Según el diccionario, otoño no sólo es la estación dorada del año, sino la edad en que se deja de ser joven. A Willie le faltaba poco para los sesenta y yo recorría con paso todavía firme la década de los cincuenta, pero mi juventud terminó junto a ti, Paula, en el corredor de los pasos perdidos de aquel hospital madrileño. Sentí la madurez como un viaje hacia dentro y el comienzo de una nueva forma de libertad: podía usar zapatos cómodos y ya no tenía que vivir a dieta ni complacer a medio mundo, sólo a aquellos que realmente me importan. Antes tenía las antenas siempre listas para captar la energía masculina en el aire; después de los cincuenta las antenas se me pusieron mustias y ahora sólo me atrae Willie. Bueno, también Antonio Banderas, pero eso es puramente teórico. A Willie y a mí nos cambió el cuerpo y la mente. La memoria prodigiosa de él comenzó a dar tropezones, ya no podía recordar los números de teléfono de todos sus amigos y conocidos. Se puso tieso de espalda y rodillas, sus alergias empeoraron y me acostumbré a oírlo carraspear a cada rato como una vieja locomotora. A su vez, él se resignó a mis peculiaridades: los problemas emocionales me producen retortijones de barriga y dolor de cabeza no puedo ver películas sanguinarias, no me gustan las reuniones sociales, devoro chocolate a escondidas, me enojo con facilidad y boto dinero como si éste creciera en los árboles. En este otoño de la vida por fin nos conocemos y nos aceptamos enteramente; nuestra relación se enriqueció. Estar juntos nos resulta tan natural como respirar y la pasión sexual dio paso a encuentros más reposados y tiernos. Nada de castidad. Estamos apegados, ya no queremos separarnos, pero eso no significa que no tengamos algunas peleas; nunca suelto mi espada, por si acaso.
En uno de los viajes a Nueva York, estación obligada en todas las giras de promoción de mis libros, visitamos a Ernesto y Giulia en su casa de Nueva Jersey. Nos abrieron la puerta y lo primero que vimos al entrar fue un pequeño altar con una cruz, las armas de aikido de Ernesto, una vela, dos rosas en un vaso y una fotografía tuya. La casa tenía el mismo aire de blancura y sencillez de los ambientes que tú habías decorado en tu corta vida, tal vez porque Ernesto compartía el mismo gusto.
«Ella nos protege», nos dijo Giulia señalando tu retrato al pasar, con la mayor naturalidad. Comprendí que esa joven había tenido la inteligencia de adoptarte como amiga en vez de competir con tu recuerdo, y con eso se ganó la admiración de la familia de Ernesto, que te había adorado, y por supuesto, de la nuestra. Entonces empecé a planear la forma de que se instalaran en California, donde podrían ser parte de la tribu. ¿Qué tribu? Quedaba poco de ella: Jason en Nueva York, Celia con otra pareja, Nico enfurruñado y ausente, mis tres nietos yendo y viniendo con sus maletitas de payaso, mis padres en Chile, y Tabra viajando por ignotos rincones del mundo. Hasta Sabrina tenía su propia vida y la veíamos poco; ya podía circular sola con un andador y para Navidad pidió una bicicleta más grande que la que tenía.
– Nos estamos quedando sin tribu, Willie. Debemos hacer algo pronto o acabaremos jugando al bingo en una residencia geriátrica en Florida, como tantos viejos americanos, que están más solos que si se hallaran en la Luna.
– ¿Cuál es la alternativa? -preguntó mi marido, pensando seguramente en la muerte.
– Convertirnos en una carga para la familia, pero antes tenemos que aumentarla -le informé.
Era broma, claro, porque lo más temible de la vejez no es la soledad, sino la dependencia. No quiero molestar a mi hijo y mis nietos con mi decrepitud, aunque no estaría mal pasar mis últimos años cerca de ellos. Hice una lista de prioridades para mis ochenta años: salud, recursos económicos, familia, perra, historias. Los dos primeros me permitirían decidir cómo y dónde vivir; tercero y cuarto me acompañarían; y las historias me mantendrían callada y entretenida, sin fregar a nadie. A Willie y a mí nos aterra perder la mente y que Nico o, peor aún, extraños, decidan por nosotros. Pienso en ti, hija, que estuviste meses a merced de desconocidos antes de que pudiéramos traerte a California. ¿Cuántas veces habrás sido maltratada por un médico, una enfermera o una empleada y yo no lo supe? ¿Cuántas veces habrás deseado en el silencio de ese año morir pronto y en paz?
Los años transcurren sigilosos, de puntillas, burlándose en susurros, y de pronto nos asustan en el espejo, nos golpean a mansalva las rodillas o nos clavan una daga en la espalda. La vejez nos ataca día a día, pero parece que se pone en evidencia al cumplirse cada década. Existe una fotografía mía a los cuarenta y nueve años, presentando El plan infinito en España; es la de una mujer joven, las manos en las caderas, desafiante, con un chal rojo sobre los hombros, las uñas pintadas y unos largos zarcillos de Tabra. Fue en ese mismo momento, con Antonio Banderas a mi lado y un vaso de champán en la mano, cuando me anunciaron que acababas de entrar al hospital. Salí corriendo, sin imaginar que tu vida y mi juventud estaban por acabar. Otra foto mía, un año más tarde, muestra a una mujer madura, el pelo corto, los ojos tristes, la ropa oscura, sin adornos. Me pesaba el cuerpo, me miraba en el espejo y no me reconocía. No fue sólo pena lo que me envejeció súbitamente, porque al revisar el álbum de fotos familiares puedo comprobar que cuando cumplí treinta y después cuarenta también hubo un cambio drástico en mi aspecto. Así será en el futuro, sólo que en vez de notarlo en cada década, será cada año bisiesto, como dice mi madre. Ella va veinte años más adelante que yo, abriéndome el camino, mostrándome cómo seré en cada etapa de mi vida.
«Toma calcio y hormonas, para que no te fallen los huesos, como a mí», me aconseja. Me repite que me cuide, que me quiera, que saboree las horas, porque se van muy rápido, que no deje de escribir, para mantener la mente activa, y que haga yoga para poder agacharme y ponerme sola los zapatos. Agrega que no me esmere en preservar una apariencia joven, porque los años se me notarán de todos modos, por mucho que trate de disimularlos, y no hay nada tan ridículo como una vieja con ínfulas de lolita. No hay trucos mágicos que eviten el deterioro, sólo se puede posponer un poco.
«Después de los cincuenta, la vanidad sólo sirve para sufrir», me asegura esa mujer con fama de bella. Pero me asusta la fealdad de la vejez y pienso combatirla mientras me quede salud; por eso me estiré la cara con cirugía plástica, ya que todavía no han descubierto la forma de rejuvenecer las células con un jarabe. No nací con la espléndida materia prima de Sofía Loren, necesito toda la ayuda que pueda conseguir. La operación equivale a desprender músculos y piel, cortar lo que sobra y coser la carne de nuevo a la calavera, tirante como malla de bailarín. Durante semanas tuve la sensación de andar con una máscara de madera, pero al final valió la pena. Un buen cirujano puede engañar al tiempo. Éste es un tema que no puedo tocar delante de mis Hermanas del Desorden o de Nico, porque sostienen que la ancianidad tiene su propia hermosura, incluso con verrugas peludas y varices. Tú eras de la misma opinión. Siempre te gustaron más los viejos que los niños.
A propósito de cirugía plástica, un miércoles de madrugada me llamó Tabra algo turbada, con la novedad de que uno de sus senos había desaparecido.
– ¿Estás bromeando?
– Se desinfló. Un lado está liso, pero el otro pecho está como nuevo. No me duele nada. ¿Crees que debo ver al médico?
Fui a buscarla de inmediato y la llevé donde el cirujano que la había operado, quien nos aseguró que no era culpa suya, sino de la fábrica de implantes: a veces salen defectuosos, se rompen y el líquido se desparrama por el cuerpo. No había que preocuparse, agregó, era una solución salina que con el tiempo se absorbía sin peligro para la salud.
«¡Pero no puede quedarse con un solo seno!», intervine. Al médico le pareció razonable y unos días después reemplazó el globo pinchado, aunque no se le ocurrió hacer una rebaja en el precio de sus servicios. Tres semanas más tarde se desinfló el otro. Tabra llegó tapada con una ruana a nuestra casa.
– ¡Si ese desgraciado no se responsabiliza por tus tetas, le meteré juicio! ¡Tiene que operarte gratis! -bramó Willie.
– Prefiero no molestarlo de nuevo, Willie, se puede enojar. Fui a consultar a otro médico -admitió ella.
– ¿Y ése sabe algo de senos? -le pregunté.
– Es un hombre muy decente. Fíjate que cada año va a Nicaragua a operar gratis a niños con labio leporino.
En realidad, hizo un trabajo excelente y Tabra tendrá firmes pechos de doncella hasta que se muera a los cien años. Las mujeres de su familia viven muy largo. A los pocos meses apareció en la prensa el primer cirujano, el de los implantes fallados. Le habían quitado la licencia y estaban a punto de arrestarlo porque operó a una paciente, la dejó durante la noche en su consultorio sin una enfermera, la mujer sufrió un ataque y se murió. Mi nieto Alejandro calculó el costo de cada pecho de su tía Tabra y sugirió que si cobraba diez dólares por mirarlos y quince por tocarlos, recuperaría la inversión en un plazo aproximado de tres años y ciento cincuenta días; pero a ella le iba bien con sus joyas y no necesitaba recurrir a medidas tan extremas.
En vista de la bonanza de su negocio, Tabra contrató a un gerente de ideas faraónicas. Ella había levantado su negocio de la nada; comenzó vendiendo en la calle y paso a paso, con mucho trabajo, perseverancia y talento, llegó a formar una empresa modelo. No entendí para qué necesitaba a un tío arrogante que no había fabricado una pulsera en su vida y tampoco se la había puesto. Ni siquiera podía jactarse de tener una melena negra. Ella sabía mucho más que él. El licenciado empezó por comprar un equipo de computadoras como las de la NASA, que vendía un amigo suyo y que ninguno de los refugiados asiáticos de Tabra aprendió a usar, a pesar de que algunos de ellos hablaban varios idiomas y tenían una sólida educación, y luego decidió que se necesitaba un grupo de consultores para formar un directorio. Escogió entre sus amigos y les asignó un buen sueldo. En menos de un año el negocio de Tabra se tambaleaba como el bufete de Willie, porque salía más dinero del que entraba y había que mantener aun ejército de empleados cuyas funciones nadie comprendía. Esto coincidió con que la economía del país sufrió un bajón y ese año se pusieron de moda las joyas minimalistas, en vez de las grandes piezas étnicas de Tabra; hubo robos internos en la compañía y mala administración. Ése fue el momento que el gerente escogió para mandarse a cambiar y dejar a Tabra agobiada de deudas. Se empleó como consultor en otra empresa, recomendado por los mismos que él tenía en su directorio.
Durante casi un año Tabra luchó contra los acreedores y la presión de los bancos, pero al fin debió resignarse a la bancarrota. Lo perdió todo. Vendió su poética propiedad en el bosque por mucho menos de lo que había pagado por ella. Los bancos se apropiaron de sus bienes, desde su camioneta hasta la maquinaria de la fábrica y la mayor parte de la materia prima adquirida durante una vida. Meses antes, Tabra me había regalado frascos con cuentas y piedras semipreciosas, que guardé en el sótano esperando el momento en que me enseñaría a usarlas; no sospechaba que después le servirían a ella para volver a trabajar. Willie y yo vaciamos y pintamos la pieza del primer piso que fue tuya y se la ofrecimos, para que al menos tuviese techo y familia. Se trasladó con los pocos muebles y objetos de arte que pudo salvar. Le facilitamos una mesa grande y allí comenzó de nuevo, como treinta años antes, a hacer sus joyas una por una. Salíamos casi a diario a caminar y hablábamos de la vida. Nunca la oí quejarse o maldecir al gerente que la arruinó.
«Es culpa mía por haberlo contratado. Esto nunca volverá a sucederme», fue todo lo que dijo. En los años que la conozco, que son muchos, mi amiga ha estado enferma, desilusionada, pobre y con mil problemas, pero sólo la he visto desesperada cuando se murió su padre. Por mucho tiempo lloró a ese hombre al que adoraba sin que yo pudiese ayudarla. En la época de su quiebra económica no se inmutó. Con humor y coraje se dispuso a recorrer desde el principio el camino que había hecho en su juventud, convencida de que si lo hizo a los veinte años, podía hacerlo de nuevo a los cincuenta. Tenía la ventaja de que su nombre era conocido en varios países; cualquiera en el negocio de las joyas étnicas sabe quién es ella; dueños de galerías de arte del Japón, Inglaterra, las islas del Caribe y de muchos otros lugares acuden a
comprar sus joyas y hay clientas que las coleccionan de forma obsesiva; llegan a juntar más de quinientas y siguen comprando.
Tabra demostró ser una huésped ideal. Por cortesía, se comía lo que hubiese en su plato, y sin nuestras caminatas diarias habría terminado redonda. Era discreta, silenciosa y divertida, y además nos entretenía con sus opiniones.
– Las ballenas son machistas. Cuando la hembra está en celo, los machos la rodean y la violan -nos contó.
– No se puede juzgar a los cetáceos con un criterio cristiano -la rebatió Willie.
– La moral es una sola, Willie.
– Los indios yanomami de la selva amazónica raptan a mujeres de otras tribus y son polígamos.
Entonces Tabra, que siente gran respeto por los pueblos primitivos, concluía que en ese caso no se aplica la misma moral que a las ballenas. ¡Ni qué decir las discusiones políticas! Willie es muy progresista, pero comparado con Tabra parece un talibán. Para entretenerse durante otra de las repentinas desapariciones de Alfredo López Lagarto Emplumado, que coincidió con su bancarrota, nuestra amiga volvió al vicio de las citas a ciegas a través de avisos en los periódicos. Uno de los candidatos se presentó con la camisa abierta hasta el ombligo, luciendo media docena de cruces de oro sobre un pecho peludo. Eso, más el hecho de que era de raza blanca y se estaba quedando calvo en la coronilla, habría sido suficiente para que ella no se interesara, pero parecía inteligente y decidió darle una oportunidad. Se juntaron en una cafetería, conversaron por un buen rato y descubrieron cosas en común, como el Che Guevara y otros heroicos guerrilleros. A la segunda cita, el hombre se había abotonado la camisa y le llevó un regalo envuelto con primor. Al abrirlo, resultó ser un pene de tamaño optimista tallado en madera. Tabra llegó furiosa a la casa y lo tiró a la chimenea, pero Willie la convenció de que era un objeto de arte y si ella coleccionaba calabazas para cubrir vergüenzas masculinas en Nueva Guinea, no veía razón para ofenderse por aquel presente. A pesar de sus dudas, ella volvió a salir con el galán. En la tercera cita se les agotaron los temas relacionados con la guerrilla latinoamericana y permanecieron callados durante un rato muy largo, hasta que ella, por decir algo, anunció que le gustaban los tomates.
«A mí me gustan TUS tomates», replicó el, poniéndole una zarpa en el seno que tanto dinero le había costado. Y como ella se quedó paralizada de estupor ante aquella tropelía, él se sintió autorizado para dar el paso siguiente y la invitó a una orgía en que los comensales se desnudaban y se lanzaban de cabeza en una pila humana a retozar como los romanos en tiempos de Nerón. Costumbres de California, aparentemente. Tabra culpó a Willie, dijo que el pene no había sido un regalo artístico, sino una proposición deshonesta y un atentado a la decencia, tal como ella sospechaba. Hubo otros pretendientes, muy divertidos para nosotros, aunque no tanto para ella.
Tabra no era la única que nos daba sorpresas. Nos enteramos en esos días de que Sally y el hermano de Celia se habían casado para conseguirle a él una visa que le permitiera quedarse en el país. Para convencer al Servicio de Inmigración de que era una boda legítima, hicieron una fiesta con torta de novios y se tomaron una foto en la que Sally lleva puesto el famoso vestido de merengue que había languidecido en mi clóset durante años. Le rogué a Celia que escondiera la foto, porque no habría manera de explicar a los niños que la compañera de su mamá se había casado con el tío, pero a Celia no le gustan los secretos. Dice que a la larga todo se sabe y no hay nada más peligroso que las mentiras.
Nico se puso muy guapo. Llevaba el cabello largo como un apóstol y se le habían acentuado las facciones de su abuelo, ojos grandes de párpados lánguidos, nariz aristocrática, mandíbula cuadrada, manos elegantes. Era inexplicable que no hubiese una docena de mujeres arremolinadas en la puerta de su casa. A espaldas de Willie, que no entiende nada de estos asuntos, Tabra y yo decidimos buscarle novia, que es exactamente lo que hubieras hecho tú en esas circunstancias, hija, así es que no me riñas.
– En la India y muchos otros lugares del mundo los matrimonios son arreglados. Hay menos divorcios que en el mundo occidental -me explicó Tabra.
– Eso no prueba que sean felices, sino que tienen más aguante -alegué.
– El sistema funciona. Casarse por amor trae muchos problemas, es más seguro juntar a dos personas compatibles, que con el tiempo aprenden a quererse.
– Es un poco arriesgado, pero no se me ocurre una idea mejor -admití.
No es fácil hacer estos arreglos en California, como ella misma había comprobado durante años, ya que ninguna de las agencias casamenteras le consiguió un hombre que valiese la pena. El mejor había sido Lagarto Emplumado, pero seguía sin dar noticias. Revisábamos la prensa con regularidad para averiguar si la corona de Moctezuma había sido devuelta a México, pero nada. En vista de los nulos resultados obtenidos por Tabra, no quise recurrir a avisos en los periódicos ni a agencias; además, habría sido una indiscreción, ya que no lo había consultado con Nico. Mis amistades no servían porque ya no eran jóvenes y ninguna mujer en la menopausia se haría cargo de mis tres nietos, por muy majo que fuese Nico.
Me dediqué a buscar una novia por todos los rincones, y en el proceso se me afinó el ojo. Indagaba entre amigos y conocidos, escudriñaba a las jóvenes que solicitaban mi firma en las librerías, incluso abordé con desparpajo a un par de muchachas en la calle, pero ese método resultó poco eficiente y muy lento. A ese paso tu hermano cumpliría setenta años soltero. Yo estudiaba a las mujeres y al final las iba descartando por diversos motivos: serias o chinchosas, parlanchinas o tímidas, fumadoras o macrobióticas, vestidas como sus madres o con un tatuaje de la Virgen de Guadalupe en la espalda. Se trataba de mi hijo, la elección no podía tomarse a la ligera. Empezaba a desesperar, cuando Tabra me presentó a Amanda, fotógrafa y escritora, que deseaba hacer un reportaje conmigo en el Amazonas para una revista de viajes. Amanda era muy interesante y bella, pero estaba casada y pensaba tener hijos pronto, así es que no servía para mis designios sentimentales. Sin embargo, en la conversación con ella salió el tema de mi hijo y le conté el drama completo, porque ya no era ningún secreto lo que había sucedido con Celia; ella misma lo había ventilado a diestra y siniestra. Amanda me anunció que conocía a la chica ideal: Lori Barra. Era su mejor amiga, de corazón generoso, sin hijos, bonita, refinada, diseñadora gráfica de Nueva York, instalada en San Francisco. Tenía un pretendiente detestable, según ella, pero ya veríamos la forma de deshacernos de él y así Lori quedaría disponible para presentársela a Nico. No tan deprisa, le dije, primero yo debía conocerla a fondo. Amanda organizó un almuerzo y yo llevé a Andrea, porque me pareció que la joven diseñadora debía tener una idea aproximada de lo que se le vendría encima. De los tres, Andrea era sin duda la más peculiar. Mi nieta apareció vestida de mendiga,
con trapos rosados amarrados en diversas partes del cuerpo, un sombrero de paja con flores mustias y su muñeco Salve-el-Atún. Estuve a punto de llevarla a la rastra a comprar un atuendo más presentable, pero luego decidí que era preferible que Lori la conociera en su estado natural.
Amanda nada le dijo de nuestros planes a su amiga, ni yo a Nico, para no alarmarlos. El almuerzo en un restaurante japonés fue una buena artimaña que no levantó sospechas en Lori, quien sólo deseaba conocernos porque le gustaban las joyas de Tabra y había leído un par de mis libros, dos puntos a su favor. Tabra y yo quedamos bien impresionadas con ella, era un remanso de sencillez y encanto. Andrea la observó sin decir palabra mientras procuraba en vano echarse a la boca trozos de pescado crudo con dos palitos.
– En una hora no se conoce a una persona -me advirtió Tabra después.
– ¡Es perfecta! Hasta se parece a Nico, los dos son altos, delgados, guapos, de huesos nobles y se visten de negro: parecen mellizos. -Ésa no es la base de un buen matrimonio.
– En la India son los horóscopos, que tampoco es muy científico que digamos. Todo es cuestión de suerte, Tabra -repliqué. -Debemos saber más de ella. Hay que verla en circunstancias difíciles.
– ¿Como una guerra, dices tú?
– Eso sería ideal, pero no hay una cerca. ¿Qué te parece que la invitemos al Amazonas? -sugirió Tabra.
Y así fue como Lori, que nos había visto una sola vez por encima de un plato de sushi, terminó con nosotras volando al Brasil en calidad de ayudante de Amanda, la fotógrafa.
Al planear la odisea en el Amazonas imaginé que iríamos a un sitio muy primitivo, donde quedaría en evidencia el carácter de Lori y de
las demás expedicionarias, pero por desgracia el viaje resultó mucho menos peligroso de lo esperado. Amanda y Lori habían previsto hasta el menor detalle y llegamos sin inconvenientes a Manaos, después de unos días en Bahía, donde hicimos un alto para conocer a Jorge Amado. Tabra y yo habíamos leído su obra completa y queríamos averiguar si el hombre era tan extraordinario como el escritor.
Amado nos recibió con su esposa, Zélia Gattai, en su casa, sentado en una poltrona, amable y hospitalario. A los ochenta y cuatro años, medio ciego y bastante enfermo, todavía era dueño del humor y la inteligencia que caracterizan sus novelas. Era el padre espiritual de Bahía, había citas de sus libros en todas partes: grabadas en piedra, adornando las fachadas de los edificios municipales, en graffiti y en pinturas primitivas en las chozas de los pobres. Plazas y calles llevaban orgullosas los nombres de sus libros y personajes. Amado nos invitó a probar las delicias culinarias de su tierra en el restaurante de Dadá, una negra hermosa que no inspiró su célebre novela Doña Flor y sus dos maridos, porque era una niña cuando él la escribió, pero calzaba con la descripción del personaje: bonita, pequeña y agradablemente carnosa sin ser gorda. Esta réplica de Doña Flor nos agasajó con más de veinte suculentos platos y una muestra de sus postres, que culminó con pastelitos de punhetinha, que en la jerga local quiere decir «masturbación». ¡Ni que decir cómo me sirvió todo esto para mi libro Afrodita!
El viejo escritor también nos llevó a un terreiro o templo, del que era padre protector, para presenciar una ceremonia de candomblé, religión llevada por los esclavos africanos al Brasil hace varios siglos y que hoy cuenta con más de dos millones de adeptos en ese país, incluso blancos urbanos de clase media. Los oficios divinos habían comenzado temprano con el sacrificio de algunos animales a los dioses (orishas), pero esa parte no la vimos. La ceremonia se hizo en una construcción que parecía una modesta escuela, adornada con papel crepé y fotografías de las madres (maes) ya fallecidas. Nos
sentamos en duros bancos de madera y pronto llegaron los músicos y empezaron a golpear sus tambores con un ritmo irresistible. Entró una larga fila de mujeres vestidas de blanco, girando con los brazos en alto en torno a un poste sagrado, llamando a los orishas. Una a una fueron cayendo en trance. Nada de espumarajos por la boca ni violentas convulsiones, nada de velas negras ni serpientes, nada de máscaras terroríficas ni sangrientas cabezas de gallo. Las mujeres mayores se llevaban a otra pieza a las que caían «montadas» por los dioses y luego las traían de regreso, ataviadas con los coloridos atributos de sus orishas, para que siguieran danzando hasta el amanecer, cuando la liturgia concluía con una abundante comida de carne asada de los animales sacrificados, mandioca y dulces.
Me explicaron que cada persona pertenece a un orisha -a veces a más de uno- y en cualquier momento de la vida puede ser reclamado y tiene que ponerse al servicio de su deidad. Quise descubrir cuál era la mía. Años antes, cuando leí el libro de Jean Shinoda Bolen, mi hermana del desorden, sobre las diosas que supuestamente hay en cada mujer, quedé algo confundida. Tal vez el candomblé era más preciso. Una mae de santo, mujer enorme, vestida con una carpa de vuelos y encajes, con un turbante de varios pañuelos y una chorrera de collares y pulseras, nos «echó las conchas», que allá se llama jogo de búzios. Empujé a Lori para que se viera la suerte primero y las conchas le anunciaron un críptico nuevo amor, «alguien que conocía, pero que aún no había visto». Tabra y yo habíamos hablado mucho de Nico, aunque procurando que no se notaran nuestras intenciones; si para entonces Lori no lo conocía, es que había estado en la luna.
«¿Tendré hijos?», preguntó Lori. Tres, respondieron las conchitas.
«¡Ajá!», exclamé encantada, pero una mirada de Tabra me devolvió a la racionalidad. Después me tocó a mí. La mae de santo frotó largamente un puñado de conchitas, me hizo acariciarlas a mi vez y luego las tiró sobre un paño negro.
«Perteneces a Yemayá, la diosa de los océanos, madre de todo. Con Yemayá comienza la vida.
Es fuerte, protectora, cuida a sus hijos, los conforta y los ayuda en el dolor. Puede curar la infertilidad en las mujeres. Yemayá es compasiva, pero cuando se enoja es terrible, como una tormenta en el océano.» Agregó que yo había pasado por un gran sufrimiento, que me había paralizado por un tiempo, pero que ya empezaba a disiparse. Tabra, que no cree en estas cosas, debió admitir que por lo menos la parte de la maternidad me calzaba.
«Le apuntó por casualidad», fue su conclusión.
Visto desde el avión, el Amazonas es una mancha verde, interminable. Desde abajo es la patria del agua: vapor, lluvia, ríos anchos como mares, sudor. El territorio amazónico ocupa el sesenta por ciento de la superficie del Brasil, un área mayor que la India, y forma parte de Venezuela, Colombia, Perú y Ecuador. En algunas regiones impera todavía la «ley de la selva» entre bandidos y traficantes de oro, drogas, madera y animales, que se matan entre ellos y, si no pueden exterminar a los indios con impunidad, se las arreglan para expulsarlos de sus tierras. Es un continente en sí mismo, un mundo misterioso y fascinante. Me pareció tan incomprensible en su inmensidad, que no imaginé que podría servirme de inspiración, pero varios años más tarde usé mucho de lo que vi para mi primera novela juvenil.
Como resumen del viaje, ya que los detalles no caben en este relato, puedo decir que fue mucho más seguro de lo deseado, porque íbamos preparadas para una dramática aventura de Tarzán. Lo más cercano a Tarzán fue que una pulguienta mona negra se prendó de mí y me esperaba desde el amanecer en la puerta de mi pieza para instalarse sobre mis hombros, con la cola enrollada en mi cuello, a buscar piojos en mi cabeza con sus deditos de duende. Fue un romance delicado. Lo demás fue un paseo ecoturístico: los mosquitos resultaron soportables, las pirañas no nos arrancaron pedazos y no tuvimos que esquivar flechas emponzoñadas; contrabandistas, soldados, bandoleros y traficantes pasaron por nuestro lado sin vernos; no contrajimos la malaria; no se nos introdujeron gusanos bajo la piel ni peces como agujas por las vías urinarias. Las cuatro expedicionarias salimos sanas y salvas. Sin embargo, esta pequeña aventura cumplió ampliamente su propósito, ya que llegué a conocer a Lori.
Lori pasó las pruebas con notas máximas. Era tal como la había descrito Amanda: de mente clara y bondad natural. Con discreción y eficiencia aliviaba la carga de sus compañeras, resolvía detalles engorrosos y suavizaba roces inevitables. Contaba con buenos modales, lo que es fundamental para la sana convivencia, piernas largas, que nunca están de más, y una risa franca que sin duda seduciría a Nico. Tenía la ventaja de unos pocos años más que él, ya que la experiencia siempre sirve, pero se veía muy joven. Era guapa, de facciones fuertes, con una estupenda melena oscura y crespa y ojos dorados, pero eso era lo de menos, porque mi hijo no atribuye ninguna importancia a la apariencia física; me riñe porque uso maquillaje y no quiere creer que con la cara lavada me veo como un carabinero. Observé a Lori con la atención de un buitre y hasta le puse algunas trampas, pero no pude sorprenderla en una falla. Eso me inquietó un poco.
Al cabo de un par de semanas, exhaustas, regresamos a Río de Janeiro, donde tomaríamos el avión a California. Nos alojamos en un hotel de Copacabana y, en vez de broncearnos en las playas de arena blanca, se nos ocurrió ir a una favela, para tener una idea de cómo viven los pobres y buscar otra pitonisa que hiciera el jogo de búzios, porque Tabra seguía fregándome con su escepticismo respecto a mi diosa Yemayá. Fuimos con una periodista brasilera y un chofer, que nos llevó en una camioneta por unos cerros de miseria absoluta, donde no entraba la policía y menos los turistas. En un terreno mucho más
modesto que el de Bahía, nos recibió una mujer de edad madura vestida con pantalones vaqueros. La sacerdotisa repitió el mismo ritual de las conchas que había visto en Bahía y sin vacilar dijo que yo pertenecía a la diosa Yemayá. Era imposible que las dos adivinas se hubiesen puesto de acuerdo. Esta vez Tabra debió tragarse sus comentarios irónicos.
Dejamos la favela y en el camino de vuelta vimos un modesto local donde vendían comida típica al peso. Me pareció más pintoresco que almorzar cóctel de camarones en la terraza del hotel y le pedí al chofer que se detuviera. El hombre se quedó en la camioneta para cuidar el equipo de fotografía, mientras las demás hacíamos cola frente a un mesón para que nos echaran el guiso con una cuchara de palo en un plato de cartón. No sé por qué salí afuera, seguida por Lori y Amanda, tal vez para preguntarle al chofer si deseaba comer. Al asomarme a la puerta del local, noté que la calle, antes llena de tráfico y actividad, se había vaciado, no pasaban vehículos, las tiendas parecían cerradas, la gente había desaparecido. Al otro lado de la calle, a unos diez metros de distancia, un joven con pantalones azules y una camiseta de manga corta, esperaba en la parada del bus. Por detrás avanzó un hombre parecido, también joven, con pantalones oscuros y una camiseta similar, que llevaba sin disimulo una pistola grande en la mano. Levantó el arma, apuntó a la cabeza del otro y disparó. Por un instante no supe lo ocurrido, porque el balazo no fue explosivo como en el cine, sino un sonido sordo y seco. Saltó un chorro de sangre antes de que la víctima cayera. Y cuando estaba en el suelo, el asesino le disparó cuatro tiros más. Luego, tranquilo y desafiante, se alejó por la calle. Avancé como una autómata hacia el hombre que se desangraba en el suelo. Se estremeció con un par de violentas convulsiones y enseguida se quedó quieto, mientras a su alrededor crecía y crecía un charco de sangre luminosa. No alcancé a agacharme a socorrerlo, porque mis amigas y el chofer, que se había escondido en la camioneta durante el crimen, me arrastraron hacia el vehículo. En un minuto la calle se volvió a llenar de gente, escuché gritos, bocinazos, vi a los clientes salir corriendo del restaurante.
La periodista brasilera nos obligó a subir a la camioneta y le indicó al chofer que nos llevara al hotel por callecitas laterales. Pensé que deseaba evitar el tapón de tráfico, que sin duda se produciría, pero nos explicó que era una estrategia para eludir a la policía. Demoramos unos cuarenta minutos en llegar, que se hicieron eternos. En el trayecto me asaltaban imágenes del golpe militar en Chile, los muertos en la calle, la sangre, la violencia súbita, la sensación de que en cualquier momento puede ocurrir algo fatal, que nadie está seguro en ninguna parte. En el hotel nos esperaba la prensa con varias cámaras de televisión; inexplicablemente, se había enterado de lo ocurrido, pero mi editor, que también estaba allí, no nos permitió hablar con nadie. Nos condujo deprisa a una de las habitaciones y nos ordenó que permaneciéramos encerradas hasta que pudiera llevarnos directamente al avión, porque el asesinato podía haber sido un arreglo de cuentas entre criminales, pero por la forma en que sucedió, en la calle y a plena luz del mediodía, parecía más bien una de las famosas ejecuciones de la policía, que en esos años solía tomar la ley en sus manos con plena impunidad. La prensa y el público lo comentaban, pero nunca había pruebas, y si las había, desaparecían oportunamente. Al saberse que un grupo de extranjeras, entre las que estaba yo -mis libros son más o menos conocidos en Brasil-, había presenciado el crimen, los periodistas supusieron que podíamos identificar al asesino. Si ése era el caso, nos dijeron, más de uno trataría de impedirlo. En pocas horas estábamos en el avión de vuelta a California. La periodista y el chofer debieron esconderse durante semanas.
Este incidente fue la prueba de fuego para Lori. Cuando nos escabullíamos en la camioneta, ella temblaba en brazos de Amanda. Admito que la vista de un hombre desangrándose de cinco tiros es terrible, pero Lori había sido asaltada en Nueva York dos o tres veces y había recorrido mucho mundo, no era la primera vez que se
hallaba en una situación de violencia. Fue la única que no pudo tolerarlo, las demás aguantamos mudas. Su reacción fue tan dramática, que al llegar al hotel debieron llamar a un médico para que le diera un tranquilizante. Esa joven serena, que durante las semanas anteriores se había mantenido sonriendo bajo presión y había demostrado buen humor ante la incomodidad, osadía para remojarse en el río entre pirañas, y firmeza para poner en su sitio a cuatro rusos borrachos que prodigaban sus atenciones con ella y Amanda, aunque a Tabra y a mí nos trataban con el respeto debido a dos abuelas de Ucrania, se derrumbó con esos cinco balazos. Tal vez Lori podría asumir la carga de mis tres nietos y lidiar con nuestra extraña familia sin que le hiciese mella, pero al verla en ese estado comprendí que era más vulnerable de lo que parecía a primera vista. Necesitaría un poco de ayuda.
El Amazonas me incendió la imaginación. Terminé de escribir Afrodita en pocas semanas y le agregué las recetas eróticas de la cocina de Dadá en Bahía y otras inventadas por mi madre y luego le pedí a Lori que diseñara el libro, buen pretexto para ir bajándole las defensas.
Amanda era mi cómplice. Una vez fuimos las tres a un retiro budista, por iniciativa de Lori, y terminamos durmiendo en unas celdas con paredes de papel de arroz sobre unas colchonetas en el suelo, después de largas sesiones de meditación. Había que sentarse durante horas en safus, unos cojines redondos y duros que son parte de la práctica espiritual. Quien aguanta el cojín, ya tiene ganado medio camino a la iluminación. Este tormento se interrumpía tres veces al día para comer granos y dar lentos paseos en círculo, en completo silencio, por un jardín japonés de pinos enanos y piedras muy ordenadas. En nuestra austera celda sofocábamos la risa con los safus, pero llegó una señora con trenzas grises y límpidos ojos a recordarnos las reglas.
«¿Qué clase de religión es ésta que prohíbe reírse?», comentó Amanda. Yo estaba un poco inquieta, porque Lori parecía disfrutar en ese antro de paz y murmullos, que tal vez calzaba con el temperamento ecuánime de Nico pero era incompatible con la tarea de criar tres niños. Amanda me explicó que Lori había vivido dos años en el Japón y todavía le quedaba una rémora zen, pero no había que preocuparse, no era incurable.
Invité a Lori a cenar con Amanda y Tabra a nuestra casa y le presenté a Nico y a los dos niños que no conocía, que, comparados con
Andrea, resultaban casi anodinos. A Lori le había dicho que Nico todavía andaba enfurruñado por el divorcio y no le sería fácil encontrar una pareja, ya que ninguna mujer en su sano juicio desearía a un hombre con tres mocosos. A Nico le comenté al pasar que había conocido a una mujer ideal, pero como era mayor que él y tenía una especie de novio, deberíamos seguir buscando.
«Creo que eso me corresponde a mí», respondió sonriendo, pero una sombra de pánico se atravesó en su mirada. A Willie le confesé el plan, porque de todos modos ya lo había adivinado, y en vez de repetirme lo usual, que no me metiera, se esmeró en hacer una apetitosa comida vegetariana para Lori, porque al verla le gustó de inmediato, dijo que tenía clase y calzaría muy bien en nuestro clan. A ti también te habría gustado, hija, tienen mucho en común. Durante la cena Lori y Nico no intercambiaron ni una sola palabra, ni siquiera se miraron. Amanda y Tabra estuvieron de acuerdo conmigo en que habíamos fallado estrepitosamente, pero un mes más tarde mi hijo me confesó que había salido con Lori varias veces. No puedo entender cómo se las arregló para ocultármelo durante un mes completo.
– ¿Están enamorados? -le pregunté.
– Me parece que eso es algo prematuro -replicó tu hermano, con su cautela habitual.
– El amor nunca es prematuro, y menos a tu edad, Nico. -¡Acabo de cumplir treinta años!
– ¿Treinta, dices? ¡Pero si ayer no más te partías los huesos andando en patineta y le tirabas huevos con una honda a la gente! Los años vuelan, hijo, no hay tiempo que perder.
Años después, Amanda me contó que al día siguiente de conocer a Lori, mi hijo se plantó ante la puerta de su oficina con una rosa amarilla en la mano, y cuando finalmente ella salió a almorzar y lo encontró allí, como un poste, a pleno sol, Nico le dijo que «venía pasando». No sabe mentir, lo traicionó el rubor.
Pronto desapareció del horizonte, sin bulla, el hombre con quien Lori tenía amores, un fotógrafo de viajes bastante célebre. Era quince años mayor que ella, se creía irresistible para las mujeres, y tal vez lo era antes de que la vanidad y los años lo volvieran un poco patético. Cuando no estaba en alguna de sus excursiones en los confines del mundo, Lori se trasladaba a su apartamento en San Francisco, una buhardilla sin muebles, pero con una vista soberbia, donde compartía con él una extraña luna de miel que más parecía peregrinaje a un monasterio. Ella soportaba amablemente el patológico afán de control de ese hombre, sus manías de solterón y el hecho lamentable de que las paredes estaban cubiertas de muchachas asiáticas con poca ropa que él fotografiaba cuando no estaba en los hielos de la Antártida o las arenas del Sahara. Lori debía calarse las reglas de convivencia: silencio, reverencias, quitarse los zapatos, no tocar nada en la buhardilla, no cocinar porque a él le molestaban los olores, no llamar a nadie por teléfono y mucho menos invitar a alguien, eso habría sido una falta capital de respeto. Había que andar de puntillas. La única ventaja de este buen señor eran sus ausencias. ¿Qué admiraba Lori en él? Sus amigas no podían comprenderlo. Por suerte ella ya empezaba a cansarse de competir con las niñas asiáticas y pudo abandonarlo sin culpa cuando Amanda y otras amigas asumieron la tarea de ridiculizarlo mientras exaltaban las virtudes reales y otras imaginarias de Nico. Al despedirse, él le dijo que no se apareciera por ninguno de los lugares donde habían estado juntos. Recuerdo el momento en que el amor de Nico y Lori se hizo público. Un sábado él nos dejó a los niños, para quienes el mejor programa era dormir con los abuelos y hartarse de dulces y televisión, y regresó a buscarlos el domingo por la mañana. Me bastó ver sus orejas escarlatas, como se le ponen cuando quiere ocultarme algo, para adivinar que había pasado la noche con Lori y, conociéndolo, deducir que el asunto iba en serio. Tres meses más tarde estaban viviendo juntos.
