Primera parte

Uno

Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir. Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.

– Yo paso a recogerte -dijo- y vamos juntos al hospital. Tu hermano ya está allí.

– ¿Y mi hermana? -preguntó- ¿Quién avisa a mi hermana?

– Acabo de hablar con su marido y vendrán esta misma noche en un avión que sale a las diez de Barcelona. No te preocupes de las cuestiones prácticas. Arréglate y espera a que yo vaya por ahí.

Elena colgó el teléfono y se sentó en el sofá a digerir la noticia; con la mano derecha iba arrancándose las costras de cera que endurecían la pierna correspondiente a ese lado del cuerpo, mientras sus ojos paseaban por las paredes del salón sin registrar nada de cuanto veían. Cuando regresó al cuarto de baño, la cera se había endurecido, de manera que renunció a depilarse la pierna izquierda. Se quitó la bata y se metió debajo de la ducha en una postura que sugería cierto desamparo, pero no llegó a llorar. Parecía así confirmarse una antigua idea según la cual la muerte de su madre, cuando llegara a suceder, constituiría un trámite burocrático, un papeleo que vendría a sancionar algo pasado, porque para Elena su madre estaba muerta desde hacía mucho tiempo.

Eligió unas medias oscuras para que no se notase que llevaba una pierna sin depilar y se puso una ropa interior algo provocativa que desmentía ante sí misma el duelo que intentaba expresar el oscuro traje de chaqueta rescatado de las profundidades del armario.

Prefirió no maquillarse ni retocarse los ojos, pero se arregló el pelo recogiéndose en la nuca la melena. No quería transmitir desolación, sino un desaliño que podría atribuirse a la prisa por salir de casa una vez conocida la noticia. Dudó si darse un toque de carmín en los labios, pero finalmente decidió que tal como había quedado estaba bastante hermosa, aun cuando se tratara de una hermosura en decadencia por la que habían pasado ya cuarenta y tres años, cuarenta y tres años que no habían logrado destruir el brillo de sus ojos ni corregir el gesto desafiante de sus labios. Se torció la falda para acentuar la sensación de urgencia y regresó al salón, donde lió un porro que fumó junto al ventanal contemplando las oscilaciones de la luz. Vivía en un piso alto de la zona norte de Madrid, desde donde se divisaba un paisaje urbano que parecía cambiar de forma en función de las tonalidades de los meses. Ahora era febrero y había oscurecido, de manera que los edificios, con las luces de las ventanas encendidas, invitaban al recogimiento. Pensó en Mercedes, su hija, y reprimió el impulso de


telefonearla, pues imaginaba que ya se habría encargado de ello su marido.

Cuando apagó el canuto, intentó elaborar un pensamiento brillante o trágico, adecuado a la pérdida que acababa de padecer, pero no se le ocurrió nada. La muerte de su madre parecía, más que un suceso, un simple hecho encadenado a la secuencia de los días y sin capacidad siquiera para constituir una ruptura o una victoria sobre lo cotidiano. El hachís le había golpeado ya en la nuca y presintió que en las escenas en las que tendría que participar a lo largo de las horas siguientes ella estaría del lado de los muertos, en aquel lugar donde ahora se encontraba su madre, y desde donde supuso que las cosas de la vida se verían sin pasión, sin odio, sin amor: una mirada neutra, cargada de indiferencia, aunque estimulada quizá por una suerte de curiosidad dirigida a los aspectos mecánicos que producen los afectos.

En esto llegó Enrique, su marido, y la abrazó con gesto solidario intentando aliviar un dolor que no se había llegado a producir. Elena sonrió con afecto. Ya sabes lo que pensaba de esta muerte, dijo. Nunca me lo llegué a creer del todo, respondió él.

Elena temió que se le pasara el efecto producido por el hachís y lió otro canuto con la excusa de ofrecérselo a Enrique. Lo fumaremos en el coche, dijo, y salieron.

Su madre parecía sonreír al fin. Llevaba una mortaja blanca, que evocaba el hábito de una novicia, entre cuyos pliegues sobresalía un rostro que la muerte había dulcificado. Permanecía inmóvil como un cadáver, pero su frente arrugada parecía mantener la tensión de un pensamiento. Uno de los ojos permanecía ligeramente abierto produciendo en el rostro un efecto asimétrico que a Elena le recordó que no se había depilado la pierna izquierda. ¿Era simétrica la realidad o la simetría era un ideal provocado por la inteligencia del hombre? ¿Acaso todo lo que se podía dividir por la mitad daba lugar a dos partes armónicas y similares? ¿Dónde está la mitad de mi vida?, se dijo observando a su hija que atendía a los familiares y amigos con una cortesía dolorosa. ¿Deja mi madre aquí un espacio simétrico al que ahora ocupa? ¿Dejan los muertos un reflejo de sí en este mundo de dolor? ¿Qué sensación es simétrica al dolor?

Las dos últimas frases le produjeron alguna satisfacción, pero su estado de ánimo tendía en general hacia la indiferencia. Imagínate, estaba depilándome las piernas, confesó a alguien que se acercó a besarla.

El encuentro con su hermano resultó algo estimulante, pues el abrazo constató el afecto que se tenían y que en ocasiones así llegaba a manifestarse sin la censura del pudor. Su hermana, sin embargo, estuvo fría y distante como si Elena le debiera todavía la infancia. Mercedes, su hija, todavía no se había acercado a ella, pero le lanzaba miradas rencorosas que Elena procuraba no recoger. Su madre y su hija tenían el mismo nombre. Ahí había una simetría que quizá simbolizaba otras de mayor alcance; ambas Mercedes solían reprobar con la mirada y castigar con la distancia, con la culpa. Yo soy el centro de esa relación simétrica, yo soy su corazón, yo la alimento. ¿Cómo estás, mamá?, dijo su hija acercándose al fin tras darle un beso. Imagínate, estaba depilándome las piernas cuando sonó el teléfono. Lo dejé todo a medias, los muslos, todo. Pensó que la palabra muslos estaba bien usada en aquel contexto mortuorio. Mi marido y yo nos quedaremos esta noche, respondió su hija. Tú vete a descansar si quieres. Habrá que hacer algo, los papeles y eso. Ya está todo hecho, mamá, no te preocupes.

Es igual que mi hermana, otra simetría, yo no tengo la capacidad de hacer daño que ambas me atribuyen. Mi hermana también se llama Mercedes, como mi madre, como mi hija. ¿Como quién soy yo? ¿A quién de estas personas me parezco? ¿Cuál de estos rostros dolorosos se llama Elena y lleva una pierna sin depilar? ¿Soy la referencia de alguien o sólo la mitad de este desconcierto? ¿Qué les debo?, ¿qué debo a estas mujeres que todavía no he terminado de pagar? Una de ellas me amargó la juventud y la otra fue joven cuando yo empezaba a declinar. Ya basta, todo es como es: mi madre está muerta, detrás del cristal destinado a proteger a los muertos de los vivos; la familia y los amigos parecen tristes; mi marido atiende a todos con notable eficacia y yo voy de un lado a otro con los ojos secos, la falda torcida y la pierna izquierda llena de pelos. La ropa interior, ya basta. La muerte de los padres cambia la perspectiva de la vida, le dijo alguien al oído, mientras deslizaba un beso en su mejilla. La acerca más bien, contestó Elena con una sonrisa circunstancial, retirándose hacia la periferia de aquella fiesta mortuoria.

Aquella noche durmió bien, si por ello se entiende dormir con todos los sentidos y no tener al despertar registro alguno de las horas de sueño. No despertó aturdida, pero sí algo ajena a su propia vida, que hubo de reconstruir en los primeros instantes de aquella jornada en la que se entregaría a la tierra el cuerpo de su madre. Enrique, su marido, estaba ya en el cuarto de baño, bajo la ducha, cuyo ruido llegaba al dormitorio como el eco de una lluvia lejana. Intentó rescatar algún fragmento de la noche, pero no halló nada, excepto la huella de su cuerpo sobre el colchón como prueba única de que había permanecido allí durante aquellas horas de suspensión. Llevaba un pijama de Enrique que le estaba grande, pero que le gustaba por la libertad con que se movían sus miembros dentro de él. En realidad hacía tiempo que usaba para dormir prendas masculinas que decía comprar para su marido, pero de las que se apropiaba ella.

Se levantó y notó una sensación de plenitud que le produjo alguna extrañeza. Quizá durante la noche le había sucedido algo de lo que no era consciente que se traducía ahora en un optimismo corporal no previsto para un día de luto.

Enrique no estaba en el cuarto de baño.

Advirtió entonces que lo que había escuchado desde la cama no era el ruido de la ducha, sino el de una lluvia real que sucedía al otro lado de los cristales. La lluvia y la muerte. Fue al salón y se asomó a la terraza. La temperatura había subido y la atmósfera comenzaba a limpiarse. Respiró hondo y sintió penetrar el aire húmedo hasta el fondo de los pulmones, donde seguramente se produjo un efecto químico que reforzó la sensación de plenitud con la que se había levantado.

– Te he preparado un café -dijo Enrique detrás de ella.

– Hola. Mal día para un entierro -contestó Elena.

– No hay día bueno para estas cosas -dijo él, y se hundieron en un silencio habitual en su relación mientras contemplaban la lluvia caer mansamente sobre los tejados y las fachadas que constituían el paisaje urbano que les era propio.

Tras tomar un café, Elena entró en el cuarto de baño, y se desnudó con idea de darse una ducha, pero entonces reparó en los pelos de su pierna izquierda e, incomprensiblemente, se puso a llorar en el borde de la bañera; realizó dos o tres gestos con los músculos de la cara para ver si lograba contenerse, pero sus ojos se vaciaban con la naturalidad de un recipiente desbordado. Tuvo la tentación de abandonarse al estado de ánimo propio de la producción de lágrimas, pero reaccionó con rabia dispuesta a no dejarse ganar por una tristeza que correspondía a los otros. Sin embargo, cuando dejó la ducha todo era distinto. La plenitud anterior le había abandonado dejando en su interior un espacio libre que en seguida comenzó a ser ocupado por otro sentimiento de difícil calificación que la empujaba con cierta urgencia hacia el abatimiento. Recordó a su padre, muerto desde hacía siete u ocho años, y quizá por primera vez en su vida sintió que la palabra huérfana tenía un significado terrible. Decidió depilarse, pero inmediatamente fue atacada por un impulso supersticioso que le aconsejó no hacerlo. Entonces pensó que nada más levantarse debería haber telefoneado a la funeraria para hablar con su hija y preguntarle qué tal noche había pasado el cadáver. Esto la hizo sonreír brevemente, pero desde ese instante supo que algo que le concernía especialmente estaba sucediendo desde el día anterior, aunque ella ignorase el contenido del suceso y el modo en que podría afectar a su existencia. Después pensó que su marido no era bueno, pues debería haberse ofrecido también para pasar esa noche junto al cadáver. Entretanto, se cepillaba el pelo como a la espera de una determinación que no acababa de manifestarse.

Finalmente, decidió que no iría al entierro. Enrique podría decir que había pasado muy mala noche y que durante la madrugada había padecido un cólico. Ella quiso venir a pesar de todo, pero yo no se lo permití, debería explicar a todo el mundo, aunque ni su hermana ni su hija, Mercedes las dos, llegaran a creérselo.

Dos

Después del entierro, transcurrieron algunos días caracterizados por un frágil sosiego. Llovió sin violencia, como si se tratara de una costumbre llevada a cabo con técnica, pero sin convicción. El agua caía sumisa en diminutas gotas sobre tejados, calles y transeúntes que la recibían también con actitud obediente y resignada. Elena, que aún no se había depilado la pierna izquierda, la contemplaba desde el ventanal del salón o desde su dormitorio con una calma igualmente quebradiza.

Febrero agonizaba sin estrépito y de súbito el nombre de los meses comenzó a adquirir un significado novedoso. Elena puso en marzo la esperanza del sol y el deseo de que la realidad dejara de manifestarse con esos tonos grises tras los que parecía esconderse una amenaza. El mueble grande del salón, donde guardaba la vajilla, parecía haber cobrado con la humedad un grado de existencia orgánica inexplicable. Observándolo desde alguna distancia, parecía modificar los tonos de su oscuro color, como si hiciera gestos dirigidos al sofá. Por otra parte, desde lejos también, daba la impresión de sudar, como si en el interior de la madera se produjera alguna actividad química que diera como resultado la expulsión de ciertos humores. Cuando Elena se acercaba al mueble y lo tocaba, la sensación desaparecía o se atenuaba. De todos modos, comenzó a abrir con cierta repugnancia las puertas de este mueble.

