No olviden, hijos, que los amo por sobre todo y hasta aquel lugar que nos inventamos, ¿se acuerdan? Un día quisimos medir el cariño y, como el cielo nos pareció demasiado cerca, dijimos querernos hasta un lugar tan pero tan alto que sólo nuestro amor podía alcanzar. Allí los espero.
Mamá
Elena mira alrededor y le parece que la casa está más limpia que de costumbre. En realidad, nada ha cambiado, todo está puesto en el mismo orden triste de los museos. Hoy no tiene fuerzas para levantar almohadones o limpiar vidrios; hoy tiene plomo en el cuerpo. No es que las palabras que intercambió con Ana sean cosa nueva. Tantas veces han discutido hasta las lágrimas… Pero hoy las miradas acusadoras atravesaron el espacio como dagas y Elena sintió como nunca que su hija quedaba cada vez más lejos. Si ella hubiese podido plantarse así delante de su madre, tal vez la historia habría tomado otro rumbo, pero es imposible predecir los destinos si tal cosa u otra hubiera sucedido o dejado de acontecer.
¿Qué habría pasado de no haber subido al ómnibus donde conoció a Juan? Entonces, la mente se le despega en un vuelo inevitable, e intenta reconstruir algunas horas de ese día. Había despertado temprano y ya desde el primer hola, urbano y mecánico, había comenzado la catarata de agresiones verbales con la que su madre solía darle los buenos días. No eran insultos, más bien observaciones hirientes que tenían un origen en hechos anteriores. Elena no logra recordar la causa de la discusión, mientras riega las begonias que hoy han amanecido hermosas. Es igual, cualquier cosa pudo haber sido, una pregunta, un comentario, qué más da.
Lo cierto es que Elena salió dando un portazo y recorrió más cuadras que de costumbre para que el viento le secara las lágrimas. En el apuro olvidó su abrigo. A medida que la rabia iba cediendo, comenzaba a sentir los aguijonazos de la helada matinal. Fue cuando el ómnibus apareció como un caballo de leyenda y Elena entró por las puertas abiertas sin siquiera haber mirado el número de recorrido. Se quedó parada junto al conductor con la cara roja y las manos entumecidas y sólo cayó en la cuenta de que no llevaba dinero cuando escuchó la voz impertinente del guarda. Como buen predador, Juan captó en seguida su debilidad e inició una seducción inmediata. Le perdonó la falta y hasta tuvo la inmensa delicadeza de regalarle el viaje, pero se aseguró de que Elena se sintiera en deuda.
La deuda fue saldada ese viernes. Juan pasó a buscarla por el liceo y la llevó a un bar de estaño y borrachos consuetudinarios. Se sentaron uno frente al otro; él con su uniforme gris, ella con su pollera azul de colegiala. Juan inclinó todo su cuerpo sobre la mesita, tanto que casi podía rozar la frente de ella, y así se mantuvo susurrándole delicias con su aliento de grasera por encima del humo del café.
Aquella noche, Elena apenas pudo dormir; se sentía halagada y, a la vez, le daba vergüenza la intimidad que se había permitido con aquel desconocido. Él siguió esperándola a la salida de clases, tarde tras tarde; le traía claveles, bizcochos calientes, galletitas; la invitaba a boliches de segunda y le permitía viajar gratis en su ómnibus, de pie, junto a él.
Finalmente, Juan la tuvo donde quiso desde el primer instante en que le perdonó aquel boleto: en la cama. Fue en un cuarto de pensión, sobre un colchón tan delgado que la estructura de metal se clavaba en los huesos, y con un olor a humedad que Elena no ha podido olvidar. Tampoco olvida la brusca impresión que le produjo aquel hombre en celo que se le tiró encima sin más preámbulo que un triste beso y le develó los misterios del sexo con más dolor que placer. Tenía dieciocho años, y creyó que eso era todo, dejarse invadir por otro cuerpo, aguantar el sufrimiento hasta ver que el otro caía desplomado sobre ella, y luego limpiarse, limpiarse, limpiarse con desesperación.
Las citas clandestinas se sucedieron a lo largo de un año más o menos, tiempo en el cual Elena mintió más que en toda su vida. Sabía que Juan no era bueno para ella, pero nunca antes se había sentido tan dueña de sus actos, ni tan única en la vida de otro. La empalagó con sus cursilerías de falso galán, haciéndola sentir reina en su mísero castillo de pensión. Elena faltaba a clase para limpiarle la pieza y esperarlo con comida casera. Cuando él llegaba, ella sabía cuál era su deber: se acostaba boca arriba y se dejaba hacer como si estuviera muerta, fingiendo cada tanto un atisbo de placer mudo y deseando que la urgencia se saciara rápidamente. Entonces, se levantaba, iba al baño y volvía para poner sobre la mesa lo que hubiera podido preparar, y lo miraba engullir con la misma ansiedad con que la había poseído, como si comer fuera el colmo de su satisfacción de macho hambriento.
Poco a poco se fue volviendo un elemento importante en la vida de Juan. Solucionaba como nadie sus asuntos más elementales: comida, limpieza y sexo. Además, nunca se quejaba y era dócil como un cordero. Un día la esperó con una rosa de las que se compran en las esquinas y le pidió que se casara con él porque ya no soportaba tenerla lejos. Elena no supo qué contestar, pero él le tapó la duda con un beso y decidió por los dos.
Los golpes no demoraron mucho. Comenzaron una tardecita cuando él llegó con su camisa celeste manchada en las axilas, entró sin saludar y se metió en el baño. Elena esperaba con el mate pronto. Cuando él salió, ella estaba acodada sobre la única mesita de la habitación y miraba con atención triste la comedia de las seis. Preparó el mate y volcó el agua hirviendo sobre la yerba seca. Elena siguió echando agua y los palitos verdes quedaron flotando en el mate inundado. Cuando estiró el brazo para alcanzárselo, Juan le devolvió un manotazo violento y el mate voló por el aire. Elena se puso de pie y lo miró con una expresión entre asustada y perpleja; era la primera vez que Juan se mostraba así. En una oportunidad había roto un azulejo del baño de un puñetazo, pero Elena, que junto a él se sentía segura, nunca había temido que el próximo golpe aterrizara en su cabeza. No tuvo tiempo de hablar. Juan le volteó la cara de un sopapo tan certero que la nariz comenzó a sangrar. Quedó en el piso, mirándolo muerta de miedo, pero no pudo sacar ninguna palabra.
Tal vez fue su mirada, tal vez el silencio, quizá la sangre, algo provocó que el enojo de Juan se convirtiera en furia. Le reventó el abdomen con una patada y luego siguió con otras en los muslos. Ella ya había comenzado a llorar pidiendo que se detuviera, pero la debilidad parecía excitarlo y, cuanto más desesperadas eran las súplicas, más ensañados se volvían los golpes. Por fin se detuvo, más por cansancio que por piedad.
Elena había quedado tirada debajo de la mesa, justo sobre la yerba derramada que comenzaba a teñirse de rojo. Él se lavó la cara y las manos calientes; tenía los nudillos con moretones, como si hubieran sido un sello entintado. Cargó de nuevo el mate y se sentó a mirar el informativo de las siete. Cada tanto la miraba de reojo, pero ella no se movía. Entonces tuvo miedo de haberla matado. Le echó agua fría sobre la cara, le palmeó las mejillas hinchadas y, como no daba señales de despertar, la llevó hasta la cama.
Elena volvió en sí a media madrugada y vio que él descansaba a su lado, todavía vestido y con zapatos. Le dolía cada centímetro del cuerpo, pero no se movió para no despertarlo. Así se quedó con los ojos abiertos, clavados en la humedad del techo, preguntándose qué había hecho mal, en qué se había equivocado para enojarlo tanto. Buscaba respuestas dentro de ella como si fuera victimaria del otro que se había visto obligado a golpearla. Se sentía miserable, sucia, pero en ningún momento pensó en dejarlo.
Cuando la decisión de casarse pareció ser tan firme que su madre no tuvo más alternativa que dar el consentimiento, Elena sintió que franquearía una puerta para siempre. Después del casamiento en el viejo registro, con los cuatro testigos de rigor, algunos compañeros del ómnibus que murmuraban groserías y Julieta, una amiga del liceo que había ido a tirarle arroz, Elena no volvió a casa de su madre. Una vez intentó hablar por teléfono, pero la comunicación se cortó en cuanto ella dijo el primer "Hola, ¿mamá?". Trató varias veces hasta que ya no quiso seguir lastimándose. Por eso, ni siquiera pensó en acudir a su madre cuando despertó de la pesadilla y sintió el cuerpo dolorido y una vergüenza tan honda, tan envolvente que le recordó la niñez, cuando le pegaban en plena cara con la mano abierta y la humillación era más fuerte que el dolor, y la certeza de que "algo habré hecho para merecer esto" era una resignación casi sanadora.
Así se sentía ahora, culpable de haber propiciado esta situación, de haber sido incapaz de atenderlo cuando él había vuelto a casa molido después de trabajar todo el día para mantener la casa y ella, torpe, no había sido capaz de cebar un mate decente. Ya había clareado cuando Juan abrió los ojos y la vio. Le acarició el pelo, acaso porque era lo único que parecía sano en ella. "¿Cómo estás? ¿Te duele?" Ella lo miraba con ojos aterrorizados y asentía. Entonces él le pasó una mano por debajo de la nuca y la atrajo hacia su cuerpo sin dejar de acariciarla. "¿Sabes qué pasa? Al hombre le gusta que lo atiendan. Pobrecita, ¡qué bruto! A ver, déjeme ver esos ojitos, no me diga que estuvo llorando. Venga para acá, si usted sabe que yo la quiero, ¿no es cierto que sabe? Bueno no me llore, ¿eh? Hoy se me queda en la cama y mañana va a ver que está mejor." Ella había largado un llanto abundante como una cascada muda. "Ya está, Elenita, no fue para tanto. Te juro que nunca más se me va a ir la mano. No sé qué me pasó, me puse loco, si yo te quiero más que a nada, si por algo te elegí para que fueras mi mujer, ¿no? Nunca más, te lo juro, nunca más, nunca más." Y la llenaba de besos sobre los ojos, sobre los moretones, sobre la nariz lastimada.
A los quince días ya le había dado la segunda paliza, menos fuerte que la anterior, pero que sellaba su destino de mujer golpeada. La tercera fue una mañana en que él quiso hacer el amor a lo bestia y ella suplicó hasta sublimar el deseo en furia y transformar las caricias en golpes, uno y otro y otro más y ella que esquivaba como podía y gritaba de dolor; y verla sufrir fue para él como el alivio del orgasmo, porque después de dejarla extenuada, tendida en la cama, se duchó y se fue a trabajar. Ese día, Elena pensó por primera vez en escapar, pero fue la certeza de la soledad o quizás el no saber cómo pedir ayuda lo que finalmente hizo que desistiera.
Aceptó su suerte como si al nacer la hubieran predestinado a la infelicidad. Seguiría con Juan tratando de complacerlo, sin alterarlo, hablando poco, pensando menos, y así transcurriría su existencia hasta que llegara la muerte. ¡Ah! ¡La muerte! Ser libre y volar, volar, volar tan alto que nadie pudiera alcanzarla, ni gritarle, ni hacerla sentir una porquería. La muerte, la libertad, el descanso, la paz. ¿Morir ahora? No, no tenía valor. ¿Cómo lo haría? ¿Acaso es tan fácil morir? Morir por elección es tan difícil como vivir eligiendo. Sólo eligen morir los cobardes o los muy valientes; y Elena no era ni lo uno ni lo otro.
Sus días transcurrían convertida en un satélite patético, desperdiciando juventud. Se levantaba antes que él, y lo primero era preparar el mate que, desde aquella nefasta tarde, se había vuelto un objeto de culto y su elaboración, un ritual minucioso. Cuando él se levantaba, ella debía calcular sus movimientos para que, al volver a la pieza luego de ir al baño, encontrara el mate pronto. ¡Ay de ella si estaba tibio! Entonces, el miedo podía olerse en el aire, mientras él probaba el agua y ella lo miraba temblando. Algunas veces suspiraba aliviada si él seguía chupando sin levantar la mirada, y otras debía esquivar los tortazos como podía, tapándose con un repasador o metiéndose como un perro debajo de la mesa.
Antes de marcharse, él le depositaba un beso limosnero en la frente, le pellizcaba el trasero o le prometía inmundicias para cuando regresara por la noche, tomaba la vianda de plástico y salía. Durante las horas en que estaba sola, jugaba a ser todo lo que soñaba. Limpiaba la pieza varias veces, preparaba algo para la cena y se hacía la torpe ilusión de ser una esposa feliz que esperaba ansiosa la llegada del marido. Las tardes se le hacían eternas y había caído en la fácil tentación de estaquearse frente a la tele y empacharse con las historias huecas de las telenovelas tupidas de hijos prestados, incestos al por mayor y muchachitas pobres que, la mayoría de las veces, se creían el cuento del patrón y terminaban preñadas y sin trabajo. En las desgracias ajenas Elena proyectaba su tristeza y así pasaba horas llorando frente a la pantalla.
Hacía tiempo que no pensaba en volver a estudiar. Había dejado algunas materias pendientes, pero sólo imaginar la reacción de Juan la hacía renunciar a cualquier posibilidad de completar el bachillerato; además, estaban los moretones y las marcas que no tenía ganas de explicar. Hasta se había convencido de que no le interesaba. Así, el embrutecimiento paulatino se le deslizó en el alma sin que ella notara el cambio, ni siquiera cuando daba vuelta su mente de adentro hacia afuera y no lograba encontrar el sustituto para alguna mala palabra. Tanta tele y tanta silla y tanto mate con bizcochos le habían ensanchado todo lo ensanchable, y estaba fea, con más kilos de exceso que los pocos años que tenía, presa de un terrible círculo: cuanto más la humillaba Juan, más se hundía en su universo fofo de telenovela, y más repulsión le causaba a él que más la denigraba, y más se refugiaba ella con sus falsas heroínas; y así hasta el límite mismo de la dignidad.
Como una semilla, había comenzado a germinar en ella el sueño loco de ser madre. Era un poco por instinto, algo por soledad, mucho porque pensaba que Juan se enternecería con un hijo y todo volvería a ser como al principio. Entonces se dejó ir y transformó el sexo en un martirio aceptable. A los dos meses ya había notado la primera falta y decidió esperar otro mes para estar segura. Cuando los días pasaron sin novedad, pidió hora para ver al médico y confirmar lo que ya sabía. Esa tarde esperó a Juan con un poco de maquillaje y se perfumó con la colonia de afeitar. Había servido una mesa especial, con el único mantel y un florerito en el que había puesto dos humildes margaritas robadas de un jardín. Cocinó lo que pudo comprar, y agregó el detalle de un vino barato que se llevó las últimas monedas.
El entró con la misma displicencia de costumbre, pero no pudo ocultar la satisfacción al ver la mesa tan bien puesta y percibir el olorcito dulzón de los tomates y el orégano. Ella esperó a que él terminara el segundo plato y, a falta de postre, decidió que ése era el momento ideal para darle la buena noticia. "Vamos a tener un bebé." Las palabras sonaron como tambores en el espacio húmedo del cuarto, rebotaron en los vidrios y quedaron presas retumbando como un eco que ella se encargó de repetir ante la expresión lívida de él. Cuando Elena estiró los brazos para tomarle las manos, fue como si lo despertaran de un pésimo sueño. Dio vuelta la mesa y se ensañó con ella como nunca mientras le gritaba: "¡Hija de puta! Ya te voy a enseñar yo a hacerte la viva. ¿A mí me vas a pasar? ¿A mí?".
Los golpes venían de todos lados, como si tuviera mil puños y una fuerza incontenible. Las patadas iban al vientre y ella se arrollaba sobre el piso como una oruga y se protegía con las manos, arqueando la espalda, gritando de pánico y dolor. Juan no podía oírla, se había hundido en su furia y estaba ciego; ni siquiera oyó cuando se abrió la puerta y entraron vecinos hartos de compartir la vergüenza de saber y no animarse. Esta vez, pensaron que la mataba y se decidieron a intervenir. Elena fue a parar al hospital y Juan a la comisaría.
Las dos semanas que estuvo internada sirvieron para ordenar las ideas. En la cabeza de Elena se mezclaban las más extrañas sensaciones. Un momento, era la ira; al otro, una melancolía aplastante que la dejaba más débil aún. Una única cosa estaba clara en medio de la vorágine de pensamientos: nada quería de Juan, y mucho menos un hijo. Pensó en su madre, pero de inmediato desechó la idea porque otra humillación la mataría.
Pasaba los días mirando la aguja clavada en la vena del antebrazo, deseando arrancarla y morir sin más compañía que la vieja de la cama de al lado que se pasaba las noches aullando de dolor y los días durmiendo como una marmota. Elena temía que llegara la noche y comenzara el lúgubre concierto de quejidos. Sentía pena por la muchacha a sueldo que venía a matar el hambre junto a la cama de la moribunda a cambio de unos pocos pesos que la familia le tiraba para sacarse de encima el lastre de estar velando por adelantado. Como Elena estaba sola y no parecía tener a nadie que se interesara por ella, la muchacha le alcanzaba el agua y hasta llegaba a darle de comer en la boca mientras la vieja dormía, y las dos pedían en silencio que estuviera muerta para no tener que pasar por otra noche de horror.
Se llamaba Corina y tenía menos años que los que delataba su piel seca y su mirada, seca también. Había llegado a la ciudad como tantas, en busca de un sueño, sin saber exactamente cuál, pero con la certeza de que cualquier cosa sería mejor que la miseria sin horizonte de sus pagos. Como muchas, encontró otro infierno. Corina había entrado en la prostitución cuando tenía diecisiete apenas, y no tuvo tiempo de aprender la diferencia entre sexo y amor. Se convenció de que nada más podía esperar de la vida que complacer a los clientes, cuanto más rápido mejor porque podía hacerlo más veces, llevarle la plata al fulano y agradecer su protección, sin la cual vaya a saber qué hubiese sido de ella. A los veinte ya llevaba cinco abortos, "culpa de los condones pinchados", decía, por donde también se coló el virus maldito que la estaba matando de a poco. Por eso, cuando Elena soltó su pena y le contó de ese hijo que venía, Corina no dudó en darle la dirección de una clínica donde por algunos pesos le solucionaban el problema, y la tranquilizó contándole su historia con la esperanza de que, en la comparación, Elena encontrara consuelo.
Cuando le dieron el alta, se vio en la calle con lo puesto y una sensación de pájaro con alas quebradas, pero Corina, que tenía esa virtud solidaria de las mujeres sufridas, la invitó a su cuarto de pensión, lujo que, según le explicó, se había ganado en buena ley con el sudor de su cuerpo. Nunca mejor dicho. Había dejado de trabajar para aquel hombre y justo cuando estaba logrando juntar una clientela que le daba para vivir, se le había despertado aquel bicho infernal que le devoraba el cuerpo y que la obligó a abandonar sus artes amatorias por la tediosa tarea de cuidar enfermos.
Al otro día de llegar, Elena ya estaba limpiando los pisos de la pensión para arrimar algo a la magra olla de su protectora, y porque necesitaba como nunca el dinero para costear el aborto. Se levantaba al alba y empezaba por el cuarto hasta dejarlo tan reluciente que Corina se sintió contenta de haber tenido la idea de traérsela consigo. Después venían las escaleras y los corredores largos, iluminados por la luz del sol que se colaba a través de las claraboyas delatando el polvo del aire. Limpiaba ventanas, fregaba ollas, barría y hacía todo el trabajo sucio que la dueña, una vieja en silla de ruedas, se complacía en indicarle.
Al cabo de un mes, con algo menos de la mitad del dinero necesario y el resto que consiguió Corina pidiendo aquí y allá, cobrando algún antiguo favor y jurando devoluciones falsas, Elena llegó hasta la clínica. Era en un viejo edificio y tuvo que subir cuatro pisos por escalera. La sorprendió encontrar tres mujeres, todas con las miradas clavadas en el suelo, sin levantar ni por un segundo los ojos, en el más absoluto de los silencios. Elena sólo se animó a mirarles los zapatos. Había sandalias, tacos altos y hasta unos mocasines negros con medias tres cuartos. Tampoco se animó a levantar la vista. Esperó hundida en el terrible silencio de aquellas mujeres que iban a lo mismo, como si temieran crear un lazo mínimo que pudiera, más tarde, cuando ya estuviera hecho, recordarles aquello con lo que iban a vivir el resto de sus vidas.
Entonces, llegó el turno. Entró en un cuarto dividido en dos ambientes por un biombo. Sentada frente a una pequeña mesa cubierta de papeles, una mujer vestida con una bata rosada le hizo unas cuantas preguntas, pidió el dinero y la condujo con suavidad hacia el otro lado del biombo donde había una camilla, una mesita repleta de pinzas y una pileta junto a la ventana. Elena se trepó a la camilla, sintió el pinchazo; apenas vio al hombre de blanco que se acercaba, contó uno, dos, tres…, siete, y creyó que la habitación daba vueltas. Cuando despertó, aún estaba acostada y quería vomitar. La mujer le preguntó si había venido acompañada y, ante la respuesta negativa, le dijo que no se preocupara, que no había más pacientes y que podía quedarse hasta que se sintiera bien.
