LIBRO VIII

1 Un viejo humano y un Dragón Dorado.

Era aquél un Dragón Dorado de avanzada edad, el más viejo de su especie. Fiero guerrero en su tiempo, exhibía en su arrugada piel las cicatrices de sus victorias. En un día remoto su nombre brilló con tanta fuerza como sus hazañas, pero hasta él había olvidado su antiguo apelativo y respondía al apodo que ahora le asignaban los jóvenes e irrespetuosos dragones de su estirpe: Pyrite —Oro Empañado—, debido a su irredimible hábito de desaparecer mentalmente del presente para evocar su propia historia.

Su dentadura había menguado de forma considerable, habían transcurrido eones desde que masticara por última vez un sabroso bocado de carne de ciervo o despedazado a un goblin. En ocasiones trituraba entre sus maltrechos colmillos a un conejo tierno, pero se sustentaba sobre todo de gachas de avena.

Cuando vivía en el presente Pyrite era un compañero ingenioso, aunque irascible. También su visión comenzaba a nublarse, pese a su negativa a admitirlo, y su sordera constituía un hecho inapelable. Su mente, no obstante, conservaba una gran agilidad así como su conversación, según otros dragones tan aguda como los incisivos que un día poseyera. El único problema era que casi nunca disertaba sobre los temas que interesaban a cuantos le rodeaban.

En el instante mismo en que regresaba al pasado los otros reptiles dorados huían despavoridos hacia sus cuevas, pues cuando se alimentaba de sus recuerdos podía invocar hechizos con asombrosa precisión y su aliento resultaba tan mortífero como siempre.

En estos momentos, sin embargo, Pyrite no estaba ni en el pasado ni en el presente. Yacía tumbado en los llanos de Estwilde, dormitando bajo el tibio sol primaveral. Junto a él había un viejo humano en similar actitud, hundida su cabeza en la almohada que le prestaba el flanco del Dragón.

Un sombrero de copete puntiagudo y ala deforme descansaba sobre el rostro del anciano, que de ese modo protegía sus ojos del refulgente astro. Bajo su desigual contorno asomaba una esponjosa barba, larga y blanca como la nieve, en curioso contraste con las mugrientas botas que sobresalían del repulgo de su túnica grisácea.

Ambos estaban sumidos en un profundo sueño. Los costados del Dragón se hinchaban y emitían sordos zumbidos cada vez que respiraba mientras que de la boca del hombre, abierta de par en par, surgían prodigiosos ronquidos que incluso a él lo despertaban. Cuando eso sucedía se incorporaba como impulsado por un resorte, lanzaba el sombrero rodando por el suelo —algo que no contribuía a conservar su ya raído paño— y examinaba alarmado las inmediaciones. Al no ver nada inquietante emitía un iracundo gruñido, se encasquetaba de nuevo el sombrero y se abandonaba a su interrumpida siesta, no sin antes azuzar al reptil en las costillas.

Cualquier viejo se habría preguntado sin duda qué diablos hacían aquel par de decrépitos seres en los llanos de Estwilde, a pesar del espléndido día, y se hubiera extrañado de su presencia. Habría imaginado que esperaban a alguien porque el humano se despertaba a intervalos, se quitaba el sombrero y escudriñaba el cielo vacío. Pero no existía tal viajero. Ninguno transitaba por aquel paraje, al menos ninguno amistoso. La planicie era un auténtico hervidero de draconianos y goblins pertrechados para la guerra. Si aquella singular pareja sabía que había elegido un lugar peligroso para dormir, no parecía importarle.

Despertando de un ronquido especialmente atronador, el viejo humano comenzó a reprender a su compañero por hacer tanto ruido pero se interrumpió cuando una sombra pasó fugaz sobre sus cabezas.

—¡Vaya ! —refunfuñó el hombre alzando la mirada—. Una escuadrilla de dragones con sus jinetes. Seguro que sus intenciones son funestas. —Sus cejas se unieron en forma de letra «V» sobre su nariz—. Estoy harto de que perturben mi descanso, ¿cómo osan tapar el sol que nos alumbra? ¡Despierta! —ordenó a Pyrite, a la vez que le golpeaba con un viejo bastón de madera que habría sufrido tanto como él los estragos del tiempo.

El Dragón rezongó, abrió uno de sus dorados ojos, vio aquella nebulosa gris que reconoció como un humano senil y bajó de nuevo el enorme párpado.

Siguieron pasando sombras, cuatro reptiles con sus cabalgaduras.

—¡Vamos, perezoso, despierta de una vez! —exclamó enfurecido el humano. Sin cesar de roncar, el animal se arrellanó sobre su lomo con las garras hacia arriba para recibir en el vientre la suave caricia del sol.

Durante unos instantes el viejo observó furibundo al Dragón pero, llevado de una súbita inspiración, rodeó el colosal cuerpo para situarse junto a su cabeza y vociferar en uno de sus oídos:

—¡Ha estallado la guerra! Nos atacan.

El efecto fue fulminante. Pyrite salió de su letargo, volteándose sobre su estómago y hundiendo las pezuñas en el suelo con tal fuerza que casi quedó atascado. Levantó entonces su orgullosa cabeza, antes de extender las alas y batirlas en un violento torbellino de nubes de polvo y arena que se elevaron una milla en el aire.

—¡La guerra! —repitió con voz tan estentórea como un clarín—. Nos llaman. ¡Que se concentren las tropas! ¡Preparados para la defensa!

El viejo humano quedó atónito ante tan súbita transformación, sin acertar a hablar a causa de la polvareda que había inhalado y que obstruyó momentáneamente sus vías respiratorias. Viendo que el Dragón se disponía a levantar el vuelo, sin embargo, echó a correr hacia él al mismo tiempo que agitaba el sombrero para recordarle su presencia.

—¡Espera! —suplicó entre toses y ahogos—. ¡No te vayassin mí!

—¿Quién eres para que tenga que aguardarte? —rugió Pyrite cegado por el remolino de arena—. ¿Quizá mi hechicero?

—Sí —se apresuró a responder el desconcertado anciano, digamos que soy tu mago. Baja un poco el ala para que pueda trepar por ella. Gracias, eres un buen compañero y ahora... ¡Diablos, no me he sujetado las correas! ¡Cuidado con mi sombrero! ¡Maldita sea, todavía no he dado la orden de despegar!

—Debemos llegar a tiempo al campo de batalla —declaró Pyrite hecho una furia—. ¡Huma está solo ante el peligro!

—¡Huma! —farfulló el hombre—. En cualquier caso, si pretendes sumarte a esa liza llevas algunos siglos de retraso. No es ése el combate al que quiero acudir, sino en pos de los cuatro dragones que vuelan hacia levante. ¡Son criaturas perversas! Tenemos que detenerles...

—Sí, ya los veo —anunció Pyrite y trazó una rauda espiral en persecución de dos sobresaltadas águilas.

—¡No! —protestó desalentado el jinete sin cesar de espolear los costados del animal—. !Pon rumbo al este, dos grados más en esa dirección!

—¿Estás seguro de ser mi hechicero? —preguntó el Dragón con voz cavernosa—. Nunca antes me hablaste en este tono.

—Lo lamento, viejo amigo —se disculpó el anciano— estoy un poco nervioso. Este conflicto me tiene desquiciado.

—¡Por los dioses, he avistado cuatro reptiles voladores! —anunció Pyrite al distinguir al fin sus contornos, que aparecían borrosos ante sus cansados ojos.

—Acerquémonos a fin de no errar en la diana. Deseo utilizar un encantamiento espléndido, el de la bola de fuego. Si logro recordar cómo invocarlo —añadió el humano en sususurro.


Dos oficiales de los ejércitos de los Dragones surcaban el aire junto a los cuatro reptiles de cobre. Uno cabalgaba en cabeza, un hombre barbudo cubierto por un yelmo que parecía demasiado ancho para su cabeza y que le cubría por completo el rostro, ocultando sus ojos. El otro iba en la retaguardia. Era un individuo corpulento, que parecía a punto de reventar embutido en su armadura negra. No llevaba casco, quizá por no haber hallado ninguno de su tamaño, y su faz exhibía una expresión lóbrega y vigilante, sobre todo cuando miraba a los prisioneros que avanzaban a lomos de los dragones en el centro de la escuadrilla.

Formaban los cautivos un heterogéneo grupo: una mujer; enfundada en una armadura de piezas desiguales, un enano, un kender y un varón de mediana edad con el cabello largo y enmarañado.

El mismo viajero que podría haber observado al viejo y a su Dragón se habría percatado de que los oficiales y sus prisioneos se desviaban de su ruta para evitar ser detectados por las tropas de tierra del Señor del Dragón. Cada vez que un grupo de draconianos los descubría y comenzaba a gritar a fin de atraer su atención, los oficiales lo ignoraban de un modo patente. También se habría preguntado un curioso caminante qué hacían los dragones de cobre al servicio de un dignatario de las huestes oscuras.

Por desgracia, ni el anciano ni su decrépita montura poseían excesivas dotes de observación. Refugiándose en los bancos de nubes, avanzaban sin ser vistos hacia el desprevenido grupo.

—Cuando yo te lo ordene sal tan rápido como puedas de nuestro escondrijo —dijo el hombre, emitiendo chasquidos de júbilo ante la perspectiva de una batalla—. Los atacaremos por la espalda.

—¿Dónde está Huma? —preguntó el dorado reptil mientras trataba de aclarar su visión entre las nubes.

—Ha muerto —farfulló el viejo concentrándose en su hechizo.

—¡Muerto! —repitió consternado el animal—. ¿Hemos llegado demasiado tarde?

—¡No te preocupes ahora por eso! —le espetó el hombre encolerizado—. ¿Estás preparado?

—Muerto. —El Dragón no podía creer tan luctuoso suceso. Tras unos instantes de reflexión, declaró con furibundos centelleos en los ojos—: ¡Le vengaremos!

—De eso se trata. —El anciano había decidido seguirle la corriente—. Atento a mi señal... ¡no, todavía no!

Sus últimas palabras se desvanecieron en la ráfaga de viento que provocó el animal al abandonar su aéreo parapeto para lanzarse en picado sobre los pequeños dragones, como una flecha arrojada por una mano invisible.

El fornido oficial que cerraba la singular comitiva advirtió un movimiento sobre ellos y alzó la cabeza.

—¡Tanis! —llamó alarmado al otro oficial con los ojos fuera de sus órbitas.

El semielfo dio media vuelta. Alertado por la atronadora voz de Caramon se aprestó a la lucha, pero al principio no vio a ningún posible rival. Señaló el guerrero hacia las alturas, y fue entonces cuando levantó los ojos y exclamó:

—En nombre de los dioses, ¿quién...?

Tanis vio como, surgido de la bóveda celeste, un Dragón Dorado surcaba el espacio directamente hacia el grupo. Cabalgaba a su grupa un viejo con el cano cabello ondeando a su espalda y la barba blanca esparcida en remolinos sobre sus hombros. La boca del animal estaba retorcida en una mueca que habría sido agresiva de no estar por completodesdentada.

—Creo que nos atacan —dijo Caramon sobrecogido.

Tanis había llegado a idéntica conclusión.

—¡Dispersaos! —ordenó, renegando para sus adentros. A sus pies una división de draconianos contemplaba la batalla aérea con intenso interés, y lo último que deseaba en el mundo era atraer sus miradas. Después de pasar desapercibidos a lo largo de muchas millas, ahora un viejo loco venía a desbaratar sus planes.

Los cuatro dragones rompieron de inmediato su formación, pero no fueron lo bastante rápidos. Una brillante bola de fuego estalló en medio del grupo y los lanzó despedidos en todas direcciones.

Cegado momentáneamente por tan inesperado resplandor, Tanis soltó las riendas y rodeó con los brazos el cuello de su montura mientras ésta daba incontrolables voteretas en el vacío.

De pronto el semielfo oyó una foz de familiar.

—¡Ya son nuestros! ¡Qué magnífico hechizo!

—Fizban —gimió perplejo Tanis.

Sin cesar de pestañear, luchó con denuedo para recobrar el equilibrio. Al parecer el animal sabía cómo manejar la apurada situación mejor que su inexperto jinete, pues no tardó en enderezarse por su propia iniciativa. Ahora que podía centrar su mirada, el semielfo observó a sus compañeros. Estaban ilesos, pero diseminados por el cielo. El anciano y su Dragón perseguían a Caramon, el hombre tenía la mano extendida como si se dispusiera a formular un nuevo encantamiento. El guerrero gritaba y gesticulaba, signo inequívoco de que también él había reconocido al mago.

Flint y Tasslehoff, que se habían situado a su espalda, avanzaban presurosos hacia Fizban. El kender agitaba las manos pletórico de júbilo, mientras que el hombrecillo se aferraba a lo que podía para salvar la vida con un tinte verdoso en su desencajado semblante.

Pero el mago se había obstinado en dar caza a su presa. Tanis le oyó pronunciar unas frases arcanas destinadas a crear dardos de fuego con los que fulminar al guerrero. Al fin brotaron éstas de las yemas de sus dedos, aunque por fortuna erraron su diana. El guerrero tuvo el buen acierto de inclinar la cabeza en el instante en que los mágico relámpagos pasaban junto a él, de modo que no resultó herido.

Tanis lanzó un reniego tan vil que él mismo se sorprendió. Espoleando los flancos de su dragón, señaló con el indice a su oponente y ordenó:

—¡Atácale! No le lastimes, limítate a mantenerla a raya.

Quedó perplejo cuando el dragón cobrizo rehusó obedecer. Tras menear la cabeza la criatura comenzó a trazar círculos, y, de pronto, el semielfo comprendió que se preparaba para aterrizar.

—¿Te has vuelto loco? —le imprecó—. Nos posaremos en medio de las tropas enemigas.

El animal le prestó oídos sordos y, para colmo de desdichas, los otros dragones resolvieron imitarle y planearon en el aire en busca de un lugar propicio donde tomar tierra.

En vano suplicó Tanis a su montura que depusiera su actitud. Berem, sentado detrás de Tika, se abrazó a ella con tal vehemencia que la muchacha apenas podía respirar. Los ojos del Hombre Eterno estaban fijos en los draconianos, que corrían por el llano en dirección al paraje hacia el que volaban los reptiles cobrizos mientras Caramon, por su parte, se debatía en su silla para tratar de evitar los relámpagos que zigzagueaban a su alrededor. Incluso Flint había reaccionado y tiraba frenéticamente de las riendas de su dragón, sin preocuparse de los gritos que Tas seguía dedicando a Fizban. Este último avanzaba detrás del grupo y conducía a los animales como a un rebaño de ovejas.

Aterrizaron al fin en las estribaciones de las montañas Khalkist. Cuando examinó su entorno presa de una gran inquietud, Tanis vio que las hordas de draconianos se acercaban en una desenfrenada carrera.

«Quizá logremos engañarles», pensó, aunque sus disfraces, en principio, sólo debían permitirles llegar hasta Neraka y no burlar a un grupo de recelosos draconianos. De todos modos, merecía la pena intentarlo. Sólo le cabía confiar en que Berem sabría conservar la calma y permanecer en segundo plano.

Sin embargo, antes de que el semielfo acertara a decir una sola palabra, el Hombre de la Joya Verde saltó a tierra para emprender la huida en dirección a las vecinas montañas. Tanis vio que los soldados lo señalaban entre agitadas voces.

Su idea de mantenerle en la sombra había fracasado antes de ponerla en práctica. Tanis esbozó un nuevo reniego, pero trató de concentrarse en concebir una farsa susceptible de ayudarles a salir del apuro. Podía fingir que aquel hombre era un prisionero ansioso por escapar, mas no tardó en comprender que si los draconianos creían esta historia se lanzarían en su persecución y acabarían por apresarle. Si las revelaciones de Kitiara eran ciertas, todos los miembros de sus huestes poseían descripciones de Berem.

—¡En nombre del Abismo! —El semielfo se esforzaba en recapacitar, pero aquella situación se le escapaba de las manos—. !Caramon, ve en busca de Berem! Flint, tú te ocuparás...¡No, Tasslehoff, vuelve aquí! ¡Maldita sea! Tika, detén al kender. Pensándolo mejor, quédate a mi lado; tú también, Flint.

—¡Pero Tasslehoff ha ido al encuentro de ese viejo orate!

—Con un poco de suerte la tierra se abrirá y los engullirá a ambos.

Desmontando tras los otros compañeros, el semielfo giró la cabeza y no pudo reprimir una severa imprecación al ver la escena que se desarrollaba en la ladera. Berem, azuzado por el pánico, trepaba entre las rocas y los arbustos de espino con la ligereza de una cabra montesa mientras Caramon, a causa de su arsenal de artilugios guerreros, resbalaba sin cesar perdiendo un paso de cada dos que avanzaba.

Al posar una vez más los ojos en el llano, Tanis distinguió a los draconianos con absoluta claridad. La luz del sol reverberaba en su metálico atuendo, sus espadas y sus lanzas. Quizá aún existía una posibilidad si los Dragones de Cobre accedían a atacar.

Pero en el instante en que daba la orden de combate el anciano mago apareció por detrás de un peñasco, bajo cuya sombra se había posado el Dragón Dorado, para desbaratarsu plan.

—¡Vosotros cuatro, volved al lugar de donde surgisteis! —vociferó el humano a la vez que corría hacia el grupo.

—¡No, espera! —Tanis casi se arrancó la barba de un tirón a causa de su ira y de su impotencia. No era para menos, pues el viejo hechicero corría entre los cobrizos animales ahuyentándoles como un granjero a sus gallinas cuando las conduce al corral.

De pronto el semielfo abandonó sus lamentaciones, al advertir perplejo que los animales se postraban en presencia del humano de túnica grisácea y, desplegando las alas, alzaban el vuelo.

Tanis, enfurecido, cruzó la enmarañada hierba en pos del mago. Al oírle, Fizban se volvió para encararse con él.

—Estoy decidido a lavar tu sucia boca con jabón —amenazó el anciano al mismo tiempo que clavaba en el semielfo una furibunda mirada—. Todos vosotros sois ahora mis prisioneros, de modo que comportaos como es debido o probaréis los efectos de mi magia...

—¡Fizban! —exclamó Tasslehoff, que regresaba por el otro lado del peñasco al no encontrarle junto a su Dragón. El kender echó a correr y estrechó al atónito humano entre sus brazos sin darle tiempo a retroceder.

—Pero si es Tassle... —masculló éste.

—Burrfoot —apostilló el interpelado, soltándole e inclinando el cuerpo en una cortés reverencia.

—¡Por el fantasma del gran Huma! —profirió Fizban.

—Este es Tanis el Semielfo, y aquél Flint Fireforge. ¿No te acuerdas de él? —preguntó Tas a la vez que extendía el índice en dirección al enano.

—Sí, por supuesto —repuso el mago balbuceante y ruboroso.

—Y Tika, y Caramon; aunque ahora no puedes verle, está en esa ladera. También nos acompaña Berem, un hombre extraño que recogimos en Kalaman y que tiene una joya verde incrustada... ¡Ay! Tanis, me has hecho daño.

Tras mirar de hito en hito a todos los presentes, Fizban se aclaró la garganta e inquirió:

—¿No os habréis unido a los ejércitos de los Dragones?

—¡Claro que no! —le espetó Tanis en sombrío ademán—. Por lo menos, hasta hoy. De todos modos quizá la situación cambie de un momento a otro —añadió, haciendo un significativo gesto hacia atrás.

—¿No tenéis ninguna vinculación con ellos? —insistió el mago con renovada esperanza—. ¿Estáis seguros de no haber sido convertidos? Podrían haberos convencido a la fuerza.

—¡No, maldita sea! —El semielfo se desprendió violentamente de su yelmo—. Soy Tanis ¿recuerdas?

El rostro de Fizban se iluminó.

—Es para mí un gran placer volver a veros, señor. —Asiendo la mano de Tanis, la estrechó en un cálido apretón.

—¡Lo has estropeado todo! —le reprendió el semielfo exasperado, a la vez que se desembarazaba de su conciliador saludo.

—¡Pero cabalgabais a lomos de dragones!

—Sí, de Dragones del Bien. ¡Han regresado! —Tanis no lograba contener su ira.

—¡Nadie me lo comunicó! —protestó el anciano, presa también de cierta indignación.

—¿Sabes lo que has hecho? —El semielfo ignoró aquel intento de interrumpirle—. Nos has derribado en el aire y, no contento con ello, has expulsado a nuestro único medio seguro para llegar a Neraka.

—Me doy cuenta —admitió pesaroso Fizban. Tras lanzar una mirada de soslayo a la llanura, añadió—: Esos individuos nos ganan terreno, no debemos permitir que nos alcancen. ¿Qué hacemos aquí charlando mientras se acercan? !Vaya un cabecilla! —Clavó sus ojos en Tanis—. Supongo que tendré que asumir yo el mando. ¿Dónde está mi sombrero?

—A unas cinco millas —declaró Pyrite, que se había reunido con el grupo. Un prolongado bostezo brotó de su arrugado hocico.

—¿Qué haces en estos parajes? —dijo el mago visiblemente disgustado.

—¿Dónde debería estar? —preguntó el Dragón.

—¡Te ordené que levantaras el vuelo en cuanto lo hicieran los otros!

—No he querido ir con ellos —se rebeló el animal. Estornudó y una lengua de fuego afloró por sus fosas nasales, seguida de una tremenda bocanada de aire—. Esas criaturas cobrizas no respetan a sus mayores —explicó malhumorado—. No cesan de hablar ni de reír por tonterías. ¡Me ponen nervioso! .

—En ese caso, tendrás que regresar solo. —Fizban alzó la vista para clavarla en los empañados ojos del animal—. Vamos a emprender un largo viaje por una región llena de peligros...

—¿ Vamos? —intervino Tanis—. Escúchame bien, Fizban, o como quiera que te llames: te sugiero que tú y tu... amigo sigáis vuestro camino. Tienes razón, nuestro periplo será arriesgado y, ahora que hemos perdido a nuestros dragones, también más prolongado de lo que en principio calculamos.

—Tanis —gritó Tika espiando a los ya próximos draconianos.

—Rápido, a las montañas —apremió el semielfo a la vez que emitía un hondo suspiro en un intento de controlar su miedo y su furia—. Vamos, Tika, adelante. Flint, síguela. Tas... —tiró de su brazo para azuzarle.

—No, Tanis, no podemos dejarle aquí —suplicó el kender.

—¡Tas! —le atajó el semielfo en un tono que dejaba patente su resolución de no admitir más demoras. También el anciano pareció comprender que nada lo detendría.

—Iré con los compañeros —anunció al Dragón por su propia iniciativa, pues sabía que Tanis no iba a ofrecérselo—. Me necesitan. Como no puedes regresar solo, tendrás que recurrir al polifónico...

—¡Polimórfico! —le corrigió indignado Pyrite—. Nunca aprenderás esa palabra...

—Su nombre no importa ahora, me has entendido y eso basta. ¡Deprisa o no podrás venir con nosotros.

—De acuerdo —asintió el Dragón—. También podría utilizar otros.

—No creo que... —empezó a sugerir Tanis, sin atender al singular galimatías y preguntándose qué iban a hacer con aquel viejo gigante.

Pero era demasiado tarde.

Mientras Tas lo contemplaba fascinado y el semielfo permanecía quieto, ardiendo de impaciencia, el animal pronunció unas palabras en el extraño lenguaje de la magia. Se produjo un deslumbrante resplandor y el dorado reptil se desvaneció ante sus ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Tasslehoff sin comprender el fenómeno.

Fizban se inclinó hacia adelante para recoger algo del suelo y alzarlo en su palma abierta.

—¡Moveos, no hay tiempo que perder! —Tanis empujó a Tas y al viejo en dirección a la ladera, que Tika y Flint ya habían comenzado a escalar.

—Toma —susurró Fizban al kender en plena carrera—. Vamos, extiende la mano.

Tas obedeció, y quedó sin resuello al ver lo que el mago había depositado entre sus dedos. Le habría gustado detenerse para examinarlo mejor, pero Tanis lo agarró por el brazo y lo obligó a seguir.

En la palma del sobrecogido kender refulgía la diminuta figura de un dragón dorado, tallada con exquisito detalle. Incluso creyó ver las cicatrices de sus alas, aunque no con tanta claridad como los pequeños rubíes que centelleban en sus cuencas oculares. De pronto, bajo la atenta mirada de Tas, las gemas desaparecieron bajo los dorados párpados que la estatuilla acababa de entornar.

—¡Fizban, es magnífico! ¿De verdad puedo quedármelo? —se aseguró sin girar la cabeza hacia el anciano, que avanzaba un poco rezagado entre sonoros resoplidos.

—¡Por supuesto, muchacho! —confirmó el mago—. Al menos hasta que concluya esta aventura.

—O hasta que muramos en el empeño —farfulló Tanis, salvando las rocas a gran velocidad. Los draconianos se hallaban a escasa distancia.

2 El puente mágico.

Perseguido por los draconianos, que creían haber dado con un grupo de espías, los compañeros escalaron un cerro tras otro.

Habían perdido el rastro de Caramon y el huido Berem, pero no tenían tiempo para buscarles. Así pues se llevaron un gran sobresalto cuando encontraron al guerrero, que estaba intentando reanimar el cuerpo inerte del Hombre de la Joya Verde, desmayado a sus pies.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tanis entre dificultosos jadeos, agotado tras la penosa marcha montaña arriba.

—Al fin lo atrapé —respondió Caramon meneando la cabeza— y presentó batalla. Es muy fuerte para su avanzada edad, Tanis, de modo que tuve que golpearle. Temo haberme excedido —añadió a la vez que contemplaba lleno de remordimientos la comatosa figura.

—¡Fantástico! —exclamó el semielfo, demasiado cansado para reprenderle.

—Me ocuparé de él —declaró Tika mientras revolvía en una bolsa de cuero.

—Los draconianos acaban de salvar el peñasco más próximo —informó Flint, que se había rezagado del grupo. El enano caminaba a trompicones, al parecer en el límite de su resistencia. Se desplomó junto a una roca y procedió a enjugarse el sudor con el extremo de su luenga barba.

—Tika —empezó a decir Tanis.

—¡Lo encontré! —le atajó la muchacha con aire triunfante, exhibiendo en su mano un pequeño vial. Tras arrodillarse al lado de Berem, destapó el frasquito y lo agitó bajo su nariz. La inconsciente criatura respiró hondo y, al instante, le sobrevino un acceso de tos.

Tika lo abofeteó entonces sin violencia en ambas mejillas, al mismo tiempo que le ordenaba con el tono de voz que solía utilizar entre los parroquianos de «El Ultimo Hogar»:

—¡Levántate! A menos, claro, que quieras caer en poder de los draconianos.

Berem abrió alarmado los ojos. Se sentó aún aturdido sujetándose la cabeza, con ayuda del guerrero.

—¡Espléndida idea, Tika! —la felicitó Tas muy excitado—. Deja que pruebe yo... —Sin que la muchacha acertara a detenerle, el kender le arrebató el vial y se lo llevó a la nariz para inhalar sus efluvios.

—¡Agh! —balbuceó medio asfixiado retrocediendo hacia Fizban, que aparecía en aquel momento por el sendero después de demorarse en la escalada—. ¡Tika, qué olor tan espantoso! —Apenas podía hablar—. ¿Qué es?

—Una de las pócimas de Otik —respondió ella sonriente—. Todas las mozas de la posada teníamos uno de estos frasquitos. Resultaba útil en multitud de ocasiones, supongo que sabes a qué me refiero. —Su mueca festiva se desvaneció al recordar—.¡Pobre Otik! —susurró—. Me pregunto que habrá sido de él y de su local.

—No es momento para cavilaciones, Tika —la amonestó Tanis nervioso—. Tenemos que seguir. ¡Incorpórate, anciano! —ordenó a Fizban, que acababa de acomodarse en el suelo.

—Conozco un hechizo —insinuó el mago mientras Tas tiraba de él—, que aniquilaría a esos bribones en un abrir y cerrar los ojos. ¡Se desvanecerían en el aire!

—¡No! —prohibió el semielfo—. De ninguna manera. Con la suerte que tenemos últimamente seguro que se convertirían en trolls.

—Quizá podría... —el rostro de Fizban se iluminó.

El sol crepuscular comenzaba a zambullirse en el lejano horizonte cuando el camino que habían seguido en su precipitada excursión alcanzó un punto muerto para ramificarse en dos direcciones opuestas. Una de las sendas conducía a los picos, la otra parecía serpentear por la ladera. Tanis pensó que quizá existía un paso entre las cumbres, un paso que podrían defender si fuera necesario.

Antes de que pudiera pronunciar una palabra, Fizban se adentró en el sendero que discurría por la ladera. .

—Este es el buen camino —anunció el viejo mago sin interrumpir la marcha, apoyado en su bastón.

—Pero... —intentó replicar Tanis.

—¡Vamos, seguidme! —insistió el anciano, volviéndose para lanzarles una fulgurante mirada bajo su cano entrecejo—. Ese otro es un callejón sin salida, y en más de un aspecto. Lo conozco bien, no es la primera vez que visito estos parajes. La senda que he tomado rodea una de las montañas hasta una honda cañada. Hay un puente sobre el precipicio; podemos cruzarlo y luchar contra los draconianos cuando pretendan alcanzarnos.

Tanis rezongó, remiso a confiar en aquel viejo demente.

—Es un buen plan —razonó Caramon—. Antes o después tendremos que encararnos con ellos. —Señaló a los draconianos que trepaban por los caminos montañosos.

Tanis examinó a sus compañeros, todos más cansados de lo que admitían. Tika estaba pálida, apenas brillaban sus ojos habitualmente alegres. Se apoyó en Caramon, quien incluso había abandonado sus lanzas a fin de aligerar la carga.

Tasslehoff dedicó a Tanis una sonrisa jovial, pero jadeaba como un perro sediento e incluso cojeaba de un pie.

Berem presentaba su semblante acostumbrado, mezcla de hosquedad y temor. De todos modos no era él quien más preocupaba al semielfo, sino Flint. El enano no había despegado los labios durante su fuga y, aunque mantuvo el ritmo sin desfallecer, exhibía un tinte amoratado en el rostro además de respirar en cortas boqueadas. En ocasiones, cuando se creía libre de miradas indiscretas, cerraba la mano sobre su pecho o se frotaba el brazo izquierdo como si le causara un punzante dolor.

—De acuerdo, Fizban —accedió el semielfo—. Dejaré que guíes la comitiva, aunque lo más probable es que no tarde en lamentarlo —concluyó en un susurro mientras los restantes compañeros se apresuraban a seguir al mago.

Al anochecer, el grupo se detuvo en un pequeño saliente rocoso que se extendía en la parte superior de la ladera. Ante ellos se dibujaba un hondo desfiladero en cuyo centro, al pie de las verticales paredes, reptaba un río abriéndose paso como una sinuosa serpiente.

Tanis calculó que el precipicio superaba los cuatrocientos pies. El camino que ahora seguían jalonaba el cerro, con la piedra desnuda a un lado y el vacío al otro. Sólo existía un medio para cruzar la garganta.

—Ese puente —dijo Flint tras varias horas de silencio— es más viejo que yo... y está más desvencijado.

—Ese puente ha perdurado durante años, sobreviviendo incluso al Cataclismo —replicó Fizban indignado.

—Lo creo —apostilló Caramon.

—Al menos no es demasiado largo. —Era Tika quien hablaba, en un intento de infundir ánimos pero con voz entrecortada.

El puente que unía las dos vertientes estaba construido según un diseño único. Ambos extremos, incrustados en las montañas, eran sostenidos por unos enormes troncos de vallenwood que formaban una letra X donde se apoyaba la plataforma de listones de madera. En un tiempo remoto aquella estructura debió constituir una maravilla arquitectónica, mas ahora las tablas aparecían podridas y astilladas. Si en su día existió una barandilla, había caído sin dejar rastro en el angosto precipicio. Los troncos de su base crujían y se balanceaban en la fría brisa de la noche.

De pronto los compañeros oyeron a escasa distancia ecos de voces guturales, acompañadas por repiqueteos metálicos.

—No podemos retroceder —constató Caramon—. Propongo que crucemos el puente de uno en uno.

—No hay tiempo —repuso Tanis levantándose—. Sólo nos cabe esperar que los dioses nos acompañen. Y, aunque detesto admitirlo, Fizban tiene razón; una vez al otro lado no nos resultará difícil vencer a los draconianos que, apiñados en la plataforma, se convertirán en excelentes dianas. Iré delante y los demás me seguiréis en fila. Caramon, mantente en la retaguardia y tú, Berem, colócate detrás de mí.

Avanzando con toda la premura que permitía la situación, Tanis pisó el puente en un tanteo inicial. Bajo sus pies los listones se estremecían de un modo ominoso mientras que, en lontananza, el río fluía en sucesivos rápidos entre los muros del cañón con irregulares rocas proyectadas sobre su blanca y espumosa superficie. El semielfo contuvo el aliento y desvió los ojos de las profundidades.

—No miréis hacia abajo —recomendó a los otros, sintiendo un doloroso vacío donde debía hallarse su estómago.

Durante unos momentos el semielfo no pudo moverse, pero al fin logró contenerse y emprender la travesía. Berem andaba pegado a sus talones, atenazado por un pánico que borraba cuantas sensaciones de temor había experimentado en su prolongada vida. .

Tras el Hombre Eterno, Tasslehoff, con la ligereza y agilidad que caracteriza a los kenders, abría camino al aterrorizado Flint, sostenido por Fizban. Al fin, Tika y Caramon acometieron la pasarela sin cesar de vigilar la ineludible aparición de sus enemigos.

Tanis se encontraba casi a medio camino cuando una parte de la plataforma cedió bajo sus pies, quebrándose la añeja madera de varias tablas.

En una reacción instintiva, motivada por el paroxismo del momento, el semielfo se aferró a los listones del borde. Pero éstos se desmenuzaban en su mano, hasta que sus dedos empezaron a deslizarse y... alguien lo agarró por la muñeca.

—¡Berem, aguanta! —jadeó Tanis a la vez que intentaba mantenerse en suspenso, a sabiendas de que cualquier movimiento por su parte no haría sino dificultar la ayuda que le brindaba el Hombre de la Joya Verde.

—¡Tira de él! —vociferó Caramon—. No os mováis los demás, la estructura podría ceder y nos precipitaríamos en la cañada.

Desfigurado por la tensión, en un baño de sudor frío, Berem obedeció la orden del guerrero. Tanis vio cómo se hinchaban los músculos de sus brazos, con las venas a punto de estallar. Tras unos segundos, que el semielfo se le antojaron siglos, el insondable humano izó su cuerpo por el borde del puente para depositarlo sobre las tablas aún enteras donde, aturdido se desmoronó. Permaneció en el inseguro suelo tembloroso, agarrado a la madera.

Tika lanzó un repentino grito y, al levantar la cabeza, Tanis comprendió con una mueca irónica que había salvado la vida para perderla de nuevo. En efecto, una treintena de draconianos acababan de aparecer en el sendero que dejaran atrás. El semielfo miró el trecho que se extendía al otro lado de la brecha, comprobando que la plataforma seguía encajada en su estructura y que tanto él como Berem y Caramon podían alcanzarla de un salto, pero no así Tas, Flint, Tika ni el viejo mago.

—Antes hablaste de «excelentes dianas» —murmuró Caramon, a la vez que desenvainaba su espada.

—¡Formula un hechizo, anciano! —exclamó, de pronto, Tasslehoff.

—¿Cómo? —Fizban no daba crédito a sus oídos.

—¡Un hechizo! —repitió el kender señalando hacia los draconianos que, al ver a los compañeros atrapados en el puente, se disponían a aniquilarles.

—Tas, ya tenemos bastantes problemas —le recordó Tanis con la madera resquebrajándose bajo sus pies. Caramon se plantó entonces de espaldas al grupo, resuelto a defenderles de los soldados.

Imitando al valiente guerrero, Tanis insertó una flecha en su arco y disparó. Uno de los reptiles se sujetó el pecho con las manos antes de precipitarse entre desgarradas voces seguido por otro, víctima también de un certero dardo del semielfo. Los draconianos que se hallaban apostados en el entro de la línea titubearon, escudriñando su entorno en una gran confusión: no había ningún parapeto seguro, ningún escondrijo donde cobijarse de la mortífera arremetida del barbudo adversario. Los de primera fila, no obstante, se lanzaron en pos del puente.

En aquel instante Fizban empezó a invocar su encantamiento.

Al oír el cántico del mago Tanis se sintió desfallecer, pero enseguida rectificó pues lo cierto era que nada en el mundo podía agravar todavía más su situación. Berem, erguido junto a él, contemplaba a los draconianos en una postura estoica que parecía incomprensible de no saber que aquel hombre no temía a la muerte debido a su seguridad de renacer poco después. El semielfo arrojó una tercera flecha, que provocó el grito agónico de otro enemigo. Tan concentrado estaba en su blanco, que olvidó por completo a Fizban hasta que Berem emitió una exclamación de asombro. Al alzar los ojos vio que el humano miraba perplejo al cielo, le modo que trató de localizar el objeto de su asombro... y casi dejó caer el arco cuando lo descubrió.

Descendía entre las nubes, refulgiendo bajo los últimos rayos del sol, un tramo de puente de tonos dorados. Guiada por la mano de Fizban, la aparición se desprendió de sus invisibles sujeciones para cerrar la brecha.

Tanis se recobró de su estupor y, al mirar a sus oponentes, advirtió que ellos contemplaban también el tramo dorado con sus ojos de reptil, totalmente transfigurados.

—¡Rápido! —ordenó. Asiendo a Berem por el brazo, el semielfo lo arrastró en su carrera y saltó sobre el tramo cuando se hallaba suspendido a escasa distancia del vacío que debía cubrir. Aún soportando el peso de ambos el fantasmal objeto se mantuvo firme en su descenso, aunque ahora un poco más lento fiel a las instrucciones de Fizban.

En el momento en que la dorada pasarela se hallaba a escasas pulgadas de su ajuste, Tasslehoff, con un salvaje grito, se encaramó a ella seguido por el aturdido enano. Los draconianos, comprendiendo, de pronto, que sus presas escapaban, aullaron enfurecidos y corrieron en tropel hacia la plataforma. Tanis se había detenido en el extremo del mágico trozo de puente, desde donde disparaba flechas a la avanzadilla mientras que Caramon contenía su arremetida con la espada.

—¡Adelante! —instó Tanis a Tika quien, tras alcanzar de un brinco la tabla salvadora, se situó junto a él—. Permanece al lado de Berem y vigílale. Acompáñala, Flint. ¡Deprisa!

—Yo me quedaré contigo, Tanis —se ofreció Tasslehoff.

Aunque a regañadientes, dirigiendo a Caramon una mirada de soslayo, Tika obedeció al semielfo y se alejó con Berem, que no necesitaba de sus empellones dada la proximidad de los draconianos. Atravesaron raudos el tramo hacia la mitad restante del desvencijado puente, cuyos listones crujían de manera alarmante bajo su peso. Tanis esperaba que resistiera, pero no podía permitirse el lujo de observar la travesía; sólo las pisadas de las recias botas de Flint le anunciaban el éxito de la intentona.

—¡Lo conseguimos! —gritó Tika desde el otro lado del cañón.

—¡Caramon! —llamó Tanis al guerrero a la vez que disparaba otra flecha, esforzándose para mantener el equilibrio en la plataforma. En tan insegura posición no acertó a concluir su frase.

—Cruza de una vez —espetó Fizban al guerrero en lugar del semielfo—. Debo concentrarme para depositar el tramo en su lugar correcto, creo que he de desviarlo unas pulgadas a la izquierda.

—¡Tasslehoff, no te quedes aquí! —ordenó Tanis.

—No pienso abandonar a Fizban —se obstinó el kender al ver que Caramon se izaba sobre la tabla y que los draconianos, libres de su acoso, se apiñaban en el puente. Tanis lanzaba flechas con toda la velocidad posible, derribando a los draconianos entre charcos de sangre verdosa o precipitándoles al vacío, pero empezaba a sentirse agotado y, lo que era aún peor, apenas le quedaban proyectiles. Los enemigos no cesaban de avanzar pese a sus denodados intentos de frenarles.

—¡Apresúrate, Fizban! —le suplicó Tasslehoff retorciéndose las manos.

—¡Ya está! —declaró satisfecho el mago, ajeno a la cruenta batalla—. Un encaje perfecto y los gnomos afirmaban que era un pésimo ingeniero.

En efecto, la parte que sostenía a Tanis, Caramon, Fizban y Tas se había instalado firmemente entre las dos secciones del quebrado puente. Pero en aquel mismo momento la mitad que conducía a la salvación, al otro lado de la garganta, se partió y cayó al precipicio.

—¡En nombre de los dioses! —exclamó Caramon aterrorizado, a la vez que sujetaba a Tanis y lo atraía hacia él para evitar que pisara el vacío en lugar de las planchas de madera que ya no podían recibirle.

—¡Estamos atrapados! —se lamentó el semielfo mientras contemplaba como los troncos se hundían en el desfiladero y sentía que su alma caía con ellos. Al otro lado oía gritar a Tika, confundiéndose sus voces con las exultantes exclamaciones de los draconianos.

Inesperadamente, algo se quebró con estrépito en el lugar donde se hallaban congregados los reptiles, que mudaron su júbilo por un incontenible terror.

—¡Mira, Tanis! —le apremió Tasslehoff muy excitado.

El semielfo giró el rostro, justo a tiempo para ver que aquella parte del puente se desmoronaba también en el cañón arrastrando a numerosos draconianos. El tramo dorado se tambaleó de un modo alarmante y, al notarlo, Caramon no pudo reprimir un aullido de miedo:

—!Vamos a despeñamos, no hay nada que nos sostenga ahora!

Sin embargo, su lengua se paralizó al escudriñar ambos flancos de la vieja estructura. Con un ahogado susurro, añadió:

—No puedo creerlo.

—No me preguntes por qué, pero yo sí —repuso Tanis en un tembloroso jadeo.

En el centro del cañón, suspendida en el aire, la mágica tabla permanecía inmutable, brillando bajo la luz del sol poniente mientras los últimos listones de la plataforma desaparecían en pos de las verticales paredes. Cuatro figuras se erguían sobre su refulgente superficie, sin cesar de observar las ruinas que les rodeaban y las insalvables brechas que se abrían en ambos extremos del ya inexistente paso.

Durante unos segundos reinó un silencio sepulcral, que rompió Fizban para dirigirse triunfante a Tanis:

—Un espléndido hechizo —declaró orgulloso—. ¿Alguien tiene una cuerda?

Era noche cerrada cuando los compañeros lograron abandonar el tramo dorado. Entonces lanzaron a Tika una gruesa cuerda, obtenida también gracias a la magia de Fizban. Esperaron hasta que la muchacha, ayudada por Flint, la hubo afianzado a un recio peñasco. Uno por uno Tanis, Caramon, Tas y Fizban iniciaron la acrobática travesía para ser izados en el borde del risco merced a las fuertes manos de Berem.

Concluida la peligrosa hazaña, todos se abandonaron a su invencible fatiga. Tan exhaustos estaban que ni siquiera tomaron la precaución de buscar un refugio, ni tomaron ningún alimento. Extendieron sus mantas en una cercana pineda de árboles enanos y acto seguido establecieron turnos de vigilancia. Quienes pudieron cayeron en un profundo sueño mientras los otros los custodiaban.

A la mañana siguiente Tanis se despertó rígido y dolorido. Lo primero que captaron sus ojos fue el reflejo del sol sobre la plataforma, que permanecía suspendida en el vacío.

—Supongo que no puedes desembarazarte de este objeto —comentó el semielfo al viejo mago, que ayudaba a Tas a preparar el exiguo desayuno de campaña.

—Me temo que no —afirmó Fizban a la vez que lanzaba una ansiosa mirada al resplandeciente tramo.

—Esta mañana ha ensayado varios hechizos —explicó Tas inclinando la cabeza en dirección a un pino que, totalmente cubierto de telarañas, se alzaba junto a otro del que sólo quedaba un tocón chamuscado—. Me ha parecido preferible hacerle desistir antes de que nos convirtiera en grillos o algo peor.

—Has hecho lo que debías —farfulló Tanis sin poder , substraerse a los deslumbrantes centelleos de la tabla—. Si pintáramos una flecha en el risco no dejaríamos un rastro más visible. —Y, apesadumbrado, fue a sentarse al lado de Caramon y Tika.

—No hay duda de que nos perseguirán —añadió el guerrero mientras masticaba con dificultad un correoso bocado de fruta desecada—. Los dragones les ayudarán a salvar la brecha —concluyó, guardando el alimento sobrante en su bolsa.

—Caramon, apenas has comido —se asombró Tika.

—No tengo hambre —respondió él, y se puso en pie—. Voy a reconocer el terreno.

Sin pronunciar otra palabra, el guerrero se cargó al hombro armas y enseres para alejarse por el angosto camino. Tika, con el rostro ladeado en un intento de evitar la mirada de Tanis, comenzó a recoger su hatillo.

—¿Raistlin? —indagó el semielfo, a quien no se le había escapado la actitud de la pareja.

Tika interrumpió su febril actividad y descansó ambas manos en el regazo.

—¿Cuándo se liberará de esa obsesión, Tanis? —preguntó contemplando impotente la silueta del amado—. No lo comprendo.

—Tampoco yo —admitió el semielfo en el instante en que el guerrero desaparecía en la espesura—. De todos modos, nunca tuve hermanos.

—¡Yo sí le comprendo! —exclamó, de pronto, Berem. Su voz tembló con una pasión que no pasó desapercibida al cabecilla del grupo.

—¿Qué quieres decir?

Al oír su pregunta, se desvaneció del semblante del Hombre Eterno todo rastro de vehemencia.

—Nada —titubeó, convertido de nuevo su rostro en una máscara insondable.

—No voy a conformarme con esa respuesta. ¿Por qué comprendes a Caramon? —Se había levantado y oprimía entre sus dedos el brazo de Berem.

—¡Déjame en paz! —protestó el hombre enfurecido, desprendiéndose de Tanis.

—Escucha, Berem —le llamó Tas con una alegre sonrisa, como si no hubiera oído la conversación—. Estoy examinando mis mapas y he encontrado uno que encierra una historia de lo más interesante...

Berem se encaminó, tras dedicar a Tanis una misteriosa mirada, hacia el lugar donde el kender se había instalado entre sus joyas cartográficas y procedía a estudiarlas. Acuclillándose junto a los documentos extendidos, el Hombre Eterno se perdió en sus vacilaciones mientras escuchaba el relato de Tas.

—Olvídalo, Tanis —le aconsejó Flint—. En mi opinión si entiende a Caramon es porque está tan loco como Raistlin.

—No pensaba preguntarte, pero tienes razón —admitió Tanis sentándose junto al enano para ingerir su desayuno—. No tardaremos en irnos, eso es lo que importa ahora. Con un poco de suerte Tas encontrará un mapa de estos contornos.

—No creo que nos convenga —dijo Flint entre estornudos—. La última vez que seguimos la ruta de uno de sus mapas terminamos en un puerto sin mar.

—Quizá en esta ocasión sea distinto. —El semielfo no pudo ocultar su sonrisa—. Siempre será mejor que obedecer las instrucciones de Fizban.

—Estoy de acuerdo —rezongó el enano, lanzando al mago una mirada de soslayo. Estiró el cuerpo hacia Tanis para susurrarle al oído—: ¿Nunca te has preguntado cómo logró salvarse en Pax Tharkas?

—¡Son tantos los enigmas sin respuesta a los que no ceso de dar vueltas! —exclamó Tanis sin alzar la voz—. Por cierto, ¿cómo te encuentras?

El enano pestañeó asombrado ante las inesperadas palabras del semielfo. ¿Qué tenía aquello que ver con lo que estaban discutiendo?