Un día recibió una llamada telefónica de su hermana Mercedes, que parecía tener prisa en llegar a un acuerdo para el reparto de la herencia. Elena apuntó que convendría hablar con Juan, el hermano de ambas, pero Mercedes ya se había puesto en contacto con él habiendo alcanzado algunos acuerdos básicos.

– Hemos pensado -dijo- que si ninguno de los tres tiene un interés especial por la casa de mamá deberíamos venderla.

– De acuerdo -respondió Elena.

– Te noto rara. ¿Pasa algo?

– Me han vuelto esos dolores, estoy fastidiada.

Su hermana le hizo un par de recomendaciones y se comprometió a acudir a Madrid el fin de semana siguiente para entrar con sus hermanos en la casa de la madre al objeto de vaciarla antes de ponerla a la venta. Ello implicaba el reparto, que a Elena le sonó a despojo, de los muebles y objetos de aquel domicilio que había sido el domicilio de todos ellos.

Esa noche tuvo un cólico y al día siguiente se levantó agotada. Su marido ya se había ido a trabajar. Desayunó en la cocina, se fumó un canuto y volvió a acostarse. La cama estaba fría, de manera que decidió no desprenderse de la bata. No consiguió dormir, pese al cansancio y a los efectos relajantes del hachís, porque una sucesión de imágenes -fuera de su control- comenzó a desfilar por su cabeza. Se trataba de imágenes desprovistas de pensamiento o reflexión, pero algo había en ellas capaz de provocar una angustia excesiva cuyos efectos tendían a concentrarse en el vientre. Pensó que si lograba vomitar se quedaría bien, pero no podía levantarse, pues se sentía mareada y temía caerse al suelo. Finalmente, cuando la angustia llegó a resultar insoportable, se incorporó y puso los pies en el suelo. Entonces notó que le faltaba el aire y comenzó a sudar a la vez que sus miembros se aflojaban; un instante después perdió el miedo e inmediatamente se quedó sin conocimiento cayendo de costado sobre la cama con los pies fuera de la misma, a punto de alcanzar el suelo. Antes de eso, había tenido un segundo o dos de felicidad absoluta, pues le pareció que sonaba el teléfono, pero no le importó, a punto como estaba, de hundirse en el olvido.

Se despertó media hora más tarde, tiritando de frío, pero repuesta del desmayo anterior. Se tapó con la manta y la colcha y encendió un cigarrillo para ver si podía soportarlo, comprobando con satisfacción que le caía bien,. El sudor se había enfriado y pensó con placer en un baño de agua caliente. El malestar del vientre seguía en su sitio pero notablemente atenuado. El cólico, se dijo, quizá no ha acabado de limpiar los intestinos.

Al mediodía se levantó y recogió la casa por encima. Su marido solía comer fuera y la asistenta sólo iba dos veces por semana. Tenía el día libre. Decidió que saldría a respirar, pues seguía con la sensación de falta de aire. Sin embargo, perdió la ilusión de darse un baño y mientras se vestía se sintió sucia, Antes de salir, lió un canuto por si le apetecía fumárselo en la calle.

Había dejado de llover, pero las nubes no se habían retirado. El día estaba oscuro y limpio y daba gusto respirar el aire húmedo. Caminó al azar en dirección a Francisco Silvela y comprobó que sus piernas funcionaban con una eficacia relativa. Se detuvo sin entusiasmo frente al escaparate de dos o tres tiendas y de súbito comenzó a sentir hambre. Pensó en una de sus comidas preferidas y notó que la evocación producía en su interior alguna actividad gástrica. La idea de comer le proporcionó una porción de felicidad y entró en una cafetería que tenía buen aspecto. Se sentó en un taburete de la barra y pidió un plato combinado y una cerveza. Tenía mucha sed y el primer sorbo -lleno de espuma- le produjo un escalofrío de placer. Frente a la barra había un espejo que le señaló que había salido de casa sin retocarse la cara y con la melena algo descuidada. Todo ello, sumado a los pelos de la pierna izquierda y al hecho de no haberse duchado, configuraba la imagen de un cuerpo bastante sucio, pero la idea le hizo sonreír, pues la gente de la cafetería ignoraba estos detalles y ella iba bien vestida, de manera que nadie podría sospechar el estado de sus condiciones higiénicas. Se trataba de un secreto entre el espejo y ella. La cafetería estaba dotada de un sistema de música ambiental por el que a los postres comenzó a sonar una canción de los Beatles, que Elena fue traduciendo mentalmente. Imagínate dentro de un bote, en un río con árboles de mandarinas y cielos de mermelada. Alguien te llama, contestas lentamente… flores de celofán amarillo y verde asoman sobre tu cabeza… Taxis de papel de periódico que esperan para llevarte aparecen en la orilla…

La canción le puso de buen humor y el café le devolvió una suerte de plenitud corporal que ya había olvidado. Pero cuando salió a la calle, y observó a los transeúntes y miró los semáforos y contempló la torpe circulación automovilística, volvió a sentir que se trataba de una realidad condenada a muerte. Encendió el canuto y bajó por María de Molina hacia la Castellana. Los efectos del hachís fueron a concentrarse en la frente; imaginó que se trataba de una frente de cristal a través de la cual podía contemplarse una masa encefálica de tonos verdes y amarillos que evolucionaban de manera insensible hacia el marrón y el negro. Repitió mentalmente una estrofa de la canción (imagínate en un tren, en una estación con porteros de plastilina y corbata de cristal, alguien aparece en la taquilla…), pero la plenitud anterior había dado paso ya a un malestar que tendía a concentrarse en los órganos huecos de su cuerpo, especialmente en el estómago. Comenzó a sentir una suerte de mareo que atribuyó a un corte de digestión. Pensó que si lograba vomitar o vaciar los intestinos recuperaría el tono anterior, pero no vio en los alrededores ninguna cafetería. Se metió por una calle lateral y entró en un jardín de infancia; la puerta estaba abierta y entró. Se cruzó con un par de adultos que debieron de tomarla por la madre de algún niño y no le dijeron nada, aunque la observaron con alguna extrañeza. Finalmente, cuando parecía estar a punto de desmayarse, dio con la puerta de acceso a los váteres y entró precipitadamente en una de las cabinas. La taza del retrete era muy pequeña y carecía de tapa. Elena se sentó apoyando la nuca en la pared y aguantó una bajada de tensión sin desmayarse. Cuando se sintió un poco recuperada, logró subirse las faldas y retirarse las bragas y los pantys. Lo he conseguido, pensó, ya está, lo he conseguido. Pero los intestinos no parecían dispuestos a trabajar, de manera que la bola de angustia no descendió hacia el recto, pese a los esfuerzos de Elena por expulsarla de su cuerpo. Pensó en vomitar, pero calculó que perdería el conocimiento si cambiaba de postura. Entretanto, una serie de imágenes yuxtapuestas entre sí comenzó a circular por su cerebro, la pierna sin depilar, las calles húmedas, un semáforo roto, un ministro de plastilina, un río de mermelada con barcas de caramelo, el cadáver de su madre envuelto en celofán amarillo y verde… La velocidad de las imágenes adquirió enseguida un ritmo excesivo que Elena soportó con los ojos abiertos y las uñas clavadas en los muslos. Una oleada de calor, parecida a aquellas que solían preceder a sus desmayos, ascendió desde el vientre hasta el rostro, donde se transformó en un sudor disolutivo. Cuando ya estaba a punto de perder el conocimiento, la velocidad descendió. Elena abrió la boca para tomar la mayor cantidad de aire posible mientras se decía a sí misma: ya está, ya me ha pasado, esto era la locura y me ha pasado.

En esto se oyeron fuera gritos infantiles y dedujo que los niños habían salido de clase. Efectivamente, en seguida comenzaron a golpear la puerta de la cabina en la que se había refugiado Elena, que no llegaba hasta el suelo. Retiró los pies hasta donde le fue posible y contuvo la respiración mientras trataba de determinar si lo que le estaba pasando correspondía a una escena de terror o de risa. Pero no le dio tiempo a decidir porque la locura -asociada a la velocidad de las imágenes- regresó a su cabeza. Contuvo la respiración y concentró todas sus energías en la zona del vientre donde parecía estar localizada la bola de angustia, pero no consiguió hacerla avanzar. Cuando abrió los ojos, vio la cabeza de una niña asomada por el espacio libre situado entre la puerta y el suelo. Se miraron unos segundos antes de que los ojos de la niña se retiraran. Después oyó gritar: hay una señora con la cara muy blanca ahí dentro. Entonces se levantó, abrió la puerta e intentó salir, pero los pantys, enrollados en los tobillos, la hicieron perder el equilibrio. Mientras caía, unos segundos antes de perder el conocimiento, fue muy feliz al sentir que dejaba en manos de otros la responsabilidad del funcionamiento de su propio cuerpo.

Despertó enseguida empapada en sudor. La locura se había replegado y la angustia había desaparecido o se había diluido en los humores que empapaban su frente. Se presentó, pidió disculpas, aseguró que se trataba de un corte de digestión, que no sabía dónde meterse…

– Porque iba usted bien vestida – dijeron-, si no, habríamos avisado a la policía; suceden tantas cosas…

Le dieron una manzanilla y pidieron por teléfono un taxi que llegó en cinco minutos. Afuera volvía a llover o la humedad era tal que producía el mismo efecto que la lluvia. Elena se sentía ligera y hasta un poco optimista, como solía sucederle después de los desmayos. De todos modos, al llegar a casa se acostó y se quedó dormida hasta que Enrique, su marido, volvió de trabajar.

– ¿Te pasa algo?-preguntó. -Los dolores esos otra vez.

– ¿Por qué no vas al médico? -insistió Enrique con gesto de paciencia.

– Ya he ido a todos los médicos y ya me han dicho que no tengo nada -respondió Elena con tono irritado.

Enrique decidió no insistir y se limitó a informar que pasaría fuera el fin de semana por razones de trabajo.

– ¿Desde cuándo trabajáis los fines de semana? -preguntó Elena.

– Se trata de una convención de ventas y estas cosas se hacen siempre en días festivos.

Elena comenzó a sospechar que se trataba de otra cosa y, de súbito, la idea de que Enrique la engañara comenzó a ponerla furiosa, pero no dijo nada. Pasó despierta gran parte de la noche y concibió un plan que le ayudó a levantarse de la cama al día siguiente. Como • ese día era viernes, tuvo que actuar con alguna celeridad. De manera que tras desayunar se acercó a la oficina de correos más próxima y contrató un apartado. Después regresó a casa y tras darle un par de instrucciones a la asistenta se encerró en su cuarto con la guía de teléfonos. Buscó al azar una agencia de detectives y, tras repasar mentalmente el guión elaborado durante la noche, llamó.

– Buenos días -dijo-, quiero hablar con el director.

– Yo mismo -respondió una voz masculina al otro lado.

Elena estuvo a punto de colgar, pues la expresión «yo mismo» no le gustó; además, el teléfono lo había cogido directamente él y no una secretaria, lo que le hizo temer que se tratara de una agencia con pocos medios. Finalmente, decidió seguir adelante:

– Verá, se trata de encargarle una investigación un poco delicada y seguramente algo atípica.

– ¿Por qué atípica? -preguntó la voz al otro lado.

– Porque usted no deberá conocer a la persona que encarga la investigación. Yo soy la secretaria de su cliente, que es un hombre muy conocido en ámbitos financieros y políticos y desea que su nombre quede fuera de todo este asunto.

Elena le explicó el carácter de la investigación y dio los datos de su marido añadiendo que deberían hacer un informe pormenorizado de la actividad de este sujeto a lo largo del próximo fin de semana. El director de la agencia pareció tomar nota de todo, pero insistió en la conveniencia de conocer al cliente. Elena fue tajante.

– Ya le he dicho que esto no es posible. Nos comunicaremos a través del apartado de correos que le he señalado. Allí deberá enviar usted los informes. En cuanto a sus honorarios, serán ingresados en el número de cuenta y banco que usted me indique.

– Será necesaria una provisión de fondos.

– Mañana mismo ingresaré en esa cuenta lo que usted crea conveniente.