La noche ya había caído cuando Elena volvió a la pensión. A falta de dinero, caminó unas veinte cuadras y se sintió desfallecer. Corina, como de costumbre, había comenzado su ronda nocturna en algún hospital y no volvería hasta la mañana. Elena cayó desplomada al intentar subir la escalera y ahí quedó hasta que el borracho de la pieza dos entró tambaleándose y se tropezó con ella. La cargaron entre cuatro, incluido el hijo de los polacos, que tenía no más de nueve años pero una fuerza de toro, y la pusieron sobre su cama. La polaca le colocó paños fríos sobre la frente y se santiguó tres veces; después hizo señas a los otros para que salieran y se sentó a su lado con su instinto de madre alerta. La cuidó hasta bien entrada la madrugada, cuando llegó Corina. A media tarde, Elena hervía. Corina se hizo la sorda cuando la polaca dijo que había que llamar a la emergencia, pero a la primera convulsión el miedo pudo más que la duda y salió disparada hacia el cuarto de la dueña para que le prestara el teléfono.
En el hospital le suministraron antibióticos y le hicieron mil preguntas. Ella contestó con largos silencios que, por piedad, nadie quiso descifrar. Durante el tiempo que permaneció allí, internada en una sala enorme, las camas separadas por cortinas, compartiendo olores y gemidos, Corina estuvo siempre a sus pies, dándole los alimentos, conversando con médicos y enfermeras como si se tratara de su hermana y contándole historias puercas de clientes ricachones hasta hacerla reír. Cuando creyó que le darían el alta, intentó convencerla para que llamara a su madre.
Olga llegó esa misma tarde. Entró en la sala con expresión firme y las manos crispadas, como si estuviera pronta para soltar un largo sermón. Caminó por el corredor, mirando a un lado y a otro y se detuvo al final de la sala. Cuando volvió sobre sus pasos, le atrajo la atención una mujer gorda que dormía con la boca abierta y tenía un brazo morado atado a una bolsita con suero. Creyó que las piernas le flaqueaban; se acercó a la cama mal hecha y vio lo que quedaba de aquella hija que no había sabido retener. Apenas podía reconocer la cara hinchada, el cabello enmarañado, el envejecimiento prematuro de las manos, toda la miseria reunida en ese pobre cuerpo. ¿Cuánto había pasado desde la última vez? ¿Un año? ¿Por qué estaba así? ¿Dónde estaba él? ¿Qué le había hecho? Corina llegó a las seis y se detuvo cuando vio a la mujer sentada junto al cuerpo de Elena, sosteniéndole la mano libre y apretándola contra el pecho mientras lloraba sin ruido, como una lluvia suave de primavera. Volvió sobre sus pasos y salió.
Elena regresó a la casa materna y empezó a recuperar fuerzas. Juan intentó varias veces una reconciliación, pero chocó con la firmeza de Olga, que no se dejó intimidar por sus amenazas y, finalmente, desistió. Elena no tuvo que encargarse de los pormenores del divorcio más que cuando era imprescindible que asistiera a una audiencia o cuando debía firmar papeles. De Corina no supo más; intentó llamarla a la pensión, pero la dueña le dijo de malos modos que se había ido sin dejar más rastro que la deuda de un mes completo.
Volver a la vieja casa fue como empezar de cero en un punto de partida no deseado y con un camino incierto por delante. Jamás hablaron de aquel año durante el cual no se vieron. Olga la recibió con la misma calidez con la que se recoge a un perro herido en una noche de tormenta. Le proporcionó comida y una cama limpia, ropa nueva y baño con agua caliente, un detalle que a Elena le pareció palaciego, pero nada más; ni un beso, ni un abrazo, menos una palabra de consuelo. Varias veces Elena ensayó tímidos intentos de conversación para poder desahogar penas y porque creía justo que su madre supiera cómo había llegado hasta ese límite de su dignidad, pero Olga esquivaba cualquier posibilidad de diálogo. Por momentos, sentía la tentación de gritarle en la cara que bien merecido se lo tenía por haberla desobedecido para correr como una alborotada detrás de aquel degenerado que no le llegaba ni a la altura de los zapatos. Ya se había cansado ella de decírselo y para qué, para que al final terminara saliéndose con su capricho que bien mal le había resultado. Por otro lado, se le agitaban las fibras más íntimas cuando pensaba en aquel sufrimiento en soledad y se sentía culpable por cada una de las veces en que había oído la voz de su hija en el teléfono y había colgado. A veces, entraba en su cuarto mientras Elena dormía y le parecía verla como hacía quince años, con su cara de nena. Sentía la tentación de acariciarla. Salía en silencio y lloraba sobre la almohada hasta quedar dormida.
No pasó mucho para que el cuerpo de Elena recuperara su forma de mujer joven. Estaba más delgada y el rostro, que por fin había tenido una tregua, ganaba frescura día a día. A instancias de su madre, se anotó para un curso corto de secretariado y empezó los estudios con la esperanza de que fuera el comienzo de una vida más serena. No tenía demasiadas ilusiones ni esperaba grandes cosas de la vida; a decir verdad, le costaba imaginarse más allá del próximo día y tenía pánico de hacer planes a largo plazo. Durante aquel año nefasto había quedado suspendida en el tiempo como si Juan la hubiera encerrado en una burbuja, y ahora tenía la extraña sensación de que nada de aquello había sucedido.
Todo lo hacía con una dedicación tan grande que al cabo del segundo semestre la convocaron para hacer una pasantía en una agencia de publicidad. El primer día se presentó media hora antes de lo previsto. Estaba radiante: el cabello suelto, un trajecito rosa pálido, los tacos altos que le estilizaban las piernas y un perfume fresco que su madre le dejó sobre la mesa de luz como único deseo de buena suerte. Eran las ocho y la oficina parecía desierta. Se sentó en la sala de espera, cruzó las piernas hacia un lado y hacia el otro, se paró y se volvió a sentar con la sensación de que podía escuchar el vertiginoso latir de su corazón.
Daniel la miraba divertido desde uno de los despachos. Era un tipo atractivo. El sabía de su encanto y lo manejaba con la habilidad de un felino en plena cacería. Las seducía con miradas atrevidas y cuando las tenía justo donde quería, rendidas y entregadas, las dejaba deseando que les diera el zarpazo final. Así estaba seguro de que siempre las tendría a sus pies, porque nada excita más que el misterio de lo desconocido. Pero esta jovencita disfrazada de mujer era distinta, tal vez porque, sin saberlo, Elena había hecho la primera jugada en el complejo ajedrez de la seducción. Se le acercó sin hacer ruido y se colocó justo detrás de ella. Se inclinó hasta su oído y le susurró un "bienvenida" que le pasó como una corriente eléctrica desde el cuello hasta la punta de los pies.
Elena recuerda aquella primera sensación y entorna levemente los ojos con una sonrisa. Así fue su primer contacto con el placer sensual que, tiempo después, Daniel la ayudó a transitar. La evocación de la entrada de Daniel en su vida, repleto de ternura, devoto de ella, la devuelve a la realidad de su presente, hundida entre los sillones grandes de la sala vacía, huérfana de afectos, caída en un pozo que ya conoce y del que sabe debe salir rápidamente, en un instante nada más, con la urgencia impuesta por un mínimo rasgo de raciocinio que le indica que es peligroso quedarse.
Ya ha estado otras veces en el mismo pozo. Hacia donde mire, ve negro; hacia donde quiera ir, no hay salida. Cuando cae allí, Elena se siente cansada y piensa mucho en morir. No es un pensamiento triste, sino sereno, un paso hacia el descanso, la paz; y sin embargo, no se decide, no puede. Al pensar en la muerte, se le disparan las ideas hacia un romanticismo de heroína épica, pero cuando valora los medios y se enfrenta a la cosa fría de tener que elegir un instrumento letal, entonces aterriza en la realidad de lo espantoso que es terminar con la vida y decide que mejor no, y, como por arte de magia, o de instinto, comienza a salir del pozo y ya se siente mejor y se avergüenza de haber estado considerando tales disparates.
Lo cierto es que Elena debe poner en funcionamiento lo más refinado de su intelecto. Sabe de sobra que no puede contar con la emoción y mucho menos con el espíritu que ahora siente como un globo pinchado. Enciende un incienso, mira la llama bailar en la punta del palito y sopla para que quede la brasa ardiendo y el olor penetrante del sándalo se le meta por la nariz. Se descubre en el espejo hexagonal y se pregunta por qué no se quiere un poco más y es ahí cuando se le prende una luz inteligente, la que ilumina su lado práctico. Se pone el trajecito azul, toma la cartera y sale disparada hacia la peluquería.
René nació en pleno campo, en un rancho sin agua ni luz. Asomó su cabeza rebelde un 10 de diciembre al amanecer, durante una tormenta feroz. Como lo mandaba la costumbre devota de la gente de campaña, fue anotado en el registro según el santoral que, para desgracia inicial de su convulsionada existencia, indicaba Santa Eulalia de Mérida. El encargado del registro apenas volvía de una borrachera fenomenal y estampó, con el consentimiento analfabeto del padre, el nombre Eulalio de Mierda. René era el quinto hijo de una familia pobre y, como era evidente que una boca más significaría menos comida para los otros, los padres decidieron que, una vez que la leche materna no fuera suficiente, se desprenderían de él. Lo regalaron a una criada de estancia que lo quiso como a un hijo. A los tres años, el patrón se trasladó a la ciudad y allá marcharon Eulalio y su madre postiza a quien, por entonces, ya llamaba "mamá" y a la que adoró a pesar de saber la verdad acerca de su origen.
Eulalio creció en una casa donde el dinero sobraba y se sabía disfrutar. El patrón, don Renato, un homosexual riquísimo, tenía un gusto refinado y Eulalio aprendió a saborear lo bueno, pasando sus días entre los libros de la escuela y las telas de los cortinados, donde se escondía para sentir el roce suave sobre la piel, los dátiles de Turquía y las almendras tostadas que el señor siempre le reservaba, como al descuido.
Don Renato había consagrado su vida a cultivar la exquisitez y no se había dado tiempo para pensar en asuntos tan vulgares como el destino de su dinero cuando le llegara la hora de la muerte. Cuando esto aconteció, allá por los diecisiete años de Eulalio, surgió de la nada una nube de sobrinos carroñeros que llegaron todos juntos, se pelearon por días, descuartizaron la casa sin la menor piedad y, en vista de que no podían venderlos, pusieron a Eulalio y a su madre de patitas en la calle sin más resguardo que una maleta con ropa y el dinero de la quincena. Esa noche, mientras gastaban sus pocos pesos en un cuartucho de alquiler, Eulalio pensó en su futuro, midió la ordinariez espiritual de aquellos desgraciados y la comparó con las deliciosas maneras de su protector. Por eso, cuando supo del error de la partida de nacimiento, no se inmutó. Como si lo hubiera resuelto hacía tiempo y sólo estuviera esperando una buena excusa para hacerlo, decidió llamarse René.
Apenas llega, una mujer joven corre diligente y ayuda a Elena a colgar la cartera en un perchero de bronce. René está atendiendo a una de sus favoritas, una presentadora de televisión que suele ir a su local antes de cada programa. Elena ha visto otras veces cómo es el procedimiento y sonríe mientras deposita en la mejilla perfectamente afeitada de su amigo un beso que vale por mil palabras. Él se inclina y le guiña un ojo cómplice. El asunto es así: dos horas antes de cada presentación, la mujer irrumpe en el salón como un tornado de carnes flojas y pocos pelos, jamás saluda y se acomoda en un sillón frente al gran espejo. Al instante, tiene alrededor un enjambre de peinadores, maquilladoras y manicuras bailando al son de la música que René marca como un director de orquesta, parado en medio de aquella fanfarria, agitando los brazos y dando órdenes. Sólo se digna a tocarla para ponerle el punto final, un broche de oro mágico que no es más que otra de sus actuaciones, pero que lo coloca por encima del bien y del mal; y las clientas salen embobadas con la atención de René, aunque únicamente les haya arreglado un rulo con la cola del peine.
En el caso de esta mujer, ese toque consiste en acomodarle una peluca castaña que tapa el infeliz cráneo semipelado y tiene la virtud de rejuvenecer diez años. Con esta triquiñuela y otras astucias del maquillaje, el mamarracho queda convertido en un ser más o menos vendible, y sale con la misma prisa con que había llegado, sin decir gracias y sin dejar ni una moneda de propina. René suspira y dice a sus muchachos mientras palmea las manos con un aleteo de mariposa, "Ahh, menos mal que el canal paga".
Elena ha quedado en uno de los confortables sillones de la salita de espera, hojeando una revista del corazón, de ésas que rara vez compra pero que la divierten como nada. Ni los caprichos de la última amante del ejecutivo, ni los cambios de pareja, ni la cirugía estética de la actriz tal, nada le llama hoy la atención. Va pasando las páginas satinadas con la misma abulia con que, cada tanto, pierde su mirada en el empapelado de rosas amarillas.
René la observa mientras hace su corte maestro en la nuca de una jovencita que no para de hablarle.
– Por aquí, reina, ya estoy contigo -dice mientras despacha con una sonrisa de lo más falsa a la de la nuca pelada. Da tres o cuatro indicaciones a sus ayudantes y se lleva a Elena al saloncito privado invadido por un reconfortante olor a café.
– No sé qué brujería me hiciste, condenado, pero ya me siento mejor.
– Ya me parecía que venía torcida la mano. Si te conoceré. Vamos a ver. Tomate este cafecito que me trajo un amigo colombiano, es de lo mejor.
– ¿El colombiano?
– No seas payasa, ¿eh? Sí, también está bueno, es un encanto, un tipo de lo más sensible. Tiene una galería de arte en Cali, pero planea instalarse aquí. En fin, por ahora, solamente la pasamos bien. Bueno, a ver, que me sonsacaste demasiado y de lo tuyo ni muestra.
Elena se acerca el pocillo a los labios pero está demasiado caliente. Lo vuelve a dejar sobre el plato. René le toma las manos entre las suyas.
– Es la historia de siempre, René, nada nuevo. Debo de estar menopáusica.
René suelta una carcajada y en seguida se pone serio.
– ¿Menopáusica? No lo creo; lo tuyo viene por la edad, pero es justamente al revés. ¿Te das cuenta? Está claro que llegaste a una etapa de la vida en la que hay que detenerse y ver hacia dónde vas, pero eso no es porque estés vieja, ni mucho menos, más bien porque es el momento ideal para hacer cosas…
– René, yo ya no sé qué cosas quiero, solamente quiero ser feliz.
– De eso se trata, mi amor, la felicidad no es una abstracción, la felicidad es una sensación de plenitud a la que se llega cuando están equilibrados los deseos, las necesidades, los afectos. Pero el problema con esta señora es que no es permanente, viene de a momentos y se va dejando sabor a poco. Entonces hay que salir a buscarla, y así una y otra vez. El secreto está en disfrutarla al máximo cuando se presenta.
– Dicho así, suena a libro de autoayuda, pero en la vida, René, en la vida, ¿cómo se hace para lograr ese equilibrio? Y todo eso siempre y cuando la salud esté en orden, porque muerta me río de la felicidad, el equilibrio y todo lo demás.
– ¿Y por qué no habrías de estar sana? Te ves preciosa, un poco triste, pero déjame hacer y ya vas a ver, el zapallo que tenés por marido se te tira encima en cuanto te vea, y si no, lo engañás con el primero que pase, que se lo tendría bien merecido.
– No seas malo.
– ¿Malo? Es un desgraciado; no ve el pedazo de mujer que tiene al lado.
– Pero estás siendo injusto y es por los cuentos que te traigo, pobre Daniel.
René simula estar sofocado y se abanica con la mano.
– ¡Pobre! ¡Pobre! Un hombre que sigue mirando el partido de fútbol mientras su mujer se sienta desnuda encima del televisor, ¡y todavía le pide que corra las piernas! ¿O ya te olvidaste de eso? Y tengo más, ¿sigo?
Elena le hace un gesto con la cabeza, baja la mirada y finalmente suelta lo que ha venido a decir:
– Hoy tuve una llamada rara.
– A ver, por aquí viene la catarata, escucho.
– Bueno, la verdad es que no me dijeron nada malo… llamaron de la clínica, mi ginecólogo quiere verme. Tal vez sea mi imaginación, pero me dio miedo.
– ¿Miedo?
– De morir. Te resultará ridículo, ya sé, yo misma me avergüenzo, pero no he podido dejar de pensar en esto. ¿Sabes qué me da pánico? No te rías, ¿eh? No haber hecho más locuras, tomar sol desnuda, pescarme una borrachera, dormir veinticuatro horas, bailar salsa, bañarme con agua de lluvia, recibir una declaración de amor clandestina…
– Este mundo no es para románticos, reina.
– Pero no lo puedo evitar. Además, René, no tengo que decirte que todas esas locuras son parte de una fantasía; quizá las haría una vez, pero no podría vivir todo el tiempo así. Lo que realmente quiero es sentirme bien en la familia que tengo, con mis hijos, mi esposo, eso es todo. Y no puedo, en casa soy invisible. La llamada me hizo pensar mucho, pero no creas que esto es de hace un rato. Viene de años.
– ¿Y tú?
– Yo, ¿qué?
– ¿Qué hiciste para arreglarlo?
– Yo hice lo que pude.
– Está bien, reina, hay que mirar hacia adelante.
– Eso trato, pero no sé qué camino tomar. He pensado mucho en que si muriera…
– No digas pavadas.
– No son pavadas, René, estoy angustiada.
– Lo que te pasa es bastante común y nos pasa a todos. No es más que una crisis.
– No, René, esto es diferente. Ya he tenido las crisis más raras y sé de sobra cómo se siente. Esto es más fuerte, es… es algo así como un deseo de… ¡volver a nacer! ¡Ahí está! Así es como me siento.
– Eso es buenísimo, pero después de todo, a mí me sigue pareciendo una crisis, una crisis fenomenal, es cierto, pero crisis al fin. ¿Sabes qué pasa con ellas? No hay vuelta, o te destrozan o salís renovado. La tuya parece ser de las buenas.
– ¿Sí?
– No hay duda, amor mío.
Elena lo besa en la mejilla y le aprieta las manos.
– ¿De dónde te viene esa paciencia?
– De sufrir, claro. ¿Sabes cuántas humillaciones he tenido que soportar? ¿Cuántas formas despectivas hay de llamar a la gente como yo?
– No quería ponerte triste.
– No lo hiciste, pero quiero que sepas que no siempre he sido así. Mi vida no fue fácil. Desde que supe que no quería ser varón, me refiero a un varón convencional, desde entonces mi vida fue una sucesión de justificaciones y mentiras. Me tomó años, toda mi adolescencia y mi juventud, aceptarme diferente y, lo más difícil, respetarme. Fue cuando descubrí que podía ser amado y dar amor y que el amor siempre es bueno, por lo tanto, yo no estaba haciendo nada malo. Ese fue el punto final a tanta humillación. Desde entonces no doy explicaciones. Soy homosexual, ¿y qué? A quién le importa, si yo no molesto a nadie. Por otra parte, te escandalizaría saber la cantidad de tapados que andan por este mundo haciéndose los machos y en cuanto ven la posibilidad de tirarse un lance, se mandan en picada. Esos son los peores, porque usan a su mujer y a sus hijos como pantalla y se burlan de los que, como yo, no se esconden. Cuando veas a un hombre hacer chistes sobre la homosexualidad, burlarse todo el tiempo, abrí bien los ojos, querida, porque en la mayoría de los casos tiene la muñeca tan quebrada, para usar su terminología hipócrita, como la de aquellos de quienes se ríe.
Elena esboza una sonrisa pícara. René le alcanza un cigarrillo y lo enciende con el suyo.
– ¿Te causa gracia? Prestá atención y vas a ver. Tienen tanto miedo de que se les note que exageran en su desprecio. Pero no me gusta quejarme; también he descubierto los verdaderos afectos, como el tuyo, por ejemplo, porque nunca preguntaste ni te importa con quién me acuesto. ¿Cómo no voy a adornarte, Elena?
Ella se inclina hacia él y le acaricia la cabeza como a un niño.
– Mi amoroso, ¿por qué siempre pienso en mí? Tantas veces habrás estado angustiado y yo con mis serenatas. Ni para amiga he servido.
– ¿Qué decís? Con verte me basta para sentirme mejor. Además, siempre me das la posibilidad de ser útil, ¿cuánto vale eso?
René está visiblemente emocionado y le tiemblan los labios. Por fin, suspira y encuentra el aire que le estaba faltando para poder hablar con serenidad.
