PRIMERA PARTE

LAS AGUAS MÁS OSCURAS

En la segunda semana de diciembre de 1992, apenas cesó la lluvia, fuimos en familia a esparcir tus cenizas, Paula, cumpliendo con las instrucciones que dejaste en una carta, escrita mucho antes de caer enferma. Apenas les avisamos de lo que había ocurrido, tu marido, Ernesto, se vino de Nueva Jersey y tu padre de Chile. Alcanzaron a despedirse de ti, que reposabas envuelta en una sábana blanca, antes de llevarte para ser cremada. Después nos reunimos en una iglesia para oír misa y llorar juntos. Tu padre debía regresar a Chile, pero esperó a que escampara, y dos días más tarde, cuando por fin asomó un tímido reflejo del sol, fuimos toda la familia, en tres coches, a un bosque. Tu padre iba delante, guiándonos. No conoce esta región, pero la había recorrido en los días previos buscando el sitio más adecuado, el que tú hubieras preferido. Hay muchos lugares para escoger, aquí la naturaleza es pródiga, pero por una de esas coincidencias, que ya son habituales en lo que se refiere a ti, hija, nos condujo directamente al bosque donde yo iba a menudo a caminar para mitigar la rabia y el dolor cuando estabas enferma, el mismo donde Willie me llevó de picnic cuando recién nos conocimos, el mismo donde tú y Ernesto solían pasear de la mano cuando venían a vernos a California. Tu padre entró al parque, recorrió una parte del camino, estacionó el coche y nos hizo señas de que lo siguiéramos. Nos llevó al sitio exacto que yo habría elegido, porque había ido allí muchas veces a rogar por ti: un arroyo rodeado de altas secuoyas, cuyas copas forman la cúpula de una catedral verde. Había una ligera niebla que difuminaba los contornos de la realidad; la luz pasaba apenas entre los árboles, pero las hojas brillaban, mojadas por el invierno. De la tierra se desprendía un aroma intenso de humus y eneldo. Nos detuvimos en torno a una minúscula laguna, hecha con rocas y troncos caídos. Ernesto, serio, demacrado, pero ya sin lágrimas, porque las había vertido todas, sostenía la urna de cerámica con tus cenizas. Yo había guardado unas pocas en una cajita de porcelana para tenerlas siempre en mi altar. Tu hermano, Nico, tenía a Alejandro en brazos, y tu cuñada, Celia, iba con Andrea, que todavía era un bebé, tapada con chales y prendida del pezón. Yo llevaba un ramo de rosas, que lancé, una a una, al agua. Después, todos nosotros, incluso Alejandro, de tres años, sacamos un puñado de cenizas de la urna y las dejamos caer sobre el agua. Algunas flotaron brevemente entre las rosas, pero la mayoría se fue al fondo, como arenilla blanca.

– ¿Qué es esto? -preguntó Alejandro.

– Tu tía Paula -le dijo mi madre, sollozando.

– No parece -comentó, confundido.

Empezaré a contarte lo que nos ha pasado desde 1993, cuando te fuiste, y me limitaré a la familia, que es lo que te interesa. Tendré que omitir a dos hijos de Willie: Lindsay, a quien casi no conozco, sólo lo he visto una docena de veces y nunca hemos pasado de los saludos esenciales de cortesía, y Scott, porque él no quiere aparecer en estas páginas. Tú le tenías mucho cariño a ese mocoso solitario y flaco, con anteojos gruesos y pelos desgreñados. Ahora es un hombre de veintiocho años, parecido a Willie, que se llama Harleigh; él se puso Scott a los cinco años, porque le gustaba ese nombre, y lo usó por mucho tiempo, pero en la adolescencia recuperó el suyo.

La primera persona que me viene a la mente y al corazón es Jennifer, la única hija de Willie, quien a comienzos de ese año acababa de fugarse por tercera vez de un hospital, donde habían ido a parar sus huesos por una infección más, entre las muchas que había soportado en su corta vida. La policía no hizo el amago de buscarla, había demasiados casos como ése, y esa vez los contactos de Willie con la ley no sirvieron de nada. El médico, un filipino alto y discreto que la había salvado a golpe de perseverancia cuando llegó al hospital volada de fiebre, y que ya la conocía porque le había tocado atenderla en un par de ocasiones anteriores, le explicó a Willie que debía encontrar a su hija pronto o se moriría. Con dosis masivas de antibióticos durante varias semanas podría salvarse, dijo, pero había que evitar una recaída, que sería mortal. Estábamos en una sala de paredes amarillas, con sillas de plástico, afiches de mamografías y exámenes de sida, llena de pacientes esperando su turno para ser atendidos de urgencia. El médico se quitó los lentes redondos de marco metálico, los limpió con un pañuelo de papel y respondió a nuestras preguntas con prudencia. No sentía simpatía por Willie ni por mí, a quien tal vez confundía con la madre de Jennifer. A sus ojos éramos culpables, la habíamos descuidado, y ahora, demasiado tarde, acudíamos a él compungidos. Evitó darnos detalles, porque era información confidencial, pero Willie pudo averiguar que además de los huesos convertidos en astillas y de múltiples infecciones, su hija tenía el corazón a punto de reventar. Hacía nueve años que Jennifer se empeñaba en torear a la muerte.

La habíamos visto en el hospital durante las semanas anteriores, atada de las muñecas para que no se arrancara las sondas en los delirios de la fiebre. Era adicta a casi todas las drogas conocidas, desde el tabaco hasta la heroína; no sé cómo su cuerpo resistía tanto abuso. Como no lograron encontrar una vena sana para inyectar los medicamentos, optaron por colocarle una sonda en una arteria del pecho. A la semana sacaron a Jennifer de la unidad de cuidados intensivos y la llevaron a una sala de tres camas, que compartía con otras pacientes, donde ya no estaba amarrada y no la vigilaban como antes. Comencé a visitarla a diario y le llevaba lo que me pedía, perfumes, camisas de dormir, música, pero todo desaparecía. Supongo que sus compinches acudían a horas intempestivas para abastecerla de drogas, que ella pagaba con mis regalos, a falta de dinero. Como parte del tratamiento, le administraban metadona para ayudarla a soportar la abstinencia, pero ella además se inyectaba en la sonda cuanto sus proveedores le llevaban de contrabando. Algunas veces me tocó lavarla. Tenía los tobillos y los pies hinchados, el cuerpo sembrado de machucones, marcas de agujas infectadas, cicatrices y un costurón de pirata en la espalda.

«Una cuchillada», fue su lacónica explicación.

La hija de Willie fue una muchacha rubia, de grandes ojos azules, como los de su padre, pero se habían salvado pocas fotografías del pasado y ya nadie la recordaba como había sido, la mejor alumna de su clase, obediente y pulcra. Parecía etérea. La conocí en 1988, al poco tiempo de instalarme en California para vivir con Willie, cuando ella todavía era bella, aunque ya tenía la mirada esquiva y esa niebla engañosa que la envolvía como un oscuro halo. Exaltada por mi amor recién estrenado con Willie, no me sorprendió que un domingo invernal él me llevara a una cárcel, al este de la bahía de San Francisco. Aguardamos largo rato en un patio inhóspito haciendo fila con otros visitantes, la mayoría negros y latinos, hasta que abrieron las rejas y nos permitieron entrar a un lúgubre edificio. Separaron a los pocos hombres de las muchas mujeres y niños. No sé cuál fue la experiencia de Willie, pero a mí una matrona en uniforme me confiscó la cartera, me empujó detrás de una cortina y me metió las manos por donde nadie se había atrevido, con más brusquedad de la necesaria, tal vez porque mi acento me hacía sospechosa. Por suerte, una campesina salvadoreña, visitante como yo, me había advertido en la cola que no hiciera bulla, porque lo pasaría peor. Finalmente Willie y yo nos encontramos en un tráiler acondicionado para las visitas de las presas, un espacio largo y angosto, dividido por una reja de gallinero, detrás de la cual estaba Jennifer. Llevaba un par de meses en la cárcel; limpia y bien alimentada, parecía una escolar en día domingo, en contraste con el aspecto tosco de las otras reclusas. Recibió a su padre con insoportable tristeza. En los años siguientes comprobé que siempre lloraba cuando estaba con Willie, no sé si por vergüenza o por rencor. Willie me presentó brevemente como «una amiga», aunque estábamos viviendo juntos desde hacía cierto tiempo, y se quedó de pie frente a la reja de gallinero, con los brazos cruzados y la vista clavada en el suelo. Yo los observaba a corta distancia, oyendo pedazos del diálogo entre los murmullos de otras voces.

– ¿Por qué esta vez?

– Ya lo sabes, ¿para qué me lo preguntas? Sácame de aquí, papá.

– No puedo.

– ¿Acaso no eres abogado?

– La última vez te advertí que no volvería a ayudarte. Si has escogido esta vida, paga las consecuencias.

Ella se limpió las lágrimas con la manga, pero siguieron cayéndole por las mejillas mientras preguntaba por sus hermanos y su madre. Pronto se despidieron y ella salió escoltada por la misma mujer de uniforme que me había requisado la cartera. Entonces aún le quedaba un rescoldo de inocencia, pero seis años más tarde, cuando escapó de los cuidados del médico filipino en el hospital, ya nada había de la muchacha que conocí en esa cárcel. A los veintiséis años parecía una mujer de sesenta.

Al salir estaba lloviendo y Willie y yo corrimos, empapados, las dos cuadras que nos separaban del estacionamiento donde habíamos dejado el coche. Le pregunté por qué trataba a su hija con tanta frialdad, por qué no la ponía en un programa de rehabilitación, en vez de dejarla entre rejas.

– Está más segura allí -replicó.

– ¿No puedes hacer nada? ¡Tiene que haber algún tratamiento!

– Es inútil, nunca ha querido aceptar ayuda y ya no puedo obligarla, es mayor de edad.

– Si fuera mi hija, movería cielo y tierra para salvarla.

– No es tu hija -me dijo con una especie de sordo resentimiento.

En esa época rondaba a Jennifer un joven cristiano, uno de esos alcohólicos redimidos por el mensaje de Jesús que ponen en la religión el mismo fervor que antes dedicaban a la botella. Lo vimos en algunas ocasiones en la cárcel, los días de visita, siempre con su Biblia en la mano y la sonrisa beatífica de los escogidos de Dios. Nos saludaba con la compasión reservada a quienes viven en las tinieblas del error, lo que ponía frenético a Willie, pero en mí lograba el efecto deseado: me avergonzaba. Se requiere muy poco para que yo me sienta culpable. A veces me llevaba aparte para hablarme y mientras él citaba el Nuevo Testamento -«Jesús dijo a quienes iban a lapidar a la mujer adúltera: "Quien esté libre de pecado que lance la primera piedra".»- yo observaba fascinada su mala dentadura y procuraba protegerme de las salpicaduras de saliva. No sé qué edad tenía. Si estaba callado parecía muy joven, por su facha de grillo y su piel pecosa, pero esa impresión se esfumaba apenas empezaba a predicar con voz chillona y gestos ampulosos. Al principio quiso atraer a Jennifer a las filas de los justos mediante la lógica de su fe, a la que ella era inmune. Luego optó por modestos regalos, que daban mejor resultado: por un puñado de cigarrillos ella podía calarse un rato de lecturas evangélicas. Cuando Jennifer salió en libertad, él la estaba esperando en la puerta, vestido con camisa limpia y rociado de perfume. Solía llamarnos por teléfono a horas tardías para darnos noticias de su protegida y conminar a Willie a que se arrepintiera de sus pecados y aceptara al Señor en su corazón, pues entonces podría recibir el bautismo de los elegidos y reunirse con su hija bajo el amparo del amor divino. No sabía con quién trataba: Willie es hijo de un predicador extravagante, se crió en una carpa donde su padre, con una culebra gorda y mansa enrollada en la cintura, imponía a los creyentes su religión inventada; por eso cualquier cosa que huela a sermón lo incita a escapar rajado. El evangélico estaba obsesionado con Jennifer, ciego por ella como una polilla ante una lámpara. Se debatía entre su fervor místico y la pasión carnal, entre salvar el alma de aquella Magdalena, o gozar de su cuerpo, algo estropeado pero todavía excitante, como nos confesó con tal candor, que no pudimos burlamos de él.

«No caeré en el delirio de la lujuria, sino que me casaré con ella», nos aseguró con ese extraño vocabulario que empleaba y enseguida nos dio una perorata sobre la castidad en el matrimonio, que nos dejó azorados.

«Este tío es tonto o maricón», fue el comentario de Willie, pero de todos modos se aferró a la idea del casamiento, porque aquel infeliz de buenas intenciones podía rescatar a su hija. Sin embargo, cuando el galán se lo propuso a Jennifer, rodilla en tierra, ella le respondió con una risotada. Al predicador lo mataron de una paliza brutal en un bar del puerto, donde fue una noche a propagar el mensaje apacible de Jesús entre marineros y estibadores que no estaban de humor para el cristianismo. No volvimos a despertarnos a medianoche con sus discursos mesiánicos.

Jennifer pasó su infancia disimulada en los rincones, solapada, mientras su hermano Lindsay, dos años mayor, acaparaba la atención de los adultos, que no podían controlarlo. Era una niña de buenos modales, misteriosa, con un sentido del humor demasiado sofisticado para su edad. Se reía de sí misma con una carcajada clara y contagiosa. Nadie sospechaba que de noche se escapaba por una ventana, hasta que fue arrestada en uno de los barrios más sórdidos de San Francisco, donde la policía teme aventurarse de noche, a muchas millas de su casa. Tenía quince años. Sus padres llevaban varios años divorciados; cada uno vivía ocupado en lo suyo y tal vez no calibraron la gravedad del problema. A Willie le costó reconocer a la muchacha maquillada a brochazos, incapaz de tenerse de pie o articular palabra, que yacía tiritando en una celda de la comisaría. Horas más tarde, a salvo en su cama y con la mente algo más despejada, Jennifer le prometió a su padre que se enmendaría y nunca volvería a cometer una tontería como aquélla. Él la creyó. Todos los jóvenes tropiezan y caen; él mismo se había metido en problemas con la ley cuando era un muchacho. Eso fue en Los Ángeles, cuando él tenía trece años, y sus líos eran robar helados y fumar marihuana con los chiquillos mexicanos del barrio. A los catorce se dio cuenta de que si no se enderezaba por sí solo se quedaría torcido, porque no había nadie que pudiese ayudarlo, entonces se alejó de los pandilleros y decidió terminar la escuela, trabajar para pagar la universidad y convertirse en abogado.

Después de que huyó del hospital y de los cuidados del médico filipino, Jennifer sobrevivió porque era muy fuerte, a pesar de su aparente fragilidad, y no supimos de ella por un tiempo. Un día de invierno oímos el vago rumor de que estaba embarazada, pero lo descartamos por imposible; ella misma nos había dicho que no podía tener hijos, había abusado demasiado de su cuerpo. Tres meses más tarde llegó a la oficina de Willie a pedirle dinero, lo que rara vez hacía: prefería arreglarse sola, pues así no tenía que dar explicaciones. Sus ojos se movían desesperados buscando algo que no lograba hallar y le temblaban las manos, pero su tono era firme.

– Estoy encinta -le anunció a su padre.

– ¡No puede ser! -exclamó Willie.

– Eso creía yo, pero mira… -Se abrió la camisa de hombre que la cubría hasta las rodillas y le mostró una protuberancia del tamaño de un pomelo-. Será una niña y nacerá en el verano. La llamaré Sabrina. Siempre me ha gustado ese nombre.

CADA VIDA, UN FOLLETÍN

Pasé casi todo ese año de 1993 encerrada escribiéndote, Paula, entre lágrimas y recuerdos, pero no pude evitar una larga gira por varias ciudades norteamericanas para promover El plan infinito, una novela inspirada en la vida de Willie; acababa de publicarse en inglés, pero la había escrito dos años antes y ya existía en varios idiomas europeos. El título se lo robé al padre de Willie, cuya religión trashumante se llamaba «el plan infinito». Willie había mandado mi libro de regalo a todos sus amigos, calculo que él compró la primera edición completa. Estaba tan ufano que debí recordarle que no era su biografía, sino ficción.

«Mi vida es una novela», me respondió. Todas las vidas pueden contarse como una novela, cada uno de nosotros es el protagonista de su propia leyenda. En este momento, al escribir estas páginas, tengo dudas. ¿Sucedieron los hechos tal como los recuerdo y como los cuento? A pesar de la fundamental correspondencia con mi madre, en la que preservamos día a día una versión más o menos verídica tanto de los eventos triviales como de los importantes, estas páginas son subjetivas. Willie me dijo que el libro era un mapa de su trayectoria y agregó que era una lástima que el actor Paul Newman estuviese un poco viejo para el papel del protagonista en caso que hicieran la película.

«Habrás notado que Paul Newman se parece a mí», me hizo ver con su habitual modestia. No me había dado cuenta, pero no conocí a Willie de joven, cuando seguramente eran iguales.

La publicación del libro en inglés ocurrió en mal momento para mí; no deseaba ver a nadie y la idea de una gira de promoción me agobiaba. Estaba enferma de pena, obsesionada por lo que pude haber hecho y no hice para salvarte. ¿Cómo no me di cuenta de la desidia de los médicos en aquel hospital de Madrid? ¿Por qué no te saqué de allí y te traje de inmediato a California? Por qué, por qué… Me encerraba en la pieza donde pasaste tus últimos días, pero ni siquiera en ese lugar sagrado hallaba algo de paz. Habrían de pasar muchos años antes de que te convirtieras en una amiga suave y constante. Entonces sentía tu ausencia como un dolor agudo, una lanza en el pecho, que a veces me ponía de rodillas.

También me preocupaba Nico, porque acabábamos de enterarnos de que tu hermano también tiene porfiria.

«Paula no murió de porfiria, sino por negligencia médica», insistía tu hermano, para tranquilizarme, pero estaba inquieto, no tanto por sí mismo como por sus dos hijos y el tercero que venía en camino. Los niños podrían haber recibido esa nefasta herencia; lo sabríamos cuando tuvieran edad para someterse a los exámenes. Tres meses después de tu muerte, Celia nos anunció que esperaban otro crío, lo que yo ya sospechaba, por sus ojeras de sonámbula y porque yo lo había soñado, tal como soñé a Alejandro y Andrea antes de que se movieran en el vientre de su madre. Tres hijos en cinco años era una imprudencia; Nico y Celia carecían de empleo seguro y sus visas de estudiante estaban a punto de expirar, pero igual celebramos la noticia.

«No se preocupen, cada niño llega con un pan bajo el brazo», fue el comentario de mi madre al enterarse. Así fue. Esa misma semana comenzamos los trámites para las visas de residencia de Nico y su familia; yo había obtenido mi ciudadanía en Estados Unidos, después de cinco años de espera, y podía apadrinarlos.

Willie y yo nos conocimos en 1987, tres meses antes de que tú conocieras a Ernesto. Alguien te dijo entonces que yo había dejado a tu padre por él, pero te prometo que no fue así. Tu padre y yo estuvimos juntos veintinueve años, nos conocimos cuando yo tenía quince y él iba a cumplir veinte. Cuando decidimos divorciarnos, yo ni siquiera sospechaba que tres meses más tarde encontraría a Willie. Nos reunió la literatura: Willie había leído mi segunda novela y sintió curiosidad por conocerme cuando yo pasaba como un cometa por el norte de California. Se llevó un chasco conmigo, porque no soy para nada el tipo de mujer que él prefiere, pero lo disimuló bastante bien y hoy asegura que sintió de inmediato una «conexión espiritual». No sé lo que será eso. Por mi parte, debí de actuar deprisa, porque iba saltando de ciudad en ciudad en un viaje demente. Te llamé para pedirte consejo y me dijiste, riéndote a carcajadas, que para qué te preguntaba, si ya había tomado la decisión de lanzarme de cabeza a la aventura. Se lo conté a Nico y exclamó horrorizado: «¡A tu edad, mamá!». Yo tenía cuarenta y cinco años, que a él le parecían el umbral de la sepultura. Eso me dio la clave de que no había tiempo que perder, debía ir al grano. Mi urgencia barrió con la justificada cautela de Willie. No voy a repetir aquí lo que ya sabes y he contado muchas veces; según Willie, tengo cincuenta versiones de cómo empezó nuestro amor y todas son ciertas. Para resumir, te recuerdo que pocos días más tarde dejé mi vida anterior y aterricé sin invitación en casa de ese hombre de quien me había encaprichado. Nico dice que «abandoné a mis hijos», pero tú estabas estudiando en Virginia y él ya tenía veintiún años, era un guajalote que no necesitaba los mimos de su mamá. Una vez que Willie se repuso de la brutal sorpresa de verme en su puerta con un bolso de viaje, iniciamos la vida en común con entusiasmo, a pesar de las diferencias culturales que nos separaban y los problemas de sus hijos, que ni él ni yo sabíamos manejar. Me parecía que la vida y la familia de Willie eran como una mala comedia en la que nada funcionaba. ¿Cuántas veces te llamé para pedirte consejo? Creo que todos los días. Y siempre me contestabas lo mismo: «¿Qué es lo más generoso que puedes hacer en este caso, mamá?». Willie y yo nos casamos ocho meses después. No fue por iniciativa de él, sino mía. Al comprender que la pasión del primer momento iba convirtiéndose en amor y que probablemente me quedaría en California, decidí traer a mis hijos. Debía ser ciudadana estadounidense si deseaba reunirme contigo y tu hermano, así es que no me quedó más remedio que tragarme el orgullo y sugerirle a Willie la idea del matrimonio. Su reacción no fue de dicha explosiva, como yo tal vez osé esperar, sino de pavor, porque varios amores fracasados habían apagado las brasas románticas de su corazón, pero al final le doblé la mano. Bueno, en realidad no fue difícil: le di hasta las doce del día siguiente para que se decidiera y empecé a hacer mi maleta. Quince minutos antes de que se cumpliera el plazo, Willie aceptó mi mano, aunque nunca entendió mi porfiada insistencia en vivir cerca de Nico y de ti, porque en Estados Unidos los jóvenes abandonan el hogar paterno cuando terminan la escuela y sólo vuelven de visita para Navidad o el día de Acción de Gracias. A los americanos les choca la costumbre chilena de convivir en clan para siempre.

– ¡No me obligues a escoger entre los niños y tú! -le advertí en aquella ocasión.

– No se me ocurriría. Pero ¿estás segura de que ellos quieren vivir cerca de ti? -me preguntó.

– Una madre siempre tiene derecho a convocar a sus hijos.

Nos casó un señor que había obtenido su licencia por correo, mediante el pago de veinticinco dólares, porque Willie, siendo abogado, no consiguió ningún juez amigo que lo hiciera. Eso me dio mala espina. Fue el día de más calor en la historia del condado de Marin. La ceremonia se llevó a cabo en un restaurante italiano sin aire acondicionado; la torta se derritió por completo, la señorita que tocaba el arpa se desmayó y los invitados, chorreados de sudor, fueron quitándose la ropa. Los hombres terminaron sin camisa ni zapatos, y las mujeres, sin medias ni ropa interior. Yo no conocía a nadie, excepto a tu hermano y a ti, a mi madre y a mi editor americano, que vinieron de lejos para acompañarme. Siempre he sospechado que esa boda no fue del todo legal y espero que algún día nos dé el ánimo para casarnos como corresponde.

No quiero darte la impresión de que me casé sólo por interés, ya que sentía por Willie la lujuria heroica que suele perder a las mujeres de nuestra estirpe, tal como te pasó a ti con Ernesto, pero a la edad que teníamos cuando nos conocimos no había necesidad de casarse, salvo por el asunto de las visas. En otras circunstancias habríamos vivido en concubinato, como sin duda Willie hubiese preferido, pero yo no pensaba renunciar a mi familia, por muy parecido a Paul Newman que fuese aquel novio renuente. Contigo y con Nico salí de Chile durante la dictadura militar en la década de los setenta, con ustedes me refugié en Venezuela hasta finales de los ochenta, y con ustedes pensaba convertirme en inmigrante en Estados Unidos en los noventa. No me cabía duda de que tu hermano y tú estarían mucho mejor conmigo en California que desparramados por el mundo, pero no calculé las demoras legales. Pasaron cinco años, que fueron como cinco siglos, y entretanto ustedes se casaron, Nico con Celia en Venezuela y tú con Ernesto en España, pero eso no me pareció un inconveniente serio. Al cabo de un tiempo logré instalar a Nico y su familia a dos cuadras de nuestra casa, y si la muerte no te hubiera dado un zarpazo prematuro, también vivirías a mi lado.

Partí de viaje cruzando Estados Unidos en varias direcciones para promocionar mi novela y dar las conferencias que había postergado el año anterior, cuando no podía moverme de tu lado. ¿Sentías mi presencia, hija? Me he preguntado eso muchas veces. ¿Qué soñabas en la larga noche del noventa y dos? Soñabas, estoy segura, porque se movían tus ojos bajo los párpados y a veces despertabas asustada. Estar en coma debe de ser como estar atrapado en la densa niebla de una pesadilla. Según los médicos, no te dabas cuenta de nada, pero me cuesta creerlo.

En el viaje llevaba una bolsa de píldoras para dormir, para dolores imaginarios, para secar el llanto y para el miedo a la soledad. Willie no pudo acompañarme porque debía trabajar; su bufete no cerraba ni los domingos, siempre había una corte de milagros en su antesala y un centenar de casos sobre su escritorio. En esos días andaba afanado con la tragedia de un inmigrante mexicano que se mató al caer del quinto piso de un edificio en construcción en San Francisco. Se llamaba Jovito Pacheco y tenía veintinueve años. Oficialmente no existía. La empresa constructora se lavaba las manos, porque el hombre no figuraba en sus planillas. El subcontratista no tenía seguro y tampoco reconocía a Pacheco; lo había reclutado días antes en un camión; junto a veinte ilegales como él, y lo había conducido al sitio de trabajo. Jovito Pacheco era campesino y jamás se había subido a un andamio, pero tenía las espaldas fuertes y muchas ganas de trabajar… Nadie le indicó que debía ponerse un arnés de seguridad.

«¡Le meteré juicio a medio mundo si es necesario, pero voy a conseguir alguna compensación para esa pobre familia!», le oí decir a Willie mil veces. Por lo visto no era un caso fácil. Tenía una fotografía medio desteñida de la familia Pacheco en su oficina: padre, madre, abuela, tres niños pequeños y un bebé en los brazos, vestidos con su ropa de ir a la iglesia, alineados a pleno sol en una plaza polvorienta de México. El único que llevaba zapatos era Jovito Pacheco, un indio prieto con una sonrisa orgullosa y su aporreado sombrero de paja en la mano.

En esa gira fui vestida de negro de pies a cabeza con el pretexto de que es un color elegante, pues no quería admitir ni ante mí misma que iba de luto.

«Pareces una viuda chilena», me dijo Willie, me regaló una bufanda roja de bombero. No recuerdo a qué ciudades fui, a quién conocí, ni qué hice, tampoco importa, sólo que me encontré en Nueva York con Ernesto. Tu marido se emocionó mucho cuando le conté que estaba escribiendo unas memorias sobre ti. Lloramos juntos y la suma de nuestras tristezas desencadenó una tormenta de granizo.

«Suele granizar en invierno», me dijo Nico cuando se lo comenté por teléfono. Pasé varias semanas lejos de los míos en estado hipnótico. Por la noche me tumbaba en camas desconocidas, aturdida por los somníferos, y por la mañana me sacudía las pesadillas con café retinto. Hablaba por teléfono con los de California y a mi madre le mandaba cartas por fax, que el tiempo fue borrando porque se imprimían con una tinta sensible a la luz. Muchos acontecimientos de entonces se perdieron; estoy segura de que fue mejor así. Contaba las horas que faltaban para regresar a mi casa y esconderme del mundo; deseaba dormir con Willie, jugar con mis nietos y consolarme haciendo collares en el taller de mi amiga Tabra.

Me enteré de que Celia estaba perdiendo peso con el embarazo, en vez de ganarlo, de que mi nieto Alejandro ya iba con mochila a una guardería infantil, y que Andrea necesitaba someterse a una operación de los ojos. Mi nieta era menuda, tenía una pelusa dorada en la cabeza y era completamente bizca, su ojo izquierdo vagaba solo. Era quieta y callada, siempre parecía estar planeando algo, y se chupaba el dedo aferrada a un pañal de algodón -su «tuto»que no soltaba jamás. A ti no te gustaban los niños, Paula. Una vez que viniste de visita y te tocó cambiarle el pañal a Alejandro, me confesaste que mientras más estabas con tu sobrino, menos ganas tenías de ser madre. A Andrea no la conociste, pero la noche de tu muerte ella estaba durmiendo, junto a su hermano, a los pies de tu cama.

UN ALMA ANTIGUA VIENE DE VISITA

En mayo Willie me llamó a Nueva York para contarme que, desafiando los pronósticos de la ciencia y la ley de probabilidades, Jennifer había dado a luz a una niña. Una dosis doble de narcóticos precipitó el parto, y Sabrina nació dos meses antes de lo que le correspondía. Alguien llamó a una ambulancia, que la condujo al servicio de urgencias más cercano, un hospital católico privado donde nunca habían visto a nadie en aquel estado de intoxicación. Gracias a eso se salvó Sabrina, porque si hubiese nacido en el hospital público del barrio humilde de Oakland donde Jennifer vivía, habría sido uno más de los cientos de bebés que nacen para morir, condenados por las drogas en el vientre materno; nadie habría reparado en ella y su minúscula persona se habría perdido en las rendijas del recargado sistema de medicina social. Ella, en cambio, cayó en las hábiles manos del médico de turno, quien alcanzó a interceptarla cuando fue escupida al mundo y se convirtió en el primer seducido por los ojos hipnóticos de la pequeña.

«Esta niña tiene pocas posibilidades de sobrevivir», opinó al examinarla, pero quedó enredado en su mirada oscura y esa tarde no se fue a su casa cuando terminó la guardia. Para entonces había llegado una pediatra y los dos permanecieron parte de la noche vigilando la incubadora y calculando cómo desintoxicarían a la recién nacida sin dañarla más de lo que estaba y cómo la alimentarían, ya que no tragaba. De la madre no se preocuparon, pues había abandonado el hospital apenas pudo levantarse de la camilla.

A Jennifer, un dolor sordo le partía las caderas y no recordaba bien lo ocurrido, sólo la angustiosa sirena de la ambulancia, un largo pasillo con luces blancas y unos rostros que le gritaban órdenes. Creía que había dado a luz a una niña, pero no podía quedarse para confirmarlo. La habían dejado descansando en un cuarto, pero al cabo de un rato sintió el síndrome de abstinencia y comenzó a temblar de náuseas, cubierta de sudor, con los nervios electrizados; se vistió como pudo y escapó por una puerta de servicio. Un par de días más tarde, algo más repuesta del parto y tranquilizada por las drogas, pensó en la criatura que había dejado atrás y regresó a buscarla, pero ya no le pertenecía. Los Servicios de Menores habían intervenido y habían colocado en el brazo de la niña un dispositivo de seguridad, que activaba una alarma si alguien intentaba sacarla de la sala.

Interrumpí mi gira en Nueva York y volví en el primer vuelo disponible a California. Willie me recogió en el aeropuerto y me condujo directamente a la clínica; por el camino me explicó que su nieta estaba muy débil. Jennifer, perdida en su propio purgatorio, no podía cuidarse a sí misma y menos aún podía hacerse cargo de su hija. Vivía con un tipo que le doblaba la edad, que se ganaba la vida con tráficos sospechosos y había estado preso en más de una ocasión.

«Seguro que explota a Jennifer y le facilita las drogas», fue lo primero que se me ocurrió, pero Willie, mucho más noble que yo, le estaba agradecido de que al menos le diera un techo.

Corrimos por los pasillos de la clínica hasta la sala de los bebés prematuros. La enfermera ya conocía a Willie y nos llevó a una cunita en un rincón. Tomé en brazos a Sabrina por primera vez un día tibio de mayo, arropada en una mantilla de algodón, como un paquete. Abrí el bulto pliegue a pliegue y encontré en el fondo a la niña, como un caracol enrollado, con un pañal demasiado grande cubriéndola desde los tobillos hasta el cuello, y un gorro de lana en la cabeza. Del pañal salían dos patitas arrugadas, unos brazos como palillos y una cabeza perfecta, de facciones finas y ojos grandes, almendrados y oscuros, que me miraron con la determinación de un guerrero. No pesaba nada, tenía la piel seca y olía a medicamentos, era blanda, pura espuma.

«Nací con los ojos abiertos», dijo la enfermera. Sabrina y yo nos observamos durante un par de largos minutos, conociéndonos. Dicen que a esa edad los niños son casi ciegos, pero ella tenía la misma expresión intensa que la caracteriza hoy. Estiré un dedo para acariciarle la mejilla y s puño diminuto se aferró a mí con fuerza. Noté que tiritaba y la arropé con la mantilla, apretándola en mi pecho.

– ¿Cuál es su relación con la niña? -preguntó una mujer joven que antes se había presentado como la pediatra.

– Él es su abuelo -respondí, señalando a mi marido, que estaba junto a la puerta, tímido o demasiado emocionado para hablar-Los exámenes revelan la presencia de varias sustancias tóxicas en el sistema de la niña. También es prematura; calculo que tiene siete meses de desarrollo, pesa kilo y medio y su aparato digestivo no está totalmente formado.

– ¿No debería estar en una incubadora? -sugirió Willie.

– La sacamos hoy de la incubadora porque su respiración es normal, pero no se hagan ilusiones. Me temo que el pronóstico no es bueno…

– ¡Vivirá! -la interrumpió enfática la enfermera, una negra majestuosa con una torre de trencitas en la cabeza, arrebatándome a la criatura, que desapareció en sus gruesos brazos.

– ¡Odilia, por favor! -exclamó la pediatra, incrédula ante ese exabrupto tan poco profesional.

– Está bien, doctora, entendemos la situación -le dije, con un suspiro de cansancio.

No había tenido tiempo de cambiarme el vestido que había usado durante semanas en el viaje. Había recorrido quince ciudades en veintiún días, con una bolsa de mano donde llevaba lo indispensable, que en mi experiencia es muy poco. Tomaba un avión a primera hora de la mañana, llegaba a la ciudad de turno, donde me aguardaba una acompañante -casi siempre una señora tan fatigada como yo- para llevarme a las citas con la prensa. Comía un emparedado a mediodía, hacía un par de entrevistas más y me iba al hotel a darme una ducha antes de la presentación de la noche, en que me enfrentaba al público con los pies hinchados y una sonrisa forzada para leer algunas páginas de mi novela en inglés. Llevaba una foto tuya enmarcada, para que me acompañara en los hoteles. Quería recordarte así, con tu sonrisa espléndida, tu pelo largo y tu blusa verde, pero al pensar en ti las imágenes que me asaltaban eran otras: tu cuerpo rígido, tus ojos vacíos, tu silencio absoluto. En esas maratones de publicidad, capaces de moler los huesos del más fuerte, me desprendía del cuerpo, como en un viaje astral, y cumplía las etapas de la gira con el peso de una roca en el pecho, confiando en que las acompañantes me llevarían de la mano durante el día, me escoltarían en la lectura de la noche y me dejarían en el aeropuerto al amanecer siguiente. Durante las muchas horas de viaje desde Nueva York a San Francisco dispuse de tiempo para pensar en Sabrina, pero nunca imaginé la forma en que esa nieta cambiaría las vidas de varias personas.