Las seguridades económicas acabaron por disipar las dudas del director de la agencia, que se comprometió a enviar el informe el mismo lunes. Cuando colgó el teléfono, Elena sintió que acababa de introducir en su vida un factor de estímulo importante y eso le ayudó a arrinconar en la zona más deshabitada de su memoria el suceso del día anterior. De todos modos, decidió no volver a fumar hachís fuera de casa. Esa noche durmió bien y amaneció bastante descansada. A las doce de la mañana, cuando salió a efectuar el ingreso solicitado por la agencia, aún no había sentido ningún malestar, excepto los derivados de una excesiva acumulación de gases a una altura que ella situó en torno al duodeno.

Tres

El domingo, Elena se levantó de la cama con mal sabor de boca y ardor de estómago. Lo atribuyó al hecho de haber tomado mucha miel la noche anterior, en el transcurso de un ataque de hambre producido por el hachís. Se preparó un baño al que se entregó sin placer y pensó vagamente en depilarse la pierna izquierda, pero había quedado con Juan y con Mercedes, sus hermanos, en la casa de su madre y conjeturó que llegaría tarde si dedicaba mucho tiempo al aseo personal. Se vistió unos pantalones vaqueros y un jersey viejo sobre los que se puso una gabardina de su marido que le gustaba especialmente. No llovía, pero el cielo seguía encapotado y las fachadas de los edificios mostraban grandes manchas de humedad. Condujo sin prisas, retrasando el acontecimiento, y entró en el barrio por la parte de atrás.para reconocerse en el deterioro de las aceras que habían constituido el paisaje de su juventud.

Cuando llegó al piso de su madre, sus hermanos ya estaban allí, esperándola. Mercedes lloraba en el sofá del salón y Juan le acariciaba mecánicamente la cabeza.

– ¿Qué pasa?- preguntó Elena.

– Le ha impresionado entrar -replicó Juan.

La casa estaba oscura, como el día. La disposición de los objetos y los muebles evocaba aún la presencia de la madre, o de su memoria. Tan sólo una mayor acumulación de polvo en las zonas oscuras del mobiliario y en la pantalla del televisor hacían sugerir un abandono.

– Huele a cerrado -señaló Elena.

– Huele a muerte -añadió su hermana entre sollozos.

– Mamá murió en el hospital.

– No importa, huele a muerte -insistió.

Elena se acercó a la puerta de la terraza y la abrió, pero no notó que la atmósfera interior ganara algo con ello; es más, le pareció que el ambiente mortuorio de las calles era la emanación de la muerte atenuada que se respiraba en el interior de la vivienda. Había comenzado a llover de nuevo, pero el agua -difuminada y borrosa- caía sobre los tejados como una gasa que hubiera sido aplicada anteriormente sobre un cuerpo agonizante.

Elena fue a la cocina y comprobó que había algún alimento en proceso de descomposición, que guardó con asco en una bolsa de plástico. Alguien se había ocupado de desconectar el interruptor general de la luz cuando su madre fue trasladada al hospital, pero no se le había ocurrido mirar si había algo en la nevera. Abrió también la ventana de la cocina y se estableció una corriente húmeda que le produjo un estremecimiento. Volvió al salón.

– Había comida en la nevera -dijo.

Si yo no viviera en Barcelona, me habría acercado a limpiar cualquier día -respondió su hermana en tono de reproche.

Juan y Elena intercambiaron una mirada de solidaridad, pero permanecieron en si' lencio. Estaban sentados los tres en el semicírculo formado por el tresillo, frente al televisor. Elena contempló a su hermana, que le ofrecía el perfil derecho, y tuvo la impresión de estar mirando algo muy antiguo. Después dejó resbalar la mirada por la superficie de los muebles, oscuros de color y torturados de forma, anotando que mostraban una opacidad turbia, tras la que se agazapaba una sospecha. Notó un movimiento en sus intestinos, pero la idea de utilizar el cuarto de baño de aquella vivienda le resultó repugnante. Habían ido a vaciar la casa, a clasificar los objetos, pero permanecían sentados, como a la espera de una decisión ajena a sus voluntades.

De súbito, Juan comenzó a llorar también y Mercedes se acercó a él para consolarlo o para multiplicar su desamparo. Elena contempló la escena con frialdad y consideró que era lo suficientemente tópica como para no unirse a ella. En ese mismo salón, con idénticos muebles y semejante atmósfera, habían sido niños y adolescentes y jóvenes los tres. Ella había sido la mayor y Juan el más pequeño, pero ahora parecían tener todos la misma edad; la madurez elimina los matices y la muerte acaba por suprimir las diferencias. Tal como éramos, pensó, impregnados de ese cariño subterráneo que nunca nos atrevimos a manifestar, o tal vez sí, al menos si consideramos que el odio es una de las piezas del amor, quizá la más activa.

Salió al pasillo y se asomó al dormitorio de su madre. Encendió la luz, porque la persiana permanecía echada, y contempló los bultos de las cosas como a la espera de que de aquella contemplación surgiera una idea, un concepto, un juicio que resumiera el sentido de la vida o quizá su dirección, su rumbo, en el caso de que tuviera otro que no condujera al cementerio, pero no sucedió nada, excepto un movimiento intestinal que desplazó unos centímetros la angustia. Se acercó al antiguo armario de tres cuerpos, que parecía el vientre de la casa, y abrió la puerta central; el interior del mueble poseía una obscuridad propia, distinta a las demás obscuridades de la vida, y un olor esencial que había permanecido invariable a lo largo de los años. Parecía un pozo cuyas aguas padecieran algún tipo de corrupción o enfermedad.

Elena pensó que si arrojara una piedra al interior del mueble no llegaría a oír el ruido de ésta al tocar fondo; tan profunda parecía la tiniebla. Sin embargo, al alargar la mano para acariciar uno de los vestidos que segmentaban la oscuridad escuchó el ruido de algo que se había volcado. Miró hacia el suelo del armario y vio un objeto que resultó ser una botella de coñac medio vacía. Pensó en esconderla para que no la vieran sus hermanos, pero pronto advirtió que había más, todas de coñac barato, y que tarde o temprano las descubrirían. De manera que la dejó donde estaba.

Sobre la mesilla había libros religiosos y un rosario de plata con un cristo excesivamente torturado. Abrió el cajón de este pequeño mueble y descubrió un conjunto de cuadernos de pequeño grosor, cosidos con grapas. Abrió el primero y sentándose en el borde de la cama observó la caligrafía de su madre y después comenzó a leer la primera hoja:

Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán poco antes de cumplir cuarenta y tres años. Me repongo estos días de una bronquitis de la que he salido algo tocada y cuyas consecuencias, según me temo, no han dejado de suceder. No he dicho nada a mi marido ni al médico, pero noto un punto de molestia aquí, junto al pulmón derecho, que no han conseguido eliminar las medicinas. Temo que sea el germen de algo que todavía no se pueda ver, ni siquiera combatir, y espero que se desarrolle con lentitud, de forma que pueda ver a mis hijos casados y disfrutar un poco de los nietos, si Dios llegara a dármelos.

De todos modos, hay algo espectral en mis malestares. Quiero decir que percibo la enfermedad como un fantasma que recorriera mi cuerpo y que apareciera caprichosamente en uno u otro sitio, según la hora en que me despierte. Esta madrugada, por ejemplo, amanecí con un pinchazo en la garganta, en el lado izquierdo. Tomé unas pastillas que tengo para la faringitis y me quedé dormida. Sin embargo, por la mañana tenía ese mismo pinchazo en el pulmón derecho. Qué vida.

Elena escuchó un ruido proveniente del salón y cerró el cuaderno. Estaba sofocada y jadeante, como si hubiera presenciado algo terrible o fabuloso, pero esencial para el trazado de su propio destino. Tras comprobar que nadie se acercaba, cogió los cuadernos y los escondió debajo del jersey, pegados a su cuerpo por la cintura del pantalón. Luego regresó a la sala y comprobó que sus hermanos se habían puesto en movimiento. Tomó su bolso, abandonado en una silla, y guardó en él los cuadernos. Después salió al balcón, pues había comenzado a sudar de un modo anormal, y permaneció allí hasta que notó que un frío estimulante se había establecido en la zona alta de su cuerpo. Regresó al interior y ayudó a su hermana a doblar unas mantas. Después entró en el baño y pasó el pestillo. Pensó que si aligeraba el intestino se sentiría mejor, pero no fue capaz de sentarse en el inodoro. Abrió el pequeño armario de metal situado sobre el lavabo y vio que estaba lleno de medicinas, principalmente ansiolíticos. El cuarto de baño carecía de ventana, de manera que comenzó a padecer en seguida una sensación de ahogo que la devolvió al pasillo. Su hermano desarmaba la cama que había sido de sus padres.

– ¿Te vas a llevar la cama? -preguntó.

– Ya no las hacen así -respondió Juan en tono evasivo.

Al poco volvieron a encontrarse los tres en el salón. Parecían desanimados, como si se hubieran propuesto una tarea excesiva. Habló Mercedes:

– Yo creo que con esto no acabamos nunca -dijo-. Propongo que cada uno coja lo que quiera (si dos quieren la misma cosa, se sortea) y luego llamemos a un trapero para que se lleve todo lo demás.

El tono que había empleado resultaba de una dureza inconcebible, pero Mercedes siempre era así cuando sacaba a relucir sus cualidades prácticas. No obstante, Elena sintió por primera vez un impulso que la habría conducido al llanto de no efectuar tres o cuatro movimientos violentos con los músculos del rostro. Le había resultado doloroso que cuanto había allí -incluida su juventud- sólo pudiera interesarle a un buscador de desperdicios.

– De acuerdo -dijo-, podéis repartiros todo entre Juan y tú. Yo no quiero nada y prefiero no pisar de nuevo esta casa.

Mercedes la miró con rencor, pero no hizo un solo gesto por detenerla. Su hermano la acompañó hasta la puerta y le acarició la cara antes de que se marchara. Ya en la calle, Elena tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar dónde había aparcado el coche. Finalmente, dio con él y se metió dentro con cierta urgencia, como si necesitara sentarse para aliviar algún malestar. Tenía el pelo mojado a causa de la nube de lluvia fina que envolvía la ciudad y parecía algo sofocada pese a que la temperatura no era alta. Apoyó las manos en el volante y realizó tres inspiraciones profundas dirigidas a neutralizar el estado de ansiedad. Después, todavía sin arrancar el motor del coche, sacó uno de los cuadernos del bolso y buscó una página al azar. Leyó:

Algunos abren los ojos antes de despertar, como si amanecieran con un susto. Yo no; primero, pienso quién soy, me defino como quien dice, y después levanto los párpados sabiendo de un modo preciso lo que verán mis ojos. Hoy al despertar, no sentí ningún síntoma. Por el contrario, me pareció estar poseída de una fortaleza corporal incomprensible. Permanecí con los ojos cerrados mucho tiempo, recorriendo mis visceras, que parecían no existir de calladas que estaban. Pensé que quizá no era yo y temí levantar los párpados por miedo a ver un armario diferente al mío frente a la cama. Pero al final una siempre es la misma, de manera que al incorporarme sentí un dolor en el costado derecho y he estado todo el día con una molestia rara que no sé a qué órgano atribuir. Mi marido ha cogido frío y nos va a contagiar a todos.

Elena cerró el cuaderno y contempló la calle, Los transeúntes precavidos iban con paraguas, aunque no todos lo llevaban abierto. Jadeaba ligeramente, como si se repusiera de algún esfuerzo físico. Dirigió la mano derecha a la llave de contacto, pero la retiró en seguida. Cogió de nuevo el cuaderno y lo abrió por la última página. Leyó:

Realmente, un cuerpo es como un barrio: tiene su centro comercial, sus calles principales, y una periferia irregular por la que crece o muere. Yo no soy de aquí, de esta ciudad que denominan Madrid, capital del Estado. Vine a caer a este lugar por los azares de la vida y poco a poco dejé de ser de donde era, que era un sitio con mar y mucho sol que no quiero nombrar porque en el transcurso de la existencia, no sé cuándo, dejé de ser de allí. El caso es que llegué a este barrio roto que tiene una forma parecida a la de mi cuerpo y una enfermedad semejante, porque cada día, al recorrerlo, le ves el dolor en un sitio distinto. Las uñas de mis pies son la periferia de mi barrio. Por eso están rotas y deformes. Y mis tobillos son también una zona muy débil de este barrio de carne que soy yo, donde anidan seres que han huido de alguna guerra, de alguna destrucción, de algún hambre. Y mis brazos son casas magulladas y mis ojos luces rotas, de gas. Mi cuello parece un callejón que comunica dos zonas desiertas. Mi pelo es la parte vegetal de este conjunto, pero ya hay que teñirlo para ocultar su ruina. Y, en fin, tengo también un basurero del que no quiero ni hablar, pero, como en todos los barrios arruinados, la porquería se va acercando al centro y ya se encuentra una con mondas de naranja en cualquier sitio. Por mi cuerpo no se puede ni andar de sucio que está y el Ayuntamiento no hace nada por arreglarlo.