– No te preocupes, esto me hace bien. Yo tampoco tengo ocasión de hablar de estas cosas. Las tengo archivadas, un poco para no pensar, ¿ves? Pero es bueno que salgan, es bueno ventilar los sentimientos, recordar; después de todo, somos nuestro pasado, ¿no te parece?
– Puede ser. Pero, entonces, yo me pregunto, ¿somos esclavos de ese pasado? Decime, René, ¿no es algo cómodo resignarse? Yo quiero romper con eso, no tengo la menor idea de cómo hacerlo, pero ahora me doy cuenta del tiempo que he perdido llorando, sin pedir ayuda, sin decir que así no me gustaba cómo iban las cosas. Y no tengo pasta de víctima. ¡Al diablo con el sufrimiento! ¡Quiero vivir, René! ¡Necesito vivir!
Él le aprieta la punta de la nariz y la mira con ternura.
– Ese café ya estará frío. ¡Uuuf! Se necesita sacar la basura de vez en cuando, ¿eh? Hacía tiempo que no teníamos una de estas charlas, reina -le toca el pelo-. ¿Qué vamos a hacer con esa preciosa cabeza?
Elena lo mira con ojos cómplices, piensa por unos segundos y le dice con una sonrisa casi maliciosa.
– Voy a teñirme de rojo.
René está parado detrás de ella y la mira a través del espejo mientras le revuelve el pelo como si fuera una caricia que le diera tiempo para poner los pensamientos en orden.
– ¿Estás segura?
– No, pero no pierdo nada, si no me gusta mañana lo cambiamos. ¡Vamos!
Él pega un grito de paracaidista a punto de saltar y pone manos a la obra con alegría. De inmediato, organiza cuatro manos que se suman a las de él, batiendo, masajeando, empapando con agua fresca. Ella se divierte por su transgresión, la fascina dar la bienvenida a esta nueva mujer que se empeña en ver la luz. Tiene miedo al ridículo, pero lo disimula. Le da pánico llamar la atención, pero se domina. Está aterrorizada ante el cambio, pero lo prefiere mil veces a la rutina que la está llevando a la muerte.
Desde las butacas contiguas llega el chismorreo de dos mujeres. "Pero, ¿ésta no es la que siempre se peina igual?"; "La misma, vaya a saber qué mosca le habrá picado; seguro que anda alborotada con alguno de la edad del hijo y quiere hacerse la nena." "A mí me parece que lo único que hace es un papelón, y René que no le dice nada. ¡Qué poco criterio!" Elena las oye y se sorprende de no sentirse herida. René se le acerca al oído y le susurra como un abejorro: "Al menos tú te lo podes cambiar; dudo que estas víboras puedan hacer lo mismo con sus caras". Pero finge que no ha oído nada y le indica a una de sus chicas que suba el volumen de la música.
Mientras el cambio se opera, Elena tiene tiempo de observarse con detenimiento. Recorre cada detalle de su rostro, la nariz pequeña y algo torcida; la boca sí que le gusta, invita a un beso, piensa; la frente es algo ancha, como de muñeca, pero no está mal. Hay un lunar diminuto junto a la comisura de los labios; varias veces ha pensado en quitárselo pero no se ha animado, además René le ha dicho que le añade un toque de sensualidad. Los ojos… los ha visto tantas veces empañados. "Son los ojos de papá", piensa.
Hace nada más que un tiempo ella era una niña feliz. Todavía hoy guarda con celo lo que ha podido recolectar de su pasado, incluyendo lo que su madre tiró a la basura y que ella rescató escandalizada de ver cómo podía desprenderse de aquel pedazo de su historia sin una lágrima ni una duda. "No quiero nada que me recuerde a tu padre", le dijo, y Elena había juntado y pegado con paciencia entristecida cada pedazo de foto rota, uniendo el encaje del vestido de novia con el traje negro, los brazos de él con la espalda de ella, las manos. ¡Ah!, las manos, ésa era su foto preferida. Estaban los dos en un parque o una plaza; ella parada delante y él abrazándole el vientre, las manos justo allí, donde estaba Elena. Necesitaba recordarse cada tanto que era hija del amor; que no importa lo que hubiera sucedido después, ni las causas ni mucho menos las consecuencias. A veces, le parece una tontería apoyarse en este detalle tan lejano, pero tantas otras la ha fortalecido, sobre todo en las noches de soledad cuando se siente nada y no encuentra sentido a su respiración; entonces, como por obra de un viejo instinto de supervivencia, viene el recuerdo de su concepción.
¿Cómo fue que pasó todo? ¿En qué instante se destruyó el amor? ¿O acaso fue un proceso doloroso como el que ahora atraviesa ella? No lo sabe. Prefiere recordar los primeros años, aquel hombre de espaldas inmensas en cuyos brazos nada podía pasar y, sin embargo, no era un tipo grande, no, más bien así lo veía ella. Quién sabe cómo lo vería ahora, después de tantos años de ausencia. ¿Cómo sería su pelo, y aquellas entradas imposibles que le amargaban la vida? ¿Cómo estaría su rostro, con las arrugas finas que se le formaban junto a los ojos cuando sonreía? ¡Y cómo sonreía! Tal vez eso fue parte de su perdición. Sí, la hermosa sonrisa, la maldita sonrisa tuvo la culpa. Si aquella mujer no se le hubiese atravesado, si él no le hubiera sonreído, si ella no le hubiera cruzado las piernas y vendido barata una felicidad que después resultó tan efímera… Si su madre, siempre tan pacata, se hubiese dado cuenta a tiempo de que lo perdía… Si, si, si…
Ahora Elena prefiere creer que todo sucede por algo. Hasta el más pequeño de los detalles, de los gestos, es parte de la telaraña universal; nada está librado al azar. Elena se esfuerza en pensar que es parte de un plan cósmico, creador y, por lo tanto, bueno. "Por algo pasan las cosas", es su frase predilecta, aunque hace un tiempo que nota que ya no la satisface como antes, que no la colma esta resignación disfrazada de filosofía. Hoy se siente rebelde con derecho y, a decir verdad, le importa tres rábanos si hace sufrir. Ya ha perdido bastante vida pensando en cómo hacer para que cada movimiento suyo no altere las vidas de los otros. Hoy siente un impulso fuerte de tirarse al vacío; hoy, justo hoy que tal vez deba enfrentar a la muerte. "¡Cómo quisiera tenerte conmigo, viejo!"
Hace veintiséis años que no sabe de él, pero lo sigue extrañando como cuando se fue. Hacía tiempo que sus padres no armonizaban. Primero fueron largos silencios, cenas sin palabras, demasiadas horas de televisión y lecturas no compartidas. Pero en aquel entonces, cuando Elena empezó a percibir algo, ya hacía meses que sus padres convivían pacíficamente por miedo al escándalo o por pereza de una nueva vida. Después vinieron las peleas; cuando su padre comenzó a salir y a involucrarse en política, cada vez más, hasta terminar siendo líder del sindicato y pasarse días y noches sin más que un llamado telefónico para avisar que no volvería. Todavía se le eriza la piel cuando trae al recuerdo la angustia de la espera, las noches durmiendo sentada junto al teléfono, la radio prendida, el miedo de ella y el rencor de su madre por no perdonarle el abandono. Y luego, o primero, quién sabe qué llevó a qué, lo vieron con la otra y vinieron con el cuento. Y aquella noche -Elena lo tiene tan fresco que hasta puede oír los gritos-, aquella noche explotó la crisis de años y él se fue con la otra que le regaló envuelto y con moña todo lo que la madre le venía retaceando. Lo hizo sentir importante, único, el mejor, le mintió amor y él necesitó creerlo; lo necesitó tanto, tanto que largó al diablo la casa, la esposa, la hija, los reproches conyugales, el estúpido hastaquelamuertelossepare, los problemas económicos, el apartamento comprado en cuotas, y hasta las cuotas, todo, y se fue tras una ilusión.
Elena lo vio pocas veces después de aquella noche. La casa se transformó en un mar de rabia; ahí navegaba ella, apenas capaz de mantenerse a flote de sus propios conflictos y ya teniendo que cargar con la cruz de los adultos. Cuando quiso acordar, su madre le quedaba muy, muy lejos. Se habían distanciado entre una tormenta de insultos y reproches porque, si algo estaba claro en aquella casa, era que había que tomar partido, "o lo querés a él o a mí", le dijo la madre y le partió el corazón.
Elena ideó una estrategia para poder ver a su padre a escondidas. El debía llamar por teléfono y dejar sonar dos veces, luego colgar. Era la señal para encontrarse en una confitería que quedaba en la esquina del liceo. Así se veía con su padre, como pecadores escapados del Paraíso, mentirosos, delincuentes. Elena exprimía los minutos para saciarse de ellos hasta el próximo encuentro. Cada vez que se despedían, tenía la sensación de que no volverían a verse. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? ¿Por qué diablos no lo recuerda?
La mujer duró lo que dura la saciedad de un atracón después del hambre, pero bastó para perderlo. Andaba sin un peso en el bolsillo, manteniendo dos casas con un único sueldo, pidiendo fiado y caminando kilómetros por no poder pagar el boleto del ómnibus. Hasta en la confitería Elena le pagaba el café y lo miraba devorar las medialunas con más hambre que deseo. "¡Pobre papá! ¡Qué humillación!" La actividad sindical terminó con su trabajo y pronto se vio en la calle. Dormía en la sede del sindicato y comía lo que le daban y, mientras tanto, seguía embanderándose con consignas que no le eran del todo propias, reivindicando derechos ajenos. Siempre iba primero al frente, a ponerle el pecho a las discusiones y hasta a los golpes. Lo último que supo Elena fue que se lo llevaron una noche. Entraron por la fuerza y se lo llevaron junto con dos compañeros y un linyera que dormía con ellos. Al menos, eso le dijeron los del bar de la esquina, aunque en ninguna comisaría ni cuartel pudo encontrarlo ni tampoco los rastros de que hubiera pasado por allí. "¡Mentira!", sentenció su madre, "es todo una mentira para irse con ésa y no tener que pasarnos más plata. ¿Te das cuenta hasta qué punto es un sinvergüenza? Ya vas a ver cómo aparece en cualquier momento, en cuanto se le pase la calentura. ¡Ah! Pero acá no pisa más, ni loca, para mí está muerto, muerto, muerto". Golpeaba la pared con el puño cerrado mientras a Elena la palabra "muerto" le retumbaba en el pensamiento. "Todavía llorás, nos abandonó por esa loca y todavía lo extrañas. ¿Y yo? ¿Qué hay de mí que me quedé? No llores, desagradecida, no llorés, ya vas a ver que en unos días aparece." Pero nunca volvió; hace veintiséis años y nunca volvió.
Viejo querido:
No sé, verdaderamente no sé por qué. te estoy escribiendo. Quizá sea porque aún alimento la fantasía de que vuelvas, como dijo mamá, de que todo haya sido una mentira. Ojalá fuera así, papá, porque entonces podría abrazarte como cuando era niña y corría a ti para buscar consuelo. Sentí que perdía algo íntimo cuando desapareciste, como si se me hubiese caído una pierna o un brazo. Lo que no he perdido es la memoria.
Todavía guardo la cola de la cometa que hicimos juntos y que nunca pudimos remontar. Allá en el parque, los dos solos, desafiando al viento, haciendo piruetas de lo más ridículas, fracasando una y mil veces y luego tumbándonos en el pasto para reírnos de nuestra aventura y disfrutar panza al cielo como si hubiésemos triunfado en nuestro intento por remontar la cometa, de la que sólo quedó la cola. Qué bien me sentía a tu lado, tan protegida que el mundo me parecía un lugar seguro, bueno para quedarse allí. Claro, el mundo eran tus brazos y el espacio que dejabas junto a tu pecho para que yo me metiera hecha un ovillo. Cuánto necesitaría ese ínfimo lugar para refugiarme ahora, papá, pero sufro porque nunca más podremos estar así. Para eso servirá el dolor, supongo, para alimentar la memoria.
Lo mejor de ti, lo mejor de nosotros, está en mis primeros años. Vivías para colmarme de amor, tanto, tanto, que olvidabas la educación, los modales, eso se lo dejabas a mamá. A veces, siento que soy injusta con ella y es porque entre ambas hay una brecha invisible forjada con los años y esa tarea agria de fijar los límites. Hoy, yo también siento que he perdido a mis hijos, y en parte es porque he estado demasiado junto a ellos marcándoles pautas, quitándoles piedras del camino, acompañando, acompañando, acompañando. En fin, que de todo esto no he recibido mucho más que indiferencia y casi te diría que una intención de ponerme lo más lejos posible de sus vidas. Si vieras qué linda está Ana; es toda una mujer. Tiene un aire tuyo en la mirada, pero sale más al padre en la forma de ser. Luis, en cambio, es puro sentimiento, un poco atolondrado, pero se conmueve más; mujeres, música, fútbol, todo lo despega de la tierra. Cuando pienso en mi vejez, lo veo a él, y no a Ana, ocupándose de mí.
Daniel es un tema aparte, pero necesito hablarte de él. Si tuviera la certeza de que algún día fueras a leer esta carta, no te contaría esto, sobre todo porque aún recuerdo tus arranques de celos y cómo me decías que pobre del que quisiera acercarse a mí. ¡Qué pena que no estuviste para espantar con tu escopeta imaginaria a aquella bestia de Juan! ¡Cómo te hubiese destrozado verme en circunstancias tan lamentables! Pensándolo bien, tal vez Juan nunca hubiera existido de haber estado tú. No importa, viejo. Yo nunca te juzgué, no lo hice entonces, y mucho menos ahora. En cualquier caso, lo que intentaste fue ser feliz; no puedo reprocharte por eso.
Vuelvo a Daniel. Creo que llegaría a caerte bien si lo trataras un tiempo, sobre todo porque al principio me amó de veras, como nadie, papá, y eso te hubiera dado tranquilidad. Verás, en este momento parece hastiado de mí. Está tan metido en el trabajo, y no lo culpo; hasta ahí lo llevé yo con tanta seguridad. Me equivoqué; quise suplir el amor con una eficiencia ejemplar, y él no quería una secretaria, quería una esposa.
En fin, papá, que hasta he llegado a pensar que hay otra mujer y ¿querés que te diga lo peor?, no me han dado esos celos impulsivos de tirar cosas por la cabeza y matar a alguien. No, más bien he sentido un tenue alivio, como si por fin me dieran la excusa perfecta para terminar con una relación que no me hace feliz.
No creas que te juzgo por haberte ido detrás de ella. Casi puedo ver a mamá con sus complejos y su obsesión a cuestas, enturbiándote la vida con ese pesimismo que la está dejando tan sola. No la culpo, tampoco. No tuvo gracia ni inteligencia para retenerte. Cuando en otra casa te fabricaron el reino mágico donde eras rey y señor, el mejor del mundo, donde todo el tiempo era para ti, y ella no te esperaba con recibos sin pagar sino recién bañada, con su pintura de guerra y la cama abierta, entonces te fuiste. Cuando quisiste acordar, ya estabas demasiado involucrado en aquella cruzada sindical que terminó por absorber tu resto de energía. Cuánta confusión, ¿no es cierto? ¿A quién contabas tus problemas?
No podría determinar cuándo fue exactamente que comenzó, pero sí recuerdo que llegabas tarde a casa, faltabas a la cena y a veces a dormir, recibías llamadas extrañísimas y hasta alguna amenaza que a mamá casi la lleva al borde de la histeria. Todo eso alteró nuestra vida.
Fue por esos tiempos que descubrí el miedo. No era el de mis noches pobladas de brujas y monstruos que tú calmabas pasándote a mi cama y acariciándome el pelo hasta quedarte dormido y yo, tan segura de que todo estaba bien, dormía serena, flotando en tus brazos. No era ese miedo, no. Era el pánico de no volver a verte, de que sonara el teléfono para avisar "algo malo ", que era el eufemismo que utilizaba para preguntarle a mamá por ti y evitar esa palabra terrible que andaba sobrevolándome como un presagio siniestro.
Y una cosa fue trayendo la otra, y tus ausencias y tu devoción por una causa justa pero no del todo tuya te fueron alejando de las responsabilidades del trabajo y la familia. Mamá también se fue quedando demasiado sola y empezó a reprocharte lo que para ella era un abandono prematuro, anticipo del que vino después y que, seguramente, ella presintió. Te llamaba "ese egoísta", aunque jamás escuché que hablara mal de ti fuera de las paredes de la casa. Pero adentro la situación era muy diferente. Durante el día, y a veces en las noches de largas ausencias, se preguntaba por qué estabas haciendo eso, cuál era la necesidad de perderlo todo, si acaso no pensabas en nosotras. Cuando llegabas, toda esa ira acumulada durante horas de espera explotaba en un volcán de gritos, mientras tu silencio culpable la enfurecía aun más y a mí me hacía sentir pena por los dos.
Cuando, por fin, recibimos la llamada, nos sobresaltamos como si nos hubiera tomado por sorpresa. Recuerdo a mamá corriendo a ponerse lo primero que encontró y cómo salimos las dos desesperadas a buscarte, las cien puertas que golpeamos y las cien veces que nos dijeron que no, o peor, prometieron una mentira que alentó nuestras esperanzas. Te hundiste en la oscuridad donde se pierden los desaparecidos, donde nada se sabe, nadie vio ni oyó y, si algo recuerda, jura que lo olvidará pronto. Así te me fuiste, te extraviaste en una nada inmensa de donde no has vuelto. Si al menos alguien me dijera cómo fue, qué te hicieron, dónde están tus huesos. Entonces, me devolverían algo de paz, un poco de orden a mi desasosiego y, lo más importante, destruirían esas absurdas fantasías de volver a verte. Papá, si supieras cómo envidio a los que pueden ir al cementerio.
Unos años después, vino a casa un hombre al que no habíamos visto. Puedo recordar a mamá espiando a través de la mirilla de la puerta y luego volverse hacia mí y hacer un gesto con el índice sobre los labios. Cuando quedamos solas, desarrollamos una serie de mañas casi neuróticas para preservar la seguridad. Ahora me doy cuenta de lo pueril de esta actitud; si hubiesen querido hacernos daño, nada de eso lo hubiera impedido.
Lo cierto es que nos quedamos inmóviles, y mamá siempre mirando por el pequeño orificio, hasta que escuchamos algo así como "ábrame, por favor, traigo noticias de su marido". Ante nuestra falta de respuesta, la misma voz, "está ahí, puedo ver la sombra de sus pies por debajo de la puerta. ¡…Abra, por favor!". Mamá estaba transpirando, pero no se dejó amedrentar. "Mire, no puedo estar aquí mucho más, yo sé quién se llevó a su marido, yo sé quién lo vendió y por qué. ¿Va a abrirme o no?" Vi vacilar a mamá y luego responder con voz firme: "Yo a usted no lo conozco ni sé qué quiere, diga lo que tiene que decir y váyase". Ante mi estupor, destrabó las cerraduras, quitó el pasador y abrió la puerta los diez o doce centímetros que permitía la cadena, una seguridad tan frágil que el hombre hubiese podido vencerla con una patada. Era un tipo bastante desagradable, alto y con un rictus fiero en los labios. Cuando vio que mamá no cedería ni un paso más, miró hacia adentro de la habitación hasta que sus ojos me encontraron. Luego se dirigió a ella hablándole en voz baja: "Escuche, yo era compañero de su marido en el sindicato. Se lo llevaron junto con otros dos. Pero, no lo buscaban a él, ¿entiende? Su marido estaba por salirse, tenía ciertas discrepancias. No le dieron tiempo". Mamá lo escuchaba sin mover ni un músculo. El hombre le extendió un sobre bastante arrugado que ella tomó mecánicamente. "Acá hay nombres, fechas, lugares, todo lo que usted necesita saber. Cuando esta locura pase, haga que estos hijos de puta paguen. Era un tipo de la planta, demasiado gente para estar metido en esta porquería; de ustedes, sobre todo de la hija, vivía hablando." Después nos deseó buena suerte y desapareció envuelto en el mismo misterio que lo había traído.
El sobre convivió con nosotras por varias semanas. Mamá lo puso sobre el aparador, apoyado en el frutero de cristal. Era lo primero que buscaban nuestros ojos todas las mañanas y era lo último que mirábamos antes de acostamos, pero jamás hablábamos de él y no nos animábamos a abrirlo. Una tarde, cuando volví del liceo, encontré a mamá sentada en el piso de la cocina. En la pileta había una gran mancha negra y el olor volvía casi absurda la pregunta. Lo quemó porque ya no pudo soportar tenerlo a la vista y no encontrar el valor para abrirlo; simplemente lo quemó sin saber el contenido, sin preguntar mi opinión, y con él mi última esperanza de saber. Esa tarde exploté en el llanto que había guardado desde aquella fatídica noche.
