Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán a los cuarenta y tres años, es decir, un poco más allá del punto medio de lo que se podría considerar una vida muy larga.
Diversos acontecimientos personales de complicada pormenorización me han situado en los últimos tiempos frente a la posibilidad de controlar activamente mi existencia. Me encuentro en el principio de algo que no sé definir, pero que se resume en la impresión de haber tomado las riendas de mi vida. Es cierto que aún ignoro cómo se gobiernan y que tampoco sé en qué dirección las utilizaré cuando aprenda a manejarlas; también es cierto que todo ello me produce algún vértigo cuyos efectos tienden a concentrarse en mi organismo, en el que han comenzado a aparecer diversos síntomas que habían cesado cuando cesó, de súbito, mi adicción al hachís. Pero todo ello constituye un precio muy bajo si lo comparo con los beneficios obtenidos, todavía intangibles, como intangibles son los beneficios de una aventura a punto de iniciarse.
Escribo estas primeras líneas de mi vida sentada en una cómoda butaca de piel en la que discurrió gran parte de la existencia de mi madre. A mi espalda, en la pared, un reloj de péndulo, que también perteneció a ella, mide el tiempo, pero no el tiempo que determina la existencia de los hombres, sino el que regula la duración de mi aventura interna, de mi metamorfosis. He comprado un conjunto de pequeños cuadernos, cosidos con grapas, que se parecen mucho a los que utilizó mi madre para llevar a cabo un raro e incompleto diario que, tras su muerte, fue a parar a mis manos.
Mi vida discurre apaciblemente entre la lectura de su diario y la redacción del mío. A ello he de añadir el extraño placer que me proporcionan unos informes que yo misma he encargado realizar a un detective privado. Contraté a este sujeto, que ignora para quién trabaja, al objeto de que siguiera a Enrique, mi marido, pero muy pronto me aburrieron sus escarceos sexuales y sus trapícheos económicos, de manera que el otro día telefoneé a la agencia -sólo hablamos por teléfono- y le dije que se olvidara de Enrique Acosta y centrara sus energías en Elena Rincón, su mujer, que soy yo.
Salgo muy poco, pero me gusta que alguien me diga lo que hago cuando estoy en la calle. Así, no siempre, pero algunos de los días que abandono la casa para pasear o ir de compras, telefoneo a la agencia y digo que me sigan. Al día siguiente voy a un apartado de correos, que he contratado cerca de aquí, y recojo el informe que demuestra que hice lo que hice y no otra cosa. Como al detective le he encargado ser muy subjetivo, dice cosas de mí que yo ignoraba y eso, además de divertirme mucho, me reconstruye un poco, me articula, me devuelve una imagen unitaria y sólida de mí misma, pues ahora veo que gran parte de mi desazón anterior provenía del hecho de percibirme como un ser fragmentado cuyos intereses estuvieran dispersos o colocados en lugares que no me concernían. Tal vez por eso, entre otras cosas, no logré nunca alcanzar una adecuada comunicación con mi hija, que continúa percibiéndome como una madre fría, incapaz de llegar al núcleo de sus conflictos e incompetente para amarla. No me importa; también yo percibí a mi madre como un ser lejano y ahora resulta que es que era su antípoda. El tiempo que marca este reloj de péndulo, cuyo tictac me mece mientras redacto estas líneas, devolverá a cada uno las cosas que entregó colocando las piezas del puzzle de la vida en el lugar del que salieron cuando su imagen se quebró en pedazos.
Ayer fui a El Corte Inglés y telefoneé a la agencia para que me siguieran. Esta mañana he recogido el informe, que dice así:
Elena Rincón abandonó el portal de su casa a las 17,20 horas del día señalado para el seguimiento del que a continuación informo: vestía ropa de entretiempo, pero no llevaba medias, detalle en el que me fijé, pues suelo mirar sus piernas ya que durante mucho tiempo las ha llevado sin depilar, llegando a alcanzar su vello una longitud considerable, sobre todo en la pierna izquierda y por razones que ignoro. Confieso que llegué a pensar que podría tener alguna ascendencia turca, pues he oído que las mujeres de este país gustan de conservar el vello del que la naturaleza las dota, aunque les salga en aquellas partes del cuerpo que en el mundo occidental posee el carácter de un atributo masculino.
Pues bien, decía que me fijé en sus piernas y al tiempo de comprobar que no llevaba medias observé también que se las había depilado. Paseó, como sin rumbo fijo, hasta Joaquín Costa y desde allí bajó en dirección a la Castellana sin que en todo este tiempo realizara alguna cosa de interés, aunque es cierto que podía detectarse en su actitud general un punto de extrañeza, una actitud equívoca, como si presumiera la posibilidad de un encuentro no deseado que la sometía a ligeras vacilaciones en el modo de andar o en la elección de las calles que debían conducirla a su objetivo final: El Corte Inglés situado en el Complejo Azca. Naturalmente, esta apreciación es subjetiva, pero de eso se trata.
En El Corte Inglés pude observarla con más detenimiento, pues estos centros concebidos para grandes aglomeraciones facilitan mucho la tarea de un perseguidor por la posibilidad de diluirse entre la gente y de acercarse a la persona investigada sin despertar recelos. Además, la tal Elena se había quitado las gafas de sol al penetrar en los grandes almacenes, con lo que puso al descubierto los ojos que, como es sabido, revelan a quien sabe mirarlos intenciones, temores y deseos que por lo general pasan inadvertidos a la mayoría de la gente. He de confesar que hace años realicé un estudio basado en el modo de mirar de cinco criminales famosos y descubrí no pocos denominadores comunes entre aquellas turbias miradas que habían tenido la rara oportunidad de presenciar un crimen, el realizado por los portadores de esos ojos. Hablo, pues, del tema con conocimiento de causa.
Vi en la mirada de Elena Rincón la turbiedad característica de quien está a punto de realizar un acto contrario a su conciencia o a la conciencia de quienes le rodean. Es cierto que sus ojeras, por alguna razón, quizá de naturaleza cosmética, se han atenuado de manera notable, pero sus ojos poseen una movilidad de la que antes carecían. Pensé que quizá padeciera de esa inclinación patológica hacia el hurto de los objetos expuestos al público en establecimientos de esta clase, pues es cierto que la cleptomanía (así como la afición desmesurada a determinados juegos de azar como el bingo) constituye una enfermedad muy extendida en las mujeres de su posición. Pero aunque me acerqué a ella más de lo conveniente, no le vi introducir ningún objeto en el bolso.
Acudió después a la sección de lencería y la perdí de vista en las tres ocasiones en que, con prendas diferentes, hizo uso de los probadores. Por otra parte, tuve que mantenerme alejado ya que no es frecuente la presencia de hombres en estas zonas de las grandes superficies. Si Elena Rincón sospechara (cuestión que ignoro), que está sometida a vigilancia, bastaría que reparara en mi presencia en dos lugares diferentes para identificarme como un investigador. Debo, pues, permanecer fuera de su campo visual cuanto me sea posible.
Sin embargo, no es probable que hurtara ninguna de estas prendas íntimas, pues además de estar magnetizadas (lo que pone en marcha una alarma al pasar con ellas junto a determinados controles) suelen estar controladas por las señoritas dependientas, estratégicamente situadas a la entrada de los probadores.
Elena Rincón salió finalmente del establecimiento comercial sin haber adquirido ningún producto, lo que junto a su actividad general, ya señalada, la envuelve definitivamente en sospechas que, es cierto, carecen de dirección por el momento. He llegado a pensar si su visita a los grandes almacenes podría relacionarse con el establecimiento de algún contacto clandestino relacionado con la parte subterránea de los negocios de su marido, contacto que, por las razones que fueran, no se pudiera realizar la tarde del seguimiento. Tampoco hay que descartar la posibilidad de que el objetivo final de sus movimientos se relacionara con la recepción o entrega de drogas o de dinero proveniente de la venta de drogas. No es raro que negocios del tipo de los que maneja Enrique Acosta se utilicen para blanquear dinero obtenido en esta clase de economías sumergidas.
La averiguación de estos extremos, si mi cliente lo considera necesario, exigiría efectuar seguimientos menos esporádicos de los realizados hasta el momento y quizá algún tipo de investigación complementaria que, por su complejidad, exigiría el cobro de tarifas más altas que las establecidas para una mera vigilancia.
El seguimiento se dio por concluido a las 20,15, hora en que la tal Elena regresó andando de nuevo a su domicilio sin que en este trayecto de vuelta se produjera nada reseña-ble, a excepción de esta actitud de búsqueda, ya señalada, que se podría interpretar también como la sospecha de que está siendo sometida a vigilancia. Ello hizo extremar mis precauciones y convirtió esa tarea, aparentemente rutinaria y sencilla, en un trabajo lleno de pequeñas pero numerosas dificultades.
Pese a la firmeza de mis propósitos, llevo varios días sin acudir a este diario y eso me proporciona la rara sensación de no existir. ¿Le pasaría lo mismo a mi madre? La idea del diario, desde que lo comencé, me ha invadido como una obsesión. Yo sé que un diario de este tipo es una suerte de mapa esquemático en el que se relatan los aspectos más sobresalientes de la propia vida. Sin embargo, en mi imaginación, el diario es la vida misma. Alguna vez leí algo acerca de quienes confunden el territorio con la representación del territorio (el mapa); tal vez eso es lo que me sucede, tal vez por eso tengo la impresión de no haber existido los días pasados.