Elena cerró el cuaderno con cierta violencia y lo guardó en el bolso. El alcohol, dijo, o las pastillas. Después, como si tomara una decisión transcendental, arrancó el coche y huyó del barrio por su costado menos sórdido.

Llegó a su casa en un estado de excitación indeseable. Se acomodó en el salón sin quitarse la gabardina y observó los cuadernos; eran cinco, sin embargo estaban numerados del uno al seis. Comprobó que faltaba el correspondiente al número tres. Temió no haberlo visto y le molestó la idea de que pudieran encontrarlo sus hermanos. Tomó el número cuatro y leyó las primeras líneas:

He destruido el cuaderno anterior porque hablaba en él demasiado de los hijos. De los hijos no sabemos qué decir porque son buenos y malos al mismo tiempo y he comprobado que una sólo los quiere cuando responden a la idea que una se hace de ellos. Además, los hijos son una parte separada de tu cuerpo y eso, aunque estemos acostumbradas, es muy raro. Los hijos son como de otro barrio, aunque estén en éste. Yo sufrí mucho con los tres para darles a luz y me han quedado secuelas de los partos. Ahora tengo un libro de un doctor yugoslavo que habla por orden alfabético de las enfermedades y de sus remedios. Por eso sé que mi útero está descolgado por una especie de flojera de los ligamentos a que estaba sujeto. Eso hace que se desplome sobre la vagina arrastrando a la vejiga en su caída. Por eso, al toser o al reírme con fuerza se me escapa involuntariamente algo de orina y por eso también vivo con esa sensación de que algo, dentro de mí, ha cambiado de lugar. Según el doctor yugoslavo, esta enfermedad se llama prolapso uterino.


El parto más difícil fue el de Elena, que es la que más disgustos me da. Mi marido dice que discutimos tanto porque somos iguales de carácter. Pero yo digo que este diario, o lo que sea, no es para hablar de los hijos. A los hijos los quiero y los atiendo, pero como tema de conversación prefiero el páncreas.

Elena cerró el cuaderno. Parecía asombrada y perpleja, como si aún no hubiera decidido si el hallazgo constituía un tesoro o una inmundicia. En cualquier caso, se trataba de algo profundamente ligado a su existencia, como si por debajo de la caligrafía de su madre o de las conversaciones que parecía mantener con sus visceras se ocultara una advertencia que sólo ella pudiera comprender y que parecía referirse a su futuro.

Comió una ensalada de frutas con la esperanza de que este régimen la ayudara a limpiar el intestino, donde parecía haber algo sólido que cambiaba de lugar caprichosamente, pero que se negaba a ser expulsado de su cuerpo. Después se fumó un canuto y se acostó. Tuvo, antes de dormirse, una ensoñación: paseaba por la orilla de una playa desierta; de súbito, una mujer cuya presencia no había advertido se dirigía hacia ella y la traspasaba filtrándose através de su cuerpo como un ángel a través de un tabique. La mujer continuaba caminando y atravesaba una roca. Después se recostaba en la arena, con la actitud de quien se tumba al sol, y desaparecía poco a poco absorbida por el suelo de la playa, como el agua de la orilla. Elena se acercaba al lugar del suceso, pero en ese instante su paquete intestinal sufrió una conmoción y presintió que se iba a marear. Entonces sacó el pie derecho de la cama y lo colocó en el suelo, como había oído que hacían algunos borrachos para no perder todas las referencias. El contacto con el suelo frío alivió el malestar y al poco se quedó dormida.

Le despertó a las seis y media el timbre de la puerta. Se levantó aturdida, se puso la bata y atravesó la casa despojándose de las obscuras adherencias que el sueño había fijado en su rostro y en el resto del cuerpo. Era su hermano. Parecía sudoroso y feliz. Dijo:

– Mira lo que te he traído.

A su lado había una vieja pero sólida butaca tapizada en piel y un reloj de péndulo de las dimensiones de un ataúd infantil.

– Me ha costado mucho subirlo todo desde el coche, pero no te podías quedar sin nada -añadió.

La butaca había pertenecido a su madre y se trataba de un objeto raramente valioso y habitado. En otro tiempo había sido el lugar preferido de Elena, que se lo disputaba a su madre para ver la televisión o leer. En cuanto al reloj, había pertenecido a la familia desde tiempo inmemorial y su valor estribaba en funcionar a pesar de ser antiguo.

– Os dije que no quería nada -respondió Elena con un gesto de agradecimiento que desmentía su afirmación.

Su hermano se empeñó en colgar el reloj en un lugar adecuado del salón y después, desplazando otro mueble, situó la butaca debajo, para que ambos objetos guardaran una relación similar a la que habían mantenido en la casa de su madre.

– ¿Y tu marido? -preguntó Juan mientras contemplaba el efecto de su obra.

– Tenía una convención de ventas o algo así; no regresará hasta mañana.

– ¿Va todo bien? -insistió Juan.

– Voy a preparar un café -respondió Elena.

Su hermano permaneció todavía un rato en la casa, pero los intentos que ambos hicieron por comunicarse resultaron inútiles. Era como si en un tiempo remoto hubieran pertenecido a la misma patria, pero la vida los hubiera dispersado obligándoles a adquirir gestos, tradiciones o actitudes extrañas que los habían convertido en otros sin que por ello hubieran llegado a perder la memoria de lo que fueron. Pero esa memoria no tenía otra utilidad que alimentar la conciencia de la pérdida y confirmar la imposibilidad de recuperar los hábitos de la primera patria, donde estuvieron contenidos los signos capaces de evocar un mundo propio, un territorio común en el que el intercambio habría sido posible todavía.

Cuatro

Aquella noche de domingo, Elena durmió mal. Las campanadas del reloj de péndulo -que daba los cuartos, las medias y las horas- la arrancaban con regularidad de un sueño frágil como el vidrio y epidérmico corno la superficie de las cosas. Aquellos sonidos evocaban otras noches de la primera patria, noches de fiebre, de dolor, de inquietud nerviosa, de vigilia, en suma, cuya conciencia de duración había sido señalada por aquellas campanadas que entonces, como ahora, atravesaban la puerta del salón, recorrían con idéntico ritmo el pasillo, y penetraban en el dormitorio de la insomne para recordarle, con la precisión de una señal quilométrica en la carretera, la distancia que le faltaba para llegar al día.

En torno a las tres de la madrugada tomó la decisión de detener el péndulo y con esta intención abandonó el dormitorio y llegó hasta la puerta que comunicaba el pasillo con el salón, pero no fue capaz de abrirla porque tuvo miedo. Regresó al dormitorio y sentada en el borde de la cama, con los pies descalzos sobre el suelo, analizó brevemente este temor. Pensó que en el acto de detener el péndulo detenía otra cosa. Tal vez su propia vida o la existencia del grupo familiar. Recordó la historia de un poeta notable que había dado orden de que le enterraran con el reloj puesto, y al tope de su cuerda, para continuar, veinticuatro horas más, sometido a la medida del tiempo de los vivos. Tal vez su madre, que adoraba aquellas campanadas porque le hacían mucha compañía, lo había dispuesto todo desde el otro lado para que ella, Elena, heredara el tiempo, la medición del tiempo, como quien hereda una llama que debe alimentar eternamente so peligro de una maldición. La responsabilidad le pareció excesiva, pero tenía alguna lógica que funcionaba con la precisión de un engranaje, por lo menos a aquellas horas de la noche. Se tranquilizó con la idea de que al amanecer aquella lógica saltaría en pedazos como se quiebran los temores nocturnos con las luces del día. Entonces detendría el reloj y aquel episodio quedaría reducido a una pesadilla.

Decidió liar un canuto para atraer el sueño, pero advirtió que no tenía a mano el papel de fumar, que había olvidado en algún punto del salón. Se puso en marcha de nuevo y de nuevo el miedo le impidió abrir aquella puerta. Sintió frío en los pies y regresó en busca de unas zapatillas. Después encendió el mayor número de luces que encontró a su alcance, se acercó a la frontera del terror y giró el picaporte con la actitud del que espera encontrar alguna resistencia proveniente del otro lado. Pero la manilla cedió sin dificultad. Empujó entonces la puerta y aparecieron a su vista las dimensiones oscuras del salón. Para encender las luces de este espacio, dada la situación de los interruptores, era preciso atravesarlo. Elena dudó y sintió que el miedo hacía estragos otra vez en el área de su cuerpo dominada por los intestinos. Comprendió entonces que lo que más temía era ver a su madre sentada en la butaca, bajo el tictac del reloj de péndulo que al ponerse en marcha aquel domingo había restituido el viejo orden, la antigua armonía, la sintaxis familiar que evocaban la butaca y el reloj y en la que su madre había jugado el papel de cópula, de unión. Sujeto, verbo y predicado, gritó atravesando el salón en un movimiento de pánico. Encendió la luz y contempló la butaca vacía, pero raramente habitada, sobre la que el reloj medía un tiempo que a Elena le concernía y no le concernía a la vez.

El canuto tuvo la virtud de despejarla todavía más. Se lo había fumado entero en la butaca de piel, imaginando que violaba así un espacio por el que no estaba dispuesta a dejarse atrapar. Regresó al dormitorio sin apagar las luces y cuando supo que no podría dormir tomó de la mesilla el diario de su madre e intentó adivinar a qué fechas correspondían los diferentes episodios. Pero en ningún cuaderno, en ninguna de sus hojas, aparecían datos temporales, excepto aquel que se señalaba al principio: «Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán poco antes de cumplir cuarenta y tres años…».

Elena hizo algunos cálculos para situarse ella misma frente a aquella escritura, pero los abandonó en seguida al advertir que había algunas coincidencias tenebrosas. Pensó también en leer las últimas páginas del último cuaderno, pero decidió que lo haría a la luz del día. Finalmente, abrió uno de los cuadernos al azar y leyó lo que parecía un episodio:

Recuerdo que desde muy pequeña desconfíe de la capacidad de los seres humanos para alcanzar la verdad. Ello fue debido a que me hice pis encima hasta muy mayor (quizá hasta los cinco años o más). Entonces mi madre, que era buena pero algo simple, aconsejada quizá por algún médico, me explicaba que el pis se tenía que ir por el váter para pasear y airearse un poco, pero que después regresaba a mi cuerpo y eso se demostraba por el hecho de que a las pocas horas volvía a tener ganas de orinar. A mí, aquello me parecía un disparate porque sabía por experiencia que las cosas que se tiraban por el váter no regresaban jamás y para demostrarlo tiré un anillo de oro que ella apreciaba mucho. A los pocos días comenzó a buscarlo como una loca y yo le dije que no se preocupara, que lo había tirado por el váter y que por consiguiente no tardaría en regresar. Me dio una paliza.

Sin embargo, aunque yo no me creía aquella historia, el hecho cierto de que hacíamos pis varias veces al día me hizo dudar en ocasiones de su veracidad. El pis podía irse con el agua del váter y regresar por vías misteriosas a mi cuerpo. Aún hoy día, viuda, vieja, y con todos los hijos fuera de casa, cuando voy a hacer pis imagino que ese líquido que expulso de mi cuerpo es el mismo que expulsé al poco de nacer, un líquido que a lo largo de todos estos años se ha movido por el interior de un circuito misterioso, conectado a mi vejiga como una obsesión al pensamiento. Porque las obsesiones parece que se van, pero regresan siempre a la cabeza tras recorrer un tubo que llamamos olvido. De todas formas, como digo, aunque esta historia todavía me divierte y pienso en ella cada vez que me siento en el váter, me produjo más daño que otra cosa en el sentido de que introdujo en mí una desconfianza hacia los hombres de la que no me he curado todavía. Por eso, aunque tengo un temperamento religioso, no consigo creerme el misterio de la Trinidad. Creo que esto les pasa también a los protestantes.

