del semielfo, le susurró:

—¿Me permites que te cuente una historia? Es el relato de un hombre y una mujer que quedaron solos, perdidos y llenos de espanto. Abrumados por una pesada carga, llegaron a una posada. Ella entonó una canción, una Vara de Cristal Azul obró un milagro y una multitud los atacó. Alguien se alzó, tomó el mando, un extraño que dijo: «Tendremos que salir por la cocina.» ¿Recuerdas, Tanis?

—Recuerdo —repitió él, atrapado por la bella y dulce expresión de sus ojos.

—Esperamos tus órdenes, amigo —se limitó a añadir la Princesa de las Llanuras.

Las lágrimas nublaron de nuevo su vista, pero las rechazó con un parpadeo y miró de hito en hito a sus compañeros. El severo rostro de Riverwind estaba relajado. Esbozando una leve sonrisa, el bárbaro posó su mano en el hombro de Tanis. Caramon por su parte vaciló un instante antes de avanzar unos pasos y estrechar el cuerpo del semielfo en uno de sus brazos de plantígrado.

—Llévanos a Kalaman —dijo Tanis a Apoletta cuando hubo recuperado el resuello——. Después de todo, era allí donde nos dirigíamos.


Los compañeros dormían en el borde de la laguna, descansando todo lo posible antes de emprender un viaje que, según Apoletta, había de ser largo y extenuante.

—¿Iremos en barco? —preguntó Tanis mientras observaba cómo Zebulah se desprendía de su túnica roja para zambullirse en el agua.

También Apoletta contemplaba a su esposo, que se acercó a ella vadeando sin dificultad.

—No, a nado —anunció la elfa marina—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar cómo nos las arreglamos para traeros aquí? Nuestras artes mágicas, unidas a las de Zebulah, os permitirán respirar agua con la misma naturalidad con la que ahora inhaláis aire.

—¿Vais a convertirnos en peces? —inquirió Caramon aterrorizado.

—Supongo que es una descripción bastante acertada —respondió Apoletta—. Vendremos a recogeros cuando baje la marea.

Tika aferró la mano del guerrero, quien se apresuró a apretarla contra su pecho. Al ver que intercambiaban una mirada de complicidad, Tanis sintió que se aligeraba su carga. Aunque arrastrado aún por el oscuro torbellino de su alma, Caramon había hallado un ancla segura que le impediría sumirse para siempre en las aguas del abismo.

—Nunca olvidaremos este hermoso lugar—susurró Tika.

Apoletta se limitó a sonreír.

8 Ominosas nuevas.

—¡Padre!

—¿Qué sucede, Ragar?

Acostumbrado a los excitados gritos de su hijo, que había alcanzado esa edad en la que empiezan a descubrirse las maravillas del mundo, el pescador no alzó la cabeza. Esperaba oírle describir desde una estrella de mar embarrancada en la arena hasta un zapato perdido y mecido por las aguas, de modo que continuó remendando su red cuando el muchacho corrió junto a él.

—Papá —insistió aquel niño pelirrubio, a la vez que zarandeaba la rodilla de su progenitor y quedaba enmarañado en la red en su alocado impulso—, he visto a una bella dama ahogada, muerta.

—¿Cómo dices? —preguntó el pescador con aire ausente.

—Una bella mujer ahogada —repitió solemnemente el muchacho, señalando el lugar con su dedo regordete.

El hombre interrumpió su quehacer para observar a su hijo. Esto era nuevo.

—¿Una mujer ahogada?

El niño asintió y volvió a extender el índice hacia la playa.

El pescador, forzando la vista a causa del cegador sol de mediodía, oteó la línea de la costa. Miró entonces de nuevo al pequeño, frunciendo el ceño en actitud severa.

—No se tratará de otra fábula inventada por el pequeño Ragar, ¿verdad? —inquirió muy serio—. Si lo es, cenarás de pie.

—No —respondió el muchacho meneando la cabeza, con los ojos abiertos de par en par—. Prometí no hacerlo más —recordó mientras se rascaba una nalga.

El pescador centró su atención en el mar. La noche anterior se había desatado una tormenta, pero en ningún momento oyó comentar que una nave se estrellase contra las rocas. Quizá algunos habitantes del lugar habían salido con sus frágiles embarcaciones de recreo para perderse después del crepúsculo o, peor aún, se había cometido un asesinato. No era la primera vez que la resaca depositaba sobre la arena un cuerpo con un puñal en el corazón.

Llamando a su hijo mayor, que se hallaba muy ocupado en aparejar su barca, el pescador dejó a un lado su trabajo y se incorporó. Quiso ordenar al pequeño que volviera a casa en busca de su madre, pero recordó que lo necesitaba como guía.

—Llévanos hasta la bella dama —dijo con voz áspera, lanzando una significativa mirada al primogénito.

El pequeño Ragar tiró de su padre hacia la playa seguido por su hermano, que caminaba más despacio temeroso de lo que podían encontrar.

Habían recorrido una corta distancia cuando el pescador vio una escena que le impulsó a echar a correr, con el hijo mayor a sus talones.

—¡Un naufragio! —exclamó el padre jadeante—. ¡Estos marineros inexpertos no saben lo que hacen! No entiendo cómo se atreven a hacerse a la mar en sus débiles cascarones.

No sólo había una hermosa mujer tendida sobre la playa, sino dos. Cerca de ellas yacían cuatro hombres, todos bien vestidos. A su alrededor vieron esparcidos varios listones de madera, sin duda los restos de una pequeña embarcación de recreo.

—Ahogada, muerta —declaró el muchacho inclinándose para reconocer a una de las atractivas féminas.