Pero no ha sido así. He vivido un infierno del que quiero salir, pero al que se aferra una parte de mí que no domino. Tras el optimismo de las primeras líneas de este diario, donde expresaba la rara y agradable sensación de haber tornado las riendas de mi vida, alcancé un precario equilibrio que se quebró en pedazos hace seis o siete días. Enrique había salido a cenar y yo me quedé levantada para ver una película que daban por la televisión. En el descanso, y como la película me estaba gustando mucho, cometí el error de liar un canuto para disfrutar más de ella. Al principio todo fue bien; la película adquirió relieves especiales y yo disfruté de esa sensación de plenitud intelectual que produce el hachís cuando se lleva algún tiempo retirado de él. Sin embargo, al cabo de un rato, quizá por la postura, comencé a sentir una gran opresión en el pecho. Lo atribuí a una excesiva acumulación de gases en la zona del diafragma, pero cambié de postura sin que por ello se aliviara la presión, que inmediatamente se vio reforzada por la angustia de quedarme sin aire. Salí a la terraza y respiré con la boca abierta, pero el aire tenía un espesor húmedo y dulzón que dificultaba su paso a través de los bronquios. Respiraba como si mis pulmones se hubieran diluido y mis segundos estuvieran contados.
Sin reparar en que me acababa de fumar un canuto, recurrí a un ansiolítico para tranquilizarme y al poco presentí que la tensión se iba a resolver con un desmayo. Afortunadamente, me dio tiempo a alcanzar el dormitorio, donde caí sobre la cama unos momentos antes de perder el sentido. Desperté a las dos horas empapada en sudor y con un acceso doloroso en los intestinos. Enrique no había vuelto y por la televisión, que se había quedado encendida, daban una película en versión original. Fui al baño, pero no conseguí vaciar el vientre. Recordé entonces que mi madre, en su diario, se refería a esta situación de tener que expulsar sin poder hacerlo llamándola cólico cerrado y deduje que era lo que me pasaba a mí. Bastó que nombrara el dolor para que se atenuara un poco y de este modo conseguí llegar al salón para apagar el televisor y cerrar la puerta de la terraza. Luego me desnudé y me metí en la cama con una sensación de desamparo insoportable. Pensé en Mercedes, mi hija, y en Enrique, mi marido, como si fueran dos fragmentos de mi existencia definitivamente separados de ella. Mi vida, pues, parecía mutilada e inútil. Creo que durante los últimos veinte años he estado defendiéndome de los afectos sin pensar que cada una de estas defensas significaba una mutilación. La tristeza me golpeó en alguna parte, pero no conseguí llorar. Entonces encendí la luz, cogí uno de los cuadernos de mi madre y encontré un pasaje que me emocionó especialmente; parecía escrito para mí y para aquella noche, porque decía así:
Mucho se ha escrito sobre el cuerpo humano sin que por eso sepamos todo acerca de su origen o de sus mecanismos. Hay quienes dudan entre definirlo como un continente o como una isla, y ello se debe a que posee las complicaciones de los continentes y la soledad de las islas. El cuerpo es tan antiguo que podríamos compararlo con un continente maltrecho que ha logrado sobrevivir a glaciaciones, terremotos y estallidos internos que lo han inutilizado para todo, excepto para las funciones mecánicas, que repite sin entusiasmo. Miro mi propio cuerpo, desnudo sobre la cama, y qué veo: una superficie hostil que se deteriora en la dirección del vientre, allá abajo, entre las piernas, observo un matojo de hierba bajo el que se oculta un agujero, una caverna que a veces conduce al placer, a veces al dolor y siempre a la desesperación. Cerca de la mirada, está una de las zonas desérticas del continente, que llamamos pecho. El mío está habitado por un bulto secreto que succiona uno de los pezones hacia el interior de sí mismo. No se lo he dicho a nadie todavía. Y si excaváramos, si nos abriéramos paso hacia el interior de este cuerpo, descubriríamos unos órganos tambien antiguos y excesivamente especializados, tanto que bastaría que uno de ellos fallara para que perecieran todos. ¿De quién es este continente? ¿Quién lo habita? Lo habitan el dolor y los fantasmas y el miedo, pero también las visceras que lo hacen tan complicado y solitario.
Tras leer este párrafo, guardé el cuaderno en el cajón de la mesilla y encendí un cigarro que me supo bien. Eso era el cuerpo que, al igual que mi rostro, se parecía tanto al de mi madre. Los espasmos intestinales cedieron y fui relajándome hasta quedar dormida. No oí a Enrique cuando volvió.
Al día siguiente, el cólico cerrado pareció abrirse y me vacié sin esfuerzo. Mis intestinos llevan algunos meses comportándose de este modo: o retienen o explotan. Pero incluso cuando explotan parecen dejar algo dentro. He llegado a pensar que quizá tenga un bulto o una llaga -una rareza intestinal, en fin- que proporciona a mi cuerpo esta sensación incómoda de tener un elemento extraño en su interior.
En cuanto a Enrique, mi marido, creo que empieza a mirarme de otro modo, como si hubiera advertido la transformación íntima que padezco y cuya dirección ignoro. No creo que esté preocupado, pues lleva una vida personal tan intensa que quizá no le permita prestar atención a estos sucesos de orden doméstico. No quiero decir con ello que no sienta nada por mí, pero pienso que sus afectos están colocados en otros lugares (su trabajo, sus amantes, nuestra hija) y que no queda mucho espacio para mí en esa trama. Tampoco yo, es cierto, me he ocupado mucho de él en los últimos años y eso ha acabado configurando un tipo de relación rara, una relación que no es molesta, pero que resulta inútil como apoyo en los momentos decisivos de la vida. Aunque nunca hemos hablado de ello, creo que espera con ilusión que Mercedes, nuestra hija, se quede embarazada.
Desde que ha comenzado el buen tiempo suelo levantarme temprano y a veces desayunamos juntos. Lo normal es que no hablemos o que hablemos de cuestiones prácticas; pero a veces él intenta sacar temas de conversación distintos para ver si averigua mi secreto. El otro día me propuso hacer un viaje, pero no le respondí en ninguna dirección. Siempre que se acerca el verano se pone un poco nervioso, pues se siente en la obligación de planificar cosas que no le interesan. Yo creo que le apetecería veranear con Mercedes y su marido y que por eso mi presencia constituye un problema en estas épocas.
– Faltan más de dos meses para el verano- le dije.
– Es que me temo que este año no podré coger ni una semana de vacaciones -respondió-. Por eso te proponía hacer ahora un viaje.
– No te preocupes -respondí-. Tampoco yo tengo muchas ganas de salir este año.
– De todos modos, el viaje este al que me refería tengo que hacerlo por razones de trabajo. Si te vienes conmigo, podemos descansar los dos un poco.
– No sé -dije-, adonde es.
– A Bruselas, tengo que resolver un par de asuntos, pero me quedará tiempo para hacer excursiones. Podemos ir a Brujas y Amberes y a Holanda. El tiempo ahora será bueno, aunque húmedo.
– No sé, déjame pensarlo.
Le pregunté después que qué era lo que tenía que hacer allí, pero no conseguí entenderle. Se trataba de recoger o de entregar unas comisiones; la cosa, en general, parecía algo turbia, de manera que no pude controlar un impulso agresivo. Dije:
– Por lo poco que leo en los periódicos y por lo que te oigo decir a ti, parece que la corrupción forma ya parte del sistema.
No se inmutó. Mojó la tostada en el café, le dio un bocado, masticó lentamente y después dijo:
– Lo que tú llamas corrupción forma parte de todos los sistemas, de todos. Es más, si la corrupción no existiera, los sistemas no funcionarían. Lo importante es saber en qué parte del sistema está y tenerla controlada para que no crezca más de lo que cada organización puede soportar. Pero, en líneas generales y a partir de determinados niveles de responsabilidad, la corrupción no sólo no es mala sino que es deseable. Pensar lo contrario es, en el mejor de los casos, una ingenuidad.
Su afirmación no me escandalizó porque pensé en mi propio cuerpo, que al fin y al cabo es un sistema, y tuve que admitir que gracias a la corrupción de los alimentos, localizada en el aparato digestivo, nos podemos mover y crecer, aunque también morir. Luego pensé en la enfermedad, sobre todo en la enfermedad de mi madre, que mantuvo en secreto durante muchos años llegando a sobrevivir a mi padre, que parecía tan sano. Aquella corrupción, localizada en su pecho, la libró quizá de otra enfermedad más fulminante. Leí en algún sitio que un cuerpo convenientemente enfermo, igual que una sociedad convenientemente corrupta (de acuerdo con Enrique), previenen al organismo de invasiones parasitarias de mayor entidad. No sé.
Hace unos días cogí un taxi y el taxista me dijo que había perdido la memoria, no la memoria de las calles ni la de su familia, sino la de sí mismo.
– Sé -me dijo- que he sido niño, como todos, y adolescente y joven, pero ya no me acuerdo de cómo era ni de lo que pensaba entonces de la vida.
– ¿Y qué piensa ahora? -le pregunté.
– De lo de ahora no es que no me acuerde, es que no tengo opinión. Estoy pasando una mala racha y ustedes, los clientes, me ayudan mucho, porque hablar me libera de las cosas que me pasan por la cabeza. Llevo quince días mejor, pero antes paraba el coche en cualquier sitio y me ponía a llorar de desesperación. Siempre iba con la corbata torcida y respiraba mal, como si me faltara un pulmón. En el seguro me han dado unas pastillas que me duermen, pero por lo menos respiro de otro modo.
El otro día, por fin, fui al cementerio y llamé al detective para que me siguiera. Podría contar lo que hice, pero creo que lo cuenta él mejor en su informe, así que lo transcribo:
Elena Rincón abandonó su casa a las 11.30 del pasado día 18, martes. El tiempo era casi como de verano, por lo que llevaba un vestido algo ligero, de tonos ocres y abierto en pico en el escote. Entró en una cafetería cercana a su casa y tomó café en la barra mientras fumaba un cigarrillo. Su aspecto general ha mejorado: tiene menos ojeras (aunque en la calle sigue utilizando gafas de sol) y va más arreglada que antes. Quiero decir que se pinta un poco los labios y lleva la melena más cuidada. A su edad las melenas no suelen sentar bien, sin embargo en ella parece evocar un misterio. Es curioso, pero hasta ahora veía a esta mujer como un simple objeto de seguimiento profesional y, de repente, ha empezado a cobrar una individualidad con la que no contaba.
