CAPÍTULO 03

Luego de la cena, Elizabeth se escabulló del salón y subió a sus aposentos. No tenía la menor intención de besar al visitante escocés, que era un individuo muy atrevido. ¡Demasiado atrevido, a decir verdad!

El breve contacto con sus labios la había perturbado bastante. Para ella, los besos eran un asunto serio que requería cierto grado de intimidad y aún no se sentía preparada para entregarse a un hombre. "Bueno, es hora de que vayas acostumbrándote a la idea -le decía con impaciencia una voz interior-. Ningún hombre querrá una mujer que no besa ni acaricia".

Estuvo debatiéndose entre volver o no al salón y finalmente decidió permanecer en su alcoba.

A la mañana siguiente se levantó antes que lo usual, se vistió y bajó al salón. Solo había unos pocos criados, que al ver a su ama se apresuraron a servirle el desayuno. Colocaron una escudilla con avena caliente frente a la joven y una copa de sidra. Elizabeth comía despacio, con la mente concentrada en las actividades del día. Cortó una feta de queso, la extendió sobre una rodaja de pan caliente y se lamió los dedos por donde chorreaba la mantequilla derretida. Cuando terminó de comer, fue a sentarse junto al fuego durante unos minutos antes de comenzar las labores.

– ¡Cobarde!

Dio un respingo al escuchar que alguien le hablaba al oído. Volteó y se encontró con Baen MacColl, quien, antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar, la besó.

– ¡Sinvergüenza! -atinó a gritar, sorprendida.

– Relájate y bésame. Tienes labios demasiado dulces y apetecibles, Elizabeth Meredith; no puedo resistir la tentación de saborearlos.

Él se inclinó con la intención de besaría y la estrechó entre sus brazos. Ella se relajó y apretó su boca contra la de Baen.

– Eso es, pequeña -la alentó MacColl.

"¿Qué estoy haciendo?" -pensó Elizabeth, presa de una súbita debilidad. El contacto con los labios de Baen era sencillamente embriagador. Suspiró y, soltándose con brusquedad del dulce abrazo, volvió a reclinarse en la silla.

– ¡Cómo te atreves! -exclamó ruborizada.

Baen lanzó una risita, se arrodilló para mirarla directamente a los ojos y, tomándole la mano, inquirió:

– ¿Acaso te ha disgustado?

Los intensos ojos grises del escocés le provocaron un leve vértigo.

– Bueno, en realidad, no… -musitó Elizabeth tratando desesperadamente de recobrar la compostura. Sentía la cálida opresión de la mano de Baen.

– Entonces te agradó -replicó el escocés con una mirada brillante y algo perversa.

– ¡No debiste besarme! -fue la indignada respuesta. ¿Qué más podía decir en su defensa después de haberlo besado con tanto descaro?

– Es cierto, pero lo hice.

– ¿Siempre haces lo que se te da la gana? -preguntó con voz trémula. El recuerdo de sus labios ardientes aún le cosquilleaba en la boca.

– No, pero no pude resistirme a tus encantos. Eres muy hermosa, Elizabeth Meredith -y con el dedo índice le acarició la barbilla.

– ¿Estuve mejor esta vez?

– ¡Sí, mucho mejor!

– Perfecto. Entonces, ya aprendí y no tendremos que volver a besarnos.

Baen se puso de pie y lanzó una carcajada.

– ¿Crees que eso es todo?

– ¿Qué más hay que saber?

– Debes aprender a acariciar y a ser acariciada… -murmuró con voz galante.

– Cierra la boca y siéntate a la mesa de una buena vez, Baen MacColl. Ordenaré a los sirvientes que te traigan el desayuno. Hoy tenemos mucho trabajo. En cuanto a lo otro, más vale que lo olvides. El beso fue bastante intenso y no soy tonta. Los besos llevan a las caricias y las caricias al apareamiento. No permitiré que mi virtud sea mancillada por ningún hombre, y menos aún por un villano escocés de las Tierras Altas. Cuando estés listo para salir a cabalgar, dile a Albert que me avise -se levantó de la silla y abandonó la estancia.

Baen MacColl sonrió y se sentó a la mesa para desayunar. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Por qué se comportaba como un idiota? La muchacha no era como él; era una respetable heredera. Sin embargo, no podía reprimir el deseo de tocar su rubia cabellera, tan suave y limpia. Toda ella era limpia y fresca. Olía a tréboles y a pasto recién cortado; su delicioso aroma lo había aturdido al estrecharla en sus brazos. En adelante controlaría sus impulsos.

Thomas Bolton, que había observado la escena desde un ángulo oscuro del salón, estuvo a punto de intervenir. Pero no fue necesario, ya que la joven había manejado perfectamente al ardiente e impulsivo escocés sin ayuda de nadie. "Elizabeth sabrá defender su honor cuando tenga que enfrentar situaciones similares en la corte" -pensó lord Cambridge, complacido. Su sobrina no se dejaba turbar fácilmente por las atenciones de un caballero y eso lo llenaba de felicidad. Aunque, a decir verdad, el señor MacColl no parecía un caballero sino un hombre desvergonzado, como había señalado Elizabeth.

– ¡Buenos días, jovencito! -lo saludó fingiendo que acababa de entrar en el salón-. ¿Dormiste bien? He notado que estas noches serenas de invierno propician el sueño, ¿verdad? -Ahuyentó con la mano al criado que se aprestaba a servirle el desayuno.