—No, no lo está —le corrigió el pescador tras descubrir su pálpito en el cuello. Uno de los hombres empezaba incluso a moverse, un individuo de cierta edad que se sentó para examinar el paraje. Cuando vio al grupo dio un aterrorizado respingo y se arrastró hasta donde se hallaba uno de sus inconscientes compañeros.

—¡Tanis! ¡Tanis! —vociferó mientras sacudía a un hombre barbudo, que se incorporó de forma abrupta.

—No hay razón para alarmarse —los tranquilizó el pescador al advertir el sobresalto del desconocido de la barba—. Estamos dispuestos a ayudaros, si es posible. Davey, ve a casa cuanto antes y pide a tu madre que traiga mantas y aquella botella de aguardiente que guardo desde hace tiempo. Vamos, señora, calmaos —dijo con voz amable a una de las mujeres, ayudándola a sentarse—. Ya ha pasado todo. «Resulta extraño que después de ahogarse ninguno parezca haber tragado agua...», añadió para sus adentros sin soltar a la supuesta náufraga ni cejar en sus reconfortantes palmadas.

Arropados en las mantas, los compañeros fueron escoltados hasta la cabaña próxima a la playa donde vivía el pescador. Allí les suministraron alimentos, dosis de aguardiente y todos los remedios que conocía la dueña de la casa para reanimar a los ahogados. El pequeño Ragar los contemplaba orgulloso, sabedor de que su «pesca» sería la comidilla de la aldea durante toda una semana.

—Gracias por vuestra ayuda —susurró Tanis una vez recobradas las fuerzas.

—Me alegro de haber acudido a tiempo —respondió el hombre con gesto ceñudo—. Debéis ser más precavidos, la próxima vez que salgáis en una barquichuela poned rumbo a tierra en cuanto veáis un indicio de tormenta.

—Así lo haremos —le prometió el semielfo—. ¿Podrías decimos dónde estamos?

—Al norte de la ciudad —le informó el pescador agitando la mano—. A dos o tres millas. Davey puede llevaros en la carreta.

—Sois todos muy gentiles. —Tanis se volvió titubeante hacia los otros quienes le devolvieron la mirada—. Sé que os parecerá extraño, pero fuimos desviados de nuestro curso y... ¿al norte de qué ciudad?

—De Kalaman, por supuesto —declaró el hombre espiándolos con cierto recelo.

—Sí, claro —dijo Tanis y, con una leve sonrisa, se dirigió al guerrero—. Tenía yo razón, la corriente no nos arrastró tan lejos como afirmabas.

—¿No? —preguntó Caramon perplejo. Por fortuna, Tika hundió el codo en sus costillas y este aviso hizo que se pusiera en situación—. Debo reconocerlo, me equivoqué como de costumbre. Ya me conoces, Tanis, nunca acierto a orientarme como es debido...

—No exageres —farfulló Riverwind, y el guerrero enmudeció.

El pescador los escudriñó con ojos sombríos.

—No cabe duda de que formáis un grupo muy extraño —les espetó—. No recordáis cómo embarrancasteis, ni siquiera sabéis dónde os encontráis. Supongo que estabais todos borrachos pero ése no es asunto de mi incumbencia, de modo que me limitaré a daros un consejo: no volváis a embarcaros, ni ebrios ni sobrios. Davey, trae la carreta.

Tras dedicarles una última y desdeñosa mirada, el pescador se colocó a su hijo menor sobre los hombros y volvió al trabajo. Su otro vástago había desaparecido, sin duda en busca del carro.

Tanis suspiró, antes de consultar a sus amigos:

—¿Alguno de vosotros tiene idea de cómo hemos llegado hasta aquí o por qué vestimos tan singulares ropajes?

Todos menearon la cabeza en ademán negativo.

—Recuerdo el Mar Sangriento y el remolino —apuntó Goldmoon—. Pero el resto lo veo en una nebulosa, como un sueño.

—Yo recuerdo a Raist... —empezó a decir Caramon con el rostro grave pero, al sentir la mano de Tika deslizándose bajo la suya, la miró y se dulcificó su expresión—. También...

—Silencio —le amonestó Tika ruborosa, a la vez que apoyaba su rostro en el brazo del guerrero y dejaba que éste besara sus rojizos bucles—. No fue ningún sueño —le murmuró.

—En mi mente se agolpan ciertas imágenes —declaró Tanis con la mirada prendida en Berem—, pero fragmentadas e inconexas. No hay dos que logren encajar de un modo revelador. En cualquier caso, no debemos apoyarnos en la memoria sino mirar hacia el futuro. Iremos a Kalaman para averiguar qué ha sucedido en nuestra ausencia.¡Ni siquiera sé qué día es hoy! Ni qué mes, por supuesto. Luego...

—Nos encaminaremos hacia Palanthas —le atajó Caramon.

—Ya veremos —repuso el semielfo. Davey había regresado con un carro tirados por un esquelético caballo, y todos se pusieron en movimiento—. ¿Estás seguro de querer encontrar a tu hermano? —susurró Tanis en el oído del guerrero cuando se hubieron incorporado.

Caramon no contestó.


Los compañeros llegaron a Kalaman a media mañana.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Tanis a Davey cuando el joven conducía el destartalado vehículo por las calles de la ciudad—. ¿Se celebra alguna fiesta?

La urbe estaba atestada, y la mayoría de los comercios permanecían cerrados. Los habitantes se congregaban en pequeños círculos para hablar en tonos apagados.

—Más parece un funeral—comentó Caramon—. Debe haber muerto alguna personalidad.