– Es un alma muy antigua -dijo Odilia, la enfermera, después de que la pediatra se hubiera ido. He visto a muchos recién nacidos en los veintidós años que llevo trabajando aquí, pero como Sabrina, ninguno. Se da cuenta de todo. Me quedo con ella incluso después de que termina mi turno, y hasta vine el domingo a verla, porque no me la puedo quitar de la cabeza.

– ¿Usted cree que se puede morir? -la interrumpí, ahogada.

– Eso dicen los médicos. Ya oyeron a la doctora. Pero yo sé que vivirá. Ha venido para quedarse, tiene buen karma.

Karma. Otra vez karma. ¿Cuántas veces he oído ese término en California? Me revienta la idea del karma. Creer en el destino ya es bastante limitante, pero el karma es mucho peor, porque se remonta a mil vidas anteriores, y a veces uno tiene que cargar también con las fechorías de los antepasados. El destino se puede cambiar, pero para limpiar el karma se requiere toda una vida, y tal vez eso no alcance. Pero no era el momento de filosofar con Odilia. Sentía una ternura infinita por la niña y agradecimiento a esa enfermera que le había tomado cariño. Hundí la cara en el pañal, alegre porque Sabrina estaba en el mundo.

Willie y yo salimos de la sala sosteniéndonos mutuamente. Recorrimos idénticos pasillos buscando la salida, hasta que dimos con un ascensor. Un espejo en el interior nos devolvió nuestras imágenes. Me pareció que Willie había envejecido un siglo. Sus hombros, antes arrogantes, ahora se curvaban derrotados; noté las arrugas en torno a sus ojos, la línea del mentón, menos atrevida que antes, y el poco cabello que le quedaba, completamente blanco. Los días pasan muy rápido. No me había fijado en los cambios de su cuerpo y no lo veía como era, sino como lo recordaba. Para mí seguía siendo el hombre de quien me había enamorado a primera vista seis años antes, apuesto, atlético, con un traje oscuro que le quedaba un poco estrecho, como si las espaldas desafiaran las costuras. Me gustó su risa espontánea, su actitud segura, sus manos elegantes. Se tragaba todo el aire, ocupaba todo el espacio. Se notaba que había vivido y sufrido, pero parecía invulnerable. ¿Y yo? ¿Qué vio él en mí cuando nos conocimos? ¿Cuánto había cambiado yo en esos seis años, especialmente durante los últimos meses? También yo me miraba con el filtro compasivo de la costumbre, sin fijarme en el inevitable deterioro físico: los senos más flojos, la cintura más ancha, los ojos más tristes. El espejo del ascensor me reveló el cansancio que los dos teníamos, más profundo que el de mi viaje o el de su trabajo. Dicen los budistas que la vida es un río, que navegamos en una balsa hacia el destino final. El río tiene su corriente, velocidad, escollos, remolinos y otros obstáculos que no podemos controlar, pero contamos con un remo para dirigir la embarcación sobre el agua. De nuestra destreza depende la calidad del viaje, pero el curso no puede cambiarse, porque el río desemboca siempre en la muerte. A veces no hay más remedio que abandonarse a la corriente, pero éste no era el caso. Respiré a fondo, me estiré en mi escasa estatura y le di una palmada en la espalda a mi marido.

– Enderézate, Willie. Tenemos que remar.

Me miró con esa expresión confundida que suele tener cuando cree que el inglés me falla.

UN NIDO PARA SABRINA

No me cupo duda de que Willie y yo nos haríamos cargo de Sabrina: si los padres no pueden hacerlo, les toca a los abuelos, es una ley natural. Sin embargo, pronto descubrí que no sería tan simple, no era cosa de ir con un canasto a recoger a la niña al hospital cuando la dieran de alta, en uno o dos meses. Había trámites que hacer. El juez ya había determinado que no se la entregarían a Jennifer, pero estaba su compañero de por medio. Yo no creí que fuese el padre porque la niña no tenía sus rasgos africanos, aunque me aseguraron que era de raza mezclada y se iría oscureciendo en el transcurso de las semanas. Willie pidió un examen de sangre, y aunque el hombre se negó a hacérselo, Jennifer confirmó que él era el padre y eso bastaba ante la ley. Desde Chile, mi madre opinó que era una locura adoptar a la niña, que Willie y yo estábamos gastados para una tarea de tal envergadura: Willie tenía suficientes problemas con sus hijos y su oficina; yo escribía y viajaba sin pausa.

– A esa niñita habrá que cuidarla día y noche, ¿cómo piensas hacer eso? -me preguntó mi madre.

– Tal como cuidé a Paula -le anuncié.

Nico y Celia vinieron a hablar con nosotros. Tu hermano, esbelto como un abedul y todavía con cara de mocoso, traía a un niño en cada brazo. A Celia ya se le notaba el embarazo de seis meses, estaba cansada y con la piel verdosa. De nuevo me sorprendí al ver a mi hijo, que nada heredó de mí: me pasa en altura por cabeza y media, es ecuánime, fino de modales y sentimientos, racional, con un suave sentido de la ironía.

Tiene una inteligencia prístina, no sólo en las matemáticas y la ciencia, que son su pasión, sino en cualquier actividad humana. Me asombra a cada rato con lo que sabe y con sus opiniones. Se le ocurren soluciones para toda suerte de problemas, desde un complejo programa de computación hasta un no menos complejo mecanismo para colgar sin esfuerzo una bicicleta del techo. Puede arreglar casi cualquier cosa de uso práctico y lo hace con tal cuidado, que queda mejor que en su estado original. Nunca lo he visto perder el control. Hay tres reglas básicas que aplica en sus relaciones humanas: no es personal, cada uno es responsable de sus sentimientos, la vida no es justa. ¿Dónde aprendió eso? De la mafia italiana, supongo: Don Corleone. He tratado en vano de seguir su camino de la sabiduría: para mí todo es personal, me siento responsable de los sentimientos ajenos, incluso en el caso de gente que apenas conozco, y llevo más de sesenta años frustrada porque no puedo aceptar que la vida sea injusta.

Tuviste poco tiempo para conocer bien a tu cuñada y sospecho que no le tenías mucha simpatía porque eras bastante severa. Yo misma te temía un poco, hija, ahora te lo puedo decir: tus juicios solían ser lapidarios e irrevocables. Además, Celia sacaba roncha a propósito, como si se esmerara en dejar a todo el mundo patitieso. Déjame recordarte una conversación en la mesa:-Creo que deberían mandar a todos los maricones a una isla y obligarlos a que se queden allí. Es culpa de ellos que haya sida -dijo Celia.

– ¿Cómo puedes decir algo así? -exclamaste, espantada.

– ¿Por qué tenemos que pagar nosotros por los problemas de esa gente?

– ¿Qué isla? -preguntó Willie, para jorobar.

– No sé, las Farallones, por ejemplo.

– Las Farallones son muy chicas.

– ¡Cualquier isla! ¡Una isla gay donde puedan darse por el culo hasta que se mueran!

– ¿Y qué comerían?

– ¡Que planten sus propios vegetales y críen sus gallinas! O bien usamos dinero de los impuestos para hacer un puente aéreo.

– Tu inglés ha mejorado mucho, Celia. Ahora puedes articular tu intolerancia a la perfección -comentó mi marido con una ancha sonrisa.

– Gracias, Willie -respondió ella.

Y así siguió la sobremesa hasta que tú te fuiste, indignada. Cierto, Celia solía expresarse de manera un poco atrevida, al menos para California, pero había que comprender que estuvo varios años en el Opus Dei y que venía de Venezuela, donde nadie tiene pelos en la lengua para decir lo que se le antoja. Celia es inteligente y contradictoria, tiene una tremenda energía y un humor irreverente que, traducido a su limitado inglés de aquella época, solía causar estragos. Trabajaba como mi asistente y más de algún periodista o visitante desprevenido salió de mi oficina desconcertado con las bromas de esa nuera. Quiero contarte lo que tal vez no sabes, hija: ella te cuidó durante meses con la misma ternura que dedicaba a sus hijos, te acompañó en tus últimas horas, me ayudó a preparar tu cuerpo en los ritos íntimos de la muerte y se quedó junto a ti esperando un día y una noche, hasta que llegaron Ernesto y el resto de la familia, que venían de lejos. Queríamos que los recibieras en tu cama, en nuestra casa, para la despedida final.

Pero volvamos a Sabrina. Nico y Celia nos reunieron en la sala y por una vez ella permaneció muda, con los ojos clavados en sus pies metidos en calcetas de lana y sandalias de fraile franciscano, mientras él tomaba la palabra. Empezó por lo mismo que ya había dicho mi madre: que Willie y yo no estábamos en edad de criar un bebé, que cuando Sabrina cumpliera quince años, yo tendría sesenta y seis, y él, setenta y uno.

– Willie no es un genio para educar hijos, y tú, mamá, estás tratando de reemplazar a Paula con una niñita enferma. ¿Serías capaz de resistir otro duelo si Sabrina no sobrevive? No me parece. Pero nosotros somos jóvenes y podemos hacerlo. Ya lo hemos hablado y estamos dispuestos a adoptar a Sabrina -concluyó mi hijo.

Willie y yo nos quedamos mudos por un largo minuto.

– Pronto ustedes tendrán tres niños… -logré decir al fin.

– ¿Y qué le hace otra raya al tigre? -masculló Celia.

– Gracias, muchas gracias, pero eso sería una locura. Ustedes tienen su propia familia y deben salir adelante en este país, lo que no será fácil. No pueden ocuparse de Sabrina, eso nos corresponde a nosotros.

Entretanto pasaban los días y la pesada maquinaria de la ley seguía su inexorable curso a nuestras espaldas. La visitadora social a cargo del caso, Rebeca, era una mujer de aspecto muy joven pero con gran experiencia. Su trabajo no era envidiable, le tocaba ocuparse de niños que habían sufrido abuso y negligencia, iban de una institución a otra, los adoptaban y después los devolvían; niños aterrorizados o llenos de rabia; niños delincuentes o tan traumatizados que nunca harían una vida más o menos normal. Rebeca luchaba contra la burocracia, la desidia de las instituciones, la falta de recursos, la irremediable maldad ajena y, sobre todo, luchaba contra el tiempo. No le alcanzaban las horas para estudiar los casos, visitar a los niños, rescatarlos del peligro más urgente, instalarlos en un refugio temporal, protegerlos, seguirles la pista. Los mismos chicos pasaban por su oficina una y otra vez, con problemas que iban empeorando con los años. Nada se resolvía, sólo se postergaba. Después de leer el informe que tenía sobre su mesa, Rebeca decidió que cuando Sabrina saliera del hospital iría a un hogar estatal especializado en niños con problemas graves de salud. Llenó los documentos necesarios, que saltaron de escritorio en escritorio hasta alcanzar al juez pertinente, y éste los firmó. La suerte de Sabrina estaba echada. Al saberlo, volé a la oficina de Willie, lo arranqué de una reunión y le descargué una granizada en español que casi lo aplasta para exigirle que fuera de inmediato a hablar con ese juez, metiera juicio si era necesario, porque si colocaban a Sabrina en un hospicio para bebés se moriría de todos modos. Willie se puso en marcha, y yo me fui a la casa a esperar los resultados, temblando.

Esa noche, muy tarde, mi marido regresó con diez años más sobre las espaldas. Nunca lo había visto tan vencido, ni siquiera cuando tuvo que rescatar a Jennifer de un motel donde se estaba muriendo, cubrirla con su chaqueta y llevarla a ese hospital donde la recibió el doctor filipino. Me contó que había hablado con el juez, con la visitadora social, con los médicos, hasta con un psiquiatra, y todos coincidían en que la salud de la niña era demasiado frágil.

«No podemos hacernos cargo de ella, Isabel. No tenemos energía para cuidarla ni fortaleza para soportarlo si se muere. Yo no soy capaz de esto», concluyó, con la cabeza entre las manos.

GITANA DE CORAZÓN

Willie y yo tuvimos una de esas peleas que hacen historia en la vida de una pareja y merecen ser nombradas -como la «guerra de Arauco», así llamamos en la familia a una que mantuvo a mis padres en armas durante cuatro meses-, pero ahora, que han pasado muchos años y puedo mirar hacia atrás, le concedo la razón a Willie. Si me alcanzan las páginas contaré otros torneos épicos en que nos hemos enfrentado, pero creo que ninguno fue tan violento como el de Sabrina, porque fue un choque de personalidades y culturas. No quise oír sus razones, me encerré en una ira sorda contra el sistema legal, el juez, la visitadora social, los americanos en general y Willie en particular. Los dos escapamos de la casa; él se quedaba trabajando en su oficina hasta bien entrada la noche, y yo cogí una maleta y me fui donde Tabra, quien me recibió sin alharaca.

Nos conocíamos desde hacía varios años, Tabra fue la primera amiga que hice al llegar a California. Un día ella fue a teñirse el cabello color berenjena, como lo llevaba entonces, y la peluquera le comentó que una semana antes había llegado una nueva clienta que quería el mismo color, dos casos únicos en su larga carrera profesional. Agregó que se trataba de una chilena que escribía libros, y le dio mi nombre. Tabra había leído La casa de los espíritus y le pidió que le avisara la próxima vez que yo apareciera en su salón, pues deseaba conocerme. Eso ocurrió muy pronto, porque me cansé del color antes de lo esperado; parecía un payaso mojado. Tabra se presentó con mi libro para que se lo firmara y se llevó la sorpresa de que yo llevaba puestos unos pendientes hechos por ella. Estábamos destinadas a congeniar, como dijo la peluquera.

Esa mujer vestida con amplias faldas de gitana, los brazos cubiertos de la muñeca al codo con pulseras de plata y el cabello de un color imposible me sirvió de modelo para el personaje de Tamar en El plan infinito. Formé a Tamar con Carmen, una amiga de infancia de Willie, y con Tabra, a quien le robé la personalidad y parte de la biografía. Como Tabra heredó de su padre una impecable rectitud moral, no deja pasar la ocasión de aclarar que nunca se acostó con Willie, comentario que parece del todo innecesario a quienes no han leído mi novela. Su casa, de un piso, de madera, con techos altos y grandes ventanales, era un museo de objetos extraordinarios de diversos rincones del planeta, cada uno con su historia: calabazas para enfundar el pene traídas de Nueva Guinea, máscaras peluconas de Indonesia, feroces esculturas de África, pinturas oníricas de los aborígenes australianos… La propiedad, que compartía con venados, mapaches, zorros y la variedad completa de aves de California, consistía en treinta hectáreas de naturaleza salvaje. Silencio, humedad, olor a madera, un paraíso obtenido sólo con su esfuerzo y talento.

Tabra creció en el seno del cristianismo fanático del sur del país. La Iglesia de Cristo era la única verdadera. Los metodistas hacían lo que les daba la gana, los bautistas se condenarían porque tenían un piano en la iglesia, los católicos no contaban -sólo los mexicanos eran católicos, y no era seguro que ésos tuviesen alma- y de las otras denominaciones no valía la pena hablar porque sus ritos eran satánicos, como era bien sabido. Estaban prohibidos el alcohol, la danza y la música, nadar con seres de otro sexo, y me parece que también el tabaco y el café, pero no estoy segura. Tabra terminó su educación en el Abilene Christian College, donde enseñaba su padre, un profesor dulce y de mente abierta, enamorado de la literatura judía y afroamericana, que navegaba como podía contra la censura de las autoridades del colegio. Sabía cuán rebelde era su hija, pero no esperaba que se fugaría con un novio secreto a los diecisiete años, un estudiante de Samoa, el único de piel oscura, pelo y ojos negros en esa institución de blancos. En aquellos tiempos el joven de Samoa todavía era delgado y guapo, al menos a los ojos de Tabra, y no cabía duda de su inteligencia, porque hasta ese momento era el único habitante de la isla que había recibido una beca.

La pareja escapó de noche a otra ciudad, donde el juez de paz se negó a casarlos porque los matrimonios de blancos con negros eran ilegales, pero Tabra lo convenció de que los polinesios no son negros y además ella estaba embarazada. A regañadientes, el juez accedió. No había oído hablar de Samoa, y la desventurada criatura de sangre mixta que ella tenía en el vientre le pareció razón de peso para legitimar aquella unión de disparate.

«Compadezco a sus padres, jovencita», dijo en vez de darles la bendición. Esa misma noche el flamante marido se quitó el cinturón y azotó a Tabra hasta dejarla ensangrentada porque se había acostado con un hombre antes de casarse. El hecho indiscutible de que ese hombre fuese él mismo no atenuaba en lo más mínimo la condición de puta. Ésa fue la primera de incontables palizas y violaciones que, según los dirigentes de la Iglesia de Cristo, ella debía soportar, porque Dios no aprueba el divorcio y ése era su castigo por haberse casado con alguien de otra raza, perversión proscrita por la Biblia.

Tuvieron un niño hermoso de nombre, Tongi, que en lengua de Samoa quiere decir «llanto», y el marido se llevó a su pequeña y aterrorizada familia a su aldea natal. Aquella isla tropical, donde los americanos tenían una base militar y un destacamento de misioneros, acogió bien a Tabra. Era la única blanca en el clan de su marido, y eso le daba una situación de cierto privilegio, pero no impedía las golpizas diarias que él le propinaba. La nueva parentela de Tabra consistía en una veintena de gigantes rollizos y morenos que lamentaban en coro su aspecto desnutrido y pálido. La mayoría de ellos, especialmente su suegro, la trataba con mucho cariño y reservaba para ella las mejores presas de la cena comunitaria: cabezas de pescado con ojos, huevos fritos con embriones de pollo y un delicioso budín que preparaban masticando un fruto y escupiendo la papilla en un recipiente de madera, donde fermentaba al sol. A veces las mujeres alcanzaban a coger al pequeño Tongi y llevárselo de carrera para esconderlo de la furia del padre, pero no podían defender a su madre.

Tabra nunca se acostumbró al miedo. No había reglas en su tormento, nada que ella hiciera o dejara de hacer lo evitaba. Por fin, después de una azotaina homérica, su marido fue a dar por unos días a la cárcel, momento que aprovecharon los misioneros para ayudar a Tabra a escapar con su hijo de vuelta a Texas. La Iglesia la repudió, no pudo conseguir un trabajo decente y la única persona que la ayudó fue su padre. El divorcio zanjó las cosas y ella no volvió a ver a su verdugo en quince años. Para entonces, después de muchos años de terapia, le había perdido el miedo. El hombre, que había regresado a Estados Unidos y se había convertido en predicador evangélico, verdadero azote de pecadores y descreídos, nunca más se atrevió a molestarla.

En la década de los sesenta Tabra no pudo soportar la vergüenza de la guerra del Vietnam y partió con su hijo a diferentes países, donde se ganaba la vida enseñando inglés. En Barcelona estudió joyería y por las tardes paseaba por las Ramblas a observar a los roma, que inspiraron su estilo agitanado. En México se empleó en un taller de orfebrería y al poco tiempo diseñaba y fabricaba sus propias joyas. Ése y ningún otro sería su oficio para el resto de su vida. Después de la derrota de los americanos en Vietnam regresó a su país y la época de los hippies la sorprendió en las abigarradas calles de Berkeley vendiendo pendientes, collares y pulseras de plata, junto a otros artistas paupérrimos. En esos tiempos dormía en su maltrecho automóvil y usaba los baños de la universidad, pero su talento la distinguió entre los demás artesanos y pronto pudo dejar la calle, alquilar un taller y contratar a sus primeros ayudantes. Al cabo de unos años, cuando yo la conocí, tenía un empresa modelo instalada en una verdadera cueva de Alí Babá, repleta de piedras preciosas y objetos de arte. Más de cien personas trabajaban con ella, casi todos refugiados asiáticos. Algunos habían sufrido lo inimaginable, como era evidente por sus horrendas cicatrices y su mirada huidiza. Parecían gente muy dulce, pero bajo la superficie debían de ocultar una desesperación volcánica. Dos de ellos, en dos ocasiones diferentes, enloquecidos por los celos, compraron una metralleta, aprovechando las facilidades que existen en este país para armarse con un arsenal, y mataron a la parentela completa de sus esposas. Luego se volaron los sesos. Tabra asistía a aquellos funerales masivos de sus empleados y después tenía que «limpiar» el taller realizando las ceremonias necesarias para que los fantasmas ensangrentados no acosaran la imaginación de los que quedaban vivos.

El rostro del Che Guevara, con su irresistible simpatía y su gorra negra sobre la frente, sonreía en afiches en las paredes del taller. En un viaje que Tabra hizo a Cuba con su hijo Tongi, fue con el ex jefe de los Panteras Negras al monumento del Che en Santa Clara; llevaba las cenizas de un amigo al que había amado por veinte años sin confesárselo a nadie, y al llegar a la cumbre las esparció en el viento. Así cumplió su sueño de ir a ese país mítico. La ideología de mi amiga está bastante más a la izquierda que la de Fidel Castro.

– Estás trancada en las ideas de los años sesenta -le dije en una ocasión.

– A mucha honra -me contestó.

Los amores de mi bella amiga son tan originales como sus ropajes de pitonisa, sus cabellos incendiarios y su posición política. Años de terapia le enseñaron a evitar a los hombres que pueden tornarse violentos, como su marido de Samoa. Juró que no se dejaría golpear nunca más, pero la excita hacer maromas al borde del abismo. Sólo la atraen los machos vagamente peligrosos y no le gustan de su misma raza. Su hijo Tongi, quien se ha convertido en un hombrón muy guapo, no quiere saber de los sinsabores sentimentales de su madre. Algunos años Tabra llegó a tener ciento cincuenta citas ciegas mediante avisos personales en los periódicos, pero pocas pasaron del primer café. Después se modernizó y ahora está suscrita a varias agencias de internet con diferentes especialidades: «Demócratas Solteros», que al menos tienen en común el odio al presidente Bush; «Amigos», sólo para latinos, que a Tabra le gustan, aunque la mayoría necesita una visa y trata de convertirla al catolicismo; y «Verdes Solteros», que aman a la Madre Tierra y no dan importancia a los bienes materiales, por lo tanto, no trabajan. Le llegan solicitudes de garañones muy jóvenes con la pretensión de ser mantenidos por una dama madura. Las fotos son elocuentes: piel morena y aceitada, torso desnudo y los primeros centímetros de la bragueta abiertos revelando el vello del pubis. El tono de los diálogos por email es más o menos así:

TABRA: Por norma, no salgo con hombres menores que mi nieto. MUCHACHO: Tengo edad sobrada para coger. TABRA: ¿Te atreverías a hablarle así a tu propia abuela?

Si surge alguien de una edad más apropiada para ella, resulta ser un demócrata que vive con su madre y guarda sus ahorros en barras de plata bajo el colchón. No exagero: barras de plata, como los piratas del Caribe. Es curioso que ese demócrata estuviera dispuesto a divulgar en la primera -y única- cita una información tan privada como el sitio donde escondía su capital.

– ¿No te asusta salir con extraños, Tabra? Puede tocarte un criminal o un pervertido -le comenté cuando me presentó a un tipo patibulario, cuyo único atractivo consistía en que llevaba una boina de comandante cubano.

– Parece que necesito unos años más de terapia -admitió mi amiga en esa ocasión.

Hacía poco había contratado a un pintor para que repasara las paredes. Tenía melena negra, como a ella le gustan, por eso lo invitó a remojarse con ella en el jacuzzi. Mala idea, porque el pintor empezó a tratarla como marido; ella le pedía que pintara la puerta, y él le contestaba «Sí, querida» con profundo fastidio. Un día se le acabó el disolvente y anunció que necesitaba una hora de meditación y un pito de marihuana para ponerse en contacto con su espacio interno. Para entonces Tabra estaba hasta la coronilla de la melena negra y le contestó que tenía una hora para pintar el espacio interno de la casa y mandarse a cambiar. Ya no estaba allí cuando llegué yo con mi maleta.

La primera noche cenamos una sopa de pescado, la única receta que mi amiga conoce aparte de la avena con leche y pedazos de banana, y nos metimos en su jacuzzi, una tinaja de madera resbalosa, escondida bajo los árboles, que tenía un olor nauseabundo porque un desafortunado zorrillo se había caído dentro y se cocinó a fuego lento durante una semana antes de que lo descubriera. Allí descargué mi frustración como un saco de piedras.

– ¿Quieres mi opinión? -me dijo Tabra-. Sabrina no te consolará, el duelo requiere tiempo. Estás muy deprimida, no tienes nada que ofrecerle a esa niñita.

– Puedo ofrecerle más de lo que tendrá en una institución para chicos enfermos.

– Te tocaría hacerlo sola, porque Willie no te acompañará en esto. No sé cómo piensas ocuparte de tu hijo y tus nietos, seguir escribiendo y además criar a una niña que necesita dos madres.

EL PODEROSO CÍRCULO DE LAS BRUJAS

Amaneció un sábado radiante. La primavera ya era verano en el bosque de Tabra, pero no quise ir con ella a caminar, como siempre hacíamos los fines de semana. En cambio, llamé por teléfono a las cinco mujeres que forman conmigo el círculo de las Hermanas del Perpetuo Desorden. Antes que yo me incorporara al grupo, ellas se juntaban desde hacía años a compartir sus vidas, meditar y orar por gente enferma o en apuros. Ahora que soy una de ellas, también intercambiamos maquillaje, bebemos champán, nos hartamos de bombones y a veces vamos a la ópera, porque la práctica espiritual a secas a mí me deprime un poco. Las había conocido hacía un año, el día en que los médicos en California me confirmaron tu diagnóstico sin esperanza, Paula, el mismo que me habían dado en España. No había nada que hacer, me dijeron, nunca te recuperarías. Me fui aullando en el auto y no sé cómo terminé en Book Passage, mi librería favorita, donde hago muchas entrevistas de prensa e incluso me han instalado una casilla de correo. Allí se me acercó una señora japonesa, con una sonrisa entrañable y tan baja como yo, quien me invitó a tomar una taza de té. Era Jean Shinoda Bolen, psiquiatra y autora de varios libros. Reconocí al punto su nombre porque acababa de leer su libro sobre las diosas que habitan en cada mujer y cómo esos arquetipos influyen en la personalidad. Así descubrí que en mí habita un revoltijo de deidades contradictorias que más vale no explorar. Sin haberla visto nunca antes, le conté lo que te pasaba.

«Vamos a rezar por tu hija y por ti», me dijo. Un mes más tarde me invitó a su «círculo de oración», y así es como esas nuevas amigas me acompañaron durante tu agonía y tu muerte y siguen haciéndolo hasta ahora. Para mí es una hermandad sellada en el cielo. Todas las mujeres en este mundo deberían tener un círculo como éste. Cada una es testigo de las vidas de las otras, nos guardamos los secretos, nos ayudamos en las dificultades, compartimos experiencias y estamos en contacto casi diario por email. Por lejos que yo esté viajando, siempre tengo mi cable a tierra firme: mis amigas del desorden. Son alegres, sabias y curiosas. A veces la curiosidad es temeraria, como en el caso de la misma Jean, que en una ceremonia espiritual sintió un impulso incontrolable, se quitó los zapatos y caminó sobre carbón al rojo vivo. Pasó dos veces sobre el fuego y salió ilesa. Dijo que fue como andar sobre bolitas de plástico, sentía crujir las brasas y la textura áspera del carbón bajo sus pies.

Durante la noche larga en casa de Tabra, con el susurro de los árboles y el grito del búho, se me ocurrió que las hermanas del desorden podrían ayudarme. Nos reunimos a desayunar en un restaurante lleno de deportistas de fin de semana, unos con zapatillas de correr y otros disfrazados de marcianos para andar en bicicleta. Nos sentamos a una mesa redonda, respetando siempre la idea del círculo. Éramos seis brujas cincuentonas: dos cristianas, una budista auténtica, dos judías de origen pero medio budistas por elección, y yo, que todavía no me decidía, unidas por la misma filosofía, que puede resumirse en dos frases: «No hacer daño jamás y hacer el bien cuando se pueda». Entre sorbos de café, les conté lo que sucedía en mi familia y terminé con la frase de Tabra, que me había quedado sonando: «Sabrina necesita dos madres».

«¿Dos madres? -repitió Pauline, una de las medio judía-budistas y abogada de profesión-. ¡Yo conozco a dos madres!» Se refería a Fu y Grace, dos mujeres que llevaban ocho años como pareja. Pauline partió al teléfono e hizo una llamada; en esa época todavía no existían los celulares. Al otro lado de la línea, Grace oyó la descripción de Sabrina.

«Voy a hablar con Fu y te llamo en diez minutos», dijo.

«Diez minutos… Hay que estar mal de la cabeza o tener el corazón ancho como un mar para decidir semejante cosa en diez minutos», pensé, pero antes de que se cumpliera el plazo sonó el teléfono del restaurante y Fu nos anunció que querían conocer a la niña.

Fui a buscarlas bordeando las cimas de las colinas en dirección al mar por un largo camino de curvas que me condujo a una poética finca. Disimuladas entre pinos y eucaliptos se alzaban varias construcciones de madera de estilo japonés: el Centro de Budismo Zen. Fu resultó ser alta, con un rostro inolvidable de facciones fuertes, una ceja levantada, que le daba una expresión interrogante, iba vestida con ropa informe de color oscuro y llevaba la cabeza afeitada como un recluta. Era monja budista, directora del centro. Vivía en una casita de muñecas con su compañera, Grace, una médica con cara de chiquilla traviesa y una simpatía irresistible. En el coche les conté el calvario que había sido la existencia de Jennifer, el daño de la niña y el pésimo pronóstico de los especialistas. No parecieron impresionadas. Recogimos a la madre de Jennifer, primera esposa de Willie, quien había conocido a Fu y Grace en el centro budista, y las cuatro nos dirigimos a la clínica.

En la sala de los recién nacidos encontramos a Odilia, la misma enfermera de las mil trencitas, con Sabrina en los brazos. Ya me había sugerido en una visita anterior que quería adoptarla. Grace estiró las manos y la mujer le pasó al bebé, que en esos días parecía haber perdido peso y tiritaba más que antes, pero estaba alerta. Los grandes ojos egipcios miraron largamente a Grace y luego se clavaron en Fu. No sé qué les dijo en esa primera mirada, pero fue definitivo. Sin consultarse, en una sola voz, las dos mujeres decidieron que Sabrina era la hija que ambas habían deseado toda la vida.


Hace muchos años que formo parte del círculo de las Hermanas del perpetuo Desorden y durante este tiempo he presenciado varios prodigios hechos por ellas, pero ninguno de tan largo alcance como el de Sabrina. No sólo consiguieron dos madres, sino que desenredaron la madeja burocrática para que Fu y Grace pudieran quedarse con la niña. Para entonces el juez había plantado su firma en los documentos pertinentes y Rebeca, la visitadora social, había dado el caso por concluido. Cuando fuimos a anunciarle que existía otra solución, nos informó de que Fu y Grace no tenían licencia, debían tomar clases y hacer un entrenamiento especial para poder ser madres adoptivas; además no eran una pareja convencional, vivían en otro condado y «el caso» no podía trasladarse. Aunque Jennifer había perdido la custodia de su hija, su opinión también contaba, agregó.

«Lo lamento, no tengo tiempo para ocuparme más de algo que ya está resuelto», dijo. La lista de obstáculos seguía, pero no recuerdo los detalles, sólo que al final de la entrevista, cuando ya nos retirábamos, derrotadas, Pauline tomó a Rebeca firmemente de un brazo.

– Usted tiene una carga muy pesada, le pagan muy poco y siente que su trabajo es inútil, porque en los años que lleva en este empleo no ha podido salvar a los infelices niños que pasan por esta oficina -le dijo, sondeándole el fondo del alma-. Pero, créame Rebeca, usted puede ayudar a Sabrina. Tal vez sea su única oportunidad de hacer un milagro.

Al día siguiente Rebeca se las arregló para poner la burocracia patas arriba, recuperar los documentos, modificar lo necesario y convencer al juez de que firmara de nuevo, mover los archivos al otro condado y certificar a Fu y Grace como madres adoptivas en menos de un pestañeo. La misma mujer que el día anterior parecía indignada por nuestra insistencia, se convirtió en un radiante torbellino que barrió los inconvenientes y con un trazo de su pluma mágica decidió el destino de Sabrina.

– Se lo dije, esta niña es un alma antigua y poderosa. Ella toca a la gente y la cambia. Tiene mucha fuerza mental y sabe lo que quiere -comentó Odilia un par de semanas más tarde, cuando entregó a Sabrina a sus nuevas madres.

Así, de la manera más inesperada, se resolvió la pelea monumental entre Willie y yo. Nos perdonamos mutuamente, tanto mis dramáticas acusaciones, como el taimado silencio de él, pudimos abrazarnos y llorar de alegría porque aquella nieta había encontrado su nido. Entretanto, Fu y Grace se llevaron a ese ratoncito de grandes ojos sabios y el círculo de mis amigas puso en marcha el poderoso artilugio de sus mejores intenciones para ayudarla a vivir. En cada altar doméstico estaba la foto de la niña y no pasaba un solo día sin que alguien elevara un pensamiento por ella. Una hermana del desorden se fue a vivir a otra ciudad, entonces invitamos a Grace a reemplazarla en el grupo, después de comprobar que tenía suficiente sentido del humor. En el Centro de Budismo Zen había por lo menos cincuenta personas que rogaban por Sabrina en sus meditaciones y se turnaban para mecerla, mientras las dos madres luchaban con sus inacabables problemas de salud, que surgían a cada rato. Durante los primeros meses se requerían cinco horas para darle dos onzas de leche con un gotero. Fu aprendió a adivinar los síntomas de cada crisis antes de que se presentara, y Grace, como médica, contaba con más recursos que nadie.

– ¿Estas mujeres son gays? -preguntó mi nuera, quien me había advertido varias veces que no podía estar bajo el mismo techo con alguien cuyas preferencias sexuales no calzaran con las suyas.

– Por supuesto, Celia.

– ¡Pero una es monja!

– Budista. No tiene voto de celibato.

Celia no agregó más, pero estaba tan impresionada con Fu y Grace, a quienes llegó a conocer a fondo, que acabó por poner en tela de juicio sus propias ideas. Había renunciado a la religión hacía mucho tiempo y ya no temía las pailas del diablo, pero la homosexualidad era su tabú más fuerte. Por fin las llamó, les pidió perdón por los desaires del pasado y fue a visitarlas a menudo con sus niños y su guitarra para enseñarles los rudimentos del oficio de la maternidad y alegrarlas con canciones venezolanas. Cuidadosas del medioambiente, las nuevas madres pretendían criar a Sabrina con pañales de tela, pero antes de una semana tuvieron que aceptar los desechables que les regaló Celia. Había que estar demente para volver al sistema antiguo de cepillar pañales a mano. En el Centro de Budismo Zen no hay máquina de lavar, todo es orgánico y difícil. Se hicieron amigas y Celia empezó a mostrar interés por el budismo, lo que me alarmó, porque solía irse de un extremo a otro.