Estuvimos días sin hablar. La odié con toda mi alma y la culpé por haberme liquidado la ilusión, por todas y cada una de mis desgracias, hasta que me di cuenta de que ella también estaba destruida. Finalmente, se había dado de cara con la realidad de que no volverías, de que no te habías escapado con la otra, de que aquello era la terrible verdad de la muerte y no un escenario montado para permitir tu huida. No sé por qué yo misma no abrí ese sobre. Supongo que el miedo me paralizó; no pude. Si lo hubiera hecho, me habría ahorrado el dolor de la esperanza. La verdad es una cicatriz, es cierto, pero siempre es mejor que una herida eternamente abierta.
¿Por qué será que me empecino en fantasear con que alguna vez puedas volver? ¿Por qué, si sé que estás muerto? Todavía pienso que quizás haya un tal vez, un "y si no fuera así", una suerte de historia novelesca en la que te me aparecerás al final y me dirás que estuviste escondido todo este tiempo, que seguiste mis pasos a la distancia sin que yo te viera, como una especie de ángel guardián, que ahora has vuelto para quedarte conmigo. ¡Ah! ¡Qué fuerzas brotarían de mí si eso ocurriera! Qué respaldada me sentiría para pararme frente a Daniel y a mis hijos, tus nietos, y tomar mis decisiones contigo a mis espaldas, sosteniendo mi inseguridad.
Si al menos pudiera creer que estás en algún lado, en otra dimensión, con Dios o en todas partes y que puedo contar contigo, en fin, si pudiera, pero hace tiempo que me cuesta creer en esas cosas, así que lo único que me va quedando es el bendito dolor que el recuerdo se empeña en fortalecer con el paso del tiempo.
Es curioso cómo idealizamos a los muertos. Ni siquiera sé cómo nos llevaríamos si estuvieras, cómo verías la vida y, sin embargo, prefiero pensarte como un ser amoldado a mis necesidades, contenedor de todas mis penas, compañero, un padre bueno. Y, después de todo, ¿por qué no? ¿Quién puede prohibirme pensarte como yo quiera? ¿ Quién se meterá en mis sentimientos y me obligará a crearte con la dureza de un realismo que ya bastante me castiga? Que me dejen en paz contigo que así estamos bien.
De todo esto no ha quedado más que la tristeza para siempre de no tenerte y necesitarte a cada paso. También han quedado los buenos momentos magnificados por el amor en algún rincón aún no violentado del alma, ese lugar protegido, último reducto de las cosas bellas. Voy a pensarte cuando era niña y tú mi rey, pero también cuando fui joven y te me volviste desvalido, y de todo eso haré tu memoria para que ya no me dejes nunca, nunca, viejo querido.
Si existe eso que llaman el más allá, el Cielo o esa otra dimensión adonde van los muertos, guardame un lugar a tu lado para que estemos juntos otra vez, cuando sea mi tiempo y tengamos la revancha de todas estas horas no compartidas y vuelvas a ser mi papá y yo tu hija. Te extraño, te quiero. Hasta ese entonces, viejo.
Elena
René le salpica el rostro con unas gotitas de agua fresca que la devuelven a la peluquería. Elena se sobresalta cuando siente ese rocío artificial aterrizándole en la cara y se sorprende de haber estado tan ausente.
– ¿Qué tal?
– ¡Es rojísimo! ¿Te parece que pueda salir así a la calle?
– Estás divina. Apuesto a que no das tres pasos seguidos sin que te digan alguna chanchada.
– ¡René, por favor! Si me decís eso no me animo a salir.
– Pero ¿qué gracia pueden tener esos piropos pacatitos? -agrega con voz burlona-, muñequita, bombón y toda esa sarta de mojigaterías. No, nena, lo que vale es que les despiertes al salvaje que llevan dentro.
– ¡Basta, René! De verdad te digo que me saco todo y vuelvo a ser la de antes, ¿eh?
– ¿Cuál? ¿La de hace un rato? ¿La que no sabía para qué estaba viviendo? ¿La que tenía miedo a morir sin haberse teñido el pelo de rojo? Dejame que te maquille así te vas a trabajar hecha una diosa.
– Con todo este barullo se me pasó el tiempo. ¿Qué hora es?
– Las doce menos cinco. Tenemos unos minutos. Confía en mí.
Ella se deja hacer conmovida por la ternura que ha puesto René en intentar devolverle la alegría. Se pregunta si una mujer hubiese actuado así, de ese modo tan solidario, tan despojado de competencia, con un ánimo claro por verla mejor, preocupada por su bienestar. "No lo creo", piensa, "jamás tuve una buena amiga. Julieta fue buena, pero duró poco". Se mira en el espejo y ve cómo le masajean el rostro con una loción fresca y le aplican la base humectante, tan aterciopelada que más parece una crema. Después, vienen los rubores, las sombras suaves, los correctores, la máscara para pestañas y el toque final, un lápiz de labios color ciruela. René le pone perfume detrás de las orejas, en las muñecas, en el antebrazo, justo del lado opuesto de los codos, en los tobillos, "donde late el corazón, para que marees con tu pulso".
– Te quiero -le dice ella como le diría a un hermano.
René le da unas palmaditas en las nalgas y casi la empuja hasta la puerta. Elena hace el intento de meter la mano en la cartera y él la detiene con un beso viril en cada mejilla. Es casi un juego; ella sabe que jamás le cobrará, pero ensaya un pago, no por hipocresía sino por delicadeza.
– Suerte con tu médico. No tenés nada malo, estás demasiado linda.
Elena suspira y abre la puerta que da a la calle. Al salir a la luz natural, su pelo adquiere tonos fantásticos.
– ¿Ves? Hasta la naturaleza te sienta bien. Modestia aparte, me he mandado una obra de arte…
Ella se despide con un coqueto movimiento de la mano y se marcha hacia la parada del ómnibus. Al pasar por la farmacia, mira su reflejo en la vidriera. "Nada mal", piensa.
Las nubes de la mañana han cedido paso a un sol abrasador. La ciudad está pesada bajo el calor del mediodía y la sombra se ha vuelto un objeto de lujo. Por suerte, han colocado estos techitos verdes en cada parada de ómnibus donde Elena se refugia junto con otros tres. Cada tanto mira el reloj; está ansiosa. Tiene quince minutos para llegar a tiempo a la oficina y marcar su tarjeta.
Aprovecha la espera para comprar un paquete de cigarrillos. Una mujer le pregunta la hora y ella contesta sin consultar el reloj. Puede sentir la mirada de los dos hombres que la están desnudando con los ojos y que hablan en voz baja. Ella también los observó no bien llegó al refugio. Para esos casos siempre lleva algo para leer en la cartera, un libro, una revista, cualquier cosa que le permita fingir concentración y la mantenga lejos de la incómoda situación de estar siendo analizada.
Busca y solamente encuentra un folleto que le han dado hace unos días en la calle. A falta de mejor material, se lanza a la lectura con un interés fingido: "Cabañas equipadas para su comodidad. Enclavadas en la falda del cerro, entre el verde de la vegetación y el azul del mar. Servicio de mucama y restaurante. Todo el año. Consulte. Un parada en el paraíso antes de volver a la tierra". "¡Qué cursi!", piensa. Las fotos que acompañan muestran una de esas cabañas por dentro y por fuera. Nada especial. Lo que sí llama la atención es el punto de vista desde donde fue tomada la fotografía, de manera tal que la cabaña parece, en efecto, estar entre el cerro y el mar, y da la falsa impresión de que, al abrir la puerta del frente, fuera posible mojarse los pies en el agua salada. "Una ilusión óptica, no hay duda, pero qué sensación de paz", piensa, ya olvidados los hombres, la hora, el color del pelo, el maquillaje, el ómnibus. -¡El ómnibus!
Demasiado tarde, lo ha perdido; como una soberana imbécil le ha pasado por su lado mientras ella chapoteaba alegremente sentada en el porche de la cabaña. Mira el reloj; quedan diez minutos para la hora. La lucecita roja de un taxi la atrae y estira el brazo para detenerlo mientras evalúa rápidamente cuánto dinero lleva en la cartera. El viaje le costará la cuarta parte de lo que va a ganar por ese día de trabajo; mal negocio, pero no queda alternativa. ¡Con qué gusto faltaría a trabajar! ¿Adónde iría? No a su casa, por supuesto, aunque quisiera sentirse protegida allí; pero hace tiempo que la casa se ha convertido en el lugar obligado por las circunstancias donde dormir y comer, poco más que eso. ¿A lo de su madre? No, no quiere seguir lastimándose, ya no está dispuesta a jugar a la pobrecita para que, en lugar de consuelo, le den palos. -¡¿Sube?!
El taximetrista la mira algo molesto. Está estacionado justo en la parada del ómnibus y tiene detrás una de esas moles cuyo conductor le grita malas palabras y apoya toda su humanidad en la bocina. La pregunta del hombre la despierta y se trepa al asiento trasero en el momento exacto en que la luz verde les da paso y el taximetrista arranca sin preguntar cuál es el destino. Ya en marcha, gira la cabeza y le dice algo más calmo, "¿adónde la llevo?".
Elena le indica el camino mientras lo observa. Tendrá unos cuarenta años. Tiene las manos fuertes y no lleva alianza. Curiosa costumbre la de fijarse en este detalle, como si la presencia o ausencia de la argollita fuera a determinar que Elena se animara a lanzarse a una aventura amorosa. ¡Por favor! Ella sería incapaz de algo así, no por cultivar moralina, sino porque no es su estilo y punto. Su idea de pasarla bien no tiene que ver con amores furtivos, entradas a moteles, ni amantes de una hora. Lleva el pelo recogido en una colita que ha mojado para refrescarse, a juzgar por el brillo y las gotitas que le van resbalando por el cuello fuerte también, como de bulldog. De pronto, se cruzan las miradas por el retrovisor y siente vergüenza de que él sepa lo que ella está pensando. Hace un esfuerzo por controlarse, pero el calor se le va trepando al rostro como una hiedra roja. Él le dedica una sonrisa pícara, de conocedor.
– ¿Se siente bien?
– Perfectamente, gracias.
– Me pareció que estaba demasiado distraída, como si tuviera algún problema.
– Como todo el mundo, nada importante. Hace calor, hoy.
– Terrible. A mí me toca estar acá hasta las seis y media, el peor turno me lo como yo. Pero no me quejo, hay que cuidar el trabajo.
– Por supuesto, sobre todo en estos tiempos…
Las respuestas de Elena son previsibles, carentes de todo interés; sin embargo, el hombre se anima a un poco más y le hace una pregunta salida de la nada, como un conejo de su galera.
– ¿Usted es casada?
Elena sonríe con tristeza.
– Un poco.
– ¿Y eso?
– Como le dije; todos tenemos problemas.
– Pero usted es muy linda, le va a ir bien.
Elena vuelve a sonrojarse e instintivamente aprieta las piernas. Las palabras le han caído como una caricia, le han sonado como hace tanto sonaron los primeros piropos de Daniel, tan cargados de ese erotismo puro, estimulante. Se ve encantadora, con una luz especial. Quisiera tener menos prejuicios y decirle que desvíe el taxi, que la lleve a un motel y le arranque la ropa y la coma a besos, y le haga un amor de ilusión, no importa, aunque nunca más vuelva a verlo. Pero no, no podrá quitarse el lastre de su educación a tiempo, en dos minutos estará marcando la maldita tarjeta en el maldito reloj del maldito trabajo y la fantasía habrá llegado a su fin.
– ¿Cuánto le debo?
El toma la planilla y le dice cuánto y gira su cabeza para mirar un poco más. Ella evita encontrarse con sus ojos. Busca en la cartera y termina dejándole una propina exagerada.
– Así está bien, gracias.
– Gracias a usted. ¿Puedo esperarla cuando salga? ¿Un café?
Ella se asoma por la ventanilla delantera en una actitud seductora para que él pueda verla bien y oler su perfume.
– Hoy no puedo. Otro día…
Y se da la vuelta para entrar en el edificio. Hace lo posible por moverse con elegancia y aguza el oído para escuchar el motor del taxi y saber si él se ha ido o está mirándola. El motor le devuelve ese ronroneo de gato frente a la hoguera hasta que ella desaparece detrás de la puerta del ascensor.
Ya está, ella sabía que iba a suceder. Bastó con escuchar el ruido metálico del reloj para desvanecer toda la magia, como si la hubiesen bajado de un hondazo en pleno vuelo.
– Un minuto tarde.
Ahí está, parado justo detrás de ella rozándole las faldas con el pantalón, el muy inmundo.
– Buenas tardes. ¿Todo bien?
– Un minuto hoy, un minuto mañana, otro minuto ayer. Elena, hay que cuidar el trabajo, querida.
– No se preocupe, lo recupero en seguida, me retrasé en una diligencia.
Él le toca la punta del pelo y ella se mueve instintivamente hacia atrás.
– Ya veo. Peluquería, ¿eh? ¿Tenemos golpe hoy?
El golpe se lo daría ella, bien dado justo en medio de esa porquería inútil que tiene entre las piernas y de la que hace alarde cuando cuenta sus proezas sexuales del fin de semana. Lo hace con lujo de detalles, como si a alguien pudiera interesarle y, para colmo, incluye siempre el nombre de alguna señorita, en un alarde de ordinariez digno de una bestia como él.
– Ningún golpe, solamente un cambio.
– Ah, pero te queda estupendo, te da un aire sauvage. Ojo con alborotarme a los compañeros, ¿eh?
Elena se limpia las gotitas de saliva que no pudo esquivar después de sauvage y, sin contestarle, va hacia su escritorio.
– Perfumadita, también. ¡No te digo que hoy tenemos golpe!
Después camina hasta el escritorio donde ella ya se ha sentado, finge mirar un documento y le apoya su barriga sobre un montón de papeles apilados. El botón de la camisa parece que va a reventar bajo la presión de tanta grasa.
– Escuchame, nena, a mí me importa un pito en qué andás, o con quién. Lo único que quiero, por ahora, es que me liquides esta pilita hoy sin falta, ¿estamos? Ayer bajó el dire y me pasó una buena refregada porque los clientes se quejan de que los despachos están demorando demasiado. Yo no quiero problemas, que quede claro. Lo que hagas fuera de la oficina es cosa tuya, pero aquí te quiero concentrada.
Elena siente el impulso de reventarle la carpeta en la cabeza, pero se contiene cuando lo ve girar y meterse en su despacho como si fuera una comadreja en su cueva. Se le han llenado los ojos de lágrimas. Son lágrimas de humillación, de impotencia, de tener la posibilidad de mandarlo al diablo y no volver más y, sin embargo, saber lo que significa quedarse sin trabajo, empezar de cero, volver a la absoluta dependencia de Daniel, justo ahora que no sabe qué va a hacer con su vida. ¡Su vida! Como si estuviera en sus manos.
– Elena, ¿estás bien?
Se sobresalta cuando su compañera le toca el hombro.
– Sí, estaba pensando nada más en lo que le haría a la bestia si pudiera. No te imaginas la de guarangadas que acaba de decirme, y todo porque llegué un minuto tarde.
– Es un hijo de puta, no te preocupes. Pero, qué linda. ¿Y ese cambio?
– ¡Ay!, me parece que se me fue la mano. Le dije a René que quería algo así, pero… Cuando quise acordar ya era Señorita Zanahoria y, para colmo, se empecinó en maquillarme, y todo para qué, para tener que aguantar esta manga de…
– A mí me gusta; yo no me lo haría ni loca, pero me gusta.
– ¡Genial! Muchas gracias por tu consuelo.
– Ya te dije que estás bien. Me parece bárbaro que te hayas animado, siempre tan conservadora, tan clásica. Una mujer de tu edad…
– ¿En qué sentido?
– De tu edad, que es cuando empieza la vida. Mirame a mí, con dos divorcios, tres hijos, una hipoteca y ¡zum! me tiré al agua. Ahora soy una mujer liberada. No, liberada no, libre, libre para hacer lo que se me da la gana sin compromisos, sin comidas a horas fijas, sin calzoncillos para lavar, sin caras de culo por la mañana. Te digo que es el estado ideal.
– ¿Y no te cansa? Digo, ¿no hay un momento en que te vienen ganas de estar acompañada? Me refiero a tener a alguien que realmente te quiera, que se preocupe.
– A veces, pero me obligo a recordar. Es un ejercicio que me ayuda a no volver a equivocarme, porque te aclaro que he estado tentada en más de una oportunidad de dar el mal paso, léase, volver a casarme, lo que significa un tercer divorcio, sin duda. En esos casos vuelvo a mi primer matrimonio, la ilusión del principio, la ingenuidad con que sacrifiqué mis mejores años cocinando, limpiando, trabajando, criando hijos, haciendo malabares para que el dinero alcanzara, zurciendo y bajando dobladillos, ¿sigo?
– No, conozco de sobra esa historia.
– Exacto, porque es la historia del noventa por ciento de las mujeres y es necesario pasarla, no hay escapatoria, para eso nos criaron; y nosotras hemos creído que así seríamos felices, mientras nuestros maridos se dedicaban a trabajar o estudiar, exclusivamente, claro, porque cuando llegaban a casa estaban demasiado cansados para lavar un plato. Cuando una se da cuenta, él ya ha abierto su camino en la vida, nosotras nos quedamos a su sombra y, por supuesto, ya se ha buscado una compañera más acorde con las circunstancias que lo pueda seguir en la plenitud de su vida, que sea un bonito trofeo para mostrar a sus amigos, que haga piruetas nuevas en la cama, en fin, un ejemplar más joven. Entonces nos rasgamos las vestiduras, lloramos, insultamos, amenazamos, odiamos con toda el alma, mataríamos si pudiéramos. Después caemos en inmensas depresiones, nos vemos feas, viejas, trapos de piso y corremos a buscar refugio en lo más querido: los hijos.
– No sigas, por favor.
– Es así, ¿verdad? ¿Y qué encontramos allí? Que los hijos también se hartaron de estas madres amargadas que se han pasado veinte años rezongando, apretando el cinturón mientras el padre los llevaba a pasear y los consentía, como si se tratase de dos familias distintas. Ellos también nos patean. En pocas palabras, no nos dan bolilla, fuimos, somos pasado. Ya les limpiamos la cola y le sacamos los mocos, ya tienen el carné de vacunación completo y se saben las tablas, disfrutan de amores nuevos que les llenan la vida y, por lo tanto, las viejas sobran.
– No todos los hijos son iguales.
– ¡Por favor, Elena! Habrá excepciones, pero la inmensa mayoría responde así, con ingratitud. Entonces me puse a pensar qué estaba haciendo con mi vida, qué estaba esperando si nadie me iba a ayudar. Eso fue lo que me animó, tomar conciencia de la absoluta soledad en que se quedan las mujeres después de haber cumplido con sus servicios de hembras paridoras que, después de todo, parece ser el único fin del matrimonio.
– Estás siendo extremista; conozco matrimonios que llevan siglos casados.
– Cobardes, no se animan, tienen los cuernos tan bien puestos que ni los sienten. Se han acostumbrado a una realidad indigna, una soledad acompañada donde cada uno hace su vida y aparecen en público como pareja. Todo mentira, lo de los primeros años se va, se esfuma con la rutina y con eso no hay quien pueda. Por eso elegí otro camino. Trabajo para mí, no rindo cuentas a nadie y, cuando elijo a un hombre, lo uso hasta que me aburro y después le digo adiós. ¡Ah! Otra cosa que aprendí es a no tenerle tanta compasión a las otras mujeres. Si cuando a mí me engañaron nadie se apiadó de mí, ¿por qué voy ahora a estar pensando en ellas?
– Me asustas. Me parece espantoso, un egoísmo demasiado grande.
– ¿Y quién piensa en mí?
– Es que así no le das la oportunidad a ningún hombre, Lilith.
– Puede ser, pero me evito sufrimiento. Además, ya no me hace la ilusión de antes. Estoy convencida de que el hombre está programado para comportarse como un ser más o menos gentil como parte de la seducción, pero una vez que te tiene segura, casada o cazada, da igual, entonces, a la mierda la caballerosidad, la ternura y todo lo que te enamoró. Es cuestión de tiempo, nada más. Se transforman en animales, puro instinto; y si no, pensá cuáles son los mayores placeres de un hombre casado: comer y coger a gusto. A gusto de él, por supuesto. Se te echan encima cuando tienen ganas y, pobre de ti si no estás en sintonía, entonces serás una histérica, una ovárica y les darás la excusa perfecta para buscarse otra montura, con lo cual, están tan mal hechas las cosas en este mundo que, finalmente, ¡terminas siendo culpable de tus propios cuernos!
A Elena se le dibuja una sonrisa. Lilith tiene gracia para explicar su forma de ver la vida. Hay algo de verdad en esas palabras sin misericordia, pero se resiste a aceptar que las cosas sean iguales para todo el mundo. Sin querer, se va a su propia situación con el pensamiento. Daniel fue un hombre encantador al principio, es cierto, y también es cierto que cambió mucho. Ella acepta su parte de responsabilidad en ese cambio; sabe bien que no es enteramente inocente, que nadie es enteramente inocente cuando una relación de pareja se desgasta y rompe. Lleva encima la culpa de no haber correspondido al amor de Daniel que sí era inmenso, de no haber amado lo suficiente. Pero no ignora que ha puesto lo mejor de sí, tal vez no alcanzó, pero ella se esforzó en ser buena esposa y llegó a quererlo, como lo quiere ahora, no con ese amor huracanado de las primeras pasiones, sino con un cariño sereno.