—Bien —le espetó con un intenso rubor en las mejillas.

—Veras, he observado que te frotas el brazo izquierdo cuando hacemos una larga caminata —intentó explicar.

—Es el dichoso reuma —gruñó el interpelado—. Como sabes siempre se recrudece en primavera, y dormir al raso no contribuye a aliviarlo. Creo que quieres partir cuando antes —añadió para desviar el tema, y se concentró en embalar sus pertenencias.

—En efecto..—Tanis se volvió, después de exhalar un hondo suspiro—. ¿Has encontrado algo, Tas?

—Me parece que sí —contestó el kender pletórico. Enrollando de nuevo sus mapas, los introdujo en su estuche y se apresuró a embutir éste en el hatillo, no sin espiar fugazmente a su dragón dorado mientras lo hacía. Aunque de metal, la figurilla cambiaba de forma del modo más extraño imaginable. Ahora se hallaba envuelta en sí misma como un anillo. Tan absorto estaba en la contemplación del mutante objeto que olvidó que esperaban sus noticias.

—¡Oh! —exclamó cuando la impaciente tos del semielfo lo sacó de su ensimismamiento—.Debo mostraros un mapa y contaros su historia. Siendo niño viajé con mis padres por las Montañas Khalkist, que es donde nos hallamos ahora. Normalmente realizábamos esta excursión por el norte, la ruta más larga, pues cada año se celebraba un feria en Taman Busuk. Se vendían allí objetos maravillosos, y mi padre nunca se la perdía. Pero en una ocasión, si no recuerdo mal después de que lo arrestaran y lo ataran a un poste a causa de un malentendido en una transacción con un orfebre, decidimos atravesar los cerros. Mi madre siempre había deseado visitar Godshome, La Morada de los Dioses, así que...

—¿Y ese mapa? —le interrumpió Tanis.

—¡Ah, sí, el mapa! —Tas reaccionó—. Aquí está. Creo que perteneció a mi padre. Nos encontramos aquí, si mis cálculos y los de Fizban son correctos. Y este otro punto es Godshome.

—¿Godshome?

—Sí, una antigua ciudad. Fue abandonada durante el Cataclismo, no quedan sino sus ruinas...

—Y probablemente se ha convertido en un hervidero de draconianos —aventuró Tanis.

—No, no me refiero a ese Godshome —le corrigió el kender mientras recorría con el dedo el trazado del mapa hasta el lugar que representaba la ciudad—. El Godshome, la Morada de los Dioses, que nos interesa, ya se llamaba así antes de que se construyera la urbe, o así lo afirma Fizban.

Tanis alzó la vista hacia el viejo mago, quien asintió con la cabeza.

—Hace muchas décadas se creía que las divinidades vivían allí. Se trata de un paraje sagrado.

—Y también resguardado —añadió Tas—, oculto en un valle en el corazón de las montañas. Nadie lo visita, según Fizban, y él es el único que conoce el camino. En mi mapa figura una ruta, al menos hasta los cerros circundantes...

—¿Dices que nadie lo visita? —repitió Tanis. Se dirigía a Fizban.

—No —respondió el mago con un ribete de indignación en sus ojos.

—Nadie salvo tú —insistió el cabecilla.

—He conocido innumerables lugares, semielfo —le espetó el hechicero—. Si dispones de un año creo que tendré tiempo para enumerártelo. ¡No me infravalores, jovencito! Estás cargado de recelos, y creo que es injusto después de lo que he hecho por vosotros...

—Será mejor no recordárselo —le interrumpió Tas al ver la sombría mueca de Tanis—. Vamos, anciano.

Se adentraron juntos en el sendero, Fizban a trompicones y con la barba erizada.

—¿Es cierto que los dioses habitaron en el paraje al que nos llevas? —inquirió Tas para impedir que el mago irritara al semielfo con algún comentario desabrido.

—¿Cómo voy a saberlo? —protestó Fizban disgustado—. ¿Acaso tengo yo aspecto de divinidad?

—Pero...

—¿Alguien te ha dicho que hablas demasiado?

—Casi todo el mundo —repuso Tas con su habitual jovialidad—. ¿Te he contado ya que una vez me tropecé con un mamut lanudo?

Tanis oyó gemir a Fizban. Tika pasó junto a él, ansiosa por alcanzar a Caramon.

—¿Todo va bien, Flint? —preguntó Tanis.

—Sí —anunció el enano, que se había sentado en una roca—. Se me ha caído una bolsa y quiero afianzarla al cinto. Seguid, no tardaré en reunirme con vosotros.

Ocupado en inspeccionar el mapa de Tas mientras andaba, el semielfo no advirtió que Flint mentía. Ni siquiera captó la nota de angustia que teñía su voz ni el espasmo de dolor que contrajo su rostro.

—De acuerdo, pero apresúrate —le recomendó con aire ausente—. No debes quedar rezagado.

—De acuerdo, amigo —balbuceó Flint sin moverse de la roca, esperando que cediera el ahogo como siempre hacía.

Flint observó al compañero que se alejaba por la senda. «No debes quedar rezagado», repitió.

—Adelante —se alentó a sí mismo y, frotándose los ojos con su rugosa mano, se puso en pie para seguir al grupo.

3 La morada de los Dioses.

Fue aquélla una jornada larga y fatigosa, en la que los compañeros deambularon sin rumbo por las montañas. Al menos, así se le antojó al impaciente semielfo.

Lo único que le impedía estrangular a Fizban, tras entrar en el segundo cañón en menos de cuatro horas, era el conocimiento de que el anciano les guiaba en la dirección correcta. Por muchos rodeos que trazasen hasta sentirse perdidos, por mucho que Tanis afirmase haber pasado tres veces junto al mismo peñasco, en cuanto lograba atisbar el sol comprendía que viajaban hacia el nordeste sin desviarse un ápice.

A medida que avanzaba el día, no obstante, el astro que les orientaba parecía más y más remiso a dejarse ver, el gélido aire invernal había desaparecido para dar paso a una brisa preñada de aromas de brotes tiernos, si bien el cielo no tardó en ensombrecerse con plomizos nubarrones que se descargaron en una lluvia monótona, fina y persistente cuyas gotas tamborileaban sobre sus cabezas y empapaban las capas.

A media tarde el grupo estaba desalentado. Incluso Tasslehoff, que había discutido acaloradamente con Fizban la ruta a seguir, perdió el ánimo. Las reyertas entre ambos resultaban frustrantes para Tanis pues ponían de manifiesto que ninguno de ellos conocía su situación y, además, el semielfo había sorprendido al mago consultando el mapa al revés. Tras uno de estos altercados el kender incluso embutió sus dudosos documentos en la bolsa y rehusó volver a sacarlos pese a las amenazas de Fizban, quien se declaró dispuesto a convertir su copete en una cola de caballo.

Hastiado de ambos, Tanis envió a Tas a la retaguardia para que se calmara y apaciguó al mago. Tras su fingida amabilidad alimentaba el secreto deseo de emparedarles a ambos en una cueva.

El sosiego que invadiera al semielfo en Kalaman desaparecía de manera progresiva en tan extenuante viaje. Aquella paz, ahora se percataba, provenía de la actividad, de la perenne búsqueda de decisiones útiles y en definitiva de la convicción de hacer algo para ayudar a Laurana. Aquellas ideas reconfortantes lo mantenían a flote en las turbulentas aguas que lo rodeaban, como hicieron los elfos marinos al socorrerle en el Mar Sangriento de Istar. Pero ahora una negra oleada se cerraba de nuevo sobre su cabeza.

Tanis no cesaba de pensar en Laurana. Evocaba una y otra vez las palabras acusadoras de Gilthanas: «!Lo hizo por ti!», y aunque sin duda el Príncipe elfo lo había perdonado, él no era tan condescendiente a la hora de enjuiciar sus propias acciones. ¿Qué había sido de la muchacha en el Templo de la Reina de la Oscuridad? ¿Vivía aún? Se reprendió por planteárselo siquiera, ¡por supuesto que vivía! La perversa soberana no pretendía matarla, al menos mientras ignorase el paradero de Berem.

Centró su mirada en el hombre que caminaba delante de él, cerca de Caramon. «Haré lo que sea con tal de salvar a Laurana —se dijo para sus adentros, apretando el puño—. ¡Lo que sea! Aunque tenga que sacrificar mi vida o la de...»

Se interrumpió. ¿Realmente estaba dispuesto a entregar a Berem? ¿Aceptaría negociar un intercambio con la Reina Oscura, quizá para hundir al mundo en unas tinieblas tan vastas que nunca había de volver a ver la luz?

No, era incapaz de hacerlo. Laurana preferiría la muerte antes que formar parte de semejante confabulación. Mientras caminaba, sin embargo, cambió de actitud. No permitiría que ella opinase. El mundo debía correr su propia suerte. «Estamos condenados. No podemos vencer bajo ninguna circunstancia, y la vida de Laurana es lo único que importa... lo único», pensó entristecido. .

Tanis no estaba solo en sus lóbregas cavilaciones. Tika avanzaba junto al guerrero, con sus pelirrojos tirabuzones convertidos en un hálito de luz y calor bajo el tormentoso cielo; pero su luminosidad se terminaba en los vibrantes reflejos del cabello, sin alcanzar sus ojos. Aunque Caramon la colmaba de atenciones, no la había abrazado desde aquel breve y maravilloso momento en que, bajo el mar, su amor le había pertenecido por entero. El recuerdo de su efímera felicidad la atormentaba en las interminables noches, irritándola e incluso impulsándola a decidir que el hombretón la había utilizado para aliviar su propio sufrimiento. Se prometió a sí misma que una vez concluida la aventura correría en busca de un noble de Kalaman que, durante su estancia en la ciudad, la había mirado con insistencia... pero eran sólo elucubraciones nocturnas. Durante el día, siempre que observaba a Caramon y le veía arrastrarse cansino por el sendero se disolvía su máscara de indiferencia. No podía evitar acariciarle en la frente, a lo que él respondía alzando el rostro y sonriéndole. Tika entonces suspiraba, y se borraba de su pensamiento la imagen de todos los aristócratas que poblaban el universo.

Flint los seguía a trompicones, sin apenas despegar los labios ni proferir la menor queja. De no haber estado envuelto en su torbellino particular, Tanis habría comprendido que aquella actitud no auguraba nada bueno.

En cuanto a Berem, nadie sabía que ocurría en su interior ...si ocurría algo. Sus nervios y hosquedad aumentaban a cada hora que pasaba, y aquellos ojos azules que contrastaban por su brillo con sus ajadas facciones se asemejaban ahora a los de un animal enjaulado.

Fue en la segunda jornada de viaje por las montañas cuando el Hombre Eterno desapareció.

Aquella mañana había cundido la alegría al anunciar Fizban que pronto llegarían a la Morada de los Dioses. Sin embargo, una vez más la oscuridad reemplazó a la luz. La lluvia arreció. En tres ocasiones a lo largo de una hora los guió el mago por los enmarañados arbustos entre excitadas exclamaciones de «!Ahí está! ¡Lo conseguimos!», para detenerse en la orilla de un pantano, en el borde de un precipicio y frente a un impracticable muro de roca.

En este último escollo Tanis sintió que le arrancaban el alma del cuerpo, hasta tal punto que incluso Tasslehoff retrocedió lleno de espanto al ver su rostro desencajado. El semielfo hizo un denodado esfuerzo para recobrar la compostura, y fue entonces cuando advirtió lo ocurrido.

—¿Dónde está Berem? —preguntó con un escalofrío que borraba cualquier sentimiento que aún se agitara en su interior.

Caramon parpadeó, regresando al parecer de un mundo imaginario, y se apresuró a mirar a su alrededor antes de responder con un rubor purpúreo en los pómulos:

—N-no lo sé, Tanis. Creía que se hallaba junto a mí.

—Es nuestro salvoconducto para entrar en Neraka, la única razón por la que respetan la vida de Laurana. Si lo atrapan...

El semielfo se interrumpió, las lágrimas le impedían continuar. Trató de aclarar sus ideas pese a los pálpitos que retumbaban en su cerebro.

—No te preocupes, lo encontraremos —trató de calmarle Flint dándole unas palmadas en el brazo.

—Lo siento, Tanis —se disculpó Caramon—. Me he puesto a pensar en Raist y... No debí hacerlo.

—En nombre del Abismo, ¿cómo se las arregla ese endiablado hermano tuyo para perjudicarnos incluso no estando entre nosotros? —se quejó el semielfo. Tras unos instantes le reflexión, logró contenerse y añadir—: Lo lamento, Caramon. No es tuya la culpa, también era mi obligación vigilar a ese individuo. Todos deberíamos habernos ocupado le él. En cualquier caso hemos de retroceder, a menos que Fizban pueda hacemos atravesar esta sólida pared de piedra... ni se te ocurra considerarlo, anciano —apostilló al verle en actitud reflexiva—. Berem no andará lejos y habrá dejado un rastro visible, dada su escasa experiencia en viajar por las montañas.

La suposición de Tanis era cierta. Tras una hora de minuciosa búsqueda, descubrieron una estrecha senda de animales que ninguno de ellos había observado al pasar por primera vez. Fue Flint quien detectó las huellas del Hombre Eterno en el fango y, llamando muy excitado a los otros, se acuclilló entre los matorrales para determinar el rumbo de las aún frescas pisadas. Sin esperar a sus compañeros echó a correr, animado por un acceso de energía que a todos dejó boquiabiertos. Como un sabueso conocedor de que su presa está al alcance, el enano salvó las marañas de trepadores que entorpecían su marcha por el bosque. Tan veloces eran sus zancadas que no tardó en interponer distancia con el resto del grupo.

—¡Flint! —le gritó Tanis en diversas ocasiones—. ¡Espera!

Pero a cada minuto quedaban más y más rezagados del hombrecillo hasta que lo perdieron de vista por completo. Por fortuna, su rastro era tan ostensible como el de Berem y hallaron poca dificultad en seguir las improntas que dejaban en el barro sus pesadas botas, por no mencionar las ramas quebradas y arbustos arrancados que marcaban su paso.

De pronto se detuvieron.

Habían llegado a otro risco vertical, si bien esta vez existía un modo de franquear un agujero excavado en la roca que formaba una abertura similar a la boca de un túnel. El enano se había internado fácilmente a juzgar por sus recientes huellas, pero era tan angosto que Tanis lo contempló desalentado.

—Berem ha conseguido entrar —anunció Caramon señalando una mancha de sangre en la roca.

—Quizá —titubeó el semielfo—. Tas, comprueba qué hay al otro lado —ordenó, reticente ante la idea de aventurarse si tener la total certeza de que no caerían en una trampa.

Tasslehoff culebreó hacia el interior del supuesto pasadizo, y pronto oyeron sus confusas exclamaciones invitándoles a reunirse con él. Parecía sobrecogido, pero sus palabras resonaban de tal modo en la roca que no lograban entenderlas.

De súbito, el rostro de Fizban se iluminó.

—¡Claro! —profirió en la cumbre del regocijo—. ¡Hemos hallado la Morada de los Dioses! Ese túnel es la entrada a la antigua ciudad.

—¿No hay otro medio para acceder a ella? —preguntó Caramon sin apartar su inquieta mirada de la estrecha abertura.

—Creo recordar —empezó a decir Fizban reflexivo— que existía...

—¡Tanis, apresúrate! —Era el kender quien así interrumpía al mago.

—No me arriesgaré a tropezarme con otro punto muerto. Iremos por aquí, cueste lo que cueste —decidió el semielfo.

A gatas, apoyados sobre sus miembros, los compañeros se introdujeron en la angosta boca. La travesía no fue fácil, en algunos tramos tuvieron que acostarse en el suelo y reptar cual culebras por el barro. Los anchos hombros de Caramon quedaban atascados constantemente, y al advertir su penosa situación Tanis se dijo que quizá deberían haberle dejado en la entrada hasta cerciorarse de que valía la pena internarse en el túnel. Tasslehoff los esperaba al otro lado, sin cesar de espiar su avance presa de una gran ansiedad.

—He oído los gritos de Flint un poco más adelante, no me cabe la menor duda —informó al cabecilla—. Cuando veas esto no darás crédito a tus ojos, Tanis.

Pero el semielfo no tenía tiempo para escucharle ni examinar su entorno, no hasta que todos los miembros del grupo hubieran salido sanos y salvos del pasadizo. Hubo que sumar esfuerzos cuando llegó el momento de arrastrar a Caramon al exterior, y aun así la piel de sus brazos sufrió diversos cortes que sangraban con profusión.

—Aquí estamos al fin —constató Fizban.

El semielfo dio media vuelta para contemplar el paraje denominado la Morada de los Dioses.

—No es el lugar que elegiría como hogar si fuera una divinidad —comentó Tasslehoff en tonos apagados.

Tanis no pudo por menos que mostrar su acuerdo con el kender.

Se hallaban en el borde de una depresión circular en las entrañas de cerro, similar a un cráter, siendo el aspecto lo primero que llamó la atención de Tanis de profunda soledad que envolvía la zona. En su agotadora escalada por las montañas los compañeros habían visto promesas de vida renovada en forma de brotes arbóreos, hierba verdeante y flores silvestres que se abrían paso en el fango y en los montículos de nieve. Aquí, sin embargo, no se divisaban tales indicios. El fondo de la cuenca era llano, desértico, gris y mortecino. Los imponentes picos que los rodeaban se erguían en pos del cielo con su aserrada piedra vuelta hacia dentro, como si quisieran empujar al observador hacia el vacío y hundirle en la desmenuzada roca que se extendía a sus pies. El azul del firmamento era puro y gélido, desprovisto de sol, nubes o aves, pese a que llovía cuando entraron en el túnel. Se asemejaba a un ojo implacable que los contemplara sin pestañear. Tanis se estremeció al pensarlo, de modo que se apresuró a desviar la mirada de las alturas para posarla en el valle.

Debajo del sobrecogedor retazo de cielo, en el centro mismo de la cuenca, se alzaba un círculo de inmensos y deformes peñascos. Se trataba de una circunferencia perfecta formada por rocas amorfas, circunstancia que no dejó de sorprender al semielfo. Tan bien encajadas estaban, que cuando trató de forzar la vista entre sus sólidas junturas no logró atisbar desde donde se hallaba lo que custodiaban con tanta solemnidad. Sus contornos constituían la única estructura visible en el silencioso paraje.

—Este lugar me inspira una honda tristeza —susurro Tika—. No me espanta ni recibo la impresión de que anide el mal en él, sólo me llena de pesar. Si los dioses lo visitan debe ser para lamentar las calamidades del mundo.

Fizban giró la cabeza para fijar en la muchacha una mirada penetrante, pero cuando se disponía a hablar lo interrumpió un grito de Tasslehoff.

—¡Tanis, fíjate en eso!

—Ya lo veo. —El semielfo emprendió carrera hacia el punto que señalaba el kender.

En el otro lado de la cuenca distinguió los vagos perfiles de dos figuras, una alta y la otra más pequeña, enzarzadas en lo que parecía una cruenta lucha.

—¡Es Berem! —anunció Tas que, con la agudeza propia de su raza, veía con total claridad a las criaturas—. ¡Intenta derribar a Flint! ¡Rápido, Tanis!

Maldiciéndose a sí mismo por permitir que esto sucediera, por no vigilar mejor al Hombre Eterno ni obligarle a revelar los secretos que de forma tan hermética guardaba en su alma, Tanis recorrió el pedregoso suelo con una velocidad fruto del temor. Oía cómo le llamaban los otros, pero hizo caso omiso de sus advertencias. Todos sus sentidos estaban concentrados en aquella pareja forcejeante que ahora se dibujaba con total nitidez. De pronto vio que el enano caía y Berem se plantaba junto a él.

—¡Flint! —vociferó el semielfo.

Tan violentas eran sus palpitaciones que la sangre nublaba su visión y sentía un punzante dolor en los pulmones, como si no recibieran el aire necesario para respirar. Sin prestar atención a su zozobra aceleró la marcha, a la vez que Berem se volvía hacia él y trataba de decirle algo. Percibió el movimiento de sus labios, pero la arremolinada sangre que bullía en sus tímpanos le impedía oírle. A los pies del Hombre Eterno yacía el enano. Tenía los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia un lado y la tez del rostro teñida de un gris ceniciento.

—¿Qué le has hecho? —imprecó Tanis a Berem—. ¡Le has matado!

Un sentimiento mezcla de pesar, culpabilidad y desesperación estalló en las entrañas del semielfo, inundando todos sus órganos. No veía apenas, una sanguinolenta oleada había empañado sus ojos.

Enarboló la espada sin tener conciencia de haberla desenvainado y, al instante, le sobrecogió el frío contacto de su empuñadura. El rostro de Berem se hallaba inmerso en un mar de tonos rojizos donde destacaban sus ojos preñados no de terror, sino de pesadumbre. Al ver que los abría hasta desorbitarse, Tanis comprendió que había hundido su acero en aquel cuerpo que se le ofrecía sin resistencia, traspasándolo con tanto ímpetu que oyó el chasquido de sus huesos quebrados seguido del estrépito producido por el filo en la roca donde se apoyaba el herido.

La tibia sangre empapó las manos del semielfo a la vez que un sordo aullido resonaba en su cerebro. Un peso muerto cayó sobre él, y a punto estuvo de derribarle.

Era el cuerpo de Berem lo que le atenazaba, pero ni siquiera lo advirtió. Luchó frenéticamente para liberar su arma y apuñalarle de nuevo, tan empecinado en su ataque que, aunque lo agarraron unas poderosas manos, no acertó sino a desembarazarse de ellas. Cuando recuperó el control de la espada, Berem se desplomó sobre el suelo en un charco de sangre, que manaba a borbotones por su espantosa herida. La joya verde despedía diabólicos destellos en el pecho del inerte individuo.

Oyó tras su espalda una profunda y cavernosa voz, que se confundió con los sollozos suplicantes de una mujer y un aullido de dolor. Enfurecido, Tanis dio media vuelta para encararse con quienes habían tratado de refrenarle. Vio a un hombre robusto con el semblante contraído y una muchacha pelirroja por cuyos pómulos corrían sendos torrentes de lágrimas, pero no los reconoció. Se acercó a la pareja un anciano de edad incalculable, que irradiaba paz pese a que en sus ojos brillaba la llama del sufrimiento, y esbozó una gentil sonrisa al mismo tiempo que posaba la mano en el hombro del semielfo.

Su contacto le produjo el mismo efecto que el agua fresca en las sienes de un enfermo devastado por la fiebre. La sangrienta bruma se desvaneció de los ojos de Tanis, quien soltó la espada manchada de sangre para arrodillarse en pleno llanto a los pies de Fizban. El anciano se inclinó hacia adelante y le dio unas reconfortantes palmadas.

—Sé fuerte, Tanis —le alentó—, debes despedirte de alguien a quien espera un largo viaje.

—¡Flint! —exclamó el semielfo. Se había olvidado de el. Fizban asintió con tristeza y lanzó una mirada de soslayo al cadáver de Berem.

—Vamos, no hay nada más que puedas hacer aquí.

Tanis se puso en pie tambaleándose y se enjugó las lágrimas antes de dejarse caer de nuevo, esta vez junto a Flint. Yacía su cuerpo en el rocoso terreno, si bien ahora su cabeza reposaba en el regazo de Tasslehoff.

El enano sonrió al ver su rostro volcado sobre él encogido su cuerpo en la proximidad de tan entrañable amigo. Estrechando la rugosa mano del enano entre las suyas, Tanis la estrujó con la fuerza que confiere el cariño.

—Casi le perdí —explicó Flint mientras aplicaba la otra mano a su pecho—. Cuando Berem se disponía a escapar por la cavidad de la roca estalló mi viejo corazón. Supongo que me oyó gritar, porque lo último que recuerdo es que me sostenía en sus brazos para depositarme sobre la roca.

—Entonces no intentó lastimarte —afirmó, más que preguntó él desconcertado Tanis. Apenas podía hablar.

—¡Lastimarme! Berem es incapaz de matar una mosca, no resulta más nocivo que nuestra dulce Tika. —El enano sonrió a la muchacha, que también se arrodilló a su lado—. Cuida a ese asno de Caramon, ¿me oyes bien? —le dijo—. Asegúrate de que salga ileso de la tormenta.

—Lo haré, Flint. —Tika lloraba.

—Por lo menos no tendrás oportunidad de ahogarme de nuevo —gruñó el enano a la vez que clavaba en el guerrero una mirada no furibunda, sino rebosante de amistad—. Y si vuelves a ver a tu hermano, propínale un puntapié de mi parte.

Caramon no supo responder, la congoja se lo impedía.

—Voy a ver qué ocurre con Berem —balbuceó el fornido hombretón, antes de ayudar a Tika a incorporarse y llevarla a un lugar apartado.

—¡No permitiré que emprendas tu aventura sin mí! —gimió Tas—. Te enfrentarás a un sinfín de problemas y debo estar allí para ayudarte.

—Ahora gozaré al fin de la paz que no he conocido desde que te tropezaste en mi camino —rezongó el enano—. Quiero que conserves mi yelmo, el del penacho de plumas de grifo—. Tras dirigir a Tanis una resuelta mirada volvió de nuevo el rostro hacia el lloroso kender y, suspirando, acarició su mano—. ¡Oh, vamos, no te lo tomes así! He llevado una existencia feliz, rodeado siempre de compañeros leales. He presenciado catástrofes lamentables, pero también actos bondadosos. Detesto tener que dejaros cuando le esperanza renace en nuestro mundo y más vais a necesitarme —su nublada visión se desvió hacia el semielfo—. Pero ya os he enseñado cuanto sé. Todo irá bien, estoy seguro de que saldréis adelante.

Se apagó su voz, al mismo tiempo que entornaba los ojos para exhalar un profundo suspiro. Tanis apretó la mano que aún sostenía y, en el instante en que semielfo hundía el rostro en el hombro de su moribundo amigo, Fizban se plantó a los pies de este último.

—Sé quién eres —dijo el enano en tonos apagados, observando al mago con un extraño brillo en los ojos—. Vendrás conmigo, ¿verdad? Al menos en el inicio del viaje, para que no esté solo. He pasado tanto tiempo entre amigos que me resulta difícil embarcarme en solitario en mi nueva andadura.

—Te acompañaré —prometió Fizban. Ahora descansa. Las miserias de este mundo han cesado de incumbirte, te has ganado el derecho a dormir.

—Dormir —repitió el enano relajado—. Sí, es lo que necesito. Despiértame cuando estés a punto, cuando sea el momento de partir.

Cerró de nuevo los ojos, inhaló una bocanada de aire y lo expulsó por última vez.

Tanis se llevó a los labios la mano de Flint que sostenía entre las suyas y luego la depósito sobre el exánime pecho musitando:

—Adiós, viejo amigo.

—¡No, Flint! —Agitado por un llanto incontrolable, Tasslehoff atravesó su cuerpo sobre el del yaciente. Tanis incorporó con dulzura al kender, que forcejeó como un niño entre sus firmes brazos hasta que, agotado, se refugió en su hombro para seguir sollozando.

El semielfo acarició el copete del compañero, pero, de pronto, alzó los ojos y se puso rígido.

—¡Alto! ¿Qué haces, anciano? —vociferó.

Alejándose del atribulado Tas, Tanis centró su atención en el frágil mago. Fizban había alzado a Flint en sus brazos y, ante la atónita mirada de todos, echó a andar en pos del extraño círculo de piedras.

—¡Detente ! —le ordenó—. Debemos celebrar sus exequias, construir un cúmulo funerario en su honor.

El hechicero giró el rostro para encararse con Tanis. Su expresión era severa, y sostenía al pesado enano con tanta delicadeza como facilidad.

—Le prometí que no le dejaría solo en su viaje —se limitó a declarar.

Sin la más leve vacilación, se encaminó de nuevo hacia las piedras. Tras un momento de duda Tanis salió en su persecución, mientras los otros permanecían paralizados contemplando a la figura que se alejaba.

En un principio al semielfo le pareció sencillo alcanzar a un viejo cargado con tan pesado fardo. Pero Fizban avanzaba a una velocidad vertiginosa, liviano como el aire a pesar del inerte cuerpo de Flint. Atenazado, de pronto, por el agotamiento, Tanis tuvo la sensación de estar tratando de dar caza a una nube de humo que se elevara hacia el cielo. Continuó su marcha a empellones hasta llegar al rocoso anillo, donde el viejo mago acababa de penetrar sin soltar el cadáver del enano.

Tanis se asomó al interior del misterioso círculo, animado tan sólo por un pensamiento: arrancar los despojos de su amigo de los brazos de aquel anciano demente.

No pudo evitar detenerse. Ante él se extendía lo que se le antojó un estanque de agua, tan remansada que nada alteraba su lisa superficie. Sin embargo, aquella sustancia no era líquida sino una losa de refulgente roca negra. Tan bruñida estaba que despedía destellos luminosos, poseedores de un brillo fantasmal. Reposaba frente a Tanis tan oscura como la noche y, al escudriñar sus profundidades, el semielfo distinguió el reflejo de innumerables estrellas y levantó la vista esperando descubrir que, pese a no haber caído el crepúsculo, por algún inexplicable fenómeno el manto nocturno había cubierto la bóveda celeste. Pero no, esta última permanecía azul y despejada, sin sol ni ningún otro astro. Débil y aturdido, Tanis hincó la rodilla en el borde de la losa y examinó de nuevo su lustrosa superficie. Vio las estrellas y también las lunas, tres lunas, tan bien perfiladas que empezó a temblar pues la tercera, la negra, sólo se mostraba a los poderosos magos de túnica azabache y ahora se exhibía ante él cual un círculo de negrura extraído de las tinieblas. Incluso atisbó los huecos dejados por las constelaciones de la Reina de la Oscuridad y del Guerrero Valiente en el inefable firmamento.

Recordó Tanis la explicación de Raistlin, quien afirmó que ambas habían desaparecido. Una se había cernido sobre Krynn, y el Guerrero se había lanzado en persecución de la Reina para presentarle batalla.

Mientras se hallaba sumido en estas cavilaciones, Fizban se adentró en la negra superficie con los restos de Flint en sus brazos. El semielfo trató desesperadamente de seguirle, pero le resultaba más difícil deslizarse por aquella masa de fría roca que zambullirse en los abismos. No podía sino observar como el mago, caminando sigiloso como si temiera despertar a la criatura que acunaba, evolucionaba en el centro de la refulgente losa.

—¡Fizban! —le llamó.

El anciano no se detuvo a escucharle y prosiguió su avance entre las estrellas. Tanis sintió la proximidad de Tasslehoff y, asiendo su mano, la estrechó como hiciera antes con la de Flint.

El hechicero alcanzó el centro del engañoso estanque... y se desvaneció.

El kender dio un ágil salto y se dispuso a abordar el negro espejo, pero Tanis lo sujetó por la muñeca.

—No, Tas —le dijo—. No puedes acometer esta aventura con él, todavía no. Debes permanecer a mi lado, te necesito.

Con una obediencia insólita en él, el kender retrocedió y señaló el interior de la brillante roca.

—¡Mira, Tanis! —exclamó tembloroso—. ¡La constelación ha regresado!

Bajando la vista hacia el punto que le indicaba, el semielfo vio que el Guerrero Valiente ocupaba de nuevo su lugar. Sus estrellas, al principio meros destellos, asumieron, de pronto, un brillo deslumbrador que llenó de azulada luz el oscuro y pétreo estanque. Tanis buscó en el cielo la realidad que debía reflejar la losa, pero no distinguió sino un vacío sereno y desolado.

4 La historia del Hombre Eterno.

—¡Tanis! —exclamó la voz de Caramon.

—¡Berem!

Recordando, de pronto, lo que había hecho, el semielfo retrocedió por el pedregoso terreno en pos de Caramon y Tika, que contemplaban horrorizados la roca manchada de sangre donde yacía el cuerpo de Berem. Bajo su atenta mirada el Hombre Eterno comenzó a moverse, entre gemidos que no eran de dolor sino más bien como una evocación del sufrimiento vivido. Se sujetó el pecho con mano temblorosa y se puso en pie. El único vestigio de su profunda herida eran unas sombras sanguinolentas en su piel, que desaparecieron antes de que Tanis se reuniera con el trío.

—Hace honor a su apelativo —comentó el semielfo al desconcertado Caramon—. Sturm y yo le vimos morir en Pax Tharkas, enterrado bajo una tonelada de granito. Dice que ha sucumbido a innumerables catástrofes para renacer de nuevo, y afirma que desconoce el motivo. —Dio un paso al frente a fin de acercarse a Berem y estudiarlo, mientras él lo observaba con el cansancio reflejado en sus, ahora, mortecinos ojos.

—Pero mientes en tus protestas de ignorancia, ¿no es cierto? —añadió Tanis con aparente calma—. Sabes muy bien por qué resucitas, y vas a revelárnoslo. Son demasiadas las vidas que dependen de tu secreto para que te permita conservarlo.

Berem bajó los ojos a modo de disculpa.

—Siento mucho lo de vuestro amigo —balbuceó—. Intenté ayudarle, pero no pude hacer nada.

—Soy consciente de ello —admitió Tanis tragando saliva—. También yo me horrorizo por mi actitud. La escena era borrosa, no vislumbré...

Al oír sus propias palabras, Tanis se preguntó a quién pretendía engañar. Lo había visto todo con total nitidez, su momentánea ceguera fue fruto de su voluntad. ¿De cuántos acontecimientos de su vida podía decirse lo mismo? ¿De las numerosas acciones que había presenciado, cuáles había deformado en su mente? No comprendía a Berem porque no deseaba hacerlo, aquel hombre personificaba para él los más abyectos sentimientos que albergaba en su propia alma y que detestaba sin habérselo confesado nunca. Le había matado, en efecto, mas en realidad su espada había traspasado a un desdoblamiento de su ego.

Se sentía como si aquella herida que él mismo se infligiera hubiera derramado el veneno gangrenoso que corroía sus entrañas. Su mal podía curarse, la pesadumbre por la muerte de Flint era un bálsamo vertido en su interior que le purificaba de su propia perversidad al recordarle la existencia de la bondad, de las más nobles aspiraciones. Al fin lograba liberarse de las oscuras sombras de la culpa. Fuera cual fuere el resultado se había esforzado por redimirse, por enderezar los entuertos que no sólo él causara. Debía reprocharse ciertos errores, pero había llegado la hora de perdonarse a sí mismo y seguir adelante.

Quizá leyó Berem en sus ojos todas estas reflexiones. Sin duda descubrió una compasión que nunca antes había traslucido.

—Estoy cansado, Tanis —declaró de forma inesperada, sin apartar la vista de las enrojecidas pupilas del semielfo—. Agotado. Envidio a tu amigo porque ha hallado el reposo, la paz. ¿Cuándo me será concedida a mí? —Apretó los puños y, con un estremecimiento, hundió el rostro entre sus manos—. ¡Me abruma el temor! Sé que el fin está próximo y tal idea me espanta.

—Todos nosotros sentimos miedo —suspiró Tanis frotándose los llorosos ojos—. Tienes razón, se avecina el desenlace y se nos presenta surcado por las tinieblas. Tú encierras la respuesta, Berem, no lo olvides.

—Os contaré cuanto pueda —accedió el Hombre Eterno, aunque parecían arrancarle las palabras—. Pero debes ayudarme. —Su mano aferró la del semielfo—. ¡Promételo!

—No puedo hacer promesas sin conocer antes la verdad —repuso Tanis en ademán sombrío.

Berem se incorporó, apoyando la espalda en la roca empañada con su sangre. Los otros se acomodaron a su alrededor a la vez que se arropaban en sus capas debido al creciente viento, que azotaba en audibles silbidos las laderas montañosas y aullaba al filtrarse por las junturas de los extraños peñascos. Escucharon el relato de Berem sin interrumpirle aunque en ocasiones Tas, en un repentino acceso de llanto, suspiraba en silencio refugiando el rostro en el hombro de Tika.

Al principio, la voz del Hombre Eterno era poco más que un susurro, las frases brotaban de sus labios con una ostensible reticencia. Luchaba a menudo consigo mismo antes de vomitar la historia, como si le causara dolor. Pero a medida que hablaba aceleró el ritmo, invadida su alma por el inmenso alivio que le producía compartir su secreto tras tantos años de aislamiento.

—Cuando dije que comprendía el tormento que suponía para ti la pérdida de tu hermano era totalmente sincero —comenzó, indicando a Caramon con una inclinación de cabeza—. Yo también tuve una hermana. No éramos gemelos, pero nos sentíamos como tales. Le llevaba un año, y habíamos establecido vínculos muy especiales quizá debido a la soledad en que vivíamos. Nuestra granja se hallaba en las proximidades de Neraka, en un lugar apartado donde no nos rodeaban casas vecinas. Mi madre nos enseñó a leer y escribir lo suficiente para salir adelante, y trabajábamos en los quehaceres que exigía nuestro tipo de existencia.

Mi hermana era mi única compañera, mi única amiga. Y yo representaba lo mismo para ella.

«La supervivencia era entonces difícil y ella trabajó con todas sus fuerzas, demasiado, incluso. Después del Cataclismo, tuvimos que luchar afanosamente para que no faltara el alimento en la granja. Nuestros padres eran ya viejos y estaban enfermos. En el primer invierno casi sucumbimos a la miseria, algo que no puede imaginarse si no se ha conocido.

Mucho se ha hablado del hambre que asolaba estas tierras, pero la realidad sobrepasaba con creces a cualquier rumor. —Sus ojos se ensombrecieron al evocar aquellos tiempos—. Las voraces manadas de animales salvajes y hombres embrutecidos por la penuria deambulaban sin norte y acechaban la granja. Aunque aislados, debo reconocer que corrimos mejor suerte que otros, si bien algunas noches no conseguíamos conciliar el sueño o debíamos armarnos con garrotes para defendemos de los lobos que merodeaban por las cercanías, atentos a la primera oportunidad de asaltarnos. Vi impotente cómo a los veinte años mi delicada hermana se había convertido en una anciana. Su cabello encaneció, se arrugó y demacró su rostro. Sin embargo, nunca profirió una queja.

En primavera no nos hallábamos en mejor situación pero según mi hermana había renacido la esperanza. Podíamos plantar semillas y verlas crecer, o cazar las piezas que, de nuevo, ofrecía el bosque y constituían un sustento aceptable. A ella le entusiasmaba cazar porque era muy hábil con el arco, además de proporcionarle esta actividad la ocasión de vivir al aire libre. Solíamos salir juntos. Aquel día...

Berem enmudeció y, cerrando los ojos, empezó a tiritar como atenazado por el frío.

Aunque le rechinaban los dientes, se sobrepuso lo bastante para proseguir.

—Aquel día nos alejamos más de lo habitual. El fuego provocado por un relámpago había chamuscado el sotobosque y al fin encontramos un camino que nunca habíamos visto antes.

Parecía prometedor porque no habíamos tenido mucho éxito en nuestras escaramuzas y pensamos que quizá nos conduciría a algún venado. Tras recorrer un trecho, comprendí que no eran los animales los que habían abierto aquella brecha en la espesura sino los hombres.

Se trataba de una senda muy antigua que no se había utilizado durante décadas, y al percatarme de este hecho quise retroceder. Pero mi hermana no se detuvo, se había avivado su curiosidad.

El semblante de Berem se contrajo en una tensa mueca. Por un momento Tanis temió que rehusara continuar, mas el Hombre Eterno salió de su ensimismamiento y reanudó el relato.

—Conducía a un extraño paraje. Mi hermana afirmó que eran las ruinas de un antiguo templo erigido en honor de los dioses del Mal. Lo ignoro, lo único que sé es que vi varias columnas rotas y esparcidas por el suelo, cubiertas de maleza, y que flotaba en la atmósfera circundante un halo de perversidad. Deberíamos haber abandonado al instante aquel ominoso recinto.

Berem repitió la frase varias veces, como si entonara un cántico, antes de sumirse en el silencio. Nadie osó despegar los labios así que el narrador retornó el hilo de su historia, tan quedamente al principio que los compañeros tuvieron que acercarse para oírle. No tardaron en comprender que había olvidado donde estaban, que su mente navegaba por un lugar y un tiempo remotos.

—Hay un objeto bellísimo entre las ruinas: ¡La base de una columna rota repleta de joyas incrustadas! —La voz de Berem delataba sobrecogimiento—. Nunca he visto nada tan hermoso, ni tantas riquezas juntas. ¿Cómo dejar que se pierdan en el bosque? Con una sola gema bastará para que podamos mudarnos a una ciudad, donde mi hermana recibirá de sus pretendientes las atenciones que merece. Hinco la rodilla y desenfundo mi cuchillo. Destaca entre las demás, una alhaja esmeraldina que despide brillantes destellos bajo el sol. ¡Es tan embrujadora que me froto los ojos para asegurarme de no estar soñando! Enarbolo la hoja de mi arma —Berem imitó el gesto con el brazo en alto— y escarbó con ella la piedra junto a la joya, resuelto a rebajarla.

»Mi hermana está aterrorizada. Me suplica, me ordena que me detenga.

»"Nos hallamos en un paraje sagrado —afirma—. Estos tesoros pertenecen a alguna divinidad y estás cometiendo un sacrilegio, Berem"».

Berem meneó la cabeza, nublado su rostro por el recuerdo de su ira.

—Decido ignorarla, aunque siento un punzante frío en mi corazón mientras trabajo la roca que rodea la gema. Desecho mi inquietud y le digo: Si perteneció a los dioses, la han abandonado, del mismo modo que nos volvieron la espalda a nosotros. Pero ella se niega a escucharme.

Berem abrió los ojos, revelando una gélida mirada difícil de sostener. Su voz provenía de las brumas del pasado.

—Me agarra por el brazo, hunde las uñas en mi carne. ¡Duele!

»"¡No sigas, Berem! —se atreve a exigir a su hermano mayor—. ¡No permitiré que profanes los tesoros de las divinidades!"

»No tiene derecho a hablarme así. ¡Lo hago por ella, por nuestra familia! No debería hostigarme, sabe qué ocurre cuando monto en cólera: la presa de la cordura se rompe en mi cerebro y deja escapar las aguas de la ira. No puedo pensar, mis ojos se ciegan. Le ruego que me suelte pero ella me arrebata el cuchillo y araña la joya con la hoja.»

Una expresión de demencia invadió la faz de Berem. Caramon cerró sigiloso los dedos en tomo a la empuñaba de su daga, al advertir que el Hombre Eterno cerraba los puños y alzaba la voz hasta conferirle un timbre histérico.

—La empujo para desembarazarme de ella. ¡No pretendía herirla, no creía haber empleado tanta fuerza! Se desploma frente a mí y, pese a darme cuenta de que debo frenar su caída, mis movimientos son tan lentos que no consigo alcanzarla. Se golpea la cabeza contra la columna, una aserrada roca le traspasa la sien —se llevó la mano a la suya— y la sangre mana por su rostro, se derrama sobre las joyas. El brillo de las piedras se apaga al unísono con sus ojos. Sus dilatadas pupilas han dejado de verme y entonces... entonces...

Una terrible convulsión azotó su cuerpo, obligándole a hacer una breve pausa.

—¡Es una visión espantosa, que se dibuja en mis pesadillas cada vez que trato de descansar! ¡Como el Cataclismo, sólo que en ese período todo se destruyó! Ahora, en cambio, presencio una creación... fantasmal, pero una creación. La tierra se parte en dos y brotan enormes columnas ante mis atónitos ojos, elevándose hacia el cielo hasta reconstruir el Templo. Sí, de las tenebrosas simas surge un santuario horrible y deforme. La Oscuridad se yergue en su centro, una negrura dotada de cinco cabezas que se retuercen cual serpientes en mi presencia. Me habla la aparición en una voz sepulcral que me estremece.

»"Hace varios siglos fui desterrada de este mundo, y sólo puedo regresar a través de una brecha abierta en él. La columna de las gemas era para mí una puerta cerrada que me tenía prisionera. Me has liberado, mortal, y como recompensa te otorgo lo que deseas: ¡la joya verde es tuya!'"

»Resuena en el aire una risa burlona, y al instante siento un intenso dolor en el pecho. Bajo los ojos, para ver la esmeralda incrustada en mi carne tal como aún la exhibo ahora. Aterrorizado a causa del mal que se ha encarnado frente a mí, perplejo por mi abyecta acción, no acierto sino a contemplar inmóvil cómo el negro contorno asume una forma más nítida a cada segundo. ¡Es un dragón! Lo distingo con total claridad, un dragón de cinco cabezas similar al que describían las oscuras leyendas de mi niñez.

»Sé que en cuanto el dragón penetre en nuestro mundo todo se habrá perdido, pues al fin comprendo la magnitud de mi alocado acto. Me hallo en presencia de la Reina de la Oscuridad que nos dieron a conocer los magos. Expulsada de sus antiguos dominios por el gran Huma, ha intentado regresar sin tregua para sembrar su semilla. Ahora, por mi culpa, podrá recorrer de nuevo nuestras tierras. Una de las enormes cabezas culebrea hacia mí y adivino que pretende matarme, no puede permitir que nadie divulgue su retorno. Veo, paralizado, sus cortantes colmillos, pero no me importa.

»¡De pronto mi hermana se planta frente a mí! Está viva, mas cuando estiro las manos sólo toco aire. Pronuncio su nombre: "!Jasla!"

»"¡Huye, Berem! —me exhorta—. ¡Corre! No puede pasar a través de mí, todavía no. ¡Sálvate!'"

»No logro reaccionar. Mi hermana permanece suspendida entre la Reina Oscura y mi persona. Veo lleno de espanto que las cinco cabezas retroceden iracundas, lanzando rugidos que rasgan el aire. Es cierto, no logran traspasar a mi volátil hermana... y el contorno de la Reina empieza a desvanecerse. Sigue en su templo, convertida en una mera sombra de maldad, pero percibo que su poder es enorme. Se abalanza sobre Jasla...

»Echo a correr sin rumbo, al límite de mi resistencia, y siento que la joya verde arde en mi pecho. Corro hasta que todo se toma negro.»

Berem enmudeció. El sudor surcaba sus pómulos como si realmente acabase de emprender una desenfrenada fuga. Ninguno de los compañeros profirió el más mínimo comentario, se diría que el relato les había transformado en piedras tan inertes como los peñascos que cercaban la losa negra.

Al fin Berem emitió un entrecortado suspiro. Centró sus extraviados ojos y les vio de nuevo, expectantes, a su alrededor.

—Se desarrolla entonces un largo período de mi vida del que nada sé. Cuando recobré el conocimiento había envejecido, estaba tal como ahora me veis. Al principio me dije que había sufrido una pesadilla, un sueño delirante, pero al sentir la joya verde bullendo en mi pecho comprendí que era real. No tenía la menor idea de dónde me encontraba, quizá había recorrido los confines de Krynn en mi errabundo deambular. Anhelaba desesperadamente regresar a Neraka. Sin embargo era el único lugar que no podía visitar, me faltaba valor para intentarlo.

»He viajado durante décadas sin conocer la paz ni el descanso, muriendo a cada trecho para volver a nacer. Oía en todas partes rumores sobre oscuros sucesos que devastaban nuestra tierra, y sabía que yo era el único culpable. Aparecieron los Dragones del Mal y las hordas que los acompañan, sumiéndome en el desaliento pues no podía sustraerme a su significado. Resultaba obvio que la Reina había alcanzado la cumbre de su poder e intentaba conquistar el mundo. Sólo falta una pieza en su esquema: mi persona. ¿Por qué? No estoy seguro, aunque a veces tengo la sensación de cerrar una puerta a alguien que se afana en forzarla. Estoy cansado —su voz pareció quebrarse—, extenuado. No resisto más, quiero que concluya esta lucha.»