– Es una religión chévere, Isabel. Lo único raro de los budistas es que comen puros vegetales, como los burros.

– No quiero verte con el cráneo pelado y meditando en la posición del loto hasta que termines de criar a los niños -le advertí.

DIAS DE LUZ Y DE LUTO

Celia dio a luz a Nicole en septiembre con la misma calma con que recibió a Andrea dieciséis meses antes. Soportó un parto de diez horas sin un quejido, sostenida por Nico, mientras yo los observaba, pensando en que mi hijo ya no era el chiquillo que yo seguía tratando como si fuese mío, sino un hombre que asumía calmadamente la responsabilidad de una mujer y tres hijos. Celia, callada y pálida, paseaba entre cada contracción, sufriendo, ante nuestra mirada impotente. Cuando sintió que llegaba al final, se tendió en la cama cubierta de sudor, temblando, y dijo algo que nunca olvidaré: «No cambiaría este momento por nada». Nico la sostuvo cuando apareció la cabeza de la niña, seguida por los hombros y el resto del cuerpo. Mi nieta aterrizó en mis manos, mojada, resbalosa, ensangrentada, y volví a sentir la misma epifanía del día en que nació Andrea y de la noche inolvidable en que tú te fuiste para siempre. El nacimiento y la muerte se parecen mucho, hija, son momentos sagrados y misteriosos. La matrona me entregó las tijeras para cortar el grueso cordón umbilical y Nico puso a la niña en el pecho de su madre. Era una gorda de cemento armado, que se prendió al pezón con avidez, mientras Celia le hablaba en ese idioma único que las madres, aturdidas por el esfuerzo y el súbito amor, suelen emplear con los recién nacidos. Todos habíamos esperado a esa niña como un regalo; nos traía un soplo de redención y alegría, pura luz.

Nicole se echó a gritar apenas se dio cuenta de que ya no estaba dentro de su madre y no se calló durante seis meses. Sus aullidos descascaraban la pintura de las paredes y destrozaban los nervios a los vecinos. La Abuela Hilda, tu abuela postiza, que me había acompañado durante más de treinta años, y Ligia, una señora nicaragüense, que te había cuidado y a quien contraté para ayudarnos, acunaban a Nicole de día y de noche, única forma de que se callara por algunos minutos. Ligia había dejado a cinco hijos en su país y se había venido a trabajar a Estados Unidos para poder mantenerlos desde la distancia. Había pasado varios años sin verlos y no tenía esperanza de reunirse con ellos en un futuro cercano. Durante meses y meses, las buenas mujeres se instalaban con la chiquilla en un mecedor en mi oficina, mientras Celia y yo trabajábamos. Yo temía que de tanto menear a mi nieta se le desprendiera el cerebro y quedara alelada. Nicole se calmó apenas empezaron a darle leche en polvo y sopa, creo que la causa de su desespero era pura hambre. Entretanto, Andrea ordenaba compulsivamente sus juguetes y hablaba sola. Cuando se aburría, cogía su asqueroso «tuto», anunciaba que se iba para Venezuela, se acurrucaba dentro de un gabinete y cerraba la puerta. Tuvimos que taladrar un hueco en el mueble para que entrara un rayo de luz y algo de aire, porque mi nieta podía pasar medio día encerrada sin chistar en un espacio del tamaño de una jaula de gallina. Después de que la operaron por el estrabismo, debió usar lentes y un parche negro que se cambiaba cada semana de un ojo a otro. Para que no se arrancara los lentes, Nico ideó un armatoste de seis elásticos y otros tantos alfileres imperdibles que se cruzaban sobre la cabeza. Ella lo toleraba la mayor parte del tiempo, pero a veces le daban arrebatos de ira y tironeaba los elásticos hasta que lograba bajarlos a la altura de su pañal. A propósito, por un corto tiempo tuvimos tres niños en pañales, y ésos son muchos pañales. Los comprábamos al por mayor y el sistema más conveniente era cambiarlos a los tres simultáneamente, lo necesitaran o no. Celia o Nico alineaban los pañales abiertos en el suelo, colocaban a los chiquillos encima y les limpiaba el trasero en serie, como en una cadena de ensamblaje. Eran capaces de hacerlo con una mano mientras hablaban por teléfono con la otra, pero yo carecía de su habilidad y quedaba embetunada hasta las orejas. También les daban de comer y los bañaban con el mismo método en serie: Nico se introducía en la ducha con ellos, los enjabonaba, les lavaba el pelo, los enjuagaba y los iba soltando de a uno para que afuera Celia los recibiera con una toalla.

– Eres muy buena madre, Nico -le dije un día, admirada.

– No, mamá, soy buen padre -me contestó.

Pero yo nunca había visto a un padre como él y hasta ahora no me explico cómo aprendió el oficio.

Estaba dando los toques finales a mi libro Paula, las últimas páginas, que me costaron mucho. Terminaba con tu muerte, no podía tener otro final, pero yo no lograba recordar bien esa larga noche, que estaba envuelta en bruma. Creía que tu habitación se pobló de gente, me pareció ver a Ernesto con su traje blanco de aikido, a mis padres, a la Granny, tu abuela que tanto te quiso, muerta en Chile hacía muchos años, y a otros que no podían haberse hallado allí.

– Estabas muy cansada, mamá, no puedes acordarte de los detalles, ni yo mismo me acuerdo -me disculpó Nico.

– ¿Y qué importan esos detalles? Escribe con el corazón. Tú viste lo que nosotros no podíamos ver. Tal vez es cierto que la pieza estaba llena de espíritus -agregó Willie.

Abría la urna de cerámica en la que nos entregaron tus cenizas, que mantenía siempre sobre la mesa de escribir, la misma mesa donde mi abuela conducía sus sesiones de espiritismo. A veces sacaba de dentro un par de cartas y algunas fotografías tuyas anteriores a tu desgracia, pero no tocaba otras en que apareces atada a tu silla de ruedas, inerte. Ésas no las he vuelto a tocar, Paula. Todavía hoy, tantos años después, no puedo verte en ese estado. Leía tus cartas, especialmente aquel testamento espiritual, con las disposiciones en caso de muerte, que escribiste en tu luna de miel. Entonces tenías sólo veintisiete años. ¿Por qué pensabas ya en la muerte? Escribí esa memoria con muchas, muchas lágrimas.

– ¿Qué te pasa? -me preguntaba Andrea, en su media lengua, compungida, examinándome con su ojo de cíclope.

– Nada, sólo que echo de menos a Paula.

– ¿Y por qué llora Nicole? -insistía.

– Porque es muy burra. -Era la mejor respuesta que se me ocurría.

Tal como había sucedido antes con Alejandro, a Andrea se le puso la idea en la cabeza de que ésa era la única razón válida para el llanto. Como sólo disponía de un ojo, su mundo no tenía profundidad, todo era plano, y solía darse unos costalazos casi mortales. Se levantaba del suelo chorreando sangre por la nariz, con los lentes torcidos, y explicaba entre sollozos que echaba de menos a su tía Paula.

Al terminar el libro comprendí que había recorrido un camino tortuoso y llegaba al final limpia y desnuda. En esas páginas estaba tu vida luminosa y la trayectoria de nuestra familia. La terrible confusión de ese año de tormento se disipó: tenía claro que mi pérdida no era excepcional, sino la de millones de madres, el sufrimiento más antiguo y común de la humanidad. Mandé el manuscrito a quienes aparecían mencionados, porque me pareció que debía darles la oportunidad de revisar lo que había escrito sobre ellos. No eran muchos, porque omití en el libro a varias personas que estuvieron cerca de ti pero que no eran esenciales para la historia. Después de leerlo, todos respondieron de inmediato, conmovidos y entusiasmados, menos mi mejor amigo en Venezuela, Ildemaro, quien te quería mucho y pensó que no te gustaría verte expuesta de esa manera. Yo también tenía esa duda, porque una cosa es escribir como catarsis, para honrar a la hija perdida, y otra es compartir el duelo con el público.

«Pueden acusarte de exhibicionista, o de utilizar esta tragedia para ganar dinero, ya sabes lo mal pensada que es la gente», me advirtió mi madre, preocupada, aunque estaba convencida de que el libro debía publicarse. Para evitar cualquier sospecha de ese tipo, decidí que no tocaría ni un peso de los ingresos, si los había; ya encontraría un destino altruista para darles, un destino que tú aprobarías.

Ernesto estaba viviendo en Nueva Jersey, donde trabajaba en la misma compañía multinacional que lo había empleado en España. Cuando te trajimos a mi casa, él pidió un traslado para estar cerca de ti, pero no había un puesto disponible en California y tuvo que aceptar el que le ofrecieron en Nueva Jersey. De todos modos la distancia era menor que desde Madrid. Al recibir el primer descosido borrador del libro, me llamó llorando. Hacía un año que estaba viudo, pero todavía no podía mencionar tu nombre sin que se le quebrara la voz. Me alentó con el argumento caritativo de que a ti te gustaría que esa memoria se publicara, porque podría consolar a otras personas de sus pérdidas y dolores, pero agregó que casi no te reconocía en esas páginas. La historia estaba narrada desde mi angosta perspectiva. Como madre, yo ignoraba algunos aspectos de tu personalidad y tu vida. ¿Dónde estaba Paula, la amante impulsiva y juguetona, la esposa majadera y mandona, la amiga incondicional, la crítica mordaz? «Voy a hacer algo que si Paula supiera, me mataría», me anunció, y tres días más tarde el correo me trajo una caja grande con la apasionada correspondencia de amor que ustedes mantuvieron durante más de un año antes de casarse. Fue un regalo extraordinario, que me permitió conocerte mejor. Con permiso de Ernesto pude incorporar al libro frases textuales escritas por ti en esas cartas.

Mientras yo pulía la versión final, Celia se hizo cargo por completo de la oficina, con los botones de la blusa a medio desabrochar, lista para amamantar a Nicole a toda hora. No sé cómo podía trabajar, porque corría con tres niños, estaba debilitada y cargaba con una pena muy honda. Su abuela había muerto en Venezuela y ella no pudo ir a despedirse porque su visa no le permitía salir del país y volver a ingresar. Esa abuela, brusca con todo el mundo menos con ella, la había criado, porque cuando la niña tenía pocos meses sus padres se fueron por tres años a estudiar sendos doctorados en geología a Estados Unidos. Cuando regresaron, Celia apenas reconoció a esas personas a quienes de pronto debía llamar «mamá» y «papá»; el norte de su infancia era su abuela, con ella había dormido siempre, a ella le confiaba sus secretos, sólo con ella se sentía segura. Después nacieron un hermano y una hermana. Celia continuó muy unida a su abuela, que vivía en un agregado construido junto a la casa principal de sus padres. Su infancia en una familia y un colegio del más estricto catolicismo, no pudo haber sido fácil, dado su carácter rebelde y desafiante, pero se sometió hasta el punto de que en la adolescencia se internó en una residencia del Opus Dei, donde la penitencia incluía autoflagelación y cilicios de puntas metálicas. Celia asegura que nunca llegó a tales extremos, pero debía aceptar otras reglas para domar la carne: obediencia ciega, evitar el contacto con el sexo opuesto, ayunar, dormir sobre una tabla, pasar horas de rodillas y otras mortificaciones, que eran más frecuentes y severas para las mujeres, ya que ellas encarnan, desde los tiempos de Eva, el pecado y la tentación.

Entre los miles de jóvenes disponibles en la universidad, Celia se enamoró de Nico, quien era justamente lo opuesto de lo que sus padres hubieran deseado como yerno: chileno, inmigrante y agnóstico. Nico se educó en un colegio jesuita, pero al día siguiente de hacer su Primera Comunión anunció que no volvería a poner los pies en una iglesia. Me reuní con el rector para explicarle que debía retirar al chiquillo del colegio, pero el cura se echó a reír.

«No es necesario, señora, aquí no vamos a obligarlo a ir a misa. Este mocoso puede cambiar de Opinión, ¿no cree?» Tuve que admitir que no lo creía, porque conozco muy bien a mi hijo: no es de los que toman resoluciones precipitadas. Nico terminó su educación en el San Ignacio y cumplió su palabra de no pisar una iglesia con pocas excepciones: su matrimonio religioso con Celia y algunas catedrales que ha visitado como turista.


Celia no pudo acompañar a su abuela en sus últimos momentos ni llorar su muerte porque la verdad es que tú no dejaste espacio para otros duelos, Paula. Nico y yo no captamos la magnitud de su pena en parte porque no conocíamos los detalles de su infancia y en parte porque ella, haciendo alarde de fortaleza, la disimuló. Enterró el recuerdo para llorarla más tarde, mientras seguía cumpliendo con las mil tareas de la maternidad, el matrimonio, el trabajo, aprender inglés y sobrevivir en la nueva tierra que había escogido. En los pocos años que habíamos compartido, aprendí a quererla, a pesar de nuestras diferencias, y después que te fuiste me aferré a ella como a otra hija. Su aspecto me preocupaba, tenía mal color y estaba desganada; además, seguía con náuseas, como en los peores meses del embarazo. La médica de la familia, Cheri Forrester, quien te atendió, aunque no puedes saberlo, dijo que Celia estaba agotada por haber tenido tres niños seguidos, pero que no había causa física para los vómitos, seguramente era una respuesta emocional, tal vez temía que la porfiria se repitiera en algunos de sus hijos.

«Si esto continúa, habrá que internarla en una clínica», nos advirtió. Celia siguió vomitando, pero callada y a escondidas.

UNA NUERA PECULIAR

Permíteme retroceder cinco años para recordarte cómo apareció tu cuñada en nuestras vidas. En 1988 yo vivía con Willie en California, tú estudiabas en Virginia y Nico, solo en Caracas, terminaba su último año de universidad. Por teléfono, tu hermano me había anunciado que estaba enamorado de una compañera de clase y deseaba visitarnos con ella, porque la relación iba en serio. Le pregunté sin rodeos si debía preparar una pieza o dos, y me explicó, en ese tono algo irónico que tan bien conoces, que desde el punto de vista del Opus Dei, dormir con el novio es una perfidia imperdonable. Los padres de la chica estaban indignados por el pecado de que viajaran juntos sin estar casados, aunque ella tenía veinticinco años, y peor aún a casa de una chilena divorciada, atea, comunista y autora de libros prohibidos por la Iglesia: yo.

«Esto es lo único que nos faltaba…», pensé. Dos piezas, por lo tanto. Dos hijos de Willie estaban viviendo en la casa y mi madre decidió venir desde Chile justo en la misma fecha, así es que improvisé una colchoneta de recluta para Nico en la cocina. Mi madre y yo fuimos a esperarlos al aeropuerto y vimos aparecer a tu hermano, con su mismo aspecto de adolescente desmañado, en compañía de una persona que avanzaba con firmes zancadas y cargaba un bulto a la espalda que de lejos parecía un arma pero que de cerca resultó ser un estuche de guitarra. Supongo que para jorobar a su madre, que había sido reina de belleza en un concurso caribeño, Celia caminaba como John Wayne, se vestía con pantalones deformes color aceituna, botas de andinista y una cachucha de béisbol caída sobre un ojo. Había que mirarla dos veces para descubrir lo bonita que era: facciones finas, ojos expresivos, manos elegantes, caderas anchas y una intensidad de la que era difícil sustraerse. La joven de quien mi hijo se había prendado venía desafiante, como diciendo: «Si les gusto, bueno, y si no, se joden». Me pareció tan diferente a Nico que sospeché que estaba encinta y por eso planeaban casarse apurados, pero resultó que no era así. Tal vez ella necesitaba escapar deprisa de su medio, que sentía como una camisa de fuerza, y se aferró a Nico con desesperación de náufrago.

Al llegar a la casa, tu hermano anunció que la colchoneta en la cocina no era indispensable, porque las cosas habían cambiado entre ellos. Entonces los puse en la misma pieza. Mi madre me cogió de un brazo y me arrastró al baño.

– Si tu hijo escogió a esta niña, por algo será. A ti te toca quererla y cerrar la boca.

– ¡Pero fuma pipa, mamá!

– Peor sería que fumara opio.

A mí me resultó muy fácil querer a Celia, a pesar de que me chocaban su atrevida franqueza y sus modales bruscos -los chilenos todo lo decimos con rodeos y andamos como pisando huevos- y que en apenas media hora ya nos había expuesto sus convicciones sobre razas inferiores, izquierdistas, ateos, artistas y homosexuales, todos depravados. Me pidió que le advirtiera si alguien en cualquiera de estas categorías llegaba de visita, pues prefería no hallarse presente, pero esa misma noche nos hizo reír con esos chistes subidos de tono que no oíamos desde los tiempos relajados de Venezuela donde, menos mal, no existe el concepto de lo «políticamente correcto» y uno puede burlarse de lo que le dé la gana, y después sacó la guitarra del estuche y nos cantó, con una voz conmovedora, las mejores canciones de su repertorio. Nos conquistó.


Poco después Celia y Nico se casaron en Caracas, en una estirada ceremonia en la que tú acabaste con náuseas en el baño, creo que de puros celos porque perdías la exclusividad de tu hermano, y mi familia se retiró temprano porque allí no calzábamos. No conocíamos casi a nadie, y Nico nos había advertido que los parientes de su novia no nos tenían simpatía: éramos refugiados políticos, habíamos escapado de la dictadura de Pinochet, por lo tanto debíamos ser comunistas, carecíamos de suficiente dinero o posición social y no pertenecíamos al Opus Dei, ni siquiera éramos católicos practicantes. Los recién casados se instalaron en la casa que yo había comprado cuando vivía en Caracas, demasiado grande para ellos, y Alejandro, tu primer sobrino, nació un año después. Salí disparada de San Francisco, viajé muchas horas contando los minutos, estremeciéndome por la expectativa, y pude abrazarlo recién nacido, oloroso a leche materna y polvos de talco, mientras con el rabillo del ojo estudiaba a mi nuera y mi hijo con creciente admiración. Eran dos chiquillos jugando a las muñecas. Tu hermano, que poco antes era un muchacho inconsciente que arriesgaba el pellejo trepando picos de montañas o nadando con tiburones en mar abierto, ahora cambiaba pañales, preparaba biberones y cocinaba panquecas para el desayuno, codo a codo con su mujer.

La única zozobra en la existencia de esta pareja era que el hampa había señalado su casa. Habían entrado a robar muchas veces, se habían llevado tres automóviles del garaje y ya no servían de nada las alarmas, los barrotes en las ventanas ni las descargas eléctricas en las rejas, capaces de asar a un gato distraído si las rozaba con el bigote. Cada vez que llegaban de la calle, Celia permanecía en el coche con el bebé en brazos y el motor encendido, mientras Nico descendía, pistola en mano, como en las películas, para recorrer la casa de arriba abajo y cerciorarse de que no hubiese un desalmado oculto en alguna parte. Vivían asustados, algo muy conveniente para mí, porque no me costó nada convencerlos de que se trasladaran a California, donde estarían seguros y contarían con ayuda. Con Willie preparamos un apartamento encantador, un altillo de bohemios en torre encaramada en un cerro, con una vista panorámica de la bahía de San Francisco, un tercer piso sin ascensor, pero ambos eran fuertes y volarían por las escaleras con los bártulos del crío, las bolsas del mercado y las de la basura. Los esperé con la ansiedad de una novia dispuesta a sacar el jugo a mi reciente condición de abuela. En más de una ocasión me agazapé en el cuarto reservado para Alejandro después de dar cuerda a los móviles colgados del techo y a las cajitas de música, para cantar en susurros las canciones de cuna que había aprendido cuando tú y tu hermano eran pequeños. La espera fue eterna, pero todos los plazos se cumplen y por fin llegaron.

Mi amistad con Celia comenzó a tropezones, porque suegra y nuera venían de ideologías opuestas, pero si pensábamos regodear nos en las diferencias, la vida se encargó de eliminar la mala leche con unos cuantos coscorrones. Pronto olvidamos cualquier germen de desavenencia y nos concentramos en los rigores de criar un niño -y después dos más- y adaptarnos a otra lengua y a nuestra condición de inmigrantes en Estados Unidos. Aunque no lo sabíamos entonces, un año más tarde nos tocaría la prueba más brutal: cuidarte, Paula. No había tiempo para tonterías. Mi nuera se desprendió muy rápido de las hilachas que la ataban al fanatismo religioso y empezó a dudar de los demás preceptos inculcados a machote en su juventud. Apenas comprendió que en Estados Unidos ella no era blanca, se le pasó el racismo, y su amistad con Tabra barrió sus prejuicios contra artistas y gente de izquierda. De los homosexuales, sin embargo, prefería no hablar. Todavía no había conocido a las madres de Sabrina.

Nico y Celia se inscribieron en un curso intensivo de inglés y a mí me tocó la buena fortuna de cuidar a mi nieto. Escribía mientras Alejandro gateaba en el suelo, preso tras una reja para perros bravos que instalamos en la puerta. Si se cansaba, se ponía el chupete en la boca, arrastraba su almohada y se echaba a dormir a mis pies. A la hora de comer me daba unos tirones en la falda para sacarme del estado de trance en que la escritura suele sumirme, yo le alcanzaba distraída su biberón y él se lo bebía callado. Una vez desenchufó el cable de la computadora y perdí cuarenta y ocho páginas de la novela, pero en vez de ahorcarlo, como habría hecho con cualquier otro mortal, me lo comí a besos. Eran páginas malas.

Mi dicha era casi completa, sólo faltabas tú, que en 1991 estabas recién casada con Ernesto y viviendo en España, pero ustedes ya tenían planes para instalarse en California, donde estaríamos todos juntos. El 6 de diciembre de ese mismo año, entraste al hospital con un resfrío mal cuidado y dolor de estómago. No supiste lo que pasó después, hija. Horas más tarde estabas en la unidad de cuidados intensivos, en coma, y habrían de pasar cinco eternos meses antes de que me entregaran tu cuerpo en estado vegetativo, con daño cerebral severo. Respirabas, ésa era tu única manifestación de vida. Estabas paralizada, tus ojos eran pozos negros que ya no reflejaban luz, y en los meses siguientes cambiaste tanto que costaba reconocerte. Con Ernesto, quien se negaba a admitir que en realidad ya era viudo, te trajimos a mi casa, en California, en un viaje terrible volando sobre el Atlántico y Norteamérica. Después él tuvo que dejarte conmigo y volver a su trabajo. Nunca imaginé que el sueño de tenerte a mi lado se cumpliría de una manera tan trágica. En esos días Celia estaba a punto de dar a luz a Andrea. Recuerdo la reacción de mi nuera cuando te bajaron de la ambulancia en una camilla: se aferró a Alejandro, retrocedió, temblando, con los ojos desorbitados, mientras Nico daba un paso al frente, pálido, y se inclinaba para besarte, mojándote de lágrimas. Para ti este mundo terminó el 6 de diciembre de 1992, exactamente un año después de que entraste al hospital en Madrid. Días más tarde, cuando echamos tus cenizas en aquel bosque de secuoyas, Celia y Nico me anunciaron que pensaban tener otro niño y diez meses más tarde nació Nicole.

TÉ VERDE PARA LA TRISTEZA

Willie se daba cuenta, desesperado, de que Jennifer se estaba suicidando de a poco. Una astróloga le había dicho que su hija estaba «en la casa de la muerte». Según Fu, hay almas que intentan inconscientemente alcanzar el éxtasis divino por el camino expedito de las drogas; tal vez Jennifer necesitaba escapar de la grosera realidad de este mundo. Willie cree que ha transmitido un mal genético a su descendencia. Su tatarabuelo llegó a Australia con grilletes en los pies, cubierto de pústulas y piojos, uno más entre ciento sesenta mil infelices que los ingleses mandaron castigados a esa tierra. El menor de los convictos, condenado por hurtar pan, tenía nueve años, y la mayor era una anciana de ochenta y dos, acusada de robar kilo y medio de queso, que se ahorcó a los pocos días de desembarcar. A ese antepasado de Willie, acusado de quién sabe qué tontería, no lo ahorcaron porque era afilador de cuchillos. En esa época tener un oficio o saber leer te valía para que, en vez de que te colgaran, te mandaran a Australia. El hombre estaba entre los fuertes que sobrevivieron gracias a su capacidad para aguantar el sufrimiento y el alcohol, aptitud que heredó casi toda su descendencia. Del abuelo poco se sabe, pero su padre murió de cirrosis. Willie pasó décadas de su vida sin probar una gota de alcohol porque se le alborotaban las alergias, pero si empezaba a hacerlo iba aumentando la cantidad poco a poco. Nunca lo vi ebrio porque antes de llegar a ese punto se ahogaba, como si se hubiese tragado una bola de pelos, y el dolor de cabeza lo tumbaba, pero ambos sabemos que si no fuera por esas benditas alergias habría terminado como su padre. Sólo ahora, después de los sesenta años, es capaz de limitarse a una sola copa de vino blanco y darse por satisfecho. Dicen que la herencia no puede descartarse, y sus hijos -los tres, drogadictos- parecen confirmarlo. No tienen la misma madre, pero en las familias de su primera y su segunda mujer también hay adicciones, que vienen desde los abuelos. El único que nunca le ha dado guerra a Willie es Jason, hijo de su segunda esposa con otro hombre, a quien él quiere como si fuera suyo.

«Jason no tiene mi sangre, por eso es un tipo normal», suele comentar en el tono de quien constata un hecho natural, como la marea o la migración de los patos salvajes.

Cuando lo conocí, Jason era un muchacho de dieciocho años con mucho talento para escribir pero sin disciplina, aunque yo estaba segura de que tarde o temprano la adquiriría; de eso se encargan los rigores de la vida. Planeaba ser escritor algún día, pero mientras tanto se contemplaba el ombligo. Solía escribir dos o tres líneas y venía corriendo a preguntarme si acaso tenían potencial para un cuento, pero no pasaba más allá de eso. Yo misma lo saqué a empujones de la casa para que se fuera a estudiar a un college en el sur de California, donde se graduó con honores, y cuando regresó a vivir con nosotros, trajo a su novia, Sally. Su verdadero padre tenía un temperamento violento, que solía estallar con imprevisibles consecuencias. Cuando Jason tenía unas pocas semanas de vida, sufrió un accidente que nunca llegó a aclararse: su padre dijo que se había caído del mudador, pero la madre y los médicos sospecharon que lo había golpeado en la cabeza y le había hundido el cráneo. Hubo que operarlo y se salvó de milagro, después de pasar mucho tiempo en el hospital, mientras sus padres se divorciaban. Del hospital pasó a ser responsabilidad del Estado por un tiempo; luego su madre se lo llevó a vivir con unos tíos, que según Jason eran verdaderos santos, Y finalmente ella lo trajo a California. A los tres años el chico fue a parar con su padre porque, según parece, en el edificio donde vivía su madre no aceptaban niños. ¿Qué clase de edificio sería ése? Cuando ella se casó con Willie, recuperó a su hijo, y después, cuando se divorciaron, el chiquillo cogió sus bultos y se fue sin vacilar con Willie. Entretanto, su padre biológico hacía apariciones esporádicas y en algunas ocasiones volvió a maltratarlo, hasta que el muchacho tuvo edad y presencia física para defenderse. En una noche de alcohol y recriminaciones en la cabaña de su padre en las montañas, donde habían ido de vacaciones por unos días, el hombre le dio un puñetazo, y Jason, quien se había prometido a sí mismo que no volvería a dejarse avasallar, respondió con el miedo y la rabia acumulados durante años y le destrozó la cara a golpes. Desesperado, manejó de vuelta varias horas en una noche de tormenta y llegó a la casa enfermo de culpa y con la camisa manchada de sangre. Willie lo felicitó: era hora de poner las cosas en claro, dijo. Ese bochornoso incidente estableció una relación de respeto entre padre e hijo y la violencia no volvió a repetirse.

Ese año de duelo, de mucho trabajo, de dificultades económicas y de problemas con mis hijastros fue minando la base de mi relación con Willie. Había demasiado desorden en nuestra vida. No lograba adaptarme a Estados Unidos. Sentí que se me enfriaba el corazón, que no valía la pena seguir remando contra la corriente, mantenernos a flote costaba un esfuerzo desproporcionado. Pensaba en irme, huir, llevarme a Nico y los suyos a Chile, donde por fin había democracia, después de dieciséis años de dictadura militar, y donde vivían mis padres.

«Divorciarme, eso es lo que debo hacer», mascullaba para mis adentros, pero debo haberlo dicho más de una vez en voz alta, porque Willie paró la oreja ante la palabra divorcio. Había pasado por dos anteriores y estaba decidido a evitar un tercero; entonces me presionó para que consultáramos a un psicólogo. Yo me había burlado sin piedad del terapeuta de Tabra, un alcohólico despelucado que le aconsejaba las mismas perogrulladas que yo podía ofrecerle gratis. En mi opinión, la terapia era una manía de los estadounidenses, gente muy consentida y sin tolerancia para las dificultades normales de la existencia. Mi abuelo me inculcó en la infancia la noción estoica de que la vida es dura y ante los problemas no cabe sino apretar los dientes y seguir adelante. La felicidad es una cursilería; al mundo se viene a sufrir y aprender. Menos mal que el hedonismo de Venezuela suavizó un poco aquellos preceptos medievales de mi abuelo y me dio permiso para pasarlo bien sin culpa. En Chile, en tiempos de mi juventud, nadie iba a terapia, excepto los locos de atar y los turistas argentinos, así es que me resistí bastante a la propuesta de Willie, pero él insistió tanto que por fin lo acompañé. Mejor dicho, él me llevó de un ala.

El psicólogo resultó tener aspecto de monje, llevaba el cráneo afeitado, bebía té verde y permanecía la mayor parte de la sesión con los ojos cerrados. En el condado de Marin se ve a cualquier hora hombres en bicicleta, trotando en pantalones cortos o saboreando su capuchino en mesitas de las veredas.

«¿Esta gente no trabaja?», le pregunté una vez a Willie.

«Son todos terapeutas», me contestó. Tal vez por eso sentí un gran escepticismo frente al calvo, pero pronto éste se reveló como un sabio. Su oficina era un cuarto desnudo pintado de color arveja, decorado con una tela -mandala, creo que se llama- colgada en la pared. Nos sentamos con las piernas cruzadas sobre unos cojines en el suelo, mientras el monje sorbía como un pajarito su té japonés. Empezamos a hablar y pronto se desencadenó una avalancha. Willie y yo nos arrebatábamos la palabra para contarle lo que había pasado contigo, la existencia de espanto que llevaba Jennifer, la fragilidad de Sabrina, mil otros problemas, y mi deseo de mandar todo al diablo y desaparecer. El hombre nos escuchó sin interrumpir y cuando faltaban pocos minutos para que terminara la sesión, levantó sus párpados capotudos y nos miró con una expresión de genuina lástima.

«¡Qué tristeza hay en sus vidas!», murmuró. ¿Tristeza? Eso no se nos había ocurrido a ninguno de los dos. Se nos desinfló la rabia en un instante y sentimos hasta los huesos una pena vasta como el Pacífico, que no habíamos querido admitir por pura y simple soberbia. Willie me tomó la mano, me atrajo a su cojín y nos abrazamos. Por primera vez admitimos que teníamos el corazón muy adolorido. Fue el comienzo de la reconciliación.

– Voy a aconsejarles que no mencionen la palabra divorcio durante una semana. ¿Pueden hacerlo? -preguntó el terapeuta. -Sí -respondimos a una sola voz.

– ¿Y podrían hacerlo por dos semanas? -Por tres, si quiere -dije.

Ése fue el trato. Pasamos tres semanas enfocados en resolver las emergencias de la existencia diaria, sin pronunciar la palabra proscrita. Vivíamos en crisis, pero se cumplió el plazo y pasó un mes, luego dos y la verdad es que no hablamos de divorcio nunca más. Volvimos a efectuar esa danza nocturna que desde el comienzo nos resultó natural: dormir abrazados tan estrechamente que si uno se da la vuelta el otro se acomoda y si uno se separa el otro se despierta. Entre taza y taza de té verde, el psicólogo rapado nos condujo de la mano por los vericuetos de esos años. Me aconsejó «mantenerme en mi trinchera» y no interferir en los asuntos de mis hijastros, que en realidad eran la causa principal de nuestras peleas. ¿Willie le regala un auto nuevo a su hijo, quien está recién expulsado del colegio y anda flotando en una nube de LSD y marihuana? No es mi problema. ¿Lo estrella contra un árbol a la semana? Me quedo en la trinchera. ¿Willie le compra un segundo auto, que también destroza? Me muerdo la lengua. Entonces su padre lo premia con una camioneta y me explica que es un vehículo más seguro y firme.

«Cierto. Así cuando atropelle a alguien, por lo menos no lo dejará herido, lo matará de un solo guamazo», replico en tono glacial. Me encierro en el baño, me doy una ducha fría y recito el repertorio completo de mis palabrotas, y enseguida me voy a pasar unas horas haciendo collares en el taller de Tabra.

Fue muy útil la terapia. Gracias a eso y a la escritura sobreviví a variadas pruebas, aunque no siempre salí airosa, y se salvó mi amor con Willie. El melodrama familiar continuó, por fortuna, porque si no ¿de qué diablos iba yo a escribir?

UNA NIÑA CON TRES MADRES

A Jennifer le permitían ver a Sabrina en visitas controladas cada dos semanas, y en cada una de esas ocasiones yo podía comprobar cómo se iba deteriorando la hija de Willie. Su aspecto era cada vez peor, como le explicaba a mi madre y a mi amiga Pía por carta. En Chile, las dos hicieron donaciones al orfanato del padre Hurtado, el único santo chileno al que hasta los comunistas veneran porque es muy milagroso, rogando para que Jennifer cambiara de rumbo y salvara la vida. En realidad, sólo una intervención divina podía ayudarla. Y aquí debo hacer una breve pausa para ponerte al día de Pía, esa mujer que es como mi hermana chilena, cuya lealtad jamás ha flaqueado, ni siquiera cuando nos separó el exilio. Ella proviene de un medio muy católico y conservador, que celebró con champán el golpe militar de 1973, pero sé que por lo menos en un par de ocasiones escondió en su casa a víctimas de la dictadura. Rara vez tocamos el tema político. Cuando me fui con mi pequeña familia a Venezuela, nos escribíamos seguido, y ahora nos visitamos en Chile y en California, donde ella suele venir de vacaciones; así hemos mantenido una amistad que ya tiene la claridad del diamante. Nos queremos sin condiciones, y cuando estamos juntas pintamos cuadros a cuatro manos y nos reímos como chiquillas. ¿Recuerdas que ella y yo solíamos bromear con que un día seríamos dos viudas alegres y viviríamos juntas en un desván, chismeando y haciendo artesanías? Bueno, Paula, ya no hablamos de eso, porque Gerardo, su marido, el hombre más cándido y benévolo de este mundo, se murió una mañana como cualquier otra, cuando estaba supervisando el trabajo en uno de los potreros de su campo. Dio un suspiro, inclinó la cabeza y se fue al otro mundo sin alcanzar a despedirse. Pía no ha logrado consolarse, a pesar de que está rodeada de su clan: cuatro hijos, cinco nietos y medio centenar de parientes y amigos con quienes está en contacto continuo, como es costumbre en Chile. Se dedica a la caridad indiscriminada, a cuidar a su familia y a sus óleos y pinceles, con los que se entretiene en los ratos libres. En los momentos de tristeza, cuando no puede dejar de llorar a Gerardo, se encierra a bordar y a hacer prodigios con retazos de telas, incluso unos iconos recamados de pedrerías que parecen rescatados de la antigua Constantinopla. Esta Pía que tanto te quería, hizo construir una ermita en su jardín y plantó un rosal en tu memoria. Allí, junto a ese generoso arbusto, conversa con Gerardo y contigo y reza a menudo por los hijos y la nieta de Willie.

