La adolescencia fue una senda pedregosa para las dos. Para mi pesar y para tu amargura vino a remover los barros asentados de tu propia adolescencia desdichada. Te hice recordar demasiado dolor, ¿verdad? El cuerpo me fascinaba por su diversidad; y sus cambios siempre me habían resultado apasionantes, aunque algo aterradores. Leía todo lo que podía, aun material prohibido, del que papá guardaba en la mesita de luz y de cuya existencia no estoy segura estuvieras al tanto. De tanta teoría biológica aprendida en los libros, mezclada con la práctica exagerada que mostraban las revistas, inventé un mundo más fantástico que verdadero, donde lo bueno y lo malo estaban delimitados en blanco y negro. Clasificaba los besos en aceptables o asquerosos, las miradas en limpias o sucias, los roces en inocentes o perversos. Desde ese punto tan débil como errado, fui construyendo mi pobre sexualidad con la que hasta el día de hoy no logro ponerme de acuerdo.
Teñidas de rojo las sábanas, y yo muerta de vergüenza por no saber cómo decírtelo, hago la cama rápidamente, tapo mi suciedad mientras pienso cómo contarte que ya me ha pasado, con unas ganas desquiciadas de que me abraces con ternura y me hagas sentir limpia. Por fin, cerca del mediodía, apenas te susurro sin mirarte "Ya, ya me vino". Y tú, con ojos reprobadores, seguís machacando la cebolla mientras me explicas, inexpresiva, aunque asustada, unas normas de higiene tan ajenas al abrazo que estaba buscando. Sentí en ese momento que la barrera de nuestros pudores se hacía más ancha y que perdía el último barco hacia aquella primera infancia a la que hubiese querido regresar, sobre todo para encontrarte a ti esperándome. Así creció mi cuerpo y con él la mujer que llevo dentro, arqueando los hombros para disimular los incipientes pechos que me llenaban de vergüenza. Hasta el día de hoy, no logro corregir esta postura de monje medieval que me quita al menos dos centímetros de altura.
Cuando conocí a Juan, supe de inmediato que no ibas a quererlo. Juan era mío y tú rechazabas mis opciones con un mínimo cuestionamiento. Por eso nos casamos tan pronto, demasiado pronto. Ahora puedo decirte que entiendo tus enojos, que, al aproximarse la fecha de la boda, fueron volviéndose ruegos, desesperados intentos por detener lo que tú insistías en llamar "una locura". Si, en vez de atacarme con insultos y gritos que me alejaban cada minuto más de ti, me hubieras abrazado con ese abrazo que yo mendigaba y hubieras cambiado mi triste prisa por la seguridad de tu compañía, ¡ah mamá!, no dudes de que me habría quedado a tu lado. Yo quería tanto que todo aquello se detuviera; congelar nuestras vidas y salirme del cuadro para poder discernir cuál era mi camino. Pero no pude; esas cosas no suceden en la realidad. La vida me iba arrastrando, atravesándome descaradamente. Entonces, yo era como una pluma en el viento, no tenía voluntad ni fuerzas para torcer mi destino. Me eché a la deriva, segura de que no era el camino adecuado pero enloquecida por salirme de mi presente. Lo que vino después lo conoces y no voy a aburrirte con su relato. Basta con que sepas que también en esos años cuando, ya mujer, los nudos de mi historia se apretaron hasta la asfixia, también entonces, mamá, como ahora, te necesité a mi lado.
Elena
La casa no es una casa sino un apartamento en un quinto piso que da a la rambla costanera de alguna ciudad, pero todos la llaman "la casa", tal vez porque las palabras, que están vivas, dicen más de lo que hablan y casa se parece más a hogar. Elena se preocupa por conservar una limpieza y un orden intachables; pero dos hijos, un hombre y un perro superan cualquier esfuerzo. De un modo u otro, la casa está limpia, siempre inundada por la luz que proyecta el mar, dorada o rosa, según la hora del día. Pero Elena está infectada por el virus de la higiene y se le ha puesto en la cabeza que jamás tendrá su lugar como ella quiere, es decir, perfecto.
Oye el silbido del despertador y lo apaga para volver a un sueño en el que está caminando sobre una gran plataforma de acero suspendida entre las nubes. Anda descalza, liviana, se siente bien. Al final del camino hay dos personas, un hombre y una mujer; la están esperando con los brazos abiertos. Quiere avanzar y no puede, no tiene pies. Hace un intento desesperado, se angustia y, por fin, logra despertar.
– Daniel, Daniel, las siete.
Daniel viene de otros mundos, más prácticos, más sencillos, ni siquiera recuerda lo que ha soñado.
– ¿Vas primero al baño?
Es un hombre alto, de huesos grandes y rasgos bien marcados. Lleva el cabello corto y se ocupa de que jamás le toque el cuello de la camisa. El olfato es, sin duda, su sentido más desarrollado; le encanta perfumarse y tiene una colección de frascos vacíos que, cada tanto, Elena se ve tentada de tirar a la basura.
Daniel nació en un hogar de trabajadores y creció apreciando el valor del esfuerzo. Desde la adolescencia supo que nada tendría sin trabajar y, con más audacia que talento, se lanzó al mundo armado con sus ganas y una cara tan dura que le permitió soportar los golpes que fue recibiendo. Hasta el día de hoy no logra explicar cómo llegó al negocio de la publicidad. Tampoco recuerda quién fue su contacto ni cómo se las arregló para aprender solo el difícil código del todosecomprayvende.
Fue en una agencia que conoció a Elena. Daniel todavía puede evocar lo que sintió por ella en los primeros tiempos de noviazgo, y cómo supo ser apoyo de aquella mujer tan frágil, y cómo ella le respondió con ternura y afecto y… En fin, que siempre ha tenido una espina maldita clavada en el alma; pero no, no quiere pensar en eso ahora. La mañana apenas comienza y no va a dejar que los fantasmas de la inseguridad le arruinen el día. Menos hoy, que se va a reunir con los ejecutivos de esa multinacional y, quién sabe, si consiguiera esa cuenta significaría mucho, mucho dinero: cambiar el auto, comprarle uno a ella, vacaciones. No, hoy no va a hundirse en sus miedos, hoy tiene que primar su lado práctico, su ser material. Sin embargo… Estira el brazo y le toca la espalda a Elena que se ha sentado sobre el borde del colchón y alza sus manos hacia el techo con la misma pereza de su infancia, mientras gira el cuello en círculos hacia un lado y otro. Todavía no ha podido salir del todo de su mal sueño.