Dejó caer la cabeza para subrayar su estado, mientras los compañeros lo observaban sin acertar a proferir palabra. Trataban de hallarle sentido a una historia semejante a esas leyendas que se cuentan en las casas rurales por la noche, alrededor de una fogata. Sin embargo, todos comprendían que aquella fábula era real.

—¿Qué has de hacer para cerrar esa puerta? —preguntó Tanis.

—Lo ignoro —respondió Berem con voz ahogada—. Todo lo que sé es que una fuerza invisible me atrae hacia Neraka, pese a tratarse de la única ciudad sobre la faz de Krynn donde no oso poner los pies. Por eso huí de vosotros.

—Pronto entrarás en ella —afirmó Tanis, despacio pero firmemente—. Lo harás en nuestra compañía, te apoyaremos. No estarás solo.

Berem se estremeció y meneó la cabeza, pero pronto cesó de tiritar para alzar el rostro y exclamar con el rostro enrojecido:

—¡Sí! ¡No soporto más esta situación! Espero que me protegeréis.

—Haremos cuanto podamos —le reconfortó Tanis sin apartar la vista de Caramon, que puso los ojos en blanco y dio media vuelta—. Será mejor que busquemos la salida.

—Ya la he hallado —anunció el Hombre Eterno—. Me disponía a abandonar este paraje cuando oí el grito del enano. Es por aquí —explicó, señalando una angosta fisura entre dos rocas. El guerrero suspiró, a la vez que contemplaba los arañazos de sus brazos.

Uno tras otro, los compañeros se introdujeron en la hendidura. Tanis fue el último y, antes de iniciar la marcha, miró hacia atrás para escudriñar una vez más aquel desolado lugar. La noche se cernía sobre él, oscureciéndose el cielo hasta asumir tonos rojizos que no tardaron en tornarse negros. Las extrañas rocas fueron envueltas por la creciente penumbra, que ocultaba ahora la losa de piedra donde habían desaparecido Fizban y el enano.

Al semielfo se le antojaba extraño pensar en Flint como alguien a quien no volvería a ver. Un gran vacío agitaba sus entrañas, a cada momento esperaba oír los gruñidos del enano quejándose de sus numerosos sinsabores o peleando con el kender.

Durante unos instantes Tanis luchó contra sí mismo en un intento de aferrarse a la imagen de su amigo, mas tuvo que ceder y asumir su desaparición. Se adentró al fin en la rocosa fisura mientras se despedía para siempre de la Morada de los Dioses.

Una vez descubierta la senda, siguieron su trazado hasta llegar a una pequeña cueva. Se apiñaron en el interior sin atreverse a encender una fogata a causa de la proximidad de Neraka, núcleo del poder de los ejércitos de los Dragones, y tomaron unos frutos secos, único resto de sus provisiones. Durante un rato nadie despegó los labios pero al fin comenzaron a hablar de Flint, aceptando la separación como había hecho Tanis. Sus recuerdos se centraron en el aspecto feliz de la rica y azarosa vida del compañero.

Rieron de buena gana cuando Caramon evocó la desastrosa aventura en la que él volcó la barca mientras trataba de atrapar un pez con la mano, arrojando a Flint al agua. El semielfo recordó cómo se habían conocido Tas y el enano cuando el kender huía «accidentalmente» con un brazalete confeccionado por este último a fin de venderlo en una feria. Tika enumeró las bonitas bagatelas que le había hecho, relató su amabilidad al recogerla en su propia casa tras la desaparición de su padre hasta que Otik le proporcionó un trabajo y un techo donde cobijarse.

Estas y otras muchas vivencias animaron su velada de tal modo que, al caer la noche, el punzante aguijón del dolor cedió a una añoranza de la que no sería fácil desprenderse.

Así fue para la mayoría.

Muy tarde, en la penosa vigilia de la madrugada, Tasslehoff permanecía apostado junto a la boca de la gruta en la absorta contemplación de las estrellas. Sujetaba el yelmo de Flint con sus pequeñas manos, dejando que las lágrimas bañaran sus pómulos sin tratar de reprimirlas, y musitando un antiquísimo canto, propio de los de su raza.


Canción fúnebre kender

Antes de lo esperado, la primavera volvía.

El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.

El aire, impregnado de aromas de hierba y de flores,

la cálida caricia del sol recibía.

Siempre antes, podía explicarse

de la tierra la creciente oscuridad,

cómo la lluvia, en su voluptuosidad,

engendraba helechos donde posarse.

Mas ahora todo aquello olvido,

cómo sobrevive una veta de oro,

cómo la primavera ofrece sus tesoros,

de la vida reniego, y también del nido.

Ahora recuerdo la invernal estación;

y el otoño, y el calor del estío,

dejan paso en la noche de mi ser baldío

a una negrura que empaña el corazón.

5 Neraka.

Tal como iban sucediendo los acontecimientos, los compañeros descubrieron que sería fácil entrar en Neraka. Sospechosamente fácil.

—En nombre de los dioses, ¿qué está ocurriendo? —preguntó Caramon mientras Tanis y él contemplaban el llano desde su oculta atalaya en las montañas situadas al oeste de Neraka.

Unas sinuosas líneas negras reptaban por la desolada planicie en dirección hacia el único edificio en un radio de cien millas: el Templo de la Reina de la Oscuridad. Daba la impresión de que millares de víboras se deslizaran desde las montañas, pero no eran tales víboras sino las multitudinarias fuerzas enemigas. Los dos hombres que las observaban percibían destellos ocasionales producidos por el sol al reflejarse en lanzas y escudos y los estandartes negros, rojos y azules, donde destacaban los emblemas de los Señores de los Dragones, ondeaban sobre sus mástiles. Volando a gran altura sobre sus cabezas los imponentes reptiles surcaban el aire en un abanico de colores, que iban de los purpúreos a los añiles, verdosos y azabaches, en pos de las dos gigantescas ciudadelas flotantes que permanecían suspendidas sobre el recinto amurallado del Templo y que, con sus sombras, sumían al paraje en una perenne noche.

—Fue una suerte que el mago nos atacara en el viaje —comentó despacio Caramon—, nos habrían matado de aparecer con nuestros dragones cobrizos en medio de esta muchedumbre.

—Sí —reconoció Tanis en actitud ausente. Había estado pensando en el viejo hechicero para, con el auxilio de sus recuerdos y las revelaciones de Tas, tratar de unir algunas piezas y descifrar el enigma. Cuanto más reflexionaba sobre Fizban más se acercaba a la verdad y, como habría dicho Flint, el conocimiento de este hecho producía temblores en su piel.

Al evocar al enano en su mente sintió una punzada de dolor, así que decidió desechar toda elucubración sobre su amigo y también sobre el anciano. Ya tenía suficientes preocupaciones con la situación presente, y estaba seguro de que ningún hechicero le ayudaría a salir del atolladero.

—Ignoro qué está sucediendo —susurró el semielfo—, pero sea lo que fuera más nos favorece que nos perjudica. ¿Recuerdas lo que comentó Elistan en una ocasión? Está escrito en los Discos de Mishakal que el Mal se vuelve sobre sí mismo. La Reina Oscura reúne a sus tropas por un motivo desconocido, quizá para asestar un golpe definitivo a Krynn del que no pueda levantarse. Sin embargo, no está todo perdido, y podemos mezclarnos fácilmente en este confuso gentío. Nadie reparará en dos miembros del ejército que regresan con un grupo de prisioneros.

—Así lo espero —apuntó Caramon con sombrío ademán.

—Roguemos para que así sea —apostilló Tanis.


El capitán de la guardia que defendía las puertas de Neraka estaba atosigado por todas partes. La Reina Oscura había convocado un consejo general por segunda vez desde el inicio de la guerra, y los Señores de los Dragones del continente de Ansalon acudían prestos a la llamada. Cuatro días atrás habían empezado a llegar a Neraka y, a partir de entonces, la vida del capitán había sido una constante pesadilla.

Los Señores de los Dragones debían entrar en la ciudad por orden de rango. Así, Ariakas sería el primero con su escolta personal, sus tropas, su guardia y sus dragones, seguido por Kitiara, la Dama Oscura, también en compañía de su cohorte de soldados, reptiles y custodios. En tercer lugar haría su aparición Lucien de Takar con su cortejo, y así sucesivamente hasta el último de la comitiva, Fewmaster Toede, del frente oriental.

Tal sistema no había sido concebido tan sólo para honrar a las más altas dignidades. Su propósito era permitir que circulasen sin obstáculos un gran número de tropas y dragones, junto con sus enseres, por un complejo que nunca fue diseñado para albergar a grandes concentraciones. Dada además la desconfianza que reinaba entre unos y otros Señores, ninguno se dejaría persuadir de entrar con un solo draconiano menos que sus colegas y este hecho contribuiría a mantener un orden perfecto. Era un buen plan y podría haber funcionado, de no plantearse un grave problema desde el principio al llegar Ariakas con dos días de retraso.

¿Lo había hecho a propósito para crear la confusión que debía derivarse de su tardanza? El capitán ni lo sabía ni osaba preguntarlo, pero tenía sus propias ideas sobre el particular. Su ausencia obligaba a los dignatarios que se presentaban antes que Ariakas a instalarse en las llanuras que circundaban el Templo hasta que él hiciera su entrada. Las consecuencias no se hicieron esperar. Los draconianos, goblins y mercenarios humanos ansiaban gozar de los placeres que ofrecía la ciudad—campamento erigida a toda prisa en el interior del recinto. Habían recorrido largas distancias y se disgustaron con razón al negárseles este disfrute.

Muchos intentaban escalar las murallas durante la noche, atraídos por las tabernas como las abejas por la miel. Se produjeron reyertas, pues cada tropa era leal a su Señor del Dragón y a ningún otro, hasta que los calabozos subterráneos del Templo se convirtieron en un alborotado hervidero. El capitán tuvo que ordenar a sus fuerzas que cada mañana arrojasen carretadas de borrachos prendidos la víspera sobre el llano, donde los recogían sus exasperados oficiales.

También estallaron conflictos entre los dragones, ya que cada cabecilla trataba de afirmar su poder sobre los otros. Un gran reptil verde, Cyan Bloodbane, llegó incluso a matar a un Dragón Rojo en una pelea por la posesión de un venado. Para desgracia de Cyan su oponente contaba con el favor de la misma Reina Oscura, de modo que fue encerrado en una cueva donde sus aullidos y los feroces golpes que daba con su cola hicieron creer a más de uno que había sobrevenido un terremoto.

El capitán apenas durmió durante dos noches. Cuando, al amanecer del tercer día, le comunicaron que al fin había llegado Ariakas, a punto estuvo de arrodillarse en acción de gracias y procedió de inmediato a reunir a los hombres que tenía asignados para preparar el gran desfile. Todo fue bien hasta que unos centenares de draconianos a a las órdenes de Toede vieron entrar en la plaza del Templo a las tropas del máximo mandatario. Bebidos e irrespetuosos con sus ineficaces cabecillas, trataron de introducirse en masa al mismo tiempo que el ejército privilegiado. Encolerizados ante semejante desacato, los capitanes de Ariakas ordenaron a sus huestes que los detuvieran por las armas. Estalló el caos.

La Reina de la Oscuridad, no menos disgustada que su secuaz, envió a sus propias tropas pertrechadas con látigos, cadenas de acero y garrotes. Acompañaban a estas patrullas algunos magos de Túnica Negra y oscuros clérigos que, respaldando con sus hechizos los contundentes trallazos de los soldados, lograron restablecer el orden. Ariakas y su cortejo entraron en el complejo del Templo con dignidad, aunque no en la perfecta formación que les correspondía.

Debía ser media tarde —el capitán había perdido la noción del tiempo y, para colmo de males, las malditas ciudadelas impedían el paso de los rayos solares— cuando se le acercó uno de los guardianes para requerir su presencia en las puertas.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el oficial clavando en el soldado una furibunda mirada con su único ojo sano, pues había perdido el otro en una batalla contra los elfos de Silvanesti—. ¿Otra refriega? Golpead a los contendientes en la cabeza y encarceladlos. Estoy harto de...

—No-no se trata de una pelea —balbuceó el guardián, un joven goblin que sentía terror por su superior humano—. Me han enviado los centinelas de la puerta. Dos oficiales solicitan permiso para entrar con unos prisioneros.

El capitán lanzó un irreprimible reniego. ¿Qué otras complicaciones le aguardaban? Casi dijo al goblin que volviera y les franquease la entrada, el lugar estaba ya atestado de esclavos y prisioneros y unos pocos más no habían de notarse. Las tropas de Kitiara estaban agrupándose en el exterior, dispuestas a hacer su entrada, y debía hallarse presente a fin de darles la bienvenida oficial.

—¿Quiénes son esos presos? —inquirió irritado mientras recogía varios pliegos de pergamino, deseoso tan sólo de alejarse para acudir puntual a la ceremonia—. ¿Draconianos ebrios? Llevadles a...

—Creo q-que deberíais venir, señor. —El goblin sudaba, despidiendo unos efluvios que no resultaban nada agradables—. S—son una pareja de humanos y un kender.

—Ya te he dicho que... —De pronto se interrumpió—. ¿Un kender? —repitió, a la vez que alzaba los ojos con interés—. ¿No les acompaña también un enano?

—No que yo sepa, señor —respondió el pobre goblin. Pero quizá me haya pasado desapercibido en medio del gentío.

—Iré contigo —resolvió el oficial y, ciñéndose la espada, siguió al goblin hacia la puerta principal del recinto.

Reinaba allí una momentánea paz. Las tropas de Ariakas estaban ya en la improvisada ciudad, y las de Kitiara se organizaban entre empellones y escaramuzas para iniciar su marcha. Era casi la hora de comenzar la ceremonia, así que el capitán se apresuró a examinar al grupo que se erguía ante él.

Dos oficiales del ejército de los Dragones, de alto rango por añadidura, escoltaban a un grupo de hoscos prisioneros. El capitán estudió a estos últimos con atención, recordando las órdenes recibidas dos días antes. Debía acechar con especial empeño la llegada de un enano que viajaba en compañía de un kender, quizá también de un dignatario elfo y una mujer de largo y argénteo cabello, en realidad un Dragón Plateado. Eran todos ellos amigos de la Princesa que tenían prisionera, y la Reina de la Oscuridad creía que intentarían rescatarla de un modo u otro.

Había un kender frente a él, pero la mujer exhibía una melena pelirroja de bucles rizados que en nada la asemejaban a un dragón. Si lo era, el capitán estaba dispuesto a comerse su metálico peto. El encorvado anciano de barba rala, por su parte, presentaba todos los rasgos de un humano y nada tenía de enano ni mucho menos de elfo. Lo cierto era que no acertaba en comprender por qué dos oficiales de elevada graduación se habían molestado en prender a tan variopinto trío.

—Decapitadles y acabad con ellos en vez de venir a molestamos —declaró el capitán con tono desdeñoso—. En estos momentos carecemos de espacio en los calabozos para alojar a nadie más. Lleváoslos.

—¡Sería una lástima desperdiciar esta oportunidad! —protestó uno de los oficiales, un hombre gigantesco con unos brazos que más parecían troncos arbóreos, antes de atenazar a la muchacha pelirroja y arrastrarla hacia sí—. ¡He oído decir que en los mercados de esclavos pagan suman suculentas por las de su especie!

—En eso tienes razón —admitió el capitán pasando revista con su ojo sano al voluptuoso cuerpo de la joven que, a su juicio, aún embellecía más la ajustada cota de malla—. Pero no sé que esperas obtener por los otros dos—. Mientras hablaba manoseó al kender, quien lanzó un grito de indignación si bien le silenció al instante uno de los guardianes presentes—. Matadles.

El fornido oficial pareció titubear ante tal arguento, o al menos así lo denotaba su nervioso pestañeo. En cambio su compañero, que había permaneció en un discreto segundo plano, dio un resuelto paso al frente y respondió por él.

—El humano es mago —dijo—. y creemos que el kender trabaja como espía. Los sorprendimos cerca del alcázar de Dargaard.

—Haber empezado por ahí en lugar de hacerme perder el tiempo. De acuerdo, entrad y ved dónde podéis encerrarles. —Hablaba de forma precipitada, pues acababan de sonar las trompetas. Debía iniciarse la ceremonia, las macizas verjas de hierro comenzaban a abrirse para dar paso a la comitiva—. Firmaré vuestros documentos, entregádmelos.

—No tenemos... —empezó a decir el oficial corpulento, pero el otro lo interrumpió para preguntar, a la vez que rebuscaba en sus bolsas:

—¿A qué documentos te refieres, a los de identificación?

—No —contestó el capitán en el límite de su paciencia—. Al permiso de vuestro comandante para ausentaros y trasladar prisioneros.

—Nadie nos dio semejantes papeles —afirmó sin inmutarse el oficial de la barba—. ¿Se trata de una nueva ordenanza?

—No, en absoluto. —El capitán les miraba ahora con desconfianza—. ¿Cómo atravesáis las líneas sin esa autorización, y cómo esperáis volver? ¿O quizá regresar no entra en vuestros planes y preferís realizar un pequeño viaje con lo que saquéis por este singular lote?

—¡No! —exclamó el individuo más fornido enrojeciendo de ira y lanzando chispas por los ojos—. El comandante olvidó esta formalidad, eso es todo. Tiene mucho en qué pensar y no parece que haya aquí mucha predisposición a resolver los problemas existentes, no sé si me comprendes. —Su mirada era de complicidad.

Las puertas se abrieron de par en par, acompañadas por un fragor de trompetas. El capitán no pudo reprimir un suspiro de angustia, pues en aquel momento tendría que estar en el centro de la entrada para recibir con todos los honores a Kitiara, y llamó en apremiante ademán a los guardines de la Reina Oscura que había apostados en los flancos de las imponentes verjas.

—Llevadles abajo —ordenó mientras recomponía su uniforme—. ¡Les mostraremos qué hacemos con los desertores!

Se alejó a toda prisa, no sin antes volver la cabeza y comprobar satisfecho que los centinelas cumplían con su deber desarmando rápida y eficazmente a los dos oficiales del ejército de los Dragones.


Caramon dirigió a Tanis una inquieta mirada cuando los draconianos lo sujetaron por los brazos y procedieron a desabrochar la hebilla de su cinto. Tika, por su parte, tenía los ojos desorbitados, pues era evidente que las cosas no se desarrollaban según lo previsto. Berem, oculto su rostro bajo unas falsas patillas, parecía presto a gritar o echar acorrer, e incluso Tasslehoff delataba un cierto aturdimiento por el repentino cambio de planes. Tanis veía que los ojos del kender escudriñaban su entorno en busca de una vía de escape.

Intentó poner en orden sus ideas. Creía haber sopesado todas las posibilidades al estudiar la forma de entrar en Neraka, pero ésta había escapado a su consideración. La idea de ser apresados como desertores no había cruzado su mente ni por un segundo y comprendió que, si los centinelas los llevaban a los calabozos, estaban perdidos sin remedio. En cuanto le quitaran el yelmo reconocerían sus rasgos de semielfo, y al examinar con mayor detenimiento a los otros no tardarían en descubrir a Berem.

Él era el peligro. Sin su presencia Caramon y los otros podrían salir bien librados. Sin él...

Las trompetas volvieron a sonar, coreadas por un ensordecedor griterío, en el instante en que un Dragón Azul traspasaba las puertas del Templo con una dignataria a su grupa. Al verla a Tanis le dio un vuelco el corazón, pero pronto su desánimo se transformó en júbilo. El gentío pronunciaba enfervorizado el nombre de Kitiara, avanzando hacia ella en tan confuso tropel que los soldados, temerosos por la seguridad de tan egregio personaje, habían desviado su atención de los prisioneros. Tanis se acercó a Tasslehoff tanto como pudo.

—Escucha —se apresuró a susurrarle en lengua elfa, con voz queda para que la batahola amortiguase sus palabras y animado por la esperanza de que Tas le comprendiera—, di a Caramon que vamos a interpretar una pequeña escena. Haga lo que haga, debe confiar en mí. Todo depende de su mutismo. ¿Entendido?

El kender miró a Tanis totalmente perplejo, pero asintió. Hacía mucho tiempo que no traducía del elfo.

No cabía sino esperar que hubiese captado sus instrucciones. Caramon no hablaba su idioma y Tanis no osaba correr el riesgo de dirigirse a él en común, aunque sofocase su voz la algazara reinante. En aquel momento uno de los centinelas le retorció el brazo para conminarle al silencio.

Se apagó el griterío, y los fanfarrones soldados obligaron a retroceder a la muchedumbre. Viendo que todo estaba bajo control, los guardianes dieron media vuelta para conducir a sus prisioneros al calabozo.

De pronto Tanis tropezó y cayó, arrastrando al draconiano que lo escoltaba y arrojándolo de bruces sobre el polvo.

—¡Levántate, bribón! —renegó el otro centinela a la vez que hostigaba a Tanis con la punta de su látigo. Al ver que se disponía a flagelarle el semielfo se lanzó contra él, logrando atenazar su herramienta de castigo y la mano con que la sujetaba. Puso todo su ahínco en la arremetida, y su fuerza unida a su celeridad dieron el fruto deseado. El soldado se desplomó, estaba libre.

Consciente de la presencia de los guardianes a su espalda, y también de la atónita expresión de Caramon, el semielfo echó a correr en pos de la regia figura que cabalgaba a lomos del Dragón Azul.

—¡Kitiara! —vociferó en momento en que lo apresaban de nuevo—. ¡Kitiara! —insistió, con un grito desgarrador que parecían arrancarle del pecho. Tras debatirse entre los centinelas logró recuperar el uso de una mano y, con ella, se desprendió de su yelmo para acto seguido arrojarlo al suelo.

La Señora del Dragón, ataviada con su armadura de escamas azules, se sorprendió al oír aquel apasionado aullido pronunciando su nombre. Tanis advirtió que sus ojos pardos se abrían perplejos bajo su espantosa máscara, y también se percató de la fiereza que irradiaban las pupilas del reptil al desviarse en su dirección.

—¡Kitiara! —volvió a bramar. Desembarazándose de sus aprehensores con una energía fruto de la desesperación reanudó su embestida, pero varios draconianos surgieron del gentío para abalanzarse sobre él y derribarle sin contemplaciones. Una vez en el suelo, le inmovilizaron los brazos a fin de evitar una nueva intentona. Tanis forcejeó, quería alzar el rostro y mirar a los ojos a la Señora del Dragón.

—¡Alto, Skie! —ordenó la mujer a su montura, posando su enguantada mano en la testuz del animal. El reptil se detuvo obediente, aunque sus garras resbalaban en el empedrado de la calle, y observó a Tanis con unos ojos que rezumaban celos y odio.

El semielfo contuvo el aliento. Su corazón palpitaba dolorosamente, su cabeza estaba a punto de estallar y la sangre de una herida que ni siquiera había sentido goteaba sobre su ojo. Esperaba oír un grito que pusiera de manifiesto que Tasslehoff no le había entendido, un grito de guerra lanzado por sus amigos al correr en su auxilio. Temía que Kitiara examinara a la multitud y descubriera a Caramon detrás de él, reconociendo a su hermanastro. No osaba hacer el menor ademán para comprobar qué había sido de los compañeros, sólo le cabía confiar en que el hombretón tuviera el bastante sentido común, la bastante fe en él para permanecer en la sombra.

Se acercó entonces el capitán tuerto, con el rostro desencajado de ira, y alzó en el aire una de sus botas resuelto a propinarle un puntapié en la cabeza que dejara inconsciente a tan detestable alborotador.

—Detente —ordenó una voz.

Con tanta presteza obedeció el oficial que se tambaleó y casi perdió el equilibrio.

—Soltadle —dijo la misma criatura.

Aunque a regañadientes, los guardianes liberaron a Tanis y retrocedieron acatando un imperativo gesto de la Dama Oscura.

—¿Puede haber algo tan importante como para entorpecer mi entrada en el Templo? —inquirió Kitiara, con un tono cavernoso que deformaba aún más el grueso yelmo.

Tanis se puso en pie vacilante, debilitado por la penosa lucha con los soldados, y avanzó hacia la Señora del Dragón hasta detenerse junto a ella. Cuando se hallaba próximo distinguió un destello irónico en los pardos ojos de la mujer, y se dijo que la inesperada situación le divertía; era un nuevo juego con una vieja marioneta. Tras aclararse la garganta, Tanis habló sin titubeos.

—Estos idiotas me han arrestado por desertor —declaró—, sólo porque el inepto de Bakaris olvidó darme los documentos adecuados.

—Me aseguraré de que reciba su castigo por haberte causado problemas, mi buen Tanthalas —respondió Kitiara sin poder reprimir la risa—. ¿Cómo te has atrevido? —añadió volviéndose enfurecida hacia el capitán, que se amedrentó al saberse amonestado por un superior de tal categoría.

—S-sólo cumplía órdenes, señora tartamudeó, tembloroso como un goblin.

—Aléjate o te entregaré a mi Dragón para que te devore —ordenó Kitiara a la vez que agitaba la mano en perentorio ademán. Luego, con gesto más amable, extendió su enguantado miembro hacia Tanis—. ¿Puedo ofrecerte un paseo, oficial? Sólo a guisa de disculpa, por supuesto.

—Gracias, señora —aceptó Tanis.

Lanzando una ominosa mirada al capitán, el semielfo asió la mano de Kitiara y se encaramó sobre el lomo del Dragón Azul. Se apresuró a escudriñar el gentío mientras ella indicaba a su montura que se pusiera de nuevo en marcha y, aunque al principio sus ansiosos ojos no detectaron nada, emitió un suspiro de alivio al ver que Caramon y los otros eran apartados del lugar por los guardianes. El hombretón alzó la mirada cuando pasaron junto a ellos, pero no se detuvo. O bien Tas le había transmitido su mensaje, o bien el guerrero tenía el suficiente sentido común para contribuir a la representación. Quizá confiaba en él de un modo instintivo, ése era su más ferviente deseo. Sus amigos estaban ahora a salvo, al menos más que en su compañía.

De pronto el semielfo pensó, entristecido, que ésta podía ser la última vez que les veía, pero se esforzó en desechar tal idea. Desviando la vista hacia Kitiara, descubrió que la joven lo observaba con una extraña mezcla de picardía y franca admiración.


Tasslehoff se puso de puntillas para ver qué era de Tanis. Oyó clamores y vítores, seguidos por un expectante silencio en el momento en que el semielfo se acomodaba en la grupa del Dragón. Cuando se reanudó el desfile, el kender creyó percibir que su amigo lo miraba mas, si lo hizo, pareció no reconocerle. Entonces los centinelas azuzaron a los cuatro prisioneros, obligándolos a avanzar entre la muchedumbre, y la imagen de Tanis se perdió en la barahúnda.

Uno de los soldados hurgó con su daga en las costillas de Caramon.

—Así que tu compañero se va con la Señora del Dragón Y deja que te pudras en los calabozos —bromeó, emitiendo un desagradable chasquido.

—No me olvidaré —farfulló él.

El draconiano sonrió y dio un codazo de complicidad al otro centinela, que arrastraba a Tasslehoff con su reptiliana mano cerrada en torno al cuello del kender.

—Sin duda volverá a buscarte, si logra escabullirse de su lecho.

Caramon enrojeció de ira, y Tas le dirigió una mirada llena de espanto. No había tenido ocasión de comunicar a su fornido amigo el último mensaje de Tanis y temía que lo estropease todo, si bien no creía que nada pudiera empeorar el aprieto en que ahora estaban.

Por fortuna Caramon se limitó a menear la cabeza como si hubieran herido su dignidad.

—Estaré en libertad antes de que caiga la noche —declaró con su voz de barítono—. Hemos vivido juntos muchas experiencias, no me abandonará.

Advirtiendo una nota nostálgica en las palabras del guerrero Tas se estremeció, ansioso por acercarse y explicarle lo que sabía. En aquel momento Tika lanzó un grito de furia y el kender se giró para comprobar qué ocurría. El guardián que la escoltaba había desgarrado su pectoral, varios surcos sanguinolentos se dibujaban en el cuello de la muchacha a causa de la presión de sus hediondas garras. Caramon intentó actuar, pero su gesto fue tardío: Tika había propinado un severo golpe en la faz reptiliana de su oponente, fruto de su amplia experiencia como moza de posada.

Furioso, el atacado acorraló a la muchacha contra el muro y enarboló su látigo. Tas oyó que Caramon contenía el aliento y se dobló sobre sí mismo, esperando un dramático desenlace.

—¡No la lastimes! —rugió el guerrero—. Si lo haces, atente a las consecuencias. Kitiara quiere que obtengamos por ella seis monedas de plata, y nadie nos las dará si está marcada.

El draconiano vaciló. Aquel individuo corpulento era un prisionero, cierto, pero todos ellos habían visto la bienvenida que dispensara la Señora del Dragón a su amigo. ¿Podía correr el riesgo de contrariar a alguien que quizá gozaba también de su favor? Al parecer decidió que no pues puso a Tika en pie y, de un violento empellón, la obligó a seguir adelante.

Tasslehoff emitió un suspiro de alivio y, ahora volvió la cabeza con disimulo para mirar a Berem, que había permanecido encerrado en su mutismo durante todo aquel episodio. En efecto, el Hombre Eterno parecía hallarse en otro mundo. Sus ojos, muy abiertos, contemplaban el horizonte con hechizada fijación mientras que sus labios, entrecerrados, le conferían el aspecto de un retrasado mental. Por lo menos su actitud no denotaba que fuera a causar problemas, y por otra parte Caramon continuaba interpretando su papel. También Tika estaba a salvo después del altercado, de modo que nadie le necesitaba. Respiró hondo y empezó a contemplar interesado el recinto del Templo, tanto como le permitían aquellas manos de reptil que aferraban su cuello.

Lamentaba este entorpecimiento. Neraka era en realidad lo que aparentaba, un pequeño pueblo que rezumaba pobreza construido para los habitantes del Templo, si bien la imagen de este último quedaba ahora distorsionada por las tiendas que se erguían como hongos en su derredor.

Al fondo del complejo, el santuario propiamente dicho se cernía sobre la ciudad como un ave carroñera, con una obscena y retorcida estructura que parecía dominar incluso las montañas adyacentes. En cuanto se entraba en Neraka, saltaba a la vista la gran mole y nadie podía substraerse a su influjo. El Templo se hallaba siempre presente, incluso de noche y más aún en las peores pesadillas.

Tras lanzar un breve vistazo el kender se apresuró a apartar la mirada, sintiéndose invadido por una extraña náusea. Pero el espectáculo que se desplegaba ante él era aún peor. La improvisada ciudad estaba atestada de tropas; draconianos y mercenarios humanos, goblins y las más singulares criaturas salían en masa de las tabernas y burdeles poblando las mugrientas calles, mientras esclavos de todas las razas servían a sus aprehensores para proporcionarles los más abyectos placeres y los enanos gully se deslizaban como las ratas, llenando el empedrado de desperdicios. El hedor era asfixiante, la escena tan apocalíptica como el abismo. Aunque aún no había anochecido la lobreguez de la plaza. unida al frío reinante, producían en Tas la engañosa sensación de hallarse envuelto en las brumas de la madrugada. Alzó el kender la mirada y vio las inmensas ciudadelas voladoras, flotando sobre el Templo con terrible majestad rodeadas por los dragones que montaban incesante guardia.

Al iniciar la marcha por las abarrotadas calles. Tas había abrigado la esperanza de huir aprovechando la primera ocasión que se le ofreciera. Era un experto en confundirse con el gentío y le animaron las furtivas miradas de Caramon, quien sin duda había forjado el mismo plan. Pero tras recorrer unas pocas avenidas, tras ver las acechantes ciudadelas sobre sus cabezas, comprendió que sería inútil. Era evidente que Caramon había llegado a idéntica conclusión, pues el kender le vio bajar los hombros en un ademán de impotencia.

Desalentado y temeroso, Tas pensó, de pronto, que Laurana vivía prisionera en aquel infierno desde hacía tiempo. Su talante alegre, despreocupado, pareció quedar aplastado por el peso de la penumbra y perversidad que lo cercaban, una oscura maldad cuya existencia no había concebido ni en sueños.

Los soldados los apremiaban con sus armas mientras se abrían camino a codazos entre los borrachos y pendencieros, que obstaculizaban su avance en las angostas callejas. Por mucho que se esforzase, el kender comprendió que no hallaría el modo de transmitir a Caramon el mensaje de Tanis.

De pronto los obligaron a detenerse, pues un contingente de tropas de Su Oscura Majestad marchaban por el lugar en apretada formación. Quienes no se apartaban a tiempo eran arrojados de bruces a los callejones por los oficiales draconianos, o simplemente derribados y pisoteados. Los centinelas de los compañeros se apresuraron a arrinconarlos en un muro desmoronado, con la orden de permanecer inmóviles hasta que hubieran pasado los soldados.

Tasslehoff quedó aprisionado entre Caramon y uno de los draconianos, quien soltó su cuello convencido de que ni siquiera un kender osaría acometer la huida en medio de semejante multitud. Aunque sentía sobre él los vigilantes ojos del centinela, Tas logró deslizarse en pos de Caramon con la esperanza de obedecer al fin las instrucciones de Tanis. Sabía que nadie lo oiría, los estruendos de armaduras y recias botas impedirían que los ecos de sus palabras penetrasen en tímpanos hostiles.

—Caramon —le dijo con voz queda—, tengo un mensaje para ti. ¿Me escuchas?

El guerrero no se volvió. Permaneció con la mirada fija en la calle, convertido su rostro en una máscara de piedra. Sin embargo el kender, que estaba casi a su lado, detectó un ligero pestañeo en sus ojos.

—Tanis te pide que confíes en él —se apresuró a susurrarle—. Haga lo que haga, debes representar tu papel... creo que ésas han sido sus palabras.

Caramon frunció el ceño.

—Hablaba en lengua elfa —se disculpó el kender—. Además, apenas podía oírle.

El hombretón no se inmutó. Si acaso, se ensombreció su rostro.

Tas tragó saliva y se arrimó a la pared, colocándose detrás de la ancha espalda de su amigo.

—Esa Señora del Dragón era Kitiara, ¿verdad?

No hubo respuesta pero Tas vio cómo se tensaban los músculos de la mandíbula del guerrero, cómo un nervio comenzaba a vibrar en su cuello.

Olvidando por un momento dónde estaba, el kender alzó la voz.

—Espero que confíes en él, Caramon, porque de lo contrario...

Sin previo aviso el draconiano que custodiaba a Tasslehoff giró sobre sus talones y le dio una bofetada en la boca, arrojándolo contra la pared. Aturdido a causa del dolor, el atacado se desplomó en el suelo. Una sombra se inclinó entonces sobre él y, a través de la nebulosa que empañaba sus ojos, creyó que se trataba de su agresor y se preparó para un nuevo golpe. Sin embargo, sintió cómo unas poderosas pero suaves manos lo alzaban por su lanuda zamarra.

—Os advertí que no lastimarais a los prisioneros —gruñó Caramon.

—¡Es sólo un kender! —comentó desdeñoso el draconiano.

Las tropas ya habían pasado y Caramon incorporó al kender quien, pese a sus intentos de mantenerse en pie, tuvo la sensación de que el suelo se obstinaba en resbalar bajo su persona.

—Lo lamento —se oyó balbucear a sí mismo—. no me responden las piernas.

El guerrero, viendo su penoso estado, lo izó en el aire y se le colgó del hombro como un saco de harina sin hacer caso de sus protestas.

—Tiene información importante —declaró Caramon con voz cavernosa—. Espero que no hayáis dañado su cerebro. Si ha olvidado lo que debe revelarnos, la Dama Oscura se enfurecerá.

—¿Qué cerebro? —bromeó el draconiano pero Tas, boca abajo sobre la espalda de su amigo, creyó detectar un atisbo de inquietud en la criatura.

Emprendieron de nuevo la marcha. A Tasslehoff le dolía terriblemente la cabeza, y sentía, además, unas molestas punzadas en el pómulo. Al llevarse la mano al rostro palpó regueros de sangre coagulada en el lugar donde el draconiano lo había abofeteado. Resonaba en sus oídos el zumbido de mil abejas, que parecían haber instalado la colmena en el interior de su cráneo, y el mundo daba vueltas sin cesar. Tampoco su estómago se hallaba pletórico de salud, y los zarandeos que le infligía al moverse la espalda armada de Caramon no contribuían a aliviar tal malestar.

—¿Falta mucho? —La estruendosa voz del guerrero resonaba en su fornido pecho—. ¡Este bribón pesa más de lo que parece!

Por toda respuesta, uno de los draconianos extendió su larga y huesuda garra.

Con un denodado esfuerzo, tratando de ignorar su dolor y su mareo, Tas torció la cabeza para ver dónde señalaba. Sólo distinguió una sombra, pero fue suficiente. El edificio del Templo había crecido a medida que se acercaban hasta capturar no sólo los sentidos, sino incluso la mente.

Se dejó caer en su incómoda postura. Su visión se nublaba por momentos y, aunque aturdido, no podía dejar de preguntarse a qué se debía aquel fenómeno, de dónde provenía la creciente bruma. Lo último que oyó fueron las palabras: «A los calabozos subterráneos del templo de Su Majestad, Takhisis, Reina de la Oscuridad».

6 Tanis negocia. Gakhan investiga.

—¿Vino?

—No.

Kitiara se encogió de hombros y, alzando la jarra del cuenco lleno de nieve en el que reposaba para mantener fresco su contenido, se sirvió lentamente a la vez que contemplaba perezosa cómo el purpúreo licor se deslizaba del recipiente hacia su copa. Depositó acto seguido el cristalino objeto en la nívea superficie y se sentó frente a Tanis para observarle con frialdad.

Se había quitado el yelmo pero aún se cubría con la armadura, aquella armadura azul oscuro ribeteada en filigrana de oro que se adaptaba a su sinuoso cuerpo cual una piel escamosa. La luz que proyectaban los candelabros de la sala reverberaba sobre el bruñido peto y despedía resplandores ígneos en los agudos cantos metálicos, de tal modo que toda ella aparecía envuelta en un incendio multicolor. Su negro cabello, húmedo a causa del sudor, se pegaba en torno a su rostro, en el que destacaban sus brillantes ojos sombreados por largas y también negras pestañas.

—¿Qué haces aquí, Tanis? —preguntó con voz queda, trazando círculos en el borde de la copa sin apartar la mirada de su oponente.

—Conoces de sobra el motivo de mi presencia —se limitó a responder el semielfo.

—Laurana, por supuesto —apuntó Kitiara.

Ahora fue Tanis quien se encogió de hombros en un intento de mantener el semblante impenetrable como el de una estatua, si bien temía que aquella mujer —que en ocasiones parecía capaz de penetrar en sus entrañas mejor que él mismo— leyera sus pensamientos.

—¿Has venido solo? —preguntó ella sorbiendo el vino.

—Sí —fue la lacónica contestación del semielfo, quien le devolvió la mirada sin un pestañeo.

Kitiara enarcó una ceja para mostrarle su incredulidad.

—Flint ha muerto —añadió él con voz entrecortada. A pesar de su miedo a manifestar sus sentimientos, no podía recordar al amigo perdido sin estremecerse—. Y Tasslehoff ha desaparecido, no he logrado encontrarlo. De todos modos no entraba en mis planes traerlo hasta aquí.

—Lo comprendo —dijo Kit con una mueca irónica—. Así que a Flint le llegó su hora.

—Y también a Sturm, como bien sabes. —El semielfo no pudo por menos que apretar los dientes al pronunciar su nombre.

—Son los percances de la guerra, querido —comentó Kitiara a la vez que clavaba en él sus desafiantes ojos—. Ambos éramos soldados. El supo entenderlo, estoy segura de que su espíritu no me guarda rencor.

Aunque disgustado, Tanis reprimió la frase que afloraba ya a sus labios. Kitiara tenía razón.. Sturm siempre comprendió los irremediables designios del destino.

La joven permaneció muda unos instantes, contemplando el rostro de Tanis, antes de posar la copa con una suave tintineo y preguntar:

—Y mis hermanos. ¿Dónde...?

—¿Por qué no me llevas a los calabozos y me interrogas? —interrumpió Tanis. Se levantó entonces de su butaca para empezar a andar por la lujosa estancia.

Kitiara esbozó una sonrisa introspectiva, meditabunda.

—Sí —declaró—, podría interrogarte allí y hablarías, Tanis, no lo dudes. Confesarías todo cuanto yo quisiera y hasta suplicarías que te dejasen contarme más detalles. No sólo tenemos hombres expertos en el arte de la tortura, sino que además se consagran en cuerpo y alma a su quehacer. —Poniéndose de pie en lánguida actitud Kitiara se acercó al lugar donde se había detenido el semielfo para posar una mano en el pecho y deslizar la palma abierta hasta su hombro—. Pero no pretendo someterte a un interrogatorio. Digamos más bien que soy una hermana preocupada por su familia. ¿Dónde están los gemelos?

—Lo ignoro —le espetó Tanis mientras sujetaba firmemente su muñeca y se desembarazaba de tan ambigua caricia—. Ambos se perdieron en el Mar Sangriento...

—¿Junto con el Hombre de la Joya Verde?

—En efecto.

—¿Y cómo lograste tú sobrevivir?

—Me rescataron los elfos marinos.

—En ese caso, quizá salvaran también a los otros.

—Es posible, aunque no probable. Después de todo yo pertenezco a su raza, mientras que ellos eran humanos.

Kitiara estudió durante unos minutos la faz insondable del semielfo, que aún apretujaba su muñeca. Inconscientemente, sin eludir el escrutinio de la muchacha, Tanis cerró los dedos en torno a su presa.

—Me haces daño —susurró Kitiara—. ¿Para qué has venido? Ni siquiera tú cometerías la insensatez de intentar el rescate de Laurana en solitario.

—No —reconoció Tanis estrujando con mayor fuerza el miembro de su rival—. Estoy aquí para negociar. Suelta a la Princesa y quédate conmigo.

Kitiara abrió los ojos sin poder ocultar su sorpresa, pero no tardó en inclinar la cabeza hacia atrás y proferir una sonora carcajada. Con gesto rápido y certero se liberó de las garras de Tanis y, dando media vuelta, se acercó de nuevo a la mesa a fin de llenar su copa.

—Sigo sin comprenderte, Tanis —dijo entre risas. Le miraba por encima del hombro, exhibiendo aquella siniestra mueca que la caracterizaba—. ¿Qué puede inducirte a pensar que eres lo bastante importante como para que acepte el trueque?

El semielfo se ruborizó, pero Kitiara hizo caso omiso y prosiguió.

—He capturado a su Áureo General, amigo. Les he arrebatado su amuleto de la suerte, su hermosa guerrera y adalid que, por cierto, no fue un mal comandante puesto que les proporcionó las Dragonlance y les enseñó a luchar. Su hermano fue el artífice del retorno de los Dragones del Bien y, sin embargo, es en ella en quien han depositado su confianza, acaso porque mantuvo unidos a los Caballeros de Solamnia cuando se hallaban a punto de escindirse. Y tú me propones que la cambie por —hizo un gesto despectivo— un semielfo que ha estado recorriendo todo el país en compañía de un kender, bárbaros y enanos.

Asaltó entonces a Kitiara un tal acceso de risa que tuvo que sentarse y secarse las lágrimas que nublaban sus ojos.

—Realmente, Tanis, tienes un elevado concepto de ti mismo —logró continuar al fin—. ¿Por qué creíste que querría recuperarte? ¿Por amor?

Se produjo, pese a su aparente burla, un sutil cambio en la voz de Kitiara. De pronto frunció el ceño sin dejar de acariciar la copa.

Tanis no respondió. Permaneció inmóvil frente a ella, sintiendo que le ardían los pómulos debido al ridículo al que le había expuesto. Tras observarlo unos segundos, Kitiara bajó la mirada y habló de nuevo.

—Supón que accedo —insinuó, posada la vista en el recio mosto—. ¿ Qué me darás para reparar la pérdida en que sin duda incurriría?

Tanis respondió hondo.

—El capitán de tus tropas ha muerto —dijo sin denotar la más tenue alteración en su ánimo—. Lo sé, el mismo Tas me contó que había acabado con él. Me ofrezco a ocupar su puesto.

—¿Servirías bajo... te alistarías en los ejércitos de los Dragones? —Los desorbitados ojos de Kit delataban su perplejidad.

—Sí. —Los dientes de Tanis rechinaron, la amargura invadió su rostro—. Hemos perdido de todas formas. He visto vuestras ciudadelas flotantes y soy consciente de que nunca venceremos, aunque se queden junto a nosotros los reptiles benignos. Además sé que nos abandonarán, que serán expulsados por el pueblo. Lo cierto es que nunca tuvieron fe en ellos y, en cuanto a mí, lo único que me importa es que Laurana recobre la libertad sin sufrir el menor daño.

—Creo en tu sinceridad, sé que cumplirás tu promesa. —Kitiara lo contempló sin disimular la admiración que le inspiraba—. Debo reflexionar.

Meneó la cabeza como si librase una batalla interior. Se llevó acto seguido la copa a los labios, bebió un largo trago hasta consumir el vino y, tras depositar el vacío recipiente en la mesa, se incorporó.

—Lo pensaré —murmuró—. Pero ahora tengo que dejarte, Tanis. Esta noche se celebra un consejo extraordinario de los Señores de los Dragones, que han venido desde todos los confines de Ansalon para asistir. Por supuesto, tienes razón: habéis perdido la guerra. Hoy fraguaremos un plan para asestar el golpe definitivo, y tú estarás presente como mi escolta Personal. Quiero que Su Oscura Majestad te conozca sin tardanza.

—¿Y Laurana? —insistió Tanis.

—¡Te he dicho que lo pensaré! —Un surco negro rompió la lisa superficie que separaba las cejas de Kitiara cuando añadió, sin dar lugar a la réplica—: Haré que te traigan una armadura de gala. Vístete y prepárate para acompañarme dentro de una hora. —Se alejó unos pasos, pero de nuevo volvió la cabeza hacia Tanis—. Mi decisión bien puede depender de tu conducta esta noche —le advirtió—. Recuerda, semielfo, que a partir de este momento sirves bajo mis órdenes.

Sus ojos pardos irradiaron fríos destellos al envolver en su embrujo a Tanis, quien sintió cómo la voluntad de aquella mujer lo aprisionaba hasta convertirse en una mano invisible pero poderosa que lo obligaba a postrarse en el pulido de mármol. Se hallaba respaldada por la fuerza de los ejércitos de los Dragones y flotaba sobre ella la sombra de la Reina de la Oscuridad, imbuyéndola de una autoridad que el semielfo ya había vislumbrado en anteriores ocasiones.

De pronto sintió la gran distancia que mediaba entre ellos. Kitiara se le apareció soberbiamente humana, pues sólo los de su raza estaban dotados de una tal sed de poder que la primera pasión amorosa que albergaban podía corromperse sin la menor dificultad. Las breves vidas de los humanos eran llamas que ardían con una luz pura como la vela de Goldmoon o el desgajado sol de Sturm, o bien destruían como un fuego abrasador capaz de consumir cuanto se interponía en su camino. El había calentado su espesa sangre elfa en este fuego, había alimentado la llama en su corazón, y ahora veía con total claridad en qué había de convertirse: en una masa de carne socarrada similar a los cuerpos de aquéllos que murieron en el incendio de Tarsis, en el armazón de unas entrañas negras e imperturbables.

Era su deber, el precio que tenía que pagar. Depositaría su alma en el altar de Kitiara como otros extendían un puñado de oro sobre una almohada. Laurana no merecía menos, ya había sufrido bastante por su causa. Su muerte no la liberaría, pero su vida sí.

Despacio, Tanis se llevó la mano al corazón y se inclinó en una reverencia.

—Soy tu humilde servidor, Señora —dijo.