Rebeca, la visitadora social, organizaba el plan de acción para los encuentros de Sabrina con su madre. No era fácil, ya que el juez había ordenado evitar que Jennifer y su compañero se toparan con las madres adoptivas o averiguaran dónde vivían. Fu y Grace se encontraban conmigo en el estacionamiento de algún centro comercial y me entregaban a la niña, con sus pañales, juguetes, biberones y el resto del aparatoso cargamento que necesitan los críos. Yo partía con ella, en una de las sillas que tenía para mis nietos en el coche, al edificio del Ayuntamiento, donde me encontraba con Rebeca y una mujer policía, siempre una diferente, todas con aire de tedio profesional. Mientras la uniformada vigilaba la puerta, Rebeca y yo esperábamos en una sala, extasiadas ante la niña, que se había puesto hermosa y muy alerta, no se le escapaba ningún detalle. Tenía la piel color caramelo, unos rulitos de cordero recién nacido en la cabeza y los ojos asombrosos de una hurí. A veces Jennifer acudía a la cita, otras no. Cuando aparecía, hecha un manojo de nervios, con actitud huidiza de zorro perseguido, no se quedaba más de cinco o diez minutos.


Levantaba a su hija en brazos y al sentirla tan liviana o al oírla llorar, se sentía confundida.

«Necesito un cigarrillo», decía; salía deprisa y a menudo no regresaba. Rebeca y la agente de policía me acompañaban al automóvil y yo conducía de vuelta al estacionamiento donde las dos madres, ansiosas, nos esperaban. Para Jennifer aquellas visitas apresuradas tuvieron que ser un tormento, porque había perdido a su bebé y ni siquiera saber que estaba en buenas manos era un consuelo.

Estas citas estratégicas duraban ya unos cinco meses, cuando Jennifer cayó de nuevo al hospital con una infección cardiaca y otra en las piernas. No dio muestras de preocupación, dijo que ya le había ocurrido antes, nada grave, pero los médicos lo trataron con menos ligereza. Fu y Grace decidieron que ya estaban hartas de esconderse y que Jennifer tenía derecho a saber quiénes se habían hecho cargo de su hija. Las acompañé al hospital, saltándonos el protocolo legal.

«Si la visitadora social lo sabe, se verán en un lío», opinó Willie, que piensa como abogado y todavía no conocía bien a Rebeca.

La hija de Willie ofrecía un aspecto desolado, se le podían contar las muelas a través de la piel traslúcida de las mejillas, su cabello era una peluca de muñeca, tenía las manos azulosas y las uñas negras. Su madre también estaba allí, descompuesta al verla en ese estado. Creo que había aceptado el hecho de que Jennifer no viviría mucho más, pero esperaba al menos reencontrarse con ella antes del fin. Pensó que en el hospital podrían hablar y hacer las paces, después de tantos años de herirse mutuamente, pero también en esa ocasión su hija habría de escapar antes de que los medicamentos alcanzaran a hacerle efecto. A la primera mujer de Willie y a mí, las dificultades nos acercaron: ella había sufrido mucho con sus dos hijos, ambos drogadictos y yo te había perdido, Paula. Hacía más de veinte años que ella estaba divorciada de Willie y ambos se habían vuelto a casar, no creo que quedaran rencores pendientes, pero si los había, la llegada de Sabrina a sus vidas los redimió. La atracción que los unió en la juventud se convirtió en desencanto mutuo poco después de casarse y terminó diez años más tarde de manera abrupta. Fuera de los hijos, nada tenían en común. Durante el tiempo que estuvieron casados, él se dedicó por entero a su carrera, decidido a tener éxito y hacer dinero, mientras ella se sintió abandonada y solía caer en hondas depresiones. Además, les tocó la turbulencia de los años sesenta, cuando las costumbres se soltaron bastante en esta parte del mundo: se puso de moda el amor libre, las parejas se cambiaban como una forma de diversión, en las fiestas los asistentes se bañaban desnudos en los jacuzzis domésticos, todo el mundo bebía martinis y fumaba marihuana, mientras los niños corrían sueltos por todos lados. Esos experimentos dejaron un reguero de parejas deshechas, como era fácil predecir, pero Willie asegura que ésa no fue la causa de la ruptura.

«Éramos como aceite y agua, no combinábamos, ese matrimonio no podía resultar.» Al comienzo de mi relación con Willie le pregunté si íbamos a tener un «amor abierto» -eufemismo para la infidelidad- o monógamo. Yo necesitaba aclararlo porque no tengo tiempo ni vocación para espiar a un amante veleidoso.

«Monógamo, ya he probado la otra fórmula y es un desastre», me contestó sin vacilar.

«Está bien, pero si te pillo en una aventura te mato, a ti, a tus hijos y al perro. ¿Me has entendido?», le dije.

«Perfectamente.» Por mi parte he respetado el trato con más decencia de la que podía esperarse de una persona de mi carácter; supongo que él ha hecho otro tanto, pero no pongo las manos en el fuego por nadie.

Jennifer cogió a su hija y la apretó en su pecho escuálido, mientras le daba las gracias a Grace y Fu una y otra vez. Ambas tienen el don de poner humor, calma y belleza en lo que tocan. Bajaron sus defensas -lo que nadie había hecho hasta entonces con Jennifery se dispusieron a aceptarla con toda su compasión, que es mucha. Así transformaron aquel drama sórdido en una experiencia espiritual. Grace acarició a Jennifer, alisó sus cabellos, la besó en la frente y le aseguró que podría ver a Sabrina a diario, si quería ella misma se la traería, y cuando la dieran de alta podría visitarla en la finca budista. Le contó lo inteligente y vivaracha que era, cómo ya empezaba a tragar leche sin dificultad y no mencionó sus serios problemas de salud.

– ¿No te parece que Jennifer debe conocer la verdad, Grace? -le pregunté al salir.

– ¿Qué verdad?

– Si Sabrina sigue debilitándose a este ritmo. Sus células blancas… -No se morirá. Eso te lo puedo jurar -me interrumpió con la más tranquila convicción.

Ésa fue la última vez que vimos a Jennifer.

El 25 de mayo de 1994 celebramos el primer cumpleaños de Sabrina en el Centro de Budismo Zen, en un círculo de medio centenar de personas descalzas, con ropajes sueltos de peregrinos medievales, algunos con la cabeza rapada y esa expresión de sospechosa placidez que distingue a los vegetarianos. Celia, Nico, los niños, Jason con su novia, Sally y el resto de la familia estaban allí. La única mujer con maquillaje era yo, y el único hombre con cámara fotográfica era Willie. En el centro de la sala jugueteaban varios niños con un escándalo de globos en torno a una monumental torta orgánica de zanahoria. Sabrina, vestida de gnomo, con una hilera de estrellas metálicas pegadas en la frente, coronada reina de Etiopía por Alejandro, y con un globo amarillo atado con una cuerda a la cintura, para que la vieran de lejos y no la pisaran, pasaba de brazo en brazo, de beso en beso. Comparada con mi nieta Nicole, densa y compacta como un koala, Sabrina parecía una muñeca blanda, pero en ese año había superado casi todos los pronósticos fatalistas de los médicos: ya se sentaba, trataba de gatear e identificaba a todos los residentes del Centro de Budismo Zen. Uno a uno se presentaron los invitados: «Soy Kate, cuido a Sabrina los martes y jueves»; «Me llamo Mark y soy su fisioterapeuta»; «Soy Michael, monje zen desde hace treinta años, y Sabrina es mi maestra»…

MINÚSCULOS MILAGROS COTIDIANOS

El 6 de diciembre se cumplió el primer aniversario de tu muerte. Quería recordarte bella, sencilla, contenta, vestida de novia o saltando charcos bajo la lluvia en Toledo, con un paraguas negro; pero de noche, en mis pesadillas, me asaltaban las imágenes más trágicas: tu cama del hospital, el ronquido de la máquina de respirar, tu silla de ruedas, el pañuelo con que después cubríamos el hueco de la traqueotomía, tus manos crispadas. Muchas veces rogué morir en vez de ti, y más tarde, cuando ese trueque ya no fue posible, rogué tanto para morir que en justicia debí enfermarme en serio; pero morir es muy difícil, como tú sabes y como decía mi abuelo cuando le faltaba poco para cumplir un siglo de existencia. Un año más tarde yo seguía viva, gracias al cariño de mi familia y las agujas mágicas y yerbas chinas del sabio japonés Miki Shima, quien estuvo junto a ti y junto a mí en los meses en que te fuiste despidiendo de a poco. No sé qué efecto tuvieron sus remedios en ti, pero su tranquila presencia y su mensaje espiritual me sostuvieron semana a semana en aquella época.

«No digas que quieres morirte, porque me matas de pena», me reprochó mi madre una vez que se lo insinué por carta. Ella no era mi única razón para vivir: tenía a Willie, a Nico, a Celia y a esos tres nietos que solían despertarme con sus manitas sucias y sus besos babeantes, los tres en pañales, olorosos a sudor y a chupete. En la misma cama, juntos y abrazados, veíamos por la noche terroríficos videos de dinosaurios que devoraban a los actores. Alejandro, de cuatro años, me tomaba de la mano y me decía que no me asustara, que era de mentira, que después los monstruos vomitaban a las personas enteras porque no las mascaban.

En la mañana de ese aniversario fui con Alejandro al bosque, que ahora todos llamamos «el bosque de Paula». Mucha presunción, hija, porque es un parque estatal. Llovía, hacía mucho frío, nos hundíamos en el barro, el aire olía a pino y entre las copas de los árboles se filtraba una luz triste de invierno. Mi nieto corría delante con los pies para los lados y moviendo los brazos como un pato. Nos acercamos al arroyo, tumultuoso en invierno, donde habíamos esparcido tus cenizas. Lo reconoció al punto.

– Paula estaba enferma ayer -dijo; para él todo el pasado era ayer.

– Sí. Se murió.

– ¿Quién la mató?

– No es como en la televisión, Alejandro, a veces la gente se enferma y se muere, así no más.

– ¿Adónde se van los muertos?

– No sé exactamente.

– Ella se fue por allí -dijo señalando el arroyo.

– Sus cenizas se fueron en el agua, pero su espíritu vive en este bosque. ¿No te parece lindo?

– No. Sería mejor que viviera con nosotros -decidió.

Estuvimos un rato largo recordándote en ese verde templo, donde podíamos sentirte, tangible y presente, como la brisa fría y la lluvia.

Por la tarde nos reunimos la familia -incluso Ernesto, que vino de Nueva Jersey- y unos cuantos amigos en nuestra casa. Nos sentamos en la sala y celebramos los dones que tú nos diste en vida y seguías dándonos: el nacimiento de las nietas Sabrina y Nicole, y la incorporación de las madres, Fu y Grace, a la tribu, así como la de Sally. Una humilde vela blanca, con un orificio en el centro, presidía el altar que habíamos improvisado con tus fotos y recuerdos.

El año anterior, tres días después de tu muerte me junté con las Hermanas del Perpetuo Desorden en casa de una de ellas, como siempre hacíamos los martes, en torno a seis velas nuevas. Tu ausencia me doblaba de dolor.

«Siento un fuego que me quema en el centro del cuerpo», les dije. Nos tomamos de las manos, cerramos los ojos, y mis amigas dirigieron hacia mí su cariño y sus plegarias, para ayudarme a soportar la pena de esos días. Yo pedía una señal, una indicación de que no habías desaparecido en la nada para siempre, de que tu espíritu existía en alguna parte. De pronto oí la voz de Jean: «Mira tu vela, Isabel». Mi vela ardía por el centro.

«Un fuego en el vientre», agregó Jean. Esperamos. La llama derritió la cera y formó un hueco en el medio de la vela, pero ésta no se partió. Tal como se encendió sin explicación, la llama se apagó instantes más tarde. La vela quedó ahuecada, pero erguida, y me pareció que ésa era la señal que esperaba, un guiño que me hacías desde otra dimensión: la quemadura de tu muerte no me quebraría. Después Nico revisó la vela y no pudo encontrar la causa de esa extraña llama en el centro; tal vez estaba defectuosa, tenía una segunda mecha que prendió al saltar una chispa.

«¿Para qué quieres una explicación, mamá? En este caso lo que importa es la oportunidad. Recibiste la señal que pedías, eso es suficiente», dijo Nico, para dejarme contenta, supongo, porque, dado su sano escepticismo, no creo que sospechase un milagro.

Fu explicó que encendíamos incienso porque el humo se eleva como nuestros pensamientos; la luz de las velas representa sabiduría, claridad y vida; las flores simbolizan belleza y continuidad, porque mueren pero dejan semillas para otras flores, tal como quedarán nuestras semillas en los nietos. Cada uno compartió con los demás algún sentimiento o recuerdo. Celia, la última que habló, dijo: «Paula, recuerda que tienes tres sobrinos y debes cuidarlos mucho, mira que también pueden tener porfiria. Acuérdate de velar para que Sabrina tenga una vida larga y feliz. Y acuérdate de que

Ernesto necesita otra esposa, así es que ponte las pilas y consíguele una novia».

Para terminar, mezclamos tierra con una pizca de tus cenizas, que yo había guardado, y plantamos un árbol en un macetero, con la idea de que apenas se le afirmaran las raíces lo pondríamos en nuestro jardín o en tu bosque.

Esa noche también vinieron Cheri Forrester, nuestra compasiva doctora, y el sabio Miki Shima, quien días antes me había echado los palitos del Ching y había salido que: «La mujer ha tolerado pacientemente la tierra desolada, cruza el río descalza con determinación, cuenta con gente a la distancia, pero no tiene compañeros, deberá caminar sola por el paso del medio». Me pareció clarísimo. El doctor Shima dijo que tenía un mensaje tuyo: «Paula está bien, se aleja en su camino espiritual, pero nos cuida y está presente entre' nosotros. Dice que no desea que sigamos llorando por ella, quiere vernos alegres». Nico y Willie intercambiaron una mirada significativa, porque no le creen mucho a este caballero, dicen que no puede probar nada de lo que dice, pero yo no tuve dudas de que se trataba de tu voz, porque era similar al mensaje que dejaste en tu testamento: «Por favor, no estén tristes. Sigo con todos pero más cerca que antes. En un tiempo más nos reuniremos en espíritu, pero mientras tanto seguiremos juntos mientras me recuerden. Acuérdense de que nosotros, los espíritus, ayudamos, acompañamos protegemos mejor a quienes están contentos». Eso escribiste, hija. Cheri Forrester lloraba a mares porque su madre murió a la misma edad que tú y, según ella, ustedes dos eran muy parecidas físicamente.

Me había propuesto que en esa fecha memorable pondría la palabra fin en el manuscrito del libro y te lo ofrecería como un regalo. Fu bendijo el legajo de papeles atados con una cinta roja y después brindamos con champán y partimos una torta de chocolate. Hubo honda emoción, aunque no fue un duelo, sino más bien una fiesta sin bulla. Celebrábamos que al fin estabas libre, después de haber pasado tanto tiempo prisionera.

MARIHUANA Y SILICONA

Tristeza.

Como había señalado el terapeuta, había tristeza en la vida de Willie y en la mía, aunque no era un sentimiento paralizante, sino consciencia de las pérdidas y dificultades que coloreaban la realidad. Con frecuencia debíamos acomodar la carga para seguir adelante sin caernos. Había mucho desorden, teníamos la sensación de estar siempre en medio de una tormenta, asegurando puertas y ventanas para que el viento de la desgracia no arrasara con todo.

El bufete de Willie funcionaba a crédito. Willie aceptaba casos perdidos, gastaba más de lo que ganaba, mantenía una leva de empleados inútiles y estaba enredado en líos de impuestos. Era un pésimo administrador y Tong, su leal contador chino, no podía controlarlo. Mi presencia en su vida le trajo estabilidad, porque pude ayudarlo con los gastos en las emergencias, correr con la casa, ordenar las cuentas bancarias y eliminar la mayoría de las tarjetas de crédito. Mudó su oficina de San Francisco a una casa victoriana que yo compré en Sausalito, el pueblo más pintoresco de la bahía. La propiedad fue construida alrededor de 1870 y se vanagloriaba de un pedigrí notable: fue el primer burdel de la localidad; después se convirtió en iglesia, luego en fábrica de galletas de chocolate y, finalmente, hecha una ruina, pasó a nuestras manos. Como dijo Willie, fue descendiendo en la escala social. Estaba hundida entre árboles centenarios y enfermos que amenazaban con desplomarse sobre las casas de los vecinos al primer vendaval. Nos obligaron a cortar un par de ellos. Llegaron los asesinos, se encaramaron con sierras y hachas, se colgaron con cuerdas de las ramas, y procedieron a desmembrar a sus víctimas, que sangraban sin ruido, como mueren los árboles. Salí escapando, incapaz de presenciar por más tiempo aquella carnicería. Al día siguiente no reconocimos la casa: estaba desnuda y vulnerable, con las maderas devoradas por el tiempo y las termitas, las tejas torcidas, las persianas desprendidas. Los árboles ocultaban el deterioro: sin ellos parecía una cortesana decrépita. Willie se frotó las manos, entusiasmado, porque en una reencarnación anterior fue constructor, uno de aquellos que levantaron catedrales.

«Vamos a dejar la casa tan linda como era al principio», dijo, y partió en busca de los planos originales para devolverle su gracia victoriana. Lo logró a plenitud y, a pesar de la profanación de las herramientas, sus paredes todavía conservan el perfume francés de las meretrices, del incienso cristiano y del chocolate de las galletas.

En los mismos cuartos donde antaño las damas de la noche hacían olvidar sus penas a sus clientes, Willie baraja hoy las incertidumbres de la ley. En lo que antes fuera la cochera, yo lidié con mis fantasmas literarios durante años, hasta que dispuse de mi propio cuchitril en la casa, donde ahora escribo. Aprovechando la mudanza, Willie se deshizo de la mitad de sus empleados y pudo seleccionar mejor sus casos, pero su bufete todavía era caótico y poco rentable.

«Por mucho que entre, es más lo que sale. Saca la cuenta, Willie, trabajas por un dólar la hora», le hice ver. El cálculo no le gustó nada, pero Tong, que había trabajado con él por treinta años y lo había salvado por un pelo de la bancarrota en más de una ocasión, estaba de acuerdo conmigo. Me crié con un abuelo vasco muy cauteloso con el dinero, y luego con el tío Ramón, que vivía con lo mínimo. La filosofía de mi padrastro era «Somos inmensamente ricos», aunque por necesidad él debía ser muy prudente en los gastos. Se proponía gozar de la vida con espléndido estilo y estiraba cada centavo de su magro sueldo de empleado público para mantener a cuatro hijos suyos y tres de mi madre. El tío Ramón dividía el dinero del mes y colocaba los billetes en sobres, contados y vueltos a contar, para alcanzar a cubrir las necesidades de cada semana. Si podía ahorrar un poquito aquí y otro allá, nos llevaba a tomar helados. Mi madre, a la que siempre se la consideró una mujer a la moda, cosía su ropa en la casa y transformaba los mismos vestidos una y otra vez. Hacían mucha vida social, ineludible para los diplomáticos, y ella tenía un traje de baile básico de seda gris, al que le ponía y quitaba mangas, cinturones y lazos, de modo que en las fotografías de entonces siempre aparece con un vestido diferente. A ninguno de los dos se le habría pasado por la mente endeudarse. El tío Ramón me dio los más útiles instrumentos para la vida, como descubrí en terapia a una edad madura: memoria selectiva para recordar lo bueno, prudencia lógica para no arruinar el presente, y optimismo desafiante para encarar el futuro. También me dio espíritu de servicio y me enseñó a no quejarme, porque eso estropea la salud. Ha sido mi mejor amigo, nada hay que no haya compartido con él. Por la forma en que me criaron y por los sobresaltos del exilio, tengo mentalidad de campesina en materia de dinero. Si por mí fuese, escondería mis ahorros debajo del colchón, como hacía aquel pretendiente de Tabra con sus barras de plata. La forma de gastar de mi marido me horrorizaba, pero cada vez que asomaba la nariz en sus asuntos, provocaba una batalla.

Una vez que el manuscrito de Paula partió hacia España y llegó sano y salvo a las manos de Carmen Balcells, mi agente-madraza, me bajó un cansancio profundo. Estaba muy ocupada con la familia, viajes, conferencias y la burocracia de mi oficina, que había ido creciendo hasta adquirir proporciones aterradoras. El tiempo me rendía muy poco, daba vueltas en el mismo sitio como un perro mordiéndose el rabo, sin producir nada que valiese la pena. Intenté escribir muchas veces, incluso había concluido buena parte de la investigación para una novela sobre la fiebre del oro en California, pero me sentaba ante la computadora con la mente llena de ideas y no lograba traspasarlas a la pantalla.

«Tienes que darte tiempo, todavía estás de duelo», me recordaba mi madre en sus cartas, y lo mismo me repetía suavemente la Abuela Hilda, quien en esa época se turnaba entre la casa de su hija en Chile, y la nuestra y la de Nico en California. Esa buena señora, madre de Hildita, la primera mujer de mi hermano Pancho, se había constituido en abuela por adopción sentimental de todos nosotros, en especial de Nico y de ti, a quienes mimó desde el momento en que nacieron. Era mi cómplice en cuanta locura se me ocurrió hacer en la juventud y la compañera de aventuras de ustedes dos.

La Abuela Hilda, infatigable, menuda y alegre, se las había ingeniado durante su vida para evitar aquello que podía producirle angustia; ése debía de ser el secreto de su sorprendente buen carácter. Tenía boca de santa: no hablaba mal de nadie, huía de discusiones, toleraba sin chistar la estupidez ajena y podía volverse transparente a voluntad. En una ocasión se mantuvo en pie con una pulmonía durante dos semanas, hasta que empezaron a castañetearle los dientes y la fiebre le empañó las gafas; recién entonces nos dimos cuenta de que estaba a punto de irse al otro mundo. Pasó diez días en un hospital americano, donde nadie hablaba español, muda de susto, pero si le preguntábamos cómo estaba, decía que muy contenta y agregaba que la gelatina y el yogur eran mejores que los chilenos. Vivía en una nebulosa, porque no hablaba inglés y a nosotros se nos olvidaba traducirle la mezcolanza de idiomas que se hablaba en la casa. Como no entendía las palabras, observaba los gestos. Un año después, cuando se desató el drama de Celia, ella fue la primera en sospecharlo, porque notaba señales invisibles para los demás. El único medicamento que tomaba eran unas misteriosas píldoras verdes que se echaba a la boca cuando el ambiente a su alrededor se ponía tenso. No pudo ignorar tu ausencia, Paula, pero fingía que andabas de viaje y hablaba de ti en futuro, como si fuese a verte mañana. Disponía de una paciencia ilimitada con mis nietos y, a pesar de que pesaba cuarenta y cinco kilos y tenía huesos de tórtola, andaba siempre con Nicole en brazos. Temíamos que mi nieta menor cumpliera quince años sin aprender a caminar.


– ¡Arriba el ánimo, suegra! Lo que te hace falta para la inspiración literaria es un pito de marihuana -fue el consejo de Celia, quien jamás la había probado pero se moría de curiosidad.

– Eso embota la mente y no ayuda para la inspiración -opinó Tabra, quien estaba de vuelta de aquellos experimentos.

– ¿Por qué no probamos? -preguntó la Abuela Hilda, para zanjar dudas.

Y así fue como las mujeres de la familia terminamos en casa de Tabra fumando yerba después de haber anunciado que nos íbamos a un retiro espiritual.

La tarde empezó mal, porque la Abuela quiso que Tabra le hiciera agujeros en las orejas y la máquina de hierro se atascó, pegada al lóbulo. Al ver la sangre, a Tabra le flaquearon las rodillas, pero la Abuela no perdió la compostura. Sostuvo el aparato, que pesaba medio kilo, hasta que Nico llegó, una hora más tarde, provisto de su caja de herramientas, desarmó el mecanismo y la liberó. La oreja ensangrentada había aumentado al doble de su volumen.

«Ahora perfórame la otra», pidió la Abuela a Tabra. Nico se quedó para desarmar la máquina de nuevo y después se fue, por respeto a nuestro «retiro espiritual».

En el proceso de machucarle las orejas, los senos de Tabra rozaron varias veces a la Abuela Hilda, quien les daba unas miradas de soslayo, hasta que no aguantó más y le preguntó qué era lo que tenía en el pecho. Mi amiga habla español, de manera que pudo explicarle que eran de silicona. Le contó que cuando ella era una joven maestra en Costa Rica, debió ir al médico porque le salió un sarpullido en un brazo. El doctor le pidió que se despojara de la blusa y, aunque ella le explicó que el problema era local, él insistió. Ella se quitó la blusa.

«¡Mujer, eres plana como tabla!», exclamó al verla. Tabra reconoció que así era, y entonces él le propuso una solución que los beneficiaría a ambos.

«Pretendo especializarme en cirugía plástica, pero aún no tengo clientes. ¿Qué te parece si me dejas experimentar contigo? No te cobro nada por operarte y te pondré unas tetas formidables.» Era una proposición tan generosa y expresada de modo tan delicado que Tabra no pudo rehusar. Tampoco se atrevió a negarse cuando él manifestó cierto interés en acostarse con ella, honor que sólo tenían algunas de sus pacientes, según le explicó el doctor, pero se opuso cuando él quiso extender el ofrecimiento a su hermana menor, de quince años. Así fue como Tabra acabó con aquellas prótesis de mármol.

– Yo nunca había visto pechugas tan duras -comentó la Abuela Hilda.

Celia y yo se las tocamos también y luego quisimos verlas. Sin duda eran extrañas, parecían pelotas de fútbol americano.

– ¿Cuánto tiempo hace que andas con esto a cuestas, Tabra? -le pregunté.

– Como veinte años.

– Alguien tiene que examinarte, esto no me parece normal.

– ¿No te gustan?

El resto de las mujeres nos quitamos las blusas para que comparara. Las nuestras nunca aparecerían desplegadas en una revista erótica, pero al menos eran blandas al tacto, como las creó la naturaleza, y no como aquéllas, que tenían la consistencia de cauchos de camión. Mi amiga aceptó que la acompañáramos a consultar a un especialista, y poco tiempo después, en la clínica de un cirujano plástico, se inició lo que en la familia llamamos «la odisea de las pechugas», una serie de desafortunados accidentes que tuvieron, como única ventaja, solidificar mi amistad con Tabra.

Al caer la noche hicimos una fogata entre los árboles y asamos salchichas y bombones de malvavisco ensartados en varillas. Luego encendimos uno de los pitillos, que bastantes molestias nos había costado conseguir. Tabra aspiró un par de veces, anunció que la yerba la ponía meditativa, cerró los ojos y cayó anestesiada. La llevamos a duras penas a la casa, la depositamos en el suelo, tapada con una frazada, y las demás regresamos bajo el amparo de los árboles perfumados del jardín. Había luna llena, y el arroyo, alimentado por la lluvia, saltaba entre las piedras de su cauce. Celia cantó en la guitarra sus canciones más nostálgicas y la Abuela se puso a tejer entre un pito y otro, que no tuvieron el efecto de elevarnos al cielo, como esperábamos; sólo nos produjeron risa e insomnio. Nos quedamos en el bosque de Tabra contándonos las vidas hasta el alba, cuando la Abuela anunció que era hora de tomarse un whisky, en vista de que la marihuana no servía ni para calentar los huesos. Diez horas más tarde, cuando Tabra despertó y revisó el cenicero, calculó que nos habíamos fumado una docena de pitos sin consecuencias aparentes y dedujo, asombrada, que éramos invulnerables. La Abuela opinó que los cigarrillos estaban rellenos con paja.

EL ÁNGEL DE LA MUERTE

En el otoño de ese año, cuando se respiraba un clima de paz inusual en la casa y empezábamos a abandonarnos a una peligrosa complacencia, llegó de visita un ángel de la muerte. Era el compañero de Jennifer, confuso, con el rostro abotagado de los duros bebedores. En su jerga arrastrada, que Willie apenas lograba descifrar, anunció que Jennifer había desaparecido. No se sabía nada de ella desde hacía tres semanas, cuando estaba de visita en casa de una tía en otra ciudad. Según la tía, la última vez que la vio fue en compañía de unos tipos con aspecto de maleantes que pasaron a recogerla en una camioneta. Willie le recordó a ese hombre que a menudo transcurrían meses sin tener noticias de Jennifer, pero él repitió que había desaparecido y agregó que estaba muy enferma y en sus condiciones no podía haber ido lejos. Willie empezó una búsqueda sistemática por cárceles y hospitales, habló con la policía, recurrió a los federales por si su hija hubiera ido a parar a otro estado y contrató a un detective privado, sin resultados, mientras Fu y Grace ponían a orar a los miembros del Centro de Budismo Zen y yo a mis hermanas del desorden. La historia que nos contó el hombre me olía mal, pero Willie me aseguró que, en casos así, el primer sospechoso ante los ojos de la ley es el conviviente, especialmente si tiene un extenso prontuario, como aquél. Sin duda lo habían investigado a fondo.

Dicen que no hay dolor tan grande como la muerte de un hijo, pero creo que es peor cuando desaparece, porque queda para siempre la incógnita de su destino. ¿Murió? ¿Sufrió? Se mantiene la ilusión de que viva, pero uno se pregunta sin cesar qué clase de existencia lleva y por qué no se comunica con su familia. Cada vez que sonaba el teléfono tarde en la noche, a Willie le saltaba el corazón de esperanza y de terror: podía ser la voz de Jennifer para pedirle que fuese a buscarla a alguna parte, pero también podía ser la voz de un policía para que fuese a la morgue a identificar un cuerpo.

Meses más tarde Jennifer seguía sin dar señales, pero Willie se aferraba a la idea de que estaba viva. No sé quién le sugirió que consultara a una psíquica que a veces ayudaba a la policía a resolver casos, porque tenía el don de encontrar cadáveres y a gente desaparecida, y así fue como terminamos juntos en la cocina de una casa bastante estropeada cerca del puerto. La mujer no tenía aspecto de adivina, nada de faldas con estrellas, ojos pintarrajeados ni bola de cristal: era una gorda con zapatillas de tenis y delantal de casa, que nos hizo esperar un rato mientras terminaba de bañar a su perro. La cocina, estrecha, limpia y ordenada, contaba con un par de sillas de plástico amarillo, donde nos instalamos. Una vez que el animal estuvo seco, ella nos ofreció café y se sentó en un banquito frente a nosotros. Bebimos de nuestros jarros en silencio durante unos minutos, luego Willie le explicó el motivo de la visita y le mostró una serie de fotos de su hija, algunas en las que todavía estaba más o menos sana, y las últimas, hechas en el hospital, ya muy enferma, con Sabrina en brazos. La psíquica las examinó una por una, luego las puso sobre la mesa, colocó las manos encima y cerró los ojos durante largos minutos.

«Se la llevaron unos hombres en un vehículo», dijo al fin.

«La mataron. Tiraron el cuerpo en un bosque, cerca del río Russian. Veo agua y una torre de madera, debe de ser una torre de vigilancia forestal.»

Willie, pálido, no reaccionó. Deposité sobre la mesa el pago de sus servicios, tres veces más que la consulta de un médico, tomé a mi marido de un brazo y lo arrastré hasta el coche. Le saqué la llave del bolsillo, lo empujé en el asiento y manejé, con mano temblorosa y la vista nublada, a través del puente, rumbo a casa.

«No debes creer nada de esto, Willie, no es científico, son charlatanerías», le supliqué.

«Ya lo sé», me contestó, pero el daño estaba hecho. Así y todo, no se lamentó hasta mucho más tarde, cuando fuimos a ver una película sobre la pena de muerte, Dead Man Walking, en la que hay una escena del asesinato de una muchacha en un bosque, similar a lo descrito por la psíquica. En el silencio y la oscuridad del cine se oyó un grito desgarrado, como un lamento de animal herido. Era Willie, doblado en su asiento, con la cabeza en las rodillas. Salimos a tientas de la sala, y en el estacionamiento, encerrado en el automóvil, lloró largamente a la hija desaparecida.

Un año más tarde Fu y Grace ofrecieron una ceremonia en el Centro de Budismo Zen para conmemorar a Jennifer, dar dignidad a esa vida trágica y clausura a su inexplicable fin, que dejó a la familia en suspenso para siempre. Nuestra pequeña tribu, incluidos Tabra, Jason y Sally, y la madre de Jennifer con algunas amigas, nos juntamos en la misma sala en que habíamos celebrado el primer cumpleaños de Sabrina, frente a un altar con retratos de Jennifer en sus mejores tiempos, flores, incienso y velas. Pusieron un par de zapatos en el centro del círculo, para indicar el nuevo camino que ella había emprendido. Jason y Willie estaban conmovidos por las buenas intenciones de todos los presentes, pero no pudieron evitar un intercambio de sonrisas, porque Jennifer jamás se hubiera puesto unos zapatos como ésos; debieron haber conseguido unas sandalias moradas, más de su estilo. Ambos, que la conocían bien, imaginaron que si ella estaba observando esa triste reunión desde el aire, reventaría de risa, porque todo lo que huele a Nueva Era le parecía ridículo, y además no era de las que se lamentan; carecía por completo de autocompasión, era atrevida y valiente. Sin las adicciones, que la atraparon en una vida de miseria, tal vez habría cumplido un destino aventurero, porque tenía la fuerza de su padre. De los tres hijos de Willie, sólo Jennifer heredó el corazón de león de Willie, y ella se lo dio a su hija. Sabrina, como Willie, puede caer de rodillas, pero siempre se pone de pie. Esa niña, que casi no conoció a su madre, pero tenía su imagen grabada en el alma antes de nacer, participó en el rito acurrucada en brazos de Grace. Al final Fu dio a Jennifer un nombre budista: U Ka Da¡ Shin, «alas de fuego, gran corazón». Era un nombre adecuado para ella.