—O se avecina la guerra —apostilló el semielfo. Las mujeres sollozaban, los hombres adoptaban expresiones entre tristes e iracundas y los niños, que correteaban a su alrededor, miraban a los mayores en actitud temerosa.

—No puede tratarse de la guerra, señor —declaró Davey— y la Fiesta de Primavera concluyó hace dos días. No sé qué es lo que sucede, pero si queréis puedo enterarme —ofreció a la vez que tiraba de las riendas del cansino caballo.

—Sigue adelante —ordenó el semielfo—. Pero dime, ¿por qué no puede haber estallado una guerra?

—¡Por que ya la hemos ganado! —exclamó Davey perplejo—. Por los dioses, señor, debíais estar muy borrachos si no lo recordáis. El Aureo General y los Dragones del Bien...

—¡Ah, sí! —se apresuró a interrumpirle Tanis.

—Me detendré en el mercado de los pescadores —decidió Davey saltando del pescante—. Ellos lo sabrán.

—Te acompañaremos. —El semielfo hizo señal a los otros para que se apearan.

—¿Qué noticia ha creado este revuelo? —inquirió Davey frente a un grupo de hombres y mujeres que se habían reunido en torno a un puesto rebosante de oloroso pescado.

Algunos de los interpelados dieron media vuelta y empezaron a hablar todos a la vez. Tanis, que se había acercado por detrás del muchacho, sólo logró oír algunas frases de la excitada conversación:

—El Áureo General ha sido capturado... ciudad maldita... los habitantes huyen... los dragones perversos...

Pese a sus esfuerzos, los compañeros no sacaron nada en claro de tan entrecortada cháchara. Los lugareños parecían reticentes a hablar con desconocidos y, en lugar de explicarse mejor, se limitaron a lanzarles miradas de desconfianza, más aún al reparar en su rico atuendo.

Después de agradecer una vez más a Davey la excursión hasta la ciudad, el grupo le dejó junto a sus amigos. Tras una breve discusión resolvieron dirigirse a la plaza central, con la esperanza de averiguar más detalles de lo sucedido. La multitud se intensificaba a medida que avanzaban, hasta tal punto que tuvieron que abrirse camino a empellones en las intransitables calles. Corrían todos de un lado para otro, indagando sobre los últimos rumores y meneando la cabeza presas de la desesperación. Algunos ciudadanos cargadas sus pertenencias al hombro, se alejaban en dirección a las puertas de la urbe, sin duda deseosos de emprender la fuga cuanto antes.

—Deberíamos comprar armas —propuso Caramon preocupado—. Las nuevas no auguran nada bueno. ¿ Quién creéis que es el Aureo General? Mucho respeto inspira a los habitantes de Kalaman cuando su captura provoca tanto dolor e inquietud.

—Probablemente un Caballero de Solamnia —aventuró Tanis—. y tienes razón, debemos comprar armas. —Se llevó la mano al cinto y exclamó—: ¡Maldita sea! Tenía una bolsa llena de curiosas monedas de oro, pero parece haberse esfumado. Como si no nos enfrentásemos ya a bastantes, problemas...

—¡Esperad un momento! —gruñó Caramon palpando también su cinturón—. ¿Qué diablos...? ¡Mi saquillo estaba en su lugar hace un segundo! —Al dar media vuelta el fornido guerrero vislumbró una figura que trataba de confundirse en el gentío, armada con una raída bolsa de cuero—. ¡Eso es mío! —rugió y, apartando a los presentes como si fueran briznas de paja, emprendió la persecución del ladrón. Cuando le dio alcance estiró su descomunal mano para agarrar al escurridizo individuo por su lanuda zamarra y arrancarlo de la calle en volandas—.Devuélveme ahora mismo... ¡Tasslehoff!

—¡Caramon! —exclamó el kender.

El guerrero soltó a su presa sin dar crédito a sus ojos, mientras Tas buscaba a los otros con la mirada.

—¡Tanis! —vociferó al ver que se acercaba entre la muchedumbre—. ¡Oh, Tanis! —Corrió a su encuentro, abrazándole y prorrumpiendo en sollozos con el rostro enterrado en su pecho.


Los habitantes de Kalaman acudieron en masa a los muros de su ciudad, como hicieran sólo unos días antes. Entonces, sin embargo, les embargaba la felicidad. Con ánimo festivo contemplaron el triunfante desfile de los caballeros y los dragones de plata y oro, mientras que ahora guardaban el silencio que sólo inspira el más profundo desaliento. Las miradas confluían en la llanura atentas a los rayos del sol que se elevaban hacia su cénit, próximo ya el mediodía Esperaban. Esperaban que la Dama Oscura apareciera de un momento a otro.

Tanis estaba junto a Flint, apoyada su mano en el hombro del enano. Este último casi se había desplomado al ver a su amigo.

El suyo fue un triste encuentro. En tonos apagados, Flint y Tasslehoff se turnaron para explicar a sus compañeros todo lo ocurrido desde que se separaran en Tarsis unos meses antes. Hablaba uno hasta que la emoción le impedía continuar, y entonces el otro tomaba el hilo de la historia. Así conocieron Tanis y los demás el hallazgo de las Dragonlance, la destrucción del Orbe de los Dragones y la muerte de Sturm.

Cuando Tanis oyó esta triste nueva bajó la cabeza incapaz de contener su dolor, de imaginar el mundo sin tan noble amigo. Flint, aunque también apesadumbrado, se apresuró a narrar la gran victoria del caballero y la paz que había hallado en las tinieblas.

—Ahora es un héroe en Solamnia —dijo—. Se cuentan leyendas sobre él, al igual que hicieran en torno a la figura de Huma. Todos están de acuerdo en que salvó a su estirpe y eso, Tanis, es lo que él habría deseado.