– Cuando vuelva a nacer, voy a ser hombre y me va a gustar madrugar.
– ¡¿Hombre?!
– Sí, para levantarme a trabajar sin pensar en nada más -se calza las zapatillas y se mete en el baño de donde sale tres minutos después, aún vistiendo la remera blanca que usa para dormir y que sólo cambia por un camisón negro, cortito, cuando Daniel se lo pide.
La rutina es más o menos la misma todos los días: café para ella, mate para él, tostadas o galletitas y dos cucharaditas de polen en gránulos que toman ambos porque han oído que repone energías. Elena coloca su taza sobre la mesada y comienza a guardar los cubiertos y la vajilla que han quedado en el escurridor desde la noche. Saca la batidora y, en su lugar, extiende una manta celeste sobre la cual planchará la ropa. Mientras calienta la plancha, aprovecha para pasar un trapo húmedo por la mesada de mármol. Se moja el índice con saliva y lo desliza por el metal caliente que emite un quejido cómplice. Entre camisa y pantalón bebe el café de a poquito; ya se ha acostumbrado a tomarlo frío. La caldera avisa que el agua está hirviendo. Una cinta de vapor se eleva hacia el techo y hace juegos extraños con la respiración de Elena.
– Me gusta el vapor. Es como si fuera humo, pero de agua. Cuando era chica me encantaba hacer dibujitos en los azulejos empañados. ¿Tú, nunca…?
Daniel está perdido en su diario y, como de costumbre, no ha escuchado nada. Ya se ha habituado tanto a la voz de su mujer, que oye las palabras pero no las procesa y ella inmediatamente se arrepiente de hablar demasiado.
– Ah, mira qué máquina. Tiene llantas de aleación, bloqueo central, dirección hidráulica, aire, y,… ah, sí, spoiler trasero.
– ¿Qué?
– Y no está tan caro que digamos. Si vendemos el nuestro, ¿cuánto sacaríamos?
– ¡Con todas las deudas que tenemos! ¿Te parece que estamos para más gastos? Ayer llegó el seguro y el lunes vence la segunda cuota de la computadora. Y están las tarjetas, y los gastos comunes, y Otilia que limpia como la misma mona, pero me saca del apuro y…
– Ya me amargaste el día, y no alcancé a tomar ni dos mates. Me pego una ducha y salgo.
Le da un beso en la frente y pone esa expresión de tipo agobiado que sabe que a ella le hace crecer una culpa instantánea.
– ¿Me alcanzás una toalla? ¡Ah! Y ya que estás, los calzoncillos.
Elena le tiene el ajuar pronto sobre la cama. Desde el primer día lo hizo y, aunque él nunca le dio las gracias, ella sabe que en el balance general este pequeño gesto cuenta en su haber de buena esposa. El sale del baño y deja atrás un reguero de talco en el piso y dentro del bidé. Se viste sin cuestionar el atuendo, seguro de que todo ya ha sido pensado; se mira en el espejo.
– ¿Qué tal?
– Estás precioso.
– ¿Precioso? No estaré hecho un payaso, ¿no?
– Para nada. ¿Y a qué se debe tanta pinta?
– ¿Cómo a qué? Me estás tomando el pelo, supongo.
– No tengo ni la menor idea de…
– Pero, Elena, no puede ser que no te acuerdes. Te lo comenté la semana pasada, lo de la multinacional, la cuenta nueva…
– Ah, sí, me había olvidado.
– Eso es porque no me escuchás cuando te hablo. Estás perdida en vaya a saber Dios qué disparates, y uno gasta saliva al santísimo botón. Después se quejan de que los hombres se aburren. ¡Por favor!
– No sé de qué te asustás, justamente tú que ni te enteras de mis cosas, que cuando te hablo mirás la tele y me respondés con ruidos incomprensibles. La verdad es que no creo que seas la persona más indicada para hacer reproches, Daniel.
– Problemas de comunicación, ¡qué le vamos a hacer!
– ¡¿Qué le vamos a hacer?! Lo decís con la misma angustia que te produciría un electrodoméstico roto.
– ¿Por qué no hablamos un poco de ti? ¿Creés que no estoy cansado de tus caras largas y esa tristeza que no se te saca con nada? ¿Estás aburrida? Dejá el trabajo, que no es necesario y te dedicás a algo que te dé más placer. ¿Qué te gusta? ¿Pintar? ¿Gimnasia? No sé, no sé qué te viene bien, Elena; francamente, me despistás. Cuando te conocí eras una persona diferente.
– ¡Es que soy una persona diferente! No quiero acostumbrarme a vivir así, Daniel.
– De verdad, no te soporto cuando te pones en víctima. Elena, estoy pasando por un momento buenísimo, no sé cuánto va a durar ni si se dará otra vez, tengo que aprovecharlo al máximo. La reunión de hoy puede significar un cambio grande para nosotros. Ya sé, ya sé que lo material no es todo, pero no voy a tirar por la borda tantos años de sacrificio. Me he hecho un nombre, y todo ha salido de acá, ¿lo ves?, de estas espaldas, nadie me ha regalado nada. Elena, te necesito a mi lado. Tengo que poner toda mi energía en este proyecto, no puedo distraerme con asuntos sin pies ni cabeza. Tú has sido fuerte y has superado crisis mucho más graves que ésta. Y yo te tengo fe, Elena.
Ella lo mira en silencio, lo ha estado escuchando y no ha podido impedir que se le humedecieran los ojos, pero contiene las lágrimas.
– Estás muy buen mozo, los vas a fascinar.
– ¿Te parece? Mientras los fascine la propuesta…
– Va a salir bien, no tengo dudas.
– ¿Te dejo dinero?
– No, hay algo. Daniel, antes de que te vayas quisiera hablarte de Luisito, me tiene preocupada. Volvió a las cinco de la madrugada y me parece que había tomado. Se metió en el baño a vomitar, después salió pálido y se acostó con ropa y todo. Hay que hablar con él, Daniel, tengo miedo de que ande metido en algo raro.