– ¡No, no! Ya comí. -Luego volvió a dirigirse al escocés y le preguntó-: ¿Qué tareas le ha asignado hoy mi adorable sobrina?

– Parece que saldremos a inspeccionar los rebaños de las praderas más alejadas. ¿Desea cabalgar con nosotros, milord?

– ¡Oh, no, mi querido, de ninguna manera! Esta época del año es muy traicionera. Sientes que el sol te calienta la espalda, pero la humedad te penetra hasta los huesos. No es conveniente que un hombre de mi edad ande cabalgando con este clima.

– Pero viajará al sur bajo la lluvia.

– ¡Ay, no me lo recuerdes! -replicó con un estremecimiento-. Solo por Rosamund o por sus hijas me aventuro a emprender semejante viaje. Por suerte, llegaremos a la corte a principios de mayo, un mes siempre delicioso y el preferido del rey. Todos los días se organizan juegos, entretenimientos y fiestas. Y nos quedaremos en Greenwich, un sitio encantador. Nunca has estado en el sur, ¿verdad, muchacho?

– Friarsgate es lo más al sur que he llegado.

– Señor MacColl, el ama desea reunirse de inmediato con usted en la perrera -anunció Albert.

– ¿En la perrera? -preguntó lord Cambridge intrigado.

– Elizabeth dijo que me daría uno de sus cachorros Shetland. Supongo que querrá mostrármelos primero. Con su permiso, milord -se despidió y abandonó el salón.

Encontró a la joven rodeada de varios perros de distintas razas, que obviamente adoraban a su ama. Tenía en brazos un cachorro bastante grande de un sedoso pelaje blanco y negro.

– ¿Te gusta? Es el más grandote de la camada de Flora, la perra de Tam, y él ya ha empezado a adiestrarlo. ¿Qué nombre le pondrás?

– Nunca tuve un perro. Creo que lo llamaré Friar [1], por Friarsgate y porque la forma de la cabeza me recuerda a los frailes peregrinos. -Extendió el brazo y dejó que el perrito le oliera la mano. Luego lo acarició y dijo-: Seremos muy buenos amigos, Friar.

– Lo llevaremos con nosotros hoy -afirmó Elizabeth-. ¡Vámonos! Los caballos nos están esperando.

– Pero es muy pequeño para correr con los caballos -protestó Baen.

– Lo sé. Puedes colocarlo en tu montura. Tiene que acostumbrarse a ti, a tu olor y al sonido de tu voz. Tam seguirá entrenándolo y cuando Friar haya aprendido los rudimentos básicos, le enseñarás a obedecerte.

Mientras cabalgaban, Baen no pudo dejar de percibir la armonía existente entre la joven y sus tierras y animales. Los caballos avanzaban con cuidado por terrenos ora blandos y pantanosos, ora duros y cubiertos de escarcha, según cómo les diera el sol. Los corrales estaban repletos de criaturas lanudas que balaban sin cesar. Baen decidió que las mejores ovejas eran las Shropshire y las Cheviot, pues eran animales resistentes, capaces de sobrevivir con relativa facilidad a los crudos inviernos de las Tierras Altas.

Le divertía escuchar los suaves ronquidos del cachorrito que llevaba en la montura. Al principio Friar había protestado porque lo habían separado de su madre y de sus hermanos, pero al rato se tranquilizó y después de andar unos kilómetros cerró los ojos y se quedó dormido. Elizabeth y el joven se detuvieron para inspeccionar una manada de ovejas. Friar correteaba alrededor de la pareja y les ladraba a los pies hasta que, de pronto, instintivamente, se puso a mordisquear las patas de una oveja como si quisiera arrearla.

– ¡Ah, va a ser un excelente pastor! -exclamó Elizabeth-. Apenas acaba de empezar sus lecciones y mira lo bien que se desempeña. -Se echó a reír cuando la oveja se quejó ruidosamente del molesto cachorrito que la obligaba a moverse. Luego se arrodilló junto al animal y hundió los dedos en la lana ensortijada.

– Mira qué pelaje más grueso, Baen. Cuando la esquilen tendrás una buena cantidad de lana.

El joven se arrodilló junto a ella para examinar la lana. Sus manos se rozaron y Elizabeth, turbada, se puso de pie.

– Es cierto, es un animal muy fino -opinó Baen y tomó a Friar en sus brazos-. Cállate, pequeño. Veo que cumplirás muy bien con tus deberes.

Ella se dirigió al sitio donde estaba su caballo. La mano le ardía en el preciso lugar donde él la había tocado. Sintió un fuerte vahído y sacudió la cabeza para recomponerse antes de subir a la silla de montar.

– Se está haciendo tarde, Baen, y nos espera una larga cabalgata hasta llegar a la finca.

Cuando llegaron a los establos, la joven se apeó del caballo y se encaminó a la casa a toda prisa. Mientras tanto, Baen devolvió el cachorro a la perrera y lo colocó junto a su madre para que gozara de su merecida cena. Luego buscó a Elizabeth, pero ya había entrado en la casa. Se dirigió al salón y comprobó con cierta desilusión que tampoco estaba allí.

– ¡Mi querido muchacho! -saludó lord Cambridge haciéndole señas con la mano. William Smythe estaba a su lado-. ¿Cómo te fue con las ovejas? ¿Ya tienes tu perrito?