El caso es que después tomó un taxi (tiene coche propio, pero casi nunca lo usa) y fue directamente al cementerio. Caminó sin prisas por las avenidas de tumbas soleadas y se detuvo finalmente frente a dos nichos en donde, según pude averiguar después, reposan los restos de sus padres. Permaneció allí durante diez o quince minutos y después, se dio la vuelta y regresó andando hacia la salida. Tuve algunas dificultades para esconderme, pues se trata de una zona un poco despoblada donde no suelen producirse aglomeraciones.
Tomó otro taxi que la dejó en las cercanías de su casa y paseó por las calles mirando escaparates. En un informe anterior expresé la posibilidad de que Elena Rincón actuara como enlace de su marido en alguno de los dudosos negocios de éste; sin embargo, empiezo a pensar que se trata simplemente de una mujer sola y aburrida que sale a la calle para escapar del agobio doméstico. No hubo nada en su comportamiento que indicara otra posibilidad, aunque también es cierto que se trató de un comportamiento raro, pues ni compró nada, ni vio a nadie ni se dirigió a ningún sitio concreto, si exceptuamos la breve visita al cementerio. Antes de subir a su casa, tomó un aperitivo en un bar y eso fue todo.
El informe es muy breve porque, efectivamente, no hice nada digno de mención. Estuve paseando mucho tiempo para él, para justificar las cantidades que le ingreso y también porque es agradable moverse por las calles sabiendo que alguien está condenado a seguirte. Pienso que si en alguna de estas salidas me desmayo, mi detective vendrá a recogerme y se hará cargo de mí hasta que pase todo. He intentado verle para ver si se ajusta a mi fantasía, pero se esconde muy bien. En el cementerio volví dos o tres veces la cabeza, y no vi a nadie en actitud de vigilarme.
Por otra parte, y como en este informe parecía haber modificado un poco su opinión sobre mí, le llamé por teléfono.
– Su último informe es muy breve -me quejé.
– Soy consciente de ello -respondió-, pero el asunto no daba para más. Hizo exactamente lo que dije que hizo.
– Nos ha dado la impresión de que a usted ha empezado a atraerle esta mujer; habla de ella de otro modo.
Hubo un instante de silencio, pero reaccionó enseguida.
– Es posible -dijo-. Es fácil solidarizarse con una mujer así, sobre todo si pensamos en la clase de marido que tiene. La verdad es que no creo que tenga nada que ver con los negocios de Enrique Acosta. Pienso más bien que vive marginada de todo pues no ve ni a su hija.
– No se fíe -dije-, estas personas dan muchas sorpresas.
– ¿He de hacer otro seguimiento? -preguntó con un tono en el que no era difícil advertir una súplica.
– De momento, no. Ya me pondré en contacto con usted.
Este detective parece tener un grado de sensibilidad que nunca hubiera imaginado en una profesión como la suya. He reflexionado sobre la soledad que me atribuye y ello me ha hecho pensar que, efectivamente, a simple vista, mi vida carece de puntos de referencia. Mi marido y el resto de la gente que conozco dependen de una serie de cosas -con las que guardan una relación de semejanza- que certifican permanentemente quiénes son. ¿Qué tengo yo que certifique lo que he sido, lo que ahora soy, si soy algo? Tengo este diario, y el hachís que procuro no fumar; quizá también el reloj y la butaca. ¿Qué más? Tengo a mi madre que, después de morirse, ha habitado una zona de mi cuerpo situada en algún punto del aparato digestivo. Podría hablar también, aunque me dé un poco de risa, de mi antípoda, que tal vez se llame Elena y sea hija de la antípoda de mi madre.
Tampoco ella tuvo muchos puntos de referencia: el alcohol, el diario y su bulto. ¿Qué haría con su bulto en las noches de insomnio? ¿De qué manera se relacionaría con él? Abro ahora uno de sus diarios y leo, como siempre, al azar:
De entre todas las frutas amargas de la vida, la muerte no es, ni con mucho, la peor. Lo malo es vivir lejos de una misma, que es como vivo yo desde hace años, desde que me trasladé a esta ciudad que no existe y que, sin embargo, se llama Madrid. Madrid no existe, pues; es un sueño provocado por una enfermedad, por unas medicinas que tomamos para combatir alguna enfermedad. Todos los que estamos en Madrid no existimos. Ello no nos impide andar ni comprar frutas ni abrir una cartilla de ahorro. Ayer bajé a López de Hoyos y di una vuelta por la calle Marcenado, que tiene levantada la piel del pavimento, como si padeciera alguna clase de alergia. Yo tengo dos alergias que no son muy molestas; aun así, he pactado con ellas y ahora nos encontramos bien. Pero no se me quita el mal sabor de boca y ya he perdido el apetito o el gusto por comer porque la comida me sabe mal. Con estas cosas de mi cuerpo estoy empezando a descuidar un poco la casa y eso me preocupa. Llevo quince días sin limpiar los azulejos del baño y a veces pienso que la evolución de mi bulto depende del estado de la casa. Si la casa está sucia, el bulto crece. Pero cuando la limpio, parece disminuir de tamaño. Leí en una Enciclopedia de las buenas costumbres que algunas mujeres empezaban abandonando los cuidados del hogar y acababan en la calle, buscando hombres que no conocían para meterse con ellos en hoteles clandestinos y sucios. Por eso he querido transmitir a mis hijas, sobre todo a Elena, el gusto por la casa, pero creo que no me ha salido bien. De Elena recuerdo que, cuando era pequeña, me contó un sueño. Había soñado que estábamos en la playa y que ella hacía en la arena un hoyo dentro del cual encontraba una moneda. No ignoraba que se hallaba en el interior de un sueño, pero la moneda tenía tanta consistencia, era tan real, que pensó que si la apretaba muy fuerte en la mano derecha la encontraría allí al despertarse. No la encontró, claro. Entonces, esa misma mañana, cuando bajamos a la playa, escondí una moneda en la arena y le dije a mi hija ¿por qué no cavas ahí, a ver si encuentras la moneda del sueño? Cavó, la encontró y se quedó asustada. Qué vida. Ahora voy a limpiar los azulejos del baño porque luego me dará pereza.
Después de leer este episodio, me he levantado de la butaca de mi madre y he ido a la terraza. Como vivo en un piso alto, he visto la ciudad como quien contempla un cuerpo tendido. Esta ciudad es un cuerpo visible, pero la visibilidad no es necesariamente un atributo de lo real. Quizá no exista ni existamos nosotros, del mismo modo que no existió aquel tesoro que encontré en la playa. Todavía no sé si la revelación debe ponerme triste o excitarme, porque si bien es cierto que aquel hallazgo constituyó una mentira, no es menos cierto que alguien en quien su propia madre realizó un sueño de ese tamaño está obligada a buscar un destino diferente.
Todos los días, cuando arreglo el dormitorio, veo en la casa de enfrente a una mujer que se asoma a la ventana para limpiar con furia el alféizar. Resulta incomprensible, pero ejecuta esta acción absurda todos los días a la misma hora, como si en ello le fuera la vida. Y seguramente le va, porque quizá piense que si se abandona a la pereza acabará en la calle buscando hombres que no conoce. También yo he padecido obsesiones de ese tipo, pero me he desprendido de ellas, a pesar del empeño de mi madre. Y al desprenderme de ellas quizá me he quedado sin identidad porque en todos estos ritos limpiadores residía la posibilidad de ser una misma. Pero mi madre no sólo me transmitió eso, porque al mismo tiempo realizó un sueño de mi niñez y me proveyó de una antípoda que en el otro extremo del mundo se debate, como yo, entre acoplarse a lo que llaman realidad o levantar una realidad propia en la que retirarse a vivir. En otras palabras, mi madre me mostró el estrecho pasillo y las mezquinas habitaciones por las que debería discurrir mi existencia, pero al mismo tiempo me dio un mundo para soportar ese encierro o para hacerlo estallar en mil pedazos. Me dio todo lo bueno y todo lo malo al mismo tiempo y confusamente mezclado, pero me dejó su butaca y su reloj: la butaca para que me sentara a deshacer la mezcla; y el reloj para medir el ritmo de la transformación.
Son las doce. He tomado un café que me ha sentado mal y ahora tengo náuseas. Voy a recoger un poco la cocina.
Llevo varios días sin fumar hachís y la realidad empieza a mostrar unos tonos muy raros. Los muebles de mi casa, que ha-bitualmente carecen de relieve, han cobrado un grado de corporeidad algo inquietante. Quiero decir que me relaciono con ellos y con el resto del hogar como si fuera una persona ajena a estos espacios. Antes, para alcanzar esta extrañeza, necesitaba el hachís, pero desde que he prescindido de él algo ha ido modificándose gradualmente en mi interior. Contemplo el salón y sólo reconozco como míos dos objetos: la butaca y el reloj. Es como si el azar nos hubiera colocado aquí provisionalmente, como si esta casa fuera un punto de espera en el que hemos de permanecer mientras nos disponemos a ocupar nuestro lugar definitivo. Algunos días me encuentro hurgando en los armarios y en el interior de los muebles con la curiosidad de una intrusa. Por otra parte, y también desde que he dejado de fumar otra vez, mis sueños se han multiplicado. Sueño mucho y con una rara intensidad, pero me sienta bien. Parece que los sueños que soy capaz de recordar, incluso cuando tienen un componente doloroso, ordenan un espacio invisible en el que habita una parte de mí.