Daniel se acomoda el nudo de la corbata y finge una sonrisa forzada frente al espejo para controlar que sus dientes estén en orden.
– ¿Y por qué no le hablás? Si es tu mimado.
– Como si no lo hubiera intentado. Cuando ve que voy a hablarle, sube la música o se encierra en su cuarto. No creas que es fácil, además no sigas diciendo que es mi niño mimado, a Ana le dan celos…
– Como quieras, pero es tu mimado. Yo no le daría tanta importancia, son cosas de la edad. Además, una borrachera no es la muerte, por Dios, no exageres, hay que dejarlo que crezca. No pretenderás tenerlo toda la vida prendido de tus bombachas.
– No exageres tú.
– Es la pura verdad. El chico necesita un poco de aire, nada más.
– No quiero que sufra.
– Eso no se puede evitar. Además, te reprochará el no haberlo dejado crecer como los demás. Estás demasiado tensa, Ele. Te prometo que el sábado, si no tengo que reunirme con estos plomos, claro, nos vamos por ahí a tomar algo, al cine, donde quieras, ¿estamos? Y no limpies tanto, por favor, la casa está bien así. Debe ser eso que te tiene estresada.
– Seguramente, claro.
– Beso y me voy.
– Que tengas suerte.
– Gracias, voy a necesitarla toda. Hoy vuelvo tarde casi seguro. Ya sabés cómo son estos gringos, quieren que los lleves a cenar… Te llamo, ¿sí?
– Dale.
Se va, la toalla mojada sobre la cama, y cierra la puerta con un "¡Me vooooy!" que atraviesa la casa. Lo que para él es un saludo cálido, a ella le pega en alguna parte como una patada de burro.
Elena se pone el vaquero gastado y una remera gris. Estos minutos son instantes preciosos, sobre todo porque en la casa se oye sólo el silencio. A Elena siempre le ha gustado este sonido que le permite escuchar su ruido interior. Hoy, particularmente, hay mucho alboroto adentro. Quisiera tanto poder contarle a él de los mundos secretos que la habitan; abismos tan profundos que sondea hasta que la angustia se lo permite; laberintos de ideas y emociones; todo eso es ella.
Esdrújulo, el perro que encontraron en el jardín del edificio cuando apenas era un montoncito de miseria sobre cuatro patas flacas, que alimentaron y cuidaron "y después lo damos" pero que, finalmente, resultó ser tan buen escuchador de penas que ganó su derecho a hueso y casa, ya está rascando la puerta. Elena le coloca la correa y, como todos los días, siente pena por los dos. En la calle el perro la guía; ella sólo tira de la correa para cruzar cuando, más adelante, ve a un posible candidato a la guarangada. Ya los tiene bien conocidos. Si el hombre está solo, ella estudia rápidamente su acritud y decide, casi sin aflojar el paso, si continuar o cruzar. Si hay dos, entonces cruza siempre porque, en su estadística sin números, sabe que rara vez un hombre pierde la oportunidad de hacerse el macho frente a un igual. Si son varios, sigue por la misma vereda en caso de que con ellos haya una mujer, antídoto probable contra cualquier grosería que la enfurece hasta los límites de un feminismo extremo. Esa injusticia, ese tener que andar por la calle esquivando gente, cruzando de acá para allá, caminando cuadras de más, calibrando el largo de la falda o la altura de los tacos, eso también le da ganas de haber nacido varón. Pero solamente sucede muy de vez en cuando; el resto del tiempo está cómoda en su cuerpo pequeño. Esdrújulo ha escogido un muro para despacharse a gusto y Elena, que siempre se ha sentido ridícula mientras espera que el perro termine con lo suyo, se fija en el horizonte tachonado de nubes de plomo.
"Hoy llueve", piensa.
Daniel:
Ya sabés que siempre me ha sido más fácil explicarme por escrito. Lo lamento.
Ya sabés que siempre me ha sido más fácil expresarme por escrito. Lo lamento, no me he comunicado mucho en estos últimos tiempos. Asumo mi parte de responsabilidad cuando me pregunto cómo pudo abrirse esta brecha que no nos deja encontrarnos. Voy a evocar buenos momentos vividos contigo, para que esta carta no sea escrita desde el rencor. No sería justo.
Lo primero, agradecerte por haberme elegido. Lo segundo, detestarte por haberlo hecho. Entre estas aguas va mi cariño, tan ambiguo como esos excesivos cuidados de madre que te doy, seguidos por alguna pequeña maldad, como esconderte la radio cuando va a empezar el partido, por ejemplo. ¡Qué inmadura! A veces, me siento una niña a tu lado. Cuando nos conocimos, estaba deshecha en mil partículas, que fuiste uniendo con paciencia y un amor tan total que me pareció una estupidez dejarte ir. Entonces se produjo el milagro. Tu amor me dio seguridad. Por eso me quedé en ti; por miedo a la intemperie.
Yo venía del infierno de Juan y me sentía como un gran rompecabezas con una pieza perdida para siempre. Te conté brevemente mi historia y tú me seguiste con los ojos más que con los oídos. Me diste la mano cuando la corriente me arrastraba lejos y tiraste con fuerza, aun peleando contra mí. Me hiciste de nuevo, Daniel, y por eso voy a estar eternamente en deuda contigo. Siempre supe que lo mío no se parecía al amor. Lo siento. Me limité a quererte como a un amigo y a devolverte en servicio lo que tú dabas en amor; tal era mi manera de decirte gracias. Pero ahora veo que fue sólo una limosna ingrata.