Kitiara entró en su alcoba con un torbellino en la mente. La sangre latía en sus venas más ebria de excitación, de deseo y del goce anticipado de la victoria que de vino. Sin embargo, asomaba bajo tanta dicha una agobiante duda, que la irritaba sobremanera al diluir cualquier otro sentimiento. Trató por todos los medios de desecharla, pero en cuanto abrió la puerta de su habitación volvió a surgir con mayor crudeza que antes.

Los criados no la esperaban tan pronto. No habían encendido las antorchas, y el fuego del hogar estaba a punto pero sin lumbre. Extendió la mano para hacer sonar la campanilla que había de atraerles y reprenderlos por su negligencia, cuando, de pronto, una mano tan gélida como translúcida se cerró sobre su muñeca.

El contacto de aquel miembro hizo crujir sus huesos con una sensación de frío febril, y la sangre pareció helarse en sus venas. Kitiara lanzó un ahogado jadeo de dolor a la vez que intentaba desembarazarse de la mano, que se mantuvo firme en torno a su presa..

—No habrás olvidado nuestro trato, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —exclamó ella. Intentando reprimir el miedo que ribeteaba su voz, ordenó—: Suéltame.

Los dedos que la aprisionaban se abrieron lentamente, y Kitiara se apresuró a retirar el brazo y frotarse la carne que, incluso en tan breve lapso de tiempo, había asumido un tono violáceo.

—La mujer elfa será tuya —declaró—, en cuanto la Reina haya terminado con ella.

—Por supuesto, de nada me serviría de otro modo. Una hembra viva no es para mí de mayor utilidad que un hombre muerto para ti. —El eco de aquella cavernosa voz perduró de una manera abominable una vez pronunciada la frase.

Kitiara dirigió una mirada despectiva al lívido rostro, a los centelleantes ojos que flotaban desnudos sobre la negra armadura del caballero espectral.

—No seas necio, Soth —dijo, haciendo sonar la campanilla. Estaba ansiosa de luz y calor—.

Soy capaz de separar los placeres de la carne de los compromisos adquiridos, algo que por lo visto tú no supiste hacer en vida.

—¿Cuáles son tus planes para el semielfo? —pregunto Soth con una voz que, como de costumbre, provenía de las profundidades del abismo.

—Se rendirá a mí por completo, sin condiciones —afirmó Kitiara sin cesar de acariciarse la dolorida muñeca.

Varios criados acudieron prestos a su llamada intercambiando vacilantes miradas de soslayo, temerosos de la explosión de ira con que esperaban ser recibidos por la Dama Oscura. Pero Kitiara los ignoró, abstraída como estaba en sus cavilaciones. Soth se fundió en las sombras como solía hacer cuando prendían las antorchas.

—El único medio de poseer al semielfo consiste en obligarle a contemplar cómo destruyo a Laurana —prosiguió Kitiara.

—No creo que de esta manera consigas conquistar su amor —apuntó Soth desde su invisibilidad.

—¡No es su amor lo que quiero, sino a él! —exclamó Kitiara, antes de quitarse los guantes y desabrocharse las metálicas hebillas de su armadura—. Mientras mantenga su integridad sólo pensará en ella y en el noble sacrificio que ha hecho para salvarla. No, si quiero que me pertenezca debo aplastarle bajo el tacón de mi bota hasta que no quede de él sino una masa informe. Entonces podré utilizarle.

—Durante un breve tiempo —comentó cáusticamente el espectro—. La muerte lo liberará.

Kitiara se encogió de hombros. Los criados habían concluido su tarea y se retiraron sin tardanza, dejando a la Dama Oscura callada y meditabunda, con la armadura medio desprendida y el yelmo colgado de su mano.

—Me ha mentido —susurró pasados unos momentos, a la vez que arrojaba el yelmo sobre una mesa con tal fuerza que hizo añicos un polvoriento jarrón de porcelana. Comenzó a caminar de un lado a otro de la estancia, sin cesar de repetirse—: Ha intentado engañarme, mis hermanos no perecieron en el Mar Sangriento. Sé que por lo menos uno de los dos vive, al igual que el Hombre Eterno. —Abriendo la puerta con brusquedad, Kitiara vociferó—: ¡Gakhan!

Un draconiano apareció en el umbral.

—¿Hay noticias de ese capitán?

—No, señora —respondió el draconiano Era el mismo que había seguido a Tanis desde la posada de Flotsam, el mismo que había ayudado a atrapar a Laurana—. No está de servicio —añadió la criatura, como si este hecho lo explicase todo.

Kitiara comprendió enseguida el significado de tales palabras.

—Registrad todas las tabernas y burdeles hasta encontrarle, y traedle aquí. Ponedle los grilletes si es necesario para aseguraros de que no va a escapar. Lo interrogaré cuando regrese de la asamblea o, mejor aún, encárgate tú de averiguar si el semielfo viajaba solo como afirma o si lo acompañaba alguien. En este último caso...

—Seréis informada sin tardanza, señora —concluyó por ella el draconiano con una respetuosa reverencia.

Kitiara lo despachó con un gesto de la mano y el individuo, tras inclinar de nuevo la cabeza, salió y cerró la puerta. La joven permaneció unos segundos inmóvil, ensimismada en sus pensamientos, mas pronto reaccionó y procedió a debatirse con las trabillas que aún afianzaban su armadura.

—Esta noche me acompañarás a la reunión —dijo a Soth mesándose el crespo cabello pero sin tomarse la molestia de volver la vista hacia el fantasma, ya que dio por sentado que se hallaba en el mismo rincón a su espalda—. Vigila a Ariakas, no se sentirá muy complacido cuando conozca mis intenciones.

Una vez libre de la última pieza de su metálico atavío, Kitiara se desprendió de la túnica de cuero y el sedoso jubón azul. Se desperezó en impúdica actitud, y lanzó una mirada por encima de su hombro para comprobar la reacción de Soth. El espectro había desaparecido y, sobresaltada, escudriñó la estancia en su busca.

La siniestra aparición se había desplazado hasta la mesa donde yacía el yelmo rodeado de los esparcidos restos del jarro roto. Dibujando un sesgo en el aire con su incorpórea mano, el caballero hizo que los fragmentos alzaran el vuelo y quedasen suspendidos frente a él. Sin dejar de sostenerlos en tan ingrávida postura mediante su poderosa magia, desvió entonces sus llameantes ojos anaranjados hacia Kitiara. La luz de aquellos insondables focos tiñó de oro la desnuda piel de la muchacha y envolvió sus negros cabellos en una aureola de calor.

—Todavía eres una mujer, Kitiara —declaró despacio—. Amas...

No se movió ni concluyó su frase, pero las piezas del jarrón cayeron al suelo con estrépito. Su translúcida bota pasó sobre ellas sin dejar la menor huella.

—...y hieres —añadió al fin en un susurro, acercándose sigiloso a la Dama Oscura—. No trates de engañarte a ti misma. Aplástale como mejor te parezca, el semielfo siempre te dominará... incluso después de la muerte.

El Caballero de la Rosa Negra se desvaneció en las sombras de la alcoba mientras Kitiara contemplaba petrificada el crepitante fuego, como si quisiera leer su destino en los movimientos fugaces de las llamas.

Gakhan recorrió a toda prisa el pasillo del palacio real, las garras que formaban sus pies producían sonoros ecos al estamparse en los marmóreos suelos. Los pensamientos del draconiano fluían con la misma rapidez que sus zancadas, pues, de pronto, se le había ocurrido dónde podía encontrar al capitán. Al toparse con dos soldados asignados a Kitiara haraganeando en un extremo del corredor, les ordenó que lo siguieran y ellos le obedecieron de inmediato. Aunque Gakhan no poseía ningún rango en los ejércitos de los Dragones —había sido destituido—, todos sabían que pertenecían a la escolta personal de la Dama Oscura y extraoficialmente se rumoreaba que era su asesino privado.

Llevaba mucho tiempo al servicio de Kitiara. Su fidelidad perduraba desde mucho tiempo atrás, después de que llegara a oídos de la Reina de la Oscuridad y sus esbirros la noticia del descubrimiento de la Vara de Cristal Azul. Pocos fueron los Señores de los Dragones que concedieron importancia a la desaparición de la misma. Ocupados en la guerra que poco a poco agostaba la vida en las regiones septentrionales de Ansalon, algo tan trivial como un objeto con poderes curativos no merecía la atención de la mayoría. Se necesitaba poseer una fuerza sobrenatural para sanar un mundo a punto de expirar, había afirmado entre risas Ariakas en un consejo bélico.

Pero dos de los dignatarios se tomaron en serio la desaparición de la vara: uno fue el gobernador de la parte de Ansalon donde se había hallado, y otro alguien que había nacido y se había criado en la zona. Mago oscuro uno, hábil guerrera la otra, ambos sabían cuán peligrosa podía resultar para su causa aquella prueba del regreso de los antiguos dioses.

Reaccionaron de manera diferente, quizá debido a una cuestión geográfica. Verminaard movilizó a varias hordas de draconianos y goblins con detalladas descripciones de la Vara de Cristal Azul y sus virtudes arcanas. Kitiara envió a Gakhan.

Fue Gakhan quien rastreó a Riverwind y la vara hasta el poblado de los que-shu, y también quien ordenó asaltar el lugar y asesinar sistemáticamente a sus habitantes en busca de aquel ingenio de nefasto augurio.

Sin embargo, pronto abandonó a los que-shu, tras ser informado de que la vara se hallaba en Solace. Viajó el draconiano a esta ciudad, para descubrir que llegaba con unas semanas de retraso aunque también averiguó que los bárbaros portadores del objeto mágico se habían reunido con un grupo de aventureros, oriundos de Solace a juzgar por las declaraciones de los lugareños que allí «entrevistó».

Tuvo que tomar una decisión. Podía tratar de seguir su rastro, que sin duda debía haberse desvirtuado durante las semanas transcurridas, o bien regresar junto a Kitiara y describirle a los aventureros por si ella los conocía. En este último caso quizá le daría una información susceptible de ayudarle a anticipar sus movimientos.

Eligió la segunda opción y corrió al encuentro de Kitiara, que estaba guerreando en el norte. Los millares de soldados que componían las fuerzas de Verminaard tenían mayores posibilidades de encontrar la vara que Gakhan pero eso no le impidió comunicar cuanto sabía del misterioso grupo a la Dama Oscura, quien sufrió un gran sobresalto al enterarse de que estaba formado por sus dos hermanastros, sus antiguos compañeros de armas y su primer amante. Al instante vio en esta combinación la mano oculta de un temible poder, pues sabía que tan dispares nómadas habían de constituir un dinámico ejército para bien o para mal. Se apresuró a transmitir sus inquietudes a la Reina, que era ya víctima de cierto desasosiego a causa del inexplicable portento que suponía la desaparición del Guerrero Valiente de su firmamento. No tardó la soberana en comprender que sus premoniciones eran correctas y que Paladine había regresado para luchar contra ella, si bien cuando tomó plena conciencia de la situación el daño ya estaba hecho.

Kitiara envió de nuevo a Gakhan en busca de los errabundos compañeros. Paso a paso, el avispado draconiano siguió su pista desde Pax Tharkas al reino de los enanos. Fue él quien descubrió su presencia en Tarsis, donde la Dama Oscura los habría capturado de no ser por la intervención de Alhana Starbreeze y sus grifos.

Gakhan no se desalentó. Con su habitual paciencia logro averiguar que el grupo se había separado y supo de su estancia en Silvanesti, donde ahuyentaron al enorme Dragón verde llamado Cyan Bloodbane, y en el Muro de Hielo, lugar en el que Laurana dio muerte al perverso Feal-Thas, señor del Dragón. Llegó asimismo a sus oídos el hallazgo de los Orbes, la destrucción de uno y el medio por el que el frágil mago obtuvo el otro.

Ya en Flotsam, Gakhan espió a Tanis sin que éste lo advirtiera, y pudo así dirigir a la Dama Oscura hasta el Perechon. Una vez más el draconiano movió cauteloso su pieza pero pronto comprobó que la de su oponente se había interpuesto en su camino y bloqueado el jaque. Tampoco ahora se dejó llevar por la desesperación, ya que conocía a su rival y el poder al que se enfrentaba. Era mucho lo que estaba en juego, no podía dejarlo en tablas.

En todos estos eventos pensaba Gakhan al abandonar el Templo de Su Oscura Majestad, donde los Señores de los Dragones empezaban a congregarse para la asamblea. Recorrió las calles de Neraka, iluminadas por una luz crepuscular. En el instante en que el sol se ocultaba tras el horizonte sus últimos rayos quedaron libres de la sombra de las ciudadelas y propagaron su calor por las montañas, tiñendo de doradas aureolas los níveos picos.

La mirada reptiliana de Gakhan no se detuvo en el espectáculo que ofrecía al astro sino que escudriñó las tiendas de la improvisada ciudad, ahora casi vacías pues los soldados debían escoltar a sus comandantes en la regia velada. Los Señores de los Dragones desconfiaban ostensiblemente de sus colegas y también de la Reina. Más de un asesinato se había perpetrado en los aposentos de la soberana, y no habían concluido tan luctuosas acciones.

Sin embargo, a Gakhan aquello no le importaba. Al contrario, incluso podía facilitar su tarea. Condujo con habilidad a los otros draconianos por los hediondos callejones atestados de inmundicias y, aunque se dijo que podría haberles enviado en su misión sin la necesidad de su presencia, había llegado a conocer muy bien a su oponente y sabía que el tiempo apremiaba. El remolino de los acontecimientos comenzaba a alzarse cual un imparable huracán y, pese a hallarse en su ojo, era consciente de que podía ser aniquilado por él, si no era tremendamente cuidadoso. Quería cabalgar a lomos del viento, no ser arrojado contra las rocas.

—Éste es el lugar —declaró, deteniéndose junto a su taberna. Una enseña claveteada a un poste rezaba en lengua común: «El Ojo del Dragón» mientras que, en un rótulo que sobresalía del muro, se leía «Prohibida la entrada a draconianos y goblins» en toscos caracteres del mismo idioma. Asomando el rostro por la cortina de la lona Gakhan comprobó que había acertado y se introdujo en el local, tras ordenar a sus escoltas que apartasen la recia tela.

Un gran tumulto saludó su aparición cuando los humanos de la taberna volvieron sus miradas hacia los recién llegados y vieron a tres draconianos, lo que les impulsó a abuchearles desdeñosos. Sin embargo, las voces e imprecaciones pronto se apagaron, en el instante en que Gakhan se desprendió de la capucha que cubría su faz reptiliana. Todos reconocieron al esbirro de Kitiara y el silencio selló las bocas de los parroquianos, un silencio más denso que el espeso humo o los olores que cargaban la atmósfera. Tras observar amedrentados a los soldados, los humanos levantaron los hombros hacia sus bebidas y se encogieron cual tortugas, en un intento de pasar desapercibidos.

Las refulgentes y negras pupilas de Gakhan examinaron a la muchedumbre.

—Ahí está —indicó, a la vez que extendía el dedo en dirección a un humano acodado en la barra.

Sus secuaces actuaron de inmediato para apresar a un individuo tuerto, que los contempló entre ebrio y aterrorizado.

—Llevadle fuera —ordenó el draconiano.

Ignorando las protestas y súplicas del arrestado, que vestía el uniforme de capitán, así como las amenazadoras miradas de los presentes, los soldados arrastraron al infeliz hasta un patio trasero. Gakhan los siguió más despacio.

Los expertos draconianos apenas tardaron unos minutos en serenar la enturbiada mente de su prisionero lo suficiente para que pudiera hablar, si bien los desgarrados gritos que el desdichado emitió en el proceso hicieron que muchos de los parroquianos perdieran el gusto por sus licores. Sea como fuere, al fin estuvo en condiciones de responder a las preguntas de Gakhan.

—¿Recuerdas haber detenido a un oficial de los ejércitos de los Dragones esta misma tarde, acusado de deserción?

El capitán recordaba haber interrogado a numerosos oficiales aquel día; era un hombre muy ocupado y todos se parecían. Gakhan se limitó a hacer un significativo gesto con la mano y los draconianos obedecieron con prontitud y eficacia.

El capitán se convulsionó en un agónico aullido. ¡Sí, ahora rememoraba la escena! Pero no había un oficial, sino dos.

—¿Dos? —Los ojos de Gakhan se iluminaron—. Describe al otro.

—Era un humano muy corpulento. Ambos custodiaban a unos prisioneros.

—¡Espléndido! —exclamó el esbirro de la Dama Oscura estirando su lengua para volver a ocultarla, un ademán habitual en los de su raza—. ¿Cómo eran?

El capitán halló un verdadero placer en detallar los rasgos de la muchacha.

—Una hembra de melena pelirroja y ondulada, con unos senos tan grandes como...

—Es suficiente, háblame de los otros —le espetó Gakhan. Sus ganchudas manos temblaban de excitación cuando miró a sus escoltas para invitarles a estrujar los brazos del cautivo.

Aunque entre sollozos, el infeliz se apresuró a describir a los otros dos prisioneros sin apenas articular las palabras.

—Un kender —repitió Gakhan al borde del paroxismo— y un viejo con la barba cana...

Hizo una breve pausa, desconcertado. ¿Se trataba quizá del anciano mago? No podía creer que los compañeros hubieran admitido en su grupo a aquel ser decrépito y demente en una misión tan importante y plagada de riesgos. Pero entonces, ¿quién era? ¿Algún otro que habían recogido en el camino?

—Dime algo más del viejo —apremió al capitán tras un meditabundo silencio.

El interpelado se esforzó en pasar revista a los recuerdos de su cerebro bañado de alcohol. Un anciano... barba blanca...

—¿Encorvado?

—No, alto y con anchos hombros. Ojos azules, extraños. El oficial tuerto estaba a punto de desmayarse así que Gakhan, al percatarse de su estado, le apretó el cuello con ambas manos.

—No te interrumpas. ¿Qué has observado en sus ojos? Presa del pánico, el capitán miró al draconiano que le asfixiaba hasta impedir la entrada de aire en sus pulmones. Farfulló algo.

—¡Demasiado joven! —Pese a su balbuceo Gakhan lo había comprendido—. ¿Dónde están?

Tras recibir su débil respuesta, el verdugo lo soltó. Exhausto y sin aliento, el torturado se desplomó.

El remolino se cerraba en torno a Gakhan, quien se sintió propulsado hacia las alturas. Un pensamiento palpitaba en su mente como las alas de un dragón cuando, seguido por sus draconianos, abandonó el patio en dirección a los calabozos subterráneos del palacio.

El Hombre Eterno... ¡El Hombre Eterno!

7 El templo de la Reina de la Oscuridad.

—¡Tas!

—Me duele... dejadme tranquilo...

—Lo sé. Tas. Lo siento, pero tienes que despertar.¡Te lo suplico!

Un timbre de miedo y apremio en la voz que le hablaba traspasó las penosas brumas que invadían la mente del kender. Una parte de él saltaba con violencia ordenándole que despertara, pero la otra lo arrastraba de nuevo hacia las tinieblas que, aunque desagradables, se le antojaban más cómodas que tener que enfrentarse al dolor que yacía latente, esperando la ocasión de surgir.

—Tas...

Una mano le daba golpecitos en sus pómulos, respaldando la tensión de aquel susurro impregnado de un terror contenido. De pronto, el kender comprendió que debía despertar sin remedio. Además. la parte saltarina de su cerebro le advertía que quizá iba a perderse algo emocionante.

—¡Loados sean los dioses! —exclamó Tika al ver que Tasslehoff abría los ojos y la miraba fijamente—. ¿Cómo te encuentras?

—Mal —respondió él mientras luchaba para incorporarse. Como había presentido, el acechante dolor salió de su rincón para asaltarle. Gimiendo, aferró su cabeza con ambas manos.

—Lo imagino y lo lamento —dijo de nuevo Tika a la vez que acariciaba su copete.

—Reconozco que tus intenciones son buenas, Tika —balbuceó Tas—, pero te ruego que no hagas eso. Es como si mil martillos golpearan mi cabeza al mismo tiempo.

Tika se apresuró a retirar la mano, y el kender examinó su entorno lo mejor que pudo a través de su ojo sano. El otro estaba tan hinchado que se cerraba por su propia iniciativa.

—¿Dónde estamos?

—En los calabozos del Templo —explicó la muchacha.

Cuando al fin logró sentarse junto a ella, Tas advirtió que tiritaba de frío y de aprensión. Bastaba un breve vistazo para comprender el motivo, la escena que se desplegaba a su alrededor también le produjo un repentino estremecimiento. Recordó entonces con añoranza los días felices en que ignoraba el significado de la palabra «miedo» y se dijo que debería sentirse estimulado, después de todo se hallaba en un lugar que nunca había visitado antes y donde sin duda se ocultaban centenares de secretos dignos de ser investigados.

Pero Tas sabía que la muerte se cernía sobre ellos, la muerte y el sufrimiento. Había visto perecer a demasiados amigos, había sentido su dolor. Voló su pensamiento hacia Flint, Sturm, Laurana y constató que algo en su interior había cambiado. Nunca volvería a ser un kender normal. A través del pesar había aprendido a conocer la incertidumbre, no por él mismo sino por la suerte de los demás, y decidió en ese instante que prefería morir antes que perder a otra criatura amada.

Fizban había sentenciado que, aunque había elegido la senda oscura, tenía el suficiente valor para recorrerla.

¿Era eso cierto? Suspirando, Tas ocultó el rostro entre las manos.

—¡Por favor, no! —le rogó Tika zarandeándolo—. No nos abandones, te necesitamos.

El kender alzó la cabeza con visible esfuerzo.

—Estoy bien, no te preocupes —la tranquilizó—. ¿Dónde han encerrado a Caramon y a Berem?

—Aquí, con nosotros. —Tika apuntó con el dedo un lóbrego rincón de la celda—. Los centinelas nos mantienen unidos hasta encontrar a alguien que decida nuestro destino. La actuación de Caramon ha sido magnífica —añadió dedicando una enorgullecida sonrisa al corpulento guerrero, que estaba acuclillado en una esquina como si deseara permanecer alejado de sus «prisioneros». Pero una mueca de terror contrajo el rostro de la muchacha cuando susurró al oído de Tas—: Me inquieta Berem. ¡Creo que se ha vuelto loco!

Tasslehoff miró al Hombre de la Joya Verde. Sentado en el suelo de piedra del calabozo, el misterioso humano estaba con la mirada perdida en lontananza y la cabeza ladeada como si escuchara una voz de ultratumba. La falsa barba blanca que Tika había confeccionado aparecía desgarrada ya torcida, no tardaría en desprenderse por completo y la inminencia de este contratiempo lleno a Tas de desasosiego.

Los calabozos eran un laberinto de pasillos cavados en la sólida roca subyacente al Templo. Se bifurcaban en todas direcciones a partir de la sala de guardia, una pequeña estancia circular que se abría al pie de una angosta escalera de caracol. Al asomar la cabeza entre los barrotes, Tas comprendió que aquél era el único nexo entre el sótano donde se hallaban y la planta baja del santuario. En la reducida sala había un fornido goblin sentado frente a una desvencijada mesa, masticando un mendrugo de pan y regándolo con el contenido de una jarra. El manojo de llaves que pendía de un clavo sobre su cabeza lo delataba como el carcelero de mayor rango; resultaba evidente que ignoraba a los compañeros, aunque tampoco habría podido verles en la tenue iluminación que proyectaba la antorcha del muro. En efecto, mediaba un centenar de pasos entre el celador y el calabozo sin que ninguna llama alumbrase el lóbrego corredor.

Tas aguzó la vista en dirección al pasillo que se prolongaba por el otro lado de la celda. Tras humedecer su dedo, lo alzó en el aire y dedujo que discurría en sentido norte. En la zona posterior sí se vislumbraban algunas antorchas, que humeaban oscilantes en la viciada atmósfera y proyectaban cierta luz sobre una celda común atestada de draconianos y goblins, al parecer borrachos y alborotadores esperando entre sopores su inminente liberación. En el extremo de ese pasillo se erguía una maciza reja de hierro, ligeramente entreabierta, que sin duda comunicaba esta zona con la siguiente. Tas acertó a oír ruidos amortiguados al otro lado de la cancela: voces, quedos lamentos, y decidió que estaba en lo cierto al pensar que se trataba de las auténticas mazmorras del palacio. Su experiencia así lo dictaba, y el hecho de que el carcelero no cerrase la reja intermedia significaba sin duda que de ese modo hacía las rondas con mayor comodidad y podía acudir presto ante cualquier anomalía.

—¡Tienes razón, Tika —declaró al fin—. Estamos confinados en una celda provisional hasta que se reciban órdenes concretas.

La muchacha asintió. La farsa de Caramon, aunque no había engañado por completo a los soldados, les forzó al menos a pensarlo dos veces antes de cometer un error imperdonable.

—Voy a hablar con Berem —anunció el kender.

—No, Tas —le rogó Tika a la vez que miraba recelosa al Hombre Eterno—. No creo que...

Pero Tasslehoff no la escuchaba. Tras someter al celador a un último y fugaz examen, ignoró las recomendaciones de la joven y gateó hacia Berem resuelto a adherir la falsa barba a su mentón para evitar que acabara de caerse. Se había acercado a él y se disponía a estirar su diminuta mano cuando, de pronto, el Hombre de la Joya Verde lanzó un rugido y se abalanzó sobre su agazapado cuerpo.

Sobresaltado, Tas tropezó y se desplomó de espaldas. Pero Berem ni siquiera lo vio. Aullando de forma incoherente, pasó en su arremetida por encima del kender y se lanzó de bruces contra la reja del calabozo.

Caramon se puso en pie, y también el goblin.

Tratando de mostrarse irritado por la brusca interrupción de su descanso, el corpulento guerrero dirigió una severa mirada al hombrecillo que yacía en el suelo.

—¿Qué le has hecho? —refunfuñó sin despegar las comisuras de los labios.

—¡Nada, Caramon, te lo aseguro! —protestó Tas sin alzar la voz—. ¡Está loco!

Berem parecía, en efecto, haber perdido la razón. Indiferente al dolor, se arrojó de nuevo sobre los barrotes como si pretendiera hacerlos saltar por los aires y, al ver que fracasaban en su acometida, los sujetó con ambas manos a fin de abrir una brecha.

—¡Ya voy, Jasla! —gritaba—. No te alejes de mí, perdona...

El carcelero, con sus porcinos ojos llenos de alarma, corrió al pie de la escalera y empezó a vociferar por el hueco.

—¡Está llamando a la guardia! —comprendió Caramon—. Tenemos que calmarle. Tika...

Pero la muchacha estaba ya junto a Berem y, apoyando una mano en su hombro, lo conminaba al silencio. Al principio el enloquecido individuo no le prestó atención e incluso intentó desembarazarse de ella, mas las reiteradas y dulces caricias de la muchacha lograron apaciguarle y predisponerle a escuchar. Cesó en sus intentos de forzar la reja y se inmovilizó, con las manos aferradas aún a los barrotes .Su barba había caído al suelo, el sudor bañaba su desencajado rostro y la sangre manaba por la herida que él mismo se había infligido al golpear los sólidos hierros con su cabeza.

Se produjo un estruendo metálico en la parte frontal de los calabozos cuando dos draconianos se precipitaron por la escalera para acudir a la llamada del carcelero. Con sus curvas espadas desenvainadas y prestas, recorrieron el angosto corredor en compañía del goblin. Tas se apresuró a recoger la barba y embutirla en una de sus bolsas, confiando en que no recordarían el lanudo aspecto de Berem al ser apresado.

Tika persistía en su intento de tranquilizar al Hombre Eterno, pronunciando todas cuantas frases se le ocurrían en un cálido tono de voz. El no daba muestras de escucharla, pero al menos parecía más sosegado que unos minutos antes. Respiraba hondo y con inhalaciones regulares, sin apartar la nublada vista de la celda vacía que se vislumbraba al otro lado del corredor. Tas advirtió que los músculos de su brazo vibraban en incontrolables espasmos.

—¿Qué significa esto? —vociferó Caramon cuando los draconianos se detuvieron frente a la reja—. ¡Me habéis encerrado en este agujero con una fiera rabiosa que incluso ha intentado matarme! ¡Exijo que me saquéis de aquí!

Tasslehoff, que observaba muy atento al guerrero, vio que éste señalaba al guardián con un rápido y disimulado gesto de la mano derecha. Reconociendo la señal de ataque, se preparó para la acción y comprobó que también Tika tensaba sus músculos. Un goblin y dos centinelas no suponían una gran dificultad; se habían enfrentado a situaciones más apuradas.

Los draconianos lanzaron una inquisitiva mirada al carcelero, que pareció titubear. Tas imaginó qué pensamientos surcaban la espesa mente de la criatura: si aquel corpulento oficial era en verdad un amigo personal de la Dama Oscura, la dignataria castigaría de forma implacable a un celador que permitía el asesinato de su protegido en una de las celdas a él asignadas.

—Voy a buscar las llaves —anunció el goblin antes de alejarse por el pasillo.

Los draconianos empezaron a conversar en su lengua, sin duda intercambiando severos comentarios sobre el carcelero. Caramon dirigió una centelleante mirada a Tika y a Tas con la que los incitaba a la lucha, y el kender revolvió en sus bolsas hasta cerrar sus dedos en torno a la empuñadura de su cuchillo. Por supuesto habían registrado sus pertenencias antes de encarcelarle pero, en un esfuerzo por ayudarles, Tasslehoff había manipulado todos sus saquillos —.. y organizado un tal desorden que, tras examinar por cuarta vez el mismo, los guardianes abandonaron la tarea llenos de confusión. Caramon, mientras duraba este proceso, había insistido en que debían permitir a su prisionero conservar tales bienes pues contenían objetos del máximo interés; que la Dama Oscura deseaba inspeccionar a menos, claro, que ellos aceptaran la responsabilidad de...

Tika, por su parte, seguía calmando a Berem con aquella hipnótica voz que al fin logró prender un destello de paz en los febriles y perdidos ojos azules del insondable humano.

En el instante en que el carcelero recogía las llaves de su clavo en el muro y echaba a andar de nuevo por el corredor hacia el calabozo, le detuvo una voz procedente del pie de la escalera.

—¿Qué quieres? —preguntó, irritado y sorprendido por la aparición imprevista de una figura encapuchada en sus dominios.

—Soy Gakhan —se dio a conocer el intruso.

Interrumpiendo su cháchara en cuanto advirtieron la presencia del recién llegado, los draconianos se pusieron firmes en señal de respeto mientras la faz del goblin asumía unas tonalidades verdosas y las llaves que sostenía en su flácida mano repiqueteaban al entrechocarse. Otros dos guardianes descendieron raudos hasta el pasadizo para situarse a ambos lados del embozado, obedientes a su silenciosa orden.

Tras dejar rezagado al medroso goblin, la figura se aproximó a la reja y permitió así que Tas lo escudriñase. Se trataba de otro draconiano, cubierto con una armadura y una capa negruzca que ocultaba su rostro. El kender se mordió el labio en una repentina frustración pero recapacitó que aún no estaba todo perdido, al menos para un avezado guerrero como Caramon.

El draconiano de la capucha, ignorando al vacilante carcelero que trotaba detrás de él como un perro faldero, asió una de las antorchas que ardían sobre sus pedestales y se apresuró a situarse frente a los compañeros.

—¡Sacadme de este lugar! —repitió Caramon, apartando a Berem de su campo de acción.

Pero el sombrío oficial, en lugar de escuchar las protestas del guerrero, introdujo una mano entre los barrotes y cerró su afilada garra sobre el pectoral de la camisa del Hombre Eterno. Tas miró desesperado a Caramon, Que estaba mortalmente pálido. Aunque ensayó una nueva arremetida, para captar la atención del draconiano, sus esfuerzos resultaron inútiles.

Retorciendo su reptiliano miembro, la despreciable criatura hizo harapos la camisa que segundos antes estrujaba.

Una luz verde iluminó el calabozo cuando la llama de la antorcha se reflejó en la joya que yacía incrustada en la carne de Berem.

—Es él—constató Gakhan—. Abrid la puerta.

El celador insertó la llave en la cerradura con mano temblorosa. Al ver que no acertaba a accionarla a causa de su estupor, uno de los guardianes le arrancó el objeto y concluyó su tarea para franquear la entrada a su superior. Una vez dentro uno de los draconianos asestó un contundente golpe en la cabeza de Caramon con la empuñadura de su espada, subyugando al guerrero como si fuera un buey, mientras otro inmovilizaba a Tika.

—Matadle —ordenó Gakhan señalando a Caramon—, y también a la muchacha y al kender. Yo me ocuparé de conducir a este otro a presencia de Su Oscura Majestad —añadió, a la vez que posaba su punzante mano en el hombro de Berem y dirigía una mirada de triunfo a sus secuaces—. Esta noche la victoria es nuestra.


Sudoroso dentro de su armadura de escamas de dragón, Tanis se hallaba junto a Kitiara en una vasta antecámara, que desembocaba en la gran sala de audiencias del palacio a la que se accedía por una puerta meticulosamente labrada. Rodeaban al semielfo las tropas de la Dama Oscura, incluidos los temibles espectros que servían a las órdenes de Soth, el Caballero de la Muerte. Las espantosas y etéreas figuras se ocultaban en las sombras detrás de Kitiara.

Aunque la antecámara estaba a rebosar —los soldados de la Señora del Dragón ni siquiera podían mover sus lanzas—, se había formado un gran espacio vacío en tomo a los guerreros inmortales. Nadie les hablaba ni osaba acercarse a ellos, quienes tampoco dirigían a los mortales la más leve mirada de reconocimiento. Tanis advirtió otro fenómeno que no dejó de sorprenderle: el ambiente en la estancia era sofocante a causa del desusado apiñamiento de cuerpos, y, sin embargo, manaba de los espectrales contornos un frío que paralizaba el corazón a quien se les acercara.

Al sentir la fulgurante mirada de Soth prendida de su persona, el semielfo no pudo contener un escalofrío. Kitiara inclinó el rostro hacia él y esbozó aquella ambigua sonrisa que en un tiempo se le antojara irresistible. Estaba a su lado, ambos cuerpos se rozaban al más mínimo movimiento.

—Te acostumbrarás a ellos —le dijo con frialdad, antes de centrar de nuevo su atención en los preparativos que se desarrollaban en la sala de audiencias. Apareció entonces el surco oscuro en su entrecejo, acompañado de un sonoro golpeteo producido por sus dedos al tamborilear impacientes sobre la empuñadura de su acero—. Vamos, Ariakas, muévete —murmuró para sí.

Tanis forzó la vista por encima de la cabeza de Kitiara para comprobar qué sucedía al otro lado de la adornada puerta, que atravesarían cuando les llegase el turno, y comprendió que jamás podría olvidar el magno espectáculo que se iba a desarrollar ante sus ojos.

La sala de audiencias de Takhisis, Reina de la Oscuridad, ejercía sobre cualquiera que la contemplara un indescriptible influjo que le hacía tomar conciencia de su inferioridad. Era aquél el negro corazón que mantenía vivo el fluir de la sangre perversa y, como tal, presentaba una apariencia acorde con su función.

La antecámara donde aguardaban se abría a esa inmensa sala de forma circular con el suelo de reluciente granito. Este suelo se prolongaba para formar los también negruzcos muros, que se elevaban en tortuosas curvas similares a olas congeladas en el tiempo. Daba la impresión de que podían venirse abajo en cualquier momento y sumir a los presentes en una noche eterna; sólo el poder de Su Oscura Majestad los sostenía en pie. Las onduladas paredes se erguían hasta enlazar con el alto techo abovedado, ahora oculto a la vista por una columna de humo que se confundía en una masa borrosa y movediza producida por los alientos de los Dragones.

El suelo de la imponente estancia se hallaba vacío, pero pronto había de llenarse cuando las tropas marchasen sobre él para ocupar sus posiciones bajo los tronos de sus señores. Había cuatro tronos, destinados a los Señores de los Dragones de mayor rango, y se alzaban a unos diez pies por encima de la granítica superficie. Los demás servidores de la Reina Oscura no tenían suficiente categoría para ocupar lugares honoríficos.

Unas puertas achatadas se abrían en los cóncavos muros sobre unas lenguas de roca que se proyectaban en abultados perfiles, constituyendo el telón de fondo de las plataformas donde se erguían los regios sitiales. Había dos de éstos a cada lado en los cuales se sentaban los Señores de los Dragones y sólo ellos. Nadie más, ni siquiera la guardia Personal podía avanzar más allá del último peldaño por el que se accedía desde la sala a los tronos. Los oficiales de alta graduación y custodios particulares de los dignatarios se apostaban en las escalinatas que se elevaban hacia aquéllos cual gigantescos saurios surgidos de la Prehistoria.

En el centro de tal magnificencia se destacaba otra plataforma, algo mayor que las cuatro que la rodeaban en semicírculo, reptando desde el suelo como una lóbrega serpiente que era exactamente, lo que sus escultores pretendieron representar. Un angosto puente rocoso unía la cabeza del ofidio con otra puerta situada en un lado de la sala. El ominoso animal parecía mirar hacia Ariakas y hacia el nicho, envuelto en penumbras que coronaba su trono.

En efecto el «Emperador», como se hacía llamar Ariakas, ocupaba un puesto privilegiado respecto a los otros Señores de los Dragones a juzgar por la superior elevación de su plataforma. Se alzaba ésta a otros diez pies por encima de las que la flanqueaban, hallándose situada justo delante de la mole central.

La mirada de Tanis se sintió atraída de un modo irresistible hacia el nicho cavado en la roca que se abría sobre el trono de Ariakas. Era más amplio que los otros que remataban a su vez las plataformas laterales y, en su interior, palpitaba una negrura que al semielfo se le antojó provista de vida. Tan intenso era su pálpito que tuvo que desviar la vista pues, aunque nada vislumbró, imaginó quién había de instalarse en aquellas sombras.

Presa de un leve estremecimiento. Tanis reanudó su examen de la tenebrosa sala. No quedaba mucho por ver. Alrededor del techo abovedado, en huecos algo más estrechos que los de los Señores de los Dragones, se habían acomodado los reptiles mismos. Casi invisibles, ensombrecidos por sus humeantes alientos, estas criaturas se encontraban encima de las plataformas de sus respectivos superiores para mantener una estrecha vigilancia —o al menos así lo suponían ellos— sobre sus «amos». Sin embargo lo cierto era que sólo uno de los dragones presentes en la asamblea se preocupaba por el bienestar del dignatario que le había sido asignado. Era Skie, el animal de Kitiara, que ya se había ubicado en su nicho y contemplaba con ígneos ojos el trono de Ariakas, reflejando un odio mucho más ostensible que el detectado por Tanis en la expresión de su Señora.

Resonó un gong en la sala y las tropas entraron en masa, exhibiendo los colores rojos que las delataban como servidores de Ariakas. Centenares de garras desnudas y recias botas arañaron el suelo cuando los draconianos y guardias de honor se distribuyeron al pie del trono de su comandante. Ningún oficial del séquito ascendió los peldaños, ni la escolta personal ocupó su puesto habitual frente a su jefe.

Al fin hizo su aparición el poderoso humano. Avanzaba en solitario, con los pliegues de su purpúreo uniforme majestuosamente suspendidos de sus hombros y la armadura resplandeciente bajo la luz de las antorchas. Ceñía su testa una corona con incrustaciones de piedras preciosas, todas ellas de tonalidades sanguinolentas.

—La Corona del Poder —murmuró Kitiara. Al volverse hacia ella Tanis percibió una intensa emoción en sus ojos, un anhelo que rara vez había observado en un humano..

—Aquel que ostenta la Corona, gobierna —declaró una voz detrás de ella—. Está escrito.

Era Soth quien había hablado. Tanis se puso rígido para refrenar sus temblores, ya que sentía la presencia de aquel hombre como una esquelética mano posada en su nuca.

Las tropas de Ariakas le dedicaron una prolongada ovación, golpeando el suelo con sus lanzas y entrechocando espadas y escudos. Kitiara gruñó impaciente mientras duraban los vítores, hasta que Ariakas extendió las manos para imponer silencio en la sala. Se arrodilló entonces en actitud reverencial frente al lóbrego nicho que dominaba su tarima y, con un gesto de su enguantada mano, indicó a su inmediato inferior que podía hacer su entrada en el fastuoso recinto.

Tanis leyó tal aversión y desdén en el rostro de Kitiara que apenas logró reconocerla.

—Sí, Señor —balbuceó ella al recibir la señal, con una mirada en la que se conjugaban la oscuridad y un misterioso centelleo—. «Aquel que ostenta la Corona, gobierna. Está escrito ¡en sangre!» —añadió para sus adentros mientras giraba la cabeza y llamaba a Soth a su lado—. Ve a buscar a la mujer elfa.

El caballero espectral asintió y desapareció de la antecámara como una bruma maléfica, seguido por sus no menos fantasmagóricos guerreros. Los draconianos presentes tropezaron unos contra otros en su intento de apartarse del camino de las etéricas huestes.

Tanis aferró el brazo de Kitiara para decirle con voz sofocada:

—¡Recuerda tu promesa!

Kitiara se desembarazó de él sin la menor dificultad, a la vez que lo observaba fríamente. Sus pardos ojos lo hipnotizaban, lo atraían de tal forma que el semielfo sintió que le arrebataba la vida, convirtiéndolo en poco más que una concha vacía.

—Escúchame bien —le ordenó la Señora del Dragón en un alarde de dominio y cortante severidad—. Sólo persigo un objetivo, ceñirme la Corona del Poder que ahora luce Ariakas. Esta es la razón de que capturase a Laurana, y eso es lo que ella significa para mí. Se la ofreceré a Su Majestad, tal como prometí, y ella me recompensará con los laureles que ansío para luego hacer que la elfa sea conducida a las cámaras mortuorias del templo. No me preocupa lo que allí pueda ocurrirle, la dejo en tus manos. Cuando veas mi señal, da un paso al frente y te presentaré a la Reina. En ese momento podrás rogarle como un favor especial que te permita escoltar a la condenada hasta el lugar donde le aguarda la muerte. Si aprueba tu conducta, te concederá esta gracia y serás libre de llevar a tu elfa a las puertas de la ciudad o donde te parezca oportuno. Pero quiero que me prometas por tu honor, Tanis, que volverás junto a mí una vez concluida tu misión.

—He empeñado mi palabra —respondió el semielfo sin vacilar.

Kitiara sonrió, relajado su semblante. Tan bella se le apareció a Tanis, sobresaltado ante su brusca transformación, que casi se preguntó si no había imaginado la máscara de crueldad con que solía abordarle. Descansando la mano en su rostro, ella le acarició la barba.

—Tu honor está en juego. Sé que eso no significaría nada para otros, pero tú cumplirás. Una última advertencia, Tanis —le susurró con cierta precipitación—: Debes convencer a la Reina de que eres su fiel servidor. Es muy poderosa, una divinidad capaz de leer en tus entrañas, en tu alma. ¡No lo olvides, has de persuadirle de que le perteneces por entero! Un gesto, una palabra con ribetes de falsedad y no dudará en destruirte. Yo no podré ayudarte si fracasas. Si tú mueres, también sucumbirá Lauralanthalasa; tenlo presente.

—Comprendo —dijo Tanis tembloroso bajo su fría armadura.

Sonó un clarín que retumbó en los ondulantes muros.

—Ha llegado el momento —anunció Kitiara y, tras ajustarse los guantes, se cubrió la cabeza con el yelmo—. Adelante, semielfo. Conduce a mis tropas, yo entraré en último lugar.

Resplandeciente en su azulada armadura de escamas de dragón, Kitiara se colocó en digna postura a un lado de la antecámara para dejar que Tanis atravesara la rica puerta y se introdujera en la sala de audiencias.

La muchedumbre allí congregada empezó a vociferar al ver al estandarte azul. Instalado en las alturas junto a los otros Dragones, Skie lanzó un rugido de triunfo mientras Tanis, consciente de que cientos de miradas confluían en su persona, trataba de desechar de su pensamiento cualquier idea ajena al deber que se disponía a cumplir. Mantuvo los ojos fijos en su destino, la plataforma que se erguía próxima a la de Ariakas, la tarima engalanada con banderas azules. Oyó tras de él los rítmicos estampidos que producían los miembros de la guardia de Kitiara al marchar altivos sobre el suelo de granito y, una vez al pie de la escalinata, se detuvo tal como le había ordenado. Cesó la barahúnda, para renacer en un murmullo cuando el último draconiano hubo traspasado el umbral. Todos se inclinaron hacia adelante, ansiosos por presenciar la entrada de Kitiara.

Aguardando en la antecámara a fin de prolongar la expectación unos momentos más, Kit advirtió, de pronto, un movimiento a su alrededor. Giró el rostro y vio a Soth, seguido por unos soldados espectrales que transportaban en volandas un cuerpo envuelto en un lienzo blanco. Los ojos vibrantes y llenos de vida de la Señora del Dragón se cruzaron en perfecta armonía con aquéllos otros que reflejaban el vacío de la muerte.

Soth hizo una leve reverencia, a la que Kitiara respondió con una sonrisa antes de dar media vuelta y hacer su triunfal aparición en la sala de audiencias, saludada por una lluvia de aplausos.


Tumbado en el frío suelo de la celda, Caramon luchaba con denuedo para no perder el conocimiento. El dolor comenzaba a remitir. El golpe que lo había derribado fue contundente, arrancándole incluso su yelmo de oficial y aturdiéndole por un instante, aunque no llegó a mandarle al imperio de las brumas.

No obstante fingió desvanecerse, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. «¿Por qué no está Tanis con nosotros?», pensó desalentado, a la vez que se reprochaba a sí mismo aquella torpeza mental que tanto lo angustiaba. El semielfo habría fraguado un plan, habría hallado una salida. «¡No debería haberme cargado con semejante responsabilidad!», protestó para sus adentros. Pero una voz que resonaba en los recovecos de su cerebro lo obligó a reaccionar: «¡Deja de condolerte, ¡necio! ¡Los compañeros dependen de ti!», le imprecaba. El guerrero pestañeó, incluso tuvo que reprimir la sonrisa que afloró a sus labios al reconocer a Flint en aquella arenga. ¡Habría jurado que el enano estaba a su lado para infundirle ánimos! En cualquier caso, era cierto que los otros dependían de él y que debía sobreponerse a sus dudas si quería ayudarles. Algo se le ocurriría.

Abrió los ojos en meras rendijas a fin de escudriñar la celda a través de sus párpados entrecerrados. Un centinela draconiano se erguía delante de él, de espaldas a su supuestamente comatoso cuerpo y entorpeciendo su visión. No acertaba a vislumbrar a Berem ni al individuo llamado Gakhan sin estirar la cabeza, y no quería exponerse a atraer la atención de los soldados mediante un movimiento en falso. Podía eliminar al primer enemigo, y también al segundo, antes de que los otros acabasen con él. Aunque no abrigaba ninguna esperanza respecto a su propia vida, deseaba dar a Tas y Tika la oportunidad de escapar en compañía de Berem.

Tensando sus músculos, Caramon se preparó para atacar al guardián más próximo cuando, de pronto, un grito desgarrado traspasó la penumbra del calabozo. Era un nuevo aullido de Berem, tan lleno de ira que el guerrero se incorporó olvidando que debía fingirse inconsciente.

Se paralizó al percatarse de que Berem se había lanzado contra Gakhan para elevarlo en el aire. Sosteniendo en volandas al forcejeante draconiano, el Hombre Eterno salió de la cámara e incrustó el cráneo de su cautivo en el pétreo muro del pasillo. La cabeza del agredido se partió en dos, con un crujido similar al que produjeran los huevos de los Dragones del Bien en los negros altares, pero Berem, presa de una imparable furia, golpeó una y otra vez a su víctima hasta reducirla a un amasijo de carne y sangre verdosa.