El semielfo, esbozando una sonrisa, asintió en silencio antes de rogarle que prosiguiera.

—Relátame lo que hizo Laurana al llegar a Palanthas —le rogó——. ¿Aún está allí? Si es así, quizá vayamos...

Flint y Tas intercambiaron una penosa mirada. El enano bajó los ojos, mientras el kender desviaba el rostro para secar su pequeña nariz con un pañuelo.

—¿Qué ocurre? —inquirió Tanis en una voz que no reconoció como suya—. Debo saberlo.

Despacio, Flint contó la historia.

—Lo lamento, Tanis —farfulló entre sollozos una vez hubo concluido—. No me ocupé de ella como me encomendaste.

El viejo enano estalló en tan violento llanto que Tanis sintió una punzada en el corazón. Estrechando al hombrecillo entre sus brazos, trató de consolarle.

—No te culpes, Flint —dijo sin lograr sobreponerse a su propia desazón—. Soy yo el causante de su infortunio, fue por mí por quien se arriesgó a morir.

—Empieza profiriendo reproches y acabarás maldiciendo a los dioses —intervino Riverwind, al mismo tiempo que daba una palmada en el hombro del semielfo—. Es un antiguo refrán de mi pueblo.

Tanis no se dejó reconfortar y, conocedor del rumor que corría en la ciudad acerca de la inminente llegada de Kitiara, pregunto:

—¿A qué hora vendrá la Dama Oscura?

—A mediodía —contestó Tas con un hilo de voz.


Era ya casi la hora señalada y Tanis fue a reunirse con los ciudadanos de Kalaman para aguardar la llegada de la Dama Oscura. Gilthanas se hallaba a cierta distancia del semielfo, ignorándolo de un modo patente. No podría reprochárselo, el elfo sabía por qué Laurana se había embarcado en tan arriesgada aventura, cuál fue el señuelo utilizado por Kitiara para atraer a su hermana. Cuando le preguntó fríamente si era cierta su convivencia con la Señora del Dragón, Tanis no pudo negarla.

—Entonces te consideraré el único responsable de la suerte de Laurana —se limitó a decir el dignatario elfo con la voz quebrada por la ira—. Y suplicaré a los dioses una noche tras otra que compartas su cruel destino, aunque aumentado en sus aspectos más dolorosos.

—Puedes estar seguro de que lo aceptaría de buen grado si eso pudiera devolvérnosla —repuso Tanis. Gilthanas se limitó a alejarse sin despegar los labios.

El gentío comenzó a señalar el horizonte entre inquietos murmullos. Una sombra se perfilaba en el cielo, el inconfundible contorno de un Dragón Azul.

—Ese es su animal —anunció solemnemente Tasslehoff—. Lo vi en la Torre del Sumo Sacerdote.

El Dragón trazó perezosas espirales sobre la ciudad para, acto seguido, posarse sin violencia a escasa distancia de las murallas. Un mortal silencio flotó en el aire cuando su jinete se alzó sobre los estribos y, quitándose el casco, se dirigió a la multitud con una voz que resonó en todos los tímpanos.

—Supongo que ya os habréis enterado de que la mujer elfa a la que llamáis Aureo General está en mi poder. Por si necesitáis pruebas, quiero mostraros esto. —Alzó la mano, y Tanis vio el resplandor del sol reflejado en un yelmo de plata de exquisita filigrana—. En mi otra mano, aunque no podéis distinguirlo desde detrás del muro, guardo un mechón de cabellos dorados. Dejaré ambos objetos en el llano cuando parta para que recordéis a vuestro general a través de estas reliquias.

Un ininteligible susurro agitó a los ciudadanos congregados en la muralla. Kitiara se interrumpió unos instantes para mirarles con aquellos gélidos ojos que petrificaban a sus oponentes mientras Tanis, sin cesar de observarla, hundía sus uñas en la carne para obligarse a conservar la calma. Había cruzado por su mente la absurda idea de saltar sobre ella y atacarla por sorpresa.

Al ver su expresión, a un tiempo salvaje y desesperada, Goldmoon se acercó al semielfo y posó la mano en su hombro. Sintió cómo el cuerpo de Tanis se estremecía, antes de tomarse rígido bajo su contacto en un intento de recuperar el control. Al mirar sus puños la mujer de las Llanuras vio horrorizada que la sangre manaba por sus muñecas.

—Lauralanthalasa, la doncella elfa, ha sido llevada a presencia de la Reina de la Oscuridad en Neraka. Será rehén de Su Majestad hasta que se cumplan las condiciones que paso a exponeros. En primer lugar, la Reina exige que un humano llamado Berem, el Hombre Eterno, le sea entregado sin tardanza. También desea que los Dragones del Bien regresen a Sanction, donde se rendirán frente a Ariakas, y por último quiere que Gilthanas, Príncipe de los elfos, ordene a los Caballeros de Solamnia y a los miembros de las tribus Silvanesti y Qualinesti que depongan las armas. Por su parte Flint Fireforge, el enano, dará idénticas instrucciones a su pueblo.

—¡Eso es un desatino! —se rebeló Gilthanas avanzando hacia el borde del parapeto para enfrentarse a la Dama Oscura—. ¡No podemos acatar tales demandas! No sabemos quién es Berem ni dónde encontrarle, ni tampoco puedo responder en nombre de los elfos o los dragones bondadosos. ¡Carece de sentido cuanto nos propones!