En la ceremonia, durante el rato que dedicamos a meditar, Jason creyó sentir la voz de su hermana que le soplaba al oído: «¿Qué joda están haciendo? ¡No tienen la menor idea de lo que me pasó! Podría estar viva, ¿no? La broma es que jamás lo sabrán». Tal vez por eso Jason nunca ha dejado de buscarla, y ahora, tantos años más tarde, cuando existen pruebas de ADN, él está empecinado en encontrarla en los infinitos archivos de desgracias de la policía. En cuanto a mí, durante la meditación surgió con gran claridad en mi mente una escena en la que Jennifer estaba sentada a la orilla de un río, remojándose los pies y tirando piedrecillas al agua. Llevaba un vestido de verano y se veía joven y sana, sin rastros de dolor. Rayos de sol penetraban entre las hojas de los árboles e iluminaban su cabello rubio y su cuerpo delgado. De pronto se acostaba acurrucada en el suelo, sobre el musgo, y cerraba los ojos. Esa noche le conté aquella visión a Willie y los dos decidimos que ése fue su verdadero fin y no el que dijo la psíquica: estaba muy cansada, se durmió y no despertó más. En la mañana nos levantamos temprano y fuimos los dos al bosque, escribimos el nombre de Jennifer en un papel, lo quemamos y echamos las cenizas en el mismo arroyo donde habíamos esparcido antes las tuyas. Ustedes no se conocieron en este mundo, Paula, pero nos gusta imaginar que tal vez sus espíritus juegan entre esos árboles como hermanas.

VIDA EN FAMILIA

En 1994, Ruanda aparecía con frecuencia en la prensa. Las noticias del genocidio eran tan horrorosas que costaba creerlas: niños asesinados, mujeres embarazadas abiertas a cuchilladas para arrancarles el feto del vientre, familias enteras asesinadas, centenares de huérfanos hambrientos deambulando por los caminos, aldeas quemadas con todos sus habitantes.

– ¿Qué le importa al mundo lo que pasa en África? Los que mueren son unos pobres negros -comentaba Celia, indignada, con esa pasión incendiaria que empleaba para todo.

– Es terrible, Celia, pero creo que no estás deprimida sólo por eso. Dime qué te pasa en realidad… -la sondeaba yo.

– ¡Imagínate que destrozaran a machetazos a mis niños! -Y se echaba a llorar.

Algo se estaba gestando en el alma de mi nuera. No tenía ni un momento de paz, corría cumpliendo mil tareas, creo que lloraba a escondidas y estaba cada día más flaca y demacrada, pero mantenía una postura de desfachatada alegría. Había desarrollado una verdadera obsesión por las malas noticias de la prensa, que comentaba con Jason, el único en la familia que leía todos los periódicos y era capaz de analizar los hechos con instinto de periodista. Él fue la primera persona a quien le oí relacionar la religión con el terror, mucho antes de que fundamentalismo y terrorismo fuesen prácticamente sinónimos. Nos explicó que la violencia en Bosnia, Oriente Próximo y África, los excesos de los talibanes en Afganistán y otros hechos desconectados eran causados por un odio tanto racial como religioso.

Jason y Sally hablaban de mudarse apenas pudieran conseguir un piso en alguna parte, pero habían buscado en vano algo al alcance de su magro presupuesto. Les ofrecimos ayuda, pero sin insistir demasiado, para no darles la impresión de que los estábamos echando. NOS gustaba tenerlos con nosotros, eran entretenidos y suavizaban el ambiente. Era conmovedor ver a Jason enamorado por primera vez y hablando de casarse, aunque Willie estaba convencido de que no hacía buena pareja con Sally. No sé por qué se le metió esa idea en la cabeza; parecían llevarse muy bien.

La Abuela Hilda pasaba largas temporadas en California y bajo su influencia la casa se convertía en un garito de juego. Hasta mis nietos, unos inocentes que todavía andaban con chupete, aprendieron a hacer trampas con los naipes. Les enseñó a jugar con tal habilidad que más tarde Alejandro, cuando ya tenía diez años, habría podido ganarse la vida con un mazo de naipes. En una ocasión, cuando el mocoso era un alfeñique con lentes redondos y dientes de castor, se metió en un campamento de tipos patibularios, que estaban con sus carromatos y sus motos en una playa. El aspecto de aquellos hombres, con camisetas sin mangas, tatuajes, botas de mercenarios y las inevitables barrigas de los buenos bebedores de cerveza, no espantó a Alejandro, porque vio que estaban jugando a las cartas. Se acercó= muy seguro de sí mismo y pidió permiso para participar. Le contestó un coro de risotadas, pero él insistió.

«Aquí apostamos dinero, chiquillo», le advirtieron. Alejandro asintió; se sentía seguro porque ya podía ganarle a la Abuela Hilda y rico porque tenía cinco dólares monedas chicas. Lo invitaron a sentarse y le ofrecieron cerveza, que él rechazó amablemente, más interesado en los naipes. A los veinte minutos mi nieto había esquilado a los siete matones y se alejaba del lugar con los bolsillos llenos de billetes, bajo una granizada de maldiciones y palabrotas.

Vivíamos en tribu, al estilo chileno, siempre estábamos juntos. La Abuela se divertía mucho con Celia, Nico y los niños; prefería mil veces su compañía a la nuestra, y pasaba mucho tiempo en la casa de ellos. Le habíamos explicado a la Abuela que las madres de Sabrina eran lesbianas, budistas y vegetarianas, tres palabras que no conocía. Lo de vegetarianas fue lo único que le pareció inaceptable, pero de todos modos se hizo amiga de ellas. Más de una vez las visitó en el Centro de Budismo Zen, donde las incitaba a comer hamburguesas, beber margaritas y apostar al póquer. Mi madre y el tío Ramón, mi inefable padrastro, venían a menudo de Chile; a veces se sumaba mi hermano Juan, quien llegaba de Atlanta con la cabeza ladeada y la expresión grave de un obispo, pues estaba estudiando teología. Después de cuatro años dedicado a lo divino, Juan se graduó con honores; entonces decidió que no tenía pasta de predicador y volvió a su empleo, que tiene hasta hoy, de profesor de ciencias políticas en una universidad. Willie compraba alimentos al por mayor y cocinaba para aquel campamento de refugiados. Lo veo en la cocina, atacando con cuchillos ensangrentados un cuarto de vaca, friendo sacos de papas y picando toneladas de lechuga. En los momentos de inspiración hacía unos tacos mexicanos picantes y mortales al son de sus discos de rancheras. La cocina quedaba como madrugada de carnaval y los comensales se relamían, aunque después pagaban las consecuencias del exceso de grasa y chiles.

La casa era mágica: se estiraba y se encogía según las necesidades. Encaramada a media altura de un cerro, tenía una vista panorámica de la bahía, cuatro habitaciones en el piso principal y un apartamento abajo. Allí instalamos en 1992 la sala de hospital donde tú pasaste varios meses sin alterar el ritmo de la familia. Algunas noches me despertaba con el murmullo de mis propios recuerdos y de los personajes escapados de los sueños ajenos, me levantaba en silencio y recorría los cuartos, agradecida por la quietud y tibieza de esa casa.

«Nada malo puede ocurrir aquí pensaba-, el mal ha sido expulsado para siempre, el espíritu de Paula nos cuida.» A veces me sorprendía el alba con sus caprichosos colores de sandía y durazno y me asomaba a ver el paisaje tendido a los pies del cerro, con la bruma que se desprendía de la laguna y los gansos salvajes volando hacia el sur.

Celia empezaba a reponerse del desgaste de los tres embarazos cuando debió ir a Venezuela a la boda de su hermana. Para entonces contaba con una visa de residente que le permitía viajar al extranjero y volver a Estados Unidos. Nico y los niños se trasladaron temporalmente a nuestra casa, una solución que a la Abuela le pareció ideal: «¿Por qué no vivimos todos juntos, como se debe?», preguntó. Entretanto, en Caracas, Celia se enfrentó con aquello que quiso dejar atrás al casarse con Nico, y se me ocurre que no debió de ser agradable, porque regresó con el ánimo por el suelo, decidida a cortar el contacto con una parte de su parentela. Se pegó a mí y me dispuse a defenderla contra todo, incluso contra sí misma. Volvió a perder peso y entonces le hicimos una encerrona familiar y la obligamos a consultar a un especialista, quien le recetó terapia y antidepresivos.

«Yo no creo en nada de esto», me decía, pero el tratamiento la ayudó y pronto empezó de nuevo a rasgar la guitarra y a hacernos reír y rabiar con sus ocurrencias. A pesar de los inexplicables arranques de tristeza, la maternidad la hizo florecer.

Los niños eran un circo permanente y la Abuela nos recordaba a diario que debíamos gozarlos, porque crecen y se van demasiado pronto. Los niños, más que las recetas médicas, ayudaron a Celia en ese tiempo. Alejandro, que era más bien tímido pero muy avispado, tartamudeaba frases sabias con la misma voz ronca de su madre. Ese año, para la Pascua, antes de salir con su canasto a cosechar los huevos: pintados entre las matas del jardín, me susurró al oído que los conejos no ponen huevos, porque son mamíferos.

«Y entonces, ¿quién deja los huevos de Pascua?», le pregunté, como una estúpida.

«Tú», me contestó. Nicole, la menor, debió defenderse de sus hermanos desde que pudo tenerse de pie. Para un cumpleaños tuve la mala idea de regalarle a Alejandro, quien me lo había pedido de rodillas batiendo sus pestañas de jirafa, un juego de puñales Ninja de plástico. Primero obtuve autorización especial de los padres -que no permitían armas, igual que se oponían a la televisión, dos tabúes de la Nueva Era en California-, porque no se puede criar a los chiquillos en una burbuja; más vale que se contaminen desde pequeños, así se inmunizan. Enseguida le advertí a mi nieto que no podía atacar a sus hermanas, pero fue como darle un dulce y decirle que no lo chupara. A los cinco minutos le mandó un cuchillazo a Andrea, quien se lo devolvió de inmediato, y luego los dos se enfrentaron con Nicole. Vimos pasar a Alejandro y Andrea corriendo despavoridos y Nicole detrás, con un puñal en cada mano, aullando como apache de película. Todavía usaba pañales. Andrea era la más pintoresca, vestía entera de rosado, salvo las chancletas verde limón, le asomaban unos crespos dorados entre los adornos que se ponía en la cabeza -tiaras, cintas de paquete, flores de papel- y vivía perdida en su mundo imaginario. Además tenía Poder Rosado, un anillo mágico con una piedra de ese color, regalo de Tabra, que podía transformar el brécol en helado de fresa y mandarle una patada a distancia al chico que se había burlado de ella en el recreo. Una vez su maestra le alzó la voz y ella se le plantó al frente, apuntándola con el dedo del poderoso anillo: «¡Tú no te atrevas a hablarme así! ¡Yo soy Andrea!». En otra ocasión regresó muy alterada del colegio y se abrazó a mí.

– ¡He tenido un día muy desgraciado! -me confesó, sollozando.

– ¿No hubo un solo momento bueno en el día, Andrea?

– Sí. Una niña se cayó y se partió los dientes.

– ¡Pero qué tiene eso de bueno, Andrea, por Dios!

– Que no fui yo.

MENSAJES

Se publicó Paula en España con una foto tuya en la tapa, que te había tomado Willie, en la que apareces sonriendo y plena de vida, con tu melena oscura cubriéndote como un manto. Pronto empezaron a llegarme centenares de cartas, que llenaban cajones en la oficina; a Celia no le alcanzaban las horas para ordenarlas y responder. Durante años había recibido cartas de lectores entusiastas, aunque admito que no todas eran motivadas por simpatía hacia mis libros: algunas eran peticiones, como la de un novelista de dieciséis obras inéditas, que me ofrecía galantemente asociarse conmigo y que nos repartiéramos los derechos de autor por la mitad, o un par de chilenos en Suecia que me pedían pasajes para volver a Chile, porque por culpa de mi tío Salvador Allende ellos tuvieron que exiliarse. Sin embargo, nada pudo compararse con la avalancha de correspondencia que nos inundó a raíz de Paula. Quise contestar a todo, aunque fuese sólo con un par de líneas garabateadas en una tarjeta, porque cada misiva había sido escrita con el corazón y enviada a ciegas, algunas a mis editores, otras a mi agente, muchas a través de amigos o librerías. Pasaba parte de la noche fabricando tarjetas con papeles japoneses que me regalaba Miki Shima y pequeñas piezas de plata y piedras semipreciosas de Tabra. Las cartas que recibía eran tan sentidas, que años más tarde, cuando el libro había sido traducido a varios idiomas, algunos editores europeos decidieron publicar una selección de aquella correspondencia. A veces me escribían padres que habían perdido un hijo, pero la mayoría era gente joven que se identificaba contigo, incluso muchachas que deseaban conocer a Ernesto, enamoradas del viudo sin conocerlo. Alto, fornido, moreno y trágico, atraía a las mujeres. No creo que le faltara consuelo: no es un santo y el celibato no es su fuerte, como él mismo me ha contado y como tú siempre supiste. Ernesto asegura que si no fuera porque se enamoró de ti, habría entrado al seminario para hacerse cura, pero lo dudo. Necesita una mujer a su lado.

Ocupada con las cartas, no tuve tiempo para la escritura y hasta la comunicación con mi madre disminuyó. En vez del mensaje diario que nos mantuvo unidas durante décadas, hablábamos por teléfono o enviábamos breves faxes, evitando confidencias que podían quedar expuestas a la curiosidad ajena. Nuestra correspondencia de esa época es muy aburrida. Nada como el correo, con su paso de tortuga y su privacidad, nada como el placer de esperar al cartero, abrir un sobre, sacar las hojas, que mi madre había doblado, y leer sus noticias con dos semanas de atraso. Si eran malas, ya no importaba, y si eran buenas, siempre se podían celebrar.

Entre las cartas llegó la de una joven enfermera que te había atendido en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Madrid. A Celia le tocó abrirla y verla primero. Me la trajo, pálida, y la leímos juntas. La enfermera decía que después de leer el libro consideró que era su deber contarme lo que había ocurrido. La negligencia médica y un corte de electricidad, que afectó a la máquina de oxígeno, te destruyeron el cerebro. Muchas personas en el hospital sabían lo sucedido, pero trataron de ocultarlo, tal vez con la esperanza de que murieras sin que hubiese una investigación. Durante meses, las enfermeras me veían esperando el día entero en el corredor de los pasos perdidos y a veces quisieron contarme la verdad, pero no se atrevieron a enfrentar las consecuencias. La carta me dejó mareada durante varios días.

«No pienses en eso, Isabel, porque ya no tiene remedio. Ése fue el destino de Paula. Ahora su espíritu está libre y no tendrá que sufrir los sinsabores que siempre depara la vida», me escribió mi madre cuando se lo conté.

«Con ese criterio deberíamos estar todos muertos», pensé.

Esas memorias atrajeron más interés del público y la prensa que la suma de mis libros anteriores. Hice muchos viajes, cientos de entrevistas, decenas de conferencias, firmé miles de autógrafos. Una mujer quiso que le dedicara nueve libros, uno para cada una de sus amigas que había perdido a un hijo y otro para ella. Su hija quedó parapléjica a raíz de un accidente de coche y, apenas pudo maniobrar con una silla de ruedas, se tiró a una piscina. Dolor y más dolor. Por comparación, el mío era soportable, porque al menos pude cuidarte hasta el final.

CUATRO MINUTOS DE FAMA

La película basada en mi primera novela, La casa de los espíritus, se anunció con gran bombo porque contaba con un elenco formidable de las grandes estrellas de entonces: Meryl Streep, Jeremy Irons, Glenn Close, Vanessa Redgrave, Winona Ryder y mi favorito, Antonio Banderas. Ahora, al pensar en ellos varios años después, estos actores me parecen tan antiguos como los del cine mudo. El tiempo es implacable.

Cuando se publicó mi primera novela, varios miembros de la familia de mi madre se molestaron conmigo, unos porque nuestras ideas políticas están en extremos opuestos y otros porque consideraron que yo había traicionado secretos.

«La ropa sucia se lava en casa» es el lema de Chile. Para escribir ese libro tomé como modelos a mis abuelos, a algunos tíos y a otros personajes extravagantes de mi numerosa tribu chilena, y utilicé también las anécdotas que durante años le escuché contar a mi abuelo y los acontecimientos políticos de la época, pero nunca imaginé que algunas personas lo tomarían al pie de la letra. La mía es una versión torcida y exagerada de los hechos. Mi abuela nunca pudo mover una mesa de billar con el pensamiento, como Clara del Valle, ni mi abuelo era un violador y asesino, como Esteban Trueba en la novela. Durante muchos años esos parientes no me dirigieron la palabra o me evitaron. Pensé que la película sería como echar sal en la herida, pero sucedió lo contrario. El poder del cine es tan apabullante que la película se convirtió en la historia oficial de mi familia, y me he enterado de que ahora las fotos de Meryl Streep y Jeremy Irons han reemplazado a las de mis abuelos.

En Estados Unidos se rumoreaba que la película arrasaría con los Premios de la Academia en Hollywood, pero antes de que se estrenara aparecieron críticas negativas porque no se había contado con actores hispanos en un tema latinoamericano. Dijeron que antiguamente, cuando necesitaban a un negro en la pantalla, pintaban a un blanco con betún para los zapatos, y que ahora, cuando querían a un latino, le pegaban bigote a un blanco. Fue filmada en Europa por un director danés, con dinero alemán, actores anglosajones y hablada en inglés. De chilena tenía poco, pero a mí me pareció bastante mejor que el libro y lamenté que fuese recibida con anticipada mala voluntad. Meses antes, el director, Bille August, nos había invitado a Willie y a mí a la filmación en Copenhague. Los exteriores se hicieron en una finca en Portugal, que después se convirtió en un sitio turístico, y los interiores en una casa construida dentro de un estudio en Dinamarca. Los muebles y adornos se alquilaron en anticuarios de Londres. Quise echarme al bolsillo, como recuerdo, una cajita esmaltada, pero cada objeto tenía un código y había una persona encargada de llevar la cuenta. Entonces pedí la cabeza de Vanessa Redgrave, pero no me la dieron. Me refiero a una réplica en cera que debía aparecer en una escena dentro de una sombrerera, pero la omitieron por temor a producir hilaridad en el público en vez del espanto deseado. ¿Qué habrá sido de esa cabeza? Tal vez la tiene Vanessa en su mesita de noche, para que le recuerde la fragilidad de la existencia. A mí me habría servido por años para romper el hielo en cualquier conversación y asustar a mis nietos. En el sótano de la casa tenía escondidas calaveras, mapas de piratas y baúles con tesoros; nada mejor que una infancia de terrores para estimular la imaginación.

Durante una semana, Willie y yo nos codeamos con las celebridades y vivimos como la gente importante de este mundo. Cada estrella tenía su corte de ayudantes, maquilladores, peluqueros, masajistas, cocineros. Meryl Streep, hermosa y remota, estaba acompañada por sus hijos y sus respectivas niñeras y tutores. Una de sus hijas pequeñas, con el mismo talento y aspecto etéreo de la madre, actuó en la película. Glenn Close, quien andaba con varios perros y sus cuidadoras, había leído mi libro con gran atención para prepararse para el papel de Férula, la solterona, y pasamos horas entretenidas conversando. Me preguntó si acaso la relación entre Férula y Clara era lesbiana y no supe contestarle porque la idea me sorprendió. Creo que a comienzos del siglo XX en Chile, época en que está situada esa parte de la novela, existían relaciones amorosas entre mujeres que nunca llegaban al plano sexual por los impedimentos sociales y religiosos. Jeremy Irons en la vida real no era precisamente el helado aristócrata inglés que solemos admirar en la pantalla; podría haber sido un simpático chofer de taxi en los suburbios de Londres: hacía gala de una ironía negra, lucía los dedos teñidos de nicotina y se jactaba de un repertorio inagotable de historias extravagantes, como una en la que perdió a su perro en el metro y durante una mañana completa el perro y el amo se cruzaron en varias direcciones, saltando de los trenes cada vez que se vislumbraban en alguna estación. No sé por qué, para la película le pusieron algo en la boca, como un frenillo, que distorsionó un poco su cara y su voz. Vanessa Redgrave, alta, patricia, luminosa y con ojos azul cobalto, se presentaba sin maquillaje y con un trapo de babushka en la cabeza, sin que eso disminuyera para nada el impacto formidable de su presencia. A Winona Ryder la conocí después; era una especie de muchacho bonito, con el pelo cortado a tijeretazos por su madre, que a mí me pareció encantadora, aunque tenía fama de mimada y caprichosa entre el equipo técnico. Dicen que eso dañó su carrera, que pudo haber sido brillante. En cuanto a Antonio Banderas, yo ya lo había visto un par de veces antes y estaba enamorada de él con ese amor tímido y ridículo de las adolescentes por las estrellas de la pantalla, a pesar de que podría ser mi hijo, estirando un poco las cosas. En la puerta principal del hotel siempre había una cola de curiosos medio muertos de frío, con los pies enterrados en la nieve, esperando que pasara una celebridad para pedirle su autógrafo, pero éstas entraban por una puerta de servicio y los fanáticos debían conformarse con mi firma.

«¿Quién es?», oí que alguien preguntaba en inglés, señalándome.

«¿No ves que es Meryl Streep?», le contestó otro.

Justamente cuando ya nos habíamos acostumbrado a vivir como la realeza, se terminaron las vacaciones, volvimos a casa y pasamos de inmediato al anonimato absoluto: si llamábamos por teléfono a cualquiera de aquellos famosos «amigos», debíamos deletrear nuestros nombres. El estreno mundial de la película no fue en Hollywood, ya que los productores eran alemanes, sino en Munich, donde enfrentamos una muchedumbre de gente alta y un bombardeo apabullante de cámaras y focos. Todo el mundo vestía de negro y yo, del mismo color, desaparecí bajo la línea del cinturón de los demás. En la única foto de prensa en que figuro, parezco un ratón asustado, negro sobre negro, con la mano amputada de Willie sobre un hombro.

Hay algo que me ocurrió diez años más tarde que la película de La casa de los espíritus y que sólo puedo contarte aquí o callar para siempre, porque se refiere a la fama y ese tema no te interesa, hija. En 2006 me tocó llevar la bandera olímpica en los Juegos Olímpicos de Invierno en Italia. Fueron sólo cuatro minutos, pero me sirvieron para alcanzar la fama: ahora la gente me reconoce en la calle y por fin mis nietos se jactan de tenerme por abuela.

Las cosas sucedieron así: un día me llamó Nicoletta Pavarotti, la esposa del tenor, una mujer encantadora, treinta y cuatro años menor que su célebre marido, para anunciarme que yo había sido seleccionada como una de las ocho mujeres que llevarían la bandera en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos. Le respondí que debía tratarse de un error, porque soy lo opuesto a una atleta; en realidad, no estaba segura de que pudiera dar la vuelta al estadio sin un andador. Me explicó que se trataba de un gran honor, las candidatas habían sido rigurosamente escogidas, sus vidas, sus ideas y su trabajo habían sido muy bien investigados. Además, sería la primera vez que la bandera sería llevada sólo por mujeres, tres atletas con medallas de oro y cinco representantes de los continentes; a mí me correspondía América Latina. Mi primera pregunta fue, naturalmente, cómo iría vestida. Me explicó que llevaríamos uniforme y me pidió mis medidas. Con terror, me vi dentro de un traje acolchado en un repulsivo color pastel, gorda como el anuncio de cauchos Michelín.

«¿Puedo llevar tacones altos?», le pregunté, y escuché un suspiro al otro lado de la línea.

A mediados de febrero llegamos con Willie y el resto de la familia a Turín, una hermosa ciudad a nivel internacional, pero no para los italianos, que ni siquiera se impresionan con Venecia o Florencia. Multitudes entusiastas aclamaban el paso de la antorcha olímpica por las calles o el de cualquiera de los ochenta equipos que competían, cada uno con sus colores. Esos jóvenes eran los mejores atletas del mundo, se habían entrenado desde los tres o cuatro años y habían sacrificado sus vidas para llegar a los Juegos. Todos merecían ganar, pero existen los imprevistos: un copo de nieve, un centímetro de hielo o la fuerza del viento pueden determinar el resultado de una carrera. Sin embargo, lo que más pesa, más que el entrenamiento o la suerte, es el corazón, ya que sólo el corazón más valiente y determinado se lleva la medalla de oro. Pasión, ése es el secreto del vencedor. Las calles de Turín estaban cubiertas con afiches que anunciaban la consigna de los Juegos: «La pasión vive aquí». Y, ése es mi mayor deseo, vivir con pasión hasta el último de mis días.

En el estadio conocí a las otras portadoras de la bandera: tres atletas y las actrices Susan Sarandon y Sofía Loren; además de dos activistas, la Premio Nobel de la Paz Wangari Maathai, de Kenia, y Somaly Mam, quien lucha contra el tráfico sexual de niños en Camboya. También recibí mi uniforme. No era el tipo de ropa que uso normalmente, pero tampoco era tan horroroso como me había imaginado: suéter, falda y abrigo de lana blanco invierno, botas y guantes del mismo color, todo con la marca de uno de esos diseñadores caros. No estaba mal, en realidad. Yo parecía un refrigerador, pero las demás también, salvo Sofía Loren, alta, imponente, pechugona y sensual a sus setenta y tantos años. No sé cómo se mantiene delgada, porque durante las muchas horas que estuvimos esperando entre bastidores no dejó de mordisquear carbohidratos: galletas, nueces, bananas, chocolate. Y no sé cómo puede estar bronceada por el sol y no tener arrugas. Sofía es de otra época, muy distinta a las modelos y actrices de hoy, que parecen esqueletos con senos postizos. Su belleza es legendaria y, por lo visto, indestructible. Hace varios años dijo en un programa de televisión que su secreto era mantener una buena postura y «no hacer ruidos de vieja», es decir, nada de quejarse, gruñir, toser, resoplar, hablar sola o soltar vientos. Tú no tienes de qué preocuparte, Paula, siempre tendrás veintiocho años, pero yo, que soy una vanidosa irremediable, he procurado seguir al pie de la letra ese consejo, ya que no puedo imitar a Sofía en ningún otro aspecto.

Quien más me impresionó fue Wangari Maathai. Trabaja con mujeres de aldeas africanas y ha plantado más de treinta millones de árboles, con lo que ha cambiado el clima y la calidad de la tierra en algunas regiones. Esta magnífica mujer brilla como una lámpara y al verla sentí el impulso irresistible de abrazarla, lo que suele ocurrirme en presencia de ciertos hombres jóvenes, pero nunca con una dama como ella. La estreché con desesperación, sin poder soltarla; era como un árbol, fuerte, sólida, quieta, contenta. Wangari, asustada ante aquel exabrupto, me apartó con disimulo.

Los Juegos Olímpicos se inauguraron con un extravagante espectáculo en el que participaron miles de personas: actores, bailarines, extras, músicos, técnicos, productores y muchos más. A cierta hora, alrededor de las once de la noche, cuando la temperatura había descendido bajo cero, nos condujeron a los bastidores y recibimos la enorme bandera olímpica. Los altoparlantes anunciaron el momento culminante de la ceremonia y empezó la «Marcha Triunfal» de Aída, coreada por cuarenta mil espectadores. Sofía Loren iba delante de mí. Mide una cabeza más que yo, sin contar su mata de pelo ondulado, y caminaba con la elegancia de una jirafa en la sabana, sosteniendo la bandera sobre su hombro. Yo trotaba detrás en la punta de los pies, con el brazo extendido, de manera que mi cabeza quedaba debajo de la maldita bandera. Por supuesto, todas las cámaras apuntaban a Sofía Loren, lo que me resultó muy conveniente, porque salí en las fotografías de prensa, aunque entre las piernas de ella. Te confieso que estaba tan feliz, que según Nico y Willie, que me vitoreaban desde la galería con lágrimas de orgullo, iba levitando: esa vuelta al estadio olímpico fueron mis cuatro magníficos minutos de fama. He juntado los artículos y fotos de prensa porque es lo único que no deseo olvidar cuando la demencia senil borre todos mis otros recuerdos.

EL MALVADO SANTA CLAUS

Pero volvamos atrás, para no perdernos, Paula. Nos encariñamos con Sally, la novia de Jason, una chica discreta y de pocas palabras, que se mantenía en un segundo plano, aunque siempre atenta y presente. Tenía mano de hada madrina con los niños. Era baja, bonita sin estridencia, con el pelo rubio liso y sin una gota de maquillaje; parecía de quince años. Estaba empleada en un centro de jóvenes delincuentes, donde se requería coraje y firmeza. Se levantaba temprano, partía y ya no la veíamos hasta la noche, cuando llegaba arrastrándose de fatiga. Varios de los jóvenes a su cargo estaban recluidos por asalto a mano armada y, aunque eran menores de edad, tenían tamaño de mastodontes; no sé cómo ella, con su aspecto de gorrión, se hacía respetar. Un día que uno de aquellos matones la amenazó con una navaja, le ofrecí un empleo algo más seguro en mi oficina, para que ayudara a Celia, quien ya no daba abasto con la carga de trabajo. Eran muy amigas, Sally siempre estaba dispuesta a ayudarla con los niños y acompañarla, porque Nico pasaba diez horas fuera de la casa estudiando inglés y trabajando. Con el tiempo llegué a conocerla y coincidí con Willie en que tenía muy poco en común con Jason.

«No te metas», me ordenó Willie. Pero cómo no me iba a meter, si vivían en nuestra casa y su vestido de novia, de encaje color merengue, estaba colgado en mi clóset. Pensaban casarse cuando él terminara sus estudios, según decía Jason, pero Sally no daba muestras de impaciencia, parecían una pareja de cincuentones aburridos. Esos noviazgos modernos, largos y relajados, me parecen sospechosos; la urgencia es inseparable del amor. Según la Abuela Hilda, que veía lo invisible, si Sally se casaba con Jason no sería por locura de amor, sino para quedarse en nuestra familia.

El único empleo temporal que consiguió Jason después de graduarse en el college fue en un centro comercial, sudando en un traje absurdo de Santa Claus. Al menos sirvió para que entendiera que debía continuar su formación y obtener un título profesional. Nos contó que la mayoría de los Santa Claus eran unos pobres diablos que llegaban al trabajo con varios tragos de alcohol entre pecho y espalda, y que algunos manoseaban a los niños. En vista de eso, Willie decidió que los nuestros contarían con su propio Santa Claus y se compró un disfraz espléndido de terciopelo rojo orillado con auténtica piel de conejo, una barba verosímil y botas de charol. Quise que escogiera algo más barato, pero me anunció que él no se ponía nada ordinario y, además, había muchos años por delante para amortizar el disfraz. Esa Navidad invitamos a una docena de niños con sus padres; a la hora señalada, bajamos las luces, alguien tocó música navideña en un órgano electrónico, y Willie apareció por una ventana con su bolsa de regalos. Se produjo una estampida de pavor entre los más pequeños, menos Sabrina, que no le tiene miedo a nada.

«Ustedes deben de ser muy ricos para conseguir que Santa Claus venga en una noche tan ocupada», comentó. Los niños mayores estaban encantados, hasta que uno de ellos manifestó que no creía en Santa Claus y Willie replicó furioso: «Entonces te quedas sin regalo, mocoso de mierda». Ahí terminó la fiesta. De inmediato los niños sospecharon que debajo de la barba se escondía Willie, quién si no, pero Alejandro puso término a las dudas con un razonamiento irrefutable: «No nos conviene saber. Esto es como el ratón que trae una moneda cuando se cae un diente. Es mejor que los padres piensen que somos tontos». Nicole era todavía muy joven para participar en aquella farsa, pero unos años más tarde las dudas la consumían. Le tenía terror a Santa Claus, y cada Navidad debíamos acompañarla al baño, donde se encerraba temblando hasta que le asegurábamos que el terrible viejo había partido en su trineo a otra casa. En esa ocasión se acurrucó junto al excusado con cara larga y se negó a abrir sus regalos.

– ¿Qué te pasa, Nicole? -quise saber.

– Dime la verdad, ¿Willie es Santa Claus?

– Creo que mejor se lo preguntas a él -le aconsejé; temí que si le mentía ya no volvería a confiar en mí.

Willie la tomó de la mano, la llevó al cuarto donde estaba el disfraz que acababa de usar y admitió la verdad, después de advertirle que ése sería un secreto entre los dos que ella no podía compartir con los otros niños. Mi nieta menor volvió a la fiesta y se encogió en un rincón con la misma cara larga, sin tocar sus regalos.

– ¿Y qué te pasa ahora, Nicole? -le pregunté.

– ¡Siempre se han reído de mí! ¡Me han arruinado la vida! -fue su respuesta. Aún no había cumplido los tres años…

Le conté a Jason cuánto me había servido el entrenamiento de periodista para el oficio de la escritura y le sugerí que ése podría ser el primer paso para su carrera literaria. El periodismo enseña a investigar, resumir, trabajar a presión y utilizar el lenguaje con eficiencia; además obliga a tener siempre en mente al lector, algo que los autores suelen olvidar por estar preocupados por la posteridad. Tras mucho presionarlo, porque estaba lleno de dudas y ni siquiera quería llenar los formularios de admisión, postuló a varias universidades y, ante su sorpresa, lo aceptaron en todas y pudo darse el gusto de estudiar periodismo en la más prestigiosa, la de Columbia, en Nueva York. Su partida lo distanció de Sally, y me pareció que esa relación tan tibia acabaría por enfriarse, aunque seguían hablando de casarse. Sally permaneció apegada a nosotros, trabajando conmigo y con Celia, ayudando con los niños: era la tía perfecta. Él se fue en 1995 con la idea de graduarse y volver a California; de todos los hijos de Willie, Jason era el que más celebraba la idea de vivir en tribu.

«Me gusta tener una familia grande; esta mezcla de americanos y latinos funciona de lo más bien», me dijo una vez. Para integrarse pasó unos meses en México estudiando español y llegó a hablarlo muy bien, con el mismo acento de bandido de Willie. Siempre fuimos amigos, compartíamos el vicio de los libros y solíamos sentarnos en la terraza con un vaso de vino a contarnos argumentos de posibles novelas y repartirnos los temas. Consideraba que tú, Ernesto, Celia y Nico eran tan hermanos suyos como los que le habían tocado en suerte, quería que todos permaneciéramos juntos para siempre; sin embargo, después de tu muerte y la desaparición de Jennifer, nos hundimos en la tristeza y los lazos se cortaron o cambiaron. Jason dice ahora, años más tarde, que la familia se fue al carajo, pero yo le recuerdo que las familias, como casi todo en este mundo, se transforman y evolucionan.

UN PEÑASCO ENORME

Celia y Willie discutían a gritos con igual pasión tanto por tonterías como por asuntos de fondo.

– Ponte el cinturón de seguridad, Celia -le decía él en el coche. -No es obligatorio usarlo en el asiento de atrás. -Sí es.

– ¡No!

– ¡Me importa un bledo si es obligatorio o no! ¡Éste es mi automóvil y yo voy manejando! ¡Ponte el cinturón o te bajas! -bufaba Willie, rojo de ira.

– ¡Coño! ¡Entonces me bajo!

Desde niña se había rebelado contra la autoridad masculina, y Willie, que también salta a la menor provocación, la acusaba de ser una chiquilla malcriada. A menudo se ponía furioso con ella, pero todo quedaba perdonado apenas cogía la guitarra. Nico y yo procurábamos mantenerlos separados, aunque no siempre nos resultaba. La Abuela Hilda no opinaba; lo más que me dijo una vez fue que Celia no estaba acostumbrada a recibir cariño, pero que con el tiempo agacharía el moño.