Durante mucho tiempo viví según tus necesidades, anulando mis gustos para satisfacerte, para no complicar con tonterías. De pronto, me di cuenta de que estas pequeñas cosas hacen la vida, y me asusté, verdaderamente me asusté porque, de tanto fundirme en tu molde, había olvidado quién era. Luego, fuiste soltando de a poco la piola que te mantenía unido a nuestro hogar, como si ya no te importara. Me dejaste el privilegio de tomar todas las decisiones y yo, que estrenaba libertad y me sentía omnipotente en mis dominios, poco a poco fui despreciando tu opinión hasta prescindir de ella. Nos olvidamos del trabajo en equipo y delimitamos, con una frontera nunca hablada pero precisa, las áreas de mando. Así nos fuimos separando, cada uno con fantasías nuevas pero ya no compartidas. Eso nos pasó, Daniel, y ahora estamos tan lejos…
Extraño tu pasión, tus detalles. Para conquistarme, escribiste las palabras más bellas y las encerraste en unas cartas que quemaban desde el sobre; luego, fueron meses de dulzura, tú sin poder todavía creer que me tenías, yo disfrutando por primera vez de un amor integral. Los tiempos que vinieron fueron poblándose de sombras rutinarias y poco a poco nos envolvieron. Como dimos por hecho que el otro estaba, ya no hicimos el esfuerzo por buscarnos. Jugamos al papá y a la mamá perfectos para poder decir sin culpa que no nos quedaba tiempo para nosotros. ¡Mentira! Tan falso como mi dolor de cabeza y tu cansancio repentino cada vez que nos metíamos en la cama. Apuesto a que tampoco recordás cuándo hicimos el amor por última vez, íntegramente digo, porque cada tanto tenemos encuentros fugaces, pero es sexo puro, no vale para el espíritu. Siempre me resultó curiosa la expresión "hacer el amor", como si algo tan sutil, tan intangible y, a la vez, conmovedor, pudiera hacerse como una torta de chocolate. En todo caso, el amor hace todo lo demás, ¿no te parece? Sea como sea, añoro más una tarde de ternura que una noche de pasión. Si pudiera odiarte, ¡qué fácil sería!
Quiero que las cosas cambien, Daniel. No seguiré desperdiciando tu vida y la mía, jugando a ser los esposos correctos. Quiero quererte como siempre has merecido y quiero que vuelvas a enamorarte de mí. No aceptaré menos que eso. Lamento haberme dado cuenta ahora, cuando estás agotado de dar tanto y recibir tan poco. No puedo sola en este esfuerzo, es necesario que lo hagamos juntos, con igual intensidad y mucha paciencia. ¿A quién más le importamos, Daniel?
Estaré atenta a cualquier señal. Mi invitación es para un viaje sólo de ida. Yo voy a tomar ese tren y deseo con todo mi corazón que vengas conmigo.
Elena
La lucecita la llama desde el contestador como una estrella titilante. Elena adora mirar las estrellas, pero detesta esa bendita máquina infernal que se entera de sus asuntos antes que ella. "Sí, señora, hoy no voy a poder ir porque…" Elena se encoge de hombros y piensa que ésta es la última vez que la mujer la deja plantada con la casa por acomodar. Entonces, oye unas palabras: "…doctor quisiera verla lo antes posible, si fuera tan amable de llamar para combinar hora. Gracias". Elena no es mujer de adelantarse a los hechos, pero esta vez la asalta un miedo punzante, casi primitivo. Busca los cigarrillos. Como de costumbre, no hay. Enciende uno a medio fumar, que ha quedado en el cenicero. Es de los de Daniel, fuerte y sin filtro, parece un habano. Hace tiempo que a Elena le repugna este olor metido hasta en las sábanas; pero él no se ha dado por enterado. Menos besos, eso es todo. Esta vez, le sabe a miel, o a tilos. Busca el número en la agenda y llama. "Consultorio, habla Trinidad, ¿en qué puedo ayudarla?", responde una telefonista y Elena saluda, aunque no está segura de que la haya atendido una persona, parece más bien un contestador automático.
– Ah, sí, el doctor quiere verla. Si pudiera ser hoy…
– ¡¿Hoy?! Pero, estuve hace unos días.
– Déjeme ver… a las siete, ¿le queda bien?
– Sí, pero dígame, ¿no sabe por qué quiere verme?
– No, señora, yo me limito a llamar cuando el doctor me lo pide.
– Claro, pero quizá le comentó algo.
– No, señora, solamente me dijo que viniera. La esperamos a las siete.
Hace un tiempo, Elena fue a hacer su control anual de rutina. Cada año, cuando llega el día de la cita médica, piensa en mil excusas para escapar pero, al final, más culpa que responsabilidad termina empujándola hasta el consultorio. Siempre le ha resultado indigno tener que someterse a esas maniobras, en una posición tan incómoda. Sin embargo, cuando escucha el temible "sáquese la bombacha y súbase a la camilla", respira entregada y concentra sus pensamientos en cosas bellas, ajenas a ese lugar. Todo es tan breve, tan inocuo, tan científico que, a los pocos segundos, se siente orgullosa de sí misma por haber cumplido estoicamente con su deber.
Ha visto consumirse a una mujer por cáncer de mama. No era su amiga, ni siquiera conocía su nombre. Era la señora del quiosco, la que le vendía los cigarrillos, y a la que vio encoger dentro del propio cuerpo, hasta que un día la notó más gris que de costumbre y al otro ya no volvió. Una semana después, cuando el esposo reabrió el quiosquito, Elena supo qué clase de bestia había devorado a la mujer, y ella se prometió que sus exámenes espaciados cada cuatro o cinco años iban a ser estrictamente anuales. El médico le había indicado una mamografía "de rutina, no se preocupe", y Elena le ha llevado el informe dos días atrás.
Siente que una ola se le viene encrespando desde lo más profundo y da la última pitada larga, casi un suspiro. "¿Qué tendré? ¿Por qué me hace ir de vuelta? ¡Qué locura! Si me siento bien, algo cansada, pero estoy bien… Tranquila, no te desesperes que ya hay bastante con lo de todos los días."