Esta extrañeza alcanza también a Enrique, mi marido, al que contemplo como un anfitrión amable, aunque lejano. De manera que es como vivir en una casa que no es mía y con un sujeto que no es mi marido. Decir esto -pero, sobre todo, escribirlo- me proporciona algún grado de angustia, porque es aceptar que yo no pertenezco a nadie, a nada y que nada me pertenece, excepto el reloj y la butaca. Ello me reduce a la condición de un fantasma, quizá el fantasma de mi madre que se resiste a abandonar del todo este mundo aferrándose a través de mí a los objetos materiales con los que más se relacionó en vida. Esto debe de ser la soledad, de la que tanto hemos hablado y leído sin llegar a intuir siquiera cuáles eran sus dimensiones morales. Bueno, pues la soledad era esto: encontrarte de súbito en el mundo como si acabaras de llegar de otro planeta del que no sabes por qué has sido expulsada. Te han dejado traerte dos
objetos (en mi caso, la butaca y el reloj) que tienes que llevar a cuestas, corno una maldición, hasta que encuentres un lugar en el que recomponer tu vida a partir de esos objetos y de la confusa memoria del mundo del que procedes. La soledad es una amputación no visible, pero tan eficaz como si te arrancaran la vista y el oído y así, aislada de todas las sensaciones exteriores, de todos los puntos de referencia, y sólo con el tacto y la memoria, tuvieras que reconstruir el mundo, el mundo que has de habitar y que te habita. ¿Qué había en esto de literario, qué había de divertido? ¿Por qué nos gustaba tanto?
En este punto me he puesto un poco de
whisky al objeto de enturbiar los sentidos, pues al releer las últimas líneas sobre la soledad he sentido miedo, y quizá algo de piedad por mí misma. Imaginemos a alguien que no puede verse del miedo que se da y que huye de sí continuamente como el que corre con la idea de desprenderse de su
sombra.
Hace dos o tres días vi a mi hermano. Le llamé para comprobar que de verdad exis- tía y que era capaz de reconocerme, otor- gándome así un lugar en la trama de lazos e intereses que cohesionan a la humanidad.
Existía y me reconoció. Quedé en merendar con él y nos citamos a media tarde, en la terraza de una cafetería que hay cerca de casa: avisé al detective para que me siguiera.
Yo me tomé un café y Juan pidió un té con limón. Me observaba algo preocupado, como si me pasara algo, o quizá con miedo, como si tuviera alguna responsabilidad sobre mi vida.
– ¿No estás bien, verdad? -me preguntó en seguida.
– No es eso -dije intentando resultar sincera, pero tranquilizadora-; no es que no esté bien, es que estoy rara. Si me viera desde fuera, tomando únicamente en cuenta los datos externos, tendría que decir que las cosas marchan razonablemente, pero es que ya no me siento ligada a ellas. Enrique y yo estamos distantes desde hace mucho tiempo y, en cuanto a mi hija, qué te voy a decir. Creo que he sido una madre fría y que me está pasando la factura. En otro tiempo tuve intereses profesionales y políticos, pero me fui retirando de ellos insensiblemente. En fin, todos tenemos un mundo con el que nos relacionamos; el mío parece haberse derrumbado sin estrépito, de manera que, cuando me he dado cuenta, ya no se podía apuntalar nada.
Creo que puse a Juan en una situación violenta, pues adoptó una postura excesivamente pasiva, como si quisiera subrayar que mi historia no le concernía y que sólo estaba dispuesto a hablar de ella con la misma pasión que pondría en una charla sobre el tiempo. Sin embargo, no logró mantener esa neutralidad durante todo el rato.
– Yo -dijo- nunca te he entendido bien, Elena. A tu marido tampoco. Y, sin embargo, recuerdo que en un tiempo os tuve muy idealizados. Representabais lo más que se podía ser en esta vida. Estoy hablando de hace muchos años, cuando en casa se os criticaba por meteros en cosas políticas. Bueno, será mejor que no hable de esto. Pero, mira, yo no te entiendo, de verdad. Has tenido siempre lo que has querido: de joven, la revolución; ahora el dinero. ¿De qué te quejas?
Me sorprendió la agresividad de mi hermano. Una nunca sabe lo que representa para los demás ni de qué manera gratuita se puede perder o ganar un afecto. En cualquier caso, parecía confirmar mi sensación de lejanía respecto al mundo. Mi soledad. Tardé un poco en responderle. Dije:
– Esto no es una queja, Juan. Es cierto que las cosas han dejado de interesarme, pero yo no he puesto ninguna voluntad en ello. Me siento sola y creí que podría decírtelo. No te asustes; no te pido nada.
– Es que yo no sé lo que es sentirse solo ni que las cosas dejen de interesarte porque ni he alcanzado tu situación económica ni he tenido la cantidad de tiempo libre que tienes tú. Yo creo que te miras demasiado a ti misma. Si prestaras más atención a lo que sucede a tu alrededor, no tendrías tiempo de sentir todas esas cosas. Decías antes que habías sido una madre fría. ¿Por qué no enmiendas eso? Apenas ves a Mercedes y ahora seguramente te necesita más que cuando era pequeña.
– ¿Porqué?
Juan me miró con cara de fastidio, como si tuviera que explicarme cosas evidentes. Dijo:
– A este paso serás la última en enterarte. Tu hija está embarazada.
Tardé unos segundos en comprender el significado de esa frase, pero cuando lo hice rompí a llorar sin violencia, como si se tratara de una actividad mecánica en la que sólo estuvieran implicados los ojos. Ignoro el significado de aquella emoción, pero puedo decir que fue una de las más intensas de mi vida. Afortunadamente, tenía puestas las gafas de sol y creo que logré ocultar las lágrimas. Es curioso, me acordé de que mi detective estaría observándome desde algún rincón y pensé que no me gustaba que me viera llorar.
– Gracias por decírmelo, Juan -articulé al fin.
Estuvimos un rato hablando de cuestiones neutras y Juan se puso más amable conmigo. No llegó a disculparse, pero en su modo de hablar había un tono de disculpa. En un momento dado le pregunté:
– ¿Tú crees que me parezco a mamá?
– Físicamente, sí, desde luego, sois idénticas, sobre todo cuando llevas el pelo recogido como hoy. Pero, de carácter, yo creo que no tenéis nada que ver, mamá era muy conservadora. Discutíais mucho por eso.
– Yo creo que mamá tendía tanto a conservar sus cosas, sus ritos, sus costumbres, porque estaba muy sola y necesitaba esos puntos de referencia estables para no enloquecer.
– Mira, Elena, yo soy de clase media y no tengo acceso a reflexiones tan profundas. Mamá tenía el carácter que tenía como tú tienes el tuyo y yo el mío. Llevó la vida de una mujer de su época y como ella hay dos millones más.
Juan se había vuelto a poner agresivo, de manera que desvié la conversación hacia asuntos insustanciales y al poco nos despedimos. Me dio un beso muy cariñoso al tiempo que me apretaba el hombro en un gesto que parecía una invitación a la firmeza.
Había pensado volver a casa, pero la idea del embarazo de mi hija no me abandonaba y temí que al encontrarme sola, entre las cuatro paredes del salón, me diera un ataque de llanto incontenible. Además, volví a acordarme de que mi detective me seguía y decidí darle una satisfacción. Cerca de mi casa hay un salón de bingo. Me dirigí allí con idea de pasar un rato y confirmar sus sospechas. Pero intentaba, sobre todo, pensar en cualquier cosa menos en mi familia, porque había empezado a sentir un odio excesivo hacia Enrique por no haberme dicho nada del embarazo de Mercedes.
Sin embargo, cuando me asomé a la sala de bingo y comprobé la cantidad de soledad acumulada en cada uno de los jugadores y jugadoras, salí corriendo de allí porque me pareció un espejo en el que resultaba insoportable mirarse. Llegué a casa en un estado de excitación indeseable y con un malestar difuso en el vientre. La sensación de que tenía en el intestino algo que se resistía a salir, a ser expulsado, se acentuó. Fui al váter sin ningún resultado.
Me senté en la butaca de mi madre y pensé en mi hija, en mi hija embarazada. La niña que había estado en mi vientre, en mis brazos, se disponía a prolongar la cadena, aunque yo no sabía hacia dónde, hacia qué. Esto es la vida, pensé, esto era la vida. No es más que esto, nacer, reproducirse y morir; a veces, también, crecer. Y entre una cosa y otra, un espacio vacío, un tiempo muerto, algún horror que ni siquiera recordamos.
El sentimiento de irritación hacia Enrique y hacia Mercedes por no haberme comunicado la noticia se rebajó hasta desaparecer del todo desde esa perspectiva. En realidad me parecía una miseria que afectaba más a la imagen de quienes la habían realizado que a la mía. Así que cuando llegó Enrique no le dije nada e incluso estuve amable con él. El asunto había dejado de afectarme como si realmente yo fuera otra, aunque por alguna razón mantuviera la apariencia de ser la madre de mi hija.
Esta mañana he recogido el informe del detective. Tiene gracia cómo me corrige algunas cosas; por ejemplo, es cierto que pedí whisky y no café. En fin, dice así:
Elena Rincón tiene un mal que la consume. Me baso para decir esto en el hecho de que nunca presenta el mismo aspecto físico. Unos días está bien y otros mal, como si padeciera de una enfermedad estable que se tomara algunas jornadas de descanso. Hoy tenía mala cara, aunque no quiero decir con eso que no estuviera atractiva; al contrario, esa alteración de sus facciones proporciona a su rostro un halo de misterio. Llevaba el pelo recogido y parecía más joven.
Salió de casa a las diecinueve horas y fue paseando hasta llegar a una cafetería que tiene instalada una terraza en la calle. Se sentó en una de las mesas en actitud del que espera a alguien, y en efecto, al poco llegó un sujeto de unos treinta y cinco años con quien intercambió un par de besos y que se sentó a su lado. A ella le sirvieron un whisky y al otro una infusión.
Tuve que observar la escena desde lejos, pues la cafetería no estaba excesivamente poblada y prefiero no entrar en el campo visual de Elena Rincón por razones que ya he aducido anteriormente. De todos modos, saqué una foto instantánea, que adjunto, por si fuera de utilidad para mi cliente. Las figuras están un poco lejos, pero sus rostros se distinguen gracias a la posición de la luz.