Lilith ha vuelto a su trabajo mientras fuma el primer cigarrillo de la tarde. Cuando llegue la hora de salida, habrá quince o veinte colillas en su cenicero. Elena la mira con disimulo. Es una mujer pequeña y bien proporcionada, nada bonita pero con los suficientes cuidados como para llamar la atención. Hoy se ha puesto un perfume demasiado cargado para el día, imposible de pasar por alto. Se maquilla como una profesional, de manera tal que, de una mujer bastante vulgar, logra sacar un bocado apetecible. Toda ella es una invitación a la cama. Lleva puestos ocho anillos, a cual más costoso, que exhibe con desfachatez al tiempo que dice que son trofeos de guerra. Como también lo son el auto que usa y el pequeño apartamento en donde vive, precio que ella puso para aceptar ser amante de uno de los de arriba, un ejecutivo de unos sesenta y algo, casado, con seis hijos, católico de misa, un santurrón que la visita los jueves. Ella acepta todo, sin condiciones, a cambio de los pequeños lujos que él le ofrece. El resto de los días son enteramente para ella y los hombres que quiera llevar. En algo no ha transado y es en dejar de trabajar; de alguna manera quiere preservar su independencia. Si algo le produce repugnancia, son las mantenidas.
La oficina es parte de un estudio donde conviven dos abogados, dos escribanos y un despachante de aduana. Elena trabaja para este último, pero rara vez lo ve. Las órdenes le llegan por vía del jefe a quien ella desprecia por sobre todas las cosas. Pasa la tarde, las siete horas, sentada frente al teclado de su computadora, al que tuvo que adaptar sus conocimientos de dactilografía al tiempo que hacía algún cursillo básico. Por lo demás, con lo que sabe alcanza. No necesitó mucho para darse cuenta de que no hacía falta ser un prodigio para hacer su trabajo; cualquier mediocre podría.
Hace dos años, más o menos, los primeros síntomas del abandono afectivo comenzaron a hacerse evidentes. Además, Daniel, que nunca había puesto reparos para el dinero, que siempre lo había dejado a mano para que ella sacara lo necesario, tuvo un cambio de comportamiento: se volvió inquisidor, preguntaba por el destino de cada moneda y obligaba a Elena a pedirle todo el tiempo, con el consiguiente detalle de los gastos. Fue un cambio repentino y hasta el día de hoy Elena se pregunta qué lo motivó. La situación se volvía cada vez más humillante; la dependencia económica pasó de un estado de equilibrio a una tiranía. Fue Daniel quien le consiguió este trabajo tocando la puerta de algún conocido. Es cierto que la tarea jamás prometió demasiado y que Elena supo de antemano que no iba a ser allí donde hallaría la satisfacción de su lado profesional, pero la realidad resultó ser aplastante.
En la oficina hay tres hombres y una mujer, además de ella y Lilith. Dos de los primeros llevan la parte contable y el tercero se encarga de informatizar todo el trabajo. La otra mujer, Dina, es una muchacha del interior que llegó hace un año más o menos. Elena recuerda la primera vez que la vio. Entró con cara de gorrión caído y una flacura impresionante. El jefe la hizo pasar a su despacho pero no le dijo que tomara asiento y la pobre, muerta del susto, se quedó de pie, temblándole al silencio que el muy cerdo se complacía en teatralizar mientras fingía examinar una hoja donde había cuatro o cinco líneas nada más, que eran todo el curriculum que había podido presentar. Así la tuvo unos minutos, mirándola por encima del papel, con los anteojos caídos sobre el caballete de su nariz de carroñero, divirtiéndose con el miedo que le infundía y, cuándo no, aprovechando para medirle el busto con los ojos, tomarle las dimensiones de la cadera e imaginar unas cuantas porquerías. Elena también recuerda el breve diálogo que mantuvieron aquellos dos en el despacho y cómo la desesperación pudo más que la dignidad, y qué parecidos a los animales pueden volverse los seres humanos cuando sus necesidades básicas no están satisfechas.
– No sirve.
– Pero ¿por qué? Me dijeron que necesitaba…
– Sí, te habrán dicho, pero el que toma la decisión soy yo. Ése era el requisito primario, pero además hay otras cosas, presencia, buen trato, no olvides que es para trabajar recibiendo gente y atendiendo el teléfono, no cualquiera…
– Yo necesito trabajar. Recién llegué de mi pueblo y necesito el dinero, ¿entiende? No tengo adónde ir, ni familia, ni amigos, estoy sola. Puedo hacerlo bien, tengo buenos modales.
– Sí, pero, ¿cómo diría? No es cuestión de modales, es un asunto de actitud, digamos de… de que vas a ser la voz, la cara de la empresa, y ésta no es una empresa cualquiera, movemos plata fuerte, se cocinan negocios importantes, no sé si soy claro. Además, nena, vamos a ser francos, tu aspecto no ayuda, no ayuda. Acá viene gente grande, políticos, ejecutivos. La recepcionista tiene que tener otro estilo, algo más sofisticado.
– Puedo conseguir ropa…
– Eso es lo de menos, la ropa te la damos nosotros. Es más una cuestión de apariencia general. A ver cómo te explico. Cuando llega el cliente, la recepcionista es lo primero que ve, es la primera impresión que tiene de la empresa. Tiene que ser una mujer llamativa, seductora. ¿Entendés?
Después de esto Elena no pudo oír más porque la muchacha entendió, giró sobre sus talones, cerró la puerta y pasó llave de adentro. Diez minutos después salía del despacho; caminó hasta el escritorio vacío y tomó posesión del cargo que hasta hoy ocupa. El jefe salió unos segundos después, estaba rojo, sudaba y había olvidado subirse el cierre del pantalón. Desde entonces juegan al mismo juego cada mes: alrededor del quince, cuando se pagan los sueldos, él la llama, ella se levanta en silencio y entra, cierra la puerta con llave y a los pocos minutos emerge serena, sin una sombra de emoción o de asco.
– ¿Qué le picó a ésta?
– Vaya uno a saber. Tan mosquita muerta y en cuanto te descuidás se viene hecha una vampiresa.
– A mí me gusta.
– A vos te gusta cualquier cosa. Para ser francos, te he visto tragar cada bagre que ni en épocas de hambruna.
– ¿Qué me apostás?
– ¿Con Elena? Imposible.
– Dale, apostá.
– Un whisky.
– Una botella.
– Hecho, pero no la veo.
Julián se acerca a Elena y le susurra al oído.
– ¿Almorzaste?
– No, no tuve tiempo, se me voló la mañana.
– Ya veo, estuviste con el hada madrina, ¿no?
– Gracias. Hada madrina, sí, más o menos algo parecido, sólo que me hechizó sin autorización. Cuando quise ver, ya estaba convertida en este mamarracho.
– Estás preciosa, cualquier hombre se daría vuelta para mirarte. ¿A que te dijeron piropos en la calle?
– Alguno que otro.
– Ya lo ves; me preguntaba si almorzarías conmigo.
– No puedo, hay muchísimo trabajo atrasado y hoy tengo que salir antes.
– ¡Aja! Por ahí venía la cosa, tenemos fiesta. A ver, a ver si adivino. Con, ¿cómo se llama?
– Daniel.
– Eso, a que con Daniel no es.
– Frío, frío.
– Estaba cantado, semejante cambio no iba a ser para el marido. A ver, a ver, Antonio no es tu tipo, Octavio es impotente, ¿quién queda? ¡El jefe! ¿No habrás caído tan bajo, verdad?
– Antes muerta. Pero ¿por qué se te puso en la cabeza que tengo un programa?
– Porque tengo suficiente carretera como para distinguir a una mujer cuando intenta seducir y estás increíblemente seductora. Si no tuvieras ese compromiso, te invitaría a salir.
Elena está encantada con el juego. Hasta ese día Julián sólo le había dirigido la palabra para cargarla con trabajo extra, pedirle algún dato, en fin, toda su relación había sido laboral y teñida por un matiz de indiferencia. Un cambio exterior había bastado para pasar de ser un mueble de escritorio a un objeto de seducción. "¡Qué imbécil!", piensa Elena. "Me tiene aquí todos los días y apenas me mira, y basta con que me arregle un poco para que se me tire un lance, como si por haberme teñido el pelo estuviera dispuesta a hacer cualquier cosa. Pero qué pedazo de tarado." Decide seguirle la corriente.
– Te agradezco, a mí también me gustaría, pero no puedo. Otro día, ¿sí? Ahora, si me disculpas, no tengo más remedio que seguir con esto, me quedaré sin comer aunque esté muerta de hambre. ¿Qué le voy a hacer? -se mordió el labio inferior con una coquetería que a Julián le pareció irresistible. Un poquito más y ya la tenía en la cama. Un poquito más…
– De ninguna manera, belleza, usted no se quedará sin comer, a ver si se me desvanece y la tengo que besar para que despierte. Su servidor se encargará de traerle un sándwich de…
– Lo que quieras.
– Jamón y tomate?
– Dale.
– De jamón y tomate, entonces. En cuanto al trabajo, no se preocupe usted. Este caballero, aunque despechado, sabrá esperar su turno y, como prueba de admiración, le ruega acepte su ayuda para terminar con su pesada tarea.
Elena le dedica una sonrisa pícara y atrae una de las sillas hacia su escritorio mientras piensa: "No puede ser tan fácil, no puede ser tan fácil".
– ¿Ayudando a la compañerita? Me parece bien mientras no pierdan el tiempo en otras cosas, ¿estamos?
– Julián se ofreció a ayudarme porque hoy tengo que salir antes. Había olvidado decírselo.
– ¿Antes? ¿Cuánto?
– Una hora estaría bien. Tengo médico.
– ¿Y para ir al médico tanta pinturita? Dale, nena, que no nací ayer.
Elena se endereza en la silla y estira el cuello como un pavo real.
– Puede creer lo que quiera, pero la verdad es que tengo hora a las siete. Mañana le traigo el comprobante y listo.
– Sí, sí, cómo no. Una duda existencial: ¿el médico va a pasar a buscarte por aquí?
Ella no le contesta por no decirle la barbaridad que tiene atragantada, baja la cabeza y sigue con lo suyo. Julián le alcanza cualquier hoja y le pide que revise los datos antes de ingresarlos en la máquina. El jefe esboza una sonrisa cínica, de hiena, se limpia la saliva que habitualmente le moja los labios y entra en su despacho donde lo espera la foto de sus hijos, relucientes desde la inercia de un portarretratos.
– Cerdo inmundo, larva, bazofia, cucaracha, degenerado, bola de grasa, cerdo…
– Eso ya lo habías dicho.
– Da igual, me quedo corta. Pero ¿a quién le ganó este gordo? Si está aquí es porque, porque, vaya a saber uno por qué.
– Porque es un alcahuete y punto, y los de arriba necesitan gente así, que les lama las medias. Además, se aseguran que los empleados cumplan. En el fondo es un mejillón de bidé.
Elena suelta una carcajada.
– Qué linda risa, suena a cascabelitos.
– Me gustó lo del mejillón.
– Es claro. El pobre es un infeliz al que han hecho creer que vale algo, y todo para qué. Para que se sienta en deuda, los mantenga al tanto de cómo van las cosas por aquí abajo y de paso, se crea un poco dueño y defienda la empresa. ¿Notaste que habla de "nosotros" cuando se refiere a las grandes decisiones? A fin de mes cobra exactamente lo mismo así haya vendido a un empleado o no. Lo más triste para esta gentuza es que terminan recibiendo una bien merecida patada en el culo. ¡Que se muera!
– ¡No! Eso es muy fuerte.
– Se lo merece por andar complicándole la vida a los demás.
– Sí, ya sé, pero la muerte, la muerte es algo terrible, para siempre, no hay vuelta, se termina todo, los hijos, los afectos, todo. No, con eso no se juega…
– ¡Epa! ¿Qué pasa? ¿Toqué una tecla floja o me parece?
– No, es que es demasiado desearle eso a alguien, por más que sea una ruina humana como este tipo.
– Bueno, que no se muera pero que reviente.
– ¿Seguimos con lo nuestro?
– Mmm, eso de lo nuestro sonó lindo.
– No te hagas el loco y a trabajar que tengo que terminar antes de las seis y media.
– Claro, por lo del médico.
– Por lo del médico.
– Vamos, Elenita, entre compañeros…
El jefe tiene unos cincuenta años pasados y hace cuarenta que trabaja en el mismo lugar. Ingresó como cadete y, gracias a su primer gran servicio, a saber, denunciar a un compañero por haber llevado a pasear a su novia en el taxi en el que se trasladaba para repartir la correspondencia, fue inmediatamente ascendido por "los de arriba" y condecorado por sus iguales con la medalla de deshonor a la alcahuetería. ¡Como si eso le hubiese importado! ¡Mediocres! ¡Envidiosos que no aspiran a nada en la vida! A partir de entonces, la suya fue una carrera de obstáculos que sorteó sin dificultad ni remordimiento: hoy, la llegada media hora más tarde de Fulano; mañana, Mengano que se queda con el vuelto del franqueo; otro día, el romance de Zutana y Perengano que andan haciéndose arrumacos por los rincones. Y así cada una de sus acciones fue alentada hasta el día de hoy en que ocupa el cargo más alto al que puede aspirar y que, teniendo en cuenta su escasa inteligencia, es todo un logro comparable con el de ese mono que, según el informativo, puede contar hasta nueve.
De más está decir que su mujer lo dejó hace mucho y vive solo en un pequeño apartamento que, según él, es la delicia de las mujeres que recibe por bandadas. De guiarse por sus cuentos, cualquiera creería que la naturaleza lo ha dotado con algún adminículo extra. De otra forma, cuesta entender un rendimiento tan efectivo que, según dice, le ha permitido atender a cuatro señoritas en una sola noche. Pero el jefe, como todo ser humano, tiene su parte débil, el único asunto que lo vuelve algo tolerable: sus hijos. Los mellizos, "los melli", como él dice cuando los nombra y cuenta la última anécdota con orgullo de padre y le brillan apenas los ojos y hasta se diría que parece un buen tipo. "Los melli" son hombres ya, pero siguen conservando esa ternura casi mágica con que alguna mano divina toca a los niños Down.
Tres de la tarde. Lo dicen las agujas fosforescentes del reloj. El tiempo no pasa dentro de esa oficina. Elena siempre ha tenido la sensación de que las agujas se mueven con mayor lentitud cuando van desde y media a en punto, como si tuvieran dificultad en marchar cuesta arriba. Cada segundo puede sentirse, vivirse con conciencia. El segundero gira pastoso, siempre idéntica vuelta, la misma noria. Hay días en que se levanta y ya quisiera que fuera hora de acostarse. Abre los ojos y le parece que hace tan solo un instante que se durmió, que la noche pasó demasiado pronto. Casi que puede ordenar mentalmente todos y cada uno de los pasos que irá dando a partir de que ponga un pie fuera de la cama. ¡Cuántas veces deseó sentirse mal para no tener que levantarse! ¡Cuántas veces sintió culpa por querer sentirse mal! Ahora está pensando en ese deseo egoísta. Tal vez le haya llegado el momento; quizá de tanto desearlo se haya enfermado y la cama sea su destino y su final.
Nuevamente la culpa. La culpa y el miedo; faltan cuatro horas para su verdad. ¿Cómo hará el doctor para darte la noticia? ¿Cómo se hace para decirle a alguien que lleva el germen de la muerte? Pero, Elena, si todos lo llevamos, si todos sabemos que el momento llegará. Es casi la única certeza con que te recibe la vida. Entonces, Elena, ¿por qué te angustia tanto saber?
Mira alrededor y la oficina le parece una cueva. Las computadoras son luces al final de un túnel, luces muy difusas, y el sonido de la impresora se asemeja a un grito prolongado que le eriza la piel. Ya no ve hacia afuera por la única ventana, sólo hay paredes negras, muy negras, y se le están viniendo encima, y nadie se da cuenta, nadie se da cuenta, siguen en lo suyo como si nada pasara; pero las paredes se vienen encima, cada vez hay menos aire, el pecho se cierra, cuesta respirar. Por ahí se mueven sombras, se arrastran; no son sombras, son seres espeluznantes, informes, oscuros. Parece que están cómodos en ese mundo de horror, se desplazan lentos y no se han dado cuenta de que las paredes siguen cerrándose; cada vez hay menos espacio, más oscuridad. Ella no puede moverse, tampoco le salen palabras, está paralizada, con los ojos abiertos y la mirada perdida y el grito aquel que hace rato terminó; y la impresora que le hace señas que ella no ve, como tampoco ve que una de las sombras está justo detrás de su espalda.
– ¡Pero, caramba! Hoy no pegás una, Elena. Primero llegás tarde, te venís hecha una mascarita, me distraés a los compañeros y ahora, lo que faltaba, ¡en la mismísima luna! Con todo el trabajo que hay atrasado. No digo yo, que en algo raro andás. ¡No puede ser!
– Me distraje un segundo, ya sigo.
– ¿Vos crees que yo me chupo el dedo? A mí no me engatusás con ese cuentito del doctor, ¿estamos? Te pesqué en el aire en cuanto te vi llegar. Estás en la luna porque andarás en cosas raras. A mí me importan tres pitos tus asuntos, si te vas por ahí con uno o con cien, eso es cosa tuya, pero aquí, mientras estés aquí quiero que rindas. ¡Que rindas! ¿Me estás oyendo?
Elena se ha puesto de pie, con la mirada algo desencajada pero con la voz firme, mucho más firme que las piernas temblando al compás del corazón que siente latir como si fuera a saltársele por la boca. Le pone la cara bien cerca de la de él y le dice con los dientes apretados:
– Vá-ya-se-a-la-mier-da.
El hombre apenas ha podido recuperarse de la sorpresa y ella ya está cerca de la puerta. La abre y, antes de salir, estira la mano hasta el reloj, toma su tarjeta y la rompe en tantos pedazos como puede, los tira al aire por detrás del hombro y simplemente se va como había anunciado, antes de hora.
Apenas traspasa el umbral del edificio, siente como si se le hubieran recargado las energías. Ya está y no fue tan difícil. Había que ver la cara del jefe y las expresiones de sus compañeros. Si faltó que aplaudieran. Y ese detalle final, ese gesto dramático de romper la tarjeta, ¡qué maravilla! Distraída busca con la mirada, busca pero no encuentra lo que quiere. Si volviera a toparse con el taximetrista le aceptaría un café, es más, ella misma lo invitaría. Un café, nada más que eso y solamente porque la desborda una extraña alegría. ¿Y luego? Nada. No pasaría de una charla para poder contarle a alguien lo que acaba de hacer. ¡Ella! ¡Elena! Qué a gusto se siente, qué liberada. No tiene idea de lo que hará en el futuro, pero no quiere pensar en eso. Ahora es momento de disfrutar este desquite que se permitió. Pero ¿por qué no lo hizo antes? No fue tan terrible, después de todo. Imagina el alboroto que habrá en la oficina; el jefe informando del desacato a "los de arriba", dorando la cuestión para no salir mal parado, por supuesto, hablando pestes de ella, de cómo hacía tiempo que tenía ganas de sacársela de encima. Mientras tanto, los compañeros festejarán que alguien, por fin, haya puesto las cosas en su lugar y le haya cantado a la alimaña las cuatro frescas que todos tienen pendientes. Está tan excitada que le parece que la gente puede leerle el pensamiento.
¿Cómo lo tomará Daniel? Probablemente no le dé importancia, después de todo para él eso nunca fue un trabajo, más bien un pasatiempo para que Elena, no estuviera tanto en casa y no se pusiera quisquillosa con la limpieza, los chicos. En cuanto a ellos, ni siquiera está segura de que estén al tanto de que tiene, tenía, trabajo. Jamás le han hecho preguntas, ni la han ido a visitar, ni se han interesado en lo más mínimo. No notarán la diferencia. ¿Su madre? Puede imaginarla sin mover un músculo, sin el menor gesto, nada, decirle algo así como "es cuestión tuya" o "tú sabrás". Cualquier cosa por el estilo, menos un abrazo comprensivo, eso es seguro. Tampoco querrá saber los detalles, ni reirá con ella por su locura, ni mucho menos le dirá que ha hecho justicia. No, no puede esperar aplausos de nadie. ¡Pero, claro! ¡René! ¿Cómo pudo olvidarlo? René sí va a disfrutar cuando le cuente, con la rabia que le tiene al gordo.