– Sí, un cachorro muy simpático al que bauticé Friar. Tam le enseñará los rudimentos básicos y luego aprenderemos a trabajar juntos. Y usted, milord, ¿tuvo un día productivo?

– Fue una jornada larga y tediosa. Ya está listo el guardarropa de Elizabeth, incluidos los zapatos y las joyas. Solo nos resta esperar hasta abril para partir rumbo a la corte.

– ¿Y no piensa regresar antes a sus tierras?

– No. Están construyendo un ala nueva en Otterly y recién la terminarán para el verano. Las hijas de mi heredera son muy revoltosas. Friarsgate no ofrece las mismas comodidades que mi casa, pero es un lugar deliciosamente pacífico. No obstante, el querido William tendrá que regresar antes a fin de supervisar la mudanza de mis muebles y pertenencias a la nueva morada, que, por suerte, no tendrá comunicación con el cuerpo principal del edificio. Ya no quiero que me invadan, muchacho. Espero pasar los últimos años de mi vida aislado en el ala oeste de mi casa.

– Lo entiendo muy bien -rió Baen-. La residencia de mi padre no es muy espaciosa y cuando llega algún huésped parece achicarse, como decía mi madrastra. Mis hermanos y yo somos hombres grandes y ninguno se ha casado todavía.

Nancy, la doncella, entró en el salón para comunicarles que a su ama le dolía la cabeza y no cenaría con ellos.

– No me sorprende que se sienta mal después de haber pasado todo el día en medio de esa espantosa humedad -opinó lord Cambridge-. Y Elizabeth se empecina en no cubrirse la cabeza. Un día caerá muerta, se lo he dicho mil veces, pero ella no entra en razón. Es de lo más testaruda. De todos modos, disfrutaremos juntos de una agradable cena y luego te venceré al ajedrez. Al parecer, juegas cada vez peor.

– Trataré de ser un digno oponente esta noche, milord -replicó Baen MacColl. Al ver una leve sonrisa en el rostro de William Smythe, se percató de que el secretario de lord Cambridge era plenamente consciente del engaño, aunque prefería mantenerlo en secreto. "Bueno pensó MacColl-Thomas Bolton es un sujeto un tanto estrafalario pero es divertido y bondadoso. Sé que le rompería el corazón si le ganara. Además, ¡le gusta tanto el juego!". Y asintiendo imperceptiblemente con la cabeza, le dio a entender a Smythe que agradecía su complicidad.

El mes de marzo llegaba a su fin. Baen MacColl volvería a Escocia a mediados del mes siguiente, cuando ya no hubiera nieve. En cambio, Elizabeth Meredith y lord Cambridge se marcharían a la corte el 10 de abril. Varios días antes de la partida, el señor de Claven's Carn arribó a Friarsgate junto con su esposa y cuatro de sus cinco hijos varones.

– No iba a permitir que partieras a la corte sin despedirte de mí dijo Rosamund abrazando con fuerza a su hija. Estaba a punto de cumplir cuarenta y un años y seguía siendo una mujer espléndida

– ¡Estoy tan feliz por tu viaje! Y ahora muéstrame tus nuevos vestidos. Te pondrás uno de ellos esta misma noche para que Logan y tus hermanos vean que te has convertido en una preciosa dama.

– ¿Dónde está Johnnie? -preguntó Elizabeth.

– En Claven's Carn, ocupándose de la propiedad que algún día será suya -afirmó Logan Hepburn. Luego clavó la mirada en Baen MacColl.

– ¿Quién es usted? A juzgar por su apariencia, diría que es un hombre de las Tierras Altas.

– Te presento a Baen MacColl, Logan -se apresuró a responder Elizabeth-. Ha pasado unas semanas con nosotros, aguardando a que el tiempo mejore y pueda regresar a casa. Su padre es el amo de Grayhaven y quiere comprarme algunas ovejas para mejorar sus rebaños. Los Leslie de Glenkirk lo enviaron a Friarsgate, son vecinos suyos.

Lord Hepburn extendió la mano y Baen le dio un fuerte apretón mirándolo directamente a los ojos.

– Milord -dijo.

– Vamos, hombre, dime Logan -replicó lord Hepburn con una sonrisa. Le agradaba el escocés-. ¿Cuál es tu clan?

– Mi padre es Colin Hay.

– Y engendra hijos robustos, por lo que veo. ¿Hay otros como tú en Grayhaven?

Ciertamente, Logan se dio cuenta enseguida de que Baen era un bastardo porque su apellido era MacColl. Sin embargo, el joven parecía tener una buena relación con su padre.

– Dos más. Mis hermanos Jamie y Gilbert Hay.

– ¿Elizabeth te ha hecho probar mi whisky? Muchacha, ordena que lo traigan de inmediato. Hay doce escoceses sedientos en el salón.

– ¡Tavis y Edmund no beberán! -exclamó Rosamund con firmeza-. Son muy jóvenes todavía. Además, ese whisky tuyo les retrasará el crecimiento, querido Logan.

– ¡Ay, mamá! -protestaron los mellizos al unísono.

– Su madre tiene razón -dijo Logan y los niños hicieron silencio.