Ignoro quién podía ser ese sujeto, pero sí puedo afirmar que maltrató verbalmente a Elena Rincón, ya que ésta, en un momento del encuentro, no pudo reprimir las lágrimas. Tuve la sensación de que se sentía acorralada, como si estuviera siendo sometida a un chantaje. Quizá sea así, tal vez le estén sacando información sobre su marido a cambio de silenciar algo que le avergüenza. Digo esto porque el tipo aquél podía ser perfectamente un policía. Vestía como un policía, hablaba como un policía y miraba a Elena, a Elena Rincón, como un policía.
Se despidieron hora y cuarto más tarde. Los besos de despedida no eran los de un policía, pero a veces no todo encaja como uno quisiera. Pensé que el mal que padece esta mujer quizá sea una obsesión, porque hay en su modo de caminar y de mover los brazos un intento de desprenderse de algo inquietante.
Tal vez por eso se dirigió al bingo, para distraerse de su obsesión primordial. O tal vez su afición al juego la haya conducido a contraer deudas excesivas que ahora no puede saldar. Quizá por eso, en un esfuerzo de voluntad realmente notable en una adicta al juego, abandonó la sala antes de llegar a ocupar siquiera una mesa.
Después regresó andando a su casa con gesto preocupado y alternando momentos de sosiego con situaciones de excitación nerviosa. Estos matices los percibimos los investigadores en el modo de andar, aunque pasan inadvertidos para el común de la gente.
Cuando entró en el portal de su casa, anochecía. Eran, casi, las nueve. Desearía que en el futuro me indicara si debo hacer simples seguimientos o debo intentar grabar conversaciones como la descrita. La tarifa es distinta.
Creo que es el informe que más me ha gustado. Tengo la impresión de que este hombre se ocuparía de mí si llegara a encontrarme en una situación difícil. La foto instantánea que adjunta es terrible porque, en efecto, Juan podría ser un policía intentando sacarme información. No hay nada que pudiera identificarnos como hermanos, ni siquiera como dos personas que tuvieran un territorio de afectos común. Qué vida.
Ayer fui a ver a mi hija. Había creído ingenuamente que sería capaz de permanecer al margen de su embarazo, pero desde que mi hermano me comunicó la noticia la idea fue creciendo como una obsesión hasta el punto de que no era capaz de pensar en otra cosa. Me preguntaba una y otra vez por qué no me lo había dicho y me respondía en forma de estados de ánimo. De manera que unas veces me ponía triste; otras, furiosa, y en algunos momentos pensaba en ello como si no me concerniera. Pero sí me concierne, sí, porque quizá se trata del último de los hechos relacionados con mi historia; o con mi prehistoria, si es cierto que estoy a punto de convertirme en otra. No sé, me percibo de una manera algo confusa y en esa confusión hay un poco de todo: ansiedad, miedo, desgana, vértigo, pero también curiosidad y un punto de optimismo algo gratuito en relación a mi futuro. Por un lado parece evidente que ya no pertenezco al conjunto de afectos cruzados o enlazados que forman el tejido familiar, pero, por otro, siento a veces que este tejido es el único lugar en el que la vida, mi vida, sería posible todavía.
El que mi hija vaya a ser madre y, sobre todo, el que no me haya hecho partícipe de tal suceso, me coloca como fuera del mundo, en un lugar donde el grito no suena, donde las lágrimas no reblandecen nada. Aunque también pienso que, si mi metamorfosis se consuma, mi hija y yo quedaremos unidas por un hilo invisible, un hilo orgánico a partir del cual, tal vez, se empiece a construir un tejido nuevo en el que cada una de nosotras, con el transcurrir de los años, ocupará un lugar preciso.
Bien, el caso es que salí a la calle con idea de hacer algo determinado y al poco me encontré merodeando por los alrededores de su casa. Entonces supe que no había salido con otro propósito que el de ir a verla. Ya cerca del portal, pensé si llamar por teléfono para anunciar mi visita, pero temí que intentara esquivarme con alguna excusa. De manera que subí directamente.
Me abrió ella la puerta y en seguida advertí que mi presencia le resultaba incómoda. No había nadie más en la casa, pues su marido estaba trabajando y la asistenta se acababa de ir. Observé con discreción su vientre, pero todavía no se le notaba nada. Estaba guapa; siempre fue más guapa que yo, a pesar de la constitución atlética de sus hombros, que disimula muy bien con el tipo de ropa que se pone.
Tenía encendida la televisión y ni siquiera bajó el sonido para que pudiéramos hablar. La verdad es que cuando me vi sentada en aquel sofá, frente al televisor, y rodeada de muebles pretenciosos que reproducían un estilo de vida tan lejano a mis intereses, sentí un golpe de angustia. Me pareció que todo eso ya lo había visto en algún sitio -quizá en mí misma- y que no conducía a ningún lugar, a ningún lugar. Sentí un cansancio enorme por estar viva y por tener que asistir al paso de las generaciones, a la sucesión de los años, las estaciones y los días. De súbito, me puse muy triste y me eché a llorar.
Mercedes intentó consolarme, pero dejando entrever un tono de fastidio.
– ¿Por qué no me lo has dicho? -pregunté al fin.
– No lo sé -respondió-, nos vemos poco, no he tenido oportunidad de contártelo.
Advertí que tenía en mis manos las armas precisas para culpabilizarla obteniendo de este modo una victoria moral sobre ella y su padre, pero no me apeteció hacerlo porque sentí que también en la escena que representábamos había un ingrediente de repetición, de copia, tan angustioso como el paso de las generaciones o la sucesión de los días.
Apenas pudimos hablar un poco más, pero quedamos en que nos veríamos en una o dos semanas, cuando las dos estuviéramos más tranquilas. Creo que la llamaré un día de estos y la invitaré a comer en un lugar neutral para ver si es capaz de pedirme ayuda, de solicitar mi consejo. Me gustaría sentirme útil en una oportunidad como ésta.
Esta noche tengo que decidir, por fin, si hago o no el viaje que me propuso Enrique hace algunos días.
Bien, estoy en Bruselas, con Enrique. Finalmente, decidí hacer este viaje para ver si, al cambiar el decorado en el que se desenvuelve mi existencia, se modificaba también la sensación de que soy otra persona. Pensé, asimismo, que quizá esta escapada podría constituir la última oportunidad que nos dábamos Enrique y yo para estar solos y hablar de lo que nos ha sucedido en los últimos tiempos.
Bueno, tales expectativas desaparecieron o se atenuaron durante el viaje. Dentro del avión me sentí como un bulto que era trasladado de uno a otro lugar sin que el cambio llegara a producirme ninguna emoción. Enrique se pasó todo el tiempo leyendo revistas y periódicos mientras yo miraba por la ventanilla y pensaba en el bulto que había hecho nido en el útero de mi hija y que se disponía a crecer hacia la vida con la misma falta de voluntad con la que yo crecía, más que hacia la muerte, hacia la posibilidad de convertirme en otra. Pensé, de súbito, en los bultos que parecían estar determinando mi existencia: el de mi madre, ahora el de mi hija, pero también el de mi vientre, pues la sensación de que tengo en el intestino un cuerpo que se resiste a ser expulsado con los restos de la digestión no deja de crecer en los últimos días. Por otra parte, todo me parece un decorado.
Ayer fuimos a Brujas. Me acordé del título de una novela que no he leído: Brujas, la Muerta. No sé dónde lo oí, hace muchos años, y se quedó en algún rincón de mi memoria esperando quizá una oportunidad como ésta para aflorar a la superficie. Es una ciudad con canales y brumas que pretende ocultar algo con sus fachadas tan limpias. Pensé que todos cuantos deambulábamos por sus calles habíamos muerto, pero que todavía no nos habíamos dado cuenta.
Estamos en el Hilton. No muy lejos de aquí hay un barrio de emigrantes que esta mañana he visto desde un taxi. Todos daban la impresión de haber fallecido, aunque se movían por la inercia de la vida que acababan de abandonar. Cuando volvimos al hotel, mientras Enrique recogía la llave de la habitación, vi a una mujer que me sobresaltó por el parecido que tenía conmigo. Además, llevaba un vestido casi idéntico a uno que tuve yo hace algunos años. Se lo comenté a Enrique y dijo que eran cosas mías, que él no nos veía ningún parecido. Es insensible como un cadáver.
Echo mucho de menos a mi detective. Tal vez si él estuviera viendo este viaje para después describirlo en un informe, la realidad no tendría este tono mortuorio con el que llega a mis ojos. Pero imaginé que sería un informe excesivamente caro, por eso no le ordené que me siguiera.
Enrique quiere que vayamos mañana a Amberes, pero a mí lo único que me apetece es estar en el hotel y, a ser posible, dentro de la cama. Por cierto, he comenzado a observar que bebe mucho y que yo suelo acompañarle casi siempre.
Son las doce y media de la noche. Acabamos de venir de cenar y Enrique está en el baño. Parece que ya acaba con sus ritos. Estoy algo aturdida e insomne, pues nos hemos bebido dos botellas de vino y al llegar a la habitación nos hemos puesto un whisky. Me da miedo acostarme y no dormir. ¿Qué me ocurre?
Ya sale.
Es de noche. Estoy en el hotel. Enrique ha salido a cenar con algunos políticos españoles destacados aquí. Me ha preguntado si quería ir, pero con poca convicción; además me apetecía estar sola un rato. Antes de salir, me ha dicho que intentará conseguir algo de hachís. Quizá no me viniera mal; a veces un canuto modifica la visión de la realidad. Lo malo es que últimamente acentúa la de aquella de la que quiero huir.
Esta mañana hemos ido a Amberes. Afortunadamente, Enrique decidió alquilar un coche; el viaje de ayer a Brujas lo hicimos en tren y me fatigué mucho. Tengo la tensión muy baja por el calor y por la humedad. A medio camino, Enrique se desvió de la carretera general y llegamos a un pueblo lleno de vacas. Enrique sonreía maliciosamente, como si fuera a darme una sorpresa, y decía «ya verás, ya verás».