"Estoy bien", piensa. "Tendría que retocar un poco el maquillaje, pero estoy bien. Estás linda, Elena. A ver cuántos piropos cosechas en un par de cuadras." Se lanza a su pasarela imaginaria, sintiéndose de verdad más linda y ni siquiera se amarga cuando camina dos cuadras sin que nadie le diga ni buenos días, ni voltee para mirarla. "Es igual, Elena, no te habrán visto o serán maricas."
Entra en un pequeño café frente a una plaza en cuyo centro una fuente antigua escupe chorritos de agua desiguales. Elige una mesa junto a la ventana, justo como su madre le advirtió desde niña que nunca hiciera, porque "solamente una mujer que busca guerra se coloca sola en exposición". El lugar es pequeño pero acogedor; han empleado mucha madera para su decoración. Madera en el mostrador, madera en el piso, madera en el techo, tanta madera que tiene la calidez de un hogar. Ahí ha metido mano un decorador, no hay duda. Hay incluso un cierto toque de audacia que sólo alguien que sabe, un profesional, pudo haber ideado con tal éxito. Jamás se le hubiese ocurrido combinar el tapizado rojo de las sillas con el violeta estridente de las cortinas y, sin embargo, queda muy bien. Y las servilletas dobladas en abanico sobre los platos de postre son un encanto. ¿Cómo harán para dejarlas así? A ver, si se desdobla y se siguen los pliegues, no, no, así no es, aquí hay también un truco de plancha, de otro modo no se explica que queden así tan paraditas.
– Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
Ni siquiera había pensado en comer. Entró allí como pudo haber elegido un banco de la plaza. La muchacha le alcanza una lista.
– Tómese su tiempo, no hay apuro.
Claro que no lo hay, apenas son las tres y veinte. Quizá pueda volver a su casa. No. ¿Para qué? Daniel avisó que volvería tarde y los chicos quién sabe dónde andarán. Si vuelve se pondrá a limpiar y caerá en la depresión de esta mañana. ¡Ni loca! ¿Cómo estará Daniel con sus ejecutivos? ¿Y si lo llama a la agencia? No, tal vez esté en lo mejor de la reunión, a punto de dar una estocada triunfal, y ella interrumpiendo; no, jamás se lo perdonaría. Pero ¿y si no es así? ¿Y si está esperando que ella lo llame para preguntar cómo ha ido todo, para desearle buena suerte? ¡Un momento Elena! ¿Qué te pasa? ¿Tus deseos no cuentan? ¿Qué te hace feliz en este momento?
– Torta de chocolate y café con crema, por favor.
Disfruta de la torta y del café como una niña que hubiese estado ahorrando por años para darse este gusto. Mientras tanto, la vida transcurre afuera con normalidad. Cada persona vive su día especial, con sus conflictos particulares, sus penas y alegrías; pero en el conjunto, en la masa que cruza calles y se mueve, el día parece desarrollarse casi como un calco del anterior. La moza se acerca a la mesa y pregunta con cortesía:
– ¿Está a su gusto, señora?
– Exquisito. Voy a recomendar este lugar.
– Gracias. ¿Le retiro el plato?
La muchacha se inclina y Elena cree ver el vientre abultado debajo del delantal violeta.
– ¿Estás esperando?
– :Sí, de seis meses.
– Pero, si ni se nota, con el delantal…
La muchacha coloca una mano entre los pechos y el comienzo del vientre, y la otra justo por debajo, de manera tal que el delantal queda ceñido al cuerpo y delata lo que antes escondía. Se la ve feliz. Elena recuerda cómo se sentía embarazada y piensa que fueron los mejores meses de su vida. Paga y sale. Ya ha pasado la euforia con la que hace nada más un rato entró al café. Ahora está más serena, reconfortada y, sin embargo, otra vez la invade esa tristeza de la mañana.
El escaparate de una tienda de lencería, puesta allí como por encargo, le hace señas con un letrero rosa. Se acerca para mirar las prendas dispuestas con tanta gracia que atraen a mujeres y hombres por igual. Mira divertida cómo un señor muy circunspecto ha pasado ya tres veces espiando de reojo los calzoncitos con encaje negro. "¡Te pesqué!", piensa y de inmediato recuerda, "hace tanto que no uso encaje". Repasa mentalmente su actual ajuar de ropa íntima. Nada especial, más bien todo parecido, sobrio, tirando a grande. Decide entrar por pura curiosidad y, de paso, hacer tiempo.
Ir de la humedad de la calle al ambiente acondicionado de la tienda, ya la hace sentir diferente. Todo allí ha sido pensado para estar a gusto y estimular las ganas de comprar. Aquí y allá hay copones de cristal repletos de flores secas. El aire huele a melones, a duraznos, a sandías frescas. Es imposible no sentirse deseable estando en ese lugar. Dan ganas de llevarse todo y experimentar el efecto de esas telas satinadas, esos colores cálidos o rabiosos, esas espumas irresistibles de los encajes, las transparencias que son el colmo de la sensualidad.
Una mujer se le ha acercado. Parece salida de una foto de la realeza británica. Lleva el pelo gris recogido en un moño que ha rematado con una cinta de raso negro. Negro también es el vestido sin una arruga que la tapa hasta las rodillas y sólo tiene el detalle de una puntilla inmaculada bordeando el escote y los puños. Un collar de perlas de dos vueltas, caravanas haciendo juego y un par de anillos que encandilan completan el conjunto. Apenas está maquillada y sin embargo tiene una distinción en la mirada que la vuelve interesante. También ella huele a frutas.
– ¿Qué tal? ¿Puedo ayudarla?
– En realidad, entré para mirar, nada más. Tiene cosas divinas.
– ¡Ah! Es que solamente trabajo con lo mejor de lo mejor. En esto no hay secretos. Si usted lleva una prenda confeccionada con estas telas, durará tres o cuatro veces más que las que compra por ahí a menor precio. Al final, resulta un ahorro y usted viste la ropa que merece, porque toda mujer merece llevar ropa como ésta sobre la piel.
– ¡Aja!
– Es mucho más importante para una mujer la ropa que lleva por debajo que la que se ve.
– ¿Usted cree?
– Estoy convencida. Puede vestir un pantalón vaquero gastado, o hasta el menos gracioso de los uniformes, pero si sabe que debajo de eso lleva una prenda adorable, suave, seductora, que le acaricia el cuerpo, se sentirá no solamente más cómoda, lo que es obvio, sino más segura.
– No lo había pensado.
– Ah, yo sí. Hace veinticinco años que me dedico a esto y sé muy bien lo que le digo. La ropa íntima, como su nombre lo indica, es casi de lo único que somos dueños, que compartimos cuándo y cómo queremos y si queremos, que mostramos a quien se nos da la gana y que ocultamos también a voluntad. Además, le aseguro que un hombre se emocionará mil veces más frente a una pieza diminuta como ésta que ante un costoso vestido, por escotado que sea.
– ¿Le parece?
– ¡Estoy segura! La ropa exterior se ve de primera, no implica misterio, está todo ahí. Sin embargo, la otra, la que se lleva en contacto con la piel, guarda su perfume y protege su textura, ¡ah!, ésa es todo un desafío para la imaginación.
– Me sorprende.
– Se sorprendería más si estuviera aquí un tiempo. Vienen mujeres de todo tipo, con sus problemas y con proyectos, también. Mientras las ayudo a elegir su ropa, les pregunto para qué ocasión la quieren, y una cosa trae la otra.
La mayoría de las señoras vuelve. Ellas saben muy bien que pueden confiar en mi discreción y en mi experiencia. Muchas vuelven para agradecer. Pero no es la ropa, sino lo positivo que ejerce en ellas.
Elena toma un camisón corto de seda azul, tan suave que se desliza entre los dedos. Lo coloca sobre su ropa y se mira al espejo, un gran espejo ovalado.
– ¿Qué le parece?
– Depende.
– ¿De qué?
– De para qué lo quiera.
– En realidad no sé, me gustó.
– Entonces no lo lleve. Estas prendas deben elegirse con un propósito, con gusto y ganas, sabiendo el efecto que se desea producir.
– Si me pongo esto, voy a sentirme más linda.
– Tómese el tiempo que quiera. Ahí tiene el probador. Vístalo, disfrútelo. No piense solamente en lo que le provocará a otros, piense primero en usted. Eso es fundamental. Si se siente linda, los demás la verán así.
Suenan los cascabeles de la puerta. La mujer se disculpa y se va a atender a una señora muy gorda que acaba de entrar. Las dos se saludan con un beso, como amigas. Elena decide probarse el camisón azul. "Total, no pierdo nada. ¡Qué mujer más extraña! Debe de llevar culotes largos. Pero qué bien me va esta cosita, parece hecha para mí. El azul siempre me quedó bien."
Abre un poco la puerta del probador para llamar a la mujer y ve cuando ésta le muestra a la señora gorda un camisón rojo, muy llamativo, notoriamente más ancho que largo. De lejos, parece una carpa de circo. La señora aplaude, da unos saltitos, abraza a la otra que ya ha puesto la prenda en una caja. Paga, otro beso y sale hacia un auto negro que ha estado detenido en la puerta esperando, sube al asiento de atrás y desaparece haciendo morisquetas por la ventanilla.
– ¿Cómo me queda?
– ¡Perfecto! ¿Cómo lo siente?
– Parece que no llevo nada.
– Eso es bueno. Y ¿cómo se siente?
– Cómoda.
– ¿Linda?
– Sí, por qué no.
– ¿Atractiva?
– También.
– ¿Seductora?
– Bastante.
– Así se ve.
– Gracias, yo no pensaba llevar nada, pero la verdad es que me gusta mucho. ¿Tiene ropa interior que haga juego?
– Sí, ¿quiere verla?
– Por favor.
– ¿Todo azul, entonces?
– Es un lindo color y bastante más discreto que el que llevó la señora.
– Ah, es una vieja clienta, casi de los comienzos. A esta altura le hago la ropa a medida.
– Es claro, con ese cuerpo no creo que encuentre ropa de este tipo, digo, así tan bonita y tan, tan…
– ¿Erótica?
Elena se prueba el resto de las prendas. Las llevará todas y punto. Sale del probador. La mujer la está esperando detrás de una mesa baja que hace juego con el marco del espejo. Está mirándose las manos, acaricia la izquierda con el pulgar derecho, luego con toda la mano. Hace lo mismo con la otra, lenta, suavemente. Después estira los brazos y las mira de lejos. Los brillantes engarzados hacen extraños juegos de luz con un rayo de sol que se cuela entre las puntillas. Tiene un aire aristocrático, un estilo refinado y algo altanero; no es simpática y, sin embargo, inspira confianza. A Elena le gustaría conocerla un poco más, saber de dónde ha sacado ese aspecto de institutriz.
– Me llevo todo. Es una locura, no pensaba comprar nada, ni siquiera sé por qué lo hago.
– Porque tiene ganas me parece una razón suficiente.
– A mí me resulta raro.
– ¿Qué?
– Hacer cosas por el puro placer de hacerlas. Usted sabe, primero son los padres, después los maridos, los hijos; desde que tengo uso de memoria estoy cumpliendo deseos de los demás. Y cuando me doy un gusto pienso una y mil veces de qué manera puede afectar a los otros, si no sería mejor gastar el dinero en otra cosa.
– Se ha olvidado de usted, creo.
– No sé, suena algo fuerte, ¿no le parece? Pero, podría ser, quizá no en un sentido extremista. Me refiero a que tengo muchos motivos para ser, digamos, feliz. Ahora, en el sentido estrictamente personal, tiene razón, he vivido bastante mal, una vida mediocre.
Mientras hablan, la mujer va envolviendo con primor cada prenda. Primero coloca algunos pétalos aromáticos dentro, después la dobla, la envuelve en papel de seda blanco, de ahí a la caja del mismo color con el nombre de la casa impreso en relieve dorado y, como broche final, un lazo salmón que ella transforma hábilmente en una moña parecida a una mariposa.
– Como para casi todo, se requiere entrenamiento. Vea, no creo en esas decisiones abruptas; la señora que está deprimida y decide dar un vuelco a su vida, cambiar en unas horas lo que ha mal construido por años. Eso no sirve para nada. A lo sumo gastan dinero en cosas materiales que simbolizan las ganas de cambio, como esta ropa, por ejemplo; pero si la cuestión no es más profunda, si la transformación no se opera de adentro hacia afuera, le diré qué: terminan frustradas, con los cachivaches inutilizados por una nueva depresión mayor que la anterior. Eso no sirve; me he cansado de verlo. Ahora bien, cuando la ola viene formándose desde hace tiempo, cuando lo único que se necesita es un rayo que inicie la tormenta, entonces ¡cuidado con estas mujeres! Son capaces de dar vuelta el mundo con su energía. Da gusto verlas. Son ventarrones, entran, se prueban todo, llevan solamente lo que las hace felices, piensan poco en los demás y mucho en ellas.
– ¿Y eso no es ser egoísta?
– Sí, pero si se han pasado una vida dando y dando y eso no las ha hecho felices, cambiar es cuestión de inteligencia. Lo que a primera vista parece un acto de egoísmo se vuelca luego en el bienestar de los demás.
– ¿Usted es de las que piensa que si uno no está bien no sirve a los demás?
– Es muy simple, si usted vive angustiada, difícilmente pueda transmitir alegría. Si vive con miedos, ¿cómo infundirá seguridad y confianza? Si no se quiere, si no se cuida, ¿de dónde sacará fuerza, salud mental para querer a los otros? Está clarísimo.
– Como el agua.
– Esto está listo, ¿cómo lo quiere pagar?
– Con tarjeta y lo más tarde posible.
– Tres pagos, ¿está bien?
– Perfecto.
La mujer hace el trámite habitual. Elena sigue con la mirada cada detalle de sus movimientos, la elegancia natural que despliega al hablar, al tomar la lapicera, la letra estilizada, la sonrisa apenas perceptible, casi una mueca.
– ¿Sabe? Es curioso que la haya encontrado hoy que tengo un día de locos.
– Lo noté en cuanto entró. Es bastante transparente, ¿lo sabía?
– Nunca me lo habían dicho, pero me cae bien.
– Que tenga suerte. ¡Ah! Una cosa más, no espere mucho; yo que usted estreno la ropa esta misma noche.
El cielo, que por la mañana amenazaba lluvia, se ha desplegado en un azul intenso. Parece mentira, pero la caja blanca que lleva bajo el brazo le infunde confianza, como si alguien pudiera adivinar con solo verla que ahí va una parte de su nueva vida, un símbolo de que algo está cambiando o va a cambiar. Del maquillaje, casi no quedan rastros, apenas un rubor en las mejillas; el resto es un conjunto pálido de líneas atenuadas. Las fuerzas, lejos de apagarse, parecen ir creciendo mientras transcurre este extraño día, tan diferente al de ayer, la semana pasada, el mes anterior, los años que recuerda.
Ahora marcha sin rumbo, disfruta de esa rara sensación de que le sobra tiempo. Justo a ella que ha vivido corriendo y mientras corría se olvidaba de vivir. Pero hoy es un día especial. Camina un par de cuadras y se topa con la solemnidad de la iglesia que tantas veces ha visto pero que nunca antes, como hoy, le llamó la atención. Es una bonita construcción en piedra gris y ladrillo que se alza al cielo como una aguja divina, intentando imitar un estilo gótico al que no accede del todo. Al frente hay un pequeño jardín donde crecen petunias y corales. A modo de reja, han dejado crecer un cerco de hortensias. Una monja está cortando unas hojas que intentan sublevarse por los costados. Más allá hay un plato con algo que dos gatos devoran a toda prisa. Elena vuelve tras sus pasos y franquea el cerco. Se encuentra caminando sobre el pedregullo rojo que la lleva a la puerta central, abierta de par en par. La monja no levanta la vista para mirarla, pero sigue sus movimientos de reojo.
Apenas entra, la invade la frescura del lugar en penumbra, solamente iluminado por la luz que se cuela a través de los vitrales. Es una luz especial, dividida en colores y formas, que va a posarse sobre el mosaico del suelo y hace un fantástico juego de caleidoscopio. El aroma también invita al recogimiento y, sobre todo, al silencio. Eso es lo mejor, lo que más la atrae de este lugar. Se oyen sonidos de ecos lejanos, murmullos de voces antiguas, silencios dentro de otros silencios grandes, respetuosos.
Así lo siente mientras sus ojos recorren el lugar vacío, los largos bancos de madera oscura luciendo las pequeñas placas con el nombre del benefactor, el altar de mármol blanco con un micrófono en el centro y un ramito de flores frescas a la izquierda; las arañas colgando del techo prendidas apenas por unas cadenas que amenazan con no soportar el peso de tanto bronce y cairel, un cirio colocado sobre un pedestal tallado, las inevitables rajaduras en las paredes que anuncian que, después de todo, sí existe algo terrenal allí. Las hay de todas formas, cruzan el lugar como serpientes y se mezclan con las manchas de humedad que vienen bajando después de haber devorado las pinturas a su paso.
Más allá, en un rincón oscuro, rozada por un haz tenue de luz amarilla, está la pila bautismal. Elena se acerca e introduce un dedo en el hueco de mármol, pero encuentra polvo en lugar del agua bendita. "Quién sabe cuánto hace que no se usa", piensa. Cuando nacieron Ana y Luis, ni siquiera se había cuestionado el bautizarlos o no. Fue una decisión tomada a solas; Daniel jamás se interesó por esas cosas, más bien le inspiraban un cierto desprecio, como casi todo lo que amenazara con sacarlo de su pragmatismo. Para él todo era entonces, y aún es, una cuestión de palabras. Lo que no puede decirse de algún modo, no existe y ni siquiera gasta energía en discutirlo. Allá ellos los que eligen creer en lo que no pueden ver ni explicar. Por eso, cuando Elena le dijo lo del bautismo de sus hijos, levantó los hombros, puso cara de "como quieras" y se limitó a asistir a las ceremonias sin la menor emoción.
Siempre le gustó la paz de las iglesias vacías; esa media luz cómplice que invita a no tener vergüenza, como cuando le pedía a Daniel que apagara la lámpara para desnudarse. El silencio también ayuda a buscar en los recovecos más profundos donde se han guardado secretos, miedos y mentiras. Elena se sienta en uno de los largos bancos cerca de la puerta y se queda sin mover un músculo, sin abrir la boca, respirando suavemente para no alterar la quietud del lugar. No está segura de estar allí sólo para hacer tiempo o porque le agrade. Tampoco se explica por qué decidió entrar después de tantos años, qué fue lo que la atrajo. Siente que está tan a gusto que se quedaría para siempre así, petrificada sobre el banco de madera, oliendo la frescura mezclada con humedad, disfrutando de ese raro lugar en el que no penetran los ruidos de la calle.
¿Por qué no puede rezar? ¡Qué fácil sería si pudiera creer, encomendarse! Pero hace tiempo que no puede, y no es que no lo haya intentado, es que ya no se cree el asunto de la fe, así de sencillo y trágico. Si tan sólo pudiera murmurar "Padre nuestro que estás…", pero no, no siente que esté hablándole, no cree que Él la quiera y la cuide, que ella sea su hija. ¿Por qué no le da una mano? ¿Por qué no la ayuda si ella ya casi no tiene fuerzas? No, es imposible; quisiera de alma, pero no le sale, "…como también nosotros perdonamos…", tampoco, menos aún, ella no puede perdonar todo, no puede perdonar a Juan, no puede perdonar…
El aleteo de unas palomas la sobresalta. Han cruzado la nave central para posarse sobre el crucifijo del altar mayor. No hay en esto irreverencia; las palomas no saben de respeto o de fe. Para ellas, esa cruz puede ser una viga, una rama, cualquier cosa y, sin embargo, es La Cruz frente a la que tantos se arrodillan.
En su casa se hablaba poco de religión. Su madre había sido educada en un colegio de monjas, pero las detestaba. Elena nunca se había creído esta generalización. Prefería pensar que, como en todo, las habría buenas y malas y que en esto no existiría mayor diferencia con abogados, médicos, albañiles o trapecistas. Pero la religiosidad de su madre se manifestaba en otros aspectos. Asistía a misa los domingos, se confesaba una vez cada tanto, rezaba por las noches, prendía velas a una pequeña virgen que tenía sobre su mesa de luz, hacía promesas, y todo estaba fundamentado más en un miedo al castigo que en la supuesta serenidad de espíritu inspirada en el amor.
El padre de Elena, en cambio, negaba la existencia de Dios pero jamás discutía al respecto. Si se lo preguntaban, se limitaba a comentar su postura, pero no se dejaba atrapar por discusiones retóricas que para él no conducían a nada, pues, según decía, nadie lo iba a convencer de otra cosa y él no tenía el menor interés en matarle la ilusión a otros.
Así creció Elena, viviendo una fe bastante inmadura, sin asidero a la vida real, una fe de estampitas y oraciones repetidas con el mismo interés con que batía claras para el merengue. También era una fe basada en el miedo; miedo al castigo de Dios, miedo al infierno, miedo a Satanás, miedo, miedo, miedo como una forma de control. Era tan pecaminoso robar, matar o mentir, como comer caramelos antes de la comida, fingir dolor de barriga para faltar a la escuela, orinarse en la cama y, más adelante, tener pensamientos impuros o mirarse desnuda al espejo. Quizá fuera por eso que nunca tuvo claro de qué se trataba el pecado. Tampoco hoy lo tiene.