James Hepburn, de catorce años, se quedó en silencio. Observó cómo el criado llenaba cuatro vasos y se los alcanzaba a los caballeros. El primero se lo sirvió a Baen MacColl, el segundo a su padre, el tercero a su hermano Alexander, de diecisiete años, y el último a él. Nadie protestó. Jamie tomó el vaso de peltre e, imitando a su padre, lo levantó para brindar. Luego bebió el contenido de un solo trago, jadeando ostensiblemente mientras el licor le quemaba el estómago como una brasa candente. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no dijo una palabra.

Logan Hepburn sonrió orgulloso. Los hijos que había engendrado con Rosamund eran muchachos valientes, fuertes y rebosantes de vitalidad, a diferencia de su hijo mayor, que no veía la hora de abandonar Claven's Carn e ingresar en una orden religiosa. Antes de partir a Friarsgate había tenido una áspera discusión con Johnnie. Lord Hepburn quería que su heredero se hiciera cargo de Claven's Carn durante su ausencia, pero el joven planeaba hacer un retiro espiritual en una abadía cercana. Logan se sintió decepcionado y se consoló pensando que al menos Jeannie, su primera y difunta esposa, no se desilusionaría al ver en qué se había convertido su hijo.

Rosamund solía reprender a su marido por su intransigencia. Había experimentado una decepción similar cuando su hija mayor renunció a Friarsgate, de modo que entendía tanto la posición de su esposo como la de su hijastro. Era importante amar las propias tierras, pero Johnnie amaba más a Dios y había que aceptarlo. Además, Logan tenía otros cuatro varones y Alexander, el mayor de ellos, era idéntico a su padre en todo sentido, especialmente en su devoción por Claven's Carn.

– Tiene un gusto horrible, ¿verdad? -comentó Elizabeth a su hermano Jamie respecto del whisky que acababa de beber.

– ¡No! ¡Es grandioso! -replicó James Hepburn con orgullo.

– ¡No mientas! -Elizabeth comenzó a reír y los demás la imitaron.

– Te pusiste rojo como sangre de oveja -observó Edmund Hepburn.

– Y te lloraban los ojos -dijo Tavis, su gemelo.

– Pero a mí me ofrecieron whisky y a ustedes no, ¡malditos enanos!

– ¿Y saben por qué? Porque soy más hombre que ustedes dos juntos -contraatacó Jamie.

– Al menos no tenemos las mejillas llenas de granos como tú-replicó Tavis, el más díscolo de los mellizos, levantando los puños en actitud beligerante-. ¡Vamos, Jamie, golpéame! ¡Golpéame si te atreves! -y Se puso a saltar frente a su hermano con la intención de provocarlo.

– ¡Basta! -gritó Rosamund y luego añadió, dirigiéndose a su hija-: Los niños son mucho más difíciles que las niñas, recuérdalo siempre.

– El tío Thomas no tiene un gran concepto de las niñas -objetó Elizabeth con malicia-. Prefirió pasar el invierno en el incómodo salón de mi casa a quedarse en su confortable palacete con las adorables mujercitas de Banon, o pequeños demonios, como le escuché decir a cierto caballero.

– ¡Pobre Tom! -se compadeció Rosamund-. ¿Son realmente tan malas?

– No sé si son malas, pero son muchas -contestó lord Cambridge.

– Jamás te quejaste de mis tres hijas -le recordó su prima-. Es más, te has ocupado de malcriarlas y consentirlas descaradamente, primo querido.

– Las hijas de Banon se la pasan fastidiando todo el tiempo. Gritan y pelean por cualquier cosa. Si a Katherine Rose le regalan una cinta azul y a Thomasina Marie una roja, Katherine Rose quiere la roja. Pero Thomasina, obviamente, no se la da. Además, Jemima Anne, Elizabeth Susanne y Margaret se ponen a llorar como marranas porque no han recibido ninguna cinta. Y todo porque al buen tonto de su padre no se le ocurrió comprar cintas de un mismo color en la feria y sólo se acordó de sus hijas mayores. Mientras unas discuten las otras lloran, siempre es así. No pueden permanecer un segundo calladas y Banon no parece darse cuenta del bullicio. Me hice construir un ala privada en Otterly, pero el constructor cometió el error de colocar una puerta que comunica con el resto de la casa. Banon y su familia no respetan mi privacidad -refunfuñó lord Cambridge.

– Ahora el tío Thomas está levantando toda un ala nueva sin comunicación con los otros sectores de la casa -informó Elizabeth-. Y le dijo al constructor que lo mataría y lo cortaría en pedacitos si volvía a colocar una puerta. -Y se echó a reír.

– ¡Cómo te divierten mis desgracias! -exclamó lord Cambridge, compungido-. Tu casa es tranquila; la mía, no. Sin embargo, adoro a Banon y también a sus crías aunque con cierta moderación. En cuanto a Robert Neville, es encantador, un caballero de carácter dulce y sumamente educado. Solemos cabalgar juntos y jugar al ajedrez. Es una excelente compañía.

– ¿Pasarás por Otterly cuando viajes al sur? -preguntó Rosamund.

– No, debemos apresurarnos a llegar a Londres para que el sastre haga las reformas del nuevo guardarropa que me ha confeccionado. Y tal vez tengamos que conseguirle nuevas prendas a Elizabeth. Pero pasaremos por Brierewode, pues nos queda de camino.

– ¿Podrías llevarle unas cartas a Philippa, de mi parte?