Bueno, la cosa es que llegamos a una nave industrial enorme llena de cámaras frigoríficas que parecían apartamentos. Entré en un par de ellas y salí muerta de frío: Estaban llenas de animales grandes, supongo que vacas, descuartizados o abiertos en canal. El resto de la nave lo ocupaban unas mujeres vestidas de blanco que despiezaban, con una maestría enorme, grandes trozos de carne que llegaban hasta ellas a través de una cinta móvil. La persona que nos llevaba de un sitio a otro hablaba en francés con Enrique y a mí me lanzaba de vez en cuando una sonrisa para compensar la poca atención que me prestaba.
Al cabo de media hora, aproximadamente, me desmayé, en parte por culpa de estas bajadas de tensión, pero también porque comencé a tener la impresión de encontrarme en el interior de una pesadilla de la que no conseguía despertar. Poco antes de perder el sentido, Enrique, en un aparte, me explicó sonriendo con satisfacción que el 50 % de aquel negocio era suyo.
– Nuestro -rectificó en seguida-. He conseguido meter aquí mucho dinero a través de una persona interpuesta.
La idea de traficar con carne, con carne muerta, aunque fuera de vaca, me sugirió la imagen de que todos los que estábamos allí éramos un grupo de muertos que despedazábamos cadáveres de otra especie, jerárquicamente inferior, para cambiar sus trozos por un dinero que nos permitiese llevar una muerte digna. Creo que desde ahora el dinero belga me parecerá siempre la moneda de curso legal en el país de los muertos. Bueno, entonces sentí una sensación de sudor muy intensa, miré a las mujeres de las batas, las cofias y las zapatillas blancas, que parecían enfermeras muertas manipulando cadáveres rotos, y me desmayé.
Menos mal que el coche tenía aire acondicionado, porque la atmósfera del exterior me parecía irrespirable.
– Tienes que ir al médico -me dijo Enrique ya en la carretera general, de camino a Amberes.
– Es la tensión; por lo demás, estoy bien.
No le pregunté nada acerca del negocio que con tanta ilusión me había enseñado y yo sé que Enrique no me perdona estas cosas, porque siente que no valoro lo que hace. Y es verdad, no lo valoro, no me interesa nada, aunque sé que gracias a esto vivimos bien. Si quiere tanto a Mercedes es porque ella le admira y le dice continuamente que todo lo que hace es perfecto.
En Amberes hemos ido de aquí para allá,
pero yo no he visto nada. Como en Brujas ayer, me pareció que nos movíamos todo el rato por el interior de un decorado. Tengo un buen recuerdo de la catedral porque dentro hacía fresco y estuve mucho tiempo sentada en un banco.
Hace poco me asomé a la ventana para contemplar la calle y vi a un hombre mal vestido caminar en la dirección del barrio de emigrantes por el que pasamos ayer. Intenté imaginármelo entrando en su casa, representando una escena familiar. ¿En qué idioma lo haría? ¿En turco, en castellano, en francés…? ¿Tendría realmente una casa, una identidad? A veces pienso que la identidad es algo precario, que se puede caer de uno como el pelo que se desprende cuando nos lavamos la cabeza y desaparece por el sumidero de la bañera en direcciones que ignoramos. Por eso, por ejemplo, no me atrevería a salir sola del hotel, por miedo a que al regresar no hubiera ninguna habitación a mi nombre, ni se acordaran de que había estado allí. Entonces yo esperaría a que volviera mi marido, pero él no regresaría, porque en realidad no habría nadie que fuera mi marido ni que se llamara Enrique. Entonces telefonearía a Madrid, a mi hija, pero tampoco existiría esa hija que constituía uno de mis puntos de referencia. Por eso me da miedo salir, por si no me reconocen al volver y me quedo sin identidad.
Bueno, en la comida, saqué el tema del embarazo de Mercedes y le reproché a Enrique que no me lo hubiera dicho.
– Pensé que no era yo el más indicado para darte esa noticia -respondió.
– ¿Ah, no? ¿Y quién era la persona indicada?
– Tu hija. Creo que debería habértelo dicho Mercedes. Si no fue capaz, ella y tú sabréis por qué.
– De repente -dije- todo está muy ordenado, todo el mundo tiene en esa historia su papel y sabe lo que ha de decir y en qué momento. Pero es que yo, Enrique, estoy fuera del reparto.
– Cada uno de nosotros está en el lugar en el que se ha colocado a sí mismo, Elena.
Advertí Un tono de provocación en su respuesta; quizá estaba resentido todavía porque no me hubiera interesado por su negocio de carnes, o quizá pretendía aprovechar la ocasión para mantener conmigo una conversación definitiva. Decidí no darle la oportunidad y desvié el tema hacia otros derroteros, quitándole importancia al embarazo de Mercedes.
He estado un momento en el baño, intentando desprenderme de esa especie de volumen alojado en el intestino, y me he acordado de lo que dice rni madre en su diario acerca de los cuartos de baño de los hoteles. Llevaba razón: son un lugar perfecto para hacer un pacto con la locura propia. Sus formas son tensas y brillantes, pero frágiles como el equilibrio nervioso de mi madre, como el mío.
Por cierto, me he traído el último cuaderno del diario de mi madre con intención de leer aquí su secuencia final. Llevo muchas semanas retrasando esa lectura y, no sé por qué, pensé que el extranjero sería un buen sitio para llevarla a cabo. De manera que acabo esta frase y comienzo a leer:
El mal se ha revelado. Llevo muchos días en cama y mañana me llevarán al hospital, para operarme. Pero yo sé que no volveré a casa porque esta tarde ha venido a visitarme mi antípoda, y cuando sucede algo tan raro, cuando un equilibrio necesario se rompe de ese modo, es porque nos vamos a morir. Elena, mi antípoda, se ha sentado a los pies de la cama y me ha preguntado que cómo estoy. Ella no se encontraba muy bien y ha estado poco tiempo. Le he dicho que me daba mucha alegría conocerla después de tantos años y le he reprochado que bebiera tanto coñá, pues a mí no me hacía bien.
Me gustaría decir algo más, pero no tengo ganas, aunque he de añadir que he cuidado y respetado el bulto aquel que descubrí en un hotel del extranjero hace ya tantos años; debo decir que él ha respondido a estas atenciones mías, actuando además como regulador de mi conducta. Cuando me portaba mal, o no atendía bien la casa, crecía más deprisa de lo normal. Y en las épocas en que me encontraba bien, de acuerdo conmigo misma, paraba de crecer y había temporadas en que ni me acordaba de él. Por eso, quizá, me ponía tan alegre olvidándome de mis ocupaciones. Para acabar señalaré que tengo sesenta y ocho años, aunque no estoy segura de haber sido siempre la misma durante todo el tiempo.
La lectura de este fragmento final del diario de mi madre, de su existencia, me ha inquietado enormemente y me ha hecho llorar. Cuando dice que su antípoda la fue a visitar el día anterior a salir de casa, en dirección al hospital, se refiere a mí. Recuerdo que fui a verla porque las noticias sobre su salud habían comenzado a resultar alarmantes, y tuve la impresión de que no me reconocía. En realidad, me estaba confundiendo con su antípoda, lo que por un lado resulta halagador y, por otro, terrible. Además, me he acordado de que en la recepción del hotel vi a una mujer que se parecía a mí y con un vestido que quizá fue mío en otro tiempo. Tal vez sea mi antípoda, tal vez se haya escapado de su lugar geométrico para venir a anunciarnos nuestra muerte, la mía y la de ella.
Enrique no vuelve y ahora me vendría muy bien su compañía y quizá un cigarrillo de hachís, si lo ha conseguido.
Enrique llegó ayer muy tarde y algo borracho. Me encontró encerrada en el baño, llorando, presa de un ataque de angustia que desató la lectura del último fragmento del diario de mi madre. Traía hachís y liamos un canuto cuyo efecto intenté reforzar o confundir con un whisky. Me preguntó que qué me pasaba y le dije que no me encontraba bien.
– ¿Qué te duele ahora? -preguntó con tono paciente.
– No me duele nada -respondí-, simplemente estás hablando con alguien que vive en el infierno y tú todavía no te has dado cuenta.
– Todos vivimos en un infierno, Elena, todos, pero no le pasamos la factura a nadie. ¿Sabes por qué? Porque cada uno de nosotros elige su propio infierno, aquel en el que se encuentra más cómodo. Sé que a veces desprecias mi afición al dinero y que te has desligado por completo de mis negocios, de nuestros negocios, porque también son tuyos. Pues bien, gracias a estos negocios puedo costearme los infiernos que quiero y no ando por ahí contándole a nadie rnis desgracias. Lo que te ocurre a ti es que todavía ignoras en qué infierno quieres vivir. Averigúalo, date el tiempo que necesites y cuando lo sepas dímelo. Creo que podré pagártelo por caro que resulte. Entretanto, procuremos tener un poco de calma, por favor.
– Hay cosas -respondí- que no guardan relación con el dinero. Tú y yo hemos vivido de esas cosas en otro tiempo.
– Mira, Elena, en esa época teníamos impulsos, pero carecíamos de ideas. Yo ahora tengo ideas, estoy lleno de ideas que se alimentan con dinero o con los atributos del dinero y no pienso renunciar a ellas porque son mi razón de ser. Lleva cuidado, porque cuando las ideas mueren ocupan un lugar los ideales y a estas alturas ya sabemos lo que los ideales dan de sí.
No quise continuar hablando, pues comprendí que nos movíamos en lógicas diferentes y que yo envidiaba la suya porque era sólida como una piedra. Cuando estábamos muy aturdidos, nos metimos en la cama e hicimos el amor con una pasión incomprensible. Pero yo entendí en algún instante que la pasión provenía del conocimiento de que era la última vez que lo hacíamos. Y comprendí también que no regresaría a casa, no porque me fuese a morir, como mi madre cuando recibió la visita de su antípoda, sino porque iba a acelerar el proceso de convertirme en otra para encontrar al fin mi propio infierno y descansar.