Durante unos instantes nadie osó moverse. Tas y Tika se abrazaron, aterrorizados ante el espeluznante espectáculo. Caramon, por su parte, luchó en este breve intervalo para despejar las brumas de su dolorido cerebro mientras los soldados draconianos contemplaban el cadáver de su cabecilla con una hipnótica fascinación.

Al fin, Berem dejó caer el cuerpo inerte de Gakhan sobre el suelo y se volvió hacia los compañeros sin dar muestras... de reconocerles. Caramon comprendió, al ver sus extraviados ojos y la saliva que chorreaba por las comisuras de sus labios, que había perdido el juicio. El inescrutable humano permaneció unos segundos con los brazos, manchados de sangre verde, totalmente laxos, hasta ver que su rival había muerto y recuperar, al parecer, un asomo de cordura. Su mirada se posó en Caramon, que seguía sentado en el suelo contemplándolo anonadado.

—¡Ella me ha llamado! —exclamó a modo de excusa y, ajeno a todo comentario, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo sin que los perplejos draconianos lograran interceptarle el paso.

No hizo Berem pausa alguna para comprobar qué ocurría a sus espaldas. Al contrario, aceleró su carrera en pos de la reja entreabierta —por alguna razón no se dirigió a la escalera que conducía a la planta baja del Templo— y casi la arrancó de sus goznes al traspasarla a una marcha enloquecida. Estrellándose contra el muro con un sordo retumbar, la verja comenzó a balancearse bajo el impacto de la embestida mientras el prófugo se alejaba entre estridentes voces que resonaron en los oídos del grupo.

Dos de los draconianos se recobraron del sobresalto, y uno se lanzó hacia la escalera gritando con toda la potencia de sus pulmones. Vociferaba en su idioma, pero Caramon comprendió sus palabras.

—¡Se escapa un prisionero! ¡Mandadme a la guardia!

Respondieron a su llamada unas confusas exclamaciones, festoneadas por un estruendo de botas en lo alto de la escalera. El goblin dirigió una fugaz mirada al draconiano muerto y también él se encaminó a la sala donde mantenía su vigilancia para sumarse al griterío de su secuaz. Mientras, el otro centinela irrumpió en la celda en un intento de controlar la situación. Pero Caramon ya estaba en pie, pues pese a su nublada mente su instinto le dictaba cuándo debía emprender la lucha activa. Estirando el brazo, el corpulento guerrero agarró el cuello de su rival y, con un simple torniquete de sus manos, arrojó a la criatura al suelo. Tras asegurarse de que estaba muerta, se apresuró a arrancar la espada de su garra antes de que el cadáver se convirtiera en una estatua de piedra.

—¡Caramon, cuidado! ¡Detrás de ti! —le advirtió Tasslehoff en el momento en que el otro guardián, abandonando la escalera, entraba de nuevo en la celda con la espada enarbolada.

El fornido humano dio media vuelta, pero el enemigo acababa de desplomarse a causa del golpe que le propinara Tika en el estómago con su bota. Tas, deseoso de colaborar, se apresuró a hundir la hoja de su cuchillo en el cuerpo del yaciente, olvidando en su excitación que debía liberar el arma. Al ver la pétrea apariencia del cadáver de la otra criatura hizo un rápido ademán para recuperar su acero. Demasiado tarde.

—¡Déjalo! —le ordenó Caramon, y el kender se levantó. Oían voces guturales sobre sus cabezas, ecos de pies que arañaban los peldaños. El goblin, que no se había movido en la sala de guardia, agitaba frenéticamente las manos en dirección a los compañeros elevando unas voces que se imponían a los desordenados ruidos producidos por las tropas.

Caramon, armado con la espada del draconiano, inspeccionó unos instantes la zona de la escalera para acto seguido contemplar indeciso el pasillo por donde había desaparecido el Hombre Eterno.

—¡Harás bien en seguir a Berem, Caramon! —le apremió Tika—. Debes ir junto a él. Recuerda sus palabras: «Ella me ha llamado». Ha oído la voz de su hermana, por eso se ha vuelto loco.

—Sí —respondió Caramon en un mar de dudas, sin apartar la vista del corredor. Los draconianos descendían a trompicones la angosta escalera, en una confusa batahola de armaduras y espadas que arañaban las paredes de roca. Sólo tenían unos segundos—. Vamos...

Tika aferró el brazo del guerrero y, al clavar las uñas en su carne, lo obligó a mirarla. Sus rojizos bucles se enmarañaban en una masa de vivo colorido bajo la oscilante luz de las antorchas.

—¡No! —declaró con firmeza—. Si fuéramos todos tras él acabarían por apresarle y sería el fin. He concebido un plan mejor. Nos separaremos. Tas y yo nos ocuparemos de despistar a los soldados para darte tiempo de encontrarle. ¡La estratagema saldrá bien, estoy segura! —insistió al ver que su amado meneaba la cabeza—. Hay otro pasillo en dirección este, lo descubrí cuando nos conducían al calabozo. Nos perseguirán por ese lado mientras tú actúas. ¡Vete antes de que sospechen!

Caramon vaciló, retorcidos sus labios en una mueca agónica.

—¡Nos acercamos al desenlace de esta aventura, Caramon! Para bien o para mal. —Tika se esforzaba en ser persuasiva—. ¡Debes ir con él y ayudarle! Apresúrate, eres el único que posees fuerza suficiente para protegerle. ¡Te necesita!

La muchacha zarandeaba su cuerpo. Al fin el guerrero dio un paso al frente, aunque hizo una pausa para volverse hacia ella.

—Tika... —empezó a decir, buscando un argumento con el que rebatir tan descabellada idea. Antes de que concluyese su frase, sin embargo, la joven estampó un fugaz beso en su mejilla y salió de la celda sin darle opción a la réplica. Sólo se detuvo un instante para hacerse con la espada de uno de los draconianos muertos, que yacía abandonada en el suelo.

—¡Yo cuidaré de ella, Caramon! —prometió Tas mientras corría en pos de Tika, en medio de los incontrolables balanceos de sus bolsas.

El aturdido guerrero los observó unos instantes. Vio cómo el carcelero goblin emitía un alarido de pánico al percatarse de que la muchacha se abalanzaba contra él blandiendo la espada pero, pese a su desenfrenado intento de contenerla, ella trazó un sesgo tan feroz que el celador cayó muerto en un ahogado gorgoteo. El acero había seccionado su garganta.

Ignorando el cuerpo que se desmoronaba frente a ella, Tika corrió hacia el pasillo que se abría en sentido este.

Tasslehoff, que avanzaba tras la compañera, hizo un alto al pie de la escalera. Los draconianos eran ahora visibles, Caramon oyó la estridente voz del kender provocándoles mediante los insultos que más podían molestarles.

—¡Carroñeros! ¡Amantes de babosos goblins!

Salió raudo como una flecha en busca de Tika, que ya había desaparecido del campo de visión de Caramon. Los draconianos, exasperados tanto por las imprecaciones de Tas como por la idea de que sus prisioneros osaran fugarse, no se tomaron la molestia de inspeccionar la celda. Cargaron contra el veloz kender resplandecientes sus curvos aceros, estiradas sus largas lenguas en un placer anticipado de la matanza que se disponían a perpetrar.

El guerrero quedó solo. Vaciló otro precioso instante, contemplando la densa penumbra de los calabozos sin vislumbrar nada. Únicamente oía la voz de Tas, que se obstinaba en llamar «carroñeros» a sus perseguidores, y al poco rato también sus gritos se difuminaron en un tenso silencio.

«Les he perdido —se dijo dominado por una repentina desazón—, les he perdido a todos. Debo ir tras ellos.» —Echó a andar hacia la escalera, pero se detuvo—. «No puedo olvidar a Berem. Tika tiene razón, sin ayuda nunca logrará su propósito. Me necesita.»

Despejada ya su mente, Caramon dio media vuelta y se alejó con paso torpe por el pasillo que había tomado el Hombre Eterno.

8 La Reina de la Oscuridad.

—El Señor del Dragón, Fewmaster Toede.

Ariakas escuchó con perezoso desdén la llamada del maestro de ceremonias, aunque en realidad sentía más excitación que aburrimiento. La idea de reunir el gran consejo no había sido suya. Incluso se había opuesto, si bien había tomado la precaución de no protestar con excesiva vehemencia. Una negativa rotunda le habría hecho aparecer como un ser débil ante Su Oscura Majestad, y sabía muy bien que la soberana no respetaba la vida de quienes despreciaba. En cualquier caso, la asamblea pecaría de todo menos de tediosa.

Al pensar en la Reina Oscura, levantó la cabeza para mirar de soslayo el nicho abierto sobre su plataforma. Era el lugar más regio de la sala, y su imponente trono permanecía aún vacío. La puerta de hierro que conducía hasta él se perdía en la palpitante negrura de su entorno sin que, por otra parte, pudiera accederse a su recinto a través de ninguna escalinata. Aquella verja de hierro constituía la única entrada, y más valía no averiguar qué se ocultaba detrás. Ni qué decir tiene que ningún mortal había traspasado nunca su metálico entramado.

La Soberana aún no había llegado. No le sorprendió este hecho, los largos preparativos estaban muy por debajo de sus intereses. Ariakas se arrellanó en su trono y desvió los ojos del trono de la Reina de la Oscuridad hacia el del la Dama Oscura. Hubo un intercambio de miradas que se le antojó más que apropiado. Kitiara, cómo no, estaba en su puesto, resplandeciente en su hora del triunfo. Ariakas la maldijo para sus adentros.

—Dejemos que exhiba toda su perversidad —murmuró sin apenas escuchar la voz del maestro de ceremonias, que repetía una vez más el nombre de Toede—. Estoy preparado.

De pronto, Ariakas comprendió que algo iba mal. ¿Qué era lo que ocurría? Perdido en sus cavilaciones, no había prestado atención a los últimos preliminares. ¿Qué significaba aquel mortal silencio? Rebuscó en su mente tratando de recordar a quién acababan de convocar y, cuando al fin lo consiguió, salió de su ensimismamiento para contemplar preocupado el lugar en el que debía situarse Fewmaster Toede. Las tropas, en su mayor parte draconianos, se agitaban como un rizado mar a sus pies sin apartar los ojos del mismo sitio que ahora él también escudriñaba.

Aunque los ejércitos al mando de Toede se hallaban presentes, mezclando sus estandartes con los de los soldados apostados en el centro de la sala de audiencias, la plaza de su jefe estaba vacía.

Tanis, desde la escalera que se encaramaba hacia el trono de Kitiara, hizo confluir su mirada con la de aquel dignatario de fría y severa actitud bajo su deslumbradora Corona. Los tímpanos del semielfo vibraron al oír pronunciar el nombre de Toede, y al instante se formó en su mente la imagen de aquel goblin que había visto erguirse en el polvoriento camino de Solace. Por una inevitable asociación de ideas evocó el tibio día otoñal que marcara al inicio de su largo viaje hacia las brumas y la escena avivó el recuerdo de Flint, de Sturm. Al percibir que le rechinaban los dientes, se esforzó por concentrarse en lo que estaba ocurriendo. El pasado era ya una historia remota, esperaba fervientemente poder olvidarlo.

—¿Dónde está Toede?—gritó enfurecido Ariakas, a la vez que se alzaba un tenue murmullo entre las tropas. Nunca un Señor del Dragón había desobedecido la orden de presentarse ante el gran consejo.

Un oficial humano ascendió la escalinata de la vacía plataforma y, deteniéndose en el último peldaño —el protocolo le prohibía pisar el recinto—, titubeó unos momentos a causa del terror que le inspiraban aquellos negros ojos y, peor aún, el hueco que coronaba el trono de Ariakas, antes de exponer su informe con voz entrecortada.

—Lamento comunicar a Su Señoría y a Su Oscura Majestad —lanzó aquí una nerviosa mirada al lóbrego nicho aún vacante— que el Señor del Dragón conocido por el nombre de Tu...Toede ha sufrido una muerte tan desafortunada como inoportuna.

Situado en el peldaño superior de la plataforma donde se hallaba entronizada Kitiara, Tanis oyó una risa ahogada detrás de su yelmo. Un júbilo contenido se extendió como un susurro entre el gentío, mientras los oficiales del ejército de los Dragones intercambiaban miradas de complicidad.

Sin embargo, a Ariakas no le divirtió lo anómalo de la situación.

—¿Quién se atrevería a asesinar a uno de nuestros mandatarios? —preguntó iracundo y, al oír su portentosa voz, los presentes se sumieron en el silencio.

—Fue en Kenderhome, la patria de los kenders —explicó el heraldo. Aún resonaban sus palabras en la granítica sala cuando enmudeció, incluso en la distancia, Tanis advirtió que el hombre abría y cerraba el puño presa de un gran nerviosismo. Resultaba obvio que tenía que transmitir más noticias desagradables y no sabía cómo hacerlo.

Ariakas clavó sus furibundos ojos en el oficial, que se aclaró la garganta para proseguir.

—También es mi triste deber anunciaros, Señor, que Kenderhome se ha... —se quebró momentáneamente su voz, y sólo mediante un valiente esfuerzo logró concluir— ...se ha perdido.

—¡Perdido! —repitió Ariakas con un rugido que más se asemejaba a un trueno.

Aquella reacción no hizo sino aumentar el pánico del heraldo. Amedrentado, masculló unas sílabas incoherentes hasta que, decidiendo, al parecer, que era mejor terminar cuanto antes, declaró:

—Toede fue vilmente asesinado por un kender llamado Kronin Thistleknott, y sus tropas huyeron en desbandada.

Se elevó un nuevo tumulto en la sala, formado esta vez por gruñidos de furia, por desafíos y amenazas de devastar sin piedad la tierra de los kenders. Barrerían a esta inmunda raza de la faz de Krynn...

Con su enguantada mano, Ariakas hizo un tajante gesto que acalló las confusas voces.

De pronto se rompió el silencio.

Kitiara estalló en carcajadas. Era la suya una risa desprovista de alegría, una burla arrogante que resonó en las profundidades de su máscara metálica.

Desencajado el rostro ante semejante ultraje, Ariakas se puso en pie. Dio un paso al frente y, cuando lo hizo, brotaron en su derredor fulgores de acero al salir de sus vainas: las espadas de sus draconianos. Los mangos de las lanzas golpearon el suelo con violencia atronadora.

Al saberse desafiadas las tropas de Kitiara cerraron filas, retrocediendo para apiñarse contra la plataforma de su comandante, que estaba situada a la derecha de la de Ariakas. En un impulso instintivo, la mano de Tanis aferró la empuñadura de su arma. Avanzó el semielfo hacia la mujer, aunque tal acción significase encaramarse a la tarima que le habían recomendado no pisar bajo ningún concepto.

Kitiara no hizo el menor movimiento. Permaneció sentada en el trono, mirando a su poderoso oponente con una calma y un desdén que se palpaban en el ambiente pese a tener el rostro oculto por el yelmo.

De pronto una ahogada exclamación invadió la asamblea, como si una fuerza invisible pretendiera vaciar de aire todos los pulmones y asfixiar así a sus víctimas. Palidecieron los presentes en su común intento de respirar, un intento desesperado que producía dolor en sus entrañas, empañaba su visión y detenía los latidos de su corazón. Una insondable negrura se cernió sobre la sala y absorbió el etéreo gas de la vida.

¿Era aquélla una oscuridad real, física, o unas tinieblas que sólo envolvían la mente? Tanis no acertaba a adivinarlo. Sus ojos veían millares de antorchas brillando en la estancia, centenares de velas que lanzaban destellos como las estrellas en el cielo nocturno. Pero ni siquiera el firmamento se cubría de un manto más azabache que la penumbra que ahora percibía.

Su cabeza daba vueltas en un mareante remolino y, aunque intentó inhalar el intangible aire, le asaltó la sensación de hallarse de nuevo en el Mar Sangriento de Istar. Le temblaban las rodillas de tal forma que apenas podía sostenerse. Flaquearon sus fuerzas hasta que, incapaz de resistirlo por más tiempo, se desplomó en la escalinata. Al caer, agobiado por la asfixia, se percató fugazmente de que otros, como él, sucumbían al misterioso influjo y se derrumbaban sobre el bruñido suelo de granito. Levantó la cabeza en un esfuerzo agónico y vio que Kitiara se convulsionaba en su trono, atenazada por un fantasma invisible.

La negrura empezó a elevarse, aflojando su garra implacable, y el aire se abrió paso hasta los pulmones del semielfo. El corazón, con un espasmo, empezó a latir haciendo que la sangre se agolpara en su cerebro y le causara casi una muerte instantánea. Durante unos segundos no pudo sino permanecer postrado en las escaleras, débil y aturdido, en medio de un cegador estallido de luz. Cuando al fin se despejó, su visión advirtió que los draconianos no habían sido afectados por el fenómeno y se mantenían firmes, estoicos, centrados sus ojos en un punto determinado.

Tanis alzó la mirada hacia la inquietante plataforma que nadie ocupara durante los preparativos. La sangre se paralizó en sus venas, de nuevo se ahogó su respiración pues Takhisis, la Reina de la Oscuridad, había hecho su entrada en la sala de audiencias.

Eran muchos los nombres con que se la conocía en Krynn. Los elfos la llamaban Reina de los Dragones; los bárbaros de las Llanuras la apodaban Nilat la Corruptora; Tamex, el Metal Falso, era el apelativo con que la mencionaban los enanos de Thorbardin, y en las leyendas que circulaban entre el pueblo marinero de Ergoth figuraba como Maitat, la de las Mil Caras. En cuanto a los Caballeros de Solamnia, aludían a ella como la Reina de Todos los Colores y Ninguno, la criatura que a lomos del Dragón del mismo nombre había sido derrotada por Huma y desterrada de su país varios siglos atrás.

Takhisis, la Reina de la Oscuridad, había regresado.

Pero no del todo.

Aunque contemplaba sobrecogido al tenebroso ente que se perfilaba en el elevado nicho, aunque el terror aplastaba su cerebro y le dejaba embotado, incapaz de sentir nada que no fuera su propia zozobra, Tanis comprendió enseguida que la Reina no estaba presente en su forma física. Era como si se hubiera moldeado en sus mentes para que ellos mismos proyectaran su imagen en la plataforma. Sólo estaba allí porque su voluntad forzaba a las de otros a percibirla.

Algo la retenía, interceptando su reaparición en el mundo. Una puerta misteriosa, pensó Tanis a la vez que las palabras de Berem bailaban enmarañadas en su recuerdo. ¿Dónde se encontraba ahora el Hombre Eterno? ¿Dónde habían conducido a Caramon y a los compañeros? El semielfo se dijo con pesadumbre que casi los había olvidado, que se habían desvanecido de su cerebro al absorberle la preocupación por Kitiara y Laurana. No lograba centrar sus ideas y, aunque creía conocer la clave de aquel rompecabezas, necesitaba tiempo para reflexionar.

Resultaba imposible recapacitar en tales circunstancias La sombría figura creció en intensidad, hasta que su negrura pareció crear un gélido vacío en la sala de granito. Tanis no podía desviar la mirada, se sentía obligado a contemplar aquel temible espectáculo de tinieblas que lo atraía de forma irremediable. En el instante en que le asaltó la sensación de ser succionado por el abismo, oyó una voz en su interior.

—No os he reunido aquí para presenciar cómo vuestras mezquinas reyertas y vuestra fútil ambición arruinan la victoria que se avecina. Recuerda quién gobierna estas huestes, Ariakas.

El interpelado hincó una rodilla, al igual que todos cuantos ocupaban la Cámara, e incluso Tanis se sintió invadido por una servil devoción. Era inútil luchar contra ella. Aunque abominaba aquella perversidad asfixiante, se erguía en el nicho una diosa, una de las forjadoras del mundo. Había reinado desde el principio de los tiempos y seguiría haciéndolo hasta el final.

La voz volvió a hablar, como una llama que quemaba su mente y las de los otros presentes.

—Kitiara, tu conducta nos ha complacido en el pasado, y aún nos satisface más tu actual obsequio. Trae a la mujer elfa para que la examinemos y decidamos su destino.

Tanis vio que Ariakas regresaba a su trono, no sin antes dirigir a Kitiara una venenosa mirada.

—Así lo haré, Vuestra Oscura Majestad —respondió la dignataria con una reverencia—.Acompáñame —ordenó a Tanis al pasar junto a él en la escalinata.

Las tropas de draconianos se apartaron para franquear su avance hacia el centro de la sala. Kitiara descendió los peldaños de la plataforma seguida por Tanis mientras las tropas cerraban filas detrás de ellos después de abrirles camino.

Al llegar a la base de la colosal escultura en forma de serpiente, la Dama Oscura se encaramó a la angosta escalera que sobresalía como un rosario de espolones en su parte posterior a fin de situarse en el centro de la plataforma que la coronaba. Tanis subió más despacio, atribuyéndolo a que los peldaños eran demasiado empinados e irregulares aunque en realidad se encontraba refrenado por la estrecha observación que los ojos de la ominosa criatura imponían a sus mismas entrañas.

Una vez afianzada en la atalaya, Kitiara hizo un firme ademán hacia la ornamentada puerta que se hallaba entre la sala de audiencias y la antecámara.

Se dibujó una figura en el umbral, una sombra ataviada con la tradicional armadura de los Caballeros de Solamnia. Se trataba de Soth y, cuando se internó en la estancia, las tropas retrocedieron a ambos lados de estrecho puente como si una mano hubiera surgido de ultratumba para arrancarles de sus puestos. En sus brazos transportaba el espectro un cuerpo envuelto en un lienzo blanco, que más se asemejaba al sudario con que suele amortajarse a los muertos. Tan absoluto era el silencio que las pisadas del caballero producían audibles ecos en el bruñido suelo, si bien los allí congregados podían ver la piedra a través de su transparente, descarnado contorno.

Portando su carga en actitud majestuosa, Soth ascendió poco a poco las escaleras de la plataforma hasta detenerse sobre la cabeza del ofidio. Obediente a otro gesto de Kitiara, dejó su carga a los pies de la Señora del Dragón antes de incorporarse y desaparecer, de modo tan repentino que los presentes pestañearon asombrados sin cesar de preguntarse si en realidad existía o tan sólo lo habían visto en su febril imaginación.

Tanis percibió que Kitiara sonreía debajo de su yelmo, complacida por el impacto que produjera su servidor entre la concurrencia. La dignataria desenvainó su espada para acto seguido sesgar las ligaduras externas que mantenían inmóvil a la figura en el interior del lienzo. Dio un poderoso tirón y las deshizo, dejando al descubierto a una cautiva que forcejeaba en una especie de blanca telaraña.

El semielfo vislumbró una masa de cabello enmarañado, una melena dorada que destellaba al unísono con la armadura argéntea que revestía el convulsionado cuerpo. Casi asfixiada a causa de sus invencibles ataduras, Laurana luchaba entre accesos de tos para liberarse del albo entramado que la aprisionaba. Se elevaron unas tensas risas en el seno de las tropas, que contemplaban los débiles esfuerzos de la muchacha como una promesa de diversión. Tanis dio un paso al frente, guiado por un deseo instintivo de ayudar a la elfa, pero los fulgurantes y oscuros rojos de Kitiara le recordaron sus palabras de unas horas antes:

«Si tú mueres, también ella sucumbirá.»

Agitado su cuerpo por espasmódicos temblores, el semielfo se detuvo y retrocedió. Al fin Laurana se levantó tambaleándose y estudió su entorno en una nebulosa, sin acertar a comprender dónde estaba y parpadeando hasta aclarar su visión bajo las cegadoras antorchas. Clavó entonces sus ojos en Kitiara, que le sonreía a través del yelmo.

Al descubrir a su enemiga, a la mujer que la había traicionado, la Princesa irguió la espalda poseída por una furia que difuminó momentáneamente sus temores. Escudriñó en regia postura el vasto recinto, mirando en todas direcciones, aunque por fortuna no volvió la cabeza atrás y de ese modo escapó a su percepción el barbudo soldado que la espiaba embutido en su armadura de escamas de dragón. Sí vio en cambio a las tropas de la Reina Oscura, a los mandatarios en sus tronos, a los reptiles acomodados en sus huecos y por último a la sombría e imprecisa soberana.

«Ahora ya conoce su paradero. Sabe dónde está y qué futuro le aguarda», pensó Tanis desalentado.

¿Qué historias le habrían contado en los calabozos subterráneos del Templo? Sin duda la habían atormentado con relatos sangrientos sobre las cámaras de la muerte de su Reina y la habían obligado a escuchar los gritos de otros reos, se dijo Tanis sin poder reprimir un respingo ante el horror que debió sentir la elfa. Habría escuchado interminables lamentaciones durante las noches y ahora, muy pronto, se uniría a los infelices muertos en abyecta tortura.

Lívido su rostro, Laurana clavó los ojos en Kitiara como si fuera el único punto fijo en el arremolinado universo. Tanis vio que la Princesa apretaba los dientes y se mordía el labio para no perder el control. Nunca exhibiría su miedo en presencia de su rival ni de aquella asamblea.

Kitiara hizo un ligero ademán de cabeza, y al seguir su indicación Laurana distinguió a Tanis.

Cuando se entrecruzaron sus miradas, un atisbo de esperanza iluminó los rasgos del semielfo. Sintió que el amor que ella le profesaba lo envolvía y lo purificaba como el renacer de la primavera tras el lóbrego rigor del invierno y al fin comprendió que las emociones que la muchacha le inspiraba constituían el único nexo entre las contradictorias facciones que dividían su ser. La amaba con el amor eterno e inmutable de su alma elfa, con el amor apasionado de su sangre humana. Pero se había hallado a si mismo demasiado tarde, su muerte tanto en cuerpo como en espíritu serían la prenda exigida para lavar su anterior ignorancia. Una fugaz mirada fue cuanto pudo otorgar a Laurana. Una mirada que debía transmitirle el mensaje de su corazón, pues los pardos ojos de Kitiara no se apartaban de él y era consciente de otra inspección, maligna y penetrante, que lo atenazaba desde el nicho.

Al recordar el escrutinio de la Reina Oscura, Tanis trató por todos los medios de impedir que su faz revelara sus pensamientos. Ejerciendo todo el control de que era capaz apretó la mandíbula, puso rígidos los músculos y vació de expresión sus encendidas pupilas. Actuó como si Laurana fuera una perfecta desconocida y apartó los ojos de ella. Al volverse, advirtió que la esperanza que la había animado moría sin remisión. Cual la nube que oscurece al tibio sol, el amor de la muchacha se transformó en una sombra de desaliento que congeló a Tanis en la pesadumbre que le comunicaba.

Aferrando con firmeza la empuñadura de su espada para evitar que temblara su mano, Tanis se plantó frente a Takhisis, Reina de la Oscuridad.

—Augusta Majestad —declaró entonces Kitiara a la vez que agarraba a Laurana por el brazo y la arrastraba hacia adelante—, os ofrezco mi presente. ¡Un presente que nos concederá la victoria!

La interrumpieron los enfervorizados vítores de la muchedumbre. Alzó los brazos para conminarles al silencio, y prosiguió:

—Os entrego a esta mujer, Lauralanthalasa, Princesa de los elfos de Qualinesti y adalid de los despreciables Caballeros de Solamnia. Fue ella quien les devolvió las lanzas Dragonlance, quien utilizó el Orbe de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote. Bajo sus órdenes viajaron su hermano y un Dragón Plateado a Sanction donde, debido a la ineptitud de Ariakas, consiguieron introducirse en el templo sagrado y descubrir la destrucción de los huevos de los Dragones del Bien. —Ariakas dio un amenazador paso al frente, pero Kitiara se limitó a ignorarle—. La pongo en vuestras manos, mi Reina, para que la tratéis como merecen sus crímenes contra vos.

Dio la dignataria un empellón a su cautiva, que tropezó y cayó de rodillas ante la soberana. Sus áureos cabellos se habían liberado del entramado que los sujetaba y flotaban en tomo a su cara en una oleada, que al febril Tanis se le antojó la única luz en la espaciosa y lóbrega cámara.

—Has obrado bien, Kitiara —dijo la voz de la Reina Oscura—, y serás recompensada. Haremos que escolten a la elfa a las cámaras mortuorias y luego procederemos a darte tu premio.

—Gracias, Majestad —susurró Kitiara inclinándose en una reverencia—. Antes de que concluya nuestro asunto deseo suplicaros dos favores —añadió, y extendió la mano para posarla con firmeza en el hombro de Tanis—. En primer lugar, voy a someter a vuestra aprobación a alguien que solicita alistarse al servicio de este glorioso ejército.

La dignataria presionó su mano sobre el omóplato del semielfo en una señal inequívoca de que debía arrodillarse. Incapaz de desechar de su pensamiento la última mirada de Laurana, Tanis titubeó. Aún podía volver la espalda a las tinieblas, no tenía más que acercarse a la Princesa cautiva y enfrentarse a la muerte junto a ella.

Rechazó tal idea. «¿Tan egoísta soy —se reprendió a sí mismo— que podría sacrificar a Laurana en un anhelo de cubrir mi propia necedad? No, pagaré yo solo por mis culpas. Aunque no realice otra buena acción en este mundo, al menos la salvaré y el conocimiento de esta pequeña hazaña iluminará como una pequeña llama mi camino hasta que me consuma la negrura.»

Kitiara cerró los dedos en torno a su hombro, infligiéndole un punzante dolor incluso a través de la armadura. Sus ojos pardos comenzaron a arder de impaciencia detrás de su máscara metálica.

Despacio, inclinada la cabeza, Tanis hincó la rodilla frente a Su Oscura Majestad.

—Os presento a vuestro humilde siervo, Tanis el Semielfo —anunció con frialdad la Señora del Dragón, si bien el barbudo soldado captó en sus palabras un timbre de alivio—. Le he nombrado comandante de mis tropas tras la inesperada muerte de mi antiguo oficial, Bakaris.

—Que se acerque nuestro nuevo lacayo —pronunció aquella voz que tan sólo resonaba en las mentes de quienes la escuchaban.

Tanis sintió, mientras se levantaba, que Kitiara lo atraía hacia ella, para murmurar en su oído:

—Recuerda que ahora perteneces por entero a la Reina Oscura. Debes convencerla de tu lealtad o de lo contrario ni yo misma podré salvarte, y en ese caso tampoco tú lograrás rescatar a Laurana.

—Lo sé —se limitó a responder Tanis, desprovisto su rostro de expresión. Se deshizo de la garra de Kitiara y avanzó unos pasos hasta detenerse en el borde mismo de la plataforma, bajo el trono de la soberana.

—Alza la cabeza y mírame —le instó aquella criatura abismal.

El semielfo contrajo sus músculos, en busca de la fuerza que en otro tiempo anidara en sus entrañas y que ahora no estaba seguro de poseer. «Si fracaso, Laurana está perdida. En aras del amor debo olvidar mis sentimientos.»

Alzó los ojos, y al instante quedó atrapado en un invencible magnetismo. No necesitaba fingir sobrecogimiento y devoción, tales emociones lo invadieron de manera espontánea como le ocurría a todo mortal que posaba su mirada en la Reina de la Oscuridad. Pero pese a sentirse obligado a venerarla, comprendió que en el fondo de su alma seguía libre. El poder de aquel ente no era absoluto ni podía consumirle contra su voluntad. Bien podía Takhisis luchar para no revelar su punto flaco, Tanis era consciente de la ardua batalla que libraba en su designio de penetrar en el mundo.

El fantasmal contorno fluctuaba ante el semielfo, mostrándose en sus diversas formas y delatando su imposibilidad de controlarlas todas. Se le apareció primero como el dragón de cinco cabezas que describía la leyenda solámnica, para después metamorfosearse en una tentadora mujer cuya belleza cualquier hombre daría la vida por aprehender. Diluyéndose esta forma en la penumbra resurgió a continuación como el Guerrero Oscuro, un alto y poderoso paladín del Mal que retenía la muerte en su armada mano.

Aunque las encarnaciones se sucedían, los sombríos ojos permanecían constantes en su observación del alma de Tanis, idénticos en las cuencas del dragón, la bella tentadora y el temible guerrero. El semielfo se estremeció frente a tan despiadado examen, no conseguía asumir la fuerza que le permitiría soportarlo. Hincó de nuevo las rodillas en actitud sumisa, despreciándose a sí mismo al oír a su espalda un ahogado alarido de angustia.

9 Los clarines de la muerte.

Mientras avanzaba a trompicones por el pasillo septentrional en busca de Berem, Caramon tuvo que ignorar los sobresaltados alaridos de los prisioneros y las manos suplicantes que éstos extendían a través de los barrotes de las celdas. En ningún momento vio al Hombre Eterno, ni tampoco huellas de su paso. Preguntó a algunos de los cautivos si podían darle alguna pista, pero la mayoría estaban tan depauperados a causa de las torturas sufridas que no atinaban a hablar con coherencia y al fin, lleno de horror y compasión, el guerrero optó por dejarles tranquilos.

Siguió recorriendo el inclinado corredor que parecía conducir a las entrañas de la tierra sin dejar de pensar, desalentado, que quizá nunca hallaría a aquel demente. Su único consuelo era que no partía ninguna ramificación de la galería central en la que se hallaba y, por lo tanto, Berem tenía que haber seguido el mismo trayecto. Pero entonces ¿dónde estaba?

Obsesionado en su empeño, atisbando el interior de los calabozos y doblando recodos en su ciega carrera, apenas vio a un fornido centinela goblin antes de que se abalanzase sobre él. Disgustado por esta interrupción en su marcha, el guerrero decapitó a su rival mediante un certero sesgo de su espada y se alejó a toda prisa sin que el inerte cuerpo se desplomara en el pétreo suelo.

Emitió un suspiro de alivio. Al precipitarse por una escalera a punto estuvo de tropezar contra el cadáver de otro goblin, estrangulado por unas fuertes manos. Era evidente que Berem había estado allí hacía tan sólo unos momentos, pues la carcasa del caído aún no se había enfriado.

Convencido de hallarse en el buen camino, Caramon aceleró tanto el ritmo que los prisioneros se le aparecían como meras sombras borrosas. Sus gritos mendigando la libertad resonaban en sus oídos.

«Si les suelto puedo reunir un ejército», pensó de pronto. Sopesó la idea de detenerse para abrir las puertas pero cuando casi había resuelto hacerlo oyó un terrible alarido un poco más adelante, al que sucedió una retahíla de gritos.

Reconociendo la voz de Berem en el extraño rugido, Caramon echó de nuevo a correr. Las celdas se terminaban en el mismo lugar donde el pasillo se estrechaba hasta convertirse en un túnel que trazaba una espiral en aquel universo subterráneo. Inició el recorrido del pasadizo, alumbrado por las tenues y espaciadas antorchas que se proyectaban en los muros, mientras los bramidos crecían en intensidad a medida que se aproximaba a su origen. Trató de apresurarse pero el enmohecido suelo resbalaba de un modo alarmante y el aire saturado de humedad se viciaba conforme se internaba en las profundidades del subsuelo. Temeroso de perder el equilibrio, el guerrero se vio obligado a aminorar la marcha pese a que el griterío estaba ahora muy cercano. Aumentó la claridad, debía estar llegando a la otra boca del túnel.

De repente, vio a Berem. Dos draconianos lo amenazaban, refulgiendo sus espadas bajo la luz de las antorchas. El Hombre Eterno los mantenía a raya con las manos desnudas y al hacerlo la joya verde inundaba la pequeña cámara de etericos destellos.

Evidenciaba la locura de Berem el hecho de que hubiera logrado contener tanto rato los ataques de sus agresores más aún cuando la sangre fluía por un surco en su rostro y manaba a borbotones de una honda herida abierta en su costado. Antes de que Caramon acudiera en su ayuda, resbalando continuamente, el enérgico humano aferró la hoja de una espada draconiana en el instante en que su filo le rozaba el pecho. El acero alcanzó su carne, pero no se dejó amedrentar por el dolor e ignoró el líquido purpúreo que bañaba su brazo para concentrarse en despedir de un empellón al enemigo cuya arma había asido. Se bamboleó falto de aire, y el otro draconiano aprovechó su titubeo lanzándole una mortífera arremetida.

Preocupados tan sólo por la captura de su presa, los centinelas no vieron a Caramon. El guerrero abandonó el túnel de un salto, no sin antes recordar que no debía apuñalar a las criaturas si pretendía conservar su espada, y agarró a una de ellas en sus descomunales manos para retorcer su cabeza hasta romperle el cuello. Después de soltar el cuerpo sin vida del primer guardián, recibió la arremetida del otro con un cortante ademán de su diestra apuntando a su garganta. Pillado por sorpresa, el individuo cayó al instante hacia atrás.

—Berem, ¿te encuentras bien? —Caramon dio media vuelta resuelto a incorporar el sangrante cuerpo del Hombre Eterno, cuando un insoportable dolor traspasó su costado.

Casi sin resuello, el guerrero se volteó vacilante y se enfrentó a un draconiano que se erguía orgulloso a su espalda. Al parecer, se había ocultado en las sombras al descubrir la presencia de aquel fornido intruso. Su ataque inesperado debería haber producido la muerte del adversario, pero la premura le había restado precisión y el acero rebotó contra la armadura. Caramon retrocedió con paso inseguro, deseoso de ganar tiempo a fin de desenvainar su espada y contraatacar.

El draconiano, sin embargo, estaba decidido a no concederle la menor ocasión de defenderse. Enarboló su espada y arremetió una vez más.

En medio de un confuso revoltijo de carne y metal, centelleó una luz verde y el draconiano se derrumbó a los pies de Caramon.

—¡Gracias, Berem! ¡exclamó el guerrero llevándose la mano a su herida. ¿Cómo...?

Pero el Hombre Eterno contemplaba a su oponente sin reconocerlo. Esbozó con la cabeza un leve signo de asentimiento y empezó a alejarse.

—¡Espera! —le suplicó Caramon. Aunque le rechinaban los dientes a causa del dolor, salvó de un brinco los cuerpos de los draconianos y se arrojó sobre Berem para, atenazan do su brazo, obligarle a detenerse—. ¡Aguarda, maldita sea! —repitió a la vez que lo sujetaba con firmeza.

Su rápida acción tuvo consecuencias. La estancia bailaba ante sus ojos, obligándole a permanecer inmóvil mientras trataba de desechar su sufrimiento. Cuando se despejó de nuevo su vista miró a su alrededor, en un intento de descubrir su paradero.

—¿Dónde estamos? —indagó convencido de que su pregunta no obtendría respuesta. En realidad sólo quería que Berem oyera el sonido de su voz.

—Debajo del Templo, a considerable profundidad —contestó el Hombre Eterno con cavernoso timbre—. Estoy muy cerca...

—Sí —concedió Caramon sin comprender. Siguió escudriñando el lugar, aunque tomó la precaución de no soltar a su acompañante.

La escalera de piedra por la que había descendido se terminaba en una pequeña cámara circular, una sala de guardia a juzgar por la mesa y las diversas sillas que se ordenaban bajo una antorcha prendida del muro. Tenía sentido, los draconianos aquí apostados debían de ser guardianes y Berem se había tropezado con ellos de forma accidental Pero ¿qué custodiaban?

Un examen más minucioso de la rocosa estancia nada le reveló. Medía unos veinte pasos de diámetro y estaba cavada en la piedra viva. Frente a los peldaños que allí morían se abría un arco sin puerta, el arco al que se dirigía Berem cuando lo atrapó. No se vislumbraba al otro lado más que penumbra y el guerrero tuvo la sensación de asomarse a la Gran Oscuridad que mencionaban tantas leyendas: unas tinieblas que existían en la nada mucho antes de que los dioses crearan la luz.

El único sonido que oía era un murmullo de agua, acaso un torrente subterráneo que explicaba la humedad del aire. Caramon retrocedió entonces unos pasos para ver mejor el arco. No se había construido aprovechando la roca como la cámara, pese a ser también de piedra, sino que lo habían forjado hábiles manos. Se percibían todavía los vagos contornos de las tallas que un día lo adornaron, pero resultaba imposible distinguir formas concretas. El tiempo y la humedad se habían encargado de borrar la filigrana que en principio debió componerlo.

Mientras contemplaba el arco en busca de una pista susceptible de guiarle, Caramon casi cayó al ser zarandeado por Berem con insólita energía.

—¡Te conozco! —vociferó el enloquecido humano.

—Por supuesto —gruñó el guerrero—. En nombre del Abismo, ¿puede saberse qué haces aquí?

—Jasla me llama —fue la escueta respuesta de Berem, enmarcados sus ojos en una nueva aureola de demencial cuando volvió la vista hacia las tinieblas que se agitaban tras el arco—. Tengo que entrar... los guardias... intentaron detenerme. Acompáñame.

Caramon comprendió en aquel instante que los centinelas debían custodiar la antigua estructura de piedra. ¿Por qué motivo, qué se ocultaba detrás? ¿Habían reconocido a Berem o bien tenían órdenes de atacar a cualquiera que pretendiera traspasarla? Ignoraba la solución a tales enigmas, pero se dijo que no importaba ya que incluso sus preguntas carecían de interés.

—Tienes que entrar ahí —declaró. Era una afirmación, no una pregunta. El Hombre Eterno asintió y dio un vigoroso paso al frente, resuelto a penetrar sin más dilación en la negrura de no impedírselo el guerrero mediante una brusca sacudida.

—Aguarda, necesitaremos luz —propuso el corpulento luchador con un suspiro—. No te muevas.

Dio unas palmadas en el hombro de Berem y, manteniendo la vista fija en su enjuta persona, retrocedió hasta que su mano tanteó una de las antorchas y la arrancó de su pedestal.

—Iré contigo —anunció, a la vez que se preguntaba para sus adentros cuánto tiempo resistiría sin derrumbarse a causa del dolor y la prolongada pérdida de sangre—. Sosténmela un instante —añadió y, pasándole la tea, arrancó un retazo de la harapienta camisa del misterioso individuo a fin de vendarse la herida del costado. Recogió acto seguido el llameante objeto y se apresuró a aventurarse al otro lado del arco.

Al atravesar los pilares de piedra, Caramon sintió que una substancia viscosa se adhería a su rostro. «¡Telarañas! » —refunfuñó, asaltado por una súbita repugnancia. Examinó la entrada con cierta desazón, pues profesaba un temor inconfesable a las arañas, pero no vio nada sospechoso. Encogiéndose de hombros prosiguió la marcha sin pensar más en ello, con Berem a sus talones.

Rasgó el aire un clamor de trompetas.

—¡Una trampa! —exclamó el guerrero desalentado.


—¡Tika, tú plan ha surtido efecto! —la felicitó Tas entre jadeos mientras ambos corrían por el lóbrego pasillo de los calabozos. Incluso se arriesgó a lanzar una rápida mirada atrás para constatarlo— ¡Sí, creo que todos nos siguen!

—Espléndido —murmuró Tika, también sin resuello. Lo cierto era que no había esperado que su plan funcionase. Nunca en su vida tuvieron éxito sus ideas, y empezaba a dudar que existiera una primera vez. Al igual que el kender miró por encima del hombro y comprobó que seis o siete draconianos trataban de darles caza, empuñando en sus ganchudas manos las espadas curvas que siempre portaban.

Aunque, debido a las garras que formaban sus pies, aquellas criaturas reptilianas no eran tan veloces en su marcha como Tas y la muchacha, poseían una resistencia a toda prueba. Los compañeros les habían tomado la delantera, pero su ventaja no había de durar. Tika apenas podía respirar y sentía una punzada en el costado que la impulsaba a encovar el cuerpo para aliviar el dolor.

«Cada segundo que aguanto da a Caramon un poco más de tiempo. Atraigo a los draconianos y así los alejo de él», se dijo a sí misma.

—Escucha, Tika —la lengua de Tas colgaba de su boca mientras que su rostro, jovial como de costumbre, había palidecido por la fatiga—: ¿Sabes dónde nos dirigimos?

La muchacha meneó la cabeza en un gesto negativo, no le quedaba aliento para hablar. Notaba cómo aminoraba la marcha y las piernas le pesaban de un modo invencible. Un nuevo examen de la situación le reveló que los draconianos acortaban la distancia, así que espió los muros en busca de un pasillo que partiera del principal, o un nicho, una puerta, un lugar, en suma, que pudiera servirles de escondrijo. No había nada: el corredor se prolongaba frente a ellos silencioso y vacío, desprovisto incluso de celdas. Se hallaban en un monótono, estrecho y al parecer interminable túnel de roca que trazaba una cuesta gradual.

Al darse cuenta de esta circunstancia, Tika se detuvo de forma brusca. Inhaló una bocanada de aire y echó de nuevo a andar mirando a Tas, que era apenas visible bajo la luz de las humeantes antorchas.

—El túnel se eleva —declaró en pleno acceso de tos. El kender parpadeó sin comprender, pero pronto se iluminó su semblante.

—¡Debe conducir al exterior! —gritó lleno de júbilo—. ¡Lo conseguiremos, Tika!

—Quizá —respondió ella, no del todo convencida.

—Vamos, anímate —la apremió el kender exultante de alegría. Recobradas las energías, agarró a la joven por la mano para tirar de ella—. ¡Estoy seguro de que has acertado! ¡Huele, respira el aire fresco! Escaparemos, encontraremos a Tanis y volveremos juntos en busca de Caramon.

Sólo un miembro de su raza podía hablar y correr al mismo tiempo por un pasillo atestado de amenazadores draconianos que los hostigaban sin tregua. Tika lo sabía, y también que lo que la mantenía en pie a ella era el pánico en su más pura esencia. Pronto la abandonaría este sentimiento, no obstante, y entonces de desmoronaría en el túnel tan exhausta y dolorida que poco había de importarle lo que los draconianos...

—¡Es verdad, ha entrado una ráfaga de aire fresco! —se percató en medio de tan negras cavilaciones.

Había creído que Tas le mentía para evitar que decayeran sus fuerzas, pero ahora una susurrante brisa acababa de acariciar su mejilla. La esperanza aligeró sus plomizas piernas, incluso imaginó que los draconianos se rezagaban. « una vez han comprendido que nunca nos atraparán!», pensó, invadida por un gozo incontenible.

—¡Rápido, Tas! —le azuzó. Juntos, estimulados por aquella suave brisa que crecía en intensidad, se deslizaron entre los angostos muros a la velocidad del rayo.

Tras doblar un recodo como si quisieran arremeter contra él se detuvieron, tan bruscamente que Tasslehoff resbaló sobre la grava y se incrustó en una pared.

—Por eso corrían más despacio en el último trecho —constató Tika.

El pasillo se terminaba en dos puertas de madera que sellaban la salida, mientras que unos ventanucos en ellas empotrados y provistos de rejas permitían el paso del aire fresco para la ventilación de los calabozos. Tika y Tas veían la calle, la libertad, pero no podían alcanzarla.

—¡No abandones ahora! —la reprendió el kender tras una breve pausa. Repuesto tanto del susto como del golpe, corrió en pos de las puertas a fin de tantearlas. Estaban cerradas y atrancadas.

—¡Maldita sea! —renegó al reconocer el obstáculo con sus ojos de experto.

Caramon podría haberlas derribado o reventado su cerrojo valiéndose de la espada. Pero no así el kender, ni tampoco Tika.

Cuando Tas se inclinó para examinar la cerradura, la muchacha se apoyó en uno de los muros y cerró los ojos. La sangre latía en su cabeza, los músculos de sus piernas se agarrotaban en lacerantes espasmos. Extenuada, lamió las saladas lágrimas que fluían hasta sus labios y supo que lloraba de pesar, de ira, de frustración.

—¡No, Tika! —le suplicó el kender a la vez que corría junto a ella y le daba unas palmadas en la mano—. Es una cerradura sencilla, saldremos de aquí en cuestión de segundos. Por favor, enjuga tu llanto. Sólo necesito unos momentos, pero debes estar preparada para refrenar a esos draconianos si se les ocurre venir. Bastará con que los mantengas ocupados mientras yo trabajo.