– Por supuesto, querida -replicó Thomas Bolton-, y cuando regrese te contaré todos los chismes de su familia y de la corte.

El párroco de Friarsgate, el padre Mata, llegó a la casa y bendijo la comida. Luego Elizabeth se dirigió a su alcoba para probarse uno de los fabulosos atuendos que usaría en la corte. El vestido constaba de un corpiño de seda rosa decorado con cristales centelleantes y una falda de un tono rosa más intenso. El cuello era cuadrado y ribeteado con las mismas piedrecillas transparentes, motivo que se repetía en los puños de las largas mangas. La cofia francesa cubría graciosamente la cabeza de Elizabeth, y llevaba adosado un velo rosa pálido de seda transparente salpicada de lunares de plata.

– ¡Oh, es increíble! -Rosamund nunca había visto a su hija en tan suntuosos atavíos-. Quiero ver los zapatos.

Elizabeth estiró uno de los pies y mostró un zapato de punta cuadrada forrado en seda rosa y también adornado con cristales.

– ¡Qué hermosura! -suspiró su madre-. Tom, recuerdo la primera vez que fuimos a la corte y cómo insistías en que tuviera un guardarropa nuevo. Y luego les aconsejaste lo mismo a Philippa, a Banon, y ahora a Elizabeth. ¡Has sido un ángel para todas nosotras, querido primo! -Los ojos se le llenaron de lágrimas pensando en los viejos tiempos.

– Los zapatos me hacen doler -se quejó Elizabeth rompiendo el clima nostálgico-. Pero el tío me prohíbe usar botas, aunque las oculte debajo de las faldas, porque, según él, se van a ver cuando baile. Pero yo no bailo…

Thomas Bolton empalideció de golpe.

– ¡Por Dios! -gritó llevándose dramáticamente la mano al corazón-. Sabía que había olvidado algo. ¡No le enseñé a bailar! Es imprescindible que aprenda. El rey no soporta a las jóvenes que no saben danzar. ¿Te acuerdas, Rosamund, de cuando Enrique bailó contigo? Y también lo hizo con Philippa. ¿Cómo se me escapó algo tan fundamental para la educación de Elizabeth?

– Tío querido -lo calmó la sobrina-, no importa si bailo o no. El rey apenas reparará en mí.

– Te equivocas, tesoro, el rey se fijará muy bien en ti. Eres joven, bella y, ante todo, la hija de Rosamund. Es mi deber presentarte a Su Majestad, pues así lo exigen las inmutables leyes de la etiqueta. Y se han dicho muchas cosas de mí, querida, pero nadie ha puesto en duda jamás mis modales exquisitos -sentenció Thomas Bolton-. ¡Debes aprender a bailar! Y empezaremos ya mismo, aprovechando que tu madre está aquí. Ella y yo te enseñaremos algunas danzas de la corte. Soy un experto bailarían, mi querida, ya lo verás.

– Necesitamos música -le recordó Rosamund.

– Iré a buscar a los muchachos de la aldea que saben tocar -se ofreció Maybel-. No son tan buenos como los músicos de la corte, Pero servirán.

– Así que vas a aprender a bailar, Elizabeth. ¡Cómo nos vamos a divertir! -se burló Alexander con malicia.

Elizabeth le sonrió dulcemente y luego preguntó a su madre:

– ¿No crees que Alex también debería aprender, mamá? Tío Tom será mi compañero y tú bailarás con tu hijito. No querrás que ese muchacho sea un ignorante en los asuntos mundanos, pues algún día tendrá que ir a la corte de su rey.

– Es una idea excelente, Elizabeth -replicó Rosamund. Sabía que su hija estaba bromeando, pero aun así, se alegró al comprobar que era capaz de defenderse.

Jamie, Tavis y Edmund Hepburn rieron por lo bajo cuando Baen MacColl sonrió con satisfacción ante los gestos de malestar de Alexander. No debió cometer la torpeza de creer que su hermana mayor no le devolvería el golpe. Elizabeth Meredith era una joven aguerrida.

– ¿Quién dice que iré a la corte del rey Jacobo? -protestó Alexander-. ¡Papá, dile a mamá que no necesito clases de baile! Jamás lograrán que me contonee y haga cabriolas como un estúpido petimetre.

– No, hijo. Creo que deberías aprender a bailar. Uno nunca sabe lo que puede depararle el destino. Y cuando hayas aprendido perfectamente, les enseñarás a tus hermanos, pues en el futuro alguno de ellos podría decidir tentar suerte en la corte. -El señor de Claven's Carn dijo esto último casi riendo. Guiñó el ojo a su hijastra, felicitándola por su inteligencia.

Maybel apareció en el salón junto con los músicos, que llevaban dos flautas de caña, un tambor y un címbalo. Era una banda de lo más rústica, pero no había nada mejor en la aldea. El cuarteto comenzó a tocar una melodía y lord Cambridge condujo a su prima al centro del salón, donde bailaron con gran elegancia. Rosamund se sorprendió de recordar los pasos de las danzas cortesanas más difíciles después de tantos años. Muy pronto el rostro se le enrojeció debido al esfuerzo y se echó a reír. Al cabo de un rato, lord Cambridge paró la música.

– Ahora es tu turno, Elizabeth. Alexander, baila con tu madre.