—La Reina no es una insensata como sugieres —repuso Kitiara sin alterarse—. Sabe muy bien que necesitaréis tiempo para satisfacer sus deseos, y ha decidido concederos tres semanas. Si en ese plazo no habéis hallado a Berem que, según nuestros informes, está en las inmediaciones de Flotsam, ni habéis despedido a los Dragones del Bien, regresaré... pero esta vez no depositaré tan sólo unos bucles de la melena de vuestro general ante las puertas de Kalaman.

Hizo una nueva pausa.

—El trofeo que encontraréis será su cabeza.

Arrojó entonces el yelmo a los pies del Dragón y éste obediente a su escueta orden, desplegó las alas para emprender el vuelo.

Durante unos interminables momentos nadie habló ni movió un solo músculo. Los ciudadanos observaban petrificados el yelmo que yacía frente a la muralla y cuyas cintas rojas constituían, en su incesante revoloteo, la única nota de color en aquel opresivo ambiente. Al fin alguien señaló al horizonte lanzando un grito de terror.

Apareció en lontananza una increíble visión, tan espantosa que cuantos la contemplaban se decían para sus adentros que quizá habían perdido el juicio. Pero el objeto de su desasosiego se acercó por el aire hasta que todos tuvieron que admitir su realidad, un hecho que no contribuyó precisamente a disipar sus temores.

Fue así como el pueblo de Krynn conoció la existencia del más ingenioso pertrecho guerrero de Ariakas: la ciudadela voladora.

Trabajando en las secretas cámaras de los templos de Sanction, los magos de Túnica Negra y unos clérigos tenebrosos arrancaron un castillo de sus cimientos y lo lanzaron hacia la bóveda celeste. Ahora la ciudadela se hallaba suspendida sobre Kalaman en medio de un banco de nubes tormentosas, que festoneaba el aserrado zigzag de los relámpagos, y era custodiada por centenares de escuadras de Dragones Rojos y Negros eclipsando el sol del mediodía al proyectar su ominosa sombra sobre la ciudad.

La muchedumbre abandonó la muralla. El miedo a los dragones, como un hechizo invencible, envolvió a los habitantes de Kalaman para sumirles en el más profundo desaliento. Sin embargo, los dragones que escoltaban la ciudadela no atacaron. La Reina Oscura había sido precisa en sus instrucciones, debían dar tres semanas a aquellos humanos a la deriva. Lo único que tenían que hacer era mantener la vigilancia para asegurarse de que, en ese tiempo, ni los Caballeros ni los Dragones del Bien organizaran escaramuzas de batalla.

Tanis se volvió hacia el resto de los compañeros, que permanecían apiñados junto al parapeto sin apartar la mirada de la ciudadela. Acostumbrados a los efectos del pánico que provocaban los reptiles no huyeron en desbandada como los restantes ciudadanos y, por consiguiente, al poco rato quedaron solos en su atalaya.

—Tres semanas —susurró Tanis, y todas las miradas confluyeron en él.

Por vez primera desde que salieran de Flotsam vieron que su expresión se había liberado del destructivo remordimiento que la atenazaba. Sus ojos reflejaban paz, una paz muy similar a la que había advertido Flint en las pupilas de Sturm después de su muerte.

—Tres semanas —repitió el semielfo con una voz pausada que produjo escalofríos en la espalda de Flint—, tenemos tres semanas. Creo que son suficientes. Me voy a Neraka, donde habita la Reina Oscura. Y tú vendrás conmigo —añadió señalando a Berem, que permanecía mudo a escasa distancia.

Los labios del Hombre Eterno se abrieron en una mueca de pánico para esbozar un «¡No!» desgarrado, a la vez que se encogía todo su cuerpo. Viéndole dispuesto a huir, Caramon extendió su enorme mano y lo apresó con firmeza.

—Me acompañarás a Neraka —insinuó Tanis sin inmutarse—, o te entregaré ahora mismo a Gilthanas. El Príncipe elfo profesa un gran cariño a su hermana y no vacilará en ponerte en manos de la Reina Oscura si piensa que de ese modo puede obtener su libertad. Tú y yo sabemos la verdad, sabemos que tu sacrificio no cambiaría la situación; pero él lo ignora, como miembro de su noble raza está convencido de que la tenebrosa soberana cumplirá su parte del trato.

—¿No me dejarás a merced de esa terrible criatura? —preguntó Berem a Tanis con temeroso recelo.

—Sólo quiero averiguar qué ocurre —declaró fríamente Tanis, evitando una respuesta directa—. Pero para lograrlo necesitaré un guía, alguien que conozca la zona.

Forcejeando hasta desembarazarse de Caramon, Berem los observó a todos como sumido en un encantamiento.

—Iré —balbuceó——. No me entregues al elfo.

—De acuerdo —accedió Tanis—. No es momento para gimoteos —añadió al percatarse de su agitación—, partiremos al anochecer y debemos prepararnos a conciencia.

Giró bruscamente la cabeza, mas no se sorprendió en absoluto al sentir unos poderosos dedos cerrados sobre su brazo.

—Sé lo que vas a decir, Caramon, pero la respuesta es no. Berem y yo haremos este viaje solos.

—Entonces os enfrentaréis «solos» a la más terrible de las muertes —replicó el guerrero en tonos apagados, sin aflojar su presión contra el miembro del semielfo.

—Si es así, sucumbiremos a nuestro destino. —Trató sin éxito de liberarse del forzudo compañero——. No llevaré en esta misión a ningún miembro del grupo.

—Fracasarás —se obstinó Caramon—. ¿Es eso lo que quieres? ¿No será que buscas un modo de ahogar tu culpabilidad para siempre? Te ofrezco mi espada, resulta más rápida y certera que una azarosa aventura, si tal es tu intención. Pero si de verdad pretendes rescatar a Laurana, necesitarás ayuda.