—De acuerdo —dijo la muchacha, ya más serena. Se secó ojos y nariz con el dorso de su mano y, enarbolando la espada, se apostó en el corredor resuelta a cubrir a su amigo.

Tas vio satisfecho que, tal como suponía, se enfrentaba a una cerradura muy simple. La reforzaba una trampa tan elemental que se preguntó por qué se habían molestado en ponerla.

Se preguntó por qué se habían molestado... cerradura sencilla.., trampa simple... Estas palabras bailaban en su mente, le resultaban familiares como si las hubiera pensado antes. Al levantar la vista, desconcertado, para estudiar de nuevo las puertas, comprendió que ya había visitado este lugar. Pero no, era imposible.

Tras agitar la cabeza a fin de rechazar aquel contrasentido que bullía en su interior, Tasslehoff revolvió sus bolsas en busca de sus herramientas. De pronto se paralizó, asaltado por un pánico que lo atenazaba como los colmillos del lobo a su presa. ¡El sueño!

Eran éstas las puertas que había visualizado en el sueño de Silvanesti. También la cerradura era la misma, el simple ojo armado con una trampa de aspecto inofensivo. Y Tika se le había aparecido a su espalda luchando, muriendo.

—¡Aquí vienen, Tas! —vociferó la muchacha a la vez que blandía la espada con manos entresudadas. Le dirigió una fugaz mirada por encima del hombro—. ¿Qué haces? ¿A qué esperas?

El kender no pudo contestar. Oía con toda claridad a los draconianos, convulsionados en estentóreas carcajadas y sin apresurarse en su persecución pues sabían que sus cautivos no tenían escapatoria. Doblaron el recodo y sus risas se intensificaron al ver a Tika presta a la batalla.

—Creo q-que no podré hacerlo, Tika —balbuceó Tas sin apartar la vista de la odiosa cerradura.

—¡No podemos permitir que nos atrapen! —le urgió la muchacha, retrocediendo hacia él pero fija su atención en los enemigos—. Han descubierto a Berem y nos obligarán a contarles todo cuanto sabemos acerca de él. No repararán en medios para sonsacarnos información, nos torturarán.

—Tienes razón —concedió el kender—. Lo intentaré.

«Poseo el valor suficiente para recorrer la senda oscura», se dijo Tas, evocando una vez más las palabras de Fizban. Respiró hondo, extrajo un alambre de su saquillo y se puso manos a la obra. Después de todo, ¿qué era la muerte para un kender sino la mayor aventura que puede concebirse? Además le aguardaba Flint en el mundo de ultratumba, sin duda necesitado de su presencia para salir de mil embrollos.

El recuerdo del enano confirió una inusitada firmeza a sus manos, que manipulaban el alambre con acierto. De pronto, le alertó un grito de furia, seguido por el estrépito que producían los aceros al entrechocarse.

Se interrumpió un instante, ansioso por contemplar la escena. Tika no había aprendido el arte de la esgrima, pero era una experta en manejar los altercados cotidianos de las tabernas. Dibujaba su espada sesgos y reveses en el aire, apoyados por un salvaje torbellino de puntapiés, puñetazos sin tiento e incluso mordiscos que forzaron a los draconianos a retroceder unos pasos frente a la inesperada ferocidad de sus arremetidas. Todos ellos presentaban sanguinolentos surcos en sus cuerpos, y uno se desplomó con el brazo cercenado en un charco formado por su verde savia.

No podría contenerles durante mucho tiempo, así que Tas reanudó su trabajo aunque con mano insegura después de presenciar tan encarnizada lucha. La clave estaba en hacer saltar la cerradura sin activar la trampa, constituida por una aguja sujeta a un fuelle.

La fina herramienta se deslizó de su laxa mano, y se reprendió por tan absurda torpeza. ¡Era indigno de un kender comportarse como un cobarde! Recogiendo el alambre lo insertó otra vez con sumo celo mas, cuando casi había conseguido su propósito, alguien lo empujó.

—¡ Pon un poco más de cuidado! —riñó a Tika con la cabeza vuelta hacia ella. ¡El sueño! Así era cómo la había amonestado y también, al igual que en la premonitoria pesadilla, vio a la muchacha a sus pies, bañados de sangre sus pelirrojos bucles.

¡No! —se rebeló en un paroxismo de excitación. En aquel momento el alambre resbaló y se golpeó la mano contra la cerradura.

Cedió el cerrojo con un ruido sordo, provocando al hacer lo un leve chirrido apenas audible, un eco sibilante que anunciaba que la trampa se había liberado.

Vislumbró Tas, con los ojos desorbitados, una gota de sangre en la punta del dedo más próximo a la dorada aguja que sobresalía del fuelle. Los draconianos lo sujetaban por el hombro, pero los ignoró. Poco importaba que lo aprehendieran. El agudo dolor de su miembro no tardaría en extenderse a todo su cuerpo.

«Cuando llegue al corazón dejaré de sufrir. Para entonces ya no sentiré nada», se dijo en una nebulosa.

Oyó un clamor de trompetas, de metálicos clarines que hendían la fresca atmósfera. ¿Dónde habían sonado antes? «En Tarsis, antes de que aparecieran los dragones, recordó.

Los centinelas lo soltaron y se alejaron a toda carrera por el pasillo.

«Debe ser una alarma general», adivinó el kender, comprobando con interés que las piernas no lo sostenían. Se deslizó hasta el suelo, junto a Tika, y estiró la mano a fin de acariciar los bonitos rizos de la muchacha, ahora teñidos de púrpura. Tenía el rostro lívido, los ojos cerrados.

—Lo lamento, Tika —se disculpó Tas con un nudo en la garganta. El dolor se propagaba rápidamente, se habían entumecido sus dedos y pies hasta quedar inertes. Lo siento Caramon, te aseguro que lo he intentado.

Sollozando en silencio, Tasslehoff apoyó la espalda en la puerta y esperó el fin.


Tanis no podía moverse si bien, tras oír el desgarrado grito de Laurana, tampoco deseaba hacerlo. Suplicó para sus adentros que un dios condescendiente le asestara un golpe mortal mientras permanecía arrodillado a los pies de la Reina Oscura, pero las divinidades no le otorgaron su gracia. La sombra se desplazó cuando la soberana centró su atención en otro punto, lejos de él, y el semielfo se esforzó por incorporarse con el rostro enrojecido de vergüenza. No osaba mirar a Laurana, ni siquiera enfrentarse a los ojos de Kitiara pues temía el desdén que sin duda se reflejaban en ellos.

No obstante, la Señora del Dragón tenía asuntos más importantes en que pensar. Aquél era su momento de gloria, la culminación de todos sus planes. Estirando la mano, inmovilizó a Tanis en su poderosa garra al ver que disponía a ofrecerse como escolta de Laurana y lo empujó hacia atrás para situarse delante de él.

—Por último, deseo recompensar al siervo que me ayudó a capturar a la mujer elfa—declaró con arrogancia. El caballero Soth os ruega que le concedáis el alma de Lauralanthalasa, a fin de vengarse de la esposa que lo envolvió en su maleficio hace ya muchos años. Si está condenado a vivir en una eterna negrura, pide que al menos la Princesa comparta sus penalidades en la muerte.

—¡No! —Laurana alzó la cabeza, el terror había despertado sus embotados sentidos. —¡No!—repitió con voz ahogada.

Retrocedió unos pasos y examinó desesperada el recinto, ansiosa por hallar una vía de escape; no existía ninguna. El suelo era un hervidero de draconianos que la contemplaban divertidos y, en cuanto a Tanis, tenía el contraído rostro vuelto hacia la humana. La expresión del semielfo era impenetrable, pero Laurana advirtió una llama en sus ojos que no supo interpretar. Arrepintiéndose de su súbito estallido, decidió que prefería morir antes que exhibir una nueva flaqueza en presencia de aquella hostil asamblea. Enderezó la espalda en orgulloso ademán a la vez que levantaba el rostro, ahora bajo control.

Tanis ni siquiera la vio, las palabras de la Princesa tamborileaban en su cerebro nublando sus ojos y sus pensamientos. Se acercó enfurecido a Kitiara y le espetó:

—¡Me has traicionado! ¡Esto no formaba parte del plan!

—¡Calla! —le ordenó ella en su susurro—. ¡Si te oyen lo habrás destruido todo!

—¡Qué intentas...?

—¡Silencio! —fue la tajante respuesta.

—Tu obsequio me ha causado un inmenso placer, Kitiara —declaró la oscura voz penetrando la ira de Tanis—. Te concedo las peticiones que has formulado: el alma de la mujer será entregada a Soth, y aceptamos en nuestras filas al semielfo. Para sellar nuestro pacto, el llamado Tanis depositará su espada a los pies de Ariakas.

—Vamos, obedece —instó la dignataria a su nuevo oficial. Todas las miradas confluían en la plataforma.

—¿Cómo? —inquirió el interpelado sin ocultar su perplejidad—. No me habías hablado de tan absurda ceremonia. ¿Qué debo hacer?

—Asciende hasta la tarima de Ariakas y ofrécele tu acero, tal como te han indicado —le explicó Kitiara mientras lo escoltaba hasta la escalinata—. El lo recogerá y procederá a devolvértelo, confirmando así tu ingreso en los ejércitos de los Dragones. Es tan sólo un ritual, pero me ayudará a ganar tiempo.

—¡Tiempo para qué? ¿Qué ha concebido tu diabólica mente? —indagó Tanis con sequedad, apoyado ya su pie en el primer peldaño—. Deberías haberme informado...

—Cuanto menos sepas, mejor para ti. —La comandante exhibió una encantadora sonrisa, dirigida en realidad a la concurrencia que los observaba. Se produjeron unas risas nerviosas, algunas bromas de dudoso gusto frente a lo que parecía la despedida de un enamorado. Pero los ojos de Kitiara no guardaban consonancia con sus labios— .Recuerda quién queda junto a mí en esta plataforma —advirtió al semielfo y, acariciando la empuñadura de su espada, lanzó a Laurana una significativa mirada—. No hagas ninguna tontería.

La Señora del Dragón dio la espalda a su oficial y fue a situarse al lado de la Princesa elfa mientras Tanis, temblando de miedo y de rabia, bajaba torpemente la escalera que jalonaba la escultura en forma de ofidio con un torbellino en la cabeza. El tumulto de la asamblea se le antojó el embate de un embravecido océano, agravado por los destellos que emitían las lanzas y las llamas de las antorchas. Pisó al fin, cegado y confuso, el suelo y comenzó a andar en dirección a la plataforma de Ariakas sin saber dónde estaba ni qué hacía. Llevado por un simple reflejo, atravesó la fastuosa estancia.

Los rostros de los draconianos que constituían la guardia de honor de Ariakas flotaban a su alrededor como surgidos de una pesadilla. Sólo veía cabezas sin cuerpos, ristras de dientes que flanqueaban viscosas lenguas. Uno tras otro se apartaron a su paso, hasta que la escalinata se materializó en una bruma irreal.

Alzando la cabeza oteó la cúspide donde se erguía Ariakas, aquel hombre majestuoso y revestido de poder. La Corona que ceñía su testa parecía absorber toda la luz de la sala. Su brillo hería los ojos y Tanis pestañeó, deslumbrado, al iniciar el ascenso con la mano cerrada sobre su acero.

¿Le había traicionado Kitiara? ¿Cumpliría su promesa? Tanis lo dudaba, se maldijo por haberla creído. Había caído una vez más en su hechizo, de nuevo había cometido la necedad de confiar en sus palabras. Era ella quien, como siempre, tenía todos los ases sin darle opción a la réplica... o quizá no.

De pronto se le ocurrió una idea que le obligó a detenerse, con un pie en un peldaño el otro en el inferior.

«¡Sigue caminando, estúpido!», se apremió a sí mismo consciente de ser observado. Tratando de cubrirse de una máscara de tranquilidad, el semielfo reanudó su escalada mientras su plan se perfilaba con mayor claridad a cada paso.

«¡Aquél que ostenta la Corona, gobierna! » —Las palabras del caballero espectral habían surgido en su mente y se propagaban por todos sus recovecos.

¡Matar a Ariakas y arrebatarle la Corona! Sería sencillo. Tanis examinó febrilmente aquella zona de la cámara y comprobó que no había centinelas apostados junto a Ariakas, pues sólo los mandatarios podían ocupar las tarimas, pero tampoco se veía a ninguno en la escalera como en los recintos de los otros señores. Tan arrogante, tan segura de su poder debía sentirse aquella criatura, que había prescindido de cualquier protección.

Trató el semielfo de pensar. «Kitiara vendería su alma por la posesión de esa Corona. Si me adueño de ella reinaré, podré salvar a Laurana y escapar con ella. Una vez salgamos de aquí, le explicaré lo ocurrido. ¡No tengo más que desenvainar mi espada y, en lugar de depositarla a los pies de Ariakas, traspasar su cuerpo! Nadie osará tocarme cuando me apodere del refulgente objeto.»

Le agitaba una incontenible excitación, así que se apresuró a calmarse como mejor pudo. No se atrevía a mirar a Ariakas, temía que leyera en sus ojos la patraña que había urdido.

Permaneció cabizbajo, y sólo supo que se hallaba cerca de Ariakas al constatar que cinco escalones le separaban de la plataforma. Sus dedos jugueteaban con la empuñadura de su arma, pero había logrado recuperar la serenidad y se aventuró a clavar sus ojos en la figura que le aguardaba. La malignidad que éstos delataban estuvo a punto de paralizarle. Era el suyo un rostro que la ambición había desnudado de todo sentimiento humano, que había contemplado la muerte de millares de inocentes como simples medios para alcanzar un fin.

Ariakas observaba a Tanis con hastío, animado su semblante por una sonrisa de desdén. Incluso dejó de prestarle atención en algún momento para concentrarse en asuntos que le preocupaban más, tales como la actitud de Kitiara. El mandatario lanzaba a la mujer miradas de soslayo, meditabundas, como el jugador que se vuelve sobre el tablero a la expectativa del próximo movimiento de un temible competidor.

Dominado por la revulsión y el odio, el semielfo comenzó a extraer la hoja de su espada de la vaina. Aunque fracasara en su intento de rescatar a Laurana, aunque ambos perecieran entre aquellas paredes, al menos realizaría un acto noble en su vida matando al comandante supremo de los ejércitos de los Dragones.

Pero cuando oyó el siseo del acero, Ariakas centró de nuevo su interés en Tanis. El negro fulgor de sus ojos penetró el alma del semielfo, quien sintió su abrumador influjo similar al calor que despide un horno. La súbita oleada asestó a Tanis un golpe casi físico, haciendo que se bamboleara en la escalera. Aquella aureola invencible que le rodeaba tan sólo podía manar de una fuente que el conspirador no había considerado: ¡Ariakas era mago!

«Como he podido estar tan ciego? —se imprecó al vislumbrar, en torno a su imponente cuerpo, un muro luminoso—. ¡Por eso no le custodia ningún centinela! Ariakas no confía en sus servidores, y además le basta con invocar sus dotes arcanas si ha de defenderse!»

Para colmo de desventuras, Tanis leyó en sus desapasionados ojos que el hechicero abrigaba recelos contra él. Bajó los hombros, derrotado antes de atacar.

— ¡Arremete, Tanis, no temas su magia! Yo te ayudaré.

¿De dónde provenía aquella nueva voz que, pese a hablar en un quedo susurro, resonó en la mente de Tanis con tal intensidad que casi percibió su aliento? Se le erizaron los cabellos de la nuca, un escalofrío agitó su ser.

Volvió el rostro hacia la escalera y escudriñó también la plataforma pero, salvo el mismo Ariakas, nadie había en su proximidad. El siniestro personaje se hallaba a tres pasos de distancia y refunfuñaba, deseoso de que la ceremonia concluyera cuanto antes. Al advertir que Tanis titubeaba, le hizo un imperioso gesto conminándole a depositar la espada a sus pies.

¿Quién había hablado? De pronto atrajo la atención del semielfo una figura que, ataviada de negro, se perfilaba junto a la Reina de la Oscuridad. Por algún motivo se le antojó familiar, si bien no creía haberla visto antes. ¿Era aquella criatura quien le había apremiado a la acción? Si era así, no le transmitió ninguna señal.

«¿Qué hacer?», se preguntó desconcertado.

—¡Ataca, Tanis! —le hostigó la voz una vez más—. ¡Rápido!

Sudando, trémula su mano, el semielfo acabó de desenvainar su espada. Se hallaba frente a Ariakas, cuya aureola mágica irradiaba difusos destellos como el arco iris cuando cerca las transparentes aguas de un lago.

«No tengo elección —se dijo Tanis—. Si es una trampa, sucumbiré gustoso. Prefiero morir así.

Fingiendo arrodillarse, sosteniendo la empuñadura de su espada del modo más inofensivo posible, hizo ademán de posarla en la granítica tarima antes de torcer bruscamente la muñeca y ensayar el golpe mortal. Aunque se vio obligado a embestir con rapidez, apuntó al corazón.

Estaba seguro de sucumbir a la ira de su rival. Los dientes le rechinaban, se encogió sobre sí mismo en espera de que el escudo mágico lo agostase al igual que el relámpago socarra al árbol inmóvil.

En efecto, un relámpago zigzagueó en el aire... ¡pero no contra él! Vio anonadado que el arco iris estallaba y su tilo penetraba la etérea pared para hundirse en la carne. Un alarido de dolor, de orgullo ultrajado, vibró en su tímpano con una fuerza ensordecedora.

Ariakas se tambaleó al traspasar su pecho la afilaba hoja. Cualquier hombre corriente habría perecido bajo el impacto, pero la energía y la furia de la portentosa criatura lograron mantener la muerte a raya. Desencajada su faz por el odio, abofeteó a Tanis y lo lanzó escaleras abajo.

Se estrelló el semielfo contra el suelo, completamente descalabrado. Le daba vueltas la cabeza, y apenas vislumbró su espada cuando cayó junto a él manchada de sangre. Creyó que iba a perder el conocimiento, aunque sabía que si se abandonaba sería el fin tanto para él como para Laurana. Esta idea lo impulsó a menear la testa en un intento de despejarla y rechazar así su embotamiento. ¡Tenía que resistir! ¡Debía apoderarse de la Corona a cualquier precio! Al alzar la vista comprobó que Ariakas se erguía sobre la tarima con las manos extendidas, presto a invocar un hechizo que aniquilara de una vez por todas a su osado atacante.

El semielfo no podía hacer nada. Carecía de protección contra la magia y una voz interior le decía que su invisible aliado no volvería a ayudarle, que ya había cumplido su enigmático objetivo.

Sin embargo Ariakas no era tan poderoso como para vencer a la fuerza que lo acechaba, ansiosa por cobrarse una nueva víctima. Se asfixiaba, se empañaba su mente de forma tan irremisible que las palabras del encantamiento no llegaron a cruzar sus labios y se difuminaron en medio de un espantoso dolor. Bajó entonces los ojos, descubriendo que su sangre bañaba el purpúreo manto en una mácula que se ensanchaba a cada momento como si la vida se le escapara a través del maltrecho corazón. La muerte lo reclamaba, no aceptaría más demoras. Luchó Ariakas contra la negrura que se cernía sobre él, a la vez que suplicaba el concurso de la Reina Oscura.

Pero Su Majestad desdeñaba a los débiles. Del mismo modo que había presenciado cómo Ariakas abatía a su padre, observó inamovible la caída del dignatario pronunciando su nombre en el último aliento.

Invadió la sala de audiencias un tenso silencio cuando el cuerpo de Ariakas se desplomó hasta el suelo. La Corona del Poder se desprendió de su cabeza con estrépito y quedó aprisionada en una maraña de sangre y negros cabellos.

¿Quién pugnaría por ella?

Alguien emitió un penetrante grito. Era Kitiara, que pronunciaba un nombre en una urgente demanda.

Tanis no comprendió sus palabras, pero poco importaba. Ignorando a la enloquecida Señora del Dragón, estiró la mano en pos de la Corona.

De pronto se encarnó frente a él una figura ataviada con negra armadura. ¡El caballero Soth!

El semielfo intentó desechar el pánico que le inspiraba el espectro para concentrarse en el símbolo del poder que yacía a escasas pulgadas de sus dedos. Se lanzó sobre él y sintió aliviado el contacto del frío metal en su carne, en el instante en que un esquelético miembro trataba de arrebatárselo.

¡Se había adelantado, era suyo! Los ardientes ojos de Soth centellearon, demostrando que no iba a darse por vencido. Su espectral mano arañó de nuevo el aire dispuesta a arrancar el trofeo de las garras de Tanis, azuzada por las incoherentes órdenes de Kitiara.

Cuando el semielfo levantaba la ensangrentada Corona por encima de su cabeza, clavando al mismo tiempo una firme mirada en el Caballero de la Muerte, quebraron el sepulcral silencio de la estancia unos clarines que sonaron con abrupta estridencia.

La mano de Soth se detuvo en el aire, se apagó la voz de Kitiara y entre el gentío nació un murmullo ininteligible. Tanis creyó en su turbación que aquellas trompetas bramaban en su honor, pero al volver la cabeza a fin de contemplar la sala advirtió que había cundido una alarma general que nada tenía que ver con él. Todos los ojos, incluso los de Kitiara, confluían en la Reina Oscura.

Su Oscura Majestad había observado muy atentamente todos los movimientos de Tanis, mas ahora su vista se perdía en la nada. Su sombra creció en tamaño e intensidad, extendiéndose por la estancia como un nubarrón de mal augurio mientras, obedeciendo una muda orden, los draconianos portadores de su negra insignia abandonaban sus puestos en el perímetro del imponente recinto y desaparecían en tropel por las puertas. La figura ataviada con una túnica azabache que vislumbrara Tanis junto a la soberana se había desvanecido.

Se produjo un nuevo clamor de aquellos metálicos instrumentos y el semielfo, estudiando con aire absorto la Corona que sostenía en su mano, se dijo que en dos ocasiones anteriores sus estentóreos acordes habían sido heraldo de muerte y destrucción. ¿Qué calamidad podía anunciar ahora la inefable música?

10 Aquél que ostenta la corona, gobierna.

Tan sonoro e inesperado fue el retumbar de los clarines que Caramon casi perdió el equilibrio en el húmedo suelo de piedra. En una reacción instintiva Berem detuvo su caída y ambos escucharon inmóviles, espantados, cómo los clamores se disolvían en ensordecedores ecos por la pequeña cámara. Sobre sus cabezas, en lo alto de la escalera, unos instrumentos de menor alcance respondieron a la sobrecogedora llamada.

— ¡El arco encerraba una trampa! —insistió Caramon—. En cualquier caso, el mal ya está hecho. Todas las criaturas vivientes del Templo saben que estamos aquí, aunque yo mismo ignoro dónde me encuentro en realidad. Rezo a los dioses para que al menos tú sepas qué estás haciendo.

—Jasla me llama —repitió Berem. Disipado el momentáneo sobresalto que le infligieran los portentosos clarines reanudó su avance, arrastrando al guerrero tras él.

Sin saber cómo actuar ni a dónde ir, Caramon alzó la antorcha y siguió a su guía hasta el interior de una caverna que al parecer había socavado el agua al filtrarse entre las rocas. El arco conducía a una escalera de piedra que, según vio el guerrero, descendía hacia un torrente de revuelto cauce. Agitó la tea en todas direcciones ansioso por encontrar un camino que jalonara la corriente de agua mas no distinguió nada semejante, al menos en el radio de su luz.

—¡Aguarda! —exclamó, pero Berem ya se había arrojado a las túrbidas aguas. Contuvo el aliento, convencido de que el Hombre Eterno se hundiría en un voraz remolino, y mucho se sorprendió al comprobar que el torrente no era tan profundo como aparentaba. Lo cierto era que sólo cubría hasta las pantorrillas.

—¡Vamos, acércate! —le apremió su acompañante.

Caramon se tanteó la herida del costado. La sangre manaba ahora con mayor lentitud, el improvisado vendaje estaba húmedo al tacto pero no empapado. Sin embargo, el dolor no remitía, le dolía la cabeza y estaba tan exhausto después de correr y luchar que se sentía mareado. Pensó en Tika y el kender durante unos segundos, y en Tanis aún más brevemente, pero decidió que era mejor desechar sus cavilaciones si deseaba seguir adelante.

El fin se avecinaba, para bien o para mal. Tika así lo había afirmado, y Caramon empezaba a creerlo también. Al apoyar un pie en el agua la corriente lo laceró con tal ímpetu que le asaltó la repentina idea de que era el tiempo y no una materia líquida lo que le empujaba hacia... ¿Hacia el ocaso del mundo, hacia la muerte? ¿O quizá encarnaba la esperanza de un nuevo comienzo?

Berem vadeaba delante de él, resuelto a avanzar a la mayor velocidad posible.

—Debemos mantenernos unidos —le recordó el fornido humano con voz resonante, obligándole a detener la marcha—. Podría haber más trampas, peores que la que acabamos de salvar.

El Hombre Eterno vaciló unos segundos, los suficientes para que el guerrero lo alcanzara. Echaron a andar despacio por el turbulento arroyo, afianzándose a cada paso pues el fondo era resbaladizo y traicionero a causa de su lecho de guijarros desmenuzados.

Caramon empezaba a respirar tranquilo cuando algo golpeó su bota con tal fuerza que casi salieron despedidos sus pies. Tuvo que sujetarse a Berem para no caer.

—¿Qué ha sido eso? —gruñó, a la vez que pasaba la antorcha sobre la superficie del agua.

Atraída por la luz, una cabeza asomó en la intensa negrura. Caramon quedó sin resuello, e incluso Berem se paralizó alarmado al contemplar tan horrenda visión.

—¡Dragones! —susurró el guerrero—. ¡Crías reptilianas!

El pequeño animal abrió la boca para emitir un alarido, dejando al descubierto unas ristras de afilados dientes que refulgían ahora bajo la antorcha. Se zambulló sin demora en su hábitat natural, y Caramon sintió que, de nuevo, flagelaba su bota mientras otra criatura le azotaba la contraria y el agua bullía con las sacudidas de decenas de colas.

La recia piel de su calzado impidió que se lastimase, pero sabía que si perdía pie aquellos seres le arrancarían la carne de los huesos.

Se había enfrentado a la muerte en numerosas formas, pero ninguna tan terrorífica como ésta. Dominado por el pánico, a punto estuvo de dar media vuelta. Berem podía continuar solo, después de todo él no sucumbiría. Pero el fornido compañero no tardó en recuperar el control.

«Conocen nuestro paradero y enviarán a alguien para arrestarnos. Debo refrenar a quienquiera que venga en nuestra búsqueda hasta que Berem haya logrado su propósito, se dijo.

Aquel pensamiento carecía de sentido, era tan absurdo que casi resultaba jocoso. Como una burla premeditada a su determinación, rompieron el silencio una amalgama de repiqueteos metálicos y toscos rugidos procedentes del arco.

«¡Esto es un desatino! ¡No comprendo qué hago aquí, arriesgándome a morir en la negrura por una causa que ni siquiera me incumbe! ¡La única razón que puede explicarlo es que este individuo me ha contagiado su locura», siguió razonando Caramon descorazonado.

Berem oyó a los soldados que pretendían darles caza, y que temía más que a los dragones. Se lanzó a una carrera desenfrenada, mientras el hombretón trataba de ignorar los sibilinos ataques infligidos a sus botas para vadear el riachuelo en un intento de no perder de vista al endiablado demente.

El Hombre Eterno mantenía la mirada fija en la oscuridad, profiriendo lamentos ocasionales y retorciéndose las manos de ansiedad. El curso del torrente trazó una curva donde el agua adquiría mayor profundidad, y Caramon no pudo evitar preguntarse qué haría si su nivel se alzaba por encima de sus botas. Las crías de dragón los acechaban desde todos los flancos, en el frenesí que el olor a sangre humana provocaba sobre sus instintos; el estrépito de lanzas y espadas se acercaba a un ritmo alarmante.

Una criatura más negra que la noche se arrojó de forma repentina contra el rostro de Caramon quien, al luchar con denuedo para no desplomarse en las mortíferas aguas, dejó caer la antorcha. Se apagó su luz en un siseo, en el mismo momento en que Berem saltaba a su lado para sostenerle. Se abrazaron uno a otro, perdidos y confusos, en la impenetrable oscuridad.

Si se hubiera quedado ciego el guerrero no se habría sentido más desorientado. Aunque no se había movido desde que se cernieran las tinieblas no adivinaba qué dirección debía seguir, no lograba recordar ningún detalle de su entorno. Tenía la impresión de que si daba un solo paso se precipitaría en un vacío sin fondo.

—¡Aquí está! —declaró Berem en un ahogado sollozo que le cortaba la respiración—. ¡Veo la columna rota, las joyas que refulgen incrustadas en su fuste! Ella se encuentra en ese lugar, me ha esperado durante todos estos años. ¡Jasla! —vociferó, tratando de liberarse del hombre que lo atenazaba.

Oteó Caramon el brumoso horizonte, sin soltar a su acompañante pese a sentir las emocionadas convulsiones que agitaban su cuerpo. No vislumbró nada... ¿o quizá sí?

Una honda sensación de alivio se adueñó de su dolorida persona. Veía las gemas que centelleaban en la distancia, alumbrando la negrura con una luz que ni siquiera la densa atmósfera lograba difuminar.

El quebrado pilar se hallaba a unos cien pasos de ellos. Relajando la mano que tenía cerrada sobre el hombro de Berem, el hombretón pensó: «Quizá sea ésta la salvación, al menos para mí. Dejemos que este enloquecido individuo vaya al encuentro de su fantasmal hermana mientras yo busco la salida, un medio para volver junto a Tika y Tas.»

Recobrada la confianza, Caramon echó a andar. En cuestión de minutos todo habría concluido, para bien o para...

Shirak —pronunció una voz.

Brilló una poderosa luz, y el corazón del guerrero cesó de latir por un instante. Despacio, muy despacio, alzó la cabeza para penetrar aquel cegador destello y en su centro descubrió un par de ojos dorados y refulgentes, que le miraban desde las profundidades de una capucha negra. Se dibujaban en sus pupilas sendos relojes de arena.

El aire abandonó sus pulmones, en un suspiro semejante al postrer aliento de un moribundo.


Al apagarse el clamor de las trompetas, una oleada de calma inundó la sala de audiencias.

Una vez más los ojos de los presentes, incluidos los de la Reina Oscura, se clavaron en los protagonistas del drama que tenía lugar en la plataforma.

Sujetando la Corona en su mano, Tanis se puso en pie. Ignoraba qué presagiaban las trompetas, qué le deparaba el destino inmediato, sólo sabía que era necesario seguir el juego hasta su desenlace por amargo que fuera.

Laurana ocupaba el centro de su pensamiento, borrando todo lo demás. Ni Caramon, ni Berem ni los otros se hallaban en situación de recibir su ayuda. Prendió su mirada de la figura que, ataviada con la argéntea armadura, se erguía en la plataforma de la serpiente y, casi por accidente, desvió su atención hacia Kitiara. Sin separarse de la Princesa elfa, oculto su rostro tras la aterradora máscara de su rango, la Señora del Dragón hizo un gesto.

El semielfo sintió más que oyó un murmullo a su espalda, como un gélido viento que azotaba su piel. Al dar media vuelta vio que Soth avanzaba hacia él con la muerte danzando en sus anaranjados iris y retrocedió, siendo consciente de que no podía luchar contra un rival del más allá.

—¡Detente! —gritó, sosteniendo la Corona en equilibrio—. Ordénale que cese en su ataque, Kitiara, o aprovecharé mi último impulso vital para arrojar este codiciado objeto a la muchedumbre.

El caballero espectral rió sin emitir el más leve sonido, a la vez que extendía aquella mano que por mero contacto podía eliminar a cualquier criatura.

—Qué «impulso vital»? —se burló—. Mi magia convertirá tu cuerpo en polvo antes de que aciertes a reaccionar, y la Corona caerá a mis pies.

—Soth —le invocó una cristalina voz desde la plataforma que se alzaba en el centro de la sala—, deja que sea aquél que ha conquistado la Corona quien me la ofrezca.

El interpelado vaciló. Con su mortífera mano aún dirigida hacia Tanis, sus llameantes ojos se desviaron inquisitivos en pos de las pardas pupilas de Kitiara.

Desprendiéndose del yelmo, la mandataria centró su interés en el semielfo con la excitación reflejada en sus mejillas.

—¿Vas a traerme la Corona, no es cierto? —preguntó.

Tanis tragó saliva y se humedeció los labios antes de responder:

—Sí, ésa es mi intención.

—Guardias, escoltadle hasta aquí —ordenó Kitiara acompañando sus palabras con un gesto de la mano—. Cualquiera que ose tocarle morirá bajo mi acero. Soth, vela para que llegue a mi presencia sano y salvo.

Tanis miró de soslayo al caballero, quien bajó despacio su certera mano. «Mi señora, todavía es tu dueño», creyó oírle farfullar en tono de mofa.

Cuando el ominoso fantasma se situó detrás suyo, el frío que dimanaba de su incorpóreo ser casi congeló la sangre del semielfo. Inició su procesión la peculiar pareja, el caballero lívido en su ennegrecida armadura y Tanis animado por el hálito de la vida, afianzando los laureles del triunfo en su firme diestra.

Los oficiales de Ariakas, que se habían congregado al pie de la escalinata con las armas desenvainadas, retrocedieron a regañadientes. Al pasar Tanis junto a ellos más de uno le dirigió torvas miradas, e incluso hubo quien le mostró su daga como una promesa de venganza.

Los soldados encargados de la custodia de Kitiara enarbolaron también sus espadas al rodear al portador de la Corona, si bien fue el aura letal de Soth la que garantizó su seguridad en el breve desfile por la atestada estancia. Tanis reflexionaba sobre el significado del poder: «Aquél que ostenta la Corona, gobierna —se repetía—, pero tanta vanagloria bien puede acabar bajo el filo de una daga asesina en lo más oscuro de la noche.»

Transcurridos unos minutos, la comitiva llegó a la escalera que conducía a la plataforma con forma de ofidio. En la cúspide se hallaba Kitiara, exultante y más bella que nunca. Tanis ascendió en solitario los peldaños que parecían espolones, quedando su arcano protector en la base con el fuego de la ira encendido en sus ojos sin cuencas. Cuando alcanzó la tarima, instalada en la testa de la serpiente, el semielfo pudo estudiar de cerca a Laurana. Estaba unos pasos detrás de la Señora del Dragón, revestido su rostro de una lívida pero serena compostura, y tan sólo miró un instante la ensangrentada Corona para acto seguido volver la cabeza. No había manera de adivinar qué pensaba o sentía, aunque tampoco importaba. El le explicaría...

Corriendo a su encuentro, Kitiara estrechó al semielfo en un apretado abrazo que saludó una calurosa ovación de la asamblea.

—¡Tanis! —le susurró—, tú y yo nacimos para reinar juntos. Has estado espléndido, maravilloso, te concederé cuantos favores solicites.

—¿Incluso a Laurana? —preguntó él con frialdad, sin temor a ser oído de la barahúnda. Sus ojos almendrados, aquellos ojos que revelaban su ascendencia, traspasaron los de su oponente.

Kit espió a la mujer elfa, tan absorta y cenicienta que parecía transfigurada.

—Si es a ella a quien quieres, la tendrás. —La comandante se encogió de hombros y se acercó al semielfo para pronunciar unas palabras que sólo él debía escuchar—: Pero también me poseerás a mí, Tanis. Durante el día dirigiremos nuestros ejércitos y gobernaremos el mundo. Las noches, en cambio, serán nuestras, tuyas y mías. Ciñe la Corona en mis sienes, elegido de mi corazón —añadió levantando las manos a fin de acariciar su barbudo rostro.

Tanis escudriñó aquellos ojos pardos y los vio llenos de ternura, de pasión, de ansiedad. Sentía el cuerpo de Kitiara estrujado contra el suyo, tembloroso e insinuante. A su alrededor las tropas vociferaban enloquecidas, creando una batahola que flotaba por la cámara como una gigantesca ola pero que se diluyó cuando el semielfo alzó ambas manos, muy despacio, y depositó la Corona del Poder... ¡en su propia cabeza!

—¡No Kitiara! –exclamó—. Uno de nosotros regirá los destinos del mundo de día y de noche: yo.

Una lluvia de carcajadas atronó la sala, salpicada por gruñidos de indignación. Kitiara abrió los ojos de par en par, pero pronto los entornó hasta que se convirtieron en amenazadoras rendijas.

—No lo intentes siquiera —le advirtió Tanis, aferrando la mano que ella se había llevado al cuchillo del cinto. Tras inmovilizarla la atrajo hacia él y dijo en tonos apagados, en secreto—: Ahora abandonaré la sala de audiencias en compañía de Laurana, escoltados por ti y por tus tropas. Cuando hayamos salido incólumes de este nido de perversidad te entregaré el valioso objeto que tanto ambicionas. Osa traicionarme, y nunca te pertenecerá. ¿Has comprendido?

Los labios de Kitiara se retorcieron en una ambigua mueca.

—¿De modo que ella es lo único que te importa? —inquirió, cáustica.

—En efecto —respondió el semielfo. Leyó el dolor en sus oscuros rojos al atenazarle la muñeca aún con más fuerza—. Lo juro por las almas de dos seres que amé intensamente: Sturm Brightblade y Flint Fireforge. ¿Me crees?

—Te creo —cedió la mandataria dominada por una amarga ira. Volvió a mirarle, y una reticente admiración centelleó en sus ojos—. ¡Podrías haber satisfecho tantas ambiciones!

Tanis la soltó sin despegar los labios y, dando media vuelta, avanzó hacia Laurana. La muchacha permanecía de espaldas a ellos en la abstraída observación de la sala.

El semielfo sujetó a su amada por el brazo, antes de ordenarle con aparente frialdad:

—Ven conmigo.

Los envolvió el tumulto de los soldados mientras, en las alturas, Tanis presintió cómo la sombría figura de la Reina contemplaba el flujo y reflujo de las olas del poder preguntándose a quién catapultarían en su cresta.

Laurana no se sobresaltó con el contacto de sus dedos, ni siquiera reaccionó. Inclinó despacio la cabeza, revueltos sus rubios cabellos en una maraña que caía aplomada sobre sus hombros, y le miró. Sus verdes ojos no delataban ningún sentimiento, no se leía en ellos ni temor ni cólera.

—Todo irá bien —balbuceó Tanis a aquella muchacha que no daba muestras de reconocerle—. Te explicaré...

Refulgió un destello argénteo bajo la dorada melena y algo golpeó al semielfo en el pecho, lanzándole hacia atrás. Trató en un incómodo bamboleo de asirse a su atacante, pero ella lo esquivó para dirigirse hacia otro objetivo.

Apartando al desequilibrado Tanis de un manotón, Laurana se abalanzó sobre Kitiara resuelta a arrebatarle la espada que pendía de su costado. Su acción pilló desprevenida a la mujer humana, que luchó con fiereza para desembarazarse de su enemiga. Un movimiento deslizante permitió a la elfa arrancar el acero de Kit en su vaina y asestar a su oponente una descarga con la empuñadura que la derribó al instante. Dio entonces media vuelta y corrió hasta el borde de la plataforma.

—¡Detente, Laurana! —le suplicó Tanis a la vez que saltaba hacia ella. Pero se paralizó al sentir el filo de la espada en su garganta.

—No te muevas, Tanthalas —le ordenó la trastornada elfa. La excitación había dilatado sus esmeraldinos ojos, y sostenía el arma con una firmeza inalterable—. Si lo haces, será tu fin. No me obligues a matarte.

Tanis dio un paso al frente, mas la afilada hoja comenzó a pincharle la carne y comprendió que debía obedecer.

—Ya ves, Tanis, que no soy la niña enamorada que conociste, aquella chiquilla que vivía rodeada de atenciones en la corte de su padre. Ni siquiera soy el Aureo General, sino Laurana. Correré la suerte que me depare el destino sin tu ayuda.

—Laurana, escúchame —le rogó de nuevo el semielfo dando otro paso hacia ella y forzándola a deponer el amenazador acero que arañaba su piel.

Vio que los labios de la joven se apretaban en una mueca iracunda, reflejada también en sus centelleantes ojos, aun que mantuvo la espada inerte junto a su plateada armadura. Cuando Tanis se aproximó a ella sonriente, sin embargo, encogió los hombros y le infligió un certero revés que lanzó al semielfo escaleras abajo.

Con los brazos alzados en un inútil forcejeo Tanis cayó al suelo de la estancia mientras Laurana, empuñando aún el arma, descendía presta los peldaños y se plantaba a su lado.

Al precipitarse el semielfo y estrellarse contra el granito, la Corona del Poder salió proyectada de su testa para rodar su estruendo por la bruñida superficie. Al fin se detuvo a cierta distancia, apagándose su tintineo en el mismo momento en que Kitiara emitía un alarido de rabia.

—¡Laurana! —le invocó Tanis sin resuello suficiente para gritar, ansioso por captar su atención. El golpe había empañado su visión, tan sólo vislumbró un fulgor argénteo.

—¡La Corona! —vociferaba Kit—. ¡Traedme mi Corona!

Pero no era ella la única que impartía desenfrenadas órdenes. Los señores de los Dragones congregados en la sala de audiencias azuzaban a sus tropas a la batalla por la posesión del valioso metal, e incluso los reptiles habían alzado el vuelo. Las cinco cabezas de la Reina de la Oscuridad sumieron la estancia en sombras, exultantes frente a aquella prueba de fuego que dejaría en pie únicamente a los más fuertes, a los supervivientes de la liza.

Pisotearon al yaciente Tanis ganchudos miembros de draconianos, botas de goblins y pisadas humanas ribetea das de acero. Debatiéndose para no ser aplastado intentó seguir con la mirada los destellos de plata, que brillaron una vez más antes de perderse en el desorden general. Un rostro contraído se apostó frente a él, unos ojos oscuros lo traspasaron y, sin darle opción a defenderse, el mango de una lanza se incrustó en su flanco.

Tanis se desplomó de nuevo con un gemido de dolor, y estalló el caos en la sala.

11 Jasla me llama...

—¡Raistlin!.

Fue más un pensamiento que una palabra articulada. Aunque intentó hablar, Caramon no logró que ningún sonido brotase de su garganta.

—Sí, hermano —dijo Raistlin en respuesta a la muda llamada de su gemelo—. Soy yo, el último guardián, el obstáculo que debes vencer para alcanzar tu objetivo, el paladín de la Reina Oscura que ha de presentarse cuando suenan las trompetas. ¿Cómo no adiviné antes que serías tú quien caería en mi embrujada trampa? —se preguntó con una sonrisa.

—Raist... —El guerrero se esforzó por hablar, pero se lo impidió el nudo que se había formado en sus entrañas.

Exhausto a causa del miedo, el dolor físico y la pérdida de sangre, tiritando en las oscuras aguas, Caramon creyó que no resistiría ni un minuto más. Se le antojó más fácil permitir que el torrente lo engullera y que las crías de dragón desgarrasen su carne. El sufrimiento no había de resultar tan lacerante como aquella situación.

Sintió, de pronto, que Berem se agitaba a su lado. Observaba a Raistlin sin comprender, sin verle apenas, empecinado en tirar del brazo del guerrero para apremiarle a seguir.

—Jasla me llama, debemos acudir.

Caramon se liberó de la garra del Hombre Eterno, que le lanzó una furibunda mirada antes de dar media vuelta y acometer su misión en solitario.

—No, amigo mío, no iréis a ninguna parte.

Raistlin alzó su enteco brazo y Berem se detuvo de forma repentina, para clavar al fin sus ojos en los dorados relojes de arena que lo penetraban desde un saliente rocoso. Centrando de nuevo su atención en la enjoyada columna, el testarudo humano se retorció las manos resuelto a continuar, pero no pudo moverse. Una fuerza poderosa y terrible se interponía en su camino tan imperativa como la imagen de aquel mago que se erguía sobre la roca.

Caramon contuvo las lágrimas que se agolpaban en sus ojos con un leve parpadeo. Anidó en él la desesperanza al sentir el poder de su hermano, pues sabía que su única salida era tratar de matarle. Su alma se convulsionó cuando esta idea cruzó su mente, prefería sucumbir antes que hacerle ningún daño.

El guerrero alzó la cabeza. «Sea —se dijo—. Si he de morir que el fin me sobrevenga luchando, como siempre deseé. No hallaré mejor verdugo que mi gemelo.»

Fijó sus ojos en Raistlin y preguntó con la boca reseca:

—¿Vistes ahora la Túnica Negra? No veo en esta penumbra.

—Sí, hermano —contestó el hechicero a la vez que levantaba El Bastón de Mago para que le iluminase sus fulgores plateados. Pendían de sus hombros unas vestiduras de suave terciopelo que lanzaban destellos azabache bajo la misteriosa luz, más oscuras que la noche eterna que los cercaba.

Reprimiendo el temblor que le producían los poderes mágicos de su hermano, Caramon volvió a hablar.

—Tu voz parece más firme, distinta. Sin duda es la tuya, pero no acabo de reconocerla.

—Es una larga historia —declaró el mago—. Quizá con el tiempo llegue a contártela, pero ahora estás en un serio apuro. Os persiguen los soldados draconianos con órdenes de capturar al Hombre Eterno y conducirle a presencia de la Reina Oscura. Ella se encargará de segar su vida. Puedo asegurarte que no es inmortal, la soberana utilizará encantamientos que lo reducirán a un residuo humano mientras su alma se disuelve en el huracán de la tormenta. Una vez libre de su amenaza Su Majestad devorará a esa hermana suya que intenta salvar y podrá, tras una prolongada espera, entrar en Krynn investida de todo su poder. Gobernará el mundo, las esferas del cielo y del abismo. Nada ni nadie la detendrá.

—No comprendo...

—Por supuesto que no, querido hermano. —En la voz de Raistlin se adivinaban la irritación y el sarcasmo de antaño—. Acompañas en su búsqueda al Hombre Eterno, al único ser en todo Krynn capaz de desterrar a la Reina de la Oscuridad a su sombrío reino, y no lo entiendes.

Acercándose al borde de la roca en la que se había instalado, el hechicero se acuclilló apoyado en su bastón e hizo a Caramon señal de acercarse. El guerrero se estremeció, temeroso de que Raistlin lo envolviera en un hechizo, pero este último se limitó a estudiarle impávido.

—El Hombre Eterno sólo tiene que avanzar unos pasos para reunirse con su hermana, que ha soportado indecibles agonías durante estos años mientras aguardaba que él viniera a rescatarla del tormento que ella misma se impuso.

—¿Qué ocurrirá entonces? —La voz de Caramon se quebró, los ojos de su gemelo lo tenían atenazado con una fuerza muy superior a la de cualquier encantamiento.

Los dorados relojes de arena se encogieron, y las palabras de Raistlin se convirtieron en un susurro. No tenía necesidad de asumir aquel quedo siseo, pero se le antojó más apremiante.

—Desaparecerá la cuña que ahora mantiene la puerta abierta, querido hermano, y su hoja se cerrará sin remisión. La Reina Oscura quedará atrapada en las profundidades del abismo, sus enfurecidas voces de nada le servirán. —Levantó el rostro y señaló con su huesudo pulgar el recinto—. Este es el Templo de Istar renacido, pervertido por la maldad; pues bien, se desmoronará como todo cuanto pertenece a la soberana.

Caramon emitió una exclamación ahogada, endureciéndose su expresión en un súbito recelo.

—No, no te engaño —respondió el mago al negro pensamiento del guerrero—. Puedo mentir si el hacerlo conviene a mis propósitos, pero has de saber que estoy demasiado vinculado a ti para traicionar tu confianza. Y por otra parte, tampoco me interesa. Favorece a mis planes que conozcas la verdad.