Hay otra historia que me contaron de pequeña que me gustó mucho más y en la que todavía creo, aunque no se lo he dicho a nadie. Se trata de lo siguiente: según mi madre, todos tenemos en nuestras antípodas un ser. que es exacto a nosotros y que ocupa siempre en el globo un lugar diametralmente opuesto al nuestro (si no, no sería antípoda). Me contaba mi madre que este ser anda, duerme y sufre al mismo tiempo que una porque es nuestro doble y piensa siempre lo mismo que nosotras pensamos y al mismo tiempo. Al parecer, en épocas remotas algunos aventureros viajaron en busca de su doble, pero nunca llegaron a verlo porque el doble se desplazaba al mismo tiempo que ellos para no perder su posición simétrica en el globo, pero también porque el doble había tenido la misma idea y se había puesto a viajar en busca del otro al mismo tiempo. Esta historia me hizo sentirme muy acompañada en mi infancia, pues cuando tenía miedo por las noches pensaba en mi antípoda, a la que le estaba pasando lo mismo que a mí y tenía la impresión de que nos mandábamos ánimos de un extremo a otro de la tierra. A veces, por crueldad, me pinchaba con una aguja un dedo para fastidiarla, pero es que ella hacía cosas que tampoco estaban bien, como un día que se rompió un vestido nuevo por no llevar cuidado con unos alambres y a mí me costó estar castigada cinco días sin salir. A mi antípoda, al principio, la llamaba Florita, pero luego me pareció un nombre un poco cursi y comencé a llamarla Elena (no sé cómo me llamaría ella a mí). Por eso a mi hija mayor le puse ese nombre, que no ha llevado ninguna otra mujer de la familia. Recuerdo que mi marido y mi madre y todo el mundo me preguntaron el porqué de esa decisión, pero yo nunca he confesado a nadie que ése era el nombre de mi antípoda.

Algunas tardes, cuando comprendo que estoy bebiendo más coñá de la cuenta, pienso que a lo mejor es cosa de mi antípoda, de Elena, que se ha alcoholizado por no saber hacer frente a los momentos difíciles de la vida, como este de la soledad que nos ha tocado vivir a las dos en la vejez. Me da pena porque se está destruyendo, aunque a lo mejor en una de estas se suicida y me hace descansar a mí también.

Elena había leído las últimas líneas jadeando. Cerró el cuaderno y lo guardó junto a los otros en el cajón de la mesilla. Luego se levantó, fue al baño e intentó vomitar inútilmente. Pensaba que si conseguía vomitar cesaría el mareo. Estaba pálida. Recorrió el pasillo de un extremo a otro, pues a veces andando se le pasaban los efectos del hachís. Decidió que no volvería a fumar, pues los canutos, últimamente, le producían un efecto raro, siniestro, que la conectaba con aspectos de la vida, de su vida, de los que no había tenido noticias hasta el momento y que habían empezado a emerger con fuerza en los últimos días de la enfermedad de su madre, pero sobre todo a partir de su defunción. Volvió a sentir el sudor que preludiaba el desfallecimiento total, la caída, y corrió hasta la ventana del dormitorio. La abrió y asomó la cabeza. El aire fresco y la lluvia le dieron fuerzas. Cesó el sudor y se metió en la cama con el pelo mojado. Soñó que era pequeña y que jugaba en la playa, muy cerca de su madre, a hacer hoyos en la arena. En uno de estos hoyos encontraba una moneda que representaba un tesoro. La cogía admirada y, sabiendo que se encontraba en el interior de un sueño, la apretaba fuerte en su mano derecha comprobando que la solidez de la moneda era excesiva y que por tanto no podría desaparecer si conseguía mantener el puño bien cerrado hasta despertar.

La despertó el teléfono. Era de día y lunes. Tenía las uñas clavadas en la palma de la mano, pero en su interior no había nada. Descolgó el auricular, su marido estaba al otro lado.

– Estoy en el despacho -dijo.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó aturdida.

– Esta mañana a primera hora. No he pasado por casa porque teníamos mucho follón aquí.

Elena miró el reloj. Eran las tres de la tarde. Finalmente había dormido muchas horas. Cuando sé despidió de su marido, evocó el sueño y recordó que se refería a un episodio de su infancia. En efecto, en aquellos años lejanos, estando de vacaciones con sus padres, había soñado lo mismo. Al día siguiente, en la playa, cavó varios hoyos y en uno de ellos encontró una moneda. Aquel episodio, que constituía la realización de un sueño, había determinado su vida, pues -al contrario que sus hermanos- siempre había creído que la realización de un deseo, de cualquier deseo, era posible.

El día estaba despejado. A esas horas, el sol entraba por la terraza del salón reduciendo los muebles y las cosas a su pura función. Elena observó bajo esta luz la butaca y el reloj de péndulo y sonrió, aunque sin excederse en el gesto, al recordar los sucesos de la noche. No detuvo el movimiento obsesivo del péndulo por la misma oscura razón que no se depiló la pierna izquierda tras ducharse. En realidad, también la derecha necesitaba ya una limpieza, pero decidió que lo haría en otro momento.

Se sentía mejor de sus malestares habituales y rectificó la promesa hecha durante la madrugada en relación al hachís: procuraría fumar menos y desde luego no fumar fuera de casa. Comprendía que el hachís, en los últimos tiempos, le estaba poniendo al borde de algo indeseable, pero pensó que se trataba de una cosa pasajera, relacionada quizá con la reciente muerte de su madre, que se diluiría en el tiempo como se habían diluido obsesiones pasadas. En este punto recordó aquella frase del diario de su madre en la que se aseguraba que las obsesiones regresan siempre y sintió un momentáneo malestar del que se defendió con decisión y eficacia.

Por la tarde fue a la oficina de correos y comprobó con una alegría teñida de malignidad que había un sobre en el cajetín contratado por ella el viernes anterior. Lo recogió y con él en la mano paseó al azar por las calles buscando siempre la acera donde daba el sol. De este modo llegó a Clara del Rey, donde entró en una cafetería de la que era habitual. Pidió un té y abrió el sobre. El informe estaba escrito a máquina y junto a él había una foto, obtenida con una Polaroid, en la que se veía a su marido paseando por una playa de la mano de una mujer joven. Aunque la foto estaba tomada desde una distancia considerable, Elena reconoció en la mujer a la secretaria de Enrique. Sonrió con superioridad sorprendiéndose de que aquella imagen, más que irritarla, le produjera cierta sensación de alivio. Las historias vulgares solían reconfortarla, pues ponían en el mundo un orden al que ella se sentía ajena, pero que le servía de referencia al mismo tiempo. Tras contemplar la foto unos instantes, se decidió a leer el informe:

El sujeto objeto de la investigación comenzó a ser controlado por el personal de esta agencia a partir de la media tarde del viernes día 26, pese a que el ingreso destinado a cubrir la provisión de fondos no se produjo hasta la mañana del sábado 27. El responsable dé esta agencia tuvo en cuenta, pues, que los bancos no abren por la tarde, limitación que sin duda impidió realizar la operación en el momento inmediato sucesivo a la contratación, vía telefónica, de nuestros servicios.

A las 18,00 horas del día señalado, el sujeto abandonó las oficinas de una empresa de «consulting» situada en la confluencia de las calles Islas Filipinas y Julio Casares, donde supuestamente trabajaba, y se dirigió en su coche al aeropuerto de Barajas. Tras dejar el automóvil en el «parking» del citado aeropuerto se dirigió a los mostradores de facturación de Salidas Nacionales, donde se encontró con una mujer de unos veintisiete o veintiocho años, morena, menuda, de larga melena, con la que al parecer había concertado previamente este encuentro. Se saludaron con un beso que, más que familiaridad, denotaba la existencia de una relación íntima, aunque esporádica, y tomaron el avión de las 20,30 que cubre el trayecto Madrid-Alicante. El avión, en principio, estaba completo y este investigador soportó una lista de espera siendo embarcado finalmente en el último momento.

Durante el corto vuelo al destino señalado, el sujeto objeto de la investigación y su acompañante, tras cerciorarse de que en los asientos cercanos no había nadie conocido, mantuvieron una actitud cariñosa que no cesó hasta tomar tierra. Una vez en Alicante, alquilaron un coche dirigiéndose en él a un hotel situado en la playa, a unos 20 kilómetros al norte de la ciudad, donde pernoctaron las noches del viernes, sábado y domingo y en una de cuyas habitaciones -la 334- pasaron la mayor parte del tiempo, pues sólo salían al atardecer para pasear por la playa, recluyéndose después en su habitación, donde solían cenar y comer, además de desayunar. Durante estos paseos no era infrecuente que el sujeto objeto de la investigación liara un cigarrillo, suponemos que de hachís, que se fumaba solo, pues observamos que su acompañante, pese a los requerimientos del sujeto, no quiso hacer uso de la droga que se le ofrecía en ningún momento.

La mañana del domingo, por alguna razón, el sujeto pasó algún tiempo solo en la recepción del hotel. Una hora aproximadamente. La dedicó a la lectura de un libro que guardó en el bolsillo de la chaqueta cuando ella bajó de las habitaciones. Parecían dispuestos a acudir a algún otro sitio pero, ya en la calle, tuvieron una discusión y regresaron al hotel encerrándose hasta el atardecer en la habitación. No fue posible recoger los términos de la mencionada disputa, puesto que la premura con que fue encargado este seguimiento impidió al investigador dotarse de micrófonos direccionales y otros sofisticados medios que, aunque encarecen esta clase de investigaciones, permiten matizar mejor nuestros informes. En cualquier caso, dada la experiencia del investigador, no dudamos en afirmar que se trató de una discusión amorosa, característica en las situaciones de infidelidad conyugal por la doble presión -social y de conciencia- que padecen los adúlteros, incluso cuando llevan a cabo su delito en lugares alejados de su residencia habitual, como es el caso.

Regresaron a Madrid el lunes, en el vuelo de las 7.50 de la mañana, separándose al llegar al aeropuerto de Barajas, donde se dio por concluido el seguimiento. El sujeto tiene unos cuarenta y cinco años, viste bien y pagó la cuenta del hotel con tarjeta de crédito, lo que en las situaciones de adulterio no es habitual, a menos que su esposa no ejerza control alguno sobre su cuenta bancaria. Claro que la casada podría ser ella, aunque ambos portan en donde es costumbre alianza matrimonial.

Se adjunta foto instantánea de uno de sus paseos, ya descritos, por la playa. El hotel se llamaba Tropical.

Elena introdujo la foto y el informe en el bolso, pagó la consumición y salió. La tarde continuaba despejada aunque el sol comenzaba a declinar. Bajó por la calle Espasa hacia Corazón de María y llegó hasta el portal donde vivía su hija, pero después de dudar un instante siguió andando. La primavera y el informe habían producido en su cuerpo un optimismo liberador. Llegó hasta López de Hoyos y tomó un taxi para volver a casa.

Su marido ya había llegado. Intercambiaron unas frases de afecto y se fumaron juntos un canuto.

– ¿Cómo fueron las cosas el domingo? -preguntó Enrique.

– Bien -respondió Elena, que se había sentado en la butaca de su madre-. Me tocó la butaca y el reloj.

– No está mal -sonrió su marido-. Además, quedan muy bien ahí. Siempre me gustaron las campanadas de este reloj.

– Las campanadas y el tictac -añadió Elena.

– El tictac también -concedió Enrique.

Elena esperó a que el hachís focalizara sus efectos en la nuca, o quizá en la frente, y preguntó: ' -¿Tuerces que somos vulgares?

Enrique pareció ponerse en guardia, pero Elena calculó por el brillo de sus ojos y por el descenso que habían sufrido sus párpados que el canuto había comenzado a hacer estragos en su inteligencia. Finalmente respondió:

– Tú nunca has sido vulgar.

– Te pregunto por nosotros, no por mí. -No hemos sido vulgares gracias a ti.

– ¿Tú eres vulgar entonces?

– Yo quiero ser vulgar desde hace mucho tiempo -respondió Enrique con un tono que estaba entre la amargura y el resentimiento.

– ¿Porqué? -insistió Elena. -Porque deseo ser feliz.