La monja que estaba en el jardín ha entrado y la observa mientras repasa con una franela marrón los pies de un santo, quita polvo de los reclinatorios y va encendiendo pequeñas velas aquí y allá. Todo lo hace sin perder de vista a Elena que parece absorta en sus pensamientos, aunque su actitud no es de persona religiosa sino más bien de alguien que ha entrado a descansar. Elena se siente observada pero finge no verla, está tan a gusto allí y hace tanto que no entraba en una iglesia… Le ha venido bien un poco de paz. Respira hondo y otra vez huele la humedad curiosamente agradable. La luz va cambiando según la posición del sol. Ahora entra por el lado de los cristales amarillos y todo se tiñe de un dorado suave que acentúa la sensación de estar en un lugar divino, a salvo del mundo. Es una pena que la monja, con su hábito oscuro y su desconfianza estropee este raro momento de silencio interior; pero allí está como para recordarle que no se deje seducir. Y, sin embargo, cómo quisiera hablar con Él, contarle lo preocupada que está, el miedo que tiene a la muerte, las ganas que le han venido de recuperar cada segundo desaprovechado. Entonces observa al Cristo triste que apenas puede sostenerle la mirada desde la cruz y deja fluir el alma a través de las palabras.
– No sé si estoy hablando sola o si me escuchas. No creas que esto es una vuelta arrepentida de pecadora en apuros; ni siquiera estoy volviendo. Pensarás que lo mío es interés y no estarás equivocado; interés y miedo, sobre todo miedo. No sé qué voy a enfrentar dentro de poco. Es claro que uno sabe que ha de morir, pero no se está preparado para la noticia inminente, el plazo prefijado. Si algo espanta la angustia ante la muerte es esa extraña fantasía en que vivimos y que nos permite ponerla siempre más lejos, como si esto pudiera evitar que algún día nos llegue. Cuando yo era parte de tu iglesia, tenía ese asunto bastante resuelto, repetía lo del Paraíso, el Cielo, qué sé yo, la cuestión es que me sacaba del lío y, como tantos, prefería atontarme con eso. Todavía creo que la vida continúa después de la muerte. No puedo decirte cómo, pero me resisto a pensar que terminamos con el último suspiro. Hacia algún lado irá nuestra energía, al menos.
"Es curioso, cuando pienso en mi muerte no me atormenta el no ver más a los seres queridos, como me sucedía cuando era chica. Entonces pensaba que no estaría más junto a mis padres y la sola idea me torturaba hasta hacerme doler la cabeza. Después recurría a las oraciones y ya me sentía mejor, como si hubiera tomado una aspirina o algo así. Lo que me asusta a esta altura es morir sin haber vivido plenamente, eso me da terror.
"En fin, dentro de un rato lo sabré todo. Dame una señal, por favor, algo que mitigue la angustia de la espera. Todavía tengo la posibilidad de no ir a esa consulta, y entonces jamás sabré, me negaré a atender las llamadas del médico, cerraré los ojos y seguiré como si nada. Pero no creo que opte por esto, me mataría la ansiedad. Si al menos creyera en tu poder divino, tendría el alivio de pedir salud, pero no tengo la fe necesaria así que, si el diagnóstico es el peor, estaré frita y a otra cosa, el mundo no se detendrá por mí.
"Espero que no te ofendas por mi falta de fe. Me sentiría hipócrita haciéndome la devota sólo por conveniencia. Además, si es que estás en alguna parte, no merecés una actuación. La monjita está mirándome como si yo fuera a salir corriendo con un santo bajo el brazo. Mejor me voy, no quisiera estropear este buen rato que he pasado en tu casa."
Se pone de pie bajo la atenta mirada de la monja que no le pierde ni un movimiento mientras finge ordenar el altar mayor. Elena atraviesa el jardín y vuelve a la calle, que la recibe con algo menos de calor.
La clínica queda a unas once cuadras. Caminará hasta allí, pero todavía tiene tiempo. Tener tiempo a una hora en la que debería estar trabajando le produce una sensación rara, y no sabe cómo disfrutarlo sin sentirse que lo está perdiendo. Desde pequeña le inculcaron que el tiempo es para aprovechar, cuanto más se haga en menos, mejor. Ahora está descubriendo esa sensación de transcurrir, y lo hace con una cierta torpeza. También descubre que, de vez en cuando, es bueno dejarse ir, sin planes, a lo que venga, abierta a las infinitas posibilidades de la vida. Entonces piensa que no existe el tiempo perdido, solo existe el tiempo vivido. Por esa senda ya no volverá a transitar, no importa cuánto se afane en regresar sobre sus pasos, ya no será la misma mujer.
Hace mucho que Elena anda cansada, no de cuerpo sino de espíritu, un cansancio demoledor. Y anda cansada porque perdió el don de la sorpresa, que es como tener baja tensión en el alma. Hoy, sin embargo, está conmovida hasta lo más íntimo, hasta sitios interiores que ni ella misma conocía, y ésta es la gran sorpresa, como si se abriera a una nueva mujer con la que ha convivido desde siempre. Tiene ganas de hablarse, de tocarse, de mirarse al espejo y hacerse preguntas. ¿Dónde has estado? ¿Hacia dónde iremos? Esta mujer que se le despereza en el interior la está removiendo, la cuestiona, la alienta, la empuja a seguir. Es como si tuviera que parirse a sí misma, de adentro hacia afuera, sacar la entraña, desempolvar la esencia, despertar, abrirse, pujar, pujar, pujar aunque duela, aunque sienta que no tiene fuerzas, pujar que se puede, pujar con los dientes apretados que no hay parto sin dolor, ni dolor con mayor recompensa.
Todo parece nuevo, hoy. Todo es nuevo porque nuevos son los ojos que ven y mientras ven van creando, dan sentido y nombre a las cosas. Los árboles le parecen particularmente hermosos, siente pena de verlos tan quietos.
Tal vez haya sido un árbol hasta ahora, con raíces fuertes que ella se preocupó en hacer crecer para sentirse segura, hasta que tanta estabilidad comenzó a desesperarla. Ya no quiere ser árbol, ya fue árbol por demasiado tiempo, y en sus ramas cobijó lo suficiente. Ahora quiere otra cosa.
Se detiene frente a un quiosco. Los titulares de los diarios no alientan. Desde la tapa de una revista del corazón, una mujer bellísima le capta la atención. Es una morocha despampanante que está exhibiendo su nuevo busto de siliconas, mientras los títulos prometen detalles secretísimos de la operación. René viene a su mente. Es otro que no se cree nada de esas revistas que compra con puntualidad. "Es pura producción. Si no inventan no venden, y como a la gente le gusta el escándalo y las porquerías, no hay más remedio que darles eso. ¿O te parece que estas revistas se venderían tanto si contaran exclusivamente que éste no trabaja por motivos de salud o aquélla abandonó la novela por cuestiones personales? ¡No! La gracia está en ventilar que los motivos de salud están relacionados con un posible diagnóstico de un virus sospechoso y la especulación acerca de la siempre rumoreada pero nunca declarada homosexualidad del galán, con lo que más de una tarada se caerá de culo y jurará que no volverá a creer en un hombre, incluido su padre. O que las cuestiones personales de la pechugona son ataques de celos cada vez que la actriz de reparto dice una palabra más que ella, que es una diva, mientras la otra es una segundona de cuna, que además se acostó con el productor para que le diera el papel, productor que, a su vez, está casado y tiene trillizos, lo que desencadenará un resonante divorcio por infidelidad y el posterior refugio de la mujer engañada en los brazos de algún actor de moda que, en su momento, supo calentarle el colchón a la pechugona, con lo que todo quedará en familia, y el lector encantado de haberse tragado esas mentiras." Elena recuerda y sonríe.
Toma la revista del exhibidor, le junta los bordes y forma un rollo con el que golpea la mano izquierda a la espera de que la atiendan. El hombre lleva auriculares y está en lo mejor de unas palabras cruzadas; ni cuenta se ha dado de que tiene una clienta esperando. Tendrá unos treinta años y debe de hacer dos o tres días que no se afeita. Esta barba incipiente que antes le desagradaba tanto, ahora le parece sensual. Elena se inclina y mueve con su índice el diario que el hombre sostiene; él se sobresalta y le dedica una mirada hostil. Ella estira un billete, el hombre le alcanza el vuelto y se hunde en su mundo de letras. Elena se queda unos segundos mirándolo, pero como él no levanta la vista, pone la revista bajo el brazo y sigue su camino pensando en lo extraño de este breve encuentro. "Ni una palabra", piensa.
Ahora sí, el día empieza a oler a tardecita. Como en una foto, el aire adquiere una inconfundible dominante anaranjada; lo que era rojo, se vuelve marrón, lo amarillo, ocre, lo azul parece negro. Comienzan a encenderse las luces de las marquesinas y los focos altos en las calles. Torpemente intentan suplantar el sol escondido detrás de los edificios. La ciudad se cierra como una flor de hibisco; lo único que acelera su marcha es el andar de los que salen de trabajar y están volviendo.
Ya casi no tiene rastros del maquillaje con que René le dibujó luz en el rostro sombrío de la mañana; tampoco se huele el perfume. De la transformación exterior queda el cabello teñido que ahora apaga los brillos rojizos ante el avance de la oscuridad. Sin embargo, ahí no va la Elena que hoy apenas pudo salirse de la cama; es una mujer en cambio, otra mujer. Lo distinto es perceptible nada más que para ella porque puede sentirlo en su interior como un aire fresco. Ni siquiera sabe qué es, ni cómo ha sucedido, ni cuánto durará. Solamente siente.
Hoy ha sido un día diferente, de eso no hay dudas; lo que la inquieta es saber qué hará de aquí en adelante, cuál será su gran decisión, hasta dónde le dará el valor para aprovechar esta energía desconocida que la invade y la está impulsando a moverse, a estirar el alma en busca de un algo nuevo que ella no sabe qué es, pero puede percibir.
1533, 1535, 1537… Se ha pasado una cuadra de largo. "No importa", piensa, "por algo será". Pega la vuelta e inicia la marcha desde donde vino. Se detiene frente a un palo borracho en flor, el único a la vista, que le agita las ramas sobre la cabeza y la baña de una lluvia fucsia que va quedando a sus pies, sobre la ropa, enredada en el pelo. Elena queda extasiada, cierra los ojos para sentir el roce de las flores contra la piel; se da tiempo para gozar. Permanece inmóvil, olfatea el aire, admira el maravilloso color contrastado con las ramas oscuras y las hojas verdes. Vuelve a sonreír. Se queda un buen rato con la cara apuntando al cielo.
La clínica está instalada en una vieja casa que han reformado quitando paredes, ampliando ventanas y agregando baños. No han podido, sin embargo, destruir su espíritu. Las energías arrancadas por gozos y tristezas van a parar a las maderas o a los ladrillos y ahí quedan, superponiéndose nuevas a viejas hasta adquirir algo muy parecido a la vida. Las casas transpiran vivencias de hechos pasados y producen una extraña sensación de incomodidad o de aceptación apasionada apenas uno traspasa el umbral.
Elena entra en una amplia sala con pisos de mármol y lambriz antiguo en las paredes. Colgando del techo hay una pesada araña de caireles finos que se desprenden de un vástago de hierro como larvas de cristal. Detrás de un gran escritorio, en una esquina, hay una mujer vestida con un guardapolvo celeste al que ha adornado con un diminuto ramo de flores en la solapa. Parece que estuviera decidiendo los destinos de la humanidad a juzgar por la solemnidad con que atiende el teléfono, escribe en su cuaderno y, cada tanto, levanta la cabeza y pasa revista a las demás mujeres que están en la sala. Elena se le acerca despacio y apoya su cartera sobre la punta del escritorio.
– Buenas tardes.
– Buenas… Ah, ¿cómo le va? Déjeme ver, tenía hora a las siete.
– Sí, llegué antes.
– Va a tener que esperar un poquito, el doctor se atrasó con un visitador, pero, a ver, a ver… no hay problema, la atenderá en hora.
– Gracias.
– Tome asiento.
Si esto hubiese ocurrido a la mañana, Elena se habría abalanzado sobre la mujer y la habría acribillado a preguntas, pero ahora está tranquila, es más, le está gustando esto de saborear el tiempo, sentir cómo va pasando por la piel y no poder detenerlo y, sin embargo, disfrutar cada instante.
Se acomoda en una de las sillas contra la pared a un lado del escritorio. En la sala hay otras mujeres esperando. La más joven no tendrá más de veinticinco años. Está sentada con las piernas cruzadas y, cada tanto, levanta los ojos del libro que lee, mira alrededor, luego el reloj y se sumerge nuevamente en la lectura. Parece nerviosa. En su cara ovalada hay un ceño fruncido, una mueca de enojo o preocupación esculpida entre ceja y ceja. Elena le copia la expresión y piensa que a esta mujer debe de dolerle todo el tiempo la cabeza. Entonces se pregunta cuál será su propia expresión, qué gesto tendrá incorporado a su rostro.
La mujer joven vuelve a mirar el reloj y se impacienta; cierra el libro pero deja un dedo adentro, en seguida lo abre y sigue leyendo. A su lado, hay un sobre amarillo con letras impresas en color negro. Por el extremo mal doblado, asoma una punta azulada. Elena adivina que es una radiografía. Ella no lleva sobre; el suyo lo ha conservado el médico y es el origen de su ansiedad. En esa foto mezquina que ella miró hasta el agotamiento, de arriba abajo, de izquierda a derecha, torcida, de un lado y otro y que, sin embargo, le escondió verdades, en esa maldita foto está la respuesta de su destino. ¿Con qué derecho se enteran antes los otros?
El nerviosismo la está ganando, puede sentirlo; se pone de pie y va al baño. Vuelve a los cinco minutos, camina hasta la puerta por donde entró. Las tres mujeres y la recepcionista siguen sus movimientos con disimulo. Elena puede ver sus caras reflejadas en el cristal de la puerta. Una de ellas le escruta la ropa, el calzado, el cabello que todavía tiene restos de peluquería. Elena aprovecha su situación ventajosa y la observa también en el espejo del cristal. Como ella, anda por los cuarenta. No es demasiado alta y disimula la barriga detrás de una chaqueta marrón a cuadros. Lleva pantalones rectos y unos zapatos tan lustrados que parecen un par de espejos, como la cartera haciendo juego. El conjunto es agradable, una mujer prolija, sin duda, preocupada por lucir bien. Elena se pregunta si a los hombres les resultará atractiva una mujer así, tan almidonada. Parece de cartón, concluye, y rechaza cualquier idea de emularla.
Elena gira lentamente como para dar tiempo a las otras de que puedan disimular sus miradas curiosas; una en el libro, otra en la raya planchada del pantalón que aprieta y estira entre los dedos con un interés exagerado. Vuelve a su silla y consulta el reloj. Las seis y media. Todavía queda mucho por delante. En qué va a ocupar esos treinta minutos que le han regalado. Se mira las uñas de las manos, una por una, repasa el contorno perfecto limado con precisión. En la uña del anular derecho se le ha metido una intolerable partícula de tierra. Pasa otra uña por debajo hasta que logra dejarla limpia como las demás. Ahora se siente mejor.
Piensa, piensa en qué usar este tiempo hasta que ve la revista que ha dejado a un lado. La mujer del busto prominente sigue observándola con la sonrisa congelada. ¿Será dichosa o estará fingiendo para la foto? Abre la revista y va al artículo de la operación con siliconas. En realidad, lo que busca es algún dato revelador acerca de ese tipo de cirugía, algo que le proporcione la información que la está inquietando cada vez más. Pero se decepciona. El artículo trae cuatro fotos de la mujer en traje de baño en distintas posiciones más o menos provocativas, en todas poniendo por delante un impresionante busto desproporcionado con la cintura de avispa. Elena se pregunta cómo hará esta mujer para incorporarse y caminar sin irse hacia adelante. Después le nota el trasero imponente y comprende que ahí está el balance. Los textos están al pie de las fotos, un par de líneas por cada una, eso es todo, y su contenido es tan hueco como previsible. De información, nada. Si le dolió o no, si fue una operación puramente estética, si hay efectos secundarios, nada de nada. ¿A quién le puede importar eso? Solamente a una mujer preocupada por una posible enfermedad, por el futuro, la vida y la muerte.
Lamenta haber gastado dinero en la revista que hoy ni siquiera logra entretenerla y mucho menos apartar su mente de lo que tendrá que escuchar dentro de unos minutos. Abre la cartera con cierta desesperación; un cigarrillo le atenuará los nervios, sin duda. Se detiene; aquí no se fuma. En medio del revoltijo de boletos viejos, monedas y recibos, distingue los colores brillantes de un papel satinado entreverado en ese caos femenino que sólo ella entiende. Lo extrae y desdobla. Ni siquiera recordaba que lo había puesto ahí. Repasa con la mirada las cabañas preciosas, con un aspecto tan acogedor que entran ganas de estar allí ahora mismo y hacerse la ilusión de que, en un ambiente así de cálido, todo estará bien.
Evadirse de la realidad es lo que ella más quisiera en este momento y, sin embargo, no tiene fuerzas para mandarse mudar. Sabe que es una decisión animal, poco inteligente, no hará más que dilatar el conocimiento de la verdad, pero la verdad seguirá estando allí aunque apriete los ojos como cuando era niña y se estremecía de miedo con las películas de terror. "No puedo huir de mí", piensa. "No puedo salirme de mi cuerpo porque esté enfermo. Hay muchas formas de sobrevivir y la medicina está avanzada. Un cáncer no implica la muerte. No, claro. Pero y si tienen que operarme, ¿cómo quedaré? ¿Cómo haré para mirarme al espejo y tolerar esa cicatriz espantosa? ¿Y Daniel? ¿Querrá seguir a mi lado? ¿Le daré asco? Apenas he podido estando sana, ¿cómo haré con un cuerpo mutilado? Tengo miedo. ¡Basta! Me voy y a otra cosa. No quiero saber. Ya me enteraré cuando… ¡No! ¿Cómo voy a irme? ¿Qué sos, Elena? ¿Una mujer o una laucha? ¡Cobarde! Como si algo fuera a cambiar por ignorarlo. Si estás enferma, lo mejor será iniciar un tratamiento cuanto antes. Claro que a veces los tratamientos son terribles, se cae el pelo… y el dolor, y el agotamiento… No sé si podré con todo esto. Me he preocupado por cada idiotez, que la aspiradora sin pasar, cuentas atrasadas, llegar tarde, cumplir, cumplir todo el tiempo. ¡Qué paradoja! De tanto cumplir fallé en lo esencial. Ahora quizá sea muy tarde. Tengo miedo. Tengo mucho miedo. Papá… Tengo miedo…"
– ¡Señora Benavídez!
La mujer impecable se levanta lentamente de su silla. Camina hacia el consultorio y desaparece tras la puerta que permanece abierta el segundo suficiente como para que Elena divise más atrás, casi sobre el fondo de la habitación, inclinado sobre un imponente escritorio, al hombre que sabe de su futuro más que ella. Hace un ademán instintivo para saludarlo, pero apenas ha levantado la mano cuando la puerta se cierra y ya no puede ver. Mientras pensaba y se evadía del lugar, estrujó el folleto de las cabañas hasta dejarlo hecho una bola. Lo estira y lo guarda en la billetera.
La muchacha del libro se levanta como impulsada por un resorte, va hasta el escritorio de la recepcionista y algo le dice. Le muestra el reloj, gesticula mientras su pie derecho golpea el suelo como un toro a punto de embestir. La otra no se molesta demasiado en dar explicaciones, se esfuerza lo mínimo en hacer su trabajo. Además, la impaciencia de la muchacha le viene a recordar que gana poco, que se pasa la vida sentada detrás de ese escritorio, llenando agendas y atendiendo el teléfono; tampoco es feliz con lo que hace. Ante la respuesta algo burlona, la muchacha gira con el libro apretado bajo el brazo y sale dando tal portazo que el cristal de la puerta vibra peligrosamente.
Elena ha seguido la escena con la atención lógica de no tener otra cosa que hacer. Entonces siente que unos ojos la observan. Es la otra mujer que espera; le dedica una mirada pícara que Elena devuelve con una tenue sonrisa. Tiene el pelo blanco, muy blanco y cuidado, así como las manos huesudas en cuyo dorso hay unas manchitas color té con leche, delatoras implacables de la edad. A Elena le viene a la mente la imagen de una conocida presentadora de televisión, famosa por parecer veinte años menos de los setenta que tiene. Dicen que se ha sometido a innumerables cirugías y que ha gastado fortunas en los tratamientos más exóticos para preservar la esquiva juventud. Y hay que admitir que lo ha logrado, se ha quitado de encima un par de décadas a fuerza de cremas y bisturí. Un detalle, sin embargo, la vende y no calla: las manchas en las manos.