El reloj de madera falsa acaba de cantar las ocho. Es una pieza bella, mentirosa pero bella, que alguien les regaló el día del casamiento. Como tantos otros obsequios, vino pegado a una tarjetita de felicitaciones con una firma ilegible. El reloj, sin embargo, fue uno de los regalos preferidos por Elena, encaramado sobre el modular de roble, entre un florero de murano y una pastorcita de Lladró que Daniel trajo un día de aniversario. Cuando queda sola, le habla con cariño y lo toca, como si a esta caricia cargada de energía obedeciera el girar de las agujas. Le pasa la mano y apoya el mentón en el palo de la escoba. "Hoy no quisiera oírte. A veces, me siento flotar, me pierdo en divagues pensando en lo que fue y por qué fue, y en lo que hubiese querido, y en lo que quise y no he podido, y me vuelo, me vuelo hasta que me traes de regreso al planeta. Y caigo en la cuenta de que voy pasando, transcurriendo tontamente, perdiéndome el regalo de estar viva. ¿Por qué no puedo aceptar lo que venga? ¿Por qué necesito controlar todo? ¿Por qué me angustia tanto el no saber, el no poder planificar? Porque tal vez, en mi obsesión por tenerlo todo ordenadito, cada caja en su cajón y cada minuto en su hora, lo que yo intente sea controlar mi propia muerte y colocarla muy lejos, en un baúl con mil candados, y tirar las llaves más lejos para que no llegue nunca. O para que llegue, si no puedo detenerlo, pero que se atrase hasta que pueda encontrarme y saber quién soy y qué quiero y cómo no irme sin…"
– ¡Mamáaaa!
Elena se sobresalta y de inmediato se siente ridícula. Hace años que oye este grito y todavía no se acostumbra al despotismo del llamado. La palabra azucarada por poemas y publicidad rosa ha mutado de tierna evocación a resignada esclavitud y, aunque ella se ha resistido a aceptar esta triste distorsión de un ideal, la realidad la venció y convenció hace tiempo.
Luis está despierto. Como todos los días, ha lanzado el grito de cachorro desamparado casi antes de despegar los ojos, y, como todos los días, ahí va ella a perderlo en cuidados que él adora pero finge despreciar, el muy zanguango. Tiene dieciséis años bien llevados en el cuerpo, a juzgar por la musculatura trabajada hasta el límite de su pubertad. La grotesca desproporción de sus facciones de querubín peludo no impide que la madre se deshaga en besos y caricias que él rechaza con ademanes bruscos, como si estuviera espantando moscas.
– ¡Ah mamá! ¡¿Qué estás haciendo?!
– ¿Dormiste bien? -Elena le acomoda el flequillo con sus dedos a modo de peineta y le despeja la frente ganada por el acné. ¡Cómo quisiera cubrirlo con sus besos y dejar que vuelva a dormirse como cuando era niño, hace tan poco! Pero él no le contesta; tampoco la mira. Le pide el pantalón vaquero y se enfurece cuando no encuentra las medias del día anterior que descansan, por supuesto, en el fondo de la cama.
– ¿Te hago el desayuno? Jugo, café con leche, y hay unos bizcochitos que…
– No sé, vieja, lo que sea. Tengo prueba de Historia y no sé un carajo.
– No hables así.
– ¡Ah! No jodas, mamá. ¿Cómo voy a hablar? ¿El baño está libre? -se levanta descalzo y la deja sentada en el borde de su cama, preguntándose por qué la trata así.
Elena retira las sábanas, encuentra las medias y sonríe. Debajo de la cama descubre un mundo adolescente: dos pares de zapatillas, más medias sucias y, entreverado con todo eso, asomando entre las páginas de una revista que ella recoge sin mirar, un preservativo dentro de su envase le atrae la mirada sin que pueda creer lo que ve. No lo toca; esto no es de su bebé; se lo han puesto esos amigotes que tiene. Intenta colocarlo entre las mujeres desnudas que se burlan desde las páginas satinadas que ahora no evita mirar y que le traen recuerdos de otros tiempos cuando sí las miraba con fruición. Éstas, sin embargo, le parecen más asquerosas, demasiado explícitas. "¡Qué porquería!", dice, pero sigue pasando las páginas y presta especial atención a los pechos enormes, desbordantes, exagerados. "Son de mentira", piensa. Luis vuelve acomodándose los pantalones y la sorprende en cuclillas, con la revista que intenta esconder en un movimiento tan rápido como inútil.
– ¡Dame eso! Ya te dije que no revuelvas mis cosas.
– Si yo no entro al cuarto, vas a ahogarte en tu propia mugre. Otilia hace meses que no pisa este chiquero. Tiene razón. Además, quiero que todas estas porquerías salgan de la casa, ¿me entendiste? ¿No te da vergüenza? ¿Quién te dio esto?
– ¡Tzzzz! No hinches. Tanto lío por un forro, ¿qué es preferible? ¿Qué me agarre cualquier peste?
Elena siente que no puede manejar la situación. Cómo necesitaría que Daniel estuviera ahí en ese momento para dejarlos solos y que hablaran de todas las cosas que ella también podría decirle pero que no se anima. Sabe que Luis le ha ganado la pulseada y se avergüenza de su inmadurez por no poder aprovechar la oportunidad para tener una buena charla con su hijo.
– Mirá, al menos, por respeto a mí, no quiero volver a ver esto, ¿está claro? Y hoy te acomodas el cuarto sólito. Si estás crecido para ciertas cosas, bien podrás hacer tu cama. ¡Ah!, ¿dónde estuviste ayer? No cuesta nada llamarme por teléfono, sobre todo sabiendo que no puedo pegar un ojo hasta que no estás de vuelta. Nene, ¿me estás escuchando? -el nene no contesta; ni siquiera la ha oído. En cuanto sospechó que se le venía con un sermón, se calzó los auriculares y se evadió completamente. Ella sigue reprochando y suplicando sin caer en la cuenta de que él anda en las nubes, elevado por alguna melodía pesada de las que apenas soportan los tímpanos. Mientras habla, va juntando ropa que ha quedado colgada en la silla y antes de salir con una pila que le tapa la cara, asoma la cabeza entre las camisas y le suelta un "hoy tengo médico" que él, por supuesto, no oye, y que si oye, tampoco logra interesarlo.
Elena va al baño a dejar la ropa sucia en el canasto de mimbre. Tira de la cisterna, sin cuestionarse siquiera la necesidad de ello, segura de que Luis ha olvidado hacerlo. Al salir, choca con Ana, todavía en camisón.
– Buen día. El baño está libre. ¿Vas a desayunar?
– No te preocupes, tomo un café y salgo.
– No se puede andar todo el día con agüita en la panza. Te va a hacer mal. ¿Te preparo café con leche?
– No, mamá, ya sabés que estoy a dieta. No sé para qué insistís, con el sacrificio que estoy haciendo. ¿Querés que me vuelva una vaca? ¿Eso querés?
– Ana, lo que quiero es que estés bien.