Elena se levantó y se dirigió al mueble bar. Evitó la botella de coñá y cogió una de whisky. Le ofreció uno a Enrique. Estuvo a punto de confesar el descubrimiento del diario de su madre, pero pensó que su marido no merecía esa confidencia. Volvió a sentarse en la butaca, dio un par de sorbos y habló dirigiéndose al techo:

– Esta noche he descubierto por qué no soy vulgar. Verás, de pequeña soñé que hacía un hoyo en la playa y descubría una moneda. Pensé que si conseguía mantener el puño cerrado, con la moneda dentro, al amanecer seguiría en mi mano. Cuando desperté había desaparecido, pero esa misma mañana, en la playa, cavé un hoyo y volví a encontrarla. Por eso no me he sometido, como mis hermanos, a las imposiciones de la realidad, porque todavía creo que los sueños son realizables.

– Eso fue una casualidad -respondió

Enrique al tiempo que se incorporaba y encendía la televisión-. Voy a ver las noticias.

Elena permaneció en la butaca con las piernas cruzadas, apurando su whisky, hasta que sintió hambre. Entonces se incorporó y fue a la cocina con la intención de prepararse un bocadillo.

Cinco

A lo largo de los días siguientes la primavera alcanzó un grado de penetración que influyó en el espíritu de Elena. No era infrecuente que por las tardes se nublara e incluso que llegara a llover con la violencia de lo que no dura, pero las mañanas eran soleadas. Elena se sentía mejor, aunque no ignoraba que se trataba de un equilibrio muy precario. Sus síntomas, sin desaparecer, se habían atenuado y la presión de aquella fuerza desconocida sobre el intestino sólo actuaba bajo los efectos del hachís. En general, su cuerpo parecía recorrido por pequeños desarreglos fantasmales, como si la enfermedad buscara un lugar apropiado en el que asentarse y durar. Fue al médico en un par de ocasiones, pero acudió sin fe y no llegó a hacerse los análisis que le recomendaron.

En ocasiones recordaba el suceso de la guardería y pensaba que en aquellos momentos había llegado a la frontera de algo sin retorno, pero el hecho de haber sabido detenerse en el límite le daba una seguridad que a veces le parecía gratuita y a veces no. Como pasaba mucho tiempo en casa, decidió despedir a la asistenta, pues comenzó a parecerle un testigo incómodo, una presencia molesta que se movía por el hogar como la enfermedad por su cuerpo: sin producir grandes estragos pero haciéndose sentir en cada uno de los órganos, en cada una de las habitaciones por donde pasaba, como un dolor que se oculta temporalmente bajo los efectos de un fármaco, pero cuya presencia -aunque escondida- posee cierta capacidad de actuación. La casa, sin la asistenta, sufrió un deterioro perceptible, pero Enrique no dijo nada aunque comenzó a mirar con cierta aprensión las camisas apresuradamente planchadas por su mujer.

Elena había telefoneado a la agencia de detectives a los pocos días de aquel primer informe. Cogió el teléfono la misma persona de la vez anterior, con quien mantuvo una conversación estimulante.

– Su informe -dijo Elena- nos pareció bien, aunque excesivamente descriptivo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó la voz. -Hablaba mucho de los movimientos de

la persona investigada, pero no entraba a valorar sus actitudes. Por ejemplo, cuando el informe dice que el sujeto objeto de la investigación leía un libro, nosotros queremos saber qué libro leía. Nos interesan cosas de su carácter y no sólo una relación de movimientos. El informe, por ejemplo, acierta cuando se atreve a aventurar que la disputa entre los supuestos adúlteros es de carácter amoroso. ¿Me comprende?

– En principio -respondió la voz algo insegura- nuestro trabajo no consiste en emitir juicios; no obstante, si seguimos adelante con la investigación, hablaré con el detective para que sea más explícito.

– No queremos que sea más explícito, queremos que sea más atrevido, aunque el investigador se implique personalmente en lo que cuenta. Un detective no es sólo una voz; tendrá cuerpo y edad y sentimientos respecto a lo que ve. ¿Comprende?

– Podemos intentarlo -añadió la voz con un tono de seguridad que sonaba a hueco.

Elena encargó entonces un informe global sobre Enrique que recogió a los pocos días en el apartado de correos. Lo leyó en la cama, con placer, a la hora de la siesta. Decía así:

El sujeto objeto de la investigación tiene cuarenta y seis años, los mismos que este investigador, aunque podría aparentar cuarenta y uno, al contrario que este investigador, que representa cuarenta y nueve. Se llama Enrique Acosta Campos y es directivo de una empresa de «cónsulting» que ha cambiado tres veces de nombre en los últimos cinco años sin modificar por eso su domicilio social. Todo parece indicar que se trata de una empresa fantasma, ligada a determinados círculos del poder, político, que tras efectuar operaciones de gran envergadura económica desaparece para emerger al poco bajo unas nuevas siglas. En el último año han hecho dos operaciones importantes, una con el Ministerio de Industria y otra con el de Sanidad y Medio Ambiente. En ambos casos se trató de estudios de mercado, o algo parecido, a los que este investigador no ha tenido acceso. En el caso de que nuestro cliente necesitara más información sobre esta empresa, que ahora se llama Nuevos Mercados, S.A., sería preciso subcontratar los servicios de una agencia especializada, pues ya decimos que posee numerosas ramificaciones -algunas de ellas con una multinacional de publicidad- difíciles de probar y a través de las cuales el dinero circula de forma subterránea hasta desaparecer, aunque ignoramos dónde y en qué cantidades. El sujeto llamado Enrique Acosta vive bien, aunque sin ostentaciones, y pasa mucho tiempo de su jornada laboral en la calle, realizando contactos que lo llevan de un ministerio a otro. Es posible que tenga intereses económicos en Venezuela y México, adonde ha viajado con alguna frecuencia en los últimos meses. Raro es el día que no tiene un almuerzo de trabajo, siempre en restaurantes de élite frecuentados por empresarios y políticos.

Está casado con Elena Rincón Jiménez, de cuarenta y tres años, los que representa. Se trata de una mujer delgada, frecuentemente ojerosa, de la que apenas conocemos relaciones. Pasa mucho tiempo en casa, aunque en otro tiempo trabajó en el área creativa de una pequeña empresa de publicidad, ya desaparecida, que debió de ser filial de la de «Consulting» que entonces dirigía su marido. En cualquier caso la mencionada Elena Rincón abandonó su trabajo antes de que esta empresa cerrara por quiebra aparente y posiblemente por razones de orden personal que no nos ha parecido de interés averiguar por el momento, aunque, como ignoramos a qué fines va dirigida esta investigación, es posible la comisión de errores en la valoración de lo que es importante y lo que no.

Ambos cónyuges poseen cuentas bancarias separadas, aunque la tal Elena no parece tener ingresos regulares, excepto los derivados de una serie de paquetes de acciones de diversas empresas cedidas posiblemente por el mencionado Enrique Acosta. En la cuenta de Elena Rincón se ha producido recientemente un ingreso sin cuantificar que procede de la venta de un piso que perteneció a su madre, ya fallecida.

Las relaciones entre ambos cónyuges son aparentemente de libertad e independencia mutuas. De hecho, él lleva una vida amorosa bastante irregular, aunque últimamente parece haber alcanzado algún grado de estabilidad sentimental con su secretaria. Es consumidor habitual de hachís y posiblemente de cocaína, pero combate estos excesos acudiendo regularmente a un gimnasio cercano a su despacho donde practica los cuidados corporales de moda.

El matrimonio tiene una hija de veintidós años, llamada Mercedes, casada desde hace dos años y con residencia en Madrid. La mencionada Mercedes Acosta apenas se relaciona con su madre, pero se ve frecuentemente con su padre, de quien recibe dinero de forma más o menos habitual, y con quien parece mantener unos lazos de afecto que no guardan relación, en apariencia, con estas ayudas económicas. Por cierto, el libro que leía Enrique Acosta en Alicante se titulaba La Metamorfosis.

Elena había guardado el informe en el cajón de la mesilla, junto al diario de su madre y después había intentado dormir inútilmente. Estaba excitada y divertida por el horizonte que se abría ante su vida con esta investigación. Dio varias vueltas en la cama y al cabo se incorporó y tomó el último cuaderno -el numerado con el seis- del diario de su madre. Había pensado leer el final, pero decidió no hacerlo, como si todavía no hubiera llegado el momento, como si se encontrara inmersa en una cadena de sucesos significativos en los que era importante conservar la calma y atender cada cosa en su momento para que en el orden de la cadena no se produjera ninguna disfunción. Guardó, pues, el cuaderno en la mesilla y encendió un cigarro que saboreó lentamente, observando el juego de luces que el reflejo de la ventana producía en el techo. Era indudable que pensaba, pero su cabeza, más que producir ideas, elaboraba el cauce por el que éstas deberían discurrir en el futuro inmediato.

A eso de las seis de la tarde se levantó con idea de telefonear a la agencia de detectives, pero antes de hacerlo se fumó un canuto, pues quería mostrarse especialmente desinhibida a lo largo de la conversación.

Por alguna razón, los efectos del hachís tardaban en aparecer, por lo que Elena les facilitó la circulación con un whisky. Tras el primer sorbo sintió una plenitud corporal no exenta de cierto sentimiento omnipotente y se sentó junto al teléfono del salón, con el vaso y el cenicero a su derecha, sin dejar de observar el reloj y la butaca de su madre que estaban frente a ella. El vacío aparente de la butaca le sugirió la idea de una ausencia escandalosa, aunque temporal. Faltaba, efectivamente, un nexo que la uniera al reloj, pues ambos objetos se relacionaban mal entre sí sin el volumen/le la madre, como si los tres hubieran formado una unidad indisoluble y misteriosa, del mismo tipo que la formada por las tres personas de la Santísima Trinidad, misterio en el que, sin embargo, no había llegado a creer su madre.

Cogió el teléfono el sujeto de siempre y Elena, tras identificarse y saludar, fue directamente al grano.

– El último informe -dijo- está más en la línea de lo que necesitamos, pero aún habría que corregir algunas cosas.

El sujeto que estaba al otro lado de la línea respiró con ansiedad y Elena comprendió que estaba entregado.

– Es muy difícil -respondió finalmente la voz- emitir un informe cuyos fines se ignoran. No es lo mismo, por ponerle un ejemplo, realizar un informe económico-financiero de una persona o una institución, que llevar a cabo una investigación de adulterio dirigida a la tramitación de un divorcio. Los investigadores necesitamos un «briefing», que dirían en el mundo anglosajón, para que nuestros informes sean a la vez concisos y eficaces, que vayan al corazón del asunto, en resumen. Por eso nos ayudaría mucho tener una entrevista personal con el cliente.

– Ya le he dicho que eso no es posible -respondió Elena en un tono que pretendía ser tajante, pero que le salió seductor-; sin embargo, le aclararé algunos extremos que quizá le ayuden, en el caso, naturalmente, de que todavía les interese este trabajo.

La voz se apresuró a confirmar su interés y Elena sonrió en dirección a la butaca de su madre. Posiblemente, pensó, había ido a llamar a una agencia en la que sólo había un detective, que también la dirigía, y que ahora estaba al otro lado del teléfono dispuesto a hacer cualquier cosa para no perder a aquel cliente fantasma que empezaba a proporcionarle unos ingresos regulares.

– Nos han gustado algunos detalles del último informe -continuó Elena-, como el hecho de que el investigador revele su propia edad, pero no nos gusta ese tono impersonal que todavía sigue utilizando con tanto «nosotros creemos, nosotros pensamos», que parece el Papa más que un sujeto de carne y hueso. En el futuro que emplee el «yo» y que piense que le cuenta las cosas, no sé, a un amigo y no a un consejo de administración. ¿Entiende lo que le quiero decir?

– Sí, señora -dijo la voz con un perceptible toque de rencor en el tono.

Elena decidió disminuir la tensión: -No me entienda mal -añadió-, los informes son muy buenos, están muy bien escritos, pero falta la voz de un narrador personal, de un ser humano que opine sobre lo que oye o ve.

– ¿Le gustaron entonces los informes? -preguntó la voz necesitada de un estímulo.

– Están muy bien, ya se lo he dicho; hay en ellos una gran pulcritud sintáctica, pero son excesivamente contenidos, como si el investigador, que, no lo olvidemos, es el que narra, estuviera apresado en el interior de un corsé lleno de fórmulas y frases hechas de las que no pudiera desprenderse. Por ejemplo, en el último informe la figura de la mujer (Elena Rincón, creo que se llama) queda un poco desdibujada. El caso es que tiene un acierto enorme al describirla como una mujer ojerosa, pero no sabemos si eso es un atributo facial o el resultado de una mirada atormentada. Tampoco sabemos cómo viste o si parece feliz o si se siente sola.