El día que Lori llegó con sus bultos a la casa de Nico, le dejé una carta sobre la almohada dándole la bienvenida a nuestra tribu y diciéndole que la habíamos esperado, que sabíamos que existía en alguna parte y que sólo había sido cuestión de encontrarla. De paso le di un consejo que si yo misma hubiese puesto en práctica, me habría ahorrado una fortuna en terapeutas: que aceptara a los niños como se aceptan los árboles, con gratitud, porque son una bendición, pero sin expectativas o deseos; no se espera que los árboles sean diferentes, se los ama tal cual son. ¿Por qué no lo hice con mis hijastros, Lindsay y Harleigh? Si los hubiese aceptado como árboles tal vez habría peleado menos con Willie. No sólo pretendí cambiarlos, sino que yo misma me asigné el ingrato papel de guardián del resto de la familia y de nuestra casa durante los años en que ellos estuvieron dedicados a la heroína. Agregué en esa misiva para Lori que es inútil tratar de controlar las vidas de los niños o protegerlos demasiado. Si yo no pude protegerte de la muerte, Paula, ¿cómo podría proteger a Nico y a mis nietos de la vida? Otro consejo que no practico.
Para vivir con Nico e incorporarse a la tribu, Lori tuvo que cambiar por completo su vida. De ser una sofisticada joven soltera en un departamento perfecto en San Francisco, pasó a convertirse en esposa y madre en un suburbio, con todas las tareas fastidiosas que eso conlleva. Antes tenía cada detalle bajo control, ahora braceaba en el desorden inevitable de un hogar con niños. Se levantaba al alba y, después de cumplir con las tareas domésticas, iba a San Francisco a su taller de diseño, o pasaba horas en la autopista para encontrarse con sus clientes en otras ciudades. No le quedaba tiempo para la lectura, su pasión por la fotografía, los viajes que siempre había hecho, sus numerosas amistades y su práctica de yoga y zen, pero estaba enamorada y asumió sin chistar el papel de esposa y madre. Rápidamente, la familia la absorbió. No lo sabía entonces, pero tendría que esperar casi diez años -hasta que los niños pudieran valerse por sí mismos- para recuperar, mediante un esfuerzo consciente, su antigua identidad.
Lori transformó la existencia y la morada de Nico. Desaparecieron los muebles toscos, las flores artificiales, los cuadros chillones. Remodeló la casa y plantó el jardín. Pintó el living, que antes parecía un calabozo, de color rojo veneciano -casi me desmayo cuando vi la muestra, pero quedó muy fino-, compró muebles livianos y puso algunos cojines de seda tirados por aquí y por allá, como en las revistas de decoración. En los baños colocó fotos de familia, velas y toallas peludas en tonos de verde y morado. En su dormitorio había orquídeas, collares colgados en las paredes, una mecedora, lámparas antiguas con pantalla de encaje y un baúl japonés. Se notaba su mano en todo, incluso en la cocina, donde las pizzas recalentadas y las botellas de Coca-Cola fueron reemplazadas por recetas italianas de una bisabuela de Sicilia, tofu y yogur. A Nico le interesa la cocina, su especialidad es esa paella valenciana que tú le enseñaste, pero mientras estuvo solo carecía de tiempo y ánimo para las ollas. Junto a Lori los recuperó. Ella aportó una sensación de hogar, que mucha falta hacía, y Nico se esponjó; yo nunca lo había visto tan contento y juguetón. Andaban tomados de la mano y se besaban detrás de las puertas, espiados por los niños, mientras Tabra, Amanda y yo nos felicitábamos por la elección. A veces me dejaba caer en la casa de ellos a la hora del desayuno porque el espectáculo de esa familia feliz me reconfortaba para el resto del día. La luz de la mañana inundaba la cocina, por la ventana asomaba el jardín y un poco más lejos la laguna y los patos silvestres. Nico preparaba un cerro de panqueques, Lori picaba fruta, y los niños, risueños, chascones y en pijama, devoraban con avidez. Eran todavía muy pequeños y tenían el corazón abierto. El ambiente era festivo y tierno, un alivio después del drama de enfermedades, muertes, divorcio y peleas que habíamos soportado por tanto tiempo.
Te dije que «a veces» me dejaba caer, pero la verdad es que tenía llave de la casa de Nico y Lori y estaba mal acostumbrada: llegaba a cualquier hora sin previo aviso, interfería en las vidas de mis nietos, trataba a Nico como si fuese un crío…, en resumen, era una suegra perniciosa. Una vez adquirí una alfombra y, sin pedirles permiso, la coloqué en el salón de su casa, después de mover todos los muebles. No pensé que si alguien decidiera renovar la decoración de mi casa para darme una sorpresa, recibiría un garrotazo en la nuca. Tú me habrías devuelto la alfombra y me habrías dado un sermón memorable, Paula, aunque yo no me habría atrevido jamás a imponerte una alfombra persa de tres metros por cinco. Lori me la agradeció, pálida pero cortés. En otra ocasión compré unos elegantes paños de cocina, para reemplazar los trapos que ellos usaban, y tiré los viejos a la basura, sin sospechar que habían pertenecido a la difunta abuela de Lori y ella los había atesorado durante veinte años. Con el pretexto de despertar a mis nietos con un beso, me introducía en su casa al amanecer. No era raro que al salir del baño casi desnuda, Lori se topara con su suegra en un pasillo. Además, me juntaba con Celia a escondidas, lo que en realidad era una forma de traición a Lori, aunque yo era incapaz de verlo de ese modo. Por esas bromas del destino, invariablemente Nico se enteraba. Aunque veía a Celia y Sally mucho menos, nunca rompí el contacto con ellas, segura de que con el tiempo las cosas se suavizarían. Se iban sumando mentiras y omisiones por mi parte y resentimiento por parte de Nico. Lori estaba confundida, todo a su alrededor se movía, nada era claro y conciso. No entendía que mi hijo y yo nos tratáramos con franqueza absoluta en todo menos en el asunto de Celia. Fue ella quien insistió en la verdad, dijo que no soportaba ese terreno resbaloso y preguntó hasta cuándo íbamos a evitar una sana confrontación. Está de más decir que la tuvimos en varias ocasiones.
– Tengo que mantener una cierta relación con Celia y espero que sea civilizada pero mínima. Es abrasiva, me provoca con su mal carácter y el hecho de que constantemente me cambia las reglas. Lo único que tenemos en común son los niños, pero si tú te metes al medio, todo se enreda -me explicó Nico.
– Entiendo, pero yo no estoy en tu misma posición. Tú eres mi hijo y te adoro. Mi amistad con Celia no tiene nada que ver contigo ni con Lori.
– Sí tiene, mamá. Te da pena verla pasar dificultades. ¿Y no piensas en mí? No te olvides que ella provocó esta situación, ella rompió esta familia, hizo lo que deseaba y eso trae consecuencias.
– No quiero ser una abuela de medio tiempo, Nico. Necesito ver a los niños también durante las semanas que están con Celia y Sally.
– No puedo impedírtelo, pero quiero que sepas que estoy herido y enojado, mamá. Tratas a Celia como al hijo pródigo. Nunca reemplazará a Paula, si eso es lo que pretendes. Te sientes en deuda con ella porque estaba contigo cuando mi hermana murió, pero yo estaba allí también. Mientras más te acercas a Celia, más nos alejamos Lori y yo, es inevitable.
– ¡Ay, hijo! No hay reglas fijas para las relaciones humanas, se pueden reinventar, podemos ser originales. Con el tiempo se pasa la rabia y se cierran las heridas…
– Sí, pero eso no me acercará a Celia, te lo aseguro. ¿Acaso tú estás cerca de mi padre o Willie de sus ex mujeres? Esto es un divorcio. Quiero mantener a Celia a prudente distancia para poder relajarme y vivir.
Cierta noche memorable, Nico y Lori vinieron a decirme que yo me metía demasiado en sus vidas. Procuraron hacerlo con delicadeza, pero igual el trauma casi me cuesta un infarto. Me dio una pataleta pueril, convencida de que se había cometido la peor injusticia conmigo.
¡Mi hijo me expulsaba de su existencia! Me ordenaba que no contra dijera sus instrucciones con respecto a los niños; nada de helados antes de la cena, dinero y regalos cuando no era una ocasión especial, televisión a medianoche. ¿Para qué sirve una abuela, entonces? ¿Pretendía condenarme a la soledad? Willie se mostró solidario, pero en el fondo se burlaba de mí. Me hizo ver que Lori era tan independiente como yo, que había vivido sola por años y no estaba acostumbrada a que otras personas se pasearan por su casa sin invitación. ¿Y cómo se me ocurría llevarle una alfombra a una diseñadora?
Apenas pude controlar la desesperación llamé a Chile y hablé con mis padres, quienes al principio no entendieron muy bien el problema, porque en las familias chilenas las relaciones suelen ser como la que yo había impuesto a esa pareja, pero luego se acordaron de que en Estados Unidos las costumbres son diferentes.
«Hija, a este mundo se viene a perderlo todo. No cuesta nada desprenderse de lo material, lo difícil es soltar los afectos», me dijo mi madre con pena, porque ésa fue su suerte, ninguno de sus hijos o nietos vive cerca de ella. Sus palabras desencadenaron otro torrente de quejas, que el tío Ramón interrumpió con la voz de la razón para explicarme que Lori debió hacer muchas concesiones para estar con Nico: mudarse de ciudad y de casa, modificar su estilo de vida, adaptarse a tres hijastros y a una nueva parentela, y más y más, pero lo peor era la abrumadora presencia de la suegra. Esa pareja necesitaba aire y espacio para cultivar su relación sin que yo fuese testigo de cada uno de sus movimientos. Me recomendó volverme invisible y agregó que los hijos deben separarse de la madre o se quedan infantilizados para siempre. Por buenas intenciones que yo tuviese, dijo, siempre sería la matriarca, posición de la que los demás seguramente se resienten. Tenía razón: mi papel en la tribu es descomunal y carezco de la mesura de la Abuela Hilda. Willie me describe como un huracán en una botella.
Entonces me acordé de una película de Woody Allen en que su madre, una vieja avasalladora con un cerro de pelo teñido color óxido y ojos de búho, lo acompaña a un espectáculo de teatro. El mago pide un voluntario del público para hacerlo desaparecer y, sin pensarlo dos veces, la señora se sube al escenario y entra gateando al baúl. El ilusionista hace su truco y ella se esfuma para siempre. La buscan dentro del baúl mágico, detrás de bastidores, en el resto del edificio y en la calle, nada. Por último llegan policías, detectives y bomberos, pero los esfuerzos por encontrarla resultan inútiles. Su hijo, dichoso, cree que por fin se ha librado de ella para siempre, pero la vieja maldita se le aparece en el cielo montada en una nube, omnipresente e infalible, como Jehová. Así era yo, por lo visto, igual que las madres judías de los chistes. Con el pretexto de ayudar y proteger a mi hijo y a mis nietos, me había convertido en una boa constrictor.
«Concéntrate en tu marido, ese pobre hombre ya debe de estar harto de tu familia», añadió mi madre. ¿Willie? ¿Harto de mí y mi familia? No lo había pensado. Pero mi madre tenía razón, Willie había soportado tu agonía y mi largo duelo, que me cambiaron el carácter y me alejaron de él por más de dos años, los problemas con Celia, el divorcio de Nico, mis ausencias por viajes, mi dedicación obsesiva a la escritura, que me mantenía siempre con un pie en otra dimensión, y quién sabe cuántas cosas más. Era hora de ir soltando el carromato lleno de gente que yo venía arrastrando desde los diecinueve años y ocuparme más de él. Me sacudí la angustia, tiré a la basura la llave de la casa de Nico y me dispuse a ausentarme de su vida, pero sin desaparecer del todo.
Esa noche cociné uno de los platos preferidos de Willie, tallarines con mariscos, abrí la mejor botella de vino blanco y lo esperé vestida de rojo.
«¿Pasa algo?», preguntó, perplejo, al llegar, dejando caer su
pesado maletín en el suelo.
Ésa fue una época de muchos ajustes en las relaciones de la familia. Creo que mi necesidad de crear y mantener una familia o, mejor dicho, una pequeña tribu, existió en mí desde que me casé a los veinte años; se agudizó al salir de Chile, ya que cuando llegamos a Venezuela con mi primer marido y los niños no teníamos amigos ni parientes excepto mis padres, que también buscaron asilo en Caracas, y se consolidó definitivamente cuando me convertí en inmigrante en Estados Unidos. Antes de que yo llegara a su destino, Willie no tenía idea de lo que era una familia; perdió a su padre a los seis años, su madre se retiró a un mundo espiritual privado al que él no tuvo acceso, sus dos primeros matrimonios fracasaron y sus hijos se lanzaron muy temprano al camino de las drogas. Al comienzo, a Willie le costó entender mi obsesión por reunirme con mis hijos, vivir lo más cerca posible de ellos y agregar a ese pequeño grupo a otras personas para formar la familia grande y unida con que siempre soñé. Willie lo consideraba una fantasía romántica, imposible de llevar a la práctica, pero en los años que llevamos juntos no sólo se dio cuenta de que ésta es la manera de coexistir en la mayor parte del mundo, sino que le tomó el gusto. La tribu tiene inconvenientes, pero también muchas ventajas. Yo la prefiero mil veces al sueño americano de absoluta libertad individual, que si bien ayuda a salir adelante en este mundo, trae consigo alienación y soledad. Por estas razones y por todo lo que habíamos compartido con Celia, perderla fue un golpe duro. Nos había herido a todos, es cierto, y había desquiciado por completo a la familia que con tanto esfuerzo habíamos reunido, pero igual yo la echaba de menos.
Nico trataba de mantener a Celia a distancia, no sólo porque es lo normal entre personas que se divorcian, sino porque sentía que ella invadía su territorio. Yo no supe calibrar sus sentimientos, no consideré necesario elegir entre los dos, pensé que mi amistad con Celia no tenía nada que ver con él. No le di el apoyo incondicional que, como madre, le debía. Se sintió traicionado por mí e imagino cuánto le debe haber dolido. No podíamos hablar con franqueza porque yo evitaba la verdad y a él se le llenaban los ojos de lágrimas y no le salían las palabras. Nos queríamos mucho y no sabíamos manejar una situación en la que inevitablemente nos heríamos. Nico me escribió varias cartas. A solas con la página él lograba expresarse y yo podía oírlo. ¡Qué falta nos hiciste entonces, Paula! Siempre tuviste el don de la claridad. Por último decidimos ir juntos a terapia, donde podíamos hablar y llorar, tomarnos de la mano y perdonarnos.
Mientras tu hermano y yo procurábamos profundizar en nuestra relación, indagando en el pasado y en la verdad de cada uno, Lori se encargó de curarlo de las heridas que le dejó el divorcio; lo hizo sentirse amado y deseado, y eso lo transformó. Daban largas caminatas, iban a museos, teatros y buen cine, le presentó a sus amigos, casi todos artistas, y lo interesó en viajar, como ella había hecho desde muy joven. A los niños les dio un hogar sereno, tal como Sally hacía en la otra casa. Andrea escribió en una composición de la escuela que «tener tres madres era mejor que una sola».
En cuestión de un año o dos, la oficina de Lori dejó de ser rentable. Los clientes creyeron que la visión del artista podía reemplazarse por un programa de computación y miles de diseñadores se quedaron sin empleo. Lori era una de las mejores. Había hecho un trabajo tan notable con mi libro Afrodita que mis editores en más de veinte países usaron el mismo diseño y las ilustraciones que ella escogió. Por eso, y no por el contenido, el libro llamó la atención. No
era un tema como para tomarlo en serio y, además, acababan de lanzar al mercado una droga nueva que prometía acabar con la impotencia masculina. ¿Para qué estudiar mi ridículo manual y servir ostras en camisón transparente si bastaba con una pildorita azul? El tono de las cartas de algunos lectores que me llegaron por Afrodita difería notablemente de las que recibí por Paula. Un caballero de setenta y siete años me invitó a participar en horas de intenso placer con él y su esclava sexual, y un joven libanés me mandó treinta páginas sobre las ventajas de un harén. Todo esto mientras en Estados Unidos sólo se hablaba del escándalo del presidente Bill Clinton con una regordeta empleada de la Casa Blanca que logró opacar los éxitos de su gobierno y más tarde costaría la elección a los demócratas. Un vestido o unos calzones manchados llegaron a tener más peso en la política americana que la destacada gestión económica, política e internacional de uno de los presidentes más brillantes que ha tenido el país. Esto provocó una pesquisa legal digna de la Inquisición, que costó la friolera de cincuenta y un millones de dólares a los contribuyentes. Me tocó asistir a un programa en directo por radio en que se recibían llamadas de los oyentes. Alguien me preguntó qué pensaba de ese asunto, y dije que era la chupada de pito más cara de la Historia. Esa frase habría de perseguirme por muchos años. Fue imposible ocultar a los niños lo que estaba sucediendo, porque los detalles más escabrosos salían publicados.
– ¿Qué es sexo oral? -preguntó Nicole, término que había escuchado hasta la saciedad por televisión.
– ¿Oral? Es cuando uno habla de eso -replicó Andrea, que posee el vasto vocabulario de toda buena lectora.
En esos días una revista decidió destacar mi libro con un reportaje en nuestra casa, y a Lori le tocó supervisarlo, porque yo no entendí qué diablos pretendían. Tres días antes aparecieron dos artistas a medir la luz, hacer muestras de colores y tomar medidas y fotos polaroid. Para el reportaje vinieron siete personas en dos camionetas con catorce cajones llenos de objetos diversos, desde cuchillos hasta un colador de té. Estas invasiones me ocurren con alguna frecuencia, pero nunca me acostumbraré. En este caso el equipo incluía a una estilista y dos chefs, que se apoderaron de la cocina para preparar un menú inspirado en mi libro. Elaboraban los platos con pasmosa lentitud, porque colocaban cada hoja de lechuga como la pluma de un sombrero, en el ángulo exacto entre el tomate y el espárrago. Willie se puso tan nervioso que se fue de la casa, pero Lori parecía comprender la importancia de la maldita lechuga. Entretanto, la estilista reemplazó las flores del jardín, que Willie había plantado con sus propias manos, por otras más coloridas. Nada de esto apareció en la revista, porque las fotos eran detalles en primer plano: media almeja y un trocito de limón. Pregunté para qué habían traído las servilletas japonesas, los cucharones de concha de tortuga y los faroles venecianos, pero Lori me lanzó una mirada significativa para que me callara. Esto duró el día entero, y como no podíamos atacar la comida antes de que fuese fotografiada, nos empinamos cinco botellas de vino blanco y tres de tinto con el estómago vacío. Al final hasta la estilista andaba a tropezones. Lori, quien sólo bebió té de jazmín, tuvo que cargar los catorce cajones de vuelta en las camionetas.
Lori se mantuvo a flote más tiempo que otros diseñadores, pero llegó un día en que no fue posible ignorar los números rojos en su libro de contabilidad. Entonces le propuse que se hiciera cargo por completo de la fundación que yo había creado a mi regreso de la India, inspirada por aquella niña bajo la acacia, algo que ella había estado haciendo a medias durante un tiempo. Todos los años destino una parte sustancial de mis ingresos a la fundación, de acuerdo con ese divertido plan que se te ocurrió de hacer el bien, financiada por la venta de mis libros. En ese año que estuviste dormida me enseñaste mucho, hija; paralizada y muda seguiste siendo mi maestra, tal como lo
fuiste durante los veintiocho años de tu vida. Muy poca gente tiene la oportunidad que me diste de estar quieta y en silencio, recordando. Pude revisar mi pasado, darme cuenta de quién soy en esencia, una vez que me desprendo de la vanidad, y decidir cómo deseo ser en los años que me quedan en este mundo. Me apropié de tu lema: «Sólo se tiene lo que se da» y descubrí, sorprendida, que es la piedra fundamental de mi contento. Lori posee tu misma integridad y compasión; podría cumplir el propósito de «Dar hasta que duela», como solías decir. Nos instalamos ante la mesa mágica de mi abuela a conversar durante días, hasta que se fue perfilando una misión clara: apoyar a las mujeres más pobres por cualquier medio que estuviera a nuestro alcance. Las sociedades más atrasadas y miserables son aquellas en las que las mujeres están sometidas. Si se ayuda a una mujer, sus hijos no se mueren de hambre, y si las familias progresan, se beneficia la aldea, pero esta verdad tan evidente es ignorada en el mundo de la filantropía, donde por cada dólar que se destina a programas de mujeres, se entregan veinte a los de hombres.
Le conté a Lori de la mujer que había visto llorando, tapada con una bolsa de basura en la Quinta Avenida, y la reciente experiencia de Tabra, quien había regresado de Bangladesh, donde mi fundación mantenía escuelas para niñas en aldeas remotas y una pequeña clínica para mujeres. Tabra fue con una higienista dental amiga suya, quien deseaba ofrecer sus servicios durante un par de semanas en la clínica. Llenaron las maletas de remedios, jeringas, cepillos y cuanta ayuda consiguieron de amigos dentistas. Apenas llegaron a la aldea vieron que ya había una fila de pacientes en la puerta del local, un recinto caliente e invadido de mosquitos, donde aparte de las paredes había muy poco más. La primera mujer tenía varios molares podridos y estaba enloquecida por el suplicio persistente de meses. Tabra sirvió de ayudante, mientras su amiga, que nunca había arrancado dientes, le anestesiaba la boca con pulso tembloroso y luego procedió a extraerle las piezas malas procurando no desmayarse en la operación. Cuando terminó, la infeliz le besó las manos, agradecida y aliviada. Ese día atendieron a quince pacientes y sacaron nueve muelas y varios dientes, mientras los hombres de la comunidad, en estrecho círculo, observaban y comentaban. A la mañana siguiente Tabra y la higienista dental llegaron temprano a la improvisada clínica y encontraron a la primera paciente del día anterior con la cara hinchada como una sandía. La acompañaba su marido, quien vociferaba indignado que le habían arruinado a la esposa, y ya se estaban juntando los varones del pueblo para vengarse. Aterrada, la higienista administró antibióticos y calmantes a la mujer, rogando al cielo que no hubiese consecuencias fatales.
«¿Qué he hecho? ¡Está deforme!», gimió cuando la pareja se fue.
«No es por la operación. El marido la agarró a bofetones anoche porque no llegó a tiempo a prepararle la comida», le explicó la persona que traducía.
– Así es la vida de la mayoría de las mujeres, Lori. Son siempre las más pobres de los pobres; hacen dos terceras partes del trabajo en el mundo, pero poseen menos del uno por ciento de los bienes -le expliqué.
Hasta entonces la fundación había repartido dinero obedeciendo a impulsos o cediendo a la presión de una causa justa, pero gracias a Lori establecimos prioridades: educación, el primer paso a la independencia en todo sentido; protección, porque hay demasiadas mujeres atrapadas en el miedo; y salud, sin la cual lo anterior sirve de poco. Agregué control de la natalidad, que para mí ha sido esencial, porque si no hubiese podido decidir algo tan básico como el número de hijos que tendría, no habría podido hacer nada de lo que he hecho. Por fortuna se inventó la píldora anticonceptiva, de lo contrario yo habría tenido una docena de chiquillos.
Lori se apasionó con la labor de la fundación y en el proceso demostró que había nacido para ese trabajo. Tiene idealismo, es organizada, se fija hasta en el menor detalle y no le hace el quite al esfuerzo, que en este caso es mucho. Me hizo ver que no era cosa de repartir dinero con ventilador, había que evaluar los resultados y apoyar a los programas durante años; ésa es la única forma de que la ayuda sirva de algo. También teníamos que concentrarnos, no se podía poner parches en sitios remotos que nadie supervisaba o abarcar más de lo posible, era mejor dar más a menos organizaciones. En un año Lori cambió la fisonomía de la fundación y pude delegar todo en ella; sólo me pide que firme los cheques. Ha cumplido de manera tan notable, que no sólo multiplicó la ayuda que damos, sino también el capital, y ahora maneja más dinero del que nunca imaginamos. Todo se destina a la misión que nos hemos propuesto, cumpliendo así tu plan, Paula.
A mediados de ese año tuve un sueño espectacular y lo anoté para contárselo a mi madre, como siempre hacemos ella y yo. No hay nada tan aburrido como escuchar sueños ajenos; por eso los psicólogos cobran caro. En nuestro caso los sueños son fundamentales, porque nos ayudan a entender la realidad y sacar a la luz lo que está enterrado en las cavernas del alma. Me hallaba al pie de un acantilado erosionado por el viento, sobre una playa de arena blanca, con un mar oscuro y un cielo límpido color añil. De pronto, en lo alto del acantilado surgían dos enormes caballos de guerra con sus jinetes. Bestias y hombres iban ataviados como guerreros asiáticos de la antigüedad -Mongolia, China o Japón-, con estandartes de seda, pompones y flecos, plumas y adornos heráldicos, una espléndida parafernalia de guerra brillando al sol. Después de un instante de vacilación al borde del abismo, los corceles levantaban las patas delanteras, relinchaban y con un salto de ángeles se lanzaban al vacío, formando en el cielo un amplio arco de telas, plumajes y pendones, mientras yo retenía el aliento ante el valor de aquellos centauros. Era un acto ritual y no suicida, una demostración de bravura y destreza. Un momento antes de tocar tierra, los caballos agachaban la cerviz y caían sobre un hombro, se ovillaban y rodaban sobre sí mismos levantando una nube de polvo dorado. Y cuando el polvo y el estrépito se aquietaban, los alazanes se ponían de pie a cámara lenta, con los jinetes encima, y se alejaban al galope por la playa hacia el horizonte. Días más tarde, cuando todavía andaba con esas imágenes frescas en la memoria, tratando de darles sentido, me topé con una autora de libros sobre sueños. Ella me dio su interpretación, que resultó parecida a lo que habían dicho las conchas en el jogo de búzios en Brasil: un largo y dramático derrumbe había puesto a prueba mi coraje, pero me había levantado y, como los corceles, me había sacudido el polvo y corría hacia el futuro. En el sueño los bridones sabían rodar y los jinetes no se soltaban de las monturas. Según ella, las pruebas pasadas me habían enseñado a caer y ya no debía temer, porque siempre podría ponerme de pie.
«Acuérdate de esos caballos cuando te sientas flaquear», dijo.
Me acordé dos días más tarde, cuando se estrenó una obra de teatro basada en mi libro Paula.
Camino al teatro pasamos por la feria de Folsom, en San Francisco. No sospechábamos que ese día era el carnaval de los sadomasoquistas: cuadras y cuadras abarrotadas de gente en las más extravagantes indumentarias.
«¡Libertad! ¡Libertad para hacer lo que quiero, joder!», gritaba un buen hombre vestido con una túnica de fraile abierta por delante para mostrar un cinturón de castidad. Tatuajes, antifaces, cachuchas de revolucionarios rusos, cadenas, látigos, cilicios de varias clases. Las mujeres lucían bocas y uñas pintadas de negro o verde, botas con tacones de aguja, portaligas de plástico negro, en fin, todos los símbolos de esta curiosa cultura. Había varias gordas monumentales sudando en pantalones y chalecos de cuero con esvásticas y calcomanías de calaveras. Damas y caballeros llevaban argollas o púas atravesadas en las narices, labios, orejas y pezones. Más abajo no me atreví a mirar. Sobre el frente de un coche de los años sesenta había una joven con los senos al aire y las manos atadas, a quien otra mujer vestida de vampiro azotaba con una fusta de caballo en el pecho y los brazos. No era broma, la tenía muy machucada y los gritos se oían por el barrio entero; todo esto ante la mirada divertida de un par de policías y varios turistas que tomaban fotos. Quise intervenir, pero Willie me agarró de la chaqueta, me levantó en vilo y me sacó de allí pataleando en el aire. Media cuadra más lejos vimos a un gigante panzón que llevaba a un enano atado con una correa y un collar de perro. El enano, como su dueño, iba con botas de combate y desnudo, excepto por un forro de cuero negro con remaches metálicos en el piripicho, sostenido precariamente por unas tiritas invisibles metidas en la raya del trasero. El chiquito nos ladró, pero el gigante nos saludó muy amable y nos ofreció chupetes dulces en forma de pene. Willie me soltó y se quedó mirando, boquiabierto, a la pareja.
«Si alguna vez escribo una novela, este enano será mi protagonista», dijo, inesperadamente.
Paula, la obra teatral, comenzó con los actores en un círculo, tomados de las manos, llamando a tu espíritu. Fue tan emocionante, que tampoco Willie pudo contener los sollozos cuando al final leyeron la carta que escribiste «para ser abierta cuando muera». Una bailarina etérea y graciosa, vestida con una camisa blanca, tenía el papel protagonista. A veces estaba tendida en una camilla, en coma, otras su espíritu danzaba entre los actores. No habló sino al final, para pedirle a su madre que la ayudara a morir. Cuatro actrices representaron diversos momentos de mi vida, desde la niña hasta la abuela, y pasaban de mano en mano un chal rojo de seda, que simbolizaba a la narradora. El mismo actor hizo de Ernesto y de Willie; otro era el tío Ramón y arrancó risas del público cuando le declaraba su amor a mi madre o explicaba que era descendiente directo de Jesucristo, vean la tumba de Jesús Huidobro en el cementerio católico de Santiago. Salimos del teatro en silencio, con la certeza de que tú flotas todavía entre los vivos. ¿Imaginaste alguna vez que tocarías a tanta gente?
Al día siguiente fuimos al bosque de tus cenizas a saludarte y saludar a Jennifer. Había terminado el verano, el suelo estaba tapizado de hojas crujientes, algunos árboles se habían vestido con los colores de la fortuna, desde cobre oscuro hasta oro refulgente, y en el aire ya se anunciaba la primera lluvia. Nos sentamos en un tronco de secuoya en la capilla formada por las cúpulas de los árboles.
Un par de ardillas jugaban con una bellota a nuestros pies, mirándonos de soslayo, sin miedo. Pude verte intacta, antes de que la enfermedad cometiera sus estragos: de tres años cantando y bailando en Ginebra, de quince recibiendo un diploma, de veintiséis vestida de novia. Los caballos de mi sueño, que caían y volvían a levantarse, me vinieron a la mente, porque me he caído y vuelto a levantar muchas veces en la vida, pero ninguna caída fue tan dura como la de tu muerte.
En enero de 1999, dos años después de la primera noche que pasaron juntos, Nico y Lori se casaron. Hasta entonces ella se había resistido porque no le parecía necesario, pero él consideró que los niños habían pasado por muchos sobresaltos y se sentirían más seguros si ellos se casaban. A Celia y Sally las habían visto siempre juntas y no cuestionaban su amor, pero creo que temían que Lori escapara en cualquier descuido. Nico tuvo razón, porque los chiquillos celebraron la decisión más que nadie.
«Ahora Lori va a estar más con nosotros», me dijo Andrea. Dicen que se requiere ocho años para adaptarse al papel de madrastra y el caso más arduo es el de la mujer sin hijos que llega a la vida de un hombre que es padre. Para Lori no fue fácil cambiar su vida y aceptar a los niños; se sentía invadida. Sin embargo, se hacía cargo de las tareas ingratas, desde lavar la ropa hasta comprarle zapatos a Andrea, que sólo usaba sandalias de plástico verde, pero no cualquier sandalia, tenía que ser de Taiwán. Se mataba trabajando para cumplir como la madre perfecta, sin fallar en un solo detalle, pero no era necesario que se esmerara tanto, ya que los niños la querían por las mismas razones que la queríamos todos los demás: su risa, su cariño incondicional, sus bromas amistosas, su pelo alborotado, su inmensa bondad, su manera de estar muy presente en las buenas y en las malas.
El casamiento fue en San Francisco; una ceremonia alegre que culminó con una clase colectiva de swing, única ocasión en que Willie y yo hemos bailado juntos desde aquella humillante experiencia con
la profesora escandinava. Willie, en esmoquin, se veía igual a Paul Newman en una de sus películas, aunque no recuerdo cuál. Ernesto y Giulia vinieron de Nueva Jersey; la Abuela Hilda y mis padres, de Chile. Jason no vino porque tenía que trabajar. Seguía solo, aunque no le faltaban mujeres por una noche. Según él, andaba buscando a alguien tan digno de confianza como Willie.
Conocimos a los amigos de Lori, que acudieron desde los cuatro puntos cardinales. Con el tiempo, varios de ellos se convirtieron en los mejores amigos de Willie y míos, a pesar de la diferencia de edad. Después, cuando nos entregaron las fotos de la fiesta, me di cuenta de que todos parecían modelos de revista; nunca he visto un grupo de gente tan bella. En su mayoría resultaron ser artistas con talento y sin pretensiones: diseñadores, dibujantes, caricaturistas, fotógrafos, cineastas. Willie y yo hicimos amistad inmediata con los padres de Lori, que no veían en mí a la encarnación de Satanás, como había ocurrido con los de Celia, a pesar de que en mi brindis tuve la falta de tino de hacer alusión al amor carnal entre nuestros hijos. Nico todavía no me lo perdona. Los Barra, gente sencilla y cariñosa, son de origen italiano y han vivido más de cincuenta años en la misma casita de Brooklyn, donde criaron a sus cuatro hijos, a una cuadra de las antiguas mansiones de los mafiosos, que se distinguen entre las demás del barrio por las fuentes de mármol, las columnas griegas y las estatuas de ángeles. La madre, Lucille, se está quedando ciega de a poco, pero no le da importancia, no tanto por orgullo como para no molestar. Dentro de su casa, que conoce de memoria, se mueve con certeza, y en su cocina es imbatible; sigue preparando a tientas las complicadas recetas heredadas de generación en generación. Tom, su marido, un abuelo de cuentos, me abrazó con genuina simpatía.
– He rezado mucho para que Lori y Nico se casaran -me confesó.
– ¿Para que no siguieran viviendo en pecado mortal? -le pregunté, en broma, sabiendo que es católico practicante.
– Sí, pero más que nada por los niños -me contestó con absoluta seriedad.
Antes de jubilarse, Tom fue dueño de una farmacia de barrio. Eso lo entrenó para el esfuerzo y el susto, porque lo asaltaron en varias ocasiones. Aunque ya no está tan joven, continúa apaleando nieve en invierno y trepando por una escalera de tijera para pintar los techos en verano. Ha lidiado sin vacilar con inquilinos bastante extraños que a lo largo de los años han ocupado sucesivamente un pequeño apartamento en el primer piso de la casa, como un levantador de pesas que lo amenazaba con un martillo; un paranoico que acumulaba periódicos del suelo al techo y había dejado apenas un camino de hormigas, que iba de la puerta al excusado y de allí a la cama; o un tercero que estalló -no se me ocurre otra palabra para describir lo ocurrido- y dejó las paredes cubiertas de excremento, sangre y órganos, que Tom debió limpiar. Nadie pudo explicar lo sucedido, porque no se hallaron rastros de explosivos, pero me imagino que debe haber sido como el fenómeno de autocombustión. A pesar de éstas y otras macabras experiencias, Lucille y Tom mantienen incólume su confianza en la humanidad.
Sabrina, que ya tenía cinco años, bailó la noche entera colgada de diferentes personas, mientras sus madres vegetarianas aprovechaban para mordisquear con disimulo chuletas de cerdo y cordero. Alejandro, con traje y corbata de enterrador, presentó los anillos, acompañado por Andrea y Nicole, vestidas de princesas en raso color ámbar, en contraste con el largo traje morado de la novia, que se veía radiante. Nico estaba orondo, de negro y camisa Mao, con el pelo atado en la nuca y más parecido que nunca a un noble florentino del mil quinientos. Era un final como aquellos que nunca podré poner en mis novelas: se casaron y fueron muy felices. Así se lo manifesté a Willie, mientras él bailaba swing y yo trataba de seguirlo. El hombre guía, como decía la escandinava aquella.
– Puedo morirme aquí mismo de un oportuno ataque al corazón, mi labor en este mundo ya está completa: coloqué a mi hijo -le anuncié.
– Ni se te ocurra, ahora es cuando te van a necesitar -replicó él.
Hacia el final de la noche, cuando ya los comensales se despedían, me arrastré gateando debajo de una mesa con mantel largo acompañada por una docena de niños, borrachos de azúcar, excitados por la música y con la ropa en jirones de tanto revolcarse. Se había corrido la voz entre ellos de que yo conocía todos los cuentos que existen, sólo era cosa de pedir. Sabrina quiso que el cuento fuese de una sirena. Les conté de aquella sirena minúscula que se cayó en un vaso de whisky y Willie se la tragó sin darse cuenta. La descripción del viaje de la infeliz criatura por los órganos del abuelo, navegando con infinitas peripecias en el sistema digestivo, donde se encuentra con toda clase de obstáculos y peligros repugnantes, luego llega a la orina, para ir a dar a una alcantarilla y de allí a la bahía de San Francisco, los dejó mudos de asombro. Al día siguiente Nicole vino con ojos desorbitados a decirme que no le había gustado nada la historia de la sirenita.
– ¿Es un cuento verdadero? -me preguntó.
– No todo es verdadero, pero no todo es falso tampoco.
– ¿Cuánto es falso y cuánto es verdadero?
– No sé, Nicole. La esencia de la historia es verdadera, y en mi trabajo como contadora de cuentos, eso es lo único que importa.
– Las sirenas no existen, así es que en tu cuento todo es mentira.
– ¿Y cómo sabes tú si acaso esa sirena no era una bacteria, por ejemplo?
– Una sirena es una sirena y una bacteria es una bacteria -replicó, indignada.
Tong aceptó una invitación social por primera vez en los treinta años que había trabajado como contador en la oficina de Willie. Nos habíamos resignado a no convidarlo, porque jamás aparecía, pero la boda de Nico y Lori era un acontecimiento importante incluso para un hombre tan introvertido como él.
«¿Es obligación ir?», preguntó. Lori le contestó que sí, lo que nadie se había atrevido a hacer antes. Se presentó solo, porque por fin su mujer, después de años y años de dormir en la misma cama sin hablarse, le había pedido el divorcio. Pensé que en vista del éxito que obtuve con Nico y Lori, podría buscarle novia también a Tong, pero él me informó que deseaba una china, y en esa comunidad carezco de contactos. Tong tenía la ventaja de que Chinatown, en San Francisco, es el barrio chino más poblado y célebre del mundo occidental, pero cuando le sugerí que buscara allí me explicó que quería una mujer incontaminada por Estados Unidos. Soñaba con una esposa sumisa, con los ojos clavados en el suelo, que cocinara sus platos favoritos, le cortara las uñas, le diera un hijo varón y de paso sirviera como esclava a la suegra. No sé quién le había puesto en la cabeza esa fantasía, supongo que fue su madre, aquella diminuta anciana ante la que todos temblábamos.