– Y, bueno, entonces dejame en paz. Después como algo por ahí y listo.
– Terminás comiendo porquerías. Te preparo algo, unas galletitas con jamón no engordan, además, estás linda así.
– ¿Linda? Ay, por favor, no me hagas reír, mirá los rollos que tengo, y estas piernotas. Lo que pasa es que no me entendés porque sos flaca y cualquier ropa te va bien. Lo único que quisiera engordar son estas lolas de mierda que tengo; de acá salgo más a papá que a vos.
Elena sonríe por la broma, pero de inmediato recuerda la cita de la tarde que ha tratado en vano de alejar del pensamiento.
– Todavía te falta crecer, yo con diecisiete años tenía menos. Además, no creas que sirven de mucho, a más de una le han complicado la vida. Acordate de la mujer del quiosco, pobre, se murió en un par de meses. ¿Qué te parece?
– Me parece que exagerás. A cualquier mujer le encanta tener unas buenas tetas. Vos porque no las sabés lucir con esas ropas que usás que parecen robadas de un convento. Mirá, te digo, si no me crecen, me opero.
– No digas disparates. ¡Operarte por eso! Dejá las operaciones para los que realmente las necesitan… Hablando de operaciones, hoy tengo médico.
– Aja.
– Sí, me llamó la recepcionista porque el doctor quiere verme; no sé si será por el Pap o por el otro.
– ¿Cuál?
– El otro estudio que me hice, ¿te acordás?
– Ni idea.
– La mamografía; no sé, no sé para qué querrá verme.
– Seguro que no es nada. No le des bolilla, debe ser para vértelas de nuevo -sin mirarla, se mete en el baño y cierra la puerta y Elena se queda con muchas palabras amontonadas en la garganta que hubiera querido decir, y muchas más ausentes en el alma que hubiera querido escuchar, pero unas y otras lastiman. Respira hondo y marcha hacia la cocina, donde está Esdrújulo, que no habla, pero al menos escucha.
Cuando niña, la cocina era el lugar preferido de la casa; ahí estaba más cerca de su madre. Piensa en ella, ahora que hace tanto que no la ve, y, la primera imagen es la de una mujer de espaldas, con el vientre apoyado contra la mesada de mármol, sacudiéndose levemente, como si tiritara de a ratos. Elena no puede distinguir si esta mujer está cortando algo sobre la tabla, o si llora, o, tal vez, ambas cosas.
"Es curioso", piensa, "hace mucho que no cenamos los cuatro juntos". Cada uno come lo suyo a su hora; por eso han optado por la comida congelada que calientan en el microondas cuando quieren y pueden. Elena le ha perdido el gusto a la cocina, por la indiferencia de los otros frente al trabajo ingrato de elaborar y limpiar y luego ver cómo desaparece el producto de horas de labor sin un "gracias" ni un "qué bueno". En la heladera hay, sostenida por un imán, una pequeña libreta donde cada uno anota lo que quiere para la semana; y los martes ella va al supermercado para comprar las bandejitas elegidas y muy pocos ingredientes más. Cada día le traen la leche y el pan que casi siempre queda olvidado en el horno y luego va a la basura. Sabe que así gasta más, pero no cree que valga la pena el sacrificio de cocinar para nadie. Hasta Esdrújulo vive de unas pelotitas resecas que le han impuesto sin cuestionar su gusto, y que come a sabiendas de que la opción es pasar hambre.
Se calza los guantes de goma y enciende la radio pequeña que hace años está fosilizada en el mismo punto del dial. Mientras va ordenando cada cosa en su sitio y vuelve a pasar una esponja húmeda sobre la mesada, piensa que la casa está cada vez más limpia, como si la habitaran menos. Cuando Ana y Luis eran pequeños, siempre había dedos en las paredes y manchas de tinta en lugares inverosímiles; pero ahora que todos son casi visita en la casa, apenas dejan huella. "Será que se están yendo", piensa y no puede impedir que le venga a la memoria un tiempo más ruidoso y vital en el que ella andaba como loca con termómetros y antibióticos corriendo de cuarto en cuarto.
Acaba de recordar la primera caída de Ana. Tenía cuatro meses y ella le estaba cambiando los pañales sobre la cama grande que era demasiado baja y le dejaba la columna dolorida. Daniel miraba en la tele Charada, una película que ella había visto tiempo antes y que hubiera deseado volver a disfrutar junto a él pero, los deberes de madre, a veces, tomaban más tiempo que la tanda comercial. Mientras terminaba de arropar a Ana, vio aquel Bateau Mouche deslizarse como un cisne por el Sena, iluminada su cubierta por pequeños farolitos, y a Cary Grant enamorando suavemente a la divina Audrey, y toda la escena fluía con tanta magia como la mágica noche del mágico París.
Cuando Elena oyó el llanto, ya era tarde; Ana estaba sobre el piso de granito chillando como un marrano herido. Al diablo la charada, el Grant y la Hepburn, y maldita ella que, por su imbécil romanticismo, había dejado caer a su hija. La envolvió en una manta y allá volaron los tres a la puerta de emergencias. Durante el trayecto eterno, Elena, sentada en el asiento trasero, soplaba sobre la carita asustada de Ana y le pedía que no se durmiera, mientras le soltaba unos lagrimones llenos de culpa. Al llegar, apenas esperó que el coche se detuviera. Se lanzó con su hija en brazos y entró gritando a la sala donde una mujer de blanco la detuvo en seco y le pidió el último recibo. "¡Por favor, se cayó!" La mujer abrió la manta y no hizo el menor gesto. "¿Trajo carné de socio, documento?" "No tengo nada, salí como loca. ¡Por favor, que la vea un médico!" La mujer le hizo un ademán casi imperceptible para que la siguiera y la condujo a través de un largo corredor hasta una salita con una camilla y dos cuadros con motivos infantiles. "Espere aquí. Ya viene la doctora." Los segundos siguientes parecieron horas. Las fantasías de Elena iban leudando y todas ellas eran historias negras que culminaban con "eso" en lo que no quería ni pensar pero que tampoco podía apartar de la mente. "Y todo por mi culpa. No tengo perdón."