Enrique ha salido y yo estoy preparando mi equipaje para regresar a Madrid sin él.
La realización de cuestiones de orden práctico puede justificar toda una vida, así de odiosas son. Estoy en un hotel en el que me instalé provisionalmente al regresar de Bruselas, mientras buscaba un apartamento. Al fin he encontrado uno a mi gusto y me trasladaré a él en los próximos días. A Enrique le dejé una nota justificando mi abandono y no ha intentado localizarme hasta el momento. No sé si esta actitud me gusta o no. En cualquier caso, estos días, dedicados a resolver las cuestiones prácticas de mi próxima existencia, me han hecho reflexionar un poco sobre mis inclinaciones burguesas y me he visto obligada a darle la razón a Enrique en algunas cosas. No viviría en cualquier sitio ni sin unas comodidades mínimas, a las que ya estoy acostumbrada, pero tampoco estoy dispuesta a que el disfrute de tales comodidades constituya el precio de no saber quién soy ni dónde están mis intereses. De manera que he alcanzado un acuerdo entre mis impulsos burgueses y mi locura, reduciendo ésta y dejando desarrollarse ligeramente a aquéllos, para alcanzar el punto de equilibrio necesario en este primer tramo de mi nueva vida.
Lo que sí hice nada más llegar a Madrid fue telefonear al detective para que realizara un informe diario de mis actividades. De estos informes, por banales que resulten, no puedo prescindir porque certifican mi existencia, pero también porque la seguridad de que alguien me mira me da fuerzas para moverme de un lado a otro en esta durísima tarea de construir mi propia vida. Nunca terminamos de hacernos; estos días tengo la impresión de estar frente a mí como un escultor frente a una roca de la que ha de eliminar todo cuanto no sea substancial.
Creo que he abandonado el hachís definitivamente, aunque quizá sería más exacto decir que el hachís me ha abandonado, pues mi voluntad no ha intervenido en este proceso de separación. Simplemente, ha dejado de apetecerme fumar y gracias a ello me levanto menos aturdida por las mañanas y no noto la garganta tan seca. La verdad es que no deseo dejar el hachís definitivamente porque le debo muchas cosas, pero sí me gustaría, en el futuro, tener una relación distinta, menos compulsiva, con él. Se trataría de fumar para estar bien y no al contrario. Ya-veremos.
Hace mucho calor estos días y la gente anda como si fuera feliz por la proximidad de las vacaciones. Me alegro mucho de no tener vacaciones este año y sólo espero que todo el mundo abandone Madrid para quedarme sola y dejarme invadir por el futuro. El futuro es un bulto que ha empezado a crecer en alguna parte de mí y al que alimentaré como a un hijo. Se trata de que al final haya merecido la pena haber vivido.
El hotel ha comenzado a darme miedo. Salgo poco por temor a que a mi regreso no me reconozcan, no haya ninguna habitación a mi nombre o hablen en una lengua desconocida para mí. Afortunadamente, en unos días terminarán los arreglos en el apartamento que he alquilado y podré trasladarme a vivir en él.
Estos días tengo mal sabor de boca y la comida no me apetece nada. De todos modos, mi cuerpo, en líneas generales, va mejor. Ayer subí a darme un baño en la piscina del hotel y noté que mis músculos respondían al estímulo del agua. Fue como recuperar una dimensión antigua y olvidada del cuerpo. Cuando regresé a la habitación, estaba cansada físicamente y ello me produjo un gran placer, pues hacía años que no conocía ese tipo de cansancio. Quizá deba procurar beber algo menos, pero paso muchas horas en esta habitación ya veces necesito aturdirme un poco. Sin embargo, es curioso, mi figura sigue igual; quizá he adelgazado algo porque el hachís me hacía comer de un modo muy desordenado, pero en general conservo la misma cintura que hace quince años. En eso he tenido suerte; conozco otras mujeres que beben menos que yo y tienen los músculos del estómago muy dilatados. Precisamente, el detective lo señalaba el otro día en un informe:
…Desde que ha abandonado el hogar familiar, Elena Rincón ha mejorado mucho, quizá porque está más tranquila o porque se cuida más. Lo cierto es que a veces sorprende pensar que tiene casi cuarenta y cuatro años y que todavía no ha perdido la cintura…
Con alguna frecuencia incluye frases de este tipo, relacionadas con mi aspecto físico, en sus informes. De mi rostro decía hace poco que tenía muy bien colocadas las arrugas, como si hubieran sido distribuidas en él por el impulso de una inteligencia artística. Desde que no fumo hachís, quizá también porque estoy menos ensimismada, ha comenzado a apetecerme cuidarme un poco más. Se trata todavía de un proyecto lejano, de una intuición, según la cual estaría en el camino de descubrir un modo distinto de relación con el propio cuerpo y con sus partes. Mi madre, por lo que he visto en sus diarios, sólo era capaz de hablar con las visceras: a mí, sin embargo, me gustan más la piel y los músculos que se dibujan debajo de ella. Frente al hotel hay un parque, y algunos días, por la mañana, desde mi habitación, veo correr a una pareja de chicas. Son mucho más jóvenes que yo, claro, pero en ellas adivino una parte de mí que estaba dormida o muerta desde hace mucho tiempo.
Supongamos que mejoro físicamente, que logro, incluso, expulsar ese cuerpo extraño alojado en mi intestino. Suponer eso me produce algo de vértigo, porque cuando llegara a encontrarme así de bien ya no tendría ninguna excusa para no enfrentarme a mí misma, a mis deseos. Poner toda la pasión en el cuerpo, en sus dolencias o en sus desarreglos, tiene muchas ventajas, pero produce también cantidades considerables de sufrimiento.
Le he pedido a mi hermano que se ocupe de llevar al apartamento el reloj y la butaca de mi madre, además de algunas cosas de aseo personal. Prefiero que se ocupe él, pues no me apetece hablar con Enrique ni entrar en la casa por ahora.
Todavía no he llamado a mi hija. Creo que lo estoy retrasando porque no me siento con fuerzas para enfrentarme de nuevo a ella. Tal vez cuando me encuentre en lo que va a ser mi casa…
Hoy he recibido una carta de Enrique. La ha traído un mensajero. Creo que se trata de un texto liberador, pero triste, como si no pudiera darse una cosa sin la otra. Dice así:
Querida Elena: he preferido ponerte estas líneas a llamarte por teléfono para que no interpretaras mi actitud como un deseo de inmiscuirme en tus decisiones, aun cuando éstas me atañan directamente. Sé que estás en ese hotel por tu hermano y, por él también, sé que no te encuentras mal.
Supongo que lo que está ocurriendo no guarda relación conmigo, con nosotros. Por las razones que sea has decidido reorientar tu vida, o destrozarla, y lo has hecho sin contar con nadie. No te lo reprocho.
En cuanto a mí -en el caso de que te importe- quiero señalarte que, con independencia de la opinión que me merezca tu actitud, estoy abierto a ayudarte en lo que sea posible. Sin embargo, también quiero que sepas que no estoy dispuesto a sufrir y que jamás volvería a darte la oportunidad de que me hicieras las escenas que tuve que soportar en nuestro viaje a Bruselas.
Te ruego, pues, ya que has decidido desaparecer de ese modo, que no me llames nunca, a menos que sea para darme una buena noticia. También yo tengo derecho a que se respete el modo de vida que he elegido, y en ese modo de vida no tienen cabida las tragedias, ni las molestias intestinales ni los dolores de cabeza; mucho menos, las grandes preguntas acerca de la existencia o la angustia por ignorar adonde vamos o de dónde venimos. No entiendo nada acerca de esas cuestiones que dejaron de interesarme mucho antes de atravesar la barrera de la madurez.
Ello no quiere decir que no te quiera, aunque puedo perfectamente prescindir de ti como he ido prescindiendo de otras cosas que también quería con la misma naturalidad con la que se pierde el pelo o se adquieren las primeras arrugas. En cuanto a Mercedes, nuestra hija, le he contado, sin entrar en detalles, nuestra separación y no ha hecho ningún comentario. Quizá debas hablar con ella. He de confesar que me hace bastante feliz la idea de ser abuelo y de ser un abuelo joven. En algún lugar ha de colocar uno sus afectos y yo he comenzado a poner una buena porción de ellos en ese niño o esa niña que entrará en nuestras vidas dentro de unos meses.
Más adelante, cuando estés mejor instalada o más tranquila, podemos hablar, si quieres, de las cuestiones de orden práctico de esta separación que yo ni he alentado ni he pedido.
No incluyo la última frase, la de despedida, porque me suena a fórmula de misiva comercial. La carta de Enrique es muy fría, aunque quizá mi actitud no mereciera otra cosa, y en ningún momento he tenido la tentación de contestarla, ya que una de las decisiones que he tomado ha sido la de no volver a hablar, nunca, con quien no me entienda. Es tan inútil…
Quizá la relación que tenía con el hachís era un sustituto de la que tenía con mi madre. Ya señalé en otro lugar que ella me había dado todo lo bueno y todo lo malo, aunque al mismo tiempo y sin desenredar, como si la tarea de separar una cosa de otra y elegir me correspondiera a mí. Con el hachís me pasó algo parecido, porque gracias a él tuve acceso a una percepción diferente de la realidad y me ayudó a escapar de las cárceles en las que suelen caer las mujeres, en general, y en la que estaba destinada a mí, en particular. El hachís me ayudó a ver la trampa, como diría Enrique, que se esconde debajo de las cosas, pero me proporcionó también un sinfín de desarreglos que conducían a un modo de autodestrucción que desde esta nueva perspectiva me resulta incomprensible. Digo esto último con cierto temor, porque no ignoro que mi equilibrio es muy precario y que hay en él cosas que no domino bien: aquellas que todavía me tientan para regresar a la situación anterior.