«¿Usted cree que quedan mujeres como ésas en este mundo, Tong?», le pregunté perpleja. Por toda respuesta me llevó a la pantalla de su computadora y me mostró una lista interminable de fotos y descripciones de mujeres dispuestas a casarse con un desconocido para huir de su país o de su familia. Estaban clasificadas por raza, nacionalidad, religión
y, si uno es más exigente, hasta por el tamaño del sostén. Si yo hubiese sabido antes que existía ese supermercado de oferta femenina, no me habría angustiado tanto por Nico. Aunque, pensándolo bien, mejor era no saberlo; en esas listas jamás habría hallado a Lori.
La futura novia se convirtió en un largo y complicado proyecto de oficina. Para entonces nos repartíamos con ecuanimidad el burdel de Sausalito entre el bufete de Willie, mi oficina en el primer piso y Lori en el segundo, donde manejaba la fundación. El toque elegante de Lori también había cambiado esa vieja casa, que ahora lucía afiches enmarcados de mis libros, alfombras tibetanas, jarrones de porcelana blanca y azul para las plantas y una cocina completa donde nunca faltaba lo necesario para servir té como en el Savoy. Tong se dio a la tarea de seleccionar a las candidatas, que los demás criticábamos: ésta tiene ojos de mala, ésta es evangélica, ésta se maquilla como una ramera, etc. No permitimos que el contador se dejara impresionar por la apariencia, ya que las fotos mienten, como él sabía muy bien, puesto que Lori había mejorado mucho su retrato con la computadora, lo había hecho más alto, más joven y más blanco, lo que al parecer es un rasgo apreciado en China. La madre de Tong se instaló en la cocina a comparar signos astrales y cuando por fin surgió una joven enfermera de Cantón que a todos nos pareció ideal, la señora se fue a consultar a un sabio astrólogo en Chinatown, quien también dio su aprobación. En la fotografía sonreía una joven de mejillas rojas y ojos vivaces, un rostro que daban ganas de besar.
Después de una correspondencia formal, que duró varios meses, entre Tong y la novia hipotética, Willie anunció que irían juntos a China a conocerla. No pude ir con ellos porque tenía demasiado trabajo, aunque me moría de curiosidad. Le pedí a Tabra que se quedara conmigo, pues no me gusta dormir sola. Mi amiga había logrado poner en pie de nuevo su negocio. Ya no vivía con nosotros, encontró una casa pequeña, con un patio que daba a unas colinas doradas, donde podía crear la ilusión de aislamiento que tanto deseaba. La con vivencia con nuestra tribu debió de ser un tormento para ella, que necesita soledad, pero aceptó acompañarme durante la ausencia de mi marido. Por un tiempo, Tabra dejó de buscar parejas en citas a ciegas porque trabajaba de día y de noche para salir de sus deudas, pero nunca dejó de esperar el regreso de Lagarto Emplumado, quien solía aparecer en el horizonte. De repente su voz grabada en el teléfono le ordenaba: «Son las cuatro y media de la tarde, llámame antes de las cinco o nunca más volverás a verme». Tabra llegaba a su casa a medianoche, extenuada, y se encontraba con este simpático mensaje, que la dejaba trastornada durante semanas. Por suerte su trabajo la obligaba a viajar y pasaba temporadas en Bali, la India y otros sitios lejanos, desde donde me enviaba deliciosas misivas, plenas de aventuras, escritas con esa ironía fluida que la caracteriza.
Ponte a escribir un libro de viajes, Tabra -le rogué varias veces.
Soy artista, no soy escritora -se defendió. Pero si tú puedes hacer collares, supongo que yo puedo escribir un libro.
Willie llevó a China su pesada maleta de cámaras y volvió con algunas fotografías muy buenas, especialmente retratos de gente, que es lo que más le interesa. Como siempre, la foto más memorable es la que no alcanzó a tomar. En una aldea remota de Mongolia, donde fue a parar solo porque deseaba darle a Tong la oportunidad de pasar unos días con la muchacha sin tenerlo a él de testigo, vio a una señora de cien años con los pies vendados, como hacían antes con las niñas en esa parte del mundo. Se acercó a preguntarle por señas si podía tomar una foto de sus diminutos «lirios dorados» y la anciana escapó, con toda la prisa que sus patitas deformes le permitían, dando alaridos; nunca había visto a nadie de ojos azules y creyó que era la Muerte que venía a llevársela.
El viaje fue un éxito, según mi marido, porque la futura novia de Tong era perfecta, exactamente lo que su contador buscaba: tímida, dócil e ignorante de los derechos que disfrutan las mujeres en Estados Unidos. Parecía sana y fuerte, seguramente podría darle el tan deseado hijo varón. Su nombre era Lili y se ganaba el sustento como enfermera de quirófano, dieciséis horas al día, seis días a la semana, por un sueldo equivalente a doscientos dólares al mes.
«Con razón quiere salir de allí», comentó Willie, como si vivir con Tong y su madre fuera más aliviado.
Me dispuse a disfrutar unas semanas de soledad, que pensaba emplear en el libro que por fin estaba escribiendo sobre California en tiempos de la fiebre del oro. Llevaba cuatro años postergándolo. Ya tenía título, Hija de la fortuna, una montaña de investigación histórica hasta la imagen de la tapa. La protagonista es una joven chilena, Eliza Sommers, nacida alrededor de 1833, que decide seguir a su amante, quien ha partido a la locura del oro. Para una señorita de entonces, una aventura de tal magnitud era impensable, pero creo que las mujeres son capaces de hacer proezas por amor. A 03Eliza jamás se le hubiese ocurrido cruzar medio mundo por el incentivo del oro, pero no dudó en hacerlo por un hombre. Sin embargo, mis planes de escribir en paz no me resultaron, porque Nico se enfermó. Para extraerle un par de muelas del juicio fue necesario darle anestesia general por unos minutos, lo que suele ser peligroso para los porfiricos. Se levantó de la silla del dentista, caminó hasta la recepción, donde lo esperaba Lori, y sintió que el mundo se volvía negro; se le trabaron las rodillas, cayó hacia atrás tieso como un tronco y se golpeó la nuca y la espalda contra la pared. Quedó desmayado en el suelo. Fue el comienzo de muchos meses de sufrimiento por su parte y de angustia para los demás en la familia, sobre todo para Lori, que no sabía lo que le ocurría, y para mí, que lo sabía demasiado bien.
Mis más trágicos recuerdos se levantaron en furioso oleaje. Creía que después de pasar por la experiencia de perderte ya nada podía afectarme demasiado, pero la mínima posibilidad de que algo semejante le ocurriera al hijo que me quedaba, me volteó. Tenía un peso en el pecho, como una roca aplastándome, que me cortaba la respiración. Me sentía vulnerable, en carne viva, a punto de llorar en cualquier instante. En la noche, cuando todos descansaban, oía un rumor entre las paredes, había quejidos atascados en los umbrales, suspiros en los cuartos desocupados. Era mi propio miedo, supongo. El dolor acumulado en ese largo año de tu agonía estaba agazapado en la casa. Tengo una escena grabada en la memoria para siempre. Entré un día a tu habitación y vi a tu hermano, de espaldas a la puerta, cambiándote el pañal con la misma naturalidad con que lo hacía con sus hijos. Te hablaba, como si pudieras entenderle, de los tiempos de Venezuela, cuando los dos eran adolescentes y te las arreglabas para encubrirle las travesuras y salvarle el pellejo si se metía en líos. Nico no me vio. Salí y cerré calladamente la puerta. Este hijo mío ha estado siempre conmigo, hemos compartido penas primordiales, fracasos deslumbrantes, éxitos efímeros; hemos dejado todo atrás y hemos vuelto a empezar en otra parte; hemos peleado y nos hemos ayudado; en pocas palabras: creo que somos inseparables.
Semanas antes del accidente en el dentista, Nico se había hecho los exámenes anuales de porfiria y los resultados no fueron buenos, sus niveles se habían duplicado desde el año anterior. Después del golpe siguieron subiendo de forma alarmante, y Cheri Forrester, que no lo perdía de vista, estaba preocupada. Al dolor constante en la espalda, que le impedía levantar los brazos o doblarse, se añadió la presión del trabajo, su relación con Celia, que pasaba por una etapa pésima, los altibajos conmigo, que fallaba con mucha frecuencia en mi propósito de dejarlo en paz, y un cansancio tan profundo que se dormía de pie. Hasta la voz le salía en un murmullo, como si el esfuerzo de exhalar el aire fuese demasiado. A veces las crisis de porfiria van acompañadas de trastornos mentales que alteran la personalidad. Nico, quien en tiempos normales hace gala de la misma calma alegre del Dalay Lama, solía hervir de ira, pero lo disimulaba gracias al insólito control que ejerce sobre sí mismo. Se negaba a mencionar su condición, no quería que lo trataran con consideraciones especiales. Lori y yo nos limitábamos a observarlo, sin hacerle preguntas, para no fastidiarlo más de lo que ya estaba, pero le sugerimos que al menos dejara su empleo, que quedaba muy lejos y no le aportaba satisfacción ni desafíos. Pensábamos que con su temperamento tranquilo, intuición y conocimiento matemático, podría dedicarse a transacciones en el mercado de valores, pero a él le pareció muy arriesgado. Le conté el sueño de los caballos, para ilustrarle que uno puede caerse y volver a levantarse y replicó que era muy interesante, pero que no lo había soñado él.
Lori no podía ayudarlo con su salud, pero lo sostuvo y lo acompañó sin flaquear ni un instante, aunque ella misma estaba sufriendo, porque deseaba con ansias ser madre y para ello se sometió a la paliza de un tratamiento de fertilidad. Al juntarse con Nico habían hablado de hijos, por supuesto. Ella no podía renunciar a la maternidad, ya la había postergado demasiado a la espera de un amor verdadero, pero desde un principio él manifestó que no iba a tener más niños, no sólo porque podía transmitirles porfiria, sino también porque ya tenía tres. Se convirtió en padre muy joven, no alcanzó a experimentar la libertad y las aventuras que llenaron los primeros treinta y cinco años de Lori y pretendía gozar el amor que le había caído en la vida, ser camarada, amante, amigo y marido. Durante las semanas en que los niños vivían con Celia y Sally, ellos eran novios, pero el resto del tiempo sólo podían ser padres.
Ella decía que Nico no podía comprender su vacío y creía, tal vez con razón, que nadie estaba dispuesto a mover ni una pieza del puzzle familiar para darle cabida a ella; se sentía como una extraña. Percibía algo negativo en el aire cuando se mencionaba la posibilidad de otro niño, y yo tuve mucha culpa en eso, porque al principio no la apoyé: me costó más de un año darme cuenta de lo importante que era la maternidad para ella. Procuré no interferir, para no herirla, pero mi silencio era elocuente: pensaba que un bebé les quitaría la poca libertad que tenían; también temía que desplazara a mis nietos. a ella y Para colmo, el día de la Madre, una de las niñas dibujó
una tarjeta cariñosa, se la dio a Lori y un rato después se la pidió de vuelta, porque quería dársela a Celia. Para Lori eso fue como un cuchillo en el pecho, a pesar de que Nico le explicó una y otra vez que la chiquilla era demasiado joven para darse cuenta de lo que había hecho. Su sentido del deber llegó a ser casi un castigo; cuidaba y servía a los niños con una especie de desesperación, como si quisiera compensar el hecho de no sentirlos como propios. Y no lo eran, tenían madre, pero si adoptaron a Sally, con igual prisa estarían dispuestos a quererla a ella.
En ese tiempo varias amigas de Lori quedaron encinta; estaba rodeada de media docena de mujeres que se jactaban de sus barrigas, no se hablaba de otra cosa, el aire olía a infante, mientras la presión aumentaba para ella porque sus posibilidades de ser madre disminuían mes a mes, como le explicó el especialista que la trataba. A Lori nunca se le pasó por la mente sentir celos de sus amigas, todo lo contrario, se dedicaba a retratarlas y así formó una colección de imágenes extraordinarias, con el tema del embarazo, que espero que un día se convierta en un libro.
La pareja iba a terapia, donde supongo que discutieron este asunto hasta la saciedad. En un impulso, Nico llamó a Chile al tío Ramón, en cuyo criterio confía a ciegas.
«¿Cómo pretendes que Lori sea madre de tus hijos si tú no quieres ser padre de los suyos?», fue su respuesta. Era un argumento de justicia prístina. Nico no sólo cedió, sino que se entusiasmó con la idea; sin embargo, el peso entero de aquella decisión recayó en Lori. Se sometió callada y sola a los tratamientos de fertilidad, que causaban estragos en su cuerpo y su ánimo. Ella, que tanto se preocupaba por comer bien, hacer ejercicio y llevar una vida sana, se sintió envenenada por ese bombardeo de drogas y hormonas.
Sus intentos fallaron una y otra vez.
«Si la ciencia no sirve, hay que ponerlo a Nico en manos del padre Hurtado», dijo Pía, mi leal amiga, desde Chile. pero ni sus oraciones, ni las cábalas de mis hermanas del desorden, ni las invocaciones a ti, Paula, dieron resultados. Y así se fue un año completo.
En la cúspide del mismo cerro donde estaba nuestra casa pusieron en venta un terreno de cerca de una hectárea con más de cien robles viejos y una vista soberbia de la bahía. Willie no me dejó en paz hasta que accedí a comprarla, a pesar de que me parecía un capricho superfluo. Él se apropió del proyecto y decidió construir la verdadera casa de los espíritus.
«Tienes mentalidad de castellana, necesitas estilo. Y yo necesito un jardín», dijo. A mi parecer, mudarnos era una idea descabellada, porque la casa donde habíamos vivido durante más de diez años tenía su historia y un fantasma querido, no podía permitir que desconocidos habitaran entre esas paredes, pero Willie prestó oídos sordos a mis argumentos y siguió adelante con sus planes. A diario trepaba el cerro a fotografiar cada etapa de la construcción; no se colocó un solo clavo sin que fuera registrado por su cámara, mientras yo, aferrada a mi vieja morada, no quería saber nada de la otra. Lo acompañé algunas veces por cumplir, pero no pude entender los planos, me parecieron un enredo de vigas y pilares, lúgubre y demasiado grande. Pedí más ventanas y claraboyas. Willie decía que yo estaba enamorada del viejo irlandés que hacía los tragaluces, porque entre las dos casas le encargué casi una docena; uno más y los techos se habrían desmigajado como galletas. ¿Quién iba a limpiar ese buque? Se necesitaba un almirante que entendiera la maraña de tuberías y cables, las calderas, los ventiladores y otras máquinas de cambiar el clima. Sobraban habitaciones, nuestros muebles flotarían en esos ambientes enormes. Willie desdeñó mis objeciones malévolas, pero me hizo caso en cuanto al tamaño de las ventanas y los tragaluces, y cuando por fin estuvo lista y sólo faltaba escoger el color de la pintura, me llevó a verla.
La sorpresa fue inmensa: era mucho más que una vivienda, era una prueba de amor, mi propio Taj Mahal. Este amante imaginó una casa chilena de campo, de paredes gruesas y techo de tejas, con arcos coloniales, balcones de hierro forjado, una fuente española y una cabaña al fondo del jardín para que yo escribiera. La casona de mis abuelos en Santiago, que inspiró mi primer libro, nunca fue así, ni tan grande ni tan bella ni tan luminosa como yo la describí en la novela. La que Willie construyó era la que imaginé. Se alzaba orgullosa en la cima de la colina, rodeada de robles, con tres palmeras en el patio de adoquines de la entrada -tres damas espigadas con sombreros de plumas verdes-, que transportaron con una grúa y plantaron en los hoyos que habían preparado. Lucía un letrero de madera colgando del balcón: LA CASA DE LOS ESPÍRITUS. Mi resistencia previa desapareció en un suspiro, le salté al cuello a Willie, agradecida, y me apoderé del lugar. Decidí pintarla por fuera de color durazno y por dentro de color helado de vainilla. Quedó como una torta, pero contratamos a una señora con siete meses de embarazo y provista de una escalera, martillo, soplete y ácido, quien atacó las paredes, las puertas y los hierros, y les dio, en una semana, un siglo de antigüedad. Si no la hubiéramos detenido, habría reducido la casa entera a un montón de escombros antes de dar a luz en nuestro patio. El resultado es una incongruencia histórica: una casona chilena del mil novecientos en un cerro de California en pleno siglo XXI.
En contraste conmigo, que siempre tenía mi equipaje a mano para salir escapando, la única ocasión en que Willie realmente estuvo tentado de divorciarse fue durante la mudanza. Cierto, me porté como un coronel nazi, pero en dos días estábamos instalados como si lleváramos un año allí. La tribu entera participó, desde Nico con su cinturón de herramientas para colocar lámparas y colgar cuadros, hasta los amigos y los nietos, que pusieron tazas y platos en los gabinetes, desarmaron cajas y se llevaron la basura en sacos. En aquel alboroto casi te pierdes, Paula. Dos noches más tarde dimos la tarea por terminada y las catorce personas que nos habíamos deslomado en la mudanza cenamos en la «mesa de la castellana», como la llamó Willie desde el principio, con velas y flores: ensalada de camarones, estofado chileno y flan de leche. Nada de comida china pedida por teléfono. Así se inauguró un estilo de vida que no habíamos tenido hasta entonces.
Si yo habría de gozar en mi nueva situación de castellana, mucho más lo haría Willie, que necesita vista, espacio y techos altos para expandirse, una cocina amplia para sus experimentos, una parrilla para las infelices reses que suele asar y un jardín noble para sus plantas. A pesar del millón de alergias que lo atormentan desde la niñez, sale varias veces al día a oler las flores, a contar los brotes de cada arbusto y a aspirar a bocanadas el aroma fresco del laurel, el dulce de la menta, el penetrante del pino y el romero, mientras los cuervos, negros y sabios, se burlan de él en el cielo. Plantó diecisiete rosales virginales para reponer los que dejó en la otra casa. Cuando lo conocí, tenía diecisiete rosales en barriles, que había transportado durante años por los caminos de divorcios y mudanzas, pero los puso en tierra firme cuando se rindió al amor conmigo. Desde el primer año, cortó flores para mi cuchitril, único lugar de la casa donde se pueden poner, porque a él lo matan. Mi amiga Pía vino de Chile a bendecir la casa y trajo, escondida en su maleta, una patilla del «rosal de Paula», que tiene junto a la ermita en su jardín y que dos años más tarde habría de deleitarnos con rosas rosadas en profusión. Desde su pueblo de Santa Fe de Segarra, donde vive, Carmen Balcells me envía cada semana un ramo hiperbólico de flores, que también debo escamotear de Willie. Mi agente es dadivosa como los hidalgos de la España imperial. Una vez me regaló una maleta de chocolates mágicos: dos años después todavía aparecen en mis zapatos o dentro de alguna cartera; se reproducen misteriosamente en la oscuridad.
De mayo a septiembre calentamos la piscina como sopa y se llena la casa de niños propios y ajenos, que se materializan en la atmósfera, y visitas que llegan sin anunciarse, como el cartero. Más que una familia, somos un pueblo. Montañas de toallas húmedas, zapatillas guachas, juguetes de plástico; pilas de fruta, galletas, quesos y ensaladas sobre el mesón de la cocina; humo y grasa en las parrillas donde Willie hace bailar filetes, costillares, hamburguesas y salchichas. Abundancia y bullicio, que compensan los meses invernales de retiro, soledad y silencio, el tiempo sagrado de la escritura. El verano pertenece a las mujeres; nos juntamos en el jardín, en el carnaval de las flores y las abejas con sus trajes de rayas amarillas, a broncearnos las piernas y vigilar a los niños, en la cocina a probar nuevas recetas, en la sala a pintarnos las uñas de los pies y, en sesiones especiales, a intercambiar ropa con las amigas. Mi vestuario proviene casi en su totalidad de Lea, una imaginativa diseñadora que me hace todo al sesgo y largo, así estira, encoge, se adapta y sirve por igual a un batallón de mujeres de diferentes tallas, incluida Lori, con su cuerpo de modelo, quien ya abandonó el negro absoluto, uniforme obligado en Nueva York, y adoptó los colores de California. Hasta Andrea suele ponerse mis vestidos, pero jamás Nicole, que tiene un ojo implacable para la moda. En esos meses estivales caen los cumpleaños de media familia y de muchos amigos cercanos, y se celebran en conjunto. Es la época de parrandas, chismes y risas. Los niños hornean galletas y se preparan meriendas de quesadillas y batidos de fruta y helados. Supongo que en toda comuna hay uno que se echa al hombro las labores más ingratas; en la nuestra es Lori: debemos luchar a brazo partido con ella para que no asuma sola la tarea de lavar los cerros de tiestos y platos. Si nos descuidamos, es capaz de trapear el piso a gatas.
Lo mejor fue que al mes de mudarnos empezaron los mismos ruidos inexplicables que nos despertaban en la otra casa, y cuando mi madre vino de visita de Chile, comprobó que los muebles se movían por la noche. Era lo que la casa requería para justificar su nombre. No te perdimos en la mudanza, hija.
«Había llegado el momento de llamar a Ernesto y Giulia, que llevaban meses considerando la posibilidad de trasladarse a California, para que formaran parte de la tribu y vivieran en la casa que habíamos dejado y que los estaba esperando.
Aquí seremos muy felices», dijo Giulia cuando entró a su casa, y no me cupo duda de que lo serían. Se habían casado hacía un par de años en una ceremonia a la que acudieron las familias de los novios y la nuestra, incluso Jason, quien todavía no se había enterado del breve interludio amoroso entre Ernesto y Sally. Ernesto se lo confesaría más tarde, apenado. Giulia, en cambio, lo sabía, pero no es la clase de mujer que tiene celos del pasado. La novia, espléndida en su sencillo vestido de satén blanco, no se dio por aludida de la inoportuna reacción de algunos invitados, que por poco le arruinan el casamiento. A pesar de que los parientes de Ernesto estaban encantados con ella, se encerraban por turnos en el baño a lloriquear porque se acordaban de ti. No fue mi caso; en realidad estaba muy contenta, siempre he sabido que tú misma buscaste a Giulia para que tu marido no se quedara solo, tal como bromeabas a veces que harías. ¿Por qué hablabas de la muerte, hija? ¿Qué premoniciones tenías? Dice Ernesto que ustedes sentían que el amor no sería largo, que debían gozarlo apresuradamente, antes de que se lo arrebataran.
La vida de Ernesto y Giulia en Nueva Jersey era cómoda y ambos contaban con un buen trabajo, pero se sentían solos y cedieron a mi invitación de quedarse con nuestra antigua casa. Para aceptar ese regalo, Ernesto necesitaba un empleo en California y, como está protegido por un ángel, lo contrataron en una empresa a diez minutos de distancia de su nueva morada. Se demoraron un par de meses en vender su apartamento y cruzar el continente en un camión cargado con sus cosas. Entraron a esa casa el mismo día de mayo en que varios años antes te trajimos de España, para que pasaras allí el tiempo que te quedaba de vida. Me pareció una clara señal de buen augurio. Nos dimos cuenta porque Giulia me regaló un álbum donde había archivado en orden cronológico las cartas que te escribí en 1991, cuando estabas recién casada en Madrid, y las que le mandé a Ernesto en 1992 cuando tú estabas enferma en California y él trabajaba en Nueva Jersey.-
Aún no nos habíamos recuperado del breve roce con la fama del cine, cuando se estrenó De amor y de sombra, la película basada en mi segunda novela. La actriz, Jennifer Connelly, se parece tanto a ti -delgada, el cuello largo, las cejas gruesas, el cabello liso y oscuro-, que no pude terminar de ver la película. Hay un momento en que ella está en una cama de hospital y su compañero, Antonio Banderas, la levanta en brazos y la sostiene en el baño. Recuerdo la misma escena entre Ernesto y tú poco antes de que cayeras en coma. La primera vez que vi a Jennifer Connelly fue en un restaurante de San Francisco, donde debíamos encontrarnos. Al verla llegar con sus vaqueros desteñidos, su blusa blanca almidonada y una cola de caballo, creí estar soñando, porque eras tú resucitada en toda tu belleza. De amor y de sombra, filmada en Argentina porque no se atrevieron a hacerla en Chile, donde todavía pesaba la herencia de la dictadura, me pareció una película honesta y lamenté que se diera con poca bulla, aunque todavía, muchos años después, circula en video y televisión. Es una historia política, basada en hechos reales, que habla de quince campesinos desaparecidos después de ser arrestados por los militares, pero es esencialmente una novela de amor. Cuando Willie cumplió cincuenta años, una amiga le regaló ese libro, que él leyó durante sus vacaciones; después agradeció el libro a su amiga con una nota en la que le decía: «La autora entiende el amor como yo». Y por eso, por el amor que percibió en esas páginas, decidió ir a conocerme cuando yo pasaba por el norte de California en una gira de libros. En nuestro primer encuentro me habló de los protagonistas, quería saber si habían existido o eran imaginados por mí, si acaso su amor sobrevivió a los avatares del exilio y si volvieron alguna vez a Chile. Esta pregunta me sale al encuentro a cada rato; no sólo los niños quieren saber cuánto hay de verdad en la ficción. Empecé a explicarle, pero él me interrumpió a las pocas frases.
«No, no me digas más, no quiero saberlo. Lo importante es que tú la escribiste y por lo tanto crees en esa clase de amor.» Luego me confesó que siempre tuvo la certeza de que un amor así era posible y que un día él lo viviría, aunque hasta entonces no le había sucedido nada ni remotamente parecido. Mi segunda novela me trajo suerte, gracias a ella conocí a Willie.
Por esos entonces ya se había publicado en Europa Hija de la fortuna, que según algunos críticos era una alegoría del feminismo, porque Eliza escapa del corsé victoriano para zambullirse, sin preparación alguna, en un mundo masculino, donde tiene que vestirse de hombre para sobrevivir y en el proceso adquiere algo muy valioso: libertad. No pensaba en eso cuando escribí el libro, creía que el tema era simplemente la fiebre del oro, aquel alboroto de aventureros, bandidos, predicadores y prostitutas que dio origen a San Francisco, pero la explicación del feminismo me parece válida, porque refleja mis convicciones y ese deseo de libertad que ha determinado el rumbo de mi vida. Para escribir la novela recorrí California con Willie, empapándome de su historia y tratando de imaginar lo que fueron esos años del siglo XIX en que el oro brillaba en el fondo de los ríos y entre las fisuras de las rocas, enloqueciendo de codicia a los hombres. A pesar de las autopistas, las distancias son inmensas; a caballo o a pie por delgados senderos de montañas, debían de ser infinitas. La soberbia geografía, con sus bosques, sus picos nevados, sus ríos de aguas turbulentas, invita al silencio y me recuerda las regiones encantadas de Chile. La historia y los pueblos que habitan mis dos patrias, Chile y California, son muy diferentes, pero el paisaje y el clima se parecen.
A menudo, cuando regreso a casa después de un viaje, tengo la impresión de haber andado en círculos durante treinta años para acabar de nuevo en Chile; son los mismos inviernos de lluvia y viento, los veranos secos y calientes, los mismos árboles, las costas abruptas, el mar frío y oscuro, los cerros inacabables, los cielos despejados.
A Hija de la fortuna siguió Retrato en sepia, la novela que estaba escribiendo en esos meses y que también conecta Chile con California. El tema es la memoria. Soy una eterna trasplantada, como decía el poeta Pablo Neruda; mis raíces ya se habrían secado si no estuviesen nutridas por el rico magma del pasado, que en mi caso tiene un componente inevitable de imaginación. Tal vez no es sólo en mi caso, dicen que el proceso de recordar y de imaginar son casi idénticos en el cerebro. El argumento de la novela está inspirado en algo que le ocurrió a una rama lejana de mi familia, en la que el marido de una de las hijas se enamoró de su cuñada. En Chile este tipo de historia familiar no se ventila; aunque todos sepan la verdad, se teje una conspiración de silencio para mantener las apariencias. Tal vez por eso a nadie le gusta tener a un escritor en la familia. El escenario para los sucesos que narré en el libro era una hermosa propiedad agrícola al pie de la cordillera de los Andes, y los protagonistas, la gente más buena del mundo, no merecían tamaño sufrimiento. Creo que éste hubiera sido más tolerable si hubieran hablado sin tapujos y, en vez de encerrarse en el secreto, hubieran abierto puertas y ventanas para que el aire se llevara el mal olor. Fue uno de esos dramas de amor y traición soterrados bajo capas y capas de convenciones sociales y religiosas, como en una novela rusa. Tal como dice Willie, a puerta cerrada hay muchos misterios de familia.
No planeé ese libro como una segunda parte de Hija de la fortuna, aunque históricamente coincidían, pero varios personajes, como Eliza Sommers, el médico chino Tao Chi'en, la matriarca Paulina de Valle y otros se introdujeron en las páginas sin que yo pudiese impedirlo. Cuando iba a medio camino en la escritura, comprendí que podía relacionar esas dos novelas con La casa de los espíritus y formar así una especie de trilogía que empezaba con Hija de la fortuna y usaba a Retrato en sepia como puente. Lo malo fue que en uno de los libros Severo del Valle perdió una pierna en la guerra y en el libro siguiente apareció con dos; es decir, existe una pierna amputada flotando en la densa atmósfera de los errores literarios. La investigación correspondiente a California fue fácil, porque ya la había hecho para la novela anterior, pero el resto debí hacerlo en Chile, con ayuda del tío Ramón, quien escarbó durante meses en libros de historia, documentos y periódicos antiguos. Fue una buena excusa para ir a menudo a ver a mis padres, que habían entrado en la década de los ochenta y empezaban a verse más frágiles. Por primera vez pensé en la posibilidad aterradora de que un día no muy lejano podría quedarme huérfana. ¿Qué haría yo sin ellos, sin la rutina de escribirle a mi madre? Ese año, contemplando la cercanía de la muerte, ella me devolvió los paquetes de mis cartas, envueltas en papel de Navidad.
«Toma, guárdalas. Si me despacho de un patatús, no conviene que caigan en manos ajenas», me dijo. Desde entonces me las entrega cada año con el compromiso de que cuando yo me muera, Nico y Lori las quemen en una hoguera purificadora. Las llamas se llevarán nuestros pecados de indiscreción: allí vertemos cuanto se nos cruza por la cabeza y además tiramos barro a terceras personas. Gracias al talento epistolar de mi madre y a mi obligación de contestarle, dispongo de una abultada correspondencia donde los acontecimientos permanecen frescos; así he podido escribir estas memorias. La finalidad de esa metódica correspondencia es mantener latiendo el cordón que nos ha unido desde el instante de mi gestación, pero también es un ejercicio para fortalecer la memoria, esa frágil bruma donde los recuerdos se esfuman, se mezclan, cambian, y al final de nuestros días resulta que sólo hemos vivido lo que podemos evocar. Lo que no escribo se me olvida, es como si nunca hubiera sucedido; por eso nada significativo falta en esas cartas. A veces mi madre me llama por teléfono para contarme algo que la ha afectado de manera particular y lo primero que se me ocurre decirle es que me lo escriba, para que no se borre. Si ella se muere antes que yo, como es probable que ocurra, podré leer dos cartas diarias, una suya y otra mía, hasta cumplir ciento cinco años, y como para entonces estaré sumida en la confusión de la senilidad, todo me parecerá nuevo. Gracias a nuestra correspondencia, viviré dos veces.
Nico se repuso de la lesión en la espalda, empezaron a bajar sus niveles de porfiria y pensó en serio en la posibilidad de cambiar de trabajo. Además, se puso a hacer yoga y deporte: levantar pesas sin necesidad, nadar ida y vuelta a Alcatraz en las aguas heladas de la bahía de San Francisco, pedalear en bicicleta sesenta millas cerro arriba, correr de un pueblo a otro como un fugitivo… Le salieron músculos donde no los hay y podía preparar panquecas en la posición yoga del árbol: sobre un solo pie, el otro apoyado en el interior del muslo, un brazo levantado y el otro batiendo, mientras recitaba la palabra sagrada OOOOM. Un día vino a tomar el desayuno a mi casa y no lo reconocí. El príncipe del Renacimiento se había transformado en un gladiador.
A Lori le fallaron todos los intentos de gestar un niño y con mucha tristeza se despidió de ese sueño. Quedó machucada por el tratamiento de fertilidad y lo mucho que hurgaron dentro de su cuerpo, pero eso no fue nada comparado con el dolor del alma. La relación entre Celia y Nico era casi hostil, lo que producía tensión y afectaba mucho a Lori, porque se sentía atacada. No podía pasar por alto la rudeza con que la trataba Celia, por mucho que Nico le repitiera su mantra: «No es personal, cada uno es responsable de sus sentimientos y la vida no es justa». No creo que eso fuera de mucha ayuda. Sin embargo, hasta donde era posible, las dos parejas mantenían a los niños al margen de sus problemas.
El papel de madrastra es ingrato, yo misma he contribuido a la
leyenda con mi gota de hiel. No hay una sola madrastra buena en la tradición oral ni en la literatura universal, excepto la de Pablo Neruda, a quien el poeta llamaba «mamadre». En general, no hay agradecimiento para las madrastras, pero Lori puso tanto esmero en la tarea, que mis nietos, con ese instinto infalible de los niños, no sólo la quieren tanto como a Sally, sino que ella es la primera persona a quien recurren si necesitan algo, porque nunca les falla. Hoy no pueden imaginar su existencia sin sus tres madres. Por años desearon que los cuatro padres, Nico, Lori, Celia y Sally, vivieran juntos y, en lo posible, en casa de los abuelos, pero esa fantasía ya desapareció. La infancia de mis nietos ha transcurrido yendo de una familia a otra, siempre de paso, como tres mochileros. Cuando estaban con una pareja, echaban de menos a la otra. Mi madre temía que ese sistema les produjese un incurable desorden de cíngaros, pero los chiquillos resultaron más estables que la mayoría de la gente que conozco.
Ese año 2000 culminó con un sencillo ritual para despedirnos del niño de Lori y Nico que nunca existió y otros duelos. Una tarde de ventisca partimos a las montañas guiados por una amiga de Lori, una joven que es como la encarnación de Gaia, diosa-tierra. Fuimos provistos de linternas y ponchos, por si nos sorprendía la noche. Desde lo alto de un cerro, Gaia nos señaló una quebrada y abajo, en un valle, un amplio laberinto circular hecho con piedras, perfecto en su geometría. Descendimos por un atajo angosto entre colinas grises, bajo un cielo blanco cruzado de pájaros negros. Nuestra guía dijo que nos habíamos reunido para deshacernos de ciertas tristezas, que estábamos allí para acompañar a Lori, pero que a nadie le faltaba una pena propia para dejar allí. Nico llevaba una foto tuya, Willie una de Jennifer, Lori una caja y una foto de su pequeña sobrina. Echamos a andar siguiendo los senderos trazados por las piedras, lentamente, cada uno a su ritmo, mientras los pajarracos fúnebres revoloteaban graznando en aquel cielo lívido. A veces nos cruzábamos en el dédalo y noté que todos tiritábamos de frío y estábamos emocionados.
En el centro había un montículo de rocas, como un altar, donde otros caminantes habían dejado recuerdos que la lluvia había mojado: mensajes, una pluma, flores marchitas, una medalla. Nos sentamos alrededor de ese altar y depositamos nuestros tesoros. Lori colocó la foto de su sobrina, parecida al niño que ella tanto había deseado, con el color y el olor de su familia. Nos contó que desde muy joven había planeado con su hermana vivir en el mismo barrio y criar juntas a sus hijos; los de ella serían una niña, Uma, y un niño llamado Pablo. Agregó que al menos tenía la suerte de que Nico compartía a sus hijos con ella y que trataría de ser una leal amiga para ellos. Sacó de la caja tres bulbos de flores y los plantó en la tierra. A uno le puso al lado una piedra, por Alejandro, a quien le gustan los minerales, a otro un corazón de vidrio rosado, por Andrea, que todavía no superaba la etapa de ese horrendo color, y al último un gusano vivo por Nicole, que ama a los animales. Willie, callado, colocó la fotografía de Jennifer sobre el altar, sujeta con piedrecillas para que no se la llevara el viento. Nico explicó que dejaba tu retrato para que acompañaras al niño que no nació y a las otras penas que allí quedaban, pero que él no deseaba desprenderse de la suya.
«Echo de menos a mi hermana y así será siempre, por el resto de mi vida», dijo. Tantos años más tarde, la tristeza de tu partida está intacta, Paula. Basta rascar un poco la superficie y brota de nuevo, fresca como el primer día.
Sin embargo, no basta un ritual en un laberinto de las montañas para superar el deseo de ser madre, por mucha terapia y voluntad que se empleen. Es una cruel ironía que mientras otras mujeres evitan hijos o los abortan, a Lori el destino se los negara. Debió resignarse a no gestarlo, porque aún el método fantástico de plantarle en el vientre un óvulo ajeno fertilizado fue en vano, pero quedaba el recurso de adoptar. Hay infinidad de criaturas sin familia aguardando que alguien les ofrezca un hogar generoso. Nico estaba seguro de que eso agravaría los problemas de Lori de falta de tiempo, exceso de trabajo y poca privacidad.
«Si ahora se siente atrapada, peor estaría con un bebé», me decía. Yo no podía darle ningún consejo. La encrucijada en que estaban era endemoniada, porque cualquiera de los dos que cediese quedaría resentido, ella porque Nico la había privado de algo esencial y él porque ella le había impuesto un hijo adoptado.
Nico y yo solíamos ir solos a tomar el desayuno a una cafetería, para ponernos al tanto de los sucesos cotidianos y los secretos del alma. Durante un año el tema predominante de aquellas conversaciones íntimas fue la angustia de Lori y el asunto de la adopción. Él no comprendía que ser madre fuese más importante que el amor entre ellos, que estaba en peligro por esa obsesión. Me decía que ellos habían nacido para quererse, se complementaban en todo y contaban con los recursos para llevar una vida ideal, pero en vez de apreciar lo que tenían, ella sufría por lo que le faltaba. Le expliqué que la especie no existiría sin esa necesidad que a las mujeres nos vence. No hay razón alguna para someter el cuerpo al prodigioso esfuerzo de gestar y dar a luz a un crío, para defenderlo como leona aun a costa de sí misma, para dedicarle cada instante durante años y años, hasta que pueda valerse solo, y luego vigilarlo de lejos con la nostalgia de haberlo perdido, porque los hijos se separan tarde o temprano. Nico alegó que esto de ser madre no es ni tan absoluto ni tan claro: algunas mujeres carecen de ese imperativo biológico.
– Paula era una de ellas, nunca quiso tener hijos -me recordó.
– Tal vez temía las consecuencias de la porfiria, no sólo por el riesgo para ella, sino porque podía transmitirla a sus hijos.
– Mucho antes de sospechar que tenía porfiria, mi hermana decía que los niños son adorables solamente de lejos y que hay otras maneras de realizarse, no sólo la maternidad. También hay mujeres en quienes el instinto maternal no se despierta. Si quedan encinta se sienten invadidas por un ser extraño que las consume y después no quieren al niño. ¿Te imaginas qué cicatriz quedará en el alma de alguien rechazado al nacer?