—Los dioses nos han reunido —apostilló Goldmoon con dulzura—. Han hecho que volvamos a encontrarnos en un momento crucial. Es una señal de las divinidades, Tanis, no la rechaces.

El semielfo inclinó la cabeza. No podía llorar, se habían agotado sus lágrimas. Tasslehoff deslizó su pequeña mano entre las suyas y dijo con festivo talante:

—Además, piensa en cuántas complicaciones surgirían en tu camino sin mi intervención.

9 La llama de la esperanza.

En la ciudad de Kalaman reinaba un letal silencio la noche del ultimátum lanzado por la Dama Oscura. El Señor de la Ciudad, Calof, declaró el estado de guerra, lo que significaba que las tabernas permanecían cerradas y las puertas de la ciudad cerradas y atrancadas para impedir la salida, siendo las familias de las aldeas de pescadores y granjeros que circundaban la urbe las únicas personas autorizadas a entrar. Estos refugiados empezaron a afluir cerca del crepúsculo, y contaron siniestras historias sobre los draconianos que habían irrumpido en sus dominios a fin de quemar sus casas y practicar el pillaje.

Aunque algunos de los nobles de Kalaman se habían opuesto a tan drástica medida como era el estado de sitio, Tanis y Gilthanas —unidos por una vez— habían forzado al máximo dignatario a tomar tal decisión. Ambos describieron vivas y espantosas imágenes del incendio de Tarsis. Sus argumentos resultaron tan inapelables que Calof siguió su consejo, si bien quedaba patente que no sabía qué hacer para defender su ciudad a juzgar por las miradas desvalidas que lanzaba a los insignes luchadores. La ominosa sombra de la ciudadela flotante sobre el recinto había desquiciado al Señor de Kalaman, y los altos mandos militares no gozaban de mayor cordura. Tras escuchar las más disparatadas ideas, Tanis se puso en pie.

—Deseo hacer una sugerencia, señores —dijo en actitud respetuosa—. Hay aquí alguien que sabrá proteger la ciudad eficazmente...

—¿Tú, semielfo? —le interrumpió Gilthanas desdeñoso.

—No —respondió Tanis—. Tú, Gilthanas.

—¿Un elfo? —se sorprendió Calof.

—Estuvo en Tarsis. Posee una larga experiencia en la lucha contra los reptiles perversos y los draconianos. Los Dragones del Bien confían en él y acatarán sus órdenes.

—Eso es cierto —admitió Calof. Una expresión de alivio surcó su rostro cuando se volvió hacia Gilthanas para añadir—: Sabemos qué sentimientos albergan los elfos respecto a los humanos, señor, y debo reconocer que la actitud es recíproca. Pero os estaremos eternamente agradecidos si queréis ayudamos en esta hora de necesidad. Después de todo, existen significativos precedentes.

Gilthanas observó a Tanis, sumido en una momentánea perplejidad, pero nada pudo leer en la barbuda faz del semielfo. Calof repitió su ruego, mencionando la posibilidad de una recompensa como si pensara que la vacilación del Príncipe elfo se debía a la falta de un incentivo tangible.

—¡No, señor! —Gilthanas despertó de aquella ensoñación en la que el rostro de Tanis se le apareció marcado por la muerte—. No necesito, ni siquiera deseo, recompensa ninguna. Si puedo contribuir a la salvación de los habitantes de esta ciudad me consideraré satisfecho en mis más altas aspiraciones. En cuanto a nuestra pertenencia a razas irreconciliables —miró una vez más al semielfo—, la experiencia me ha demostrado que es una falacia. Siempre lo fue.

—¿Qué debemos hacer? —inquirió, entusiasmado, Calof.

—En primer lugar quiero sostener una conversación privada con Tanis —declaró Gilthanas, viendo que el semielfo se disponía a partir.

—Por supuesto. Hay una pequeña estancia a vuestra derecha donde podréis hablar sin ser molestados —ofreció el noble con el índice extendido hacia una puerta.

Una vez en la reducida pero lujosa sala ambos permanecieron de pie en un tenso silencio, sin lanzarse ni siquiera miradas de soslayo. Pasados unos interminables minutos Gilthanas se dirigió al fin a su interlocutor.

—Siempre menosprecié a los humanos —dijo despacio —, y, sin embargo, he decidido aceptar la responsabilidad de protegerles. Me gusta lo que siento —añadió, escudriñando por vez primera el semblante de Tanis.

También el semielfo observó a Gilthanas y su contraída expresión pareció relajarse, aunque no pudo devolver la sonrisa esbozada por su oponente. Bajó los ojos, y la gravedad tiñó de nuevo su faz.

—Has resuelto ir a Neraka, ¿no es cierto? —preguntó Gilthanas tras otra larga pausa.

Tanis asintió sin despegar los labios.

—¿Te acompañarán tus amigos?

—Algunos de ellos. Todos quieren seguirme, pero... —No pudo continuar al recordar su inquebrantable lealtad, de modo que se limitó a hundir la cabeza sobre su pecho.

El Príncipe elfo posó la vista en la mesa, profusamente tallada, mientras acariciaba con aire ausente su lustrosa madera.

—Debo marcharme cuanto antes —declaró Tanis encaminándose a la puerta—. Tengo mucho que hacer. Abandonaremos la ciudad a medianoche, cuando Solinari se oculte...