Hoy es domingo y las personas y las cosas delatan la condición festiva del día. Siempre temí las tardes de los domingos, pues parecían un paréntesis de la propia vida, una especie de suspensión de las coordenadas en las que solemos actuar. Ahora que no tengo coordenadas, que he perdido todos los puntos de referencia, la tarde del domingo me parece un lugar para el descanso. Comeré en el hotel y luego quizá dé una vuelta para proporcionar algo de trabajo a mi detective. Fantaseo mucho con él, con su imagen, y confieso que la admiración que me profesa, y que cada día deja traslucir con menos pudor en sus informes, me proporciona una suerte de vértigo que a veces me recuerda el vértigo de la juventud. Después veré la televisión procurando no beber más de dos whiskys.
Creo que la semana que viene tendré listo el apartamento. Han terminado de pintar y de hacer los arreglos que pedí en la cocina y en el baño. Mañana saldré a escoger unas cortinas.
Ayer, finalmente, salí a hacer las últimas compras para dejar listo el apartamento. Hacía mucho calor y me puse una camiseta y una falda de vuelo, muy ligera, que he comprado estos días. El conjunto era algo adolescente y, sin embargo, me encajaba bien, como si me estuviera haciendo más menuda. Tal vez deba arreglarme el pelo, cambiarlo. Tengo esta melena desde hace veinte o veinticinco años y seguramente me costaría acostumbrarme a vivir sin ella, pero creo que si me la cortara resultaría más joven.
Estuve en el centro, viendo tiendas y eligiendo detalles que me hagan sentirme protegida en el apartamento. Comí en una cafetería en donde, curiosamente, cuando tomaba el café, comenzó a sonar una canción de los Beatles que escuché hace ya varios meses, también mientras comía, en otro bar. La situación, pues, era muy parecida, pero yo era distinta. Ahora era una mujer que había tomado las riendas de su vida, aun cuando no supiera manejarlas muy bien, mientras que el recuerdo que tengo de entonces es el de una mujer cuyos movimientos dependían de un impulso ajeno a su voluntad, como si fuera una autómata, un artefacto viviente manejado por la mano invisible de un mecánico.
Cuando salí de nuevo a la calle, me atracaron. Bajaba hacia Serrano y, de súbito, de la oscuridad de un portal salió un muchacho de unos veinte años que me colocó la navaja a la altura del vientre. Sin embargo, cuando estaba a punto de entregarle el bolso, apareció, como caído del cielo, un sujeto corpulento, que se interpuso entre el atracador y yo. Recuerdo que salí corriendo, mientras lamentaba no haberme podido fijar en los rasgos de mi salvador, pues no era otro que el detective. Esta mañana he mandando al botones del hotel a recoger el informe. Dice así:
Elena Rincón salió a las doce horas del día de la fecha del hotel donde se encuentra provisionalmente instalada y caminó sin prisas hasta la zona comercial del centro, donde realizó compras en diversos establecimientos. Iba vestida de un modo muy ligero y sencillo, con una camiseta y una falda pensadas sin duda para mujeres mucho más jóvenes que ella. Sin embargo, la falda, sobre todo la falda, le quedaba muy bien.
El tipo de compras que llevó a cabo revelan su intención de trasladarse cuanto antes al apartamento que ha alquilado en la calle María Moliner, en las estribaciones de la Plaza de Cataluña y relativamente cerca de su domicilio conyugal. A veces, abandonar un barrio cuesta más que dejar a un marido.
Comió despacio, como ensimismada, en una cafetería de la calle Velázquez, y al salir de allí estuvo a punto de resultar atracada por un muchacho que buscaba dinero urgente para adquirir alguna clase de droga. Me interpuse entre el muchacho y ella, que salió corriendo, y recibí un pequeño corte a la altura del diafragma antes de que me diera tiempo a hacerle rodar por el suelo de un tortazo. No pesaría más de cincuenta quilos y luego me arrepentí de haberle golpeado tan fuerte.
El caso es que perdí a Elena Rincón y tuve que acudir a una casa de socorro para que me curaran la herida. Es muy posible que Elena Rincón ni siquiera llegara a verme la cara, pues me coloqué de espaldas a ella y no hubo tiempo ni para que nos miráramos a los ojos antes de que emprendiera la huida.
Cierro el informe en este punto, pues no hay nada substancial que añadir y no estoy en la mejor postura para ayudar a la cicatrización de la herida.
Después de leerlo, he llamado a la agencia para escuchar su voz y la conversación ha discurrido de un modo que no esperaba, pero que me ha gustado mucho.
– Su misión -he dicho en tono agresivo, tras identificarme- no consiste en proteger a Elena Rincón de agresiones callejeras, sino en seguirla allá donde vaya e informarnos después de sus movimientos.
– Perdone usted -me ha respondido en tono cortés-, yo sé cuál es mi misión cuando veo que una persona agrede a otra. Volvería a hacer lo que he hecho, aunque las consecuencias fueran más graves de las que he padecido.
– El informe es excesivamente corto, como si intentara ocultarnos algunos de los movimientos realizados por la investigada. Empezamos a tener la impresión de que a usted le gusta demasiado esa mujer y quizá tengamos que prescindir de sus servicios.
– Pues ya que lo dice -respondió la voz-, permítame que dimita de ese repugnante trabajo en este momento. Nunca debí aceptar una investigación de esta clase.
– ¿Por qué dice eso? -pregunté en tono seductor, por miedo a que colgara el teléfono.
– Primero, señora, porque nunca se debe trabajar para un cliente sin rostro; segundo, porque siempre se debe conocer el fin hacia el que está orientada la investigación; y, tercero, porque en este caso estamos cometiendo un atropello contra una mujer absolutamente indefensa y a la que sólo se le puede achacar una inclinación patológica al juego, inclinación de la que me consta que se está apartando. Si el problema es que ha dejado alguna deuda importante en un casino, sáquenle el dinero a su marido, que tiene para dar y tomar. Pero a Elena Rincón déjenla en paz, que bastante ha padecido soportando estos años al tal Enrique Acosta.
– Está usted enamorado de ella -dije- y eso no le permite ser objetivo. No se fíe.
– Ustedes me pidieron que no fuera objetivo. Esta conversación, por otra parte, es inútil. Transmita mi dimisión a su jefe y adviértale que voy a continuar vigilando a Elena Rincón, pero esta vez para protegerla de ustedes. Ignoro en qué andan metidos, pero tanto secreto sólo puede ocultar algo ilegal. Tóquenle un pelo a esa mujer y tendrán que vérselas conmigo.
Dicho esto, colgó el teléfono dejándome sumida en un estupor del que todavía no he conseguido salir. ¿Estaré metiéndome en uña historia? No sé, lo cierto es que el detective ha comenzado a funcionar como un punto de referencia del que difícilmente podría prescindir en este momento. De súbito, me ha asaltado la idea de que quizá este hombre haya averiguado quién soy, y entonces su actitud va dirigida a seducirme.
Pasado mañana me traslado a mi nuevo domicilio.
Me he cortado el pelo, lo llevo muy corto, como una chica joven que vi en una revista. Me lo mojo todos los días, cuando me ducho, y se me seca enseguida. Pensé que debía hacerlo antes de ocupar mi nueva casa para completar la transformación. Soy otra.
Esta noche he dormido por primera vez en el apartamento y he soñado mucho, pero eran historias raras, muy difíciles de describir, porque carecían de la coherencia que exigimos a las cosas que nos contamos durante la vigilia. Cuando fumaba hachís, no soñaba, como si la droga sustituyera a los sueños; a las pesadillas, más bien. Voy a esperar unos días y volveré a fumar hachís, aunque de otro modo, cuando realmente me apetezca.
Me muevo en el apartamento como si llevara años encerrada en él. Percibo sus paredes, su cuarto de baño, sus muebles, como una prolongación de mí y no como mis enemigos. Estoy bien, en paz conmigo misma y algo excitada por saber qué será de mi vida en los próximos años, cómo envejeceré, cómo nombraré lo que me atañe.
He telefoneado a mi hija con intención de invitarla a comer, pero me ha dicho que mañana mismo sale de vacaciones y que tenía que prepararlo todo. No quería verme y para mí ha sido una liberación, pues todavía no tengo mucho que decirle. En los próximos meses, su bulto y el mío crecerán de forma paralela, pero el mío, aquel a través del cual me naceré, crece hacia la posibilidad de una vida nueva, diferente, mientras que el suyo crece hacia la repetición mecánica de lo que ha visto hacer en otros. Mercedes no ha advertido aún que es mujer y que esa condición implica un mandato al que tarde o temprano hay que enfrentarse si queremos que vivir continúe mereciendo la pena.
He colocado la butaca de mi madre junto al ventanal de la pequeña terraza que da a María Moliner, que es una calle estrecha, pero tranquila. Sentada en ella escribo estas líneas que quizá sean las últimas, por lo menos las últimas de mi vida anterior, la que clausuré en Bruselas al día siguiente de encontrarme con mi antípoda. El tictac del reloj de péndulo es apacible como el vértigo del vacío al que se abre mi futuro. Tenemos toda la vida por delante, ya no hay prisas. En es.tos momentos siento que la rareza intestinal ha desaparecido y noto su ausencia como la ausencia de la melena cada vez que inclino la cabeza. Hay dos hombres discutiendo en la calle, frente a mi terraza; forman parte de esa sociedad, de esa máquina que Enrique, mi marido, representa tan bien. Viven dentro de una pesadilla de la que se sienten artífices. Cuando despierten de ese sueño, les llevaré una vida de ventaja.
De súbito, el sol se ha colocado de tal modo que no me deja ver. Por el ventanal entra una luz cegadora y.blanca como la del cuarto de baño de un hotel. En medio de esa luz, muy pronto, irá corporeizándose una forma oscura y bella como la del diablo, pero apacible y dulce como la de la divinidad.