– Sí, Nico, hay excepciones, pero la inmensa mayoría de las mujeres desea tener hijos y, cuando llegan, sacrifica la vida por ellos. No hay peligro de que la humanidad sucumba por falta de niños.
Lili llegó de la China con una visa de novia por tres meses, al cabo de los cuales debía casarse con Tong o regresar a su país. Era una mujer saludable y bonita, que parecía de veinte años, pero tenía alrededor de treinta, y estaba tan poco contaminada por la cultura occidental como su futuro marido deseaba. Además, no hablaba una sola palabra de inglés; mucho mejor, así sería más fácil mantenerla sometida, opinó la futura suegra, quien desde el principio aplicó el tradicional método de hacerle imposible la existencia a la nuera. Su rostro de luna y ojos chispeantes nos parecieron irresistibles, hasta mis nietos se enamoraron de ella.
«Pobre chica, le costará mucho adaptarse», comentó Willie cuando se enteró de que Lili se levantaba al alba para hacer las labores de la casa y preparar los platos complicados que le exigía la despótica suegra, quien a pesar de su minúsculo tamaño la trataba a insultos y empujones.
«¿Por qué no manda a la vieja al carajo?», le pregunté por señas a Lili, pero no me entendió.
«No te metas», recitó Willie y agregó que yo nada sabía de la cultura china; pero sé un poco más que él, por lo menos he leído a Amy Tan. La novia por correo no era tan pusilánime como había dicho Willie al conocerla, de eso yo estaba segura. Tenía firmeza campesina, espaldas anchas, determinación en la mirada y en los gestos; de un papirotazo podía romperle la crisma a la madre de Tong y a él también, si se lo proponía. De dulce paloma, nada.
A los tres meses, cuando la visa de Lili estaba a punto de expirar, Tong nos anunció que se casarían. Willie, como abogado y amigo, le recordó que la única razón que tenía esa joven para casarse era instalarse en Estados Unidos, donde necesitaba marido sólo por dos años; después podía divorciarse e igual obtendría su permiso de residente. Tong lo había pensado, no era tan ingenuo como para suponer que una chica de internet iba a enamorarse a simple vista de su fotografía, por mucho que Lori la hubiese retocado, pero decidió que los dos ganarían algo con ese arreglo: él la posibilidad de un hijo y ella la visa. Ya verían cuál de las dos cosas se daba primero; el riesgo valía la pena. Willie le aconsejó que hiciera un acuerdo prematrimonial; de otro modo ella se quedaría con parte de los ahorros que con tanta cicatería él había acumulado, pero Lili manifestó que no firmaría un documento que no podía leer. Fueron donde un abogado en Chinatown, quien se lo tradujo. Al comprender el alcance de lo que se le pedía, Lili se puso color remolacha y por primera vez alzó la voz. ¡Cómo podían acusarla de casarse por una visa! ¡Había venido a formar un hogar con Tong!, alegó, sumiendo al novio y al abogado en hondo arrepentimiento. Se casaron sin el acuerdo prematrimonial. Al contármelo, Willie echaba chispas por las orejas, no podía creer que su contador fuese tan tonto, que cómo se le ocurría semejante estupidez, que ahora estaba jodido, que si acaso no había visto cómo a él mismo lo esquilmaron todas las mujeres que se le cruzaron por delante, y dale y dale con una letanía de funestos pronósticos. Por una vez me di el gusto de devolverle la mano: «No te metas».
Lili se inscribió en un curso intensivo de inglés y andaba enchufada a unos audífonos para escuchar el idioma hasta dormida, pero el aprendizaje resultó más difícil y lento de lo esperado. Salió a buscar empleo y a pesar de su esmerada educación y su experiencia como enfermera, no pudo conseguir nada porque no hablaba inglés. Le pedimos que limpiara nuestra casa y recogiera a los nietos en la escuela, porque Ligia ya no trabajaba; uno a uno había traído a sus hijos de Nicaragua, les había dado educación superior y ya todos eran profesionales, por fin podía descansar. Con nosotros Lili podría ganar un sueldo decente mientras encontraba algo apropiado a sus capacidades. Aceptó la proposición agradecida, como si le hubiésemos hecho un favor cuando era ella quien nos lo hacía a nosotros.
Al principio la comunicación con Lili resultaba divertida: yo le dejaba dibujos pegados en la nevera, pero Willie le hablaba en inglés a grito herido y ella sólo le contestaba «¡No!» con una sonrisa adorable. En una ocasión llegó de visita Roberta, una amiga transexual que antes de convertirse en mujer fue oficial de la Marina y se llamaba Robert. Luchó en Vietnam, fue condecorado por su valor, pero se horrorizó ante la muerte de inocentes y dejó el servicio militar. Estuvo treinta años enamorado de su esposa, quien lo acompañó en el proceso de convertirse en mujer y se quedaron juntas hasta que ella murió de cáncer de mama. A juzgar por las fotografías, Roberta era antes un hombrón peludo, con mandíbula de corsario y la nariz quebrada. Se hizo un tratamiento de hormonas, cirugía plástica, electrólisis para quitarse el vello y finalmente una operación genital, pero supongo que su aspecto no era del todo convincente, porque Lili se quedó mirándola boquiabierta y luego se llevó a Willie detrás de una puerta para preguntarle algo en chino. Mi marido dedujo que se trataba del género de nuestra amiga y empezó a explicar el asunto a Lili en un susurro, pero fue subiendo el volumen y terminó vociferando a pulmón desatado que era un hombre con alma de mujer o algo por el estilo. Yo casi me muero de vergüenza, pero Roberta siguió bebiendo té y mordisqueando pastelitos con sus finos modales, sin darse por aludida del alboroto de enajenados que se oía detrás de la puerta.
Mis nietos y Olivia, la perra, adoptaron a Lili. Nuestra casa nunca había estado tan limpia, la desinfectaba como si planeara una cirugía a corazón abierto en el comedor. Así se incorporó a nuestra tribu. Al casarse desapareció su timidez; respiró a fondo, infló el pecho, sacó licencia para conducir y se compró un coche. A Tong le alegró la vida, incluso ahora el hombre se ve más guapo, porque Lili lo viste a la moda y le corta el pelo. Eso no quita que peleen, porque él la trata como un marido déspota. Quise explicarle a Lili con mímica que la próxima vez que él le levantara la voz, ella debía propinarle un sartenazo en la cabeza, pero creo que no me entendió. Sólo les faltan hijos, que no llegan porque ella tiene problemas de fertilidad y él ya no es tan joven. Les aconsejé que adoptaran en China, pero allí no regalan varones y «¿Quién quiere una niña». La misma frase que había escuchado en la India.
Cuando terminé Retrato en sepia, me perseguía una promesa que ya no podía seguir postergando: escribir tres novelas de aventuras para Alejandro, Andrea y Nicole, una para cada uno. Tal como antes hice con mis hijos, desde que mis nietos nacieron les conté cuentos con un sistema afinado a la perfección: ellos me daban tres palabras, o tres temas, y yo disponía de diez segundos para inventar un cuento que los incluyera. Se ponían de acuerdo para proponerme las cosas más disparatadas y apostaban a que yo no sería capaz de juntarlas, pero mi entrenamiento -que había comenzado contigo, Paula, en 1963- era tan formidable como la inocencia de ellos, y jamás les fallé. El problema surgía a la semana siguiente, si me pedían, por ejemplo, que les repitiera palabra a palabra el mismo cuento de la hormiga inquieta que se metió en un tintero y descubrió por casualidad la escritura egipcia. Yo no tenía ni el menor recuerdo de aquel insecto letrado y me veía en duros aprietos cuando ellos me pedían que recurriera a mi computadora mental.
«La suerte de las hormigas es un fastidio, puro trabajar y servir a la reina; mejor les cuento de un escorpión asesino», y me lanzaba antes de que tuviesen tiempo de reaccionar. Pero llegó un día en que ni eso dio resultado; entonces les prometí que escribiría tres libros con los temas que ellos me propusieran, tal como hacíamos con los cuentos improvisados en diez segundos a la hora de dormir.
Mis nietos me dieron el tema del primer libro, que ya se adivinaba en muchos de los cuentos que me habían pedido antes: la ecología.
La aventura de La Ciudad de las Bestias nació del viaje que hice al Amazonas. Ahora ya sé que cuando se me seque nuevamente el pozo de la inspiración, como me ocurrió después de tu muerte, Paula, puedo llenarlo en los viajes. La imaginación se me despierta al salir del ambiente conocido y confrontar otras formas de existencia, gentes diferentes, lenguas que no domino, vicisitudes imprevisibles. Compruebo que el pozo se va llenando porque se me alborotan los sueños. Las imágenes y las historias que acumulo en el viaje se transforman en sueños vívidos, a veces en violentas pesadillas, que me anuncian la llegada de las musas. En el Amazonas me sumergí en una naturaleza voraz, verde sobre verde, agua sobre agua, vi caimanes del tamaño de un bote, delfines rosados, mantarrayas flotando como alfombras en las aguas color té del río Negro, pirañas, monos, pájaros inverosímiles y serpientes de muchas clases, incluso una anaconda, muerta, pero anaconda de todos modos. Pensé que nada de eso podría utilizar, porque no calza en el tipo de libros que escribo, pero todo resultó valioso a la hora de plantearme una novela juvenil. Alejandro fue el modelo de Alexander Cold, el protagonista; su amiga, Nadia Santos, es una mezcla de Andrea y Nicole. En la novela Alexander va con su abuela Kate, escritora de viajes, al Amazonas, donde conoce a Nadia. Los chicos se pierden en la selva, viven con una tribu de «indios invisibles» y descubren a unas bestias prehistóricas que viven en el interior de un tepuy, esas extrañas formaciones geológicas de la región. La idea de las bestias surgió de una conversación que escuché en un restaurante en Manaos entre un grupo de científicos que comentaban el hallazgo de un gigantesco fósil de aspecto humano en la selva. Se preguntaban a qué tipo de animal correspondía, tal vez era de la familia de los monos o una especie de yeti tropical. Con esos datos era fácil imaginar a las bestias. Los indios invisibles existen, son tribus que viven en la Edad de Piedra y que para mimetizarse en su ambiente se pintan el cuerpo imitando la vegetación que los rodea y se mueven tan sigilosamente que pueden hallarse a tres metros
de ti y no los ves. Muchos de los relatos que oí en el Amazonas sobre corrupción, codicia, tráfico ilegal, violencia y contrabando fueron la materia prima para el argumento, pero lo esencial fue la selva, que se convirtió en el escenario y determinó el tono del libro.
A las pocas semanas de haber comenzado el primer volumen de la trilogía, comprendí que era incapaz de echar a volar la imaginación con la audacia que el proyecto requería. Me costaba mucho introducirme bajo la piel de ese par de adolescentes, que vivirían una aventura prodigiosa ayudados por sus «animales espirituales», como en la tradición de algunas tribus indígenas. Recuerdo los terrores de mi propia infancia, cuando no tenía ningún control sobre mi vida o el mundo que me rodeaba. Temía cosas muy concretas, como que mi padre, desaparecido desde hacía tantos años que hasta su nombre se había perdido, viniera a reclamarme, o que se muriera mi madre y yo terminara en un lúgubre orfanato alimentada con sopa de col, pero mucho más temía a las criaturas que poblaban mi propia mente. Creía que el diablo se aparece de noche en los espejos; que los muertos salen del cementerio durante los temblores de tierra, que en Chile son muy comunes; que había vampiros en el entretecho de la casa, grandes sapos malévolos dentro de los armarios y ánimas en pena entre las cortinas del salón; que nuestra vecina era una bruja y que el óxido de las cañerías era sangre de sacrificios humanos. Estaba segura de que el fantasma de mi abuela me mandaba crípticos mensajes en las migas del pan o en las formas de las nubes, pero eso no me daba miedo, era una de mis pocas fantasías tranquilizadoras. El recuerdo de esa abuela etérea y divertida siempre ha sido un consuelo, incluso ahora, que tengo veinticinco años más de los que ella tenía cuando se murió. ¿Por qué no me rodeaba de hadas con alas de libélula o sirenas de colas enjoyadas? ¿Por qué todo era horrible? No sabría decirlo, tal vez la mayoría de los niños vive con un pie en esos universos de pesadilla.
Para escribir mis novelas juveniles no podía echar mano de mis macabras fantasías de entonces, ya que no se trataba de evocarlas, sino de sentirlas en los huesos, como se sienten en la infancia, con toda su carga emotiva. Necesitaba volver a ser la niña que fui una vez, esa niña silenciosa, torturada por su propia imaginación, que deambulaba como una sombra en la casa del abuelo. Debía demoler mis defensas racionales y abrir la mente y el corazón. Y para ello decidí someterme a la experiencia chamánica de la ayahuasca, un brebaje preparado con la planta trepadora Banisteriopsis, que usan los indios del Amazonas para producir visiones.
Willie no quiso que me arriesgara sola y, como en tantas ocasiones de nuestra vida en común, me acompañó a ciegas. Bebimos un té oscuro de sabor repugnante, apenas un tercio de taza, pero tan amargo y fétido que era casi imposible de tragar. Tal vez yo tengo una falla en la corteza cerebral -bien que mal siempre ando un poco volada-, porque la ayahuasca, que a otros les da un empujón hacia el mundo de los espíritus, a mí me lanzó de una sola patada tan lejos que no regresé hasta un par de días más tarde. A los quince minutos de haberla tomado, me falló el equilibrio y me acomodé en el suelo, de donde ya no pude moverme. Me dio pánico y llamé a Willie, quien logró arrastrarse a mi lado, y me aferré a su mano como a un salvavidas en la peor tormenta imaginable. No podía hablar ni abrir los ojos. Me perdí en un torbellino de figuras geométricas y colores brillantes que al principio resultaron fascinantes y después agobiadores. Sentí que me desprendía del cuerpo, el corazón me estallaba y me sumía en una terrible angustia. Volví entonces a ser la niña atrapada entre los demonios de los espejos y las ánimas de las cortinas.
Al poco rato se esfumaron los colores y apareció la piedra negra que yacía casi olvidada en mi pecho, amenazante como algunas montañas de Bolivia. Supe que debía quitarla de mi camino o moriría. Traté de treparla y era resbalosa, quise darle la vuelta y era inmensa, empezaba a arrancarle pedazos y la tarea no tenía fin y mientras crecía mi certeza de que la roca contenía toda la maldad del mundo, estaba llena de demonios. No sé cuánto rato estuve así; en ese estado el tiempo no tiene nada que ver con el tiempo de los relojes. De pronto sentí un golpe eléctrico de energía, di una patada formidable en el suelo y me elevé por encima de la roca. Volví por un momento al cuerpo; doblada de asco, busqué a tientas el balde que había dejado a mano y vomité bilis. Náusea, sed, arena en la boca, parálisis. Percibí, o comprendí, lo que decía mi abuela: el espacio está lleno de presencias y todo sucede simultáneamente. Eran imágenes sobrepuestas y transparentes, como esas láminas impresas en hojas de acetato en los libros de ciencia. Anduve vagando por jardines donde crecían plantas amenazantes de hojas carnosas, grandes hongos que sudaban veneno, flores malvadas. Vi a una niña de unos cuatro años, encogida, aterrada; estiré la mano para levantarla y era yo. Diferentes épocas y personas pasaban de una lámina a otra. Me encontré conmigo en distintos momentos y en otras vidas. Conocí a una vieja de pelo gris, diminuta, pero erguida y con ojos refulgentes; podría haber sido también yo en unos años más, pero no estoy segura, porque la anciana se hallaba en medio de una confusa multitud.
Pronto ese poblado universo se esfumó y entré en un espacio blanco y silencioso. Flotaba en el aire, era un águila con sus grandes alas abiertas, sostenida por la brisa, viendo el mundo desde arriba, libre, poderosa, solitaria, fuerte, indiferente. Allí estuvo ese gran pájaro durante mucho tiempo y enseguida subió a otro lugar, aún más glorioso, en que desapareció la forma y no había sino espíritu. Se acabaron el águila, los recuerdos y sentimientos; no había yo, me disolví en el silencio. Si hubiese tenido la menor conciencia o deseo, te habría buscado, Paula. Mucho más tarde vi un círculo pequeño, como una moneda de plata, y hacia allá enfilé como una flecha, atravesé el hueco y entré sin esfuerzo en un vacío absoluto, un gris translúcido y profundo. No había sensación, espíritu, ni la menor conciencia individual; sin embargo sentía una presencia divina y absoluta.
Estaba en el interior de la Diosa. Era la muerte o la gloria de la que hablan los profetas. Si así es morir, estás en una dimensión inalcanzable y es absurdo imaginar que me acompañas en la vida cotidiana o me ayudas en mis tareas, ambiciones, miedos y vanidades.
Mil años más tarde regresé, como una extenuada peregrina, a la realidad conocida por el mismo camino que había recorrido para irme, pero a la inversa: atravesé la pequeña luna de plata, floté en el espacio del águila, bajé al cielo blanco, me hundí en imágenes psicodélicas y por fin entré a mi pobre cuerpo, que llevaba dos días muy enfermo, atendido por Willie, quien ya empezaba a creer que había perdido a su mujer en el mundo de los espíritus. En su experiencia con la ayahuasca, Willie no ascendió a la gloria ni entró en la muerte, se quedó trancado en un purgatorio burocrático, moviendo papeles, hasta que se le pasó el efecto de la droga unas horas más tarde. Entretanto yo estuve tirada en el suelo, donde después él me acomodó con almohadas y frazadas, tiritando, mascullando incoherencias y vomitando a menudo una espuma cada vez más blanca. Al principio estaba agitada, pero después quedé relajada e inmóvil, no parecía sufrir, dice Willie.
El tercer día, ya consciente, lo pasé tendida en mi cama reviviendo cada instante de aquel extraordinario viaje. Sabía que ya podría escribir la trilogía, porque ante los tropezones de la imaginación tenía el recurso de volver a percibir el universo con la intensidad de la ayahuasca, que es similar a la de mi infancia. La aventura con la droga me embargó de algo que sólo puedo definir como amor, una impresión de unidad: me disolví en lo divino, sentí que no había separación entre mí y el resto de lo que existe, todo era luz y silencio. Quedé con la certeza de que somos espíritus y que lo material es ilusorio, algo que no se puede probar racionalmente, pero que a veces he podido experimentar brevemente en momentos de exaltación ante la naturaleza, de intimidad con alguien amado o de meditación. Acepté que en esta vida humana mi animal totémico es el águila, ese pájaro que en mis visiones flotaba mirando todo desde una gran distancia. Esa distancia es la que me permite contar historias, porque puedo ver los ángulos y horizontes. Parece que nací para contar y contar. Me dolía el cuerpo, pero nunca he estado más lúcida. De todas las aventuras de mi agitada existencia, la única que puede compararse a esta visita a la dimensión de los chamanes fue tu muerte, hija. En ambas ocasiones sucedió algo inexplicable y profundo, que me transformó. Nunca volví a ser la misma después de tu última noche y de beber aquella poderosa poción: perdí el miedo a la muerte y experimenté la eternidad del espíritu.
El martes 11 de septiembre de 2001 yo estaba en la ducha cuando sonó el teléfono, temprano en la mañana. Era mi madre, desde Chile, horrorizada con la noticia que nosotros todavía desconocíamos, porque en California es tres horas más temprano que en la otra costa del país y acabábamos de salir de la cama. Al oír su voz pensé que me hablaba del aniversario del golpe militar en Chile, también un atentado terrorista contra una democracia, que cada año recordamos como un duelo: martes, 11 de septiembre de 1973. Encendimos la televisión y vimos una y mil veces las mismas imágenes de los aviones estrellándose contra las torres del World Trade Center, que me recordaron las del bombardeo de los militares contra el palacio de La Moneda en Chile, donde ese día murió el presidente Salvador Allende. Corrimos al banco a retirar dinero en efectivo y a abastecernos de agua, gasolina y alimentos. Se cancelaron los vuelos de avión, miles de pasajeros quedaron atrapados, los hoteles se llenaron y debieron poner camas en los pasillos. En esos días yo debía partir en gira de libros a Europa, pero tuve que cancelar el viaje. Las líneas telefónicas estaban tan recargadas que Lori no pudo comunicarse con sus padres durante dos días ni yo con los míos en Chile. Nico y Lori se trasladaron a nuestra casa con los niños, que estaban con ellos esa semana y no iban a la escuela porque las clases se suspendieron. Juntos nos sentíamos más seguros.
Durante días, nadie pudo volver a su trabajo en Manhattan. En el cielo flotaba una nube de polvo y de las cañerías rotas escapaban gases
tóxicos. Cuando todavía reinaba la confusión, recibimos noticias de Jason. Nos contó que en Nueva York la situación empezaba a mejorar lentamente. Caminó en la noche hacia el área del desastre con una pala y un casco para ayudar a los equipos de rescate, que estaban extenuados. Pasó junto a docenas de voluntarios que regresaban de muchas horas de trabajo en las ruinas con trapos blancos amarrados al cuello, en honor a las víctimas atrapadas en las torres, que habían agitado pañuelos por las ventanas para despedirse. Desde lejos se veía el humo que se levantaba de las ruinas. Los neoyorquinos se sentían como apaleados. Sonaban sirenas y corrían ambulancias vacías, porque ya no quedaban sobrevivientes, mientras docenas de cámaras de televisión se alineaban cerca del área demarcada por los bomberos. Se anticipaba otro ataque, pero nadie hablaba en serio de dejar la ciudad; Nueva York no había perdido su carácter ambicioso, fuerte y visionario. Al llegar al lugar del desastre, Jason se encontró con muchos voluntarios como él; por cada víctima desaparecida en las ruinas había varias personas dispuestas a buscarla. Cada vez que pasaba un camión con trabajadores, la multitud lo saludaba con gritos de ánimo. Otros voluntarios llevaban agua y comida. Donde antes se alzaban las soberbias torres, había un humeante hueco negro.
«Esto es como un mal sueño», dijo Jason.
El bombardeo de Afganistán comenzó pronto. Los misiles llovían sobre las montañas donde se escondía un puñado de terroristas a quienes nadie quería enfrentar cara a cara, aplanando el mundo con su estrépito. Mientras, el invierno se dejó caer y mujeres y niños empezaron a morir de frío en los campos de refugiados: daños colaterales. Entretanto, en Estados Unidos aumentaba la paranoia, la gente abría el correo con guantes y máscara por la posibilidad de un virus de viruela o ántrax, supuestas armas de destrucción masiva. Contagiada por el terror de los demás, salí a conseguir Cipro, un poderoso antibiótico que podía salvar a mis nietos en caso de guerra biológica, pero Nico me dijo que si al primer síntoma de resfrío les
dábamos esa píldora a los niños, en una enfermedad real ya no sería efectiva. Era como matar moscas a cañonazos.
«Calma, mamá, no se puede prevenir todo», me dijo. Y entonces me acordé de ti, hija, del golpe militar en Chile y de tantos otros momentos de impotencia en mi vida. No tengo control sobre los sucesos esenciales, aquellos que determinan el curso de la existencia, por lo mismo más vale que me relaje. La histeria colectiva me hizo olvidar esa tremenda lección durante varias semanas, pero el comentario de Nico me devolvió a la realidad.
Al hacer la investigación para la trilogía juvenil, conocí en la librería Book Passage a Juliette, una joven americana muy bella y muy encinta, quien apenas lograba equilibrar la panza más descomunal que me había tocado ver. Esperaba mellizos, pero no eran suyos, sino de otra pareja; ella sólo había prestado el vientre, me dijo. Era una iniciativa altruista de su parte, pero al conocer su historia me pareció una barbaridad.
A los veintitantos años, después de graduarse en la universidad, Juliette hizo un viaje a Grecia, el destino lógico para quien había estudiado arte, y allí, en la isla de Rodas, conoció a Manoli, un griego exuberante, con melena y barba de profeta, ojos de terciopelo y una personalidad avasalladora que la sedujo de inmediato. El hombre usaba pantalones tan cortos, que al agacharse o sentarse cruzado de piernas se le veían sus vergüenzas. Imagino que eran excepcionales, ya que las mujeres lo perseguían al trote por las callecitas de Lindos, su pueblo. Manoli tenía lengua de oro y podía pasar doce horas en la plaza o en una cafetería contando anécdotas sin pausa, rodeado de oyentes hipnotizados por su voz. La historia de su propia familia era toda una novela: los turcos habían decapitado a su abuelo y su abuela delante de sus siete hijos, a quienes obligaron a caminar, junto a cientos de otros prisioneros griegos, desde el mar Negro hasta el Líbano. En esa ruta del dolor murieron seis de los hermanos; sólo el padre de Manoli, que entonces tenía seis años, sobrevivió. Entre las numerosas turistas bronceadas por el sol y dispuestas a rodar con él en las arenas calientes de Grecia, Manoli escogió a Juliette por su aire de inocencia y su hermosura. Ante la sorpresa de los habitantes de la isla, que lo consideraban soltero insalvable, le propuso matrimonio. Había estado casado antes con una chilena, curiosamente, quien se fugó con un profesor de yoga el día de su boda. La historia no era clara, pero según las lenguas sueltas el rival puso LSD en la bebida de Manoli, quien despertó al otro día en una institución psiquiátrica y para entonces su casquivana esposa había desaparecido. No supo de la chilena nunca más. Para casarse de nuevo debió hacer los trámites legales para probar que ella había desertado del matrimonio, ya que no había nadie para firmar los papeles del divorcio.
Manoli ocupaba una antigua vivienda sobre un acantilado mirando el mar Egeo, una casa que había pertenecido por cientos de años a los sucesivos vigías que oteaban el horizonte. A la vista de barcos enemigos debían montarse en un caballo, que siempre estaba ensillado, y galopar cincuenta kilómetros hasta la mítica ciudad de Rodas, fundada por los dioses, para dar la alarma. Manoli puso mesas fuera y lo convirtió en un restaurante. Cada año daba una mano de pintura blanca a la casa y marrón a las persianas y puertas, como todas las viviendas del idílico pueblo, donde no circulan coches y la gente se conoce por el nombre. Lindos, coronado por su acrópolis, se ve más o menos igual desde hace muchos siglos, con el agregado de un castillo medieval, ya en ruinas. Juliette no dudó en casarse, aunque supo desde el comienzo que no habría manera de sujetar a ese hombre. Para evitar el dolor de los celos y la humillación de que alguien viniera a contarle un chisme, le dijo a Manoli que podía tener las aventuras amorosas que se le antojaran pero nunca a sus espaldas; prefería saberlas. Manoli se lo agradeció, pero por suerte poseía suficiente experiencia como para no cometer la tontería de confesar una infidelidad. Gracias a eso, Juliette vivió tranquila y enamorada. Estuvieron juntos dieciséis años en Lindos.
El restaurante los mantenía muy ocupados durante la temporada
alta, pero lo cerraban en invierno y entonces aprovechaban para viajar. Manoli era un ilusionista de la cocina. Preparaba todo en el momento, carnes y pescados a la parrilla, ensaladas frescas. Él mismo escogía cada pescado que los botes traían del mar al amanecer y cada vegetal que llegaba de los plantíos a lomo de mula; así su fama trascendió la isla. Desde el pueblo hasta el acantilado donde estaba el restaurante había veinte minutos de caminata a paso reposado. Los clientes no tenían apuro, porque el soberbio paisaje invitaba a la contemplación. La mayoría se quedaba la noche entera para seguir la trayectoria de la luna sobre la acrópolis y el mar. Juliette, con sus vaporosos vestidos de algodón, sandalias, melena de un castaño intenso suelta sobre los hombros y rostro clásico, resultaba aún más atrayente que la comida. Parecía la vestal de un antiguo templo griego, y por lo mismo llamaba la atención que hablara con acento americano. Se deslizaba con las bandejas entre los comensales, siempre suave y simpática, a pesar del tumulto de clientes apretujados en el local y esperando en la puerta. Sólo en dos ocasiones perdió la paciencia, y en ambas fue con turistas americanos. En la primera, un gordinflón, colorado por el exceso de sol y ouzo, rechazó tres veces el plato porque no era exactamente lo que quería y lo hizo con pésimos modales. Juliette, extenuada por una larga noche de servicio, le llevó el cuarto plato y, sin comentarios, se lo volcó sobre la cabeza. En la segunda ocasión fue por culpa de una culebra que trepó por la pata de una mesa y avanzó ondulando hacia la fuente de la ensalada, en medio del griterío histérico de un grupo de tejanos que sin duda habían visto otras más largas en su tierra; no había necesidad de espantar a la clientela con ese escándalo. Juliette cogió un cuchillo grande de la cocina y de cuatro golpes de karate partió la culebra en cinco pedazos.
«Enseguida les traigo la langosta», fue todo lo que dijo.
Juliette soportaba de buen grado las manías de Manoli -un marido nada fácil- porque era el hombre más entretenido y apasionado que había conocido. Comparados con él, todos los demás resultaban insignificantes. Había mujeres que delante de ella le pasaban a Manoli la llave de su hotel, que él rechazaba con alguna broma irresistible, después de tomar debida nota del número del cuarto. Tuvieron dos niños tan guapos como la madre: Aristóteles y, cuatro años después, Aquiles. El menor todavía estaba en pañales cuando su padre fue a Tesalónica a consultar a un médico porque le dolían los huesos. Juliette se quedó con los niños en Lindos atendiendo el restaurante lo mejor posible; no atribuyó demasiada importancia al malestar de su marido porque no lo había oído quejarse. Manoli la llamaba por teléfono a diario para contarle nimiedades; nunca se refería a su salud. A las preguntas de ella, contestaba con evasivas y con la promesa de que volvería en menos de una semana, cuando se supieran los resultados de los exámenes. Sin embargo, el mismo día en que ella aguardaba su regreso, vio una larga fila de amigos y vecinos que ascendía por la colina y llegaba a la puerta de su casa a la hora del crepúsculo. Sintió una garra en el cuello y se acordó de que el día anterior, por teléfono, a su marido se le había quebrado la voz en un sollozo cuando le dijo: «Eres una buena madre, Juliette». Ella se había quedado pensando en esa frase, tan inesperada en Manoli, quien no prodigaba lindezas en ella. En ese momento se dio cuenta de que había sido una despedida. Las caras compungidas de los hombres agrupados ante su puerta y el abrazo colectivo de las mujeres se lo confirmaron. Manoli había muerto de un cáncer fulminante, que nadie sospechaba porque se las arregló para disimular el suplicio de los huesos deshechos. Entró al hospital sabiendo que había llegado su hora, pero por orgullo no quiso que su mujer y sus hijos lo vieran agonizar. Los vecinos de Lindos juntaron sus esfuerzos y compraron los pasajes en avión para Juliette y los niños. Las mujeres les hicieron la maleta, cerraron la casa y el restaurante y una de ellas los acompañó a Tesalónica.
La joven viuda anduvo de un hospital a otro buscando a su marido, porque ni siquiera estaba segura de dónde se hallaba, hasta que
por fin la condujeron a un sótano, que no era más que una cueva en la tierra, como las que se usaban para guardar vino, donde había un cuerpo sobre una tabla, cubierto apenas por una sábana. Su primera impresión fue de alivio, porque creyó que había sido víctima de una terrible equivocación. Ese cadáver amarillo y esquelético, con una expresión torcida de sufrimiento, no se parecía al hombre alegre y lleno de vida que era su esposo, pero entonces, el enfermero que la acompañaba levantó la lámpara y Juliette reconoció a Manoli. En las horas siguientes, debió sacar fuerzas de lo más profundo, encontrar un sitio en el cementerio y enterrar sin ceremonias a su marido. Después llevó a sus hijos a una plaza y entre árboles y palomas les explicó que no volverían a ver a su padre, pero que lo sentirían muchas veces a su lado, porque Manoli siempre los cuidaría. Aquiles era demasiado joven para comprender la inmensidad de su pérdida, pero Aristóteles quedó aterrado. Esa misma noche Juliette despertó sobresaltada con la certeza de que la besaban en la boca. Sintió los labios suaves, el aliento cálido y el cosquilleo de la barba de su marido, que había venido a darle el beso de despedida que no quiso darle antes, cuando agonizaba solo en un hospital. Lo que ella les había dicho a sus hijos para consolarlos era una verdad absoluta: Manoli velaría por su familia.
El pueblo de Lindos cerró filas en torno a la joven viuda y sus hijos, pero ese abrazo no podía sostenerlos por tiempo indefinido. Era imposible para Juliette manejar sola el restaurante y, como no encontró otro trabajo en la isla, decidió que había llegado el momento de reencontrarse con su familia y regresar a California, donde al menos contaría con la ayuda de sus padres. La existencia cambió para los niños, que se habían criado libres y seguros, jugando descalzos en las calles blancas de la isla, donde todos los conocían. Juliette consiguió un apartamento modesto, parte de un proyecto de una iglesia, y encontró empleo en Book Passage. No había acabado de instalarse cuando a su madre se le declaró una enfermedad incurable y al cabo de unos meses le tocó enterrarla. Un año después murió su padre. Había tanta muerte a su alrededor, que al saber de una pareja que buscaba un vientre para gestarles un hijo, se ofreció sin pensarlo mucho, con la esperanza de que esa vida dentro de ella la consolara de tantas pérdidas y le diera calor. La conocí deformada por el embarazo, con las piernas hinchadas y manchas en la cara, ojerosa y muy cansada, pero contenta. Siguió trabajando en la librería hasta que debió retirarse por orden médica y pasó las últimas semanas en un sofá, aplastada por el peso de la barriga. En menos de cuatro años, Aristóteles y Aquiles habían perdido a su padre y sus dos abuelos; sus cortas vidas estaban marcadas por la muerte. Se aferraban a su madre, la única que les quedaba, con el miedo inevitable de que también ella podía desaparecer, por lo mismo me pareció extraño que Juliette corriera el riesgo de ese embarazo.
– ¿Quiénes son los padres de estos mellizos? -le pregunté.
– Casi no los conozco. El contacto se hizo a través de un grupo con el que me junto todas las semanas. Son adultos y niños que están pasando por un duelo. El grupo nos ha ayudado mucho; ahora Aristóteles y Aquiles comprenden que no son los únicos niños sin padre.
– El acuerdo con esa pareja fue que tú tendrías un bebé, pero no dos. ¿Por qué les vas a dar un crío de yapa? Dales uno solo y el otro me lo pasas a mí.
Ella se echó a reír y me explicó que ninguno le pertenecía, existían acuerdos y hasta contratos legales respecto a óvulos, espermatozoides, paternidad y otros líos, así es que yo no podía apropiarme de uno de los mellizos. Qué lástima, no era lo mismo que una camada de perritos.
Juliette es la diosa Afrodita, toda dulzura y abundancia: curvas, senos, labios de beso. Si la hubiese conocido antes, su imagen habría ilustrado la tapa de mi libro sobre comida y amor. Ella y los dos niños griegos, como llamamos a sus hijos, entraron naturalmente a formar parte de nuestra familia, y cuando ahora cuento los nietos, debo sumar dos más. Así aumentó la tribu, esta comunidad bendita donde se multiplican las alegrías y se dividen los dolores. El más prestigioso colegio privado del condado ofreció becas a Aristóteles y Aquiles y, por un golpe de suerte, Juliette consiguió alquilar una casita con jardín en nuestro barrio. Ahora todos, Nico, Lori, Ernesto, Giulia, Juliette y nosotros, vivimos en un radio de pocas cuadras y los niños pueden ir de una casa a otra a pie o en bicicleta. La familia la ayudó a mudarse, y mientras Nico reparaba averías, Lori colgaba cuadros y Willie instalaba una parrilla, yo llamaba a Manoli para que cuidara a los suyos desde el otro lado, tal como había prometido en aquel beso póstumo con que se despidió de su mujer.
Una tarde del verano, sentadas en torno a la piscina de nuestra casa, mientras Willie enseñaba a nadar a Aquiles, que le tenía pavor al agua pero se moría de envidia al ver chapaleando a los demás niños, le pregunté a Juliette cómo ella, que era tan maternal, pudo gestar a dos bebés durante nueve meses, darlos a luz y ese mismo día desprenderse de ellos.
– No eran míos, sólo estuvieron en mi cuerpo por un tiempo. Mientras los llevé dentro los cuidaba y sentía ternura, pero no ese amor posesivo que siento por Aristóteles y Aquiles. Siempre supe que me iba a separar de ellos. Cuando nacieron los tuve un momento en brazos, los besé, les deseé buena suerte y se los pasé a los padres, quienes se los llevaron de inmediato. Después me dolían los pechos, cargados de leche, pero no me dolía el corazón. Me alegré por esa pareja que tanto deseaba tener hijos.
– ¿Volverías a hacerlo?
– No, porque ya tengo casi cuarenta años y un embarazo es mucho desgaste. Sólo lo haría por ti, Isabel -me dijo.
– ¿Por mí? ¡Ni Dios lo permita! Lo que menos deseo a mi edad es un crío -me reí.
– Entonces, ¿por qué me pediste que me robara a uno de los mellizos para dártelo?
– No era para mí, sino para Lori.
A los ojos de mi madre, la mejor cualidad de Willie es que «es bien mandado». A ella nunca se le hubiese ocurrido llamar por teléfono al tío Ramón a la oficina para que pasara a comprar sardinas para la cena, o pedirle que se quite los zapatos, se suba a una silla y limpie con el plumero la parte superior de algún mueble, cosas que Willie hace sin aspavientos. Para mí, lo más admirable de mi marido es su porfiado optimismo. No hay forma de hundir a Willie. Lo he visto de rodillas algunas veces, pero se pone de pie, se sacude el polvo, se cala el sombrero y sigue adelante. Ha tenido tantos problemas con sus hijos que en su lugar yo estaría con una depresión incurable. No sólo sufrió con Jennifer, también con los otros dos, que han tenido vidas dramáticas por culpa de la adicción a las drogas. Willie los ha ayudado siempre, pero con el paso de los años ha ido perdiendo la esperanza; por lo mismo se aferra a Jason.
– ¿Por qué fuiste tú el único que aprendió algo de mí? Los otros sólo piden: dame, dame, dame -le dijo una vez Willie.
– Se creen con derecho porque son tus hijos, pero a mí no me debes nada. No eres mi padre y siempre te has ocupado de mí. ¿Cómo no me va a importar lo que me dices? -le contestó Jason.
– Estoy orgulloso de ti -gruñó Willie, disimulando una sonrisa.
– Eso no cuesta nada, tu vara no es muy alta, Willie.
Jason se adaptó a Nueva York, la ciudad más entretenida del mundo, donde trabaja con éxito, tiene amigos, vive de la escritura y ha encontrado a la joven que buscaba, «tan digna de confianza como
Willie». Judy se graduó en Harvard y trabaja escribiendo sobre sexo y relaciones en internet y en revistas femeninas. Es de madre coreana y padre americano, bella, inteligente y de carácter tan ferozmente independiente como yo. No puede tolerar la idea de que alguien la mantenga, en parte porque vio a su madre -que apenas hablaba inglés- sometida por completo a su padre, quien a su debido tiempo la dejó por otra mujer más joven. Judy le quitó a Jason el vicio de explotar su drama para seducir muchachas. Con el cuento de la novia que lo dejó por su cuñada, conseguía las citas que quería, nunca le faltaba un hombro femenino y algo más donde hallar consuelo; pero con Judy esa fórmula no resultó, porque ella aprendió temprano a valerse por sí sola y no es de las que se queja. Sintió lástima por lo que él había sufrido, pero no fue eso lo que la atrajo. Cuando se conocieron, ella llevaba cuatro años viviendo con otro hombre, pero no era feliz.