A Tabra la operaron para quitarle las pelotas de fútbol y colocarle unos senos normales, unas bolsas con una solución menos letal que la silicona. A propósito, el médico que se las puso originalmente llegó a ser uno de los cirujanos plásticos más famosos de Costa Rica, así es que la experiencia adquirida con mi amiga no fue inútil. Supongo que ahora debe de ser un anciano y ni siquiera recuerda a la joven estadounidense que fue su primer experimento. Tabra estuvo seis horas en el quirófano, debieron rasparle de las costillas la silicona fosilizada, y cuando salió de la clínica estaba tan aporreada que la instalamos en nuestra casa para cuidarla hasta que pudiera valerse sola. Se le inflamaron los ganglios, no podía mover los brazos y tuvo una reacción a la anestesia que la dejó con náuseas por una semana. Sólo toleraba sopas aguadas y pan tostado. Esto coincidió con que Jason ya había partido a Nueva York a estudiar y Sally se había mudado a un piso que compartía con una amiga en San Francisco, pero la Abuela Hilda, Nico, Celia y los tres niños vivían temporalmente con nosotros. La buhardilla de Sausalito se les hizo chica y estábamos en los trámites finales de comprarles una casa, que quedaba un poco lejos y había que arreglarla, pero tenía piscina, era amplia y lindaba con cerros silvestres, perfecta para criar a los niños. La nuestra estaba llena y en general reinaba un ambiente de fiesta a pesar de lo mal que se sentía Tabra, salvo cuando a Celia o a Willie se les encabritaba el ánimo; entonces la menor chispa provocaba una pelea. Ese día estalló por un asunto de oficina bastante grave, porque Celia acusó a Willie de no ser claro con el dinero y él se puso como un energúmeno. Se batieron a insultos destemplados y no pude aplacarles ni conseguir que bajaran la voz para razonar y buscar soluciones. En pocos minutos el tono se elevó a un alboroto de arrabal que Nico finalmente detuvo con el único grito que le hemos escuchado en su vida y que nos paralizó por la sorpresa. Willie se fue con un portazo que por poco echa abajo las paredes. En una de las habitaciones, Tabra, todavía atontada por los efectos de la operación y los calmantes para el dolor, oía los gritos y creía estar soñando. La Abuela Hilda y Sally desaparecieron con los niños, creo que se escondieron en el sótano, entre las calaveras de yeso y las covachas de los zorrillos.

La intención de Celia fue protegerme y yo no reaccioné para defender a mi marido, de manera que la sospecha que ella soltó en el aire quedó flotando sin resolverse. Tampoco imaginé que esa discusión iba a traer tan largas consecuencias. Willie se sintió herido de bala, no por Celia, sino por mí. Cuando por fin pudimos hablar, me dijo que yo formaba un círculo impenetrable con mi familia y lo dejaba fuera, que ni siquiera confiaba en él. Traté de deshacer el entuerto, pero fue imposible. Habíamos descendido muy bajo. Quedamos resentidos por semanas. Esta vez yo no podía salir escapando, porque tenía a Tabra convaleciente y a mi familia completa en la casa. Willie levantó un muro a su alrededor, mudo, furioso, ausente. Se iba muy temprano a la oficina y regresaba tarde; se instalaba a ver la televisión solo y ya no cocinaba para nosotros. Comíamos arroz con huevos fritos a diario. Ni siquiera los niños lograban conmoverlo, andaban de puntillas y se cansaron de acercársele con diversos pretextos; el abuelo se había convertido en un viejo gruñón. Sin embargo, mantuvimos el pacto de no mencionar la palabra divorcio y creo que, a pesar de las apariencias, los dos sabíamos que no habíamos llegado al final, que todavía nos quedaba mucha cuerda. Por las noches nos dormíamos cada uno en su rincón de la cama, pero amanecíamos siempre abrazados. A la larga, eso nos ayudó a reconciliarnos.

Tal vez en este relato te he dado la impresión de que Willie y yo no hacíamos más que discutir. Por supuesto que no era así, hija. Excepto cuando yo me iba a dormir donde Tabra, es decir, en los momentos más álgidos de nuestras escaramuzas, andábamos de la mano. En el auto, en la calle, en todas partes, siempre de la mano. Así fue desde el principio, pero esa costumbre se convirtió en una necesidad a las dos semanas de conocernos, por un asunto de zapatos. Dada mi estatura, siempre he usado tacones altos, pero Willie insistió en que yo debía andar cómoda y no como las concubinas chinas de la antigüedad, con unos pies de lástima. Me regaló un par de zapatillas deportivas que todavía, dieciocho años más tarde, están nuevas en su caja.

Para darle gusto me compré unas sandalias que vi en la televisión. Mostraban a unas espigadas modelos jugando al baloncesto en traje de cóctel y con tacones altos, justo lo que yo necesitaba. Me deshice del calzado que había traído de Venezuela y lo reemplacé por aquellas sandalias prodigiosas. No resultaron: se me salían de los pies y tan a menudo fui a dar de narices al suelo que, por razones de seguridad elemental, Willie me ha llevado siempre bien agarrada de la mano. Además, nos tenemos simpatía y eso ayuda en cualquier relación. A mí me gusta Willie y se lo manifiesto de variadas maneras. Me ha rogado que no traduzca al inglés las palabras de amor que le digo en español, porque suenan sospechosas. Le recuerdo siempre que nadie lo ha querido más que yo, ni su propia madre, y que si me muero él acabaría abandonado en una residencia geriátrica, así es que más vale que me mime y me celebre. Este hombre no es de los que prodigan frases románticas, pero si ha vivido conmigo durante tantos años sin estrangularme, debe de ser que también le gusto un poco. ¿Cuál es el secreto de un buen matrimonio? No lo sé, cada pareja es diferente. A nosotros nos unen ideas, una manera similar de ver el mundo, camaradería, lealtad, humor. Nos cuidamos mutuamente. Tenemos el mismo horario, a veces usamos el mismo cepillo de dientes y nos gustan las mismas películas. Willie dice que cuando estamos juntos nuestra energía se multiplica, que tenemos aquella «conexión espiritual» que él sintió al conocerme. Tal vez. A mí me da placer dormir con él.

En vista de las dificultades, decidimos hacer terapia individual. Willie consiguió un psiquiatra, con quien se avino desde el comienzo, un oso grande y barbudo que yo percibí como mi enemigo declarado pero que con el tiempo tendría un papel fundamental en nuestras vidas. No sé lo que Willie trató de resolver en su terapia, supongo que lo más urgente era su relación con sus hijos. En la mía comencé a escarbar en la memoria y a darme cuenta de que andaba con un cargamento muy pesado. Debí enfrentarme a silencios antiguos, admitir que el abandono de mi padre me había marcado a los tres años y esa cicatriz todavía era visible, que eso determinó mi posición feminista y mi relación con los hombres, desde mi abuelo y el tío Ramón, contra quienes me rebelé siempre, hasta Nico, a quien trataba como si fuese un niño, y ni qué decir de los amantes y maridos, a quienes nunca me había entregado por completo. En una sesión, el terapeuta del té verde trató de hipnotizarme. No lo logró, pero al menos me relajé y pude ver dentro de mi corazón un trozo enorme de granito negro. Supe entonces que mi tarea sería librarme de eso; tendría que picarlo en pedacitos, poco a poco.

Para deshacerme de aquella oscura roca, además de la terapia y las caminatas en el bosque diáfano de tus cenizas, tomé clases de yoga y multipliqué las tranquilas sesiones de acupuntura con el doctor Shima, tanto por el beneficio de su ciencia, como por el de su presencia. Reposando en su camilla con agujas por todas partes, meditaba y me evadía a otras dimensiones. Te buscaba, hija. Pensaba en tu alma, atrapada en un cuerpo inmóvil durante aquel largo año de 1992. A veces sentía una garra en la garganta y apenas podía aspirar aire, o me agobiaba el peso de un saco de arena en el pecho y me sentía enterrada en un hoyo, pero pronto me acordaba de dirigir la respiración al sitio del dolor, con calma, como se supone que se debe hacer durante el parto, y de inmediato disminuía la angustia. Entonces visualizaba una escalera que me permitía salir del hoyo y subir a la claridad del día, al cielo abierto. El miedo es inevitable, debo aceptarlo, pero no puedo permitir que me paralice. Una vez dije -o escribí en alguna parte- que después de tu muerte ya no tengo miedo de nada, pero eso no es verdad, Paula. Temo perder o ver sufrir a las personas que amo, temo el deterioro de la vejez, temo la creciente pobreza, violencia y corrupción en el mundo. En estos años sin ti he aprendido a manejar la tristeza, a hacerla mi aliada. Poco a poco tu ausencia y otras pérdidas de mi vida se van convirtiendo en una dulce nostalgia. Eso es lo que pretendo en mi tambaleante práctica espiritual: deshacerme de los sentimientos negativos que impiden caminar con soltura. Quiero transformar la rabia en energía creativa y la culpa en una burlona aceptación de mis fallas; quiero barrer hacia fuera la arrogancia y la vanidad. No me hago ilusiones, nunca alcanzaré el desprendimiento absoluto, la auténtica compasión o el estado de éxtasis de los iluminados, parece que no tengo huesos de santa, pero puedo aspirar a las migas: menos ataduras, algo de cariño hacia los demás, la alegría de una conciencia limpia.

Es una lástima que no pudieras apreciar a Miki Shima durante esos meses en que te visitaba con frecuencia para hacerte acupuntura y darte yerbas chinas. Te habrías enamorado de él, como nos enamoramos mi madre y yo. Usa trajes de duque, camisas almidonadas, gemelos de oro, corbatas de seda. Lo conocí con el pelo negro, pero unos años más tarde ya tenía algunas canas, aunque todavía se mantiene sin una sola arruga, con la piel sonrosada de un infante, gracias a sus ungüentos prodigiosos. Me contó que sus padres vivieron juntos durante sesenta años, detestándose sin disimulo. En el hogar, el marido no hablaba y la mujer hablaba sin tregua para molestarlo, pero lo servía como una esposa japonesa de antaño: le preparaba el baño, le cepillaba la espalda, le daba la comida en la boca, lo abanicaba en los días de verano, «para que él nunca pudiese decir que ella había fallado en sus deberes», del mismo modo que él pagaba las cuentas y dormía cada noche en la casa, «para que ella no dijese que él era un desalmado». Un día la señora se murió, a pesar de que él era mucho mayor y en justicia le correspondía un cáncer de pulmón, pues fumaba como locomotora. Ella, que era fuerte e incansable en su odio, se despachó en dos minutos de un ataque al corazón. El padre de Miki nunca había hervido agua para hacer té, mucho menos había lavado sus calcetas o enrollado la esterilla donde dormía. Los hijos creyeron que se moriría de inanición, pero Miki le recetó unas yerbas y pronto empezó a engordar, a enderezarse, a reír y conversar por primera vez en años. Ahora se levanta al alba, come una pelota de arroz con tofu y las famosas yerbas, medita, entona cánticos, hace ejercicios de taichi y se va a pescar truchas con tres paquetes de cigarrillos en el bolsillo. La caminata al río le toma un par de horas. Vuelve con un pez que él mismo cocina, aderezado con polvos mágicos de Miki, y termina la jornada con un baño muy caliente y otra ceremonia para honrar a sus antepasados y, de paso, insultar la memoria de su mujer.

«Tiene ochenta y nueve años y está como un pimpollo», me contó Miki. Decidí que si esos misteriosos remedios chinos habían devuelto la juventud a ese abuelo japonés, también podían quitarme del corazón aquella roca de pesadumbre.

BAILE DE SALÓN Y CHOCOLATE

Uno de los psicólogos -había varios a nuestra disposición- nos aconsejó que Willie y yo compartiéramos actividades divertidas, no sólo obligaciones. Necesitábamos más ligereza y diversiones en nuestras vidas. Le propuse a mi marido que tomáramos clases de baile de salón, porque habíamos visto una película australiana sobre el tema, Strictly Ballroom, y me imaginaba a los dos danzando iluminados por lámparas de cristal, él de esmoquin, con zapatos de dos colores, y yo con un vestido de lentejuelas y plumas de avestruz, ambos aéreos, graciosos, moviéndonos al mismo ritmo, en perfecta armonía, como esperábamos que algún día fuese nuestra pareja. Cuando nos conocimos aquel inolvidable día de octubre de 1987, Willie me llevó a bailar a un hotel de San Francisco y tuve la oportunidad de acercar la nariz a su pecho y olisquearlo, por eso me enamoré. Willie huele a niño sano. Sin embargo, el único recuerdo que tiene él de aquella ocasión es que yo lo tironeaba. Era como tratar de domar a una yegua brava.

«¿Esto va a ser un problema entre nosotros?», parece que me preguntó. Y asegura que yo le contesté con una vocecita sumisa: «¡Claro que no!». De eso ya hacía varios años.

Decidimos comenzar con clases particulares, para no hacer el ridículo delante de otros alumnos más avanzados. Mejor dicho, fui yo quien decidió esto, porque la verdad es que Willie es un buen bailarín y en su juventud le hacían rueda y ganaba concursos de bailes de moda; en cambio yo tengo la gracia de un autobús en la pista de danza. El salón de la academia tenía espejos del techo al suelo en los cuatro costados, y la profesora resultó ser una escandinava de diecinueve años con las piernas tan largas como mi estatura completa, enfundadas en medias negras con costura y sandalias con tacones de aguja. Anunció que empezaríamos bailando salsa. Me señaló una silla, se envolvió en los brazos de Willie y esperó el compás exacto de la música para lanzarse a la pista.

– El hombre guía -fue su primera lección. -¿Por qué? -le pregunté.

– No sé, pero así es -dijo.

– ¡Ajá! -celebró Willie con aire de triunfo. -No me parece justo -insistí.

– ¿Qué es lo que no es justo? -preguntó la escandinava. -Creo que nos deberíamos turnar. Una vez manda Willie y otra vez mando yo.

– ¡El hombre siempre guía! -exclamó esa bruta.

Ella y mi marido se deslizaron por la pista al son de la música latina, entre los grandes espejos que multiplicaban hasta el infinito sus cuerpos entrelazados, las largas piernas con medias negras y la sonrisa idiota de Willie, mientras yo refunfuñaba en mi silla.

Al salir de la clase, en el auto tuvimos una pelea que por poco acaba a puñetazos. Según Willie, ni siquiera se había fijado en las piernas o las pechugas de la profesora, que eran ideas mías.

«¡Jesús! ¡Hay que ver qué tonta es esta mujer!», exclamó. El hecho de que yo pasara una hora en la silla mientras él bailaba era lógico, puesto que el hombre guía y, una vez que él aprendiera, podría conducirme por la pista con la perfección de las garzas en su danza nupcial. No lo dijo exactamente así, pero a mí me sonó a burla. El psicólogo opinó que no debíamos darnos por vencidos, que el baile de salón era una eficaz disciplina del cuerpo y el alma. ¡Qué podía saber él, un budista bebedor de té verde que seguramente no había bailado en su vida! Pero, en fin, fuimos a una segunda y una tercera clase antes de que yo perdiera la paciencia y le diera un trompazo a la profesora. Jamás me he sentido más humillada. El resultado fue que lo poco que sabíamos de danza lo perdimos y desde entonces Willie y yo hemos vuelto a bailar juntos una sola vez. Te cuento este episodio porque es como una alegoría de nuestro carácter: nos pinta de la cabeza a los pies.

Celia, Nico y los niños se mudaron a su nueva casa y el hermano de Celia se fue a vivir con ellos. Era un joven alto y agradable, aunque bastante mimado, que andaba buscando su destino y pensaba instalarse en Estados Unidos. Creo que tampoco tenía muy buena relación con su familia.

Entretanto, la publicación de Paula me trajo inmerecidos premios, doctorados, me nombraron miembro de algunas academias de la lengua y hasta me dieron las llaves simbólicas de una ciudad. Las togas y birretes se acumularon en un baúl y Andrea las usaba para disfrazarse. Mi nieta había entrado en la etapa conservacionista, tenía un muñeco que se llamaba Salve-el-Atún. Por suerte nunca perdí de vista algo que me dijo Carmen Balcells: «El premio no distingue tanto a quien lo recibe como a quien lo da, así es que no permitas que se te suban los humos a la cabeza». Eso era imposible: mis nietos se encargaban de mantenerme humilde y Willie me recordaba que dormirse en los laureles era la mejor forma de aplastarlos.

En esa época, Willie, Tabra y yo fuimos a Chile al estreno de la película La casa de los espíritus. Todavía existían muchos simpatizantes de Pinochet a quienes no les daba vergüenza admitirlo. Hoy quedan menos porque el general perdió prestigio entre sus partidarios cuando salió a la luz la historia de sus robos, evasión de impuestos y corrupción. Los mismos que pasaron por alto la tortura y los asesinatos, no le perdonaron los millones birlados. Ya habían transcurrido casi seis años desde que el dictador fuera derrotado en un plebiscito, pero los militares, la prensa y el sistema judicial lo trataban con inmensa cautela. La derecha controlaba el Congreso, y el país se regía por la Constitución que había creado Pinochet, quien contaba con inmunidad como senador vitalicio y el amparo de una ley de amnistía. La democracia estaba condicionada y existía un acuerdo social y político de no provocar a los militares. Pocos años más tarde, en 1998, arrestaron a Pinochet en Inglaterra, donde fue a cobrar comisiones de ventas de armas, hacerse una revisión médica y tomar té a las cinco de la tarde con su amiga, la ex primera ministra Margaret Thatcher. Salió expuesto en la prensa del mundo acusado de crímenes contra la humanidad; entonces se vino abajo el edificio legal que había construido para protegerse y por fin los chilenos se atrevieron a salir a la calle a burlarse de él.

La película cayó como patada en la extrema derecha, pero fue recibida con entusiasmo por la mayoría, en particular por los jóvenes que se habían criado bajo estricta censura y deseaban saber más sobre lo ocurrido en Chile durante los años setenta y ochenta. En el estreno, recuerdo que un senador muy de derechas se levantó furioso y salió en estampida del teatro, anunciando a voz en cuello que la película era una sarta de mentiras contra el benemérito de la patria, nuestro general Pinochet. La prensa me preguntó qué opinaba al respecto.

«Todo el mundo sabe que ese señor es tonto», contesté de buena fe, porque lo había oído decir muchas veces. Lamento haber olvidado el nombre de aquel caballero… A pesar de los tropiezos iniciales, la película tuvo mucho éxito y diez años más tarde seguía siendo una de las favoritas en televisión y video.

Tabra, que no había estado en Santiago de Chile, aunque había recorrido los más ignotos lugares del planeta, se llevó muy buena impresión. No sé qué esperaba, pero se encontró con una ciudad de aspecto europeo vigilada por magníficas montañas, gente hospitalaria y comida deliciosa. Nos alojamos en una suite del hotel más lujoso, donde cada noche nos dejaban una escultura de chocolate con temas autóctonos, como el cacique Caupolicán armado con una lanza y seguido por dos o tres de sus guerreros mapuche. Tabra consumía a duras penas a Caupolicán con la esperanza de terminarlo de una vez por todas, pero a las pocas horas lo reemplazaban con otro kilo de chocolate: una carreta con dos bueyes o seis de nuestros vaqueros, los célebres guasos, a caballo con la bandera chilena. Y ella, que de niña había aprendido a no dejar nada en el plato, lo atacaba con un suspiro, hasta que la venció una réplica del Aconcagua, el pico más alto de la cordillera de los Andes, en chocolate macizo, tan contundente como el peñasco oscuro que, según mi psicólogo, yo tenía plantado en medio del pecho.

LOCOS BAJITOS

Willie y yo nos dimos cuenta con asombro de que llevábamos nueve años juntos; ahora andábamos con paso mucho más firme. Según él, desde el primer momento sintió que yo era su alma gemela y me aceptó completamente, pero no ha sido mi caso. Todavía hoy, mil años más tarde, me maravilla el hecho de que nos encontráramos en la vastedad del mundo, nos sintiéramos atraídos y lográramos barrer con los inconvenientes, que a veces parecían insalvables, para formar una pareja.

Los niños, esos locos bajitos, como los definió el humorista Gila, eran lo más divertido de nuestra existencia. Sabrina había despejado las sombras de su nacimiento y era evidente el don que le dieron las hadas para compensar sus limitaciones físicas: una fuerza de carácter capaz de vencer obstáculos que hubiesen atemorizado a un samurái. Lo que otros niños hacían sin esfuerzo, como caminar o echarse una cucharada de sopa en la boca, a ella le exigía invencible tenacidad y siempre lo lograba. Cojeaba, las piernas le respondían mal, pero nadie dudaba de que en el futuro caminaría, tal como aprendió a nadar, y podía colgarse de un árbol y pedalear en bicicleta con una sola pierna. Como su abuela materna, la primera esposa de Willie, es una atleta extraordinaria; la parte superior del cuerpo es tan fuerte y ágil, que ahora juega al baloncesto en una silla de ruedas. Entonces era una niña delicada y bella, toda color azúcar tostado, con el perfil de la famosa reina Nefertiti. Aprendió a hablar antes que cualquier criatura y nunca manifestó ni el más leve rasgo de timidez, tal vez porque se acostumbró a vivir rodeada de gente.

Alejandro resultó ser muy parecido a Nico de carácter e igual a su madre de aspecto. Como su padre, tenía una mente curiosa y comprendía conceptos matemáticos antes de que pudiese pronunciar todas las consonantes del alfabeto. Era un chiquillo tan guapo que la gente nos detenía en la calle para decirle piropos. Un 2 de abril, recuerdo bien la fecha, estábamos solos en la casa y vino asustado a la cocina, donde yo preparaba una sopa, se aferró a mis piernas y me dijo: «Hay alguien en la escalera». Salimos a buscar, recorrimos la casa sin encontrar a nadie y al regresar al segundo piso, donde estaba la cocina, se plantó, pálido, al pie de la escalera.

– ¡Allí!

– ¿Qué hay, Alejandro? -le pregunté. Yo sólo veía los peldaños de cerámica.

Tiene el pelo largo. -Y escondió la cara en mi falda.

– Debe de ser tu tía Paula. No le tengas miedo, sólo vino a saludarnos.

– ¡Está muerta!

– Es su espíritu, Alejandro.

– ¡Tú me dijiste que estaba en el bosque! ¿Cómo llegó hasta aquí?

– En taxi.

Supongo que para entonces te habías esfumado, porque el chiquillo aceptó subir las escaleras de mi mano. Creo que la leyenda de tu fantasma comenzó cuando mi madre, que nos visitaba un par de veces al año y se quedaba varias semanas, porque el viaje desde Santiago a San Francisco es una travesía de Marco Polo que no puede hacerse a la ligera, dijo que por las noches escuchaba ruidos, como si arrastraran muebles. Todos los habíamos oído y les dimos diversas explicaciones: se metieron venados y andan en la terraza, son las cañerías que se contraen de frío, crujen las maderas secas de la casa. Mi amiga Celia Correas Zapata, profesora de literatura, que había enseñado mis novelas durante más de diez años en la Universidad de San José y estaba escribiendo un libro sobre mi trabajo, Vida y espíritu, se quedó una noche a dormir en la pieza que tú ocupabas antes y despertó a medianoche con un intenso olor a jazmines, a pesar de que estábamos en pleno invierno. También mencionó los ruidos, pero nadie les dio demasiada importancia hasta que un periodista alemán, que se quedó para hacerme una larga entrevista, juró que había visto la estantería de libros separarse casi medio metro de la pared, deslizándose sin ruido y sin alterar la posición de los libros. No fue una noche de terremoto y en esa ocasión no se trataba de percepciones de mujeres latinas, sino del testimonio de un varón alemán cuya palabra tenía peso atómico. Aceptamos la idea de que tú solías visitarnos, aunque esa posibilidad ponía muy nerviosa a la señora que limpiaba la casa. Al enterarse de lo que había sucedido con Alejandro, Nico dijo que seguro que el chiquillo había escuchado algún comentario y el resto lo hizo su imaginación infantil. Mi hijo siempre tiene una explicación racional que me aportilla las mejores anécdotas.

Andrea acabó por tolerar sus lentes y pudimos quitarle los elásticos y ganchos imperdibles, pero no mejoró su legendaria torpeza. Andaba un poco perdida en el mundo, no podía subir por las escaleras mecánicas ni usar las puertas giratorias. Al final de una representación escolar, en la que apareció vestida de hawaiana con un ukelele, hizo una profunda y larga reverencia sobre el escenario, pero con el trasero vuelto hacia el público. Una carcajada unánime recibió aquel irrespetuoso saludo, ante la furia de la familia y el horror de mi nieta, que pasó una semana sin salir de casa de la vergüenza. Andrea tenía un rostro extraño de animalito de peluche, acentuado por su pelo crespo. Andaba siempre disfrazada. Pasó un año completo vestida con una de mis camisas de dormir -rosada, por supuesto y existe una fotografía de ella en el kindergarten con una estola de piel, un lazo de paquete en el pecho, guantes de novia y dos plumas de avestruz en la cabeza. Hablaba sola porque oía las voces de los personajes de sus cuentos, que no la dejaban en paz, y solía asustarse de su propia imaginación. En la casa había un espejo de pared al fondo de un corredor y a menudo me pedía que la acompañara «al camino del espejo». Al acercarnos, sus pasos se hacían más vacilantes porque un dragón acechaba, pero justo cuando la fiera se preparaba para arremeter contra nosotras, Andrea volvía de otra dimensión a esta realidad.

«Es sólo un espejo, no hay ningún monstruo», me decía sin mucha convicción. Un instante más tarde ya estaba de nuevo en su cuento, llevándome de la mano por el camino ilusorio.

«Esta niñita terminará loca de atar o escribiendo novelas», decidió su madre. Así era yo a su edad.

LAGARTO EMPLUMADO

Nicole se espigó apenas comenzó a caminar y de ser tiesa y cuadrada como un inuit pasó a flotar con gracia aérea. Tenía mente afilada, buena memoria, un sentido de la orientación que le permitía saber siempre dónde se hallaba y era capaz de conmover a Drácula con sus ojos redondos y su sonrisa de conejo. Willie no escapaba a su seducción. Nicole tenía la manía de sentarse a su lado cuando él veía las noticias en la televisión, pero a los treinta segundos lo convencía de que era mejor poner dibujos animados. Willie se iba a otro cuarto a ver su programa, y ella, que detestaba quedarse sola, lo seguía. Esto se repetía varias veces durante la tarde. Una vez vio en la pantalla un elefante macho montado sobre una hembra.

– ¿Qué están haciendo, Willie?

– Apareándose, Nicole.

– ¿Qué?

– Están haciendo un bebé.

– No, Willie, tú no entiendes, están peleando.

– Okey, Nicole, están peleando. ¿Puedo ver las noticias ahora?

En eso apareció un elefante recién nacido. Nicole dio un grito, corrió a mirar de cerca, con la nariz pegada a la pantalla, luego se volvió donde Willie con los brazos en jarra.

– ¡Eso pasa por andar peleando, Willie!

La chiquilla debió ir a una guardería infantil cuando todavía usaba pañales porque todos los adultos de la familia trabajábamos y no podíamos cuidarla. Al contrario que su hermana, quien arrastraba siempre una maleta con sus más preciados tesoros -una infinidad de chucherías cuyo inventario mantenía rigurosamente en la memoria-, Nicole carecía por completo del sentido de la propiedad, era libre y desprendida como un jilguero.


Tabra, la aventurera de la tribu, viajaba varias veces al año a lugares remotos, en especial a aquellos que el Departamento de Estado consideraba desaconsejables para los americanos, ya fuera por peligrosos, como el Congo, ya por hallarse en el otro extremo político, como Cuba. Había recorrido el mundo en varias direcciones, en condiciones primitivas, con modestia de peregrino y sola, hasta que conoció al hombre dispuesto a acompañarla. Como he perdido la cuenta de los pretendientes de mi amiga y algunas anécdotas se me confunden en la memoria, por razones de prudencia elemental debo cambiarle el nombre. Digamos que se llamaba Alfredo López Lagarto Emplumado. Era muy listo y tan guapo que no podía dejar de contemplarse en cualquier vidrio y espejo que hubiese a su alcance. De piel aceitunada, cuerpo atlético, era un goce para la vista, sobre todo para la de Tabra, quien permanecía muda de admiración mientras él hablaba de sí mismo. Su padre era mexicano de Cholula y su madre era india comanche de Texas, lo que le aseguraba de por vida una firme cabellera negra, que normalmente llevaba recogida en una cola de caballo, a menos que Tabra se la trenzara para adornarla con cuentas y plumas. Siempre había sentido curiosidad por viajar, pero no había podido hacerlo porque sus magros ingresos no se lo permitían. Lagarto Emplumado se había preparado la vida entera para una misión secreta que, sin embargo, le contaba a quien prestara oído: rescatar la corona de Moctezuma de un museo de Austria y devolvérsela a los aztecas, sus legítimos dueños. Tenía una camiseta negra con la consigna: CORONA O MUERTE, VIVA MOCTEZUMA. Willie quiso saber si los aztecas habían dado muestras de apoyar su iniciativa, y nos dijo que no, porque todavía era muy secreta. La corona, hecha con cuatrocientas plumas de quetzal, tenía más de cinco siglos de antigüedad y posiblemente estaría algo apolillada. En una cena familiar le preguntamos cómo pensaba trasladarla y no volvió a visitarnos; tal vez pensó que nos estábamos burlando. Tabra nos explicó que los imperialistas se apoderan de los tesoros culturales de otras naciones; como los británicos, que robaron el contenido de las tumbas egipcias y se lo llevaron a Londres. Por su parte, Lagarto admiraba el tatuaje de Quetzalcóatl que ella tenía en la pantorrilla derecha. No podía ser una casualidad que Tabra se hubiese tatuado el dios de Mesoamérica, la serpiente emplumada, que había inspirado su propio nombre.

Por exigencia de Lagarto, que se sentía llamado por la naturaleza del desierto como buen comanche, hicieron una excursión al Valle de la Muerte. Yo le advertí a Tabra que no era buena idea, que incluso el nombre del lugar era de mal agüero. Ella manejó durante días, se echó al hombro la carpa y los bultos y caminó detrás de su héroe durante varias millas, deshidratada y con insolación, mientras él juntaba piedrecillas sagradas para sus rituales. Mi amiga se abstuvo de quejarse; no quería que él le echara en cara su deficiente estado físico y su edad: ella era doce años mayor que él. Por fin Lagarto Emplumado encontró el lugar perfecto para acampar. Tabra, roja como la remolacha y con la lengua hinchada, armó la carpa y se dejó caer sobre un saco de dormir, temblando de fiebre. El campeón de la causa indígena la zamarreó para que se levantara y le preparara huevos rancheros.

«Agua, agua…», balbuceó Tabra.

«Aunque mi madre se hubiese estado muriendo, igual le cocinaba los frijoles a mi padre», replicó encabronado su Lagarto.

A pesar de la experiencia en el Valle de la Muerte, donde casi deja sus huesos calcinados, Tabra lo invitó a Sumatra y Nueva Guinea, donde ella iría en busca de inspiración para sus joyas étnicas y de una cabeza jibarizada para su colección de objetos raros. Lagarto Emplumado, quien cuidaba mucho su integridad física, llevaba un pesado bolso con lociones y ungüentos, que no compartía con nadie, y un mamotreto sobre todas las enfermedades y accidentes que puede sufrir un viajero en este planeta, desde el beriberi hasta el ataque de una pitón. En una aldea de Nueva Guinea a Tabra le dio tos; estaba pálida y cansada, tal vez como secuela de la cruenta operación de los senos.

– ¡No me toques! Puede ser contagioso. Tal vez tienes una enfermedad que da por comer sesos de antepasados -dijo Lagarto Emplumado, alarmadísimo, después de consultar su enciclopedia de desgracias.

– ¿Cuáles antepasados?

– Cualquier antepasado. No tienen que ser nuestros. Esta gente se come los sesos de los muertos.

– No se comen el cerebro entero, Lagarto, sólo un poquito, como signo de respeto. Pero dudo que nosotros hayamos comido eso.

– A veces no se sabe lo que hay en el plato. Además, hemos comido puerco y los puercos en Bukatingi se alimentan de lo que pillan. ¿No los viste escarbando en el cementerio?

La relación de Tabra con Alfredo López Lagarto Emplumado se alteró temporalmente cuando él decidió regresar con una antigua amante que lo convenció de que sólo un corazón puro podría rescatar la corona de Moctezuma y, mientras estuviera con Tabra, el suyo estaba contaminado.

«¿Por qué ella es más pura que tú?», le pregunté a mi amiga, quien había contribuido a los fondos necesarios para la epopeya de la corona.

«No te preocupes, volverá», la consoló Willie.

«Ni Dios lo quiera», pensé, dispuesta a destrozar el recuerdo de aquel ingrato. Pero al ver los ojos mustios de Tabra preferí callarme. Lagarto volvió apenas se dio cuenta de que la otra mujer, por muy pura que fuese, no pensaba financiarlo. Llegó con la idea de que podrían amarse en triángulo, pero ella jamás habría aceptado una solución tan mormónica.


En esos días se murió el ex marido de Tabra, el predicador de Samoa, que llegó a pesar ciento cincuenta kilos y tenía la presión alta y una diabetes galopante. Le cortaron un pie y meses más tarde hubo que amputarle la pierna por encima de la rodilla. Tabra me ha contado lo que padeció en su matrimonio; sé que necesitó años de terapia para superar el trauma que le produjo la violencia de ese hombre, que la sedujo cuando ella era una niña, la convenció de que se escaparan juntos, la golpeó brutalmente desde el primer día, la mantuvo años aterrorizada y después del divorcio le volvió la espalda a su hijo. Tabra crió sola a Tongi, sin ayuda de ninguna clase del padre del muchacho. Sin embargo, cuando le pregunté si se alegraba de que se hubiese muerto, me miró extrañada.

«¿Por qué iba a alegrarme? Tongi está triste, y dejó muchos otros hijos.»

CAMARADA DE RUTA

Comparado con Lagarto Emplumado, mi compañero de ruta, Willie, es una verdadera madre: me cuida. Y comparados con las expediciones a los confines del planeta de Tabra, mis viajecitos de trabajo eran lamentables, pero igual me dejaban extenuada. Debía subirme a cada rato en aviones, donde me defendía a duras penas de los virus y bacterias de otros pasajeros, pasaba semanas ausente y días enteros preparando discursos. No sé cómo robaba tiempo para escribir. Aprendí a hablar en público sin pánico, a no perderme en los aeropuertos, a sobrevivir con el contenido de un pequeño maletín, a detener un taxi con un chiflido y a sonreír a la gente que me saludaba, aunque me doliera el estómago y me apretaran los zapatos. No recuerdo dónde estuve, no importa. Sé que recorrí Europa, Australia, Nueva Zelanda, América Latina, partes de África y Asia y todo Estados Unidos menos Dakota del Norte. En los aviones le escribía a mano a mi madre para contarle mis aventuras, pero al leer las cartas una década más tarde, es como si todo aquello le hubiese ocurrido a otra persona.