—Espera. —Gilthanas apoyó la mano en el brazo del semielfo—. Quiero que sepas que lamento mis palabras de esta mañana. No te vayas aún, Tanis, no sin escucharme. —Lanzó un suspiro y prosiguió—: He aprendido mucho sobre mí mismo, Tanis, y puedo asegurarte que las lecciones fueron duras. Sin embargo, las olvidé todas al conocer la suerte de Laurana. Estaba furioso, espantado y quería vengarme atacando a alguien, a ti puesto que eras la diana más próxima. Laurana actuó como lo hizo empujada por el amor que te profesa. ¡Amor! También he empezado a profundizar en ese sentimiento, o por lo menos lo estoy intentando. —Su voz tenía ahora ribetes amargos—. Pero es el dolor lo que de forma más punzante se abre camino en mis entrañas, aunque ése es asunto que sólo me concierne a mí.

Tanis lo escuchaba con muda atención, notando un nuevo calor en aquella mano que mantenía sobre su brazo.

—Ahora sé, después de haber reflexionado —continuó el elfo— que Laurana tenía razón al dejarse llevar por su impulso. Debía ir, de lo contrario su amor carecería de sentido. Había depositado toda su fe en ti, creía lo suficiente en sus sentimientos como para acudir a tu lado cuando pensó que estabas moribundo... incluso a costa de aventurarse en un lugar maldito.

Gilthanas aferró, ahora con ambas manos, los hombros del cabizbajo semielfo.

—Theros Ironfeld dijo en una ocasión que, en toda su vida, no había visto nunca que de un acto de amor se derivasen consecuencias perniciosas. Debemos creer en sus palabras, Tanis. Laurana corrió en tu busca por amor, lo mismo que te dispones a hacer tú ahora. Sin duda los dioses bendecirán tu empeño.

—¿Acaso bendijeron a Sturm? —preguntó el semielfo con aspereza—. ¡También el amaba!

—¿Cómo sabes que no lo hicieron?

Tanis cerró sus dedos en torno a los de Gilthanas y meneó la cabeza. Quería creer, se le antojaba bello, inquietante... como las leyendas de dragones. En su infancia había anhelado que aquellas criaturas existieran en realidad.

Suspirando, se apartó del elfo. Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando Gilthanas habló de nuevo:

—Adiós, hermano.


Los compañeros se reunieron en una pequeña estancia en la que había una puerta secreta que llevaba, a través de las almenas, hasta el exterior. Gilthanas podría haberles autorizado a salir por uno de los accesos principales pero cuantas menos personas conocieran el proyecto de Tanis mejor sería para todos, en especial para el semielfo.

Solinari había empezado a zambullirse tras los abruptos perfiles de las montañas y Tanis, apartado del grupo, contemplaba a través de una ventana los últimos reflejos de los argénteos rayos lunares sobre las torres de la siniestra ciudadela. Vio luces en el castillo flotante, negras sombras que se recortaban en su interior. ¿ Quién vivía en aquel inefable ingenio? ¿Draconianos? ¿Quizá los magos de Túnica Negra y los perversos clérigos que lo habían desprendido del suelo?

A su espalda oía hablar a los otros en tonos apagados... salvo a Berem. El Hombre Eterno, bajo la estrecha vigilancia de Caramon, se mantenían al margen con el pánico dibujado en sus ojos.

Tanis se volvió para contemplarles unos minutos y al fin se dijo que debía enfrentarse a una nueva despedida, tan dolorosa que se preguntó si no flanquearía su voluntad en el último instante. Observó, tratando de ocultar el rostro, los cálidos haces luminosos que la poniente Solinari prendía de la bella melena metálica de Goldmoon. Su faz irradiaba paz, serenidad, pese a conocer las posibles implicaciones del viaje a las tinieblas que sus amigos se disponían a emprender. Aquello confirió fuerzas al semielfo.

Con un hondo suspiro, se apartó de la ventana para reunirse con el grupo.

—¿Ha llegado la hora? —preguntó ansioso Tasslehoff..

Tanis sonrió, a la vez que estiraba la mano para acariciar el ridículo copete de su cabeza. En un mundo cambiante, los kenders se revelaban inmutables.

—En efecto —dijo en voz alta—. Para algunos de nosotros —añadió con la mirada fija en Riverwind.

Al cruzarse sus ojos con los del semielfo, firmes y graves, los pensamientos que surcaban la mente del hombre de las Llanuras se reflejaron en su semblante, tan límpidos para Tanis como los contornos de las nubecillas en una noche de luna. Al principio Riverwind se negó a comprender, ni siquiera escuchó las palabras de su cabecilla. Pero pronto se percató de lo que éste había dicho y se sonrojó su rostro impenetrable, avivado por el centelleo de sus negras pupilas.

Tanis guardó silencio, limitándose a desviar de nuevo la mirada hacia Goldmoon. También Riverwind contempló a su esposa, quien se hallaba envuelta en una aureola argéntea, perdida en sus propias cavilaciones. Una dulce sonrisa daba vida a sus labios, una complacencia que Tanis había detectado en los últimos días. Quizá imaginaba a su hijo jugando bajo el sol.

El semielfo concentró una vez más su atención en Riverwind. Al ver la batalla que libraba en su interior supo que el guerrero que-shu insistiría en acompañarles, aunque el hacerlo entrañara abandonar temporalmente a Goldmoon.

Avanzando hacia él, Tanis posó las manos en sus hombros y se abrió camino hasta su agitado corazón.

—Tu trabajo ha concluido, amigo —le dijo—. Ya has recorrido las sendas del invierno hasta donde debías seguirlas. Aquí se separan nuestras rutas: la nuestra conduce al yermo desierto, la tuya traza un recodo en pos de los árboles en flor. Has contraído una responsabilidad con el hijo que has engendrado—. Levantó una de sus manos para cerrarla sobre el hombro de Goldmoon y atraerla hacia sí.