Mientras esto sucedía, Ana apenas resistía el sueño y Elena se desesperaba intentando abrirle los ojos hasta que el cansancio pudo más. Entonces, no aguantó, salió de la habitación con Ana en brazos y comenzó a deambular por el corredor llorando a gritos que su hija se le moría. La doctora le cortó el paso, le pidió que se calmara y volvieron a la habitación. "La cama, ¿es muy alta? ¿Es piso duro? ¿Vomitó?" Elena le iba contestando como podía, ahogando el llanto con monosílabos, convirtiéndose ella en otra niña tan desamparada, tan inútil. Cuando la revisión terminó, Ana se había despertado con el zarandeo. "Vamos a dejarla unas horas en observación, pero impresiona bien. No parece tener lesiones." Con esto salió, y al cabo de unos instantes, entró la enfermera. Traía una bata blanca colgando de uno de los brazos. "Ya mandé a su esposo a buscar el recibo. Tome, póngase esto." Al principio, Elena creyó que era para Ana, pero entonces vio la expresión burlona pintada en la cara de la otra y cayó en la cuenta de que, en el apuro, había olvidado ponerse los pantalones: llevaba un saco de punto, las pantuflas bigotudas y una camisa fina que le tapaba apenas la ropa interior.
Elena sonríe con ternura al evocar mientras una canción venida del más allá comienza a sonar y se va expandiendo por la cocina como antes lo hacía el perfume de la albahaca: "Start spreading the news, I’m leaving today, I want to be apart of it, New York, New York… if I can make it there, I can make it anywhere…". La voz es envolvente, la melodía bella y ambas tienen la virtud de fundirse en un sonido balsámico, un lugar perfecto donde fermentar las penas. A Elena se le escapa la lágrima que ha venido aguantando desde el desayuno. Por fin se siente acompañada; al menos habrá personas que, como ella, estarán emocionándose en ese instante al escuchar la canción.
Luis entra en la cocina, parece un animal hambriento; de hecho, es comida lo que busca. Levanta repasadores, abre la heladera y luego el horno con una ansiedad de drogadicto.
– ¿Y los bizcochos?
– En la panera. ¿Te gusta Sinatra?
– ¿Quién?
– Frank Sinatra.
Luis levanta los hombros, hace un gesto de no entender y se mete un pan con grasa entero en la boca que apenas puede cerrar mientras intenta masticar la presa demasiado grande. Nota que su madre lo mira con cara de no querer creer y, sin dejar de rumiar el bizcocho que ahora le asoma entre los dientes como una masa inmunda, le dice: "¿Y yo qué corno sé quién es ése?".
Elena le da la espalda para no sentir asco de su hijo; sin mirarlo, le murmura: "Es… el rey de Italia".
Queridos hijos:
¿Por qué los siento tan lejos? ¿Me habré vuelto extranjera en su tierra? Yo creí poder hacer mi vida de nuevo aprendiendo a recorrerme reflejada en sus espejos. ¿Por qué nos hemos perdido? ¿En qué segundo fatal se cortó el cordón que nos ligaba con lazos que yo pensaba más fuertes que la vida misma? Recuerdo mis días de hija y me veo tan sola, tan triste, inventando mundos luminosos hacia donde escapar y planeando vidas con revanchas y sueños cumplidos. ¿Qué fue de todo eso? ¿Dónde están mis proyectos, mis ilusiones? Ojalá los amara menos; entonces, simplemente me alejaría y los dejaría ser, pero no puedo.
Ana: Mi historia es antes y después de ti; así es aunque te pese. No culpo a nadie de mis tristezas, son mías y de ellas me hago cargo; menos te culpo a ti por ser mi mayor alegría. Todo eso significaste y por eso mi dolor hoy, porque debo aceptar que me equivoqué contigo. Sucede, hija, que cometí el inmenso error de querer rehacer mis días en los tuyos. ¿Podrás perdonarme? Te exigí que cumplieras el rol que yo había estado creando durante los últimos veinte años. Construí una coraza donde nada me lastimaba y ahí te fui modelando, para que fueras la princesa del cuento, tan distinta a mí. Cuando supe que te esperaba, comencé a imaginar una vida perfecta y no pensé que pudieras querer elegir porque yo ya te había preparado el mejor mundo. En eso se fue mi maternidad, en las mejores intenciones; pero, recién ahora veo que, queriendo alejar los fantasmas de mis frustraciones, no hice más que repetir la historia. Te di lo que yo quería y no lo que necesitabas.
Cuando pequeñita, solías amarme por sobre todos y yo me ufanaba de aquella dependencia espiritual que me aseguraba tu cariño, creía yo, para siempre. Bastaba que me vieras algo decepcionada para que te deshicieras en besos y cumplidos. Ahora veo que te esforzabas para satisfacerme y me aterra pensar que fingías un estado de perpetuo bienestar sólo por miedo a perderme. ¡Qué mareada estaba buscando mi propia felicidad para sacrificar la tuya! Entiendo por qué cuando fuiste creciendo, tu amor abnegado, que no era más que terror a quedarte sin mí, fue transformándose en algo parecido al resentimiento y comenzaste a alejarte hacia un lugar donde pudieras ser tú. Así fue como, buscándome en tu vida, te perdí. Llegué a creer que hasta tu felicidad era responsabilidad exclusivamente mía, como si estuviera inventándote según el antojo de mis frustraciones. Te arrastré conmigo en una locura obsesiva y, en mi necia determinación por evitarte cualquier sufrimiento, te ahogué.
La adolescencia te envolvió tan pronto que me descubrió sin madurar. Recién había empezado a habituarme a ti, estaba intentando descifrar tus rebeldías, entender tus rápidos cambios de humor y, sobre todo, eludir tus ataques cada vez más frecuentes. Creí que cuando te llegara la edad de las dudas vendrías naturalmente a mí. Una vez más, me equivoqué. Aquel afecto disfrazado en tus intentos por complacerme se había transformado en un rechazo doloroso para las dos. Ahí te perdí. Ya no supe de qué iba tu vida ni tus emociones, me planté cobardemente frente a tu puerta cerrada y no pude buscar otra entrada. Ahora, somos dos mujeres tristes que no saben comunicarse. ¿ Te diste cuenta de que ya no tenemos de qué hablar, que evitamos quedarnos a solas y que, cuando se nos impone esa incómoda intimidad, apenas rozamos temas poco importantes y, aun así terminamos lastimándonos?