El único recuerdo vívido que me quedó fue una escena en Nueva York, en pleno invierno, que habría de dolerme hasta que pude exorcizarla más tarde, después de un viaje a la India. Willie se había reunido conmigo por el fin de semana y acabábamos de visitar a Jason y a un grupo de sus compañeros de la universidad, jóvenes intelectuales con chaqueta de cuero. Durante esos meses en que había estado separado de Sally no volvió a hablarse de matrimonio; teníamos la idea de que ese noviazgo había acabado, porque así lo sugirió ella en un par de ocasiones, aunque Jason lo negaba por completo. Según él, se casarían apenas él se graduara. En una visita que Ernesto nos hizo en California, supimos que tuvo un breve pero intenso encuentro amoroso con Sally, por eso asumimos que ella estaba libre de ataduras. Jason no se enteró de eso hasta muchos años más tarde. Para entonces ya se habían desencadenado los eventos que demolieron su fe en nuestra familia, que él tanto había idealizado.

Willie y yo nos habíamos despedido de aquel hijo emocionados, pensando en lo mucho que había cambiado. Cuando llegué a vivir con él, pasaba la noche leyendo o de juerga con sus amigotes, se levantaba a las cuatro de la tarde, envuelto en una frazada roñosa, y se instalaba en la terraza a fumar, beber cerveza y hablar por teléfono, hasta que yo lo movilizaba a coscorrones para que fuese a clases. Ahora iba camino de convertirse en escritor, tal como siempre supimos que haría, porque tiene talento. Con Willie estábamos recordando aquella etapa del pasado, mientras paseábamos por la Quinta Avenida en medio del ruido y las multitudes, tráfico, cemento y escarcha, cuando ante la vitrina de una tienda que exhibía una colección de joyas antiguas de la Rusia imperial vimos a una mujer acurrucada en el suelo, tiritando. Era afroamericana, estaba inmunda, envuelta en trapos y tapada con una bolsa negra de basura, y lloraba. La gente pasaba deprisa por su lado, sin verla. Su llanto era tan desesperado, que para mí el mundo quedó congelado, como en una fotografía; hasta el aire se detuvo por un instante en la pena insondable de aquella infeliz. Me agaché a su lado, le di todo mi dinero en efectivo, aunque estaba segura de que pronto vendría un chulo a quitárselo, y traté de comunicarme con ella, pero no hablaba inglés o estaba más allá de la palabra. ¿Quién era? ¿Cómo llegó a ese estado de abandono? Tal vez venía de una isla caribeña o de la costa africana y el oleaje la lanzó a la Quinta Avenida por azar, como esos meteoritos que caen en la tierra desde otra dimensión. Me quedé con el angustioso sentido de culpa de que no pude o no quise ayudarla. Seguimos andando, apurados, con frío; unas cuadras más adelante, nos metimos al teatro y la mujer quedó atrás, perdida en la noche. No imaginé entonces que no podría olvidarla, que su llanto sería un llamado implacable, hasta que un par de años más tarde la vida me diera oportunidad de responder.

Si Willie lograba escapar del trabajo, volaba a encontrarse conmigo en diversos puntos del país para pasar una o dos noches juntos. Su bufete lo retenía y le daba más disgustos que satisfacciones. Los clientes eran gente pobre que se había accidentado en el trabajo. A medida que aumentaba el número de inmigrantes de México y Centroamérica, la mayoría ilegales, aumentaba también la xenofobia en California. Willie cobraba un porcentaje de la compensación que negociaba para sus clientes o que ganaba en un juicio, pero esas cifras eran cada vez más mezquinas y difíciles de obtener. Por suerte, no pagaba renta, porque éramos dueños del antiguo burdel de Sausalito, donde tenía su oficina. Tong, su contador, hacía malabarismos de juglar para cubrir salarios, cuentas, impuestos, seguros y bancos. Este noble chino protegía a Willie como a un hijo tonto y ahorraba hasta el punto de que su tacañería alcanzó niveles de leyenda. Celia aseguraba que en la noche, cuando nos íbamos de la oficina, Tong sacaba de la basura los vasos de papel, los lavaba y volvía a colocarlos en la cocina. La verdad es que sin el ojo vigilante y el ábaco de su contador, Willie se habría hundido. Tong tenía casi cincuenta años, pero se veía como un joven estudiante, delgado, pequeño, con una mata de pelo tieso y siempre vestido con vaqueros y zapatillas. No se hablaba con su esposa desde hacía doce años, aunque vivían bajo el mismo techo, y tampoco se divorciaban para no dividir sus ahorros y por temor a la madre de él, una viejecita diminuta y feroz que había vivido treinta años en California y creía hallarse en el sur de China. La señora no hablaba una sola palabra de inglés, hacía sus compras en los mercados de Chinatown, escuchaba la radio en cantonés y leía el periódico en mandarín de San Francisco. Tong y yo teníamos en común el afecto por Willie, eso nos unía, a pesar de que ninguno de los dos entendía el acento del otro. Al comienzo, cuando recién llegué a vivir con Willie, Tong sentía por mí una desconfianza atávica, que manifestaba cuando se daba la oportunidad.

– ¿Qué tiene tu contador contra mí? -le pregunté un día a Willie.

– Nada en particular. Todas las mujeres que he tenido me han salido caras, y como él lleva mis cuentas, preferiría que viviera en riguroso celibato -me informó.

– Explícale que me he mantenido sola desde los diecisiete años.

Supongo que se lo dijo, porque Tong empezó a mirarme con algo de respeto. Un sábado me encontró en la oficina fregando los baños y quitando el polvo con la aspiradora; entonces el respeto se transformó en disimulada admiración.

– Usted se casa con ésta. Ella limpia -le aconsejó a Willie en su inglés algo limitado. Fue el primero en felicitarnos cuando anunciamos que nos casaríamos.

Este largo amor con Willie ha sido un regalo en los años maduros de mi existencia. Cuando me divorcié de tu padre me preparé para seguir andando sola, porque pensé que sería casi imposible encontrar otro compañero. Soy mandona, independiente, tribal y tengo un trabajo poco común que me exige pasar la mitad de mi tiempo sola, callada y escondida. Pocos hombres pueden con todo eso. No quiero pecar de falsa modestia, también tengo algunas virtudes. ¿Te acuerdas de alguna, hija? A ver, déjame pensar… Por ejemplo: requiero poco mantenimiento, soy sana y cariñosa. Tú decías que soy divertida y nadie se aburre conmigo, pero eso era antes. Después de que tú te fuiste se me acabaron las ganas de ser el alma de la fiesta. Me he vuelto introvertida, no me reconocerías. El milagro fue hallar -donde y cuando menos lo esperaba- al único hombre que podía soportarme. Sincronía. Suerte. Destino, diría mi abuela. Willie sostiene que nos hemos amado en vidas anteriores y que seguiremos haciéndolo en vidas futuras, pero ya sabes cómo me asustan el karma y la reencarnación. Prefiero limitar este experimento amoroso una sola vida, que ya es bastante. ¡Willie todavía me parece tan extranjero! Por la mañana, cuando se está afeitando y lo veo en el espejo, suelo preguntarme quién diablos es ese hombre demasiado blanco, grande y norteamericano y por qué estamos en el mismo baño.

Cuando nos conocimos teníamos muy poco en común, veníamos de medios muy diferentes y tuvimos que ir inventando un idioma -espánglish- para entendernos. Pasado, cultura y costumbres nos se paraban, también los problemas inevitables de los hijos en una familia pegada artificialmente, pero a codazos logramos abrir el espacio indispensable para el amor. Es cierto que para instalarme en Estados Unidos con él dejé casi todo lo que tenía y me acomodé como pude al desorden de batalla de su vida, pero él también hizo muchas concesiones y cambios para que estuviéramos juntos. Desde el principio adoptó a mi familia y respetó mi trabajo, me ha acompañado en lo que ha podido, me ha apoyado y protegido hasta de mí misma, no me critica, se burla suavemente de mis manías, no se deja atropellar, no compite conmigo y hasta en las peleas que hemos tenido me ha tratado con nobleza. Willie defiende su territorio sin alharacas; dice que ha trazado un pequeño círculo de tiza dentro del cual está a salvo de mí y de la tribu: cuidado con violarlo. Una inmensa dulzura yace agazapada bajo su apariencia ruda; es sentimental como un perro grande. Sin él, yo no podría escribir tanto y tan tranquila como lo hago, porque se ocupa de todo aquello que a mí me asusta, desde mis contratos y nuestra vida social, hasta el funcionamiento de las misteriosas máquinas domésticas. A pesar de que todavía me sorprende verlo a mi lado, me he acostumbrado a su enorme presencia y ya no podría vivir sin él. Willie llena la casa, llena mi vida.

EL POZO VACÍO

En el verano de 1996, en Oklahoma City, un racista desquiciado utilizó un camión cargado con dos mil kilos de explosivos para volar un edificio federal. Hubo quinientos heridos y ciento sesenta y ocho muertos, entre ellos varios niños. Una mujer quedó atrapada bajo una masa de cemento y tuvieron que amputarle una pierna sin anestesia para rescatarla. Eso le produjo a Celia tres días de lamentaciones, dijo que mejor sería que la infeliz hubiese muerto, ya que en la tragedia no sólo perdió la pierna, también a su madre y a sus dos hijos pequeños. Su reacción fue similar a la que tenía con otras malas noticias de la prensa; carecía de defensas contra el mundo exterior. No logré adivinar qué le pasaba, a pesar de nuestra larga complicidad. Yo creía que la conocía mejor de lo que se conocía ella misma, pero había mucho en el alma de mi nuera que se me escapaba, como comprobaría unas semanas más tarde.

Con Willie decidimos que era hora de tomar vacaciones. Estábamos cansados y yo no lograba sacudirme el duelo, aunque ya habían transcurrido casi cuatro años de tu muerte y tres de la desaparición de Jennifer. Aún no sabía que la tristeza nunca se va del todo, se queda bajo la piel; sin ella hoy no sería yo y no podría reconocerme en el espejo. Desde que terminé Paula no había vuelto a escribir. Hacía años que acariciaba la idea de una novela sobre la fiebre del oro en California, ambientada a mediados del siglo XIX, pero carecía del entusiasmo para emprender una tarea de tan largo aliento. Poca gente sospechaba mi estado de ánimo, porque mantenía la actividad de siempre, pero llevaba un gemido en el alma. Le tomé gusto a la soledad, sólo quería estar con mi familia, me molestaba la gente, los amigos se redujeron a tres o cuatro. Estaba gastada. Tampoco deseaba seguir haciendo giras de promoción explicando lo que ya estaba dicho en los libros. Necesitaba silencio, pero cada vez me resultaba más difícil conseguirlo. Venían periodistas de lejos y nos invadían con sus cámaras y luces. En una ocasión aparecieron unos turistas japoneses a observar nuestra casa como si fuese un monumento, justo cuando había llegado un equipo proveniente de Europa, que pretendía fotografiarme dentro de una enorme jaula con una majestuosa cacatúa blanca. El pajarraco no parecía amistoso y poseía garras de cóndor. Venía con su entrenador, que debía controlarlo, pero se cagó sobre los muebles y casi me arranca un ojo dentro de la jaula. Sin embargo, no podía quejarme: me recibía un público cariñoso y mis libros circulaban por todas partes. La tristeza se manifestaba en las noches en vela, la ropa oscura, el deseo de vivir en una cueva de anacoreta y la ausencia de inspiración. Llamaba a las musas en vano. Hasta la musa más zarrapastrosa me había abandonado. Para alguien que vive para escribir y vive de lo que escribe, la sequía interior es aterradora. Un día estaba en Book Passage perdiendo el tiempo en sucesivas tazas de té cuando llegó Ann Lamott, una escritora americana muy querida por sus historias llenas de humor, profundidad y fe en lo divino y lo humano. Le conté que estaba bloqueada y me contestó que eso del «bloqueo de escritor» son pamplinas, lo que pasa es que a veces el pozo está vacío y hay que llenarlo.

La idea de que mi pozo de historias y el deseo de contarlas se estuvieran secando me dio pánico, porque nadie me daría empleo en ninguna parte y tenía que ayudar a mantener a mi familia. Nico trabajaba como ingeniero de computación en otra ciudad, se desplazaba por autopistas durante más de dos horas al día, y Celia hacía la labor de tres personas en mi oficina, pero no podían correr con todos sus gastos; vivimos en una de las zonas más caras de Estados Unidos. Entonces recordé mi entrenamiento de periodista: si me dan un tema y tiempo para informarme, puedo escribir sobre casi cualquier cosa, menos política o deporte. Me asigné un «reportaje» lo más distinto posible al tema del libro anterior, nada que ver con dolor y pérdida, sólo con los pecados placenteros de la vida: gula y lujuria. Como no sería una obra de ficción, los caprichos de la musa importaban poco, sólo tendría que investigar sobre comida, erotismo y el puente entre ambos: afrodisíacos. Tranquilizada con ese plan, acepté la propuesta de Tabra y Willie de ir a la India, aunque no sentía deseos de viajar y menos a la India, que es lo más lejos de nuestra casa a donde se podía ir antes de emprender el regreso por el otro lado del planeta. No me hallaba capaz de tolerar la pobreza mítica de ese país, aldeas devastadas, niños famélicos, muchachitas de nueve años sometidas a matrimonio prematuro, trabajo forzado o prostitución, pero Willie y Tabra me aseguraron que la India era mucho más que eso y se dispusieron a llevarme, aunque fuese amarrada. Además, Paula, yo te había prometido que un día iría a ese país, porque tú volviste fascinada de un viaje allí y me convenciste de que es la más rica fuente de inspiración para un escritor. Alfredo López Lagarto Emplumado no nos acompañó, a pesar de que había reaparecido en el horizonte de Tabra, porque pensaba pasar un mes en la naturaleza con un par de comanches, hermanos de tribu. Tabra tuvo que comprarle unos tambores sagrados, indispensables para los rituales.

Willie adquirió un atuendo color caqui de explorador, provisto de treinta y siete bolsillos, una mochila, un sombrero australiano y un nuevo lente para sus cámaras, que medía y pesaba como un cañón pequeño, mientras Tabra y yo empacábamos las mismas faldas gitanas de siempre, ideales porque en ellas no se notan arrugas ni manchas. Emprendimos una travesía que terminó un siglo después, cuando aterrizamos en Nueva Delhi y nos hundimos en el calor pegajoso de la ciudad y su algarabía de voces, tráfico y radios destempladas. Nos rodeó un millón de manos, pero por suerte la cabeza de Willie sobresalía como un periscopio por encima de la masa humana y divisó a lo lejos un letrero con su nombre en manos de un hombre alto, con bigote autoritario y turbante. Era Sirinder, el guía que habíamos contratado en San Francisco a través de una agencia. Se abrió paso con su bastón, escogió a unos culis para que llevaran el equipaje y nos condujo a su viejo coche.

Estuvimos varios días en Nueva Delhi, Willie agonizando por una infección intestinal y Tabra y yo paseando y comprando cachivaches.

«Creo que tu marido está bastante mal», me dijo ella al segundo día, pero yo quería acompañarla a un distrito de artesanos donde ella mandaba cortar piedras para sus joyas. Al tercer día Tabra me hizo ver que mi marido estaba tan débil que ya no hablaba, pero como todavía no habíamos visitado la calle de los sastres, donde yo pensaba adquirir un sari, no tomé una decisión inmediata. Supuse que debíamos darle tiempo a Willie; hay dos clases de enfermedades, las que se curan solas y las mortales. Por la noche Tabra sugirió que si Willie se moría, se nos arruinaría el viaje. Ante la posibilidad de tener que cremarlo a orillas del Ganges, llamé a la recepción del hotel y pronto enviaron a un doctor bajito, con el cabello aceitado, metido en un traje brilloso color ladrillo, quien al ver a mi marido como un cadáver no pareció alarmado en lo más mínimo. Extrajo de su aporreado maletín una jeringa de vidrio, como la que usaba mi abuelo en 1945, y se dispuso a inyectarle al paciente un líquido viscoso con una aguja que descansaba en una mota de algodón y a todas luces era tan antigua como la jeringa. Tabra quiso intervenir, pero le aseguré que no valía la pena armar lío por una posible hepatitis si de todos modos el futuro del enfermo era incierto. El médico obró el milagro de devolver la salud a Willie en veinte horas y así pudimos continuar el viaje.

La India fue una de esas experiencias que marcan la vida, memorable por muchas razones, pero aquí no corresponde contarlas, ya que esto no es una crónica de viaje; basta decir que me ayudó a llenar el pozo y me devolvió la pasión por escribir. Sólo anotaré dos episodios relevantes. El primero me dio una idea para honrar tu memoria y el segundo cambió para siempre a nuestra familia.

¿QUIÉN QUIERE UNA NIÑA?

Sirinder, nuestro chofer, poseía la pericia y el valor necesarios para moverse en el tráfico de la ciudad sorteando automóviles, buses, burros, bicicletas y más de una vaca famélica. Nadie se daba prisa -la vida es larga-, excepto las motocicletas, que zigzagueaban a velocidad de torpedos con cinco pasajeros encima. Sirinder dio muestras de ser hombre de pocas palabras, y Tabra y yo aprendimos a no hacerle preguntas, pues sólo le contestaba a Willie. Los caminos rurales eran angostos y llenos de curvas, pero él manejaba reventando el motor. Cuando dos vehículos se encontraban nariz con nariz, los conductores se miraban a los ojos y decidían en una fracción de segundo quién era el macho alfa, entonces el otro daba la pasada. Los accidentes que vimos consistían siempre en dos camiones de similar tamaño estrellados de frente; no se aclaró a tiempo quién era el chofer alfa. No teníamos cinturones de seguridad por el asunto del karma: nadie muere antes de su tiempo. Y no usábamos las luces de noche por la misma razón. La intuición le indicaba a Sirinder que un vehículo podía venir en dirección contraria; entonces encendía los focos y lo encandilaba.

Al alejarnos de la ciudad el paisaje se tornó seco y dorado, luego polvoriento y rojizo. Las aldeas se espaciaron y las llanuras se hicieron eternas, pero siempre había algo que llamaba la atención. Willie andaba con su maleta de cámaras, un trípode y el cañón, bastante engorroso de instalar. Dicen que lo único que recuerda un buen fotógrafo es la foto que no tomó. Willie podrá recordar un millar,

como un elefante pintarrajeado con rayas amarillas y vestido de trapecista que andaba solo en aquel descampado. En cambio pudo inmortalizar a un grupo de trabajadores que estaban trasladando una montaña de un lado del camino al otro. Los hombres, apenas cubiertos por un taparrabos, colocaban las piedras en unos canastos y las mujeres los acarreaban sobre la cabeza. Eran graciosas, delgadas, vestían saris raídos de colores brillantes -magenta, limón, esmeralda y se movían como juncos en la brisa cargando el peso de las rocas. Se consideraban «ayudantes» y ganaban la mitad que los hombres. A la hora de comer, ellos se encuclillaron en círculo con sus recipientes de lata y ellas esperaron a cierta distancia. Más tarde comieron las sobras de los hombres.

Al cabo de muchas horas de viaje estábamos cansados, el sol empezaba a descender y brochazos color de incendio cruzaban el cielo. En la distancia, entre los campos secos, se alzaba un árbol solitario, tal vez una acacia, y debajo adivinamos unas figuras que parecían grandes pájaros, pero al acercarnos resultaron ser un grupo de mujeres y niños. ¿Qué hacían allí? No había aldea ni pozo en la cercanía. Willie le pidió a Sirinder que nos detuviéramos para estirar las piernas. Tabra y yo caminamos hacia las mujeres, que al vernos hicieron ademán de retroceder, pero su curiosidad venció a la timidez y pronto estábamos juntas bajo la acacia, rodeadas de niños desnudos. Las mujeres llevaban saris polvorientos y gastados. Eran jóvenes, con largas melenas oscuras, la piel seca, los ojos hundidos y maquillados con khol. En la India, como en muchas partes del mundo, no existe el concepto de espacio personal que tanto defendemos en Occidente. A falta de un idioma común nos dieron la bienvenida con gestos y luego nos examinaron con dedos atrevidos, tocándonos la ropa, la cara, el pelo rojo oscuro de Tabra, un tono que tal vez nunca habían visto, nuestros adornos de plata… Nos quitamos los brazaletes para ofrecérselos; ellas se los colocaron con deleite de adolescentes. Había suficientes para todas, dos o tres para cada una de ellas.


Una de las mujeres, que podría haber sido de tu edad, Paula, me tomó la cara entre las manos y me besó ligeramente en la frente. Sentí sus labios partidos, su aliento tibio. Fue un gesto tan inesperado, tan íntimo, que no pude retener las lágrimas, las primeras que vertía en mucho tiempo. Las demás mujeres me acariciaron en silencio, desorientadas por mi reacción.

A lo lejos un bocinazo de Sirinder nos indicó que era hora de partir. Nos despedimos de las mujeres y empezamos a alejarnos, pero una nos siguió. Me tocó la espalda, me volví y me ofreció un paquete. Creí que pretendía darme algo a cambio de las pulseras y traté de explicarle por señas que no era necesario, pero me obligó a tomarlo. Era muy liviano, parecía sólo un atado de trapos, pero al abrirlo vi que contenía un bebé recién nacido, diminuto y oscuro. Tenía los ojos cerrados y olía como ningún otro niño que yo haya tenido en los brazos, un olor acre de ceniza, polvo y excremento. Lo besé en la cara, murmuré una bendición y quise devolvérselo a la madre, pero en vez de recibirlo, ella dio media vuelta y corrió a juntarse con las demás, mientras yo me quedé allí, meciendo al crío, sin comprender lo que sucedía. Un minuto después Sirinder llegó gritando que lo soltara, no podía llevármelo, estaba sucio, y me lo arrebató de los brazos y fue a entregárselo a las mujeres, pero ellas retrocedieron, aterradas ante la ira de ese hombre. Entonces, él se inclinó y puso al infante sobre la tierra seca, bajo el árbol.

Willie había acudido también y me llevó casi en vilo hacia el coche, seguido por Tabra. Sirinder encendió el motor y nos alejamos, mientras yo hundía la cabeza en el pecho de mi marido.

– ¿Por qué esa mujer pretendía darnos su bebé? -murmuró Willie.

– Era una niña. Nadie quiere a una niña -explicó Sirinder.

Hay historias que tienen el poder de sanar. Aquello que ocurrió esa tarde bajo la acacia desató el nudo que me ahogaba, sacudió las telarañas de la lástima por mí misma y me obligó a volver al mundo y transformar mi pérdida en acción. No pude salvar a esa niñita, ni a su madre desesperada, ni a las «ayudantes» que acarreaban la montaña piedra a piedra, ni a millones de mujeres como ellas y como aquella, inolvidable, que lloraba en la Quinta Avenida durante un invierno de Nueva York, pero prometí que al menos intentaría aliviar su suerte, como habrías hecho tú, para quien ninguna tarea de compasión era imposible.

«Debes ganar mucha plata con tus libros, mamá, para que yo pueda tener un refugio para pobres y tú pagues las cuentas», me decías completamente en serio. El ingreso que había recibido y seguía recibiendo por el libro Paula se hallaba congelado en un banco, aguardando que se me ocurriera cómo emplearlo. En ese momento lo supe. Calculé que si aumentaba el capital con cada libro que escribiese en el futuro, algo de bien podría hacer, sólo una gota de agua en el desierto de las necesidades humanas, pero al menos no me sentiría impotente.

«Voy a crear una fundación para ayudar a mujeres y niños», les anuncié a Willie y Tabra esa noche. No imaginaba que esa semilla se convertiría con los años en un árbol, como aquella acacia.

UNA VOZ EN EL PALACIO

El palacio del maharajá, todo de mármol, se alzaba en el jardín del Edén, donde no existía el tiempo, el clima era siempre dulce y el aire olía a gardenias. El agua de las fuentes se escurría por sinuosos canales entre flores, jaulas doradas de pájaros, parasoles de seda blanca, soberbios pavos reales. El palacio pertenecía ahora a una cadena internacional de hoteles que tuvo el buen tino de preservar el encanto original. El maharajá, arruinado pero con la dignidad intacta, ocupaba un ala del edificio, protegido de la curiosidad ajena por un biombo de juncos y trinitarias moradas. En la hora tranquila de la media tarde, solía sentarse en el jardín a tomar té con una niña impúber que no era su bisnieta, sino su quinta esposa, cuidado por dos guardias con uniforme imperial, cimitarras al cinto y turbantes emplumados. En nuestra suite, digna de un rey, no había una pulgada libre para descansar la vista en la profusa decoración. Desde el balcón se apreciaba la totalidad del jardín, separado por un alto muro de los barrios de miseria que fuera se extendían hasta el horizonte. Después de desplazarnos durante semanas por caminos polvorientos, pudimos descansar en ese palacio, donde un ejército de silenciosos empleados se llevaron nuestra ropa para lavarla, nos trajeron té y pasteles de miel en bandejas de plata y nos prepararon baños de espuma. Fue el paraíso. Cenamos deliciosa comida de la India, contra la que Willie ya estaba inmunizado, y caímos a la cama dispuestos a dormir para siempre.

El teléfono sonó a las tres de la madrugada -así lo indicaban los números verdes del reloj de viaje, que brillaban en la oscuridad- despertándome de un sueño caliente y pesado. Estiré la mano buscando a tientas el aparato, sin dar con él, hasta que tropecé con un interruptor y encendí la lámpara. No supe dónde me hallaba, ni qué eran esos velos transparentes flotando sobre mi cabeza o los demonios alados que amenazaban desde el techo pintado. Sentí las sábanas húmedas, pegadas a la piel, y un olor dulzón que no pude identificar. El teléfono seguía repicando y cada campanillazo aumentaba mi aprensión, porque sólo una desgracia inmensa justificaría la urgencia de llamar a esa hora.

«Alguien se murió», dije en voz alta.

«Calma, calma», repetí. No podía tratarse de Nico, porque yo ya había perdido a una hija y según la ley de probabilidades eso no se repetiría en mi vida. Tampoco podía ser mi madre, porque es inmortal. Tal vez eran noticias de Jennifer… ¿La habrían encontrado? El sonido me guió al otro extremo de la habitación y descubrí un anticuado teléfono entre dos elefantes de porcelana. Desde el otro lado del mundo me llegó, con una claridad de presagio, la inconfundible voz de Celia. No alcancé a preguntarle qué había pasado.

– Parece que soy bisexual -me anunció con voz trémula.

– ¿Qué pasa? -preguntó Willie, atontado de sueño.

– Nada. Es Celia. Dice que es bisexual.

– ¡Ah! -rezongó mi marido, y siguió durmiendo.

Supongo que me llamó para pedirme socorro, pero no se me ocurrió nada mágico que pudiera ayudarla en ese momento. Rogué a mi nuera que no se diera prisa en tomar medidas desesperadas, ya que casi todos somos más o menos bisexuales, y si había esperado veintinueve años para descubrirlo, bien podía esperar a que nosotros retornásemos a California. Un asunto como ése merecía discutirse en familia. Maldije la distancia, que me impedía ver la expresión de su cara. Le prometí que trataríamos de volver lo antes posible, aunque a las tres de la mañana no era mucho lo que podía hacer para cambiar los pasajes aéreos, gestión que incluso de día era complicada en la India. Se me había espantado el sueño y no regresé a la cama de velos. Tampoco me atreví a despertar a Tabra, quien ocupaba otra habitación del mismo piso.

Salí al balcón a esperar la mañana sentada en un columpio de madera policromada con almohadones de seda color topacio. Una enredadera de jazmín y un árbol de grandes flores blancas despedían aquella fragancia de cortesana que había percibido en la habitación. La noticia de Celia me produjo una rara lucidez, como si pudiese verme y ver a mi familia desde el aire, despegada.

«Esta nuera nunca dejará de sorprenderme», murmuré. En su caso, el término «bisexual» podía significar varias cosas, pero ninguna inocua para los míos. Vaya, lo escribí sin pensar: los míos. Así los sentía a todos ellos, míos, de mi propiedad: Willie, mi hijo, mi nuera, mis nietos, mis padres e incluso los hijastros, con quienes vivía de escaramuza en escaramuza, eran míos. Me había costado mucho reunirlos y estaba dispuesta a defender a esa pequeña comunidad contra las incertidumbres del destino y la mala suerte. Celia era una fuerza incontenible de la naturaleza, nadie tenía influencia sobre ella. No me pregunté dos veces de quién se había prendado, la respuesta me pareció obvia.

«Ayúdanos, Paula, mira que esto no es broma», te pedí, pero no sé si me oíste.

NADA QUE AGRADECER

El desastre -no se me ocurre otra palabra para definirlo- se desencadenó a finales de noviembre, el día de Acción de Gracias. Cierto, parece irónico, pero uno no escoge las fechas para estas cosas. Willie y yo regresamos a California lo más deprisa que pudimos, pero conseguir vuelos, cambiar los pasajes y atravesar medio planeta nos tomó más de tres días. Aquella noche en que Celia me despertó, alcancé a decirle a Willie de qué se trataba, pero estaba dormido, no me oyó y a la mañana siguiente debí repetírselo. Le dio risa.

«Esta Celia es una bala suelta de cañón», me dijo, sin medir las consecuencias que el anuncio de mi nuera tendría para la familia. Tabra debía seguir viaje a Bali, así es que nos despedimos sin muchas explicaciones. Al llegar a San Francisco, Celia estaba esperándonos en el aeropuerto, pero nada dijimos al respecto hasta que nos hallamos a solas; no era una confidencia que ella estuviese dispuesta a hacer frente a Willie.

– Nunca imaginé que me iba a pasar esto, Isabel. Acuérdate de lo que yo pensaba de los gays -me dijo.

– Me acuerdo, Celia, cómo se me iba a olvidar. ¿Ya te acostaste con ella?

– ¿Con quién?

– Con Sally, con quién va a ser.

– ¿Cómo sabes que es ella?

– Ay, Celia, no hay que verse la suerte entre gitanos. ¿Se acostaron?


– ¡Eso no es lo importante! -exclamó con los ojos ardientes.

– A mí me parece muy importante, pero puedo estar equivocada… Las calenturas se pasan, Celia, y no vale la pena destruir un matrimonio por eso. Estás confundida por la novedad, eso es todo.

– Estoy casada con un hombre estupendo y tengo tres hijos que no soltaré jamás. Puedes imaginarte cuánto lo he pensado antes de decírtelo. Una decisión así no se toma a la ligera. No quiero herir a Nico y a los niños.

– Es curioso que me lo confieses a mí, que soy tu suegra. ¿No será que inconscientemente…?

– ¡No me vengas con vainas psicológicas! Tú y yo nos contamos todo -me interrumpió. Y era cierto.

Soporté una semana de brutal ansiedad, pero nada comparado con la angustia de Celia y Sally, quienes debían decidir su futuro. Habían vivido en la misma casa, trabajaban juntas, compartían niños, secretos, intereses y diversiones, pero de carácter eran muy diferentes y tal vez en eso consistía la mutua atracción. La Abuela Hilda me había hecho notar que «estas niñas se quieren mucho». Callada, discreta, casi invisible, a la Abuela nada se le pasaba por alto. ¿Quiso advertirme? Imposible saberlo, porque esa vieja prudente nunca habría hecho un comentario malicioso.

Me debatí en la confusión de cargar con aquel secreto mientras preparaba el pavo del día de Acción de Gracias con una receta nueva que mi madre me había mandado por carta. Se ponía un montón de hierbas en la licuadora con aceite de oliva y limón, luego se le inyectaba con una jeringa esa mezcla verde entre cuero y carne al pájaro y se dejaba macerar por cuarenta y ocho horas.

Sally renunció al empleo en mi oficina, pero nos veíamos casi a diario cuando yo visitaba a mis nietos, porque ella pasaba mucho tiempo en esa casa. Yo procuraba no clavar los ojos en ella y Celia cuando estaban juntas, pero si se rozaban por casualidad, me daba un

brinco el corazón. Willie, aturdido por el largo viaje a la India y la resaca de la infección intestinal, se mantuvo al margen con la esperanza de que las pasiones se disolvieran en el aire.

Por fortuna, conseguí cita con mi psicólogo, a quien no veía desde hacía tiempo porque se había trasladado al sur de California, pero había venido a San Francisco a pasar las fiestas con su familia. Nos encontramos en una cafetería, puesto que ya no tenía su despacho, y mientras él saboreaba su té verde y yo mi capuchino, lo puse al tanto de la telenovela familiar. Me preguntó si acaso estaba demente, que cómo se me ocurría hacer de celestina en una situación semejante; ése no era un secreto que me correspondiese guardar.

– Usted es la figura de la madre, en este caso es un arquetipo: madre de Nico, madrastra de Jason, suegra de Celia, abuela de los niños. Y futura suegra de Sally, si esto no hubiese ocurrido -me explicó.

– Lo dudo, creo que Sally no se habría casado con Jason.

– Ésa no es la cuestión, Isabel. Debe enfrentarlas y exigirles que confiesen la verdad a Nico y Jason. Deles un plazo breve. Si no lo hacen, tendrá que hacerlo usted.

Seguí el consejo y el plazo se cumplió justo durante el fin de semana largo del día de Acción de Gracias, sagrado para los estadounidenses.

Con el pretexto de las fiestas, la familia iba a juntarse por primera vez en meses, incluido Ernesto, quien nos anunció que se había enamorado de una compañera de trabajo, Giulia, y la traía a California para presentarla a la familia. El momento era muy poco propicio. Llegaría él primero de Nueva Jersey y Giulia aparecería al día siguiente, lo que nos daba un poco de tiempo para preparar los ánimos. Menos mal que Fu, Grace y Sabrina iban a celebrar en el Centro de Budismo Zen, así habría tres testigos menos. Willie y yo estábamos tan ofuscados que no podíamos ayudar ni con un consejo. No me explico cómo sobrevivimos sin violencia durante ese horrendo fin de semana. Celia se encerró con Nico y no sé cómo se lo dijo, porque no había manera de hacerlo con diplomacia o de evitar la paliza emocional de semejante noticia. Sería imposible no herirlo a él y a los niños, como ella tanto temía. Creo que al principio Nico no se dio cuenta cabal del alcance de lo que había sucedido y pensó que las cosas podrían barajarse con imaginación y tolerancia. Pasarían semanas, tal vez meses, antes de que comprendiera que su vida había cambiado para siempre.

Jason y Sally estaban separados no sólo por la distancia geográfica, sino también por el hecho de que tenían poco en común. Era difícil imaginar a Sally haciendo vida nocturna y bohemia entre intelectuales en el caos de Nueva York, o a Jason en California, vegetando en el seno de la familia y aburrido a muerte. Muchos años más tarde, hablando de esto con ambos, las versiones se contradicen. Jason me aseguró que estaba enamorado de Sally y convencido de que se casarían, por eso perdió la cabeza cuando ella lo llamó por teléfono para contarle lo ocurrido.