Con renuencia, los dos hermanos se levantaron de la mesa y se dispusieron a cumplir la orden del tío. Lord Cambridge indicó a los músicos que volvieran a tocar. Elizabeth descubrió con asombro que le resultaba muy fácil imitar los pasos de su madre, y en pocos segundos se vio bailando con su tío como si lo hubiera hecho toda la vida. En cambio, Alexander iba a los tumbos, se enredaba con los pies de Rosamund y estuvo a punto de derribarla. Regresó a su lugar mascullando que la danza era una total pérdida de tiempo para un hombre de verdad. Al mal humor se sumó la vergüenza cuando sus hermanos menores comenzaron a bailar imitando sus torpes movimientos. Muy pronto el salón entero estalló en carcajadas por las travesuras de los niños.

– Con su permiso, milord -dijo Baen MacColl.

– Por supuesto -repuso lord Hepburn y, con una amplia sonrisa, le cedió a su esposa.

– ¿Sabe bailar, caballero? -preguntó Rosamund sorprendida.

– Mi madrastra me enseñó los rudimentos básicos. Estos pasos son muy difíciles, y puede que tropiece un poco, pero quisiera hacer el intento, si usted está dispuesta a ser paciente.

– Admiro su espíritu de aventura, Baen MacColl -replicó Rosamund, guiándolo mientras danzaban.

Al cabo de un rato, lord Cambridge sugirió:

– Cambiemos de pareja, queridos, y veamos cómo se las ingenia Elizabeth para bailar con un compañero más torpe, pues no todos son tan diestros como yo en la corte.

Entregó a la joven a Baen MacColl y tomó la mano de Rosamund.

– Siempre fuiste la más graciosa de las bailarinas -elogió a su prima-. Recuerdo cómo maravillabas a todos en palacio hace muchísimos años.

– ¡No tantos! -bromeó Rosamund.

– Me temo que sí -sonrió Thomas Bolton-. Estoy envejeciendo, tesoro Pero confieso que nunca fui tan feliz en mi vida. No obstante, creo que esta será mi última visita a la corte de Enrique VIII. Una vez que hayamos conseguido un buen candidato para Elizabeth, me retiraré del mundanal ruido y me recluiré en Otterly.

– No te creo una palabra, Tom. ¿Pretendes convencerme de que ni lera irás a Londres para renovar tu guardarropa?

– Así es, tesoro. Los años empiezan a pesarme y me he puesto barrigón. Ya no tengo la esbelta figura de antaño.

Baen MacColl sonrió al escuchar el diálogo entre Rosamund y su primo. La calidez y el amor que reinaba en la familia eran genuinos y le provocaban cierta envidia.

– No estás prestando atención a los pasos -tronó la voz de Elizabeth-. ¿En qué estás pensando, Baen?

– En cuánto se aman los miembros de tu familia.

– Es cierto -sonrió la joven.

– Y por eso obedeces los deseos de tu madre y tu tío -observó el escocés.

Elizabeth asintió.

– Tal vez encuentres un marido en la corte. -Baen no tardó en arrepentirse de haber pronunciado esas palabras.

– Lo dudo, pero no se quedarán satisfechos hasta que les demuestre que he hecho todo lo posible. El problema es que ninguno de los hijos de mis hermanas puede heredarme, y mamá no quiere legar Friarsgate a sus vástagos escoceses. Su posición es clara y firme: las tierras deben ser inglesas.

– ¿No quieres enamorarte ni tener hijos?

– Nunca me puse a pensar seriamente en el tema. Nací en Friarsgate y fui la hija menor de mi padre. Crecí sin que me prestaran mucha atención, pues mamá tuvo que ausentarse varias veces. Pero finalmente me llegó la oportunidad de ser la dueña y señora de estas tierras cuando Philippa renunció a Friarsgate. A mí sí me interesaba la finca. Si contraigo matrimonio, Baen, mi esposo querrá imponer su autoridad y no estoy dispuesta a cedérsela a nadie. ¿Cómo podría un extraño administrar estas tierras? ¿Cómo podría saber todo lo que yo sé? No solo hay que cuidar las ovejas sino también comercializar los tejidos que fabricamos. Mi esposo querrá que tenga hijos y me ocupe de la casa. Maybel se encarga de las tareas domésticas, pues a mí me fastidian. Si todo eso sucediera, Friarsgate se vendría abajo en poco tiempo. De modo que prefiero quedarme soltera, a ver cómo se derrumba todo lo que amo.

– Tal vez encuentres a alguien que valore Friarsgate tanto como tú y a quien puedas enseñarle a administrarlo. Según he escuchado, tu propio padre provenía de la corte y, sin embargo, sentía adoración por estas tierras.

– Mi padre era un ser excepcional. Se enamoró de mamá mucho antes de saber que se casaría con ella y protegería estas tierras de los invasores Los tiempos eran distintos cuando papá vino a Friarsgate, Baen. Era un caballero que había servido a los Tudor desde su más tierna infancia. Era un hombre leal con un férreo sentido del deber. Sé por mi tío que ahora la corte no solo está atestada de jóvenes nobles que buscan congraciarse con el rey, sino también de hijos de ricos mercaderes. Ninguno de ellos se fijará en una muchacha dueña de una propiedad situada en Cumbria, y aun cuando logre seducir a algún incauto, no querrá venir al norte para ocuparse de mí o de mis tierras. No pienso residir en otro lugar que no sea Friarsgate, Baen, y mi madre rechazará a cualquier candidato que se niegue a vivir aquí. Igual que yo, por supuesto.