A Caramon le daba vueltas la cabeza en un torbellino de dudas, no comprendía el significado de las últimas revelaciones de su hermano. Pero no tenía tiempo de desentrañar el enigma ya que tras él, propagando mil ecos en el túnel, se oían los estampidos de un tropel de soldados. Sin duda descendían la escalera que moría en el torrente y no tardarían en darles caza.

—Supongo que sabes lo que voy a hacer, Raist —dijo el guerrero tranquilo, con un rostro que reflejaba su inapelable resolución—. Quizás seas poderoso, pero aún debes concentrarte a fin de invocar tu magia y si la viertes sobre mí, hermano, Berem permanecerá libre de tu influjo. Además —añadió animado por la ferviente esperanza de que el Hombre Eterno le escuchase y se aprestase a la acción en el momento oportuno—, a él no puedes aniquilarle. Sólo tu Reina Oscura posee las virtudes arcanas necesarias para hacerlo, de modo que...

—De modo que tú eres el único al que puedo destruir —concluyó el mago.

Se irguió, alzó la mano y, antes de que Caramon acertase a pensar o a detenerle mediante la lucha, una bola de fuego iluminó la cámara como si el sol hubiera caído en ella. Estalló delante del hombretón, arrojándole al agua.

Cegado, con la piel socarrada, Caramon casi perdió el conocimiento al sumergirse en las túrbidas aguas. Estaba aún aturdido por el impacto cuando unos afilados colmillos se insertaron en su brazo y abrieron profundos surcos, causándole un punzante dolor que le ayudó a recuperar los sentidos. Batalló entre gritos de agonía y terror para levantarse del fondo, para escapar de los mortíferos habitantes del torrente.

Al fin logró incorporarse, maltrecho pero con un resquicio de fuerza. Los jóvenes dragones, que habían probado su sangre, arremetieron contra él y se revolvieron en un acceso de frenética frustración al no hincar sus dientes más que en las recias botas de piel. Apretándose el brazo en un intento de mitigar su dolor, Caramon miró a Berem y vio desalentado que no se había movido del lugar donde lo detuviera Raistlin.

—¡Jasla, estoy aquí! ¡He venido a salvarte! —gritaba, pero el hechizo lo había paralizado. Aporreaba con toda su energía la invisible pared que bloqueaba su avance, en un nuevo ataque de locura fruto ahora de su impotencia.

El mago contemplaba impasible a su hermano, que se tambaleaba ante él con varios regueros de sangre en sus desnudos brazos.

—Soy poderoso, Caramon —le confirmó a la vez que clavaba su mirada en los angustiados ojos de su gemelo—. Con la involuntaria ayuda de Tanis he conseguido deshacerme del único hombre sobre la faz de Krynn que podía superarme, y ahora me he erigido en la fuerza arcana más temible de este mundo. Y mi soberanía aumentará cuando desaparezca la Reina Oscura.

Caramon se sentía desconcertado, no sabía a qué atenerse. Oía tras él el triunfante chapaleo de los draconianos pero, demasiado perplejo para reaccionar, siguió observan do a su hermano sin atinar siquiera a girar la cabeza. Sólo cuando vio que Raistlin estiraba la mano en dirección a Berem empezó a comprender.

Un círculo trazado en el aire bastó para liberar al Hombre Eterno, quien lanzó una fugaz mirada al guerrero y a los draconianos que vadeaban el torrente con las curvas espadas refulgentes bajo la ya próxima luz del bastón. Escudriñó acto seguido a la inefable figura ataviada de negro que se erguía en la roca, antes de emitir una exclamación de júbilo y saltar en pos de la columna.

—¡Jasla, he venido a buscarte!

—Recuerda, hermano —advirtió Raistlin a Caramon con una voz que parecía surgir de su propia mente—, que esto sucede porque yo así lo quiero.

Al oír unos gritos de rabia a su espalda, el guerrero se volvió y comprobó que provenían de los draconianos. Estaban furiosos porque su presa escapaba, sin que todos sus esfuerzos combinados pudieran evitarlo. Los reptiles del agua laceraban las botas de Caramon, pero él ni siquiera lo notaba en su empeño de presenciar lo que sucedía en la enjoyada columna. La escena le pareció un sueño, y lo cierto era que resultaba menos real que muchas de las historias que vivimos mientras dormimos.

Quizá fue una falacia creada por su imaginación, pero cuando Berem se aproximó al misterioso pilar la gema verde de su pecho se inflamó en una luz más brillante que el fuego mágico de Raistlin. En esa luz, que envolvía también aquella reliquia de un antiguo santuario, tomó cuerpo la pálida pero vibrante figura de una mujer. Vestía una sencilla túnica de cuero y era hermosa en su grácil fragilidad, asemejándose a Berem en sus ojos demasiado jóvenes para el delgado rostro que iluminaban.

En el instante en que la vio, el Hombre Eterno se detuvo en el agua. Sobrevino entonces un absoluto silencio, pues también los draconianos se habían inmovilizado con las armas empuñadas. Aunque nada comprendían, una voz interior los alertaba contra aquel viejo humano que tenía el destino en sus manos, que poseía la clave de su definitiva derrota.

Caramon había cesado de sentir el frío que dimanaba del aire y del agua, incluso el dolor de sus heridas. El miedo, el desánimo, la misma fe se habían tornado vagas nociones que en nada le afectaban, siendo las lágrimas que se deslizaban por su pómulos y una quemazón en la garganta los únicos testimonios de que aún conservaba la vida. Berem se hallaba frente a su hermana, la hermana que había matado y que se había sacrificado para que él y el mundo no perdieran la esperanza. Bajo la luz del bastón de Raistlin Caramon percibió que el rostro del humano, lívido y estragado por tantos años de sufrimiento, se contorcía en una mueca de angustia.

—Jasla —susurró desplegando los brazos—, ¿podrás perdonarme?

No se oía sino el murmullo agitado del agua, el goteo de la humedad que rezumaban los muros y que parecía derramarse desde tiempo inmemorial.

—Hermano, entre nosotros no hay nada que perdonar. —La imagen de Jasla extendió los brazos a modo de bienvenida, con el rostro pleno de paz y de amor.

Con un incoherente grito, mezcla de dolor y alegría, Berem se lanzó hacia su hermana para estrecharla contra sí ¡en el mismo momento en que la etérea imagen desaparecía! Caramon pestañeó asombrado al ver que el Hombre Eterno se incrustaba en la columna, tan violentamente que su cuerpo quedó ensartado en los bordes mellados de la piedra. Su último alarido fue aterrador, aunque victorioso.

Berem se agitó en una agónica convulsión y su sangre se vertió sobre las joyas, empañando la luz que de ellas brotaba.

—Berem, has fracasado. Era una falacia, ¡una alucinación! —Emitiendo un áspero grito, el forzudo guerrero se arrojó en pos del moribundo pese a saber que no podía sucumbir. ¡Era una locura tratar de ayudarle, volvería a renacer!

Se detuvo, a la vez que se producía un extraño fenómeno a su alrededor. Las rocas se tambalearon, el suelo se resquebrajó bajo sus pies y las negras aguas interrumpieron su raudo curso para tornarse perezosas, inciertas, para estrellarse contra las rocas que unos segundos antes salvaban sin dificultad.

Oyendo las voces de alarma de los draconianos, el guerrero fijó de nuevo su atención en Berem. Su cuerpo, aplastado contra la columna, hizo un ligero movimiento. Se diría que exhalaba el último suspiro, que abandonaba la vida con inmenso placer. Dos lívidas figuras brillaron en el interior del enjoyado pilar y al instante se desvanecieron.

El Hombre Eterno había muerto.


Cuando Tanis levantó la cabeza en el suelo de la magna estancia vio que un goblin le apuntaba con su lanza, dispuesto a hundirla en su cuerpo. Volteándose ágilmente sobre su espalda, el semielfo agarró las botas de su rival y tiró de ellas de tal modo que el individuo cayó de bruces en el lugar donde otro goblin, enfundado en un uniforme de distinto color, lo aguardaba para abrirle el cráneo con su maza.

Aunque aturdido, Tanis se apresuró a ponerse en pie. Ansiaba salir de aquel infierno, pero antes tenía que encontrar a Laurana.

Un draconiano arremetió contra el semielfo, quien lo atravesó con su espada en un gesto de impaciencia retirándola de su cuerpo inmediatamente. Oyó entonces una voz que pronunciaba su nombre y, al volverse, vio a Soth junto a Kitiara, rodeados ambos por los guerreros espectrales. Los ojos de la mujer estaban clavados en su persona, rezumantes de odio. Lo señaló con el índice en el mismo instante en que el Caballero de la Muerte daba la orden de ataque a sus huestes, que se deslizaron desde la cabeza de la serpiente como una diabólica marea capaz de engullir a todo aquél que se interpusiera en su camino.

Intentó el barbudo luchador darse a la fuga, pero quedó atenazado en el tumulto. Se debatió con todas las fuerzas que aún le restaban, consciente del glacial ejército que lo acechaba y tan dominado por el pánico que no atinaba a pensar.

Fue entonces cuando un trueno irreal retumbó en la sala y el suelo comenzó a temblar. Las reyertas cesaron en torno al semielfo, los litigantes tenían demasiado trabajo en mantener su inseguro equilibrio y él mismo se paralizó para escudriñar, desconcertado, su entorno. ¿Qué estaba ocurriendo?

Una descomunal roca revestida de mosaico se desprendió del techo y cayó sobre un grupo de draconianos, que se arrojaron en todas direcciones para evitar que los aplastase. Le siguió otra, y otra más, a la vez que las antorchas se precipitaban desde las paredes y las velas se tumbaban, extinguiéndose en su propia cera. El cavernoso rugido se intensificó, y Tanis comprobó que incluso los guerreros de ultratumba se habían inmovilizado. Sus llameantes ojos consultaban a su adalid en un mar de dudas.

De pronto, el suelo se hundió en una vertical pendiente bajo los pies del semielfo, que se agarró a la columna más próxima a fin de no ser engullido mientras se preguntaba cuál era el significado de aquella hecatombe.

—¡El mago me ha traicionado!

La Reina de la Oscuridad extendió su sombra como una losa que, mortífera, se cernió sobre los presentes. Su cólera palpitaba en la cabeza de Tanis, una furia y un miedo tan poderosos que casi hicieron estallar su cerebro. Aumentó la negrura cuando Takhisis, consciente del peligro que corría, emprendió una desesperada lucha para mantener entreabierta la puerta que debía franquearle el acceso al mundo. Las vastas tinieblas que la configuraban apagaban la luz de las llamas, las alas de la noche ensombrecían la sala de audiencias como un manto asfixiante.

Alrededor del semielfo los soldados draconianos tropezaban y se bamboleaban en la impenetrable penumbra, mientras las voces de sus oficiales se elevaban para sofocar la confusión, para arrancar de raíz el pánico que se propagaba entre las tropas al sentir el abandono de su soberana. Tanis oyó las enfurecidas imprecaciones de Kitiara, pero también su delirio pareció ahogarse de forma repentina.

Un estampido avasallador, sucedido por una retahíla de gemidos desgarrados, sugirió a Tanis que quizá el edificio entero estaba a punto de desmoronarse y sepultar a cuantas criaturas albergaba.

—¡Laurana! —exclamó y, sin pensarlo dos veces, se lanzó a una ciega carrera que no tardó en detener una imprevista avanzadilla de draconianos que luchaban sin orden ni con cierto. Cayó al suelo en la refriega, oyendo de nuevo los aullidos de Kitiara en un intento de reagrupar a sus tropas.

Se incorporó como pudo e ignorando el desaliento que le atenazaba y un acuciante dolor en el brazo, apartó la espada con la que un draconiano se disponía a atravesarle el pecho a la vez que propinaba un puntapié a su portador.

Un estruendo, diferente de los anteriores y más ominoso si cabe, puso fin a la batalla, y durante un tenso instante todos los allí reunidos permanecieron con la vista alzada hacia la insondable oscuridad. Se elevó un murmullo de sobrecogimiento provocado por Takhisis, soberana de las tinieblas, que se hallaba suspendida sobre la sala en la forma adoptada en aquel plano de existencia. Su cuerpo gigantesco se agitaba en mil tonalidades, tan numerosas, tan deslumbrantes, tan confusas que los sentidos no podían asumir su temible riqueza y enturbiaban en las mentes la majestad que brotaba de aquel ser de todos los Colores y Ninguno. Las cinco cabezas abrieron sus inmensas bocas, ardía el fuego de la ira en la multitud de ojos como si cada víscera de la criatura pretendiera devorar al mundo.

«Todo se ha perdido. Ha llegado el momento de su victoria definitiva, hemos fracasado», pensó Tanis.

Las cinco testas se irguieron triunfantes, y el abovedado techo se partió en dos.

El Templo de Istar comenzó a retorcerse, a reformarse, a reconstruirse para de nuevo ostentar la estructura original que la malignidad había pervertido. Tanis comprendió que se había equivocado al presentir la catástrofe cuando la negrura que inundaba la estancia fue rasgada por los argénteos rayos de Solinari, la luna que los enanos apodaban la Vela de la Noche.

12 Una deuda saldada.

—Y ahora, hermano, debemos despedirnos.

Raistlin extrajo un pequeño globo de cristal de los pliegues de su negra túnica: el Orbe de los Dragones.

Caramon sintió que le abandonaban las fuerzas y, al posar la mano sobre el vendaje, lo halló manchado de sangre. Estaba mareado, la luz del bastón del hechicero oscilaba ante sus ojos al mismo tiempo que oía en lontananza, como en un sueño, la agitación de los draconianos. Al parecer los soldados habían logrado liberarse de su miedo y se disponían a atacarle. El suelo temblaba bajo los pies del guerrero, o quizá eran sus piernas las que flaqueaban.

—Mátame, Raistlin —rogó a su gemelo con voz anodina, vaciado su rostro de expresión.

Raistlin se inmovilizó y entrecerró sus dorados ojos.

—No permitas que muera en sus manos —insistió Caramon despacio, en la actitud de quien pide un sencillo favor—. Acaba conmigo en este instante, me lo debes.

—¡Te lo debo! —vociferó el mago, lanzando por sus pupilas fulgurantes destellos y tratando de contener su sibilino aliento—. ¡Te lo debo! —repitió, pálida su tez bajo el fulgor de su vara. Furioso, giró el cuerpo y extendió su mano hacia los draconianos. Brotó el relámpago de sus yemas y laceró el pecho de las criaturas que, entre alaridos de dolor de asombro, se desplomaron en el torrente. Las aguas se tiñeron de verde cuando las crías de reptil se lanzaron sobre sus víctimas para devorarlas.

Caramon contemplaba la escena impertérrito, demasiado débil y agotado para reaccionar. Oyó el confuso estrépito de las espadas entremezclado con gritos desgarrados y cayó hacia adelante, sin apenas tomar conciencia de su deliquio. Las espumeantes aguas se cerraron sobre él...

De pronto se encontró en terreno sólido. Pestañeando, alzó la vista y descubrió que estaba sentado en la roca junto a su hermano. Raistlin se arrodilló sin soltar su Bastón de Mago.

—¡Raist! —susurró el hombretón con los ojos bañados en lágrimas. Estirando una mano insegura, palpó el brazo de su gemelo y agradeció el aterciopelado contacto de la oscura túnica.

El hechicero se desprendió de él con frío ademán antes de decir, con una voz gélida como el tenebroso cauce que fluía a su lado:

—Escúchame bien, Caramon. Salvaré tu vida por esta vez, y nuestra deuda quedará saldada.

—Raist —repuso el guerrero tragando saliva—, no pretendía...

—¿Puedes incorporarte? —le interrogó el interpelado, dispuesto a ignorar sus disculpas.

—Creo que sí —contestó vacilante Caramon. ¿Sabes cómo utilizar ese objeto —señaló el Orbe de los Dragones para que nos saque de aquí?

—Sabría hacerlo, hermano, pero no creo que te gustara el viaje. Además, no puedes olvidar a los compañeros que se han aventurado contigo en el Templo.

—¡Tika, Tas! —exclamó el guerrero sin resuello mientras se sujetaba a la húmeda roca en un intento de enderezarse—. ¡Y Tanis! ¿Qué ha sido...?

—Tanis sigue su camino —le interrumpió Raistlin he pagado con creces la deuda que con él contraje. Pero quizá aún pueda liquidar también mi cuenta pendiente con los Otros.

Resonaron gritos y voces en el extremo del túnel a la vez que un oscuro batallón irrumpía en el torrente subterráneo, obediente a los últimas órdenes de la Reina Oscura.

Aún débil, Caramon cerró sus dedos en torno a la empuñadura de la espada. Pero le detuvo la fría y nudosa mano de su gemelo.

—No, Caramon —le advirtió el hechicero separados sus labios en una sonrisa. No te necesito, nunca más precisaré tu ayuda. ¡Observa!

La penumbra de la caverna se iluminó con un brillo, que sólo el sol puede derramar merced al desmesurado poder de la magia de Raistlin. El guerrero, empuñando todavía su espada, no acertó sino a permanecer al lado de su hermano y contemplar sobrecogido cómo un enemigo tras otro sucumbía a sus encantamientos. Surgían relámpagos de las yemas de sus dedos, nacían llamas en sus palmas, aparecieron fantasmas tan aterradoramente reales para quienes les veían, que podían matar por el miedo que producían.

Los goblins se desplomaron entre gemidos agónicos, traspasados por las lanzas de una legión de caballeros que invadieron la cueva con sus cánticos. Los espectros atacaban bajo el mandato de Raistlin para desvanecerse al instante, sometidos a la voluntad de su adalid. Los pequeños dragones huyeron despavoridos en pos de los recovecos secretos donde se criaban, los draconianos se convulsionaban en extraños incendios y los clérigos oscuros, que se precipitaban por la escalera ansiosos de cumplir el postrer deseo de su soberana, quedaron ensartados en refulgentes lanzas y mudaron sus plegarias en diabólicas amenazas.

Al fin llegaron los magos de Túnica Negra, los más antiguos de la Orden, para destruir a su joven subordinado. No tardaron en descubrir con desmayo que, pese a su insondable vejez, Raistlin era más anciano que ellos por alguna razón que escapaba a su entendimiento. Su poder era sobrenatural, y supieron enseguida que nunca lograrían derrotarle. Resonaron en el aire las notas de una extraña melodía y, uno tras otro, desaparecieron con la misma celeridad con la que se habían presentado, muchos de ellos inclinándose frente a Raistlin en actitud respetuosa antes de partir a lomos de las incorpóreas alas de sus encantamientos.

Se hizo el silencio, roto tan sólo por el murmullo de las cansinas aguas. El Bastón de Mago irradió su luz cristalina y una sucesión de temblores agitó el Templo, tan poderosos que Caramon levantó la vista alarmado. Aunque la batalla sólo había durado unos minutos, asaltó la febril mente del guerrero la sensación de que su hermano y él acababan de consumir toda su existencia en tan espantoso recinto.

En cuanto el último mago se hubo fundido en la negrura, Raistlin se volvió hacia su gemelo.

—¿Has visto, Caramon? —preguntó con una voz desprovista de emociones.

El hombretón asintió con los ojos desorbitados.

La tierra se agitó en un violento temblor y el caudal del torrente se embraveció hasta desbordarse sobre las rocas. En el fondo de la caverna la columna enjoyada comenzó a bambolearse partiéndose en dos, mientras llovía sobre el rostro de Caramon un polvillo procedente del ahora agrietado techo.

—¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? —indagó el guerrero asustado.

—Significa que ha llegado el fin —afirmó Raistlin. Arropándose en su negra túnica, clavó en Caramon una mirada de irritación—. Debemos abandonar este lugar. ¿Tienes fuerzas suficientes para intentarlo?

—Sí, concédeme unos segundos —gruñó él y, tras darse impulso con la mano apoyada en la piedra, dio un paso al frente. Se balanceó, y casi se desplomó sobre el incierto suelo.

—Estoy peor de lo que imaginaba —masculló cerrados los dedos en torno a la herida del costado— Necesito recobrar el resuello, eso es todo.

Con los labios amoratados y el sudor chorreando por sus pómulos, Caramon hizo un gran esfuerzo para incorporarse y reanudó el avance. Sin perder la sonrisa burlona que surcaba su semblante Raistlin contempló cómo su hermano se acercaba a trompicones y, cuando éste se hallaba a escasa distancia, extendió el brazo.

—Apóyate en mí —le invitó.


El vasto techo abovedado de la sala de audiencias se rasgó como un frágil paño. Unos enormes bloques de piedra cayeron sobre la estancia, aplastando a toda criatura viviente que se interponía en su descenso. El desorden degeneró en un caos espoleado por el pánico cuando los draconianos, sin atender a las órdenes que impartían sus cabecillas tanto a través de la voz como mediante restallidos de látigo y sesgos de espada, comenzaron a huir en desbandada ante la inminente destrucción del Templo. En su desenfrenada fuga los soldados no vacilaban en matar a quien entorpecía su paso, aunque se tratase de sus propios compañeros. Algún que otro Señor de Dragón investido de especial poder lograba mantener bajo control a su guardia, pero en su mayoría los mandos también sucumbieron asesinados por sus propias tropas, despedazados bajo una roca o atrapados hasta exhalar el último suspiro.

Tanis se abrió paso a empellones en la apocalíptica escena y al fin vio lo que anhelaba encontrar: una melena dorada que refulgía bajo la luz de Solinari como una llama en pleno apogeo.

—¡Laurana! —la llamó, pese a saber que no le oiría en medio del tumulto. Emprendió una frenética carrera hacia la elfa y al hacerlo un fragmento de roca, más afilada que una hoja de acero, arañó su mejilla. Sintió fluir la tibia sangre por su cuello, pero el líquido y el dolor mismo carecían de realidad por lo que pronto los olvidó para concentrarse en propinar garrotazos, puñaladas y puntapiés a los arremolinados draconianos en su feroz empeño de alcanzar a la muchacha. Sin embargo, en el instante en que creía hallarse cerca de su objetivo, una marea de criaturas enloquecidas lo arrastró de nuevo hacia atrás.

Estaba Laurana próxima a la puerta de una de las antecámaras, desde donde ahuyentaba a los draconianos con la espada de Kitiara haciendo gala de la destreza adquirida en varios meses de guerra constante. Tanis se hallaba casi a su lado cuando, derrotados sus adversarios, quedó sola unos segundos.

—¡Laurana espera! —le rogó con voz estentórea para sobreponerse a la barahúnda.

La muchacha lo oyó y, al contemplarla en la estancia iluminada por la luna, el semielfo reparó en la serenidad que dimanaba de sus imperturbables ojos.

—Adiós, Tanis —dijo ella en lengua elfa—.Te debo la vida, pero no mi alma.

Concluida tan brusca despedida la Princesa dio media vuelta y se alejó, traspasando el umbral de la antecámara y desvaneciéndose en las sombras.

Un fragmento del techo se estrelló contra el suelo de mármol. Los escombros envolvieron a Tanis que, ajeno a los desprendimientos, permaneció inmóvil con la vista perdida en el lugar por donde había desaparecido la joven. Un nuevo riachuelo de sangre goteó ahora sobre su ojo pero lo secó con aire ausente para, de pronto, estallar en carcajadas. Rió hasta que las lágrimas se mezclaron con su savia y, recobrando la compostura, blandió la espada y se internó en la penumbra en busca de Laurana.


—Éste es el pasillo que siguieron, Raist... Raistlin. —Caramon se sintió incómodo al pronunciar el nombre de su hermano. Por alguna razón, el cariñoso apelativo le pareció inadecuado para invocar a aquella silenciosa figura revestida de la Túnica Negra.

Estaban junto a la mesa del carcelero, cerca del cadáver de éste. A su alrededor los muros bailaban una danza siniestra desplazándose agrietándose, formando retorcidos contornos para luego reconstruirse. La visión inspiró al guerrero un temor impreciso, como una pesadilla que no lograse recordar. Fue éste el motivo de que clavara los ojos en Raistlin y se aferrase a su brazo. Al menos él era de carne y hueso, configuraba la realidad en medio de un sueño perturbador.

—¿Sabes adónde conduce? —preguntó al mago a la vez que espiaba el pasillo oriental.

—Sí —respondió Raistlin inexpresivo.

—Tengo el presentimiento de que algo malo les ha sucedido —aventuró el guerrero presa de un miedo irrefrenable.

—Actuaron como unos necios —declaró el mago con amargura—. El sueño de Silvanesti los alertó —miró a su hermano—, igual que a los otros. De todos modos quizá llegue a tiempo, aunque debemos apresurarnos. ¡Escucha!

Caramon alzó la vista hacia el hueco de la escalera. Oyó sobre sus cabezas unos ecos de garras, que arañaban el suelo al tratar de impedir la fuga de los prisioneros liberados con el derrumbamiento de los calabozos. Se llevó la mano a la empuñadura de su acero.

—Detente —le espetó el mago—, y piensa. Aún vistes la armadura, pasarás desapercibido. Ahora que la Reina Oscura se ha esfumado ya no obedecen sus órdenes, no les interesamos nosotros sino el botín que puedan obtener. Mantente a mi lado y procura caminar con paso firme.

Caramon respiró hondo, resuelto a seguir las instrucciones de su hermano. Había recobrado una parte de su fuerza, de modo que ya no necesitaba ayuda para andar. Ignorando a los draconianos, que tras dirigirles una fugaz mirada siguieron su camino, la pareja se internó en el pasillo. Los muros cambiaban de forma, el techo se agitaba y el suelo se rizaba como el mar en la tormenta. Oían a su espalda los gritos proferidos por los prisioneros, ansiosos de libertad.

—Al menos no habrá centinelas en la puerta —recapacitó Raistlin, señalando un punto en la distancia.

—¿A qué te refieres? —inquirió Caramon. El guerrero se detuvo y estudió alarmado el rostro de su gemelo.

—Se oculta una trampa en su cerrojo. ¿Recuerdas el sueño?

Demudada su faz, Caramon echó a correr hacia la puerta seguido por Raistlin, quien no cesaba de menear su encapuchada cabeza. Al doblar la esquina el mago halló a su hermano acuclillado junto a dos cuerpos inertes.

—¡Tika! —gimió Caramon al mismo tiempo que apartaba los rojizos bucles de su cara a fin de auscultar sus latidos en el cuello. Cerró un momento los ojos en señal de agradecimiento, y estiró la mano hacia el kender. —Tas, háblame. ¡Tas!

Al oír su nombre Tasslehoff alzó despacio los párpados, como si le pesaran demasiado para levantarlos.

—Caramon, lo siento. —La voz del kender se quebró en un susurro.

—Tas, no conviene que te esfuerces —le aconsejó el guerrero. Arrullando el pequeño y febril cuerpo entre sus robustos brazos, lo estrechó contra su pecho.

Azotaban al maltrecho Tasslehoff fuertes convulsiones. Caramon miró apesadumbrado a su alrededor y vio las bolsas de su amigo en el suelo, esparcido su contenido como los juguetes en una habitación repleta de niños. Afluyeron las lágrimas a sus ojos.

—Intenté salvarla —explicó Tas tembloroso—, pero no pude.

—Sí pudiste —lo reconfortó el hombretón—. No está muerta, sólo herida. Se repondrá.

—¿De verdad? —Los ojos del kender, encendidos por la fiebre, se iluminaron en un asomo de dicha antes de ensombrecerse—. Me temo que yo no voy a recuperarme, Caramon. Pero no me importa, me causa una gran satisfacción pensar que pronto me reuniré con Flint. Me espera, y además no debo dejarle solo mucho tiempo. Aún no comprendo cómo partió sin mí.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el guerrero a su hermano cuando éste se inclinó hacia el kender, cuya voz se perdía en una cháchara incoherente.

—Sufre los efectos del veneno —dictaminó el hechicero, prendida su vista de la dorada aguja que brillaba bajo la luz de las antorchas. Estirando la mano, Raistlin empujó la puerta y su hoja giró sobre sus goznes con un estridente chirrido.

Oyeron en el exterior los gritos ensordecedores de los soldados y esclavos de Neraka, hermanados en su denodado afán por huir del moribundo Templo. Atronaban el cielo los bramidos de los dragones, mientras los dignatarios luchaban entre ellos para ganarse un puesto preferente en el nuevo mundo que estaba naciendo.

Raistlin esbozó una sonrisa, pero interrumpió sus cavilaciones una mano que agarraba su brazo.

—¿Puedes ayudarle? —inquirió Caramon.

—Su estado es crítico —respondió el mago con frialdad tras examinar una vez más al agonizante—. Si le rescato tendré que prescindir de una parte de mi energía, hermano, y todavía no ha concluido esta aventura.

—¿Puedes salvarle o no? ¿Posees la fuerza necesaria?

—Por supuesto —se limitó a contestar Raistlin, encogiéndose de hombros.

Tika, ajena a la conversación, se sentó con las manos apoyadas en su dolorida testa.

—¡Caramon! —exclamó, pero decayó su ánimo al descubrir a Tas—. ¡Oh, no —se lamentó. Desdeñando su propio sufrimiento, la muchacha posó una mano ensangrentada en la frente del kender. Tas abrió los ojos al sentir su contacto y, sin reconocerla, lanzó un grito de agonía.

Se confundieron con su alarido las pisadas que resonaban en el pasillo, producidas por los espantados draconianos. Sin prestarles atención Raistlin miró a su hermano, y vio cómo sostenía a Tas con aquellas manazas capaces de transmitir tanta ternura.

«Así me abrazaba a mí», pensó. Desvió la vista hacia Tas, que yacía en el acogedor regazo, y al hacerlo le invadieron los recuerdos de tiempos mejores. Las correrías con Flint habían terminado con la muerte del enano. También Sturm había perecido, así como los tibios días de sol, los brotes verdeantes que poblaban en primavera los vallenwoods de Solace. Atrás quedaron las veladas en «El Ultimo Hogar», ahora en ruinas, desmoronado junto a los socarrados árboles.

—Voy a pagar mi última deuda —dijo en voz alta. Ignorando la expresión de agradecimiento que iluminaba los rasgos de Caramon, le ordenó—: Déjale en el suelo. Debes embaucar a los draconianos mientras yo me concentro en formular mi hechizo. No permitas que me interrumpan.

El guerrero depositó suavemente el cuerpo de Tas delante de Raistlin. La mirada del kender se perdía en el olvido, su cuerpo se tornaba rígido a pesar de las convulsiones, su respiración se hacía dificultosa.

—Recuerda, hermano —insistió el mago a la vez que introducía la mano en uno de los numerosos bolsillos secretos de su túnica—, que vistes la armadura de un oficial de su ejército. Actúa con sutileza.

—De acuerdo. —Caramon dirigió a Tasslehoff una postrera mirada y tragó saliva—. Tika –añadió—, no te muevas. Finge estar inconsciente.

Tika asintió y volvió a tenderse, cerrando obediente los ojos sin proferir el menor comentario sobre la imprevista aparición del mago. Raistlin oyó como Caramon se alejaba en ruidosas zancadas por el corredor, oyó su voz estentórea y al instante se olvidó de él, de los draconianos y de todo cuanto le rodeaba a fin de concentrarse en el encantamiento que debía invocar.

Tras extraer una perla blanca de los pliegues de su atavío, la sostuvo en una mano mientras sacaba a la luz con la otra una hoja de tintes grisáceos. Abrió entonces las apretadas mandíbulas del kender, apresurándose a colocar el reseco vegetal debajo de su hinchada lengua. El mago escudriñó unos segundos la perla y procedió a rememorar los complejos versos del hechizo que recitó para sus adentros hasta asegurarse de que los repetía en el orden correcto y aplicaba la entonación adecuada a cada uno de ellos. Tendría una oportunidad, tan sólo una. Si fracasaba corría el riesgo de morir junto con Tas.

Aproximando la perla a su pecho, sobre el corazón, Raistlin cerró los ojos y comenzó a pronunciar las frases del hechizo. Las entonó seis veces, sin dejar de introducir los cambios de inflexión que requería la fórmula, y sintió en un éxtasis rebosante que la magia invadía su cuerpo para absorber una parte de su fuerza vital y capturarla en el interior de la luminosa joya.

Concluida la primera fase del encantamiento, Raistlin suspendió la perla encima del corazón del kender. Cerró los ojos de nuevo y recitó el complejo cántico, esta vez al revés. Mientras murmuraba tan ininteligibles palabras estrujaba en su mano la pequeña esfera hasta convertirla en un fino polvo, que vertió sobre el rígido cuerpo del moribundo. Al fin enmudeció. Agotado, levantó los párpados y comprobó triunfante que los surcos del dolor se diluían en las facciones del kender, devolviéndoles la paz.

Con la vitalidad que le caracterizaba, Tas clavó en el mago una atónita mirada.

—¡Raistlin! No acabo de entender... ¡Puah! —Había escupido la hoja—. ¿Cómo ha entrado este repugnante objeto en mi boca? ¿Qué es en realidad? —El kender se sentó algo mareado, y al hacerlo vio sus saquillos—. ¿Quién ha desordenado así mis herramientas de trabajo? —Observó al mago en actitud acusadora, pero al fijarse en él abrió los ojos de par en par—. Raistlin, llevas la Túnica Negra. ¡Es fantástico! ¿Puedo tocarla? De acuerdo, no me mires con ojos iracundos, sólo te lo he pedido porque me atrae su suavidad. ¿Significa esta vestimenta que eres una criatura perversa? Haz algo terrible para que me convenza. ¡Ya sé! En una ocasión presencié cómo un hechicero invocaba a un diablo. ¿Por qué no llamas a uno, aunque sea de ínfima categoría?Así lo devolverías sin dificultad a los abismos. ¿No? —Suspiró desencantado—. Bien, tendré que conformarme. Oye, Caramon, ¿qué haces con esos draconianos? ¿Qué le ha ocurrido a Tika? ¡Oh, Caramon, no...!

—¡Cállate! —rugió el guerrero quien, tras amonestarle de forma tan abrupta, lo señaló a él y a la muchacha mientras explicaba a los soldados—: El mago y yo conducíamos a estos prisioneros a presencia de nuestro Señor del Dragón cuando intentaron atacarnos. Son esclavos valiosos, sobre todo la mujer, y además el kender posee una singular destreza como ladrón. No queremos que escapen, nos pagarán un alto precio por ellos en el mercado de Sanction. Ahora que ha muerto la Reina de la Oscuridad cada uno debe cuidar de sí mismo, ¿no os parece?

Caramon hundió el puño en las costillas de uno de los draconianos en un gesto de complicidad, al que éste respondió con una pícara mueca. Sus negros ojos reptilianos escudriñaron lascivos a Tika.

—¡Ladrón yo! —protestó Tas indignado, resonando su aguda voz en el pasillo—. Soy tan honrado... —engulló sus palabras al recibir en el costado el pellizco de la supuesta mente moribunda muchacha.

—Ayudaré a la humana —propuso Caramon antes de que actuase el draconiano—. Tú ocúpate de vigilar a este bribón y tú —se dirigía a un tercero— atiende al mago. El hechizo que ha tenido que emplear lo ha debilitado.

Haciendo una respetuosa reverencia a Raistlin, uno de los soldados se apresuró a ofrecerle el brazo.

—Vosotros dos —Caramon hallaba cierto placer en impartir órdenes a « sus » tropas—caminaréis delante y os aseguraréis de que no hallamos ningún tropiezo al atravesar la ciudad. Quizá podáis acompañarnos a Sanction —añadió, y se concentró en levantar a Tika. Ella meneó la cabeza y fingió recobrar el conocimiento.

Los draconianos intercambiaron sonrisas de complacencia. Uno de ellos agarró a Tas por el cuello de la camisa y lo empujó hacia la puerta.

—¡Mis posesiones! —se lamentó el kender, volviendo la vista atrás.

—¡Muévete! —le apremió Caramon.

—Está bien —obedeció él, aunque no lograba apartar la mirada de los preciosos objetos que yacían diseminados sobre el suelo manchado de sangre—. De todos modos no han acabado aquí mis aventuras y, como mi madre solía decir, unos bolsillos vacíos son las arcas idóneas para recoger nuevos tesoros.

Mientras caminaba dando traspiés detrás de los fornidos draconianos, Tasslehoff alzó el rostro hacia el estrellado cielo y exclamó: «Lo siento, Flint, tendrás que esperar un poco más.»

13 Kitiara

Cuando Tanis entró en la antecámara, el cambio fue tan brusco que al principio no pudo asimilarlo. Un momento antes se debatía para mantenerse en pie en medio de una muchedumbre enloquecida, y ahora se hallaba en una tranquila estancia similar a la que ocuparan Kitiara y sus tropas mientras esperaban su turno para acceder a la sala de audiencias.

Un breve examen del recinto le reveló que estaba solo. Aunque su instinto lo incitaba a abandonar el lugar y reanudar la febril búsqueda sin demora, se obligó a sí mismo a hacer una pausa, recobrar el resuello y limpiar la sangre que le impedía abrir el ojo. Intentó recordar la estructura de la parte anterior del Templo, tal como la había visto al visitarla por vez primera. Las antecámaras, que formaban un círculo en torno a la gran sala, se comunicaban con el vestíbulo mediante una serie de tortuosos pasadizos que sin duda en un tiempo remoto estaban distribuidos en un diseño lógico. Pero la distorsión sufrida por el edificio los había entrelazado en un laberinto sin sentido, haciéndolos terminar de manera abrupta cuando cabía esperar que continuaran, o extenderse hasta el infinito pese a no conducir a ninguna parte.

El suelo se balanceaba en un incómodo vaivén, el polvo se desprendía del techo en densas nubes. Un lienzo se descolgó del muro y cayó al suelo con estrépito, mas el semielfo no le prestó atención, absorto como estaba en rastrear la pista de Laurana. No sabía a dónde ir, pues aunque la había visto deslizarse en aquella penumbra ignoraba qué rumbo había seguido.

La muchacha había permanecido confinada en el Templo, en los subterráneos. Se preguntó si habría explorado su entorno durante los días de reclusión, si sabría cómo salir del palacio, y entonces se percató de que él mismo no tenía sino una vaga noción de su paradero. Viendo una antorcha encendida, se adueñó de ella y recorrió una vez más la estancia. Descubrió una puerta tras un inmenso tapiz, abierta sobre su oxidado gozne, y se apresuró a asomarse. Conducía a un pasillo mal iluminado.

El semielfo contuvo el aliento al hallar tan inequívoco indicio. Una ráfaga de aire, una brisa fresca impregnada de aromas primaverales y de la reconfortante paz de la noche, acarició su mejilla. Supuso que Laurana había sentido también su influjo y adivinado que penetraba en el Templo por un punto no muy lejano. Echó a correr pasillo abajo, desdeñando el dolor de cabeza y forzando a sus agotados músculos a responder a su voluntad.

De pronto apareció frente a él un grupo de draconianos, que sin duda merodeaban desorientados por las sucesivas salas. Tanis los detuvo con el aplomo que le confería el uniforme de oficial de su ejército.

—¡Donde está la mujer elfa! –exclamó—. No debe escapar. ¿La habéis visto?

Las muecas que adoptaron los interpelados dejó patente que no se habían tropezado con ella, ni tampoco le fue de gran ayuda la patrulla que se cruzó en su camino un poco más adelante, pero dos draconianos que iban de un lado a otro en busca de botín afirmaron haberla visto. Señalaron en la dirección que ya había emprendido el semielfo, y esta circunstancia le levantó el ánimo.

La batalla de la sala de audiencias había concluido. Los Señores de los Dragones que lograron sobrevivir huyeron sin contratiempos y se apostaron, junto a sus respectivas tropas, en el exterior del recinto del Templo. Unos luchaban, otros se batían en retirada y todos ansiaban catapultarse de algún modo en la cresta de la ola. Dos preguntas fluctuaban en las mentes de los dignatarios: ¿Se quedarían los dragones en el mundo o se desvanecerían en pos de su soberana, como hicieran después de la segunda guerra? Y, si permanecían en Krynn, ¿quién les gobernaría?

También Tanis reflexionaba sobre estos enigmas mientras recorría los pasadizos, en ocasiones tomando ramales equivocados y profiriendo reniegos al enfrentarse en una sólida tapia que le obligaba a desandar lo andado hasta sentir de nuevo la brisa en su rostro.

Pasado un rato, sin embargo, se sintió demasiado cansado para pensar en nada. La tensión y el dolor reclamaban sus derechos, sus piernas se tornaron plomizas y cada nueva zancada suponía un esfuerzo casi invencible. Le palpitaba la cabeza con un imperioso latido y el corte sufrido sobre el ojo comenzó a sangrar, al ritmo que le infligían los temblores del suelo. Las estatuas se precipitaban de sus peanas, las piedras caían sin cesar del techo en una tormenta de escombros y polvareda.

Le abandonaban las esperanzas. Pese a estar convencido de seguir la única ruta posible, los pocos draconianos con que se topó aseguraron no haber visto a Laurana. ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso estaba...? No quería ni siquiera planteárselo. Continuó su avance, consciente tanto de las tonificantes ráfagas como del humo que lo envolvía.

Las antorchas, al caer de sus pedestales, provocaban incendios. El Templo entero empezaba a arder. De súbito, cuando Tanis estudiaba un angosto corredor encaramado a un montón de rocas fragmentadas, oyó un ruido. Se detuvo y aguzó sus sentidos. Resonó de nuevo el extraño eco, a escasa distancia, y el semielfo se llevó la mano a la espada en un gesto instintivo mientras trataba de penetrar con los ojos el humo y el polvo. Los últimos soldados que había encontrado estaban ebrios y ansiosos de sangre hasta tal punto que uno de ellos, un oficial humano, se lanzó en su persecución y le habría matado de no haberle recordado el otro soldado, que iba con él, que había visto a Tanis en compañía de la Dama Oscura. La próxima vez quizá no le sonreiría la suerte.

Se desplegó ante el semielfo un pasillo en ruinas, con una amplia parte del techo totalmente derrumbada. Reinaba una intensa oscuridad, tan sólo mitigada por su antorcha, y su mente batalló entre la necesidad de luz y el temor a ser visto a causa de la tea. Al fin decidió arriesgarse a dejarla encendida, nunca encontraría a Laurana si deambulaba por aquel laberinto en la penumbra. Además, su disfraz lo protegía.

—¿Quién va? —inquirió apremiante, extendiendo el brazo de la antorcha en un alarde de coraje.

Distinguió una bruñida armadura y una figura que corría, pero no hacia él sino en dirección opuesta.

«Resulta extraño que un draconiano se dé así a la fuga», pensó.

Pero, casi inmediatamente, pudo ver algo más: El misterioso personaje tenía el cuerpo contorneado como el de una mujer, y se alejaba a gran velocidad.

—¡Laurana! —gritó al reconocerla—. ¡Quisalas!

Maldiciendo las quebradas columnas y los bloques de mármol que obstruían su avance, Tanis bajó a trompicones el montículo y se lanzó en pos de la muchacha. Aunque su dolorido cuerpo apenas obedecía a su mandato y cayó de bruces un par de veces, logró darle alcance. Al agarrarla por el brazo y obligarla a detenerse, el forcejeo de la elfa lo desequilibró. Se estrelló contra el muro, pero no la soltó.

Cada inhalación de aire era una auténtica tortura, se sentía tan mareado que creyó que iba a desmayarse. Sin embargo, persistió en sujetar a Laurana, inmovilizándola tanto mediante los ojos como con la mano.

Comprendió ahora por qué había pasado desapercibida a los draconianos; se había desprendido de la armadura de plata para substituirla por la de una guerrero muerto que debía haber hallado en su carrera. Al principio Laurana sólo atinó a mirar a Tanis. No lo había reconocido, y casi lo ensartó en su espada. Le impidió atacarle la palabra elfa que él pronunciase: quisalas —querida—, y también la angustia y el sufrimiento que se reflejaban en su semblante.

—Laurana —susurró el semielfo con una voz entrecortada como la que en otro tiempo asumiera Raistlin—, no me abandones. Aguarda hasta que me hayas escuchado, te lo suplico.

La joven Princesa retorció el brazo y se liberó de él, pero no le dejó. Cuando se disponía a hablar la silenció un nuevo temblor del edificio y Tanis, viendo que se derramaba sobre ellos una lluvia de fragmentadas rocas, contribuyó a su mutismo al atraerla hacia sí para protegerla. Se abrazaron el uno al otro, llenos de pánico, hasta que volvió a la calma. Estaban ahora sumidos en la penumbra, pues el semielfo había dejado caer la antorcha.

—Tenemos que salir de aquí —apuntó Tanis.

—¿Estás herido? —preguntó Laurana mientras intentaba una vez más desembarazarse de él—. Si es así, puedo ayudarte. De lo contrario sugiero que prescindamos de las siempre molestas despedidas. Sea lo que fuere lo que quieras...

—Laurana —la interrumpió Tanis con toda la ternura de que era capaz—, no voy a pedirte que comprendas nada. Yo mismo me debato en un mar de confusiones. Tampoco espero tu perdón, no existen disculpas para la forma en que he actuado. Podría decirte que te amo, que siempre te he amado, pero no sería cierto. El amor debe brotar en primer lugar de la propia estima, y yo no soportaría la visión de mi reflejo. Lo único que puedo asegurarte, Laurana, es que...

—¡Calla! —le ordenó la muchacha al mismo tiempo que le tapaba la boca con la mano—. He oído algo.

Permanecieron largos minutos a la escucha, abrazados en la negrura. Al principio, no percibían sino el sonido regular de sus alientos, ni siquiera se veían uno a otro pese a hallarse tan cerca. De súbito una antorcha iluminó el pasillo, cegándoles, y surgió una voz de las tinieblas.

—¿Qué es lo que aseguras a Laurana, Tanis? —dijo Kitiara en tono amable—. Adelante, te escuchamos.

Una espada refulgía en su mano, cubierta de sangre roja y verde. Tenía el rostro ceniciento a causa del incesante polvillo, un reguero de su savia le fluía por el mentón procedente de un corte abierto en el labio y, aunque el cansancio ensombrecía sus vivaces ojos, su sonrisa era tan encantadora como siempre. Tras envainar la manchada arma, secó sus manos en la ahora harapienta capa y se pasó la mano por el rizado cabello con aire ausente.

Tanis bajó los párpados, totalmente exhausto. El prematuro envejecimiento de sus facciones le confería un aspecto muy próximo al humano ya que el dolor, la pesadumbre y la culpabilidad habían de dejar una imborrable impronta en su eterna juventud de elfo. Sintió que el cuerpo de Laurana adquiría una tensa rigidez, que movía la mano hacia su espada.

—Devuélvele la libertad, Kitiara —susurró Tanis sin dejar de estrechar a la Princesa—. Cumple tu promesa y yo mantendré la mía. Permite que la lleve fuera del recinto y, una vez esté a salvo, regresaré.

—Creo que lo harías —repuso ella, estudiándole en un ademán entre burlón y admirativo—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar, semielfo, que sería capaz de besarte y luego acabar contigo sin que mediara una exhalación entre uno y otro acto? No, supongo que no. Sin embargo, podría matarte ahora mismo tan sólo porque sé que es el peor castigo que podría infligirle a ella. —Acercó la llameante antorcha a Laurana, antes de añadir despreciativa—: ¡Fíjate en su semblante! Es la viva expresión de lo destructivo que resulta el amor.

Kitiara acarició de nuevo su enmarañado cabello en aquel gesto que la caracterizaba y, encogiéndose de hombros, escudriñó el pasillo.

—Pero no tengo tiempo para tales insignificancias –prosiguió—. El mundo se está transformando, se avecinan grandes acontecimientos y no pueden cogerme desprevenida. La Reina Oscura ha sido derrotada, y alguien debe tomar el relevo. Escúchame bien, Tanis. He empezado a establecer mi autoridad sobre los otros Señores de los Dragones —dio unas palmadas en la funda de su espada—, y estoy resuelta a construir un vasto imperio que podríamos gobernar juntos si...