«Tengo algo que decirte», le anunció. Él pensó de inmediato que le había sido infiel y sintió una oleada de rabia, pero supuso que no era algo demasiado serio, ya que estaba dispuesta a confesarlo. Ella logró articular las frases para explicarle que se trataba de una mujer, y Jason respiró aliviado porque creyó que no enfrentaba realmente a un rival, eran tonterías que hacen las mujeres por curiosidad, pero entonces ella agregó que estaba enamorada de Celia. A Jason la doble traición le pegó como un garrotazo. No sólo perdía a quien creía ser todavía su novia, también perdía a una cuñada que quería como a una hermana. Se sintió burlado por las dos mujeres y también por Nico, porque no había podido impedirlo. El fin de semana maldito Jason apareció en la casa; estaba flaco, había perdido no sé cuántos kilos, y demacrado. Venía con una mochila a la espalda, sin afeitarse, con los

dientes apretados y olor a alcohol. Tuvo que enfrentar la situación sin apoyo, porque cada uno andaba perdido en sus propias pasiones.

Sally recogió en el aeropuerto a Ernesto, que venía de Nueva Jersey, donde vivía desde 1992, cuando te trajimos enferma a California, y se lo llevó a tomar un café para prevenirlo de lo que sucedía; no podía aterrizar de sopetón en el melodrama, creería que nos habíamos vuelto todos locos. ¿Cómo se lo explicaría él a Giulia? Su novia era una rubia alta y parlanchina, de ojos celestes, con esa frescura de la gente que confía en la vida. Las Hermanas del Perpetuo Desorden habíamos rezado durante varios años para que Ernesto encontrara un nuevo amor y Celia te había encargado la misma tarea, que no sólo cumpliste, sino que de paso nos hiciste un guiño desde el Más Allá: Giulia nació el mismo día que tú, el 22 de octubre, su madre se llama Paula y su padre nació el mismo día y año que yo. Demasiadas coincidencias. No puedo menos que pensar que la escogiste para que hiciera feliz a tu marido. Ernesto y Giulia disimularon lo mejor posible su desconcierto ante el descalabro familiar. A pesar de las dramáticas circunstancias que se vivían, dimos el visto bueno a Giulia de inmediato: era perfecta para él, fuerte, organizada, alegre y cariñosa. Según Willie, no valía la pena que nos molestáramos, puesto que esa pareja no necesitaba la aprobación de una familia con la que no tenía lazos de sangre.

«Si se casan, habrá que traerlos a California», le respondí.

Entretanto, la carne del pavo se puso verde con el tratamiento intravenoso de aliños y al salir del horno parecía tan podrida como el ambiente que se respiraba en la casa. Nico y Jason, descompuestos, no pudieron participar en el velorio, porque aquel día no fue otra cosa que un velorio. Alejandro y Nicole estaban con fiebre en cama; Andrea circulaba chupándose el dedo y vestida para la ocasión con mi sari, en el que se envolvió como un salchichón. Willie terminó indignado porque ninguno de sus dos hijos se presentó. Tenía hambre, pero nadie se había ocupado de la cena, que en cualquier día de Acción de Gracias normal es un banquete. En un impulso incontrolable, mi marido cogió el pavo verde por una pata y lo tiró a la basura.

VIENTOS ADVERSOS

El colapso de la familia no sucedió de un día para otro, demoró varios meses en que Nico, Celia y Sally se debatieron en la incertidumbre, pero nunca perdieron de vista a los niños. Trataron de protegerlos lo mejor posible, a pesar del caos. Se esmeraron en darles mucho afecto, pero en estos dramas el sufrimiento es inevitable.

«No importa, lo resolverán más tarde en terapia», me tranquilizó Willie. Celia y Nico siguieron juntos en la misma casa por un tiempo porque no tenían adónde ir, mientras Sally entraba y salía en su calidad de tía.

«Esto parece una película francesa, yo prefiero no venir más», anunció Tabra, escandalizada. A mí tampoco me alcanzaba la tolerancia para tanto y preferí no visitarlos más, aunque cada día que pasaba sin ver a mis nietos era un día fúnebre.

Mientras procuraba mantenerme cerca de Nico, quien no me daba mucha entrada, mi relación con Celia pasaba del llanto y los abrazos a las recriminaciones. Me acusó de que yo no entendía lo que pasaba, era de mente cerrada y me metía en todo. ¿Por qué diablos no los dejaba en paz? Me ofendía con su carácter explosivo y modales bruscos, pero a las dos horas me llamaba para pedir disculpas y nos reconciliábamos, hasta que el ciclo se repetía. Me daba una lástima inmensa verla sufrir. La decisión que había tomado tenía un precio muy alto y toda la pasión del mundo no la salvaría de pagarlo. Celia se preguntaba si no habría algo perverso en ella que la incitaba a destruir lo mejor que tenía, su hogar, sus hijos, una familia en la que estaba a salvo, cómoda, cuidada, querida. Su marido la adoraba y era un hombre bueno, sin embargo se sentía atrapada en esa relación, se aburría, no cabía en su piel, el corazón se le escapaba en anhelos que no sabía nombrar. Me contó que el edificio aparentemente perfecto de su vida se había venido abajo con el primer beso de Sally. Eso le bastó para comprender que no podría seguir con Nico, en ese instante su destino cambió de rumbo. Sabía que el rechazo contra ella sería implacable incluso en California, que se jacta de ser el lugar más liberal del planeta.

– ¿Crees que soy anormal, Isabel? -me preguntó.

– No, Celia. Un porcentaje de la gente es gay. Lo malo es que te diste cuenta un poco tarde.

– Sé que voy a perder a todos los amigos y que mi familia no volverá a hablarme. Mis padres jamás entenderán esto, ya sabes de qué medio vengo.

– Si no pueden aceptarte tal como eres, por el momento no los necesitas. Hay otras prioridades, primero tus hijos.

Dejó de ir a mi oficina porque no quería depender de mí, como dijo, pero si no lo hubiese decidido ella, lo habría tenido que hacer yo. No podíamos continuar juntas. Reemplazarla fue casi imposible, tuve que contratar a tres personas para que hicieran el trabajo que ella hacía sola. Yo estaba acostumbrada a Celia, le tenía confianza ciega, y ella había aprendido a imitarme desde la firma hasta el estilo; bromeábamos con que algún día no muy lejano me escribiría los libros. Celia, Nico y Sally empezaron a ir a terapia, separados y juntos, para resolver los detalles. A Celia volvieron a recetarle antidepresivos y somníferos, andaba atontada por las pastillas.

En cuanto a Jason, nadie pensó mucho en él; había decidido quedarse en Nueva York después de graduarse. Ya nada lo atraía a California y no quería volver a ver a Sally ni a Celia. Se sintió solo, creyó que había perdido a su familia completa. Siguió perdiendo peso y cambió de aspecto, dejó de ser un muchacho remolón y se convirtió en un hombre furioso que pasaba buena parte de la noche vagando

por las calles de Manhattan porque no podía dormir. No faltaban chicas noctámbulas a quienes les contaba su desgracia para que después lo consolaran en la cama.

«Pasarían tres o cuatro años antes de que yo volviera a confiar en una mujer», me dijo mucho después, cuando pudimos hablar del asunto. También perdió la confianza en mí, porque no supe calibrar la parte de sufrimiento que a él le tocó.

«Déjate de mariconerías», le contestó Willie la primera vez que lo mencionó, su frase favorita para resolver los conflictos emocionales de sus hijos.

¿Y yo? Me dediqué a cocinar y tejer. Me levantaba al alba cada día, preparaba ollas de comida y las llevaba a la casa de Nico, o se las dejaba en el techo de la camioneta a Celia, para que al menos no les faltara alimento. Tejía y tejía con lana gruesa una prenda informe e inmensa que según Willie era un chaleco para envolver la casa.

En medio de esta tragicomedia, mis padres llegaron de visita y aterrizaron justo en una de esas tormentas descomunales que suelen alterar el clima bendito del norte de California, como si la naturaleza quisiera ilustrar el estado de ánimo de nuestra familia. Mis padres viven en un departamento alegre en un apacible barrio residencial de Santiago, entre árboles nobles, donde al atardecer las empleadas de uniforme, todavía hoy, en pleno siglo XXI, pasean a ancianas quebradizas y perros peluqueados. Los atiende Berta, que ha trabajado con ellos por más de treinta años y es mucho más importante en sus vidas que los siete hijos que juntan entre los dos. Willie sugirió una vez que se instalaran en California a pasar el resto de su vejez cerca de nosotros, pero no hay dinero que pueda pagar en Estados Unidos la comodidad y compañía que gozan en Chile. Me consuelo de esta separación pensando en mi madre con su bigotudo profesor de pintura, con sus amigas en el té de los lunes, durmiendo la siesta entre sábanas de lino almidonadas, presidiendo la mesa en los banquetes preparados por Berta, en su hogar lleno de parientes y amigos. Aquí los viejos se quedan muy solos. Mi madre y el tío Ramón vienen a vernos al menos una vez al año, y yo voy dos o tres veces a Chile, además tenemos el contacto diario de las cartas y el teléfono. Es casi imposible ocultarles algo a ese par de viejos astutos, pero no les dije nada de lo ocurrido con Celia porque me aferré a la vana ilusión de que se resolvería en un tiempo prudente; tal vez era sólo un capricho de juventud. Por eso existe un vacío notorio en la correspondencia con mi madre durante esos meses; para reconstruir esta historia he tenido que interrogar por separado a los participantes y a varios testigos. Cada uno recuerda las cosas de manera diferente, pero al menos podemos hablar sin tapujos. Apenas mis padres pisaron San Francisco se dieron cuenta de que algo muy grave nos había sacudido y no quedó más remedio que contarles la verdad.

– Celia se enamoró de Sally, la novia de Jason -les solté de sopetón.

– Espero que esto no se sepa en Chile -murmuró mi madre cuando pudo reaccionar.

– Se sabrá, estas cosas no se pueden ocultar. Además, pasan en todas partes.

– Sí, pero en Chile no se ventilan.

– ¿Qué piensan hacer? -preguntó el tío Ramón.

– No sé. La familia entera está en terapia. Un ejército de psicólogos se está haciendo rico con nosotros.

– Si en algo podemos ayudar… -murmuró mi madre, siempre incondicional, aunque le temblaba la voz, y agregó que debíamos dejarlos que se arreglaran solos y ser discretos, porque los comentarios sólo agravarían la situación.

– Ponte a escribir, Isabel, así estarás ocupada. Será la única manera de que no te metas más de la cuenta -me aconsejó el tío Ramón.

– Lo mismo me dice Willie.

PERO SEGUIMOS NAVEGANDO

Mis Hermanas del Desorden agregaron otra vela en sus altares, además de las que ya tenían por Sabrina y Jennifer, para orar por el resto de mi desquiciada familia y para que yo pudiese volver a escribir, porque llevaba mucho tiempo buscando pretextos para no hacerlo. Se aproximaba el 8 de enero y no me sentía capaz de escribir ficción; podía imponerme la disciplina, pero me faltaba la soltura, aunque el viaje a la India me había llenado la cabeza de imágenes y color. Ya no me sentía paralizada, el pozo de la inspiración estaba lleno y tenía más actividad que nunca porque la idea de la fundación había echado a andar, pero para escribir una novela se necesita una pasión alocada, que ya estaba encendida, pero había que darle oxígeno y combustible para que ardiera con más brío. Seguía dándole vueltas a la idea de «una memoria de los sentidos», una exploración del tema de la comida y el amor carnal. Dado el clima de pasiones que imperaba en la familia, tal vez resultaba sarcástico, pero no era ésa mi intención. Se me había ocurrido antes de los amores de Celia y Sally. Incluso tenía un título, Afrodita, que por ser vago me daba plena libertad. Mi madre me acompañó a las tiendas de pornografía de San Francisco, en busca de inspiración, y se ofreció a ayudarme con la parte de cocina sensual. Le pregunté de dónde sacaría recetas eróticas y respondió que cualquier plato presentado con coquetería es afrodisíaco, así que no había para qué perder energía con nidos de golondrina y cuernos de rinoceronte, tan difíciles de conseguir en los mercados locales. Ella, criada en uno de los medios más católicos e intolerantes del mundo, nunca había pisado una tienda «para adultos», como las llaman, y tuve que traducirle del inglés las instrucciones de varios adminículos de goma que casi la matan de risa. La investigación para Afrodita nos produjo a ambas sueños eróticos.

«A los setenta y tantos años, todavía pienso en eso», me confesó mi madre. Le recordé que mi abuelo también pensaba en eso a los noventa. Willie y el tío Ramón fueron nuestros conejillos de Indias, en ellos probamos las recetas afrodisíacas que, como la magia negra, sólo surten efecto si la víctima sabe que se las han administrado. Un plato de ostras, sin la explicación de que estimula la libido, no da resultados visibles. No todo fue drama en esos meses, también nos divertimos.

Cuando podíamos, escapábamos a tu bosque con Tabra y mis padres para dar largas caminatas. Las lluvias nutrían el arroyo donde echamos tus cenizas, y el bosque tenía una fragancia de tierra mojada y árboles. Caminábamos a buen paso, mi madre y yo delante, calladas, y el tío Ramón con Tabra más atrás, hablando del Che Guevara. Mi padrastro considera que Tabra es una de las mujeres más interesantes y guapas que ha conocido -son muchas- y ella lo admira por varias razones, especialmente porque en una ocasión estuvo con el heroico guerrillero, e incluso tiene una fotografía con él. El tío Ramón le ha repetido el mismo cuento doscientas veces, pero ni ella se cansa de oírlo ni él de relatarlo. Tú nos saludabas desde las copas de los árboles, paseábamos contigo. Me abstuve de informar a mis padres que una vez tu fantasma había ido en taxi a visitarnos a la casa; no había para qué confundirlos más.

Me he preguntado de dónde proviene esta tendencia a convivir con espíritus; parece que otra gente no tiene esta manía. Antes que nada debo aclarar que rara vez me he topado con uno de frente, y en las ocasiones en que eso ha ocurrido, no puedo asegurar que no estaba soñando; pero no dudo de que el tuyo me acompaña todo el tiempo. Si no, ¿para qué estaría escribiéndote estas páginas? Te manifiestas de las maneras más raras. Por ejemplo, una vez, cuando Nico estaba cambiándose de trabajo, se me ocurrió inventar una corporación para darle empleo. Incluso alcancé a consultar con el contador y un par de abogados, quienes me agobiaron con reglamentos, leyes y cifras.

«¡Si pudiera llamar a Paula para pedirle consejo!», exclamé en voz alta. En ese momento llegó el correo y entre la correspondencia había un sobre para mí, escrito con una letra tan parecida a la mía, que lo abrí de inmediato. La carta contenía pocas líneas escritas con lápiz en papel de cuaderno: «De ahora en adelante no trataré de resolver los problemas de los demás antes de que me pidan ayuda. No voy a echarme a la espalda responsabilidades que no me corresponden. No voy a sobreproteger a Nico y mis nietos». Estaba firmado por mí y fechado siete meses antes. Entonces me acordé de que había ido a la escuela de los nietos para «el día de los abuelos» y la maestra había pedido a todos los presentes que escribieran una resolución o un deseo y lo pusieran en un sobre con su dirección, para que ella lo enviara por correo más adelante. No hay nada extraño en esto. Lo extraño es que llegara justamente en el momento en que yo clamaba por recibir tu consejo. Suceden demasiadas cosas inexplicables. La idea de los seres espirituales, reales, imaginarios o metafóricos, la inició mi abuela materna. Esa rama de la familia siempre fue original y me ha dado material para la escritura. Jamás habría escrito La casa de los espíritus si mi abuela no me hubiese convencido de que el mundo es un sitio muy misterioso.

La situación familiar se resolvió de una manera más o menos normal. Normal para California; en Chile habría sido un escándalo digno de la prensa amarilla, sobre todo porque Celia consideró necesario anunciarlo con un megáfono y predicar las ventajas del amor gay. Decía que todo el mundo debía probarlo, que era mucho mejor que ser heterosexual, y ridiculizaba a los hombres y sus caprichosos piripichos. Tuve que recordarle que tenía un hijo y que no convenía desvalorizarlo. Yo misma comentaba demasiado, andábamos de boca en boca, los chismes iban y venían a gran velocidad. Gente que apenas conocíamos se acercaba para darnos el pésame, como si estuviésemos de duelo. Creo que lo supo todo California. Mucha bulla. Al principio me daban ganas de esconderme en una cueva, pero Willie me convenció de que no es la verdad expuesta la que nos hace vulnerables, sino los secretos. El divorcio de Nico y Celia no zanjó las cosas, porque seguíamos atrapados en una maraña de relaciones que cambiaban constantemente pero que no se cortaban, ya que los tres niños nos mantenían unidos, quisiéramos o no. Vendieron la casa, que con tanto esfuerzo habíamos comprado, y se repartieron el dinero. Decidieron que los niños pasarían una semana con la madre y otra con el padre, es decir, vivirían con una maleta a cuestas, pero eso resultaba preferible a la solución salomónica de partirlos por la mitad. Celia y Sally consiguieron una casita que necesitaba arreglos, pero estaba muy bien ubicada, y se instalaron como mejor pudieron. Fue muy duro para ellas al principio, porque sus propios parientes y varios amigos les dieron la espalda. Se quedaron casi solas, con pocos recursos y la sensación de ser juzgadas y condenadas. Yo me mantuve cerca de ellas y traté de ayudarlas, a menudo a espaldas de Nico, que no podía entender mi debilidad por esa ex nuera que había herido a la familia. Celia me ha confesado que lloraba casi todos los días, y Sally debió aguantar que la acusaran de haber destruido un hogar, pero a medida que pasaban los meses el ruido se fue acallando, como casi siempre sucede.

Nico encontró una vieja casa a dos cuadras de la nuestra y la remodeló cambiándole los pisos, las ventanas y los baños. Contaba con un jardín coronado por dos enormes palmeras y se asomaba a la orilla de una pequeña laguna donde anidaban gansos y patos salvajes. Allí vivía con el hermano de Celia, a quien le ofreció techo durante un año, y quien por alguna razón no se fue con su propia hermana. Ese joven seguía buscando su destino sin mucho éxito, tal vez porque no

tenía permiso de trabajo y su visa de turista, que ya había renovado un par de veces, estaba a punto de expirar. A menudo se deprimía o se ponía de mal humor, y en más de una ocasión Nico debió parar en seco las rabietas de aquel hombre que ya no era su cuñado pero seguía siendo su huésped.

Para Celia y Sally, que tenían empleos con horario flexible, cuidar a los niños en la semana que les tocaba no era tan complicado como para Nico, que debía hacerlo solo y trabajaba muy lejos. Ligia, la misma señora que había mecido a Nicole en los meses de su llanto inconsolable, lo ayudaba y continuaría haciéndolo por varios años. Ella recogía a mis nietos en la escuela, donde había un jardín de infancia al que incluso Nicole podía asistir, los llevaba a la casa y se quedaba con ellos hasta que llegaba yo, si podía hacerlo, o Nico, quien trataba de salir más temprano de su oficina en la semana en que tenía a sus hijos y compensaba las horas cuando no los tenía. Nico nunca dio muestras de azoramiento o impaciencia, por el contrario, era un padre alegre y tranquilo. Gracias a su organización mantenía rodando su hogar, pero se levantaba al alba y se acostaba muy tarde, extenuado.

«No tienes ni un minuto para ti mismo, Nico», le dije un día.

«Sí, mamá, tengo dos horas solo y callado en el coche cuando voy y vuelvo de la oficina. Mientras más tráfico, mejor», me contestó.

La relación de Nico y Celia se puso color de hormiga. Nico defendía su territorio como podía, y la verdad es que yo no lo ayudaba en esa ingrata tarea. Por último, cansado de chismes y pequeñas traiciones, me pidió que cortara mi amistad con su ex mujer, porque, tal como estaba la situación, él debía pelear en dos frentes. Se sentía desdeñado e impotente como padre de los niños y atropellado por su propia madre. Celia acudía a mí si necesitaba algo, y yo no lo consultaba a él antes de actuar, así es que, sin quererlo, saboteaba algunas decisiones que ellos habían acordado antes y que después Celia cambiaba. Además, le mentía para evitar explicaciones y, por supuesto, siempre me pillaba; por ejemplo, los niños se encargaban de decirle que me habían visto el día anterior en casa de su madre.

La Abuela Hilda, perpleja con el curso de los acontecimientos, volvió a Chile a casa de Hildita, su única hija. No se le oyó ni una palabra de crítica, se abstuvo de dar su opinión, fiel a su fórmula de evadir conflictos, pero Hildita me contó que cada tres horas se echaba a la boca una de sus misteriosas píldoras verdes para la felicidad; tuvieron un efecto mágico, porque cuando un año más tarde volvió a California, pudo visitar a Celia y Sally con el mismo cariño de siempre.

«Estas niñas son tan buenas amigas, da gusto ver cómo se avienen», dijo, repitiendo el comentario que me había hecho mucho antes, cuando nadie sospechaba lo que iba a ocurrir.

UNA TRIBU MUY VAPULEADA

En los primeros tiempos yo hablaba por teléfono escondida en el baño para concertar citas clandestinas con Celia. Willie me oía cuchichear y empezó a sospechar que yo tenía un amante, nada más halagador, porque bastaba verme desnuda para comprender que no mostraría mis carnes a nadie más que a él. Pero en realidad a mi marido no le alcanzaban las fuerzas para ataques de celos. En esa época tenía más casos legales que nunca entre las manos y todavía no se daba por vencido con el de Jovito Pacheco, aquel mexicano que se cayó de un andamio en un edificio en construcción de San Francisco. Cuando la compañía de seguros le negó una indemnización, Willie entabló juicio. La selección del jurado era fundamental, como me explicó, porque existía una creciente hostilidad contra los inmigrantes latinos y era casi imposible conseguir un jurado benevolente. En su larga experiencia como abogado había aprendido a descartar del jurado a personas obesas, que por alguna razón siempre votaban contra él, y a los racistas y xenófobos, que siempre existían, pero que aumentaban día a día. La hostilidad entre anglos y mexicanos en California es muy antigua, pero en 1994 se aprobó una ley, la Proposición 187, que hizo explotar ese sentimiento. A los estadounidenses les encanta la idea de la inmigración, es el fundamento del sueño americano -un pobre diablo que llega a estas orillas con una maleta de cartón puede convertirse en millonario-, pero detestan a los inmigrantes. Ese odio, que sufrieron escandinavos, irlandeses, italianos, judíos, árabes y otros inmigrantes, es peor contra la gente de color y en especial contra los hispanos, porque son muchos y no hay forma de detenerlos. Willie viajó a México, alquiló un coche y, siguiendo las complicadas indicaciones que le habían dado por carta, anduvo durante tres días culebreando por huellas polvorientas hasta llegar a una aldea remota con casitas de barro. Llevaba una fotografía amarillenta de la familia Pacheco, que le sirvió para identificar a sus clientes: una abuela de hierro, una viuda tímida y cuatro niños sin padre, entre ellos uno ciego. Nunca habían usado zapatos, carecían de agua potable y electricidad, y dormían en jergones en el suelo.

Willie convenció a la abuela, quien dirigía con mano firme a la familia, de que debían acompañarlo a California para presentarse en el juicio y le aseguró que le mandaría los medios para hacerlo. Cuando quiso regresar a Ciudad de México, se dio cuenta de que la autopista pasaba a quinientos metros del villorrio, pero ninguno de sus clientes la había usado jamás; por eso sus instrucciones sólo indicaban los senderos de mulas. Pudo hacer el camino de vuelta en cuatro horas. Se las arregló para conseguir visas para una breve visita de los Pacheco a Estados Unidos, los metió en un avión y los trajo, mudos de espanto ante la perspectiva de elevarse en un pajarraco metálico. En San Francisco descubrió que en ningún motel, por modesto que fuese, la familia se sentía a gusto: no sabían de platos ni cubiertos -comían tortillas- y nunca habían visto un excusado. Willie tuvo que hacerles una demostración, que produjo ataques de risa de los niños y perplejidad en las dos mujeres. Los intimidaba esa inmensa ciudad de cemento, ese torrente de tráfico y esa gente que hablaba una jerigonza incomprensible. Por último los amparó otra familia mexicana. Los niños se instalaron frente a la televisión, incrédulos ante tal prodigio, mientras Willie procuraba explicar a la abuela y la viuda en qué consistía un juicio en Estados Unidos.

El día señalado se presentó con los Pacheco en el tribunal: la abuela delante, envuelta en su rebozo y con unas chancletas que apenas podía sostener en sus anchos pies de campesina, sin comprender nada de inglés, y atrás la viuda con los niños. En el alegato final, Willie acuñó una frase de la que nos hemos burlado por años: «Señores del jurado, ¿van a permitir que el abogado de la defensa arroje a esta pobre familia en el basural de la historia?». Pero ni eso logró conmoverlos. No les dieron nada a los Pacheco.

«Esto jamás le habría pasado a un blanco», comentó Willie mientras se preparaba para apelar ante un tribunal superior. Estaba indignado por el resultado del juicio, pero la familia lo tomó con la indiferencia de la gente acostumbrada a la desgracia. Esperaban muy poco de la vida y no entendían por qué ese abogado de ojos azules se había dado el trabajo de ir a buscarlos a su aldea para mostrarles cómo funcionaba un excusado.

Para paliar la frustración de haberles fallado, Willie decidió llevarlos de paseo a Disneylandia, en Los Ángeles, con el fin de que al menos les quedara un buen recuerdo del viaje.

– ¿Para qué crearles a esos niños expectativas que nunca podrán satisfacer? -le pregunté.

– Deben saber lo que ofrece el mundo, para que prosperen. Yo salí del gueto miserable donde me crié porque me di cuenta de que podía aspirar a más -fue su respuesta.

– Tú eres un hombre blanco, Willie. Y, tal como tú mismo dices, los blancos llevan ventaja.

Mis nietos se acostumbraron a la rutina de cambiar de hogar cada semana y a ver a su madre en pareja con la tía Sally. No era un arreglo inusitado en California, donde en materia de relaciones domésticas hay para regodearse. Celia y Nico fueron al colegio de los críos a explicar lo que había ocurrido y las maestras les dijeron que no se preocuparan, porque cuando los niños llegaran al cuarto grado, el ochenta por ciento de sus compañeros tendría madrastras o padrastros y a menudo habría tres del mismo sexo, tendrían hermanos adoptados de otras razas, o estarían viviendo con los abuelos. La familia de los libros de cuentos ya no existía.

Sally había visto nacer a los niños y los quería tanto que, años más tarde, cuando le pregunté si no pensaba tener hijos propios, me contestó que para qué, si ya tenía tres. Asumió el papel de madre con el corazón abierto, lo que yo nunca pude hacer con mis hijastros, y nada más que por eso nunca dejé de estimarla. Sin embargo, una vez tuve la maldad de acusarla de haber seducido a la mitad de mi familia. ¿Cómo pude decir semejante estupidez? Ella no era la sirena que atraía a sus víctimas para estrellarlas en las rocas; cada uno fue responsable de sus actos y sentimientos. Además, yo no tengo autoridad moral para juzgar a nadie; en mi vida he hecho varias locuras por amor y quién sabe si haré algunas más antes de morirme. El amor es un rayo que nos golpea de súbito y nos cambia. Así me pasó con Willie. Cómo no voy a entender lo de Celia y Sally.

En esos días recibí una carta de la madre de Celia en que me acusaba de haber pervertido a su hija con mis ideas satánicas y de «haber manchado a su bella familia, en la que el error siempre se llamó error y al pecado, pecado», lo contrario a lo que yo transmitía en mis libros y en mi conducta. Supongo que no se puso en el caso de que Celia era gay; el problema fue que la muchacha no lo sabía, se casó y tuvo tres niños antes de poder admitirlo. ¿Qué razón tendría yo para inducir a mi nuera a herir a mi familia? Me pareció extraordinario que alguien me atribuyera tanto poder.

– ¡Qué suerte! Ya no tenemos que hablarle nunca más a esta señora -fue lo primero que dijo Willie cuando leyó la carta.

– Visto desde fuera, damos la impresión de ser muy decadentes, Willie.

– Tú no sabes lo que sucede a puerta cerrada en otras familias. La diferencia es que en la nuestra todo sale a la luz.

Me tranquilicé un poco respecto a los nietos porque contaban con la dedicación de sus padres, en ambas casas existían más o menos las mismas reglas de convivencia y la escuela les daba estabilidad. No terminarían traumatizados, sino demasiado consentidos. Había tanta franqueza para explicarles las cosas que a veces los chiquillos preferían no preguntar porque la respuesta podía ir más lejos de lo que deseaban oír. Desde el comienzo establecí el hábito de verlos casi a diario cuando estaban con Nico y una vez por semana en casa de Celia y Sally. Nico era firme y consistente, sus reglas eran claras, pero también prodigaba una gran ternura y paciencia con sus hijos. Muchos domingos lo sorprendí en la mañana durmiendo con todos los críos en su cama, y nada me conmovía tanto como verlo llegar con las dos chicas en brazos y Alejandro colgado de sus piernas. En casa de Celia había un ambiente relajado, desorden, música y dos gatos ariscos que pelechaban sobre los muebles. Solían improvisar una carpa con frazadas en la sala, donde acampaban durante la semana entera. Creo que Sally mantenía firmes las costuras de esa familia, sin ella Celia habría naufragado en esa época de tanta perturbación; Sally poseía un instinto certero con los niños, adivinaba los problemas antes de que sucedieran y los vigilaba con discreción, sin apabullarlos.

Reservé «días especiales» con cada nieto por separado, en que ellos escogían la actividad. Así es como tuve que calarme la película animada de Tarzán trece veces y otra que se llamaba Mulan diecisiete; podía recitar los diálogos de atrás para adelante. Siempre querían lo mismo en el día especial: pizza, helados y cine, excepto una vez que Alejandro manifestó interés en ver a los hombres vestidos de monja que habían anunciado por televisión. Un grupo de homosexuales, gente de teatro, se disfrazaba de monjas con las caras pintadas y se pavoneaba pidiendo dinero para obras de caridad. El desatino era que lo hacían en Semana Santa. Salió en el noticiario porque la iglesia católica ordenó a sus feligreses que no visitaran San Francisco, para sabotear el turismo de esa ciudad que, como Sodoma y Gomorra, vivía en pecado mortal. Llevé a Alejandro a ver Tarzán una vez más.


Nico se había vuelto muy callado y tenía una dureza nueva en la mirada. La rabia lo había cerrado como una ostra, no compartía sus sentimientos con nadie. No fue el único que sufrió, a cada uno le tocó su parte, pero él y Jason se quedaron solos. Me aferré al consuelo de que nadie actuó con perfidia, fue una de esas tormentas en que se pierde el control del timón. ¿Qué pasó a puerta cerrada entre Celia y él? ¿Qué papel desempeñó Sally? Ha sido inútil sondearlo, siempre me responde con un beso en la frente y alguna frase neutra para distraerme, pero no pierdo la esperanza de averiguarlo en mi hora final, cuando no se atreva a negarle un último deseo a su madre moribunda. La existencia de Nico se redujo al trabajo y a ocuparse de sus hijos. Nunca fue muy sociable, sus amistades habían sido aportadas por Celia y él no intentó mantenerlas. Se aisló.

En esos días vino a limpiar los vidrios de nuestra casa un psiquiatra con pinta de actor de cine y aspiraciones de novelista que ganaba más limpiando ventanas ajenas que escuchando las quejas latosas de sus pacientes. En realidad, el trabajo no lo hacía él, sino una o dos holandesas espléndidas que no me explicó dónde pescaba, siempre diferentes, bronceadas por el sol californiano, con melenas platinadas y pantaloncitos cortos. Las bellas trepaban por las escaleras de mano con trapos y baldes, mientras él se sentaba en la cocina a contarme el argumento de su próxima novela. Me daba rabia, no sólo por las rubias tontas que hacían la labor pesada, que después él cobraba, sino porque ese hombre no era ni sombra de Nico y disponía de cuanta mujer se le antojara. Le pregunté cómo lo hacía y me dijo: «Prestándoles oído, les gusta que las escuchen». Decidí pasarle el dato a Nico. A pesar de su arrogancia, el psiquiatra era mejor que el hippie viejo que lo precedió en la limpieza de vidrios, quien antes de aceptar una taza de té revisaba la tetera minuciosamente para cerciorarse de que no tuviese plomo, hablaba en susurros y una vez perdió quince minutos tratando de sacar un insecto de la ventana sin machucarlo. Casi se cae de la escalera cuando le ofrecí un matamoscas.


Yo vivía pendiente de Nico y nos veíamos casi a diario, pero se había vuelto un desconocido para mí, cada día más retraído y distante, aunque siempre hizo gala de la misma impecable cortesía. Esa delicadeza llegó a molestarme; hubiera preferido que nos haláramos el pelo mutuamente. A los dos o tres meses ya no pude más y decidí que no podíamos seguir postergando una conversación franca. Los enfrentamientos son muy raros entre nosotros, en parte porque nos llevamos bien sin proclamas sentimentales y en parte porque así somos por carácter y hábito. Durante los veinticinco años de mi primer matrimonio, nunca nadie levantó la voz, mis hijos se acostumbraron a una absurda urbanidad británica. Además, partimos con buenos propósitos y suponemos que si hay ofensa es por error u omisión, no por ánimo de herirnos. Por primera vez le hice chantaje a mi hijo y, con la voz quebrada, le recordé mi amor incondicional y lo que había hecho por él y sus niños desde que nacieron, le reproché su alejamiento y rechazo… en fin, un discurso patético. Tuve que admitir, eso sí, que él siempre se había portado como un príncipe conmigo, salvo cuando me hizo la broma pesada de ahorcarse, a los doce años. Te acordarás que tu hermano se colgó de un arnés en el umbral de una puerta y cuando lo vi, con la lengua fuera y una gruesa cuerda al cuello, casi me despacho a mejor vida. ¡Jamás se lo perdonaré! «¿Por qué no vamos al grano, vieja?», me preguntó amablemente al cabo de un buen rato de oírme, cuando ya no pudo evitar que la mirada se le fuera al techo. Entonces nos lanzamos al ataque frontal. Llegamos a un acuerdo civilizado: él haría un esfuerzo por estar más presente en mi vida y yo haría un esfuerzo por estar más ausente en la suya. O sea, ni calvo ni con dos pelucas, como dicen en Venezuela. No pensaba cumplir mi parte del trato, como se vio enseguida cuando le sugerí que tratara de conocer mujeres porque a su edad no convenía el celibato: órgano que no se usa, se atrofia.

– Supe que en una fiesta de tu oficina estuviste conversando con una muchacha muy agradable, ¿quién es? -le pregunté.

– ¿Cómo lo sabes? -contestó, alarmado.

– Tengo mis fuentes de información. ¿Piensas llamarla?

– Me basta con tres niños, mamá. No me sobra tiempo para el romance. -Y se rió.

Estaba segura de que Nico podía atraer a quien quisiese: tenía facha de noble del Renacimiento italiano, era de buena índole, en eso salió a su padre, y no tenía nada de tonto, en eso salió a mí, pero si no se ponía las pilas iba a acabar en un monasterio trapense. Le conté del psiquiatra con su corte de holandesas que limpiaban las ventanas de nuestra casa, pero no manifestó el menor interés.

«No te metas», volvió a decirme Willie, como siempre. Por supuesto que iba a meterme, pero debía darle un poco de tiempo a Nico para que se lamiera las heridas.

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