»Vuestro vástago nacerá en otoño —se apresuró a continuar para impedir la protesta que ya afloraba a los labios de la mujer—, cuando los vallenwoods se visten de grana y oro. No llores, por favor —añadió estrechándola en sus brazos—. Aquellos viejos árboles volverán a crecer y entonces llevarás al guerrero o a la doncella a Solace, donde le relatarás la historia de dos seres que, gracias a la intensidad de su amor, permitieron que la esperanza perdurase en un mundo de dragones.»

Besó su hermoso cabello antes de que Tika, entre quedos sollozos, ocupase su lugar en un emocionado abrazo de despedida. Mientras, Tanis se volvió hacia Riverwind y advirtió que se había diluido la severa máscara de su rostro para revelar los surcos del dolor. Ni siquiera el semielfo podía ver con claridad a través de las lágrimas.

—Gilthanas necesitará ayuda para planificar la defensa —declaró tras aclarar su garganta—. Me sentiría plenamente feliz si vuestro penoso y largo invierno hubiera terminado, pero me temo que se prolongará aún un poco más.

—Los dioses están con nosotros, amigo, hermano —susurró Riverwind con voz entrecortada, apretando contra su pecho al semielfo—. Espero que os acompañen en vuestro viaje. Aguardaremos vuestro regreso.

Solinari desapareció tras las montañas. Las únicas luces que destellaban ahora en el cielo nocturno eran las de las oscilantes estrellas y aquellos otros resplandores, fantasmales, que enmarcaban las ventanas de la ciudadela y parecían vigilarles cual varios pares de ojos felinos. Uno tras otro los compañeros se despidieron de la pareja de las Llanuras. Encabezados por Tasslehoff cruzaron acto seguido el pasillo de las almenas, atravesaron una nueva puerta y descendieron por una escalera. A su pie, una nueva hoja de carcomida madera conducía a la planicie; la traspasaron en fila, sigilosos, con las manos cerradas sobre sus armas.

Durante un momento permanecieron apiñados oteando el llano donde, a pesar de la cerrada noche, creían que su carrera sería vista por los millares de ojos que acaso los acechaban desde la ciudadela voladora.

Tanis, que se hallaba junto a Berem, notó cómo aquel hombre temblada de miedo y se alegró de haber asignado a Caramon su vigilancia. Desde el instante en que anunció su proyecto de viajar a Neraka el semielfo había detectado una mirada fantasmal y demente en los azules ojos del misterioso individuo, similar a la de un animal enjaulado. No pudo por menos que compadecerle, pero hizo un esfuerzo para endurecer su corazón: era mucho lo que se jugaban. Berem era la clave de una respuesta que se ocultaba en el templo de Neraka. Ignoraba cómo se las arreglaría para descubrir la solución del enigma, si bien un plan comenzaba a perfilarse en su mente.

En lontananza rasgaron el aire nocturno unos estridentes sonidos de trompetas, a la vez que una luz anaranjada se elevaba en el horizonte. Los draconianos prendían fuego a otra ciudad. Tanis se arropó en su túnica pues, a pesar de estar en primavera, el helor del invierno aún flotaba en la atmósfera.

—Iniciad la marcha, de uno en uno —ordenó con voz queda.

Contempló cómo atravesaban a la mayor velocidad posible la franja de tierra herbácea, en pos del cobijo que había de brindarles la arboleda. En un claro les aguardaban varios dragones cobrizos, pequeños pero de raudo vuelo, para transportarles a las montañas, tal como había dispuesto Gilthanas.

«Esta aventura podría concluir antes de iniciarse», pensó Tanis mientras observaba las evoluciones de Tasslehoff, ágil como un roedor en su elemento. Si descubrían a sus monturas, si los vigilantes ojos de la ciudadela les veían, sería su fin. Berem caería en manos de la Reina y la Oscuridad se cerniría para siempre sobre su mundo.

Tika siguió a Tas, en una carrera veloz y segura que contrastaba con la de Flint, penosa y jadeante. El enano parecía haber envejecido en los últimos días mas, aunque esta idea cruzó por la mente del semielfo, sabía que el hombrecillo nunca accedería a quedarse en la ciudad. También Caramon imprimió su peculiar ritmo en la travesía del llano, avanzando a grandes zancadas. En todo momento mantuvo una mano firmemente apoyada en Berem, al que arrastraba sin dificultad.

«Mi turno», se dijo Tanis al ver que todos los otros se hallaban protegidos en la espesura. Para bien o para mal, la historia se acercaba a su desenlace. Alzando la mirada antes de echar a correr distinguió a Goldmoon y Riverwind, que espiaban sus movimientos desde la ventana de la sala de la torre.

Para bien o para mal.

«¿Y si al fin reinan las tinieblas? ¿Qué será de nuestra tierra y de quienes ahora dejo tras de mí?», se preguntó el semielfo por primera vez.

Contempló los contornos de aquellos dos seres que eran para él tan entrañables como la familia que nunca conoció. Goldmoon encendió entonces una vela, cuya llama iluminó fugazmente su rostro y el de Riverwind. Ambos levantaron la mano para desearles suerte, apagando al instante la débil lumbre por miedo a que algunos ojos hostiles descubriesen la escena.

Con un hondo suspiro, Tanis dio medio vuelta y puso en tensión sus músculos. Aunque venciese la negrura, nunca se extinguiría la esperanza. Una vela, símbolo de otras muchas, había oscilado unos segundos para luego morir, pero desde la noche de los tiempos surgirían centenares de llamas que quizá no menguarían bajo ningún soplo.

Así arde siempre el fuego solitario de la esperanza, iluminando la oscuridad hasta la llegada del nuevo día.

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