– ¿Estás enamorada de él? -le preguntó Jason.
– No sé.
– Si tan difícil es contestar esa pregunta, es que probablemente no lo quieres.
– ¡Tú qué sabes! ¡No tienes derecho a decir eso! -replicó ella, indignada.
Se besaron, pero Jason le dijo que no volverían ni siquiera a tocarse hasta que ella dejara a ese hombre; no estaba dispuesto a que lo basurearan de nuevo. En menos de una semana ella salió del estupendo apartamento donde estaba viviendo, lo que parece ser la prueba máxima de amor en Nueva York, y se trasladó a un sucucho oscuro y muy distante del centro. Pasó bastante tiempo antes de que la relación se asentara, porque él seguía desconfiando de las mujeres en general y del matrimonio en particular, ya que sus padres, madrastras y padrastros se habían divorciado una, dos y hasta tres veces. Un día Judy le dijo que no le hiciera pagar a ella por la traición de Sally. Eso, más el hecho de que ella lo quería a pesar de que
él se resistía a asumir un compromiso, lo hizo reaccionar. Por fin pudo bajar sus defensas y reírse del pasado. Ahora incluso se comunica de vez en cuando con Sally por email.
«Me alegra que haya estado con Celia durante tantos años; eso significa que no me dejó por un capricho. Mucha gente sufrió, pero al fin algo bueno salió de todo ese lío», me dijo.
Según Jason, Judy es la persona más decente que conoce, sin la menor afectación o malicia. La crueldad del mundo siempre la sorprende, porque no se le ocurriría hacerle daño a nadie. Adora a los animales. Cuando se conocieron, ella sacaba a pasear perros abandonados con la esperanza de que alguien se prendara de ellos. En ese momento andaba con Toby, un animal patético, como un ratón sin pelos, que se orinaba sin control y sufría ataques de epilepsia; quedaba con las cuatro patas tiesas en el aire echando espuma por el hocico. Había que administrarle medicamentos cada cuatro horas, una verdadera esclavitud. Era el cuarto perro del que se hacía cargo, pero no había esperanza de que alguien se enamorara de semejante horror y lo adoptara, de modo que se lo llevó a Jason para que le hiciera compañía mientras él escribía. Al final se quedaron con el pobre Toby.
Jason llevaba más de un año contratado por una revista de hombres, una de esas con páginas a pleno color de muchachas lascivas abiertas de labios y piernas, cuando le encargaron que hiciera un reportaje sobre el insólito crimen de un joven que mató a su mejor amigo en el desierto de Nuevo México, donde habían ido a acampar. Se perdieron y estaban a punto de perecer, cuando uno le pidió al otro que le diera una muerte misericordiosa, porque no quería morir de sed, y éste lo acuchilló. Las circunstancias eran bastante turbias, pero el juez determinó que el asesino había actuado enloquecido por la deshidratación y lo dejó en libertad con una pena mínima. La labor periodística no resultó fácil, porque a pesar de la notoriedad del crimen no culminó en un juicio pleno de intriga y tampoco el acusado, ni sus amigos y familiares aceptaron hablar con Jason, quien debió conformarse con lo que obtuvo en el sitio de los hechos y los comentarios de los guardabosques y policías. Sin embargo, con tan escaso material logró dar a su reportaje el tono de urgencia y suspenso de una novela policial. A la semana de salir la revista a la calle, una editorial le encargó que escribiera un libro sobre el caso, le pagó un adelanto inusitado para un autor novato y lo publicó con el título de Journal of the Dead, diario del muerto. El texto cayó en manos de unos productores de cine y Jason vendió los derechos para la película. De la noche a la mañana iba camino de convertirse en el próximo Truman Capote. Del periodismo pasó con naturalidad a la literatura, tal como predije la primera vez que me mostró uno de sus cuentos, cuando tenía dieciocho años y vegetaba en la casa de Willie envuelto en una frazada, fumando y bebiendo cerveza a las cuatro de la tarde. Ésa era la época en que no quería despegarse de la familia y nos llamaba por teléfono a media tarde a la oficina para preguntarnos a qué hora volveríamos a la casa y qué íbamos a prepararle para la cena. Ahora es el único de nuestra descendencia que no necesita ayuda para nada. Con los ingresos del libro y la película, decidió comprar un apartamento en Brooklyn. Judy sugirió que lo hicieran a medias y, ante el estupor de Jason y del resto de la familia, hizo un cheque de seis cifras. Había trabajado desde la adolescencia sin escatimar esfuerzo, sabe invertir su dinero y es frugal. Jason salió premiado con esta chica, pero ella no quiere casarse hasta que él deje de fumar.
Fu y Grace no habían adoptado a Sabrina, no se les ocurrió que fuese indispensable, pero entonces el antiguo conviviente de Jennifer salió de la prisión, donde había ido a parar por alguna felonía, y manifestó la intención de ver a su hija. Nunca aceptó hacerse un examen de sangre para probar su dudosa paternidad, y en cualquier caso ya había perdido sus derechos sobre ella, pero su voz en el teléfono puso a las madres sobre alerta. El hombre pretendía llevarse a la niña los fines de semana, lo que no estaban dispuestas a permitir, aunque él fuese el padre, por su prontuario y su estilo de vida, que no les daba confianza. Decidieron entonces que había llegado el momento de legalizar la situación de Sabrina. Esto coincidió con la muerte del padre de Grace, de setenta y cinco años, que había fumado la vida entera, tenía los pulmones arruinados y había terminado en un hospital conectado a una máquina para respirar. Vivía en Oregón, el único estado del país donde nadie invoca la ley cuando se trata de que un enfermo sin esperanza escoja el momento de morir. El padre de Grace calculó que seguir viviendo de mala manera costaba una fortuna y no valía la pena. Llamó a sus hijos, que acudieron de lejos, y mediante su computadora personal les explicó que los había citado para despedirse.
– ¿Para adónde va, papá?
– Al cielo, si me dejan entrar -escribió en la pantalla. -¿Y cuándo piensa morirse? -le preguntaron, divertidos. -¿Qué hora es? -quiso saber el paciente.
– Las diez.
– Digamos al mediodía. ¿Qué les parece?
Y al mediodía exacto, después de despedirse de cada uno de sus sorprendidos descendientes y consolarlos con la idea de que esa solución convenía a todos, en especial a él mismo, porque no pensaba pasar años enchufado a una máquina de respirar y tenía una gran curiosidad por ver lo que hay al otro lado de la muerte, se desconectó y se fue, feliz.
Para la adopción de Sabrina acudió de San Francisco una jueza, ante quien nos presentamos en familia. Desde la puerta de una sala del Ayuntamiento vimos un largo pasillo por donde venía esa nieta milagrosa caminando por primera vez sin ayuda de un andador. Su figura menuda avanzaba con inmensa dificultad por ese camino eterno de baldosas, seguida por sus madres, que la vigilaban sin tocarla, listas para intervenir en caso necesario.
«¿No les dije que iba a caminar?», nos desafió Sabrina con ese gesto de orgullo con que celebra cada conquista de su tenacidad. La habían vestido de fiesta, con lazos en el pelo y zapatillas rosadas. Nos saludó sin darse por aludida de la emoción de Willie, posó para las fotos, agradeció la presencia de la tribu y anunció, solemne, que desde ese momento su nombre era Sabrina y el apellido de Jennifer, seguido por los de sus madres adoptivas. Enseguida se volvió a la jueza y agregó: «La próxima vez que nos veamos, seré una actriz famosa». Y a todos nos quedó la certeza de que así sería. Sabrina, criada en el refugio macrobiótico y espiritual del Centro del Budismo Zen, sólo aspira a ser estrella de cine y su plato favorito es una hamburguesa poco hecha. No sé cómo consigue que la inviten cada año a la ceremonia de los Premios de la Academia en Hollywood. La noche de los Oscar la vemos en la televisión sentada en la galería con una libreta en la mano para llevar la cuenta de las celebridades. Se está entrenando para el momento en que le toque a ella recorrer la alfombra roja.
Fu y Grace ya no son pareja, después de haberlo sido durante más
de una década, pero siguen unidas por Sabrina y una amistad tan larga que no vale la pena separarse. Arreglaron la casita de muñecas que tienen en el fundo de los budistas, donde la vivienda es muy codiciada, porque siempre hay postulantes para una existencia contemplativa en ese remanso de espiritualidad. Dividieron el espacio, dejaron una habitación al medio para Sabrina y ellas ocupan los extremos. Hay que pasar saltando por encima de los muebles y de los juguetes desparramados en esas piezas diminutas, que además comparten con Mack, uno de esos perrazos entrenados para ciegos, que consiguieron para Sabrina. Ella lo quiere mucho, pero no lo necesita, se las arregla sola. Se demoraron un año de rigurosos trámites para obtener a Mack, debieron hacer un curso para comunicarse con él, les entregaron un álbum con fotos del cachorro y les advirtieron que recibirían visitas sorpresivas de un inspector, porque si lo descuidaban se lo quitarían. Por fin les llegó un labrador blancuzco con ojos como uvas y más listo que la mayoría de los humanos. Un día Grace lo llevó a su hospital para que la secundara en sus rondas por las salas y vio que hasta los moribundos se animaban en presencia de Mack. Había un paciente psicótico, sumido en su infierno personal durante mucho tiempo, que tenía una mano deforme, siempre oculta en un bolsillo. El perro entró a su cuarto moviendo la cola, apoyó su cabezota de bestia mansa en las rodillas del desdichado, husmeó con el hocico en el bolsillo hasta que éste sacó la mano, que tanto le avergonzaba, y Mack comenzó a lamérsela. Tal vez nadie lo había tocado nunca de esa manera. Los ojos del enfermo se cruzaron con los de Grace y por un instante a ella le pareció que salía de la celda donde estaba atrapado y se asomaba a la luz. Desde entonces el perro está muy ocupado en el hospital, donde le cuelgan un letrero de VOLUNTARIO en el pecho y lo mandan de ronda. Los pacientes esconden las galletas de su cena para dárselas y Mack se ha puesto barrigón. Comparada con ese animal, mi Olivia no es más que un montón de pelos con el cerebro de una mosca.
Mientras Grace y el perro trabajan en el hospital, Fu sigue a cargo del Centro de Budismo Zen, donde yo creo que algún día será abadesa, aunque ella jamás ha demostrado ningún interés en ese puesto. Esa mujer imponente, con el pelo rapado y los ropajes de un monje japonés, siempre me produce el mismo impacto de la primera vez que la vi. Fu no es la única notable en su familia. Tiene una hermana ciega, que se ha casado cinco veces, ha traído al mundo once hijos y salió en la televisión porque a los sesenta y tres años dio a luz el número doce, un niño grande y gordo, que apareció en la pantalla prendido del seno algo flácido de su madre. El último marido es veintidós años menor que ella, por eso esta atrevida señora recurrió a la ciencia y quedó embarazada a una edad en que otras mujeres tejen para los bisnietos. Cuando los reporteros de la prensa le preguntaron por qué lo había hecho, contestó: «Para que acompañe a mi marido cuando yo me muera». Me pareció muy noble de su parte, porque cuando yo me muera prefiero que Willie lo pase pésimo y me eche de menos.
En esos días nos invitaron a un cóctel en San Francisco y fui de mala gana; accedí sólo porque Willie me lo pidió. Un cóctel es una prueba terrible para cualquiera, Paula, pero es peor para las personas de mi estatura, en especial en un país de gente alta; distinto sería en Tailandia. Es prudente evitar estos eventos, porque los comensales están de pie, apretujados, sin aire, con un vaso en una mano y algún hors-d'oeuvre imposible de identificar en la otra. Alcanzo, con tacones altos, al esternón de las mujeres y el ombligo de los hombres; los meseros pasan con las bandejas por encima de mi cabeza. Medir un metro cincuenta no tiene ninguna ventaja, salvo que es fácil recoger lo que se cae al suelo y que en la época de la minifalda me hacía vestidos con cuatro corbatas de tu padre. Mientras Willie, rodeado de admiradoras, devoraba los langostinos del bufet y narraba anécdotas de su juventud, cuando dio la vuelta al mundo durmiendo en cementerios, yo me atrincheré en un rincón, para que no me pisaran. En estos eventos no puedo probar bocado porque me caen las manchas propias y otras ajenas que vuelan en mi dirección. Se me acercó un caballero de lo más amable que, al mirar hacia abajo, logró distinguirme en el diseño de la alfombra y desde su cumbre anglosajona me ofreció una copa de vino-Hola, soy David, mucho gusto.
– Isabel, el gusto es mío -me presenté, ojeando la copa con aprensión; la mancha de vino tinto no sale de la seda blanca.
– ¿Qué haces? -me preguntó con ánimo de iniciar una conversación.
Eso se presta a varias respuestas. Podría haberle dicho que estaba allí, calladita, maldiciendo a mi marido por haberme llevado a ese plomazo, pero opté por algo menos filosófico.
– Soy novelista.
– ¡Vaya! ¡Qué interesante! Cuando yo me jubile voy a escribir una novela -me dijo.
– ¡No me diga! ¿Y cuál es su trabajo ahora?
Soy dentista. -Y me pasó su tarjeta.
– Cuando yo me jubile voy a arrancar muelas -le contesté.
Cualquiera diría que escribir novelas es como plantar geranios.
Paso diez horas al día clavada en una silla dando vueltas a las frases una y mil veces para poder contar algo en la forma más efectiva posible. Sufro con los temas, me involucro a fondo con los personajes, investigo, estudio, corrijo, edito, reviso traducciones y además ando por el mundo promoviendo mis libros con la tenacidad de un vendedor ambulante.
En el coche, de vuelta a casa, cruzando el magnífico puente del Golden Gate, iluminado por la luna clara, le comenté a Willie, riéndome como una hiena, lo que me había dicho aquel dentista; pero mi marido no le vio la gracia.
– Yo no pienso esperar a jubilarme. Pronto empezaré a escribir mi propia novela -me anunció.
– ¡Jesús! ¡Hay que ver la petulancia de cierta gente! ¿Y se puede saber de qué va a tratar tu novelita? -le pregunté.
– De un enano obsesionado con el sexo.
Creí que al fin mi marido empezaba a captar el sentido del humor chileno, pero hablaba en serio. Unos meses más tarde comenzó a escribir a mano en un papel de líneas amarillo. Andaba con el bloc de notas bajo el brazo y le mostraba sus escritos a quien quisiera verlos, menos a mí. Escribía en los aviones, en la cocina, en la cama, mientras yo me burlaba de él sin piedad. ¡Un enano pervertido! ¡Qué idea tan brillante! El optimismo irracional, que tanto le ha servido a
Willie en su existencia, una vez más lo mantuvo a flote y pudo ignorar el sarcasmo chileno, que es como esos tsunamis que arrastran con todo a su paso. Pensé que el afán literario se le esfumaría en cuanto comprobara las dificultades del oficio, pero nada lo detuvo. Terminó una novela abominable en la que un amor frustrado, un caso judicial y el enano se mezclaban, confundiendo al lector, que no lograba determinar si estaba ante un romance, una memoria de abogado o la sarta de fantasías hormonales de un adolescente reprimido. Las amigas que la leyeron fueron muy francas con Willie: debía eliminar al maldito enano y tal vez así podría salvar el resto del libro, si lo reescribía con más cuidado. Los amigos le aconsejaron eliminar el romance y profundizar en la depravación del enano. Jason le dijo que sacara el romance, los tribunales y el enano y escribiera algo situado en México. A mí me pasó algo inesperado: la mala novela aumentó mi admiración por Willie, porque en el proceso pude apreciar más que nunca sus virtudes esenciales: fortaleza y perseverancia. Como algo he aprendido en los años que llevo escribiendo -al menos he aprendido a no repetir los mismos errores, aunque siempre invento nuevos-, le ofrecí a mi marido mis servicios de editora. Willie aceptó mis comentarios con una humildad que no tiene en otros aspectos de la vida y rehizo el manuscrito, pero me pareció que esa segunda versión también presentaba problemas fundamentales. La escritura es como el ilusionismo: no basta con sacar conejos de un sombrero, hay que hacerlo con elegancia y de manera convincente.
Con una abuela como la mía, que me inició temprano en la idea de que el mundo es mágico y lo demás son ilusiones de grandeza de los humanos, ya que no controlamos casi nada, sabemos muy poco y basta echar un vistazo a la Historia para comprender las limitaciones de la razón, no es raro que todo me parezca posible. Hace miles de años, cuando ella estaba viva y yo era una criatura asustada, esa buena señora y sus amigas me incluían en sus sesiones de espiritismo, seguramente a espaldas de mi madre. Ponían dos cojines sobre una silla para que yo alcanzara el borde de la mesa, la misma mesa de roble con patas de león que hoy tengo en mi poder. Aunque era muy niña y no tengo recuerdos sino fantasía, veo la mesa saltando bajo la influencia de las ánimas invocadas por aquellas damas, sin embargo no se ha movido nunca en mi casa, está en su sitio, pesada y definitiva como un buey muerto, cumpliendo las funciones modestas de los muebles comunes. El misterio no es un recurso literario, sal y pimienta para mis libros, como me acusan mis enemigos, sino parte de la vida misma. Misterios profundos, como el que ya mencioné de mi hermana del desorden, Jean, quien se paseó descalza sobre brasas ardientes.
«Es una experiencia transformadora, porque no tiene explicación racional o científica. En ese momento supe que tenemos capacidades increíbles; tal como sabemos nacer, dar a luz y morir, igual sabemos responder ante las brasas ardientes que suele haber en nuestro camino. Después de pasar por eso tengo tranquilidad ante el futuro, puedo enfrentar las peores crisis si me relajo y dejo que el espíritu
me guíe», me dijo. Y eso fue lo que hizo Jean cuando su hijo se le murió en los brazos: caminó sobre el fuego sin quemarse.
Nico me ha preguntado por qué creo en prodigios, sueños, espíritus y otros fenómenos dudosos; su mente pragmática requiere pruebas más contundentes que las anécdotas de una bisabuela enterrada hace más de medio siglo, pero a mí la inmensidad de lo que no puedo explicar me inclina al pensamiento mágico. ¿Milagros? Me parece que ocurren a cada rato, como el hecho de que nuestra tribu siga navegando en el mismo bote, pero según tu hermano son sólo una mezcla de percepción, oportunidad y deseos de creer. Tú, en cambio, tenías la misma ansiedad espiritual de mi abuela y ante los milagros diarios buscabas explicación en la fe católica, porque en ella te criaste. Te acosaban muchas dudas. Lo último que me dijiste, antes de caer en coma, fue: «Ando buscando a Dios y no lo encuentro. Te quiero, mamá». Quiero pensar que ya lo hallaste, hija, y que tal vez te llevaste una sorpresa, porque no era como esperabas.
Aquí, en este mundo que dejaste atrás, a Dios lo han secuestrado los hombres. Han creado unas religiones disparatadas, que no entiendo cómo han sobrevivido durante siglos y siguen expandiéndose. Son implacables, predican amor, justicia y caridad, y para imponerlas cometen atrocidades. Los señores muy principales que propagan estas religiones juzgan, castigan, fruncen el ceño ante la alegría, el placer, la curiosidad y la imaginación. Muchas mujeres de mi generación hemos tenido que inventar una espiritualidad que nos calce, y si hubieras vivido más, tal vez habrías hecho lo mismo, porque los dioses del patriarcado definitivamente no nos convienen: nos hacen pagar por las tentaciones y pecados de los hombres. ¿Por qué nos temen tanto? Me gusta la idea de una divinidad incluyente y maternal, conectada a la naturaleza, sinónimo de vida, un proceso eterno de renovación y evolución. Mi Diosa es un océano y nosotros somos gotas de agua, pero el océano existe por las gotas que lo forman.
Mi amigo Miki Shima practica el antiguo sintoísmo del Japón, religión que proclama que somos criaturas perfectas, creadas por la Diosa Madre para vivir con alegría; nada de culpa, penitencias, infierno, pecado, karma, ni necesidad alguna de sacrificios. La vida es para celebrarla. Hace unos meses Miki fue a Osaka a hacer un entrenamiento sintoísta de diez días junto a un centenar de japoneses y quinientos brasileros, que llegaron allí con un bullicio de carnaval. La práctica comenzaba a las cuatro de la madrugada con cánticos. Cuando los maestros y las maestras le decían a la multitud, congregada en aquel inmenso y sencillo templo de madera, que cada uno de ellos era perfecto, los japoneses hacían una reverencia y daban las gracias, mientras los brasileros aullaban y danzaban de dicha, como en un gol de Brasil en el Campeonato Mundial de Fútbol. Cada amanecer, Miki sale al jardín, hace una reverencia y saluda con un breve cántico al nuevo día y a los millones de espíritus que lo habitan, luego entra a su casa, desayuna sushi y sopa de yerbas y se va a su consultorio, riéndose en el coche. Una vez lo detuvo una patrulla porque creyeron que iba ebrio.
«No estoy bebido, sino haciendo mi práctica espiritual», explicó Miki. Los policías creyeron que se estaba burlando. La alegría es sospechosa.
Hace poco fuimos con Lori a escuchar a un teólogo cristiano irlandés. A pesar de los obstáculos de su acento y mi ignorancia, saqué algo en limpio de la charla, que comenzó con una breve meditación. El hombre pidió al público que cerrara los ojos, se relajara, tomara conciencia de la respiración, en fin, lo de siempre en estos casos, y luego pensáramos en nuestro lugar favorito -yo escogí un tronco en tu bosque- y en una figura que se acerca y se sienta frente a nosotros. Debíamos hundirnos en la mirada infinita de aquel ser que nos amaba tal como éramos, con defectos y virtudes, sin juzgarnos. Ése, dijo el teólogo, era el rostro de Dios. A mí se me presentó una mujer de unos sesenta años, una africana rotunda: carne firme y pura sonrisa, ojos traviesos, la piel brillante y lisa como caoba pulida, olorosa a humo y miel, una presencia tan poderosa que hasta los árboles se inclinaban en señal de respeto. Ella me miraba como yo lo hacía contigo, con Nico y mis nietos cuando eran pequeños: con total aceptación. Eran perfectos, desde sus orejas transparentes hasta su olor a pañal usado, y deseaba que permanecieran para siempre fieles a su esencia, protegerlos de todo mal, tomarlos de la mano y guiarlos hasta que aprendieran a caminar solos. Ese amor era sólo dicha y celebración, aunque contenía la angustia de saber que cada instante transcurrido los cambiaba un poco y los alejaba de mí.
Por fin pudieron hacerles los exámenes a mis nietos para averiguar si tienen porfiria. Mis hermanas del desorden en California, y Pía y mi madre en Chile, llevaban años rezando por mi familia, mientras yo me preguntaba si eso servía de algo. Se han hecho pruebas lo más rigurosas posibles y las conclusiones son ambiguas, no hay certeza de que la oración surta efecto, lo que debe de ser un golpe bajo para quienes dedican sus vidas a rezar por el bien de la humanidad, pero no ha logrado desanimar a mis hermanas del desorden ni a mí. Lo hacemos por si acaso. A Lucille, la madre de Lori, le diagnosticaron un cáncer de mama justamente cuando yo andaba en una gira por la tierra del extremismo cristiano, el sur profundo de Estados Unidos. También en ese momento Willie iba volando con un amigo a lo largo y ancho de América Latina en una avioneta que no era más que un matapiojo de latón, una aventura de lunáticos desde California hasta Chile.
Hay cuarenta millones de estadounidenses que se confiesan cristianos renacidos -born again Christians- y la mayoría vive en e centro y el sur del país. Minutos antes de mi conferencia se me acercó una muchacha y se ofreció para orar por mí. Le pedí que en vez de hacerlo por mí rezara por Lucille, quien ese día estaba en el hospital, y por Willie, mi marido, que podía perder la vida en algún veri cueto de los Andes. Me tomó de las manos, cerró los ojos y comenzó una letanía en alta voz, atrayendo a otras personas, que se unieron al círculo, invocando a Jesús, plenos de fe, con los nombres de Lucille y Willie en cada frase. Después de la conferencia llamé a Lori para averiguar cómo estaba su madre y me enteré de que la operación no se había efectuado porque antes de entrar al quirófano la examinaron y no encontraron el tumor. Esa mañana la sometieron a ocho mamogramas y un sonograma. Nada. El cirujano, que ya tenía los guantes puestos, decidió postergar la intervención para el día siguiente y envió a Lucille a otro hospital para un escáner. Tampoco allí dieron con el cáncer. No había explicación alguna, porque días antes una biopsia lo había confirmado. Esto habría sido un milagro seguro de la oración si dos semanas más tarde no hubiera reaparecido el tumor. Lucille fue operada de todos modos. Sin embargo, ese mismo día, cuando Willie iba volando sobre Panamá, hubo un cambio de presión en el aire y la avioneta descendió en picada dos mil metros en pocos segundos. La habilidad del amigo de Willie, que pilotaba ese frágil insecto mecánico, los salvó por un pelo de una muerte aparatosa. ¿O fueron las buenas intenciones de aquellos cristianos?
A pesar de las oraciones de mis amigas y de lo mucho que te lo pedí, Paula, los resultados de los exámenes de Andrea y Nicole fueron malas noticias. Como tú misma pudiste comprobar de la manera más dolorosa, esta condición es mucho más seria en las mujeres que en los hombres, ya que los inevitables cambios hormonales pueden provocar una crisis. Tendríamos que vivir con el temor de que ocurriese otra tragedia en la familia. Nico me recordó que esto no debilita ni impide tener una vida normal, sólo aumenta el riesgo ante ciertos estímulos, que pueden evitarse. Tu caso fue una combinación de circunstancias y errores, una terrible mala suerte.
«Tomaremos precauciones sin exagerar», dijo tu hermano.
«Esto es un inconveniente, pero tiene algo de positivo: las niñas aprenderán a cuidarse y será un buen pretexto para mantenerlas siempre más o menos cerca. Esta amenaza
nos unirá más.» Me aseguró que con los avances de la medicina las niñas tendrían salud, hijos y larga vida; la investigación en ingeniería genética podrá evitar que la porfiria pase a la próxima generación.
«Es mucho menos serio que la diabetes y otras enfermedades hereditarias», concluyó.
Para entonces mi relación con Nico había superado los escollos de los años anteriores, habíamos cortado el cordón umbilical sin perder el cariño. Teníamos la intimidad de siempre, pero yo había aprendido a respetarlo y procuraba honestamente no fastidiarlo. Mi amor por mis tres nietos era una verdadera obsesión y me costó muchos años aceptar que esos chiquillos no eran míos, sino de Nico y Celia. No sé cómo me demoré tanto en aprender algo obvio, algo que todas las abuelas del mundo saben sin necesidad de que se lo enseñe un psiquiatra. Tu hermano y yo fuimos juntos a terapia por un tiempo e incluso hicimos contratos escritos para establecer ciertos límites y reglas de convivencia, aunque no podíamos ser demasiado estrictos. La vida no es una foto, en que uno ordena las cosas para que se vean bien y luego fija la imagen para la posteridad; es un proceso sucio, desordenado, rápido, lleno de imprevistos. Lo único seguro es que todo cambia. A pesar de los contratos, surgían problemas inevitables, así es que era inútil preocuparse, discutir demasiado o tratar de controlar hasta el último detalle; teníamos que abandonarnos al flujo de la existencia cotidiana, confiando en la suerte y en nuestro buen corazón, porque ninguno de los dos hería al otro adrede. Si yo fallaba -y fallaba a menudo-, él me lo recordaba con su característica gentileza y así no volvimos a distanciarnos. Desde hace muchos años nos vemos casi a diario, pero siempre me sorprendo, ese hombre alto, musculoso, con canas y aire de paz. Si no fuese por el innegable parecido con su abuelo paterno, sospecharía en serio que me lo cambiaron en el hospital al nacer y que en alguna parte existe una familia con un hijo chaparrito y explosivo que lleva mis genes. Su vida mejoró al dejar el empleo que tuvo por años. La corporación decidió mandar a hacer el trabajo en la India, donde el costo resultaba menor, y despidió a sus empleados, menos a Nico, porque podía coordinar los programas con la oficina en Nueva Dehli, pero él prefirió marcharse por solidaridad con sus compañeros. Consiguió un trabajo por horas en un banco de San Francisco y además empezó a hacer transacciones en el mercado de valores con bastante acierto. Tiene instinto y sangre fría para eso, tal como Lori y yo le habíamos sugerido hacía bastante tiempo, pero no se lo refregamos; al contrario, le preguntamos cómo se le había ocurrido una idea tan buena. Nos fulminó con una de sus miradas que trizan los vidrios.
El auge del movimiento evangélico me dio el tema del segundo volumen de la trilogía. La derecha cristiana, que los republicanos movilizaron en el año 2000 con mucho éxito para ganar las elecciones presidenciales, siempre ha sido muy numerosa, pero no había determinado la política de este país, que tiene una sólida vocación secular. Durante la presidencia de George W. Bush los evangélicos lograron menos de lo que tenían en su agenda, pero de todos modos los cambios eran notables. En muchas instituciones educacionales ya no se menciona la teoría de la evolución, sino la del «diseño inteligente», eufemismo para la explicación bíblica de la Creación. Dicen que el mundo tiene diez mil años de antigüedad y cualquier evidencia de lo contrario es herejía. Los guías en el cañón del Colorado deben ser prudentes al informar a los turistas de que se pueden leer dos billones de años de historia natural en las capas geológicas. Si se descubren en Noruega veinte fósiles de animales marinos del tamaño de un bus, anteriores a los dinosaurios, los creyentes lo atribuyen a una conspiración de ateos y liberales. Se oponen al aborto y cualquier forma de control de la natalidad, salvo la abstinencia, pero no se movilizan contra la pena de muerte o la guerra. Varios predicadores bautistas insisten en el sometimiento de la mujer al hombre, borrando de un brochazo un siglo de lucha feminista. Millares de familias educan a sus hijos en el hogar para evitar que se contaminen con ideas seculares en las escuelas públicas, y después esos jóvenes asisten a universidades cristianas. El setenta por ciento de los internos en la Casa Blanca durante la administración de Bush provienen de esas universidades. Espero que no se conviertan en los dirigentes políticos del futuro.
Mis nietos viven en la burbuja de California, donde todo esto es una curiosidad, como la poligamia de algunos mormones en Utah, pero se enteran porque oyen hablar a los adultos en la familia. Los puse a pensar en una filosofía incluyente, una forma depurada de espiritualidad opuesta al fundamentalismo de cualquier tendencia. No tenía ideas claras, pero las fui afinando en las conversaciones con ellos y las caminatas con Tabra, que en esos meses hacíamos casi a diario, porque ella todavía estaba pasando por la pena larga de haber perdido a su padre. Recordaba poesías completas y nombres de plantas y flores que él le había enseñado en la infancia.
– ¿Por qué no lo veo como tú ves a Paula? -se preguntaba.
– No la veo, pero la siento dentro, imagino que me acompaña.
– Yo ni siquiera sueño con él…
Hablábamos de los libros que a él le gustaban y de otros que no pudo enseñar, por la censura, en el colegio donde trabajaba. Libros, siempre libros. Tabra se tragaba las lágrimas y se llenaba de entusiasmo cuando hablábamos de mi próxima novela. A ella se le ocurrió que el modelo para el país mítico que yo deseaba podía ser Bután, o el Reino del Dragón del Trueno, como lo llaman sus habitantes, que ella había visitado en su trayectoria de peregrina incansable. Le cambiamos el nombre, al Reino del Dragón de Oro y ella propuso que el dragón fuese una estatua mágica capaz de predecir el futuro. Me gustó la idea de que cada libro estuviera situado en una cultura y un continente distintos y para imaginar el lugar me inspiré en el viaje que hicimos a la India y otro a Nepal, cumpliendo una promesa que te hice hace años, Paula. Tú creías que la India es una experiencia psicodélica y en realidad lo fue. Me pasó lo mismo que en el Amazonas o en África: pensé que lo que había visto era tan ajeno a mi realidad que nunca podría utilizarlo en un libro, pero las semillas germinaron dentro de mí y los frutos aparecieron finalmente en la trilogía juvenil. Como dice Willie, todo se usa tarde o temprano. Si no hubiera estado en esa parte del mundo no habría podido crear el color, las ceremonias, la ropa, el paisaje, la gente, la comida, la religión o la forma de vida.
De nuevo la ayuda de mis nietos resultó muy valiosa. Inventamos una religión tomando ideas del budismo tibetano, del animismo y de libros de fantasía que ellos habían leído. Andrea y Nicole van a un colegio católico bastante liberal, en el que la búsqueda de la verdad, la transformación espiritual y el servicio al prójimo son más importantes que el dogma. Mis nietas aterrizaron allí sin ninguna instrucción religiosa. En la primera semana, a Nicole le tocó explicar el pecado original en una tarea.
– No tengo idea de lo que es eso -dijo.
– Te doy una clave, Nicole: viene de la historia de Adán y Eva -le ofreció Lori.
– ¿Quiénes son ésos?
Creo que el pecado tiene que ver con una manzana -interrumpió Andrea, sin mucha convicción.
– ¿No se supone que las manzanas son buenas para la salud? -la rebatió Nicole.
Nos olvidamos del pecado original y nos sentamos a hablar del. alma, y así se perfiló la espiritualidad del Reino del Dragón de Oro. A las niñas les atraía la idea de ceremonias, rituales, tradición, y a Alejandro la posibilidad de desarrollar capacidades paranormales, como telepatía y telequinesia. A partir de eso me lancé a escribir, y cada vez que me fallaba la inspiración, me acordaba de la ayahuasca y de mi propia infancia, o bien volvía donde Tabra y los niños. Andrea contribuyó a planear el argumento y Alejandro imaginó los obstáculos que protegían a la estatua del dragón: dédalo, venenos, serpientes, trampas, cuchillos y lanzas que caían del techo. Los yetis fueron creación de Nicole, quien siempre deseó conocer a uno de los supuestos gigantes de las nieves eternas, y Tabra aportó a los «hombres azules», una secta criminal de la que oyó hablar en un viaje al norte de la India.
Con mi notable equipo de colaboradores terminé la segunda novela juvenil en tres meses y decidí que en el tiempo sobrante afinaría un librito sobre Chile. El título, Mi país inventado, dejaba en claro que carecía de ecuanimidad científica, era mi visión subjetiva. Desde la distancia del tiempo y la geografía, mis recuerdos de Chile están cubiertos de una pátina dorada, como esos retablos antiguos de las iglesias coloniales. Mi madre, quien leyó la primera versión, temía que el tono irónico del libro cayera como un mazazo en Chile, donde en el mejor de los casos los críticos me descueran.
«Éste es un país de tontos graves», me advirtió, pero yo sabía que no sería así. Una cosa son los literatos y otra somos los chilenos sin ínfulas intelectuales, que a lo largo de los siglos hemos desarrollado un perverso sentido del humor para sobrevivir en esa tierra de cataclismos. En mi época de periodista aprendí que nada nos divierte tanto a los chilenos como burlarnos de nosotros mismos, aunque jamás soportaríamos que lo hiciese un extranjero. No me equivoqué, porque un año más tarde se publicó mi libro sin que nadie me tirara tomates en público. Además, fue pirateado. Dos días después de su publicación aparecieron en las calles del centro de Santiago las pilas de la edición pirata, que se ofrecía a un cuarto del precio oficial, junto a montones de discos, videos e imitaciones de lentes y carteras de diseñadores. Desde el punto de vista moral y económico, el pirateo es un desastre para las editoriales y los autores, pero en cierta forma también es un honor, porque significa que hay muchos lectores interesados y que los pobres pueden comprar el libro. Chile está al día con el progreso. En Asia, los libros de Harry Potter se piratean de manera tan descarada que ya está en la calle un volumen que la autora todavía no ha imaginado. Es decir, hay una chinita en un desván polvoriento escribiendo como J. K. Rowling, pero sin gloria.
El Chile de mis amores es el de mi juventud, cuando tú y tu hermano eran chicos, cuando yo estaba enamorada de tu padre, trabajaba como periodista y vivíamos apretados en una casita prefabricada con paja en el techo. En esa época parecía que nuestro destino estaba bien planeado y que nada malo podía ocurrirnos. El país estaba cambiando. En 1970 Salvador Allende fue elegido presidente y hubo una explosión política y cultural, el pueblo salió a la calle con una sensación de poder que nunca había tenido, los jóvenes pintaban murales socialistas, el aire estaba lleno de canciones de protesta. Chile se dividió y las familias se dividieron también, como la nuestra. Tu Granny marchaba a la cabeza de las protestas contra Allende, aunque desviaba la columna de manifestantes para que no pasaran delante de nuestra casa a tirarnos piedras. Además, ésa fue la época de la revolución sexual y el feminismo, que afectaron a la sociedad casi más que la política y que para mí fueron fundamentales. Entonces ocurrió el golpe militar de 1973 y se desencadenó la violencia, destrozando el pequeño mundo en que nos sentíamos seguros. ¿Cómo habría sido nuestro destino sin ese golpe militar y los años de terror que siguieron? ¿Qué habría sucedido si nos hubiéramos quedado en el Chile de la dictadura? Nunca habríamos vivido en Venezuela, tú no habrías conocido a Ernesto ni Nico a Celia, tal vez yo no hubiera escrito libros, ni hubiera tenido oportunidad de enamorarme de Willie y hoy no estaría en California. Estos devaneos son inútiles. La vida se hace caminando sin mapa y no hay forma de volver atrás. Mi país inventado es un homenaje al territorio mágico del corazón y los recuerdos, al país pobretón y amigable donde tú y Nico pasaron los años más felices de la infancia.
El segundo tomo de la trilogía para jóvenes ya estaba en manos de varios traductores, pero no podía concentrarme en el libro sobre Chile porque un sueño recurrente no me dejaba en paz. Soñaba que
había un bebé en un sótano laberíntico, cruzado por cañerías y cables, como el de la casa de mi abuelo, donde pasé tantas horas de mi infancia entretenida en juegos solitarios. Yo podía llegar hasta el infante, pero no podía sacarlo a la luz. Se lo conté a Willie y él me recordó que sólo sueño con bebés cuando estoy escribiendo, sin duda tenía que ver con el nuevo libro. Como temí que se refiriera a El Reino del Dragón de Oro, revisé una vez más el manuscrito, pero nada me llamó la atención. Ese sueño recurrente siguió molestándome durante semanas, hasta que me llegó la traducción al inglés y pude leerla separada por la distancia de otro idioma, entonces me di cuenta de que había un problema fatal con el argumento: yo había supuesto que los protagonistas, Alexander y Nadia, poseían cierta información que no tenían manera de haber obtenido y que determinaba el final. Debí pedir de vuelta el manuscrito de mis traductores y cambiar un capítulo. Sin aquel infante atrapado en un enmarañado subterráneo, que me fregó la paciencia noche tras noche, ese error se me habría pasado.