Ana querida, no sé si me darás la oportunidad que yo no di a mi madre pero, si quisieras volver al principio de nuestra historia, aquí me encontrarás dispuesta. Hasta entonces, quiero que sepas que no me alcanzará la vida para amarte y que, aun en el error imperdonable, lo que siempre he deseado es verte feliz. Te adoro y te espero.
Luis, loquito mío: Apenas puedo imaginarte leyendo esta carta que intentaré hacerte breve para que no cedas a tu primer impulso de mandarme a pasear y la arrojes a la basura. Creo que no encontraré fuerzas para volver a entrar en tu cuarto. Quisiera saber si tu alma está tan desordenada como tu dormitorio; eso sí me preocupa, pero con respecto a tu desprolijidad exterior, me rindo. Ya desde pequeñito eras imposible en este asunto de encasillar las cosas.
Cuántos encontronazos y cuántos desencuentros, Luis y, sin embargo, nunca he logrado ser severa contigo. No puedo ocultarlo, sos mi debilidad, mi adorado tormento. Hago un esfuerzo por recordar un año, tan sólo uno en el que no hayamos sido citados por alguno de los maestros; y vienen a mi memoria las travesuras más fabulosas, que ahora me provocan una sonrisa pero que en su momento fueron la causa de un sostenido dolor de cabeza. Y, sin embargo, todo lo hacías con tanta gracia, con tal encanto que era dificilísimo reprenderte y mantener el enojo. ¡Zalamero!
Todavía conservo tus muestras de arrepentimiento, una por cada diablura. Está aquel palote de amasar diminuto, decorado con tempera verde y sebo derretido; ése me lo diste después del episodio con la peluca de la maestra. No supe cómo mirar a la pobre mujer que me esperaba con tal enojo que no había atinado a devolver la peluca a su sitio, y lucía cuatro pelos locos arreglados con más sacrificio que éxito. Te sostenía del saco con una mano, mientras con la otra ordenaba su inexistente peinado y vociferaba amenazas.
Creo que nunca te pusimos límites precisos. Si papá prohibía, tú venías a mí y, zorro, conseguías mi permiso sin mencionar la negativa anterior. Esta falta de criterio común fue causa de varias discusiones, y tú manipulabas hábilmente su disciplina férrea y mi indulgencia, propia de una madre vencida por un hijo adorable. Bien sabías cómo mover los hilos para enfrentarnos y aprovecharte de la confusión. ¡Sinvergüenza! Ya mismo te zarandearía si no fuera porque nunca te puse la mano encima y sería estúpido empezar ahora, que me llevas una cabeza de ventaja. Casi no puedo creer que la barba que encuentro en la pileta sea tuya, y me cuesta responder a esa voz grave que sigue gritando "mamáaaaa''' con la misma urgencia de hace quince años. Es como si un hombre te habitara el cuerpo, pero tu corazón sigue siendo niño, tan desvalido que te duele el orgullo reconocer cuánto y cómo me necesitas.
Quisiera poder estar junto a ti en estos momentos de incertidumbre. Si sabré lo difícil que es crecer a solas. Sucede, Luis, que me resulta algo complicado poder ayudarte, sobre todo en lo que se refiere a tu vida sexual. Ni siquiera sé si te provoca vergüenza que te hable de estas cosas. Cuando yo tenía tus años, el gran monstruo del sexo era el embarazo. Nosotros tampoco hablábamos con nuestros padres; eso era algo sucio, un misterio que debía develamos la digna institución del matrimonio. Las más zafadas, entonces, se informaban como podían, mal, generalmente, y terminaban vomitadas por un sistema hipócrita que alentaba las proezas varoniles precoces y castigaba con la deshonra a cualquier mujer soltera que se dejara robar el preciado tesoro de su virginidad. ¡Basura! Todo era un vulgar teatro. ¿Sabes cómo culminaban estas historias? Con abortos, con bebés dados en adopción, con hijas echadas a la calle, con matrimonios repudiados desde el "sí" obligado que condenaba a una existencia gris y a un divorcio seguro. Por supuesto que no todas las historias eran tan tristes, pero la hipocresía era, y en cierto modo es, una constante social. Vas a decirme que ahora hay menos prejuicios, que se habla más, que hay más información. Es cierto, pero también es cierto que muy poco de esa información parte de la familia. ¿Cómo habría de ser así si cada vez nos vemos menos? Por eso tengo miedo por ti, porque no sé en qué andás. Ahora la cuestión no se trata solamente de un bebé no deseado, ahora se les va la vida, ¿entendés? No voy a insultar tu inteligencia preguntándote si sabes de qué va el sida; asumo que habrás leído y escuchado bastante más que yo. Sólo quisiera tener la certeza de que tu desorden general no alcanza esta parte de tu vida.
Cuando te veo salir con tus amigos, tiemblo al pensar en qué líos te meterás, si correrás como loco en autos prestados, si tendrás la fuerza para rechazar un cigarrillo sospechoso, en fin, los fines de semana son para mí un momento de angustia. Hasta que no oigo el golpe de la puerta no puedo dormir. Son noches completas en la más absoluta soledad, fantaseando con mil tragedias. Si logro cerrar los ojos, te veo chiquito, colgándote de mi falda, con los mocos afuera y la boca llena de dulce. También recuerdo cuando iba a verlos a ti y a Ana mientras dormían; los tocaba, acercaba mi oído para comprobar si respiraban, les tomaba la temperatura con un beso, y esto lo hacía obsesivamente varias veces durante la madrugada. Entonces, mi vigilia no era angustiosa sino serena, porque los tenía al alcance de mi mano y podía evitarles casi cualquier sufrimiento. Ahora se me han puesto lejos, donde ni siquiera puedo tocarlos.
Voy a dejar de escribir porque, si llegaste hasta aquí y logré despertar en ti alguna emoción, no quisiera estropearla con más palabrerío. Aprovecho para pedirte que ajustes un poco más las clavijas del estudio. Ya es hora de que vayas pensando qué vas a hacer de tu vida, Luis. Como sea, nunca dudes de que estaré a tu lado para lo que necesites y cada tanto decime que me querés.