– Es que esas cosas -pareció disculparse la voz- pertenecen al terreno de la subjetividad, compréndalo.

– Compréndalo usted -respondió Elena sorbiendo apuradamente un poco de whisky-, porque se trata de eso, de ser subjetivos, tremendamente subjetivos.

En ese instante, en el reloj del péndulo comenzaron a sonar los cuartos correspondientes a las siete de la tarde. Elena dirigió el auricular del teléfono hacia el lugar de la pared donde estaba situado el reloj y cuando cesaron las campanadas habló de nuevo:

– ¿Ha oído usted eso?

– ¿Las campanadas? -preguntó la voz. -Las campanadas, sí. Pertenecen a un

hermoso y distinguido reloj de péndulo que a su vez está situado en un salón palaciego desde el que hablo con usted recostada en un diván de cuero. El reloj, el salón y el diván pertenecen a la persona para la que usted y yo trabajamos, cada uno en su sitio y desde sus funciones específicas. Le puedo asegurar que su cliente, mi jefe, es tremendamente generoso cuando se le sabe dar lo que pide y lo que le pide a usted es subjetividad. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -respondió decidida la voz, que pareció haber entendido y asumido a la vez con satisfacción la demanda.

– Otra cosa -añadió Elena-, no pierda usted el tiempo investigando los miserables negocios de Enrique Acosta; conocemos de sobra la situación. Háganos un informe, que no tiene por qué ser largo, pero sí jugoso, de su pasado y, más que de su pasado, de cómo ha llegado hasta donde está. Entiéndame: no describa más de lo necesario, interprete lo que es importante.

Cuando colgó el teléfono, la satisfacción desbordaba los límites de su piel. La combinación del hachís y el whisky, por primera vez en mucho tiempo, no había producido en su cuerpo ningún efecto desastroso. Encendió un cigarro y fue a sentarse en la butaca de su madre con idea de comenzar a leer allí una novela, pero estaba poseída por un grado de excitación que le impedía centrarse en la lectura. Abandonó el libro y se limitó a escuchar el tictac del reloj. La realidad había perdido el aire mortuorio de los días que precedieron y siguieron al fallecimiento de su madre. A través del ventanal de la terraza entraba una luz limpia y azul que sugería la presencia del mar. De súbito, Elena sintió que el reloj, la butaca y ella misma formaban un círculo y comprendió oscuramente que su miedo de los días pasados no provenía de la posibilidad de encontrarse con su madre en la butaca, sino de convertirse ella misma en su propia madre atraída por aquel conjunto en el que ella, en aquellos momentos, actuaba de cópula o unión. La idea, en la que no dejó de reconocer un aspecto siniestro, no produjo ninguna impresión inmediata en sus visceras, quizá porque se hallaba en el momento más alto que la combinación del hachís y el whisky solían producirle. Por el contrario, pensó con cierto afecto en su antípoda y se felicitó por los instantes de placer que sin duda le había proporcionado a lo largo de la conversación con el detective.

Su marido llegó a las nueve y fumaron un canuto juntos en la cocina antes de cenar. Era frecuente que no hablaran, pero en sus silencios nunca había tensión o había desaparecido hacía muchos años.

– ¿Has visto a Mercedes? -preguntó Elena.

– ¿Porqué? -respondió Enrique.

– Sé que os veis con frecuencia a mis espaldas y no me importa.

– No nos vemos a tus espaldas -dijo Enrique con gesto de cansancio-. Parece que hables de una amante más que de una hija. Mantenemos simplemente una relación que entre vosotras no ha sido posible.

– ¿Por mi culpa?

– No culpo a nadie, digo lo que pasa.

– ¿Qué piensa Mercedes de mí? -Deberías preguntárselo a ella, pero yo

creo que en vuestra relación tú has puesto siempre un punto de distancia, de frialdad, que os ha alejado. Por ejemplo, sabes que adoraba a tu madre, que fue una buena abuela, y ni siquiera fuiste a su entierro.

– No me encontraba bien -respondió Elena endureciendo el gesto.

Enrique no añadió nada. Desde el salón llegaron, difuminadas, las campanadas del reloj de péndulo que subrayaron el silencio tenso de los últimos minutos. Elena intentó cambiar de tono. Dijo:

– Por cierto, llevo varios días buscando La Metamorfosis, de Kafka, en la biblioteca. Ha desaparecido.

– La tengo yo en el despacho. He terminado de leerla, pero se me olvida traerla todos los días.

– ¿Cómo te ha dado por volver a leer eso a estas alturas?

Enrique sonrió antes de responder: -Pensé hace poco que siempre la había leído desde el lado de la víctima y decidí hacer una lectura desde el otro lado, intentando ponerme en el punto de vista de los padres del insecto, de su jefe, de su hermana.

– ¿Yeso?

– Bueno, tuvo que ver con algo más complicado. Estuvimos en la oficina haciendo un proyecto de remodelación de un barrio periférico para el Ministerio de la Vivienda y cuando fui allí y vi las condiciones de vida de la gente me acordé de la lucha de clases y todo eso. Esa noche, después de fumarme un canuto, comprendí que, en otro tiempo, siempre que hablábamos de la lucha de clases lo hacíamos desde el punto de vista de los perdedores. Sin embargo, yo, personalmente, había ido ganando esa lucha en los últimos años, pero todavía hablaba como si viviera en un barrio periférico. Entonces decidí reconvertirme.

Elena puso la ensalada sobre la mesa, miró a Enrique como si tratara de reconocerle o como si buscara en su rostro algún rasgo de una imagen perdida. Finalmente dijo:

– Eres un cínico.

Y eso fue todo.

Seis

En los días siguientes Elena pareció perder el miedo a la butaca. Tomaba en ella el primer café de la mañana, bajo el tictac y las campanadas del reloj, que medían el ritmo bajo cuya ley temporal se desarrollaba una oscura cadena de significados de duración y objetivo imprevisibles. Una trama que concernía a su existencia parecía organizarse a sus espaldas. Aunque no exactamente a sus espaldas, sino en el lado más oscuro de su vida.

En aquella butaca leyó también el tercero de los informes encargado a la agencia de detectives. Decía así:

La vida de Enrique Acosta Campos podría merecer tres líneas o cien folios, depende del lugar en el que uno se coloque para contarla, de lo que paguen por ese relato y del valor simbólico que le atribuyamos. Este investigador, por razones de inclinación personal y del tipo de trabajos que ha realizado hasta el momento, tiende a situarse en sus pesquisas en el lugar más silencioso del tinglado, en un espacio mudo, por decirlo así. A ese lugar las actitudes y las voces llegan con una claridad insospechada; es esa claridad la que permite hacer informes objetivos, limpios de la confusión que producen los afectos.

Digo esto porque la desconcertante petición de mi cliente, que me exige ser subjetivo y, por tanto, apasionado, me sitúa frente a mis propios intereses de orden, digamos, intelectual. Quizá el término intelectual pueda parecer excesivo para el tipo de cultura que normalmente se atribuye a quienes realizamos esta clase de trabajo. Pero en mi caso es así y no voy a mentir en aras de una objetividad que no me pagan. Soy un criminalista fracasado, pero un criminalista al fin. He realizado numerosos estudios relacionados con esta materia y tengo algunos escritos que quizá algún día alcancen la gloria de la imprenta, el honor de la letra impresa. Otros con menos merecimientos lo han logrado.

Pues bien, esa contradicción, en principio profesionalmente dolorosa, pero inevitable, puesto que tengo que ganarme la vida, ha iluminado un poco mi existencia, pues me ha colocado frente a un hombre, Enrique Acosta, que en muchas cosas es mi negativo, mi contrario.

Yo podría decir que este sujeto, objeto de la investigación en curso, pertenece a una familia de la clase media de aquellas que alcanzaron cierto nivel económico en los sesenta. Podría añadir que estudió Derecho, en cuya Facultad conoció a la que hoy es su esposa, Elena Rincón, y que participó activamente en los movimientos estudiantiles de la época llegando a militar en un partido de izquierdas hoy desaparecido o deglutido, quizá, por los partidos que en la actualidad ocupan el poder o su periferia.

Podría seguir en ese tono, averiguar datos, fechas, nombres y levantar una biografía coherente o no, pero avalada por certificados o situaciones concretas, reseñables, que darían cuerpo y garantía a este informe. Podría añadir incluso que quizá fuimos compañeros, porque tenemos la misma edad, aunque aparento más, y también yo estudié Derecho en aquellos años, aunque he de reconocer que iba algo retrasado, pues inicié el bachillerato en una edad tardía y tuve que alternar mis estudios con diversos trabajos que no me dejaron mucho tiempo para las relaciones personales.

Pero nada de ello es necesario si mi cliente insiste en que sea subjetivo. En mi opinión, y si eso es lo que quieren saber quienes me pagan, este sujeto, que hoy podría vivir en un chalet adosado si no fuera porque odia las plantas, jugó a la revolución en su momento y después, como tantos otros, se fue adaptando poco a poco a sus necesidades gastronómicas y sexuales. Sin ninguna ruptura, en una transición imperceptible y lenta que lo condujo a los aledaños del poder donde hoy se encuentra confortablemente instalado. Conozco bien a estos tipos, dejaron tirados en el camino a sujetos como yo, que -preciso es confesarlo- carecimos de la inteligencia precisa o la falta de escrúpulos necesarios para darnos cuenta a tiempo de lo que iba a suceder. Para ellos ser detenidos era una insignia, algo así como una herida de guerra, pero para mí supuso tener que abandonar la carrera y mi verdadera vocación criminalista para la que, por naturaleza, me sentía dotado. Me hicieron la revolución, como quien dice, y luego se largaron a ocupar despachos y consejos de administración y direcciones generales desde las que han perdido la memoria de la gente como yo. Son lo que fueron siempre, unos señoritos, pero conservan de aquel paréntesis de sus vidas el gusto por el hachís o por la cocaína, o por unas músicas que yo no entiendo, porque piensan que eso todavía les hace diferentes. Afortunadamente, algunos de ellos han agarrado un cáncer o un SIDA que les hace sudar en clínicas de renombre internacional donde cuidan su muerte como en otra época lamían su imagen. Son unos cabrones, unos hijos de puta, y Enrique Acos-ta es el mayor de todos ellos, mi enemigo. Esto es subjetividad y lo demás son cuentos. Vale.

En cuanto a Elena Rincón Jiménez, su esposa, tiene una historia parecida, en mujer, claro está. Por cierto, sus ojeras son sin duda el resultado de la ingestión de drogas, aunque sería aventurado decir qué clase de drogas y por dónde se las mete. Sale poco, pero cuando sale no va a ningún sitio y se pone gafas de sol para ocultar la dilatación anormal de sus pupilas. Hace poco ha despedido a su asistenta, con la que este investigador ha entrado en contacto sin obtener de ella informaciones muy precisas, pues se trata de una mujer de poca cultura y escasas dotes de observación. Elena Rincón podría ser una mezcla de ama de casa contemporánea y mujer liberada que no soporta las imposiciones de un trabajo regular. Su modo de vestir no es espectacular, pero tampoco sencillo. Utiliza un tipo de ropa cara que parece más barata de lo que en realidad es. Curiosamente, no pretende parecer más joven.

Elena se quedó momentáneamente perpleja, como si le hubiese estallado entre las manos un artefacto diseñado por ella pero destinado a otro. Permaneció durante un tiempo incalculable observando la luz del ventanal, ejercitando la pierna derecha, que colgaba sobre su muslo izquierdo, en un movimiento pendular que seguía el ritmo del tictac del reloj situado por encima de su cabeza. Atardecía ya y las escasas nubes, desgarrándose como pequeñas bolas de algodón podrido, adquirían un color ro-sáceo que sugería la existencia de una enfermedad. Cuando llegó Enrique continuaba en la misma postura, pero tuvo tiempo, antes de que entrara en el salón, de ocultar el informe y recomponer los rasgos de su cara.

Su marido lió un canuto y se lo ofreció, pero Elena lo rechazó.

– ¿Y eso? -preguntó Enrique. -Últimamente no me sientan bien.

– ¿Vuelves a tener problemas con tu aparato digestivo?

– Con el digestivo exactamente no -respondió Elena-. Se trata de algo más general. Cuando fumo, no controlo las imágenes.

– ¿Qué imágenes?

– Las imágenes de mi vida, lo que fui, lo que soy, lo que seré de vieja, si todavía puedo hablar como si fuera joven.