Esta señora, sin embargo, no parece esforzarse en aparentar lo que no es. Tiene un porte de abuela que a Elena la enternece porque, de algún modo, se asemeja al modelo que tantas veces construyó en su imaginación. Ante su asombro, la mujer se le acerca.
– Perdón, ¿tiene hora?
– Menos cuarto.
– ¿Usted a qué hora tenía?
– A las siete.
– Entonces me toca después.
Se acomoda en la silla contigua, como si preguntar la hora hubiese sido solamente un pretexto para entablar conversación, sobre todo porque de una de las paredes cuelga un gran reloj. Elena se siente algo incómoda, toma la revista para evitar la extraña sensación que le produce estar sentada junto a una desconocida en una sala vacía y sin tener qué decir, pero la otra parece decidida a hablar y no la deja llegar a la segunda página.
– ¿Hace mucho que se atiende con el doctor?
– Bastante, sí.
– Yo también. Es raro que nunca nos hayamos visto.
– Es cierto.
– ¿Tiene hijos?
– Dos.
– ¿Y los tuvo con el doctor?
– Sí.
– Yo no tengo hijos. Me hubiera gustado pero, ya ve…
Elena levanta los ojos de la revista y la mira con algo de pena. "¡Qué viejita linda!", piensa. "Tiene necesidad de hablar. Debe de estar muy sola."
– Bueno, pero tendrá sobrinos.
– Ah, eso sí, al que Dios no manda hijos el Diablo… ya sabe. Tengo cinco, de mis dos hermanas. A todos los crié yo. Sí, señor, a todos y cada uno. El mayor tiene cincuenta y pico, fíjese si pasará el tiempo. Parece mentira, Carlitos ya con cincuenta. Es el más cariñoso. Es arquitecto. Ah, sí, un gran arquitecto, tiene mucho trabajo, pero igual se las ingenia para verme cada tanto. Él fue el que se opuso a que me metieran en el hogar de ancianos. Los otros insistían porque, claro, tienen razón, yo ya no tengo edad para vivir sola. ¿Cuánto me da?
– ¿Setenta y poco?
– ¡Ochenta y dos, mi querida! Ochenta y dos, uno arriba del otro.
– Pero no parece, está muy bien.
– Sí, por fuera, puede ser, pero tengo mis nanas.
– Tiene la piel preciosa.
– Porque me la lavo con agua mineral. ¿Nunca probó?
– Nunca.
– Bueno, tiene que hacer así… ¿Es casada? Le digo porque esto es mucho mejor que las cremas. A los hombres no les gusta que la mujer se acueste embadurnada. En cambio esto ni se nota y le queda la piel fresquita, fresquita. Mire, antes de acostarse empapa un algodón en agua mineral y se lo pasa por toda la cara y el cuello. Deja secar y ya está. Va a ver cómo en unos días se nota la piel más suave. Y ni le digo cuando haga treinta años que lo hace, como yo.
Elena la mira y piensa que tal vez ella ni siquiera tenga dos años por delante. La viejita le cae bien y la espera se hace menos tediosa. Parece salida de un barco inmigrante de principios de siglo; un viso asoma por debajo de la falda, lleva unos zapatos de fieltro que más se asemejan a pantuflas y huele a naftalina. Cuando habla, lo hace con una sonrisa instalada en la boca, aunque tiene la mirada triste dibujada en cada uno de los aros multicolores que se le han formado en las pupilas. Está sola, de eso no hay duda. A Elena le vienen unas ganas inexplicables de preguntarle por su pasado, su historia.
Está a punto de hacerlo cuando se abre la puerta del consultorio y sale la mujer impecable, algo menos impecable pero con cara de satisfacción. Saluda a la recepcionista y se va mientras en la sala se oye un nombre que a Elena le retumba en los oídos como el redoble de mil tambores.
Traga saliva, quiere salir corriendo pero las piernas se le han vuelto de piedra, está pegada a la silla. La viejita se da cuenta y le aprieta el brazo mientras la empuja con suavidad para que se ponga de pie. Mira el reloj de la pared.
– Las siete en punto, nena. Este doctor es de confiar.
Ha llegado el momento. Mientras avanza los pocos metros que la separan de la puerta, todo el día de hoy pasa por su mente. La mañana, el desencuentro con Daniel, la decepción con los hijos, la llamada angustiante, el miedo, la soledad, René, el pelo rojo, su padre, su madre, el folleto, el hombre del taxi, la oficina, sus compañeros, la cara atónita de su jefe, el portazo, la sensación de libertad, la muchacha del café, el camisón azul, la enigmática dama, la iglesia, la monja, el miedo, la soledad, el tiempo, el dolor del recuerdo, Juan, el hijo que no fue, la vieja de manos manchadas, el miedo, la soledad, ella…
– Adelante, pase.
Se sienta frente al hombre gordo, de guardapolvo blanco, que la observa desde el otro lado del escritorio.
– ¿Cómo está?
– Asustada, doctor. Recibí su mensaje. Vine lo antes que pude.
– Los chicos, el esposo, ¿bien?
– Bien, doctor, gracias.
– Bueno, vamos a ver.
Toma el sobre con las radiografías y las desliza junto con una hoja blanca. Las mira a contraluz como si fuera la primera vez que las ve. Los segundos se vuelven interminables. Elena está a punto de explotar; la angustia que ha venido conteniendo durante el día apenas la deja hablar.
– ¿Qué tengo? Estoy preocupada. La recepcionista me dijo que usted quería verme cuanto antes, parecía urgente.
El médico no la mira, sigue observando las formas azuladas y luego lee el informe.
– No le haga caso, está aburrida y exagera.
Elena no aguanta tanta presión y le larga la ansiedad en palabras dichas a toda velocidad, casi sin respirar.
– Doctor, escúcheme. Yo sé que usted está acostumbrado a estas cosas, pero tiene que entender que para mí es insoportable. Llevo horas esperando este momento, incluso pensé en irme. Si no fuera por una de sus pacientes que me entretuvo… Una se la pasa escuchando cosas terribles y cuando le toca se desespera, ¿entiende? Además, hay mucho para resolver, yo tengo una vida, hijos. Dígame si es cáncer.
La palabra produce el efecto deseado. El médico la mira a los ojos, deja el papel sobre la mesa y se acomoda los lentes.
– ¡¿Cáncer?!
– Sí, eso mismo, cáncer.
– ¿Y por qué tiene que ser cáncer?
Elena se siente descolocada, como un niño atrapado en una mentira que debe justificar.
– Por la urgencia…
– Ya le dije que no hay tal urgencia. Quizá Trinidad no haya sido clara. El problema es que salgo de licencia en dos días y quería verla antes.
Elena se siente algo ridícula.
– ¿Se va de vacaciones?
– No, ojalá fuera eso. Tengo que someterme a una operación. Ya ve, los médicos también nos enfermamos. Bien, vamos a lo suyo que la tiene nerviosa. Cuando vino a hacerse el control, palpé en su seno izquierdo un bultito. No me mire con esa cara. No le dije nada para no inquietarla y ahora veo que hice muy bien. La hubiera preocupado quizá sin razón alguna. Sigo. A raíz de eso, le indiqué la mamografía y ecografía y usted me las alcanzó con el informe que aquí tengo. Hasta aquí vamos bien, ¿verdad?
Elena asiente con la cabeza. Lo que le ha deshecho los nervios es precisamente lo que viene después y este hombre que le anda con tantas vueltas.
– Me interesa que me siga con atención y que, ante cualquier cosa que no le quede clara, me interrumpa y pregunte. No quiero que se quede con dudas, ¿estamos?
– Sí.
– El radiólogo confirma en su informe la existencia del tal bulto que no es otra cosa que un tumor quístico.
El médico se detiene y la observa palidecer.
– Es curioso cómo hay palabras malditas. Tumor no necesariamente implica algo malo, Elena. ¿Confía en mí?
– Sí, doctor.
– Entonces hágame caso cuando le digo que puede estar tranquila. Me estoy tomando el tiempo para explicarle porque usted es una mujer inteligente y puede entender el diagnóstico. ¿Sigo?
– Por favor.
– En el mismo informe se me dice que este tumor impresiona como benigno, así que suelte el aire y respire. No tiene cáncer, está bien.
Elena rompe a llorar; necesita descargar la tensión de un día vivido con angustia. No sólo llora por el diagnóstico; llora por Daniel, los hijos, el trabajo que perdió, los miedos que la persiguieron, las dudas, las decisiones tomadas y las que tomará. Llora por la mujer que fue hasta ese momento y de la que se está despidiendo, separándose de ella como una víbora de su vieja piel. Quisiera abrazarse a ese hombre gordo y contarle cómo ha sido ese día, su vida entera; decirle que ya no vuelve atrás, ya no. Quisiera que la escuchara y la entendiera y hasta le dijera que la aprueba, que la alienta. Pero el médico es médico, no es su padre, ni su esposo, ni su analista, ni siquiera su amigo. La consuela con palabras suaves y, cuando percibe que ella empieza a salirse del llanto, le ofrece un pañuelo de papel y continúa.
– Aflójese, ya le dije que no había nada de qué preocuparse.
Elena le dice que sí con la cabeza mientras se seca las lágrimas. Tiene los ojos rojos y el cuerpo le tiembla.
– Tenemos que estudiar este bultito, ¿sí? No se asuste que no hay que operar ni nada que se le parezca. Esto se punciona para extraer el líquido y ya está. Es un poco molesto, pero no duele. Se hace con una aguja finita que se introduce hasta el núcleo del quiste y luego se aspira con una jeringa. Todo el proceso se sigue bajo control radioscópico. El líquido se manda analizar, pero yo le aseguro que está bien. El estudio que ya le han hecho nos da un noventa y nueve por ciento de seguridad.
Ella ríe como una tonta mientras se suena la nariz. La punción le parece un paseo al lado de los tormentos que fue imaginando durante el día.
– Acá le hago la indicación. Es en el mismo lugar donde le hicieron los otros exámenes. No necesita que sea ya. Pida hora y quédese tranquila. Ojalá todas las mujeres se controlaran anualmente como usted.
Se levanta y da la vuelta al escritorio para darle la mano, pero Elena le zampa un beso en la mejilla que lo hace ruborizar. La despide como si fuera un padre cariñoso y vuelve a su escritorio desde donde avisa a Trinidad que ya puede pasar la próxima paciente.
Elena sale y ve a la viejita avanzar hacia el consultorio. La mujer nota la cara enrojecida y la expresión de alivio que Elena apenas puede controlar en una sonrisa tensa. Intercambian miradas.
– Suerte, nena.
Se despide de Trinidad. Antes de salir, se detiene para reprocharle la angustia que le hizo vivir el mensaje transmitido a medias, pero sigue la marcha, no tiene ganas de empañar esta momentánea felicidad.
Elena pone la llave en la cerradura y la gira. Hubiese deseado que la familia estuviera esperándola para conocer el diagnóstico. No se lamenta ni se compadece. Por suerte, tiene a Esdrújulo que viene desde la cocina y frota el lomo contra sus piernas. Elena agradece la bienvenida y comprende el mensaje. Ya se ha pasado la hora de su paseo de la noche. Llama el ascensor y cuando llega, se abre la puerta y aparece el vecino de piso. Elena le dedica una sonrisa ancha, elocuente, que el hombre devuelve halagado. No intercambian palabras, pero ella sabe del poder de esa sonrisa.
En la calle deja que el viento fresco le dé abiertamente en la cara; cierra los ojos. En la esquina hay dos hombres fumando. Amaga cruzar, pero de inmediato tuerce la correa de Esdrújulo y sigue la marcha. Cuando pasa junto a ellos le dicen algo que ella estaba esperando pero que no oye. Esdrújulo se detiene junto a un poste de luz y demora más de lo habitual; cuando termina, le avisa con un tirón fuerte de la correa y ambos pegan la vuelta hacia la casa.
– Tengo hambre -se sorprende hablando en voz alta.
Abre la heladera pero hay poca cosa para elegir. Le llena el plato a Esdrújulo y le cambia el agua. Se sienta a mirarlo comer y piensa en el gusto que le daría un buen plato de pasta. Se levanta y va hasta el dormitorio de Luis; nadie ha entrado allí desde la mañana. La ropa sigue sobre la silla, la guitarra asomando por debajo del escritorio, los libros sin tocar en la biblioteca. Va al cuarto de Ana y enciende la luz de la mesa de noche. Se iluminan las cortinas blancas y el papel de la pared. Tampoco Ana ha vuelto. Sobre la cómoda ve una carta. La firma un tal Andrés. No se anima a leerla. Por fin, entra en su dormitorio. Daniel volverá tarde hoy.
– Que te vaya bien, Daniel.
Se sienta en el borde de la cama, como hoy hizo al despertar y se queda así, con la mente en blanco. Hay una parte de ella, sin embargo, que no se detiene, está decidiendo, dándole alas. Consulta su reloj. Las nueve. Va hasta el armario y baja una valija pequeña. La llena con lo que va sacando de los cajones y descolgando de las perchas, pero no presta demasiada atención. Ahí van dos camisas, un rompevientos rojo, un par de jeans, la campera de cuero, las zapatillas, ropa interior, dos remeras parecidas, un pantalón de franela, tres pares de medias gruesas y unas de seda. También pone el desodorante, el champú, la crema de manos, la lima para las uñas, el cepillo de dientes y la pasta, un peine de mango largo, un broche de carey, un paquete de algodón y una toalla. Encima de esta montaña despareja coloca la caja con la lencería azul. Se sienta sobre la valija y, con dificultad, corre el cierre.
En la sala ha quedado su cartera. La abre y extrae el folleto de las cabañas. Tiene tiempo de alcanzar el último ómnibus. Llama a la compañía de taxis y pide uno. Mientras espera con el teléfono entre la oreja y el hombro, repasa con la mirada cada rincón de la casa, los adornos, los muebles, aspira el olor a limpio tan particular que le permitiría distinguirla entre miles, acaricia la cabeza de Esdrújulo que presiente que algo cambia pero no entiende.
– Coche N° 27, en cinco minutos.
Cuelga y se pone el saco. Ya está. Se va. No sabe bien hasta cuándo, pero se va. Revisa los documentos, las tarjetas de crédito y se da cuenta de que casi no lleva dinero. Va hasta la cocina y saca lo que hay de la lata de galletitas, por suerte, más de lo que esperaba. Se cuelga la cartera al hombro y, cuando va a abrir la puerta para salir, se le estruja el corazón. Corre al cuarto, abre el segundo cajón de la cómoda, mete la mano entre las sábanas planchadas, bien al fondo, revuelve, busca con desesperación hasta que siente el contacto frío de un frasco que ha puesto allí hace tanto que no recuerda cuándo. Lo saca. En su interior, la rosa de Jericó se le ofrece humildemente, como si hubiese estado esperando este momento. Elena vuela hasta la mesa del comedor. Sabe que si se detiene a pensar, no tendrá el valor de marcharse. Saca la rosa del frasco y con suma delicadeza la pone en agua, apenas la humedece para evitar que se desgrane en mil pedazos. Busca un papel cualquiera y garabatea "Estoy bien. Necesito tiempo".
Está en la terminal. Falta media hora para que salga el ómnibus. En un quiosco compra un cuaderno y varios sobres. Va hasta la cafetería y pide un café con leche. Mientras espera, empieza a escribir.
Terminal de ómnibus, 18 de marzo
Queridos Daniel, Ana y Luis:
No sé exactamente de qué me estoy yendo, sólo sé que no estoy escapando. Tengo la necesidad de poner tiempo y espacio entre la Elena que fui y la que seré. No es una decisión dramática, si por eso se entiende un nunca más. De ninguna manera. Pienso volver, aunque no sé cuándo. Es sí dramática en cuanto se refiere a un instante crucial de mi vida; empieza algo nuevo. Tampoco es una decisión tomada a las apuradas ni mucho menos. Ahora me doy cuenta de que he venido elaborando esto desde que tuve conciencia de que no me gustaba cómo iba mi vida, años, muchísimos años, quizá desde que era niña.
Es evidente que todo cambio trascendente, y éste lo es, necesita un tiempo de maduración. El mío se ha cumplido y el momento de hacer ha llegado. Por eso me voy. Quizás esta separación sea un símbolo de que ya nada volverá a ser igual para mí. Se preguntarán por qué hoy, por qué ahora, por qué no lo hice cualquiera de las veces que me vieron enojada o triste. Tampoco yo tengo la respuesta. Quizá sea porque hoy me enfrenté a la posibilidad de la muerte. Hay momentos en la vida de un ser humano en que todos los hilos de su historia confluyen en un punto existencial; hoy ha sido mi día y éste es mi punto existencial.
Hoy recibí un mensaje de mi médico que me hizo tejer mil fantasías hasta deshacerme en una angustia devastadora. Finalmente, mis temores eran infundados. Ahora miro en perspectiva la locura que me produjo ese mensaje y me doy cuenta de que fue desproporcionada. Cualquier otro día me hubiera preocupado, sí, pero nunca llevado hasta el límite de lo tolerable, como me sucedió hoy. Y me pregunto, ¿por qué? Porque quizá fue el gatillo de una serie de idas y venidas en mi interior que ya se venía preparando desde hacía tiempo y que necesitaba de un estímulo para dispararse. Este estímulo fue la fantasía de mi muerte. Pensar que tal vez no habría tiempo de hacer cambios me hizo considerar cuántas cosas que deseaba me habían quedado pendientes. No crean que son gestas imponentes. ¡Qué va! Se sorprenderían de las auténticas tonterías que nunca he experimentado. Espero que me comprendan y, si esto se les hace imposible, al menos, no me juzguen.
Algún lugar, 19 de marzo
Ya estoy donde quería. No puedo decirles dónde. Tampoco busquen en el matasellos; he cuidado ese detalle. No es que no quiera estar con ustedes; los extraño, pero necesito este tiempo para mí sola, un tiempo exclusivamente mío. He perdido el entrenamiento de estar conmigo. Presiento que descubriré espacios oscuros. Quizá me horrorice de lo que allí encuentre, quizá me maraville. En cualquier caso, volveré siendo más yo que nunca y entonces, si ustedes quieren, decidiremos juntos qué hacer con nuestra vida en común.
Ojalá pudiera transmitirles lo que siento, es como un volcán que me conmueve por dentro y, a la vez, una paz infinita. No creo que esa clase de sensación pueda contarse, hay que vivirla. Por suerte, a mí se me dio la posibilidad a tiempo. Habrá muchos que lo experimentan tarde y otros que se mueren sin saber de qué se trata. En ese sentido soy privilegiada. No voy a hacer cambios drásticos porque creo que la cuestión no pasa por ahí; yo no puedo alterar mis genes, ni mi pasado, ni puedo cambiar a los otros. Serán pequeñas transformaciones, giros mínimos que ajustarán el mecanismo hasta que la persona emergente se parezca todo lo posible a mí, a mi verdadero yo, ése que he estado buscando por cuarenta y dos años. Sé que esto implica sufrir, como ahora estoy sufriendo, porque sólo a partir de aquí podrá resurgir una mujer nueva. Acepto el dolor no como una prueba ni como un castigo, sino como un pretexto para agradecer cada instante de felicidad, como lección de vida y no como penitencia. Me quiero como soy pero no me resisto al cambio.
Quisiera contarles lo maravilloso de este sitio. Es tal cual lo había imaginado y muy adecuado para mi necesidad actual. Estoy rodeada por naturaleza hasta donde me dan los ojos y tengo la suficiente soledad sin estar aislada. Quizá un día podamos venir aquí juntos.
Ahora voy a dejar de escribir porque siento que los estoy extrañando demasiado y corro el riesgo de obedecer al impulso de volver por donde vine. Créanme, es indispensable que todos nos tomemos un tiempo de reflexión. Sería bueno que ustedes también lo hicieran. Es una pena que no podamos ser felices queriéndonos tanto. No esperen una situación extrema para meditar acerca de lo que les digo. Les aseguro que el borde de la angustia es peligroso. Yo estuve ahí. Se necesitan muchas amarras para no dejarse caer. Mis amarras fueron ustedes, pero no me engaño, anduve muy cerca del límite. Me da miedo pensar en eso.
He escrito algunas cartas que envío junto a ésta en sobres cerrados con el nombre del destinatario. A mamá, les agradezco se la lleven personalmente; le hará bien ver a sus nietos. Ella podrá contarles más acerca de la rosa, la de papá, por supuesto, no habrá a quién enviarla. Les pido que la lean los tres juntos. Los ayudará a comprenderme mejor. También va una para ustedes, hijos. Recuerden que fue escrita por su madre que es, además, una mujer. A ti, Daniel, te he escrito una carta esperanzadora. Quizá seas al que más exijo y del que más espero.
Mientras no esté, cuiden nuestra casa y espérenme sin prejuicios, sin reproches. Están siempre en mi pensamiento. Los quiero. Hasta la vuelta.
Elena