Se interrumpió de forma abrupta para espiar el corredor por el que había venido. Aunque Tanis no logró ver ni oír lo que había atraído su atención, sintió que un frío estremecedor invadía el aire en el mismo momento en que Laurana se aferraba a él, atenazada por el miedo. El semielfo supo quién se acercaba antes incluso de vislumbrar el oscilante brillo de unos ojos anaranjados sobre una espectral armadura.

—Es Soth —anunció Kitiara—. Debes decidirte sin demora, Tanis.

—Hace tiempo que tomé mi resolución, Kitiara —respondió el semielfo a la vez que se colocaba delante de Laurana como un escudo protector—. El caballero espectral tendrá que matarme para alcanzarla. Sé bien que mi caída no impedirá que él, o quizá tú, acabéis con su vida, pero mi último aliento será una plegaria a Paladíne rogándole que guarde su alma. Los dioses están en deuda conmigo, tengo la absoluta certeza de que mi oración póstuma será atendida.

Tanis sintió que Laurana apoyaba la cabeza en su espalda. Prorrumpió la muchacha en sollozos y sus lágrimas fueron un bálsamo de paz para el semielfo; no denotaban miedo sino amor, compasión y tristeza por su inminente destino.

Kitiara titubeó. Soth se aproximaba por el desvencijado pasillo, brillantes sus ojos como dardos de luz en la penumbra. Tras una breve pausa, la Señora del Dragón posó su mano ensangrentada sobre el brazo de Tanis.

—¡Ve! —le apremió—. Vuelve sobre tus pasos y, en el fondo del corredor, hallarás una puerta en el muro. La descubrirás mediante el tacto. Conduce a los calabozos, desde donde podrás escapar.

Tanis la observó sin comprender.

—¡Vé! —insistió ella, y le dio un empellón para reforzar sus palabras.

Tanis lanzó una furtiva mirada al Caballero de la Rosa Negra.

—¡Es una trampa! —susurró Laurana.

—No —aseguró el semielfo, fijos sus ojos en Kit—. Esta vez no. Adiós, Kitiara.

—Adiós —se despidió la mujer hundiendo las uñas en el brazo de Tanis. Su voz estaba ribeteada de pasión, sus ojos centelleaban bajo la luz de la tea—. Recuerda que sólo me guía el amor. ¡Vamos, desaparece!

Apartó la antorcha y se sumió en la oscuridad, de un modo tan absoluto que pareció disolverse en la nada.

Tanis parpadeó, cegado por la repentina negrura, y extendió la mano en pos de la humana. La retiró antes de alcanzarla y, en cambio, tomó la de Laurana para, juntos, echar a correr sorteando los escombros y tratando de tantear la pared mientras la gélida aureola que dimanaba del espectro se introducía en su sangre como si pretendiera solidificarla. Al volver la vista atrás el semielfo comprobó que la siniestra figura avanzaba hacia ellos, sin cesar de espiarles con sus ígneas pupilas. Palpó la piedra en busca de la puerta hasta tropezarse con un picaporte metálico. Lo accionó, cedió la hoja y Tanis apretó la mano de Laurana a fin de cruzar la abertura al mismo tiempo. El repentino fulgor de las antorchas que ardían al otro lado, jalonando una escalera, se les antojó tan deslumbrador como antes lo fuera la penumbra.

Resonó la voz de Kitiara, que pronunciaba el nombre de Soth, y el semielfo se preguntó qué haría con ella el Caballero de la Muerte ahora que había perdido a su presa. El sueño se reprodujo en su imaginación. Una vez más vio desplomarse a Laurana, a Kitiara... Se inmovilizó inerme, incapaz de salvarlas.

Cuando se disipó la terrible escena que rememoraba advirtió que Laurana le aguardaba en la escalera, resplandeciente su áureo cabello bajo las llamas. Cerró la puerta de forma precipitada y fue al encuentro de su amada.


—Ésa era la mujer elfa —dijo Soth, cuyos ojos le permitían rastrearles mientras huían cual ratones asustados—. Y Tanis la acompañaba.

—Sí —corroboró Kitiara sin interés, extrayendo la espada de su vaina y procediendo a limpiar la sangre con el repulgo de su capa.

—¿Debo perseguirles? —inquirió el caballero.

—No, hay asuntos más importantes que requieren toda nuestra atención. —Miró a su interlocutor, dibujada en sus labios una extraña sonrisa—. La elfa tampoco iba a pertenecerte, ni siquiera después de muerta, ya que la protegen los dioses.

Los carbones encendidos de Soth escudriñaron a Kitiara, y su boca se retorció en una mueca burlona.

—El semielfo te tiene todavía sometida a su influjo.

—Creo que te equivocas —replicó ella, desviando los ojos hacia Tanis en el momento en que se cerraba la puerta—. Será él quien, en las silenciosas horas de la madrugada, cuando yazca en el lecho junto a Laurana, pensará en mí sin poder evitarlo. Recordará mis últimas palabras, se sentirá conmovido por ellas. Me deben su felicidad, y ella tendrá que vivir a sabiendas de que mi imagen perdura en el corazón de su esposo. He envenenado cualquier sentimiento que intenten compartir, ésa es mi manera de perpetrar mi venganza. ¿Has traído lo que te ordené?

—Sí, Dama Oscura —declaró Soth. Pronunció una palabra mágica, exhibió ante ella un objeto y lo sostuvo en su esquelética mano. Luego, con una reverencia, lo depositó a los pies de la dignataria.

Kitiara contuvo el aliento, tan centelleantes sus ojos como los del espectro.

—¡Excelente! –exclamó—. Regresa al alcázar de Dargaard y reúne a las tropas. Nos haremos con el control de la ciudadela voladora que Ariakas envió a Kalaman. En cuanto nos hayamos reagrupado, esperaremos el momento oportuno.

La horrenda faz de Soth se iluminó al señalar el objeto que destellaba en el suelo, donde él lo pusiera.

—Te pertenece por derecho propio –comentó—. Todos aquéllos que han osado oponerse a tu mandato están muertos, o bien emprendieron la fuga antes de que pudiera ocuparme de ellos.

—Eso no hace sino retrasar su fin —apostilló Kitiara envainando de nuevo la espada—. Me has servido con lealtad, caballero Soth, y serás recompensado. Supongo que siempre quedará alguna doncella elfa en el mundo.

—Morirán quienes tú condenes. Los que decidas respetar —inclinó el fantasmal semblante hacia la puerta—, vivirán. Recuerda siempre, Dama Oscura, que entre todos tus subordinados yo soy el único capaz de ofrecerte fidelidad eterna. Yo y mis guerreros, que regresarán conmigo a Dargaard obedientes a tu deseo. Aguardaremos allí tu llamada. Adiós, Kitiara —añadió al mismo tiempo que asía su mano en actitud sumisa—. ¿Qué sensación te produce saber que has devuelto el placer a las almas errantes? Has conseguido que mi reino de sombras me parezca interesante. ¡Ojalá te hubiera conocido en vida! Pero mi futuro es ilimitado, quizá espere hasta que podamos sentarnos ambos en el trono que ahora ocupo.

Sus gélidos dedos acariciaron la carne de Kitiara, quien se estremeció en un temblor convulsivo al visualizar frente a ella noches insomnes que la atraían con el vértigo del abismo. Tan aterradora fue la imagen que la muchacha quedó atenazada por el pánico. Soth, mientras tanto, se desvaneció en la negrura.

Estaba sola en el tenebroso pasillo y, durante unos minutos, sintió paralizada cómo el Templo se desmoronaba a su alrededor. Se apoyó en el muro asustada y desvalida, ¡tan desvalida! De pronto su pie tocó algo en el suelo y, agachándose, recogió el objeto que le entregara Soth y lo levantó en el aire.

Aquello era real, duro y sólido, tan auténtico que emitió un suspiro de alivio al cerrar los dedos sobre su superficie.

Ninguna llama de antorcha se reflejaba en su dorado perímetro ni provocaba fulgores en sus joyas rojizas, pero Kitiara no necesitaba verlo para admirar el poder que encerraba.

Permaneció largo rato en el ruinoso pasadizo, palpando una y otra vez los cantos metálicos de la ensangrentada Corona.


Tanis y Laurana bajaron presurosos a las mazmorras por la escalera de caracol. Se detuvieron junto a la mesa del carcelero, donde el semielfo reparó en el cadáver del goblin.

—Vamos —le apremió Laurana señalando hacia el este. Al ver que él vacilaba y volvía los ojos en dirección norte, se estremeció—. No querrás seguir ese pasillo, ¿verdad? Me trae espantosos recuerdos de mi encierro —concluyó, y su rostro palideció a causa de los alaridos que se oían en las celdas.

Un draconiano pasó corriendo junto a ellos. Tanis imaginó que se trataba de un desertor, una sospecha que no hizo sino confirmar la expresión amedrentada del individuo al toparse con un supuesto oficial.

—Sólo buscaba a Caramon —susurró Tanis—. Supongo que le trajeron aquí.

—¿Caramon? —exclamó Laurana asombrada—. ¿Cómo?

—Vino a Neraka conmigo —explicó el semielfo—. Y también Tika, Tas y... Flint—. Enmudeció, pero rechazó su tristeza con un movimiento de cabeza—. Si estaban en esta zona, se han ido. Continuemos.

Laurana se ruborizó. Miró de hito en hito a Tanis y el pozo de la escalera, antes de comenzar a hablar.

—Tanis...

—Ahora no tenemos tiempo —la silenció él, cubriéndole la boca con la mano—. Debemos concentrarnos en hallar la salida.

Como si quisiera reafirmar sus palabras, el Templo se agitó en un nuevo temblor. Fue éste más intenso y prolongado que los otros, tan virulento que arrojó a Laurana contra el muro mientras Tanis, debilitado por la fatiga y el dolor, luchaba para mantenerse en pie.

Un fragor similar al del trueno resonó en el pasillo norte y cesaron abruptamente los gritos en los calabozos, al parecer sofocados por un derrumbamiento que levantó densas nubes de polvo y de mugre.

Tanis y Laurana emprendieron la fuga. Corrieron hacia el este envueltos en un tormenta de escombros, tropezando con cuerpos inertes y montones de piedras aserradas.

Tras una breve pausa una nueva sacudida azotó las entrañas de la tierra. No lograron sostenerse, cayeron de rodillas y contemplaron impotentes cómo el pasadizo se bamboleaba, se retorcía sobre sí mismo hasta convertirse en una sinuosa serpiente de roca.

Se introdujeron gateando bajo una viga desprendida del techo, y se abrazaron para darse mutuo amparo en aquel océano embravecido en el que flotaban a la deriva. Oían sobre sus cabezas, sobre la improvisada balsa, unos extraños sonidos. Se diría que las rocas, en lugar de venirse abajo, se encajaban unas con otras entre ensordecedores retumbos. Murió el temblor y volvió la calma.

Aún vacilantes, se incorporaron y reanudaron su huida. El miedo espoleaba sus piernas, de tal modo que olvidaron por completo el dolor que los laceraba e incluso desdeñaron los continuados temblores que socavaban los cimientos del Templo. Tanis esperaba que de un momento a otro el techo se desplomara sobre sus cabezas, sepultándolos en el corredor, pero por algún motivo inexplicable éste no sufrió el menor menoscabo. Tan aterradores eran los ecos que se sucedían sobre el subterráneo que ambos habrían acogido el derrumbamiento como una liberación.

—¡Tanis, aire fresco! —anunció, de pronto, Laurana.

Exhaustos, en un desesperado alarde de voluntad, ambos se abrieron paso por el sinuoso pasillo hasta llegar a una puerta que oscilaba sobre sus goznes. Había en el suelo una purpúrea mancha de sangre y....

—¡Los saquillos de Tas! —se sorprendió Tanis. Hincó la rodilla y examinó los tesoros del kender, que yacían diseminados sin orden ni concierto. Meneó la cabeza apesadumbrado, seguro de haber acertado en su presentimiento.

La muchacha se acuclilló a su lado y apretó su mano en un intento de consolarle.

—Al menos sabemos que estuvo aquí, Tanis. Logró llegar a la puerta, quizá escapó.

—El nunca abandonaría sus pertenencias —dijo el semielfo rechazando tan esperanzador argumento.

Atravesaron la puerta y, saliendo por fin al exterior, dirigieron sus miradas hacia Neraka.

—Mira —urgió a su compañera con el dedo extendido—. ¡Es el fin! Todo ha terminado, al igual que el kender —insistió. Le enfurecía que el rostro de Laurana recobrase su obstinada calma, como reticente a admitir la derrota.

La muchacha obedeció a sus indicaciones. El frescor de la brisa nocturna se le antojó una cruel burla pues sólo transportaba efluvios de humo y de sangre, palabras sin sentido de los agonizantes. Unas llamas anaranjadas iluminaban el cielo, donde los dragones trazaban círculos mientras sus señores se afanaban en huir o guerreaban para alzarse con el poder. Surcaban el ambiente aparatosos relámpagos, el incendio parecía presto a prender en el manto negro de la bóveda celeste. Los draconianos, por su parte, atestaban las calles y mataban en su errático desenfreno a todo aquél que se interponía en su camino, aunque fuera un hermano de raza.

—El mal se vuelve contra sí mismo —declaró Laurana en actitud ausente. Contemplaba la escena sobrecogida, apoyada su mano en el hombro de Tanis.

—No comprendo. ¿Qué significa? —preguntó él.

—Es una frase que Elistan repetía a menudo.

—¡Elistan! —repuso el semielfo con amargura—. ¿Dónde están sus dioses ahora? Quizá instalados en sus castillos estelares, gozando del espectáculo. La Reina de la Oscuridad ha sucumbido, el Templo se halla al borde de la destrucción y nosotros hemos quedado atrapados. No sobreviviríamos más de tres minutos en ese infierno.

Se le hizo un nudo en la garganta cuando, tras apartar a Laurana con dulzura, se inclinó hacia adelante para inspeccionar los tesoros de Tasslehoff que se había llevado consigo. Desechó sin vacilar un fragmento de cristal azul, una corteza de vallenwood, una esmeralda, una pequeña pluma de pollo, una rosa negra ya marchita, un colmillo de dragón y una rama donde aparecía tallada con habilidad enanil la efigie del kender. Entre todos estos objetos, no obstante, atrajo su atención una dorada joya que refulgía bajo la luz del destructivo fuego.

La recogió del suelo, bañados sus ojos en lágrimas, y cerró la mano hasta sentir que las afiladas puntas se clavaban en su carne.

—¿Qué es? —indagó Laurana con la voz entrecortada por el miedo.

—Perdóname, Paladine —suplicó Tanis al dios del que tanto había dudado. Rodeó con el brazo a la atónita elfa y extendió la palma.

Descansaba en ella un delicado anillo, de exquisita filigrana, confeccionado con hojas de enredadera que se entrelazaban entre sí. Envolvía su círculo un Dragón Dorado, sumido en un mágico sueño.

14 El fin. Para bien o para mal.

—Bien, ya hemos traspasado las puertas de la ciudad —susurró Caramon a su gemelo sin apartar la mirada de los draconianos, que lo observaban expectantes—. Quédate junto a Tika y Tas mientras yo voy en busca de Tanis. Me llevaré a esta cuadrilla.

—No, hermano —respondió Raistlin con destellos rojizos en sus dorados ojos debidos al influjo de Lunitari—, no puedes ayudar a Tanis. El es el único dueño de su destino. —El mago hizo una pausa para contemplar el llameante cielo atestado de dragones—. Aún corres peligro, tanto tú como quienes de ti dependen.

Tika se hallaba al lado del guerrero, marcado su rostro por los surcos del dolor. Por su parte Tasslehoff aunque exhibía una sonrisa tan jovial corno de costumbre, tenía la faz muy pálida y sus pupilas delataban una pesadumbre que nunca antes se había visto en un kender. Caramon se entristeció al percibir el aspecto de sus compañeros.

—De acuerdo –accedió—. ¿Dónde iremos ahora?

Estirando el brazo, el hechicero señaló un punto lejano. Su negra túnica brillaba en torno a la mano que mantenía erguida contra el cielo nocturno, lívida y enjuta como si ninguna carne cubriera los huesos.

—En aquel cerro brilla una luz.

Todos se volvieron en la dirección que indicaba, incluso los draconianos. En el otro extremo de la yerma llanura Caramon distinguió el oscuro contorno de una montaña, que se destacaba en el iluminado desierto. En efecto, en su cima fulguraba un resplandor tan blanco y tan puro que se asemejaba a una estrella.

—Alguien os aguarda allí —anunció Raistlin.

—¿Quién Tanis? —inquirió ansioso el guerrero.

El mago lanzó una furtiva mirada a Tasslehoff, que estaba absorto en la contemplación de la luz.

—Fizban —afirmó el kender más que preguntarlo.

—Sí —corroboró Raistlin—. Ahora debo abandonaros.

—¿Cómo? —protestó Caramon—. Ven conmigo, con nosotros. ¡Debemos ir juntos a ver a Fizban!

—Un encuentro entre él y yo no resultaría agradable para nadie. —Meneó la cabeza, y al hacerlo flotaron a su alrededor los pliegues de su capucha.

—¿Qué me dices de ellos? —El hombretón señaló a los draconianos.

Tras emitir un hondo suspiro Raistlin se situó frente a los soldados y, extendiendo la mano, pronunció unas extrañas palabras. Las criaturas retrocedieron con el semblante retorcido en muecas de espanto pero, pese al grito de horror de Caramon, nada impidió que el relámpago letal surgiera de las yemas de los dedos del hechicero. Entre gritos agónicos, los reptilianos ardieron en llamas y cayeron al suelo convulsionados. Sus cuerpos se tornaron de piedra cuando la muerte los envolvió en su manto.

—No necesitabas hacerlo, Raistlin —le imprecó Tika temblando ante la escena—. Nos habrían dejado tranquilos de todos modos.

—Y la guerra ha terminado —coreó Caramon disgustado.

—¿De verdad? —preguntó el mago con su habitual sarcasmo, al mismo tiempo que extraía un pequeño saquito negro de un bolsillo de su túnica del que extrajo el codiciado Orbe de los Dragones—. Son estos débiles y sentimentales balbuceos los que garantizan la continuidad del conflicto. Los draconianos —apuntó con el índice a las estatuas— no pertenecen a Krynn, fueron creados mediante el más oscuro de todos los ritos arcanos. Lo sé porque presencié su nacimiento. Nunca os habrían dejado tranquilos —concluyó con una voz aguda que pretendía imitar a la de Tika.

El guerrero enrojeció e intentó hablar pero, en vista de que Raistlin no le prestaba atención, resolvió guardar silencio.

Absorto una vez más en su magia, el hechicero se inmovilizó con los dedos cerrados en torno al Orbe. La niebla multicolor se arremolinó en el interior del cristal al son de su enigmático canto, antes de fundirse en un luz pura y radiante que brotó en un único haz.

El enteco nigromante escudriñó el cielo en la actitud del que espera un acontecimiento. Éste no tardó en producirse: pasados unos segundos, eclipsó los astros de la noche una sombra gigantesca. Tika, alarmada, se refugió en el brazo que le ofrecía Caramon, si bien también él se estremeció y de un modo instintivo tomó la espada en sus manos.

—¡Un Dragón! —exclamó Tasslehoff sobrecogido—. ¡Es enorme! Nunca había visto uno de proporciones tan descomunales. ¿O quizá sí? Por algún motivo, me resulta familiar.

—Aparecía en el sueño —explicó Raistlin, restituyendo la cristalina esfera a su saquillo—. Se trata de Cyan Bloodbane, el Dragón que atormentó al infortunado Lorac, rey de los elfos.

—¿Qué hace aquí? —indagó Caramon asaltado por un súbito recelo.

—No te inquietes, tan sólo obedece órdenes —declaró Raistlin—. Ha venido para trasladarme a casa.

El reptil descendió trazando círculos, extendidas sus alas de tal manera que con su envergadura oscurecieron el paraje. Incluso Tas, aunque más tarde se negó a admitirlo, buscó cobijo en Caramon mientras aquel monstruo de escamas verdosas se posaba en el suelo.

Durante unos momentos Cyan observó al grupo de insignificantes humanos que se arrebujaban unos contra otros y sus ojos adquirieron un brillo siniestro, acompañado por las ensalivadas oscilaciones de su lengua que no denotaban sino un odio contenido. Sin embargo, su mirada, sometida a una voluntad más poderosa que la suya y rebosante de rencor y de ira se desvió hacia el mago.

Un leve gesto de Raistlin bastó para que la inmensa cabeza del Dragón descendiese hasta reposar sobre la arena.

Apoyado lánguidamente en su Bastón de Mago, el hechicero avanzó hacia Cyan Bloodbane y se encaramó por su sinuoso cuello.

Caramon fijó sus ojos en el reptil mientras luchaba para desechar el miedo que le había invadido, apenas consciente de las dos figuras que se aferraban a él. De pronto lanzó un áspero grito y, tras despedir de su regazo a Tika y Tas, echó a correr en dirección al animal.

—¡Aguarda, Raistlin! –suplicaba—. ¡Iré contigo!

Cyan enderezó nervioso la testa, espiando los movimientos del hombretón con sus flamígeros globos oculares.

—Estarías dispuesto a acompañarme al reino de las tinieblas —le advirtió el mago sin cesar de acariciar la tensa cerviz de su montura.

El guerrero titubeó, resecos sus labios y también su garganta. El temor le impedía hablar pero asintió con la cabeza una y otra vez, como si de ese modo pudiera desprenderse de la desazón que le producían los sollozos de Tika a su espalda.

Raistlin examinó a su gemelo, convertidas sus pupilas en doradas lagunas que contrastaban con la penumbra reinante.

—Creo que serías capaz de intentarlo —dijo al fin asombrado, más para sus adentros que a Caramon. Permaneció unos instantes inmóvil, perdido en sus reflexiones, hasta que agitó la testa en un resuelto ademán. —No, hermano, no puedes seguirme porque, a pesar de tu fortaleza, no lograrías sino precipitarte en el abismo de la muerte. Tras muchas vicisitudes, somos lo que los dioses pretendían: dos seres íntegros y maduros cuyos caminos se separan en este punto. Debes aprender a recorrer el tuyo, Caramon —una fantasmal sonrisa cruzó sus labios—, en solitario o junto a quienes decidan emprender el viaje bajo tu amparo. Adiós, querido hermano.

Profirió una escueta orden y Cyan Bloodbane desplegó presto las alas para alzar el vuelo, alumbradas sus escamas por la luz del bastón, que parecía ahora una diminuta estrella en medio de las tinieblas. Sus destellos no tardaron, sin embargo, en extinguirse cuando los engulleron la noche y la distancia.


—Ya llegan los que esperabas —anunció el anciano, sentado al calor de la fogata del campamento.

Tanis levantó la cabeza en el mismo momento en que tres figuras irrumpían en el áureo círculo proyectado por las llamas. Formaban el grupo un corpulento guerrero que, ataviado con la armadura de los ejércitos de los Dragones, conducía a una mujer joven de ensortijado cabello tez pálida y, en último lugar, un kender cubierto por unos harapientos calzones azules. El rostro de la muchacha, manchado de sangre, reflejaba un hondo desasosiego cada vez que contemplaba a su acompañante mientras el hombrecillo que cerraba la comitiva los seguía a trompicones, tan cansado que apenas podía sostenerse en pie.

—¡Caramon! ——vociferó Tanis corriendo hacia él.

El semblante de guerrero se iluminó cuando, tras abrir los brazos, estrechó contra su pecho al semielfo. Tika se mantuvo al margen para observar el reencuentro de los dos amigos con los ojos llenos de lágrimas, hasta que atrajo su atención un fugaz movimiento cerca del fuego.

—¿Laurana? —preguntó.

La elfa avanzó unos pasos y, al situarse en el radio de luz de la fogata, su dorado cabello refulgió con la intensidad del sol. Aunque vestía una armadura ensangrentada y picada de abolladuras, conservaba el porte regio de la Princesa que Tika conociera en Qualinesti muchos meses atrás.

Consciente de su inferioridad la humana trató de ordenar su enmarañada melena, pero la halló apelmazada. Su indumentaria estaba hecha jirones en el límite del decoro, siendo su desconjuntada armadura la única que evitaba su caída. Además, las despiadadas estrellas dejaban al descubierto la tersa piel de sus bien contorneadas piernas sin que el pudor lograse disimular sus curvas formas.

Laurana sonrió, y ella respondió a su saludo. Nada importaba, ambas se fundieron en un cálido abrazo.

El kender, que había quedado solo, se detuvo en la penumbra con los ojos posados en el anciano. Detrás de éste, ajeno a la escena, un Dragón Dorado dormía tumbado sobre el borde de una roca, entre sonoros ronquidos que hinchaban a intervalos sus flancos. El viejo hizo señal a Tas de aproximarse.

Emitiendo un prolongado suspiro que parecía nacer en sus pies, Tasslehoff asintió y echó a andar despacio hasta situarse frente al hombre que le había llamado.

—¿Cual es mi nombre? —preguntó el anciano, a la vez que extendía la mano para acariciar el copete del kender.

—Sólo sé que no es Fizban.

—No lo era antes de hoy. —Con una sonrisa, atrajo al hombrecillo hacia sí pese a la rigidez que notaba en sus músculos.

—¿Cómo te llamas entonces? —inquirió Tas, aún reticente a entablar una conversación.

—De múltiples maneras —contestó el viejo—. Entre los elfos soy E’li, los enanos me denominan Thak y los humanos me conocen por el apelativo de Sykblade. Pero mi apodo preferido es el que me asignaron los Caballeros de Solamnia: El Paladín de Draco.

—Estaba seguro —rezongó Tas derrumbándose junto al fuego—. ¡Paladine! ¡Un dios! ¡He perdido a todos mis seres queridos, a todos!—. Y prorrumpió en sollozos.

El anciano lo observó unos segundos en actitud compasiva, e incluso se enjugó con el áspero dorso de la mano sus también húmedos ojos. Se arrodilló entonces junto al kender y posó la mano en su hombro, deseoso de consolarle.

—Mira, querido amigo —le dijo a la vez que aplicaba el dedo a su barbilla para instarle a volver los ojos hacia el cielo—, ¿ves esa estrella roja que centellea sobre nuestras cabezas? ¿Sabes a qué divinidad está consagrada?

—A Reorx —aventuró Tas con un hilo de voz, ahogado por las lágrimas.

—Es tan encarnada como el fuego de su forja —explicó el anciano sin dejar de contemplarla—, tanto como las chispas que despide su martillo mientras moldea el mundo aún informe que descansa sobre su yunque. Junto a la fragua de Reorx se yergue un árbol de belleza incomparable, un árbol que no conoce parangón en el universo de los vivos. Bajo su sombra se ha acomodado un enano gruñón para relajarse después de su arduo peregrinar, con una jarra de cerveza en la mano y el cuerpo caldeado por las llamas de la cercana forja. Pasa todo el día debajo del árbol, tallando la madera en delicadas figuras con un primor que nadie sería capaz de imitar. A menudo se detienen los viajeros, atraídos por la belleza del paraje, e intentan sentarse a su lado. Pero él les dirige una mirada tan furibunda que se apresuran a seguir su camino sin cruzar una sola palabra.

»Si alguien es lo bastante osado para persistir en su deseo de acompañarle, el enano le dice enfurecido: Este lugar está reservado. En algún lugar hay un botarate, un estúpido kender que emprende una aventura tras otra, metiéndose en infinitos embrollos a los que también arrastra a quienes son tan inconscientes como para seguirle. El día menos pensado se presentará aquí, admirará mi árbol y declarará: «Flint, estoy cansado. Creo que voy a descansar junto a ti» —Se sentará entonces y preguntará—: Flint, ¿te has enterado de mi última correría? ¿No? Te la explicaré. Todo empezó cuando el mago de la Túnica Negra, su hermano y yo decidimos hacer un viaje a través del tiempo, y en nuestro periplo ocurrieron extraordinarios eventos... Y yo tendré que escuchar su absurdo relato aunque no quiera. Lanza acto seguido una interminable retahíla de improperios, y aquél que parecía dispuesto a reposar bajo el árbol esboza una sonrisa y le deja en paz.

—¿ Significa eso que no está solo? —indagó Tas secándose los ojos.

—No. Además posee el don de la paciencia, sabedor de que tienes mucho que hacer antes de que se consuma tu vida. Te esperará, y por otra parte ya conoce todas sus historias. Debes sorprenderle con alguna nueva.

—Todavía ignora la actual —replicó el kender, animado por una naciente excitación—. ¡Oh, Fizban, ha sido fantástica! Estuve una vez más a punto de morir, pero, de pronto, apareció Raistlin con su Túnica Negra y me salvó. ¡Tenía un aspecto tan espléndido, tan absolutamente perverso! —El hombrecillo no cabía en sí de gozo—. Y luego, Fizban... —se interrumpió y, con la cabeza gacha, añadió—: Discúlpame, olvidé que no debo llamarte así.

—Me gusta que lo hagas —le tranquilizó el anciano dándole unas suaves palmadas—. De ahora en adelante ése será mi nombre entre los kenders. Si he de serte sincero, me he encariñado con el apelativo de Fizban.

Se acercó entonces a Tanis y Caramon para escuchar en silencio su conversación.

—Se ha ido, Tanis —decía el guerrero con honda tristeza—. No sé dónde, ni comprendo el cambio que se ha obrado en él. Su cuerpo parece aún frágil, pero se ha esfumado su debilidad y también aquella tos crónica que padecía. Su voz misma de siempre pero algo se ha alterado en su timbre, o quizá en su tono. Es...

—Fistandantilus —intervino el viejo.

Tanis y Caramon se volvieron. Al verle, le hicieron una respetuosa reverencia.

—¡Vamos, incorporaos! —les espetó Fizban—. No soporto estos servilismos, que por otra parte no os eximen de vuestra hipocresía. Sé de sobra lo que comentáis sobre mí cuando creéis que no puedo oíros. —La culpabilidad de ambos se hizo patente en el rubor que cubrió sus mejillas—. En cualquier caso no importa, soy yo quien os he hecho pensar lo que me convenía. Y ahora, hablemos de tu hermano. Tienes razón, es él y otro al mismo tiempo. Tal como predecían los augurios, se ha convertido en el amo del pasado y del presente.

—No entiendo tus palabras —confesó Caramon menean do la cabeza—. ¿Ha sido el Orbe de los Dragones lo que le ha transformado? Si es así, quizá se rompa y...

—No ha sido ningún objeto el causante de su metamorfosis —le aseguró Fizban a la vez que posaba en Caramon una severa mirada—. El mismo decidió su destino.

—¡No puedo creerlo! ¿De qué modo? ¿Y quién es Fistan... o comoquiera que se llame? Quiero respuestas.

—No está en mi mano proporcionártelas. —El anciano no levantó la voz, pero se percibía en su tono un ribete de acero que dejó mudo al guerrero—. Guárdate de esas respuestas, y más aún de tus preguntas —le advirtió.

El hombretón permaneció unos instantes escudriñando el cielo en busca del Dragón Verde, pese a saber que no lograría atisbarlo. Hacía ya rato que desapareciera con Raistlin sobre su grupa.

—¿Qué será de él ahora? —se aventuró al fin a inquirir.

—Lo ignoro —fue la desalentadora contestación—. Debe construir su propio futuro, al igual que vosotros. Pero hay algo que sí sé, Caramon: tienes que abandonarle a la suerte que ha escogido. —Sus ojos se desviaron hacia Tika, que se había aproximado al grupo—. Raistlin estaba en lo cierto cuando afirmó que vuestros caminos se bifurcan en este punto. Intérnate en tu nueva vida sin perder la paz de espíritu.

La muchacha sonrió a Caramon y él la abrazó, besando sus pelirrojos bucles, si bien sus caricias no impidieron que su vista se abstrajera en la bóveda celeste donde, encima de Neraka, los dragones persistían en librar sus ardorosas batallas para hacerse con el control del ruinoso imperio.

—Al parecer todo ha concluido —comentó Tanis—. El Bien ha triunfado.

—¿Es eso lo que piensas? —le reprendió Fizban con el rostro vuelto hacia el semielfo en actitud desafiante—. Te equivocas, lo que ocurre es que se ha restituido el equilibrio. Los dragones del Mal no serán desterrados, sino que perpetuarán su presencia junto a los bondadosos. El péndulo continúa balanceándose en libertad.

—No puedo aceptar que sea ése el resultado de nuestros sufrimientos —protestó Laurana, que se erguía ahora junto a Tanis—. ¿Por qué no ha de vencer el Bien y ahuyentar para siempre la malignidad?

—¿Acaso, no has aprendido nada, mi bella joven? —se encolerizó Fizban a la vez que la señalaba con el huesudo índice extendido—. Hubo un tiempo en el que la bondad ostentaba el cetro sin oposición. ¿Sabes cuándo? Justo antes del Cataclismo.

»Sí —prosiguió consciente del asombro que había suscitado—, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar fue el adalid de la causa. ¿Os sorprende que él representara la perfección? No debería ser así, ahora que todos vosotros habéis comprobado lo que puede conseguirse con esa supuesta benevolencia. Lo habéis visto en los elfos, que encarnaban la virtud en su más alto grado. Alimenta la intolerancia, la rigidez, la creencia en suma de estar en posesión de la verdad porque quienes no comparten nuestras convicciones han caído en el error.

»Los dioses comprendieron el peligro que corría un mundo dominado por semejante complacencia. Las divinidades, entre las que me cuento, advertimos que se destruía el auténtico Bien porque quienes lo defendían estaban ciegos a las cualidades de otros. Y reparamos en la Reina de la Oscuridad, que aguardaba agazapada el momento de su retorno convencida de que aquella situación no podía durar. Las balanzas desequilibradas acaban por desmoronarse bajo su propio peso, y ella sabía que entonces tendría su oportunidad de envolver al mundo en su manto de tinieblas.

»Así fue cómo se produjo el Cataclismo. Lloramos por los inocentes, y también por los culpables, pero debíamos preparar a Krynn pues de lo contrario la oscuridad nunca sería expulsada del todo. —Tasslehoff bostezó, y Fizban decidió poner fin a su discurso—. Dejemos esta arenga, es hora de partir. Me espera una noche muy ajetreada.»

—¡No te vayas aún! —le suplicó Tanis al ver que se alejaba en pos del Dragón Dorado—Fizban o, mejor dicho, Paladine ¿visitaste en alguna ocasión «El Ultimo Hogar», la posada de Solace?

—¿La posada de Solace? —repitió el anciano mientras se acariciaba la barba en actitud reflexiva—. ¡Hay tantas! Pero creo recordar unas patatas muy picantes. ¡Sí, eso es! —Desvió el rostro para mirar al semielfo con ojos centelleantes—. Solía narrar historias a los niños en aquel albergue, un lugar muy agradable. Si no me falla la memoria una noche entró en él una hermosa mujer, una bárbara de cabellos dorados y plateados, y entonó una canción sobre una Vara de Cristal Azul que provocó un tremendo alboroto.

—¡Fuiste tú quien llamaste a los soldados, quien nos metió en este atolladero! —le acusó el semielfo.

—Tan sólo me ocupé de montar la escena —replicó Fizban con picardía—, pero no os di ningún guión. Dejó los diálogos a la iniciativa de los actores, a la vuestra. —Estudió de hito en hito los rostros de Laurana y de Tanis, antes de añadir meneando la cabeza—: Podría haber mejorado ciertos decorados, lo reconozco, pero poco importa. —Se giró de nuevo para dar órdenes al durmiente reptil—. ¡Vamos, despierta, animal piojoso!

—¡Piojoso! —Pyrite abrió sus llameantes ojos—. ¿Cómo te atreves a insultarme, mago decrépito? No serías capaz ni de convertir el agua en hielo en la noche más cruda del invierno.

—¿De modo que es eso lo que opinas de mí? —gritó Fizban presa de una ira incontenible, azuzando al coloso con su cayado—. Ahora mismo te haré una demostración de mis poderes —le amenazó, y se apresuró a consultar un manoseado libro de hechizos—. Bola de fuego...estoy seguro de que se hallaba en esta sección.

Abstraído, sin cesar de refunfuñar, el viejo mago se encaramó al lomo del Dragón.

—¿Preparado para el viaje? —preguntó el animal con tono gélido, si bien desplegó sus resquebrajadas alas antes de que el jinete acertara a contestar. Las batió con esfuerzo hasta conferirles cierta flexibilidad, y se dispuso a levantar el vuelo.

—¡Espera, mi sombrero! —le ordenó Fizban enloquecido.

Demasiado tarde. Agitando todo su ser debido a la dificultad que hallaba en mantener el equilibrio en posición ingrávida, el Dragón comenzó a surcar el aire. Después de trazar un precario círculo y estrellarse casi contra el borde del risco, Pyrite alcanzó una corriente y se dejó impulsar hacia las alturas.

—¡Detente! —seguía vociferando el mago mientras se alejaban.

—¡Fizban! —le llamó Tas.

—¡Mi sombrero!

—¡Fizban!

Pero el animal y su cabalgadura estaban a demasiada distancia para oír al kender. No eran ya sino un reflejo dorado bajo la luz de Solinari, que bañaba las escamas del Dragón con sus puntos rayos.

—Lo llevas puesto —susurró Tasslehoff en una última alusión a la prenda que buscaba el distraído mago.

Los compañeros contemplaron un instante más la mancha luminosa, y procedieron a disponerlo todo para su partida.

—¿Puedes echarme una mano, Caramon? —le rogó Tanis. Con la ayuda del guerrero, desabrochó las cinchas de su armadura y lanzó una pieza tras otra al precipicio—. ¿Qué vas a hacer con la tuya?

—De momento prefiero conservarla. Hemos de recorrer un largo trecho, un camino largo y dificultoso —decidió Caramon sin apartar los ojos de la ciudad incendiada—. Raistlin tenía razón, los ejércitos de los Dragones no cejarán en su empeño sólo porque haya desaparecido su soberana.

—¿Donde iréis? —preguntó el semielfo con un suspiro. La brisa nocturna soplaba tibia y suave, impregnada de la promesa de un nuevo renacer.

Libre de la pesada carga que para él suponía la odiosa armadura, se sentó aliviado bajo una arboleda que dominaba el Templo desde la repisa de roca. Laurana se acomodó cerca de él, pero no a su lado, y oteó las llanuras con el mentón apoyado en las rodillas. Sus rasgos denotaban las fluctuaciones de sus pensamientos.

—Tika y yo lo hemos discutido a conciencia —respondió Caramon. Se sentó la pareja junto al semielfo, e intercambiaron una significativa mirada en la que cada uno instaba a hablar al otro. Fue el guerrero quien se aclaró la garganta y continuo—: Queremos volver a Solace, aunque imagino que eso equivale a separarnos. —Hizo una pausa, demasiado apesadumbrado para concluir.

—Sabemos que vosotros regresaréis a Kalaman —le ayudó Tika, vuelto el rostro hacia Laurana—. En un principio nos planteamos la posibilidad de acompañaros por si nos necesitabais en una ciudad que vive bajo la amenaza de una ciudadela flotante y las desordenadas hordas de renegados, y además nos gustaría ver a Riverwind, Goldmoon y Gilthanas, pero...

—Deseo sentirme de nuevo en casa, Tanis. —Caramon había tomado una vez más la palabra, aunque su voz tenía todos los tintes del agotamiento—. Adivino cuán duro me resultará el reencuentro con una Solace asolada por el fuego y la guerra —añadió para anticiparse a las objeciones de su interlocutor—, mas hemos pensado en Albana, en los elfos, en los esfuerzos que han de realizar si desean reconstruir Silvanesti, y tal idea nos ha infundido ánimos. Debemos estar agradecidos porque nuestra tierra no es, como la suya, una espantosa pesadilla. Quiero contribuir con mi fuerza al levantamiento de una nueva Solace, estoy acostumbrado a que se apoyen en mí.

Tika apoyó la mejilla en su brazo, y él enmarañó cariñosamente su cabello. Tanis inclinó la cabeza en señal de asentimiento, mientras se decía que también él ansiaba visitar Solace. Sin embargo, aquél no era ya su hogar, no sin Flint, Sturm y tantos otros.

— ¿Qué vas a hacer tú, Tas? —indagó el semielfo con una sonrisa al ver que el kender se aproximaba al grupo, acarreando un odre que había llenado de agua en un arroyo cercano—. ¿Vendrás a Kalaman con nosotros?

—No —repuso Tasslehoff con un intenso rubor—. Verás, ya que estoy aquí sería una lástima no dar un rodeo hasta mi lugar natal. Matamos a un Señor del Dragón —irguió orgulloso la barbilla— sin el concurso de nadie. A partir de ahora todos respetarán a mi pueblo e incluso es posible que Kronin, nuestro jefe sea evocado como un héroe en las leyendas de Krynn.

Tanis se atusó la barba a fin de ocultar la mueca que afloraba a sus labios, cuidando muy bien de no revelar a Tas que el enemigo que habían ajusticiado los de su raza era el cobarde y pretencioso Toede.

—Creo que será a otro kender al que aclamarán como héroe —intervino Laurana en serio—, aquél que rompió el Orbe de los Dragones, que batalló en el sitio de la Torre del Sumo Sacerdote, que capturó a Bakaris y que arriesgó su vida para rescatar a una amiga de las garras de la Reina Oscura.

—¿Quién es ese valiente? —preguntó Tas excitado pero, al comprender que la elfa se refería a él, enrojeció hasta las puntas de las orejas y se derrumbó avergonzado sobre el suelo.

Caramon y Tika apoyaron la espalda en el tronco de un árbol y, durante unos instantes, inundó sus rostros una inefable expresión de paz. Tanis los envidiaba, se preguntaba si algún día también se adueñaría de su persona tal sentimiento. Se volvió sin poder evitarlo hacia Laurana, que había enderezado el cuerpo y observaba ensimismada el llameante cielo.

—Laurana —titubeó el semielfo, quebrada la voz al enfrentarse a su bello rostro y con el anillo de oro en la palma de la mano—, en una ocasión me diste este objeto, antes de que ninguno de nosotros conociera el verdadero significado de la palabra amor o compromiso. A través del tiempo ha cobrado una importancia que jamás sospeché, Laurana. En el sueño esta sortija me liberaba de las tinieblas de la pesadilla, del mismo modo que tu amor me ha salvado de la negrura que atenazaba mi alma. —Se interrumpió unos segundos, asaltado por un súbito aguijonazo interior—. Me gustaría conservarla si tú no te opones, y al mismo tiempo obsequiarte otra que puedas lucir en tu dedo.

La joven permaneció unos minutos contemplando el anillo, hasta que al fin lo alzó de la palma de Tanis y lo arrojó al vacío con determinación. El intentó protestar, incluso hizo ademán de incorporarse, pero la joya refulgió bajo los haces rojizos de Lunitari y desapareció en la noche.

—Supongo que es la respuesta que merezco, no puedo reprochártelo.

Laurana clavó en él unos ojos llenos de serenidad, y le habló en estos términos:

—Cuando te ofrecí esta sortija, Tanis, lo hice guiada por el amor insensato de un corazón indisciplinado. Hiciste bien al devolvérmela, ahora lo sé. Tenía que madurar, que aprender a valorar una emoción tan auténtica y compleja. Me he enfrentado a las llamas y a la oscuridad, Tanis. He matado dragones, inundado de lágrimas el cadáver de alguien a quien quise mucho. Fui caudillo de la causa, me enfrenté a responsabilidades que, pese a las advertencias de Flint, no aprecié en su justa medida. Tras caer en la trampa de Kitiara comprendí, demasiado tarde, cuán frágil era mi amor. El inquebrantable sentimiento que comparten Riverwind y Goldmoon restituyó la esperanza al mundo mientras que el nuestro, más mezquino, cerca estuvo de destruirlo.

—Laurana —trató de intervenir Tanis, abrumado por la congoja. Ella cerró su mano en torno a la del semielfo para conminarle al silencio.

—Déjame terminar —le susurró—. Te amo, Tanis. Te amo porque conozco la batalla que libran en tus entrañas la luz y las tinieblas. Por eso me he desprendido del anillo, en la certeza de que no es un aro de hojas de enredadera lo que ha de conducirnos al buen camino. Quizá llegará el día en que nuestro querer nos sirva para asentar los cimientos de una relación perdurable, y cuando eso suceda te entregaré otro y aceptaré el tuyo.

—Serán unas alianzas talladas en oro y en acero —declaró él esbozando una sonrisa.

Extendió el brazo sobre el hombro de la elfa, deseoso de atraerla hacia sí. Ella se resistió pero Tanis la sujetó con más fuerza y, al cruzarse sus miradas, la muchacha le dedicó a su vez una dulce sonrisa y hundió la áurea cabeza en el hombro protector de su amado.

—Quizá me rasure la barba —comentó el semielfo en actitud pensativa.

—No lo hagas —le suplicó Laurana mientras se arropaba en su capa—. Me he habituado a ella.


Los compañeros pasaron la noche en vela arracimados bajo los árboles, en espera del amanecer. Exhaustos y heridos, sabedores también de que el peligro no se había disipado, comprendieron que cualquier intento de conciliar el sueño sería infructuoso.

Desde su atalaya vieron cómo los draconianos huían en tropel del recinto del Templo. Libres del yugo de sus superiores, pronto se abandonarían al robo y al asesinato para asegurarse la supervivencia sin que nadie pudiera arrancar de raíz el daño que habían de infligir al mundo. Todavía quedaban en pie algunos Señores de los Dragones y, aunque nadie mencionó su nombre, los compañeros sabían que una al menos había logrado salvarse del caos que arrasaba el lugar. Y quizá había otras fuerzas del Mal con las que tendrían que enfrentarse más tarde o más temprano, tan poderosas y terroríficas que escapaban a su imaginación.

Pero, de momento, se les ofrecían unos momentos de paz, y ansiaban disfrutarlos antes de que el alba impusiera las despedidas.

Ni siquiera Tasslehoff despegó los labios. No necesitaban palabras, se lo habían dicho todo o debían esperar para hacerlo. No querían enturbiar los recuerdos ni mucho menos precipitar los acontecimientos, de modo que se contentaron con rogar al tiempo que se detuviera y les permitiera descansar. Y acaso éste atendió su súplica.

Poco antes de amanecer, cuando un mero atisbo del sol naciente se asomaba por el horizonte, el Templo de Takhisis, Reina de la Oscuridad, estalló. La tierra tembló con la explosión, la luz brilló tan cegadora como si el astro hubiera irrumpido de forma repentina en el cielo.

Deslumbrados por los intensos destellos los compañeros apenas podían ver, pero tenían la impresión de que los fragmentos de la mole se alzaban en el aire en un vasto y sobrenatural remolino. Aumentó el brillo de los ígneos escombros a medida que surcaban la noche en su veloz trayectoria, hasta asumir centelleos tan radiantes como los de las estrellas.

Eran estrellas. Una tras otra, las partes del malogrado Templo ocuparon su lugar en el firmamento y al hacerlo ocuparon los dos espacios negros que descubriera Raistlin el pasado otoño, cuando navegaban en un bote sobre el lago Crystalmir.

Una vez más, las constelaciones se perfilaban en el cielo. Una vez más el Guerrero Valiente —Paladine, el Dragón de Platino— se enseñoreó de su mitad mientras en la otra se instalaba la Reina de la Oscuridad, Takhisis, la de las Cinco Cabezas, la de Todos los Colores y Ninguno. Reanudaron al unísono su incesante rotación, vigilándose mutuamente, en torno a Gilean, dios de la Neutralidad, Fiel de la Balanza.

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