– Un cortesano sería un perfecto esposo para ti -dijo Baen mientras se retiraban de la improvisada pista de baile, pues la música había cesado-. Podrías dedicarte a cuidar Friarsgate y él se quedaría en la corte escalando posiciones.

– Y como se consideraría un hombre rico, vendría a Friarsgate a pedirme dinero y terminaríamos perdiendo las tierras. No, mi destino, cualquiera que sea, no está en la corte del rey Enrique.

– Pero irás de todas formas.

– Sí -suspiró Elizabeth.

– Para complacer a tu familia -continuó Baen.

– Y para sacarles de la cabeza la idea del matrimonio, algo que no deseo ni me hará feliz. Así que iré, pero volveré lo antes posible. Ojalá pueda estar de regreso a mediados del verano. ¡Adoro los veranos en Friarsgate!

– Estoy seguro de que encontrarás un marido. Estás muy hermosa con ese vestido, Elizabeth, y brillas cuando bailas.

– Si crees que adulándome conseguirás un descuento por las ovejas estás muy equivocado -bromeó ella tratando de disimular su turbación. Jamás le habían dicho que era hermosa ni la habían mirado con ojos embelesados. Era una sensación extraña que le provocaba escalofríos.

– Las perlas son una belleza -interrumpió Rosamund acercándose a ellos-. ¿Te las regaló Tom?

– Sí, mamá. Me regaló unas joyas preciosas para mi visita a la corte. ¿Quieres que te las muestre?

– Desde luego, tesoro.

Tomadas del brazo, madre e hija abandonaron el salón. A Rosamund le había inquietado la forma en que el joven escocés miraba a Elizabeth. Baen no tenía derecho a pretender a su hija. Él sabía cuál era su lugar en el mundo. Era un hijo bastardo. Muy querido y mimado, por cierto, pero estaba muy lejos de ser el candidato apropiado para la heredera de Friarsgate. Rosamund temía que Elizabeth, que no estaba habituada a que la cortejaran, no pudiera distinguir si sus intenciones eran honorables o deshonestas. Le pediría a Tom que la vigilara de cerca cuando estuvieran en la corte y también informaría de la situación a Philippa, cuyo agudo sentido del decoro se había desarrollado aun más desde que pertenecía a la nobleza.

"Me quedaré en Friarsgate hasta que Elizabeth parta -decidió Rosamund-. En mi afán de ser una buena esposa para Logan, he descuidado a la hijita menor de mi adorado Owein. Se ha desempeñado tan bien como dueña y señora de estas tierras que nunca tuve en cuenta su ignorancia en materia de hombres. Una peligrosa falta en su educación".

Baen las vio alejarse y se reprendió por haber hablado a Elizabeth de una manera que sabía inadecuada. Pero estaba tan endiabladamente bella con ese vestido. Parecía una rosa perfecta. Una rosa inglesa. Y él era un escocés indigno de una muchacha como Elizabeth Meredith. Había notado que su madre lo miraba con suspicacia y desaprobación. Por primera vez en su vida se avergonzó de su origen. Y comenzó a desesperarse, pues se estaba enamorando de Elizabeth aunque sabía que jamás podría ser suya. Jamás. Dio media vuelta y se reunió con el resto de los hombres.

– ¿Qué razas piensa comprar? -le preguntó lord Hepburn.

– Las Shropshire las Cheviot.

– ¿No le agradan las Merino? Su lana es la más fina de todas. Le convendría comprarlas si desea mejorar los rebaños de su padre.

– Hasta el momento no he oído hablar de esa raza.

– Porque no están a la venta -intervino lord Cambridge-. El primer rebaño se importó de España hace varios años, a instancias de la reina Catalina. Ella y mi prima son viejas amigas. Es un rebaño pequeño muchacho. Sospecho que Elizabeth no se molestó en mostrarte las ovejas porque no te las podía vender.

– Entiendo perfectamente -replicó Baen-. Si tiene tan pocas y son tan valiosas, sería imprudente venderlas. Tal vez en el futuro, cuando el rebaño sea más grande, pueda comprarle algunas.

– Sin duda, querido -replicó Thomas Bolton con una sonrisa.

– Perdona mi intromisión, Tom. No quise ser indiscreto -dijo Logan Hepburn.

– Despreocúpate, muchacho -lo tranquilizó lord Cambridge.

Alexander fue el primero en romper el incómodo silencio que siguió a ese diálogo.

– ¿Cuándo iremos a casa, papá? ¿Mañana?

– Sí, hijito, mañana. -Volviéndose a Tom Bolton, dijo-: Johnnie se quedó para cuidar la propiedad y supongo que no habrá hecho ningún estropicio en el breve lapso que pasamos aquí. Espero sacarle de la cabeza esa tontería de hacerse sacerdote y que entienda de una buena vez cuáles son sus verdaderas obligaciones.

– Tienes cinco hijos varones, Logan. Si Johnnie desea servir a Dios, ¿por qué se lo prohíbes? Estoy seguro de que Jeannie aprobaría su decisión. Era una mujer muy comprensiva. Mi primo Richard lo recibirá con gusto en St. Cuthbert.

– ¡Por Dios, Tom! ¡Es el primogénito! -estalló Logan.