La cuestión del tercer volumen de mi trilogía juvenil surgió espontáneamente en una marcha de paz en la que participó toda la familia, después de asistir al servicio dominical en una iglesia metodista célebre en San Francisco: el Glide Memorial Church. Allí se produce una mezcla de razas, ideas y hasta religiones, porque es el lugar de encuentro de budistas, católicos, judíos, protestantes, uno que otro musulmán y agnósticos, deseosos de participar en una celebración de cantos y abrazos, más que de rezos. El pastor es un afroamericano formidable, capaz de remecer los corazones con su entusiasmo para predicar la paz, palabra que en ese momento tenía connotaciones antipatrióticas. La congregación entera, de pie, aplaudió hasta machucarse las palmas y al final del servicio muchos de nosotros salimos a la calle a manifestarnos contra la guerra de Irak.
En medio de una multitud, mi tribu se dio cita, incluidas Celia, Sally y Tabra. Los niños habían pintado pancartas, yo sujetaba a Andrea, para no perderla en el barullo, y Nicole iba a horcajadas sobre los hombros de su padre. Era un día soleado y la gente llevaba un ánimo festivo, tal vez porque comprobamos que los disidentes éramos muchos. Sin embargo, cincuenta mil personas en el centro de San Francisco eran una pulga en el lomo del imperio. Este país es un continente parcelado, resulta imposible medir la magnitud o variedad de las reacciones, porque cada estrato y grupo social, étnico o religioso es una nación bajo el amplio paraguas de Estados Unidos, «hogar de los libres y tierra de valientes». Eso de valientes parecía una burla en ese momento, cuando reinaba el temor. Ernesto tuvo que afeitarse la barba para que no lo bajaran del avión cada vez que intentaba viajar, porque cualquiera con aspecto de árabe, como él, resultaba sospechoso. Se me ocurre que los terroristas de al-Qaida fueron los más sorprendidos con el alcance del atentado. Pensaban hacer un hueco en las torres, nunca imaginaron que se vendrían abajo. Supongo que en ese caso la reacción habría sido menos histérica y el gobierno habría hecho un cálculo más realista del poder del enemigo. Se trataba de grupos reducidos de guerrilleros en unas cuevas lejanas, gente primitiva, fanática y desesperada, sin los recursos para intimidar a Estados Unidos.
El afiche que hizo Andrea decía: PALABRAS, NO BOMBAS. Para una chiquilla que a los diez años comenzó a escribir su primera novela, las palabras eran sin duda poderosas. Le pregunté qué significaba eso de palabras en vez de bombas y me contó que su maestra había pedido a la clase que propusiera formas de resolver el conflicto sin violencia. Ella pensó en su padre y en sí misma, que de chica sufría rabietas fulminantes y arremetía a ciegas.
«Tengo un toro dentro», decía después, cuando la furia se disolvía. En esos momentos Nico la sujetaba con suavidad por los brazos, se arrodillaba para mirarla a los ojos y le hablaba en tono pausado hasta que se calmaba, sistema que con algunas variaciones él siempre emplea en situaciones críticas. Hizo un curso de comunicación sin violencia y no sólo aplica al pie de la letra lo aprendido, sino que lo refresca cada dos años, para que no le falle en una emergencia. Al llegar a la pubertad Andrea consiguió controlar al toro y así le cambió el carácter.
«Ya no me divierte molestar a mi hermana», confesó Alejandro cuando vio que no lograba sacarla de quicio. Andrea tenía razón: las palabras podían ser más eficaces que los puños. El argumento del tercer libro sería la doma del toro de guerra. Mis nietos y yo extendimos un mapa sobre la mesa de mi abuela para ver dónde situaríamos la última aventura de Alexander Cold y Nadia Santos. El Oriente Próximo parecía evidente, era lo que veíamos a diario en el noticiario; sin embargo, la más brutal y extensa violencia sucede en África, donde se cometen genocidios con impunidad. Sería pues una aventura en una aldea africana aislada, donde un militar desquiciado impone el terror y esclaviza a los pigmeos. No me devané los sesos con el título: El Bosque de los Pigmeos. Tabra, quien nunca falla a la hora de la inspiración, me prestó un libro de fotografías de reyes de tribus africanas, cada uno con una indumentaria fantástica. La mayoría ejercía un poder simbólico y religioso, pero no político. En algunos casos su salud y fertilidad representaban la salud y fertilidad del pueblo y la tierra y, por lo mismo, lo despachaban de un machetazo apenas se enfermaba o envejecía, a menos que tuviese la delicadeza de suicidarse. En cierta tribu el rey sólo duraba siete años en el trono; luego lo enviaban a mejor vida y su sucesor se comía su hígado. Uno de los monarcas se jactaba de haber engendrado ciento setenta hijos, y otro aparecía con su harén de mujeres jóvenes, todas embarazadas, él ataviado con una capa de piel de león, plumas y collares de oro macizo, ellas desnudas. En el libro había un par de reinas poderosas, que contaban con su propio harén de muchachas, pero el texto no explicaba quién preñaba a las concubinas en este caso.
Hice mucha investigación, pero cuanto más leía, menos sabía y más se alejaban los horizontes de ese inmenso continente de novecientos millones de personas distribuidas en cincuenta y tres países y quinientas etnias. Por último, encerrada en mi cuchitril, me hundí en la magia; así llegué por vía directa a una selva del África ecuatorial, donde unos infelices pigmeos intentaban librarse de un rey psicópata con la ayuda de gorilas, elefantes y espíritus. La escritura suele ser profética. Meses después de la publicación de El Bosque de los Pigmeos, un coronel tan salvaje como el de mi libro se apoderó de una región al norte del Congo, en un bosque pantanoso, donde mantenía a la población bantú aterrorizada y estaba exterminando a los pigmeos para amparar el tráfico de diamantes, oro y armas. Incluso se hablaba de canibalismo, algo que no me atreví a incluir en el libro por consideración a mis jóvenes lectores.
La primavera de 2003 desató un afán frenético de reproducirse en mi familia. Lori y Nico, Ernesto y Giulia, Tong y Lili, todos querían tener hijos, pero por una extraña coincidencia ninguno podía cumplir esa aspiración por los medios habituales y debían recurrir a los inventos de la ciencia y la tecnología, métodos carísimos que a mí me tocó financiar. Me habían advertido en Brasil que yo pertenecía a la diosa Yemayá, una de cuyas virtudes es la fertilidad: a ella acuden las mujeres que desean ser madres. Había tantas drogas de fecundación, hormonas y esperma suspendidos en el aire, que temí quedar preñada yo también. El año anterior había consultado secretamente a la astróloga, porque me fallaron los sueños. Siempre supe cuántos hijos y nietos iba a tener, los soñé hasta con sus nombres; sin embargo esta vez, por mucho que me esforcé, ninguna visión nocturna vino a darme una clave respecto a estas tres parejas. No conozco a la astróloga, sólo tengo su teléfono en Colorado, pero confío en ella porque sin habernos visto nunca ha podido describir a mi familia como si fuese la suya. Al único que no le ha hecho su carta astral es a Nico, porque no me acuerdo a qué hora nació y él se niega a facilitarme su certificado de nacimiento, pero la mujer me dijo que este hijo era mi mejor amigo Y que estuvimos casados en una reencarnación anterior. Lógicamente, él no quiere oír hablar de esa horrenda posibilidad y por eso esconde el certificado. Tu hermano no cree en la reencarnación, porque matemáticamente es imposible, y menos en la astrología, por supuesto, pero considera que no está de más tomar precauciones. Yo tampoco creo a pie juntillas, pero no hay que cerrarse ante un misterio tan útil para la literatura.
– ¿Cómo explicas que esa señora sepa tanto de mí? -le pregunté a Nico.
– Te buscó en la internet o leyó Paula.
– Si investigara a cada cliente para hacer trampa, necesitaría un equipo de asistentes y tendría que cobrar mucho más caro. A Willie no lo conoce nadie y no figura en internet; sin embargo ella pudo describirlo físicamente. Dijo que era alto, de espaldas anchas, cuello grueso, guapo.
– Eso es muy subjetivo.
– ¡Pero cómo va a ser subjetivo, Nico! De mi hermano Juan nadie diría que es alto, de espaldas anchas, cuello grueso y guapo.
En fin, no saco nada con discutir estos temas con tu hermano. El caso es que la astróloga ya me había dicho que Lori no podría tener hijos propios, pero «sería madre de varios niños». Yo lo interpreté como que sería madre de mis nietos, pero por lo visto había otras posibilidades. De Ernesto y Giulia dijo que no lo intentaran hasta la primavera del año siguiente, cuando las estrellas estaban en la posición ideal, porque antes no resultaría. Tong y Lili, en cambio, tendrían que aguardar mucho más y tampoco era seguro que el bebé fuese de ellos, podría ser adoptado. Ernesto y Giulia decidieron obedecer a las estrellas y al llegar la primavera de 2004 empezaron el tratamiento de fertilidad. Cinco meses después, Giulia quedó embarazada, se infló como un dirigible y pronto se supo que esperaba dos niñas.
Un día estábamos en un restaurante con Juliette, Giulia y Lori comentando el hecho de que la mitad de las mujeres jóvenes que conocíamos, incluso la peluquera y la profesora de yoga, estaban preñadas o acababan de dar a luz.
– ¿Recuerdas que te propuse tener un bebé para ti, Isabel? -dijo Juliette.
– Sí. Y yo te contesté que ni loca tendría un crío a esta edad.
– Esa vez te dije que sólo lo haría por ti, pero ahora pienso que también lo haría por Lori.
Se produjo un minuto de quietud en la mesa mientras las palabras de Juliette se abrían camino hacia el corazón de Lori, quien rompió a llorar cuando comprendió lo que esa amiga acababa de ofrecerle. No sé lo que pensó el mesero, pero nos trajo torta de chocolate por iniciativa propia, gentileza de la casa.
Entonces comenzó un largo y complicado proceso que Lori, con su perseverancia y organización, llevó a cabo paso a paso durante casi un año. Primero había que decidir si Nico sería el padre, por el asunto de la porfiria. Después de hablar entre ellos y en familia, decidieron que estaban dispuestos a correr el riesgo, porque para Lori era importante que el niño o la niña fueran de su marido. Luego debían conseguir un óvulo, que no podía ser de Juliette, porque si ella era la madre, no sería capaz de desprenderse del niño después. A través de la clínica escogieron a una donante brasilera porque tenía cierto parecido contigo, Paula, un aire de familia. Ella y Juliette tuvieron que someterse a altas dosis de hormonas, la primera para producir varios óvulos que se pudiesen cosechar, y la segunda para preparar su vientre. Los óvulos fueron fertilizados en un laboratorio, luego se implantaron los embriones en Juliette. Yo temía por Lori, que podía sufrir otra frustración, pero sobre todo por Juliette, que ya había cumplido más de cuarenta años y era viuda con dos niños. Si algo le sucedía a ella, ¿qué sería de Aristóteles y Aquiles? Como si me adivinara el pensamiento, Juliette nos pidió a Willie y a mí que nos hiciéramos cargo de sus hijos si ocurría una desgracia. Habíamos alcanzado los límites del realismo mágico.
Lili, la joven esposa de Tong, aguantó durante un año los abusos de su suegra, hasta que se le agotó la sumisión. Si su marido no hubiera intervenido, la habría estrangulado con las manos peladas, un crimen fácil, porque la señora tenía un cuello de pollo. El escándalo que se armó debió de ser mayúsculo, porque el Departamento de Policía de San Francisco mandó a un oficial que hablaba chino para separar a los miembros de ese hogar. Para entonces Lili había demostrado que hablaba en serio cuando dijo que no había venido a América por la visa, sino para formar una familia. No tenía ninguna intención de divorciarse, a pesar de la suegra y del mal carácter de Tong, quien todavía sospechaba que ella pediría el divorcio apenas se cumpliera el plazo que estipulaba la ley para la visa.
Después del fallido estrangulamiento, Tong comprendió que la esposa sumisa que había encargado por correo era un mujerón de armas tomar. Su madre, asustada por primera vez en sus setenta y tantos años, manifestó que no podía seguir viviendo con esa nuera que en cualquier descuido la mandaría a reunirse con sus antepasados. Obligó a Tong a elegir entre su mujer, esa bruta conseguida por dudosos medios electrónicos, como dijo, o ella, su legítima madre, con quien había vivido siempre. Lili no dejó que su marido lo pensara demasiado. Se puso firme y consiguió no ser ella quien saliera de la casa, sino su suegra. Tong instaló a su madre en un apartamento para gente mayor en pleno Chinatown, donde ahora juega al mahjong con otras damas de su edad. Vendieron la casa y se compraron otra, pequeña y moderna, cerca de la nuestra. Lili se arremangó y se lanzó a la tarea de convertirla en un hogar como el que siempre quiso. Pintó las paredes, arrancó las malezas del jardín, la decoró con cortinas blancas almidonadas, muebles claros de buena factura, plantas y flores frescas. Incluso colocó con sus propias manos pisos de bambú y ventanas francesas.
Me enteré de estos pormenores muy de a poco mediante gestos, dibujos y las pocas palabras chapurreadas en inglés que Lili y yo tenemos en común, hasta que en el verano llegó mi madre de Chile y en menos de cinco minutos estaba sentada con Lili en la sala tomando té y conversando como antiguas amigas. No sé en qué lengua, porque ni Lili habla español ni mi madre mandarín y el inglés de ambas deja bastante que desear.
Dos días más tarde mi madre me anunció que estábamos convidadas a cenar a casa de Lili y Tong. Le expliqué que eso era imposible, había entendido mal. Tong lleva media vida con Willie y el único evento social que ha compartido con nosotros fue la boda de Nico, porque Lori lo obligó.
«Así será, pero esta noche vamos a cenar con ellos», replicó. Tanto majadeó, que para tranquilizarla la llevé, con la idea de que podríamos tocar el timbre con algún pretexto y así ella comprobaría que se había equivocado, pero al llegar vimos a Lili sentada en una silla en la calle, esperándonos. Su casa estaba vestida de fiesta, con ramos de flores, y en la cocina había una docena de platos diferentes que ella terminó de preparar sirviéndose de dos palillos. Los movía en el aire, pasando ingredientes de una olla a otra con mágica precisión, mientras mi madre, instalada en el sillón de honor, parloteaba con ella en una lengua marciana. A la media hora llegaron Willie y Tong y entonces pude comunicarme con Lili mediante un intérprete. Después de devorar el banquete le pregunté por qué había dejado su país, su familia, su cultura y su trabajo como enfermera quirúrgica para correr la extraña aventura de casarse a ciegas y trasladarse a América, donde siempre sería extranjera.
– Fue por las ejecuciones -tradujo Tong.
Supuse que había un error lingüístico, ya que el inglés de Tong no es mucho mejor que el mío, pero Lili repitió lo dicho y luego, con ayuda de su marido y exagerada mímica, nos explicó por qué se había incluido entre las miles de mujeres que salen de su país para casarse con un desconocido. Nos dijo que cada tres o cuatro meses, cuando avisaban de la prisión, ella debía acompañar al cirujano jefe del hospital a las ejecuciones. Partían en coche, con una caja llena de hielo, y viajaban cuatro horas por caminos rurales. En la prisión los conducían a un sótano, donde había media docena de prisioneros alineados, con las manos atadas en la espalda y los ojos vendados, esperándolos. El comandante daba una orden y los guardas les disparaban en la sien a quemarropa. Apenas caían los cuerpos al suelo, el cirujano, ayudado por Lili, procedía a arrancarles rápidamente los órganos para transplante: riñones, hígado, ojos para extraer las córneas, en fin, lo que se pudiera usar. Volvían de esa carnicería cubiertos de sangre, con la hielera repleta de órganos, que después desaparecían en el mercado negro. Era un próspero negocio de ciertos médicos y el jefe de la prisión.
Nos contó esta macabra historia con la elocuencia de una consumada actriz del cine mudo, ponía los ojos en blanco, se disparaba en la cabeza, caía al suelo, empuñaba un bisturí, cortaba, arrancaba órganos, todo con tal detalle, que a mi madre y a mí nos dio un ataque de risa nerviosa, ante la mirada horrorizada de los demás, que no entendían qué diablos nos parecía tan cómico. La risa alcanzó niveles de histeria cuando Lili agregó que en una ocasión el coche se dio vuelta en el camino cuando venían de regreso de la prisión, el cirujano murió al instante y ella quedó abandonada en un descampado con un cadáver despachurrado al volante y un cargamento de órganos humanos reposando en hielo. A menudo me he preguntado si entendimos bien la historia, si fue una broma de Lili o si en realidad esa encantadora mujer, que recoge a mis nietos en la escuela y cuida a mi perra como si fuera su hija, pasó por esas espeluznantes experiencias.
– Claro que es cierto -opinó Tabra, cuando se lo conté-. En China hay un campo de concentración asociado con un hospital, donde han desaparecido miles de personas. Les arrancan los órganos cuando están vivas y creman los cuerpos. Los refugiados que trabajan en mi taller cuentan historias tan terribles como ésa. En sus países hay gente tan pobre que vende sus riñones para alimentar a sus hijos.
– ¿Y quién los compra, Tabra?
– Los ricos, incluso aquí, en América. Si uno de tus nietos necesitara un órgano para seguir viviendo y alguien te lo ofreciera, ¿no lo comprarías sin hacer preguntas?
Era uno de los interrogantes que me planteaba en nuestras caminatas por el bosque. En vez de gozar del aroma de los árboles y el canto de los pajarillos, yo solía volver descompuesta de esos paseos. Pero no siempre discutíamos las atrocidades cometidas por la humanidad, o la política, también hablábamos de Lagarto Emplumado, quien hacía apariciones esporádicas en la vida de mi amiga y luego se esfumaba por meses. El ideal de Tabra sería tenerlo de adorno, con sus trenzas y collares, en una tienda comanche en su patio.
– Me parece poco práctico, Tabra. ¿Quién se haría cargo de alimentarlo y lavarle los calzoncillos? Tendría que usar tu baño y después te tocaría limpiarlo a ti -le dije, pero ella es impermeable a ese tipo de razonamiento mezquino.
Tres veces le colocaron a Juliette los embriones de laboratorio formados por los óvulos de la donante brasilera y el esperma de Nico. En las tres ocasiones nuestra tribu estuvo durante semanas con el alma suspendida de un hilo aguardando los resultados. Invocamos los recursos mágicos de siempre. En Chile, mi amiga Pía y mi madre acudieron al santo nacional, el padre Hurtado, mediante nuevas donaciones para sus obras de caridad. La imagen de ese santo revolucionario, que todos los chilenos llevamos en el corazón, es la de un hombre joven y enérgico, vestido con sotana negra y con una pala en la mano, trabajando. Su sonrisa nada tiene de beatitud, sino de desafío. Fue él quien acuñó tu frase favorita: «Dar hasta que duela». El tercer implante de embriones, después del fracaso de los dos primeros, fue en el verano. Un año antes, Lori y Nico habían planeado un viaje a Japón y decidieron realizarlo, porque si se cumplía la ilusión de tener un bebé serían sus últimas vacaciones en mucho tiempo. Recibirían la noticia allá y si era positiva podrían celebrarlo, mientras que si era negativa dispondrían de un par de semanas de intimidad y silencio para resignarse, lejos de las condolencias de amigos y parientes.
Una de esas madrugadas desperté sobresaltada. La habitación estaba apenas iluminada por el sutil resplandor del amanecer y una lamparita que siempre dejamos encendida en el pasillo. El aire estaba inmóvil y la casa envuelta en un silencio anormal; no se oían los ronquidos acompasados de Willie y Olivia, ni el murmullo habitual de las tres palmeras bailando en la brisa del patio. De pie junto a mi cama había dos niños pálidos tomados de la mano, una niña de unos diez años y un chico algo menor. Vestían ropa del mil novecientos, con cuellos de encaje y botines de charol. Me pareció que tenían una expresión muy triste en sus grandes ojos oscuros. Nos miramos por un segundo o dos y, cuando encendí la luz, desaparecieron. Me que dé un rato esperando en vano a que volvieran y por último, cuando se me calmó el galope del corazón, me fui en puntillas a llamar a Pía.
En Chile eran cinco horas más tarde y mi amiga estaba en cama, bordando una de sus carteras de trapitos.
– ¿Crees que esos niños tienen algo que ver con Lori y Nico? -le pregunté.
– ¡Por supuesto que no! Son los hijos de las dos señoras inglesas -respondió con tranquila convicción.
– ¿Cuáles?
– Las señoras que me visitan, las que atraviesan las paredes. ¿No te he contado de ellas?
El día acordado, Lori y Nico debían llamar a la enfermera que coordinaba el tratamiento en la clínica de fertilidad, una mujer con vocación de madrina que trataba cada caso con delicadeza, porque comprendía cuánto estaba en juego para esas parejas. Debido a la diferencia de hora entre Tokio y California, fijaron la alarma del reloj para las cinco de la madrugada. Como no se podía hacer llamadas internacionales desde la habitación, se vistieron deprisa y bajaron a la recepción del hotel, donde en ese momento no encontraron a nadie que pudiese ayudarlos, pero sabían que fuera había una cabina de teléfono. Salieron a una callejuela lateral, que durante el día era un hervidero de actividad gracias a los restaurantes populares y tiendas para turistas del barrio, pero a esa hora estaba desierta. La anticuada cabina, arrancada de una película de los años cincuenta, funcionaba sólo con monedas, pero Lori lo había previsto y llevaba las Suficientes para comunicarse con la clínica. La sangre le martillaba en las sienes y temblaba de ansiedad al marcar el número, con una
plegaria en los labios. En esos instantes se definía su futuro. Desde el otro lado del planeta le llegó la voz de la madrina.
«No resultó, Lori, lo lamento mucho; no entiendo lo que pasó, los embriones eran de primera…», dijo, pero ella ya no la escuchaba. Colgó el auricular anonadada y cayó en brazos de su marido. Y ese hombre, que tanto se había resistido a la idea de traer más hijos al mundo, soltó un sollozo, porque estaba tan ilusionado como ella con la idea de un niño de los dos. Se abrazaron sin una palabra y minutos más tarde salieron tambaleándose de la cabina a esa calle vacía, silenciosa, gris en la penumbra del alba. Por los huecos de ventilación en las aceras salían columnas de vapor que daban un aire fantasmagórico a aquel escenario, apropiado a la desolación que los embargaba. El resto de ese viaje a Japón fue un tiempo de convalecencia. Nunca habían estado tan unidos. En la tristeza compartida se encontraron a un nivel muy profundo, desnudos, sin defensas.
Algo cambió en Lori después de esto, como si un vaso se hubiese roto en su pecho y aquel deseo obsesivo, que había sido su esperanza y su tormento se escurriera como el agua. Se dio cuenta de que no podía continuar junto a Nico vencida por la frustración. No sería justo con él. Nico merecía la clase de amor rendido y alegre que tanto habían intentado cultivar entre los dos. Entonces comprendió que había llegado al final de un tortuoso camino y debía arrancarse de raíz la ansiedad de ser madre para poder seguir viviendo. Después de haber probado todos los recursos posibles, era evidente que un hijo propio no estaba en su destino, pero los niños de su marido, que llevaban varios años a su lado y la querían mucho, podrían llenar ese vacío. Esta resignación no ocurrió de un día para otro, pasó casi un año enferma del cuerpo y del alma. Lori siempre fue delgada, pero en cosa de semanas perdió varios kilos y quedó en los huesos, con los ojos hundidos. Se lesionó un disco en la columna y durante meses estuvo casi inválida, tratando de funcionar a punta de calmantes para el dolor, tan fuertes que la hacían alucinar. En algunos momentos estuvo desesperada, pero llegó un día en que emergió de ese largo duelo curada de la espalda, sana del alma y transformada en otra mujer. El cambio lo notamos todos. Recuperó peso, rejuveneció, se dejó crecer el pelo, se pintó los labios, reinició su práctica de yoga y sus largas caminatas por los cerros, pero ahora por deporte y no para escapar. Volvió a reírse de esa manera contagiosa que había seducido a Nico, como no la habíamos oído reírse en mucho, mucho tiempo. Entonces pudo por fin entregarse a los niños a pleno corazón, con alegría, como si se hubiese despejado la neblina y pudiera verlos con precisión. Eran suyos. Sus tres hijos. Los hijos que le anunciaron las conchitas de Bahía y la astróloga de Colorado.
Willie y Lori han trabajado juntos en el burdel de Sausalito durante años, compartiendo incluso el baño. Es divertido observar la relación de ese par de personas que ya no pueden ser más diferentes. Al desorden, el apuro y las maldiciones de Willie, Lori opone calma, orden, precisión y finura. A mediodía él se come unas longanizas picantes que pueden perforar los intestinos de un rinoceronte y dejan el ambiente perfumado a ajo, y Lori picotea ensalada macrobiótica con tofu. Él entra a la oficina con botas de obrero metalúrgico embarradas, porque viene de caminar con la perra, y Lori amablemente limpia la escalera, para evitar que algún cliente se resbale y se rompa la crisma. Willie junta montañas de papeles sobre su escritorio, desde documentos legales hasta servilletas usadas de papel, y cada cierto tiempo Lori hace una pasada rápida y se los bota a la basura; él ni cuenta se da, o tal vez lo nota, pero no patalea. Ambos comparten el vicio de la fotografía y de los viajes. Se consultan todo y se celebran mutuamente, sin muestras obvias de sentimentalismo: ella siempre eficiente y tranquila, él siempre apurado y gruñón. Ella le arregla la computadora, le mantiene al día la página web y le prepara albóndigas con la receta de su abuela; él comparte con ella lo que compra al por mayor, desde papel para el baño hasta papayas, y la quiere más que a nadie en esta familia, excepto a mí… tal vez.
Willie se burla de ella, por supuesto, pero también aguanta SUS bromas. Una vez Lori hizo con primor un letrero engomado y se lo pegó en el parachoques trasero del coche. Decía: PAREZCO MUY MACHO, PERO USO CALZONES DE MUJER. Willie manejó durante un par de semanas con el letrero, sin entender por qué tantos hombres le hacían señales desde otros coches. Considerando que vivimos en el lugar del mundo donde posiblemente hay más homosexuales per cápita, no era de extrañar. Cuando descubrió el letrero casi le da una apoplejía.
De vez en cuando la alarma del burdel se dispara sola, sin provocación alguna, lo que suele producir inconvenientes, como aquella vez en que Willie llegó a tiempo para oír el ruido atronador de la alarma y entró rápidamente por la cocina -en el piso de abajo- para apagarla. Era por la tarde, en invierno, y estaba más o menos oscuro. En ese momento descendió por la escalera un policía, que había entrado a patadas por la puerta principal, con lentes de sol y una pistola en la mano, y lo conminó a grito pelado a poner las manos en alto.
«Calma, hombre, soy el dueño», trató de explicarle mi marido, pero el otro le ordenó que se callara. Era joven e inexperto, se puso nervioso y siguió aullando y pidiendo refuerzos por su teléfono, mientras el caballero de pelo blanco, con la cara aplastada contra la pared, hervía de rabia. El incidente se disolvió sin consecuencias cuando llegaron otros agentes armados como para un combate y, después de cachear a Willie, atendieron a sus razones. Esto causó una interminable retahíla de maldiciones de Willie y verdaderos ataques de risa de Lori, aunque se hubiera reído menos si la víctima hubiera sido ella. Una semana más tarde estábamos todos trabajando y empezaron a llegar algunos amigos de Lori, que también son muy amigos nuestros. Me pareció un poco raro, pero estaba en el teléfono con un periodista de Grecia y me limité a saludarlos de lejos con un gesto. Terminé de hablar justamente cuando entraba un agente de policía, alto, joven, rubio y muy guapo, con lentes de sol y pistola al cinto, que pidió hablar con el señor Gordon. Lori llamó a Willie y él bajó desde el segundo piso dispuesto a decirle a ese uniformado que si lo seguían jorobando iba a meterle juicio al Departamento de Policía. Los amigos se instalaron en la escalera a observar el espectáculo.
El guapo agente de policía enarboló un atado de papeles y le dijo a Willie que se sentara porque tenía que llenar unos formularios. De malas pulgas, mi marido obedeció. Entonces oímos una música árabe y el hombre empezó a danzar como una enorme odalisca y a quitarse la gorra primero, las botas después, enseguida la pistola, la chaqueta y los pantalones, ante el horror absoluto de Willie, que retrocedió, rojo como cangrejo cocido, seguro de que estaba ante un enfermo mental escapado de un sanatorio. Las carcajadas del público, que observaba desde la escalera, le dieron la clave de que se trataba de un actor contratado por Lori, pero para entonces el bailarín no tenía encima más que los lentes de sol y una mínima tanga que no cubría del todo sus partes íntimas.
Considerando que trabajamos en el mismo local, manejamos el bufete de Willie, la fundación y mi oficina entre todos, nos vemos casi a diario, vamos juntos de vacaciones a los confines del planeta y vivimos en un radio de seis cuadras, es sorprendente que nos llevemos tan bien. Milagro, diría yo. Terapia, diría Nico.
En contra de lo que podría esperarse, mis juicios lapidarios sobre la novela de Willie y su enano pervertido no provocaron una guerra entre nosotros, como hubiese ocurrido si a Willie se le ocurriera la temeraria idea de hacer una crítica negativa de mis libros, pero era evidente que yo no era la persona adecuada para ayudarlo, que necesitaba un editor profesional. En eso apareció una joven agente literaria que se interesó mucho por el libro al principio y se dedicó a inflarle el ego a mi marido; sin embargo, poco a poco se le fue enfriando el entusiasmo. Al cabo de seis meses lo felicitó por el esfuerzo, le aseguró que tenía talento y le recordó que muchos autores, incluido Shakespeare, habían escrito páginas cuyo destino final fue un baúl. Había varios baúles en nuestra casa donde el enano podría dormir el sueño de los justos por tiempo indefinido mientras él pensaba en otro tema. Willie no hizo caso de las opiniones ajenas y mandó el libro a otros agentes y a algunas editoriales, que se lo devolvieron con una cortés, aunque rotunda, negativa. Lejos de deprimirlo, aquellas cartas de condenación reforzaron su espíritu de lucha; mi marido no es de los que se dejan apabullar por la realidad. Esta vez no me burlé de él, porque se me ocurrió que la literatura podría darle sentido a la última parte de su existencia. Si lo que había dicho la agente era cierto y Willie tenía talento, y si se tomaba el asunto en serio y era capaz de convertirse en escritor después de los sesenta años, yo no tendría que cuidar a un viejo gagá en el futuro. Resultaba muy conveniente para los dos: la creatividad lo podría mantener alegre y sano hasta una edad avanzada.
Una noche, abrazados en la cama, le expliqué las ventajas de escribir sobre lo que uno conoce. ¿Qué sabía él de enanos sodomitas? Nada, a menos que estuviese proyectando en ese lamentable personaje algún aspecto de su carácter que yo ignoraba. En cambio, tenía más de treinta años como abogado y una memoria formidable para los detalles. ¿Por qué no exploraba el género detectivesco? Cualquiera de los muchos casos que había tratado podía servirle de punto de partida. No hay nada tan entretenido como un sangriento asesinato. Se quedó meditando sin decir palabra. Al día siguiente íbamos paseando por el barrio chino de San Francisco y vimos a un chino albino esperando en una esquina.
«Ya sé cuál será mi próxima novela. Será un caso criminal con un chino albino como ése», me anunció en el mismo tono en que mencionó por primera vez su aspiración literaria en la feria sadomasoquista de San Francisco, donde vio al enano con una correa de perro. Dos años más tarde su novela se publicó en España bajo el título Duelo en Chinatown y otros editores la compraron para traducirla a varias lenguas. Fuimos juntos al lanzamiento de la novela en Madrid y Barcelona, acompañados por sus hijos y un par de amigos fieles dispuestos a aplaudirlo. En todas partes la prensa lo recibió con curiosidad y después de hablar con él publicaron artículos llenos de simpatía, porque se ganaba a todos, especialmente a las mujeres, con su llaneza. No tiene ninguna pretensión, sólo la mirada azul y la sonrisa atrevida bajo el ala de su eterno sombrero. El día del lanzamiento del libro en Madrid uno de los asistentes le preguntó si pretendía ser famoso, y contestó, emocionado, que ya tenía más de lo que nunca soñó; el hecho de que la prensa estuviese allí y algunas personas quisieran leer su libro era un regalo. Los desarmó, mientras su editor se retorcía en la silla porque nunca le había tocado un autor tan honesto. Por una vez, fue mi turno de llevar las maletas y así pude pagarle en una mínima parte los plomazos que ha soportado durante años acompañándome por el mundo.
– Goza de este momento, Willie, porque no volverá a repetirse. La alegría de ver el primer ejemplar de tu primer libro es única. Si hay otras publicaciones en el futuro, no podrán compararse con ésta -le advertí, acordándome de lo que sentí con la primera edición de La casa de los espíritus, que guardo envuelta en papel de seda, firmada por los actores que hicieron la película y los de la obra de teatro en Londres.
Su español arrabalero y salpicado de modismos mexicanos y palabras en inglés le hizo ganar puntos a Willie; el resto lo hizo su sombrero Borsalino, que le da un aire de detective de los años cuarenta. Apareció en muchos periódicos y revistas, lo entrevistaron en varias radios y tenemos una foto en una librería de España y otra de Chile donde Duelo en Chinatown está en el escaparate entre los libros más vendidos. En un programa de radio mencionó al patético enano del libro frustrado y después, en el hotel, se le acercó un hombre para decirle que lo había oído.
– ¿Cómo sabe que era yo? -le preguntó Willie, extrañado.
– La entrevistadora mencionó su sombrero. Quiero decirle que tengo un amigo que es enano y tan pervertido como el de su novela. No le haga caso a su mujer, publíquela no más. Se venderá como rosquillas, a todo el mundo le gustan los enanos depravados.
Un mes más tarde, en México, alguien le contó que a comienzos del mil novecientos había un burdel en Juárez con doscientas prostitutas enanas, ¡Doscientas! Incluso le dio a Willie un libro sobre aquella casa de lenocinio al estilo de Fellini. Me temo que esto pueda provocar en mi marido el deseo de rescatar su abominable hombrecillo del baúl.
Nunca he visto a Willie tan feliz. Definitivamente, no tendré que cuidar a un anciano baboso, porque en el avión sacó su bloc amarillo y empezó a escribir otra novela policial. La astróloga de Colorado le pronosticó que los últimos veintisiete años de su vida serían muy creativos, así es que puedo estar tranquila hasta que mi marido cumpla noventa y seis.
– ¿Tú crees en esas cosas? -le pregunté a Carmen Balcells, mi agente, cuando se lo conté.
– Si se puede creer en Dios, también se puede creer en la astrología -me contestó.
En febrero de 2004, el alcalde de San Francisco cometió un error político al tratar de legalizar las uniones de homosexuales, porque galvanizó a la derecha cristiana en defensa de los «valores de la familia». Impedir el matrimonio de los gays se convirtió en el estandarte político de los republicanos para la reelección de Bush ese mismo año; es asombroso que eso pesara más a la hora de votar que la guerra en Irak. El país no estaba maduro para una iniciativa como la del alcalde. La llevó a cabo durante un fin de semana, cuando los tribunales estaban cerrados, para que ningún juez alcanzara a impedirlo. Apenas anunciaron la noticia, se presentaron cientos de parejas ante el Registro Civil, una fila interminable bajo la lluvia. En las horas siguientes llegaron de muchas partes mensajes de felicitación y ramos de flores, que alfombraron la calle. Las primeras en casarse fueron dos ancianas de ochenta y tantos, feministas de cabello blanco, que habían vivido juntas más de cincuenta años; les seguían dos hombres que se presentaron con un bebé cada uno colgado de una bolsa al pecho, mellizos adoptados. La gente en esa larga cola deseaba tener una vida normal, criar hijos, comprar una casa a medias, heredar, acompañarse en la hora de la muerte. Nada de los valores de la familia, por lo visto. Celia y Sally no formaron parte de esa multitud porque pensaron que la iniciativa del alcalde sería declarada ilegal muy pronto, como de hecho sucedió.
Ya hacía mucho tiempo que Sally y el hermano de Celia se habían divorciado. Con la martingala de casarse, él obtuvo su visa
americana, pero no la usó por mucho tiempo, ya que decidió regresar a Venezuela, donde por último se casó con una linda joven, mandona y divertida, tuvo un niño encantador y encontró el destino que se le escabullía en Estados Unidos. Eso les permitió a Sally y Celia unirse legalmente en una «sociedad doméstica». Imagino que debió de ser un poco complicado dilucidar ante las autoridades que Sally se había «casado» con dos personas del mismo apellido pero de diferente sexo. A los niños, que habían visto la foto de boda de ella con su tío, no hubo que darles demasiadas explicaciones: entendieron desde el comienzo que fue un favor que Sally le hizo a él; creo que ningún enredo familiar asusta a mis nietos.
Celia y Sally se han convertido en un viejo matrimonio, tan cómodas y burguesas que cuesta reconocerlas como las atrevidas muchachas que años antes desafiaron a la sociedad para amarse. Les gusta ir a restaurantes o quedarse en la cama viendo su programa favorito de televisión, suelen organizar fiestas en su minúscula casa, donde se las arreglan para recibir a cien personas con comida, música y baile. Una es noctámbula y la otra se duerme a las ocho de la noche, así es que sus horarios no calzan.
– Debemos hacer citas a mediodía, con la agenda en la mano, o viviríamos como camaradas en vez de como amantes. Encontrar momentos de intimidad cuando hay tanto trabajo y tres niños es todo un proyecto -me confesó Celia, riéndose.
– Es más información de la que necesito, Celia.
Terminaron de remodelar su casa, convirtieron el garaje en Un cuarto de televisión y pieza para Alejandro, que ya está en edad de contar con privacidad. Tienen un perro llamado Poncho, negro, manso y enorme, como el Barrabás de mi primera novela, que duerme en las camas de los niños por turnos, una noche con cada uno. Su llegada espantó a los dos gatos cascarrabias, que escaparon por los tejados y no volvieron a aparecer. Cuando mis nietos se van a pasar la semana
en casa de su padre, el infeliz Poncho se echa al pie de la escalera con los ojos mustios esperando el próximo lunes.
Celia descubrió la pasión de su vida: la bicicleta de montaña. Aunque ya tiene más de cuarenta años, gana premios en carreras de largo aliento, compitiendo con jóvenes de veinte, y armó una pequeña empresa de excursiones en bicicleta: Mountain Biking Marin. Hay fanáticos que vienen de lejanos lugares a seguirla cerro abierto hacia las alturas.
Me parece que estas dos mujeres están contentas. Trabajan para mantenerse, pero no se matan por juntar dinero, y coinciden en que su prioridad son los niños, al menos hasta que crezcan y se independicen. Recuerdo los tiempos en que Celia vomitaba a escondidas porque estaba atrapada en una existencia que no le correspondía. Tienen la suerte de vivir en California, en los albores del siglo XXI; en otro sitio y en otro tiempo habrían enfrentado implacables prejuicios. Aquí, ni siquiera en el colegio católico de las niñas es un problema que sean gays; no es eso lo que las define. La mayoría de sus amigos son parejas, padres de otros niños, familias comunes y corrientes. Sally asumió el papel de dueña de la casa, mientras que Celia suele comportarse como la caricatura de un marido latinoamericano.