– Pasas mucho tiempo en casa -sonrió Enrique.

– Te asustan estas conversaciones, ¿verdad?

Enrique se había tumbado en el sofá, con la mano izquierda en la nuca y la derecha en el porro, mirando a Elena, que continuaba sentada en la butaca de su madre. Enrique sonrió, parecía muy joven aquel día.

– No, mujer -dijo-, a mí me asustan ya muy pocas cosas. Me preocupas tú, el modo en el que vives, el que hayas dejado de ver a los amigos, tu aislamiento, esa manía de darle tantas vueltas a las cosas… -Miró el reloj y puso cara de fastidio-: Tengo esta noche una cena horrorosa; tendría de cambiarme.

– Te he planchado la camisa rosa.

– Gracias, me apetece ponérmela.

Enrique se levantó, apagó el canuto y se dirigió al dormitorio. Elena le siguió y se sentó en el borde de la cama, observándolo. Al fin dijo:

– ¿Qué te da el hachís ahora, al cabo de los años?

– Menos que entonces, pero todavía le saco algún partido. Has de tener en cuenta que yo nunca he fumado tanto como tú. ¿Te acuerdas del año que fuimos a Marruecos? Estuviste tres días colgada viendo a Dios y al diablo y a toda la corte celestial. Siempre has tendido a apurar las experiencias muy deprisa. Yo tengo otro ritmo.

– Pero ¿qué te da?

– Perspectiva. Veo las cosas sin pasión, comprendo su trampa.

– ¿Qué trampa?

– La trampa que hay detrás de todo. Tú y yo seguimos juntos gracias al hachís; los que no lo probaron creyeron que era posible iniciar una relación distinta y ya lo ves, cayendo de pareja en pareja para repetir las mismas cosas. Me sigue ayudando mucho para hacer el amor.

– Tú y yo ya no hacemos el amor.

– Hablaba en general.

– No entiendo lo que dices de la trampa.

Enrique acabó con el nudo de la corbata y fue a sentarse en la cama, junto a Elena. Había abandonado el gesto de seguridad anterior y eso le había envejecido. Pareció pensar unos instantes, después dijo:

– Todavía no sé explicarlo y tampoco tengo mucho interés en poder hacerlo porque me basta con entenderlo intuitivamente, con el lado de la inteligencia o de las tripas encargado de entender esas cosas. Pero hay una trampa fundamental, a la que estamos sujetos, y multitud de trampas accesorias que podemos evitar o no. Yo he decidido evitar las accesorias. ¿Recuerdas cuando murió mi padre? Yo había ido a verle unos días antes y ya entonces lo mezclaba todo. Seguramente no sabía quién era ni dónde estaba. Pero hubo un instante en el que pareció reconocerme y me hizo una confesión que no diría que cambió mi vida, porque detesto esas frases de carácter transcendental, pero que fue como un veneno o una revelación que ha ido actuando en mí a lo largo de todos estos años y que el hachís me ha hecho comprender, aunque no me ha enseñado a explicar.

Elena parecía asustada, pero consiguió hacer la pregunta.

– ¿Qué te confesó?

– Me dijo que el día anterior se había masturbado y que para hacerlo recurrió a la misma fantasía utilizada la primera vez que lo hizo. Después quedó callado unos instantes y añadió: «En realidad siempre he utilizado la misma fantasía, con ligeras variantes». ¿Te das cuenta? ¿Cuántas veces se masturba uno a lo largo de su vida? ¿Miles? ¿Cientos de miles? ¿Millones? No lo sé, pero sí sé que cada vez que lo hace cree repetir una experiencia única, diferente, cuando la verdad es que permanecemos atados a la misma obsesión desde el principio. No sé lo que esto significa, pero sí sé que introdujo en mi vida un factor de conocimiento que antes no estaba y que me ha ayudado a alcanzar algún tipo de acuerdo conmigo mismo, con mis contradicciones y deseos.

– No te entiendo -dijo Elena como si no le hubiera escuchado.

– Te lo diré de otro modo: aquella confesión me hizo mayor de golpe y en el peor sentido de la palabra, en el único en el que realmente se puede ser mayor.

Cuando Enrique salió de casa, Elena se sentó en la butaca y comenzó a llorar, aunque no se sentía en posesión de ningún dolor moral o físico que lo justificara; se trataba más bien de un descanso, como si su organismo hubiera decidido bajar temporalmente las defensas y permitirse el lujo de una deflación, de una caída destinada a acumular energías. Pensó que quizás el llanto estaba cumpliendo la función que días o meses atrás cumplían los desmayos, de los que por lo general salía fortalecida. Cuando cesó el llanto, se acordó, por costumbre, de la cena, pero no tenía ganas de comer. Pensó entonces que tenía frente a sí la posibilidad de liar un canuto y quedarse dormida en la butaca, viendo la televisión, hasta que regresara su marido, pero asoció esa posibilidad al coñá y los ansiolíticos de su madre, y también al informe del detective. Decidió no hacerlo. En realidad, no se trataba de una decisión propia, pues parecía provenir de una voluntad ajena, aunque ligada a la suya por unos lazos invisibles.

Pensó con un toque de ironía que quizá se lo debía a su antípoda que por alguna razón a estas alturas de la vida había decidido comenzar a cuidarla, a cuidarse. Lo cierto es que los efectos del hachís tan deseados ayer mismo parecían indeseables hoy y todo había sucedido de un modo aparentemente gratuito y simple, como el resto de las cosas de la vida.

Decidió irse a la cama y leer hasta que las palabras atrajeran el sueño. Una vez acostada, tuvo un recuerdo, igualmente gratuito, para Gregorio Samsa, a quien tanto había amado en otro tiempo, y pensó que durante los últimos años también ella había sido un raro insecto que, al contrario del de Kafka, comenzaba a recuperar su antigua imagen antes de morir, antes de que los otros le mataran. El pensamiento consiguió excitarla, pues intuyó que si conseguía regresar de esa metamorfosis las cosas serían diferentes, pues habría salido de ella dotada de una fortaleza especial, de una sabiduría con la que quizá podría enfrentarse sin temor a los mecanismos del mundo o a quienes manejaban en beneficio propio, y contra ella, tales mecanismos.

Iba a coger una novela que llevaba meses sobre la mesilla, pero un impulso en el que ya no había miedo, sino deseo de saber, la condujo a abrir el cajón del mueble y tomar de allí uno de los cuadernos del diario de su madre. Como siempre, buscó al azar lo que parecía el comienzo de un episodio y leyó:

Sólo en una ocasión fui al extranjero y por eso tuve la oportunidad de vivir en un hotel. Acompañé a mi marido a una ciudad de Francia que se llama Burdeos, adonde su empresa lo había enviado para que supervisara unos trabajos propios de su especialidad. Sólo estuvimos allí dos días y yo permanecí todo el tiempo en el hotel, que era muy bueno y por el que no sabía cómo moverme. La primera noche mi marido tuvo que salir para hacerse cargo de unos compromisos sociales en los que yo no estaba llamada a participar. Recuerdo que me puse el camisón especial que me había llevado y esperé a mi marido estudiando las características de la habitación y revisando un libro de francés de una de mis hijas, que había metido en la maleta para aprender algunas frases de ese idioma. El camisón era un poco provocador porque yo pensaba que estar en el extranjero era como ser otro y que allí podríamos comportarnos como otros, como si estuviéramos acostumbrados a viajar por las diversas partes del universo mundo arrastrando la vida un poco licenciosa que llevan esas gentes que se mueven tanto y con tanta naturalidad. En un momento dado fui al cuarto de baño para mirarme en el espejo, porque el cuarto de baño tenía un espejo muy grande y sin defectos iluminado por multitud de luces blancas, tan blancas y brillantes como el resto de los aparatos sanitarios (el lavabo, el bidé, la bañera, la taza del váter) que más que aparatos sanitarios parecían muebles de lo bonitos que eran. Aunque lo que iba a hacer me pareció un pecado, comencé a hacerlo.

Me puse frente al espejo, me retoqué el pelo, me lavé los dientes y después me bajé los tirantes del camisón y me descubrí los senos, que han sido la parte más apreciada de mi cuerpo. No eran como los de entonces (llamo entonces a mi juventud), pero no carecían de atractivo. Me llevé las manos a ellos, a su base, para elevarlos un poco, y noté un bulto extraño en el derecho. Creo que empecé a sudar de miedo y que ya estaba a punto de desmayarme cuando conseguí sentarme en la taza del retrete donde me subí los tirantes y comencé a mirar los dibujos de la cerámica que había en las paredes. Pensé entonces que quizá había sido una sensación falsa, pero no me atreví a comprobarlo. Luego pensé en la calidad del bulto, en su tamaño (era como una naranja pequeña o una mandarina) y me consolé con la idea de que quizá llevaba allí muchos años creciendo con tanta lentitud que yo ni me había dado cuenta, pues nunca antes de salir al extranjero me había atrevido a tocarme los pechos de ese modo. Podría seguir, por tanto, muchos más años y yo no volvería a tocarme los pechos ni a viajar fuera para no darme cuenta y a lo mejor lo olvidaría y me haría muy vieja antes de que el bulto creciera demasiado.

Cuando logré calmarme un poco, me coloqué otra vez frente al espejo, me bajé los tirantes y, sin tocarlos, los observé detenidamente y comprobé que el pezón derecho estaba ligeramente retraído, como si una fuerza interior lo atrajera hacia sí. Dios mío, qué miedo tuve. Cuánto miedo cabe en un cuerpo humano, sobre todo en el cuerpo de una mujer, porque los hombres están hechos de otro modo, con menos complicaciones que nosotras, por eso viajan y hacen cosas prohibidas sin que llegue a sucederles nada.

Permanecí durante mucho rato en el cuarto de baño, sin llegar a desmayarme, aunque tengo cierta facilidad para ello, sobre todo desde que Elena, mi antípoda, se ha dado al alcohol y a las pastillas. Tuve un pensamiento extraño que quizá perteneciera a mi antípoda, que estaría en ese instante en otro hotel contrario al mío temblando de miedo como yo. Pensé que en los cuartos de baño de los hoteles es relativamente fácil establecer un pacto con la locura. Todo brilla y está tan limpio y todo está dotado de unas curvas tan suaves que la locura resbala por la superficie de las cosas sin sufrir ningún daño. Además, en los cuartos de baño de los hoteles caros (las pensiones son otra cosa; ir a una pensión es como volver a casa) no hace frío aunque una esté desnuda mucho tiempo.

Cuando regresó mi marido, yo ya había realizado ese raro acuerdo que, como digo, seguramente era una cuestión de mi antípoda, aunque a mí me hizo bien, y me había acostado con los ojos abiertos. Al principio me hice la dormida, pero después de que él insistiera cedí y lo hicimos como nunca, mucho mejor que las primeras veces que éramos más jóvenes, pero no sabíamos.

Por eso me da miedo que mis hijas viajen al extranjero y vayan a hoteles, sobre todo Elena, con ese marido que la ha metido en cosas de política, que ella no entiende.

Elena cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de la mesilla, junto al resto del diario y los informes del detective. Sudaba de un modo anormal y tiritaba de desamparo o de terror. Se encogió cuanto pudo en la cama, cubriéndose con la colcha, y repitió mamá, mamá, como si fuera pequeña y acabara de padecer una pesadilla. Cuando cesó el temblor, recordó de nuevo la historia de la playa y la moneda asociándola con el encuentro casual del diario en las profundidades del dormitorio de su madre; aunque el diario era un tesoro al revés, el negativo de un tesoro, pero dependería de ella invertir esa imagen, convirtiendo los claros en oscuros y los oscuros en claros, como en ese proceso fotográfico que nos devuelve al fin la verdadera imagen de una realidad pasada, muerta, pero con capacidad de actuación sobre nuestras vidas, sobre mi vida, concluyó.

Después fantaseó con la posibilidad de caminar hasta el baño y reproducir frente al espejo los movimientos de su madre para ver si era capaz de hacerse cargo de aquel terror que el destino le había dejado como herencia, como una dura herencia que debería administrar y transmitir para no olvidar nunca sus orígenes, para recordar de vez en cuando, como ejercicio de humildad, que su cuarto de baño -tan luminoso y amueblado como el de un hotel de lujóse había levantado sobre los restos de otro cuarto de baño, desconchado y roto como el de una pensión, en el que los aparatos sanitarios no tenían otro fin que el de su uso.

Загрузка...