– Y el menos apropiado para ser el próximo amo de Claven's Carn alegó lord Cambridge-. Sabes muy bien que Alexander es el candidato ideal para sucederte. Eres un hombre testarudo que complica las cosas inútilmente, mi querido. El hecho de tener un hijo que desea ser sacerdote no afectará tu orgullosa masculinidad. ¿Qué opina usted padre Mata?

El párroco, pariente bastardo de Logan Hepburn, escuchaba en silencio lo que hablaban los demás. Mirándolo a los ojos, le dijo:

– Deja que Johnnie haga su voluntad, Logan. Si su vocación es la iglesia, permítele ser sacerdote.

– Pero la gente dirá que intento separar a mi primogénito de los hijos de Rosamund.

– Quienes te conocen se regocijarán por tu generosidad con Johnnie y quienes no te conocen dirán lo que se les antoje. Logan, pones en peligro tu alma al impedir que tu hijo se dedique a servir al Señor.

– ¿Hablarías con el prior Richard? -preguntó Logan, aparentemente convencido.

– Desde luego. Cuando Elizabeth se haya marchado a Londres, iré a la abadía y recomendaré a mi sobrino. Díselo tan pronto como regreses a Claven's Carn, Logan, y reconcíliate con él lo antes posible.

– Lo haré.

A la mañana siguiente Logan y sus hijos emprendieron el regreso a Claven's Carn, en tanto que Rosamund permanecería en Friarsgate para despedir a su hija. Ayudó a Elizabeth a empacar la ropa en los baúles a fin de entretenerla y evitar que estuviera a solas con Baen MacColl. Maybel y Rosamund instruyeron a Nancy sobre cómo debía comportarse en la corte y cuáles serían sus obligaciones. La doncella tenía un don natural para la peluquería y le mostró a Rosamund los distintos peinados que podía hacer, usando a Elizabeth como modelo.

Solo a la noche vieron a Baen MacColl quien, para alivio y regocijo de Rosamund, se mantuvo distante sin dejar de ser cortés. Era evidente que sabía cuál era su lugar. La familia jamás permitiría que Elizabeth se enamorara de un hombre de su clase; por otra parte, él no debía enamorarse de ella y, menos aun, dejarse llevar por sus impulsos y cometer alguna tontería. Los casos de novias raptadas todavía eran frecuentes en las fronteras entre Inglaterra y Escocia.

Por fin llegó la mañana del 10 de abril. El sol brillaba; el cielo era diáfano. Elizabeth apenas había dormido la noche anterior; no porque estuviera excitada por el inminente viaje, sino más bien por temor, una emoción que no solía frecuentarla. Ese malestar la irritaba sobremanera. Además, no soportaba el incesante parloteo de su madre, Maybel y Nancy. Su fastidio fue tan intenso que sintió deseos de gritar.

– ¿Estás segura de haber guardado en el baúl más pequeño todo lo que necesitará tu ama durante el viaje? -preguntó Rosamund a la doncella por décima vez.

– Sí, milady -respondió Nancy con paciencia.

– ¿Y el cepillo de dientes?

– Sí, milady

– ¿Y las medias de seda?

– Sí, milady.

– ¿Y una enagua de franela adicional?

– Sí, milady.

– Mamá, Nancy es muy eficiente, no te preocupes. Las dos hemos revisado todo el equipaje hasta el hartazgo. Ya está todo listo.

– ¿Y el alhajero? ¿Dónde está el alhajero?

– En uno de los baúles, junto con los corpiños y las mangas. Mamá, vas a enfermarme si continúas fastidiando con tus malditas preguntas. Hago este viaje con el único propósito de complacerte. ¿Lo entiendes?

– Regresarás cuando hayas conseguido un buen candidato, Elizabeth.

– Sí, mamá -fue la réplica de la joven.

– Vamos, hija mía, no estés tan nerviosa.

– Necesito salir a caminar por la pradera -anunció de pronto Elizabeth.

– ¡Pero el sol aún no ha aparecido!

– Pues lo hará de un momento a otro y hoy quiero ver la salida del sol. Pasarán varias semanas antes de que vuelva a contemplar el amanecer en mis propias tierras.

La joven huyo corriendo de la alcoba. Afuera el aire era fresco y vivificante; el cielo, claro y luminoso, y los primeros rayos comenzaban d asomar por encima de las colinas. Las ovejas pastaban en los prados que rodeaban la casa, y al mirarlas Elizabeth se echó a llorar. No quería irse. ¡Y no se iría! No le importaba mortificar a su madre. ¡No iría a la corte! Friarsgate era la fuente de su fuerza y vitalidad y necesitaba estar allí.

– Despídete de todos pequeña – escuchó que le decía MacColl-. Luego junta fuerza y haz lo que tengas que hacer. No eres una cobarde, Elizabeth Meredith.

La joven se dio vuelta y se arrojó en los brazos de Baen, que la estrecho con fuerza mientras ella no paraba de llorar. Sin decir una palabra, le acarició la cabeza para consolarla. El llanto fue disminuyendo de a poco. Él esperó a que recuperase la calma y recién entonces aflojó el abrazo. Elizabeth lo miró a los ojos y él advirtió que las oscuras pestañas, ahora empapadas de lágrimas, contrastaban con el rubio de la cabellera.

– Gracias -susurró Elizabeth, y se encaminó a la casa.

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