– ¿Cómo la aguantas, Sally? -le pregunté una vez, cuando la vi cocinando y ayudando a Nicole con su tarea de matemáticas, mientras Celia, vestida con unos pantalones indecentes y un casco de loca, andaba pedaleando por senderos de montaña con unos turistas.
– Porque nos divertimos mucho juntas -me respondió, revolviendo la olla.
En esta aventura de formar pareja hay mucho de azar, pero también de intención. Muchas veces, en las entrevistas, algún periodista me pregunta «el secreto» de la notable relación que Willie y yo tenemos. No sé qué contestar, porque no conozco la fórmula, si es que existe, pero siempre recuerdo algo que aprendí de un compositor que nos visitó con su mujer. Tenían alrededor de sesenta años, pero se veían jóvenes, fuertes y llenos de entusiasmo. El músico nos explicó que se habían casado – o mejor dicho, habían renovado el compromiso- siete veces durante su largo amor. Se conocieron cuando eran estudiantes en la universidad, se enamoraron a primera vista y han estado juntos por más de cuatro décadas. Pasaron por varias etapas y en cada una cambiaron y estuvieron a punto de separarse, pero optaron por revisar la relación. Después de cada crisis decidieron permanecer casados un tiempo más, porque descubrieron que seguían queriéndose, aunque ya no eran los mismos de antes.
«En total, hemos pasado por siete matrimonios y seguramente nos faltan varios más. No es lo mismo ser pareja cuando uno está criando niños, sin dinero y sin tiempo libre, que cuando uno está en la madurez, ya realizados en la profesión y esperando al primer nieto», dijo. Nos contó, por ejemplo, que en los años sesenta, en plena locura hippie, vivían en una comuna con veinte jóvenes ociosos, donde él era el único que trabajaba; los demás pasaban el día en una nube de marihuana, tocando la guitarra y recitando en sánscrito. Un día se cansó de mantenerlos y los sacó a puntapiés de la casa. Ése fue un momento crucial en que debió ajustar las reglas del juego con su mujer. Luego vino la etapa materialista de los años ochenta, que casi destruyó su amor porque los dos andaban corriendo detrás del éxito. También en esa ocasión optaron por hacer cambios fundamentales y volver a comenzar. Y así, una y otra vez. Me parece una fórmula muy acertada, que Willie y yo hemos debido poner en práctica en más de una ocasión.
Las mellizas de Ernesto y Giulia nacieron una soleada mañana de junio de 2005. Alcancé a llegar al hospital en el momento en que Ernesto acababa de recibir a sus dos hijas y estaba sentado con dos paquetes rosados en los brazos, llorando. También yo me puse a llorar de alegría, porque esas criaturas representaban un final definitivo para la viudez y el comienzo de otra etapa en la vida de este hombre. Ahora era padre. Al ver a las niñas recién nacidas, Willie opinó que una se parecía a Mussolini y la otra a Frida Kahlo, pero un par de semanas después, apenas se les asentaron las facciones, pudimos comprobar que eran un par de chiquillas bellas: Cristina, rubia y alegre como su madre; Elisa, morena e intensa como su padre. Son tan diferentes de aspecto y personalidad que parecen haber sido adoptadas, una en Kansas y la otra en Tenerife. Giulia se volcó entera en sus hijas, hasta tal punto que durante más de un año no se le ha podido hablar de otra cosa. Logró entrenarlas para que durmieran y comieran al mismo tiempo; eso le da unos minutos de libertad entre dos siestas, que emplea en ordenar el caos. Las está criando con música latina, idioma español y sin miedo a gérmenes ni accidentes. Los chupetes andan por el suelo, y de allí a la boca, sin que nadie haga aspavientos; más tarde las mellizas descubrirían, antes de aprender a caminar, la forma de subir y bajar por las escaleras de cerámica con cantos filudos arrastrándose por la panza. Cristina es una comadreja incapaz de estar quieta, que se asoma al abismo de los balcones con una indiferencia de suicida, mientras Elisa se sume en oscuros pensamientos que suelen provocarle ataques de llanto inconsolable. No sé cómo a Giulia le alcanza el ánimo para vestirlas de muñecas, con botines bordados y sombrero de marinero.
El año anterior, justamente el 6 de diciembre, aniversario de tu muerte, Ernesto fue aceptado en la universidad para estudiar una maestría por las noches y consiguió un puesto como profesor de matemáticas en el mejor colegio público del condado, a quince minutos de su casa. Estuvo desempleado durante algunos meses, en los que llevaba una nube borrascosa sobre la cabeza, meditando sobre su futuro. Giulia, siempre chispeante y optimista, fue la única que no dudó de que su marido hallaría su camino, mientras los demás en la familia estábamos algo nerviosos. El tío Ramón me recordó en una carta que los hombres sufren una crisis de identidad alrededor de los cuarenta años, es parte del proceso de madurar. A él le ocurrió en 1945, cuando se enamoró de mi madre en el Perú, hace sesenta años. Se fue a un hotel en las montañas, se encerró en una pieza en silencio durante días y cuando salió era otra persona: se había sacudido para siempre la religión católica, las presiones familiares y a la mujer que entonces era su esposa. Había sido educado, había crecido y hasta ese momento había vivido en la camisa de fuerza de las convenciones sociales. Se la quitó de un tirón y perdió el miedo al futuro. En ese momento descubrió aquello que me enseñó en la pubertad y que jamás he olvidado: «Los demás tienen más miedo que tú». Repito estas palabras cuando me enfrento a cualquier asunto que me parece temible, desde un auditorio lleno de público, hasta la soledad. No me cabe duda de que el tío Ramón pudo decidir su suerte de esa forma drástica porque así le vi actuar en algunas ocasiones, como aquella en que sorprendió fumando a mi hermano Pancho, quien entonces tendría unos diez años. Esa noche el tío Ramón apagó su colilla delante de nosotros y anunció: «Éste es el último cigarrillo de mi vida, y si pillo a cualquiera de ustedes fumando antes de que sean mayores de edad, tendrán que verse conmigo». Nunca más volvió a fumar.
Por suerte, Ernesto superó la crisis de los cuarenta años y cuando nacieron sus hijas estaba listo para recibirlas, ya asentado en su calidad de maestro de matemáticas en la escuela secundaria y estudiando para ser profesor universitario.
Alfredo López Lagarto Emplumado salió en un canal hispano de televisión, más guapo que nunca, vestido de oscuro, con un cintillo en la frente y varios collares de plata y turquesa. Tabra me llamó por teléfono a las diez de la noche para que lo viera por cable y debí admitir que el hombre era muy atrayente; si no lo conociera tanto, seguramente su imagen en la pantalla me habría impresionado. Hablaba en inglés -con subtítulos-, con la calma de un académico y la convicción moral de un apóstol, explicando las razones de justicia que lo impulsaban en la misión de rescatar la corona de Moctezuma, símbolo de la dignidad y tradición del pueblo azteca, secuestrada por el imperialismo europeo. Después de predicar en el desierto durante años, al fin su mensaje había llegado a oídos de los aztecas y había encendido sus corazones como la pólvora. El presidente de México enviaría una comisión de juristas a Viena para negociar con el congreso de ese país la devolución del trofeo histórico. Concluyó haciendo un llamado a los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos para que se unieran a la lucha de sus hermanos de raza y consiguieran apoyo del gobierno estadounidense para presionar a los austriacos. Felicité a Tabra por el salto a la fama de su amigo, pero me respondió, con un hondo suspiro, que si antes Lagarto era escurridizo, ahora sería imposible atraparlo.
«Tal vez me siga a Costa Rica después de que recupere la corona. Bueno, en caso de que yo logre ahorrar lo suficiente para irme a ese país», sugirió, sin convicción.
«Cuidado con lo que pides, no vaya a ser que el cielo te lo otorgue», pensé, pero no se lo dije. Tabra llevaba un buen tiempo comprando monedas de oro, que escondía por los rincones, con peligro de que se las robaran.
Mientras Tabra se preparaba para emigrar, yo estaba sumergida en la investigación de un tema que venía preparando desde hacía cuatro años: la epopeya fantástica de ciento diez bribones heroicos que conquistaron Chile en 1540. Con ellos iba una mujer española, Inés Suárez, costurera de la ciudad extremeña de Plasencia, quien viajó a las Indias tras los pasos de su marido y así llegó hasta el Perú, donde descubrió que era viuda. En vez de regresar a España, se quedó en el Nuevo Mundo y más tarde se enamoró de don Pedro de Valdivia, un hidalgo cuyo sueño era «dejar fama y gloria de mí», como aseguraba en sus cartas al rey de España. Por amor, y no por codicia de oro o de gloria, Inés fue con él. Me había perseguido por años la imagen de esa mujer que cruzó el desierto de Atacama, el más árido del mundo, peleó como bravo soldado contra los mapuches, los guerreros más bravos de América, fundó ciudades y murió, ya anciana, enamorada de otro conquistador. Vivió en tiempos crueles y cometió más de una brutalidad, pero comparada con cualquiera de sus compañeros de aventura, aparece como una persona íntegra.
Me han preguntado a menudo de dónde sale la inspiración para mis libros. No sabría contestar. En el viaje de la vida acumulo experiencias que se van imprimiendo en los estratos más profundos de la memoria y allí fermentan, se transforman y a veces brotan en la superficie como extrañas plantas de otros mundos. ¿De qué se compone ese fértil humus del inconsciente? ¿Por qué ciertas imágenes se convierten en temas recurrentes de las pesadillas o de la escritura? He
explorado muchos géneros y temas diversos, me parece que en cada libro invento todo de nuevo, incluso el estilo, pero llevo más de veinte años haciéndolo y puedo ver las repeticiones. En casi todos mis libros hay mujeres desafiantes, que nacen pobres o vulnerables, destinadas a ser sometidas, pero se rebelan, dispuestas a pagar el precio de la libertad a cualquier costo. Inés Suárez es una de ellas. Siempre son apasionadas en sus amores y solidarias con otras mujeres. No las mueve la ambición, sino el amor; se lanzan a la aventura sin medir los riesgos ni mirar hacia atrás, porque quedarse paralizadas en el sitio que la sociedad les designa es mucho peor. Tal vez por eso no me interesan las reinas o las herederas, que vienen al mundo en cuna de oro, ni las mujeres demasiado bellas, que tienen la ruta pavimentada por el deseo de los hombres. Tú te reías de mí, Paula, porque las mujeres bonitas de mis libros mueren antes de la página sesenta. Decías que era pura envidia de mi parte, y seguramente tenías cierta razón, ya que me habría gustado ser una de esas bellezas que obtienen lo que desean sin esfuerzo, pero para mis novelas prefiero heroínas de temple a quienes nadie les da nada, todo lo consiguen solas. No es raro, por lo tanto, que cuando leí sobre Inés Suárez entre líneas en un libro de historia -rara vez hay más que un par de líneas cuando se trata de mujeres- me picara la curiosidad. Era el tipo de personaje que normalmente debo inventar. Al hacer la investigación comprendí que nada que yo imaginara podría superar la realidad de esa vida. Lo poco que se sabe de ella es espectacular, casi mágico. Pronto tendría que contar su historia, pero mis planes fueron modificados por tres insólitos visitantes.
Un sábado a mediodía llegaron a nuestra casa tres personas, que al principio confundimos con misioneros mormones. No lo eran, por suerte. Me explicaron que manejaban los derechos mundiales de El Zorro, el héroe californiano que todos conocemos. Me crié con El Zorro porque el tío Ramón era uno de sus fanáticos admiradores. Recuerda, Paula, que en 1970 Salvador Allende nombró a tu abuelo embajador en Argentina, una de las misiones diplomáticas más difíciles de esos tiempos, que él cumplió con honores hasta el día del golpe militar, cuando renunció a su puesto porque no estaba dispuesto a representar a una tiranía. Tú lo visitaste muchas veces; tenías siete años y viajabas sola en avión. En ese enorme edificio, con innumerables salones, veintitrés baños, tres pianos de cola y un ejército de empleados, te sentías como una princesa, porque tu abuelo te había convencido de que era su propio palacio y él pertenecía a la realeza. Durante esos tres años de intenso trabajo en Buenos Aires, el señor embajador escapaba de cualquier compromiso a las cuatro de la tarde para gozar en secreto durante media hora de la serial de El Zorro en la televisión. Con ese antecedente, no pude menos que recibir con los brazos abiertos a aquellos tres visitantes.
El Zorro fue creado en 1919 por Johnston McCulley, un escritor californiano de novelitas de diez centavos, y desde entonces ha permanecido en la imaginación popular. La maldición de Capistrano narraba las aventuras de un joven hidalgo español en Los Ángeles en el siglo XIX. De día don Diego de la Vega era un señorito hipocondríaco y frívolo; de noche se vestía de negro, se ponía una máscara y se convertía en El Zorro, vengador de indios y pobres.
– Hemos hecho de todo con El Zorro: películas, seriales de televisión, historietas, disfraces, menos una obra literaria. ¿Le gustaría escribirla? -me propusieron.
– ¿Qué se han imaginado? Soy una escritora seria, no escribo por encargo -fue mi primera reacción.
Pero me acordé del tío Ramón y de mi nieto postizo, Aquiles, disfrazado de El Zorro para Halloween, y la idea empezó a rondarme tanto que Inés Suárez y la conquista de Chile debieron aguardar su turno. Según los dueños de El Zorro, el proyecto me calzaba como un guante: soy hispana, escribo en español, conozco California y
tengo alguna experiencia con novelas históricas y de aventuras. Era el caso clásico de un personaje en busca de autor. Para mí, sin embargo, el asunto no era tan claro, porque El Zorro no se parece a ninguno de mis protagonistas, no era un tema que yo hubiese escogido. Con el último libro de la trilogía había dado por terminado el experimento con las novelas juveniles, descubrí que prefiero escribir para adultos: tiene menos limitaciones. Un libro juvenil requiere el mismo trabajo que uno para adultos, pero hay que andar con suma prudencia en lo que se refiere a sexo, violencia, maldad, política y otros asuntos que dan mucho sabor a una historia pero que los editores no consideran adecuados para esa edad. Me revienta la idea de escribir «con un mensaje positivo». No veo razón para proteger a los chiquillos, que de todos modos ya tienen mucha mugre dentro de la cabeza; pueden ver en internet a gordas fornicando con burros o narcotraficantes y policías torturándose mutuamente con la mayor ferocidad. Es ingenuo machacarles mensajes positivos en las páginas de un libro; lo único que se consigue es que no lo lean. El Zorro es un personaje positivo, el héroe por excelencia, una mezcla de Che Guevara, obsesionado con la justicia, de Robin Hood, siempre dispuesto a quitarles a los ricos para darles a los pobres, y de Peter Pan, eternamente joven. Habría que esmerarse mucho para convertirlo en un villano, y, tal como me explicaron sus dueños, no se trataba de eso. Además, me advirtieron de que la novela no debía contener sexo explícito. En pocas palabras, era un gran desafío. Lo pensé concienzudamente y al final resolví mis dudas en la forma habitual: tiré una moneda al aire. Y así fue como terminé encerrándome en mi cuchitril con Diego de la Vega durante varios meses.
El Zorro se había explotado demasiado, no quedaba mucho por contar, salvo su juventud y su vejez. Opté por lo primero, porque a nadie le gusta ver a su héroe en silla de ruedas. ¿Cómo era Diego de la Vega de niño? ¿Por qué se convirtió en El Zorro? Investigué el período histórico, los comienzos del mil ochocientos, época extraordinaria en el mundo occidental. Las ideas democráticas de la Revolución francesa estaban transformando a Europa y en ellas se inspiraban las guerras libertadoras de las colonias americanas. Los ejércitos victoriosos de Napoleón invadieron varios países, incluida España, donde la población inició una guerrilla sin cuartel que finalmente expulsó a los franceses de su suelo. Eran tiempos de piratas, sociedades secretas, tráfico de esclavos, gitanos y peregrinos. En California, en cambio, nada novelesco sucedía; era una vasta extensión rural con vacas, indios, osos y algunos colonos españoles. Tenía que llevarme a Diego de la Vega a Europa.
Como la investigación me dio material de sobra y el protagonista ya existía, mi tarea fue crear la aventura. Entre otras cosas, fuimos con Willie a Nueva Orleans tras las huellas del célebre corsario Jean Laffitte, y alcanzamos a conocer esa exuberante ciudad antes de que el huracán Katrina la redujera a una vergüenza nacional. En el French Quarter se oían de noche y de día las charangas y el banjo, las voces de oro de los blues, el llamado irresistible del jazz. La gente bebía y bailaba al ritmo cálido de los tambores en el medio de la calle; color, música, aroma de sus guisos y magia. Daba para una novela entera, pero tuve que limitarme a una breve visita de El Zorro. Ahora trato de recordar Nueva Orleans como era entonces, con su pagano carnaval, en el que la gente de diversos pelajes se mezclaba danzando, con sus antiguas calles residenciales de árboles centenarios -cipreses, olmos, magnolios en flor- y balcones de hierro forjado, donde hace doscientos años tomaban el fresco las mujeres más hermosas del mundo, nietas de reinas senegalesas y de los amos de entonces, barones del azúcar y el algodón. Pero las imágenes más perseverantes de Nueva Orleans son las del reciente huracán: torrentes de agua inmunda y sus habitantes, siempre los más pobres, luchando contra la devastación de la naturaleza y la desidia de las autoridades. Se convirtieron en refugiados en su propio país, abandonados a su suerte, mientras el resto de la nación, estupefacta ante escenas que parecían
tan remotas como un monzón en Bangladesh, se preguntaba si la indiferencia del gobierno hubiera sido igual si la mayoría de los damnificados hubieran sido blancos.
Me enamoré de El Zorro. Aunque en el libro no pude contar sus hazañas eróticas con los detalles que me hubiera gustado, puedo imaginarlas. Mi fantasía sexual predilecta es que el simpático héroe trepa sigilosamente mi balcón, me hace el amor en la penumbra con la sabiduría y paciencia de Don Juan, sin importarle mi celulitis ni mi mucha edad, y desaparece al amanecer. Me quedo dormitando entre sábanas arrugadas, sin tener ni una clave de quién era el galán que me hizo tamaño favor, porque no se quitó la máscara. No hay culpa.
Llegó el verano con su escándalo habitual de abejas y ardillas; el jardín estaba en su apogeo y también las alergias de Willie, quien no renunciará jamás a contar los pétalos de cada rosa. Las alergias no le impiden afanarse con unos asados monumentales en los que Lori también participa, porque dejó su larga práctica vegetariana cuando el doctor Miki Shima, tan vegetariano como ella, la convenció de que necesitaba más proteínas. La piscina tibia atraía a hordas de niños y visitantes; los días se estiraban al sol, largos, lentos, sin reloj, como en el Caribe. Tabra era la única ausente, porque estaba en Bali, donde fabrican algunas de las piezas que usa en sus joyas. Lagarto Emplumado la acompañó por una semana, pero tuvo que regresar a California porque no soportó el terror a las víboras y las levas de perros sarnosos y hambrientos. Parece que estaba abriendo la puerta de su pieza y una culebrita verde pasó rozándole la mano. Era de las más letales que existen. Esa misma noche cayó del techo algo caliente, húmedo y peludo, que aterrizó encima de ellos y salió corriendo. No alcanzaron a encender la luz a tiempo para verlo. Tabra dijo que seguramente se trataba de un rabopelado, se acomodó en la almohada y siguió durmiendo; él permaneció el resto de la noche vigilando, con las luces encendidas y su cuchillo de matarife en la mano, sin tener la menor idea de lo que era un rabopelado.
Juliette y sus hijos pasaban semanas con nosotros. Aristóteles es la persona más gentil y considerada de la familia. Nació con cierta tendencia a la tragedia, como todo griego que se respete, y desde muy joven asumió el papel de protector de su madre y su hermano, pero el contacto con los otros niños le aligeró la carga y se puso muy cómico. Creo que tiene vocación de actor, porque además de ser histriónico y guapo, es siempre el protagonista principal de las obras teatrales del colegio. Aquiles seguía siendo un angelote pródigo en sonrisas y besos, muy mimado. Aprendió a nadar como una anguila y podía pasar doce horas en el agua. Lo rescatábamos arrugado y rojo de sol para obligarlo a ir al baño. No quiero pensar en lo que contiene esa agua.
«No se preocupe, señora, tiene tanto cloro que podría haber un cadáver adentro y no sería problema», me aseguró el técnico en mantenimiento cuando le planteé mis dudas.
Los niños cambiaban día a día. Willie siempre dijo que Andrea tenía las facciones de Alejandro pero desordenadas, y que un día se le acomodarían en su sitio. Por lo visto, así estaba ocurriendo, aunque ni cuenta se daba, porque vivía desprendida, soñando, con la nariz en sus libros, extraviada en aventuras imposibles. Nicole resultó muy lista y buena alumna, además de sociable, amistosa y coqueta, la única con esa virtud en una tribu matriarcal, donde las mujeres no se desviven por seducir a nadie. Su instinto estético puede demoler con una mirada crítica la confianza en un vestido de cualquier mujer a su alrededor, menos de Andrea, que es impermeable a la moda y sigue disfrazada, como siempre anduvo en su infancia. Durante meses vimos a Nicole ir y venir con una misteriosa caja negra, y tanto insistimos, que un día nos mostró el contenido. Era un violín; lo había pedido prestado en el colegio porque quiere formar parte de la orquesta. Se lo puso al hombro, tomó el arco, cerró los ojos y nos dejó pasmados con un breve e impecable concierto de canciones que jamás le habíamos oído ensayar. A Alejandro se le alargó el esqueleto de un tirón justo a tiempo, porque yo pretendía que le dieran hormonas de crecimiento, como a las vacas, para que no se quedara petizo. Temía que fuese el único de mis descendientes con la indeseable herencia de mis genes, pero ese año comprobamos, aliviados, que se había salvado. Aunque ya se le notaba la sombra de un bigotillo, seguía comportándose como un saltimbanqui, haciendo morisquetas en los espejos y molestando con chistes inoportunos, resuelto a evitar a cualquier costo la zozobra de madurar y mandarse solo. Nos había anunciado que pensaba quedarse a vivir con sus padres, un pie en cada casa, hasta que se casara o lo echaran a patadas.
«Apúrate en crecer antes que se nos acabe la paciencia», solíamos advertirle, cansados de sus payasadas. Las mellizas se bañaban en unas tortugas flotantes de plástico, observadas de lejos por Olivia, quien no perdía la esperanza de que se ahogaran. De todos los miedos que tenía esta perra cuando llegó a nuestra familia, le quedan dos: los paraguas y las mellizas. Estos chiquillos y la docena de sus amigos que nos visitaban muy seguido terminaban el verano tostados como africanos y con el pelo verde por los productos químicos de la piscina, tan letales que quemaban el césped. Donde los bañistas ponían los pies húmedos, no salía más pasto.
Mis nietos estaban en edad de descubrir el amor, menos Aquiles, que todavía no había superado la etapa de pedirle a su madre que se casara con él. Los chiquillos se escondían en los vericuetos de La Casa de los Espíritus para jugar en la oscuridad, y los diálogos en la piscina solían intranquilizar a los padres.
– ¿No sabes que me has roto el corazón? -preguntó Aristóteles, resoplando a través de las gafas protectoras.
– Ya no quiero a Eric. Puedo volver contigo, si te parece -le propuso Nicole entre dos zambullidas.
– No sé, tengo que pensarlo. No puedo seguir sufriendo. -Piensa rápido, porque si no voy a llamar a Peter. -¡Si no me quieres, mejor me suicido hoy mismo! -Vale, pero no en la piscina, Willie se enojaría.
En el verano de 2005 terminé de escribir Inés del alma mía, y mandé el manuscrito a Carmen Balcells con un suspiro de alivio, porque fue un proyecto pesado, y luego nos fuimos con Nico, Lori y los niños a un safari en Kenia. Durante varias semanas acampamos con los samburu y los masa¡ para presenciar la migración de los ñúes, millones de bestias con aspecto de vacas negras corriendo despavoridas del Serengueti a Masa¡ Mara, época de orgía para los demás animales, que acuden a devorar a los rezagados. En una semana nacen a la carrera cerca de un millón de terneros. Desde las frágiles avionetas veíamos la migración como una gigantesca sombra extendiéndose por las planicies africanas. Lori concibió el plan de que cada año llevemos a los niños a un lugar inolvidable que les pique la curiosidad y les demuestre que, a pesar de las distancias, la gente es parecida en todos lados. Las similitudes que nos unen son mucho más que las diferencias que nos separan. El año anterior habíamos ido a las islas Galápagos, donde los chiquillos pudieron jugar con lobos de mar, tortugas y mantarrayas, y donde Nico nadaba por horas mar adentro detrás de tiburones y orcas mientras Lori y yo corríamos por los islotes buscando un bote para ir a salvarlo de una muerte segura. Cuando lo conseguimos, ya Nico venía de vuelta a grandes brazadas. A Kenia debimos acarrear, como siempre, con la maleta del equipo fotográfico de Willie, los trípodes y el lente gigante, que nunca sirvió para sorprender a una fiera africana porque era demasiado engorroso. La mejor fotografía del viaje la tomó Nicole con una cámara desechable: el beso que me dio una jirafa en la cara con su lengua azul de cuarenta y cinco centímetros de largo. El pesado lente de Willie terminó abandonado en la carpa mientras usaba otros más modestos para inmortalizar la risa siempre pronta de los africanos, los polvorientos mercados, los niños de cinco años cuidando el ganado familiar solos en medio de la nada, a tres horas de marcha de la aldea más próxima, los cachorros de león y las esbeltas jirafas. En un jeep abierto paseamos entre manadas de elefantes y búfalos, nos acercamos a los ríos de lodo donde retozaban familias completas de hipopótamos y seguimos a los ñúes en su inexplicable carrera.
Uno de nuestros guías, Lidilia, un samburu simpático con dientes albos y tres plumas altas coronando el adorno de cuentas que llevaba en la cabeza, se hizo amigo de Alejandro. Le propuso que se quedara con él para ser circuncidado por un hechicero de la tribu, como primer paso en su rito de iniciación. Luego tendría que pasar un mes solo en la naturaleza, cazando con una lanza. Si lograba matar a un león, podría escoger a la chica más apetecible de la aldea y su nombre sería recordado junto al de otros grandes guerreros. Mi nieto, aterrado, contaba los días para escapar hacia California. A Lidilia le tocó traducir cuando un guerrero de ciertos años quiso comprar a Andrea como esposa. Nos ofreció varias vacas por ella y, como rehusamos, agregó otras tantas ovejas. Nicole se entendía telepáticamente con los guías y los animales, y tenía una encomiable memoria para los detalles, así nos mantenía informados: que los elefantes cambian la dentadura completa cada diez años, hasta los sesenta, cuando ya no les salen nuevos y están condenados a perecer de hambre; que un macho de jirafa mide seis metros de altura, su corazón pesa seis kilos y come sesenta kilos de hojas al día; que entre los antílopes, el macho alfa debe defender su harén de sus rivales y aparearse con las hembras. Eso le deja poco tiempo para comer y se debilita, y entonces otro macho lo vence en combate y lo expulsa. El puesto de jefe alfa dura más o menos diez días. Para entonces Nicole sabía lo que era aparearse. A pesar de que no estoy hecha para la vida agreste y nada hace que me sienta tan insegura como la falta de un espejo, no pude quejarme de las comodidades del viaje. Las carpas eran de lujo, y gracias a Lori, que prevé hasta el último detalle, teníamos bolsas de agua caliente en la cama, lámparas de minero para leer en las noches cerradas, loción contra los mosquitos, antídoto para la mordedura de serpiente y, por las tardes, té inglés servido en tetera de porcelana mientras observábamos a un par de cocodrilos devorar una gacela desamparada.
De regreso en California, antes de que terminara el verano, Alejandro pasó por su rito de iniciación, aunque algo diferente al que proponía el samburu Lidilia. Se inscribió en un programa que Lori y Nico descubrieron en la internet y, una vez que los cuatro padres se convencieron de que no era una martingala de pedófilos y sodomitas, le dejaron ir. Tal como había explicado Lidilia, una ceremonia debe marcar el paso de los varones de la infancia a la edad adulta. A falta de tradición, varios instructores organizaron un retiro de tres días al bosque con un grupo de muchachos para reforzarles los conceptos de respeto, honor, coraje, responsabilidad, la obligación de proteger a los débiles y otras normas elementales que en nuestra cultura suelen quedar relegadas a las novelas de caballería medieval. Alejandro era el más joven del grupo. Esa noche tuve un sueño aterrador: mi nieto estaba junto a una fogata con un montón de huérfanos hambrientos y tiritando de frío, como en los cuentos de Dickens. Le imploré a Nico que recuperara a su hijo antes de que ocurriera una desgracia en aquella siniestra espesura donde el chico había ido a parar con unos desconocidos, pero no me hizo caso. Al cumplirse el plazo lo fue a buscar y regresaron a tiempo para la cena del domingo en la mesa familiar. Habíamos preparado frijoles con una receta chilena y la casa olía a maíz y albahaca.
La familia en masa estaba esperando al iniciado, que llegó inmundo y hambriento. Alejandro, quien por años había dicho que no quería crecer, parecía mayor. Lo abracé con frenético amor de abuela, le conté mi sueño y resultó que su experiencia no fue exactamente así, aunque había una fogata y algunos huérfanos entre los muchachos. También había unos cuantos delincuentes que, según mi nieto, «eran chicos buenos, pero habían hecho tonterías porque no tenían familia». Contó que se sentaron en círculo en torno al fuego y cada uno habló de lo que le causaba dolor. Propuse que hiciéramos otro tanto, ya que estábamos en el círculo tribal, y fuimos uno a uno respondiendo a la pregunta de Alejandro; Willie dijo que lo angustiaba la situación de sus hijos: Jennifer perdida y los otros dos consumiendo drogas; yo hablé de tu ausencia; Lori de su infertilidad, y así cada uno expuso lo suyo.
– ¿Y qué te da pena a ti, Alejandro? -le pregunté.
– Mis peleas con Andrea. Pero me he propuesto mejorar mi relación con ella y lo haré, porque aprendí que uno es responsable de su dolor.
– Eso no siempre es verdad. Yo no soy responsable de la muerte de Paula o Lori de su infertilidad -le rebatí.
– A veces no podemos evitar el dolor, pero podemos controlar nuestra reacción. Willie tiene a Jason. A ti, la muerte de Paula te hizo crear una fundación y has conseguido mantener su recuerdo vivo entre nosotros. Lori no pudo tener sus propios hijos, pero nos tiene a nosotros tres -dijo.
Juliette no trabajó durante los meses que se prestó para gestar el bebé de Lori y Nico porque debió someterse a la zurra de las drogas de fertilidad. La familia se encargó de ampararla, como era lógico, pero una vez que esa ilusión fue descartada, salió a buscar empleo. La contrató un inversionista que planeaba comprar arte asiático en San Francisco para sus galerías en Chicago. Ben tenía cincuenta y siete años bien llevados y debía de contar con mucho dinero, porque era espléndido como un duque. Pensaba viajar con frecuencia desde Chicago y que en su ausencia una persona responsable atendiera la importación de objetos preciosos en California. En la primera entrevista invitó a Juliette a cenar al mejor restaurante del condado, una casa victoriana amarilla entre pinos y matas de rosas trepadoras, y al cabo de varias copas de vino blanco no sólo decidió que era la asistente ideal, sino que se prendó de ella. Por una coincidencia novelesca, en la conversación ella se enteró de que Ben había conocido a la primera esposa de Manoli, la chilena que se fugó con el profesor de yoga el día de su boda. Le contó que la mujer vivía en Italia, casada en cuartas nupcias con un fabricante de aceite de oliva.
Juliette no se había sentido deseada desde hacía una eternidad. Un año antes de morir, Manoli había dejado de ser el amante apasionado que la sedujo a los veinte años, porque ya la enfermedad le corroía los huesos y el ánimo. Ben se propuso llenar ese vacío y vimos a Juliette renacer, resplandeciente, con una luz nueva en los ojos y una sonrisa traviesa bailando en los labios. Su vida dio un vuelco, iba a sitios caros, restaurantes, paseos, teatro y ópera; Ben derrochaba atenciones y regalos en Aristóteles y Aquiles. Era un amante tan experto que podía hacerla feliz por teléfono; así sus ausencias eran soportables y cuando llegaba a California ella estaba esperándolo ansiosa. Lori y yo aprovechamos una de nuestras reposadas tertulias, con té de jazmín y dátiles, para hacerle una encerrona a Juliette, porque nos pareció que tenía una actitud furtiva. Pero no fue necesario presionarla demasiado para que nos contara los amores con su jefe. Me sonó esa campanada de alarma que da la experiencia y le advertí que es mala idea mezclar el trabajo con el amante, porque perdería a ambos.
«Te está utilizando, Juliette. ¡Qué conveniente! Tiene asistente y querida por el mismo precio», le dije. Pero ella ya estaba atrapada. Habíamos notado que Juliette atraía a hombres que tenían muy poco que ofrecerle, casados, mucho mayores que ella, que vivían lejos o eran incapaces de asumir un compromiso. Ben podía ser uno de ellos, porque nos pareció escurridizo. Según Willie, en la hedonista California moderna ningún hombre se echaría encima la responsabilidad de una joven viuda con dos hijos pequeños, pero según la astróloga, a la que volví a consultar en secreto para que no se rieran de mí, era cuestión de esperar unos años y los planetas enviarían al compañero ideal para Juliette. Ben se había adelantado a los planetas.
Cuando regresamos de África, la aventura amorosa de Juliette se había complicado. Resultó que la fortuna no la había ganado él con su buen ojo para el arte, sino que la había heredado su esposa. Las galerías de arte eran una diversión para mantenerse ocupado y en la cresta de la ola social. Los viajes frecuentes de Ben a San Francisco y las conferencias en susurros por teléfono comenzaban a levantar sospechas en la esposa.
– No conviene meterse con hombres casados, Juliette -le dije, recordando las tonterías que yo misma hice de joven y lo caras que las pagué.
– No es lo que te imaginas, Isabel. Fue inevitable, nos enamoramos a primera vista. No me sedujo ni me engañó, esto fue por consentimiento mutuo.
– ¿Qué van a hacer ahora?
– Ben ha estado casado durante treinta años, respeta mucho a su
mujer y adora a sus hijos. Ésta es su primera infidelidad.
– Sospecho que es un adúltero crónico, Juliette, pero ése no es tu problema, sino de su esposa. Tú tienes que cuidarte y cuidar a tus hijos.
Para probarme la honestidad de los sentimientos del galán, Juliette me mostró sus cartas, que me parecieron de una prudencia sospechosa. No eran cartas de amor, sino documentos de abogado.
– Se está cubriendo las espaldas. Tal vez teme que lo demandes por acoso sexual en el trabajo, eso aquí es ilegal. Cualquiera que lea estas cartas, incluso su mujer, pensaría que tú tomaste la iniciativa, lo atrapaste y ahora lo persigues.
– ¡Cómo puedes decir eso! -exclamó, alarmada-. Ben está esperando el momento oportuno para decírselo a su mujer.
– No creo que lo haga, Juliette. Tienen hijos y llevan mucho tiempo juntos. Lo lamento por ti, pero más lo lamento por la esposa. Ponte en su lugar, es una mujer madura con un marido infiel.
– Si Ben no es feliz con ella…
– No se puede tener todo, Juliette. Deberá elegir entre tú y la buena vida que ella le ofrece.
– No quiero ser la causa de un divorcio. Le he pedido que trate de reconciliarse con su mujer, que vayan a terapia o que la invite a una luna de miel en Europa -dijo, y se echó a llorar.
Pensé que así seguiría ese juego hasta que la cuerda se cortara por lo más delgado (Juliette), pero no insistí, porque ella se alejaría de nosotros. Además, no soy infalible, como me recordó Willie, y bien podía ser que Ben realmente estuviese enamorado y se divorciara para quedarse junto a ella, en cuyo caso yo, por comportarme como un ave de mal agüero, perdería a esa amiga que he llegado a querer como a otra hija.
Tal como temíamos, la esposa de Ben vino de Chicago a oler el aire de San Francisco. Se instaló en la oficina de su marido, quien tuvo la prudencia de desaparecer con diversos pretextos, y en pocas horas su instinto y el conocimiento que tenía de él confirmaron sus peores temores. Decidió que su rival no podía ser otra que la bella asistente y la enfrentó con el peso de su autoridad de esposa legítima, de la confianza que da el dinero y de su sufrimiento, que Juliette no podía dejar de lado. La despidió sin miramientos y le advirtió de que si volvía a comunicarse con Ben, ella misma se encargaría de hacerle daño. El hombre no dio la cara durante esos días, se limitó a ofrecer a Juliette por teléfono una pequeña indemnización y a pedirle, nada menos, que entrenara a su sucesora antes de irse. Su mujer supervisó esa llamada y la quejumbrosa carta, última de la serie, con que él cerró el episodio.
Dos días más tarde Willie llegó a la casa y nos encontró a Lori y a mí en el baño, sosteniendo a Juliette, que estaba encogida en el suelo como un niño golpeado. Lo pusimos al tanto de lo que había pasado. Su opinión fue que se veía venir, no era un drama original, pero todo el mundo se recupera de un corazón destrozado y dentro de un año estaríamos muertos de la risa, con un vaso de vino en la mano, recordando este desventurado episodio. Sin embargo, cuando Juliette le contó las amenazas de la esposa, ya no le pareció divertido y se ofreció para representarla legalmente, porque tenía derecho a interponer juicio. El caso no podía ser más atractivo para un abogado: una joven viuda, madre de dos niños, sin dinero, víctima de un millonario que la acosa sexualmente en el empleo y después la echa. Cualquier jurado hundiría a Ben. Willie ya tenía un cuchillo entre los dientes, pero Juliette no quiso oír hablar de eso porque no era verdad: se habían enamorado y ella no era una víctima. Sólo aceptó que Willie mandara una carta de rajadiablos anunciando que si volvían a amenazarla intervendría la justicia. Willie agregó, por iniciativa propia, que si esa señora deseaba resolver el problema, controlara mejor a su marido. La carta no la haría desistir, si era la clase de persona capaz de contratar a un mafioso para hacer daño a una rival, pero probaba que Juliette no estaba desamparada. En menos de una semana, un abogado de Chicago llamó a Willie para asegurarle que hubo un malentendido y las amenazas no volverían a repetirse.
Juliette sufrió durante meses, envuelta en el abrazo cerrado de la familia, pero yo no estaría contando este lamentable episodio si ella no me lo hubiese autorizado y si el pronóstico de Willie no se hubiese cumplido. La contraté como mi asistente, se puso a estudiar español y pasó a formar parte del burdel literario de Sausalito, donde puede trabajar en paz con Lori, Willie y Tong, quienes se encargarían de protegerla y de mantener a raya a cualquier marido infiel que tocara el timbre con intenciones lujuriosas. Antes del año, una noche en que la familia entera cenaba en la mesa de la castellana, Juliette levantó su copa para brindar por los amoríos del pasado.
«¡Por Ben!», dijimos en una sola voz, y ella se echó a reír de buena gana. Ahora estoy esperando la alineación de los planetas para que aparezca el hombre de buena índole que hará feliz a esta joven. Se supone que eso puede ocurrir pronto.
Desde hacía algún tiempo, la Abuela Hilda vivía con su hija en Madrid, donde ella y su segundo marido cumplían una misión diplomática. En el último año ya no vino a pasar largas temporadas con nosotros, como antes, porque había envejecido de súbito y temía viajar sola. En los años sesenta, en Chile, yo era una joven periodista que hacía malabarismos con tres empleos simultáneos para sobrevivir, pero la llegada de mis dos hijos no complicó mi vida, porque contaba con ayuda. Por las mañanas, antes de ir a trabajar, pasaba a dejarte en casa de mi suegra, la adorable Granny, o donde la Abuela Hilda, quienes te recibían envuelta en un chal, dormida, y te cuidaban durante el día hasta que yo llegaba a recogerte por la tarde. Después comenzaste a ir a la escuela y entonces fue el turno de tu hermano, criado por esas abuelas que lo mimaron como al primogénito de un emir. Después del golpe militar nos fuimos a Venezuela y lo que ustedes más echaron de menos fueron a esas dos abuelas de cuento. La Granny, quien no tenía más vida que sus nietos, se murió de pena un par de años más tarde. La Abuela Hilda enviudó y se fue a Venezuela, porque allí vivía su única hija, Hildita, y se turnaba entre la casa de ella y la nuestra. Mi relación con la Abuela comenzó cuando yo tenía unos diecisiete años. Hildita fue la primera novia de mi hermano Pancho; se conocieron en la escuela a los catorce años, se fugaron, se casaron, tuvieron un hijo, se divorciaron, se volvieron a casar, tuvieron una hija y se divorciaron por segunda vez. En total pasaron más de una década amándose y odiándose, mientras
la Abuela Hilda presenciaba el lamentable espectáculo sin opinar. Jamás le oí una palabra desmesurada contra mi hermano, quien tal vez la merecía.
En algún momento de su vida la Abuela decidió que su papel era acompañar a su pequeña familia, en la que generosamente me incluyó con mis hijos, y lo cumplió a la perfección gracias a su proverbial discreción y buen humor. Además, gozaba de una salud de mula. Era capaz de ir contigo, Nico y otra media docena de adolescentes de excursión a una isla caribeña sin agua, adonde se accedía cruzando un mar traicionero en bote, seguidos de cerca por media docena de tiburones. El botero los dejaba allí con una montaña de equipo para acampar y, con suerte, se acordaba de ir a buscarlos una o dos semanas más tarde. La Abuela resistía como un soldado los mosquitos, las noches bebiendo Coca-Cola tibia con ron, los frijoles en tarro, los agresivos ratones que anidaban entre los sacos de dormir y otros inconvenientes que yo, veinte años más joven, jamás hubiese soportado. Con la misma magnífica voluntad se instalaba frente a la pantalla a ver pornografía. A los comienzos de los ochenta, tú estudiabas psicología y se te ocurrió la idea de especializarte en sexualidad. Andabas para todos lados con una maleta de adminículos para juegos eróticos que a mí me parecían de muy mal gusto, pero nunca me atreví a dar mi opinión porque te habrías burlado sin misericordia de mis remilgos. La Abuela Hilda se sentaba contigo, tejiendo sin mirar los palillos, a ver unos videos pavorosos que incluían perros amaestrados. Fue miembro activo de nuestra ambiciosa compañía de teatro doméstico, cosía disfraces, pintaba escenografías y protagonizaba lo que se le pidiera, desde Madame Butterfly hasta san José en las representaciones navideñas. Con el tiempo se fue reduciendo de tamaño y la voz se le adelgazó como un trino, pero no le flaqueaba el entusiasmo para participar en las locuras familiares.
El fin de la Abuela Hilda no nos tocó a nosotros, sino a su hija, que la cuidó en su rápido deterioro. Empezó con repetidas pulmonías,
rescoldo de sus tiempos de fumadora, decían los doctores, y después se le fue olvidando la vida. Hildita entendió la etapa final de su madre como una vuelta a la infancia y decidió que si se derrocha paciencia con un niño de dos años, no hay razón para escatimársela a una anciana de ochenta. La vigilaba con amor para que se bañara, comiera, tomara sus vitaminas, se fuera a la cama; debía contestar diez veces seguidas la misma pregunta y fingir que la oía cuando la viejita terminaba de contar una anécdota insignificante y, como una grabación, la repetía con las mismas palabras una y otra vez. Por último, la Abuela se cansó de bracear en una nebulosa de recuerdos confusos, del miedo a quedarse sola o de caerse, del crujido de los huesos y del acoso de rostros y voces que no podía identificar. Un día dejó de comer. Hildita me llamó desde España para contarme la batalla que era darle a su madre un yogur y lo único que se me ocurrió decirle fue que no la obligara. Así había muerto mi abuelo, de inapetencia, cuando decidió que cien años eran demasiada vida.
Nico cogió un avión al día siguiente y se fue a Madrid. La Abuela lo reconoció de inmediato, a pesar de que no se reconocía a sí misma en el espejo, pidió su lápiz de labios por coquetería y le propuso una partida de naipes, que jugaron con sus trampas y martingalas usuales. Nico consiguió que bebiera Coca-Cola tibia con ron, en homenaje a los tiempos caribeños, y de eso a darle una sopita no hubo más de media hora. La visita de ese nieto postizo y la promesa de que si engordaba vendría a California a fumar marihuana con Tabra, obraron el prodigio de que la Abuela empezara a comer de nuevo, pero el apetito le duró sólo un par de meses. Cuando se declaró en huelga de hambre de nuevo, su hija decidió con mucha pena que su madre tenía pleno derecho a irse a su propio gusto y tiempo. La Abuela Hilda, que siempre fue una mujer pequeña y delgada, en las semanas siguientes se convirtió en un duende minúsculo y orejón, tan liviano que la brisa de la ventana la hacía levitar. Sus últimas palabras fueron: «Pásenme la cartera, porque Paula me vino a buscar y no quiero hacerla esperar.
Llegué a Madrid unas horas después, pero ya era tarde para acompañar a su hija en los trámites de la muerte. Unos días más tarde regresé a California con un puñado de cenizas de la Abuela Hilda en una cajita, para esparcirlas en tu bosque, porque ella quería estar en tu compañía.
En el año 2006 comencé estas páginas. Mi ritual del 8 de enero se ha complicado con los años, porque ya no tengo la arrogante certeza de la juventud. Lanzarme con otro libro es tan grave como enamorarme, un impulso alocado que exige dedicación fanática. Con cada uno, como ante un nuevo amor, me pregunto si me alcanzarán las fuerzas para escribirlo y si acaso semejante proyecto vale la pena: hay demasiadas páginas inútiles, demasiados amoríos frustrados. Antes me sumergía en la escritura -y en el amor- con la temeridad de quien ignora los riesgos, pero ahora transcurren varias semanas antes de que pierda el respeto a la pantalla en blanco de la computadora. ¿Qué clase de libro será éste? ¿Podré llegar hasta el final? No me hago esas preguntas respecto al amor, porque llevo más de dieciocho años con el mismo amante y ya superé las dudas; ahora quiero a Willie día a día, sin cuestionar qué clase de amor es éste ni cómo concluirá. Quiero pensar que es un amor elegante y que no tendrá un final vulgar. Tal vez es cierto lo que él dice: que seguiremos de la mano al otro lado de la muerte. Sólo espero que ninguno de los dos se extravíe en la senilidad, y el otro tenga que cuidar su cuerpo decrépito. Vivir juntos y lúcidos hasta el último día, ése sería el ideal.
Como siempre hago al empezar un libro, limpié a fondo mi cuchitril, ventilé, cambié las velas del altar, que mis nietos llaman «de los antepasados» y me desprendí de cajas repletas de textos y documentos empleados en la investigación del proyecto del año pasado. En los anaqueles que cubren las paredes sólo quedaron mis primeras ediciones en apretadas filas y los retratos de los vivos y los muertos que siempre me acompañan. Saqué lo que puede embrollar la inspiración o distraerme de esta memoria, que exige un espacio claro para definirse. Comenzaba para mí el tiempo de la soledad y el silencio Siempre me demoro en echar a andar, al principio la escritura avanza a estertores, es una máquina oxidada y sé que han de transcurrir varias semanas antes de que la historia empiece a perfilarse. Cualquier distracción espanta a la musa de la imaginación. ¿De qué se nutre la imaginación? De lo que he experimentado, los recuerdos, el vasto mundo, la gente que conozco y también de los seres y voces que llevo por dentro y que me ayudan en el viaje de vivir y escribir. Mi abuela decía que el espacio está lleno de presencias, de lo que ha sido, es y será. En ese ámbito transparente habitan mis personajes, pero sólo puedo oírlos si estoy callada. Hacia la mitad del libro, cuando ya no soy yo, la mujer, sino otra, la narradora, también puedo verlos. Surgen de las sombras y se me aparecen de cuerpo entero, con sus voces y su olor, me asaltan en mi cuchitril, invaden mis sueños, ocupan mis días y hasta me persiguen en la calle. No es lo mismo en el caso de una memoria, en la que los protagonistas son personas de mi familia, vivos, llenos de opiniones y conflictos. En este caso el argumento no es un ejercicio de imaginación, sino un intento de acercarse a la verdad.
Había un sentimiento de frustración, que ya se arrastraba por mucho tiempo, para la mayoría del país: el futuro del mundo se veía denso y oscuro como el alquitrán. La escalada de violencia en Oriente Próximo era pavorosa y la condena internacional contra los americanos era unánime, pero el presidente Bush no prestaba oídos, divagaba como un loco, desprendido de la realidad y rodeado de sicofantes. Ya no se podía ocultar el descalabro de la guerra en Irak, a pesar de que hasta entonces la prensa sólo mostraba imágenes asépticas de lo que estaba ocurriendo: tanques, luces verdes en el horizonte, soldados corriendo en aldeas desocupadas y a veces una explosión en
un mercado, donde se suponía que las víctimas eran iraquíes, porque no las veíamos de cerca. Nada de sangre ni niños desmembrados. Los corresponsales debían seguir a las tropas y filtrar la información a través del aparato militar, pero en internet cualquiera que quisiera informarse podía ver la prensa del resto del mundo, incluso la televisión árabe. Algunos periodistas valientes -y todos los humoristas- denunciaban la incompetencia del gobierno. Las imágenes de la prisión de Abu Ghraib dieron la vuelta al mundo y en Guantánamo los prisioneros, detenidos indefinidamente sin cargos, morían misteriosamente, se suicidaban o agonizaban en huelga de hambre, alimentados a la fuerza por un grueso tubo hasta el estómago. Sucedió lo que nadie podía haber imaginado poco antes en Estados Unidos, que se considera la antorcha de la democracia y la justicia: se suspendió el derecho a hábeas corpus de los detenidos y se legalizó la tortura. Imaginé que la población reaccionaría en masa, pero casi nadie le dio la importancia que merecía. Vengo de Chile, donde por dieciséis años la tortura estuvo institucionalizada; conozco el daño irreparable que eso deja en el alma de las víctimas, los victimarios y el resto de la población, convertida en cómplice. Según Willie, Estados Unidos no había estado tan dividido desde la guerra del Vietnam. Los republicanos lo controlaban todo, y si los demócratas no ganaban en las elecciones parlamentarias de noviembre, estábamos jodidos.
«¿Cómo no van a ganar -me preguntaba yo-, si la popularidad de Bush ha descendido a las cifras de Nixon en sus peores tiempos?»
La más angustiada era Tabra. De joven se había expatriado porque no pudo soportar la guerra del Vietnam; ahora estaba dispuesta a hacer lo mismo, incluso a renunciar a su ciudadanía estadounidense. Su sueño era terminar sus días en Costa Rica, pero muchos extranjeros habían tenido la misma idea y los precios de las propiedades se habían encumbrado por encima de sus posibilidades. Entonces decidió trasladarse a Bali, donde podría continuar su negocio con los orfebres y artesanos locales. Dejaría un par de representantes de
ventas en Estados Unidos y el resto podría hacerse por internet. No hablábamos de otros temas en nuestras caminatas. Ella percibía signos fatalistas en todos lados, desde en el noticiario de la televisión hasta en el mercurio de los salmones.
– ¿Crees que en Bali sería diferente? -le pregunté-. Adonde vayas, los salmones tendrán mercurio, Tabra. No se puede escapar.
– Por lo menos allí no seré cómplice de los crímenes de este país. Tú te fuiste de Chile porque no querías vivir en una dictadura. ¿Cómo no entiendes que yo no quiera vivir aquí?
– Esto no es una dictadura.
– Pero puede llegar a serlo más pronto de lo que piensas. Lo que me dijo tu tío Ramón es cierto: los pueblos eligen el gobierno que merecen. Ése es el inconveniente de la democracia. Tú deberías irte también, antes de que sea tarde.
– Aquí está mi familia. Me ha costado mucho reunirla, Tabra, y quiero gozarla, porque sé que no durará mucho. La vida tiende a separarnos y hay que hacer un gran esfuerzo para mantenernos juntos. En todo caso, no creo que hayamos llegado al punto en que sea necesario irse de este país. Todavía podemos cambiar la situación. Bush no será eterno.
– Buena suerte, entonces. En cuanto a mí, voy a instalarme en un lugar pacífico, adonde puedas llegar con tu familia cuando lo necesites.
Empecé a despedirme mientras ella desmantelaba el taller que le había costado tantos años poner en pie; le ayudaba su hijo Tongi, quien dejó su trabajo para acompañarla en los últimos meses. Despidió uno a uno a los refugiados con quienes había trabajado por mucho tiempo, preocupada por ellos, porque sabía que para algunos sería muy difícil encontrar otro empleo. Se deshizo de la mayor parte de sus colecciones de arte, salvo algunos cuadros valiosos que guardó en mi casa. No podía cortar lazos con Estados Unidos, tendría que volver por lo menos un par de veces al año a ver a su hijo y supervisar su negocios, porque sus joyas requieren un mercado más grande que las playas para turistas de un paraíso en Asia. Le aseguré que siempre dispondría de espacio en nuestro hogar; entonces vació su casa de muebles y la arregló para venderla.
Estos preparativos y las tristes caminatas con Tabra me contagiaban su delirio de incertidumbre. Llegaba a la casa a abrazarme a Willie, perturbada. Tal vez no era mala idea invertir nuestros ahorros en monedas de oro, coserlas en el ruedo de la falda y prepararnos para huir.
«¿De qué monedas de oro me estás hablando?», me preguntaba Willie.
Andrea entró a la adolescencia de golpe y porrazo. Una noche de noviembre llegó a la cocina, donde la familia estaba reunida, con lentes de contacto, los labios pintados, un vestido blanco largo, unas sandalias plateadas y unos pendientes de Tabra que había escogido para cantar en el coro del colegio en la fiesta de Navidad. No reconocimos a esa dorada beldad de Ipanema, sensual, con un aire distante y misterioso. Estábamos acostumbrados a verla en vaqueros astrosos, zapatones de explorador y un libro en la mano. Jamás habíamos visto a esa joven que nos sonreía cohibida desde la puerta. Cuando Nico, de cuya serenidad zen tanto nos reíamos, se dio cuenta de quién era, se demudó. En vez de celebrar a la mujer que acababa de llegar, debimos consolar al padre de la pérdida de la niña torpe que había criado. Lori, quien había acompañado a Andrea a comprar el vestido y el maquillaje, era la única que sabía el secreto de la transformación. Mientras los demás nos sacudíamos la impresión, Lori le tomó una serie de fotografías a Andrea, unas con su mata de pelo color miel oscura suelto sobre los hombros, otras con moño, en poses de modelo que eran en realidad de afectación y burla.
A la chiquilla le brillaban los ojos y estaba arrebolada como si hubiese tomado el sol. Los demás lucíamos la palidez de noviembre. Tenía una tos de tísica desde hacía varios días. Nico quiso tomarse una foto con ella sentada en sus rodillas, en la misma postura de otra en la que ella tenía cinco años y era un pato desplumado con espejuelos de alquimista y mi camisa de dormir rosada, que se ponía
encima de su ropa normal. Al tocarla sintió que ardía. Lori le puso el termómetro y la pequeña fiesta familiar terminó pésimo, porque Andrea ardía de fiebre. En las horas siguientes comenzó a delirar. Trataron de bajarle la fiebre con baños de agua fría, pero al fin debieron llevarla volando al servicio de emergencia del hospital y allí se supo que tenía pulmonía. Quién sabe cuántos días llevaba incubándola y no había dicho ni una palabra, fiel a su carácter estoico e introvertido.
«Me duele el pecho, pero pensé que era porque me estoy desarrollando», fue su explicación.
De inmediato acudieron Celia y Sally, luego los demás. Andrea quedó internada en el hospital del condado, rodeada por su familia, que vigilaba como halcones que no le dieran ningún remedio de la lista negra de la porfiria. Al verla en esa cama de hierro, con los ojos cerrados, los párpados transparentes, cada instante más pálida, respirando con dificultad y conectada a sondas y cables, me volvieron los recuerdos más crueles de tu enfermedad en Madrid. Como Andrea, entraste al hospital con un resfrío mal curado, pero cuando saliste, meses más tarde, ya no eras tú, sino una muñeca inerte sin más esperanza que una muerte dulce. Nico, tranquilo, me hizo ver que no era el mismo caso. Tú llevabas varios días con terribles dolores de estómago y sin poder comer por los vómitos, síntomas de una crisis de porfiria que Andrea no presentaba. Decidimos que para prevenir una posible negligencia o error médico, Andrea nunca estaría sola. No pudimos hacer eso en Madrid, donde la burocracia del hospital se apoderó de ti sin explicaciones. Tu marido y yo aguardamos durante meses en un corredor sin saber qué ocurría al otro lado de las pesadas puertas de la unidad de cuidados intensivos.
El cuarto de Andrea en el hospital estaba lleno. Nico y Lori, Celia y Sally, yo misma, nos instalamos a su lado; después llegaron Juliette, las madres de Sabrina, los demás parientes y algunos amigos. Quince teléfonos celulares nos mantenían conectados y además yo llamaba a diario a mis padres y a Pía en Chile, para que nos acompañaran a distancia. Nico repartió la lista de los medicamentos prohibidos y las instrucciones para cada eventualidad. Tu regalo, Paula, fue que estábamos preparados, no nos asaltó por sorpresa. Nuestra doctora, Cheri Forrester, advirtió al personal del piso que se armara de paciencia, porque esa niña venía con su tribu. Mientras la enfermera pinchaba a Andrea buscando una vena para colocarle el suero, once personas observaban en torno a la cama.
«Por favor no entonen cánticos», dijo la mujer. Nos echamos a reír en coro.
«Ustedes parecen la clase de gente capaz de eso», agregó, preocupada.
Comenzó la vigilia de día y de noche, nunca menos de dos o tres de nosotros en la habitación. Pocos fueron a trabajar durante ese tiempo; los que no hacían su turno en el hospital, se encargaban de los otros niños y de los perros -Poncho, Mack y sobre todo Olivia, que estaba con los nervios rotos al verse postergada-, de mantener funcionando las casas y llevar comida al hospital para alimentar a ese ejército. Durante dos semanas, Lori asumió con naturalidad el papel de capitán, que nadie intentó usurparle porque de todos modos es la gerente de esta familia, no sé qué haríamos sin ella. Nadie tiene más influencia ni más dedicación que Lori. Criada en Nueva York, es la única con carácter intrépido para no dejarse intimidar por médicos y enfermeras, llenar formularios de diez páginas y exigir explicaciones. En los últimos años hemos superado los obstáculos del comienzo; Lori es mi verdadera hija, mi confidente, mi brazo derecho en la fundación, y he visto cómo se va convirtiendo poco a poco en la matriarca. A ella le tocará pronto encabezar la mesa de la castellana.
Al principio Andrea se iba desgastando con el paso de los días, porque no se le podían administrar varios de los antibióticos que se usan en estos casos, lo que prolongó la pulmonía más allá de lo razonable, pero la doctora Forrester, que se mantuvo vigilante, nos aseguró que no había ninguna indicación de porfiria en los exámenes de sangre y orina. Andrea se animaba por ratos breves, cuando la visitaban sus hermanos, los niños griegos o alguna compañera del
colegio, pero el resto del tiempo dormía y tosía de la mano de alguno de sus padres o su abuela. Por fin, al segundo viernes, logró vencer la fiebre y amaneció con los ojos despejados y con deseos de comer. Entonces pudimos respirar aliviados.
La familia llevaba más de diez años en esa danza de escaramuzas que suelen ser los divorcios, un tira y afloja agotador. La relación entre las parejas de padres pasaba por altibajos, era difícil ponerse de acuerdo en los detalles de la crianza de los hijos que tienen en común, pero en la medida en que éstos se despegan del hogar para hacer sus propias vidas, habrá menos razones para confrontarse y llegará un día en que no tendrán necesidad de verse. No falta mucho para eso. A pesar de los inconvenientes que han soportado, pueden felicitarse mutuamente: han criado a tres chiquillos contentos y simpáticos, de buena conducta y buenas notas, que hasta el momento no han dado ni un solo problema serio. Durante las dos semanas de la pulmonía de Andrea, yo viví la ilusión de una familia unida porque me pareció que las tensiones desaparecían junto a la cama de esa niña. Pero en estas historias no hay finales perfectos. Cada uno lo hace lo mejor que puede, eso es todo.
Andrea salió del hospital con cinco kilos menos, lánguida y color pepino, pero más o menos curada de la infección. Pasó otras dos semanas convaleciendo en la casa y se recuperó a tiempo para participar en el coro. Sentados en la platea, la vimos entrar cantando como un ángel en una larga fila de niñas que fueron ocupando el escenario. El vestido blanco le colgaba suelto como un harapo y las sandalias se le caían de los pies, pero todos estuvimos de acuerdo en que nunca había estado más bonita. La tribu entera estaba allí para celebrarla y comprobé, una vez más, que en una emergencia se tira por la borda lo que no es esencial para navegar, es decir, casi todo. Al final, después de alivianar las cargas y sacar las cuentas, resulta que lo único que queda es el cariño.
Hemos llegado a diciembre y el panorama cambió para nuestra tribu y el país. Tabra se fue a Bali; mis padres, en Chile, están viviendo los descuentos, tienen ochenta y cinco y noventa años respectivamente; Nico cumplió cuarenta, por fin, como dice Lori, y es un hombre maduro; los nietos entraron de lleno en la adolescencia y pronto se irán alejando de la abuela obsesiva que todavía los llama «mis niños». A Olivia le han salido canas y ya se lo piensa dos veces antes de subir el cerro cuando la sacamos a caminar. Willie está terminando su segundo libro y yo sigo arando el suelo duro de los recuerdos para escribir esta memoria. En las elecciones parlamentarias ganaron los demócratas y ahora controlan la Cámara de Representantes y el Senado; todos esperamos que pongan freno a los excesos de Bush, logren retirar las tropas americanas de Irak, aunque sea de a poco y con el rabo entre las piernas, y eviten nuevas guerras. En cuanto a Chile, también hay novedades: en marzo, Michelle Bachelet asumió la presidencia, primera mujer que ocupa ese cargo en mi país, y lo está haciendo muy bien. Es médica cirujana, pediatra, socialista, madre soltera, agnóstica e hija de un general que murió torturado porque no se plegó al golpe militar de 1973. Además, se murió el general Augusto Pinochet, tranquilamente en su cama, cerrando así uno de los más trágicos capítulos de la historia nacional. Con gran sentido de la oportunidad, murió justamente el día de los Derechos Humanos.
La escritura de este libro ha sido una experiencia extraña. No he
confiado sólo en mis recuerdos y en la correspondencia con mi madre, también interrogué a la familia. Como escribo en español, la mitad de la familia no pudo leerlo hasta que lo tradujo Margaret Sayers Peden, «Petch», una entrañable dama de ochenta años que vive en Missouri y ha traducido todos mis libros menos el primero. Con paciencia de arqueólogo, Petch ha indagado en las diversas capas de los manuscritos, revisando cada línea mil veces y haciendo los cambios que le pido. Con el texto en inglés, la familia pudo comparar las diferentes versiones, que no siempre coincidieron con la mía. Harleigh, el hijo menor de Willie, decidió que prefería no estar en el libro y debí reescribirlo. Es una lástima, porque es bastante pintoresco y forma parte de esta tribu; excluirlo me parece que es como hacer trampa, pero no tengo derecho a apoderarme de una vida ajena sin permiso. En largas conversaciones pudimos vencer el miedo a expresar lo que sentimos, tanto lo malo como lo bueno; a veces es más difícil mostrar afecto que rencor. ¿Cuál es la verdad? Como dice Willie, llega un punto en que hay que olvidarse de la verdad y concentrarse en los hechos. Como narradora, yo digo que hay que olvidarse de los hechos y concentrarse en la verdad. Ahora, que estoy llegando al final, espero que este ejercicio de ordenar los recuerdos sea beneficioso para todos. Y después, suavemente, las aguas volverán a aquietarse, el fango se asentará en el fondo y quedará la transparencia.
A Willie y a mí nos ha mejorado la vida desde los tiempos de las maratones de terapia, los conjuros mágicos para pagar las cuentas y la misión de rescatar de sí mismos a quienes no deseaban ser rescatados. Por el momento el horizonte parece claro. A menos que suceda un cataclismo, posibilidad que no debe ser descartada, tenemos libertad para disfrutar los años que nos quedan con la panza al sol.
– Creo que estamos en edad de jubilarnos -le comenté una noche a Willie.
– De ninguna manera. Yo recién estoy empezando a escribir no sé qué haríamos contigo si no escribieras; nadie te aguantaría-Te hablo en serio. Llevo un siglo trabajando. Necesito un año sabático.
– Lo que haremos será tomar las cosas con más tranquilidad-decidió.
Espantado ante la amenaza de un hipotético año de ocio, Wil optó por invitarme de vacaciones al desierto. Pensó que una semana sin nada entre manos y en un paisaje yermo bastaría para hacerme cambiar de opinión. El hotel, que según proclamaba la agencia de viajes era de lujo, resultó ser una especie de casa de lenocinio pasada de moda, donde Toulouse-Lautrec se habría hallado a gusto. Habíamos llegado allí por una interminable autopista, una cinta recta en el paisaje desnudo, salpicada de canchas de golf con pasto verde bajo un sol blanco, incandescente, que a las ocho de la noche todavía quemaba. No soplaba una brisa, no volaba un pájaro. Cada gota de agua era transportada de lejos y cada planta crecía gracias al esfuerzo desproporcionado de los humildes jardineros latinos, que mantenían en funcionamiento la complicada maquinaria de ese paraíso ilusorio y por las noches desaparecían como espectros.
Por fortuna en el hotel a Willie le dio un ataque de alergia casi mortal causado por los polvorientos cortinajes, y debimos irnos a otra parte. Así llegamos a unas extrañas termas, de las que jamás habíamos oído hablar, donde ofrecían, entre otros servicios, baños de barro. En unas profundas tinas de hierro reposaba una sustancia espesa y fétida que hervía con gorgoritos. Una india mexicana, chaparrita y con cabello quemado por una permanente ordinaria, nos mostró las instalaciones. No tenía más de veinte años, pero nos sorprendió con descaro.
– ¿Para qué sirve esto? -le pregunté en español señalando el lodo.
– No sé, son cosas que les gustan a los americanos. -Parece caca.
– Es caca, pero no de gente, sino de animal -me contestó con naturalidad.
La muchacha no despegaba los ojos de Willie, y cuando ya nos íbamos le preguntó si él era el abogado Gordon, de San Francisco.
– ¿No se acuerda de mí, licenciado? Soy Magdalena Pacheco.
– ¿Magdalena? ¡Pero cómo has cambiado, niña!
– Es por la permanente -dijo ella, sonrojándose.
Se abrazaron eufóricos. Era hija de Jovito Pacheco, el cliente de Willie muerto en un accidente de construcción años antes. Esa noche fuimos con ella a cenar a un restaurante mexicano, donde su hermano mayor, Socorro, era el rey de la cocina. Estaba casado y ya tenía su primer hijo, un niño de tres meses a quien le habían puesto de nombre Jovito, como el abuelo. El otro hermano trabajaba al norte, en los viñedos del valle de Napa. Magdalena tenía un novio salvadoreño, mecánico de coches, y nos dijo que fijaría el día de la boda apenas la familia pudiera reunirse en su pueblo de México, porque le había prometido a su madre que se casaría de blanco en presencia de la parentela completa. Willie le aseguró que nosotros también iríamos, si nos invitaban.
Los Pacheco nos contaron que un par de años antes la abuela había amanecido muerta y le hicieron un funeral épico, con un ataúd de caoba que los nietos llevaron en una camioneta desde San Diego. Por lo visto cruzar la frontera en ambas direcciones no era un problema para ellos, tampoco con un pesado cajón de muerto. La madre tenía un almacén y vivía con el hermano menor, el ciego, que ya había cumplido catorce años. Camino al restaurante, Willie me recordó el caso de los Pacheco, que se arrastró por años en los tribunales de San Francisco. Yo no lo había olvidado porque a menudo nos burlábamos de su frase altisonante en el juicio: «¿Van a permitir que el abogado de la defensa arroje a esta pobre familia al basural de la historia Willie apeló de un juez a otro hasta que por fin consiguió una indemnización modesta para la familia. Había visto dilapidar pequeñas fortunas a lo largo de su carrera, porque los clientes beneficiados, que nunca habían tenido más que agujeros en los bolsillos, al sentirse ricos perdían la cabeza, se ponían ostentosos y atraían como moscas a parientes lejanos, amigos olvidados y timadores dispuestos a quitarle hasta el último peso. La indemnización de los Pacheco estaba mi lejos de ser una fortuna, pero traducida a pesos mexicanos los ayudó a salir de la miseria. Por indicación de Willie, la abuela decidió invertir la mitad en instalar un pequeño almacén y el resto fue depositado en una cuenta a nombre de los hijos de Jovito en Estados Unidos, lejos de embaucadores y parientes pedigüeños. Había transcurrido más de una década desde la muerte del padre y en ese tiempo todos los hijos, excepto el menor, se despidieron uno a uno de la abuela y la madre y abandonaron su villorrio para trabajar en California. Cada uno traía en un papelito el nombre y el teléfono de Willie para cobrar la parte correspondiente del dinero, que les sirvió para comenzar la vida en mejores condiciones que la mayoría de los inmigrantes ilegales, los cuales llegaban sin nada más que el hambre y los sueños. Así se cumplió el propósito de Willie al llevarlos a Disneylandia cuando eran niños.
Gracias a Socorro y a Magdalena Pacheco conseguimos la mejor cabaña de las termas, una casita impecable de adobe y tejas, del más puro estilo mexicano, con una cocinilla, un traspatio y un jacuzzi al aire libre. Allí nos encerramos después de comprar provisiones para tres días. Hacía mucho que Willie y yo no estábamos solos y ociosos y gastamos las primeras horas en tareas inventadas. Con los utensilios mínimos de la cocinilla, que apenas servían para improvisar un desayuno, Willie decidió preparar rabo de buey, una de esas recetas reposadas del Viejo Mundo que requiere varias ollas. El guiso llenó el aire de un aroma poderoso que espantó a los pájaros y atrajo a los coyotes. Como debía descansar en la nevera hasta el otro día para quitarle la grasa que se congelaba en la superficie, al caer la noche cenamos pan, vino y queso, tendidos muy juntos en una hamaca del patio, mientras la jauría de coyotes se relamía al otro lado del muro de piedra que protegía nuestra pequeña vivienda.
La noche en el desierto tiene la profundidad insondable del fondo del mar. Las estrellas, infinitas, bordaban un cielo negro sin luna, y la tierra, al enfriarse, desprende un vaho denso, como aliento de fiera. Encendimos tres velas gruesas, que reflejaban su luz ceremonial sobre el agua del jacuzzi. Poco a poco el silencio fue librándonos de la tensión acumulada de tanto bregar y bregar. A mi lado siempre hay un invisible e implacable capataz, látigo en mano, criticándome y dándome órdenes: «¡Levántate, mujer! Son las seis de la mañana y tienes que lavarte el pelo y pasear a la perra. ¡No comas pan! ¿O crees que vas a perder peso por arte de magia? Acuérdate de que tu padre era obeso. Tienes que rehacer tu discurso, está lleno de clichés, y tu novelita es un desastre, llevas un cuarto de siglo escribiendo y no has aprendido nada». Y dale y dale con la misma cantaleta. Tú me decías que aprendiera a quererme un poco, que yo no trataría ni a mi peor enemigo como me trataba a mí misma.
«¿Qué harías, mamá, si alguien entrara a tu casa y te insultara de esa manera?», me preguntabas. Le diría que se fuera al carajo y lo sacaría a escobazos, por supuesto, pero no siempre me resulta esa táctica con el capataz, porque es solapado y astuto. Menos mal que en esa ocasión se quedó rezagado en el hotelito de Toulouse Lautrec y no vino a jorobarme en la cabaña.
Transcurrió una hora, tal vez dos, callados. No sé lo que pasaba por la mente y el corazón de Willie, pero yo imaginé que en esa hamaca me desprendía, pedazo a pedazo, de mi yelmo oxidado, mi pesada armadura de hierro, mi picuda cota de malla, mi peto de cuero, mis botas remachadas y las patéticas armas con que me he defendido y he defendido a mi familia, no siempre con éxito, de los caprichos del destino. Desde tu muerte, Paula, suelo perderme en tu bosque, tranquilas excursiones en las que tú me acompañas y me invitas a escarbar en el alma. En todos estos años me parece que se han ido abriendo mis cavernas selladas y con tu ayuda ha entrado luz. A veces en el bosque me sumo en la añoranza y me invade una pena sorda, pero eso no dura mucho, pronto te siento caminando a mi lado y me consuela el rumor de las secuoyas y la fragancia del romero y el laurel. Imagino que sería bueno morir con Willie en ese lugar encantado, viejos, pero en pleno control de nuestra vida y nuestra muerte. Lado a lado, tomados de la mano, sobre la tierra blanda, abandonaríamos el cuerpo para reunirnos con los espíritus. Tal vez Jennifer y tú nos estén esperando; si viniste a buscar a la Abuela Hilda, espero que no te olvides de hacer lo mismo conmigo. Esos paseos me hacen mucho bien, cuando terminan me siento invencible y agradecida, por la tremenda abundancia de mi vida: amor, familia, trabajo, salud, un gran contento. La experiencia de esa noche en el desierto fue distinta: no sentí la fuerza que tú me das en el bosque, sino abandono. Mis antiguas capas de duras escamas se fueron desprendiendo y quedé con el corazón vulnerable y los huesos blandos.
A eso de la medianoche, cuando a las velas les faltaba poco para consumirse, nos quitamos la ropa y nos sumergimos en el agua caliente del jacuzzi. Willie ya no es el mismo que me atrajo a primera vista años antes. Todavía irradia fortaleza y su sonrisa no ha cambiado, pero es un hombre sufrido, con la piel demasiado blanca, la cabeza afeitada para disimular la calvicie, el azul de los ojos más pálido. Y yo llevo marcados en la cara los duelos y pérdidas del pasado, me he encogido una pulgada y el cuerpo que reposaba en el agua es el de una mujer madura que nunca fue una beldad. Pero ninguno de los dos juzgaba o comparaba, ni siquiera recordábamos cómo éramos en la juventud: hemos alcanzado ese estado de perfecta invisibilidad que da la convivencia. Hemos dormido juntos durante tanto tiempo, que ya no tenemos capacidad para vernos. Como dos ciegos, nos tocamos, nos olemos, percibimos la presencia del otro como se siente el aire.
Willie me dijo que yo era su alma, que me había esperado y buscado durante los primeros cincuenta años de su existencia, seguro de que antes de morirse me encontraría. No es hombre que se prodigue en frases bonitas, es más bien tosco y aborrece los sentimentalismos, por eso cada palabra suya, medida, pensada, me cayó encima como gota de lluvia. Comprendí que él también había entrado en esa zona misteriosa de la más secreta entrega, él también se había desprendido de la armadura y, como yo, se abría. Le dije, en un hilo de voz, porque se me había cerrado el pecho, que también yo, sin saberlo, lo había buscado a tientas. He descrito en mis novelas el amor romántico, ese que todo lo da, sin escatimar nada, porque siempre supe que existía, aunque tal vez nunca estaría a mi alcance. El único atisbo de esa entrega sin reparos la tuve contigo y tu hermano cuando eran muy pequeños; sólo con ustedes he sentido que éramos un solo espíritu en cuerpos apenas separados. Ahora también lo siento con Willie. He amado a otros hombres, como sabes, pero aun en las pasiones irracionales me cuidé las espaldas. Desde que era una niña, me dispuse a velar por mí misma. En aquellos juegos en el sótano de la casa de mis abuelos, donde me crié, nunca fui la doncella rescatada por el príncipe, sino la amazona que se batía con el dragón para salvar a un pueblo. Pero ahora, le dije a Willie, sólo quería apoyar la cabeza en su hombro y rogarle que me cobijara, como se supone que hacen los hombres con las mujeres cuando las aman.
– ¿Acaso no te cuido? -me preguntó, extrañado.
– Sí, Willie, tú corres con todo lo práctico, pero me refiero a algo más romántico. No sé exactamente lo que es. Supongo que quiero ser la doncella del cuento y que tú seas el príncipe que me salva. Ya me cansé de matar dragones.
– Soy el príncipe desde hace casi veinte años, pero ni cuenta te das, doncella.
– Cuando nos conocimos, acordamos que yo me las arreglaría sola.
– ¿Eso dijimos?
– No con esas palabras, pero quedó entendido: seríamos compañeros. Eso de compañeros ahora me suena a guerrilla. Me gustaría probar qué se siente al ser una frágil esposa, para variar.
– ¡Ajá! La escandinava del salón de baile tenía razón: el hombre guía -se rió.
Le respondí con una palmada en el pecho, me empujó y acabamos bajo el agua. Willie me conoce más que yo misma y así y todo me ama. Nos tenemos el uno al otro, es para celebrarlo.
– ¡Qué cosas! -exclamó al emerger-. Yo esperándote en mi rincón, impaciente porque no venías, y tú esperando que yo te sacara a bailar. ¿Tanta terapia para esto?
– Sin terapia nunca habría admitido este anhelo de que me ampares y protejas. ¡Qué cursilada! Imagínate, Willie, esto contradice una vida de feminismo.
– No tiene nada que ver con eso. Necesitamos más intimidad, quietud, tiempo para nosotros solos. Hay demasiada pelotera en nuestras vidas. Ven conmigo a un lugar de sosiego -susurró Willie, atrayéndome.
– Un lugar de sosiego…, me gusta eso.
Con la nariz en su cuello, agradecí la suerte de haber tropezado por casualidad con el amor y que tantos años más tarde preservara intacto su brillo. Abrazados, livianos en el agua caliente, bañados por la luz color ámbar de las velas, sentí que me fundía en ese hombre con quien había andado un camino largo y abrupto, tropezando, cayendo, volviendo a levantarnos, entre peleas y reconciliaciones, pero sin traicionarnos jamás. La suma de los días, penas y alegrías compartidas, ya eran nuestro destino.
Fin (por el momento)